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AMAR AL MUNDO
APASIONADAMENTE
SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ
AMAR AL MUNDO
APASIONADAMENTE
(Homilía, 8 de octubre de 1967)
Con Prólogo de Mons. Javier Echevarría
y un Análisis del Prof. Pedro Rodríguez
EDICIONES RIALP, S.A.
MADRID 2007
4
© 2012 de la presente by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290.28027 MADRID
(España).
Conversión ebook: CrearLibrosDigitales
ISBN: 978-84-321-4181-2
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento
informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea
electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo
y por escrito de los titulares del Copyright.
Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si
necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
5
NOTA DEL EDITOR
Este libro es una nueva edición de la célebre homilía que pronunció, en el Campus de
la Universidad de Navarra, San Josemaría Escrivá de Balaguer en 1967 y que Ediciones
Rialp publica desde 1968 incluida en Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer.
Como el resto de la obra publicada del autor, Conversaciones tiene una numeración
marginal de parágrafos que ha pasado a todas las ediciones y traducciones del texto y
es ya referencia universal para citar los distintos pasajes del libro. A la homilía Amar al
mundo apasionadamente corresponden los nn. 113 a 123, que mantenemos también
ahora para comodidad del lector.
La homilía, en la presente edición, va precedida de un Prólogo que Mons. Javier
Echevarría, Prelado del Opus Dei, ha tenido la delicadeza de escribir para esta ocasión
conmemorativa y que le agradecemos vivamente. Después de la homilía incluimos el
texto de una conferencia pronunciada por el Prof. Pedro Rodríguez el año 2003 en la
Universidad de Navarra y que constituye un estudio analítico de la homilía y una guía
para su lectura actual.
6
PRÓLOGO
Con mucha alegría escribo unas líneas para la edición especial de la homilía Amar al
mundo apasionadamente, preparada con ocasión del 40.º aniversario del día en que fue
pronunciada por San Josemaría Escrivá de Balaguer, el 8 de octubre de 1967.
Ya en ocasiones anteriores, el Fundador del Opus Dei había celebrado reuniones con
grupos muy numerosos de personas en la misma Universidad de Navarra; concretamente
en 1960, cuando fue erigida, con la participación de la Conferencia episcopal española y
otras autoridades eclesiásticas —el Nuncio de Su Santidad Juan XXIII— y civiles, y en
1964, con motivo de la constitución de la Asociación de Amigos y de su I Asamblea
General. En 1967 estaba planeada la celebración de la II Asamblea, a la que asistirían
millares de personas procedentes de varias naciones europeas.
San Josemaría pensó que era un momento oportuno para exponer profundamente la
enseñanza sobre la actuación de los fieles laicos en la Iglesia y en la sociedad civil. Se
esperaba la participación de un público variadísimo, se preveía una amplia cobertura
informativa, y aquellas palabras podrían tener gran repercusión en la opinión pública.
El Fundador del Opus Dei preparó esa homilía con mucho interés. La repasó
repetidamente, afinando las ideas y puliendo el estilo. Durante el verano, quiso que se
leyera previamente ante un reducido grupo de personas. Seguía la lectura con gran
atención, como si se tratara de un texto ajeno, deseoso de llegar al corazón y a la mente
de los que iban a escucharle en Pamplona. Ese texto, plenamente embebido de las
enseñanzas del Concilio Vaticano II y del espíritu del Opus Dei, fue considerado por
muchos comentaristas como la carta magna de los laicos.
Mucho se ha escrito en estos cuarenta años acerca de los fieles laicos, de su papel en
la sociedad civil y en la sociedad eclesial. Esta homilía de San Josemaría no sólo
conserva su frescura y fuerza originales, sino que se muestra más actual que nunca. El
Fundador del Opus Dei no se limita a enunciar unas afirmaciones más o menos
compartibles, sino que presenta el fruto de una elaboración teológico-espiritual fundada
en el Magisterio de la Iglesia y en una experiencia de decenios. No en vano llevaba
difundiendo y poniendo en práctica esa doctrina desde el 2 de octubre de 1928, fecha
fundacional del Opus Dei.
Quizá ahora el ambiente civil y eclesial esté más preparado que en 1967, para acoger
el contenido de esta homilía y entender más a fondo sus consecuencias prácticas. Fíjese
el lector, por ejemplo, en los párrafos sobre la unidad de vida del cristiano o en las
señales de una verdadera mentalidad laical, que aquí se encuentran. También en este
escrito, como en otros campos, San Josemaría se ha demostrado un precursor.
7
Pido a Dios Nuestro Señor, por intercesión de la Santísima Virgen, que el
conocimiento de este texto lleve a muchos cristianos a plantearse seriamente su llamada
a la santidad en las circunstancias ordinarias de la vida, acogiendo las enseñanzas de San
Josemaría.
+ JAVIER ECHEVARRÍA
Prelado del Opus Dei
Roma, 8 de octubre de 2007
8
AMAR AL MUNDO APASIONADAMENTE*
113 Acabáis de escuchar la lectura solemne de los dos textos de la Sagrada Escritura,
correspondientes a la Misa del domingo XXI después de Pentecostés. Haber oído la
Palabra de Dios os sitúa ya en el ámbito en el que quieren moverse estas palabras mías
que ahora os dirijo: palabras de sacerdote, pronunciadas ante una gran familia de hijos de
Dios en su Iglesia Santa. Palabras, pues, que desean ser sobrenaturales, pregoneras de la
grandeza de Dios y de sus misericordias con los hombres: palabras que os dispongan a la
impresionante Eucaristía que hoy celebramos en el campus de la Universidad de
Navarra.
Considerad unos instantes el hecho que acabo de mencionar. Celebramos la Sagrada
Eucaristía, el sacrificio sacramental del Cuerpo y de la Sangre del Señor, ese misterio de
fe que anuda en sí todos los misterios del Cristianismo. Celebramos, por tanto, la acción
más sagrada y trascendente que los hombres, por la gracia de Dios, podemos realizar en
esta vida: comulgar con el Cuerpo y la Sangre del Señor viene a ser, en cierto sentido,
como desligarnos de nuestras ataduras de tierra y de tiempo, para estar ya con Dios en el
Cielo, donde Cristo mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos y donde no habrá
muerte, ni llanto, ni gritos de fatiga, porque el mundo viejo ya habrá terminado1
Esta verdad tan consoladora y profunda, esta significación escatológica de la
Eucaristía, como suelen denominarla los teólogos, podría, sin embargo, ser
malentendida: lo ha sido siempre que se ha querido presentar la existencia cristiana
como algo solamente espiritual —espiritualista, quiero decir—, propio de gentes puras,
extraordinarias, que no se mezclan con las cosas despreciables de este mundo, o, a lo
más, que las toleran como algo necesariamente yuxtapuesto al espíritu, mientras vivimos
aquí.
Cuando se ven las cosas de este modo, el templo se convierte en el lugar por
antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en
sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo
segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo
común recorre su propio camino. La doctrina del Cristianismo, la vida de la gracia,
pasarían, pues, como rozando el ajetreado avanzar de la historia humana, pero sin
encontrarse con él.
En esta mañana de octubre, mientras nos disponemos a adentrarnos en el memorial
de la Pascua del Señor, respondemos sencillamente que no a esa visión deformada del
Cristianismo. Reflexionad por un momento en el marco de nuestra Eucaristía, de nuestra
Acción de Gracias: nos encontramos en un templo singular; podría decirse que la nave es
el campus universitario; el retablo, la Biblioteca de la Universidad; allá, la maquinaria
que levanta nuevos edificios; y arriba, el cielo de Navarra…
¿No os confirma esta enumeración, de una forma plástica e inolvidable, que es la
9
vida ordinaria el verdadero lugar de vuestra existencia cristiana? Hijos míos, allí donde
están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro
trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es,
en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos,
sirviendo a Dios y a todos los hombres.
114 Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa: el mundo
no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque
Yaveh lo miró y vio que era bueno 2. Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo,
con nuestros pecados y nuestras infidelidades. No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo
de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del
mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios.
Por el contrario, debéis comprender ahora —con una nueva claridad— que Dios os
llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en
un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en
la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso
panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino,
escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir.
Yo solía decir a aquellos universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí
por los años treinta, que tenían que saber materializar la vida espiritual. Quería
apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble
vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y
separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas.
¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como
esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y
espíritu, y ésa es la que tiene que ser —en el alma y en el cuerpo— santa y llena de Dios:
a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales.
No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al
Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época
devolver —a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares— su noble y
original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de
ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo.
115 El auténtico sentido cristiano —que profesa la resurrección de toda carne—
se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de
materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone
audazmente a los materialismos cerrados al espíritu.
¿Qué son los sacramentos —huellas de la Encarnación del Verbo, como afirmaron
los antiguos— sino la más clara manifestación de este camino, que Dios ha elegido para
santificarnos y llevarnos al Cielo? ¿No veis que cada sacramento es el amor de Dios, con
toda su fuerza creadora y redentora, que se nos da sirviéndose de medios materiales?
¿Qué es esta Eucaristía —ya inminente— sino el Cuerpo y la Sangre adorables de
nuestro Redentor, que se nos ofrece a través de la humilde materia de este mundo —vino
y pan—, a través de los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, como el
10
último Concilio Ecuménico ha querido recordar? 3
Se comprende, hijos, que el Apóstol pudiera escribir: todas las cosas son vuestras,
vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios4. Se trata de un movimiento ascendente que
el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde
la tierra, hasta la gloria del Señor. Y para que quedara claro que —en ese movimiento—
se incluía aun lo que parece más prosaico, San Pablo escribió también: ya comáis, ya
bebáis, hacedlo todo para la gloria de Dios5.
116 Esta doctrina de la Sagrada Escritura, que se encuentra —como sabéis— en
el núcleo mismo del espíritu del Opus Dei, os ha de llevar a realizar vuestro trabajo con
perfección, a amar a Dios y a los hombres al poner amor en las cosas pequeñas de
vuestra jornada habitual, descubriendo ese algo divino que en los detalles se encierra.
¡Qué bien cuadran aquí aquellos versos del poeta de Castilla!: Despacito, y buena letra: /
el hacer las cosas bien / importa más que el hacerlas6.
Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más
intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios, Por
eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer
endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen
unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones,
cuando vivís santamente la vida ordinaria…
Vivir santamente la vida ordinaria, acabo de deciros. Y con esas palabras me refiero a
todo el programa de vuestro quehacer cristiano. Dejaos, pues, de sueños, de falsos
idealismos, de fantasías, de eso que suelo llamar mística ojalatera —¡ojalá no me
hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven,
ojalá fuera viejo!...—, y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e
inmediata, que es donde está el Señor: mirad mis manos y mis pies, dijo Jesús resucitado:
soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo
tengo 7.
Son muchos los aspectos del ambiente secular, en el que os movéis, que se iluminan
a partir de estas verdades. Pensad, por ejemplo, en vuestra actuación como ciudadanos
en la vida civil. Un hombre sabedor de que el mundo —y no sólo el templo— es el lugar
de su encuentro con Cristo, ama ese mundo, procura adquirir una buena preparación
intelectual y profesional, va formando —con plena libertad— sus propios criterios sobre
los problemas del medio en que se desenvuelve; y toma, en consecuencia, sus propias
decisiones que, por ser decisiones de un cristiano, proceden además de una reflexión
personal, que intenta humildemente captar la voluntad de Dios en esos detalles pequeños
y grandes de la vida.
117 Pero a ese cristiano jamás se le ocurre creer o decir que él baja del templo al
mundo para representar a la Iglesia, y que sus soluciones son las soluciones católicas a
aquellos problemas. ¡Esto no puede ser, hijos míos! Esto sería clericalismo, catolicismo
oficial o como queráis llamarlo. En cualquier caso, es hacer violencia a la naturaleza de
las cosas. Tenéis que difundir por todas partes una verdadera mentalidad laical que ha de
llevar a tres conclusiones:
11
a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad
personal;
a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que
proponen —en materias opinables— soluciones diversas a la que cada uno de nosotros
sostiene;
y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia,
mezclándola en banderías humanas.
Se ve claro que, en este terreno como en todos, no podríais realizar ese programa de
vivir santamente la vida ordinaria, si no gozarais de toda la libertad que os reconocen —
a la vez— la Iglesia y vuestra dignidad de hombres y de mujeres creados a imagen de
Dios. La libertad personal es esencial en la vida cristiana. Pero no olvidéis, hijos míos,
que hablo siempre de una libertad responsable.
Interpretad, pues, mis palabras, como lo que son: una llamada a que ejerzáis —¡a
diario!, no sólo en situaciones de emergencia— vuestros derechos; y a que cumpláis
noblemente vuestras obligaciones como ciudadanos —en la vida política, en la vida
económica, en la vida universitaria, en la vida profesional—, asumiendo con valentía
todas las consecuencias de vuestras decisiones libres, cargando con la independencia
personal que os corresponde. Y esta cristiana mentalidad laical os permitirá huir de toda
intolerancia, de todo fanatismo —lo diré de un modo positivo—, os hará convivir en paz
con todos vuestros conciudadanos, y fomentar también la convivencia en los diversos
órdenes de la vida social.
118 Sé que no tengo necesidad de recordar lo que, a lo largo de tantos años, he
venido repitiendo. Esta doctrina de libertad ciudadana, de convivencia y de comprensión,
forma parte muy principal del mensaje que el Opus Dei difunde. ¿Tendré que volver a
afirmar que los hombres y las mujeres, que quieren servir a Jesucristo en la Obra de
Dios, son sencillamente ciudadanos iguales a los demás, que se esfuerzan por vivir con
seria responsabilidad —hasta las últimas conclusiones— su vocación cristiana?
Nada distingue a mis hijos de sus conciudadanos. En cambio, fuera de la Fe, nada
tienen en común con los miembros de las congregaciones religiosas. Amo a los
religiosos y venero y admiro sus clausuras, sus apostolados, su apartamiento del mundo
—su contemptus mundi—, que son otros signos de santidad en la Iglesia. Pero el Señor
no me ha dado vocación religiosa, y desearla para mí sería un desorden. Ninguna
autoridad en la tierra me podrá obligar a ser religioso, como ninguna autoridad puede
forzarme a contraer matrimonio. Soy sacerdote secular: sacerdote de Jesucristo, que ama
apasionadamente el mundo.
119 Quienes han seguido a Jesucristo —conmigo, pobre pecador— son: un
pequeño tanto por ciento de sacerdotes, que antes han ejercido una profesión o un oficio
laical; un gran número de sacerdotes seculares de muchas diócesis del mundo —que así
confirman su obediencia a sus respectivos Obispos y su amor y la eficacia de su trabajo
diocesano—, siempre con los brazos abiertos en cruz para que todas las almas quepan en
sus corazones, y que están como yo en medio de la calle, en el mundo, y lo aman; y la
gran muchedumbre formada por hombres y por mujeres —de diversas naciones, de
12
diversas lenguas, de diversas razas— que viven de su trabajo profesional, casados la
mayor parte, solteros muchos otros, que participan con sus conciudadanos en la grave
tarea de hacer más humana y más justa la sociedad temporal; en la noble lid de los
afanes diarios, con personal responsabilidad —repito—, experimentando con los demás
hombres, codo con codo, éxitos y fracasos, tratando de cumplir sus deberes y de ejercitar
sus derechos sociales y cívicos. Y todo con naturalidad, como cualquier cristiano
consciente, sin mentalidad de selectos, fundidos en la masa de sus colegas, mientras
procuran detectar los brillos divinos que reverberan en las realidades más vulgares.
También las obras, que —en cuanto asociación— promueve el Opus Dei, tienen esas
características eminentemente seculares: no son obras eclesiásticas. No gozan de ninguna
representación oficial de la Sagrada Jerarquía de la Iglesia. Son obras de promoción
humana, cultural, social, realizadas por ciudadanos, que procuran iluminarlas con las
luces del Evangelio y caldearlas con el amor de Cristo. Un dato os lo aclarará: el Opus
Dei, por ejemplo, no tiene ni tendrá jamás como misión regir Seminarios diocesanos,
donde los Obispos instituidos por el Espíritu Santo 8 preparan a sus futuros sacerdotes.
120 Fomenta, en cambio, el Opus Dei centros de formación obrera, de
capacitación campesina, de enseñanza primaria, media y universitaria, y tantas y tan
variadas labores más, en todo el mundo, porque su afán apostólico —escribí hace
muchos años— es un mar sin orillas.
Pero ¿cómo me he de alargar en esta materia, si vuestra misma presencia es más
elocuente que un prolongado discurso? Vosotros, Amigos de la Universidad de Navarra,
sois parte de un pueblo que sabe que está comprometido en el progreso de la sociedad, a
la que pertenece. Vuestro aliento cordial, vuestra oración, vuestro sacrificio y vuestras
aportaciones no discurren por los cauces de un confesionalismo católico: al prestar
vuestra cooperación, sois claro testimonio de una recta conciencia ciudadana,
preocupada del bien común temporal; atestiguáis que una Universidad puede nacer de las
energías del pueblo, y ser sostenida por el pueblo.
Una vez más quiero, en esta ocasión, agradecer la colaboración que rinden a nuestra
Universidad mi nobilísima ciudad de Pamplona, la grande y recia región Navarra; los
Amigos procedentes de toda la geografía española y —con particular emoción lo digo—
los no españoles, y aun los no católicos y los no cristianos, que han comprendido, y lo
muestran con hechos, la intención y el espíritu de esta empresa.
A todos se debe que la Universidad sea un foco, cada vez más vivo, de libertad
cívica, de preparación intelectual, de emulación profesional, y un estímulo para la
enseñanza universitaria. Vuestro sacrificio generoso está en la base de la labor universal,
que busca el incremento de las ciencias humanas, la promoción social, la pedagogía de la
fe.
Lo que acabo de señalar lo ha visto con claridad el pueblo navarro, que reconoce
también en su Universidad ese factor de promoción económica para la región y,
especialmente, de promoción social, que ha permitido a tantos de sus hijos un acceso a
las profesiones intelectuales, que —de otro modo— sería arduo y, en ciertos casos,
imposible. El entendimiento del papel que la Universidad habría de jugar en su vida, es
13
seguro que motivó el apoyo que Navarra le dispensó desde un principio: apoyo que sin
duda habrá de ser, de día en día, más amplio y entusiasta.
Sigo manteniendo la esperanza —porque responde a un criterio justo y a la realidad
vigente en tantos países— de que llegará el momento en el que el estado español
contribuirá, por su parte, a aliviar las cargas de una tarea que no persigue provecho
privado alguno, sino que —al contrario— por estar totalmente consagrada al servicio de
la sociedad, procura trabajar con eficacia por la prosperidad presente y futura de la
nación.
121 Y ahora, hijos e hijas, dejadme que me detenga en otro aspecto —
particularmente entrañable— de la vida ordinaria. Me refiero al amor humano, al amor
limpio entre un hombre y una mujer, al noviazgo, al matrimonio. He de decir una vez
más que ese santo amor humano no es algo permitido, tolerado, junto a las verdaderas
actividades del espíritu, como podría insinuarse en los falsos espiritualismos a que antes
aludía. Llevo predicando de palabra y por escrito todo lo contrario desde hace cuarenta
años, y ya lo van entendiendo los que no lo comprendían.
El amor, que conduce al matrimonio y a la familia, puede ser también un camino
divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro Dios.
Realizad las cosas con perfección, os he recordado, poned amor en las pequeñas
actividades de la jornada, descubrid —insisto— ese algo divino que en los detalles se
encierra: toda esta doctrina encuentra especial lugar en el espacio vital, en el que se
encuadra el amor humano.
Ya lo sabéis, profesores, alumnos, y todos los que dedicáis vuestro quehacer a la
Universidad de Navarra: he encomendado vuestros amores a Santa María, Madre del
Amor Hermoso. Y ahí tenéis la ermita que hemos construido con devoción, en el campus
universitario, para que recoja vuestras oraciones y la oblación de ese estupendo y limpio
amor, que Ella bendice.
¿No sabíais que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habéis recibido de
Dios, y que no os pertenecéis? 9. ¡Cuántas veces, ante la imagen de la Virgen Santa, de
la Madre del Amor Hermoso, responderéis con una afirmación gozosa a la pregunta del
Apóstol!: Sí, lo sabemos y queremos vivirlo con tu ayuda poderosa, oh Virgen Madre de
Dios.
La oración contemplativa surgirá en vosotros cada vez que meditéis en esta realidad
impresionante: algo tan material como mi cuerpo ha sido elegido por el Espíritu Santo
para establecer su morada…, ya no me pertenezco…, mi cuerpo y mi alma —mi ser
entero— son de Dios… Y esta oración será rica en resultados prácticos, derivados de la
gran consecuencia que el mismo Apóstol propone: glorificad a Dios en vuestro cuerpo
10.
122 Por otra parte, no podéis desconocer que sólo entre los que comprenden y
valoran en toda su profundidad cuanto acabamos de considerar acerca del amor humano,
puede surgir esa otra comprensión inefable de la que hablará Jesús 11, que es un puro
don de Dios y que impulsa a entregar el cuerpo y el alma al Señor, a ofrecerle el corazón
indiviso, sin la mediación del amor terreno.
14
123 Debo terminar ya, hijos míos. Os dije al comienzo que mi palabra querría
anunciaros algo de la grandeza y de la misericordia de Dios. Pienso haberlo cumplido, al
hablaros de vivir santamente la vida ordinaria: porque una vida santa en medio de la
realidad secular —sin ruido, con sencillez, con veracidad—, ¿no es hoy acaso la
manifestación más conmovedora de las magnalia Dei 12, de esas portentosas
misericordias que Dios ha ejercido siempre, y no deja de ejercer, para salvar al mundo?
Ahora os pido con el salmista que os unáis a mi oración y a mi alabanza: magnificate
Dominum mecum, et extollamus nomen eius simul 13; engrandeced al Señor conmigo, y
ensalcemos su nombre todos juntos. Es decir, hijos míos, vivamos de fe.
Tomemos el escudo de la fe, el casco de salvación y la espada del espíritu que es la
Palabra de Dios. Así nos anima el Apóstol San Pablo en la epístola a los de Éfeso 14, que
hace unos momentos se proclamaba litúrgicamente.
Fe, virtud que tanto necesitamos los cristianos, de modo especial en este año de la fe
que ha promulgado nuestro amadísimo Santo Padre el Papa Paulo VI: porque, sin la fe,
falta el fundamento mismo para la santificación de la vida ordinaria.
Fe viva en estos momentos, porque nos acercamos al mysterium fidei 15, a la Sagrada
Eucaristía; porque vamos a participar en esta Pascua del Señor, que resume y realiza las
misericordias de Dios con los hombres.
Fe, hijos míos, para confesar que, dentro de unos instantes, sobre esta ara, va a
renovarse la obra de nuestra Redención 16. Fe, para saborear el Credo y experimentar,
en torno a este altar y en esta Asamblea, la presencia de Cristo, que nos hace cor unum et
anima una 17, un solo corazón y una sola alma; y nos convierte en familia, en Iglesia,
una, santa, católica, apostólica y romana, que para nosotros es tanto como universal.
Fe, finalmente, hijas e hijos queridísimos, para demostrar al mundo que todo esto no
son ceremonias y palabras, sino una realidad divina, al presentar a los hombres el
testimonio de una vida ordinaria santificada, en el Nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo y de Santa María.
* Homilía pronunciada en el campus de la Universidad de Navarra el 8-X-1967.
1 Cfr. Apoc 21, 4.
2 Cfr. Gen 1, 7 y ss.
3 Cfr. Gaudium et Spes, 38.
4 1 Cor 3, 22-23.
5 1 Cor 10, .
6 A. Machado, Poesías completas, CLXI.—Proverbios y cantares, XXIV, Espasa-Calpe, Madrid, 1940.
7 Luc 24, 39.
8 Act 20, 28.
9 1 Cor 6, 19.
10 1 Cor 6, 20.
11 Cfr. Mt 19, 11.
15
12 Eccli, 18, 5.
13 Ps 33, 4.
14 Ephes 6, 11 y ss.
15 1 Tim 3, 9.
16 Secreta del domingo IX después de Pentecostés.
17 Act 4, 32.
16
UNA VIDA SANTA EN MEDIO DE LA REALIDAD SECULAR
La homilía de San Josemaría en el campus
de la Universidad de Navarra:
sentido y mensaje *
por Pedro RODRÍGUEZ
San Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador y primer Gran Canciller de la
Universidad de Navarra, con ocasión de la II Asamblea General de ADA, celebró la
Santa Misa en el campus de la Universidad y pronunció una homilía que ahora, cuarenta
años después, ya podemos calificar de histórica1. Para la generación de profesores,
alumnos y amigos que la escucharon, pasó enseguida a ser, sencillamente, la «homilía
del campus», y con este nombre se la designa hoy de manera muy generalizada. A
aquella ocasión se consagran estas consideraciones.
1. Rememoración de un evento
Era el domingo 8 de octubre de 1967 y la liturgia correspondía al antiguo Domingo
XXI después de Pentecostés. Josemaría Escrivá celebró la Santa Misa al aire libre,
situado el altar junto a las columnas que sostienen el pórtico del antiguo Edificio de
Bibliotecas. Una muchedumbre impresionante —miles de personas— se unió a los
Amigos en aquella santa celebración, ocupando la gran explanada que enmarcan el
Edificio Central y el antiguo de Bibliotecas. Era un día de sol radiante. Mons. Javier
Echevarría —actual Prelado del Opus Dei— y Don Alfredo García Suárez, q.e.p.d.,
ayudaban en la Misa que celebraba el Fundador.
Permítaseme recordar una gracia que quiso concederme el Señor: la de oficiar como
diácono en aquella Eucaristía. Me correspondió, en consecuencia, proclamar el santo
Evangelio que a continuación San Josemaría iba a predicar. Soy testigo de la emoción de
sus ojos cuando le presenté el Libro sagrado para besarlo. Después, y durante unos
treinta y cinco minutos, San Josemaría leyó con fuerza extraordinaria, con detención y
pausa, el texto íntegro de la homilía, que llevaba mecanografiada en unos folios.
Mientras resonaba su voz en aquella inmensa Catedral al aire libre, se palpaba el impacto
que sus palabras producían en el pueblo fiel. De aquella homilía se conserva la cinta
magnetofónica y cinco o seis minutos de filmación, que constituyen una de las mejores
joyas del tesoro histórico de la Universidad de Navarra**.
Quiero subrayar algo que, ya entonces, me pareció singular. Era la primera vez —y
entiendo que fue la única— que Josemaría Escrivá anunciaba el Evangelio leyendo el
texto de la predicación. Había leído discursos, pero no homilías. Su labor homilética,
abundantísima, inolvidable, siempre fue directa, con el libro de los Evangelios en la
mano; a lo más, con un pequeño guión, o alguna ficha, para ordenar las ideas. Así fue,
17
por ejemplo —y muchos de Vds. lo recordarán como otra gran ocasión—, la primera
homilía que predicó en nuestra Universidad. Me refiero a la de la Misa que celebró en la
Catedral de Pamplona —octubre de 1960— con motivo de la erección como Universidad
por el Papa Juan XXIII del hasta entonces Estudio General de Navarra. La edición
ulterior de algunas de sus homilías solía hacerla a partir del texto de notas —
taquigráficas o no— tomadas por los asistentes a la predicación, o reproducido de la
cinta magnetofónica—, revisado después para la publicación. Aquí, no fue así. El texto
estaba escrito con puntos y comas. Más aún. No sólo llevaba San Josemaría los folios
que leyó, sino que había mandado que se imprimiera previamente el texto, que se
entregó a buena parte de los asistentes al terminar la Santa Misa 2. Los ejemplares de
aquella edición primera, impresa en Madrid, son ya desde hace tiempo cosa buscada por
los bibliófilos.
Si señalo estos detalles tan menudos es porque manifiestan de alguna manera la
peculiar significación que el propio Fundador otorgaba a la «homilía del campus». Era
su texto, evidentemente, algo que traía meditadísimo, palabra por palabra, y que quería
decir en y desde la Universidad de Navarra.
Hay otra consideración que hacer para darles a Vds. este encuadre externo de nuestra
homilía. Hasta octubre de 1967, Mons. Escrivá de Balaguer, que había escrito mucho y
constantemente, sólo había dado a la luz pública muy poco de sus obras. Aparte de la
hermosa meditación de los misterios del Rosario 3, en el ámbito de la espiritualidad
cristiana el nombre del Fundador del Opus Dei iba unido en el mundo entero a Camino,
el conocido best-seller de la espiritualidad contemporánea 4. Ambos escritos eran de
hacía más de 30 años y respondían a un género literario completamente diverso:
dialógico, meditativo, entrecortado: los célebres «puntos» de Camino 5... Ahora, en
cambio, se trataba de un texto unitario, que, en su brevedad, abordaba discursivamente
aspectos nucleares de una espiritualidad que, a los que asistían a aquella celebración
dominical, les había entrado por los poros a través de los «puntos» del pequeño gran
libro. Esto explica también el interés que suscitó la homilía que comentamos 6.
Los estudiosos del pensamiento y la doctrina de San Josemaría han puesto de relieve,
una vez y otra, la riqueza teológica de este texto, en el que les parece encontrar, de
manera especialmente sintética y compendiada, los aspectos más centrales del mensaje
espiritual del Fundador del Opus Dei. Puedo darles un dato en este sentido, o tal vez sea
sólo una impresión mía, pero la contrasté con muchos de los participantes. La homilía
del campus fue tal vez el escrito más citado en las sesiones plenarias del Congreso sobre
Josemaría Escrivá, Roma 2002, cuyos volúmenes ya han sido editados. Los estudios
sobre esta homilía, con ocasión del Centenario de San Josemaría han sido numerosos.
Aludiré tan sólo a la conferencia que pronunció en abril de ese mismo año el filósofo y
teólogo de la Universidad de Lovaina André Léonard, actualmente Obispo de Namur. Lo
que ha retenido la atención de Léonard y da título y cuerpo a su estudio es el
«materialismo cristiano», la expresión con la que los editores franceses, como veremos
enseguida, titularon la primera edición de la homilía en aquella lengua.
A esos aspectos centrales señalados por los teólogos querría yo dedicar el resto de mi
18
intervención, pero me parece que debo hacer antes una incursión por la titulación
originaria del texto que analizamos.
2. El título de la homilía
En efecto, una primera aproximación al mensaje de la homilía es la que ofrece la
diversa titulación que se le fue dando en las distintas ediciones. Como es sabido, en la
edición príncipe —la que se entregó en el campus— la homilía carecía de título en
sentido propio. Tampoco incluía ladillos o títulos intermedios. Lo mismo debe decirse de
las ediciones que hicieron las revistas Palabra y Nuestro Tiempo 7. Por las mismas
fechas, en cambio, otras dos revistas europeas —La Table Ronde, de París, y Studi
Cattolici, de Milán— ofrecieron a sus lectores traducciones adornadas con una titulación
propia, por lo demás claramente intencionada: la primera, «Le matérialisme chrétien» 8;
la segunda, «Amare il mondo apassionatamente» 9.
Los editores de La Table Ronde se fijaron en esa expresión de la homilía, porque
creyeron captar en ella assez bien el sentido total de su mensaje. Así lo dicen
expresamente en una nota de redacción que antecede al texto 10. Se trata, en efecto, de
una fórmula paradójica 11 y sorprendente, de lo que es bien consciente el predicador, que
la escribe en cursiva. Nada, en efecto, hay a primera vista más antitético y
autoexcluyente que estos dos términos: «cristianismo» y «materialismo», que sin
embargo el Fundador del Opus Dei reúne y acopla, al decirnos que es lícito hablar de un
«materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al
espíritu» (n. 115). El horizonte espiritual y la antropología implícita en esta expresión es,
sin duda, de una gran trascendencia: Josemaría Escrivá —es lo que sin duda quisieron
subrayar los editores de París— estaría proponiendo una manera de entender la relación
del hombre con Dios que, arrancando de lo más material (el Verbo se hizo carne) y
expresándose a través de la materia de este mundo, se levanta hasta Dios. A ello hemos
de volver más adelante.
El editor de Milán, por su parte, presentó ese núcleo espiritual sirviéndose de otra
hermosa expresión de la homilía. Está tomada del n. 118 in fine, cuando el Fundador del
Opus Dei se refiere por un momento a sí mismo, diciendo que es un «sacerdote de
Jesucristo, que ama apasionadamente el mundo». La Redacción de la revista dice, al
presentar la homilía, que se trata de la primera traducción italiana «de un nuevo
documento del espíritu, de la doctrina, del apasionado amor a las almas de Mons.
Escrivá de Balaguer». Habría, sin duda, que decir que hay matices diferentes en cada una
de estas expresiones: «amor a las almas» y «amor al mundo», que es la propia de la
homilía. Pero, en todo caso, la titulación que emplea la revista italiana, en contraste con
la francesa, va de manera directa a la actitud de espíritu desde las que brotaban las
palabras de Mons. Escrivá y desde ahí se contempla el contenido doctrinal objetivo de la
homilía. Subyace también en esta expresión un componente paradójico: sacerdote parece
indicar al hombre de lo sacro, al testigo de lo trascendente a este mundo; y, sin embargo,
aparece caracterizado ese sacerdote no por el despego del mundo, sino por lo contrario:
19
por el amor al mundo, por un amor que califica de apasionado. Si esto es así en un
sacerdote, la existencia del cristiano común ha de tener, a mayor abundamiento, esa
dimensión radical: «Amar al mundo apasionadamente». La titulación de la revista
italiana es la que ha prevalecido en la historia del texto: la homilía del campus fue poco
después incluida con este título —y en vida de nuestro primer Gran Canciller— en el
libro Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer 12, que ha tenido múltiples
ediciones en numerosos idiomas. El título «Amar al mundo apasionadamente» debe
considerarse como formando parte del textus receptus. Y la razón última es bien clara:
fue el propio Josemaría Escrivá el que tituló así su homilía al prepararse la traducción
italiana13.
Ambas titulaciones señalan, como habrán visto Vds., aspectos importantísimos de la
homilía. Sin embargo, a la hora de captar el núcleo doctrinal de nuestro texto, no nos
dispensan, sino que nos incitan a la detenida lectura del texto. Y lo voy a hacer ahora de
esta manera: no yendo directamente a los contenidos de la homilía, sino rastreando
primero su estructura, el fluir de las ideas y del lenguaje que las expresa. Nuestro estudio
se mueve, pues, en el interior del texto mismo, de su lenguaje y de su intencionalidad.
Pasemos, pues, del título al texto, para avanzar así en nuestra lectura.
3. El mensaje de la homilía
Ante todo un breve esquema de la homilía, que a la vez puede servir como guía de
lectura:
1. Punto de partida: introducción eucarística (nn. 113)
2. Desarrollo de la homilía:
a) línea ascendente (nn. 113-115); tres tesis:
Tesis 1.ª —La vida ordinaria en medio del mundo —de este mundo, no de otro—
es el verdadero lugar de la existencia secular cristiana (nn. 113).
Tesis 2.ª —Las situaciones que parecen más vulgares, arrancando desde la materia
misma, son metafísica y teológicamente valiosas: son el medio y la ocasión de
nuestro encuentro continuo con el Señor (nn. 113-114).
Tesis 3.ª —No hay dos vidas, una para la relación con Dios; otra, distinta y
separada, para la realidad secular; sino una única, hecha de carne y espíritu, y
ésa es la que tiene que ser santa y llena de Dios (nn. 114-115).
b) la cumbre: «vivir santamente la vida ordinaria» (nn. 116).
c) línea descendente (nn. 116-122); tres temas:
—«vuestra actuación como ciudadanos en la vida civil» (nn. 116-118).
—excursus sobre los Amigos de la Universidad de Navarra (nn. 118-120).
—«el amor humano, el amor limpio entre un hombre y una mujer» (nn. 121-122).
3. Conclusión: tránsito a la profesión de Fe y a la Eucaristía, misterio de Fe y de
Amor (nn. 123).
Debemos decir ante todo que se trata de eso, de una homilía, y que el predicador
concibe, por tanto, su servicio como un anuncio de los magnalia Dei, que van a tener su
20
momento culminante —dice— «en esta impresionante Eucaristía que hoy celebramos en
el campus de la Universidad de Navarra» (n. 113). En el seno de ese caminar litúrgico
hacia el Cuerpo y la Sangre de Cristo, Josemaría Escrivá irá entretejiendo el cuerpo de su
homilía sin perder en ningún momento el marco eucarístico. Esta intencionalidad de todo
el discurso se hará especialmente vibrante en las palabras finales, cuando llame a los
fieles a la fe:
«Fe viva en estos momentos —decía—, porque nos acercamos al mysterium fidei
(1 Tim 3, 9), a la Sagrada Eucaristía; porque vamos a participar en esta Pascua del
Señor, que resume y realiza las misericordias de Dios con los hombres» (n. 123).
El cuerpo de la homilía arranca precisamente de la «significación escatológica» del
sagrado Misterio. Pues bien, la secuencia expositiva de ese cuerpo doctrinal, también
desde el punto de vista del fluir de las ideas, se nos aparece como la escalada de un
monte: tiene un desarrollo que es, primero, ascendente; después, «se hace cumbre» y se
contempla el paisaje; luego, el descenso por otra ladera. El predicador va razonando y
proponiendo su mensaje de manera que, al terminar el párrafo 116, puede considerarse
terminada también la ascensión: está ya adquirido lo esencial del patrimonio de doctrina
que quiere inculcar a los fieles. Poco antes había dicho que lo que acababa de exponer
era «doctrina de la Sagrada Escritura, que se encuentra —como sabéis— en el núcleo
mismo del espíritu del Opus Dei» (n. 116). Es ése el momento en que se divisa
plenamente el paisaje. Estamos en la cumbre:
«En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no,
donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida
ordinaria...» (n. 116).
El texto impreso señala aquí unos puntos suspensivos. La pausa que hizo el
predicador en la lectura los reflejó con toda exactitud. El párrafo inmediato se inicia con
una pausada repetición:
«Vivir santamente la vida ordinaria, acabo de deciros. Y con esas palabras me
refiero a todo el programa de vuestro quehacer cristiano» (n. 116).
Ahí comienza, en efecto, el descenso: desde ahí San Josemaría irá desgranando las
consecuencias prácticas de la doctrina espiritual hasta entonces elaborada, en dos etapas
principales: la primera, «vuestra actuación como ciudadanos en la vida civil»
(comprende los nn. 116 a 118), y la segunda, «el amor humano, el amor limpio entre un
hombre y una mujer» (nn. 121 y 122); entre ambas se sitúa un interesante excursus,
sobre diversas cuestiones doctrinales relacionadas con el momento histórico concreto
(libertad ciudadana, carácter secular de la Universidad de Navarra y de las obras
apostólicas del Opus Dei; nn. 118 a 120). Ese descenso es también lineal hasta llegar al
encuentro con Cristo en la Eucaristía, con el que terminó su predicación.
Pero, para captar mejor el mensaje, volvamos a la frase que se repite en la «cumbre»
—en ese tránsito de los párrafos 116—, porque ella es la que designa el tema de la
homilía y la zona más central de su mensaje, su contenido más radical:
«vivir santamente la vida ordinaria».
Con esa expresión quiere referirse el autor, según sus propias palabras, a
21
«todo el programa de vuestro quehacer cristiano».
Eso es, pues, lo que Josemaría Escrivá quiso exponer en la homilía del campus: qué
es la santificación de la vida normal y corriente de un hombre o de una mujer cristianos,
de la vida ordinaria. El análisis literario del texto muestra que, efectivamente, esa
expresión es la dominante a lo largo de toda la homilía, constituyendo como su eje
doctrinal.
Por eso, no será inútil hacer el elenco de los pasajes en que aparece 14, pues son todos
de una gran densidad.
En la que hemos llamado «fase ascendente», y antes de llegar al citado tránsito 116,
encontramos la expresión en dos lugares.
El primero se encuentra después de la descripción de los elementos de aquel templo
singular, que era en aquellos momentos el campus de la Universidad. Decía el
predicador:
«¿No os confirma esta enumeración, de una forma plástica e inolvidable, que es la
‘vida ordinaria’ el verdadero lugar de nuestra existencia cristiana?» (n. 113).
El segundo ofrece esta tajante formulación:
«No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra ‘vida ordinaria’
al Señor, o no lo encontraremos nunca» (n. 114).
En la «cumbre» (n. 116) acuña, como hemos visto, la expresión ‘vivir santamente la
vida ordinaria’, que adquirirá un sentido técnico en el resto de la homilía.
En el «descenso» aparece la expresión en contextos muy notables. Especialmente
relevante el primero:
«Se ve claro que, en este terreno como en todos [está hablando de la actuación
social y política de los cristianos], no podríais realizar ese programa de ‘vivir
santamente la vida ordinaria’, si no gozarais de toda la libertad, etc.» (n. 117).
Josemaría Escrivá nos ofrece aquí, como vemos, una fórmula aún más acabada para
captar el contenido esencial de su homilía y vuelve a usar por segunda vez el término
«programa» —en esta ocasión más en el sentido de «proyecto»— para referirse a ese
«vivir santamente la vida ordinaria» que está predicando a los fieles.
El segundo pasaje sirve para introducir otra dimensión importante de ese
«programa»:
«Y ahora, hijos e hijas, dejadme que me detenga en otro aspecto —
particularmente entrañable— de la ‘vida ordinaria’. Me refiero al amor humano, al
amor limpio entre un hombre y una mujer» (n. 121).
La conclusión de una homilía es, pastoralmente, el momento en que se subraya e
intensifica, cara al Misterio, lo que ha sido el mensaje del predicador. Por eso no es de
extrañar que en ese breve espacio, que los liturgistas llaman «paso al rito», aparezcan los
tres últimos pasajes que nos interesan. El primero de ellos es el inicio mismo de la
conclusión:
«Debo terminar ya, hijos míos. Os dije al comienzo que mi palabra querría
anunciaros algo de la grandeza y de la misericordia de Dios. Pienso haberlo
cumplido, al hablaros de ‘vivir santamente la vida ordinaria’: porque una vida santa
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en medio de la realidad secular —sin ruido, con sencillez, con veracidad—, ¿no es
hoy acaso la manifestación más conmovedora de las magnalia Dei (Eccli 18, 4), de
esas portentosas misericordias que Dios ha ejercido siempre, y no deja de ejercer,
para salvar al mundo?» (n. 123).
Es evidente que aquí es el mismo autor de la homilía el que nos dice cuál ha sido el
tema de su predicación: «vivir santamente la vida ordinaria». Interesante subrayar que
San Josemaría estimaba que predicar y difundir este «programa» es hoy —son sus
palabras— la forma más conmovedora de anunciar la grandeza y la misericordia de
Dios.
Poco después el predicador comenzaba su vibrante llamada a la fe, con la que
acabará la homilía, porque
«sin la fe [decía], falta el fundamento mismo para ‘la santificación de la vida
ordinaria’» (n. 123).
Las últimas palabras, ya ante el Misterio inminente, son éstas:
«Fe, finalmente, hijas e hijos queridísimos, para demostrar al mundo que todo
esto no son ceremonias y palabras, sino una realidad divina, al presentar a los
hombres el testimonio de ‘una vida ordinaria santificada’, en el Nombre del Padre y
del Hijo y del Espíritu Santo y de Santa María» (n. 123).
Nuestras consideraciones sobre la estructura del texto nos han llevado a esta
conclusión. Según Josemaría Escrivá, el objetivo de su homilía era exponer los rasgos
fundamentales de lo que es la vida ordinaria santificada de un hombre o de una mujer
cristianos. Un título de la homilía no paradójico, sino temático, pero tomado también de
las expresiones mismas del predicador, sería, pues, el que hemos visto: «Vivir
santamente la vida ordinaria». O también esta otra fórmula, perfecta, que acabamos de
encontrar en la conclusión de la homilía y que hemos elegido como título de nuestro
análisis: «Una vida santa en medio de la realidad secular».
Tras la sencillez de estos títulos y de este tema, el Fundador de la Universidad de
Navarra estaba proponiendo en realidad, en sus rasgos hondos, lo que podríamos llamar,
ya con nuestras palabras, su «teología de la secularidad cristiana». Es decir, en la homilía
del campus se encuentra una comprensión de la Revelación divina y de la misión de la
Iglesia —y, por tanto, del cristiano—, en la que la tarea histórica del hombre, en sus
grandes y en sus más pequeñas realizaciones terrenas, aparece plenamente redimida,
asumida e integrada en la dinámica de la salvación. Esa comprensión se construye y se
manifiesta, sobre todo, como es lógico, en lo que he llamado «línea ascendente» de la
homilía. La «línea descendente» será obtener consecuencias y explicitar y hacer entender
en la práctica lo ya fundamentalmente adquirido en el ascenso 15. A esa comprensión se
dedican las páginas que siguen.
4. Tres tesis sobre la secularidad cristiana
El Fundador del Opus Dei construyó su homilía como una reflexión en torno al doble
binomio espíritu / materia y espiritualismo / materialismo. Sobre él va a sentar las que
23
nos parecen ser las tres tesis fundamentales de su discurso. En ellas se condensa su
mensaje. Las formulo con mis propias palabras, que siguen muy de cerca las del
predicador. Veámoslas.
a. Sobre el «lugar» de la existencia cristiana (Tesis 1ª)
La tesis primera podríamos formularla así:
La vida ordinaria en medio del mundo —de este mundo, no de otro— es el
verdadero lugar de la existencia secular cristiana.
El punto de partida de todo su discurso fue, como Vds. recuerdan, la descalificación
de los falsos espiritualismos, es decir, de una falsa noción de lo espiritual. Quería
Josemaría Escrivá salir al paso de un equívoco que ha comportado graves consecuencias
históricas: la existencia cristiana entendida
«como algo solamente espiritual —espiritualista, quiero decir—, propio de gentes
puras, extraordinarias, que no se mezclan con las cosas despreciables de este mundo,
o, a lo más, que las toleran como algo necesariamente yuxtapuesto al espíritu,
mientras vivimos aquí» (n. 113).
Según el Fundador del Opus Dei, para esta concepción del hombre «el templo se
convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana». La consecuencia es clara:
«ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en sagradas ceremonias,
incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado, que se
presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su
propio camino» (n. 113).
Ya se perfilan aquí las antinomias espíritu / materia, mundo eclesiástico / mundo
común, templo / vida ordinaria, etc., que son características del «monismo»
espiritualista. La descalificación teológica y pastoral de estas actitudes tiene en la
homilía una desusada solemnidad y es previa a toda argumentación:
«En esta mañana de octubre, mientras nos disponemos a adentrarnos en el
memorial de la Pascua del Señor, respondemos sencillamente que no a esa visión
deformada del Cristianismo» (n. 113).
El argumento en que va a apoyar la «tesis» —que claramente entiende compartida
por aquella inmensa asamblea— no es deductivo, sino existencial. Remite a los oyentes
a que consideren la experiencia cristiana que están viviendo en aquella liturgia:
«Reflexionad por un momento en el marco de nuestra Eucaristía: nos
encontramos en un templo singular».
Y el predicador va nombrando lo que teníamos ante nuestros ojos: el campus, las
Facultades universitarias, la maquinaria que levantaba los nuevos edificios, la Biblioteca,
el cielo de Navarra... A partir de ahí, el Fundador del Opus Dei llega a ese primer punto
de condensación de su discurso que hemos llamado primera tesis: La vida ordinaria,
verdadero lugar de la existencia secular cristiana. Esta sencilla afirmación, que será
glosada y explicada de las formas más diversas a lo largo de la homilía, contiene in nuce
toda su teología de la secularidad.
24
Permítanme una palabra sobre el lugar de la existencia cristiana. Lugar tiene aquí,
como en otros escritos del Fundador del Opus Dei, un sentido técnico: es una categoría
antropológica y teológica, que le sirve para señalar las coordenadas históricas del
encuentro con Cristo y, por tanto, de la existencia humana concreta. Pues bien, lo que
Josemaría Escrivá nos estaba diciendo en el campus es que el lugar no es el «templo» —
entendido como «fenómeno» de la sociología eclesiástica—, sino «la vida ordinaria», en
su acontecer personal y plurivalente, que el propio predicador desglosa así:
«allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras
aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro
cotidiano con Cristo» (n. 113).
Al plantear así las cosas, Josemaría Escrivá ha puesto a la persona humana, es decir,
al hombre de carne y hueso, con su vida de cada día, en el centro de la vida y de la
misión de la Iglesia. Este desplazamiento del templo al mundo, es el que ya tenía
presente San Agustín, cuando decía, predicando precisamente en un templo:
«La casa de nuestras oraciones es ésta, la casa de Dios somos nosotros mismos»
16.
Estamos ante el tema del templo de piedras vivas, que se encuentra en la primera
Carta de San Pedro y domina la liturgia de la dedicación de los templos. Es éste el
horizonte que señalará Juan Pablo II, ya desde la Redemptor hominis, cuando diga una
vez y otra que «el hombre es el camino de la Iglesia» 17. San Agustín concluía:
«Si la casa de Dios somos nosotros mismos, eso quiere decir que estamos siendo
edificados en el tiempo histórico para ser dedicados en la consumación final» 18.
El resto de la «línea ascendente» de nuestra homilía es una explicación de cómo se va
fabricando en este mundo ese templo de piedras vivas que será consagrado en la
escatología.
b. Sobre el valor y la dignidad de la «materia» (Tesis 2ª)
Llegados a este punto, nos sale al paso la segunda tesis, que podemos formular así:
Las situaciones que parecen más vulgares, arrancando desde la materia misma,
son metafísica y teológicamente valiosas: son el medio y la ocasión de nuestro
encuentro continuo con el Señor.
En efecto, San Josemaría avanza en su exposición mostrando, ahora positivamente,
lo que los espiritualismos ignoran o niegan: el valor de la materia. Esta segunda parte de
la ascensión, desde el punto de vista del vocabulario, se inicia en las últimas líneas del n.
113:
«Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos
santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres».
Aquí encontramos por vez primera en la homilía una alusión a la «materia», que
reaparecerá abundantemente en la sección.
Ahora la idea central es que esa vida ordinaria, de la que venía hablando en los
párrafos precedentes, ese lugar de la existencia cristiana, comprende en su seno también
25
las realidades materiales y sólo se acaba de entender desde la estimación positiva de la
materia. Esa positiva estimación es el presupuesto metafísico y antropológico de la
teología de la secularidad cristiana que el Gran Canciller iba desgranando en el campus.
No puede, pues, extrañarnos la desusada intensidad con que, dentro de la brevedad de la
homilía, se detuvo a tratar este punto. Siguiendo su habitual manera de afrontar el tema,
fundamentó su tesis en el relato bíblico de la Creación del mundo en su realidad material
y espiritual: «Yaveh lo miró y vio que era bueno» (n. 114). El hombre está hecho de
materia y espíritu y Dios lo ha puesto a vivir en medio de las realidades materiales.
En el contexto de esta sección segunda aparece un término y un concepto
—«desencarnación»— que ilumina la intencionalidad de todo el discurso. En realidad es
otra manera de nombrar a los falsos espiritualismos. Lo que Mons. Escrivá tiene contra
estas antropologías no es, claro está, su estimación positiva de la realidades espirituales,
sino, como ya he dicho, su tendencia monista a la hora de mirar al hombre. Con sus
propias palabras:
«El auténtico sentido cristiano —que profesa la resurrección de toda carne— se
enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de
materialismo» (n. 115).
«Desencarnación»: ésta es la palabra y éste es el concepto. Desde este enfoque de la
vida, perfección del hombre, unión con Dios, santidad, etc. vendrían entendidos como
«superación» de la carne, del cuerpo, de la materia y de lo que esa realidad material
comporta. Josemaría Escrivá afirmó en el campus de Navarra todo lo contrario. Es éste,
para él, podríamos decir, sirviéndonos de una vieja expresión, articulus stantis et
cadentis hominis christiani; es decir, algo que, si se da, se mantiene firme la existencia
cristiana; si no se da, el cristianismo del hombre cristiano se derrumba. La
«desencarnación» deforma, es cierto, toda concepción cristiana del hombre, pero en lo
relativo a teología cristiana de la secularidad no es ya que la dificulte, sino que elimina
radicalmente todo posible acceso a ella. De ahí la fórmula paradójica y pedagógica:
«Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone
audazmente a los materialismos cerrados al espíritu» (n. 115).
Ya se ve lo que esto significa para Escrivá: una afirmación de la doctrina bíblica y
patrística tradicional —el hombre compuesto de alma y cuerpo, de espíritu y materia—,
pero poniendo argumentativamente el acento en la realidad material, ignorada o negada
por los espiritualismos. Materia, pues, abierta al espíritu, en contraste con las diversas
formas de materialismo monista, que denunció la Const. Gaudium et Spes, y que San
Josemaría llama aquí «los materialismos cerrados al espíritu».
Es cierto que podría haberse dicho lo mismo invirtiendo los términos y hablando de
un «espiritualismo cristiano» que estaría en contraste con los «espiritualismos cerrados a
la materia»: el hombre vendría aquí entendido no como un ángel sino como un espíritu
encarnado y por tanto «abierto a la materia». Pero este enfoque quitaría toda su fuerza a
la intentio docendi del texto, toda ella tan próxima a la expresión «materialismo
cristiano». Procede esta doctrina de la enseñanza de San Pablo acerca del hombre,
abundantemente citada en la homilía, pero que tendrá un momento especialmente
26
revelador en la «línea descendente» cuando, hablando del amor humano, diga a los
fieles:
«La oración contemplativa surgirá en vosotros cada vez que meditéis en esta
realidad impresionante: algo tan material como mi cuerpo ha sido elegido por el
Espíritu Santo para establecer su morada..., ya no me pertenezco..., mi cuerpo y mi
alma —mi ser entero— son de Dios...» (n. 121).
Este pasaje ilumina nuestro tema. Como en San Pablo, la homilía del campus
considera al hombre en su totalidad, pero arrancando desde abajo, desde lo más humilde,
desde el cuerpo, desde lo material, que no se «yuxtapone» al espíritu, sino que es —el
cuerpo, y no sólo el espíritu— «templo del Espíritu Santo».
El tema de la «materia» es tan central en la homilía que nuestro Gran Canciller
estimó que debía ofrecer a los fieles una fundamentación no sólo «teológica» —desde el
Génesis, como vimos—, sino sobre todo cristológica. Lo que él está proponiendo a los
fieles, viene a decirnos, es pura coherencia con la lex incarnationis que preside la
economía de la gracia. Pero no se detiene en la Cristología propiamente tal, que da por
conocida, sino que avanza hacia los signos sacramentales que la manifiestan, «huellas de
la Encarnación del Verbo, como afirmaron los antiguos» (n. 115), lo que le permite
considerar de nuevo el sentido de la Eucaristía.
«¿Qué son los sacramentos [...] sino la más clara manifestación de este camino,
que Dios ha elegido para santificarnos y llevarnos al Cielo? ¿No veis que cada
sacramento es el amor de Dios, con toda su fuerza creadora y redentora, que se nos
da sirviéndose de medios materiales? ¿Qué es esta Eucaristía —ya inminente— sino
el Cuerpo y la Sangre adorables de nuestro Redentor, que se nos ofrece a través de la
humilde materia de este mundo —vino y pan—, a través de los elementos de la
naturaleza, cultivados por el hombre, como el último Concilio Ecuménico ha querido
recordar?» (n. 115) 19.
Cristo, pues, al hacerse hombre, más aún, como dice San Juan, al hacerse carne; y
como consecuencia, toda la economía sacramental, que asume la materia al servicio de la
Redención; Cristo y la economía divina, digo, revelan y fundamentan, según San
Josemaría Escrivá, la doctrina de la secularidad cristiana. De ahí que el Gran Canciller
de la Universidad manifestara ante los fieles una sorprendente tarea, de la que ellos eran
responsables:
«Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver —a la materia y a las
situaciones que parecen más vulgares— su noble y original sentido, ponerlas al
servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de
nuestro encuentro continuo con Jesucristo» (n. 114).
En esta inesperada misión se funden los dos planos de la economía divina: el
originario de la Creación y el nuevo plano de la Redención por Jesucristo. De esta
fórmula procede, como habrán observado Vds., la que hemos llamado segunda gran tesis
de la homilía.
Consideremos ahora la materia como en la tesis primera hicimos con el lugar.
«Materia», en el lenguaje de nuestra homilía, es un término utilizado para nombrar,
27
desde su dimensión más humilde —desde la ignobilior pars—, toda la gama de lo
«ordinario», la totalidad de lo «corriente», que debe ser santificada y llevada hasta Dios.
Es, en efecto, un lenguaje que desde sus bases metafísicas se abre e incluye las
realidades antropológicas. De ahí que las fórmulas sean normalmente enumerativas:
«Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida
humana» (n. 114), «a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y
materiales» (n. 114), hay que devolver «a la materia y a las situaciones que parecen más
vulgares su noble original sentido» (n. 114). En resumen: la posición metafísica y
teológica de la «materia», en el discurso de Josemaría Escrivá, es ésta: comparte con el
espíritu un mismo destino —el destino del hombre— y su dignidad —la dignidad de la
materia— radica precisamente en su relación con el espíritu, en su capacidad de servir al
espíritu y de ser penetrada por él, encontrando en ese servicio su plenitud. La tarea de
recuperar el «noble y original sentido» de las realidades materiales viene descrita por el
Fundador del Opus Dei precisamente con esta expresión: «espiritualizarlas»; no,
ciertamente, en el sentido de los espiritualismos, que se avergüenzan de lo material, sino
en este otro bien preciso: hacerlas participar con el espíritu en el destino del hombre. O
lo que es lo mismo en términos soteriológicos: hacer «de ellas medio y ocasión de
nuestro encuentro continuo con Jesucristo» (n. 114).
Para la comprensión de esta segunda tesis hemos de reparar en que San Josemaría
tenía siempre en el fondo de su exposición esa gran ley de la economía salvífica, que
podríamos formular así: en la vida cristiana, todo es, a la vez, don y tarea, indicativo e
imperativo, regalo divino y responsabilidad humana. El aspecto «tarea» es el
formalmente subrayado en el párrafo que acabo de transcribir. Pero ese imperativo es
posible y tiene sentido porque la realidad misma que buscamos nos ha sido dada por
Dios: en la economía de la gracia, el imperativo se basa siempre en el indicativo. Dicho
de otra manera: la tarea de buscar a Cristo sólo es posible porque Él, graciosamente, se
nos ha dado y se nos da: «Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos»
(Mt 26, 28). Volviendo a nuestro discurso: el esfuerzo que San Josemaría nos pide para
hacer de la materia «medio y ocasión» del encuentro con Cristo se basa en que el Señor
¡está allí!:
«en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día» (n. 114).
El don y la tarea se recubren hermosamente en esta fórmula:
«hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a
cada uno de vosotros descubrir» (n. 114).
«Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más
intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios» (n.
116).
Aquí el don y la misión aparecen fundidos en la vida real del cristiano, cuyo vivir en
medio de las realidades seculares comienza a ser ya «una vida escondida con Cristo en
Dios» (Col 3, 3). Pero con esta afirmación casi invadimos el campo de la tercera tesis.
28
c. Sobre la «unidad de vida» del cristiano (Tesis 3ª)
No hay dos vidas, una para la relación con Dios; otra, distinta y separada, para
la realidad secular; sino una única, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene
que ser santa y llena de Dios.
La articulación de las dos tesis precedentes es ésta: si la vida ordinaria es el lugar de
la existencia cristiana (tesis 1ª), esto es así porque la materia y lo que parece más vulgar
han pasado a ser, en el orden de la gracia, medio y ocasión del encuentro con Cristo
(tesis 2ª). Pues bien, de esas dos tesis Josemaría Escrivá concluye esta tercera, con la que
me parece que avanza de manera resolutiva hacia la cumbre.
El concepto y la expresión «unidad de vida» son característicos de la doctrina
espiritual de San Josemaría y pueden encontrarse analizados en la bibliografía que se ha
ocupado del tema 20. Ahora nos interesa solamente comprender esta doctrina desde la
dinámica interna de la homilía y, por tanto, en su íntima conexión con las dos tesis
precedentes. Nuestro Gran Canciller contempla aquí el gran desafío que ofrece el
horizonte espiritual contemporáneo: la separación entre fe y vida, que ya el Concilio
Vaticano II 21 calificó como uno de los errores más graves de nuestra época, y que el
Fundador del Opus Dei trataba ya de explicar —nos dice— «a aquellos universitarios y a
aquellos obreros, que venían junto a mí por los años treinta».
La tesis sobre la «unidad de vida», como las otras dos que la preceden, tiene en
nuestra homilía su contexto inmediato también en el análisis del falso espiritualismo. El
Fundador del Opus Dei viene a decirnos que, a partir estos espiritualismos —que veía
tan extendidos entre los cristianos—, caben dos «soluciones» al problema. La primera,
que Escrivá describe al principio de la homilía, es la formalmente «espiritualista»: la
unidad de la vida se busca en la «sociología del templo», en el sentido de la expresión a
que antes nos hemos referido. Este enfoque renuncia de facto a una proyección salvífica
sobre la historia humana, y se refugia en la precaria unidad que ofrece esa
«especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del
cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino» (n. 113).
Por otra parte están los que han recibido una «formación» cristiana planteada desde
el espiritualismo, pero que viven y quieren seguir viviendo en el «mundo común». De
estos cristianos es de los que se ocupa Escrivá en los pasajes de la homilía que ahora
consideramos. Son los hombres y las mujeres que, al no plegarse sin más a la tesis
espiritualista, se ven como obligados a una doble vida:
«la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y
separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades
terrenas» (n. 114).
El diagnóstico de la situación viene formulado con el nombre de una grave
enfermedad, bien conocida por los psiquiatras: «esquizofrenia». Se ha provocado en
grandes sectores de los fieles cristianos una especie de esquizofrenia espiritual, ante la
que San Josemaría reaccionó con fuerza inolvidable. El pasaje merece ser reproducido en
su tenor literal:
«¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser
29
como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de
carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser —en el alma y en el cuerpo— santa y
llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y
materiales» (n. 114).
Con estas expresiones, el Gran Canciller de la Universidad de Navarra afirmaba la
tercera tesis en su contenido positivo: no se limita, en efecto, a señalar la esquizofrenia,
es decir, las dos formas de doble vida (la formalmente espiritualista y la derivada), sino
que afirma además dónde está la «salud espiritual», que él llama «unidad de vida». Pero
esa «unidad de vida» no adviene al cristiano a través de complicadas operaciones en
zonas recónditas del espíritu, sino viviendo la vida corriente, esa vida del «mundo
común», infravalorada por la postura espiritualista. Para nuestro Fundador hay una
«única vida» y el acento está puesto, como no era menos de esperar a partir de las otras
dos tesis, en que lo que unifica esa vida es el encuentro con el Dios invisible en cuanto
que acontece en las cosas más visibles y materiales:
«En todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día» (n. 114).
Quizá la fórmula más acabada para describir esta dinámica unificante de la vida sea
ésta, que viene a continuación:
«Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más
comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir».
Aquí está, tal vez, el punto culminante de la tercera tesis: la unidad entre la vida de
relación con Dios y la vida cotidiana —trabajo, profesión, familia— no viene desde
fuera, sino que se da en el seno mismo de esta última, porque aquí, en la vida común y
corriente es donde se da ese algo santo, que cada uno debe encontrar.
5. El sentido de un mensaje
La doctrina que Josemaría Escrivá expuso en el campus de la Universidad de Navarra
—así lo dijo allí— está «en el núcleo mismo del espíritu del Opus Dei» (n. 116). Por
tanto, no era nueva: era la que venía predicando desde el 2 de octubre de 1928, cuando el
Señor le hizo «ver» la Obra 22. En aquel octubre del 67 la vuelve a exponer para que los
oyentes la comprendan —dice— «con una nueva claridad» (n. 114).
Juan Pablo II lo dijo con ocasión de la canonización de nuestro primer Gran
Canciller:
«San Josemaría fue elegido por el Señor para anunciar la llamada universal a la
santidad y para indicar que la vida cotidiana, las actividades comunes, son camino de
santificación. De él se podría decir que fue el santo de lo ordinario» 23.
Eso es, efectivamente, lo que hizo San Josemaría en el campus de Pamplona.
Doctrina, ésta, por lo demás, no sólo originaria, sino constantemente enseñada, como
aparece subrayado en la alusión al «repetido martilleo» con que había predicado siempre
«que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día» (n.
116). Esto es evidentemente así. Pero Josemaría Escrivá nunca entendió ese mensaje
espiritual, que Dios le inspiró con fuerza imborrable, como una especie de aerolito que
30
se incrusta inmóvil en la tierra, sino como una semilla que crece fecundada por la gracia
de Dios. Por eso, el mensaje del 2 de octubre del 28 fue siempre profundizado por el
Fundador a lo largo de toda su vida. Y lo iba siendo por el camino que viene testificado
por la vida de la Iglesia y, sobre todo, por la vida de los santos. Josemaría Escrivá, en
efecto, ahondó en el mensaje del 2 de octubre a través de las luces ulteriores —con
alguna frecuencia de carácter extraordinario 24— que Dios le concedió, y de manera más
ordinaria, a través de una constante reflexión sobre el mensaje mismo, realizada en el
contexto de su experiencia espiritual e histórica: los acontecimientos de la vida de la
Iglesia y de la Obra y, en general, de la historia humana, tal como los percibía, le
brindaban la materia indispensable para el ejercicio de su responsabilidad, también de su
responsabilidad ante el tesoro que Dios había puesto en sus manos.
Cuando Josemaría Escrivá predicó al aire libre en el campus de nuestra Universidad,
estaba casi recién acabado el Concilio Vaticano II. La Constitución Lumen Gentium
había proclamado, con una solemnidad sin precedentes, la llamada universal de los
cristianos a la santidad; por su parte, la Constitución Gaudium et Spes había subrayado la
bondad originaria del mundo y el valor del trabajo humano a la hora de comprender las
relaciones del mundo con la Iglesia. Dos temas, el de ambas Constituciones conciliares,
que estaban ya en el centro del mensaje del 2 de octubre de 1928 y que en los años que
siguen a la fundación del Opus Dei apenas si eran comprendidos por unos pocos. Este
era el contexto eclesial inmediato de nuestra homilía: lo que había provocado en los años
treinta y cuarenta del pasado siglo —entonces no tan lejanos— sospechas,
incomprensiones, e incluso acusaciones de desviación doctrinal y herejía, era ahora
doctrina conciliar. A mi parecer, este respaldo del Concilio Vaticano II y el clima de
Gaudium et Spes ayudan a comprender el lenguaje y el estilo argumentativo con que el
Fundador del Opus Dei abordó en esta ocasión la temática tantas veces predicada. Ese
respaldo le permitía expresarse con un lenguaje teológicamente incisivo, casi polémico,
que subraya las antítesis, lo que le confiere una fuerza pedagógica extraordinaria, que
facilitaba que la doctrina quedara firmemente grabada en los oyentes.
Por otra parte, aquel octubre de 1967 está a un paso ya del evento cultural conocido
como «mayo del 68», en el que se juntaron un cúmulo de utopías y de desencantos. El
curso académico 1967-68 fue un curso inolvidable. En el orden de la vida eclesial están
ya dándose, de manera creciente, las manifestaciones de una interpretación secularista —
así la llamó Pablo VI— del Concilio Vaticano II, con la tremenda crisis que provocó:
primero, en el ámbito de las Ordenes y Congregaciones religiosas y, desde ahí, en el
clero secular; derivadamente, en la vida del entero Pueblo de Dios. Fue Louis Bouyer el
que diagnosticó, a mi entender de forma certera, esta secuencia 25. Era la época en que
resonaba en los ámbitos eclesiásticos de toda Europa la teología anglosajona de la
secularización. Era la época en que el Honest to God de John A.T. Robinson divulgaba
esta radical secularización del Cristianismo, que dejaba sin respiración a significativos
sectores del clero y preparaba el éxodo en los seminarios españoles26, y en que la revista
Time dedicaba su Cover Story a la «teología de la muerte de Dios»27. Era ésta, a la vez, la
época del dominio marxista en las universidades europeas y del diálogo con el marxismo
31
como único horizonte intelectual digno de los cristianos...
Si traigo a colación estos recuerdos históricos, es porque son el contexto de lo que
oímos en el campus aquella mañana de octubre y, sin ellos, se pasa sobrevolando el
humus cultural y teológico de aquel mensaje. El Gran Canciller de la Universidad de
Navarra, predicando en su Universidad y en contra de lo que podría esperarse, no situó
dialécticamente su homilía «frente a» esas falsas teologías de la secularización, sino que
su palabra se movió críticamente —ya lo he apuntado— frente a posiciones de signo
opuesto: en concreto, frente a una «tradicional» deformación de lo cristiano que
podríamos calificar de clerical, sacralizante y falsamente piadosa. Fue desde esta
posición dialéctica como San Josemaría anunció la novedad del Evangelio. Ofreció en
aquella memorable Asamblea de Amigos de la Universidad de Navarra no un ataque al
secularismo sino una profunda óptica cristiana para la comprensión de la secularidad.
Perspectiva, ésta, llena de amor y fidelidad a la Iglesia, que superaba radicalmente, sin
nombrarlos, tirando por elevación, los planteamientos de una falsa secularización.
6. Cuarenta años después
Han pasado 40 años desde aquel evento. Las circunstancias contextuales a las que
acabo de aludir, que bajo otros aspectos han sufrido tan profundos cambios en estos ocho
lustros, no han hecho sino redoblar, a veces de manera devastadora, la presión secularista
sobre las propuestas y los valores cristianos. Las graves consecuencias en el orden de la
cultura, de la familia, de la vida social y, en general, a la hora del respeto a la vida
humana bien las conocen Vds., que las sufren en su carne y en la de sus seres más
queridos. Por eso parece inevitable esta pregunta: ¿Cómo habría planteado hoy San
Josemaría la homilía del campus? ¿Se habría dejado impresionar ante el oleaje
«globalizante» de la descristianización? ¿Habría, en consecuencia, «reconsiderado» su
«estrategia», buscando ahora no tanto la plena inserción de los cristianos en el mundo
sino «espacios sagrados» en los que pudieran ejercitar una especie de «derecho de
asilo»? ¿Habría mirado el templo con otros ojos, viendo en él el baluarte protector desde
el que instalarse y hacer desde allí «incursiones» al mundo común para «salvar almas»?
Ya se dan cuenta de que, en rigor, estoy planteando un futurible y por tanto algo que
en sentido propio no tiene respuesta. Cada uno puede hacerse su composición de lugar.
Yo, personalmente, les diré lo que pienso. Y lo que pienso es que San Josemaría no
hubiera tocado una coma en el texto de su homilía, que por algo la trajo escrita de la
primera a la última palabra. Toda la investigación y el estudio del pensamiento de
Josemaría Escrivá que, como les decía a Vds., se ha multiplicado con ocasión de su
Centenario y de su Canonización, ve en esta homilía un texto profético para el mundo de
este tercer milenio, el mundo del Duc in altum.
Pero no podemos olvidar algo que me parece de la máxima importancia en nuestro
análisis, y es que la homilía del campus, en su datación histórica, presupone la catequesis
cristiana. Quiero decir que el discurso de San Josemaría en aquella ocasión apuntaba a
fundar la secularidad de la vida cristiana partiendo de la base de que su auditorio tenía
32
asumidos los conceptos radicales de la identidad cristiana. Por eso, no se ve en la
necesidad de hablar del Bautismo, fuente de la identidad del hombre en la Iglesia y, por
tanto, de la vida que ha de ser vivida en esa secularidad que Josemaría Escrivá quiere
hacer comprender. Y es que el Bautismo, los dones de la gracia, los sacramentos: todas
estas realidades constitutivas del ser de la Iglesia y de lo cristiano son el presupuesto,
continuamente subyacente en la homilía, de todo el discurso sobre la secularidad
cristiana. La manera que el Fundador del Opus Dei tiene de hacer gravitar en el campus
estas realidades fundantes es, como hemos visto, el marco eucarístico en que se mueve la
homilía. La Eucaristía, que es —como él mismo dijo— el centro y la raíz de todo en la
Iglesia y en el cristiano, es el permanente punto de referencia de todas las reflexiones
que en este texto se contienen.
Esto que digo es importante para comprender la doctrina sobre la «unidad de vida»
que se nos ofrece en la homilía. La unificación de la vida del cristiano sólo puede venir,
como es obvio, desde esa identidad cristiana de que hablamos: es decir, desde la «vida
nueva» que el Bautismo y la gracia ponen en nuestras almas, de la nueva criatura en
Cristo, de la filiación divina del cristiano, que, hijo de Dios en el Hijo, busca en todo
momento el cumplimiento de la voluntad del Padre. Aquí, precisamente, es donde
engrana el momento secular de la «unidad de vida» que el Fundador del Opus Dei ha
descrito en su homilía: porque el cristiano que vive el «mundo común», sólo desde su
condición de hijo de Dios —buscador de la voluntad del Padre— podrá descubrir ese
algo santo y divino que está escondido en las situaciones más comunes de la vida
ordinaria.
La demolición de los fundamentos de la vida cristiana a la que propende la cultura
contemporánea hace que hoy haya mucha gente que se declara —al menos en las
encuestas— cristiana, católica, y que carece de formación básica en materia de fe. Esto
es fundamental a la hora de utilizar la «homilía del campus». Sin la vida de Cristo en el
alma, el mundo «material» se hace opaco e impenetrable. Dicho positivamente y con la
palabra misma del predicador:
«Cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones
diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios» (n. 116).
Pero sólo desde Cristo y la vida de la gracia se desempeña con amor lo pequeño y el
mundo común se convierte en «epifanía» de Dios.
En definitiva, para entender la secularidad cristiana hay que tener fe en Jesucristo y
querer vivir con arreglo a esa fe. Ese es el clima y el trasfondo de la homilía del campus.
Por eso, los hombres y las mujeres de fe que viven en medio del mundo —en la
secularidad cristiana— tienen como primera exigencia de esa fe y de esa secularidad
hablar de Dios en los distintos ambientes seculares: hablar de Jesucristo, de su perdón y
de su misericordia, de sus sacramentos. Es un deber que, en estos inicios del tercer
milenio, no podemos posponer y mucho menos olvidar.
El texto de la homilía del campus, con sus análisis y sus propuestas, leído hoy,
muestra en efecto la extraordinaria vigencia de aquellos planteamientos. Hoy la presión a
la que el oleaje secularista somete a la vida cristiana hace emerger, también en su
33
máxima tensión, el temple humano y el formato espiritual que Dios quiere dar —y por
tanto exige— a las mujeres y a los hombres de los que habla Josemaría Escrivá. La
homilía del campus se movía, anticipadamente, en el clima del «Non abbiate paura!»
que haría emblemático Juan Pablo II desde el inicio de su pontificado y que ha de
envolver a la nueva evangelización a la que hemos sido convocados por este anciano
juvenil que ha sido el Sucesor de Pedro.
Precisamente en la canonización del Fundador de nuestra Universidad, Juan Pablo II
puso de manifiesto, al comienzo mismo de su homilía, este rasgo fundamental de la
doctrina de San Josemaría. Estas son sus palabras, que citan y glosan la homilía del
campus:
«No cesaba de invitar a sus hijos espirituales a invocar al Espíritu Santo para que la
vida interior, es decir, la vida de relación con Dios, y la vida familiar, profesional, social,
hecha de pequeñas realidades terrenas, no estuvieran separadas, sino que constituyeran
una única existencia ‘santa y llena de Dios’. ‘A ese Dios invisible —escribió— lo
encontramos en las cosas más visibles y materiales’ (Conversaciones con Mons. Escrivá
de Balaguer, 114)» 28.
Y desde ahí el Santo Padre pasa a afirmar la secularidad cristiana desde la identidad
cristiana, exhortando a todos a «no tener miedo»:
«Elevar el mundo hacia Dios y transformarlo desde dentro: he aquí el ideal que el
Santo Fundador os indica […] Él continúa recordándoos la necesidad de no dejaros
atemorizar ante una cultura materialista, que amenaza con disolver la identidad más
genuina de los discípulos de Cristo» 29.
Y nuestro Gran Canciller, el Prelado del Opus Dei, Mons. Javier Echevarría, sacaba a
la luz, también con ocasión de la canonización, estas palabras de Álvaro del Portillo,
glosando el mensaje de nuestro Fundador, y decía:
«Todas las profesiones, todos los ambientes, todas las situaciones honradas […] han
quedado removidas por los Ángeles de Dios, como las aguas de aquella piscina probática
recordada en el Evangelio (cfr. Jn 5, 2 y ss) y han adquirido fuerza medicinal […] Hasta
de las piedras más áridas e insospechadas han brotado torrentes medicinales. El trabajo
humano bien terminado se ha hecho colirio para descubrir a Dios en todas las
circunstancias de la vida, en todas las cosas. Y ha ocurrido precisamente en nuestro
tiempo, cuando el materialismo se empeña en convertir el trabajo en un barro que ciega a
los hombres, y les impide mirar a Dios» 30.
La «homilía del campus» tiene una riqueza de contenidos que aquí apenas hemos
podido enmarcar. En realidad nuestro análisis pretendía sólo ofrecer una guía de lectura
y reflexión sobre este texto memorable y, a la vez, recordar gozosamente con vosotros,
cuarenta años después, el sentido de aquel mensaje.
Termino ya. Lo hago con la esperanza de que San Josemaría no encuentre demasiado
inadecuadas las consideraciones que he hecho sobre la inolvidable homilía que
pronunció en el campus de nuestra Universidad.
34
* Texto de la conferencia pronunciada en el Aula Magna de la Universidad el 18 de enero de 2003 en la sesión
organizada por la Asociación de Amigos de la Universidad de Navarra (ADA) [N. del Ed.].
** La grabación sonora de la homilía del campus ha sido editada con una magnífica calidad por «Maiestas S.L.», bajo
el título Amar al mundo apasionadamente, Audiolibros de Maiestas, 2006 [N. del Ed.].
1 De esta homilía me ocupé de manera más extensa en el capítulo titulado «Vivir santamente la vida ordinaria» del
libro AA.VV., Josemaría Escrivá de Balaguer y la Universidad, Prólogo de Álvaro del Portillo, Eunsa, Pamplona 1993, pp.
225-258.
2 Homilía | pronunciada por el Excmo. y Revmo. Sr. | Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer | Gran Canciller de la
Universidad de Navarra | durante la Misa celebrada en el campus de la | Universidad, con ocasión de la Asamblea General
de la Asociación de Amigos | 8 de octubre de 1967 | Pamplona | mcmlxvii, 16 págs. Está impresa en E.m.e.s.a., Madrid. Es
de notar la belleza tipográfica de esta edición. Hay otras ediciones exactas, hechas también por la Universidad, que se
diferencian de la primera en el pie de imprenta de la última página. En estas otras se lee: Grafinasa, Pamplona.
3 Vid. Santo Rosario, Madrid 1934.
4 Ahora se dispone ya de la edición crítica: Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, edición crítico-histórica a cargo
de Pedro Rodríguez, prólogo de Javier Echevarría, vol. 1 de la Serie I de la «Colección de Obras Completas», Rialp, 1ª ed.,
Madrid 2002; 3ª ed. corregida y aumentada, 2003.
5 Ciertamente, los miembros del Opus Dei habíamos leído y meditado sus Instrucciones y Cartas, que circulaban entre
nosotros con inmensa veneración, y lo mismo las que nos fue escribiendo hasta su muerte. Es un material extraordinario,
que verá también la luz pública en la «Colección de Obras Completas» que acabo de citar. Pero ahora me estoy refiriendo a
sus obras publicadas, llamémosle así, en edición comercial. Dejo aparte, claro está, su investigación sobre la Abadesa de
las Huelgas, que pertenece al género científico-histórico.
6 A partir de entonces, Mons. Escrivá de Balaguer dio a la imprenta otras homilías, que fueron después agrupadas en
Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 1973, en Amigos de Dios, Rialp, Madrid 1977 y Para Amar a la Iglesia, Palabra, Madrid
1986; ediciones póstumas estas dos últimas.
7 Palabra nº 27, noviembre de 1967, pp. 23-27 reproducía qua talis el título de la edición príncipe. Nuestro Tiempo 28,
diciembre de 1967, pp. 601-609, incluyó la homilía en un cuaderno de carácter monográfico dedicado a la II Asamblea de
Amigos de la Universidad, donde se titula sencillamente: «Homilía del Gran Canciller».
8 La Table Ronde, nº 239-240, noviembre-diciembre 1967, pp. 231-241.
9 Studi Cattolici, nº 80, noviembre 1967, pp. 35-40.
10 Allí se lee: «El materialismo cristiano: éste es el título, tomado de una frase de Mons. Escrivá, que ha elegido la
Redacción de nuestra revista para el texto que publicamos a continuación. Nos parece que refleja assez bien el sentido de
una espiritualidad que, por moderna que sea, no deja por eso de ser tradicional» (p. 229).
11 Quizá la figura retórica más exacta para calificar esta expresión no sería la «paradoja» —me hacía notar mi colega
el Prof. Jaime Nubiola—, sino el «oxímoron», que contempla de manera más enérgica el enfrentamiento de los términos
acoplados. Vid. sobre el tema M. A. Garrido Gallardo, Retórica, en GER, 20, pp. 178-182, donde dice que la razón de estas
figuras literarias es «hacer del discurso no un mero indicador transparente hacia la cosa significada o referente, sino un
medio opaco que recabe atención por sí mismo y condicione en un sentido preciso la interpretación del mensaje que
propone al lector» (p. 180). Me parece esto muy exacto aplicado a nuestro caso y en el contexto de toda la homilía.
12 Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 1968, pp. 171-181. Para las citas de la homilía me
sirvo de la numeración de parágrafos que hace Conversaciones (y añado una letra cuando el número marginal abarca varios
párrafos); la homilía comprende los nn. 113 a 123.
13 Esto se supo con ocasión de unas declaraciones de Álvaro del Portillo al diario italiano La Stampa (Torino, 18-IV-
1992), que traduzco: «Recuerdo que en 1967, hablando a los estudiantes y a los graduados de la Universidad de Navarra,
en España, tituló su homilía Amar al mundo apasionadamente. Era un admirador del mundo y de su belleza […] Amaba el
mundo, Mons. Escrivá, pero no se dejaba distraer por el mundo. Era un tozudo (testardo) servidor de Dios».
14 Al hacer este elenco ponemos entre comillas simples las expresiones que comentamos. La cursiva, en cambio, aquí
como en todas las citas de la homilía, pertenece al texto original.
15 A la «línea descendente» dediqué mi atención en la segunda parte del estudio citado en nota 1.
16 «Domus nostrarum orationum ista est, domus Dei nos ipsi» (Sermón 36, 1; PL 38, 1471).
17 Enc. Redemptor hominis, 14.
18 «Si domus Dei nos ipsi, nos≤ in hoc saeculo aedificamur ut in fine saeculi dedicemur».
19 Nota de la homilía: «Cfr. Const. Gaudium et Spes, 38».
20 Vid. I. de Celaya, «Unidad de vida y plenitud cristiana», en F. Ocáriz — I. de Celaya, Vivir como hijos de Dios,
Eunsa, Pamplona1993, pp. 93-128. También Antonio Aranda, La lógica de la unidad de vida. Identidad cristiana en una
sociedad pluralista, Pamplona 2000, pp. 121-146..
21 Const. Gaudium et Spes, 43.
22 Vid. sobre el tema J. L. Illanes, «Dos de octubre de 1928: alcance y significado de una fecha», AA.VV., Mons.
Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, Pamplona 1985, pp. 65ss.
23 Discurso de Juan Pablo II a los peregrinos llegados a Roma para la canonización de San Josemaría Escrivá, 7 de
35
octubre de 2002.
24 Una de esas ocasiones, especialmente significativa, fue el 7 de agosto de 1931. Vid. sobre el tema P. Rodríguez,
«‘Omnia traham ad meipsum’. El sentido de Juan 12, 32 en la experiencia espiritual de Mons. Escrivá de Balaguer», en
Estudios 1985-1996, suplemento de Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, pp. 249-275.
25 Vid. L. Bouyer, La descomposición del Catolicismo, Barcelona 1970.
26 La traducción española del libro de Robinson (Barcelona, Ariel) es de 1967. El original inglés, de 1964.
27 Vid. Time, 8 de abril de 1966.
28 Homilía de Juan Pablo II en la Misa de canonización de San Josemaría Escrivá, Roma 6 de octubre de 2002.
29 Ibidem.
30 Homilía de Mons. Javier Echevarría en la Misa de acción de gracias por la canonización de San Josemaría Escrivá,
Roma 7 de octubre de 2002. La cita que hace Mons. Echevarría es de una Carta pastoral de Álvaro del Portillo, 30-IX-
1975, n. 20, escrita a raíz de su elección para presidir el Opus Dei.
36
EDICIÓN DIGITAL EN CASTELLANO
ESTE LIBRO DIGITAL, PUBLICADO POR
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PREPARADO POR CREARLIBROSDIGITALES
SE TERMINÓ
EL DÍA 19 DE MARZO DE 2012
FESTIVIDAD
DE SAN JOSÉ
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37
Índice
Nota del Editor 6
Prólogo 7
Amar al mundo apasionadamente 9
Una vida santa en medio de la realidad secular 17
38

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  • 3. 3
  • 4. AMAR AL MUNDO APASIONADAMENTE SAN JOSEMARÍA ESCRIVÁ AMAR AL MUNDO APASIONADAMENTE (Homilía, 8 de octubre de 1967) Con Prólogo de Mons. Javier Echevarría y un Análisis del Prof. Pedro Rodríguez EDICIONES RIALP, S.A. MADRID 2007 4
  • 5. © 2012 de la presente by EDICIONES RIALP, S.A., Alcalá, 290.28027 MADRID (España). Conversión ebook: CrearLibrosDigitales ISBN: 978-84-321-4181-2 No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. 5
  • 6. NOTA DEL EDITOR Este libro es una nueva edición de la célebre homilía que pronunció, en el Campus de la Universidad de Navarra, San Josemaría Escrivá de Balaguer en 1967 y que Ediciones Rialp publica desde 1968 incluida en Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer. Como el resto de la obra publicada del autor, Conversaciones tiene una numeración marginal de parágrafos que ha pasado a todas las ediciones y traducciones del texto y es ya referencia universal para citar los distintos pasajes del libro. A la homilía Amar al mundo apasionadamente corresponden los nn. 113 a 123, que mantenemos también ahora para comodidad del lector. La homilía, en la presente edición, va precedida de un Prólogo que Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei, ha tenido la delicadeza de escribir para esta ocasión conmemorativa y que le agradecemos vivamente. Después de la homilía incluimos el texto de una conferencia pronunciada por el Prof. Pedro Rodríguez el año 2003 en la Universidad de Navarra y que constituye un estudio analítico de la homilía y una guía para su lectura actual. 6
  • 7. PRÓLOGO Con mucha alegría escribo unas líneas para la edición especial de la homilía Amar al mundo apasionadamente, preparada con ocasión del 40.º aniversario del día en que fue pronunciada por San Josemaría Escrivá de Balaguer, el 8 de octubre de 1967. Ya en ocasiones anteriores, el Fundador del Opus Dei había celebrado reuniones con grupos muy numerosos de personas en la misma Universidad de Navarra; concretamente en 1960, cuando fue erigida, con la participación de la Conferencia episcopal española y otras autoridades eclesiásticas —el Nuncio de Su Santidad Juan XXIII— y civiles, y en 1964, con motivo de la constitución de la Asociación de Amigos y de su I Asamblea General. En 1967 estaba planeada la celebración de la II Asamblea, a la que asistirían millares de personas procedentes de varias naciones europeas. San Josemaría pensó que era un momento oportuno para exponer profundamente la enseñanza sobre la actuación de los fieles laicos en la Iglesia y en la sociedad civil. Se esperaba la participación de un público variadísimo, se preveía una amplia cobertura informativa, y aquellas palabras podrían tener gran repercusión en la opinión pública. El Fundador del Opus Dei preparó esa homilía con mucho interés. La repasó repetidamente, afinando las ideas y puliendo el estilo. Durante el verano, quiso que se leyera previamente ante un reducido grupo de personas. Seguía la lectura con gran atención, como si se tratara de un texto ajeno, deseoso de llegar al corazón y a la mente de los que iban a escucharle en Pamplona. Ese texto, plenamente embebido de las enseñanzas del Concilio Vaticano II y del espíritu del Opus Dei, fue considerado por muchos comentaristas como la carta magna de los laicos. Mucho se ha escrito en estos cuarenta años acerca de los fieles laicos, de su papel en la sociedad civil y en la sociedad eclesial. Esta homilía de San Josemaría no sólo conserva su frescura y fuerza originales, sino que se muestra más actual que nunca. El Fundador del Opus Dei no se limita a enunciar unas afirmaciones más o menos compartibles, sino que presenta el fruto de una elaboración teológico-espiritual fundada en el Magisterio de la Iglesia y en una experiencia de decenios. No en vano llevaba difundiendo y poniendo en práctica esa doctrina desde el 2 de octubre de 1928, fecha fundacional del Opus Dei. Quizá ahora el ambiente civil y eclesial esté más preparado que en 1967, para acoger el contenido de esta homilía y entender más a fondo sus consecuencias prácticas. Fíjese el lector, por ejemplo, en los párrafos sobre la unidad de vida del cristiano o en las señales de una verdadera mentalidad laical, que aquí se encuentran. También en este escrito, como en otros campos, San Josemaría se ha demostrado un precursor. 7
  • 8. Pido a Dios Nuestro Señor, por intercesión de la Santísima Virgen, que el conocimiento de este texto lleve a muchos cristianos a plantearse seriamente su llamada a la santidad en las circunstancias ordinarias de la vida, acogiendo las enseñanzas de San Josemaría. + JAVIER ECHEVARRÍA Prelado del Opus Dei Roma, 8 de octubre de 2007 8
  • 9. AMAR AL MUNDO APASIONADAMENTE* 113 Acabáis de escuchar la lectura solemne de los dos textos de la Sagrada Escritura, correspondientes a la Misa del domingo XXI después de Pentecostés. Haber oído la Palabra de Dios os sitúa ya en el ámbito en el que quieren moverse estas palabras mías que ahora os dirijo: palabras de sacerdote, pronunciadas ante una gran familia de hijos de Dios en su Iglesia Santa. Palabras, pues, que desean ser sobrenaturales, pregoneras de la grandeza de Dios y de sus misericordias con los hombres: palabras que os dispongan a la impresionante Eucaristía que hoy celebramos en el campus de la Universidad de Navarra. Considerad unos instantes el hecho que acabo de mencionar. Celebramos la Sagrada Eucaristía, el sacrificio sacramental del Cuerpo y de la Sangre del Señor, ese misterio de fe que anuda en sí todos los misterios del Cristianismo. Celebramos, por tanto, la acción más sagrada y trascendente que los hombres, por la gracia de Dios, podemos realizar en esta vida: comulgar con el Cuerpo y la Sangre del Señor viene a ser, en cierto sentido, como desligarnos de nuestras ataduras de tierra y de tiempo, para estar ya con Dios en el Cielo, donde Cristo mismo enjugará las lágrimas de nuestros ojos y donde no habrá muerte, ni llanto, ni gritos de fatiga, porque el mundo viejo ya habrá terminado1 Esta verdad tan consoladora y profunda, esta significación escatológica de la Eucaristía, como suelen denominarla los teólogos, podría, sin embargo, ser malentendida: lo ha sido siempre que se ha querido presentar la existencia cristiana como algo solamente espiritual —espiritualista, quiero decir—, propio de gentes puras, extraordinarias, que no se mezclan con las cosas despreciables de este mundo, o, a lo más, que las toleran como algo necesariamente yuxtapuesto al espíritu, mientras vivimos aquí. Cuando se ven las cosas de este modo, el templo se convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana; y ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino. La doctrina del Cristianismo, la vida de la gracia, pasarían, pues, como rozando el ajetreado avanzar de la historia humana, pero sin encontrarse con él. En esta mañana de octubre, mientras nos disponemos a adentrarnos en el memorial de la Pascua del Señor, respondemos sencillamente que no a esa visión deformada del Cristianismo. Reflexionad por un momento en el marco de nuestra Eucaristía, de nuestra Acción de Gracias: nos encontramos en un templo singular; podría decirse que la nave es el campus universitario; el retablo, la Biblioteca de la Universidad; allá, la maquinaria que levanta nuevos edificios; y arriba, el cielo de Navarra… ¿No os confirma esta enumeración, de una forma plástica e inolvidable, que es la 9
  • 10. vida ordinaria el verdadero lugar de vuestra existencia cristiana? Hijos míos, allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo. Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres. 114 Lo he enseñado constantemente con palabras de la Escritura Santa: el mundo no es malo, porque ha salido de las manos de Dios, porque es criatura suya, porque Yaveh lo miró y vio que era bueno 2. Somos los hombres los que lo hacemos malo y feo, con nuestros pecados y nuestras infidelidades. No lo dudéis, hijos míos: cualquier modo de evasión de las honestas realidades diarias es para vosotros, hombres y mujeres del mundo, cosa opuesta a la voluntad de Dios. Por el contrario, debéis comprender ahora —con una nueva claridad— que Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana: en un laboratorio, en el quirófano de un hospital, en el cuartel, en la cátedra universitaria, en la fábrica, en el taller, en el campo, en el hogar de familia y en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día. Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir. Yo solía decir a aquellos universitarios y a aquellos obreros que venían junto a mí por los años treinta, que tenían que saber materializar la vida espiritual. Quería apartarlos así de la tentación, tan frecuente entonces y ahora, de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas. ¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser —en el alma y en el cuerpo— santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales. No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra vida ordinaria al Señor, o no lo encontraremos nunca. Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver —a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares— su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo. 115 El auténtico sentido cristiano —que profesa la resurrección de toda carne— se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de materialismo. Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu. ¿Qué son los sacramentos —huellas de la Encarnación del Verbo, como afirmaron los antiguos— sino la más clara manifestación de este camino, que Dios ha elegido para santificarnos y llevarnos al Cielo? ¿No veis que cada sacramento es el amor de Dios, con toda su fuerza creadora y redentora, que se nos da sirviéndose de medios materiales? ¿Qué es esta Eucaristía —ya inminente— sino el Cuerpo y la Sangre adorables de nuestro Redentor, que se nos ofrece a través de la humilde materia de este mundo —vino y pan—, a través de los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, como el 10
  • 11. último Concilio Ecuménico ha querido recordar? 3 Se comprende, hijos, que el Apóstol pudiera escribir: todas las cosas son vuestras, vosotros sois de Cristo y Cristo es de Dios4. Se trata de un movimiento ascendente que el Espíritu Santo, difundido en nuestros corazones, quiere provocar en el mundo: desde la tierra, hasta la gloria del Señor. Y para que quedara claro que —en ese movimiento— se incluía aun lo que parece más prosaico, San Pablo escribió también: ya comáis, ya bebáis, hacedlo todo para la gloria de Dios5. 116 Esta doctrina de la Sagrada Escritura, que se encuentra —como sabéis— en el núcleo mismo del espíritu del Opus Dei, os ha de llevar a realizar vuestro trabajo con perfección, a amar a Dios y a los hombres al poner amor en las cosas pequeñas de vuestra jornada habitual, descubriendo ese algo divino que en los detalles se encierra. ¡Qué bien cuadran aquí aquellos versos del poeta de Castilla!: Despacito, y buena letra: / el hacer las cosas bien / importa más que el hacerlas6. Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios, Por eso os he repetido, con un repetido martilleo, que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día. En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria… Vivir santamente la vida ordinaria, acabo de deciros. Y con esas palabras me refiero a todo el programa de vuestro quehacer cristiano. Dejaos, pues, de sueños, de falsos idealismos, de fantasías, de eso que suelo llamar mística ojalatera —¡ojalá no me hubiera casado, ojalá no tuviera esta profesión, ojalá tuviera más salud, ojalá fuera joven, ojalá fuera viejo!...—, y ateneos, en cambio, sobriamente, a la realidad más material e inmediata, que es donde está el Señor: mirad mis manos y mis pies, dijo Jesús resucitado: soy yo mismo. Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo 7. Son muchos los aspectos del ambiente secular, en el que os movéis, que se iluminan a partir de estas verdades. Pensad, por ejemplo, en vuestra actuación como ciudadanos en la vida civil. Un hombre sabedor de que el mundo —y no sólo el templo— es el lugar de su encuentro con Cristo, ama ese mundo, procura adquirir una buena preparación intelectual y profesional, va formando —con plena libertad— sus propios criterios sobre los problemas del medio en que se desenvuelve; y toma, en consecuencia, sus propias decisiones que, por ser decisiones de un cristiano, proceden además de una reflexión personal, que intenta humildemente captar la voluntad de Dios en esos detalles pequeños y grandes de la vida. 117 Pero a ese cristiano jamás se le ocurre creer o decir que él baja del templo al mundo para representar a la Iglesia, y que sus soluciones son las soluciones católicas a aquellos problemas. ¡Esto no puede ser, hijos míos! Esto sería clericalismo, catolicismo oficial o como queráis llamarlo. En cualquier caso, es hacer violencia a la naturaleza de las cosas. Tenéis que difundir por todas partes una verdadera mentalidad laical que ha de llevar a tres conclusiones: 11
  • 12. a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal; a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen —en materias opinables— soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene; y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas. Se ve claro que, en este terreno como en todos, no podríais realizar ese programa de vivir santamente la vida ordinaria, si no gozarais de toda la libertad que os reconocen — a la vez— la Iglesia y vuestra dignidad de hombres y de mujeres creados a imagen de Dios. La libertad personal es esencial en la vida cristiana. Pero no olvidéis, hijos míos, que hablo siempre de una libertad responsable. Interpretad, pues, mis palabras, como lo que son: una llamada a que ejerzáis —¡a diario!, no sólo en situaciones de emergencia— vuestros derechos; y a que cumpláis noblemente vuestras obligaciones como ciudadanos —en la vida política, en la vida económica, en la vida universitaria, en la vida profesional—, asumiendo con valentía todas las consecuencias de vuestras decisiones libres, cargando con la independencia personal que os corresponde. Y esta cristiana mentalidad laical os permitirá huir de toda intolerancia, de todo fanatismo —lo diré de un modo positivo—, os hará convivir en paz con todos vuestros conciudadanos, y fomentar también la convivencia en los diversos órdenes de la vida social. 118 Sé que no tengo necesidad de recordar lo que, a lo largo de tantos años, he venido repitiendo. Esta doctrina de libertad ciudadana, de convivencia y de comprensión, forma parte muy principal del mensaje que el Opus Dei difunde. ¿Tendré que volver a afirmar que los hombres y las mujeres, que quieren servir a Jesucristo en la Obra de Dios, son sencillamente ciudadanos iguales a los demás, que se esfuerzan por vivir con seria responsabilidad —hasta las últimas conclusiones— su vocación cristiana? Nada distingue a mis hijos de sus conciudadanos. En cambio, fuera de la Fe, nada tienen en común con los miembros de las congregaciones religiosas. Amo a los religiosos y venero y admiro sus clausuras, sus apostolados, su apartamiento del mundo —su contemptus mundi—, que son otros signos de santidad en la Iglesia. Pero el Señor no me ha dado vocación religiosa, y desearla para mí sería un desorden. Ninguna autoridad en la tierra me podrá obligar a ser religioso, como ninguna autoridad puede forzarme a contraer matrimonio. Soy sacerdote secular: sacerdote de Jesucristo, que ama apasionadamente el mundo. 119 Quienes han seguido a Jesucristo —conmigo, pobre pecador— son: un pequeño tanto por ciento de sacerdotes, que antes han ejercido una profesión o un oficio laical; un gran número de sacerdotes seculares de muchas diócesis del mundo —que así confirman su obediencia a sus respectivos Obispos y su amor y la eficacia de su trabajo diocesano—, siempre con los brazos abiertos en cruz para que todas las almas quepan en sus corazones, y que están como yo en medio de la calle, en el mundo, y lo aman; y la gran muchedumbre formada por hombres y por mujeres —de diversas naciones, de 12
  • 13. diversas lenguas, de diversas razas— que viven de su trabajo profesional, casados la mayor parte, solteros muchos otros, que participan con sus conciudadanos en la grave tarea de hacer más humana y más justa la sociedad temporal; en la noble lid de los afanes diarios, con personal responsabilidad —repito—, experimentando con los demás hombres, codo con codo, éxitos y fracasos, tratando de cumplir sus deberes y de ejercitar sus derechos sociales y cívicos. Y todo con naturalidad, como cualquier cristiano consciente, sin mentalidad de selectos, fundidos en la masa de sus colegas, mientras procuran detectar los brillos divinos que reverberan en las realidades más vulgares. También las obras, que —en cuanto asociación— promueve el Opus Dei, tienen esas características eminentemente seculares: no son obras eclesiásticas. No gozan de ninguna representación oficial de la Sagrada Jerarquía de la Iglesia. Son obras de promoción humana, cultural, social, realizadas por ciudadanos, que procuran iluminarlas con las luces del Evangelio y caldearlas con el amor de Cristo. Un dato os lo aclarará: el Opus Dei, por ejemplo, no tiene ni tendrá jamás como misión regir Seminarios diocesanos, donde los Obispos instituidos por el Espíritu Santo 8 preparan a sus futuros sacerdotes. 120 Fomenta, en cambio, el Opus Dei centros de formación obrera, de capacitación campesina, de enseñanza primaria, media y universitaria, y tantas y tan variadas labores más, en todo el mundo, porque su afán apostólico —escribí hace muchos años— es un mar sin orillas. Pero ¿cómo me he de alargar en esta materia, si vuestra misma presencia es más elocuente que un prolongado discurso? Vosotros, Amigos de la Universidad de Navarra, sois parte de un pueblo que sabe que está comprometido en el progreso de la sociedad, a la que pertenece. Vuestro aliento cordial, vuestra oración, vuestro sacrificio y vuestras aportaciones no discurren por los cauces de un confesionalismo católico: al prestar vuestra cooperación, sois claro testimonio de una recta conciencia ciudadana, preocupada del bien común temporal; atestiguáis que una Universidad puede nacer de las energías del pueblo, y ser sostenida por el pueblo. Una vez más quiero, en esta ocasión, agradecer la colaboración que rinden a nuestra Universidad mi nobilísima ciudad de Pamplona, la grande y recia región Navarra; los Amigos procedentes de toda la geografía española y —con particular emoción lo digo— los no españoles, y aun los no católicos y los no cristianos, que han comprendido, y lo muestran con hechos, la intención y el espíritu de esta empresa. A todos se debe que la Universidad sea un foco, cada vez más vivo, de libertad cívica, de preparación intelectual, de emulación profesional, y un estímulo para la enseñanza universitaria. Vuestro sacrificio generoso está en la base de la labor universal, que busca el incremento de las ciencias humanas, la promoción social, la pedagogía de la fe. Lo que acabo de señalar lo ha visto con claridad el pueblo navarro, que reconoce también en su Universidad ese factor de promoción económica para la región y, especialmente, de promoción social, que ha permitido a tantos de sus hijos un acceso a las profesiones intelectuales, que —de otro modo— sería arduo y, en ciertos casos, imposible. El entendimiento del papel que la Universidad habría de jugar en su vida, es 13
  • 14. seguro que motivó el apoyo que Navarra le dispensó desde un principio: apoyo que sin duda habrá de ser, de día en día, más amplio y entusiasta. Sigo manteniendo la esperanza —porque responde a un criterio justo y a la realidad vigente en tantos países— de que llegará el momento en el que el estado español contribuirá, por su parte, a aliviar las cargas de una tarea que no persigue provecho privado alguno, sino que —al contrario— por estar totalmente consagrada al servicio de la sociedad, procura trabajar con eficacia por la prosperidad presente y futura de la nación. 121 Y ahora, hijos e hijas, dejadme que me detenga en otro aspecto — particularmente entrañable— de la vida ordinaria. Me refiero al amor humano, al amor limpio entre un hombre y una mujer, al noviazgo, al matrimonio. He de decir una vez más que ese santo amor humano no es algo permitido, tolerado, junto a las verdaderas actividades del espíritu, como podría insinuarse en los falsos espiritualismos a que antes aludía. Llevo predicando de palabra y por escrito todo lo contrario desde hace cuarenta años, y ya lo van entendiendo los que no lo comprendían. El amor, que conduce al matrimonio y a la familia, puede ser también un camino divino, vocacional, maravilloso, cauce para una completa dedicación a nuestro Dios. Realizad las cosas con perfección, os he recordado, poned amor en las pequeñas actividades de la jornada, descubrid —insisto— ese algo divino que en los detalles se encierra: toda esta doctrina encuentra especial lugar en el espacio vital, en el que se encuadra el amor humano. Ya lo sabéis, profesores, alumnos, y todos los que dedicáis vuestro quehacer a la Universidad de Navarra: he encomendado vuestros amores a Santa María, Madre del Amor Hermoso. Y ahí tenéis la ermita que hemos construido con devoción, en el campus universitario, para que recoja vuestras oraciones y la oblación de ese estupendo y limpio amor, que Ella bendice. ¿No sabíais que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habéis recibido de Dios, y que no os pertenecéis? 9. ¡Cuántas veces, ante la imagen de la Virgen Santa, de la Madre del Amor Hermoso, responderéis con una afirmación gozosa a la pregunta del Apóstol!: Sí, lo sabemos y queremos vivirlo con tu ayuda poderosa, oh Virgen Madre de Dios. La oración contemplativa surgirá en vosotros cada vez que meditéis en esta realidad impresionante: algo tan material como mi cuerpo ha sido elegido por el Espíritu Santo para establecer su morada…, ya no me pertenezco…, mi cuerpo y mi alma —mi ser entero— son de Dios… Y esta oración será rica en resultados prácticos, derivados de la gran consecuencia que el mismo Apóstol propone: glorificad a Dios en vuestro cuerpo 10. 122 Por otra parte, no podéis desconocer que sólo entre los que comprenden y valoran en toda su profundidad cuanto acabamos de considerar acerca del amor humano, puede surgir esa otra comprensión inefable de la que hablará Jesús 11, que es un puro don de Dios y que impulsa a entregar el cuerpo y el alma al Señor, a ofrecerle el corazón indiviso, sin la mediación del amor terreno. 14
  • 15. 123 Debo terminar ya, hijos míos. Os dije al comienzo que mi palabra querría anunciaros algo de la grandeza y de la misericordia de Dios. Pienso haberlo cumplido, al hablaros de vivir santamente la vida ordinaria: porque una vida santa en medio de la realidad secular —sin ruido, con sencillez, con veracidad—, ¿no es hoy acaso la manifestación más conmovedora de las magnalia Dei 12, de esas portentosas misericordias que Dios ha ejercido siempre, y no deja de ejercer, para salvar al mundo? Ahora os pido con el salmista que os unáis a mi oración y a mi alabanza: magnificate Dominum mecum, et extollamus nomen eius simul 13; engrandeced al Señor conmigo, y ensalcemos su nombre todos juntos. Es decir, hijos míos, vivamos de fe. Tomemos el escudo de la fe, el casco de salvación y la espada del espíritu que es la Palabra de Dios. Así nos anima el Apóstol San Pablo en la epístola a los de Éfeso 14, que hace unos momentos se proclamaba litúrgicamente. Fe, virtud que tanto necesitamos los cristianos, de modo especial en este año de la fe que ha promulgado nuestro amadísimo Santo Padre el Papa Paulo VI: porque, sin la fe, falta el fundamento mismo para la santificación de la vida ordinaria. Fe viva en estos momentos, porque nos acercamos al mysterium fidei 15, a la Sagrada Eucaristía; porque vamos a participar en esta Pascua del Señor, que resume y realiza las misericordias de Dios con los hombres. Fe, hijos míos, para confesar que, dentro de unos instantes, sobre esta ara, va a renovarse la obra de nuestra Redención 16. Fe, para saborear el Credo y experimentar, en torno a este altar y en esta Asamblea, la presencia de Cristo, que nos hace cor unum et anima una 17, un solo corazón y una sola alma; y nos convierte en familia, en Iglesia, una, santa, católica, apostólica y romana, que para nosotros es tanto como universal. Fe, finalmente, hijas e hijos queridísimos, para demostrar al mundo que todo esto no son ceremonias y palabras, sino una realidad divina, al presentar a los hombres el testimonio de una vida ordinaria santificada, en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y de Santa María. * Homilía pronunciada en el campus de la Universidad de Navarra el 8-X-1967. 1 Cfr. Apoc 21, 4. 2 Cfr. Gen 1, 7 y ss. 3 Cfr. Gaudium et Spes, 38. 4 1 Cor 3, 22-23. 5 1 Cor 10, . 6 A. Machado, Poesías completas, CLXI.—Proverbios y cantares, XXIV, Espasa-Calpe, Madrid, 1940. 7 Luc 24, 39. 8 Act 20, 28. 9 1 Cor 6, 19. 10 1 Cor 6, 20. 11 Cfr. Mt 19, 11. 15
  • 16. 12 Eccli, 18, 5. 13 Ps 33, 4. 14 Ephes 6, 11 y ss. 15 1 Tim 3, 9. 16 Secreta del domingo IX después de Pentecostés. 17 Act 4, 32. 16
  • 17. UNA VIDA SANTA EN MEDIO DE LA REALIDAD SECULAR La homilía de San Josemaría en el campus de la Universidad de Navarra: sentido y mensaje * por Pedro RODRÍGUEZ San Josemaría Escrivá de Balaguer, Fundador y primer Gran Canciller de la Universidad de Navarra, con ocasión de la II Asamblea General de ADA, celebró la Santa Misa en el campus de la Universidad y pronunció una homilía que ahora, cuarenta años después, ya podemos calificar de histórica1. Para la generación de profesores, alumnos y amigos que la escucharon, pasó enseguida a ser, sencillamente, la «homilía del campus», y con este nombre se la designa hoy de manera muy generalizada. A aquella ocasión se consagran estas consideraciones. 1. Rememoración de un evento Era el domingo 8 de octubre de 1967 y la liturgia correspondía al antiguo Domingo XXI después de Pentecostés. Josemaría Escrivá celebró la Santa Misa al aire libre, situado el altar junto a las columnas que sostienen el pórtico del antiguo Edificio de Bibliotecas. Una muchedumbre impresionante —miles de personas— se unió a los Amigos en aquella santa celebración, ocupando la gran explanada que enmarcan el Edificio Central y el antiguo de Bibliotecas. Era un día de sol radiante. Mons. Javier Echevarría —actual Prelado del Opus Dei— y Don Alfredo García Suárez, q.e.p.d., ayudaban en la Misa que celebraba el Fundador. Permítaseme recordar una gracia que quiso concederme el Señor: la de oficiar como diácono en aquella Eucaristía. Me correspondió, en consecuencia, proclamar el santo Evangelio que a continuación San Josemaría iba a predicar. Soy testigo de la emoción de sus ojos cuando le presenté el Libro sagrado para besarlo. Después, y durante unos treinta y cinco minutos, San Josemaría leyó con fuerza extraordinaria, con detención y pausa, el texto íntegro de la homilía, que llevaba mecanografiada en unos folios. Mientras resonaba su voz en aquella inmensa Catedral al aire libre, se palpaba el impacto que sus palabras producían en el pueblo fiel. De aquella homilía se conserva la cinta magnetofónica y cinco o seis minutos de filmación, que constituyen una de las mejores joyas del tesoro histórico de la Universidad de Navarra**. Quiero subrayar algo que, ya entonces, me pareció singular. Era la primera vez —y entiendo que fue la única— que Josemaría Escrivá anunciaba el Evangelio leyendo el texto de la predicación. Había leído discursos, pero no homilías. Su labor homilética, abundantísima, inolvidable, siempre fue directa, con el libro de los Evangelios en la mano; a lo más, con un pequeño guión, o alguna ficha, para ordenar las ideas. Así fue, 17
  • 18. por ejemplo —y muchos de Vds. lo recordarán como otra gran ocasión—, la primera homilía que predicó en nuestra Universidad. Me refiero a la de la Misa que celebró en la Catedral de Pamplona —octubre de 1960— con motivo de la erección como Universidad por el Papa Juan XXIII del hasta entonces Estudio General de Navarra. La edición ulterior de algunas de sus homilías solía hacerla a partir del texto de notas — taquigráficas o no— tomadas por los asistentes a la predicación, o reproducido de la cinta magnetofónica—, revisado después para la publicación. Aquí, no fue así. El texto estaba escrito con puntos y comas. Más aún. No sólo llevaba San Josemaría los folios que leyó, sino que había mandado que se imprimiera previamente el texto, que se entregó a buena parte de los asistentes al terminar la Santa Misa 2. Los ejemplares de aquella edición primera, impresa en Madrid, son ya desde hace tiempo cosa buscada por los bibliófilos. Si señalo estos detalles tan menudos es porque manifiestan de alguna manera la peculiar significación que el propio Fundador otorgaba a la «homilía del campus». Era su texto, evidentemente, algo que traía meditadísimo, palabra por palabra, y que quería decir en y desde la Universidad de Navarra. Hay otra consideración que hacer para darles a Vds. este encuadre externo de nuestra homilía. Hasta octubre de 1967, Mons. Escrivá de Balaguer, que había escrito mucho y constantemente, sólo había dado a la luz pública muy poco de sus obras. Aparte de la hermosa meditación de los misterios del Rosario 3, en el ámbito de la espiritualidad cristiana el nombre del Fundador del Opus Dei iba unido en el mundo entero a Camino, el conocido best-seller de la espiritualidad contemporánea 4. Ambos escritos eran de hacía más de 30 años y respondían a un género literario completamente diverso: dialógico, meditativo, entrecortado: los célebres «puntos» de Camino 5... Ahora, en cambio, se trataba de un texto unitario, que, en su brevedad, abordaba discursivamente aspectos nucleares de una espiritualidad que, a los que asistían a aquella celebración dominical, les había entrado por los poros a través de los «puntos» del pequeño gran libro. Esto explica también el interés que suscitó la homilía que comentamos 6. Los estudiosos del pensamiento y la doctrina de San Josemaría han puesto de relieve, una vez y otra, la riqueza teológica de este texto, en el que les parece encontrar, de manera especialmente sintética y compendiada, los aspectos más centrales del mensaje espiritual del Fundador del Opus Dei. Puedo darles un dato en este sentido, o tal vez sea sólo una impresión mía, pero la contrasté con muchos de los participantes. La homilía del campus fue tal vez el escrito más citado en las sesiones plenarias del Congreso sobre Josemaría Escrivá, Roma 2002, cuyos volúmenes ya han sido editados. Los estudios sobre esta homilía, con ocasión del Centenario de San Josemaría han sido numerosos. Aludiré tan sólo a la conferencia que pronunció en abril de ese mismo año el filósofo y teólogo de la Universidad de Lovaina André Léonard, actualmente Obispo de Namur. Lo que ha retenido la atención de Léonard y da título y cuerpo a su estudio es el «materialismo cristiano», la expresión con la que los editores franceses, como veremos enseguida, titularon la primera edición de la homilía en aquella lengua. A esos aspectos centrales señalados por los teólogos querría yo dedicar el resto de mi 18
  • 19. intervención, pero me parece que debo hacer antes una incursión por la titulación originaria del texto que analizamos. 2. El título de la homilía En efecto, una primera aproximación al mensaje de la homilía es la que ofrece la diversa titulación que se le fue dando en las distintas ediciones. Como es sabido, en la edición príncipe —la que se entregó en el campus— la homilía carecía de título en sentido propio. Tampoco incluía ladillos o títulos intermedios. Lo mismo debe decirse de las ediciones que hicieron las revistas Palabra y Nuestro Tiempo 7. Por las mismas fechas, en cambio, otras dos revistas europeas —La Table Ronde, de París, y Studi Cattolici, de Milán— ofrecieron a sus lectores traducciones adornadas con una titulación propia, por lo demás claramente intencionada: la primera, «Le matérialisme chrétien» 8; la segunda, «Amare il mondo apassionatamente» 9. Los editores de La Table Ronde se fijaron en esa expresión de la homilía, porque creyeron captar en ella assez bien el sentido total de su mensaje. Así lo dicen expresamente en una nota de redacción que antecede al texto 10. Se trata, en efecto, de una fórmula paradójica 11 y sorprendente, de lo que es bien consciente el predicador, que la escribe en cursiva. Nada, en efecto, hay a primera vista más antitético y autoexcluyente que estos dos términos: «cristianismo» y «materialismo», que sin embargo el Fundador del Opus Dei reúne y acopla, al decirnos que es lícito hablar de un «materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu» (n. 115). El horizonte espiritual y la antropología implícita en esta expresión es, sin duda, de una gran trascendencia: Josemaría Escrivá —es lo que sin duda quisieron subrayar los editores de París— estaría proponiendo una manera de entender la relación del hombre con Dios que, arrancando de lo más material (el Verbo se hizo carne) y expresándose a través de la materia de este mundo, se levanta hasta Dios. A ello hemos de volver más adelante. El editor de Milán, por su parte, presentó ese núcleo espiritual sirviéndose de otra hermosa expresión de la homilía. Está tomada del n. 118 in fine, cuando el Fundador del Opus Dei se refiere por un momento a sí mismo, diciendo que es un «sacerdote de Jesucristo, que ama apasionadamente el mundo». La Redacción de la revista dice, al presentar la homilía, que se trata de la primera traducción italiana «de un nuevo documento del espíritu, de la doctrina, del apasionado amor a las almas de Mons. Escrivá de Balaguer». Habría, sin duda, que decir que hay matices diferentes en cada una de estas expresiones: «amor a las almas» y «amor al mundo», que es la propia de la homilía. Pero, en todo caso, la titulación que emplea la revista italiana, en contraste con la francesa, va de manera directa a la actitud de espíritu desde las que brotaban las palabras de Mons. Escrivá y desde ahí se contempla el contenido doctrinal objetivo de la homilía. Subyace también en esta expresión un componente paradójico: sacerdote parece indicar al hombre de lo sacro, al testigo de lo trascendente a este mundo; y, sin embargo, aparece caracterizado ese sacerdote no por el despego del mundo, sino por lo contrario: 19
  • 20. por el amor al mundo, por un amor que califica de apasionado. Si esto es así en un sacerdote, la existencia del cristiano común ha de tener, a mayor abundamiento, esa dimensión radical: «Amar al mundo apasionadamente». La titulación de la revista italiana es la que ha prevalecido en la historia del texto: la homilía del campus fue poco después incluida con este título —y en vida de nuestro primer Gran Canciller— en el libro Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer 12, que ha tenido múltiples ediciones en numerosos idiomas. El título «Amar al mundo apasionadamente» debe considerarse como formando parte del textus receptus. Y la razón última es bien clara: fue el propio Josemaría Escrivá el que tituló así su homilía al prepararse la traducción italiana13. Ambas titulaciones señalan, como habrán visto Vds., aspectos importantísimos de la homilía. Sin embargo, a la hora de captar el núcleo doctrinal de nuestro texto, no nos dispensan, sino que nos incitan a la detenida lectura del texto. Y lo voy a hacer ahora de esta manera: no yendo directamente a los contenidos de la homilía, sino rastreando primero su estructura, el fluir de las ideas y del lenguaje que las expresa. Nuestro estudio se mueve, pues, en el interior del texto mismo, de su lenguaje y de su intencionalidad. Pasemos, pues, del título al texto, para avanzar así en nuestra lectura. 3. El mensaje de la homilía Ante todo un breve esquema de la homilía, que a la vez puede servir como guía de lectura: 1. Punto de partida: introducción eucarística (nn. 113) 2. Desarrollo de la homilía: a) línea ascendente (nn. 113-115); tres tesis: Tesis 1.ª —La vida ordinaria en medio del mundo —de este mundo, no de otro— es el verdadero lugar de la existencia secular cristiana (nn. 113). Tesis 2.ª —Las situaciones que parecen más vulgares, arrancando desde la materia misma, son metafísica y teológicamente valiosas: son el medio y la ocasión de nuestro encuentro continuo con el Señor (nn. 113-114). Tesis 3.ª —No hay dos vidas, una para la relación con Dios; otra, distinta y separada, para la realidad secular; sino una única, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser santa y llena de Dios (nn. 114-115). b) la cumbre: «vivir santamente la vida ordinaria» (nn. 116). c) línea descendente (nn. 116-122); tres temas: —«vuestra actuación como ciudadanos en la vida civil» (nn. 116-118). —excursus sobre los Amigos de la Universidad de Navarra (nn. 118-120). —«el amor humano, el amor limpio entre un hombre y una mujer» (nn. 121-122). 3. Conclusión: tránsito a la profesión de Fe y a la Eucaristía, misterio de Fe y de Amor (nn. 123). Debemos decir ante todo que se trata de eso, de una homilía, y que el predicador concibe, por tanto, su servicio como un anuncio de los magnalia Dei, que van a tener su 20
  • 21. momento culminante —dice— «en esta impresionante Eucaristía que hoy celebramos en el campus de la Universidad de Navarra» (n. 113). En el seno de ese caminar litúrgico hacia el Cuerpo y la Sangre de Cristo, Josemaría Escrivá irá entretejiendo el cuerpo de su homilía sin perder en ningún momento el marco eucarístico. Esta intencionalidad de todo el discurso se hará especialmente vibrante en las palabras finales, cuando llame a los fieles a la fe: «Fe viva en estos momentos —decía—, porque nos acercamos al mysterium fidei (1 Tim 3, 9), a la Sagrada Eucaristía; porque vamos a participar en esta Pascua del Señor, que resume y realiza las misericordias de Dios con los hombres» (n. 123). El cuerpo de la homilía arranca precisamente de la «significación escatológica» del sagrado Misterio. Pues bien, la secuencia expositiva de ese cuerpo doctrinal, también desde el punto de vista del fluir de las ideas, se nos aparece como la escalada de un monte: tiene un desarrollo que es, primero, ascendente; después, «se hace cumbre» y se contempla el paisaje; luego, el descenso por otra ladera. El predicador va razonando y proponiendo su mensaje de manera que, al terminar el párrafo 116, puede considerarse terminada también la ascensión: está ya adquirido lo esencial del patrimonio de doctrina que quiere inculcar a los fieles. Poco antes había dicho que lo que acababa de exponer era «doctrina de la Sagrada Escritura, que se encuentra —como sabéis— en el núcleo mismo del espíritu del Opus Dei» (n. 116). Es ése el momento en que se divisa plenamente el paisaje. Estamos en la cumbre: «En la línea del horizonte, hijos míos, parecen unirse el cielo y la tierra. Pero no, donde de verdad se juntan es en vuestros corazones, cuando vivís santamente la vida ordinaria...» (n. 116). El texto impreso señala aquí unos puntos suspensivos. La pausa que hizo el predicador en la lectura los reflejó con toda exactitud. El párrafo inmediato se inicia con una pausada repetición: «Vivir santamente la vida ordinaria, acabo de deciros. Y con esas palabras me refiero a todo el programa de vuestro quehacer cristiano» (n. 116). Ahí comienza, en efecto, el descenso: desde ahí San Josemaría irá desgranando las consecuencias prácticas de la doctrina espiritual hasta entonces elaborada, en dos etapas principales: la primera, «vuestra actuación como ciudadanos en la vida civil» (comprende los nn. 116 a 118), y la segunda, «el amor humano, el amor limpio entre un hombre y una mujer» (nn. 121 y 122); entre ambas se sitúa un interesante excursus, sobre diversas cuestiones doctrinales relacionadas con el momento histórico concreto (libertad ciudadana, carácter secular de la Universidad de Navarra y de las obras apostólicas del Opus Dei; nn. 118 a 120). Ese descenso es también lineal hasta llegar al encuentro con Cristo en la Eucaristía, con el que terminó su predicación. Pero, para captar mejor el mensaje, volvamos a la frase que se repite en la «cumbre» —en ese tránsito de los párrafos 116—, porque ella es la que designa el tema de la homilía y la zona más central de su mensaje, su contenido más radical: «vivir santamente la vida ordinaria». Con esa expresión quiere referirse el autor, según sus propias palabras, a 21
  • 22. «todo el programa de vuestro quehacer cristiano». Eso es, pues, lo que Josemaría Escrivá quiso exponer en la homilía del campus: qué es la santificación de la vida normal y corriente de un hombre o de una mujer cristianos, de la vida ordinaria. El análisis literario del texto muestra que, efectivamente, esa expresión es la dominante a lo largo de toda la homilía, constituyendo como su eje doctrinal. Por eso, no será inútil hacer el elenco de los pasajes en que aparece 14, pues son todos de una gran densidad. En la que hemos llamado «fase ascendente», y antes de llegar al citado tránsito 116, encontramos la expresión en dos lugares. El primero se encuentra después de la descripción de los elementos de aquel templo singular, que era en aquellos momentos el campus de la Universidad. Decía el predicador: «¿No os confirma esta enumeración, de una forma plástica e inolvidable, que es la ‘vida ordinaria’ el verdadero lugar de nuestra existencia cristiana?» (n. 113). El segundo ofrece esta tajante formulación: «No hay otro camino, hijos míos: o sabemos encontrar en nuestra ‘vida ordinaria’ al Señor, o no lo encontraremos nunca» (n. 114). En la «cumbre» (n. 116) acuña, como hemos visto, la expresión ‘vivir santamente la vida ordinaria’, que adquirirá un sentido técnico en el resto de la homilía. En el «descenso» aparece la expresión en contextos muy notables. Especialmente relevante el primero: «Se ve claro que, en este terreno como en todos [está hablando de la actuación social y política de los cristianos], no podríais realizar ese programa de ‘vivir santamente la vida ordinaria’, si no gozarais de toda la libertad, etc.» (n. 117). Josemaría Escrivá nos ofrece aquí, como vemos, una fórmula aún más acabada para captar el contenido esencial de su homilía y vuelve a usar por segunda vez el término «programa» —en esta ocasión más en el sentido de «proyecto»— para referirse a ese «vivir santamente la vida ordinaria» que está predicando a los fieles. El segundo pasaje sirve para introducir otra dimensión importante de ese «programa»: «Y ahora, hijos e hijas, dejadme que me detenga en otro aspecto — particularmente entrañable— de la ‘vida ordinaria’. Me refiero al amor humano, al amor limpio entre un hombre y una mujer» (n. 121). La conclusión de una homilía es, pastoralmente, el momento en que se subraya e intensifica, cara al Misterio, lo que ha sido el mensaje del predicador. Por eso no es de extrañar que en ese breve espacio, que los liturgistas llaman «paso al rito», aparezcan los tres últimos pasajes que nos interesan. El primero de ellos es el inicio mismo de la conclusión: «Debo terminar ya, hijos míos. Os dije al comienzo que mi palabra querría anunciaros algo de la grandeza y de la misericordia de Dios. Pienso haberlo cumplido, al hablaros de ‘vivir santamente la vida ordinaria’: porque una vida santa 22
  • 23. en medio de la realidad secular —sin ruido, con sencillez, con veracidad—, ¿no es hoy acaso la manifestación más conmovedora de las magnalia Dei (Eccli 18, 4), de esas portentosas misericordias que Dios ha ejercido siempre, y no deja de ejercer, para salvar al mundo?» (n. 123). Es evidente que aquí es el mismo autor de la homilía el que nos dice cuál ha sido el tema de su predicación: «vivir santamente la vida ordinaria». Interesante subrayar que San Josemaría estimaba que predicar y difundir este «programa» es hoy —son sus palabras— la forma más conmovedora de anunciar la grandeza y la misericordia de Dios. Poco después el predicador comenzaba su vibrante llamada a la fe, con la que acabará la homilía, porque «sin la fe [decía], falta el fundamento mismo para ‘la santificación de la vida ordinaria’» (n. 123). Las últimas palabras, ya ante el Misterio inminente, son éstas: «Fe, finalmente, hijas e hijos queridísimos, para demostrar al mundo que todo esto no son ceremonias y palabras, sino una realidad divina, al presentar a los hombres el testimonio de ‘una vida ordinaria santificada’, en el Nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo y de Santa María» (n. 123). Nuestras consideraciones sobre la estructura del texto nos han llevado a esta conclusión. Según Josemaría Escrivá, el objetivo de su homilía era exponer los rasgos fundamentales de lo que es la vida ordinaria santificada de un hombre o de una mujer cristianos. Un título de la homilía no paradójico, sino temático, pero tomado también de las expresiones mismas del predicador, sería, pues, el que hemos visto: «Vivir santamente la vida ordinaria». O también esta otra fórmula, perfecta, que acabamos de encontrar en la conclusión de la homilía y que hemos elegido como título de nuestro análisis: «Una vida santa en medio de la realidad secular». Tras la sencillez de estos títulos y de este tema, el Fundador de la Universidad de Navarra estaba proponiendo en realidad, en sus rasgos hondos, lo que podríamos llamar, ya con nuestras palabras, su «teología de la secularidad cristiana». Es decir, en la homilía del campus se encuentra una comprensión de la Revelación divina y de la misión de la Iglesia —y, por tanto, del cristiano—, en la que la tarea histórica del hombre, en sus grandes y en sus más pequeñas realizaciones terrenas, aparece plenamente redimida, asumida e integrada en la dinámica de la salvación. Esa comprensión se construye y se manifiesta, sobre todo, como es lógico, en lo que he llamado «línea ascendente» de la homilía. La «línea descendente» será obtener consecuencias y explicitar y hacer entender en la práctica lo ya fundamentalmente adquirido en el ascenso 15. A esa comprensión se dedican las páginas que siguen. 4. Tres tesis sobre la secularidad cristiana El Fundador del Opus Dei construyó su homilía como una reflexión en torno al doble binomio espíritu / materia y espiritualismo / materialismo. Sobre él va a sentar las que 23
  • 24. nos parecen ser las tres tesis fundamentales de su discurso. En ellas se condensa su mensaje. Las formulo con mis propias palabras, que siguen muy de cerca las del predicador. Veámoslas. a. Sobre el «lugar» de la existencia cristiana (Tesis 1ª) La tesis primera podríamos formularla así: La vida ordinaria en medio del mundo —de este mundo, no de otro— es el verdadero lugar de la existencia secular cristiana. El punto de partida de todo su discurso fue, como Vds. recuerdan, la descalificación de los falsos espiritualismos, es decir, de una falsa noción de lo espiritual. Quería Josemaría Escrivá salir al paso de un equívoco que ha comportado graves consecuencias históricas: la existencia cristiana entendida «como algo solamente espiritual —espiritualista, quiero decir—, propio de gentes puras, extraordinarias, que no se mezclan con las cosas despreciables de este mundo, o, a lo más, que las toleran como algo necesariamente yuxtapuesto al espíritu, mientras vivimos aquí» (n. 113). Según el Fundador del Opus Dei, para esta concepción del hombre «el templo se convierte en el lugar por antonomasia de la vida cristiana». La consecuencia es clara: «ser cristiano es, entonces, ir al templo, participar en sagradas ceremonias, incrustarse en una sociología eclesiástica, en una especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino» (n. 113). Ya se perfilan aquí las antinomias espíritu / materia, mundo eclesiástico / mundo común, templo / vida ordinaria, etc., que son características del «monismo» espiritualista. La descalificación teológica y pastoral de estas actitudes tiene en la homilía una desusada solemnidad y es previa a toda argumentación: «En esta mañana de octubre, mientras nos disponemos a adentrarnos en el memorial de la Pascua del Señor, respondemos sencillamente que no a esa visión deformada del Cristianismo» (n. 113). El argumento en que va a apoyar la «tesis» —que claramente entiende compartida por aquella inmensa asamblea— no es deductivo, sino existencial. Remite a los oyentes a que consideren la experiencia cristiana que están viviendo en aquella liturgia: «Reflexionad por un momento en el marco de nuestra Eucaristía: nos encontramos en un templo singular». Y el predicador va nombrando lo que teníamos ante nuestros ojos: el campus, las Facultades universitarias, la maquinaria que levantaba los nuevos edificios, la Biblioteca, el cielo de Navarra... A partir de ahí, el Fundador del Opus Dei llega a ese primer punto de condensación de su discurso que hemos llamado primera tesis: La vida ordinaria, verdadero lugar de la existencia secular cristiana. Esta sencilla afirmación, que será glosada y explicada de las formas más diversas a lo largo de la homilía, contiene in nuce toda su teología de la secularidad. 24
  • 25. Permítanme una palabra sobre el lugar de la existencia cristiana. Lugar tiene aquí, como en otros escritos del Fundador del Opus Dei, un sentido técnico: es una categoría antropológica y teológica, que le sirve para señalar las coordenadas históricas del encuentro con Cristo y, por tanto, de la existencia humana concreta. Pues bien, lo que Josemaría Escrivá nos estaba diciendo en el campus es que el lugar no es el «templo» — entendido como «fenómeno» de la sociología eclesiástica—, sino «la vida ordinaria», en su acontecer personal y plurivalente, que el propio predicador desglosa así: «allí donde están vuestros hermanos los hombres, allí donde están vuestras aspiraciones, vuestro trabajo, vuestros amores, allí está el sitio de vuestro encuentro cotidiano con Cristo» (n. 113). Al plantear así las cosas, Josemaría Escrivá ha puesto a la persona humana, es decir, al hombre de carne y hueso, con su vida de cada día, en el centro de la vida y de la misión de la Iglesia. Este desplazamiento del templo al mundo, es el que ya tenía presente San Agustín, cuando decía, predicando precisamente en un templo: «La casa de nuestras oraciones es ésta, la casa de Dios somos nosotros mismos» 16. Estamos ante el tema del templo de piedras vivas, que se encuentra en la primera Carta de San Pedro y domina la liturgia de la dedicación de los templos. Es éste el horizonte que señalará Juan Pablo II, ya desde la Redemptor hominis, cuando diga una vez y otra que «el hombre es el camino de la Iglesia» 17. San Agustín concluía: «Si la casa de Dios somos nosotros mismos, eso quiere decir que estamos siendo edificados en el tiempo histórico para ser dedicados en la consumación final» 18. El resto de la «línea ascendente» de nuestra homilía es una explicación de cómo se va fabricando en este mundo ese templo de piedras vivas que será consagrado en la escatología. b. Sobre el valor y la dignidad de la «materia» (Tesis 2ª) Llegados a este punto, nos sale al paso la segunda tesis, que podemos formular así: Las situaciones que parecen más vulgares, arrancando desde la materia misma, son metafísica y teológicamente valiosas: son el medio y la ocasión de nuestro encuentro continuo con el Señor. En efecto, San Josemaría avanza en su exposición mostrando, ahora positivamente, lo que los espiritualismos ignoran o niegan: el valor de la materia. Esta segunda parte de la ascensión, desde el punto de vista del vocabulario, se inicia en las últimas líneas del n. 113: «Es, en medio de las cosas más materiales de la tierra, donde debemos santificarnos, sirviendo a Dios y a todos los hombres». Aquí encontramos por vez primera en la homilía una alusión a la «materia», que reaparecerá abundantemente en la sección. Ahora la idea central es que esa vida ordinaria, de la que venía hablando en los párrafos precedentes, ese lugar de la existencia cristiana, comprende en su seno también 25
  • 26. las realidades materiales y sólo se acaba de entender desde la estimación positiva de la materia. Esa positiva estimación es el presupuesto metafísico y antropológico de la teología de la secularidad cristiana que el Gran Canciller iba desgranando en el campus. No puede, pues, extrañarnos la desusada intensidad con que, dentro de la brevedad de la homilía, se detuvo a tratar este punto. Siguiendo su habitual manera de afrontar el tema, fundamentó su tesis en el relato bíblico de la Creación del mundo en su realidad material y espiritual: «Yaveh lo miró y vio que era bueno» (n. 114). El hombre está hecho de materia y espíritu y Dios lo ha puesto a vivir en medio de las realidades materiales. En el contexto de esta sección segunda aparece un término y un concepto —«desencarnación»— que ilumina la intencionalidad de todo el discurso. En realidad es otra manera de nombrar a los falsos espiritualismos. Lo que Mons. Escrivá tiene contra estas antropologías no es, claro está, su estimación positiva de la realidades espirituales, sino, como ya he dicho, su tendencia monista a la hora de mirar al hombre. Con sus propias palabras: «El auténtico sentido cristiano —que profesa la resurrección de toda carne— se enfrentó siempre, como es lógico, con la desencarnación, sin temor a ser juzgado de materialismo» (n. 115). «Desencarnación»: ésta es la palabra y éste es el concepto. Desde este enfoque de la vida, perfección del hombre, unión con Dios, santidad, etc. vendrían entendidos como «superación» de la carne, del cuerpo, de la materia y de lo que esa realidad material comporta. Josemaría Escrivá afirmó en el campus de Navarra todo lo contrario. Es éste, para él, podríamos decir, sirviéndonos de una vieja expresión, articulus stantis et cadentis hominis christiani; es decir, algo que, si se da, se mantiene firme la existencia cristiana; si no se da, el cristianismo del hombre cristiano se derrumba. La «desencarnación» deforma, es cierto, toda concepción cristiana del hombre, pero en lo relativo a teología cristiana de la secularidad no es ya que la dificulte, sino que elimina radicalmente todo posible acceso a ella. De ahí la fórmula paradójica y pedagógica: «Es lícito, por tanto, hablar de un materialismo cristiano, que se opone audazmente a los materialismos cerrados al espíritu» (n. 115). Ya se ve lo que esto significa para Escrivá: una afirmación de la doctrina bíblica y patrística tradicional —el hombre compuesto de alma y cuerpo, de espíritu y materia—, pero poniendo argumentativamente el acento en la realidad material, ignorada o negada por los espiritualismos. Materia, pues, abierta al espíritu, en contraste con las diversas formas de materialismo monista, que denunció la Const. Gaudium et Spes, y que San Josemaría llama aquí «los materialismos cerrados al espíritu». Es cierto que podría haberse dicho lo mismo invirtiendo los términos y hablando de un «espiritualismo cristiano» que estaría en contraste con los «espiritualismos cerrados a la materia»: el hombre vendría aquí entendido no como un ángel sino como un espíritu encarnado y por tanto «abierto a la materia». Pero este enfoque quitaría toda su fuerza a la intentio docendi del texto, toda ella tan próxima a la expresión «materialismo cristiano». Procede esta doctrina de la enseñanza de San Pablo acerca del hombre, abundantemente citada en la homilía, pero que tendrá un momento especialmente 26
  • 27. revelador en la «línea descendente» cuando, hablando del amor humano, diga a los fieles: «La oración contemplativa surgirá en vosotros cada vez que meditéis en esta realidad impresionante: algo tan material como mi cuerpo ha sido elegido por el Espíritu Santo para establecer su morada..., ya no me pertenezco..., mi cuerpo y mi alma —mi ser entero— son de Dios...» (n. 121). Este pasaje ilumina nuestro tema. Como en San Pablo, la homilía del campus considera al hombre en su totalidad, pero arrancando desde abajo, desde lo más humilde, desde el cuerpo, desde lo material, que no se «yuxtapone» al espíritu, sino que es —el cuerpo, y no sólo el espíritu— «templo del Espíritu Santo». El tema de la «materia» es tan central en la homilía que nuestro Gran Canciller estimó que debía ofrecer a los fieles una fundamentación no sólo «teológica» —desde el Génesis, como vimos—, sino sobre todo cristológica. Lo que él está proponiendo a los fieles, viene a decirnos, es pura coherencia con la lex incarnationis que preside la economía de la gracia. Pero no se detiene en la Cristología propiamente tal, que da por conocida, sino que avanza hacia los signos sacramentales que la manifiestan, «huellas de la Encarnación del Verbo, como afirmaron los antiguos» (n. 115), lo que le permite considerar de nuevo el sentido de la Eucaristía. «¿Qué son los sacramentos [...] sino la más clara manifestación de este camino, que Dios ha elegido para santificarnos y llevarnos al Cielo? ¿No veis que cada sacramento es el amor de Dios, con toda su fuerza creadora y redentora, que se nos da sirviéndose de medios materiales? ¿Qué es esta Eucaristía —ya inminente— sino el Cuerpo y la Sangre adorables de nuestro Redentor, que se nos ofrece a través de la humilde materia de este mundo —vino y pan—, a través de los elementos de la naturaleza, cultivados por el hombre, como el último Concilio Ecuménico ha querido recordar?» (n. 115) 19. Cristo, pues, al hacerse hombre, más aún, como dice San Juan, al hacerse carne; y como consecuencia, toda la economía sacramental, que asume la materia al servicio de la Redención; Cristo y la economía divina, digo, revelan y fundamentan, según San Josemaría Escrivá, la doctrina de la secularidad cristiana. De ahí que el Gran Canciller de la Universidad manifestara ante los fieles una sorprendente tarea, de la que ellos eran responsables: «Por eso puedo deciros que necesita nuestra época devolver —a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares— su noble y original sentido, ponerlas al servicio del Reino de Dios, espiritualizarlas, haciendo de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo» (n. 114). En esta inesperada misión se funden los dos planos de la economía divina: el originario de la Creación y el nuevo plano de la Redención por Jesucristo. De esta fórmula procede, como habrán observado Vds., la que hemos llamado segunda gran tesis de la homilía. Consideremos ahora la materia como en la tesis primera hicimos con el lugar. «Materia», en el lenguaje de nuestra homilía, es un término utilizado para nombrar, 27
  • 28. desde su dimensión más humilde —desde la ignobilior pars—, toda la gama de lo «ordinario», la totalidad de lo «corriente», que debe ser santificada y llevada hasta Dios. Es, en efecto, un lenguaje que desde sus bases metafísicas se abre e incluye las realidades antropológicas. De ahí que las fórmulas sean normalmente enumerativas: «Dios os llama a servirle en y desde las tareas civiles, materiales, seculares de la vida humana» (n. 114), «a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales» (n. 114), hay que devolver «a la materia y a las situaciones que parecen más vulgares su noble original sentido» (n. 114). En resumen: la posición metafísica y teológica de la «materia», en el discurso de Josemaría Escrivá, es ésta: comparte con el espíritu un mismo destino —el destino del hombre— y su dignidad —la dignidad de la materia— radica precisamente en su relación con el espíritu, en su capacidad de servir al espíritu y de ser penetrada por él, encontrando en ese servicio su plenitud. La tarea de recuperar el «noble y original sentido» de las realidades materiales viene descrita por el Fundador del Opus Dei precisamente con esta expresión: «espiritualizarlas»; no, ciertamente, en el sentido de los espiritualismos, que se avergüenzan de lo material, sino en este otro bien preciso: hacerlas participar con el espíritu en el destino del hombre. O lo que es lo mismo en términos soteriológicos: hacer «de ellas medio y ocasión de nuestro encuentro continuo con Jesucristo» (n. 114). Para la comprensión de esta segunda tesis hemos de reparar en que San Josemaría tenía siempre en el fondo de su exposición esa gran ley de la economía salvífica, que podríamos formular así: en la vida cristiana, todo es, a la vez, don y tarea, indicativo e imperativo, regalo divino y responsabilidad humana. El aspecto «tarea» es el formalmente subrayado en el párrafo que acabo de transcribir. Pero ese imperativo es posible y tiene sentido porque la realidad misma que buscamos nos ha sido dada por Dios: en la economía de la gracia, el imperativo se basa siempre en el indicativo. Dicho de otra manera: la tarea de buscar a Cristo sólo es posible porque Él, graciosamente, se nos ha dado y se nos da: «Yo estaré con vosotros hasta la consumación de los siglos» (Mt 26, 28). Volviendo a nuestro discurso: el esfuerzo que San Josemaría nos pide para hacer de la materia «medio y ocasión» del encuentro con Cristo se basa en que el Señor ¡está allí!: «en todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día» (n. 114). El don y la tarea se recubren hermosamente en esta fórmula: «hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir» (n. 114). «Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios» (n. 116). Aquí el don y la misión aparecen fundidos en la vida real del cristiano, cuyo vivir en medio de las realidades seculares comienza a ser ya «una vida escondida con Cristo en Dios» (Col 3, 3). Pero con esta afirmación casi invadimos el campo de la tercera tesis. 28
  • 29. c. Sobre la «unidad de vida» del cristiano (Tesis 3ª) No hay dos vidas, una para la relación con Dios; otra, distinta y separada, para la realidad secular; sino una única, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser santa y llena de Dios. La articulación de las dos tesis precedentes es ésta: si la vida ordinaria es el lugar de la existencia cristiana (tesis 1ª), esto es así porque la materia y lo que parece más vulgar han pasado a ser, en el orden de la gracia, medio y ocasión del encuentro con Cristo (tesis 2ª). Pues bien, de esas dos tesis Josemaría Escrivá concluye esta tercera, con la que me parece que avanza de manera resolutiva hacia la cumbre. El concepto y la expresión «unidad de vida» son característicos de la doctrina espiritual de San Josemaría y pueden encontrarse analizados en la bibliografía que se ha ocupado del tema 20. Ahora nos interesa solamente comprender esta doctrina desde la dinámica interna de la homilía y, por tanto, en su íntima conexión con las dos tesis precedentes. Nuestro Gran Canciller contempla aquí el gran desafío que ofrece el horizonte espiritual contemporáneo: la separación entre fe y vida, que ya el Concilio Vaticano II 21 calificó como uno de los errores más graves de nuestra época, y que el Fundador del Opus Dei trataba ya de explicar —nos dice— «a aquellos universitarios y a aquellos obreros, que venían junto a mí por los años treinta». La tesis sobre la «unidad de vida», como las otras dos que la preceden, tiene en nuestra homilía su contexto inmediato también en el análisis del falso espiritualismo. El Fundador del Opus Dei viene a decirnos que, a partir estos espiritualismos —que veía tan extendidos entre los cristianos—, caben dos «soluciones» al problema. La primera, que Escrivá describe al principio de la homilía, es la formalmente «espiritualista»: la unidad de la vida se busca en la «sociología del templo», en el sentido de la expresión a que antes nos hemos referido. Este enfoque renuncia de facto a una proyección salvífica sobre la historia humana, y se refugia en la precaria unidad que ofrece esa «especie de mundo segregado, que se presenta a sí mismo como la antesala del cielo, mientras el mundo común recorre su propio camino» (n. 113). Por otra parte están los que han recibido una «formación» cristiana planteada desde el espiritualismo, pero que viven y quieren seguir viviendo en el «mundo común». De estos cristianos es de los que se ocupa Escrivá en los pasajes de la homilía que ahora consideramos. Son los hombres y las mujeres que, al no plegarse sin más a la tesis espiritualista, se ven como obligados a una doble vida: «la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas» (n. 114). El diagnóstico de la situación viene formulado con el nombre de una grave enfermedad, bien conocida por los psiquiatras: «esquizofrenia». Se ha provocado en grandes sectores de los fieles cristianos una especie de esquizofrenia espiritual, ante la que San Josemaría reaccionó con fuerza inolvidable. El pasaje merece ser reproducido en su tenor literal: «¡Que no, hijos míos! Que no puede haber una doble vida, que no podemos ser 29
  • 30. como esquizofrénicos, si queremos ser cristianos: que hay una única vida, hecha de carne y espíritu, y ésa es la que tiene que ser —en el alma y en el cuerpo— santa y llena de Dios: a ese Dios invisible, lo encontramos en las cosas más visibles y materiales» (n. 114). Con estas expresiones, el Gran Canciller de la Universidad de Navarra afirmaba la tercera tesis en su contenido positivo: no se limita, en efecto, a señalar la esquizofrenia, es decir, las dos formas de doble vida (la formalmente espiritualista y la derivada), sino que afirma además dónde está la «salud espiritual», que él llama «unidad de vida». Pero esa «unidad de vida» no adviene al cristiano a través de complicadas operaciones en zonas recónditas del espíritu, sino viviendo la vida corriente, esa vida del «mundo común», infravalorada por la postura espiritualista. Para nuestro Fundador hay una «única vida» y el acento está puesto, como no era menos de esperar a partir de las otras dos tesis, en que lo que unifica esa vida es el encuentro con el Dios invisible en cuanto que acontece en las cosas más visibles y materiales: «En todo el inmenso panorama del trabajo, Dios nos espera cada día» (n. 114). Quizá la fórmula más acabada para describir esta dinámica unificante de la vida sea ésta, que viene a continuación: «Sabedlo bien: hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir». Aquí está, tal vez, el punto culminante de la tercera tesis: la unidad entre la vida de relación con Dios y la vida cotidiana —trabajo, profesión, familia— no viene desde fuera, sino que se da en el seno mismo de esta última, porque aquí, en la vida común y corriente es donde se da ese algo santo, que cada uno debe encontrar. 5. El sentido de un mensaje La doctrina que Josemaría Escrivá expuso en el campus de la Universidad de Navarra —así lo dijo allí— está «en el núcleo mismo del espíritu del Opus Dei» (n. 116). Por tanto, no era nueva: era la que venía predicando desde el 2 de octubre de 1928, cuando el Señor le hizo «ver» la Obra 22. En aquel octubre del 67 la vuelve a exponer para que los oyentes la comprendan —dice— «con una nueva claridad» (n. 114). Juan Pablo II lo dijo con ocasión de la canonización de nuestro primer Gran Canciller: «San Josemaría fue elegido por el Señor para anunciar la llamada universal a la santidad y para indicar que la vida cotidiana, las actividades comunes, son camino de santificación. De él se podría decir que fue el santo de lo ordinario» 23. Eso es, efectivamente, lo que hizo San Josemaría en el campus de Pamplona. Doctrina, ésta, por lo demás, no sólo originaria, sino constantemente enseñada, como aparece subrayado en la alusión al «repetido martilleo» con que había predicado siempre «que la vocación cristiana consiste en hacer endecasílabos de la prosa de cada día» (n. 116). Esto es evidentemente así. Pero Josemaría Escrivá nunca entendió ese mensaje espiritual, que Dios le inspiró con fuerza imborrable, como una especie de aerolito que 30
  • 31. se incrusta inmóvil en la tierra, sino como una semilla que crece fecundada por la gracia de Dios. Por eso, el mensaje del 2 de octubre del 28 fue siempre profundizado por el Fundador a lo largo de toda su vida. Y lo iba siendo por el camino que viene testificado por la vida de la Iglesia y, sobre todo, por la vida de los santos. Josemaría Escrivá, en efecto, ahondó en el mensaje del 2 de octubre a través de las luces ulteriores —con alguna frecuencia de carácter extraordinario 24— que Dios le concedió, y de manera más ordinaria, a través de una constante reflexión sobre el mensaje mismo, realizada en el contexto de su experiencia espiritual e histórica: los acontecimientos de la vida de la Iglesia y de la Obra y, en general, de la historia humana, tal como los percibía, le brindaban la materia indispensable para el ejercicio de su responsabilidad, también de su responsabilidad ante el tesoro que Dios había puesto en sus manos. Cuando Josemaría Escrivá predicó al aire libre en el campus de nuestra Universidad, estaba casi recién acabado el Concilio Vaticano II. La Constitución Lumen Gentium había proclamado, con una solemnidad sin precedentes, la llamada universal de los cristianos a la santidad; por su parte, la Constitución Gaudium et Spes había subrayado la bondad originaria del mundo y el valor del trabajo humano a la hora de comprender las relaciones del mundo con la Iglesia. Dos temas, el de ambas Constituciones conciliares, que estaban ya en el centro del mensaje del 2 de octubre de 1928 y que en los años que siguen a la fundación del Opus Dei apenas si eran comprendidos por unos pocos. Este era el contexto eclesial inmediato de nuestra homilía: lo que había provocado en los años treinta y cuarenta del pasado siglo —entonces no tan lejanos— sospechas, incomprensiones, e incluso acusaciones de desviación doctrinal y herejía, era ahora doctrina conciliar. A mi parecer, este respaldo del Concilio Vaticano II y el clima de Gaudium et Spes ayudan a comprender el lenguaje y el estilo argumentativo con que el Fundador del Opus Dei abordó en esta ocasión la temática tantas veces predicada. Ese respaldo le permitía expresarse con un lenguaje teológicamente incisivo, casi polémico, que subraya las antítesis, lo que le confiere una fuerza pedagógica extraordinaria, que facilitaba que la doctrina quedara firmemente grabada en los oyentes. Por otra parte, aquel octubre de 1967 está a un paso ya del evento cultural conocido como «mayo del 68», en el que se juntaron un cúmulo de utopías y de desencantos. El curso académico 1967-68 fue un curso inolvidable. En el orden de la vida eclesial están ya dándose, de manera creciente, las manifestaciones de una interpretación secularista — así la llamó Pablo VI— del Concilio Vaticano II, con la tremenda crisis que provocó: primero, en el ámbito de las Ordenes y Congregaciones religiosas y, desde ahí, en el clero secular; derivadamente, en la vida del entero Pueblo de Dios. Fue Louis Bouyer el que diagnosticó, a mi entender de forma certera, esta secuencia 25. Era la época en que resonaba en los ámbitos eclesiásticos de toda Europa la teología anglosajona de la secularización. Era la época en que el Honest to God de John A.T. Robinson divulgaba esta radical secularización del Cristianismo, que dejaba sin respiración a significativos sectores del clero y preparaba el éxodo en los seminarios españoles26, y en que la revista Time dedicaba su Cover Story a la «teología de la muerte de Dios»27. Era ésta, a la vez, la época del dominio marxista en las universidades europeas y del diálogo con el marxismo 31
  • 32. como único horizonte intelectual digno de los cristianos... Si traigo a colación estos recuerdos históricos, es porque son el contexto de lo que oímos en el campus aquella mañana de octubre y, sin ellos, se pasa sobrevolando el humus cultural y teológico de aquel mensaje. El Gran Canciller de la Universidad de Navarra, predicando en su Universidad y en contra de lo que podría esperarse, no situó dialécticamente su homilía «frente a» esas falsas teologías de la secularización, sino que su palabra se movió críticamente —ya lo he apuntado— frente a posiciones de signo opuesto: en concreto, frente a una «tradicional» deformación de lo cristiano que podríamos calificar de clerical, sacralizante y falsamente piadosa. Fue desde esta posición dialéctica como San Josemaría anunció la novedad del Evangelio. Ofreció en aquella memorable Asamblea de Amigos de la Universidad de Navarra no un ataque al secularismo sino una profunda óptica cristiana para la comprensión de la secularidad. Perspectiva, ésta, llena de amor y fidelidad a la Iglesia, que superaba radicalmente, sin nombrarlos, tirando por elevación, los planteamientos de una falsa secularización. 6. Cuarenta años después Han pasado 40 años desde aquel evento. Las circunstancias contextuales a las que acabo de aludir, que bajo otros aspectos han sufrido tan profundos cambios en estos ocho lustros, no han hecho sino redoblar, a veces de manera devastadora, la presión secularista sobre las propuestas y los valores cristianos. Las graves consecuencias en el orden de la cultura, de la familia, de la vida social y, en general, a la hora del respeto a la vida humana bien las conocen Vds., que las sufren en su carne y en la de sus seres más queridos. Por eso parece inevitable esta pregunta: ¿Cómo habría planteado hoy San Josemaría la homilía del campus? ¿Se habría dejado impresionar ante el oleaje «globalizante» de la descristianización? ¿Habría, en consecuencia, «reconsiderado» su «estrategia», buscando ahora no tanto la plena inserción de los cristianos en el mundo sino «espacios sagrados» en los que pudieran ejercitar una especie de «derecho de asilo»? ¿Habría mirado el templo con otros ojos, viendo en él el baluarte protector desde el que instalarse y hacer desde allí «incursiones» al mundo común para «salvar almas»? Ya se dan cuenta de que, en rigor, estoy planteando un futurible y por tanto algo que en sentido propio no tiene respuesta. Cada uno puede hacerse su composición de lugar. Yo, personalmente, les diré lo que pienso. Y lo que pienso es que San Josemaría no hubiera tocado una coma en el texto de su homilía, que por algo la trajo escrita de la primera a la última palabra. Toda la investigación y el estudio del pensamiento de Josemaría Escrivá que, como les decía a Vds., se ha multiplicado con ocasión de su Centenario y de su Canonización, ve en esta homilía un texto profético para el mundo de este tercer milenio, el mundo del Duc in altum. Pero no podemos olvidar algo que me parece de la máxima importancia en nuestro análisis, y es que la homilía del campus, en su datación histórica, presupone la catequesis cristiana. Quiero decir que el discurso de San Josemaría en aquella ocasión apuntaba a fundar la secularidad de la vida cristiana partiendo de la base de que su auditorio tenía 32
  • 33. asumidos los conceptos radicales de la identidad cristiana. Por eso, no se ve en la necesidad de hablar del Bautismo, fuente de la identidad del hombre en la Iglesia y, por tanto, de la vida que ha de ser vivida en esa secularidad que Josemaría Escrivá quiere hacer comprender. Y es que el Bautismo, los dones de la gracia, los sacramentos: todas estas realidades constitutivas del ser de la Iglesia y de lo cristiano son el presupuesto, continuamente subyacente en la homilía, de todo el discurso sobre la secularidad cristiana. La manera que el Fundador del Opus Dei tiene de hacer gravitar en el campus estas realidades fundantes es, como hemos visto, el marco eucarístico en que se mueve la homilía. La Eucaristía, que es —como él mismo dijo— el centro y la raíz de todo en la Iglesia y en el cristiano, es el permanente punto de referencia de todas las reflexiones que en este texto se contienen. Esto que digo es importante para comprender la doctrina sobre la «unidad de vida» que se nos ofrece en la homilía. La unificación de la vida del cristiano sólo puede venir, como es obvio, desde esa identidad cristiana de que hablamos: es decir, desde la «vida nueva» que el Bautismo y la gracia ponen en nuestras almas, de la nueva criatura en Cristo, de la filiación divina del cristiano, que, hijo de Dios en el Hijo, busca en todo momento el cumplimiento de la voluntad del Padre. Aquí, precisamente, es donde engrana el momento secular de la «unidad de vida» que el Fundador del Opus Dei ha descrito en su homilía: porque el cristiano que vive el «mundo común», sólo desde su condición de hijo de Dios —buscador de la voluntad del Padre— podrá descubrir ese algo santo y divino que está escondido en las situaciones más comunes de la vida ordinaria. La demolición de los fundamentos de la vida cristiana a la que propende la cultura contemporánea hace que hoy haya mucha gente que se declara —al menos en las encuestas— cristiana, católica, y que carece de formación básica en materia de fe. Esto es fundamental a la hora de utilizar la «homilía del campus». Sin la vida de Cristo en el alma, el mundo «material» se hace opaco e impenetrable. Dicho positivamente y con la palabra misma del predicador: «Cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios» (n. 116). Pero sólo desde Cristo y la vida de la gracia se desempeña con amor lo pequeño y el mundo común se convierte en «epifanía» de Dios. En definitiva, para entender la secularidad cristiana hay que tener fe en Jesucristo y querer vivir con arreglo a esa fe. Ese es el clima y el trasfondo de la homilía del campus. Por eso, los hombres y las mujeres de fe que viven en medio del mundo —en la secularidad cristiana— tienen como primera exigencia de esa fe y de esa secularidad hablar de Dios en los distintos ambientes seculares: hablar de Jesucristo, de su perdón y de su misericordia, de sus sacramentos. Es un deber que, en estos inicios del tercer milenio, no podemos posponer y mucho menos olvidar. El texto de la homilía del campus, con sus análisis y sus propuestas, leído hoy, muestra en efecto la extraordinaria vigencia de aquellos planteamientos. Hoy la presión a la que el oleaje secularista somete a la vida cristiana hace emerger, también en su 33
  • 34. máxima tensión, el temple humano y el formato espiritual que Dios quiere dar —y por tanto exige— a las mujeres y a los hombres de los que habla Josemaría Escrivá. La homilía del campus se movía, anticipadamente, en el clima del «Non abbiate paura!» que haría emblemático Juan Pablo II desde el inicio de su pontificado y que ha de envolver a la nueva evangelización a la que hemos sido convocados por este anciano juvenil que ha sido el Sucesor de Pedro. Precisamente en la canonización del Fundador de nuestra Universidad, Juan Pablo II puso de manifiesto, al comienzo mismo de su homilía, este rasgo fundamental de la doctrina de San Josemaría. Estas son sus palabras, que citan y glosan la homilía del campus: «No cesaba de invitar a sus hijos espirituales a invocar al Espíritu Santo para que la vida interior, es decir, la vida de relación con Dios, y la vida familiar, profesional, social, hecha de pequeñas realidades terrenas, no estuvieran separadas, sino que constituyeran una única existencia ‘santa y llena de Dios’. ‘A ese Dios invisible —escribió— lo encontramos en las cosas más visibles y materiales’ (Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, 114)» 28. Y desde ahí el Santo Padre pasa a afirmar la secularidad cristiana desde la identidad cristiana, exhortando a todos a «no tener miedo»: «Elevar el mundo hacia Dios y transformarlo desde dentro: he aquí el ideal que el Santo Fundador os indica […] Él continúa recordándoos la necesidad de no dejaros atemorizar ante una cultura materialista, que amenaza con disolver la identidad más genuina de los discípulos de Cristo» 29. Y nuestro Gran Canciller, el Prelado del Opus Dei, Mons. Javier Echevarría, sacaba a la luz, también con ocasión de la canonización, estas palabras de Álvaro del Portillo, glosando el mensaje de nuestro Fundador, y decía: «Todas las profesiones, todos los ambientes, todas las situaciones honradas […] han quedado removidas por los Ángeles de Dios, como las aguas de aquella piscina probática recordada en el Evangelio (cfr. Jn 5, 2 y ss) y han adquirido fuerza medicinal […] Hasta de las piedras más áridas e insospechadas han brotado torrentes medicinales. El trabajo humano bien terminado se ha hecho colirio para descubrir a Dios en todas las circunstancias de la vida, en todas las cosas. Y ha ocurrido precisamente en nuestro tiempo, cuando el materialismo se empeña en convertir el trabajo en un barro que ciega a los hombres, y les impide mirar a Dios» 30. La «homilía del campus» tiene una riqueza de contenidos que aquí apenas hemos podido enmarcar. En realidad nuestro análisis pretendía sólo ofrecer una guía de lectura y reflexión sobre este texto memorable y, a la vez, recordar gozosamente con vosotros, cuarenta años después, el sentido de aquel mensaje. Termino ya. Lo hago con la esperanza de que San Josemaría no encuentre demasiado inadecuadas las consideraciones que he hecho sobre la inolvidable homilía que pronunció en el campus de nuestra Universidad. 34
  • 35. * Texto de la conferencia pronunciada en el Aula Magna de la Universidad el 18 de enero de 2003 en la sesión organizada por la Asociación de Amigos de la Universidad de Navarra (ADA) [N. del Ed.]. ** La grabación sonora de la homilía del campus ha sido editada con una magnífica calidad por «Maiestas S.L.», bajo el título Amar al mundo apasionadamente, Audiolibros de Maiestas, 2006 [N. del Ed.]. 1 De esta homilía me ocupé de manera más extensa en el capítulo titulado «Vivir santamente la vida ordinaria» del libro AA.VV., Josemaría Escrivá de Balaguer y la Universidad, Prólogo de Álvaro del Portillo, Eunsa, Pamplona 1993, pp. 225-258. 2 Homilía | pronunciada por el Excmo. y Revmo. Sr. | Mons. Josemaría Escrivá de Balaguer | Gran Canciller de la Universidad de Navarra | durante la Misa celebrada en el campus de la | Universidad, con ocasión de la Asamblea General de la Asociación de Amigos | 8 de octubre de 1967 | Pamplona | mcmlxvii, 16 págs. Está impresa en E.m.e.s.a., Madrid. Es de notar la belleza tipográfica de esta edición. Hay otras ediciones exactas, hechas también por la Universidad, que se diferencian de la primera en el pie de imprenta de la última página. En estas otras se lee: Grafinasa, Pamplona. 3 Vid. Santo Rosario, Madrid 1934. 4 Ahora se dispone ya de la edición crítica: Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino, edición crítico-histórica a cargo de Pedro Rodríguez, prólogo de Javier Echevarría, vol. 1 de la Serie I de la «Colección de Obras Completas», Rialp, 1ª ed., Madrid 2002; 3ª ed. corregida y aumentada, 2003. 5 Ciertamente, los miembros del Opus Dei habíamos leído y meditado sus Instrucciones y Cartas, que circulaban entre nosotros con inmensa veneración, y lo mismo las que nos fue escribiendo hasta su muerte. Es un material extraordinario, que verá también la luz pública en la «Colección de Obras Completas» que acabo de citar. Pero ahora me estoy refiriendo a sus obras publicadas, llamémosle así, en edición comercial. Dejo aparte, claro está, su investigación sobre la Abadesa de las Huelgas, que pertenece al género científico-histórico. 6 A partir de entonces, Mons. Escrivá de Balaguer dio a la imprenta otras homilías, que fueron después agrupadas en Es Cristo que pasa, Rialp, Madrid 1973, en Amigos de Dios, Rialp, Madrid 1977 y Para Amar a la Iglesia, Palabra, Madrid 1986; ediciones póstumas estas dos últimas. 7 Palabra nº 27, noviembre de 1967, pp. 23-27 reproducía qua talis el título de la edición príncipe. Nuestro Tiempo 28, diciembre de 1967, pp. 601-609, incluyó la homilía en un cuaderno de carácter monográfico dedicado a la II Asamblea de Amigos de la Universidad, donde se titula sencillamente: «Homilía del Gran Canciller». 8 La Table Ronde, nº 239-240, noviembre-diciembre 1967, pp. 231-241. 9 Studi Cattolici, nº 80, noviembre 1967, pp. 35-40. 10 Allí se lee: «El materialismo cristiano: éste es el título, tomado de una frase de Mons. Escrivá, que ha elegido la Redacción de nuestra revista para el texto que publicamos a continuación. Nos parece que refleja assez bien el sentido de una espiritualidad que, por moderna que sea, no deja por eso de ser tradicional» (p. 229). 11 Quizá la figura retórica más exacta para calificar esta expresión no sería la «paradoja» —me hacía notar mi colega el Prof. Jaime Nubiola—, sino el «oxímoron», que contempla de manera más enérgica el enfrentamiento de los términos acoplados. Vid. sobre el tema M. A. Garrido Gallardo, Retórica, en GER, 20, pp. 178-182, donde dice que la razón de estas figuras literarias es «hacer del discurso no un mero indicador transparente hacia la cosa significada o referente, sino un medio opaco que recabe atención por sí mismo y condicione en un sentido preciso la interpretación del mensaje que propone al lector» (p. 180). Me parece esto muy exacto aplicado a nuestro caso y en el contexto de toda la homilía. 12 Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, Rialp, Madrid 1968, pp. 171-181. Para las citas de la homilía me sirvo de la numeración de parágrafos que hace Conversaciones (y añado una letra cuando el número marginal abarca varios párrafos); la homilía comprende los nn. 113 a 123. 13 Esto se supo con ocasión de unas declaraciones de Álvaro del Portillo al diario italiano La Stampa (Torino, 18-IV- 1992), que traduzco: «Recuerdo que en 1967, hablando a los estudiantes y a los graduados de la Universidad de Navarra, en España, tituló su homilía Amar al mundo apasionadamente. Era un admirador del mundo y de su belleza […] Amaba el mundo, Mons. Escrivá, pero no se dejaba distraer por el mundo. Era un tozudo (testardo) servidor de Dios». 14 Al hacer este elenco ponemos entre comillas simples las expresiones que comentamos. La cursiva, en cambio, aquí como en todas las citas de la homilía, pertenece al texto original. 15 A la «línea descendente» dediqué mi atención en la segunda parte del estudio citado en nota 1. 16 «Domus nostrarum orationum ista est, domus Dei nos ipsi» (Sermón 36, 1; PL 38, 1471). 17 Enc. Redemptor hominis, 14. 18 «Si domus Dei nos ipsi, nos≤ in hoc saeculo aedificamur ut in fine saeculi dedicemur». 19 Nota de la homilía: «Cfr. Const. Gaudium et Spes, 38». 20 Vid. I. de Celaya, «Unidad de vida y plenitud cristiana», en F. Ocáriz — I. de Celaya, Vivir como hijos de Dios, Eunsa, Pamplona1993, pp. 93-128. También Antonio Aranda, La lógica de la unidad de vida. Identidad cristiana en una sociedad pluralista, Pamplona 2000, pp. 121-146.. 21 Const. Gaudium et Spes, 43. 22 Vid. sobre el tema J. L. Illanes, «Dos de octubre de 1928: alcance y significado de una fecha», AA.VV., Mons. Escrivá de Balaguer y el Opus Dei, Pamplona 1985, pp. 65ss. 23 Discurso de Juan Pablo II a los peregrinos llegados a Roma para la canonización de San Josemaría Escrivá, 7 de 35
  • 36. octubre de 2002. 24 Una de esas ocasiones, especialmente significativa, fue el 7 de agosto de 1931. Vid. sobre el tema P. Rodríguez, «‘Omnia traham ad meipsum’. El sentido de Juan 12, 32 en la experiencia espiritual de Mons. Escrivá de Balaguer», en Estudios 1985-1996, suplemento de Romana. Boletín de la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, pp. 249-275. 25 Vid. L. Bouyer, La descomposición del Catolicismo, Barcelona 1970. 26 La traducción española del libro de Robinson (Barcelona, Ariel) es de 1967. El original inglés, de 1964. 27 Vid. Time, 8 de abril de 1966. 28 Homilía de Juan Pablo II en la Misa de canonización de San Josemaría Escrivá, Roma 6 de octubre de 2002. 29 Ibidem. 30 Homilía de Mons. Javier Echevarría en la Misa de acción de gracias por la canonización de San Josemaría Escrivá, Roma 7 de octubre de 2002. La cita que hace Mons. Echevarría es de una Carta pastoral de Álvaro del Portillo, 30-IX- 1975, n. 20, escrita a raíz de su elección para presidir el Opus Dei. 36
  • 37. EDICIÓN DIGITAL EN CASTELLANO ESTE LIBRO DIGITAL, PUBLICADO POR EDICIONES RIALP, S. A., ALCALÁ, 290, 28027 MADRID, Y PREPARADO POR CREARLIBROSDIGITALES SE TERMINÓ EL DÍA 19 DE MARZO DE 2012 FESTIVIDAD DE SAN JOSÉ WWW.RIALP.COM 37
  • 38. Índice Nota del Editor 6 Prólogo 7 Amar al mundo apasionadamente 9 Una vida santa en medio de la realidad secular 17 38