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ÉLISABETH DE JESÚS
La pureza
de corazón
2
PATMOS
LIBROS DE ESPIRITUALIDAD
LA PUREZA DE CORAZÓN
ÉLISABETH DE JESÚS
3
LA PUREZA
DE CORAZÓN
EDICIONES RIALP, S. A.
4
MADRID
Título original: Le secret de la pureté du coeur
© 2008 by Editions des Beatitudes
© 2009 de la versión castellana realizada por MIGUEL MARTÍN
by EDICIONES RIALP, S.A. Alcalá, 290. 28027 Madrid.
Con licencia eclesiástica de
Mgr Pier Giacomo Grampa, obispo
Lugano, 16-XII-07
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o
transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus
titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español
de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear
algún fragmento de esta obra.
Fotocomposición: MT Color & Diseño, S. L.
ISBN eBook: 978-84-321-3907-9
Depósito legal: M.
Impreso en España
Printed in Spain
Anzos, S. L. - Fuenlabrada (Madrid)
INTRODUCCIÓN
1. ¿LA PUREZA...
¿Qué tienen en común un yogourt natural y la pureza de corazón?
¡Vaya una pregunta sorprendente para entrar en el asunto! Sin embargo,
vamos a permitirnos el riesgo de hacer una encuesta imaginaria con el se-
ñor o la señora «Todoelmundo»: ¿habrá alguna relación entre el yogourt
natural y la pureza de corazón?
Al margen de la revelación judeo-cristiana Escuchemos en primer lugar a la
señorita X: simpatizante con el budismo, acepta sus principios.
Como vegetariana que es, se abstiene rigurosa-mente de toda carne y, en la
medida de lo posible, de todo producto de origen animal, por tanto también de
lacticinios.
Ha hecho suya la lógica de la reencarnación, se-gún la cual el hombre debe
5
purificarse a través de sus propios esfuerzos. Su ascesis pretende sobre todo
controlar las pasiones para desprenderse del mundo material, considerado en el
fondo como algo malo. El cuerpo humano lo ve como una espe-cie de prisión que
sujeta al alma y la tiene atada al universo material, es preciso por tanto
desprenderse de él lo más posible, para ganar un mejor
«karma» cuando el alma se reencarne. En suma, para la señorita X, «¡yogourt
natural, no, gracias!».
No facilitará la purificación de su espíritu.
En cuanto a la señora Y, ella dice que es «tole-rante». Piensa que no hay por
qué referirse «a la verdad», pues no hay más que «verdades». Dicho de otro
modo, todas las religiones y creencias son equivalentes, con tal que se
salvaguarde la libertad de elegir la que se quiera, como en un «buffet». El
objetivo es el bienestar personal (la wellness, que dicen los iniciados): relajarse,
meditar, pensar en positivo, cuidarse. Para la señora Y, sea bienvenido el yogourt
natural: preferiblemente elaborado con leche «bio», enriquecido con calcio y
vitaminas. Es muy rico y bueno para la salud, bueno para el bienestar y por tanto
para la pureza interior, que ella prefiere llamar «armonía del ser».
Pasemos al señor Z: marxista y ateo, quiere que recordemos la frase de L.
Feuerbach: «El hombre es lo que come». Lo que viene a significar que el hombre
es un tubo digestivo, ni más ni menos.
Pura materia, ¡nada de espíritu! Por tanto, el señor Z no ve ningún problema
en el yogourt natural, pero ¡no le hablemos de pureza de corazón! No entenderá
nada. Para él, el corazón es una realidad anatómica y nada más.
En la tradición judía
En la tradición judía la «pureza» excluye en primer lugar toda mezcla. Es por
otra parte un significado que se ha mantenido en el lenguaje corriente.
Decimos que un metal es «puro» en el sentido de que no está mezclado con
otro, por ejemplo el «oro puro» (entendemos enseguida qué significa eso, o
como muy tarde cuando tenemos que pagarlo).
En sentido bíblico, la pureza se refiere a evitar toda mezcla entre «lo que es
sagrado, lo que pertenece a la esfera de Dios», de un lado, y «lo que es profano,
lo que pertenece al tiempo o al espacio or-dinario», de otro.
Sin embargo no se puede entender eso como una mera jerarquización de
6
valores, es decir, como depreciación de lo que es profano. Se trata más bien de
una distinción. En efecto, es la distinción lo que permite establecer la identidad.
Dios crea separando: la luz de las tinieblas, el mar de la tierra...
Dios mismo enseñará a su pueblo a respetar esta distinción entre lo sagrado y
lo profano. De hecho la palabra hebrea kadosh —santo— significa
«puesto aparte».
El pueblo elegido fue puesto aparte para manifestar la santidad, la
trascendencia absoluta de Dios. Este es el sentido profundo de los numerosos
ritos y preceptos de pureza ritual. Esos preceptos serán también un camino de
humildad, así el hombre recordará de un modo tangible que él es criatura y que
no puede disponer de la vida propia ni la de otros que es el dominio de Dios por
excelencia. De ahí los numerosos preceptos de pureza ritual que se refieren tanto
al origen y defensa de la vida (la se-xualidad, la comida, la sangre), como a la
muerte y a lo que a ella conduce (la lepra, el pecado).
Volviendo a nuestro yogourt natural, la tradición judía no aceptará tomarlo de
cualquier modo. La Ley dice en efecto: «No cocerás el cabrito en la leche de su
madre1». Por eso no se consumirán carne y lacticinios en el curso de una misma
comida. Al rechazar una costumbre que procedía de los cananeos (por tanto,
idólatras), el pueblo elegido recuerda que ha sido puesto aparte para manifestar
la unicidad de Dios2. Evitando comer al mismo tiempo la cría de la cabra y su
leche (sus dos modos de dar la vida), se manifiesta que solo Dios es dueño de la
vida.
1 Ex 23,19. Las citas bíblicas de este libro están tomadas de la Sagrada Biblia
de la Universidad de Navarra, Eunsa, Pamplona 1997.
2 En un escrito cananeo titulado El nacimiento de los dioses aparece ese guiso
como rito de fecundidad. (Cfr. la nota en la Biblia citada).
Jesús también respetará las reglas y preceptos rituales, aunque denuncie
muchas veces la interpretación injustamente legalista que prescinde del es-píritu
de la Ley. Interpelado por algunos fariseos y doctores sobre exigencias
puramente exteriores, Jesús no dejará de indicar el verdadero sentido de esas
reglas (por ejemplo, mostrando que el sábado se hizo para el hombre y no el
hombre para el sá-
bado; perdonando los pecados en sábado, puesto que se trata de salvar la vida;
7
incluso comiendo es-pigas arrancadas con sus discípulos o sin lavarse las manos,
etc.).
La pureza cristiana
Los primeros cristianos, procedentes del ju-daísmo, han seguido con
naturalidad las reglas (ju-días) de pureza ritual. Sin embargo, la efusión del
Espíritu Santo sobre los primeros paganos les hará tomar conciencia enseguida
de la novedad radical y del alcance universal de la salvación que trae Cristo.
Por lo demás, el Señor mismo, a través de una visión, invitará al apóstol Pedro
a comer libremente de todo y a liberarse de escrúpulos relacio-nados con la
pureza legal: «Lo que Dios ha purificado no lo llames tú profano3». El jefe de los
3 Hch 10,15.
apóstoles comprenderá entonces que no debe temer tener trato con
incircuncisos. Ciertamente su cuerpo, no habiendo sido circuncidado, es impuro
según la Ley mosaica, pero Dios ha purificado sus corazones por la fe4.
En adelante, es pues la fe en Jesucristo, muerto y resucitado, la que hará puro
al hombre. En Cristo, la naturaleza divina y la humana, sin confundirse, están
unidas para siempre, y el hombre es reconci-liado con Dios. Por su muerte y
resurrección, Jesús ha vencido definitivamente a la muerte. En Él, todo hombre
puede ya alcanzar la pureza de la vida divina.
Por supuesto, a lo largo de la historia de la Iglesia, no han faltado
interpretaciones erróneas en lo que se refiere a la pureza. Hubo sobre todo defor-
maciones voluntaristas y legalistas, en las que el orgullo, incluso una cierta
violencia, se podía ad-vertir. En la abadía de Port-Royal, feudo del janse-nismo,
por ejemplo, se confundía «pureza» y «perfección exterior». Lo que haría decir a
Blaise Pascal que las monjas que vivían allí eran «puras como ángeles y
orgullosas como demonios».
En verdad, más que una perfección puramente humana, la pureza es un don
de Dios. En lugar de un esfuerzo voluntarista, requiere una actitud de acogida,
hecha de humildad y de confianza filial.
«La santa pureza la da Dios cuando se pide con hu-4 Cfr. Hch 15,9.
mildad5». En el fondo, la verdadera pureza es la del corazón de Cristo: «Venid
a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. [...] Aprended de mí que soy
manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas6».
8
Precisamente es a través de este Corazón traspasado en la cruz como se
desvelará el misterio escondido desde los orígenes, pronto a ser revelado en estos
últimos tiempos: «Dios es Amor7».
2 ... DE CORAZÓN?
En sentido bíblico, el corazón es el centro de la existencia humana. Se trata de
lo más profundo del ser que es difícil de conocer para el hombre, pero que como
en un árbol puede reconocerse por sus frutos:
«... Todo árbol bueno da frutos buenos, y todo árbol malo da frutos malos. Un
árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos
buenos. [...] Por tanto, por sus frutos los conoceréis8».
En el corazón encuentra la persona su unidad y su orientación interior, su
fuente de vida. En el pensamiento de san Pablo, el «corazón» corres-5 S.
JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, 118.
6 Mt 11, 28-29.
7 1 Jn 4,16.
8 Mt 7, 17-20.
ponde al «hombre interior», es la sede también de la voluntad, de la
inteligencia, de la memoria, del temperamento y de la sensibilidad. Por eso Jesús
puede decir:
«Lo que sale del hombre es lo que hace impuro al hombre. Porque del interior
del corazón de los hombres proceden los malos pensamientos, las for-nicaciones,
los robos, los homicidios, los adulterios, los deseos avariciosos, las maldades, el
fraude, la deshonestidad, la envidia, la blasfemia, la soberbia y la insensatez.
Todas estas cosas malas proceden del interior y hacen impuro al hombre9».
Sólo Dios conoce el corazón del hombre:
«Señor, Tú me examinas y me conoces. Tú sabes cuándo me siento y me
levanto. Penetras desde lejos mis pensamientos. [...] ¿Adónde alejarme de tu
espíritu? ¿Adónde huir de tu presencia?10».
El corazón es también el lugar donde habita Dios. Creado a imagen y
semejanza de Dios, todo hombre lleva en sí «algo divino», y su corazón ex-
perimenta en cierto modo la nostalgia de Dios y al mismo tiempo la capacidad de
buscarle y cono-cerle.
El hombre está hecho para la felicidad, para la
9
«bienaventuranza», y su corazón presiente que no puede contentarse con una
«pequeña felicidad efí-
mera», sino que él ha sido creado para una felici-9 Mc 7, 20-23.
10 Sal 139, 1.2.7.
dad capaz de llenarle totalmente y para siempre.
«Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti», decía san Agustín.
Él que había buscado la felicidad de mil maneras y en tantos caminos equi-
vocados, antes de encontrar, en su propio corazón, lo que —mejor aún, al que—
buscaba:
«¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí
que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y de-forme como
era me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo,
pero yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no
estuviesen en ti, no serían. Lla-maste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste
y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro
por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz11».
3. LA PUREZA DE CORAZÓN ¿ES ALGO RESERVADO
A LOS NIÑOS?
Al pensar en la pureza de corazón quizá se nos represente la mirada
transparente de un niño o la virginidad de una muchacha, como ejemplos de una
inocencia e integridad que no ha sido aún con-taminada por el mundo de los
adultos.
11 SAN AGUSTÍN, Confesiones X, 27.
Se trata sin embargo de una noción bastante más amplia y que nos concierne a
todos. En efecto, la pureza de corazón es el término y el fruto de un camino de
purificación. Eso explica que incluso cri-minales como Jacques Fesch12 y
mujeres de turbio pasado como santa María Magdalena o incluso personas de
edad como el anciano Simeón13 pue-dan ser para nosotros modelos de pureza.
En el fondo, la purificación es como una inmer-sión «por capas» en la pureza
divina. En este sentido, la pureza, más que una situación estática, se nos
presenta como un movimiento que nos sumerge cada vez más en la vida divina.
Veamos ahora algunos ejemplos concretos para trazar este camino luminoso
de vida y amor que se abre ante nosotros. Distintos personajes de la Biblia nos
10
servirán de guía.
12 Cfr. J. FESCH, Dentro de 5 horas veré a Jesús. Palabra, Madrid, 2006.
Condenado a muerte por asesinato, Jacques Fesch vivirá un encuentro con Cristo
en la cárcel, y a partir de ahí, una rápida as-censión en la vida espiritual.
13 Cfr. el cántico de Simeón. Lc 2, 29-32: «Ahora, Señor, puedes dejar a tu
siervo irse en paz según tu palabra: porque mis ojos han visto tu salvación».
I. ALGUNOS PERSONAJES BÍBLICOS
«Y CONOCIERON QUE ESTABAN DESNUDOS»
(Gn 3,7): ADÁN Y EVA
Un día, algunos fariseos plantearon una cuestión a Jesús para tenderle una
trampa. Sobre el divorcio, le preguntaron: «¿Le es lícito a un hombre repudiar a
su mujer por cualquier motivo1?», al tiempo que le recuerdan que Moisés había
permitido a los hijos de Israel redactar un acta de divorcio para repudiar a su
mujer.
La respuesta de Jesús va a ser en consecuencia tanto más irritante para ellos:
«Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres a causa de la dureza de
vuestro corazón; pero al principio no fue así2». Jesús pone en evidencia su
dureza de corazón: el texto griego utiliza aquí la 1 Mt 19, 3.
2 Mt 19, 8.
palabra sclerocardia. De hecho, la imagen habla por sí sola: la esclerosis del
corazón dificulta la circulación de la sangre y la irrigación de los diferen-tes
órganos vitales, y acaba por impedir la vida. De igual modo, la dureza de corazón
obstaculiza el despliegue de la vida divina en nosotros.
Según Jesús, el endurecimiento del corazón es la causa de la división en la
pareja y del rechazo del otro: sin embargo —añadirá— «al principio no fue así».
Jesús dirige a sus oyentes «al principio», al comienzo, literalmente a las
primeras palabras de la Biblia. En efecto, la Palabra de Dios se abre con el relato
de la creación, cuya cima será la creación del hombre: «A imagen de Dios lo creó;
varón y mujer los creó3». El hombre fue por tanto creado a imagen de Dios, y al
principio no había sclerocardia, no había dureza de corazón.
Porque es ciertamente Dios quien crea al hombre. Pero ¿cuál puede ser el
motivo que impulsa a Dios a hacerlo, qué utilidad puede reportar a Dios el
hombre? Dios mismo no tiene origen: Él es, desde toda la eternidad. Dios es
11
Trinidad: eterno intercambio de amor entre las tres Personas divinas: ¿qué podía
faltar a su plenitud?
De hecho el hombre no ha sido creado para col-mar ninguna carencia, sino
por puro desbordarse del amor de Dios. Ha sido creado gratuitamente, para su
propia felicidad, y toda la creación le estará 3 Gn 1, 27.
sometida. Dios crea al hombre por amor y para el amor: para que el hombre
pueda participar de la bienaventuranza de las tres Personas divinas, en su feliz
comunión.
Dios saca a Adán de la tierra, le insufla su espí-
ritu y le pone en el jardín del Edén, presentándole las aves del cielo y las fieras
salvajes para que el hombre les ponga nombre y domine sobre la creación. Pero
—a pesar del estupendo esplendor de la creación— Adán no encuentra allí
ningún seme-jante, nadie que pueda ayudarle. Sólo después de la creación de la
mujer podrá exclamar maravillado:
«¡Ésta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne!» Y continúa más
adelante el texto: «Por eso, dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a
su mujer y serán una sola carne4». Eso es lo que Jesús quiere recordar a sus
oyentes: el designio original inscrito en el corazón de la primera pareja es el de la
comunión, del asombro ante el otro, de la fidelidad y de la unión.
Y el relato de la creación precisa: «Ambos estaban desnudos, el hombre y su
mujer, y no sentían vergüenza5».
Los dos estaban pues desnudos, absolutamente transparentes el uno para el
otro. Dicho de otro modo, sus corazones y sus cuerpos eran como un libro
abierto ante el otro, sin una sombra de disimu-4 Gn 2, 23-24.
5 Gn 2, 25.
lo o cerrazón. Animados por una benevolencia mutua y una confianza total, no
tenían necesidad de defenderse ni de protegerse del otro. Sin idea del mal, no
sentían vergüenza el uno del otro.
En el comienzo, pues, sus corazones eran puros: nada manchaba su confianza
en Dios ni su comunión mutua.
Es el primer pecado lo que va a introducir la impureza en el corazón humano:
en efecto, por medio de la mentira («¡No moriréis en modo alguno!») y de la
desconfianza de Dios («Es que Dios sabe que el día que comáis de él [del fruto
12
del árbol] se os abrirán los ojos y seréis como Dios6»), la serpiente consigue
seducir a la mujer, quien a su vez arrastra al hombre en su caída. Como
consecuencia inmediata del pecado original, conocieron que estaban desnudos.
Es decir, su mirada se abre al mal que en adelante verán en ellos mismos —de ahí
la vergüenza— y en el otro —de ahí la necesidad de protegerse del otro.
La duda sobre la bondad de Dios había oscure-cido su fe y su confianza en
Dios, llevándoles a sospechar el mal incluso en Dios: por eso atenaza-dos por el
miedo, se esconden cuando oyen los pasos de Dios en el jardín.
En lugar de la transparencia original, es la impureza lo que invade el corazón
del hombre. La impureza, en efecto, impide la clara visión de la ver-6 Gn 3, 4.
dad, introduce la duda sobre la bondad de Dios y convierte el movimiento de
entrega de sí en capta-ción o dominación del otro.
A partir de ahí, el hombre intentará constante-mente esconder su debilidad y
su pecado. La desnudez física se convierte en vergonzosa, pues es si-nónimo de
«descubrimiento» de la herida profunda del hombre.
Será necesaria la encarnación del Verbo —su venida al mundo, pobre y
desnudo— para liberar el cuerpo del hombre del peso de la vergüenza. Más aún,
a la luz de la encarnación del Hijo de Dios, el cuerpo del hombre se reviste de
una nueva dignidad, absolutamente inaudita: los Padres de la Igle-sia7 podrán
decir por tanto que «Dios se ha hecho hombre para que el hombre pueda hacerse
Dios».
Desde entonces, incluso la vestidura que lleva Cristo durante su vida terrestre
—los evangelios hablan de una túnica sin costuras8— no será ya un medio para
esconder el cuerpo, sino más bien un medio para cubrir un tesoro, para honrar la
dignidad suprema del cuerpo del Hijo de Dios.
En el momento de la crucifixión, cuando los soldados le arrancan a Jesús sus
vestiduras para cla-varlo en la cruz, desnudo, es el centurión romano (¡un
pagano!) quien verá transparentarse, en ese cuerpo desfigurado por los
escupitajos y la sangre, el cuerpo mismo del Hijo de Dios.
7 San Atanasio y San Ireneo, entre otros.
8 Cfr. Jn 19, 23.
Y el golpe de la lanza desnudará otra herida, la del Amor...
El cuerpo de Cristo, desnudo en la cruz, levantará a Adán de su caída, le
13
curará de toda verguenza, le revestirá de la dignidad de hijo. En el momento de
la muerte de Jesús, el velo del Templo se rasga. El nuevo templo será en adelante
el corazón del hombre, santuario donde Dios quiere tener su morada.
La impureza de Adán y Eva será así transfigu-rada por la pureza de Cristo,
nuevo Adán, y de la virgen María, nueva Eva, al pie de la cruz.
«SI HOY ESCUCHÁIS SU VOZ, NO ENDUREZCÁIS
VUESTROS CORAZONES» (Hb 3, 7-8): MOISÉS
En el libro del Génesis hemos visto cómo la duda sobre la bondad de Dios
oscureció la pureza original del corazón del hombre. Seducidos por la serpiente,
Adán y Eva sucumben al pecado y se separan de la comunión con Dios.
Asustado, el hombre se esconderá ante Dios, que sin embargo, es quien le ha
dado la vida. Peor aún, separándose de su fuente, el hombre comenzará su
vagabundeo por caminos de muerte. La muerte entra ya en el destino del
hombre.
Sin embargo, Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y
viva9. Por mil y un ca-9 Cfr. Ez 18, 32.
minos, Dios no dejará de proponer al hombre que vuelva a Él, para que
recupere la pureza de la comunión original, en una efusión de amor recíproco, en
un brote de vida siempre nueva.
Así, a lo largo de la historia, Dios saldrá al encuentro del hombre para hacer
alianza con él: a través de una alianza salvará a Noé de las aguas del diluvio, a
través de una alianza dará descendencia a Abrahán. Y todavía por medio de una
alianza confiará a Moisés las «Diez Palabras», como bali-zas para conducir a su
pueblo por el camino de la Vida.
«Yo soy El que Es»
Un día preguntó santa Catalina de Siena a Jesús:
«Señor, ¿quién soy yo para ti?». Jesús tendrá para ella esta respuesta
tremenda: «Yo soy El que Es y tú eres la que no es». Esto es verdad para todos
nosotros, pero sin duda solo un corazón purificado por la contemplación podrá
acoger esa respuesta en toda su profundidad y reconocer maravillado su verdad.
En la conversación con Catalina de Siena, Jesús añadirá inmediatamente: «Si
tú existes, es porque Yo te he querido, puesto que tú eres lo que no es, y sin
embargo eres; tu Creador y tu Dios es Amor: el ser que te doy viene del Amor que
14
Yo Soy».
Sin duda estas palabras hacen eco a otra revelación y son como una
explicitación y profundiza-ción en ella. Esa otra revelación es pública y nos
traslada miles de años atrás, más allá del desierto del Egipto, allí donde Moisés
está guardando el ga-nado de su suegro. Moisés será testigo de un espectáculo
insólito: una zarza arde y no se consume. El Señor le llamará desde la zarza:
«¡Moisés, Moisés!», y Moisés responde: «Aquí estoy10».
Moisés se encuentra de repente en la presencia de Dios. Se quita las sandalias
y se cubre el rostro, consciente de que el lugar en que se encuentra es tierra
sagrada. Está, por decirlo así, en un lugar de
«alta tensión», sabe que no se puede ver a Dios sin morir11. Es entonces
cuando Dios le revela su Nombre: «Dios dijo a Moisés: “Yo soy El que Soy”12».
En efecto, en la tradición bíblica el nombre indica a la vez la identidad y la
misión, la esencia misma de la persona. Y Dios se revela como El que Es. En Él,
la esencia y el acto de ser se identifican; dicho de otro modo, Dios es el Ser, de Él
recibe el hombre el ser. De hecho todo cuanto existe tiene su existencia recibida
del que Es, Dios, fuente y cumplimiento final de todo ser viviente.
Cuarenta años para alcanzar la esperanza Después de revelarle su Nombre,
Dios confía enseguida una misión a Moisés:
10 Ex 2, 4.
11 Cfr. Ex 33, 20.
12 Ex 3, 14.
«Así dirás a los hijos de Israel: “Yo soy” me ha enviado a vosotros [...] y me ha
dicho [...]: “He visto lo que os hacen en Egipto; he resuelto sacaros de la opresión
egipcia [...] a una tierra que mana leche y miel13».
Los israelitas salen de Egipto durante la noche, como subraya varias veces el
capítulo 12 del libro del Éxodo: «A media noche [...] Aquella misma noche [...]
Noche de vela fue ésta para el Señor
[...]14».
Como en el caso de Abrahán, se trata de una ini-ciativa de Dios, que primero
invita a su pueblo a dejar su país, a desprenderse del país de Egipto, país de
esclavitud, para aceptar ponerse en camino hacia la libertad.
Del mismo modo hablará san Juan de la Cruz de la purificación del alma que
15
ocurre en la noche: habiendo perdido sus puntos de orientación habitua-les, el
alma debe apoyarse más frecuentemente en Dios, desprendiéndose de su Egipto
personal, de la esclavitud de su amor propio. En lo sucesivo, su único apoyo, su
verdadera brújula será Dios, y la conducirá a la libertad.
Los hebreos se ponen en camino, dispuestos a dejar atrás «las cebollas de
Egipto», decididos a marchar en la noche apoyándose en la luz de Dios.
El Señor intervendrá entonces con un signo gran-dioso: abriendo el Mar Rojo
hará pasar a su pueblo 13 Ex 3, 14. 16-17.
14 Ex 12, 29-42.
«extendiendo su diestra15» de la esclavitud a la libertad.
Sin embargo, el camino será todavía largo antes de entrar en la Tierra
Prometida: ¡cuarenta años de marcha en el desierto! Cuarenta años antes de
tomar posesión de lo que Dios mismo había prome-tido.
Podemos preguntarnos por qué era necesario ese
«vagabundeo» de cuarenta años por el desierto.
¿Por qué no entraron en la Tierra Prometida inmediatamente después del
éxodo? ¿No hubieran bas-tado, algunas semanas?
Sabemos la historia de los exploradores...
Estando ya cerca de la Tierra Prometida, Moisés envía doce representantes de
las tribus de Israel para reconocer el país de Canaán. Volvieron cuarenta días
después, y no vienen con las manos va-cías: «Cortaron de allí un sarmiento con
un racimo de uvas que trasportaron con una pértiga entre dos, y también
granadas e higos16».
La Tierra Prometida es realmente un país de abundancia, un país que mana
leche y miel... y sin embargo, al ver a los habitantes del país, diez de los doce
exploradores pierden el valor. Ante los gi-gantes del país sienten miedo:
«Todo el pueblo que vimos en ella son gente de gran estatura. [...] Nosotros
nos veíamos como 15 Ex 15, 12.
16 Nm 13, 23.
unos saltamontes, y lo mismo les parecíamos a ellos17».
Sólo dos exploradores, Josué y Caleb, no se han dejado impresionar.
Intentarán persuadir al pueblo para que tenga confianza y se apoye con firmeza
en la promesa de Dios: «¡Subamos con decisión y apoderémonos de ella, pues sin
16
duda lo consegui-remos!18».
Sin embargo el pueblo prefiere seguir los razo-namientos humanos: «Ellos
son grandes, nosotros pequeños... la relación de fuerzas no está a nuestro favor.
Diez en contra y dos a favor... la mayoría debe tener razón...»
En el fondo, les falta la audacia de la fe, les falta la fuerza de la esperanza, les
falta la confianza en Dios.
Serán pues necesarios cuarenta años... Cuarenta años para enseñar al pueblo
la esperanza y la confianza, la espera paciente del don de Dios.
En el fondo, ¿no ocurre lo mismo en nuestra vida espiritual? ¿No es acaso en
la noche y en el desierto donde aprendemos a «cambiar de punto de apoyo», a no
apoyarnos en nuestros cálculos humanos, sino en Dios?
La duración de la marcha y la desnudez del desierto nos obligan a
desprendernos de los goces su-perficiales para hacernos entrar en la búsqueda
de la verdadera felicidad. Así se construye en nosotros 17 Nm 13, 32-33.
18 Nm 13, 30.
la esperanza. Unifica nuestros deseos y nos permite mirar «más allá» del
desierto, «más allá» del tiempo...
Durante estos cuarenta años de marcha por el desierto, Dios va a dar a
preparar en el hombre un corazón nuevo. Contrariamente al corazón autosu-
ficiente de Adán que había tomado con prisa el fruto prohibido, el corazón
purificado por la esperanza será un corazón filial que acoge el don pro-metido en
el tiempo oportuno.
Dios multiplica sus beneficios
La purificación del corazón del pueblo tendrá lugar progresivamente. Como
una escultura que el ar-tista «hace salir» del bloque de mármol que talla, ese
«nuevo corazón» esculpido por el Artista Divino tomará forma a través de
etapas decisivas. Sobre todo: el Creador quiere respetar la libertad de la que ha
do-tado a su criatura. Y esta libertad incluye la terrible posibilidad de volverse
atrás y separarse de Dios.
De hecho, bastarán tres días de marcha para que los Hebreos comiencen a
murmurar. Es un pueblo de memoria corta: acaban de celebrar el paso del Mar
Rojo, reconociendo que Dios los ha salvado de la muerte: «El Señor es mi fuerza
y mi vigor, Él me ha salvado19». Tan solo tres días después, frente a 19 Ex 15, 2.
17
las aguas amargas de Mara20, parece haber olvidado ya los beneficios de Dios,
y se pone a rezongar.
Sin embargo, ninguna murmuración, ninguna rebeldía, ninguna impureza del
corazón del hombre cerrará el corazón de Dios. Por el contrario, Dios
multiplicará los beneficios para su pueblo.
A una orden del Señor, Moisés arroja su bastón al agua y el agua se volvió
dulce, pura.
Un antiguo midrash 21 cuenta que en ese bastón de Moisés estaba grabado el
Nombre de Dios. Nos recuerda otra madera, la de la Cruz de Cristo en la que
quedó grabado para siempre el Nombre de Dios que sana las aguas turbulentas
de la amargura en el corazón del hombre.
Sin embargo, la nostalgia del pasado, las cebollas de Egipto, llenará muy
pronto la imaginación de los hebreos. Llenos de sospechas, recriminarán otra vez
a Moisés y Aarón: «Vosotros nos habéis sacado a este desierto para matar de
hambre a toda esta asamblea22». El pueblo está tentado de volverse atrás, para
recuperar lo que ha dejado.
Y nosotros, ¿no somos también miembros del pueblo elegido? ¿No estamos
inclinados a volver-nos atrás, a recuperar lo que hemos dejado para se-20 Cfr. Ex
15, 23.
21 Midrash es un término hebreo que designa un modo de exe-gesis y
comentario bíblicos en la tradición judía. Utiliza procedi-mientos retóricos como
la alegoría, la metáfora, la concordancia, la analogía, la parábola, el juego de
palabras.
22 Ex 16, 3.
guir al Señor, cuando el camino se hace cuesta arriba? No será suficiente salir
físicamente de Egipto, será necesario desprenderse de eso hasta con el
pensamiento. Pues se puede seguir siendo esclavo en espíritu:
«Cuando Israel salió de Egipto, el verdadero peligro no eran los egipcios, era
el Egipto que estaba en la cabeza de los hebreos. La verdadera esclavitud es la del
espíritu, la esclavitud que reside en la cabeza del esclavo. Y para ser liberado de
eso, los hebreos debían aceptar no echar de menos Egipto, sino fiarse de Dios y
confiar sólo en Él23».
La imaginación del esclavo corre el riesgo de quedarse en el pasado. Dios se da
18
en el presente; solo en el presente se le puede acoger y seguir.
«Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el reino
de Dios24», dirá Jesús.
Pero Dios se apiada de su pueblo. Responde a su murmuración con el don del
maná. Así alimen-tará el Señor a su pueblo a lo largo de esta gran travesía. Como
Pan del Cielo que es, el maná remite a ese otro Pan Vivo que se nos da: Jesús
Eucaristía.
Pero en Masá y Meribá el pueblo se enfrenta de nuevo a Moisés:
«Danos agua para beber. [...] ¿Por qué nos has sacado de Egipto para dejarnos
morir de sed?25»
23 Jean-Marie LUSTIGER, La elección de Dios. Planeta, 1987.
24 Lc 9, 62.
25 Ex 17, 2-3.
Y obedeciendo al Señor, Moisés golpeará la roca y hará brotar agua. Más
tarde, san Pablo reconocerá en esta roca la imagen de Cristo: «Todos bebieron la
misma bebida espiritual; porque bebían de la roca espiritual que los seguía, y la
roca era Cristo26». Y, en el agua salida de la roca, el agua viva que brota de su
seno.
Diez Palabras para la Vida
Al fin, en el corazón del desierto de Sinaí, Dios celebrará una alianza con su
pueblo. Él les entregará entonces los «diez mandamientos», o mejor, las «diez
palabras». El Decálogo, más que diez mandamientos concede «diez palabras que
dan vida».
En la tradición judía, son incluso consideradas como el regalo de compromiso
de Dios a su pueblo. De hecho no comienzan por una ley sino por una
presentación del novio de Israel: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te ha sacado del
país de Egipto, de la casa de la esclavitud27».
Al principio del Decálogo hay pues un recorda-torio: el de los beneficios de
Dios. Los israelitas recordarán ante todo que Dios desea la felicidad de su
pueblo, que Quien les da una ley les ha mos-26 1Co 10, 4.
27 Ex 20, 2.
trado antes su amor liberándolos de la esclavitud, como un águila que cobija
bajo sus alas a sus crías28
19
para llevarlas a lugar seguro.
La imagen de Dios, que toma y lleva así a Israel, ha fascinado de modo
particular a la pequeña Teresa que se consideraba como uno de esos pollue-los:
«Yo me considero un débil pajarillo29», incapaz de volar por sus propias fuerzas,
a la espera de ser descubierto por el «Águila adorada30» para su-bir con Él hasta
el «festín de Amor31».
La pureza de corazón como amor único
«No tendrás otro dios fuera de mí. No te harás escultura ni imagen, ni de lo
que hay arriba en el cielo, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en
las aguas por debajo de la tierra. No te postrarás ante ellos ni les darás culto
porque yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso32».
No otros dioses... ninguna imagen esculpida...
Bien. Pero a nosotros hoy, en el tercer milenio, en un mundo «civilizado»,
¿nos interesan los dioses esculpidos? ¿Quién de nosotros estaría hoy tentado de
hacerse una figurita de becerro de oro para pros-ternarse ante ella?
28 Cfr. Dt 32, 11.
29 TERESA DE LISIEUX, MsB, IX. 4.
30 Ibídem. MsB, IX.5.
31 Ibídem. PN 24, 4.
32 Ex 20, 3-5.
Sin embargo, esta palabra habla de mi vida, de mis deseos, de mi libertad.
Los falsos dioses que estamos tentados constan-temente de construirnos se
supone que responden a nuestra necesidad de seguridad. Se instalan en nuestras
carencias, en nuestra dificultad para confiar, para creer en la bondad de nuestro
Creador.
Entonces nos «esculpimos imágenes», no ya imá-
genes materiales, sino mentales (lo que las hace más obsesivas); luego nos
«prosternamos ante ellas para servirlas».
Dicho de otro modo, a fuerza de agarrarnos a la imagen que nos hemos
forjado en nuestro corazón, comenzamos a darle culto, hasta estar dispuestos a
sacrificárselo todo: eso puede ser el último Ferrari, la cuenta bancaria, el éxito en
un examen, el cariño de tal hombre o tal mujer; eso puede incluso ser cualquier
cosa en sí misma buena, como el resul-tado de una investigación para el bien de
20
la humanidad: el ídolo es entonces tanto más peligroso en cuanto que no es
reconocido como ídolo. En todos los casos, esperamos que este ídolo nos
proporcione lo que imaginamos ser la felicidad y la vida: el re-conocimiento de
los demás, la prosperidad material, el éxito profesional, la seguridad afectiva...
En realidad, ocurre justamente lo contrario: algo o alguien ocupa el primer
puesto en nuestro corazón, hasta pedir cada vez más nuestra atención, nuestro
afecto, nuestro tiempo, nuestros medios...
nuestra vida. Habíamos creído que nuestro ídolo nos haría libres, y acabamos
dependiendo de él.
Habíamos creído que nos daría la vida, y resulta que nos la quita...
Es fácil distinguir entre el verdadero Dios y los falsos dioses: solo el Dios
único da la vida y hace al hombre libre.
Él lo ha probado muriendo en una cruz.
Esa es la razón por la que nuestro Dios es un Dios celoso: desea que el hombre
sea libre. Cuida celosamente la vida del hombre. «No tendrás otro dios fuera de
mí33».
«Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia34».
Con todo, no basta con desenmascarar los ídolos y desprenderse de ellos. Será
necesario aún que el corazón del hombre se deje atraer por el Dios único. De
hecho, un corazón puro no es un corazón vacío,
«aséptico», sin pasión; muy al contrario, es un corazón vulnerable al amor, un
corazón que sabe com-prometerse y amar apasionadamente, con todo su ser.
«Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Se-
ñor es Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y
con todas tus fuerzas35».
Dios es el primero que ama apasionadamente, con pureza, totalmente.
Escribir que «Dios ama» es incluso un pleonasmo, porque Dios es Amor. La
primera encíclica del papa Benedicto XVI recuerda que Dios ama al hombre con
un amor « ágape», 33 Ex 20, 3.
34 Jn 10, 10.
35 Dt 6, 4-5.
un amor de benevolencia, pero también con un amor « eros», un amor de
deseo36. Este deseo aspira a la reciprocidad: Dios tiene sed de la respuesta de
21
amor del hombre.
La Biblia recoge también ese maravilloso canto del amor apasionado entre
Dios y el alma humana: el Cantar de los cantares.
«Mi amado es para mí y yo para él37».
«¡Qué lindos son tus amores, hermana mía, esposa!
¡Cuánto más deliciosos que el vino!38».
Este amor de deseo explica por qué Dios se presenta como el Amado, como el
Amante apasionado y ... ¡cuántas veces herido y traicionado! ¡Con qué facilidad
su amada lo abandona para ir tras otros
«baales» (literalmente «maridos»)!
De hecho, la idolatría es considerada en la Biblia como un adulterio. Y la
impureza fundamental es la del alma humana que se aparta de su Dios.
Sin embargo Dios, el Amante herido, no se resigna a dejar a su amada en la
impureza. Proyecta llevarla al desierto —lugar clásico de purificación— para
conquistar de nuevo su corazón:
«Se iba tras sus amantes, mientras a Mí me olvi-daba —oráculo del Señor—.
Por eso, Yo mismo la seduciré, la conduciré al desierto y le hablaré al
corazón39».
36 Cfr. BENEDICTO XVI, Deus caritas est, 2005, cap. 9.
37 Ct 2, 16.
38 Ct 4, 10.
39 Os 2, 15-16.
De hecho, Dios se vengará de un modo divino: su venganza se llama
misericordia.
«¿Podré abandonarte, Efraím,
podré entregarte, Israel?
[...] Me da un vuelco el corazón,
se conmueven a la vez mis entrañas.
No dejaré que prenda el ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím,
porque Yo soy Dios,
y no un hombre40».
Dios tiene corazón de padre y entrañas de madre. Así, frente a la infidelidad
renovada sin cesar de su pueblo, en lugar de entregarlo al castigo, le anuncia una
22
«nueva alianza» en los tiempos me-siánicos:
«Mirad que vienen días —oráculo del Señor— en que pactaré una nueva
alianza con la casa de Israel y la casa de Judá. No será como la alianza que pacté
con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de
Egipto, porque ellos rompie-ron mi alianza, aunque Yo fuera su señor —oráculo
del Señor—. Sino que ésta será la alianza que pactaré con la casa de Israel
después de aquellos días
—oráculo del Señor—: pondré mi Ley en su pecho y la escribiré en su corazón
y Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo41».
40 Os 11, 8-9.
41 Jr 31, 31-33.
LA PUREZA ES POSIBLE AÚN: DAVID
«Se encendió la ira de David contra aquel hom-bre42».
Ese hombre, a decir verdad, era un ser ficticio.
Se trataba del hombre de una historia inventada por el profeta Natán. Un
hombre rico que, teniendo ga-nado en abundancia, se había apoderado de la
única oveja de un pobre. Pero eso no era más que una historia.
Sin embargo, David montó en cólera: «¡Ese hombre merece la muerte!»
«¡Tú eres ese hombre!», le dirá entonces el profeta. Y al instante David supo
que era verdad...
David ha pecado gravemente. Ya disponía de tantas mujeres heredadas de
Saúl. Pero ahí no estaba el problema, al menos en aquella época. Lo que estaba
mal era haber tomado la mujer de Urías, después de haber mandado matarlo.
Triple infracción: del quinto, del sexto y del noveno mandamiento.
«¡Tú eres ese hombre!», la palabra del profeta, pronunciada en nombre de
Dios, entra en el corazón de David y le saca de la cárcel de su autojustificación.
La Palabra de Dios, como un rayo láser que rompe el muro de su corazón, le
purifica de la mentira y de la ilusión para hacer brotar las lágri-mas del
arrepentimiento. «Señor, Tú me examinas y me conoces43».
42 2S 12, 5.
43 Sal 139, 1.
David recupera la dulzura de su corazón en el baño de la verdad: él es
pecador; pero al mismo tiempo es amado, infinitamente amado por su Dios.
23
La venganza de Dios se llama misericordia...
Pero habrá aún otro pecado...
De hecho, David tendrá aún necesidad de la misericordia.
Hacia el final de su vida, se encontrará ante una difícil elección; tendrá que
elegir entre tres castigos: tres años de hambre, tres meses de constante huída de
sus enemigos o tres días de peste en su país. Entonces David se acuerda de la
misericordia de Dios:
«Estoy en un grave aprieto. Pero es mejor caer en manos del Señor, cuya
entrañable misericordia es grande, que caer en manos de los hombres44».
David eligió la peste. Pero, ¿qué había pasado?
David había ordenado un censo del pueblo. Curiosamente, para la tradición
judía, este es el pecado más grave de David, más grave incluso que su adulterio.
Pero contar al pueblo es contar sus propias fuerzas. Confiar en el número de sus
guerreros es confiar en sus propios medios. Pretender no ne-cesitar ya a Dios,
apoyarse en uno mismo. Olvidar que sólo Dios salva.
44 2S 24, 14.
Esta soberbia de pretender salvarse uno mismo, esta ilusión de poder darse la
vida a sí mismo, es la suprema impureza. Peor que el adulterio.
«Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de
mí45».
Dios, el Amante herido. Dios, el Creador y re-dentor olvidado. Su nombre:
Misericordia infinita.
Su rostro (que no se desvelará hasta la plenitud de los tiempos): Jesús,
Yeshoua «Dios salva».
45 Mt 15, 8.
II. LAS RAÍCES DE LA IMPUREZA.
EL OLVIDO, EL ERROR, EL MIEDO
«Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva en mi interior un espíritu
firme 1 »
Esta súplica del rey David ¿no es también la de Job, Elías, Jonás o, más tarde,
la de un Nicodemo, María Magdalena, el apóstol Pedro y la de todos los hombres
de todos los tiempos? La experiencia de sus propias miserias y limitaciones, de
su lado oscuro, de su pecado ¿no es común a todos los humanos?
24
Sin embargo, el corazón del hombre aspira a la pureza. ¿Cómo explicar
entonces que la impureza entre en ese corazón tan fácilmente?
De hecho la impureza penetra de diversas maneras, no siempre fácilmente
observables, en las tres potencias del alma humana: en la memoria, por el olvido;
en la inteligencia, por el error; en la voluntad, por el miedo.
1 Sal 50,12.
LA IMPUREZA DE LA MEMORIA: EL OLVIDO
Hacia el año 107 de nuestra era, Ignacio de Antioquía, de camino a Roma
donde sería martiri-zado, escribe a los cristianos: «Hay dentro de mí un agua
viva que murmura: ¡ven al Padre!2». San Ignacio no ha temblado frente a la
muerte, su corazón filial sabía que iba al Padre, y por tanto a una Vida más fuerte
que la muerte. Ignacio conocía el sentido y el fin de su vida porque nunca había
olvidado su origen.
Por el contrario, el hombre que olvida que Dios es Padre olvida su propia
identidad de hijo. Aislado de su fuente, se convierte en huérfano y ya no puede
recibir la vida que su Creador quiere darle en cada instante.
Cuando Dios purifica la memoria del hombre le devuelve la vida recordándole
su identidad de hijo.
Como en el caso del hijo pródigo que, siendo todo lo guardián de puercos que
era, es revestido por su padre con la túnica nueva de hijo, así el hombre
purificado por Dios recupera su dignidad de hijo y la superabundancia de la vida
para la que ha sido hecho. Lo que se produce entonces es una verdadera
resurrección: aparece el hombre que «estaba muerto y ha vuelto a la vida3».
2 Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos.
3 Lc 15,31.
LA IMPUREZA DE LA INTELIGENCIA: EL ERROR
Es la no-verdad, la ilusión, el error, la mentira, lo que oscurece la inteligencia
del hombre. Si se sostienen voluntariamente, hinchan el corazón del hombre y le
ciegan. Sólo la luz de la verdad puede curar de esta impureza.
«¡Tú eres ese hombre!» Sólo una palabra verdadera podía entrar en el corazón
de David, ence-rrado en su autojustificación...
Más tarde, un caso análogo se producirá con el pueblo reunido para escuchar
la exhortación del apóstol san Pedro, después de Pentecostés:
25
«Sepa con seguridad toda la casa de Israel, que Dios ha constituido Señor y
Cristo a este Jesús, a quien vosotros crucificasteis. Al oír esto se dolieron de
corazón y les dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: “¿Qué tenemos que hacer,
hermanos?”4».
La verdad purifica la inteligencia humana y abre el corazón al
arrepentimiento. Más aún, la verdad da al hombre una libertad nueva: «Si
vosotros permanecéis en mi palabra, [...] conoceréis la verdad, y la verdad os
hará libres5».
LA IMPUREZA DE LA VOLUNTAD: EL MIEDO
La parábola de los talentos nos habla de tres hombres a quienes su amo confía
una cierta suma de di-4 Hch 2,36-37.
5 Jn 8,31-32.
nero. A su vuelta, los dos primeros, que han hecho fructificar el dinero que les
entregó, podrán devolver al amo el doble de lo que recibieron. El tercero, por el
contrario, asustado6, ha enterrado el dinero y no podrá devolver nada más a su
amo. El miedo le ha-bía impedido recibir y dar con generosidad.
De hecho es el miedo lo que oscurece la voluntad del hombre y le hace incapaz
e acoger —y transmitir— el don del amor de Dios. Como un in-terruptor en un
circuito eléctrico en la posición
«off», el miedo impide la circulación del amor y empuja al hombre a buscar
sucedáneos en sus mé-
ritos y sus derechos, es decir, a encerrarse en sus enfados y sus rebeldías.
Cuando Dios purifica la voluntad del hombre, la libera de todo temor: «En el
amor no hay temor, sino que el amor perfecto echa fuera el temor7».
El testamento del padre Christian de Chergé, uno de los siete monjes del
monasterio de Tibhirine asesinados en 1996, ofrece un testimonio luminoso. En
estas líneas se revela un corazón puro:
«Si un día —y podría ser hoy mismo— fuese víctima del terrorismo, que
parece querer englobar ahora a todos los extranjeros que viven en Argelia, me
gustaría que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recordasen que mi vida estaba
ENTREGADA a Dios y a este país. [...]
6 Cfr. Mt 25,25.
7 1Jn 4,18.
26
»Mi vida no vale más que ninguna otra. Ni más ni menos. En todo caso, ya no
tiene la inocencia de la infancia. He vivido lo suficiente para saberme cómplice
del mal que parece prevalecer hoy en el mundo, incluso de ese que me golpeará a
ciegas.
Me gustaría, llegado el momento, tener ese lapso de lucidez que me permitiera
pedir perdón a Dios y a mis hermanos en humanidad, al mismo tiempo que
perdonar de todo corazón a quien atentase contra mí. [...]
» Sí, a ti también, amigo del último minuto, que no habrás sabido lo que
hacías. Sí, para ti también quiero este “Gracias”, y este a-Dios recibido de ti.
Y que nos sea dado reencontrarnos, buenos ladro-nes, en el paraíso, si así lo
quiere Dios, el Padre de todos nosotros [...] +Christian8».
Estas palabras nos muestran a un hombre libre, un hombre que se sabe hijo
de un Padre y por tanto hermano de los demás hombres —hasta del que le habrá
matado—; un hombre poseído por la verdad, incluso la que le hace ver su
complicidad en el mal; un hombre en fin que no tiene miedo: su vida, antes de
que se la quiten, ya ha sido ENTREGADA.
El amor excluye todo temor y nos hace libres para la entrega, hasta la ofrenda
de uno mismo.
8 Testamento del padre Christian DE CHERGÉ, escrito en Tibhirine (Argelia)
en 1994. Los siete trapenses fueron secuestrados y asesinados por un grupo
islámico en 1996.
III. LA NUEVA ALIANZA
27
EN CRISTO
Desde el primer pecado, el hombre tiene conciencia de su necesidad de ser
purificado. Conoce demasiado bien los frutos venenosos del error, del olvido y
del miedo que encierra su corazón. Sabe en el fondo de su ser que necesita ser
salvado. En el curso de la historia, su clamor se hará cada vez más vehemente:
«Destilad, cielos, el rocío de lo alto, derramad, nubes, la justicia,
que se abra la tierra
y germine la salvación1».
Y es el «sí» de una mujer, la Virgen María, lo que permitirá que Dios tome
nuestra carne. Misterio supremo de la misericordia de Dios: el Dios de la
eternidad entra en los límites del tiempo y de la historia.
1 Is 45,8.
¡Dios se hace hombre!
Ya han llegado los tiempos mesiánicos, el tiempo en que Dios va a cumplir su
promesa:
«Voy a tomaros de entre las naciones, voy a reu-niros de entre los pueblos y os
haré entrar en vuestra tierra. Rociaré sobre vosotros agua pura y quedaréis
purificados de todas vuestras impurezas. De todos vuestros ídolos voy a
purificaros. Os daré un corazón nuevo y pondré en vuestro interior un es-píritu
nuevo. Arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de
carne2».
En sus años de vida oculta en Nazaret, Jesús santificará los elementos
fundantes de la vida humana: la vida de familia, el trabajo, el descanso, la fiesta...
Luego, al cabo de treinta años, comenzará su vida pública anunciando el
Reino: «Convertíos, porque está al llegar el Reino de los Cielos3». Su anuncio
viene acompañado de milagros, de signos y prodigios.
Sin embargo, los hombres no comprenden.
Como una gallina cobija a sus pollitos bajo sus alas, Dios quería reunir a su
pueblo, pero el pueblo lo rechaza:
«El mundo se hizo por Él, y el mundo no le conoció. Vino a los suyos, y los
suyos no le recibie-ron4».
2 Ez 36,24-26.
28
3 Mt 4,17.
4 Jn 1,10-11.
Pero Dios no se resignará. Para devolver al hombre a la vida, Jesús acepta ir
hasta lo más profundo de las tinieblas y de la muerte. Está dispuesto a pagar el
precio con su propia sangre:
«Pero ¿por qué era preciso que el Mesías sufriese antes de entrar en su gloria?
Esta es la pregunta contra la que han tropezado los apóstoles, los primeros
discípulos; aquí estuvo el principio de su curación espiritual, pues el acto de fe
que se les concedió por el don del Espíritu Santo supone la curación de su
incapacidad para ver, de lo que el Evangelio llama ceguera, endurecimiento del
corazón. Los discípulos de Cristo terminan por entender que era preciso que el
Mesías sufriese antes de entrar en su gloria: los sufrimientos del Mesías no
terminan en sus miembros. Era preciso que la historia continuase y que esta
historia no fuese un vagabundeo desesperanzado, sino una historia de
compasión y de redención5».
Dios cumple fielmente su promesa: no solo quiere liberar al hombre de su
corazón de piedra, quiere crear en él un corazón nuevo, un corazón de carne.
JESÚS LAVA LOS PIES A SUS DISCÍPULOS
«Y mientras celebraban la cena [...], Jesús se levantó, se quitó el manto, tomó
una toalla y se la puso a la cintura. Después echó agua en una jo-5 Jean-Marie
LUSTIGER, La elección de Dios, Planeta, 1987.
faina y empezó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla
que se había puesto en la cintura. [...] Después de lavarles los pies se puso la
túnica, se recostó a la mesa de nuevo y les dijo:
“¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el Maestro
y el Señor, y tenéis razón, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Señor y el maestro,
os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros6».
Poco antes los discípulos habían estado discu-tiendo para averiguar quién era
el mayor de ellos y quién iba a poder sentarse a la derecha y a la iz-quierda de
Cristo en su gloria.
Pero el Reino de Dios no es un reino del más fuerte, no es un reino en que se
llega a los más altos puestos con la fuerza de los puños, no será un reino en que
quede satisfecho nuestro deseo de dominar. Jesús reina sirviendo:
29
«Yo estoy en medio de vosotros como quien sirve7».
En Jesús el gobierno se convierte en servicio: al lavar los pies a los discípulos,
se hace el más pequeño de todos. Jesús no solamente come con pu-blicanos y
pecadores, sino que llega hasta servirles: Dios elige el último lugar.
Charles de Foucauld había comprendido esto, buscaba siempre el último
lugar, o más bien «el pe-núltimo»: al lado de Cristo.
6 Jn 13,2-13.
7 Lc 22,27.
EL DON DEL CUERPO Y DE LA SANGRE
«Y tomando pan, dio gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: “Esto es mi
cuerpo, que es entregado por vosotros. Haced esto en memoria mía”. Y del
mismo modo el cáliz, después de haber cenado, diciendo: “Este cáliz es la nueva
alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros”8».
Jesús, antes incluso de ser entregado a la muerte, da su cuerpo y su sangre, su
vida. Nadie se la quita, es Él quien libremente la entrega. En lugar de ser-virse de
sus discípulos, se entrega a ellos y por ellos. «Nadie tiene amor más grande que
el de dar uno la vida por sus amigos9».
Por el don de su cuerpo Jesús recuerda al hombre el significado esponsal del
cuerpo humano: ha sido hecho para servir al misterio del amor, misterio de
entrega y acogida recíproca.
En el cuerpo y la sangre de Jesús se sellará para siempre la nueva Alianza,
prometida por los profetas: Amós, Oseas, Isaías, Jeremías...; en todos se
encuentra la promesa de que, de Egipto, de Asiria y de otros lugares, vendrán los
paganos para adorar al Dios vivo. Sin suprimir la elección de Israel, la Nueva
Alianza se abrirá pues a dimensiones universales: será propuesta a todo hombre
dispuesto a acoger el amor de Cristo.
8 Lc 22,19-20.
9 Jn 15,13.
Dios se entrega hasta dejarse comer, literalmente. Eso parece tan inverosímil
que el hombre puede tener la tentación de echarse atrás. Como ocurrió hace dos
mil años: «Desde ese momento muchos discípulos se echaron atrás y ya no anda-
ban con él10».
Sin embargo, ¡si conociéramos el don de Dios!
30
El Señor decía a santa Catalina de Siena: «¡Hazte capacidad y yo me haré
torrente!» Tenemos que aprender a «hacernos capacidad», a dejar que se en-
sanche nuestro corazón para acoger el don de Dios.
Madre Teresa nos indica el camino de la oración:
«Ten el afán de orar y de sentir con frecuencia durante la jornada la necesidad
de orar.
»La oración ensancha el corazón hasta hacerlo capaz de contener el don que
Dios hace de sí mismo.
»Pide y busca, y tu corazón se hará lo bastante grande para recibirlo y para
guardarlo como tuyo11».
EL GRITO DE SED Y EL DON DEL ESPÍRITU
«¡ Tengo sed!» Según san Juan esta es la última palabra de Jesús en la cruz.
Jesús la dijo para que se cumpliese perfectamente la Escritura12, como un 10 Jn
6,66.
11 Franca ZAMBONINI, Madre Teresa, la mistica degli ultimi, Paoline, 2003.
12 Cfr Jn 19, 28.
cumplimiento de toda su vida. En cierto modo, po-demos decir que esta
palabra es su testamento.
«¡ Tengo sed!»: es lo que está escrito junto al crucifijo en todas las casas
fundadas por Madre Teresa. El Crucificado, hasta el fin de los tiempos, tiene sed
del amor del hombre. El Amor crucifi-cado continúa buscando al hombre,
incluso cuando este le da a beber el vinagre de sus reproches y amarguras.
Dios, el Amante Crucificado...
«Cuando probó el vinagre, [...] inclinando la cabeza, entregó el espíritu13». Ya
los Padres de la Iglesia vieron aquí la primera efusión del Espíritu Santo: Jesús,
al morir, se hace totalmente don; don en las manos del Padre y don para los
hombres. Así su último suspiro, su último gesto se hace entrega del Espíritu
Santo. De hecho este versículo bíblico puede traducirse así: «Inclinando la
cabeza, entregó el Espíritu». Es la primera Pentecostés, invi-sible ciertamente
para la mayor parte. San Juan, sin embargo, que estaba con María al pie de la
cruz, ha podido recoger este suspiro silencioso, este gesto elocuente: gesto último
del amor «ágape».
Así se unió la última palabra de Jesús a su gesto para testimoniar la misma
31
realidad: el amor apasionado que Dios tiene por el hombre. Palabra y gesto se
unieron en la pureza del corazón de Cristo para darnos a conocer la
transparencia del amor. «El 13 Jn 19,30.
eros de Dios por el hombre es al mismo tiempo en-teramente ágape 14».
EL CORAZÓN TRASPASADO
Después de la muerte de Jesús en la cruz, uno de los soldados le abrió el
costado con la lanza, «y al instante brotó sangre y agua15».
Atravesar el corazón de un cadáver: eso puede parecer una crueldad inútil,
gratuita. Extrañada por este hecho, Santa Catalina de Siena preguntó una vez a
Jesús: «Dulce Cordero, ya estabas muerto cuando te abrieron el costado. ¿Por
qué entonces has querido que te hirieran en el corazón, lo abrieran y se
derramase tu sangre en tanta abundancia?» Y Jesús le respondió: «He querido
revelaros por la apertura de mi costado el secreto de mi corazón, porque allí
había más amor por el hombre de lo que podría mi cuerpo mostrar en vida16».
Para Jesús, esta última herida, sufrida en la pasi-vidad total de su cuerpo
muerto, se convierte en un testimonio de su amor, de su «excesivo gran amor»
como dirá Isabel de la Trinidad. Y es precisamente en esta herida donde el
corazón enfermo del hom-14 BENEDICTO XVI, Deus caritas est, n.10, 2005.
15 Jn 19,34.
16 Cfr Jean-Miguel GARRIGUES, Dieu sans idée du mal, DDB, 1990.
bre encuentra su curación: «Por sus llagas hemos sido curados17».
Moisés había pedido a Dios «ver su gloria18».
Y Dios lo había metido en el fondo de una roca para que, al pasar Dios,
pudiese ver el reflejo de su gloria. El corazón abierto de Cristo es la nueva roca en
que el hombre puede gustar toda la ternura y la misericordia del corazón de
Dios: «Una vez abierto, este corazón no se cierra nunca19». El amor de Cristo
por el hombre, su nueva alianza, es irrevocable.
Según el Antiguo Testamento, la última impureza es la de la muerte. Pero del
corazón de Cristo muerto brotan las fuentes vivificantes del agua y de la sangre
—plenas de vida y de fecundidad— que liberan al hombre de toda impureza:
«Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de Judá y para los habitantes de
Jerusalén, para lavar el pecado y la impureza20».
Los Padres de la Iglesia han puesto esta escena en paralelo con la de la
32
creación del hombre: así como Eva fue sacada del costado de Adán, así la Iglesia
salió del costado del nuevo Adán. Esta es la nueva creación prometida por los
profetas.
17 Is 53,5.
18 Ex 33,18.
19 Revelación a Santa Margarita-M.ª ALACOQUE.
20 Za 13,1.
LA CURACIÓN DEL HOMBRE EN CRISTO
«Voy al Amor, a la Luz, a la Vida»: esas son las últimas palabras de Isabel de
la Trinidad. Como a muchos otros santos, durante toda su vida la consumió el
deseo de «ver a Dios». El encuentro con Cristo-Esposo iba a ser pues la
culminación de toda su vida. Sabía que iba a sumergirse en la pureza de Dios,
curación definitiva y radical de toda impureza:
Jesús, la Vida que triunfa sobre toda la muerte, Jesús, la Luz que disipa toda
tiniebla, Jesús, el Amor que desecha todo miedo.
Dichosa el alma que encuentra a Cristo…
IV. BIENAVENTURADOS LOS LIMPIOS
DE CORAZÓN...
«… PORQUE ELLOS VERÁN A DIOS» (Mt 5,8) A la pureza de corazón
corresponde una bienaventuranza, la de ver a Dios. Es una bienaventuranza que
remite al más allá, a la nueva tierra prometida, a la felicidad de la eterna visión
cara a cara.
«Éstos que están vestidos con túnicas blancas,
¿quiénes son y de dónde han venido? […] Éstos son los que vienen de la gran
tribulación, los que han lavado sus túnicas y las han blanqueado con la sangre
del Cordero. Por eso están ante el trono de Dios y le sirven día y noche en su
templo, y el que se sienta en su trono habitará en medio de ellos. Ya no pasarán
hambre, ni tendrán sed, no les agobiará el sol, ni calor alguno1».
Ya san Ireneo afirma: «La gloria de Dios es el hombre viviente, y la vida del
hombre es ver a 1 Ap 7,13-16.
Dios2». En el fondo, es la felicidad a la que todo hombre aspira. Pregustando
esta bienaventuranza el salmista exclama: «Más vale un día en tus atrios que mil
fuera3».
33
De hecho, el hombre de corazón puro hunde sus raíces ya desde ahora en la
eternidad. Por eso puede gustar ya en este mundo algo de la felicidad eterna,
como nos dice Benedicto XVI:
«La fe no es solamente un tender de la persona hacia lo que ha de venir, y que
está todavía totalmente ausente; la fe nos da algo. Nos da ya ahora algo de la
realidad esperada, y esta realidad presente constituye para nosotros una
“prueba” de lo que aún no se ve. Esta lleva el futuro dentro del presente, de modo
que el futuro ya no es el puro
“todavía no”. El hecho de que este futuro exista cambia el presente; el
presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercu-
ten en las presentes y las presentes en las futuras4».
Las virtudes teologales, fe y esperanza, son las que permiten al hombre
establecerse desde ahora en la promesa venidera, y la caridad es la que le permite
anticipar lo vivido. Así, la fe, alimentada por la explicación de las Escrituras y la
bendición del pan, permite a los discípulos de Emaús reconocer en su compañero
de camino a Aquel que creían muerto: Jesús, el Mesías. Y la felicidad de haberle
2 SAN IRENEO, Adversus haereses, IV,20,7.
3 Sal 84,11.
4 BENEDICTO XVI, Spes salvi, n.7, 2007.
visto les impulsa, en una renovada caridad, a volver a Jerusalén en ese mismo
momento5 —aunque ya debía ser tarde—, para compartir con los demás la buena
nueva de la Resurrección.
La fe y la esperanza purifican el corazón y le permiten «ver a Dios» ya en este
mundo; ciertamente no en su esencia, pero al menos en sus atri-butos6. El
hombre puede entonces percibir un reflejo de la gloria de Dios, incluso en las
situaciones más ordinarias de la vida cotidiana. Más aún, Dios puede revelarse
hasta en las situaciones difíciles, en los momentos de prueba y de sufrimiento en
que, a primera vista, parecería escondido o ausente. Esa será la experiencia de
Job…
Job: La visión en la incomprensión Job es un hombre íntegro y recto. Un
«valor seguro»: Dios sabe que puede fiarse de él, sabe que Job se apartará de
todo mal, que permanecerá fielmente unido a su Señor. Dios está tan convencido
de esto que permitirá a Satanás ponerle a prueba: Job será entonces vapuleado
34
por toda clase de ma-5 Cfr Lc 24,33.
6 Cfr Santa Faustina KOWALSKA, Petit Journal, Jules Hovine p.45 ss. Jesús
dirá a santa Faustina: «Lo que es Dios en su Ser nadie puede comprenderlo en
profundidad, ni el espíritu angélico, ni el humano. […] Conoce a Dios por la
contemplación de sus atributos». Poco después Jesús le revelará además que el
mayor de sus atributos es su misericordia.
les. Perderá sus bueyes, sus sirvientes, sus ovejas, sus camellos, sus pastos y al
fin hasta sus hijos y sus hijas.
Entonces Job, desgarrado por el dolor, cae al suelo y se prosterna
proclamando:
«Desnudo salí del vientre de mi madre
y desnudo volveré.
El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó.
Bendito sea el Nombre del Señor7».
El corazón de Job sigue firme. Pero Satanás no se conforma con eso; esta vez
hiere a Job con una úlcera maligna en todo su cuerpo. Job es todo sufrimiento,
su misma vida está en peligro.
Llega entonces su mujer y le aconseja maldecir a Dios; luego sus amigos,
aparentemente bien in-tencionados, que intentan hacerle reflexionar sobre el
origen de sus males: ¿no será que Dios quiere castigarle? ¿No habría Job
cometido el mal de una manera u otra, y estaría sufriendo el castigo de Dios? Y
afirman: «Porque Él conoce a los hombres falaces y viendo la maldad, ¿no la
tendrá en cuenta?8» Dios no va a ser tan benevolente…
En su aflicción, Job se queda solo, pero su corazón puro le permite resistir a la
tentación de creer a sus (falsos) amigos. Aun desgarrado por el sufrimiento, Job
rechaza de manera categórica las cari-7 Jb 1,21.
8 Jb 11,11.
caturas, las falsas imágenes de Dios que sus «con-soladores» intentan
presentarle:
«¿Cómo seguís con vuestros consuelos vanos?
Falsas me resultan vuestras respuestas9».
Dios parece ausente, y sin embargo Job decide confiar en Él:
«… Si voy al oriente, Él no está allí; si al occidente, no lo percibo.
35
Si me dirijo al norte, no lo diviso;
si me vuelvo al sur, no llego a verlo.
Ya que sólo Él conoce mi conducta,
que me pruebe en el crisol, y saldré como el oro.
A sus huellas se adhieren mis pies,
sigo su camino sin torcerme.
Del precepto de sus labios no me aparto, En mi seno guardo las palabras de su
boca10».
Job confía en Dios, pero no le comprende. La lucha se convierte, por decirlo
así, en una lucha entre Job y Dios. ¿Por qué el sufrimiento, por qué esta
injusticia de la aparente prosperidad del impío mientras el justo sufre angustias
de muerte? ¿Por qué no interviene Dios para cambiar el curso de las cosas?
¿Cuánto tiempo todavía?
Curiosamente, la gran revelación surgirá para Job en el mismo centro de su
incomprensión. Él reconoce no comprender las obras grandiosas de 9 Jb 21,34.
10 Jb 23,8-12.
Dios e ignorar los pensamientos de Dios que le su-peran. La sabiduría de Dios
es cegadora para sus pobres ojos. A la manera de un hombre impresio-nado al
observar el sol en su zenit, será en la incomprensión de Dios donde Job
atestiguará haberle visto al fin:
«Solo de oídas sabía de ti,
Pero ahora te han visto mis ojos11».
Antes, Job conocía a Dios a través de lo que se le había dicho; había acogido
los mandamientos divinos y procurado observarlos fielmente. Pero en el corazón
del sufrimiento tendrá la experiencia de Dios. En adelante podrá hablar de lo que
ha visto con sus propios ojos, podrá ser testigo del que ha conocido, por así decir,
personalmente.
La creación, presencia de inmensidad Si el desierto es el lugar simbólico de la
purificación, la Tierra Prometida es el lugar de la visión: tierra que mana leche y
miel, tierra fecunda y de una vegetación exuberante.
Eso es cierto en sentido figurado. Pero no única-mente.
¿Quién de nosotros no ha quedado cautivado alguna vez por la belleza de un
paisaje, la inmensi-11 Jb 42,5.
36
dad del océano, la majestad de un acantilado o de una montaña, la ternura de
un prado florido o de un bosque silencioso, la pureza de un lago o de una colina
nevada? ¿Quién no ha quedado en suspenso alguna vez por la luminosidad, la
pureza, los perfumes y los mil encantos de la naturaleza?
De hecho, la belleza de la naturaleza refleja la belleza original de la creación.
Los espacios verti-ginosos del universo abren la inteligencia humana a
horizontes ilimitados, le hacen presentir los ecos lejanos de los mundos creados
por la única Palabra. El esplendor de la creación conmueve al hombre hasta las
raíces de su ser, le conduce a sus orí-
genes, a la fuente misma de la vida, al principio: al gesto de Dios que crea, y a
la alegría agradecida del hombre creado.
La creación revela al hombre la verdad sobre sí mismo: ya no es el «Pienso,
luego existo» de Des-cartes, sino el «Soy pensado, luego soy» de la criatura
ligada a su Creador. En la inmensidad de la creación el hombre puede
reconocerse criatura, querida y amada por su Creador.
Por esa vía, el hombre comprende que no ha sido hecho solamente para las
«pequeñas satisfac-ciones» incapaces de hacerle feliz de forma dura-dera. En el
esplendor de la inmensidad de la creación presiente la grandeza de su destino
último. Es así como el hombre se sumerge espontáneamente en el asombro, la
contemplación, el agradeci-miento, la alabanza, la adoración.
La gratuidad, gozo de la belleza
En el «Día de la madre» ¿qué le vamos a regalar a la nuestra? ¿Un cacharro de
cocina, un electrodo-méstico o un ramo de flores?
La cuestión parece banal, pero es interesante:
¿cómo se explica que el ramo de claveles —que se marchita en poco tiempo—
le haga más ilusión que una freidora nueva (tan útil y eficaz)? Simplemente a
causa de su belleza y su gratuidad.
La belleza y la gratuidad son fines en sí mismos.
Una sociedad que toma cada vez más como ins-trumento de medida la
utilidad y la eficacia está en peligro de deshumanizarse. El utilitarismo acaba
siempre por minusvalorar al hombre, pues le juzga no según lo que él es, sino
según lo que hace o lo que tiene.
Pero todas las necesidades profundas del corazón humano están marcadas por
37
la gratuidad: la alegría, el juego, la fiesta, la contemplación… ¡El hombre no es
solo materia!
El gozo que da la belleza es su gratuidad: se da gratuitamente a quien quiere
acogerla, pero se escapa a quien quiere dominarla. Se abre a quien se le acerca
con humildad y respeto, pero se niega a quien quiere apropiársela, como una flor
que se marchita cuando se la aprieta ansiosamente sobre el corazón.
Así también Dios, Belleza suprema, no se da más que en la gratuidad. No
puede nadie apode-rarse de Dios. No se le puede instrumentalizar.
Quien es limpio de corazón desea contemplar a Dios sin querer por eso
instrumentalizarlo. Gratuitamente. Por ser Él quien es. Y la contemplación de la
Belleza divina se abre al canto de la alabanza y al silencio de la adoración: gestos
gra-tuitos por excelencia, gestos humanizadores por excelencia.
Unificación, simplicidad, unicidad
«Elías se dirigió a todo el pueblo y dijo: ¿Hasta cuándo andaréis cojeando con
dos muletas?12» De hecho, el profeta reprocha al pueblo que quiera ve-nerar al
mismo tiempo a las divinidades paganas y al Dios de Israel. Pero el Dios de Israel
es Uno.
«Cojear con dos muletas» quiere decir «Tener el corazón dividido».
Por el contrario, adorar al Dios único es lo que unifica el corazón del hombre.
Lejos de estallar en mil pedazos, mil cuidados, mil ocupaciones, mil
distracciones que dispersan toda su energía, el corazón que se deja atraer por el
Dios único es de hecho él mismo unificado: todo su ser es «re-cogido», reunido,
y dirigido en una sola dirección.
¿No tiene el hombre de hoy particularmente necesidad de esta unificación
interior, y de la paz interior que de ahí resulta?
12 1R 18,21.
El filósofo Soren Kierkegaard definió la pureza de corazón como «querer una
cosa, una sola».
Querer una sola cosa unifica y simplifica. De hecho, la pureza de corazón es
hermana de la senci-llez. Las dos excluyen toda duplicidad: Cojear con dos
muletas, tener un doble lenguaje, mirar una cosa y desear otra, decir una cosa y
hacer otra… la duplicidad tiene muchas caras.
El corazón puro y sencillo no quiere más que
38
«una cosa, una sola».
En fin, en el reflejo de la mirada de Dios el hombre se verá a sí mismo como
único. Otros podrán hacer su trabajo, ocupar su sitio, pero nunca nadie podrá
sustituirle en lo que él es: un ser maravillosa-mente único. Incluso los gemelos
monocigóticos, a pesar de su material genético común, no serán sino dos
personas completamente distintas, cada una absolutamente única: lo que las
distingue representa más que lo que les es común. Hay en efecto una relación
entre unicidad, simplicidad e identidad, pero a eso volveremos después…
«… PORQUE ELLOS “SE DEJARÁN VER” POR DIOS»
Al leer el discurso de Jesús en la montaña se puede observar que algunas
bienaventuranzas se expresan en voz pasiva:
«Bienaventurados los que lloran, porque serán
[consolados.
Bienaventurados los que tienen hambre y sed de
[justicia, porque quedarán saciados.
Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados
[hijos de Dios13».
En efecto, se trata aquí de una pasiva «divina»: el sujeto implícito de la frase
es Dios mismo. Es un modo de decir bien conocido en el Antiguo Testamento: se
pone la frase en pasiva para evitar pro-nunciar el nombre sagrado de Dios. Decir
«serán consolados» es lo mismo que decir «Dios los con-solará, Dios los saciará,
Dios los llamará hijos», etc.
La bienaventuranza de los limpios de corazón no está formulada en pasiva; sin
embargo, la pasiva puede dar una variante de lectura. Sería: «Bienaventurados
los limpios de corazón, porque serán vistos por Dios», o mejor «porque se
dejarán mirar por Dios».
Dios se complace en posar su mirada sobre su creación. En Dios, mirar es
amar. Por eso la mirada de Dios revela al hombre todo lo que el hombre vale. El
santo Cura de Ars dice: «Se reconoce el valor de una cosa por el precio que ha
costado; Jesucristo contempla en un alma pura el precio de su sangre14». En
efecto, Dios quiere y defiende al hombre como a la niña de sus ojos: «Quien os
toca a vosotros toca a la niña de mis ojos15».
13 Mt 5,3 ss.
39
14 Gérard ROSSÉ, Der Pfarrer von Ars an Seine Gemeinde, Neue Stadt, 1980.
15 Za 2,12.
En Jesús esta mirada de amor de Dios toma carne, se hace «física» por así
decir. El juego de las miradas llenas de ternura entre Jesús y sus discípulos —
desde las primeras llamadas— no escapa al evangelista san Juan:
«Jesús le miró y le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan”16».
«Vio Jesús a Natanael acercarse […]. Natanael le contestó: “¿De qué me
conoces?” Respondió Je-sús y le dijo: “Antes de que Felipe te llamara, cuando
estabas debajo de la higuera, te vi”17».
¡Cuántas veces una simple mirada de Jesús ha-brá transformado una vida
humana! ¡Cuántas con-versiones, consuelos, curaciones, resurrecciones
interiores, como fruto de una simple mirada de Je-sús a una persona!
«Lo inusitado en la mirada de Jesús y que conver-tía a los hombres, era que al
fin se dirigía a ellos una mirada como un agua viva, esta agua del Espíritu en la
cual renacían, en la que se reconocían tal como la voluntad del Padre les ve en su
designio eterno18».
El arrepentimiento
Tomando la palabra, dijo Pedro a Jesús: «“Aunque todos se escandalicen por
tu causa, yo nunca 16 Jn 1,42.
17 Jn 1,47-49.
18 Jean-Miguel GARRIGUES, o.c., p. 69.
me escandalizaré”. Jesús le replicó: “En verdad te digo que esta misma noche,
antes de que cante el gallo, me habrás negado tres veces”19».
Pedro está seguro de sí mismo. Él es el jefe de los apóstoles. Quién sabe: tal
vez Jesús le ha elegido por su competencia, por su inteligencia, por su valentía, o
por el conjunto de sus méritos; ¿o quizá por su madurez? A la vista está que
Pedro se cree más fuerte, más valiente, más íntegro, más… que los de-más. No
tiene necesidad siquiera de hacer una
«censo de sus guerreros» como el rey David, da por supuesto que puede
contar con sus propias fuerzas:
«Aunque tenga que morir contigo, jamás te negaré».
En realidad su corazón está ciego, endurecido por el orgullo. Menos mal que el
canto del gallo le despierta de sus fantasías y le recuerda la mirada de Jesús. De
40
la belleza transparente de la mirada de Jesús nace el arrepentimiento:
«Es el conocimiento de Dios lo que hace nacer el sentido del pecado, y no a la
inversa […] Tal es el comienzo del arrepentimiento: una visión de belleza, y no de
fealdad. Una conciencia de la gloria de Dios, y no de mi propia miseria20».
Arrepentirse no es mirar hacia abajo, a nuestras imperfecciones, sino hacia lo
alto, hacia el amor de Dios; no hacia atrás, y llenarse de reproches, sino hacia
delante, con confianza. Es mirar, no lo que no se ha logrado ser, sino lo que
todavía se puede 19 Mt 296,33-34.
20 Kallistos WARE, Le royaume interieur, Cerf, 1993.
llegar a ser con la gracia de Cristo. El orden de los acontecimientos no es pues
arrepentirse primero para acercarse después a Cristo; por el contrario, solamente
cuando la luz de Cristo entra en nuestra vida comenzamos a comprender
verdaderamente nuestro pecado.
No se trata necesariamente de una crisis emo-cional, y aún menos de un
acceso de remordimien-tos, sino de una conversión, de un volver a centrar
nuestra vida en Dios.
«El arrepentimiento no es desaliento, sino espera ardorosa; no es el
sentimiento de estar en una calle sin salida, sino de haberla encontrado; no es el
odio de sí, sino la afirmación de nuestro verdadero “yo”, hecho a imagen de Dios.
San Juan Clí-
maco dirá que “el arrepentimiento es hijo de la esperanza, y de la renuncia a la
desesperación”21».
El arrepentimiento es pues una «aflicción feliz», una pena impregnada de
alegría. En el fondo, se trata de pasar de las tinieblas a la luz. En las lágri-mas del
que se arrepiente hay un anticipo de la felicidad del cielo, una experiencia del
Reino de los cielos que ya está actuando entre nosotros.
Revestidos de su belleza
Cuando un alma se acerca a Dios, no experi-menta solo conciencia de su
pecado, sino que se ve 21 Ibid.
revestida también de una nueva belleza. Al mirarla, Dios reviste al alma de su
propia belleza. Juan de la Cruz ve en los «ojos del Esposo» la misericordia divina
que «inclinándose al alma […], imprime e infunde en ella su amor y gracia, con
que la hermo-sea y levanta tanto, que la hace consorte de la misma Divinidad
41
(cfr. 2Pe 1,4)22».
La belleza de la esposa es pues la del Esposo mismo. El Amado del Cantar de
los cantares exclama: «¡Qué hermosa eres. Amada mía, qué hermosa eres!23», y
Gregorio de Nisa precisará: «Ya te has embellecido, acercándote a mi luz, pues
esta proximidad te ha hecho participar en la Belleza24».
El contacto con Dios embellece el alma, a veces en tal grado que incluso el
cuerpo transparenta algo de esta belleza. La mirada luminosa de Madre Teresa
irradiaba la belleza de Dios. Puede ser que su rostro lleno de arrugas no haya
figurado nunca en las revistas de modas; no por eso ha dejado de impresionar su
belleza particular a todos los que han podido acercarse a ella.
La identidad
Al final se abría el huevo. «¡Cua, cua!» gritaba el pequeño al salir; era muy
grande y muy feo. La 22 JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, (A) 23-3.
23 Ct 4,1.
24 GREGORIO DE NISA, Homilía IV.
pata lo miraba: «¡Es espantosamente gordo y gris; este pollo no se parece a los
demás!»
El patito feo llevará una vida dura. Aunque sabe nadar como los demás
patitos, es despreciado por todos a causa de su fealdad. Todos se burlan de él, y
acaba por ser excluido de toda vida social. Es perseguido, no solo por la familia
de los patos, sino incluso por las gallinas y los hombres…
Con todo, una tarde verá algo maravilloso: unas grandes aves blancas,
majestuosas, de una belleza deslumbrante como nunca antes había visto: son los
cisnes. Abren sus magníficas grandes alas y, bajo la mirada de asombro del patito
feo, vuelan a tierras más cálidas, cruzando la inmensidad de la mar. El patito no
sabe cómo se llaman esas aves ni a donde van. Pero queda cautivado, como fuera
de sí, ante tanto esplendor… y guardará siempre la nostalgia, aunque muy pronto
se ve otra vez sumergido en el gris de su vida cotidiana, hecha de sufrimiento y
rechazo. Además, ¡qué frío hace en invierno!
Menos mal que, después de este tiempo inver-nal tan duro, se acerca la
primavera. Entonces el patito tiene una nueva experiencia, sin saber muy bien
cómo: sus alas comienzan a sostenerle en el aire… ¡sabe volar! Y va a aterrizar en
un lago donde se sentirá misteriosamente atraído por…
42
¡los cisnes! ¡Ah! ¡No había olvidado esas aves magníficas! Fascinado por su
presencia, supera su temor, diciéndose que mejor era ser presa de sus picos que
sufrir los picotazos de patos y gallinas.
Intimidado, se acerca: ya hunde su pico en el agua esperando ser agredido.
Pero ¡qué ve en el reflejo del agua! Él ve su propia imagen: ya no es el patito feo y
gris de antes, se ha vuelto todo blanco; ¡es un cisne! ¡Esas magníficas aves
blancas… son… de su misma raza!
Él había nacido de un huevo de cisne. En adelante… ¿qué importa haber
nacido en un gallinero cuando uno ha salido de un huevo de cisne?25
En cada uno de nosotros duerme un patito feo que necesita comprender que
ha nacido para entrar en la plenitud de la vida para la que ha sido hecho.
El hombre fue creado a imagen de Dios, es «de la raza de Dios» aunque no lo
sepa. Pero una vez que tiene la gracia de recibir siquiera sea un
«flash» de esta verdad, guardará la nostalgia para siempre. En el encuentro
con la mirada de su Dios, en la pupila de los ojos de su Dios, el hombre verá el
reflejo de lo que él es en verdad: en la mirada de su Padre descubrirá su dignidad
de hijo.
Entonces… ¿qué importa haber sido porquero si se es hijo del Padre?
«Ya que en él nos eligió antes de la creación del mundo para que fuésemos
santos y sin mancha en su presencia, por el amor; nos predestinó a ser sus hijos
adoptivos por Jesucristo26».
25 Según el cuento de Hans-Christian ANDERSEN, El patito feo.
26 Ef 1,4-5.
«… PORQUE VERÁN “COMO VE” DIOS»
El corazón puro sumerge su mirada ya desde ahora en la eternidad: entra de
algún modo en el misterio de la Trinidad. Su propia mirada sobre los demás
quedará impregnada de ese modo de ver: en este sentido, verá «como ve Dios» y
posará «la mirada de Dios» sobre los demás. Su mirada es una mirada profética:
ve al otro como Dios le ve. Al final de su vida, san Josemaría Escrivá clamaba así
en su oración: «¡Que yo vea con tus ojos, Cristo mío! ¡Jesús de mi alma!27» Y en
verdad esa era ya su mirada, la de Cristo.
Del respeto de la alteridad a la comunión Dios se revela al hombre como el
TÚ absoluto. El que se pone ante el hombre y le da así la posibilidad de mirarse.
43
El filósofo Martin Buber dirá: «Es en el Tú donde el hombre descubre su Yo»;
dicho de otro modo, es en el frente a frente, en la distinción, como el hombre
encuentra su propia identidad. El reconocimiento de su propia identidad así
como la del otro es el fundamento de toda comunión verdadera.
La Trinidad es esta comunión perfecta de las tres personas divinas, donde en
un movimiento eterno de amor, en una relación de ser-para-el-otro, en una
unión bienaventurada, el Padre, el Hijo y el Espí-
27 Cfr J.M. CEJAS, Vida del B. Josemaría, Rialp, 1992, p. 209.
ritu Santo son tres personas distintas, sin fusión ni confusión posibles.
La pureza de corazón favorece el amor de sí mismo (que no es lo mismo que el
amor propio) y permite al mismo tiempo el respeto del otro en su alteridad.
Excluye todo intento de seducción o dominación del otro; no busca asimilarle en
una fu-sión que niega toda distancia. La pureza permite por el contrario esa
pausa de distancia y discreción que caracteriza el respeto al otro, y que se
encuentra en la base de toda comunión.
La benevolencia
La mirada de Dios es una mirada de bendición, una mirada directa y
benevolente. Karol Wojtyla definía la benevolencia como «el desinterés en el
amor; no el “te deseo como un bien”, sino el “deseo tu bien”, “deseo lo que es un
bien para ti”28».
En el fondo la benevolencia es el reflejo de la bondad del Padre. Es la mirada
del Padre a sus hijos, una mirada que quiere el bien del otro, que no quiere más
que su bien.
Es una mirada, por así decir, «sin idea del mal», una mirada en la cual «el
pecado no entra de ninguna manera29».
28 Karol WOJTYLA, Amor y responsabilidad, Palabra, 2008, p. 104.
29 J.M. GARRIGUES, o.c., p. 69.
«Todos nosotros, incluso cuando estamos llenos de esperanza, incluso cuando
actuamos según el Espíritu de Dios, tenemos siempre en cuenta la parte del mal
en nuestras consideraciones. Los santos lo hacen cada vez menos. Les es dada
una pru-dencia sobrenatural según la cual cada vez lo con-sideran menos30».
No se trata de una mirada «ingenua», incapaz de ver la verdad, sino más bien
de una mirada espe-ranzadora, dirigida incluso al más gran pecador; una mirada
44
que ve con esperanza todo el bien de que una persona es capaz y que con la
gracia de Dios puede realizar todavía. Es una mirada que ve a la persona en su
desarrollo, en su posible porve-nir, una mirada profética que no se desespera ja-
más.
Cuanto más se deja purificar un corazón, más profundamente entra en esta
mirada benevolente de Dios dirigida a todos los hombres.
La compasión
La compasión de Dios está ligada a su misericordia. «Compasión» significa
literalmente «sufrir con», y «misericordia»: «dar el corazón al misera-ble». La
imagen habla por sí sola: Dios «se inclina sobre la miseria» del pobre, para
«sufrir con» él. Es 30 Ibid.
un Padre con corazón de madre: sus entrañas se de-jan conmover por el
sufrimiento del pequeño, del débil, del enfermo, del pecador. Lejos de juzgarle,
se mueve a compasión por él.
Del mismo modo, el corazón puro no se echa atrás ante la fealdad, y lejos de
temer contagiarse, está pronto para bajar hasta la miseria del otro, dispuesto a
acompañarle en su sufrimiento, sin juzgarle ni despreciarle, sino reconociendo
por el contrario en el más pobre la presencia misma de Cristo.
Madre Teresa decía: «Necesitamos un corazón puro para reconocer a Cristo
en las apariencias de miseria de nuestros hermanos y hermanas. […] Un corazón
puro reconoce fácilmente a Cristo en el hambriento, en el sin techo, el desnudo,
solo, inde-seado, no amado, el leproso, el alcohólico, el hombre tirado en la calle,
sin protección, hambriento de pan y de amor… Un corazón puro está libre para
servir, un corazón puro está libre para amar».
Un corazón puro ve «como ve» Dios…
A MODO DE CONCLUSIÓN
A lo largo de estas líneas hemos podido percibir mejor que la pureza de
corazón, antes que el fruto de un esfuerzo o la defensa de algo que se tiene, es un
don de Dios.
Quizá algún lector haya descubierto, al hilo de estas páginas, una perla
escondida…
El Corazón traspasado de Cristo, esta es la perla escondida que merece que se
renuncie a todo para adquirirla. En este Corazón herido encontramos la
45
curación, en el agua y la sangre que brotan de él, la vida en sobreabundancia. A
través del Corazón abierto de Jesús se revela la última palabra de Dios al
hombre: «Te amé y me entregué por ti1».
Nuestro corazón puede dejarse atraer y moldear desde ahora por el Corazón
de Cristo. Se encontrará así sumergido en su pureza; y pregustará allí algo de la
bienaventuranza futura.
1 Cfr Ga 2,20.
¿Quién mejor que la santísima Virgen se dejó revestir así de la pureza de Dios?
¿Quién mejor que Ella como guía y mediadora en ese camino?
A modo de conclusión, confiémonos a la Virgen Inmaculada, con una plegaria
del padre Leonce de Grandmaison:
«Santa María, Madre de Dios,
Guárdame con corazón de niño
Puro y transparente como una fuente.
Consígueme un corazón sencillo
Que no se detenga en las tristezas.
Un corazón magnánimo para darse.
Tierno para la compasión.
Un corazón fiel y generoso
Que no olvide ningún bien
Y no tenga rencor por ningún mal.
Hazme un corazón dulce y humilde
Que ame sin esperar recompensa.
Contento de desaparecer en otro corazón Ante tu divino Hijo.
Un corazón grande e indómito
Que no se cierre ante la ingratitud
Que no se canse ante la indiferencia.
Un corazón desvelado por la gloria de Jesucristo Herido por su amor
Sin que se cure su herida hasta el cielo».
PARA SEGUIR ADELANTE…
Benedicto XVI, Deus caritas est, 2005
Benedicto XVI, Spes salvi, 2007
Karol Wojtyla, Amor y responsabilidad, 1985
46
Teresa de Jesús, Obras completas
Teresa de Lisieux, Obras completas ESTE LIBRO, PUBLICADO POR
EDICIONES RIALP, S.A.,
ALCALÁ, 290, 28027 MADRID,
SE TERMINÓ DE IMPRIMIR
EN GRÁFICAS ANZOS, S.L.,
FUENLABRADA (MADRID),
EL DÍA 1 DE SEPTIEMBRE DE 2009.
47
Índice
MADRID 5
EN CRISTO 28
48

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  • 5. MADRID Título original: Le secret de la pureté du coeur © 2008 by Editions des Beatitudes © 2009 de la versión castellana realizada por MIGUEL MARTÍN by EDICIONES RIALP, S.A. Alcalá, 290. 28027 Madrid. Con licencia eclesiástica de Mgr Pier Giacomo Grampa, obispo Lugano, 16-XII-07 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Fotocomposición: MT Color & Diseño, S. L. ISBN eBook: 978-84-321-3907-9 Depósito legal: M. Impreso en España Printed in Spain Anzos, S. L. - Fuenlabrada (Madrid) INTRODUCCIÓN 1. ¿LA PUREZA... ¿Qué tienen en común un yogourt natural y la pureza de corazón? ¡Vaya una pregunta sorprendente para entrar en el asunto! Sin embargo, vamos a permitirnos el riesgo de hacer una encuesta imaginaria con el se- ñor o la señora «Todoelmundo»: ¿habrá alguna relación entre el yogourt natural y la pureza de corazón? Al margen de la revelación judeo-cristiana Escuchemos en primer lugar a la señorita X: simpatizante con el budismo, acepta sus principios. Como vegetariana que es, se abstiene rigurosa-mente de toda carne y, en la medida de lo posible, de todo producto de origen animal, por tanto también de lacticinios. Ha hecho suya la lógica de la reencarnación, se-gún la cual el hombre debe 5
  • 6. purificarse a través de sus propios esfuerzos. Su ascesis pretende sobre todo controlar las pasiones para desprenderse del mundo material, considerado en el fondo como algo malo. El cuerpo humano lo ve como una espe-cie de prisión que sujeta al alma y la tiene atada al universo material, es preciso por tanto desprenderse de él lo más posible, para ganar un mejor «karma» cuando el alma se reencarne. En suma, para la señorita X, «¡yogourt natural, no, gracias!». No facilitará la purificación de su espíritu. En cuanto a la señora Y, ella dice que es «tole-rante». Piensa que no hay por qué referirse «a la verdad», pues no hay más que «verdades». Dicho de otro modo, todas las religiones y creencias son equivalentes, con tal que se salvaguarde la libertad de elegir la que se quiera, como en un «buffet». El objetivo es el bienestar personal (la wellness, que dicen los iniciados): relajarse, meditar, pensar en positivo, cuidarse. Para la señora Y, sea bienvenido el yogourt natural: preferiblemente elaborado con leche «bio», enriquecido con calcio y vitaminas. Es muy rico y bueno para la salud, bueno para el bienestar y por tanto para la pureza interior, que ella prefiere llamar «armonía del ser». Pasemos al señor Z: marxista y ateo, quiere que recordemos la frase de L. Feuerbach: «El hombre es lo que come». Lo que viene a significar que el hombre es un tubo digestivo, ni más ni menos. Pura materia, ¡nada de espíritu! Por tanto, el señor Z no ve ningún problema en el yogourt natural, pero ¡no le hablemos de pureza de corazón! No entenderá nada. Para él, el corazón es una realidad anatómica y nada más. En la tradición judía En la tradición judía la «pureza» excluye en primer lugar toda mezcla. Es por otra parte un significado que se ha mantenido en el lenguaje corriente. Decimos que un metal es «puro» en el sentido de que no está mezclado con otro, por ejemplo el «oro puro» (entendemos enseguida qué significa eso, o como muy tarde cuando tenemos que pagarlo). En sentido bíblico, la pureza se refiere a evitar toda mezcla entre «lo que es sagrado, lo que pertenece a la esfera de Dios», de un lado, y «lo que es profano, lo que pertenece al tiempo o al espacio or-dinario», de otro. Sin embargo no se puede entender eso como una mera jerarquización de 6
  • 7. valores, es decir, como depreciación de lo que es profano. Se trata más bien de una distinción. En efecto, es la distinción lo que permite establecer la identidad. Dios crea separando: la luz de las tinieblas, el mar de la tierra... Dios mismo enseñará a su pueblo a respetar esta distinción entre lo sagrado y lo profano. De hecho la palabra hebrea kadosh —santo— significa «puesto aparte». El pueblo elegido fue puesto aparte para manifestar la santidad, la trascendencia absoluta de Dios. Este es el sentido profundo de los numerosos ritos y preceptos de pureza ritual. Esos preceptos serán también un camino de humildad, así el hombre recordará de un modo tangible que él es criatura y que no puede disponer de la vida propia ni la de otros que es el dominio de Dios por excelencia. De ahí los numerosos preceptos de pureza ritual que se refieren tanto al origen y defensa de la vida (la se-xualidad, la comida, la sangre), como a la muerte y a lo que a ella conduce (la lepra, el pecado). Volviendo a nuestro yogourt natural, la tradición judía no aceptará tomarlo de cualquier modo. La Ley dice en efecto: «No cocerás el cabrito en la leche de su madre1». Por eso no se consumirán carne y lacticinios en el curso de una misma comida. Al rechazar una costumbre que procedía de los cananeos (por tanto, idólatras), el pueblo elegido recuerda que ha sido puesto aparte para manifestar la unicidad de Dios2. Evitando comer al mismo tiempo la cría de la cabra y su leche (sus dos modos de dar la vida), se manifiesta que solo Dios es dueño de la vida. 1 Ex 23,19. Las citas bíblicas de este libro están tomadas de la Sagrada Biblia de la Universidad de Navarra, Eunsa, Pamplona 1997. 2 En un escrito cananeo titulado El nacimiento de los dioses aparece ese guiso como rito de fecundidad. (Cfr. la nota en la Biblia citada). Jesús también respetará las reglas y preceptos rituales, aunque denuncie muchas veces la interpretación injustamente legalista que prescinde del es-píritu de la Ley. Interpelado por algunos fariseos y doctores sobre exigencias puramente exteriores, Jesús no dejará de indicar el verdadero sentido de esas reglas (por ejemplo, mostrando que el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sá- bado; perdonando los pecados en sábado, puesto que se trata de salvar la vida; 7
  • 8. incluso comiendo es-pigas arrancadas con sus discípulos o sin lavarse las manos, etc.). La pureza cristiana Los primeros cristianos, procedentes del ju-daísmo, han seguido con naturalidad las reglas (ju-días) de pureza ritual. Sin embargo, la efusión del Espíritu Santo sobre los primeros paganos les hará tomar conciencia enseguida de la novedad radical y del alcance universal de la salvación que trae Cristo. Por lo demás, el Señor mismo, a través de una visión, invitará al apóstol Pedro a comer libremente de todo y a liberarse de escrúpulos relacio-nados con la pureza legal: «Lo que Dios ha purificado no lo llames tú profano3». El jefe de los 3 Hch 10,15. apóstoles comprenderá entonces que no debe temer tener trato con incircuncisos. Ciertamente su cuerpo, no habiendo sido circuncidado, es impuro según la Ley mosaica, pero Dios ha purificado sus corazones por la fe4. En adelante, es pues la fe en Jesucristo, muerto y resucitado, la que hará puro al hombre. En Cristo, la naturaleza divina y la humana, sin confundirse, están unidas para siempre, y el hombre es reconci-liado con Dios. Por su muerte y resurrección, Jesús ha vencido definitivamente a la muerte. En Él, todo hombre puede ya alcanzar la pureza de la vida divina. Por supuesto, a lo largo de la historia de la Iglesia, no han faltado interpretaciones erróneas en lo que se refiere a la pureza. Hubo sobre todo defor- maciones voluntaristas y legalistas, en las que el orgullo, incluso una cierta violencia, se podía ad-vertir. En la abadía de Port-Royal, feudo del janse-nismo, por ejemplo, se confundía «pureza» y «perfección exterior». Lo que haría decir a Blaise Pascal que las monjas que vivían allí eran «puras como ángeles y orgullosas como demonios». En verdad, más que una perfección puramente humana, la pureza es un don de Dios. En lugar de un esfuerzo voluntarista, requiere una actitud de acogida, hecha de humildad y de confianza filial. «La santa pureza la da Dios cuando se pide con hu-4 Cfr. Hch 15,9. mildad5». En el fondo, la verdadera pureza es la del corazón de Cristo: «Venid a mí todos los fatigados y agobiados, y yo os aliviaré. [...] Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas6». 8
  • 9. Precisamente es a través de este Corazón traspasado en la cruz como se desvelará el misterio escondido desde los orígenes, pronto a ser revelado en estos últimos tiempos: «Dios es Amor7». 2 ... DE CORAZÓN? En sentido bíblico, el corazón es el centro de la existencia humana. Se trata de lo más profundo del ser que es difícil de conocer para el hombre, pero que como en un árbol puede reconocerse por sus frutos: «... Todo árbol bueno da frutos buenos, y todo árbol malo da frutos malos. Un árbol bueno no puede producir frutos malos, ni un árbol malo producir frutos buenos. [...] Por tanto, por sus frutos los conoceréis8». En el corazón encuentra la persona su unidad y su orientación interior, su fuente de vida. En el pensamiento de san Pablo, el «corazón» corres-5 S. JOSEMARÍA ESCRIVÁ, Camino, 118. 6 Mt 11, 28-29. 7 1 Jn 4,16. 8 Mt 7, 17-20. ponde al «hombre interior», es la sede también de la voluntad, de la inteligencia, de la memoria, del temperamento y de la sensibilidad. Por eso Jesús puede decir: «Lo que sale del hombre es lo que hace impuro al hombre. Porque del interior del corazón de los hombres proceden los malos pensamientos, las for-nicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, los deseos avariciosos, las maldades, el fraude, la deshonestidad, la envidia, la blasfemia, la soberbia y la insensatez. Todas estas cosas malas proceden del interior y hacen impuro al hombre9». Sólo Dios conoce el corazón del hombre: «Señor, Tú me examinas y me conoces. Tú sabes cuándo me siento y me levanto. Penetras desde lejos mis pensamientos. [...] ¿Adónde alejarme de tu espíritu? ¿Adónde huir de tu presencia?10». El corazón es también el lugar donde habita Dios. Creado a imagen y semejanza de Dios, todo hombre lleva en sí «algo divino», y su corazón ex- perimenta en cierto modo la nostalgia de Dios y al mismo tiempo la capacidad de buscarle y cono-cerle. El hombre está hecho para la felicidad, para la 9
  • 10. «bienaventuranza», y su corazón presiente que no puede contentarse con una «pequeña felicidad efí- mera», sino que él ha sido creado para una felici-9 Mc 7, 20-23. 10 Sal 139, 1.2.7. dad capaz de llenarle totalmente y para siempre. «Nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti», decía san Agustín. Él que había buscado la felicidad de mil maneras y en tantos caminos equi- vocados, antes de encontrar, en su propio corazón, lo que —mejor aún, al que— buscaba: «¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y he aquí que tú estabas dentro de mí y yo fuera, y por fuera te buscaba; y de-forme como era me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no serían. Lla-maste y clamaste, y rompiste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume y respiré, y suspiro por ti; gusté de ti, y siento hambre y sed; me tocaste, y me abrasé en tu paz11». 3. LA PUREZA DE CORAZÓN ¿ES ALGO RESERVADO A LOS NIÑOS? Al pensar en la pureza de corazón quizá se nos represente la mirada transparente de un niño o la virginidad de una muchacha, como ejemplos de una inocencia e integridad que no ha sido aún con-taminada por el mundo de los adultos. 11 SAN AGUSTÍN, Confesiones X, 27. Se trata sin embargo de una noción bastante más amplia y que nos concierne a todos. En efecto, la pureza de corazón es el término y el fruto de un camino de purificación. Eso explica que incluso cri-minales como Jacques Fesch12 y mujeres de turbio pasado como santa María Magdalena o incluso personas de edad como el anciano Simeón13 pue-dan ser para nosotros modelos de pureza. En el fondo, la purificación es como una inmer-sión «por capas» en la pureza divina. En este sentido, la pureza, más que una situación estática, se nos presenta como un movimiento que nos sumerge cada vez más en la vida divina. Veamos ahora algunos ejemplos concretos para trazar este camino luminoso de vida y amor que se abre ante nosotros. Distintos personajes de la Biblia nos 10
  • 11. servirán de guía. 12 Cfr. J. FESCH, Dentro de 5 horas veré a Jesús. Palabra, Madrid, 2006. Condenado a muerte por asesinato, Jacques Fesch vivirá un encuentro con Cristo en la cárcel, y a partir de ahí, una rápida as-censión en la vida espiritual. 13 Cfr. el cántico de Simeón. Lc 2, 29-32: «Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz según tu palabra: porque mis ojos han visto tu salvación». I. ALGUNOS PERSONAJES BÍBLICOS «Y CONOCIERON QUE ESTABAN DESNUDOS» (Gn 3,7): ADÁN Y EVA Un día, algunos fariseos plantearon una cuestión a Jesús para tenderle una trampa. Sobre el divorcio, le preguntaron: «¿Le es lícito a un hombre repudiar a su mujer por cualquier motivo1?», al tiempo que le recuerdan que Moisés había permitido a los hijos de Israel redactar un acta de divorcio para repudiar a su mujer. La respuesta de Jesús va a ser en consecuencia tanto más irritante para ellos: «Moisés os permitió repudiar a vuestras mujeres a causa de la dureza de vuestro corazón; pero al principio no fue así2». Jesús pone en evidencia su dureza de corazón: el texto griego utiliza aquí la 1 Mt 19, 3. 2 Mt 19, 8. palabra sclerocardia. De hecho, la imagen habla por sí sola: la esclerosis del corazón dificulta la circulación de la sangre y la irrigación de los diferen-tes órganos vitales, y acaba por impedir la vida. De igual modo, la dureza de corazón obstaculiza el despliegue de la vida divina en nosotros. Según Jesús, el endurecimiento del corazón es la causa de la división en la pareja y del rechazo del otro: sin embargo —añadirá— «al principio no fue así». Jesús dirige a sus oyentes «al principio», al comienzo, literalmente a las primeras palabras de la Biblia. En efecto, la Palabra de Dios se abre con el relato de la creación, cuya cima será la creación del hombre: «A imagen de Dios lo creó; varón y mujer los creó3». El hombre fue por tanto creado a imagen de Dios, y al principio no había sclerocardia, no había dureza de corazón. Porque es ciertamente Dios quien crea al hombre. Pero ¿cuál puede ser el motivo que impulsa a Dios a hacerlo, qué utilidad puede reportar a Dios el hombre? Dios mismo no tiene origen: Él es, desde toda la eternidad. Dios es 11
  • 12. Trinidad: eterno intercambio de amor entre las tres Personas divinas: ¿qué podía faltar a su plenitud? De hecho el hombre no ha sido creado para col-mar ninguna carencia, sino por puro desbordarse del amor de Dios. Ha sido creado gratuitamente, para su propia felicidad, y toda la creación le estará 3 Gn 1, 27. sometida. Dios crea al hombre por amor y para el amor: para que el hombre pueda participar de la bienaventuranza de las tres Personas divinas, en su feliz comunión. Dios saca a Adán de la tierra, le insufla su espí- ritu y le pone en el jardín del Edén, presentándole las aves del cielo y las fieras salvajes para que el hombre les ponga nombre y domine sobre la creación. Pero —a pesar del estupendo esplendor de la creación— Adán no encuentra allí ningún seme-jante, nadie que pueda ayudarle. Sólo después de la creación de la mujer podrá exclamar maravillado: «¡Ésta sí es hueso de mis huesos y carne de mi carne!» Y continúa más adelante el texto: «Por eso, dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer y serán una sola carne4». Eso es lo que Jesús quiere recordar a sus oyentes: el designio original inscrito en el corazón de la primera pareja es el de la comunión, del asombro ante el otro, de la fidelidad y de la unión. Y el relato de la creación precisa: «Ambos estaban desnudos, el hombre y su mujer, y no sentían vergüenza5». Los dos estaban pues desnudos, absolutamente transparentes el uno para el otro. Dicho de otro modo, sus corazones y sus cuerpos eran como un libro abierto ante el otro, sin una sombra de disimu-4 Gn 2, 23-24. 5 Gn 2, 25. lo o cerrazón. Animados por una benevolencia mutua y una confianza total, no tenían necesidad de defenderse ni de protegerse del otro. Sin idea del mal, no sentían vergüenza el uno del otro. En el comienzo, pues, sus corazones eran puros: nada manchaba su confianza en Dios ni su comunión mutua. Es el primer pecado lo que va a introducir la impureza en el corazón humano: en efecto, por medio de la mentira («¡No moriréis en modo alguno!») y de la desconfianza de Dios («Es que Dios sabe que el día que comáis de él [del fruto 12
  • 13. del árbol] se os abrirán los ojos y seréis como Dios6»), la serpiente consigue seducir a la mujer, quien a su vez arrastra al hombre en su caída. Como consecuencia inmediata del pecado original, conocieron que estaban desnudos. Es decir, su mirada se abre al mal que en adelante verán en ellos mismos —de ahí la vergüenza— y en el otro —de ahí la necesidad de protegerse del otro. La duda sobre la bondad de Dios había oscure-cido su fe y su confianza en Dios, llevándoles a sospechar el mal incluso en Dios: por eso atenaza-dos por el miedo, se esconden cuando oyen los pasos de Dios en el jardín. En lugar de la transparencia original, es la impureza lo que invade el corazón del hombre. La impureza, en efecto, impide la clara visión de la ver-6 Gn 3, 4. dad, introduce la duda sobre la bondad de Dios y convierte el movimiento de entrega de sí en capta-ción o dominación del otro. A partir de ahí, el hombre intentará constante-mente esconder su debilidad y su pecado. La desnudez física se convierte en vergonzosa, pues es si-nónimo de «descubrimiento» de la herida profunda del hombre. Será necesaria la encarnación del Verbo —su venida al mundo, pobre y desnudo— para liberar el cuerpo del hombre del peso de la vergüenza. Más aún, a la luz de la encarnación del Hijo de Dios, el cuerpo del hombre se reviste de una nueva dignidad, absolutamente inaudita: los Padres de la Igle-sia7 podrán decir por tanto que «Dios se ha hecho hombre para que el hombre pueda hacerse Dios». Desde entonces, incluso la vestidura que lleva Cristo durante su vida terrestre —los evangelios hablan de una túnica sin costuras8— no será ya un medio para esconder el cuerpo, sino más bien un medio para cubrir un tesoro, para honrar la dignidad suprema del cuerpo del Hijo de Dios. En el momento de la crucifixión, cuando los soldados le arrancan a Jesús sus vestiduras para cla-varlo en la cruz, desnudo, es el centurión romano (¡un pagano!) quien verá transparentarse, en ese cuerpo desfigurado por los escupitajos y la sangre, el cuerpo mismo del Hijo de Dios. 7 San Atanasio y San Ireneo, entre otros. 8 Cfr. Jn 19, 23. Y el golpe de la lanza desnudará otra herida, la del Amor... El cuerpo de Cristo, desnudo en la cruz, levantará a Adán de su caída, le 13
  • 14. curará de toda verguenza, le revestirá de la dignidad de hijo. En el momento de la muerte de Jesús, el velo del Templo se rasga. El nuevo templo será en adelante el corazón del hombre, santuario donde Dios quiere tener su morada. La impureza de Adán y Eva será así transfigu-rada por la pureza de Cristo, nuevo Adán, y de la virgen María, nueva Eva, al pie de la cruz. «SI HOY ESCUCHÁIS SU VOZ, NO ENDUREZCÁIS VUESTROS CORAZONES» (Hb 3, 7-8): MOISÉS En el libro del Génesis hemos visto cómo la duda sobre la bondad de Dios oscureció la pureza original del corazón del hombre. Seducidos por la serpiente, Adán y Eva sucumben al pecado y se separan de la comunión con Dios. Asustado, el hombre se esconderá ante Dios, que sin embargo, es quien le ha dado la vida. Peor aún, separándose de su fuente, el hombre comenzará su vagabundeo por caminos de muerte. La muerte entra ya en el destino del hombre. Sin embargo, Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva9. Por mil y un ca-9 Cfr. Ez 18, 32. minos, Dios no dejará de proponer al hombre que vuelva a Él, para que recupere la pureza de la comunión original, en una efusión de amor recíproco, en un brote de vida siempre nueva. Así, a lo largo de la historia, Dios saldrá al encuentro del hombre para hacer alianza con él: a través de una alianza salvará a Noé de las aguas del diluvio, a través de una alianza dará descendencia a Abrahán. Y todavía por medio de una alianza confiará a Moisés las «Diez Palabras», como bali-zas para conducir a su pueblo por el camino de la Vida. «Yo soy El que Es» Un día preguntó santa Catalina de Siena a Jesús: «Señor, ¿quién soy yo para ti?». Jesús tendrá para ella esta respuesta tremenda: «Yo soy El que Es y tú eres la que no es». Esto es verdad para todos nosotros, pero sin duda solo un corazón purificado por la contemplación podrá acoger esa respuesta en toda su profundidad y reconocer maravillado su verdad. En la conversación con Catalina de Siena, Jesús añadirá inmediatamente: «Si tú existes, es porque Yo te he querido, puesto que tú eres lo que no es, y sin embargo eres; tu Creador y tu Dios es Amor: el ser que te doy viene del Amor que 14
  • 15. Yo Soy». Sin duda estas palabras hacen eco a otra revelación y son como una explicitación y profundiza-ción en ella. Esa otra revelación es pública y nos traslada miles de años atrás, más allá del desierto del Egipto, allí donde Moisés está guardando el ga-nado de su suegro. Moisés será testigo de un espectáculo insólito: una zarza arde y no se consume. El Señor le llamará desde la zarza: «¡Moisés, Moisés!», y Moisés responde: «Aquí estoy10». Moisés se encuentra de repente en la presencia de Dios. Se quita las sandalias y se cubre el rostro, consciente de que el lugar en que se encuentra es tierra sagrada. Está, por decirlo así, en un lugar de «alta tensión», sabe que no se puede ver a Dios sin morir11. Es entonces cuando Dios le revela su Nombre: «Dios dijo a Moisés: “Yo soy El que Soy”12». En efecto, en la tradición bíblica el nombre indica a la vez la identidad y la misión, la esencia misma de la persona. Y Dios se revela como El que Es. En Él, la esencia y el acto de ser se identifican; dicho de otro modo, Dios es el Ser, de Él recibe el hombre el ser. De hecho todo cuanto existe tiene su existencia recibida del que Es, Dios, fuente y cumplimiento final de todo ser viviente. Cuarenta años para alcanzar la esperanza Después de revelarle su Nombre, Dios confía enseguida una misión a Moisés: 10 Ex 2, 4. 11 Cfr. Ex 33, 20. 12 Ex 3, 14. «Así dirás a los hijos de Israel: “Yo soy” me ha enviado a vosotros [...] y me ha dicho [...]: “He visto lo que os hacen en Egipto; he resuelto sacaros de la opresión egipcia [...] a una tierra que mana leche y miel13». Los israelitas salen de Egipto durante la noche, como subraya varias veces el capítulo 12 del libro del Éxodo: «A media noche [...] Aquella misma noche [...] Noche de vela fue ésta para el Señor [...]14». Como en el caso de Abrahán, se trata de una ini-ciativa de Dios, que primero invita a su pueblo a dejar su país, a desprenderse del país de Egipto, país de esclavitud, para aceptar ponerse en camino hacia la libertad. Del mismo modo hablará san Juan de la Cruz de la purificación del alma que 15
  • 16. ocurre en la noche: habiendo perdido sus puntos de orientación habitua-les, el alma debe apoyarse más frecuentemente en Dios, desprendiéndose de su Egipto personal, de la esclavitud de su amor propio. En lo sucesivo, su único apoyo, su verdadera brújula será Dios, y la conducirá a la libertad. Los hebreos se ponen en camino, dispuestos a dejar atrás «las cebollas de Egipto», decididos a marchar en la noche apoyándose en la luz de Dios. El Señor intervendrá entonces con un signo gran-dioso: abriendo el Mar Rojo hará pasar a su pueblo 13 Ex 3, 14. 16-17. 14 Ex 12, 29-42. «extendiendo su diestra15» de la esclavitud a la libertad. Sin embargo, el camino será todavía largo antes de entrar en la Tierra Prometida: ¡cuarenta años de marcha en el desierto! Cuarenta años antes de tomar posesión de lo que Dios mismo había prome-tido. Podemos preguntarnos por qué era necesario ese «vagabundeo» de cuarenta años por el desierto. ¿Por qué no entraron en la Tierra Prometida inmediatamente después del éxodo? ¿No hubieran bas-tado, algunas semanas? Sabemos la historia de los exploradores... Estando ya cerca de la Tierra Prometida, Moisés envía doce representantes de las tribus de Israel para reconocer el país de Canaán. Volvieron cuarenta días después, y no vienen con las manos va-cías: «Cortaron de allí un sarmiento con un racimo de uvas que trasportaron con una pértiga entre dos, y también granadas e higos16». La Tierra Prometida es realmente un país de abundancia, un país que mana leche y miel... y sin embargo, al ver a los habitantes del país, diez de los doce exploradores pierden el valor. Ante los gi-gantes del país sienten miedo: «Todo el pueblo que vimos en ella son gente de gran estatura. [...] Nosotros nos veíamos como 15 Ex 15, 12. 16 Nm 13, 23. unos saltamontes, y lo mismo les parecíamos a ellos17». Sólo dos exploradores, Josué y Caleb, no se han dejado impresionar. Intentarán persuadir al pueblo para que tenga confianza y se apoye con firmeza en la promesa de Dios: «¡Subamos con decisión y apoderémonos de ella, pues sin 16
  • 17. duda lo consegui-remos!18». Sin embargo el pueblo prefiere seguir los razo-namientos humanos: «Ellos son grandes, nosotros pequeños... la relación de fuerzas no está a nuestro favor. Diez en contra y dos a favor... la mayoría debe tener razón...» En el fondo, les falta la audacia de la fe, les falta la fuerza de la esperanza, les falta la confianza en Dios. Serán pues necesarios cuarenta años... Cuarenta años para enseñar al pueblo la esperanza y la confianza, la espera paciente del don de Dios. En el fondo, ¿no ocurre lo mismo en nuestra vida espiritual? ¿No es acaso en la noche y en el desierto donde aprendemos a «cambiar de punto de apoyo», a no apoyarnos en nuestros cálculos humanos, sino en Dios? La duración de la marcha y la desnudez del desierto nos obligan a desprendernos de los goces su-perficiales para hacernos entrar en la búsqueda de la verdadera felicidad. Así se construye en nosotros 17 Nm 13, 32-33. 18 Nm 13, 30. la esperanza. Unifica nuestros deseos y nos permite mirar «más allá» del desierto, «más allá» del tiempo... Durante estos cuarenta años de marcha por el desierto, Dios va a dar a preparar en el hombre un corazón nuevo. Contrariamente al corazón autosu- ficiente de Adán que había tomado con prisa el fruto prohibido, el corazón purificado por la esperanza será un corazón filial que acoge el don pro-metido en el tiempo oportuno. Dios multiplica sus beneficios La purificación del corazón del pueblo tendrá lugar progresivamente. Como una escultura que el ar-tista «hace salir» del bloque de mármol que talla, ese «nuevo corazón» esculpido por el Artista Divino tomará forma a través de etapas decisivas. Sobre todo: el Creador quiere respetar la libertad de la que ha do-tado a su criatura. Y esta libertad incluye la terrible posibilidad de volverse atrás y separarse de Dios. De hecho, bastarán tres días de marcha para que los Hebreos comiencen a murmurar. Es un pueblo de memoria corta: acaban de celebrar el paso del Mar Rojo, reconociendo que Dios los ha salvado de la muerte: «El Señor es mi fuerza y mi vigor, Él me ha salvado19». Tan solo tres días después, frente a 19 Ex 15, 2. 17
  • 18. las aguas amargas de Mara20, parece haber olvidado ya los beneficios de Dios, y se pone a rezongar. Sin embargo, ninguna murmuración, ninguna rebeldía, ninguna impureza del corazón del hombre cerrará el corazón de Dios. Por el contrario, Dios multiplicará los beneficios para su pueblo. A una orden del Señor, Moisés arroja su bastón al agua y el agua se volvió dulce, pura. Un antiguo midrash 21 cuenta que en ese bastón de Moisés estaba grabado el Nombre de Dios. Nos recuerda otra madera, la de la Cruz de Cristo en la que quedó grabado para siempre el Nombre de Dios que sana las aguas turbulentas de la amargura en el corazón del hombre. Sin embargo, la nostalgia del pasado, las cebollas de Egipto, llenará muy pronto la imaginación de los hebreos. Llenos de sospechas, recriminarán otra vez a Moisés y Aarón: «Vosotros nos habéis sacado a este desierto para matar de hambre a toda esta asamblea22». El pueblo está tentado de volverse atrás, para recuperar lo que ha dejado. Y nosotros, ¿no somos también miembros del pueblo elegido? ¿No estamos inclinados a volver-nos atrás, a recuperar lo que hemos dejado para se-20 Cfr. Ex 15, 23. 21 Midrash es un término hebreo que designa un modo de exe-gesis y comentario bíblicos en la tradición judía. Utiliza procedi-mientos retóricos como la alegoría, la metáfora, la concordancia, la analogía, la parábola, el juego de palabras. 22 Ex 16, 3. guir al Señor, cuando el camino se hace cuesta arriba? No será suficiente salir físicamente de Egipto, será necesario desprenderse de eso hasta con el pensamiento. Pues se puede seguir siendo esclavo en espíritu: «Cuando Israel salió de Egipto, el verdadero peligro no eran los egipcios, era el Egipto que estaba en la cabeza de los hebreos. La verdadera esclavitud es la del espíritu, la esclavitud que reside en la cabeza del esclavo. Y para ser liberado de eso, los hebreos debían aceptar no echar de menos Egipto, sino fiarse de Dios y confiar sólo en Él23». La imaginación del esclavo corre el riesgo de quedarse en el pasado. Dios se da 18
  • 19. en el presente; solo en el presente se le puede acoger y seguir. «Nadie que pone su mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el reino de Dios24», dirá Jesús. Pero Dios se apiada de su pueblo. Responde a su murmuración con el don del maná. Así alimen-tará el Señor a su pueblo a lo largo de esta gran travesía. Como Pan del Cielo que es, el maná remite a ese otro Pan Vivo que se nos da: Jesús Eucaristía. Pero en Masá y Meribá el pueblo se enfrenta de nuevo a Moisés: «Danos agua para beber. [...] ¿Por qué nos has sacado de Egipto para dejarnos morir de sed?25» 23 Jean-Marie LUSTIGER, La elección de Dios. Planeta, 1987. 24 Lc 9, 62. 25 Ex 17, 2-3. Y obedeciendo al Señor, Moisés golpeará la roca y hará brotar agua. Más tarde, san Pablo reconocerá en esta roca la imagen de Cristo: «Todos bebieron la misma bebida espiritual; porque bebían de la roca espiritual que los seguía, y la roca era Cristo26». Y, en el agua salida de la roca, el agua viva que brota de su seno. Diez Palabras para la Vida Al fin, en el corazón del desierto de Sinaí, Dios celebrará una alianza con su pueblo. Él les entregará entonces los «diez mandamientos», o mejor, las «diez palabras». El Decálogo, más que diez mandamientos concede «diez palabras que dan vida». En la tradición judía, son incluso consideradas como el regalo de compromiso de Dios a su pueblo. De hecho no comienzan por una ley sino por una presentación del novio de Israel: «Yo soy el Señor, tu Dios, que te ha sacado del país de Egipto, de la casa de la esclavitud27». Al principio del Decálogo hay pues un recorda-torio: el de los beneficios de Dios. Los israelitas recordarán ante todo que Dios desea la felicidad de su pueblo, que Quien les da una ley les ha mos-26 1Co 10, 4. 27 Ex 20, 2. trado antes su amor liberándolos de la esclavitud, como un águila que cobija bajo sus alas a sus crías28 19
  • 20. para llevarlas a lugar seguro. La imagen de Dios, que toma y lleva así a Israel, ha fascinado de modo particular a la pequeña Teresa que se consideraba como uno de esos pollue-los: «Yo me considero un débil pajarillo29», incapaz de volar por sus propias fuerzas, a la espera de ser descubierto por el «Águila adorada30» para su-bir con Él hasta el «festín de Amor31». La pureza de corazón como amor único «No tendrás otro dios fuera de mí. No te harás escultura ni imagen, ni de lo que hay arriba en el cielo, ni de lo que hay abajo en la tierra, ni de lo que hay en las aguas por debajo de la tierra. No te postrarás ante ellos ni les darás culto porque yo, el Señor, tu Dios, soy un Dios celoso32». No otros dioses... ninguna imagen esculpida... Bien. Pero a nosotros hoy, en el tercer milenio, en un mundo «civilizado», ¿nos interesan los dioses esculpidos? ¿Quién de nosotros estaría hoy tentado de hacerse una figurita de becerro de oro para pros-ternarse ante ella? 28 Cfr. Dt 32, 11. 29 TERESA DE LISIEUX, MsB, IX. 4. 30 Ibídem. MsB, IX.5. 31 Ibídem. PN 24, 4. 32 Ex 20, 3-5. Sin embargo, esta palabra habla de mi vida, de mis deseos, de mi libertad. Los falsos dioses que estamos tentados constan-temente de construirnos se supone que responden a nuestra necesidad de seguridad. Se instalan en nuestras carencias, en nuestra dificultad para confiar, para creer en la bondad de nuestro Creador. Entonces nos «esculpimos imágenes», no ya imá- genes materiales, sino mentales (lo que las hace más obsesivas); luego nos «prosternamos ante ellas para servirlas». Dicho de otro modo, a fuerza de agarrarnos a la imagen que nos hemos forjado en nuestro corazón, comenzamos a darle culto, hasta estar dispuestos a sacrificárselo todo: eso puede ser el último Ferrari, la cuenta bancaria, el éxito en un examen, el cariño de tal hombre o tal mujer; eso puede incluso ser cualquier cosa en sí misma buena, como el resul-tado de una investigación para el bien de 20
  • 21. la humanidad: el ídolo es entonces tanto más peligroso en cuanto que no es reconocido como ídolo. En todos los casos, esperamos que este ídolo nos proporcione lo que imaginamos ser la felicidad y la vida: el re-conocimiento de los demás, la prosperidad material, el éxito profesional, la seguridad afectiva... En realidad, ocurre justamente lo contrario: algo o alguien ocupa el primer puesto en nuestro corazón, hasta pedir cada vez más nuestra atención, nuestro afecto, nuestro tiempo, nuestros medios... nuestra vida. Habíamos creído que nuestro ídolo nos haría libres, y acabamos dependiendo de él. Habíamos creído que nos daría la vida, y resulta que nos la quita... Es fácil distinguir entre el verdadero Dios y los falsos dioses: solo el Dios único da la vida y hace al hombre libre. Él lo ha probado muriendo en una cruz. Esa es la razón por la que nuestro Dios es un Dios celoso: desea que el hombre sea libre. Cuida celosamente la vida del hombre. «No tendrás otro dios fuera de mí33». «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia34». Con todo, no basta con desenmascarar los ídolos y desprenderse de ellos. Será necesario aún que el corazón del hombre se deje atraer por el Dios único. De hecho, un corazón puro no es un corazón vacío, «aséptico», sin pasión; muy al contrario, es un corazón vulnerable al amor, un corazón que sabe com-prometerse y amar apasionadamente, con todo su ser. «Escucha, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Se- ñor es Uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas35». Dios es el primero que ama apasionadamente, con pureza, totalmente. Escribir que «Dios ama» es incluso un pleonasmo, porque Dios es Amor. La primera encíclica del papa Benedicto XVI recuerda que Dios ama al hombre con un amor « ágape», 33 Ex 20, 3. 34 Jn 10, 10. 35 Dt 6, 4-5. un amor de benevolencia, pero también con un amor « eros», un amor de deseo36. Este deseo aspira a la reciprocidad: Dios tiene sed de la respuesta de 21
  • 22. amor del hombre. La Biblia recoge también ese maravilloso canto del amor apasionado entre Dios y el alma humana: el Cantar de los cantares. «Mi amado es para mí y yo para él37». «¡Qué lindos son tus amores, hermana mía, esposa! ¡Cuánto más deliciosos que el vino!38». Este amor de deseo explica por qué Dios se presenta como el Amado, como el Amante apasionado y ... ¡cuántas veces herido y traicionado! ¡Con qué facilidad su amada lo abandona para ir tras otros «baales» (literalmente «maridos»)! De hecho, la idolatría es considerada en la Biblia como un adulterio. Y la impureza fundamental es la del alma humana que se aparta de su Dios. Sin embargo Dios, el Amante herido, no se resigna a dejar a su amada en la impureza. Proyecta llevarla al desierto —lugar clásico de purificación— para conquistar de nuevo su corazón: «Se iba tras sus amantes, mientras a Mí me olvi-daba —oráculo del Señor—. Por eso, Yo mismo la seduciré, la conduciré al desierto y le hablaré al corazón39». 36 Cfr. BENEDICTO XVI, Deus caritas est, 2005, cap. 9. 37 Ct 2, 16. 38 Ct 4, 10. 39 Os 2, 15-16. De hecho, Dios se vengará de un modo divino: su venganza se llama misericordia. «¿Podré abandonarte, Efraím, podré entregarte, Israel? [...] Me da un vuelco el corazón, se conmueven a la vez mis entrañas. No dejaré que prenda el ardor de mi cólera, no volveré a destruir a Efraím, porque Yo soy Dios, y no un hombre40». Dios tiene corazón de padre y entrañas de madre. Así, frente a la infidelidad renovada sin cesar de su pueblo, en lugar de entregarlo al castigo, le anuncia una 22
  • 23. «nueva alianza» en los tiempos me-siánicos: «Mirad que vienen días —oráculo del Señor— en que pactaré una nueva alianza con la casa de Israel y la casa de Judá. No será como la alianza que pacté con sus padres el día que los tomé de la mano para sacarlos de la tierra de Egipto, porque ellos rompie-ron mi alianza, aunque Yo fuera su señor —oráculo del Señor—. Sino que ésta será la alianza que pactaré con la casa de Israel después de aquellos días —oráculo del Señor—: pondré mi Ley en su pecho y la escribiré en su corazón y Yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo41». 40 Os 11, 8-9. 41 Jr 31, 31-33. LA PUREZA ES POSIBLE AÚN: DAVID «Se encendió la ira de David contra aquel hom-bre42». Ese hombre, a decir verdad, era un ser ficticio. Se trataba del hombre de una historia inventada por el profeta Natán. Un hombre rico que, teniendo ga-nado en abundancia, se había apoderado de la única oveja de un pobre. Pero eso no era más que una historia. Sin embargo, David montó en cólera: «¡Ese hombre merece la muerte!» «¡Tú eres ese hombre!», le dirá entonces el profeta. Y al instante David supo que era verdad... David ha pecado gravemente. Ya disponía de tantas mujeres heredadas de Saúl. Pero ahí no estaba el problema, al menos en aquella época. Lo que estaba mal era haber tomado la mujer de Urías, después de haber mandado matarlo. Triple infracción: del quinto, del sexto y del noveno mandamiento. «¡Tú eres ese hombre!», la palabra del profeta, pronunciada en nombre de Dios, entra en el corazón de David y le saca de la cárcel de su autojustificación. La Palabra de Dios, como un rayo láser que rompe el muro de su corazón, le purifica de la mentira y de la ilusión para hacer brotar las lágri-mas del arrepentimiento. «Señor, Tú me examinas y me conoces43». 42 2S 12, 5. 43 Sal 139, 1. David recupera la dulzura de su corazón en el baño de la verdad: él es pecador; pero al mismo tiempo es amado, infinitamente amado por su Dios. 23
  • 24. La venganza de Dios se llama misericordia... Pero habrá aún otro pecado... De hecho, David tendrá aún necesidad de la misericordia. Hacia el final de su vida, se encontrará ante una difícil elección; tendrá que elegir entre tres castigos: tres años de hambre, tres meses de constante huída de sus enemigos o tres días de peste en su país. Entonces David se acuerda de la misericordia de Dios: «Estoy en un grave aprieto. Pero es mejor caer en manos del Señor, cuya entrañable misericordia es grande, que caer en manos de los hombres44». David eligió la peste. Pero, ¿qué había pasado? David había ordenado un censo del pueblo. Curiosamente, para la tradición judía, este es el pecado más grave de David, más grave incluso que su adulterio. Pero contar al pueblo es contar sus propias fuerzas. Confiar en el número de sus guerreros es confiar en sus propios medios. Pretender no ne-cesitar ya a Dios, apoyarse en uno mismo. Olvidar que sólo Dios salva. 44 2S 24, 14. Esta soberbia de pretender salvarse uno mismo, esta ilusión de poder darse la vida a sí mismo, es la suprema impureza. Peor que el adulterio. «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está muy lejos de mí45». Dios, el Amante herido. Dios, el Creador y re-dentor olvidado. Su nombre: Misericordia infinita. Su rostro (que no se desvelará hasta la plenitud de los tiempos): Jesús, Yeshoua «Dios salva». 45 Mt 15, 8. II. LAS RAÍCES DE LA IMPUREZA. EL OLVIDO, EL ERROR, EL MIEDO «Crea en mí, Dios mío, un corazón puro, y renueva en mi interior un espíritu firme 1 » Esta súplica del rey David ¿no es también la de Job, Elías, Jonás o, más tarde, la de un Nicodemo, María Magdalena, el apóstol Pedro y la de todos los hombres de todos los tiempos? La experiencia de sus propias miserias y limitaciones, de su lado oscuro, de su pecado ¿no es común a todos los humanos? 24
  • 25. Sin embargo, el corazón del hombre aspira a la pureza. ¿Cómo explicar entonces que la impureza entre en ese corazón tan fácilmente? De hecho la impureza penetra de diversas maneras, no siempre fácilmente observables, en las tres potencias del alma humana: en la memoria, por el olvido; en la inteligencia, por el error; en la voluntad, por el miedo. 1 Sal 50,12. LA IMPUREZA DE LA MEMORIA: EL OLVIDO Hacia el año 107 de nuestra era, Ignacio de Antioquía, de camino a Roma donde sería martiri-zado, escribe a los cristianos: «Hay dentro de mí un agua viva que murmura: ¡ven al Padre!2». San Ignacio no ha temblado frente a la muerte, su corazón filial sabía que iba al Padre, y por tanto a una Vida más fuerte que la muerte. Ignacio conocía el sentido y el fin de su vida porque nunca había olvidado su origen. Por el contrario, el hombre que olvida que Dios es Padre olvida su propia identidad de hijo. Aislado de su fuente, se convierte en huérfano y ya no puede recibir la vida que su Creador quiere darle en cada instante. Cuando Dios purifica la memoria del hombre le devuelve la vida recordándole su identidad de hijo. Como en el caso del hijo pródigo que, siendo todo lo guardián de puercos que era, es revestido por su padre con la túnica nueva de hijo, así el hombre purificado por Dios recupera su dignidad de hijo y la superabundancia de la vida para la que ha sido hecho. Lo que se produce entonces es una verdadera resurrección: aparece el hombre que «estaba muerto y ha vuelto a la vida3». 2 Ignacio de Antioquía, Carta a los Romanos. 3 Lc 15,31. LA IMPUREZA DE LA INTELIGENCIA: EL ERROR Es la no-verdad, la ilusión, el error, la mentira, lo que oscurece la inteligencia del hombre. Si se sostienen voluntariamente, hinchan el corazón del hombre y le ciegan. Sólo la luz de la verdad puede curar de esta impureza. «¡Tú eres ese hombre!» Sólo una palabra verdadera podía entrar en el corazón de David, ence-rrado en su autojustificación... Más tarde, un caso análogo se producirá con el pueblo reunido para escuchar la exhortación del apóstol san Pedro, después de Pentecostés: 25
  • 26. «Sepa con seguridad toda la casa de Israel, que Dios ha constituido Señor y Cristo a este Jesús, a quien vosotros crucificasteis. Al oír esto se dolieron de corazón y les dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: “¿Qué tenemos que hacer, hermanos?”4». La verdad purifica la inteligencia humana y abre el corazón al arrepentimiento. Más aún, la verdad da al hombre una libertad nueva: «Si vosotros permanecéis en mi palabra, [...] conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres5». LA IMPUREZA DE LA VOLUNTAD: EL MIEDO La parábola de los talentos nos habla de tres hombres a quienes su amo confía una cierta suma de di-4 Hch 2,36-37. 5 Jn 8,31-32. nero. A su vuelta, los dos primeros, que han hecho fructificar el dinero que les entregó, podrán devolver al amo el doble de lo que recibieron. El tercero, por el contrario, asustado6, ha enterrado el dinero y no podrá devolver nada más a su amo. El miedo le ha-bía impedido recibir y dar con generosidad. De hecho es el miedo lo que oscurece la voluntad del hombre y le hace incapaz e acoger —y transmitir— el don del amor de Dios. Como un in-terruptor en un circuito eléctrico en la posición «off», el miedo impide la circulación del amor y empuja al hombre a buscar sucedáneos en sus mé- ritos y sus derechos, es decir, a encerrarse en sus enfados y sus rebeldías. Cuando Dios purifica la voluntad del hombre, la libera de todo temor: «En el amor no hay temor, sino que el amor perfecto echa fuera el temor7». El testamento del padre Christian de Chergé, uno de los siete monjes del monasterio de Tibhirine asesinados en 1996, ofrece un testimonio luminoso. En estas líneas se revela un corazón puro: «Si un día —y podría ser hoy mismo— fuese víctima del terrorismo, que parece querer englobar ahora a todos los extranjeros que viven en Argelia, me gustaría que mi comunidad, mi Iglesia, mi familia, recordasen que mi vida estaba ENTREGADA a Dios y a este país. [...] 6 Cfr. Mt 25,25. 7 1Jn 4,18. 26
  • 27. »Mi vida no vale más que ninguna otra. Ni más ni menos. En todo caso, ya no tiene la inocencia de la infancia. He vivido lo suficiente para saberme cómplice del mal que parece prevalecer hoy en el mundo, incluso de ese que me golpeará a ciegas. Me gustaría, llegado el momento, tener ese lapso de lucidez que me permitiera pedir perdón a Dios y a mis hermanos en humanidad, al mismo tiempo que perdonar de todo corazón a quien atentase contra mí. [...] » Sí, a ti también, amigo del último minuto, que no habrás sabido lo que hacías. Sí, para ti también quiero este “Gracias”, y este a-Dios recibido de ti. Y que nos sea dado reencontrarnos, buenos ladro-nes, en el paraíso, si así lo quiere Dios, el Padre de todos nosotros [...] +Christian8». Estas palabras nos muestran a un hombre libre, un hombre que se sabe hijo de un Padre y por tanto hermano de los demás hombres —hasta del que le habrá matado—; un hombre poseído por la verdad, incluso la que le hace ver su complicidad en el mal; un hombre en fin que no tiene miedo: su vida, antes de que se la quiten, ya ha sido ENTREGADA. El amor excluye todo temor y nos hace libres para la entrega, hasta la ofrenda de uno mismo. 8 Testamento del padre Christian DE CHERGÉ, escrito en Tibhirine (Argelia) en 1994. Los siete trapenses fueron secuestrados y asesinados por un grupo islámico en 1996. III. LA NUEVA ALIANZA 27
  • 28. EN CRISTO Desde el primer pecado, el hombre tiene conciencia de su necesidad de ser purificado. Conoce demasiado bien los frutos venenosos del error, del olvido y del miedo que encierra su corazón. Sabe en el fondo de su ser que necesita ser salvado. En el curso de la historia, su clamor se hará cada vez más vehemente: «Destilad, cielos, el rocío de lo alto, derramad, nubes, la justicia, que se abra la tierra y germine la salvación1». Y es el «sí» de una mujer, la Virgen María, lo que permitirá que Dios tome nuestra carne. Misterio supremo de la misericordia de Dios: el Dios de la eternidad entra en los límites del tiempo y de la historia. 1 Is 45,8. ¡Dios se hace hombre! Ya han llegado los tiempos mesiánicos, el tiempo en que Dios va a cumplir su promesa: «Voy a tomaros de entre las naciones, voy a reu-niros de entre los pueblos y os haré entrar en vuestra tierra. Rociaré sobre vosotros agua pura y quedaréis purificados de todas vuestras impurezas. De todos vuestros ídolos voy a purificaros. Os daré un corazón nuevo y pondré en vuestro interior un es-píritu nuevo. Arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne2». En sus años de vida oculta en Nazaret, Jesús santificará los elementos fundantes de la vida humana: la vida de familia, el trabajo, el descanso, la fiesta... Luego, al cabo de treinta años, comenzará su vida pública anunciando el Reino: «Convertíos, porque está al llegar el Reino de los Cielos3». Su anuncio viene acompañado de milagros, de signos y prodigios. Sin embargo, los hombres no comprenden. Como una gallina cobija a sus pollitos bajo sus alas, Dios quería reunir a su pueblo, pero el pueblo lo rechaza: «El mundo se hizo por Él, y el mundo no le conoció. Vino a los suyos, y los suyos no le recibie-ron4». 2 Ez 36,24-26. 28
  • 29. 3 Mt 4,17. 4 Jn 1,10-11. Pero Dios no se resignará. Para devolver al hombre a la vida, Jesús acepta ir hasta lo más profundo de las tinieblas y de la muerte. Está dispuesto a pagar el precio con su propia sangre: «Pero ¿por qué era preciso que el Mesías sufriese antes de entrar en su gloria? Esta es la pregunta contra la que han tropezado los apóstoles, los primeros discípulos; aquí estuvo el principio de su curación espiritual, pues el acto de fe que se les concedió por el don del Espíritu Santo supone la curación de su incapacidad para ver, de lo que el Evangelio llama ceguera, endurecimiento del corazón. Los discípulos de Cristo terminan por entender que era preciso que el Mesías sufriese antes de entrar en su gloria: los sufrimientos del Mesías no terminan en sus miembros. Era preciso que la historia continuase y que esta historia no fuese un vagabundeo desesperanzado, sino una historia de compasión y de redención5». Dios cumple fielmente su promesa: no solo quiere liberar al hombre de su corazón de piedra, quiere crear en él un corazón nuevo, un corazón de carne. JESÚS LAVA LOS PIES A SUS DISCÍPULOS «Y mientras celebraban la cena [...], Jesús se levantó, se quitó el manto, tomó una toalla y se la puso a la cintura. Después echó agua en una jo-5 Jean-Marie LUSTIGER, La elección de Dios, Planeta, 1987. faina y empezó a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que se había puesto en la cintura. [...] Después de lavarles los pies se puso la túnica, se recostó a la mesa de nuevo y les dijo: “¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis el Maestro y el Señor, y tenéis razón, porque lo soy. Pues si yo, que soy el Señor y el maestro, os he lavado los pies, vosotros también debéis lavaros los pies unos a otros6». Poco antes los discípulos habían estado discu-tiendo para averiguar quién era el mayor de ellos y quién iba a poder sentarse a la derecha y a la iz-quierda de Cristo en su gloria. Pero el Reino de Dios no es un reino del más fuerte, no es un reino en que se llega a los más altos puestos con la fuerza de los puños, no será un reino en que quede satisfecho nuestro deseo de dominar. Jesús reina sirviendo: 29
  • 30. «Yo estoy en medio de vosotros como quien sirve7». En Jesús el gobierno se convierte en servicio: al lavar los pies a los discípulos, se hace el más pequeño de todos. Jesús no solamente come con pu-blicanos y pecadores, sino que llega hasta servirles: Dios elige el último lugar. Charles de Foucauld había comprendido esto, buscaba siempre el último lugar, o más bien «el pe-núltimo»: al lado de Cristo. 6 Jn 13,2-13. 7 Lc 22,27. EL DON DEL CUERPO Y DE LA SANGRE «Y tomando pan, dio gracias, lo partió y se lo dio, diciendo: “Esto es mi cuerpo, que es entregado por vosotros. Haced esto en memoria mía”. Y del mismo modo el cáliz, después de haber cenado, diciendo: “Este cáliz es la nueva alianza en mi sangre, que es derramada por vosotros”8». Jesús, antes incluso de ser entregado a la muerte, da su cuerpo y su sangre, su vida. Nadie se la quita, es Él quien libremente la entrega. En lugar de ser-virse de sus discípulos, se entrega a ellos y por ellos. «Nadie tiene amor más grande que el de dar uno la vida por sus amigos9». Por el don de su cuerpo Jesús recuerda al hombre el significado esponsal del cuerpo humano: ha sido hecho para servir al misterio del amor, misterio de entrega y acogida recíproca. En el cuerpo y la sangre de Jesús se sellará para siempre la nueva Alianza, prometida por los profetas: Amós, Oseas, Isaías, Jeremías...; en todos se encuentra la promesa de que, de Egipto, de Asiria y de otros lugares, vendrán los paganos para adorar al Dios vivo. Sin suprimir la elección de Israel, la Nueva Alianza se abrirá pues a dimensiones universales: será propuesta a todo hombre dispuesto a acoger el amor de Cristo. 8 Lc 22,19-20. 9 Jn 15,13. Dios se entrega hasta dejarse comer, literalmente. Eso parece tan inverosímil que el hombre puede tener la tentación de echarse atrás. Como ocurrió hace dos mil años: «Desde ese momento muchos discípulos se echaron atrás y ya no anda- ban con él10». Sin embargo, ¡si conociéramos el don de Dios! 30
  • 31. El Señor decía a santa Catalina de Siena: «¡Hazte capacidad y yo me haré torrente!» Tenemos que aprender a «hacernos capacidad», a dejar que se en- sanche nuestro corazón para acoger el don de Dios. Madre Teresa nos indica el camino de la oración: «Ten el afán de orar y de sentir con frecuencia durante la jornada la necesidad de orar. »La oración ensancha el corazón hasta hacerlo capaz de contener el don que Dios hace de sí mismo. »Pide y busca, y tu corazón se hará lo bastante grande para recibirlo y para guardarlo como tuyo11». EL GRITO DE SED Y EL DON DEL ESPÍRITU «¡ Tengo sed!» Según san Juan esta es la última palabra de Jesús en la cruz. Jesús la dijo para que se cumpliese perfectamente la Escritura12, como un 10 Jn 6,66. 11 Franca ZAMBONINI, Madre Teresa, la mistica degli ultimi, Paoline, 2003. 12 Cfr Jn 19, 28. cumplimiento de toda su vida. En cierto modo, po-demos decir que esta palabra es su testamento. «¡ Tengo sed!»: es lo que está escrito junto al crucifijo en todas las casas fundadas por Madre Teresa. El Crucificado, hasta el fin de los tiempos, tiene sed del amor del hombre. El Amor crucifi-cado continúa buscando al hombre, incluso cuando este le da a beber el vinagre de sus reproches y amarguras. Dios, el Amante Crucificado... «Cuando probó el vinagre, [...] inclinando la cabeza, entregó el espíritu13». Ya los Padres de la Iglesia vieron aquí la primera efusión del Espíritu Santo: Jesús, al morir, se hace totalmente don; don en las manos del Padre y don para los hombres. Así su último suspiro, su último gesto se hace entrega del Espíritu Santo. De hecho este versículo bíblico puede traducirse así: «Inclinando la cabeza, entregó el Espíritu». Es la primera Pentecostés, invi-sible ciertamente para la mayor parte. San Juan, sin embargo, que estaba con María al pie de la cruz, ha podido recoger este suspiro silencioso, este gesto elocuente: gesto último del amor «ágape». Así se unió la última palabra de Jesús a su gesto para testimoniar la misma 31
  • 32. realidad: el amor apasionado que Dios tiene por el hombre. Palabra y gesto se unieron en la pureza del corazón de Cristo para darnos a conocer la transparencia del amor. «El 13 Jn 19,30. eros de Dios por el hombre es al mismo tiempo en-teramente ágape 14». EL CORAZÓN TRASPASADO Después de la muerte de Jesús en la cruz, uno de los soldados le abrió el costado con la lanza, «y al instante brotó sangre y agua15». Atravesar el corazón de un cadáver: eso puede parecer una crueldad inútil, gratuita. Extrañada por este hecho, Santa Catalina de Siena preguntó una vez a Jesús: «Dulce Cordero, ya estabas muerto cuando te abrieron el costado. ¿Por qué entonces has querido que te hirieran en el corazón, lo abrieran y se derramase tu sangre en tanta abundancia?» Y Jesús le respondió: «He querido revelaros por la apertura de mi costado el secreto de mi corazón, porque allí había más amor por el hombre de lo que podría mi cuerpo mostrar en vida16». Para Jesús, esta última herida, sufrida en la pasi-vidad total de su cuerpo muerto, se convierte en un testimonio de su amor, de su «excesivo gran amor» como dirá Isabel de la Trinidad. Y es precisamente en esta herida donde el corazón enfermo del hom-14 BENEDICTO XVI, Deus caritas est, n.10, 2005. 15 Jn 19,34. 16 Cfr Jean-Miguel GARRIGUES, Dieu sans idée du mal, DDB, 1990. bre encuentra su curación: «Por sus llagas hemos sido curados17». Moisés había pedido a Dios «ver su gloria18». Y Dios lo había metido en el fondo de una roca para que, al pasar Dios, pudiese ver el reflejo de su gloria. El corazón abierto de Cristo es la nueva roca en que el hombre puede gustar toda la ternura y la misericordia del corazón de Dios: «Una vez abierto, este corazón no se cierra nunca19». El amor de Cristo por el hombre, su nueva alianza, es irrevocable. Según el Antiguo Testamento, la última impureza es la de la muerte. Pero del corazón de Cristo muerto brotan las fuentes vivificantes del agua y de la sangre —plenas de vida y de fecundidad— que liberan al hombre de toda impureza: «Aquel día habrá una fuente abierta para la casa de Judá y para los habitantes de Jerusalén, para lavar el pecado y la impureza20». Los Padres de la Iglesia han puesto esta escena en paralelo con la de la 32
  • 33. creación del hombre: así como Eva fue sacada del costado de Adán, así la Iglesia salió del costado del nuevo Adán. Esta es la nueva creación prometida por los profetas. 17 Is 53,5. 18 Ex 33,18. 19 Revelación a Santa Margarita-M.ª ALACOQUE. 20 Za 13,1. LA CURACIÓN DEL HOMBRE EN CRISTO «Voy al Amor, a la Luz, a la Vida»: esas son las últimas palabras de Isabel de la Trinidad. Como a muchos otros santos, durante toda su vida la consumió el deseo de «ver a Dios». El encuentro con Cristo-Esposo iba a ser pues la culminación de toda su vida. Sabía que iba a sumergirse en la pureza de Dios, curación definitiva y radical de toda impureza: Jesús, la Vida que triunfa sobre toda la muerte, Jesús, la Luz que disipa toda tiniebla, Jesús, el Amor que desecha todo miedo. Dichosa el alma que encuentra a Cristo… IV. BIENAVENTURADOS LOS LIMPIOS DE CORAZÓN... «… PORQUE ELLOS VERÁN A DIOS» (Mt 5,8) A la pureza de corazón corresponde una bienaventuranza, la de ver a Dios. Es una bienaventuranza que remite al más allá, a la nueva tierra prometida, a la felicidad de la eterna visión cara a cara. «Éstos que están vestidos con túnicas blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido? […] Éstos son los que vienen de la gran tribulación, los que han lavado sus túnicas y las han blanqueado con la sangre del Cordero. Por eso están ante el trono de Dios y le sirven día y noche en su templo, y el que se sienta en su trono habitará en medio de ellos. Ya no pasarán hambre, ni tendrán sed, no les agobiará el sol, ni calor alguno1». Ya san Ireneo afirma: «La gloria de Dios es el hombre viviente, y la vida del hombre es ver a 1 Ap 7,13-16. Dios2». En el fondo, es la felicidad a la que todo hombre aspira. Pregustando esta bienaventuranza el salmista exclama: «Más vale un día en tus atrios que mil fuera3». 33
  • 34. De hecho, el hombre de corazón puro hunde sus raíces ya desde ahora en la eternidad. Por eso puede gustar ya en este mundo algo de la felicidad eterna, como nos dice Benedicto XVI: «La fe no es solamente un tender de la persona hacia lo que ha de venir, y que está todavía totalmente ausente; la fe nos da algo. Nos da ya ahora algo de la realidad esperada, y esta realidad presente constituye para nosotros una “prueba” de lo que aún no se ve. Esta lleva el futuro dentro del presente, de modo que el futuro ya no es el puro “todavía no”. El hecho de que este futuro exista cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercu- ten en las presentes y las presentes en las futuras4». Las virtudes teologales, fe y esperanza, son las que permiten al hombre establecerse desde ahora en la promesa venidera, y la caridad es la que le permite anticipar lo vivido. Así, la fe, alimentada por la explicación de las Escrituras y la bendición del pan, permite a los discípulos de Emaús reconocer en su compañero de camino a Aquel que creían muerto: Jesús, el Mesías. Y la felicidad de haberle 2 SAN IRENEO, Adversus haereses, IV,20,7. 3 Sal 84,11. 4 BENEDICTO XVI, Spes salvi, n.7, 2007. visto les impulsa, en una renovada caridad, a volver a Jerusalén en ese mismo momento5 —aunque ya debía ser tarde—, para compartir con los demás la buena nueva de la Resurrección. La fe y la esperanza purifican el corazón y le permiten «ver a Dios» ya en este mundo; ciertamente no en su esencia, pero al menos en sus atri-butos6. El hombre puede entonces percibir un reflejo de la gloria de Dios, incluso en las situaciones más ordinarias de la vida cotidiana. Más aún, Dios puede revelarse hasta en las situaciones difíciles, en los momentos de prueba y de sufrimiento en que, a primera vista, parecería escondido o ausente. Esa será la experiencia de Job… Job: La visión en la incomprensión Job es un hombre íntegro y recto. Un «valor seguro»: Dios sabe que puede fiarse de él, sabe que Job se apartará de todo mal, que permanecerá fielmente unido a su Señor. Dios está tan convencido de esto que permitirá a Satanás ponerle a prueba: Job será entonces vapuleado 34
  • 35. por toda clase de ma-5 Cfr Lc 24,33. 6 Cfr Santa Faustina KOWALSKA, Petit Journal, Jules Hovine p.45 ss. Jesús dirá a santa Faustina: «Lo que es Dios en su Ser nadie puede comprenderlo en profundidad, ni el espíritu angélico, ni el humano. […] Conoce a Dios por la contemplación de sus atributos». Poco después Jesús le revelará además que el mayor de sus atributos es su misericordia. les. Perderá sus bueyes, sus sirvientes, sus ovejas, sus camellos, sus pastos y al fin hasta sus hijos y sus hijas. Entonces Job, desgarrado por el dolor, cae al suelo y se prosterna proclamando: «Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó. Bendito sea el Nombre del Señor7». El corazón de Job sigue firme. Pero Satanás no se conforma con eso; esta vez hiere a Job con una úlcera maligna en todo su cuerpo. Job es todo sufrimiento, su misma vida está en peligro. Llega entonces su mujer y le aconseja maldecir a Dios; luego sus amigos, aparentemente bien in-tencionados, que intentan hacerle reflexionar sobre el origen de sus males: ¿no será que Dios quiere castigarle? ¿No habría Job cometido el mal de una manera u otra, y estaría sufriendo el castigo de Dios? Y afirman: «Porque Él conoce a los hombres falaces y viendo la maldad, ¿no la tendrá en cuenta?8» Dios no va a ser tan benevolente… En su aflicción, Job se queda solo, pero su corazón puro le permite resistir a la tentación de creer a sus (falsos) amigos. Aun desgarrado por el sufrimiento, Job rechaza de manera categórica las cari-7 Jb 1,21. 8 Jb 11,11. caturas, las falsas imágenes de Dios que sus «con-soladores» intentan presentarle: «¿Cómo seguís con vuestros consuelos vanos? Falsas me resultan vuestras respuestas9». Dios parece ausente, y sin embargo Job decide confiar en Él: «… Si voy al oriente, Él no está allí; si al occidente, no lo percibo. 35
  • 36. Si me dirijo al norte, no lo diviso; si me vuelvo al sur, no llego a verlo. Ya que sólo Él conoce mi conducta, que me pruebe en el crisol, y saldré como el oro. A sus huellas se adhieren mis pies, sigo su camino sin torcerme. Del precepto de sus labios no me aparto, En mi seno guardo las palabras de su boca10». Job confía en Dios, pero no le comprende. La lucha se convierte, por decirlo así, en una lucha entre Job y Dios. ¿Por qué el sufrimiento, por qué esta injusticia de la aparente prosperidad del impío mientras el justo sufre angustias de muerte? ¿Por qué no interviene Dios para cambiar el curso de las cosas? ¿Cuánto tiempo todavía? Curiosamente, la gran revelación surgirá para Job en el mismo centro de su incomprensión. Él reconoce no comprender las obras grandiosas de 9 Jb 21,34. 10 Jb 23,8-12. Dios e ignorar los pensamientos de Dios que le su-peran. La sabiduría de Dios es cegadora para sus pobres ojos. A la manera de un hombre impresio-nado al observar el sol en su zenit, será en la incomprensión de Dios donde Job atestiguará haberle visto al fin: «Solo de oídas sabía de ti, Pero ahora te han visto mis ojos11». Antes, Job conocía a Dios a través de lo que se le había dicho; había acogido los mandamientos divinos y procurado observarlos fielmente. Pero en el corazón del sufrimiento tendrá la experiencia de Dios. En adelante podrá hablar de lo que ha visto con sus propios ojos, podrá ser testigo del que ha conocido, por así decir, personalmente. La creación, presencia de inmensidad Si el desierto es el lugar simbólico de la purificación, la Tierra Prometida es el lugar de la visión: tierra que mana leche y miel, tierra fecunda y de una vegetación exuberante. Eso es cierto en sentido figurado. Pero no única-mente. ¿Quién de nosotros no ha quedado cautivado alguna vez por la belleza de un paisaje, la inmensi-11 Jb 42,5. 36
  • 37. dad del océano, la majestad de un acantilado o de una montaña, la ternura de un prado florido o de un bosque silencioso, la pureza de un lago o de una colina nevada? ¿Quién no ha quedado en suspenso alguna vez por la luminosidad, la pureza, los perfumes y los mil encantos de la naturaleza? De hecho, la belleza de la naturaleza refleja la belleza original de la creación. Los espacios verti-ginosos del universo abren la inteligencia humana a horizontes ilimitados, le hacen presentir los ecos lejanos de los mundos creados por la única Palabra. El esplendor de la creación conmueve al hombre hasta las raíces de su ser, le conduce a sus orí- genes, a la fuente misma de la vida, al principio: al gesto de Dios que crea, y a la alegría agradecida del hombre creado. La creación revela al hombre la verdad sobre sí mismo: ya no es el «Pienso, luego existo» de Des-cartes, sino el «Soy pensado, luego soy» de la criatura ligada a su Creador. En la inmensidad de la creación el hombre puede reconocerse criatura, querida y amada por su Creador. Por esa vía, el hombre comprende que no ha sido hecho solamente para las «pequeñas satisfac-ciones» incapaces de hacerle feliz de forma dura-dera. En el esplendor de la inmensidad de la creación presiente la grandeza de su destino último. Es así como el hombre se sumerge espontáneamente en el asombro, la contemplación, el agradeci-miento, la alabanza, la adoración. La gratuidad, gozo de la belleza En el «Día de la madre» ¿qué le vamos a regalar a la nuestra? ¿Un cacharro de cocina, un electrodo-méstico o un ramo de flores? La cuestión parece banal, pero es interesante: ¿cómo se explica que el ramo de claveles —que se marchita en poco tiempo— le haga más ilusión que una freidora nueva (tan útil y eficaz)? Simplemente a causa de su belleza y su gratuidad. La belleza y la gratuidad son fines en sí mismos. Una sociedad que toma cada vez más como ins-trumento de medida la utilidad y la eficacia está en peligro de deshumanizarse. El utilitarismo acaba siempre por minusvalorar al hombre, pues le juzga no según lo que él es, sino según lo que hace o lo que tiene. Pero todas las necesidades profundas del corazón humano están marcadas por 37
  • 38. la gratuidad: la alegría, el juego, la fiesta, la contemplación… ¡El hombre no es solo materia! El gozo que da la belleza es su gratuidad: se da gratuitamente a quien quiere acogerla, pero se escapa a quien quiere dominarla. Se abre a quien se le acerca con humildad y respeto, pero se niega a quien quiere apropiársela, como una flor que se marchita cuando se la aprieta ansiosamente sobre el corazón. Así también Dios, Belleza suprema, no se da más que en la gratuidad. No puede nadie apode-rarse de Dios. No se le puede instrumentalizar. Quien es limpio de corazón desea contemplar a Dios sin querer por eso instrumentalizarlo. Gratuitamente. Por ser Él quien es. Y la contemplación de la Belleza divina se abre al canto de la alabanza y al silencio de la adoración: gestos gra-tuitos por excelencia, gestos humanizadores por excelencia. Unificación, simplicidad, unicidad «Elías se dirigió a todo el pueblo y dijo: ¿Hasta cuándo andaréis cojeando con dos muletas?12» De hecho, el profeta reprocha al pueblo que quiera ve-nerar al mismo tiempo a las divinidades paganas y al Dios de Israel. Pero el Dios de Israel es Uno. «Cojear con dos muletas» quiere decir «Tener el corazón dividido». Por el contrario, adorar al Dios único es lo que unifica el corazón del hombre. Lejos de estallar en mil pedazos, mil cuidados, mil ocupaciones, mil distracciones que dispersan toda su energía, el corazón que se deja atraer por el Dios único es de hecho él mismo unificado: todo su ser es «re-cogido», reunido, y dirigido en una sola dirección. ¿No tiene el hombre de hoy particularmente necesidad de esta unificación interior, y de la paz interior que de ahí resulta? 12 1R 18,21. El filósofo Soren Kierkegaard definió la pureza de corazón como «querer una cosa, una sola». Querer una sola cosa unifica y simplifica. De hecho, la pureza de corazón es hermana de la senci-llez. Las dos excluyen toda duplicidad: Cojear con dos muletas, tener un doble lenguaje, mirar una cosa y desear otra, decir una cosa y hacer otra… la duplicidad tiene muchas caras. El corazón puro y sencillo no quiere más que 38
  • 39. «una cosa, una sola». En fin, en el reflejo de la mirada de Dios el hombre se verá a sí mismo como único. Otros podrán hacer su trabajo, ocupar su sitio, pero nunca nadie podrá sustituirle en lo que él es: un ser maravillosa-mente único. Incluso los gemelos monocigóticos, a pesar de su material genético común, no serán sino dos personas completamente distintas, cada una absolutamente única: lo que las distingue representa más que lo que les es común. Hay en efecto una relación entre unicidad, simplicidad e identidad, pero a eso volveremos después… «… PORQUE ELLOS “SE DEJARÁN VER” POR DIOS» Al leer el discurso de Jesús en la montaña se puede observar que algunas bienaventuranzas se expresan en voz pasiva: «Bienaventurados los que lloran, porque serán [consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de [justicia, porque quedarán saciados. Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados [hijos de Dios13». En efecto, se trata aquí de una pasiva «divina»: el sujeto implícito de la frase es Dios mismo. Es un modo de decir bien conocido en el Antiguo Testamento: se pone la frase en pasiva para evitar pro-nunciar el nombre sagrado de Dios. Decir «serán consolados» es lo mismo que decir «Dios los con-solará, Dios los saciará, Dios los llamará hijos», etc. La bienaventuranza de los limpios de corazón no está formulada en pasiva; sin embargo, la pasiva puede dar una variante de lectura. Sería: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque serán vistos por Dios», o mejor «porque se dejarán mirar por Dios». Dios se complace en posar su mirada sobre su creación. En Dios, mirar es amar. Por eso la mirada de Dios revela al hombre todo lo que el hombre vale. El santo Cura de Ars dice: «Se reconoce el valor de una cosa por el precio que ha costado; Jesucristo contempla en un alma pura el precio de su sangre14». En efecto, Dios quiere y defiende al hombre como a la niña de sus ojos: «Quien os toca a vosotros toca a la niña de mis ojos15». 13 Mt 5,3 ss. 39
  • 40. 14 Gérard ROSSÉ, Der Pfarrer von Ars an Seine Gemeinde, Neue Stadt, 1980. 15 Za 2,12. En Jesús esta mirada de amor de Dios toma carne, se hace «física» por así decir. El juego de las miradas llenas de ternura entre Jesús y sus discípulos — desde las primeras llamadas— no escapa al evangelista san Juan: «Jesús le miró y le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan”16». «Vio Jesús a Natanael acercarse […]. Natanael le contestó: “¿De qué me conoces?” Respondió Je-sús y le dijo: “Antes de que Felipe te llamara, cuando estabas debajo de la higuera, te vi”17». ¡Cuántas veces una simple mirada de Jesús ha-brá transformado una vida humana! ¡Cuántas con-versiones, consuelos, curaciones, resurrecciones interiores, como fruto de una simple mirada de Je-sús a una persona! «Lo inusitado en la mirada de Jesús y que conver-tía a los hombres, era que al fin se dirigía a ellos una mirada como un agua viva, esta agua del Espíritu en la cual renacían, en la que se reconocían tal como la voluntad del Padre les ve en su designio eterno18». El arrepentimiento Tomando la palabra, dijo Pedro a Jesús: «“Aunque todos se escandalicen por tu causa, yo nunca 16 Jn 1,42. 17 Jn 1,47-49. 18 Jean-Miguel GARRIGUES, o.c., p. 69. me escandalizaré”. Jesús le replicó: “En verdad te digo que esta misma noche, antes de que cante el gallo, me habrás negado tres veces”19». Pedro está seguro de sí mismo. Él es el jefe de los apóstoles. Quién sabe: tal vez Jesús le ha elegido por su competencia, por su inteligencia, por su valentía, o por el conjunto de sus méritos; ¿o quizá por su madurez? A la vista está que Pedro se cree más fuerte, más valiente, más íntegro, más… que los de-más. No tiene necesidad siquiera de hacer una «censo de sus guerreros» como el rey David, da por supuesto que puede contar con sus propias fuerzas: «Aunque tenga que morir contigo, jamás te negaré». En realidad su corazón está ciego, endurecido por el orgullo. Menos mal que el canto del gallo le despierta de sus fantasías y le recuerda la mirada de Jesús. De 40
  • 41. la belleza transparente de la mirada de Jesús nace el arrepentimiento: «Es el conocimiento de Dios lo que hace nacer el sentido del pecado, y no a la inversa […] Tal es el comienzo del arrepentimiento: una visión de belleza, y no de fealdad. Una conciencia de la gloria de Dios, y no de mi propia miseria20». Arrepentirse no es mirar hacia abajo, a nuestras imperfecciones, sino hacia lo alto, hacia el amor de Dios; no hacia atrás, y llenarse de reproches, sino hacia delante, con confianza. Es mirar, no lo que no se ha logrado ser, sino lo que todavía se puede 19 Mt 296,33-34. 20 Kallistos WARE, Le royaume interieur, Cerf, 1993. llegar a ser con la gracia de Cristo. El orden de los acontecimientos no es pues arrepentirse primero para acercarse después a Cristo; por el contrario, solamente cuando la luz de Cristo entra en nuestra vida comenzamos a comprender verdaderamente nuestro pecado. No se trata necesariamente de una crisis emo-cional, y aún menos de un acceso de remordimien-tos, sino de una conversión, de un volver a centrar nuestra vida en Dios. «El arrepentimiento no es desaliento, sino espera ardorosa; no es el sentimiento de estar en una calle sin salida, sino de haberla encontrado; no es el odio de sí, sino la afirmación de nuestro verdadero “yo”, hecho a imagen de Dios. San Juan Clí- maco dirá que “el arrepentimiento es hijo de la esperanza, y de la renuncia a la desesperación”21». El arrepentimiento es pues una «aflicción feliz», una pena impregnada de alegría. En el fondo, se trata de pasar de las tinieblas a la luz. En las lágri-mas del que se arrepiente hay un anticipo de la felicidad del cielo, una experiencia del Reino de los cielos que ya está actuando entre nosotros. Revestidos de su belleza Cuando un alma se acerca a Dios, no experi-menta solo conciencia de su pecado, sino que se ve 21 Ibid. revestida también de una nueva belleza. Al mirarla, Dios reviste al alma de su propia belleza. Juan de la Cruz ve en los «ojos del Esposo» la misericordia divina que «inclinándose al alma […], imprime e infunde en ella su amor y gracia, con que la hermo-sea y levanta tanto, que la hace consorte de la misma Divinidad 41
  • 42. (cfr. 2Pe 1,4)22». La belleza de la esposa es pues la del Esposo mismo. El Amado del Cantar de los cantares exclama: «¡Qué hermosa eres. Amada mía, qué hermosa eres!23», y Gregorio de Nisa precisará: «Ya te has embellecido, acercándote a mi luz, pues esta proximidad te ha hecho participar en la Belleza24». El contacto con Dios embellece el alma, a veces en tal grado que incluso el cuerpo transparenta algo de esta belleza. La mirada luminosa de Madre Teresa irradiaba la belleza de Dios. Puede ser que su rostro lleno de arrugas no haya figurado nunca en las revistas de modas; no por eso ha dejado de impresionar su belleza particular a todos los que han podido acercarse a ella. La identidad Al final se abría el huevo. «¡Cua, cua!» gritaba el pequeño al salir; era muy grande y muy feo. La 22 JUAN DE LA CRUZ, Cántico espiritual, (A) 23-3. 23 Ct 4,1. 24 GREGORIO DE NISA, Homilía IV. pata lo miraba: «¡Es espantosamente gordo y gris; este pollo no se parece a los demás!» El patito feo llevará una vida dura. Aunque sabe nadar como los demás patitos, es despreciado por todos a causa de su fealdad. Todos se burlan de él, y acaba por ser excluido de toda vida social. Es perseguido, no solo por la familia de los patos, sino incluso por las gallinas y los hombres… Con todo, una tarde verá algo maravilloso: unas grandes aves blancas, majestuosas, de una belleza deslumbrante como nunca antes había visto: son los cisnes. Abren sus magníficas grandes alas y, bajo la mirada de asombro del patito feo, vuelan a tierras más cálidas, cruzando la inmensidad de la mar. El patito no sabe cómo se llaman esas aves ni a donde van. Pero queda cautivado, como fuera de sí, ante tanto esplendor… y guardará siempre la nostalgia, aunque muy pronto se ve otra vez sumergido en el gris de su vida cotidiana, hecha de sufrimiento y rechazo. Además, ¡qué frío hace en invierno! Menos mal que, después de este tiempo inver-nal tan duro, se acerca la primavera. Entonces el patito tiene una nueva experiencia, sin saber muy bien cómo: sus alas comienzan a sostenerle en el aire… ¡sabe volar! Y va a aterrizar en un lago donde se sentirá misteriosamente atraído por… 42
  • 43. ¡los cisnes! ¡Ah! ¡No había olvidado esas aves magníficas! Fascinado por su presencia, supera su temor, diciéndose que mejor era ser presa de sus picos que sufrir los picotazos de patos y gallinas. Intimidado, se acerca: ya hunde su pico en el agua esperando ser agredido. Pero ¡qué ve en el reflejo del agua! Él ve su propia imagen: ya no es el patito feo y gris de antes, se ha vuelto todo blanco; ¡es un cisne! ¡Esas magníficas aves blancas… son… de su misma raza! Él había nacido de un huevo de cisne. En adelante… ¿qué importa haber nacido en un gallinero cuando uno ha salido de un huevo de cisne?25 En cada uno de nosotros duerme un patito feo que necesita comprender que ha nacido para entrar en la plenitud de la vida para la que ha sido hecho. El hombre fue creado a imagen de Dios, es «de la raza de Dios» aunque no lo sepa. Pero una vez que tiene la gracia de recibir siquiera sea un «flash» de esta verdad, guardará la nostalgia para siempre. En el encuentro con la mirada de su Dios, en la pupila de los ojos de su Dios, el hombre verá el reflejo de lo que él es en verdad: en la mirada de su Padre descubrirá su dignidad de hijo. Entonces… ¿qué importa haber sido porquero si se es hijo del Padre? «Ya que en él nos eligió antes de la creación del mundo para que fuésemos santos y sin mancha en su presencia, por el amor; nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo26». 25 Según el cuento de Hans-Christian ANDERSEN, El patito feo. 26 Ef 1,4-5. «… PORQUE VERÁN “COMO VE” DIOS» El corazón puro sumerge su mirada ya desde ahora en la eternidad: entra de algún modo en el misterio de la Trinidad. Su propia mirada sobre los demás quedará impregnada de ese modo de ver: en este sentido, verá «como ve Dios» y posará «la mirada de Dios» sobre los demás. Su mirada es una mirada profética: ve al otro como Dios le ve. Al final de su vida, san Josemaría Escrivá clamaba así en su oración: «¡Que yo vea con tus ojos, Cristo mío! ¡Jesús de mi alma!27» Y en verdad esa era ya su mirada, la de Cristo. Del respeto de la alteridad a la comunión Dios se revela al hombre como el TÚ absoluto. El que se pone ante el hombre y le da así la posibilidad de mirarse. 43
  • 44. El filósofo Martin Buber dirá: «Es en el Tú donde el hombre descubre su Yo»; dicho de otro modo, es en el frente a frente, en la distinción, como el hombre encuentra su propia identidad. El reconocimiento de su propia identidad así como la del otro es el fundamento de toda comunión verdadera. La Trinidad es esta comunión perfecta de las tres personas divinas, donde en un movimiento eterno de amor, en una relación de ser-para-el-otro, en una unión bienaventurada, el Padre, el Hijo y el Espí- 27 Cfr J.M. CEJAS, Vida del B. Josemaría, Rialp, 1992, p. 209. ritu Santo son tres personas distintas, sin fusión ni confusión posibles. La pureza de corazón favorece el amor de sí mismo (que no es lo mismo que el amor propio) y permite al mismo tiempo el respeto del otro en su alteridad. Excluye todo intento de seducción o dominación del otro; no busca asimilarle en una fu-sión que niega toda distancia. La pureza permite por el contrario esa pausa de distancia y discreción que caracteriza el respeto al otro, y que se encuentra en la base de toda comunión. La benevolencia La mirada de Dios es una mirada de bendición, una mirada directa y benevolente. Karol Wojtyla definía la benevolencia como «el desinterés en el amor; no el “te deseo como un bien”, sino el “deseo tu bien”, “deseo lo que es un bien para ti”28». En el fondo la benevolencia es el reflejo de la bondad del Padre. Es la mirada del Padre a sus hijos, una mirada que quiere el bien del otro, que no quiere más que su bien. Es una mirada, por así decir, «sin idea del mal», una mirada en la cual «el pecado no entra de ninguna manera29». 28 Karol WOJTYLA, Amor y responsabilidad, Palabra, 2008, p. 104. 29 J.M. GARRIGUES, o.c., p. 69. «Todos nosotros, incluso cuando estamos llenos de esperanza, incluso cuando actuamos según el Espíritu de Dios, tenemos siempre en cuenta la parte del mal en nuestras consideraciones. Los santos lo hacen cada vez menos. Les es dada una pru-dencia sobrenatural según la cual cada vez lo con-sideran menos30». No se trata de una mirada «ingenua», incapaz de ver la verdad, sino más bien de una mirada espe-ranzadora, dirigida incluso al más gran pecador; una mirada 44
  • 45. que ve con esperanza todo el bien de que una persona es capaz y que con la gracia de Dios puede realizar todavía. Es una mirada que ve a la persona en su desarrollo, en su posible porve-nir, una mirada profética que no se desespera ja- más. Cuanto más se deja purificar un corazón, más profundamente entra en esta mirada benevolente de Dios dirigida a todos los hombres. La compasión La compasión de Dios está ligada a su misericordia. «Compasión» significa literalmente «sufrir con», y «misericordia»: «dar el corazón al misera-ble». La imagen habla por sí sola: Dios «se inclina sobre la miseria» del pobre, para «sufrir con» él. Es 30 Ibid. un Padre con corazón de madre: sus entrañas se de-jan conmover por el sufrimiento del pequeño, del débil, del enfermo, del pecador. Lejos de juzgarle, se mueve a compasión por él. Del mismo modo, el corazón puro no se echa atrás ante la fealdad, y lejos de temer contagiarse, está pronto para bajar hasta la miseria del otro, dispuesto a acompañarle en su sufrimiento, sin juzgarle ni despreciarle, sino reconociendo por el contrario en el más pobre la presencia misma de Cristo. Madre Teresa decía: «Necesitamos un corazón puro para reconocer a Cristo en las apariencias de miseria de nuestros hermanos y hermanas. […] Un corazón puro reconoce fácilmente a Cristo en el hambriento, en el sin techo, el desnudo, solo, inde-seado, no amado, el leproso, el alcohólico, el hombre tirado en la calle, sin protección, hambriento de pan y de amor… Un corazón puro está libre para servir, un corazón puro está libre para amar». Un corazón puro ve «como ve» Dios… A MODO DE CONCLUSIÓN A lo largo de estas líneas hemos podido percibir mejor que la pureza de corazón, antes que el fruto de un esfuerzo o la defensa de algo que se tiene, es un don de Dios. Quizá algún lector haya descubierto, al hilo de estas páginas, una perla escondida… El Corazón traspasado de Cristo, esta es la perla escondida que merece que se renuncie a todo para adquirirla. En este Corazón herido encontramos la 45
  • 46. curación, en el agua y la sangre que brotan de él, la vida en sobreabundancia. A través del Corazón abierto de Jesús se revela la última palabra de Dios al hombre: «Te amé y me entregué por ti1». Nuestro corazón puede dejarse atraer y moldear desde ahora por el Corazón de Cristo. Se encontrará así sumergido en su pureza; y pregustará allí algo de la bienaventuranza futura. 1 Cfr Ga 2,20. ¿Quién mejor que la santísima Virgen se dejó revestir así de la pureza de Dios? ¿Quién mejor que Ella como guía y mediadora en ese camino? A modo de conclusión, confiémonos a la Virgen Inmaculada, con una plegaria del padre Leonce de Grandmaison: «Santa María, Madre de Dios, Guárdame con corazón de niño Puro y transparente como una fuente. Consígueme un corazón sencillo Que no se detenga en las tristezas. Un corazón magnánimo para darse. Tierno para la compasión. Un corazón fiel y generoso Que no olvide ningún bien Y no tenga rencor por ningún mal. Hazme un corazón dulce y humilde Que ame sin esperar recompensa. Contento de desaparecer en otro corazón Ante tu divino Hijo. Un corazón grande e indómito Que no se cierre ante la ingratitud Que no se canse ante la indiferencia. Un corazón desvelado por la gloria de Jesucristo Herido por su amor Sin que se cure su herida hasta el cielo». PARA SEGUIR ADELANTE… Benedicto XVI, Deus caritas est, 2005 Benedicto XVI, Spes salvi, 2007 Karol Wojtyla, Amor y responsabilidad, 1985 46
  • 47. Teresa de Jesús, Obras completas Teresa de Lisieux, Obras completas ESTE LIBRO, PUBLICADO POR EDICIONES RIALP, S.A., ALCALÁ, 290, 28027 MADRID, SE TERMINÓ DE IMPRIMIR EN GRÁFICAS ANZOS, S.L., FUENLABRADA (MADRID), EL DÍA 1 DE SEPTIEMBRE DE 2009. 47