La crisis económica de 1929 tuvo un profundo impacto en América Latina y marcó el agotamiento del modelo agroexportador. Los países latinoamericanos tuvieron que buscar un nuevo equilibrio económico a través de la industrialización y una mayor intervención estatal. La Segunda Guerra Mundial provocó mayores perturbaciones en el comercio exterior pero también estimuló la industrialización. Para 1945, América Latina había superado las consecuencias de la crisis pero su economía seguía siendo desequilibrada y enfrentaba el desaf
Historia contemporánea de América Latina durante la crisis
1. HISTORIA CONTEMPORÁNEA
DE AMÉRICA LATINA
TULIO HALPERÍN DONGHI
RESUMEN
MMXIV
TERCERA PARTE
AGOTAMIENTO DEL ORDEN NEOCOLONIAL
CAPÍTULO 6
LA BÚSQUEDA DE UN NUEVO EQUILIBRIO
I.- AVANCES EN UN MUNDO EN TORMENTA (1930-1945)
a crisis de 1929 tuvo un impacto inmediato y profundo sobre
toda América Latina (excepto en Venezuela, donde el petróleo
permitió minimizar rápidamente los efectos), cuyo signo más
visible fue el derrumbe, entre 1930 y 1933, de la mayor parte de las
situaciones políticas que se habían consolidado durante la pasada
bonanza. Lo que no se vio tan inmediatamente fue que esa crisis no se
distinguía de las anteriores por su magnitud sin precedentes, sino que
además, la crisis inauguraba una nueva época en que las soluciones del
modelo agroexportador ya no servían. Lentamente, los
latinoamericanos fueron descubriendo que el retorno a la normalidad
no estaba a la vuelta de la esquina y que, por el contrario, ahora
deberían avanzar, indefinidamente, por mares nunca antes navegados.
En realidad, la crisis del ´29 fue la expresión del agotamiento de un
modelo, cuyos signos premonitorios podían descubrirse ya durante los
´20 (los movimientos políticos antioligárquicos o la pérdida del
dinamismo de muchos rubros exportadores son una expresión de ello).
A partir de los ´20, a la vez que los cimientos del orden económico
latinoamericano se tornaban más endebles, él (el orden
latinoamericano) adquiría una complejidad nueva. En los países
mayores, la industrialización realiza avances significativos, gracias a la
ampliación de la demanda local sostenida por el previo avance de la
economía exportadora. Hacia esta industrialización se vuelca, durante
los ´20, una parte de la inversión extranjera que antes se atenía al
crédito al estado y al sector primario y de servicios. El contraste entre
la debilidad del viejo núcleo de la economía (el sector primario) y la
tendencia de ésta a expandirse hacia nuevas actividades, se traduce en
un desequilibrio que sólo puede ser salvado gracias a créditos e
L
2. inversiones provenientes ya no más de Inglaterra, sino sobre todo de
EE.UU, el nuevo centro financiero.
Las consecuencias económicas inmediatas de la crisis fueron el
derrumbe del sistema financiero mundial y una contracción brutal de la
producción y el comercio. El derrumbe del sistema financiero significa
desde luego la desaparición de la anterior fuente de recursos, que había
mantenido la bonanza latinoamericana durante los ´20. La crisis, a
diferencia de muchas de las anteriores, afectó comparativamente más a
Europa que a Latinoamérica. Ahora, en la Europa devastada por la
primera guerra mundial, y efímeramente reconstruida por el flujo de
créditos norteamericanos durante los ´20, la insolvencia es una
constante. Por la mera desaparición del crédito extranjero, el
desequilibrio financiero se agravó dramáticamente, y paralelamente
surgió un desequilibrio comercial potencialmente aún más peligroso.
Así, los gobiernos fueron desarrollando líneas de acción heterodoxas
que reflejarían muy bien las múltiples dimensiones de la crisis que se
había desencadenado.
La crisis significó la disminución brutal del comercio mundial. Los
países de Europa se orientaron hacia acuerdos bilaterales que les
permitirían asegurar mejor la reciprocidad en el intercambio comercial.
Incluso Inglaterra, que sufría la inconvertibilidad de la libra esterlina
en 1931, también adoptó acuerdos bilaterales con sus colonias. En este
nuevo orden mercantil, el Estado aparece como el agente comercial de
cada economía nacional. Sin embargo, la coyuntura le irá imponiendo
funciones aún más vastas. Así, el Estado pasa de administrar arbitrios
financieros urgentes a encarar, utilizando esas atribuciones nuevas,
políticas destinadas a atacar las dimensiones económicas de la crisis.
Por ejemplo, ahora el Estado canaliza las importaciones hacia sectores
de la economía que al utilizarlas ampliarán el empleo (para lo cual
impondrá desde tipos de cambio múltiples para los distintos rubros de
exportación e importación, hasta un racionamiento de divisas mediante
permiso previo para cada transacción individual). Esta modalidad de
intervención estatal es un rasgo que se da mucho en América Latina,
muy afectada por la caída de los precios de exportación. Todos los
precios caen, pero esta caída es más fuerte en la agricultura y en la
minería que en la industria. En cambio, la producción cae más que
nada en la industria y menos en la minería y en la agricultura (de
hecho, muchos productores agropecuarios procuraron aumentar la
producción para recuperar las pérdidas, ocasionando el efecto contrario
al deseado).
El resultado es un nuevo deterioro en los términos del intercambio
para los países latinoamericanos, que se habían especializado en la
provisión de materias primas. Las ventajas comparativas que en el
pasado habían hecho atractiva esa especialización estaban siendo
borradas por esa nueva relación de precios. Por ello, no sorprende que
en muchos lados se buscasen reorientar mano de obra y los escasos
capitales hacia la industria, que antes había sido menos prometedora.
No obstante, esta alternativa tardará en diseñarse con claridad. El
primer resultado de la crisis es un colapso del mercado interno para los
bienes de consumo que ya no será posible seguir importando. Mientras
ese mercado no presente signos de reactivación, la industrialización
por sustitución de importaciones no tendrá ocasión de implantarse.
Mientras ello no ocurra, queda una tarea más urgente para el Estado:
evitar que las reacciones instintivas de los productores primarios ante
la crisis venga a agravarla, al aumentar aún más los bienes exportables.
Para ello, tendrá que intervenir autoritariamente, fijando precios
oficiales y cupos máximos de producción, y organizando la
destrucción de lo cosechado en exceso, muchas veces sin
indemnización a los productores. En general, la expansión de las
funciones del Estado fue aceptada por las clases dominantes que, si
bien antes habían defendido el modelo del liberalismo económico,
ahora eran conscientes de la intensidad de la crisis y la incertidumbre
desatada por ésta y de la imposibilidad de que el modelo anterior
pudiera superarla.
Hacia 1935, los países latinoamericanos relativamente más
avanzados (México, Brasil, Argentina, Chile, Perú, Colombia,
Uruguay) ya habían superado lo peor de la crisis; en cambio, los países
más pequeños seguían profundamente estancados. Esto se explica
porque la industrialización, elemento ahora esencial para la
reactivación económica, requiere para ser viable de un mercado
nacional considerable. Así, la caída de los volúmenes y precios de
exportación sería más profunda en los países centroamericanos o en
otros, como Ecuador, donde la gran mayoría de la población consumía
3. poco y nada. En los países más avanzados, la rehabilitación a partir de
1935 incluiría avances significativos, en general, en la diversificación
de su estructura económica. Estas reconstrucciones tienen éxito
variable según estos países, pero en general, el impacto de la depresión
es menos profundo que en los países centrales industriales y que en los
pequeños países latinoamericanos.
La industrialización comienza en el sector de bienes de consumo:
alimentos y bebidas, textiles, industrias livianas en química, farmacia y
electricidad. Antes de la crisis, ya existían industrias alimentarias o
textiles; por ello, a partir de ahora, la industrialización avanzará sobre
una infraestructura existente, que ahora se encuentra ociosa. De todos
modos, en casi ninguna parte el avance industrial previo a 1945
alcanza a sustituir del todo las importaciones, aun en esos rubros más
consolidados. La necesidad de los países periféricos de importar sobre
todo bienes de capital y materias primas está limitada por la lentitud
del crecimiento del parque industrial y porque su política comercial
privilegia más la rehabilitación de sus exportaciones que la expansión
industrial.
Esa limitada industrialización tiende a acentuar más que atenuar las
desigualdades económicas entre las distintas regiones; desigualdades
que surgieron durante la expansión de las exportaciones (y que en el
futuro seguirán acentuándose con el avance de la industrialización).
Esto ocurre porque la industrialización avanza allí donde se encuentran
no sólo sus potenciales consumidores, sino su mano de obra disponible
y sus futuros dirigentes, es decir, en las ciudades que están más ligadas
a la expansión del comercio interno e internacional.
La segunda guerra mundial (1939-1945) va a introducir, de
nuevo, un cambio radical en el contexto externo en que deben avanzar
las economías latinoamericanas, ya que entre 1939 y 1941 quedarán
aisladas de buena parte de los mercados europeos y asiáticos, al
complicarse el transporte marítimo interoceánico. Esta nueva
coyuntura ampliará aún más el papel del Estado en la economía.
De esta manera, la segunda guerra mundial introdujo en el
comercio exterior latinoamericano perturbaciones más fuertes que la
primera. La segunda guerra reaviva la demanda externa, que aún no se
ha recuperado del todo de las consecuencias de la crisis del ´30, pero
en realidad afecta más a los volúmenes exportados que a los precios.
En cambio, los países latinoamericanos apenas pueden importar (y esto
es más grave en México o Chile, donde los alimentos no alcanzan),
porque a la escasez de transporte se le suma la reorientación de la
economía hacia la producción de guerra en los países industriales. De
esta manera, el déficit de importaciones ofrece un estímulo más
poderoso a la industrialización que las consecuencias más inmediatas
de la crisis del ´30. Pero esta industrialización más acentuada
comienza a mostrar sus rasgos negativos: insuficiencias en la
infraestructura, fallas técnicas, primitivismo tecnológico, que no se
puede superar mientras América Latina esté aislada de los países
centrales. No obstante, la coyuntura permitió que en algunos casos
(como Brasil), la industria nacional no sólo llegara a conquistar el
mercado interno, sino también el externo (vendiéndoles productos a
otros países hispanoamericanos o a las colonias africanas).
El fin de la guerra encuentra así a una América Latina cuya
economía, salvo en algunos de los estados menores, no sólo ha borrado
las consecuencias de la crisis, sino ha crecido en volumen y
complejidad. A la vez, es una economía aún más desequilibrada que en
el pasado, sobre todo en las grandes ciudades, donde la escasez de
energía y vivienda, sumada a la creciente densidad de población, serán
un problema a resolver en el futuro. En 1945, pues, ha madurado
universalmente una conciencia muy viva de que las economías
latinoamericanas afrontan una encrucijada decisiva, que sus problemas
viejos y nuevos se han agravado hasta un punto que vuelve
impostergable una reestructuración profunda. A la vez, la situación se
hace más compleja, dado que, por primera vez en su historia, las
naciones latinoamericanas se han constituido en acreedoras de Europa
(arruinada por la guerra) y Estados Unidos, cuya economía se vio muy
favorecida por la guerra. Por ello, hacia 1945, había una sensación de
que esta coyuntura excepcional permitiría abandonar el status de
periferia de América Latina.
La guerra, por su parte, aportó una complejidad mayor a la
influencia de Estados Unidos en la región. Durante los ´10 y ´20, como
dijimos en el capítulo anterior, Estados Unidos había avanzado mucho
sobre América Latina: apertura del canal de Panamá (1914), traslado
del centro financiero del mundo de Londres a Nueva York, pasaje de la
4. era del ferrocarril (inglés) a la del automóvil (yanqui). La crisis
económica afectó las relaciones comerciales y financieras con EE.UU
(en lo comercial, EE.UU seguía con su proteccionismo, que impedía la
masiva entrada de productos latinoamericanos), lo cual por un
momento aparentó ser un retroceso en la afirmación de la hegemonía
continental. Sin embargo, la guerra contribuyó a consolidar esta
hegemonía de EE.UU, ahora más aceptada por los países
latinoamericanos. Ahora EE.UU renunciaba a la intervención directa y
unilateral, y buscaba en cambio vigorizar los organismos
panamericanos, que con ampliadas atribuciones debían transformase
en instrumentos principales de la política hemisférica de EEUU. No
obstante, EEUU manejó su política internacional sin recurrir,
nuevamente, al mecanismo panamericano. Además, el abandono de la
intervención armada no suponía la renuncia a la presencia en el Caribe
y Centroamérica. En los países que habían sufrido la ocupación militar
norteamericana (Cuba, Nicaragua, Haití, República Dominicana), la
potencia interventora había creado fuerzas armadas locales que
consolidaban regímenes dictatoriales estables y devotos a EEUU
(Somoza en Nicaragua, Trujillo en Rep. Dominicana, etc.). Por otra
parte, EEUU no había dejado de utilizar la presión política directa
sobre los gobiernos latinoamericanos; de hecho, se ejerció sobre los
países que eran renuentes a alinearse en el bloque de los aliados contra
el eje, como Argentina, que tradicionalmente había preferido la
influencia inglesa a la norteamericana.
En este contexto, hacia 1945 se creía que Latinoamérica había
sorteado la crisis sin sufrir daños económicos sustanciales y sin haber
sufrido las destrucciones de la guerra. Pero también ocurría que la
crisis había logrado corroer mortalmente, tanto en lo económico como
en lo político-internacional, el orden mundial en el que Latinoamérica
había encontrado su lugar. Por ello, no es sorprendente que el
debilitamiento de ese orden debilitara también el sistema de creencias
afín a él: el liberalismo económico ya no era consensuado por la
sociedad, y no lo sería por mucho tiempo. Ahora era el momento de las
tendencias heterodoxas, como el keynesianismo o la planificación
soviética.
Este desconcierto en el plano económico está ligado a otro
efecto de la crisis económica: la crisis global del sistema político,
manifestado en una pluralidad de ideologías y en los conflictos
internos de cada país. De hecho, la crisis económica permitió la
difusión tanto del comunismo como del fascismo, ideologías que
durante los ´20 no habían tenido espacio. Como consecuencia de ello,
el nuevo conflicto mundial no se centrará tanto en los conflictos entre
ciertas grandes potencias, sino incluirá una importante dimensión
ideológico-política. Este es otro signo del fin del consenso ideológico
que había predominado, tanto en Europa como en América Latina,
hasta 1930.
Durante los ´30, el movimiento comunista, antes marginal,
intentará organizarse en casi todos los países latinoamericanos, y
alcanzará una importancia considerable sobre todo en Brasil, Chile y
Cuba y, en menor medida, en Argentina, Uruguay, Colombia y
Venezuela. Sus avances no se deben tan sólo a la agudización de
conflictos sociales preexistentes, ni tampoco exclusivamente a los
cambios en el equilibrio social suscitados por la crisis y las respuestas
a ella. Es sobre todo la inseguridad sobre el rumbo que tomará un
mundo económicamente en ruinas la que crea las condiciones para una
mayor difusión de las propuestas políticas comunistas. Otros casos,
como el cardenismo mexicano o el aprismo peruano, fueron
alternativas no comunistas al liberalismo que había predominado hasta
los ´30.
En suma, la nueva incertidumbre ideológica se tradujo entonces
más en una apertura hacia nuevas perspectivas y una disposición a
explorar todos los horizontes que en el surgimiento de corrientes y
figuras dispuestas a definirse en cerrada oposición al consenso
ideológico-político previo. El impacto de la crisis no ayuda a visualizar
más claramente los conflictos sociales que pugnan por encontrar
expresión política. Más bien, hace más difícil descifrar el impacto que
estos conflictos alcanzan sobre una vida política cuyos actores deben
avanzar a tientas en un mundo que no comprenden, guiados por
convicciones ideológicas que no saben cómo reemplazar, pero en las
cuales no pueden depositar la misma fe que en el pasado. Esta vacío de
una dirección única para todos los procesos políticos latinoamericanos,
5. en parte, ayuda a comprender las particularidades nacionales1
. En
general, los procesos políticos latinoamericanos del período 1930-45,
muestran un rasgo común: la crisis y sus consecuencias directas e
indirectas originan tensiones que la mayor parte de las situaciones
políticas hallan difícil afrontar. En aquellos países en que la
ampliación de la base política se había traducido en una
democratización del régimen en un marco liberal-constitucional
(Argentina, Uruguay), la crisis afecta a la democracia liberal,
provocando golpes de Estado (Uriburu y Terra, respectivamente).
II.- EN BUSCA DE UN LUGAR EN EL MUNDO DE POSTGUERRA
(1945-1960)
ronto iba a advertirse que, si era cierto que un orden nuevo
comenzaba a emerger de las ruinas dejadas por la crisis y la
guerra, los rasgos de ese orden nuevo no eran necesariamente
los previstos entre 1930-45. Por ejemplo, la economía de los países
centrales se reconstruyó más fácilmente de lo que se había pensado en
un momento, y entraría en una fase ascendente de 25 años, conocida
como “los años dorados del capitalismo”.
En cuanto a Latinoamérica, sus gobernantes creyeron que la
coyuntura favorable que la guerra había creado para esta región se
mantendría y consolidaría durante la postguerra. Los motivos para
pensar esto radicaban en que ahora los países centrales estaban
reabiertos al tráfico internacional y necesitaban lo que Latinoamérica
podía ofrecerles (alimentos, materias primas).
Dado ese optimismo, las disidencias se daban sobre todo en torno
al mejor modo de utilizar sus oportunidades, pero lo que las volvía
1
En mi opinión, el populismo se inscribe como un fenómeno emergente sobre este
sustrato. Por ello, no debe extrañar su eclecticismo y sus contradicciones, en parte
reflejo de las ambigüedades tanto ideológico-políticas como sociales y económicas.
explosivas era que cada uno de esos modos suponía una distinta
distribución de las ventajas de la coyuntura. Las principales
alternativas eran dos: 1) continuar con el proceso industrializador
favorecido por la crisis y aún más por la guerra, o 2) retornar al
modelo agroexportador y restaurar la unidad del sistema mercantil y
financiero mundial mediante la liberalización económica. Mientras la
primera alternativa era defendida por quienes, directa o
indirectamente, se veían favorecidos por la industrialización
(burguesías industriales, obreros urbanos), la segunda era apoyada por
quienes se beneficiaban del modelo agroexportador (oligarquías
terratenientes, clases medias rurales).
Con respecto a la industrialización, anteriormente habíamos dicho
que ésta era frágil y tecnológicamente precaria. Ahora se daba una
oportunidad de corregir esas fallas y seguir avanzando sobre bases más
sólidas. Para ello se contaba con los saldos acumulados gracias al
superávit comercial generado por la guerra. Además, se esperaba que
una Europa en reconstrucción demandara nuevamente materias primas,
lo que permitiría financiar el proceso de industrialización. En cambio,
estaban quienes creían en que la industrialización de 1930-45 había
sido una solución de emergencia impuesta por la crisis y el aislamiento
de la guerra. Vuelta la normalidad, confiaban en el pleno
aprovechamiento de las ventajas comparativas del sector primario.
De este modo, el sorprendente consenso que durante 1930-45 había
existido en cuanto al avance del Estado en la economía y a la
industrialización por sustitución de importaciones (ISI), ahora es
reemplazado por un disenso profundo. No sólo se discute una
distribución de recursos dentro de las economías latinoamericanas;
también está en juego el perfil futuro de las sociedades
latinoamericanas y la distribución dentro de ellas del poder político.
Los proyectos industrializadores, en general, prevalecieron por
sobre los agroexportadores: no sólo eran sostenidos por el
empresariado industrial, sino por otros grupos sociales. Este apoyo se
explica en parte porque la industrialización estuvo acompañada de un
conjunto más amplio de soluciones político-sociales, que mejoraban la
situación de estos otros grupos sociales. Así, la industrialización debe
avanzar manteniendo el entendimiento con la clase obrera industrial, lo
P
6. que requiere moderar la explotación de la fuerza de trabajo, frente
tradicional de acumulación e inversión en etapas de industrialización
incipiente. Pero también supone considerar a las clases populares
urbanas como consumidoras, lo que implica mejorar sus salarios reales
y ampliar sus fuentes de trabajo más allá de lo que el crecimiento
industrial puede asegurar por sí solo. Estos objetivos se cubrirán, en
parte, por la iniciativa del Estado, que no sólo atenderá a estos
objetivos, sino que extenderá sus actividades a campos muy variados
de previsión y servicio social con vistas a mantener la lealtad de las
mayorías electorales. Esta lealtad también es imprescindible para
asegurar la continuidad del proyecto industrializador.
De esta manera, la viabilidad y supervivencia de la
industrialización supone considerar todas estas precondiciones. Esto, a
su vez, hace que los Estados presten más atención a cómo conservar la
legitimidad de la industrialización que a la innovación tecnológica, que
era la única que podía asegurar la industrialización a largo plazo. No se
trataba tan sólo de modernizar la tecnología para eficientizar el sector
industrial y ampliar la infraestructura. Más grave aún era que el
costosísimo programa industrializador debía ser afrontado por una
Latinoamérica que en realidad estaba en una situación menos favorable
de la que se había creído en 1945.
Las necesidades de la reconstrucción europea favorecían la
demanda de productos latinoamericanos, pero también perjudicaban la
oferta de bienes industriales –cuyo precio seguía en ascenso- que
América Latina necesitaba. De esta manera, se utilizaron los fondos
acumulados durante la guerra a nacionalizar empresas, repatriar la
deuda pública y a importar escasos bienes industriales. Así, las
economías latinoamericanas fueron lentamente renunciando a
modernizar su economía, tal como había sido planeado hacia 1945, y
se limitaron a asegurar la supervivencia de esa industria primitiva,
mediante transferencias intersectoriales de recursos, aseguradas por la
manipulación monetaria.
Los países latinoamericanos adoptaron una moneda sobrevalorada,
lo que perjudicaba al sector exportador y privilegiaba las
importaciones baratas. El Estado trataba de que estas importaciones no
compitieran con la industria nacional (en estos casos se aplicaban
aranceles), sino que le proporcionase los insumos necesarios.
Sin embargo, este modelo de financiamiento de la industrialización
a través de los recursos de la exportación no sólo encontraría oposición
en los terratenientes, empresas mineras internacionales, o compañías
de transportes y comercio (a quienes perjudicaba). También, junto con
un contexto que hacia los ´50 se había tornado desfavorable, implicó el
estancamiento y la baja de la producción exportadora. De este modo,
hacia 1955, tanto este modelo económico como las soluciones políticas
que lo apoyaban mostrarían signos de agotamiento, como la inflación y
el creciente desequilibrio en la balanza comercial (debido sobre todo
al estancamiento del sector exportador). Uno y otro síntoma tienden a
reforzarse mutuamente, ya que la devaluación (que mejoraría la
balanza comercial) lleva al alza de salarios, lo cual genera inflación, y
ésta a su vez conduce a una nueva devaluación.
Así, en un período de 10 años, se había pasado de la esperanza a la
inquietud. Prebisch, secretario de la CEPAL, indagó sobre las causas
de los problemas en la industrialización latinoamericana y las encontró
en la posición periférica que Latinoamérica ocupa en una economía
mundial dominada por un centro industrial cada vez más poderoso, lo
cual se refleja en el deterioro creciente en los términos del
intercambio. En el centro, la fuerza de trabajo puede imponer un alto
nivel de salarios que se refleja en el alto precio de los bienes
industriales, mientras que, en la periferia, una mano de obra abundante
y más dispersa debe conformarse con salarios mínimos. Además, los
países centrales poseen el control del transporte y las finanzas
internacionales, lo que implica otra dificultad para América Latina. La
solución, para Prebisch, reside entonces en una industrialización más
intensa, que cree una economía nacional de una madurez similar a la
de los países centrales. El tema es que Prebisch no plantea cómo
conseguir esa industrialización.
El desarrollismo será una propuesta que considerará los aportes
teóricos de Prebisch; en su núcleo, se busca favorecer la expansión del
sector industrial que produce bienes de consumo duraderos (como al
automóvil), más que bienes de capital. El desarrollismo logró ofrecer
una salida rápida para la encrucijada industria-agro: aliviaba el
7. ofuscamiento que la industrialización había arrojado sobre un sector
primario ya incapaz de seguir soportándolo, permitiendo una
revigorización de la expansión industrial.
Para ello, el desarrollismo propuso una apertura parcial de la
economía nacional a la inversión extranjera. Hasta mediados de los
´50, la inversión extranjera había tenido un papel limitado en la
industrialización latinoamericana, ya que la crisis del ´30 y la guerra
habían disminuido la disponibilidad de capitales metropolitanos para la
inversión. En la posguerra, esta situación fue cambiando
paulatinamente. A la vez, las economías latinoamericanas sufrían
dificultades en la balanza de pagos, que intentaron afrontar poniendo
trabas a la salida de ganancias por parte de las empresas extranjeras
radicadas allí. En este sentido, Latinoamérica no era demasiado
atractiva para nuevas inversiones. Sin embargo, éstas fueron posibles
dado que el monto de las inversiones no era demasiado elevado para
las empresas extranjeras. Estas inversiones se centraban sobre todo en
maquinarias (que habían sido utilizadas previamente en el país de
origen) que, al ser vendidas a precios altísimos, suponían ganancias
extraordinarias.
La apertura a la inversión extranjera concebida por el desarrollismo
no suponía necesariamente la apertura generalizada de la economía,
puesto que su éxito depende del mantenimiento de un estricto control
de las importaciones. Pero en otro aspecto sí parece requerir alguna
liberalización: la empresa inversora aspira a disponer libremente de sus
ganancias (o sea, enviar las ganancias al exterior), lo cual supone un
conflicto con el Estado, pues éste prefiere orientar estas escasas divisas
hacia otras actividades. En general, este conflicto de intereses, será
resuelto mediante una transacción que autoriza a las empresas a
repatriar parcialmente sus ganancias.
De esta manera, se dio una nueva oleada industrializadora en
América Latina, diferente de la primera. Por ejemplo, la nueva
industria (que es más desarrollada que la anterior) no tiene tanta
capacidad de crear empleo, ya que se inserta en ramas en que la
productividad del trabajo es más alta que en las antiguas. De esta
manera, se expande una clase obrera calificada y mejor pagada,
aunque la demanda de mano de obra industrial crezca poco. También,
la nueva producción industrial está dirigida a los sectores sociales más
altos. Durante la primera oleada industrializadora habían prevalecido
los bienes textiles, químicos o farmacéuticos, de baja calidad y
dirigidos al consumo masivo. Ahora, los nuevos bienes industriales,
que se producían a precios superiores al de los países centrales, sólo
podrían ubicarse en los sectores altos de la sociedad.
En consecuencia, la reorientación de la demanda hacia los sectores
más altos crea mercados mucho más estrechos, con lo cual el margen
de viabilidad de estas industrias se hace más sensible (pues requieren
una producción mínima para amortizar la inversión). Por lo tanto,
pocos países ingresarán en esta nueva etapa: apenas Brasil y México
tendrán cierto éxito en este nuevo nivel de industrialización, mientras
que Argentina no podrá sobrellevarlo; Perú y Chile, si bien tienen la
tentativa de alcanzarlo, ni siquiera lo intentan llevar a cabo.
En el corto plazo, esta nueva oleada industrializadora, que no
avanza sustituyendo importaciones, acentúa el desequilibrio externo.
Los desarrollistas sostenían que este desequilibrio sería finalmente
superado; mientras tanto, la solución era apelar a la inversión y el
crédito externo para evitar el estancamiento. El acceso al crédito se
hace cada vez más accesible, ya que crece la abundancia de capitales
en el centro, pero para recurrir a él se necesita flexibilizar el mercado
cambiario.
Detrás de todo esto, subyace un cambio social que ahora adquiere
dinamismo nuevo, alimentado en parte por el rápido crecimiento
demográfico iniciado hacia los ´20. Este incremento poblacional, en
algunas áreas como El Salvador o Colombia, se tradujo en presiones
sobre la tierra. La industrialización no había solucionado la cuestión
agraria. Ahora, en ese agro atrasado, crece la tensión social. Por otra
parte, la baja productividad del campo también influye en el proceso
industrializador. Los sectores rurales, además, consumen muy poco.
En este contexto la idea de reforma agraria comienza a tener más eco
en la agenda latinoamericana, tanto en los programas revolucionarios
(Bolivia, Guatemala) como en los reformistas.
El crecimiento demográfico, junto con la rigidez del orden rural, se
expresa en el rapidísimo avance de la urbanización (la “urbanización
salvaje”, como la denomina Halperin). Esto representa un nuevo
8. problema social, pues ni siquiera una industrialización acelerada puede
responder a este nuevo proceso, en el cual las carencias (vivienda,
agua, sanidad, electricidad) aumentan. Hasta el momento se había
pensado en que este problema se solucionaría por medio del desarrollo
económico que igualaría la calidad de vida de los países
latinoamericanos a los de los países centrales. Pero, poco a poco, dado
que esto no ocurría, se comienzan a redefinir los términos en que se
plantea el conflicto político-social. Esto, a su vez, se inscribe en un
contexto mundial de guerra fría, que deja atrás la concordia que existía
en 1945.
Luego de 1945, EEUU deja de ser la potencia hegemónica
continental para serla en el mundo entero. La guerra fría consolida la
hegemonía norteamericana; la URSS, devastada por la guerra, no logra
competir realmente con EEUU. La URSS había logrado extender su
influencia en la Europa Oriental, en donde se instalaron regímenes
comunistas desde arriba (es decir, no existieron revoluciones
espontáneas). EEUU procuró expandirse hasta cubrir todas las áreas
del planeta que habían escapado a la hegemonía soviética, a través de
un sistema de pactos regionales apoyados todos ellos en el poderío
estadounidense. Los países europeos industrializados permanecieron
en la órbita estadounidense y, junto con EEUU, se aliaron militarmente
en la OTAN. En 1949 triunfaba en China la revolución comunista a la
vez que entrados los ´50 la URSS logró que EEUU perdiera el
monopolio atómico.
EEUU procuró, en la OEA, mantener el statu quo de
Latinoamérica. La OEA debía dirigir la resistencia a cualquier
“agresión” regional perpetrada en el área. Obviamente, esto apuntaba a
la intervención en casos de revoluciones o procesos que intentaran un
cambio antagónico con los intereses norteamericanos; en este sentido,
los misiles apuntaron sobre todo hacia los comunistas. Los países
latinoamericanos, por su parte, si bien adscribían al programa de
EEUU en la OEA, no siempre colaboraban activamente en la lucha
contra el comunismo (que durante la guerra había estado casi siempre
alineado con EEUU en la lucha común contra el nazi-fascismo). La
revolución de Guatemala en 1954, que era más nacional-popular que
comunista, también fue intervenida por EEUU. Quizá, más que por
una amenaza real, la intervención armada en Guatemala pretendió ser
una advertencia contra quienes no acataran sin reservas la hegemonía
norteamericana.
1959 inauguraría una nueva crisis en el sistema panamericano, con
la Revolución Cubana. Ahora la situación mundial era bastante distinta
a la de hacía diez años atrás: Europa se había reconstruido
exitosamente, a la vez que había comenzado la descolonización en
Asia y África, proceso que se acentuaría durante los ´60. En 1958, en
la Conferencia de Bandung, los países tercermundistas se pronunciaron
a favor de la “no alineación” entre el bloque norteamericano y el
soviético. EEUU adoptaría una postura más flexible contra los “no
alineados”, de tal modo que no se pasaran al bando soviético. Sin
embargo, la relativa pasividad con que EEUU asumió la “no
alineación” de los países africanos y asiáticos, no existió para América
Latina.
El bloque soviético, por su parte, había logrado sobrevivir a la
muerte de Stalin en 1953, y, si bien seguía siendo autoritario, al menos
su economía crecía más rápidamente que la del mundo occidental. La
URSS, ante el avance de la descolonización, veía la oportunidad para
extender su influencia sobre los territorios emancipados.
En este contexto, en 1959 se da la Revolución Cubana, que será
fundamental en el derrotero posterior de América Latina. Como dice
Halperín, “el desenlace socialista de la revolución cubana vino a
reestructurar para siempre el campo de fuerzas que gravitaba sobre
las relaciones entre el norte y el sur del continente, en cuanto hacía
real y tangible una alternativa hasta entonces presente sólo en un
horizonte casi mítico, como objeto del temor o la esperanza de los
antagonistas en el conflictivo proceso político-social
latinoamericano”.
En suma, el punto de partida de este período (1945-60) está
dominado por las expectativas económicas y políticas creadas por el
ingreso en la postguerra. El optimismo económico se da sobre todo en
los países que han iniciado un proceso industrializador. El optimismo
político afecta en todos los países por igual, en cuanto la victoria de la
ONU (fundada en 1945) parece haber privado para siempre de
legitimidad política a la ultraderecha nazi-fascista enemiga de la
democracia liberal. Además, la consolidación de la URSS, si bien casi
9. no provoca durante este período alternativas revolucionarias, al menos
incide en que ahora la reforma social, dentro del marco capitalista, se
hace un tema prioritario de la agenda latinoamericana.
Esta exigencia de retorno al liberal-constitucionalismo (muy
variable según los países) lleva en varios países latinoamericanos al
desplazamiento de los regímenes autoritarios y oligárquicos,
incompatibles con la nueva coyuntura. En Argentina y Brasil, en
cambio, se dan procesos populistas que conservan rasgos autoritarios
del pasado, pero que también introducen reformas.