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LOS PEQUEÑOS MONSTRUOS
                            ANTOLOGÍA
ÍNDICE
El metrónomo, August W. Derleth                                       2
Juguemos a los venenos, Ray Bradbury                                  8
La compañera de juego, Cynthia Asquith                               13
Fingida era la arboleda, Henry Kuttner                               31
El antimacasar, Greye La Spina                                       60
Ropas viejas, Algernon Blackwood                                     71
Cuánto temor surgió de la galería larga, E. F. Benson                94
Ellos, Rudyard Kipling                                              104




                                            Para Jonathan Frid, que retrata a Barnabás
                                                         en «Sombras oscuras» como
                                                       «el mayor monstruo de todos».
EL METRONOMO
August W. Derleth

   Mientras permanecía en la cama, envuelta en aquella agradable y encubridora
oscuridad, sus labios se entreabrieron ligeramente dibujando una sonrisa, única
expresión de su tremendo alivio por el hecho de que el funeral hubiera terminado de
una vez. Nadie había sospechado que ella y el chico no habían caído accidentalmente
al río ni que ella hubiera podido salvar a su hijastro si hubiera querido.
   -¡Oh! Pobre Mrs. Farewell, ¡qué terriblemente mal debe sentirse!
   Podía escuchar las palabras debilitándose, cada vez más lejanas en la opresiva
oscuridad de la noche.
   Ya hacía tiempo que había desaparecido el fugaz remordimiento que sintió cuando,
por fin, el niño se hundió; cuando desapareció bajo la superficie del agua por última
vez y cuando ella misma quedó tendida y exhausta sobre la orilla. Había dejado de
pensar cómo podía haber hecho aquello. Llegó incluso a convencerse a sí misma de
que el banco de la orilla se sumergió accidentalmente, de que olvidó lo débil que era
en aquella parte y la profundidad y la rapidez de la corriente en aquel trozo.
   Su esposo se movió en la habitación contigua. El, pobre autómata, no sospechaba
nada.
   -Ahora sólo te tengo a ti -le dijo a ella, con la pena reflejada en las desfiguradas
líneas de su rostro.
   Le había sido muy difícil soportar aquellos primeros días, pero el entierro definitivo
del cuerpo de Jimmy alivió y finalmente disipó las débiles dudas que la atormentaban.
   Y, sin embargo, pensándolo fríamente, le resultaba difícil concebir cómo podía
haberlo hecho. Fue algo impulsivo, desde luego, pero también irritación ante el niño, y
odio a consecuencia del parecido con su madre. Todo eso unido fue lo que motivó su
deseo. Y aquel metrónomo. A los diez años de edad, un chico ya debería haber
olvidado cosas tan infantiles como un metrónomo. Si hubiera tocado el piano y lo
hubiera necesitado para marcar el compás, habría sido diferente. «¿Lo habría sido?» -
se preguntó a sí misma. Pero tal y como estaban las cosas... No, no, demasiado para
ella. Sus nervios no lo habrían podido soportar un día más. Recordaba cuánto la había
encolerizado cantándole continuamente aquella absurda cancioncilla que escuchó a
Walter Damrosch durante uno de los programas infantiles del viernes, el día en que
ella le ocultó el metrónomo. Se trataba de una explicación al apodo de Sinfonía
Metrónomo de la Octava de Beethoven. Sus palabras, aquellas palabras absurdamente
infantiles que Beethoven envió al inventor del metrónomo, se cruzaron en su mente
haciendo resonar todas las recámaras de su memoria.
   ¿Qué tal estás?
   ¿Qué tal estás?
   ¿Qué tal estás?
   Mi querido, mi querido
   míster Mel-zo.
   O algo parecido. No podía estar segura. Las palabras sonaban insistentemente en su
memoria, acompañadas por la melodía del segundo movimiento de la Octava,
golpeándole el cerebro sin parar, como el metrónomo: tic-tac, tic-tac. Después de
todo, el metrónomo y la canción habían cristalizado sus verdaderos sentimientos hacia
el hijo de la primera esposa de Farewell.
   Apartó la canción de su memoria.
   Después, de repente, comenzó a preguntarse dónde había guardado el metrónomo.
Era un objeto bastante bonito y moderno, con una pesada base de plata y un pequeño
martillo sobre una varilla de acero acanalada que se extendía hacia arriba, sobre un
fondo en forma de triángulo curvo de plata. No sucumbió a su primer impulso de
destruirlo porque pensó que, una vez desaparecido el chico (¿acaso no lo había visto ya
muerto?), sería un bonito adorno, aun cuando hubiera pertenecido a la madre de
Jimmy. Por un momento pensó en Margot. Debía sentirse contenta de que le enviara a
Jimmy junto a ella... en el supuesto de que, en el otro mundo, hubiera un lugar para
él. Recordó entonces que Margot fue creyente.
    ¿Podría haber puesto aquel trasto en una de las estanterías de su armario? Quizá.
Resultaba extraño no poder recordar algo que seguía siendo uno de sus actos más
importantes durante los últimos días anteriores a aquel en el que Jimmy pereció
ahogado. O quizá lo había ocultado detrás de alguno de los libros de la biblioteca.
    Estaba allí, echada, pensando en todo esto. Y en lo decorativo que quedaría sobre el
gran piano: únicamente aquel adorno, la plata contrastando con el negro amarronado
del piano.
    De repente, el tic-tac del metrónomo se introdujo en su mente. Qué extraño, que
sonara precisamente ahora, pensó cuando sus pensamientos se ocupaban de él. El
sonido le llegaba con bastante claridad, tic-tac, tic-tac, tic-tac. Pero al tratar de
descubrir el lugar de donde procedía el sonido, no lo consiguió. Parecía oscilar. El
sonido aumentaba, haciéndose más alto, y después se desvanecía, una y otra vez, lo
que le pareció muy poco normal. Reflexionó sobre el hecho de que nunca lo había
escuchado así durante todo el tiempo en que Jimmy le acosó con su metrónomo. Todos
sus sentidos se agudizaron, escuchando con mayor atención.
    De pronto, pensó en algo que estremeció todo su cuerpo. Por un momento contuvo
la respiración y fue incapaz de moverse. ¿No había ocultado el metrónomo después de
que Jimmy se lo entregara para darle cuerda? A menos que le fallara la memoria, así lo
había hecho. Y, en tal caso, ahora no podía estar sonando, pues se le había acabado la
cuerda y ella no se la había vuelto a dar; además, era terriblemente difícil que aquel
objeto se pusiera en marcha por sí solo. Por un instante, se preguntó si no lo habría
encontrado Henry, y le habría dado cuerda para gastarle una broma dejándolo en
marcha en aquellos momentos. Echó un vistazo a su reloj de pulsera. Era la una menos
cuarto. Se necesitaba tener una buena imaginación para pensar que Henry fuera capaz
de gastarle una broma como aquélla. Más bien le habría colocado el objeto delante y le
habría dicho: «Mira. Creí haberte oído decir que Jimmy lo había perdido, y me lo
encuentro ahora en tu estantería; probablemente, él no hubiera podido llegar allí.»
    Escuchó.
    Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac.
    ¿Estaría Henry oyendo aquello?, se preguntó. Probablemente no. Siempre dormía
bastante profundamente.
    Tras un momento de duda, se levantó, extendió una mano para coger la linterna y
se dirigió hacia el armario. Abrió la puerta, introdujo la mano y la linterna en el interior
y escuchó. No, el metrónomo no estaba allí. Sin embargo, no pudo evitar el hacer a un
lado uno o dos sombreros para asegurarse. Casi siempre ocultaba cosas allí.
    Se apartó del armario y permaneció apoyada contra su puerta cerrada, con las cejas
fruncidas en una expresión de enfado. ¡Dios! ¿Estaba destinada a escuchar aquel
infernal tic-tac incluso después de la muerte de Jimmy? Se dirigió resueltamente hacia
la puerta de su habitación.
    Pero su conciencia escuchó un nuevo ruido.
    Al otro lado de la puerta, alguien estaba andando hacia alguna parte, con pisadas
suaves y apagadas.
    Naturalmente, lo primero que hizo fue pensar en Henry, pero casi al mismo tiempo
escuchó o creyó escuchar el crujido de su cama. Quiso imaginar que, por alguna razón,
la doncella o la cocinera habían vuelto a casa. Pero no pudo aceptar esta absurda idea
de su regreso a la una de la madrugada.
    Su mano dudó ante el pomo de la puerta. El instinto le advertía: «No salgas. No
cruces esa puerta.»
    Abrió la puerta casi con enojo y miró hacia el vestíbulo, elevando el haz de la
linterna. Allí no había nada.
    «¡Qué absurdo!», pensó.
En aquel preciso instante, volvió a escuchar los pasos, ahora rápidos y lejanos. El
débil sonido parecía proceder del piso inferior. El tic-tac del metrónomo se había hecho
más insistente; sonaba ahora con tal fuerza que, por un momento, temió que pudiera
despertar a Henry.
    Y entonces llegó hasta ella un sonido que llenó su cuerpo de un terror helado... el
sonido de la voz de un niño cantando, en algún lugar lejano.
    ¿Qué tal estás?
    ¿Qué tal estás?
    ¿Qué tal estás?
    Mi querido, mi querido
    míster Mel-zo,
    Retrocedió, tropezando con la jamba de la puerta y se agarró a ella con la mano
libre. Su mente estaba completamente confusa. Pero la voz se debilitó enseguida y
murió, mientras el tic-tac del metrónomo se hacía más fuerte que nunca. Cuando
escuchó cómo su sonido se superponía al de la voz, no pudo dejar de sentir un cierto
alivio.
    Se quedó allí unos momentos, recuperándose. Después apretó los dedos alrededor
de la linterna y comenzó a caminar lentamente a lo largo del pasillo, muy cerca de la
pared. Poco antes de llegar al descansillo de la escalera, colocó la mano alrededor del
pequeño haz de luz de la linterna, de modo que no pudiera ser vista por lo que hubiese
allá abajo.
    Descendió las escaleras, con el recelo de que pudieran crujir y delatar su presencia.
    En el vestíbulo de abajo no había nada.
    Abrió suavemente la puerta de la biblioteca y el sonido del metrónomo surgió de la
habitación, envolviéndola. Sus ojos no distinguieron inmediatamente lo que había más
allá del umbral. Sólo después de haber penetrado en la estancia captaron sus ojos una
vaga y pequeña sombra recortada contra la pared opuesta; era una cosa confusa que
se movía a lo largo de la pared, mirando detrás de los muebles, en las estanterías
llenas de libros, extendiendo unas manos fantasmales hacía los rincones... ¡Jimmy,
buscando su metrónomo!
    Se quedó inmóvil mientras su respiración parecía quedar contenida por el horror.
¡Jimmy, el difunto Jimmy, a quien ella misma había enterrado aquella mañana!
Únicamente la fortaleza de su voluntad le impidió desvanecerse y perder el equilibrio.
    El niño espectral se acercó. Se acercó y pasó junto a ella, buscando, fisgoneando
cada uno de los lugares donde pudiera estar escondido el metrónomo. Una y otra vez,
dando vueltas por la habitación.
    Con gran esfuerzo, consiguió encontrar su voz.
    -Márchate -murmuró con dureza-. ¡Oh, márchate!
    Pero el niño no la escuchó. Continuó su búsqueda fantasmagórica, removiendo los
mismos lugares donde ya había buscado tantas veces. Y el insistente tic-tac, tic-tac del
metrónomo seguía sonando, como los golpes de un martillo, en aquella opresiva
habitación hundida en la noche.
    Su mano se apartó del haz de luz en el instante en que el niño pasaba junto a ella.
Le vio el rostro, vuelto hacia ella. Sus ojos, normalmente tan amables, le lanzaban una
mirada malévola, mientras la boca dibujaba una mueca petulante y enojada, con sus
pequeños puños apretados. Ella se volvió frenética, estaba ansiosa por escapar de allí.
    Pero la puerta no se abrió.
    Después de tres intentos inútiles por abrirla, miró para ver si existía algún obstáculo
que la impidiera moverse. El niño estaba a su lado, apoyando ligeramente la mano
contra la puerta. Aquello era suficiente para mantenerla inamovible. Ella lo volvió a
intentar. El pomo giró en su mano, como antes, pero la puerta se negó a moverse. La
expresión del niño adquirió un aspecto tan maligno, que ella dejó caer la linterna en un
repentino sobresalto. Retrocedió rápidamente hacia la ventana, en la pared opuesta a
donde se hallaba la puerta.
Pero el niño estaba allí antes de que ella llegara.
    Trató de elevar la ventana, corriendo el cerrojo con su otra mano. No se movió.
Incluso antes de mirar, sintió la mano del niño sosteniendo la ventana. Allí estaba,
vagamente blanco, transparente, apoyado ligeramente contra el cristal.
    Echó a correr.
    Sucedió lo mismo con la otra ventana de la habitación. Cuando trató de levantar la
mano, dispuesta a romper el cristal, descubrió que el niño sólo tenía que permanecer
ante la ventana para evitar que su mano pudiera penetrar la atmósfera que le rodeaba
y llegar al cristal.
    Entonces se volvió y caminó hacia la oscura esquina, detrás del piano, sollozando de
terror.
    Inmediatamente, el niño se situó allí. Sintió cómo emanaba de él un frío cadavérico
que penetraba a través de sus delgadas ropas de noche.
    -¡Márchate! ¡Márchate! -sollozó.
    Sintió el rostro del niño apretándose muy cerca de ella, buscando su mirada con sus
ojos acusadores, mientras extendía sus dedos fantasmales para tocarla.
    Volvió a huir, lanzando un sálvate grito de terror.
    Una vez más, se dirigió hacia la puerta, pero el niño estaba allí antes de que su
mano pudiera tocar el pomo. Y, sin llegar a girarlo siquiera, supo que su esfuerzo era
inútil. Entonces trató de encender la luz, pero la misma fuerza que le había impedido
romper antes el cristal de la ventana, actuaba de nuevo contra ella.
    Sintiéndose acosada buscó de nuevo la relativa seguridad de un rincón oscuro.
    El niño volvió a encontrarse junto a ella, acercándose suavemente a su cuerpo,
como un animal.
    Echó a correr de una esquina a otra de la habitación.
    Pero el niño estaba en todas partes.
    De pronto, las puertas de su mente se cerraron y bloquearon toda su capacidad para
razonar. Sintió un profundo y desquiciado pánico apoderándose de su cuerpo. Empezó
a golpear las paredes con los puños cerrados. Descubrió entonces que su voz y sus
gritos aliviaban el horror que se encerraba en su interior.
    Lo último de lo que se dio cuenta fue del estirón que las manos espectrales del niño
dieron a su cintura. Entonces se desmoronó; quedó acurrucada como un ovillo contra
la pared. Algo lanzó un fuerte y agudo golpe contra su sien y, en el mismo instante, el
frígido cuerpo fantasmagórico del niño se apretó sobre su rostro.

   Henry Farewell encontró a su esposa acurrucada contra la pared, cerca del gran
piano. Cerca de su cabeza estaba el metrónomo. Se dio cuenta inmediatamente de que
había caído por detrás de un enorme cuadro que ahora colgaba, doblado, sobre ella. Al
caer, le había dado contra la sien.
   Estaba muerta.
   Durante un minuto permaneció asombrado, mirando fijamente su cuerpo. Después,
su bien ordenada y metódica mente de hombre de negocios, se aseguró de la certeza
de sus suposiciones y finalmente llamó al juez.
   Cuando éste llegó, se lo encontró en la puerta.
   -Ha ocurrido un terrible accidente -dijo-. Evidentemente, estaba andando en sueños,
víctima del sonambulismo, y chocó contra la pared cuando un metrónomo, ocultado
por mi hijo detrás de un cuadro, poco antes de su muerte, cayó golpeándola en la sien.
Está allí, muerta.
   Después, Henry Farewell se sentó, pues el impacto de la muerte de su esposa
empezaba a alterar incluso su serenidad, deliberadamente fría. Se retorció las manos y
esperó a que el juez terminara su inspección.
   Al cabo de unos minutos, el juez salió de la biblioteca, con aspecto muy serio.
   -Mire aquí, Farewell -dijo-. No comprendo esto -y sin esperar a que Henry Farewell
le hiciera ninguna pregunta, siguió diciendo-: Ese golpe no fue suficiente para matarla.
Parece como sí hubiera sido ahogada por... sí, por unas ropas húmedas... pero no hay
nada parecido por aquí. Y, por otra parte, no comprendo cómo su hijo pudo haber
escondido ese metrónomo detrás de ese cuadro. Está demasiado alto para que él
pudiera alcanzarlo, aunque se subiera a una silla o al piano. Y hay algo más que me
extraña. Venga, por favor.
   Penetraron juntos en la biblioteca.
   -Mire eso -dijo el juez, señalando con su dedo extendido la línea formada por la
pared y el suelo a lo largo de toda la habitación.
   Había allí un gran número de pisadas que se extendían por la pared, húmedas y
brillantes a la luz que iluminaba ahora la habitación.
   -Como un niño pequeño con los pies húmedos -dijo Farewell, en un tono de voz que
indicaba su poca predisposición a creer lo que decía-. Parece como si hubiera estado
chapoteando en el agua, ¿verdad? -preguntó.
   -No, no -dijo el juez, con voz tensa-. Parece más bien un niño que hubiera estado
completamente empapado, ropas y todo -se arrodilló, se puso las gafas y dijo-: Mire,
gotas... como las gotas de agua que caen de las ropas mojadas. Siguen la línea de las
pisadas. Y mire aquí, estos extraños recorridos del camino... hacia las esquinas...
detrás de las cosas. Farewell, debo decir que, francamente, no entiendo esto.
   Y Henry Farewell, a quien la Naturaleza había olvidado de proporcionar un grano de
imaginación, dijo:
   -Yo tampoco, señor juez. Únicamente sé lo que le he dicho.
JUGUEMOS A LOS VENENOS
Ray Bradbury
   -¡Te odiamos! -Gritaron los dieciséis chicos y chicas, apretándose alrededor de
Michael en el aula.
   Michael gritó. El recreo había terminado, pero Mr. Howard, el maestro, aún no había
llegado.
   -¡Te odiamos!
   Y los dieciséis chicos y chicas juntos, agolpándose y resollando, abrieron una
ventana. Había tres pisos de altura hasta la acera. Michael se debatió.
   Cogieron entre todos a Michael y lo empujaron por la ventana.
   Mr. Howard, su maestro, entró en aquel momento en el aula.
   -¡Esperad! -Gritó.
   Michael cayó desde tres pisos de altura. Michael murió.
   Nada se pudo hacer. La policía se encogió de hombros de forma elocuente. Todos
aquellos niños tenían ocho o nueve años; no comprendían lo que estaban haciendo. Así
es que...
   El colapso de Mr. Howard se produjo al día siguiente. Se negó a volver a enseñar en
su vida.
   -Pero ¿por qué? -Le preguntaron sus amigos.
   Mr. Howard no dio ninguna razón. Permaneció en silencio y una luz terrible llenó sus
ojos. Más tarde, les dijo que si les contaba la verdad, creerían que se había vuelto loco.
   Mr. Howard abandonó Madison City. Se marchó a vivir en un pequeño pueblo
cercano, Green Bay, donde permaneció durante siete años, manteniéndose con los
ingresos que conseguía de escribir historias y poesía.
   No se casó nunca. Las pocas mujeres a las que se aproximó siempre deseaban
tener... hijos.
   En el otoño de su séptimo año de autoforzado retiro, cayó enfermo un buen amigo
de Mr. Howard, un maestro. Ante la falta de un sustituto adecuado, Mr. Howard fue
convocado y convencido de que su deber era hacerse cargo de la clase. Dándose
cuenta de que el compromiso no podía durar más de unas pocas semanas, Mr. Howard
aceptó, desgraciadamente.
   -A veces -dijo Mr. Howard aquella mañana de un lunes de setiembre mientras
caminaba lentamente por los pasillos laterales de la clase-, a veces creo realmente que
los niños son como invasores procedentes de otra dimensión.
   Se detuvo, y sus brillantes ojos negros pasaron de un rostro a otro de sus pequeños
oyentes. Mantenía una mano en la espalda, cerrada y apretada. La otra, como un
pálido animal, se posaba en la solapa de la chaqueta mientras hablaba; después aún
subió más para jugar con las gafas.
   -A veces -siguió diciendo, mirando a William Arnold y a Russell Newell, y a Donald
Bowers y a Charlie Hencoop-, a veces creo que los niños son pequeños monstruos
surgidos del infierno porque ni siquiera el demonio puede soportarlos. Y, desde luego,
creo que se debe hacer todo lo posible por reformar sus pequeñas mentes incivilizadas.
   La mayor parte de sus palabras sonaron muy poco familiares en las orejas limpias y
sucias de Arnold, Newell, Bowers y los demás. Pero el tono de su voz les hacía sentir
miedo. Las niñas estaban apoyadas en los respaldos de sus asientos, aprisionando sus
trenzas, para que él no estirara de ellas como si fueran cuerdas de campanas, con el
propósito de llamar así a los ángeles negros. Todos ellos miraban a Mr. Howard como si
estuvieran hipnotizados.
   -Sois otra raza completamente distinta, con vuestros motivos, vuestras creencias,
vuestras desobediencias -siguió diciendo Mr. Howard-. No sois humanos. Sois... niños.
En consecuencia, y hasta que no seáis adultos, no tenéis ningún derecho a exigir
privilegios, ni a preguntar a vuestros mayores, que saben mejor que vosotros lo que se
debe hacer.
Se detuvo y colocó su elegante trasero sobre la silla situada detrás de la mesa,
limpia, sin una mota de polvo.
   -Vivís en vuestro mundo de fantasía -dijo, frunciendo el ceño-. Bien, aquí no habrá
fantasías. Pronto descubriréis que un reglazo en la mano no es ningún sueño, ningún
adorno, ninguna excitación a lo Peter Pan -lanzó entonces un resoplido y preguntó-:
¿Os he asustado? Lo he conseguido. ¡Bien! Bien y bueno. Os lo merecéis. Quiero que
sepáis dónde estamos. Yo no os temo, recordadlo. No tengo miedo de vosotros -de
pronto su mano tembló y empujó atrás su silla, mientras todos los ojos estaban fijos
en él-. ¡Eh! -lanzó una penetrante mirada a través de la habitación-. ¿Qué estáis
murmurando por ahí atrás? ¿Algo sobre nigromancia o alguna otra cosa?
   -¿Qué es nigromancia? -Preguntó una niña pequeña, levantando la mano.
   -Discutiremos eso cuando nuestros dos jóvenes amigos, los señores Arnold y Bowers
expliquen qué estaban murmurando. ¿Y bien, jovencitos?
   Donald Bowers se levantó.
   -No nos gusta usted. Eso es todo lo que dijimos.
   Después volvió a sentarse.
   Mr. Howard elevó las cejas.
   -Me agrada la franqueza, la verdad. Gracias por vuestra honestidad. Pero, al mismo
tiempo, debo deciros que no tolero la rebelión poco seria. Esta tarde, después de las
clases, os quedaréis una hora y lavaréis las pizarras.

   Después de las clases, mientras se dirigía a casa, con las hojas de otoño cayendo a
su alrededor, Mr. Howard se encontró con cuatro de sus alumnos. Dio un golpe seco y
agudo con su bastón sobre la acera.
   -¡Eh! ¿Qué estáis haciendo?
   Los dos chicos y las dos chicas, sorprendidos, retrocedieron como sí hubieran sido
golpeados con el bastón sobre sus espaldas.
   -¡Oh! -exclamaron.
   -¿Y bien? -pidió el hombre-. Explicádmelo. ¿Qué estabais haciendo antes de llegar
yo?
   -Jugando a los venenos -explicó William Arnold.
   -¡Veneno! -exclamó el maestro, con el rostro contraído; después dijo con un
estudiado sarcasmo-: Veneno, veneno, jugando a los venenos. Bien. ¿Y cómo se juega
a los venenos?
   De mala gana, William Arnold echó a correr.
   -¡Vuelve aquí! -le gritó Mr. Howard.
   -Sólo voy a demostrarle cómo jugamos a los venenos -dijo el chico, saltando sobre
un bloque de cemento que había en la acera-. Cada vez que llegamos ante un hombre
muerto, saltamos sobre él.
   -¿Lo hacéis de veras? -preguntó Mr. Howard.
   -Si salta uno sobre la tumba de un hombre muerto, queda envenenado, cae y se
muere -explicó Isabel Skelton con prontitud.
   -Hombres muertos, tumbas, envenenamientos -dijo burlonamente Mr. Howard-. ¿De
dónde habéis sacado esa idea del hombre muerto?
   -¿No lo ve? -preguntó Clara Parris señalando con su regla-. En este cuadrado están
los nombres de dos hombres muertos.
   -¡Ridículo! -replicó Mr. Howard, mirando de soslayo-. Eso son simplemente los
nombres de los albañiles que mezclaron y colocaron el cemento de la acera.
   Isabel y Clara abrieron la boca y se volvieron acusadoramente hacia los dos chicos.
   -¡Dijisteis que eran lápidas de tumbas! -gritaron las dos, casi al unísono.
   -Sí -dijo William Arnold, mirándose los pies-. Lo son. Bueno, casi. Da igual -levantó
la mirada y añadió-: Es tarde. Tengo que marcharme a casa. Hasta luego.
   Clara Parris miró los dos pequeños nombres grabados en la acera.
-Mr. Kelly y Mr. Terrill -dijo, leyéndolos-. Entonces, ¿esto no son tumbas? ¿Mr. Kelly
y Mr. Terrill no están enterrados aquí? ¿Lo ves, Isabel? Es lo que te he dicho una
docena de veces.
  -No lo hiciste -dijo Isabel, de mal humor.
  -Mentiras deliberadas -dijo Mr. Howard, pegando golpecitos con su bastón, en un
gesto de impaciencia-. Falsificación del más alto calibre. ¡Buen Dios! Señores Arnold y
Bowers, no harán más estas cosas, ¿comprenden?
  -Sí, señor -murmuraron los chicos.
  -¡Hablad más alto!
  -Sí, señor -replicaron de nuevo.
  Mr. Howard se alejó rápidamente por la calle. William Arnold esperó hasta haberle
perdido de vista antes de decir:
  -Espero que algún pájaro deje caer algo justo en su nariz...
  -Vamos, Clara, sigamos jugando a los venenos -dijo Isabel, ilusionada.
  -Se ha echado a perder todo -comentó Clara, poniendo mala cara-. Me voy a casa.
  -¡Estoy envenenado! -gritó de pronto Donald Bowers, tirándose al suelo y haciendo
como que echaba espumarajos por la boca-. ¡Mirad! ¡Estoy envenenado! ¡Ahhhh!
  -¡Oh! -exclamó Clara, enojada y echó a correr.

   El sábado por la mañana, Mr. Howard miró por la ventana que daba a la calle y
lanzó un juramento al ver a Isabel Skelton haciendo señales de tiza sobre la acera y
saltando después sobre ellas, al mismo tiempo que contaba una monótona cancioncilla.
   -¡Deja de hacer eso!
   Abalanzándose al exterior, casi la tiró al suelo en su agitación. La agarró, la sacudió
violentamente y después la dejó en el suelo; permaneció en pie sobre ella y sobre las
marcas de tiza.
   -Sólo estaba jugando a la pata coja -dijo la niña, lloriqueando y pasándose las
manos por los ojos.
   -No importa. No puedes jugar aquí -declaró él; después, inclinándose sobre las
marcas de tiza, las borró con su pañuelo, murmurando-: Eres una pequeña bruja.
Pentagramas. Rimas y conjuros, y todo como si fuera perfectamente inocente. ¡Dios,
qué inocente! ¡Eres un pequeño diablo!
   Hizo un gesto, como si fuera a golpearla, pero se detuvo. Isabel echó a correr,
lamentándose.
   -¡Adelante, pequeña tonta! -gritó él con furia-. Ve corriendo y dile a tus pequeñas
cohortes que has fracasado. Tendrán que intentarlo de alguna otra manera. No lo
conseguirán conmigo. No lo conseguirán. ¡Oh, no!
   Volvió a entrar en su casa, se sirvió un vaso lleno de brandy y se lo bebió. Durante
el resto del día, estuvo oyendo a los niños jugando al tú-la-llevas, y los gritos y sonidos
producidos por los pequeños monstruos en cada arbusto y sombra no le dejaron
descansar.
   -Otra semana como ésta -se dijo a sí mismo-, y me volveré loco de atar -se llevó
una mano a su dolorida cabeza-. ¡Por el amor de Dios! ¿Por qué no podremos nacer
todos adultos?
   Y transcurrió otra semana. Y, entretanto, el odio fue creciendo entre él y los niños.
El odio y el temor crecían juntos. El nerviosismo, las rabietas repentinas por nada, y
después... la silenciosa espera. La forma en que los chicos se subían a los árboles para
mirarle mientras comían manzanas, el olor melancólico del otoño posándose por toda
la ciudad, los días cada vez más cortos, las noches que llegaban con mayor prontitud.
   -Pero no me tocarán, no se atreverán a tocarme -se dijo Mr. Howard a sí mismo,
bebiéndose un vaso de brandy detrás de otro-. En cualquier caso, todo esto es una
tontería; no hay nada detrás. No tardaré en estar lejos de aquí y... de ellos. No
tardaré...
   Había un cráneo blanco en la ventana.
Eran las ocho de la noche de un jueves. Había sido una semana muy larga, con
estallidos de cólera y acusaciones. Había tenido que ahuyentar continuamente a los
niños de la zanja de la tubería del agua en construcción que estaba frente a su casa. A
los chicos les encantan las excavaciones, los lugares ocultos, las tuberías, las
conducciones y las zanjas, y siempre estaban subiendo y bajando, entrando y saliendo
por los agujeros donde colocaban las nuevas tuberías. Gracias a Dios, todo había
terminado y, al día siguiente, los trabajadores rellenarían de tierra la zanja, la
apisonarían y colocarían una nueva capa de cemento, dejando la acera como estaba.
Eso eliminaría a los niños. Pero, justamente ahora...
   ¡Había un cráneo blanco en la ventana!
   No cabía la menor duda de que la mano de un niño sostenía el cráneo, apoyándolo
contra el cristal, golpeándolo y moviéndolo. Se escuchaba una risa infantil procedente
del exterior.
   Mr. Howard salió precipitadamente de la casa.
   -¡Eh, vosotros! -explotó en medio de los tres chicos que empezaban a correr.
   Echó a correr detrás de ellos, sin dejar de gritar. La calle estaba oscura, pero vio las
figuras moviéndose precipitadamente por delante y por debajo de él. Las vio como si
estuvieran unidas y no pudo recordar la razón de ello, hasta que fue demasiado tarde.
   La tierra se abrió bajo él. Cayó y quedó en un pozo, dándose un golpe terrible en la
cabeza con una tubería y, mientras perdía la conciencia, tuvo la impresión de que se
ponía en marcha una verdadera avalancha, provocada por su caída, y que montones de
tierra húmeda y fría caían sobre sus pantalones, sus zapatos, su chaqueta; sobre su
espalda, sobre su nuca y sobre su cabeza, llenándole la boca, las orejas, los ojos, las
ventanillas de la nariz...

   La vecina, con los huevos envueltos en una servilleta, llamó a la puerta de Mr.
Howard al día siguiente. Estuvo llamando durante cinco minutos. Cuando finalmente
abrió la puerta y se introdujo en la vivienda, no encontró más que pequeñas motas de
polvo flotando en el aire iluminado por el sol: las habitaciones estaban vacías, el
sótano olía a carbón y a escorias de hulla, y en el ático no había más que una rata, una
araña y una carta descolorida.
   -Una cosa muy curiosa lo que le sucedió a Mr. Howard -dijo muchas veces durante
los años siguientes.
   Y los adultos, siendo como son, muy poco observadores, no prestaron atención a los
niños que jugaban a los venenos en la calle Oak Bay durante todos los otoños
siguientes. Ni siquiera cuando los niños saltaban sobre un bloque cuadrado y extraño
de cementó, miraban a su alrededor y observaban después las marcas que había en el
bloque y que decían:
   Mr. HOWARD - R.I.P.
   -¿Quién es Mr. Howard, Billy?
   -¡Ah! Supongo que será el tipo que puso aquí el cemento.
   -¿Y qué significa eso de R.I.P.?
   -¡Ah! ¿Quién lo sabe? ¡Estás envenenado! ¡Lo has pisado!
   -Vamos, vamos, niños. ¡No os crucéis por delante de mamá! ¡Vámonos ya!
LA COMPAÑERA DE JUEGO
Cynthia Asquith
    Laura Halyard se preguntó si se acostumbraría alguna vez al encanto de su nuevo
hogar. Aún sentía la necesidad de restregarse los ojos cada vez que miraba aquella
casa de ensueño.
    Comparados con el estruendo y la luminosidad de Nueva York, la suave belleza y el
verde silencio de Lichen Hall se le aparecían a la nueva dueña como un hechizo. Hacía
sólo un año que, tras la desaparición de su hermano mayor, muerto sin hijos, su
esposo, Claud Halyard, había heredado la propiedad. Desde su matrimonio, los
negocios habían mantenido a Claud en América; así pues, Laura nunca se encontró con
su pobre y paralizado cuñado. Sin embargo, pensó en él a menudo a causa de la
profunda impresión que produjo en su imaginación su trágica historia: la pérdida
precoz de su adorada esposa, el accidente que le convirtió en un lisiado sin esperanzas
y finalmente la horrible tragedia de su única hija de diez años, muerta en el incendio
que, doce años antes, destruyó un ala de Lichen Hall.
    La casa había sido restaurada tan hábilmente que resultaba difícil creer que se
hubiera producido aquel incendio fatal, y, al principio, su nueva dueña se sintió tan
cautivada por aquella atmósfera de paz que le resultó casi imposible asociar el lugar
con algo tan terrible como la muerte de aquella pobre niña. ¿Podría haber ocurrido allí
algo así y tan sólo doce años antes?
    Laura Halyard tenía toda la notable adaptabilidad de las mujeres de su país y,
cuando se sentaba en el gran vestíbulo, con su fina y delicada belleza brillando al
parpadeo del fuego de la chimenea, tenía un aspecto maravilloso, perfectamente
acorde con todo lo que la rodeaba. Había invitado a tomar el té al viejo vicario, cuyos
ojos debilitados parpadeaban con admiración ante la gracia y la belleza de su
anfitriona. Deseaba que no llegara el momento de terminar una visita tan agradable.
    -Si me permite decirlo así, lady Halyard -dijo, arrastrando de mala gana sus rígidos
miembros y elevándolos de las profundidades del sillón donde había estado sentado-,
es muy agradable volver a tomar aquí un chátelaine. Lichen Hall ha sido un lugar muy
triste durante estos últimos doce años.
    -Sí -admitió Laura-. Creo que mi pobre cuñado nunca consiguió superar la terrible
tragedia de esa pobre niña.
    -«Un hombre roto» es una frase que uno escucha a menudo -dijo el sacerdote-,
pero, afortunadamente, en el transcurso de toda mi vida sólo he podido conocer a un
hombre a quien se pudiera aplicar justamente esa frase. Ese hombre fue su cuñado.
Cumplió con su deber en este lugar. Nadie lo habría hecho mejor. Pero tras la muerte
de su pequeña Daphne, las deudas fueron todo lo que le quedó en el mundo. No le
quedó nada más. Para mí representó un gran dolor ver unas cenizas tan grises y ser
incapaz de distinguir en ellas ni siquiera una pequeña chispa. ¡Vivió tan sólo! Durante
todos aquellos últimos años apenas si hubo alguien que se acercara por aquí. Sólo
unos pocos y viejos amigos, pero siempre tuve la impresión de que él únicamente los
sufría por consideración a sus sentimientos.
    Laura emitió un murmullo de simpatía.
    -Me pregunté a menudo por qué su esposo nunca vino por aquí, lady Halyard -siguió
diciendo el anciano-. A pesar de los veinte años de edad que les separaban, siempre
habían sido hermanos muy compenetrados. Parece extraño que no regresara ni una
sola vez a su propia casa hasta que la heredó.
    -Lo sé -dijo Laura-. Mi esposo estaba muy atado por los negocios, pero, a pesar de
todo, se las podría haber arreglado. Le pedí a menudo que viniéramos a hacer una
visita, pero él siempre creía que el año siguiente sería mejor. No sé por qué pensaba
así. Desde luego, Mr. Claud, mi esposo es muy sensible. Se encoge ante las desgracias.
A veces pienso que, quizá, lo que le sucedía es que era incapaz de ver por sí mismo la
miseria en que se encontraba su hermano.
-Posiblemente -admitió el vicario-. Pero hubiera deseado verle por aquí. Podría
haber significado un gran cambio en la situación.
    Laura detectó un tenue matiz de reproche en la voz amable del anciano.
    -No es que no le guste este sitio -le aseguró-. No le puedo decir cuánto significa
para él.
   -Lo sé, lady Halyard, lo sé. ¿Cree que no le recuerdo de cuando era un chico? Su
amor por esta casa era casi motivo de chanzas entre los miembros de su familia. En
cierta ocasión le puso morado un ojo a otro chico por atreverse a decir que su casa era
más hermosa que ésta. Buenos tiempos aquellos en los que él y todas sus hermanas
eran jóvenes.
   Los pálidos ojos del anciano vicario se abrieron mucho mientras miraba tristemente
hacia el pasado.
    -Siempre he pensado que lo que necesita este jardín son niños. Se le desperdicia
cuando no hay nadie en él. Se lo puedo asegurar; es una verdadera alegría ver a su
hija pequeña rompiendo y arrancando la hierba de las terrazas.
   -No le puedo decir lo feliz que Hyacinth se siente aquí -exclamó Laura-. Se pasa
todo el día como si estuviera en éxtasis.
   -¡Bendígala! -dijo el sacerdote-. ¡Qué maravillosa es y qué parecido tan
extraordinario con...
   -¿Parecido? ¿Con quién?
   -Con su pobre prima... con la pobre y pequeña Daphne. Seguramente, esa
semejanza habrá impresionado a su esposo, ¿verdad?
   -No... no. Al menos no me lo ha dicho así, aunque quizá, de ser cierto, no me lo
diría. Ni siquiera después de todos estos años puede soportar el hablar de su sobrina.
Nunca menciona el nombre de Daphne.
   -Sé que le causó una terrible impresión -admitió el vicario-. Se sentía tan orgulloso
de ella. Recuerdo que siempre estaba jugando con ella. Pero en realidad, la queríamos
todos. Sí, existía una verdadera fascinación alrededor de la pequeña Daphne.
   -¿Y era realmente como nuestra Hyacinth?
   -¡Vaya si lo era! -exclamó el sacerdote-. ¡Es el parecido más asombroso que he
visto! Le aseguro que la primera vez me dejó muy asombrado, cuando la vi
observándome a través de unos arbustos. Sí, el verla me hizo volver doce años atrás.
Ahora tiene diez años, ¿verdad?
   Laura asintió.
   -¿Lo ve? La pobre Daphne tenía exactamente la misma edad la última vez que la
vi... el día antes de... sí, sí, aún la puedo ver... el mismo pelo rubio rodeando la palidez
de su cara, los ojos grandes y la misma mirada de enojo... algo extraordinariamente
vivaz.
   -¿De veras? -dijo Laura.
   Su voz tembló y el vestíbulo se nubló ante sus ojos, perturbada su visión por unas
lágrimas.
   -Sí, un parecido realmente extraordinario -siguió diciendo el anciano-. Las voces
también eran muy similares. Y su Hyacinth parece tener la misma pasión por el juego.
Nunca vi a un ser con tal capacidad como Daphne para llenar el día. Siempre parecía
desear poner más diversión de la que podía en cada hora. Era casi como si supiera de
antemano que no tenía tiempo que perder. ¿Recuerda usted el pasaje de Maeterlinck
sobre aquellos a quienes él llama Les Avertis?
   -Sí, lo recuerdo -la voz de Laura era pesada.
   -Bien, bien, me tengo que marchar ahora. Gracias, querida señora, por la tarde tan
agradable. Dé mis más queridos recuerdos a Daph... quiero decir a Hyacinth.
   -Buenas tardes, Mr. Claud. Vuelva pronto -dijo Laura, aunque de una forma
bastante mecánica.
   Volviéndose hacia el fuego, removió uno de los grandes troncos con el pie, y
después removió las ascuas con el atizador, hasta que estallaron en llamas. Se sintió
cansada y con frío. Cuando el sacerdote volvió a entrar en la habitación, se le quedó
mirando, asombrada. El pidió disculpas por haberse olvidado los guantes.
   -¡Oh! ¿De qué color son? -preguntó Laura con un aire ausente, como si en el
vestíbulo pudiera existir una gran variedad de pares de guantes-. Espere un momento,
Mr. Claud -dijo, cuando el vicario hubo encontrado sus guantes-. Había algo que
deseaba preguntarle. ¿Qué aspecto cree usted que tiene mi esposo?
   -Bueno, lady Halyard. Siempre fue un tipo magnífico. Sí, creo que tiene un aspecto
bastante bueno. Pero, ya que me lo pregunta, lo único que le he notado es una
expresión especialmente tensa en los ojos, más bien, como si estuviera haciendo
siempre un gran esfuerzo mental... como si estuviera tratando de recordar algo.
   -¿Tratando de recordar algo?
   -Sí. No cabe la menor duda de que eso es a consecuencia de lo mucho que trabaja
en el despacho. Me siento muy contento de no verle allí. De algún modo, no puedo
imaginarme a ningún Halyard en un despacho. ¡Oh, sí! Claud siempre estuvo hecho
para la vida en el campo. Buenas noches, lady Halyard, buenas noches.
   Una vez sola, Laura se acurrucó junto al fuego de la chimenea. ¿Claud hecho para la
vida en el campo? Sí, así lo había pensado siempre. En América parecía un exiliado
añorando siempre su país natal. Y, sin embargo, ahora que se encontraban en su
querido hogar, el cual había demostrado ser mucho más maravilloso de lo que sus
propias alabanzas le habían hecho esperar, ¿qué andaba mal? En su creciente
desilusión, no tuvo más remedio que admitir que el ánimo de su esposo -siempre
inconstante- era ahora mucho más bajo de lo que solía ser. Parecía estar abrumado por
una atmósfera sofocante. Y, además, estaba aquella mirada tensa que el vicario ya
había notado. Otras personas también lo habían comentado. ¿Cuál podría ser la causa
ahora, cuando el presente y el futuro parecían tan favorables? ¿Preocupaciones por los
negocios?, se preguntó Laura, casi con la esperanza de hallar allí la respuesta. ¡No!
¿Qué preocupaciones de negocios podría tener? El se lo contaba todo. ¿Acaso ahora no
lo hacía?, se preguntó Laura, echándose a reír casi en voz alta. Este mismo día se
había vuelto a encontrar con aquella terrible frase. La heroína de una mala novela que
estaba leyendo, una mujer que no sabía nada con respecto a su esposo, había
afirmado confidencialmente: «El me lo cuenta todo.» ¿Cómo puede un ser humano
contárselo todo a otro?
   Sin duda alguna, Claud tenía algo en mente. Desde que llegaron a casa, ella se dio
cuenta de la existencia de una barrera cada vez más gruesa entre ellos. Tiempo atrás,
si se le planteaba la cuestión admitía a menudo encontrarse un poco deprimido. Ahora,
en cambio, parecía tomarse mal cualquier pregunta sobre su salud o su estado de
ánimo. Si ella le preguntaba:
   -¿Ocurre algo?
   -¿Algo? -contestaba él, casi con enojo-. No, no ocurre nada. Y no inventes cosas.
   Laura no permaneció sola con sus reflexiones durante mucho tiempo. Alto, y con
buen aspecto, su esposo entró en la habitación, con su hija Hyacinth sentada sobre sus
hombros. Sus mechones de pelo rubio brillaban sobre el pelo moreno de él.
   Los tres se sentaron alrededor del fuego. Con las piernas cruzadas, la barbilla
apoyada en una rodilla, y los ojos mirando fijamente hacia las llamas, Hyacinth
aparentaba escuchar el Ivanhoe, que su padre le estaba leyendo. En cuanto terminó el
capítulo, saltó sobre las puntas de sus zapatos moviéndose como una llama liberada.
   -¿Puedo marcharme ahora? -preguntó ansiosamente.
   Impresionado de nuevo por su deslumbrante hermosura, su padre la miró
amorosamente. ¡Aquella vitalidad incontenible! ¿Quizá no tenía compañeros de juego
de su misma edad?
   -¿Te sientes sola, pequeña hada? -preguntó cariñosamente.
   -¡Sola! ¡Oh, no! Nunca estoy sola aquí, ¡nunca! ¡Y menos aquí! -había un acento de
júbilo en la risa feliz de la niña-. ¡Tengo que marcharme ahora! -dijo excitada.
Tras deslizarse de entre los brazos de su padre, subió por la oscura escalera de dos
tramos y, haciendo un saludo con la mano, desapareció de la vista de sus padres.
Mucho después de que hubiera doblado la esquina, que la ocultó de la vista de sus
padres aún pudieron éstos escuchar sus pasos rápidos y ligeros y su voz vibrante:
   -Vamos, chicos y chicas, dejad a vuestros padres.
   -Cómo se adapta la voz de Hyacinth a su rostro, ¿verdad, Claud? -preguntó Laura-.
Eso no les sucede a muchas personas. La de ella tiene ese tono penetrante propio de la
juventud alegre. Es como el agua fría, o como la sensación de morder una manzana.
   Claud se levantó para colocar otro leño en la chimenea.
   -Laura, ¿qué quiere dar a entender Hyacinth cuando dice que nunca está sola aquí?
   -No lo sé, Claud. Pero, ahora que lo preguntas, ¿no has notado lo diferente que es
desde que llegamos? ¿Recuerdas lo apática que era a veces? Solía preocuparse por
eso, y pensaba que quizá tendría que contratar a algún niño inteligente para que le
hiciera compañía. Pero ahora, se siente muy feliz durante todo el día. Si quieres que te
diga la verdad, no puedo evitar el echar de menos su estado de ánimo habitual... o al
menos su dependencia de mí. Solía necesitarme mucho. ¿No recuerdas cómo siempre
me estaba pidiendo que le contara historias?
   -¿Te lo pide ahora? -preguntó Claud.
   -No; ahora, apenas si puedo convencerla para que se quede un rato conmigo.
Siempre está tratando de marcharse, como si tuviera algo mejor que hacer. La veo
muy poco, a excepción de sus talones y de su cogote. ¡Se muestra tan extrañamente
autosuficiente! Entre nosotros, Claud, creo que es casi inquietantemente feliz.
   -¿Inquietantemente feliz? ¿Qué quieres decir, Laura?
   -Bueno... quiero decir... ¿no es extraño? En realidad, no sé muy bien cómo
expresarlo con palabras, pero es... es como si dispusiera de algún recurso desconocido
por nosotros. Parece estar siempre tan ocupada. Sí, eso es... ocupada. Parece bastante
tonto, pero es como si, estando consigo misma, no estuviera sola del todo.
Últimamente ha desarrollado una nueva forma de sonreír, una sonrisa como de
soslayo, y la aparición o desaparición de esa sonrisa no tiene nada que ver con lo que
la gente dice o hace. ¿No te has dado cuenta...? ¿Recuerdas lo que esa fantasmal
amiga mía decía sobre Hyacinth?
   -No, no lo recuerdo -contestó Claud-. Por lo poco que sé de ella, estoy seguro de
que será algo absurdo.
   -Ella decía: «He aquí a una niña que verá cosas.» Su «actitud de decaimiento» no
es lo bastante grande como para «encerrarla en sí misma». Decía que tenía lo que ella
llamaba «ojos escrutadores», y los párpados más transparentes que jamás había visto.
En aquel tiempo pensé que no tenía ningún sentido, pero ahora, Claud, me pregunto a
veces si no habrá algo de cierto en ello. Este viejo lugar...
   -¡Oh, Dios! Por el amor del cielo, no empieces con esas tonterías de los espíritus.
   Sorprendida por el tono de irritación en la voz de su esposo, Laura se echó a reír.
   -Querido, sé que piensas que ningún americano puede acercarse a ninguna casa
antigua de Inglaterra sin llenarla de fantasmas, pero te aseguro que no he sentido
nada siniestro aquí. Al contrario, soy consciente de que hay algo que es feliz, alegre...
no sé muy bien cómo llamarlo, pero parece existir una especie de vitalidad en la
atmósfera de esta casa... especialmente arriba y, sobre todo, en esa habitación que
Hyacinth insistió en ocupar como habitación de juego. Me refiero a la habitación de la
antigua niñera.
   -No hubiera querido que utilizara esa habitación -dijo Claud de mal humor.
   -Lo sé, querido, lo sé -contestó su esposa, turbada por el tono de su voz-. Pero ella
insistió.
   ¡Pobre Claud! ¡Qué dolorosamente sensible era! Desde luego, aquella habitación fue
la que su pequeña sobrina Daphne utilizó para sus juegos. Lo más probable es que
estuviera retozando en ella poco antes de la tragedia. Laura se lo reprochó a sí misma.
No debía haber permitido nunca que Hyacinth se apropiara de aquella habitación. Estas
asociaciones de ideas eran demasiado fuertes para Claud. Debería haber recordado
cómo se recogía sobre sí mismo ante cualquier cosa que le recordara a aquella pobre
niña. Laura se estremeció ante el pensamiento de su horrorosa muerte. Diez años de
edad. ¡La misma edad que Hyacinth!
   -Te prometo que no hay nada... siniestro en esa habitación -repitió Laura-. Pero...
por favor, no pienses que soy una tonta... siento en ella una atmósfera feliz y juvenil.
Cada vez que estoy sentada allí, surgen del pasado recuerdos de mi propia niñez que
me envuelven. Siento entonces cómo los años se van deslizando, alejándose de mí -se
echó a reír-. No creas que estoy loca, pero a veces siento unos curiosos impulsos de
ponerme a jugar... a bailar... a saltar. Los dedos de mis pies empiezan a moverse. Sí,
es como si existiera una especie de invitación al juego en esa habitación. Pensarás que
es demasiado absurdo, pero es como si esperara ver aparecer a alguien con quien
poder jugar. Y, sin embargo, sé durante todo el tiempo que Hyacinth está en la cama,
durmiendo. A veces, también siento deseos de montarme en el viejo caballo de cartón
y dar una buena galopada. Lo haría, si no tuviera miedo a ser descubierta por una de
esas agrias criadas. En cierta ocasión, podría haber jurado que escuché unos pasos
ligeros y apagados, y una especie de risa suave, ¡Imaginaciones, claro! Y, sin embargo,
supongo que generaciones y generaciones de niños han jugado en esa habitación,
¿verdad?
   -Sí -contestó Claud.
   El tono de su voz era lúgubre. Tras contestar, levantó el Times y lo mantuvo como
un muro de separación entre él y su esposa, para evitar cualquier otro tipo de
confidencias. Consciente de haberle irritado, Laura se marchó para decirle a Hyacinth
que era hora de irse a la cama. Tardó media hora en encontrarla. Estaba en el henil y
le resultó muy difícil engatusarla para que entrara en casa. Finalmente se la entregó a
Bessy, la doncella. En el momento en que regresó al salón, su esposo se levantó y se
dirigió a las habitaciones de arriba para desearle las buenas noches a Hyacinth.
   -Me temo que no encontrarás en la cama a esa pequeña casquivana -le dijo-. Me ha
costado mucho trabajo hacerla entrar en casa. Todas las noches sucede lo mismo. Por
muy tarde que la deje, siempre protesta diciendo que apenas si ha tenido tiempo para
jugar.
   -¿Que no tiene tiempo suficiente para jugar? -preguntó Claud-. No será ella quien
dice eso, ¿verdad? ¿No será Hyacinth?
   -Sí, lo dice ella, ¿por qué no habría de decirlo? -preguntó Laura, extrañada por la
vehemencia de su esposo.
   Pero Claud se marchó del salón sin contestarle. Durante la cena, le preguntó por qué
se había extrañado tanto ante las palabras de Hyacinth. El contestó que no tenía ni
idea de a lo que se estaba refiriendo, y que no podía recordar las palabras dichas por
Hyacinth. Tenía que ser una de sus «tontas suposiciones».
   Extrañada y dolorida, Laura abandonó la cuestión. Claud no tenía buen aspecto y
ahora se le notaba mucho aquella expresión tensa. ¿Con qué palabras lo había descrito
el vicario? ¡Ah, sí! «Como si estuviera tratando de recordar algo.» No, no creía que
fuera eso lo que sugerían aquellos ojos grises y cavernosos de Claud. Pero cuando trató
de definirlo para sí misma, se sintió completamente desconcertada.
   Unos pocos días después, los Halyard se paseaban por el jardín. Soplaba un viento
fuerte, los árboles estaban desnudos, y las hojas crujientes, del color del pelo de
Hyacinth, alfombraban el camino a sus pies. Como siempre, sus pensamientos se
volvieron hacia su adorada hija.
   -Creo que Hyacinth tenía un color muy pálido durante el almuerzo -dijo Claud.
   -Sí -contestó su esposa-. Está comportándose como una niña traviesa. Anoche salió.
   -¿Salió?
   -Sí. Bessy descubrió esta mañana que sus zapatos y calcetines estaban empapados,
y el pequeño diablillo confesó que había salido de casa mucho después de que nosotros
estuviéramos acostados. ¡Figúrate el frío que debía hacer! No me quiso decir por qué
salió, y cuando le pedí que me prometiera no volverlo a hacer, estalló en sollozos.
    -¡Pequeña hada! -exclamó Claud, echándose a reír-. Aún piensa que dormir es
desperdiciar el tiempo. Me pregunto si... ¡Por el cielo! Laura, mírala ahora. ¿Qué está
haciendo? ¡Nunca he visto a una niña correr tan deprisa!
    Hyacinth, con el rostro salvajemente contraído, pasó junto a ellos, corriendo a toda
velocidad sobre sus largas y delgadas piernas. Su velocidad, sorprendente para su
edad, no disminuyó hasta que, extendiendo los brazos para tocarla, llegó junto a una
acacia, a cuyos pies se dejó caer después, resollando y riendo.
    Sus padres se le acercaron.
    -¡Bien hecho, Hyacinth! ¡Has corrido muy rápida!
    -¡Casi he ganado esta vez! -balbució la excitada niña, brillándole los ojos verdes-.
¡Oh casi, casi!
    -¡Casi has ganado! ¿Qué quieres decir con eso de que «casi has ganado»? ¿Acaso
enfrentabas una pierna con la otra?
    Hyacinth enrojeció, sonrió nerviosamente, se puso en pie y echó a correr de nuevo.
Instantes después se perdía de vista por detrás del gran tejo.
    -¡Qué niña más curiosa! -exclamó su madre con una sonrisa algo intranquila-.
Siempre está corriendo, como si tuviera que acudir a alguna cita en alguna parte.
Ahora no parece necesitarme nunca. ¿Recuerdas lo extraordinario que le parecía poder
dormir conmigo? Ahora ya no quiere. Ya sabes, Claud, parece ridículo, pero a veces,
cuando entro en su habitación, me siento como si estuviera... interrumpiendo algo...
como una intrusa.
    Mientras hablaba, Laura sintió un ligero estremecimiento. Sus propias palabras
parecían cristalizar unos vagos recelos de los que apenas si se había dado cuenta ella
misma.
    -¿Interrumpiendo? -preguntó Claud-. ¿Interrumpiendo qué?
    -No lo sé -contestó ella desesperada. Después, suspirando, se volvió hacia la casa.
    Claud silbó, llamando a sus perros y disponiéndose a dar un largo paseo.
    Aquella noche, Laura fue a ver a Hyacinth en la cama.
    -Querida -dijo mimosamente-, ¿no quieres venir a dormir esta noche con mamá?
Mañana por la mañana tomaremos el té y jugaremos encima de mi almohada grande.
    Sobre el rostro dulce pero serio de la niña se extendió una expresión de ansiedad.
    -Gracias, mamá -contestó con astucia, pero añadió decidida-: De todos modos, me
siento muy bien en mi querida habitación. Me gusta mucho y creo que no me gustaría
dejarla.
    Un intenso alivio traslucieron sus brillantes ojos cuando, mostrándose
silenciosamente de acuerdo, su madre la besó y le deseó las buenas noches.
    -Eres muy buena y dulce, mamá -dijo ella. Se removió un poco y volvió su rostro
radiante hacia la ventana.
    Era ya muy tarde cuando, después de cenar, Laura se reunió con su esposo. La gran
ventana salediza del salón no tenía cortinas y la luz de la luna penetraba por ella,
mezclando sus tenues rayos verdes con el brillo rojizo del gran fuego ante el que
estaba sentado Claud, con un libro cerrado sobre las rodillas.
    -¿Dónde has estado todo este tiempo, Laura? -le preguntó, escudriñando su rostro-.
Espero que Hyacinth no haya cometido otra de sus travesuras.
    -No -contestó Laura con rapidez-. Esta vez la travesura la he hecho yo misma.
    -¿Qué quieres decir?
    -Me he comportado de una forma que tú llamarías tonta. ¿Recuerdas que te
comenté algo sobre esas curiosas sensaciones que tenía cuando me encontraba en la
habitación de juego? Bueno, pues inmediatamente después de dejarte tomando el café,
tuve la necesidad de ir allí. No pongas mala cara, Claud, no lo pude evitar.
Simplemente tenía que ir. Fueron mis pies los que me llevaron hasta allí. Bueno, pues
mientras caminaba por el largo pasillo, escuché un sonido débil... como si algo
estuviera rodando. Abrí la puerta y... ¿qué crees que vi? El caballo de cartón se
balanceaba de un lado a otro…, galopando furiosamente... ¡sin jinete!
    -Bueno -dijo Claud-, no cabe la menor duda de que Hyacinth te escuchó llegar y,
sabiendo que debía estar en la cama, saltó del caballo y salió corriendo por la otra
puerta.
    -¡Eso es lo que pensé!... ¡Eso era lo que esperaba! Pero me dirigí rápidamente a su
habitación y la encontré casi dormida.
    -Entonces, ha tenido que ser una de las doncellas.
    -No, no había ninguna por allí. Estaban todas cenando. Cuando regresé a la
habitación de juego, el balanceo del caballo disminuía poco a poco. Me quedé
observándolo y no tardó en quedarse quieto.
    -¿De veras? ¡Me sorprendes! -se burló Claud.
    -Lo más curioso de todo -siguió diciendo Laura con solemnidad-, fue que mientras el
caballo galopaba furiosamente, los estribos vacíos no oscilaban. Estaban bastante
tirantes... extendidos hacia adelante... como si...
    -¿Adónde vas a parar, Laura? -preguntó Claud de repente, con enojo- ¿Qué has
estado leyendo últimamente? ¿Qué has estado comiendo? ¡Un caballo galopando solo!
¡Querrás decir una pesadilla! Ni siquiera sabía que Hyacinth tuviera un caballo de esa
clase. ¿Quién se lo regaló?
    -Nadie. Lo encontramos aquí. Era de Daphne. Seguramente tienes que recordarlo.
Con unas narices de color rojo, y una cola algo menos roja. Pero, Claud, ¿quieres
decir... no has estado nunca en la habitación de juego desde que vinimos?
    -No.
    -¡Qué extraordinario!
    -¿Y por qué iba a ir?
    La voz de Claud era feroz y miraba fijamente a su esposa.
    -¡Tranquilo, tranquilo! -dijo Laura con cierto nerviosismo, asombrada por la
expresión de su rostro.
    Por un instante, la había mirado como si la odiara. ¡Claud! Su marido, siempre tan
amable y cortés, cuya devoción por ella era tan palpable.
    -¡Oh! Me he olvidado las gafas -dijo, sintiéndose confundida-. Iré arriba a cogerlas.
No tardo ni dos minutos.
    Con esta débil excusa, volvió a subir arriba, dejando a su esposo de mal humor, con
la vista fija en las gafas que ella misma había dejado ostensiblemente sobre la mesa.
    Regresó cinco minutos después. Al verla, Claud se dio cuenta de que, a pesar de
haberse ruborizado, estaba muy pálida.
    -¿Qué pasa ahora ahí arriba?
    Volviéndole la espalda, Laura permaneció de cara al fuego de la chimenea. Habló
con rapidez, en un tono de voz muy bajo, como si temiera escuchar sus propias
palabras.
    -Al acercarme a la habitación de juego, escuché el gramófono. También creí oír el
arrastrarse de unos pies bailando. Pero al abrir la puerta, no vi a nadie en la
habitación. No me creerás, Claud, pero no había nadie en la habitación. ¡Nadie! Y, sin
embargo, alguien acababa de poner un disco. Su título era Vamos, chicos y chicas,
dejad a vuestros padres. Antes de encontrar el interruptor de la luz, tuve la sensación
de que algo me rozaba muy ligeramente. Pero casi antes de que me diera cuenta de
ello, se había marchado. ¡Oh, con tanta rapidez...! Fue como un ligero soplo de aire.
Para asegurarme, me dirigí a las habitaciones de todas las doncellas, pensando que
alguna de ellas podía haber puesto en marcha el gramófono... pero todas se habían
acostado ya. Entonces, me dirigí a la habitación de Hyacinth. Tuve mucho cuidado para
no despertarla en caso de que estuviera dormida, y me la encontré... sí,
profundamente dormida. Pero mientras la miraba, escuché unos golpecitos en la
ventana. Podría haber sido una rama. En cualquier caso, aquello la despertó. Saltó de
la cama en un segundo, completamente despierta y con tal expresión de alegría y
regocijo en su pequeño rostro... Entonces, me vio y pareció asustarse y entristecerse...
sí, muy apenada por haberme visto. ¡Oh, Claud! ¡No pude soportar la mirada de su
rostro cuando me vio!
    Las últimas palabras de Laura surgieron de ella como un grito y, como sí estuviera
invocando contra no se sabía qué, se volvió hacia Claud con los brazos extendidos.
    -¡Condenación! -exclamó él, poniéndose en píe de un salto-. ¡Ya no puedo soportar
más esto! Mira, Laura, querida, mañana mismo nos marcharemos de aquí. Es evidente
que necesitas un cambio. Ya hemos estado aquí demasiado tiempo. Después de todo,
no estás acostumbrada a permanecer siempre en un mismo lugar, como un árbol.
Además, será muy divertido llevar a Hyacinth a Londres, ¿no crees? Laura, querida,
dime que apruebas el plan.
    -Claro que me gustaría -murmuró Laura, refugiándose entre sus brazos.
    En la alegría de sentirse envuelta en su ternura, y de volver a estar en el nido de
amor en el que se había sentido tan segura hasta hace tan poco, cualquier proposición
le habría parecido bien.
    Siempre y cuando él continuara mirándola con aquella expresión tan apasionada en
sus ojos, ¿qué importaba adónde fueran? Y, sin embargo, aún percibiendo la intensidad
de su alivio, Laura se daba cuenta de la ironía en el deseo de su esposo: deseaba
abandonar la casa que siempre había descrito casi como un paraíso terrenal.
    Se decidió que se marcharían al día siguiente, pero, al llegar la mañana, no
pudieron llevar a cabo su propósito. Hyacinth se había torcido el tobillo y era incapaz
de posar el pie en el suelo. Una vez enterada de la noticia, Laura acudió presurosa a la
habitación de su hija. La encontró sentada en la cama. Tenía el rostro ligeramente
ruborizado y parecía un poco atemorizada.
    -¡Pobre pequeña! Eso sí que es un contratiempo. ¿Cuándo ocurrió?
    -Lo siento, mamá -Hyacinth habló con precipitación y nerviosismo-. Pero me temo
que he vuelto a ser una niña traviesa. No te enfades mucho conmigo, pero la pasada
noche volví a salir y...
    -¿Saliste otra vez? ¡Oh, Hyacinth, querida! Me prometiste que no lo harías.
    -Lo siento, mamá, pero es que era una noche tan maravillosa... tan clara a la luz de
la luna. Me hizo olvidar que no debía hacerlo y simplemente no pude decir que no.
    -Cuanto antes aprendas a decirte «no» a ti misma, tanto mejor. Ahora ya no podré
confiar más en ti. Te has hecho daño, así que no te castigaré, pero no debes volver a
hacer una cosa así, nunca más. De todos modos, ¿qué te ocurrió? ¿Cómo te hiciste
daño tú misma?
    -Me caí.
    -¿Cómo? ¿Estabas corriendo?
    -No -contestó Hyacinth con recelo-. Estaba subiéndome a un árbol.
    -¿Subiendo a un árbol? ¡Por el amor de Dios! Te podrías haber roto la pierna y
quedarte allí toda la noche. ¿Qué árbol fue?
    -El olmo grande. Ese en el que papá se hizo una casa cuando era pequeño. Se
rompió una rama...
    -Bueno, has recibido lo que las niñeras llaman «un castigo de Dios». Así es que no
te voy a decir nada más. Y ahora, quédate quieta hasta que venga el médico.
    Después de que el médico vendara el tobillo de Hyacinth, su madre fue a echarle un
vistazo al olmo. Quedó aterrada al comprobar la altura a la que se encontraba la rama
rota. Casi parecía un milagro el que la niña no se hubiera hecho más daño.
    Regresó a la casa para interrogarla.
    -¿No me irás a decir que te caíste desde donde se rompió esa rama, casi en la cima
del árbol?
    -Sí, pero, ¿sabes?, al caer me golpeé con tantas ramas que, en realidad, sólo sentí
el último golpe.
    -No tenía la menor idea de que pudieras subir tan alto. Seguramente no habrás
podido subir tanto sin ayuda.
-¡Oh, sí, lo hice! -gritó Hyacinth, en tono triunfante-. Y ella aún se subió más arriba,
pero, claro, eso es porque sus piernas son un poco más largas que las mías.
   -¿Ella? ¿Quién es «ella»?
   Las mejillas de Hyacinth enrojecieron. Ocultando su rostro, echó los brazos
alrededor del cuello de su madre. Después, la miró furtivamente y, echando un rápido
vistazo por la habitación, se llevó el dedo índice a los labios.
   -No se lo digas a papá. ¡Oh, mamá!, por favor, no se lo digas -rogó en un tono de
voz sobresaltado y anhelante.
   No quiso decir una sola palabra más. Después de aquel instante en el que descubrió
un poco su secreto, todo su ser se encogió en el silencio. Al principio, su madre trató
de sonsacarle una explicación, pero, alarmada por la excitación de su rostro teñido de
rubor, controló la temperatura de la niña.
   Laura no dijo nada a su esposo sobre el extraño desliz de Hyacinth.
   «¿Ella subió aún más arriba?» ¿Cómo le podía decir una cosa así? Temía que su
esposo volviera a dirigirse a ella de aquel modo insólito y agresivo tan impropio de él.
   Después de todo, una caída como aquélla debió suponer una conmoción
considerable para su hija. Sin duda alguna, la niña no supo lo que estaba diciendo.
   Al día siguiente, Hyacinth parecía sentirse mejor y Laura emprendió un nuevo
intento para sonsacarle algo sobre el accidente. Pero en cuanto hizo la primera
pregunta, la boca de la niña dibujó una línea delgada y dura, y en sus ojos apareció
una expresión que reflejaba un deseo de querer levantar un muro entre ella y su
madre.
   Durante los días siguientes, la niña se mostró afectiva, pero, de algún modo,
recelosa, y Laura se sintió extrañamente alejada de ella. Cada vez que hablaba con
alguien, suspiraba por un cambio de escenario, mostrando su desilusión por el forzado
retraso. En cuanto a Claud, aunque su actitud parecía ser ahora de una amabilidad
más estable, también se sentía cada vez más deprimido. Laura estaba decidida a
marcharse de allí a la primera oportunidad, pero, desgraciadamente, la herida de
Hyacinth demostró ser mucho más seria de lo que había supuesto, y su tobillo tardó
mucho tiempo en recuperarse.
   Ningún niño obligado a permanecer en cama dio nunca menos problemas. De hecho,
parecía sentirse casi contenta, aunque de un modo muy poco espontáneo. Mientras su
madre le leía algo en voz alta toda ella era amabilidad. Pero su actitud era bien la de
quien está haciendo una concesión necesaria y espera con toda la paciencia que pueda
reunir.
   En cuanto se cerraba el libro, su contento era evidente. Y cuando su madre se
volvía, dispuesta a dejar la habitación, ella le saludaba agradecida con la mano,
mientras le dirigía una mirada de alivio y una suspendida sonrisa de feliz expectación,
al mismo tiempo que se incorporaba ligeramente sobre las almohadas. Aunque Laura
trataba de no pensar en la impresión que la conducta de Hyacinth provocaba en ella,
no podía conseguirlo del todo. En cierta ocasión, y abandonando su habitual
autocontrol, preguntó, casi gritando:
   -¿Qué te pasa, Hyacinth? ¿Por qué siempre estás esperando... esperando a que me
vaya?
   Sobre el sensible rostro de la niña apareció una mirada de temor.
   -¿Esperando? ¿Qué quieres decir, mamá? ¿Por qué crees que estoy esperando a que
te marches?
   Después, en un intento poco hábil por soslayar el tema, comenzó a hablar de cosas
sin importancia... los gatitos pequeños de la gata, el nuevo jardinero, el pony que
había coceado al mozo de caballos... cualquier cosa que le venía a la cabeza.
Notándose el corazón pesado y con una sensación de estar viviendo una situación
absurda, Laura consintió en mantener la conversación con la niña cuyas confidencias
había poseído por completo con anterioridad.
Aunque Hyacinth estaba llena de extraños deseos, lo que a su madre le pareció más
extraño fue su insistencia en que le trajeran a su habitación el caballo de cartón.
    -Pero, querida, ocupará mucho espacio. ¿Y de qué te va a servir si no lo puedes
montar?
    Pero el rostro pálido de Hyacinth mostró un gesto de obstinación.
    -Lo quiero. Lo necesito -fue todo lo que pudo decir.
    Así pues, el viejo y estropeado caballo de cartón fue transportado a lo largo del
pasillo y quedó con sus patas delanteras elevadas e inmóviles a los pies de la cama de
la niña.
    Aquella noche, cuando Laura entró en la habitación. Hyacinth le lanzó una
perceptible mirada de sobresalto y, volviéndose hacia su madre con una inquietud
evidente, preguntó en tono quejoso:
    -Mamá, ¿no soy ya lo bastante mayor como para que las personas llamen a la
puerta antes de entrar en mi habitación? Tú siempre me dices que debo llamar a la
puerta antes de entrar en tu habitación.
    Extrañada y dolida al mismo tiempo, Laura miró a su hija, normalmente amable,
dándose cuenta de que su preocupada mirada estaba posada sobre el caballo de
cartón. Al mirar ella misma hacia allí, sus propios ojos se quedaron clavados en el
juguete. ¿Eran ilusiones suyas, o estaba realmente balanceándose de forma ligera, casi
imperceptible?
    -¿Te has levantado de la cama, Hyacinth?
    -¡Oh, no, mamá! ¿Por qué?
    -Pensé que habías vuelto a ser traviesa y te habías subido al caballo. Al llegar, creí
que se estaba moviendo un poco, como si hubiera estado balanceándose antes y no
hubiera tenido tiempo para detenerse del todo. Pero, desde luego, tiene que haber sido
mi imaginación.
    Con una impaciencia que no deseaba demostrar, Hyacinth preguntó:
    -¿Me vas a leer ahora algo, mamá?
    -Sí, querida. Pero antes de empezar tengo que darte unas buenas noticias. El
médico dice que te podrás levantar dentro de una semana, y al día siguiente te
llevaremos a Londres.
    -¿Llevarme a Londres?
    La voz de Hyacinth parecía desmayada.
    -Sí, querida. ¿No crees que será divertido?
    Hyacinth estalló entonces en sollozos.
    -¡Oh, no, mamá! ¡No, no, no! Por favor, no me saquéis de aquí. ¡No puedo
marcharme! ¡No sería justo!
    -¿Qué quieres decir con todo eso, niña? Pasarás una temporada muy bonita en
Londres. Iremos al zoológico y al establecimiento de madame Tussaud y tomaremos
helados de vainilla en el establecimiento de Gunther. Disfrutaremos de todas las
diversiones que solía contarte en Nueva York.
    Los ojos de Hyacinth estaban hinchados por las lágrimas.
    -¡Oh, por favor, mamá! -imploró-. No me apartes de aquí.
    -Pero, querida, me agrada que te guste este sitio, pero no podrás permanecer aquí
para siempre. Después será mucho más divertido regresar -Laura trató de suavizar la
tensión de la niña-. Al fin y al cabo, patito, nuestro hogar no se va a mover de aquí por
el hecho de que lo dejemos durante una temporada. Cuando volvamos, todo estará
exactamente igual.
    -No lo sé, mamá -dijo Hyacinth, entre sollozos-. Eso nunca se sabe. Tengo miedo de
marcharme. Además, no sería justo.
    -¿No sería justo? ¿Qué quieres decir? -preguntó Laura, ya completamente fuera de
sí.
    -¡Oh! ¡No lo sé, mamá! Pero me siento tan feliz aquí. ¿Puedo quedarme? ¡Por favor,
por favor, por favor!
Viendo a Hyacinth tan sobreexcitada, Laura dijo con firmeza:
   -Ahora no sigamos hablando más del asunto.
   Después empezó a leer en voz alta, para unos oídos que se negaban a escucharla.
   Al día siguiente, Hyacinth parecía estar mucho más tranquila. Laura le dijo que su
partida estaba prácticamente arreglada, y la niña hizo un evidente esfuerzo por aceptar
lo inevitable con toda la paciencia posible, pero tenía un aspecto pálido y tenso y su
actitud era mucho más melancólica de lo normal.
   -Parece como si estuviera tratando de reconciliarse -explicó Laura a su esposo.
   -¿Tratando de reconciliarse? ¡Qué frase más absurda! -exclamó él, riendo-. ¡Qué
ideas tienes sobre esa niña!
   -No tengo ninguna idea sobre ella -dijo Laura, asombrada ante la vehemencia de su
propia voz.
   Laura se pasó la mayor parte de la Nochebuena decorando un pequeño árbol para
Hyacinth. Cuando, todo lleno de relucientes oropeles, nueces doradas y brillantes
adornos, lo llevó a la habitación de Hyacinth, la niña aplaudió encantada. Laura dejó el
árbol sobre la mesa, diciéndole que venía en seguida a encender las velas.
   Al regresar, quedó sorprendida al encontrar la habitación suavemente iluminada por
la trémula luz de las pequeñas velas. Hyacinth parecía dormida, pero se sentó en la
cama en cuanto se abrió la puerta. Al suponer que la niña había persuadido a Bessy, la
doncella, para que le encendiera las velas, Laura se limitó a decir:
   -Bueno, después de todo lo que me ha costado, creo que al menos podrías haberme
esperado. No importa. Y ahora vamos a poner los pequeños regalos.
   Sintiéndose avergonzada, Hyacinth señaló las figuras coloreadas de dos docenas de
pequeños objetos. Su cama estaba cubierta de gorros de papel, pequeñas trompetillas
y silbatos.
   -Lo siento, mamá, no pude esperar -murmuró-. Me gustan tanto las velas. Las
llamas son muy divertidas, ¿verdad? ¿Puedo quedarme con algunos fuegos artificiales
de los pequeños? ¡Por favor, mamá! ¡Me gusta tanto ver las llamas!
   -No sé. Creo que los fuegos artificiales son demasiado peligrosos.
   -¡Oh, no, mamá! ¡No lo son! Por favor, dime que puedo quedarme con algunos. ¡Ya
sé! Le pediré a papá que me dé algunos. Me dijo que se lo pidiera cuando lo deseara.
   Laura se marchó, dispuesta a reprender a Bessy.
   -Tendría que haberme preguntado a mí antes de encender las velas del árbol de
Navidad -le dijo, con severidad-. No ha sido muy prudente dejar a la señorita Hyacinth
sola en la habitación, con todas esas velas encendidas. Siempre tiene que haber
alguien cerca con una esponja húmeda. Me sorprende usted, Bessy.
   -No he encendido ninguna vela, señora -contestó la asombrada doncella-. No he
estado en la habitación de la señorita Hyacinth desde hace por lo menos dos horas.
   Laura se apresuró a regresar a la habitación de Hyacinth.
   -No quiero regañarte el día de Nochebuena, pero ha sido una acción muy traviesa
por tu parte levantarte de la cama para encender las velas, cuando sabes
perfectamente que se te ha prohibido poner el pie en el suelo. Por otra parte, ¿no te
parece bastante egoísta poner los regalos tú sola?
   -Lo siento, mamá -dijo la niña-. Lo siento tanto...
   Impetuosamente arrojó los brazos alrededor del cuello de su madre y la besó con
rapidez y cariño, como solía hacer en los días en que estaba sola.
   Finalmente, el tobillo de Hyacinth estuvo lo bastante bien como para permitir a los
Halyard hacer todos los preparativos para marcharse al día siguiente.
   Aquella noche, Claud tenía que cenar con un antiguo compañero de escuela que
vivía a unos seis kilómetros de distancia. Antes de marcharse, subió a la habitación de
Hyacinth para desearle las buenas noches. Su baúl, medio empacado, estaba abierto y
ella se encontraba muy atareada, yendo de un lado a otro de la habitación. Echó a
correr hacia él y le rodeó el cuello con sus brazos.
   -¡No me estropees la corbata! -gritó él.
-¡No me importa tu corbata! -dijo ella, riendo-. ¡Oh, papá, querido papá! Gracias,
muchas gracias por esa maravillosa caja de fuegos artificiales. ¿No te parecen
magníficos? Mira esas maravillosas imágenes de la tapa. ¡Petardos, ruedas catalinas y
todo!
    -¡Oh! Ya han llegado. Bueno, ya sabes que no debes tocarlos por nada del mundo.
Te los encenderé la primera noche que volvamos a casa. Ahora, me los llevaré y los
dejaré bien guardados en algún lugar seguro.
    -¡Oh! ¿No se pueden quedar aquí, papá? Me gusta mucho mirar los dibujos de la
tapa.
    -Desde luego que no. No puedo estar seguro de que no los vayas a tocar.
    Hyacinth se ruborizó y puso mala cara. De pronto se volvió hacia la ventana.
    -¡Oh, mira, papá! -exclamó, señalando el cielo-. Mira la gran lechuza blanca. ¡Oh!
¡Qué maravillosa casquivana!... No, papá. No estás mirando hacia donde yo te señalo.
¿No la puedes ver? Ha volado ahora sobre la torre de la iglesia. ¡Allí!
    Pero, por mucho que miró, Claud no pudo ver la lechuza. Aún estaba intentando
distinguirla, dejándose guiar por el dedo errático de Hyacinth cuando llegó el
mayordomo, anunciándole que su coche estaba listo.
    -Bueno, no tengo más remedio que dejar tranquila a esa lechuza -dijo-. Mi amigo es
un gran amante de la puntualidad.
    Y dando un beso a Hyacinth, que no hizo ningún esfuerzo por detenerle, se marchó
rápidamente, olvidando por completo su regalo, la caja de fuegos artificiales, que
quedó sobre la mesa.
    Cuando estaba a punto de subirse al coche escuchó una voz:
    -¡Hasta lueguito!
    Recordando entonces una de las habilidades de Hyacinth (podía imitar a una lechuza
silbando a través de las manos), levantó la mirada, hacia la ventana. Sí, allí estaba,
asomada al exterior, a la luz de la luna, con la cabeza brillante y el rostro rodeado por
un extraño y mágico hálito. Claud quedó sorprendido por su belleza.
    -Vete a la cama, diablillo -le gritó.
    Hyacinth le saludó con sus delgados y blancos brazos.
    -Buenas noches, papá. iHasta mañana!
    Aunque hacía un frío cortante, la noche, tranquila y llena de estrellas, era tan
hermosa que Claud decidió regresar a pie a casa. El y su amigo tenían muchas cosas
que decirse, y cuando emprendió el camino de regreso ya era más de medianoche.
Mientras caminaba a través de los campos helados, empezó a sentir la falta de su
coche. El silencio, frío y claro, sólo se veía interrumpido por sus propios pasos, el canto
ocasional de una lechuza, y el lejano ladrido de algún perro solitario. Se sintió
demasiado solo en aquel mundo blanco y abandonado.
    El presente, en el que Claud siempre trataba de instalarse cómodamente, se alejaba
y se desvanecía. Sin poder alguno para protegerle del pasado, se fue convirtiendo en
una neblina que poco a poco se disolvía.
    Siendo un hombre afectado por un recuerdo, dependía del contacto con las cosas
inmediatas y extrañas que le preocupaban, que debían atraer su atención lo suficiente
como para que sus sentidos no se vieran asaltados por las visiones y los sonidos del
pasado. Precisamente ahora, se sentía impulsado hacia el pasado, completamente
indefenso, a pesar de todos los años transcurridos. Después de todo, ¿qué eran el
espacio y el tiempo sino simples modos del pensamiento? No puede existir ninguna
distancia artificial entre uno mismo y su experiencia. ¿De qué le había servido a él el
llamado paso del tiempo? De nada.
    Claud Halyard había pagado muy duro su herencia. Aquella expresión tensa que sus
amigos notaban en su rostro no se debía al esfuerzo por recordar, sino al esfuerzo por
olvidar... por arrojar de su conciencia recuerdos que no le dejaban ningún respiro.
    Y si busco el olvido de una hora,
    acorto la estatura de mi alma.
En la vida de Claud existía una hora de la que trataba de olvidarse
desesperadamente. Por mucho que se esforzara, se veía ahora atrapado en aquella
hora, forzado a revivir cada uno de sus angustiosos instantes. Se impuso a su
presente, y todas las vivencias de los doce años transcurridos no tuvieron ningún poder
para disminuir toda su intensidad...
    ¡Hacía doce años! Una noche en la que brillaba la luz de la luna y en la que, como
ahora, se encontraba caminando, en dirección a Lichen Hall, el hogar de su niñez, el
hogar que había obsesionado tanto su imaginación que lo había convertido en el centro
del mundo entero. Tenía la sensación de que aquel amor debía justificar el derecho de
propiedad, pero Lichen Hall no sería heredado por la línea masculina, y la muerte de su
propietario, su hermano viudo y lisiado, haría que la propiedad pasara a manos de la
única hija de éste, Daphne, quien, sin duda alguna, con el tiempo se casaría,
transfiriendo así toda aquella belleza a personas extrañas.
    Meditando tristemente, llegó al borde del parque. De repente, algo le hizo salir de
entre sus pensamientos. Quedó petrificado. ¡Qué sonidos tan extraños y terroríficos!
¡Dios! La campana de alarma de la gran torre estaba tocando... estaba tocando
furiosamente.
    -¡Fuego! ¡Fuego! -escuchó gritar a alguien.
    Enfermo de terror, echó a correr hacia la casa. Se detuvo de pronto, horrorizado. Vio
nubes de humo elevándose hacia el cielo. De una de las alas del edificio llegaron hasta
él crujidos, y de la pequeña torreta que dominaba aquella parte, vio surgir llamaradas
que se elevaban hacia la luna.
    Llegó al prado casi sin respiración. Los frenéticos sirvientes acababan de sacar a
alguien de la casa. ¡Su hermano! Claud se abalanzó hacia él. Esforzándose por elevar
su cuerpo paralizado, el hombre agonizante se agarró a Claud y, señalando hacia la
casa, gritó:
    -¡Daphne! ¡Daphne!
    Claud captó todo el horror del instante. Los bomberos aún no habían llegado y su
pequeña sobrina, que dormía en la torreta del ala incendiada, no había salido aún de la
casa. Apenas se acababa de dar la alarma, pues sólo hacía unos pocos minutos que se
habían despertado los criados. El fuego había adquirido grandes proporciones antes de
que nadie se diera cuenta. Hasta el momento, sólo habían tenido tiempo para sacar de
allí a su desamparado dueño. Confiaban en que la niña se habría despertado y habría
huido por su propia cuenta. Esperaban hallarla por allí fuera, pero, ante su
desesperación, no la pudieron encontrar por ningún lado.
    Lanzando gritos de aliento, Claud penetró en la casa. La escalera que conducía al ala
incendiada ya estaba envuelta en un humo denso. Claud rompió una ventana y,
respirando con dificultad, se abrió paso hacia arriba, llegando finalmente a la sofocante
habitación, donde vio a Daphne en el suelo... cerca de la ventana. El humo la envolvía.
Estaba inconsciente, pero aún respiraba. Había llegado a tiempo. Le resultaría bastante
fácil cargar aquel cuerpo ligero sobre el hombro, bajar corriendo las escaleras y poner
a salvo a la niña permitiéndole respirar el aire fresco. Claud se vio con claridad a sí
mismo haciendo esto, y vio también la alegría en los ojos de su hermano.
    Pero, simultáneamente, en su mente se dibujó otra imagen. La niña abandonada
allí, tal y como estaba... inconsciente, sin sufrir, sin horror alguno, sin saber nada, sin
despertarse, ignorándolo todo... ¿Su propio futuro? ¿Lichen Hall?
    Su cuerpo parecía actuar sin consciencia, sin voluntad propia. Algo se apoderó de
sus miembros. «¡Nunca decidí hacerlo! ¡Nunca lo decidí!»
    ¡Cuántas veces acudieron aquellas mismas palabras a su mente, después de aquel
día!
    Tras reclinarse, elevó el cuerpo de su sobrina. El pelo rubio y quemado le rozó la
mejilla. En un instante, escondió el cuerpo; lo dejó debajo de la cama. Después tuvo
que bajar de nuevo las humeantes escaleras. Salió del edificio tosiendo.
-¡No he podido encontrarla! -balbució ante las horrorizadas personas allí reunidas-.
No está en la habitación. Tiene que haber salido.
    Su hermano lanzó un grito de desesperación.
    Dos minutos después llegó la brigada contra incendios. Claud se hizo cargo del
control, dirigiendo a los bomberos para que buscaran a Daphne en cada una de las
habitaciones del ala incendiada, excepto en la suya... en donde estaba la niña.
    Finalmente vio cómo el ardiente y destrozado techo de la torreta se desplomaba.
    El incendio no tardó en ser apagado.
    Se pudieron salvar todos los cuadros.
    El veredicto del juez fue:
    -Desgraciadamente, la pobre niña se refugió debajo de la cama y, por este motivo,
su valiente tío fue incapaz de encontrarla.
    El padre de Daphne... ¡Dios, sus ojos!
    Una vez más, Claud revivió cada momento de aquella hora fatal, doce años antes.
Temblando, chorreando sudor, regresó de nuevo al presente. Pero aún siguió viendo
los ojos de su hermano. ¿Había amado él a su Daphne tanto como él amaba ahora a su
Hyacinth? Ante este pensamiento, el corazón de Claud se contrajo, sintiéndose
agonizar. Podía suponer que la había amado igual. ¿Por qué no? ¿No fue su sobrina tan
encantadora, tan delicadamente dulce y joven como su hija? ¿Y su impaciencia? ¿Acaso
su pequeña sobrina no le había querido igual? La «perfecta compañera de juego»,
como él solía llamarla. Aquella misma noche, se había despedido de ella, deseándole
las buenas noches, en su pequeña cama.
    -Ya es hora de marcharse a dormir -le había dicho.
    -¡Oh, me molesta dormir! -trató de engatusarle, jugando con sus dedos sobre su
mejilla, y pidiéndole que se quedara-. Si apenas he tenido tiempo para jugar.
    Una vez más, sintió el ligero peso en sus brazos, el pequeño cuerpo inconsciente
que habría podido revivir con tanta facilidad para alimentar su ávido espíritu, para dar
la bienvenida a la vida que tanto amaba.
    -¡Si casi no he tenido tiempo para jugar!
    La mente de Claud regresó del pasado al presente, volvió después al pasado y
regresó de nuevo al presente... «¡Si casi no he tenido tiempo para jugar!»
    ¿Y el caballo de cartón, moviéndose, sin ningún jinete? ¿Y Hyacinth haciendo salidas
nocturnas, ella sola? ¿Y los extraños impulsos de su esposa? ¿Jugando al escondite?...
Todas estas preguntas cruzaron por su pensamiento.
    Se encontraba ahora cerca de la casa, casi en el hogar, con Laura y Hyacinth, y
mañana por la noche, los tres estarían muy lejos de allí. Pero, entretanto, se sentía tan
subyugado por los viejos recuerdos de hace doce años, que le parecía escuchar
realmente aquel terrible sonido de la campana de alarma y gritos de «¡Fuego!
¡Fuego!».
    ¡Dios! ¡Qué reales, qué fuera de sí mismo parecían sonar aquellos ruidos! ¡Pero
aquello sólo era el pasado! ¿Acaso estaba perdiendo la capacidad de sus sentidos?
Aquel camino le podría conducir a la locura. Tenía que marcharse de allí... abandonar
la casa... regresar a América.
    Los sonidos eran insistentes en sus oídos... y se hicieron más fuertes. Cada vez más
fuertes. La ilusión era completa.
    ¡Dios! ¿No serían verdaderos? ¿No se estarían produciendo realmente ahora?
    Al doblar la esquina que dejaba la casa a la vista, Claud se detuvo, mirando
fijamente. ¡Sí, era cierto! El presente y el pasado se habían unido. La campana -aquel
sonar alocado-; sus sonidos eran actuales. ¡Estaban sonando ahora!
    Habían pasado doce años, pero Lichen Hall se había incendiado de nuevo...
furiosamente. ¿Cómo podía el fuego haber adquirido tales proporciones? Se habían
instalado en la casa los medios más modernos para extinguir cualquier incendio.
    Claud echó a correr. Subió la colina y llegó al prado. En esta ocasión era la otra ala
del edificio la que se había incendiado, la occidental, en la que él, Laura y Hyacinth
dormían. El piso superior ya se había convertido en una furiosa llamarada. Una
multitud miraba hacia arriba, con las caras pálidas, enrojecidas por el resplandor del
fuego. Aquella mujer que gritaba, tratando desesperadamente de librarse de los brazos
que la sujetaban... ¿podía ser su propia esposa?
   De una forma inconexa, y a través de varias voces, Claud se enteró de la situación.
El suministro de agua se había helado, y todas las tuberías estaban inutilizadas. Los
hilos del teléfono se habían cortado, pero alguien había salido en coche para avisar a
los bomberos. Debían llegar en cualquier momento. Mientras, la niña... su hija...
seguía arriba... y no se podía pasar por la escalera de madera. Se había incendiado
antes de que nadie se diera cuenta de lo que ocurría. Su esposa no se había acostado
aún y, como sólo la familia vivía en aquella parte del edificio, no había nadie más allí.
La niña estaba arriba completamente sola, atrapada en aquel horror en llamas, y ni
con la escalera más larga se podía llegar a la ventana de su habitación. ¿Una segunda
escalera? Sí, estaban tratando de atar con cuerdas dos escaleras, y varios hombres se
habían ofrecido ya para subir.
   No. Claud insistió en subir él mismo. ¡Gracias a Dios! Ahora, las dos escaleras
estaban unidas con suficiente seguridad. Aún había tiempo, aunque no se podía perder
ni un segundo. El techo no tardaría en desplomarse.
   La escalera fue colocada contra la pared, bajo la habitación de Hyacinth. Los pies de
Claud se encontraban ya en el segundo tramo cuando algo atraco su atención. En la
ventana, la tercera a la derecha de aquella hacia la que él subía, vio aparecer a una
niña. La ventana estaba abierta y sus largos y blancos brazos se extendían hacia el
exterior, brillándole la cabeza a la luz de las llamas.
   -¡Muevan la escalera, rápido! -gritó Claud--. No está en su habitación. Está en la
habitación de juego. ¡Ahí! ¡Al otro lado! ¿Es que no la veis? ¡Allí, asomándose por la
ventana!
   Nadie vio nada, pero le obedecieron ciegamente. Algunos hombres se adelantaron y
unos brazos ansiosos cumplieron sus órdenes. La escalera fue trasladada bajo la
ventana señalada por Claud. Sonaron unos gritos. Claud siguió subiendo, subiendo...
   Ya cerca de la cúspide, elevó la cabeza y se encontró mirando directamente el rostro
sonriente de la niña que había perecido entre las llamas doce años antes. Mientras
miraba, petrificado, la encantadora sonrisa, el rostro se difuminó y desapareció.
   Allí no había nadie.
   Después de lanzar un grito, que ninguno de los que estaban abajo olvidaría jamás,
Claud volvió a bajar la escalera con toda rapidez.
   -¡La otra ventana! -balbució-, ¡De nuevo a la otra ventana!
   Con una increíble rapidez, la escalera fue llevada bajo la otra ventana. Pero no con
la rapidez suficiente. Los pocos minutos de retraso fueron fatales. En el instante en que
los coches de bomberos enfilaban el camino de entrada a la casa, el techo se
desplomó.
   Una vez más, se salvaron todos los cuadros y se recuperó un pequeño cuerpo.
FINGIDA ERA LA ARBOLEDA
Henry Kuttner
   No vale la pena intentar describir ni Unthahorsten ni lo que le rodeaba porque, por
un lado, había transcurrido su buen millón de años desde 1942 Anno Domini, mientras
que, por otra parte, Unthahorsten no estaba en la Tierra, técnicamente hablando. Se
hallaba en el equivalente de permanecer en el equivalente de un laboratorio. Se estaba
preparando para comprobar el funcionamiento de su máquina del tiempo.
   Después de conectar la energía, Unthahorsten se dio cuenta de pronto de que la
Caja estaba vacía, lo cual no la haría funcionar. El instrumento necesitaba un control,
un sólido tridimensional que reaccionara a las condiciones de otra edad. De otro modo,
a la vuelta de la máquina, Unthahorsten no podría decir dónde y cuándo había estado.
Mientras que, con un sólido en la Caja, éste se vería sujeto automáticamente a la
entropía y al bombardeo de rayos cósmicos de la otra era y, cuando la máquina
regresara, Unthahorsten podría medir los cambios, tanto cualitativos como
cuantitativos. Entonces, los Calculadores se podrían poner a trabajar y terminarían por
decirle a Unthahorsten que la Caja había visitado brevemente una época 1.000.000
Anno Domini, 1.000 Anno Domini, o 1 Anno Domini, fuera cual fuese.
   No es que eso importara, excepto para Unthahorsten. Pero él era infantil en muchos
aspectos.
   Había poco tiempo que perder. La Caja empezaba a brillar y a estremecerse.
Unthahorsten miró rápidamente a su alrededor y se lanzó rápidamente hacia la
habitación contigua, acercándose a un arcón de almacenamiento que allí había. Salió
con las manos llenas de cosas de aspecto muy peculiar. Eran algunos de los juguetes
desechados por su hijo Snowen, que el chico había traído consigo cuando llegó desde
la Tierra, tras haber dominado la técnica necesaria. Bueno, Snowen ya no necesitaba
más aquellos trastos viejos. Estaba condicionado, y comenzaba a desinteresarse por
las cosas infantiles. Además, aunque la esposa de Unthahorsten conservara los
juguetes por razones sentimentales, el experimento era mucho más importante.
   Unthahorsten salió de la habitación y amontonó los juguetes en el interior de la
Caja, cerrándola justo en el instante en que se encendía la señal de advertencia. La
Caja desapareció. La forma en que se fue hizo que a Unthahorsten le dolieran los ojos.
   Esperó.
   Y esperó.
   Después abandonó y construyó otra máquina del tiempo con resultados idénticos.
Snowen no se extraño ante la pérdida de sus viejos juguetes, ni tampoco su madre, de
modo que Unthahorsten limpió el arcón y amontonó el resto de las reliquias infantiles
de su hijo en la segunda Caja del tiempo.
   De acuerdo con sus cálculos, ésta tendría que haber aparecido en la Tierra durante
la última parte del siglo diecinueve Anno Domini. Si era eso lo que había ocurrido
realmente, el instrumento debía estar allí.
   Disgustado, Unthahorsten decidió no construir ninguna máquina del tiempo más.
Pero el daño ya había sido hecho. Había dos de ellas y la primera...
   Scott Paradine la encontró mientras hacía novillos en la escuela elemental Glendale.
Aquel día tenían un examen de geografía, y Scott no veía ningún sentido en memorizar
nombres de lugares.... lo que en 1942 era una teoría muy avanzada. Además, hacía
uno de esos cálidos días de primavera, con una brisa ligeramente fresca, que invitaba a
un chico a permanecer echado en un campo y mirar fijamente las nubes ocasionales
que pasaban sobre él, hasta quedarse dormido. ¡Al diablo con la geografía! Scott se
quedó medio dormido.
   Hacia el mediodía, sintió hambre, así es que sus fuertes y delgadas piernas le
llevaron hasta una tienda cercana. Allí, invirtió su pequeño tesoro con un cuidado
miserable y una desconsideración sublime para con sus jugos gástricos. Bajó al
arroyuelo para comer.
Una vez terminada su provisión de queso, chocolate y pasteles, y después de vaciar
la pequeña botella de soda hasta la última gota, Scott se dedicó a recoger renacuajos y
a estudiarlos con una considerable dosis de curiosidad científica. Pero no perseveró
mucho en su tarea. Algo cayó rodando por la ribera y se introdujo en un barrizal, junto
al agua. Scott, echando una cautelosa mirada a su alrededor, se acercó para
investigar.
   Se trataba de una caja. En realidad, se trataba de la Caja. El artilugio atado a ella
significaba muy poco para Scott, aunque se preguntó por qué tendría aquel aspecto de
metal fundido y quemado. Lo consideró con serenidad. Utilizando su navaja, se afanó y
probó, mientras la punta de su lengua se asomaba por una esquina de su boca...
Hmmm. No había nadie por los alrededores. ¿De dónde habría llegado aquella caja?
Alguien tendría que haberla dejado allí y la tierra, al removerse, la habría hecho rodar
hacia abajo desde su posición inicial.
   -Esto es una hélice -decidió Scott, bastante erróneamente.
   Tenía un aspecto helicoidal a causa de la deformación dimensional que se apreciaba,
pero no era una hélice. Si el objeto hubiera sido un modelo de aeroplano, habría tenido
muy pocos misterios para Scott, independientemente de lo complicado que pudiera
haber sido. Pero tal y como estaban las cosas, se le planteaba un problema. Algo le
decía a Scott que aquel objeto era algo mucho más complicado que el motor que había
desmontado con habilidad el pasado viernes.
   Pero ningún chico ha dejado nunca una caja cerrada, a menos que se le obligara por
la fuerza a hacerlo así. Scott probó con más ahínco. Los ángulos de este objeto eran
muy curiosos. Probablemente se había producido un cortocircuito. Eso lo explicaba...
¡vaya! La navaja resbaló. Scott se chupó el pulgar y dio rienda suelta a las blasfemias
que conocía.
   Quizá fuera una caja de música.
   Scott no tenía por qué sentirse deprimido. Aquel artilugio hubiera dado más de un
dolor de cabeza al propio Einstein y hubiera vuelto loco a un Steinmetz. Naturalmente,
el problema consistía en que la caja aún no había penetrado por completo en el
continuum espacio-tiempo en el que Scott existía, por lo que, en consecuencia, no
podía ser abierta. En cualquier caso, no hasta que Scott utilizara una piedra adecuada
para martillear la especie de hélice helicoidal hasta situarla en una posición más
conveniente.
   La golpeó, en efecto, desde su punto de contacto con la cuarta dimensión, liberando
la torsión espacio-tiempo que había estado manteniéndola. Se produjo un chasquido.
La caja se sacudió ligeramente y quedó inmóvil. Dejó de ser sólo parcialmente
existente. Entonces, Scott pudo abrirla con facilidad.
   El suave casquete de tejido fue lo primero que llamó su atención, pero no tardó en
descartarlo sin mucho interés. Sólo era una gorra. A su lado había un bloque de cristal
cuadrado y transparente, lo bastante pequeño como para caber en la palma de su
mano... demasiado pequeño para contener el laberinto de aparatos que había en su
interior. Scott solucionó aquel problema en un momento. El cristal era una especie de
cristal cóncavo, que aumentaba considerablemente el tamaño de las cosas situadas en
el interior del bloque. Se trataba, de todos modos, de cosas bastante extrañas. Gente
en miniatura, por ejemplo...
   Se movían. Como autómatas de relojería, aunque de forma mucho más suave. Era
como estar observando una obra de teatro. Scott se interesó por sus ropas, pero quedó
aún más fascinado por sus acciones. Los seres diminutos estaban construyendo
hábilmente una casa. Scott habría deseado que se produjera un incendio para ver
cómo se las arreglaba aquella gente para apagarlo.
   Las llamas se elevaron de la semiterminada estructura. Los autómatas, utilizando
una gran cantidad de extraños aparatos, extinguieron el fuego.
Scott no tardó mucho tiempo en comprender. Pero se sentía un poco preocupado.
Los maniquíes obedecerían sus pensamientos. En cuanto lo descubrió, se sintió
asustado, y arrojó el cubo lejos de sí.
   Pero cuando ya estaba a medio camino del terraplén, lo pensó mejor y volvió. El
bloque de cristal estaba parcialmente en el agua, brillando al sol. Era un juguete. Scott
lo percibió así con el inequívoco instinto de un niño. Pero no lo recogió
inmediatamente. En lugar de hacerlo así, regresó a donde se encontraba la caja e
investigó el resto de su contenido.
   Encontró algunas cosas realmente notables. La tarde transcurrió con demasiada
rapidez. Finalmente, Scott colocó los juguetes en la caja y se encaminó hacia su casa,
gruñendo y bufando. Cuando llegó ante la puerta de la cocina tenía el rostro
encendido.
   Ocultó su descubrimiento en el fondo del armario de su propia habitación, en el piso
de arriba. En cuanto al cubo de cristal, se lo metió en el bolsillo, donde ya tenía un
cordel, un rollo de alambre, dos peniques, un trozo de papel de estaño, un mugriento
sello de la Defensa y un pedazo de feldespato. Emma, la hermana de Scott, de dos
años de edad, se asomó, tambaleándose sobre sus pies, y le saludó.
   -Hola, babosa -le saludó Scott, desde la suficiencia de sus siete años y varios
meses.
   Llamaba a Emma con los nombres más raros, pero ella no conocía la diferencia.
Pequeña, rolliza y de ojos muy abiertos, se dejó caer sobre la alfombra y se quedó
mirando tristemente sus zapatos.
   -¿Me atas, Scotty, pó favo?
   -Sapo -le dijo Scott con amabilidad, pero le ató los cordones-. ¿Sabes si ya está
preparada la cena? -preguntó.
   Emma asintió con un gesto de cabeza.
   -Veamos tus manos.
   Para variar, estaban razonablemente limpias, aunque probablemente no asépticas.
Scott observó pensativo sus propias manos y, con una mueca, se dirigió al cuarto de
baño, donde se lavó superficialmente. Los renacuajos habían dejado sus huellas.
   Dennis Paradme y su esposa Jane estaban en la sala de estar de la planta baja
tomando un cóctel antes de cenar. El era un hombre de edad media y aspecto juvenil,
con el pelo algo encanecido, el rostro delgado y la boca prominente; enseñaba filosofía
en la Universidad. Jane era pequeña, esbelta, morena y muy bonita. Después de sorber
el martini, preguntó:
   -Zapatos nuevos. ¿Te gustan?
   -Aquí se va a cometer un crimen -dijo Paradine con aire ausente-. ¿Eh? ¿Zapatos?
No, ahora no. Espera a que haya terminado esto. He tenido un día muy agitado.
   -¿Exámenes?
   -Sí. Esa condenada juventud que aspira en vano a llegar a la madurez. Espero que
se mueran y tengan la peor de las agonías. ¡Insh' Allahí!
   -Quiero la aceituna -pidió Jane.
   -Ya lo sé -dijo Paradine resignado-. Hace ya muchos años que no he podido probar
ni una. Quiero decir, en un martini. Aunque te ponga seis en la copa, no quedas
satisfecha.
   -Quiero la tuya. Sangre de hermano. Es por ese simbolismo por lo que la quiero.
   Paradine observó a su esposa con una mirada siniestra y cruzó sus largas piernas.
   -Hablas como uno de mis estudiantes.
   -¿Cómo esa pícara de Betty Dawson, quizá? -preguntó Jane, mientras mostraba
agresivamente sus uñas-. ¿Aún te mira de ese modo tan impúdico y descarado?
   -Sí, aún lo hace. Esa muchacha tiene un verdadero problema psicológico.
Afortunadamente, no es hija mía. Si lo fuera... -Paradine asintió significativamente-.
Obsesiones sexuales y demasiadas películas. Creo que aún cree poder conseguir un
aprobado enseñándome las piernas que, por otra parte, son bastante huesudas.
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Los pequeños monstruos

  • 1. LOS PEQUEÑOS MONSTRUOS ANTOLOGÍA ÍNDICE El metrónomo, August W. Derleth 2 Juguemos a los venenos, Ray Bradbury 8 La compañera de juego, Cynthia Asquith 13 Fingida era la arboleda, Henry Kuttner 31 El antimacasar, Greye La Spina 60 Ropas viejas, Algernon Blackwood 71 Cuánto temor surgió de la galería larga, E. F. Benson 94 Ellos, Rudyard Kipling 104 Para Jonathan Frid, que retrata a Barnabás en «Sombras oscuras» como «el mayor monstruo de todos».
  • 2. EL METRONOMO August W. Derleth Mientras permanecía en la cama, envuelta en aquella agradable y encubridora oscuridad, sus labios se entreabrieron ligeramente dibujando una sonrisa, única expresión de su tremendo alivio por el hecho de que el funeral hubiera terminado de una vez. Nadie había sospechado que ella y el chico no habían caído accidentalmente al río ni que ella hubiera podido salvar a su hijastro si hubiera querido. -¡Oh! Pobre Mrs. Farewell, ¡qué terriblemente mal debe sentirse! Podía escuchar las palabras debilitándose, cada vez más lejanas en la opresiva oscuridad de la noche. Ya hacía tiempo que había desaparecido el fugaz remordimiento que sintió cuando, por fin, el niño se hundió; cuando desapareció bajo la superficie del agua por última vez y cuando ella misma quedó tendida y exhausta sobre la orilla. Había dejado de pensar cómo podía haber hecho aquello. Llegó incluso a convencerse a sí misma de que el banco de la orilla se sumergió accidentalmente, de que olvidó lo débil que era en aquella parte y la profundidad y la rapidez de la corriente en aquel trozo. Su esposo se movió en la habitación contigua. El, pobre autómata, no sospechaba nada. -Ahora sólo te tengo a ti -le dijo a ella, con la pena reflejada en las desfiguradas líneas de su rostro. Le había sido muy difícil soportar aquellos primeros días, pero el entierro definitivo del cuerpo de Jimmy alivió y finalmente disipó las débiles dudas que la atormentaban. Y, sin embargo, pensándolo fríamente, le resultaba difícil concebir cómo podía haberlo hecho. Fue algo impulsivo, desde luego, pero también irritación ante el niño, y odio a consecuencia del parecido con su madre. Todo eso unido fue lo que motivó su deseo. Y aquel metrónomo. A los diez años de edad, un chico ya debería haber olvidado cosas tan infantiles como un metrónomo. Si hubiera tocado el piano y lo hubiera necesitado para marcar el compás, habría sido diferente. «¿Lo habría sido?» - se preguntó a sí misma. Pero tal y como estaban las cosas... No, no, demasiado para ella. Sus nervios no lo habrían podido soportar un día más. Recordaba cuánto la había encolerizado cantándole continuamente aquella absurda cancioncilla que escuchó a Walter Damrosch durante uno de los programas infantiles del viernes, el día en que ella le ocultó el metrónomo. Se trataba de una explicación al apodo de Sinfonía Metrónomo de la Octava de Beethoven. Sus palabras, aquellas palabras absurdamente infantiles que Beethoven envió al inventor del metrónomo, se cruzaron en su mente haciendo resonar todas las recámaras de su memoria. ¿Qué tal estás? ¿Qué tal estás? ¿Qué tal estás? Mi querido, mi querido míster Mel-zo. O algo parecido. No podía estar segura. Las palabras sonaban insistentemente en su memoria, acompañadas por la melodía del segundo movimiento de la Octava, golpeándole el cerebro sin parar, como el metrónomo: tic-tac, tic-tac. Después de todo, el metrónomo y la canción habían cristalizado sus verdaderos sentimientos hacia el hijo de la primera esposa de Farewell. Apartó la canción de su memoria. Después, de repente, comenzó a preguntarse dónde había guardado el metrónomo. Era un objeto bastante bonito y moderno, con una pesada base de plata y un pequeño martillo sobre una varilla de acero acanalada que se extendía hacia arriba, sobre un fondo en forma de triángulo curvo de plata. No sucumbió a su primer impulso de destruirlo porque pensó que, una vez desaparecido el chico (¿acaso no lo había visto ya muerto?), sería un bonito adorno, aun cuando hubiera pertenecido a la madre de
  • 3. Jimmy. Por un momento pensó en Margot. Debía sentirse contenta de que le enviara a Jimmy junto a ella... en el supuesto de que, en el otro mundo, hubiera un lugar para él. Recordó entonces que Margot fue creyente. ¿Podría haber puesto aquel trasto en una de las estanterías de su armario? Quizá. Resultaba extraño no poder recordar algo que seguía siendo uno de sus actos más importantes durante los últimos días anteriores a aquel en el que Jimmy pereció ahogado. O quizá lo había ocultado detrás de alguno de los libros de la biblioteca. Estaba allí, echada, pensando en todo esto. Y en lo decorativo que quedaría sobre el gran piano: únicamente aquel adorno, la plata contrastando con el negro amarronado del piano. De repente, el tic-tac del metrónomo se introdujo en su mente. Qué extraño, que sonara precisamente ahora, pensó cuando sus pensamientos se ocupaban de él. El sonido le llegaba con bastante claridad, tic-tac, tic-tac, tic-tac. Pero al tratar de descubrir el lugar de donde procedía el sonido, no lo consiguió. Parecía oscilar. El sonido aumentaba, haciéndose más alto, y después se desvanecía, una y otra vez, lo que le pareció muy poco normal. Reflexionó sobre el hecho de que nunca lo había escuchado así durante todo el tiempo en que Jimmy le acosó con su metrónomo. Todos sus sentidos se agudizaron, escuchando con mayor atención. De pronto, pensó en algo que estremeció todo su cuerpo. Por un momento contuvo la respiración y fue incapaz de moverse. ¿No había ocultado el metrónomo después de que Jimmy se lo entregara para darle cuerda? A menos que le fallara la memoria, así lo había hecho. Y, en tal caso, ahora no podía estar sonando, pues se le había acabado la cuerda y ella no se la había vuelto a dar; además, era terriblemente difícil que aquel objeto se pusiera en marcha por sí solo. Por un instante, se preguntó si no lo habría encontrado Henry, y le habría dado cuerda para gastarle una broma dejándolo en marcha en aquellos momentos. Echó un vistazo a su reloj de pulsera. Era la una menos cuarto. Se necesitaba tener una buena imaginación para pensar que Henry fuera capaz de gastarle una broma como aquélla. Más bien le habría colocado el objeto delante y le habría dicho: «Mira. Creí haberte oído decir que Jimmy lo había perdido, y me lo encuentro ahora en tu estantería; probablemente, él no hubiera podido llegar allí.» Escuchó. Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac. ¿Estaría Henry oyendo aquello?, se preguntó. Probablemente no. Siempre dormía bastante profundamente. Tras un momento de duda, se levantó, extendió una mano para coger la linterna y se dirigió hacia el armario. Abrió la puerta, introdujo la mano y la linterna en el interior y escuchó. No, el metrónomo no estaba allí. Sin embargo, no pudo evitar el hacer a un lado uno o dos sombreros para asegurarse. Casi siempre ocultaba cosas allí. Se apartó del armario y permaneció apoyada contra su puerta cerrada, con las cejas fruncidas en una expresión de enfado. ¡Dios! ¿Estaba destinada a escuchar aquel infernal tic-tac incluso después de la muerte de Jimmy? Se dirigió resueltamente hacia la puerta de su habitación. Pero su conciencia escuchó un nuevo ruido. Al otro lado de la puerta, alguien estaba andando hacia alguna parte, con pisadas suaves y apagadas. Naturalmente, lo primero que hizo fue pensar en Henry, pero casi al mismo tiempo escuchó o creyó escuchar el crujido de su cama. Quiso imaginar que, por alguna razón, la doncella o la cocinera habían vuelto a casa. Pero no pudo aceptar esta absurda idea de su regreso a la una de la madrugada. Su mano dudó ante el pomo de la puerta. El instinto le advertía: «No salgas. No cruces esa puerta.» Abrió la puerta casi con enojo y miró hacia el vestíbulo, elevando el haz de la linterna. Allí no había nada. «¡Qué absurdo!», pensó.
  • 4. En aquel preciso instante, volvió a escuchar los pasos, ahora rápidos y lejanos. El débil sonido parecía proceder del piso inferior. El tic-tac del metrónomo se había hecho más insistente; sonaba ahora con tal fuerza que, por un momento, temió que pudiera despertar a Henry. Y entonces llegó hasta ella un sonido que llenó su cuerpo de un terror helado... el sonido de la voz de un niño cantando, en algún lugar lejano. ¿Qué tal estás? ¿Qué tal estás? ¿Qué tal estás? Mi querido, mi querido míster Mel-zo, Retrocedió, tropezando con la jamba de la puerta y se agarró a ella con la mano libre. Su mente estaba completamente confusa. Pero la voz se debilitó enseguida y murió, mientras el tic-tac del metrónomo se hacía más fuerte que nunca. Cuando escuchó cómo su sonido se superponía al de la voz, no pudo dejar de sentir un cierto alivio. Se quedó allí unos momentos, recuperándose. Después apretó los dedos alrededor de la linterna y comenzó a caminar lentamente a lo largo del pasillo, muy cerca de la pared. Poco antes de llegar al descansillo de la escalera, colocó la mano alrededor del pequeño haz de luz de la linterna, de modo que no pudiera ser vista por lo que hubiese allá abajo. Descendió las escaleras, con el recelo de que pudieran crujir y delatar su presencia. En el vestíbulo de abajo no había nada. Abrió suavemente la puerta de la biblioteca y el sonido del metrónomo surgió de la habitación, envolviéndola. Sus ojos no distinguieron inmediatamente lo que había más allá del umbral. Sólo después de haber penetrado en la estancia captaron sus ojos una vaga y pequeña sombra recortada contra la pared opuesta; era una cosa confusa que se movía a lo largo de la pared, mirando detrás de los muebles, en las estanterías llenas de libros, extendiendo unas manos fantasmales hacía los rincones... ¡Jimmy, buscando su metrónomo! Se quedó inmóvil mientras su respiración parecía quedar contenida por el horror. ¡Jimmy, el difunto Jimmy, a quien ella misma había enterrado aquella mañana! Únicamente la fortaleza de su voluntad le impidió desvanecerse y perder el equilibrio. El niño espectral se acercó. Se acercó y pasó junto a ella, buscando, fisgoneando cada uno de los lugares donde pudiera estar escondido el metrónomo. Una y otra vez, dando vueltas por la habitación. Con gran esfuerzo, consiguió encontrar su voz. -Márchate -murmuró con dureza-. ¡Oh, márchate! Pero el niño no la escuchó. Continuó su búsqueda fantasmagórica, removiendo los mismos lugares donde ya había buscado tantas veces. Y el insistente tic-tac, tic-tac del metrónomo seguía sonando, como los golpes de un martillo, en aquella opresiva habitación hundida en la noche. Su mano se apartó del haz de luz en el instante en que el niño pasaba junto a ella. Le vio el rostro, vuelto hacia ella. Sus ojos, normalmente tan amables, le lanzaban una mirada malévola, mientras la boca dibujaba una mueca petulante y enojada, con sus pequeños puños apretados. Ella se volvió frenética, estaba ansiosa por escapar de allí. Pero la puerta no se abrió. Después de tres intentos inútiles por abrirla, miró para ver si existía algún obstáculo que la impidiera moverse. El niño estaba a su lado, apoyando ligeramente la mano contra la puerta. Aquello era suficiente para mantenerla inamovible. Ella lo volvió a intentar. El pomo giró en su mano, como antes, pero la puerta se negó a moverse. La expresión del niño adquirió un aspecto tan maligno, que ella dejó caer la linterna en un repentino sobresalto. Retrocedió rápidamente hacia la ventana, en la pared opuesta a donde se hallaba la puerta.
  • 5. Pero el niño estaba allí antes de que ella llegara. Trató de elevar la ventana, corriendo el cerrojo con su otra mano. No se movió. Incluso antes de mirar, sintió la mano del niño sosteniendo la ventana. Allí estaba, vagamente blanco, transparente, apoyado ligeramente contra el cristal. Echó a correr. Sucedió lo mismo con la otra ventana de la habitación. Cuando trató de levantar la mano, dispuesta a romper el cristal, descubrió que el niño sólo tenía que permanecer ante la ventana para evitar que su mano pudiera penetrar la atmósfera que le rodeaba y llegar al cristal. Entonces se volvió y caminó hacia la oscura esquina, detrás del piano, sollozando de terror. Inmediatamente, el niño se situó allí. Sintió cómo emanaba de él un frío cadavérico que penetraba a través de sus delgadas ropas de noche. -¡Márchate! ¡Márchate! -sollozó. Sintió el rostro del niño apretándose muy cerca de ella, buscando su mirada con sus ojos acusadores, mientras extendía sus dedos fantasmales para tocarla. Volvió a huir, lanzando un sálvate grito de terror. Una vez más, se dirigió hacia la puerta, pero el niño estaba allí antes de que su mano pudiera tocar el pomo. Y, sin llegar a girarlo siquiera, supo que su esfuerzo era inútil. Entonces trató de encender la luz, pero la misma fuerza que le había impedido romper antes el cristal de la ventana, actuaba de nuevo contra ella. Sintiéndose acosada buscó de nuevo la relativa seguridad de un rincón oscuro. El niño volvió a encontrarse junto a ella, acercándose suavemente a su cuerpo, como un animal. Echó a correr de una esquina a otra de la habitación. Pero el niño estaba en todas partes. De pronto, las puertas de su mente se cerraron y bloquearon toda su capacidad para razonar. Sintió un profundo y desquiciado pánico apoderándose de su cuerpo. Empezó a golpear las paredes con los puños cerrados. Descubrió entonces que su voz y sus gritos aliviaban el horror que se encerraba en su interior. Lo último de lo que se dio cuenta fue del estirón que las manos espectrales del niño dieron a su cintura. Entonces se desmoronó; quedó acurrucada como un ovillo contra la pared. Algo lanzó un fuerte y agudo golpe contra su sien y, en el mismo instante, el frígido cuerpo fantasmagórico del niño se apretó sobre su rostro. Henry Farewell encontró a su esposa acurrucada contra la pared, cerca del gran piano. Cerca de su cabeza estaba el metrónomo. Se dio cuenta inmediatamente de que había caído por detrás de un enorme cuadro que ahora colgaba, doblado, sobre ella. Al caer, le había dado contra la sien. Estaba muerta. Durante un minuto permaneció asombrado, mirando fijamente su cuerpo. Después, su bien ordenada y metódica mente de hombre de negocios, se aseguró de la certeza de sus suposiciones y finalmente llamó al juez. Cuando éste llegó, se lo encontró en la puerta. -Ha ocurrido un terrible accidente -dijo-. Evidentemente, estaba andando en sueños, víctima del sonambulismo, y chocó contra la pared cuando un metrónomo, ocultado por mi hijo detrás de un cuadro, poco antes de su muerte, cayó golpeándola en la sien. Está allí, muerta. Después, Henry Farewell se sentó, pues el impacto de la muerte de su esposa empezaba a alterar incluso su serenidad, deliberadamente fría. Se retorció las manos y esperó a que el juez terminara su inspección. Al cabo de unos minutos, el juez salió de la biblioteca, con aspecto muy serio. -Mire aquí, Farewell -dijo-. No comprendo esto -y sin esperar a que Henry Farewell le hiciera ninguna pregunta, siguió diciendo-: Ese golpe no fue suficiente para matarla.
  • 6. Parece como sí hubiera sido ahogada por... sí, por unas ropas húmedas... pero no hay nada parecido por aquí. Y, por otra parte, no comprendo cómo su hijo pudo haber escondido ese metrónomo detrás de ese cuadro. Está demasiado alto para que él pudiera alcanzarlo, aunque se subiera a una silla o al piano. Y hay algo más que me extraña. Venga, por favor. Penetraron juntos en la biblioteca. -Mire eso -dijo el juez, señalando con su dedo extendido la línea formada por la pared y el suelo a lo largo de toda la habitación. Había allí un gran número de pisadas que se extendían por la pared, húmedas y brillantes a la luz que iluminaba ahora la habitación. -Como un niño pequeño con los pies húmedos -dijo Farewell, en un tono de voz que indicaba su poca predisposición a creer lo que decía-. Parece como si hubiera estado chapoteando en el agua, ¿verdad? -preguntó. -No, no -dijo el juez, con voz tensa-. Parece más bien un niño que hubiera estado completamente empapado, ropas y todo -se arrodilló, se puso las gafas y dijo-: Mire, gotas... como las gotas de agua que caen de las ropas mojadas. Siguen la línea de las pisadas. Y mire aquí, estos extraños recorridos del camino... hacia las esquinas... detrás de las cosas. Farewell, debo decir que, francamente, no entiendo esto. Y Henry Farewell, a quien la Naturaleza había olvidado de proporcionar un grano de imaginación, dijo: -Yo tampoco, señor juez. Únicamente sé lo que le he dicho.
  • 7. JUGUEMOS A LOS VENENOS Ray Bradbury -¡Te odiamos! -Gritaron los dieciséis chicos y chicas, apretándose alrededor de Michael en el aula. Michael gritó. El recreo había terminado, pero Mr. Howard, el maestro, aún no había llegado. -¡Te odiamos! Y los dieciséis chicos y chicas juntos, agolpándose y resollando, abrieron una ventana. Había tres pisos de altura hasta la acera. Michael se debatió. Cogieron entre todos a Michael y lo empujaron por la ventana. Mr. Howard, su maestro, entró en aquel momento en el aula. -¡Esperad! -Gritó. Michael cayó desde tres pisos de altura. Michael murió. Nada se pudo hacer. La policía se encogió de hombros de forma elocuente. Todos aquellos niños tenían ocho o nueve años; no comprendían lo que estaban haciendo. Así es que... El colapso de Mr. Howard se produjo al día siguiente. Se negó a volver a enseñar en su vida. -Pero ¿por qué? -Le preguntaron sus amigos. Mr. Howard no dio ninguna razón. Permaneció en silencio y una luz terrible llenó sus ojos. Más tarde, les dijo que si les contaba la verdad, creerían que se había vuelto loco. Mr. Howard abandonó Madison City. Se marchó a vivir en un pequeño pueblo cercano, Green Bay, donde permaneció durante siete años, manteniéndose con los ingresos que conseguía de escribir historias y poesía. No se casó nunca. Las pocas mujeres a las que se aproximó siempre deseaban tener... hijos. En el otoño de su séptimo año de autoforzado retiro, cayó enfermo un buen amigo de Mr. Howard, un maestro. Ante la falta de un sustituto adecuado, Mr. Howard fue convocado y convencido de que su deber era hacerse cargo de la clase. Dándose cuenta de que el compromiso no podía durar más de unas pocas semanas, Mr. Howard aceptó, desgraciadamente. -A veces -dijo Mr. Howard aquella mañana de un lunes de setiembre mientras caminaba lentamente por los pasillos laterales de la clase-, a veces creo realmente que los niños son como invasores procedentes de otra dimensión. Se detuvo, y sus brillantes ojos negros pasaron de un rostro a otro de sus pequeños oyentes. Mantenía una mano en la espalda, cerrada y apretada. La otra, como un pálido animal, se posaba en la solapa de la chaqueta mientras hablaba; después aún subió más para jugar con las gafas. -A veces -siguió diciendo, mirando a William Arnold y a Russell Newell, y a Donald Bowers y a Charlie Hencoop-, a veces creo que los niños son pequeños monstruos surgidos del infierno porque ni siquiera el demonio puede soportarlos. Y, desde luego, creo que se debe hacer todo lo posible por reformar sus pequeñas mentes incivilizadas. La mayor parte de sus palabras sonaron muy poco familiares en las orejas limpias y sucias de Arnold, Newell, Bowers y los demás. Pero el tono de su voz les hacía sentir miedo. Las niñas estaban apoyadas en los respaldos de sus asientos, aprisionando sus trenzas, para que él no estirara de ellas como si fueran cuerdas de campanas, con el propósito de llamar así a los ángeles negros. Todos ellos miraban a Mr. Howard como si estuvieran hipnotizados. -Sois otra raza completamente distinta, con vuestros motivos, vuestras creencias, vuestras desobediencias -siguió diciendo Mr. Howard-. No sois humanos. Sois... niños. En consecuencia, y hasta que no seáis adultos, no tenéis ningún derecho a exigir privilegios, ni a preguntar a vuestros mayores, que saben mejor que vosotros lo que se debe hacer.
  • 8. Se detuvo y colocó su elegante trasero sobre la silla situada detrás de la mesa, limpia, sin una mota de polvo. -Vivís en vuestro mundo de fantasía -dijo, frunciendo el ceño-. Bien, aquí no habrá fantasías. Pronto descubriréis que un reglazo en la mano no es ningún sueño, ningún adorno, ninguna excitación a lo Peter Pan -lanzó entonces un resoplido y preguntó-: ¿Os he asustado? Lo he conseguido. ¡Bien! Bien y bueno. Os lo merecéis. Quiero que sepáis dónde estamos. Yo no os temo, recordadlo. No tengo miedo de vosotros -de pronto su mano tembló y empujó atrás su silla, mientras todos los ojos estaban fijos en él-. ¡Eh! -lanzó una penetrante mirada a través de la habitación-. ¿Qué estáis murmurando por ahí atrás? ¿Algo sobre nigromancia o alguna otra cosa? -¿Qué es nigromancia? -Preguntó una niña pequeña, levantando la mano. -Discutiremos eso cuando nuestros dos jóvenes amigos, los señores Arnold y Bowers expliquen qué estaban murmurando. ¿Y bien, jovencitos? Donald Bowers se levantó. -No nos gusta usted. Eso es todo lo que dijimos. Después volvió a sentarse. Mr. Howard elevó las cejas. -Me agrada la franqueza, la verdad. Gracias por vuestra honestidad. Pero, al mismo tiempo, debo deciros que no tolero la rebelión poco seria. Esta tarde, después de las clases, os quedaréis una hora y lavaréis las pizarras. Después de las clases, mientras se dirigía a casa, con las hojas de otoño cayendo a su alrededor, Mr. Howard se encontró con cuatro de sus alumnos. Dio un golpe seco y agudo con su bastón sobre la acera. -¡Eh! ¿Qué estáis haciendo? Los dos chicos y las dos chicas, sorprendidos, retrocedieron como sí hubieran sido golpeados con el bastón sobre sus espaldas. -¡Oh! -exclamaron. -¿Y bien? -pidió el hombre-. Explicádmelo. ¿Qué estabais haciendo antes de llegar yo? -Jugando a los venenos -explicó William Arnold. -¡Veneno! -exclamó el maestro, con el rostro contraído; después dijo con un estudiado sarcasmo-: Veneno, veneno, jugando a los venenos. Bien. ¿Y cómo se juega a los venenos? De mala gana, William Arnold echó a correr. -¡Vuelve aquí! -le gritó Mr. Howard. -Sólo voy a demostrarle cómo jugamos a los venenos -dijo el chico, saltando sobre un bloque de cemento que había en la acera-. Cada vez que llegamos ante un hombre muerto, saltamos sobre él. -¿Lo hacéis de veras? -preguntó Mr. Howard. -Si salta uno sobre la tumba de un hombre muerto, queda envenenado, cae y se muere -explicó Isabel Skelton con prontitud. -Hombres muertos, tumbas, envenenamientos -dijo burlonamente Mr. Howard-. ¿De dónde habéis sacado esa idea del hombre muerto? -¿No lo ve? -preguntó Clara Parris señalando con su regla-. En este cuadrado están los nombres de dos hombres muertos. -¡Ridículo! -replicó Mr. Howard, mirando de soslayo-. Eso son simplemente los nombres de los albañiles que mezclaron y colocaron el cemento de la acera. Isabel y Clara abrieron la boca y se volvieron acusadoramente hacia los dos chicos. -¡Dijisteis que eran lápidas de tumbas! -gritaron las dos, casi al unísono. -Sí -dijo William Arnold, mirándose los pies-. Lo son. Bueno, casi. Da igual -levantó la mirada y añadió-: Es tarde. Tengo que marcharme a casa. Hasta luego. Clara Parris miró los dos pequeños nombres grabados en la acera.
  • 9. -Mr. Kelly y Mr. Terrill -dijo, leyéndolos-. Entonces, ¿esto no son tumbas? ¿Mr. Kelly y Mr. Terrill no están enterrados aquí? ¿Lo ves, Isabel? Es lo que te he dicho una docena de veces. -No lo hiciste -dijo Isabel, de mal humor. -Mentiras deliberadas -dijo Mr. Howard, pegando golpecitos con su bastón, en un gesto de impaciencia-. Falsificación del más alto calibre. ¡Buen Dios! Señores Arnold y Bowers, no harán más estas cosas, ¿comprenden? -Sí, señor -murmuraron los chicos. -¡Hablad más alto! -Sí, señor -replicaron de nuevo. Mr. Howard se alejó rápidamente por la calle. William Arnold esperó hasta haberle perdido de vista antes de decir: -Espero que algún pájaro deje caer algo justo en su nariz... -Vamos, Clara, sigamos jugando a los venenos -dijo Isabel, ilusionada. -Se ha echado a perder todo -comentó Clara, poniendo mala cara-. Me voy a casa. -¡Estoy envenenado! -gritó de pronto Donald Bowers, tirándose al suelo y haciendo como que echaba espumarajos por la boca-. ¡Mirad! ¡Estoy envenenado! ¡Ahhhh! -¡Oh! -exclamó Clara, enojada y echó a correr. El sábado por la mañana, Mr. Howard miró por la ventana que daba a la calle y lanzó un juramento al ver a Isabel Skelton haciendo señales de tiza sobre la acera y saltando después sobre ellas, al mismo tiempo que contaba una monótona cancioncilla. -¡Deja de hacer eso! Abalanzándose al exterior, casi la tiró al suelo en su agitación. La agarró, la sacudió violentamente y después la dejó en el suelo; permaneció en pie sobre ella y sobre las marcas de tiza. -Sólo estaba jugando a la pata coja -dijo la niña, lloriqueando y pasándose las manos por los ojos. -No importa. No puedes jugar aquí -declaró él; después, inclinándose sobre las marcas de tiza, las borró con su pañuelo, murmurando-: Eres una pequeña bruja. Pentagramas. Rimas y conjuros, y todo como si fuera perfectamente inocente. ¡Dios, qué inocente! ¡Eres un pequeño diablo! Hizo un gesto, como si fuera a golpearla, pero se detuvo. Isabel echó a correr, lamentándose. -¡Adelante, pequeña tonta! -gritó él con furia-. Ve corriendo y dile a tus pequeñas cohortes que has fracasado. Tendrán que intentarlo de alguna otra manera. No lo conseguirán conmigo. No lo conseguirán. ¡Oh, no! Volvió a entrar en su casa, se sirvió un vaso lleno de brandy y se lo bebió. Durante el resto del día, estuvo oyendo a los niños jugando al tú-la-llevas, y los gritos y sonidos producidos por los pequeños monstruos en cada arbusto y sombra no le dejaron descansar. -Otra semana como ésta -se dijo a sí mismo-, y me volveré loco de atar -se llevó una mano a su dolorida cabeza-. ¡Por el amor de Dios! ¿Por qué no podremos nacer todos adultos? Y transcurrió otra semana. Y, entretanto, el odio fue creciendo entre él y los niños. El odio y el temor crecían juntos. El nerviosismo, las rabietas repentinas por nada, y después... la silenciosa espera. La forma en que los chicos se subían a los árboles para mirarle mientras comían manzanas, el olor melancólico del otoño posándose por toda la ciudad, los días cada vez más cortos, las noches que llegaban con mayor prontitud. -Pero no me tocarán, no se atreverán a tocarme -se dijo Mr. Howard a sí mismo, bebiéndose un vaso de brandy detrás de otro-. En cualquier caso, todo esto es una tontería; no hay nada detrás. No tardaré en estar lejos de aquí y... de ellos. No tardaré... Había un cráneo blanco en la ventana.
  • 10. Eran las ocho de la noche de un jueves. Había sido una semana muy larga, con estallidos de cólera y acusaciones. Había tenido que ahuyentar continuamente a los niños de la zanja de la tubería del agua en construcción que estaba frente a su casa. A los chicos les encantan las excavaciones, los lugares ocultos, las tuberías, las conducciones y las zanjas, y siempre estaban subiendo y bajando, entrando y saliendo por los agujeros donde colocaban las nuevas tuberías. Gracias a Dios, todo había terminado y, al día siguiente, los trabajadores rellenarían de tierra la zanja, la apisonarían y colocarían una nueva capa de cemento, dejando la acera como estaba. Eso eliminaría a los niños. Pero, justamente ahora... ¡Había un cráneo blanco en la ventana! No cabía la menor duda de que la mano de un niño sostenía el cráneo, apoyándolo contra el cristal, golpeándolo y moviéndolo. Se escuchaba una risa infantil procedente del exterior. Mr. Howard salió precipitadamente de la casa. -¡Eh, vosotros! -explotó en medio de los tres chicos que empezaban a correr. Echó a correr detrás de ellos, sin dejar de gritar. La calle estaba oscura, pero vio las figuras moviéndose precipitadamente por delante y por debajo de él. Las vio como si estuvieran unidas y no pudo recordar la razón de ello, hasta que fue demasiado tarde. La tierra se abrió bajo él. Cayó y quedó en un pozo, dándose un golpe terrible en la cabeza con una tubería y, mientras perdía la conciencia, tuvo la impresión de que se ponía en marcha una verdadera avalancha, provocada por su caída, y que montones de tierra húmeda y fría caían sobre sus pantalones, sus zapatos, su chaqueta; sobre su espalda, sobre su nuca y sobre su cabeza, llenándole la boca, las orejas, los ojos, las ventanillas de la nariz... La vecina, con los huevos envueltos en una servilleta, llamó a la puerta de Mr. Howard al día siguiente. Estuvo llamando durante cinco minutos. Cuando finalmente abrió la puerta y se introdujo en la vivienda, no encontró más que pequeñas motas de polvo flotando en el aire iluminado por el sol: las habitaciones estaban vacías, el sótano olía a carbón y a escorias de hulla, y en el ático no había más que una rata, una araña y una carta descolorida. -Una cosa muy curiosa lo que le sucedió a Mr. Howard -dijo muchas veces durante los años siguientes. Y los adultos, siendo como son, muy poco observadores, no prestaron atención a los niños que jugaban a los venenos en la calle Oak Bay durante todos los otoños siguientes. Ni siquiera cuando los niños saltaban sobre un bloque cuadrado y extraño de cementó, miraban a su alrededor y observaban después las marcas que había en el bloque y que decían: Mr. HOWARD - R.I.P. -¿Quién es Mr. Howard, Billy? -¡Ah! Supongo que será el tipo que puso aquí el cemento. -¿Y qué significa eso de R.I.P.? -¡Ah! ¿Quién lo sabe? ¡Estás envenenado! ¡Lo has pisado! -Vamos, vamos, niños. ¡No os crucéis por delante de mamá! ¡Vámonos ya!
  • 11. LA COMPAÑERA DE JUEGO Cynthia Asquith Laura Halyard se preguntó si se acostumbraría alguna vez al encanto de su nuevo hogar. Aún sentía la necesidad de restregarse los ojos cada vez que miraba aquella casa de ensueño. Comparados con el estruendo y la luminosidad de Nueva York, la suave belleza y el verde silencio de Lichen Hall se le aparecían a la nueva dueña como un hechizo. Hacía sólo un año que, tras la desaparición de su hermano mayor, muerto sin hijos, su esposo, Claud Halyard, había heredado la propiedad. Desde su matrimonio, los negocios habían mantenido a Claud en América; así pues, Laura nunca se encontró con su pobre y paralizado cuñado. Sin embargo, pensó en él a menudo a causa de la profunda impresión que produjo en su imaginación su trágica historia: la pérdida precoz de su adorada esposa, el accidente que le convirtió en un lisiado sin esperanzas y finalmente la horrible tragedia de su única hija de diez años, muerta en el incendio que, doce años antes, destruyó un ala de Lichen Hall. La casa había sido restaurada tan hábilmente que resultaba difícil creer que se hubiera producido aquel incendio fatal, y, al principio, su nueva dueña se sintió tan cautivada por aquella atmósfera de paz que le resultó casi imposible asociar el lugar con algo tan terrible como la muerte de aquella pobre niña. ¿Podría haber ocurrido allí algo así y tan sólo doce años antes? Laura Halyard tenía toda la notable adaptabilidad de las mujeres de su país y, cuando se sentaba en el gran vestíbulo, con su fina y delicada belleza brillando al parpadeo del fuego de la chimenea, tenía un aspecto maravilloso, perfectamente acorde con todo lo que la rodeaba. Había invitado a tomar el té al viejo vicario, cuyos ojos debilitados parpadeaban con admiración ante la gracia y la belleza de su anfitriona. Deseaba que no llegara el momento de terminar una visita tan agradable. -Si me permite decirlo así, lady Halyard -dijo, arrastrando de mala gana sus rígidos miembros y elevándolos de las profundidades del sillón donde había estado sentado-, es muy agradable volver a tomar aquí un chátelaine. Lichen Hall ha sido un lugar muy triste durante estos últimos doce años. -Sí -admitió Laura-. Creo que mi pobre cuñado nunca consiguió superar la terrible tragedia de esa pobre niña. -«Un hombre roto» es una frase que uno escucha a menudo -dijo el sacerdote-, pero, afortunadamente, en el transcurso de toda mi vida sólo he podido conocer a un hombre a quien se pudiera aplicar justamente esa frase. Ese hombre fue su cuñado. Cumplió con su deber en este lugar. Nadie lo habría hecho mejor. Pero tras la muerte de su pequeña Daphne, las deudas fueron todo lo que le quedó en el mundo. No le quedó nada más. Para mí representó un gran dolor ver unas cenizas tan grises y ser incapaz de distinguir en ellas ni siquiera una pequeña chispa. ¡Vivió tan sólo! Durante todos aquellos últimos años apenas si hubo alguien que se acercara por aquí. Sólo unos pocos y viejos amigos, pero siempre tuve la impresión de que él únicamente los sufría por consideración a sus sentimientos. Laura emitió un murmullo de simpatía. -Me pregunté a menudo por qué su esposo nunca vino por aquí, lady Halyard -siguió diciendo el anciano-. A pesar de los veinte años de edad que les separaban, siempre habían sido hermanos muy compenetrados. Parece extraño que no regresara ni una sola vez a su propia casa hasta que la heredó. -Lo sé -dijo Laura-. Mi esposo estaba muy atado por los negocios, pero, a pesar de todo, se las podría haber arreglado. Le pedí a menudo que viniéramos a hacer una visita, pero él siempre creía que el año siguiente sería mejor. No sé por qué pensaba así. Desde luego, Mr. Claud, mi esposo es muy sensible. Se encoge ante las desgracias. A veces pienso que, quizá, lo que le sucedía es que era incapaz de ver por sí mismo la miseria en que se encontraba su hermano.
  • 12. -Posiblemente -admitió el vicario-. Pero hubiera deseado verle por aquí. Podría haber significado un gran cambio en la situación. Laura detectó un tenue matiz de reproche en la voz amable del anciano. -No es que no le guste este sitio -le aseguró-. No le puedo decir cuánto significa para él. -Lo sé, lady Halyard, lo sé. ¿Cree que no le recuerdo de cuando era un chico? Su amor por esta casa era casi motivo de chanzas entre los miembros de su familia. En cierta ocasión le puso morado un ojo a otro chico por atreverse a decir que su casa era más hermosa que ésta. Buenos tiempos aquellos en los que él y todas sus hermanas eran jóvenes. Los pálidos ojos del anciano vicario se abrieron mucho mientras miraba tristemente hacia el pasado. -Siempre he pensado que lo que necesita este jardín son niños. Se le desperdicia cuando no hay nadie en él. Se lo puedo asegurar; es una verdadera alegría ver a su hija pequeña rompiendo y arrancando la hierba de las terrazas. -No le puedo decir lo feliz que Hyacinth se siente aquí -exclamó Laura-. Se pasa todo el día como si estuviera en éxtasis. -¡Bendígala! -dijo el sacerdote-. ¡Qué maravillosa es y qué parecido tan extraordinario con... -¿Parecido? ¿Con quién? -Con su pobre prima... con la pobre y pequeña Daphne. Seguramente, esa semejanza habrá impresionado a su esposo, ¿verdad? -No... no. Al menos no me lo ha dicho así, aunque quizá, de ser cierto, no me lo diría. Ni siquiera después de todos estos años puede soportar el hablar de su sobrina. Nunca menciona el nombre de Daphne. -Sé que le causó una terrible impresión -admitió el vicario-. Se sentía tan orgulloso de ella. Recuerdo que siempre estaba jugando con ella. Pero en realidad, la queríamos todos. Sí, existía una verdadera fascinación alrededor de la pequeña Daphne. -¿Y era realmente como nuestra Hyacinth? -¡Vaya si lo era! -exclamó el sacerdote-. ¡Es el parecido más asombroso que he visto! Le aseguro que la primera vez me dejó muy asombrado, cuando la vi observándome a través de unos arbustos. Sí, el verla me hizo volver doce años atrás. Ahora tiene diez años, ¿verdad? Laura asintió. -¿Lo ve? La pobre Daphne tenía exactamente la misma edad la última vez que la vi... el día antes de... sí, sí, aún la puedo ver... el mismo pelo rubio rodeando la palidez de su cara, los ojos grandes y la misma mirada de enojo... algo extraordinariamente vivaz. -¿De veras? -dijo Laura. Su voz tembló y el vestíbulo se nubló ante sus ojos, perturbada su visión por unas lágrimas. -Sí, un parecido realmente extraordinario -siguió diciendo el anciano-. Las voces también eran muy similares. Y su Hyacinth parece tener la misma pasión por el juego. Nunca vi a un ser con tal capacidad como Daphne para llenar el día. Siempre parecía desear poner más diversión de la que podía en cada hora. Era casi como si supiera de antemano que no tenía tiempo que perder. ¿Recuerda usted el pasaje de Maeterlinck sobre aquellos a quienes él llama Les Avertis? -Sí, lo recuerdo -la voz de Laura era pesada. -Bien, bien, me tengo que marchar ahora. Gracias, querida señora, por la tarde tan agradable. Dé mis más queridos recuerdos a Daph... quiero decir a Hyacinth. -Buenas tardes, Mr. Claud. Vuelva pronto -dijo Laura, aunque de una forma bastante mecánica. Volviéndose hacia el fuego, removió uno de los grandes troncos con el pie, y después removió las ascuas con el atizador, hasta que estallaron en llamas. Se sintió
  • 13. cansada y con frío. Cuando el sacerdote volvió a entrar en la habitación, se le quedó mirando, asombrada. El pidió disculpas por haberse olvidado los guantes. -¡Oh! ¿De qué color son? -preguntó Laura con un aire ausente, como si en el vestíbulo pudiera existir una gran variedad de pares de guantes-. Espere un momento, Mr. Claud -dijo, cuando el vicario hubo encontrado sus guantes-. Había algo que deseaba preguntarle. ¿Qué aspecto cree usted que tiene mi esposo? -Bueno, lady Halyard. Siempre fue un tipo magnífico. Sí, creo que tiene un aspecto bastante bueno. Pero, ya que me lo pregunta, lo único que le he notado es una expresión especialmente tensa en los ojos, más bien, como si estuviera haciendo siempre un gran esfuerzo mental... como si estuviera tratando de recordar algo. -¿Tratando de recordar algo? -Sí. No cabe la menor duda de que eso es a consecuencia de lo mucho que trabaja en el despacho. Me siento muy contento de no verle allí. De algún modo, no puedo imaginarme a ningún Halyard en un despacho. ¡Oh, sí! Claud siempre estuvo hecho para la vida en el campo. Buenas noches, lady Halyard, buenas noches. Una vez sola, Laura se acurrucó junto al fuego de la chimenea. ¿Claud hecho para la vida en el campo? Sí, así lo había pensado siempre. En América parecía un exiliado añorando siempre su país natal. Y, sin embargo, ahora que se encontraban en su querido hogar, el cual había demostrado ser mucho más maravilloso de lo que sus propias alabanzas le habían hecho esperar, ¿qué andaba mal? En su creciente desilusión, no tuvo más remedio que admitir que el ánimo de su esposo -siempre inconstante- era ahora mucho más bajo de lo que solía ser. Parecía estar abrumado por una atmósfera sofocante. Y, además, estaba aquella mirada tensa que el vicario ya había notado. Otras personas también lo habían comentado. ¿Cuál podría ser la causa ahora, cuando el presente y el futuro parecían tan favorables? ¿Preocupaciones por los negocios?, se preguntó Laura, casi con la esperanza de hallar allí la respuesta. ¡No! ¿Qué preocupaciones de negocios podría tener? El se lo contaba todo. ¿Acaso ahora no lo hacía?, se preguntó Laura, echándose a reír casi en voz alta. Este mismo día se había vuelto a encontrar con aquella terrible frase. La heroína de una mala novela que estaba leyendo, una mujer que no sabía nada con respecto a su esposo, había afirmado confidencialmente: «El me lo cuenta todo.» ¿Cómo puede un ser humano contárselo todo a otro? Sin duda alguna, Claud tenía algo en mente. Desde que llegaron a casa, ella se dio cuenta de la existencia de una barrera cada vez más gruesa entre ellos. Tiempo atrás, si se le planteaba la cuestión admitía a menudo encontrarse un poco deprimido. Ahora, en cambio, parecía tomarse mal cualquier pregunta sobre su salud o su estado de ánimo. Si ella le preguntaba: -¿Ocurre algo? -¿Algo? -contestaba él, casi con enojo-. No, no ocurre nada. Y no inventes cosas. Laura no permaneció sola con sus reflexiones durante mucho tiempo. Alto, y con buen aspecto, su esposo entró en la habitación, con su hija Hyacinth sentada sobre sus hombros. Sus mechones de pelo rubio brillaban sobre el pelo moreno de él. Los tres se sentaron alrededor del fuego. Con las piernas cruzadas, la barbilla apoyada en una rodilla, y los ojos mirando fijamente hacia las llamas, Hyacinth aparentaba escuchar el Ivanhoe, que su padre le estaba leyendo. En cuanto terminó el capítulo, saltó sobre las puntas de sus zapatos moviéndose como una llama liberada. -¿Puedo marcharme ahora? -preguntó ansiosamente. Impresionado de nuevo por su deslumbrante hermosura, su padre la miró amorosamente. ¡Aquella vitalidad incontenible! ¿Quizá no tenía compañeros de juego de su misma edad? -¿Te sientes sola, pequeña hada? -preguntó cariñosamente. -¡Sola! ¡Oh, no! Nunca estoy sola aquí, ¡nunca! ¡Y menos aquí! -había un acento de júbilo en la risa feliz de la niña-. ¡Tengo que marcharme ahora! -dijo excitada.
  • 14. Tras deslizarse de entre los brazos de su padre, subió por la oscura escalera de dos tramos y, haciendo un saludo con la mano, desapareció de la vista de sus padres. Mucho después de que hubiera doblado la esquina, que la ocultó de la vista de sus padres aún pudieron éstos escuchar sus pasos rápidos y ligeros y su voz vibrante: -Vamos, chicos y chicas, dejad a vuestros padres. -Cómo se adapta la voz de Hyacinth a su rostro, ¿verdad, Claud? -preguntó Laura-. Eso no les sucede a muchas personas. La de ella tiene ese tono penetrante propio de la juventud alegre. Es como el agua fría, o como la sensación de morder una manzana. Claud se levantó para colocar otro leño en la chimenea. -Laura, ¿qué quiere dar a entender Hyacinth cuando dice que nunca está sola aquí? -No lo sé, Claud. Pero, ahora que lo preguntas, ¿no has notado lo diferente que es desde que llegamos? ¿Recuerdas lo apática que era a veces? Solía preocuparse por eso, y pensaba que quizá tendría que contratar a algún niño inteligente para que le hiciera compañía. Pero ahora, se siente muy feliz durante todo el día. Si quieres que te diga la verdad, no puedo evitar el echar de menos su estado de ánimo habitual... o al menos su dependencia de mí. Solía necesitarme mucho. ¿No recuerdas cómo siempre me estaba pidiendo que le contara historias? -¿Te lo pide ahora? -preguntó Claud. -No; ahora, apenas si puedo convencerla para que se quede un rato conmigo. Siempre está tratando de marcharse, como si tuviera algo mejor que hacer. La veo muy poco, a excepción de sus talones y de su cogote. ¡Se muestra tan extrañamente autosuficiente! Entre nosotros, Claud, creo que es casi inquietantemente feliz. -¿Inquietantemente feliz? ¿Qué quieres decir, Laura? -Bueno... quiero decir... ¿no es extraño? En realidad, no sé muy bien cómo expresarlo con palabras, pero es... es como si dispusiera de algún recurso desconocido por nosotros. Parece estar siempre tan ocupada. Sí, eso es... ocupada. Parece bastante tonto, pero es como si, estando consigo misma, no estuviera sola del todo. Últimamente ha desarrollado una nueva forma de sonreír, una sonrisa como de soslayo, y la aparición o desaparición de esa sonrisa no tiene nada que ver con lo que la gente dice o hace. ¿No te has dado cuenta...? ¿Recuerdas lo que esa fantasmal amiga mía decía sobre Hyacinth? -No, no lo recuerdo -contestó Claud-. Por lo poco que sé de ella, estoy seguro de que será algo absurdo. -Ella decía: «He aquí a una niña que verá cosas.» Su «actitud de decaimiento» no es lo bastante grande como para «encerrarla en sí misma». Decía que tenía lo que ella llamaba «ojos escrutadores», y los párpados más transparentes que jamás había visto. En aquel tiempo pensé que no tenía ningún sentido, pero ahora, Claud, me pregunto a veces si no habrá algo de cierto en ello. Este viejo lugar... -¡Oh, Dios! Por el amor del cielo, no empieces con esas tonterías de los espíritus. Sorprendida por el tono de irritación en la voz de su esposo, Laura se echó a reír. -Querido, sé que piensas que ningún americano puede acercarse a ninguna casa antigua de Inglaterra sin llenarla de fantasmas, pero te aseguro que no he sentido nada siniestro aquí. Al contrario, soy consciente de que hay algo que es feliz, alegre... no sé muy bien cómo llamarlo, pero parece existir una especie de vitalidad en la atmósfera de esta casa... especialmente arriba y, sobre todo, en esa habitación que Hyacinth insistió en ocupar como habitación de juego. Me refiero a la habitación de la antigua niñera. -No hubiera querido que utilizara esa habitación -dijo Claud de mal humor. -Lo sé, querido, lo sé -contestó su esposa, turbada por el tono de su voz-. Pero ella insistió. ¡Pobre Claud! ¡Qué dolorosamente sensible era! Desde luego, aquella habitación fue la que su pequeña sobrina Daphne utilizó para sus juegos. Lo más probable es que estuviera retozando en ella poco antes de la tragedia. Laura se lo reprochó a sí misma. No debía haber permitido nunca que Hyacinth se apropiara de aquella habitación. Estas
  • 15. asociaciones de ideas eran demasiado fuertes para Claud. Debería haber recordado cómo se recogía sobre sí mismo ante cualquier cosa que le recordara a aquella pobre niña. Laura se estremeció ante el pensamiento de su horrorosa muerte. Diez años de edad. ¡La misma edad que Hyacinth! -Te prometo que no hay nada... siniestro en esa habitación -repitió Laura-. Pero... por favor, no pienses que soy una tonta... siento en ella una atmósfera feliz y juvenil. Cada vez que estoy sentada allí, surgen del pasado recuerdos de mi propia niñez que me envuelven. Siento entonces cómo los años se van deslizando, alejándose de mí -se echó a reír-. No creas que estoy loca, pero a veces siento unos curiosos impulsos de ponerme a jugar... a bailar... a saltar. Los dedos de mis pies empiezan a moverse. Sí, es como si existiera una especie de invitación al juego en esa habitación. Pensarás que es demasiado absurdo, pero es como si esperara ver aparecer a alguien con quien poder jugar. Y, sin embargo, sé durante todo el tiempo que Hyacinth está en la cama, durmiendo. A veces, también siento deseos de montarme en el viejo caballo de cartón y dar una buena galopada. Lo haría, si no tuviera miedo a ser descubierta por una de esas agrias criadas. En cierta ocasión, podría haber jurado que escuché unos pasos ligeros y apagados, y una especie de risa suave, ¡Imaginaciones, claro! Y, sin embargo, supongo que generaciones y generaciones de niños han jugado en esa habitación, ¿verdad? -Sí -contestó Claud. El tono de su voz era lúgubre. Tras contestar, levantó el Times y lo mantuvo como un muro de separación entre él y su esposa, para evitar cualquier otro tipo de confidencias. Consciente de haberle irritado, Laura se marchó para decirle a Hyacinth que era hora de irse a la cama. Tardó media hora en encontrarla. Estaba en el henil y le resultó muy difícil engatusarla para que entrara en casa. Finalmente se la entregó a Bessy, la doncella. En el momento en que regresó al salón, su esposo se levantó y se dirigió a las habitaciones de arriba para desearle las buenas noches a Hyacinth. -Me temo que no encontrarás en la cama a esa pequeña casquivana -le dijo-. Me ha costado mucho trabajo hacerla entrar en casa. Todas las noches sucede lo mismo. Por muy tarde que la deje, siempre protesta diciendo que apenas si ha tenido tiempo para jugar. -¿Que no tiene tiempo suficiente para jugar? -preguntó Claud-. No será ella quien dice eso, ¿verdad? ¿No será Hyacinth? -Sí, lo dice ella, ¿por qué no habría de decirlo? -preguntó Laura, extrañada por la vehemencia de su esposo. Pero Claud se marchó del salón sin contestarle. Durante la cena, le preguntó por qué se había extrañado tanto ante las palabras de Hyacinth. El contestó que no tenía ni idea de a lo que se estaba refiriendo, y que no podía recordar las palabras dichas por Hyacinth. Tenía que ser una de sus «tontas suposiciones». Extrañada y dolorida, Laura abandonó la cuestión. Claud no tenía buen aspecto y ahora se le notaba mucho aquella expresión tensa. ¿Con qué palabras lo había descrito el vicario? ¡Ah, sí! «Como si estuviera tratando de recordar algo.» No, no creía que fuera eso lo que sugerían aquellos ojos grises y cavernosos de Claud. Pero cuando trató de definirlo para sí misma, se sintió completamente desconcertada. Unos pocos días después, los Halyard se paseaban por el jardín. Soplaba un viento fuerte, los árboles estaban desnudos, y las hojas crujientes, del color del pelo de Hyacinth, alfombraban el camino a sus pies. Como siempre, sus pensamientos se volvieron hacia su adorada hija. -Creo que Hyacinth tenía un color muy pálido durante el almuerzo -dijo Claud. -Sí -contestó su esposa-. Está comportándose como una niña traviesa. Anoche salió. -¿Salió? -Sí. Bessy descubrió esta mañana que sus zapatos y calcetines estaban empapados, y el pequeño diablillo confesó que había salido de casa mucho después de que nosotros
  • 16. estuviéramos acostados. ¡Figúrate el frío que debía hacer! No me quiso decir por qué salió, y cuando le pedí que me prometiera no volverlo a hacer, estalló en sollozos. -¡Pequeña hada! -exclamó Claud, echándose a reír-. Aún piensa que dormir es desperdiciar el tiempo. Me pregunto si... ¡Por el cielo! Laura, mírala ahora. ¿Qué está haciendo? ¡Nunca he visto a una niña correr tan deprisa! Hyacinth, con el rostro salvajemente contraído, pasó junto a ellos, corriendo a toda velocidad sobre sus largas y delgadas piernas. Su velocidad, sorprendente para su edad, no disminuyó hasta que, extendiendo los brazos para tocarla, llegó junto a una acacia, a cuyos pies se dejó caer después, resollando y riendo. Sus padres se le acercaron. -¡Bien hecho, Hyacinth! ¡Has corrido muy rápida! -¡Casi he ganado esta vez! -balbució la excitada niña, brillándole los ojos verdes-. ¡Oh casi, casi! -¡Casi has ganado! ¿Qué quieres decir con eso de que «casi has ganado»? ¿Acaso enfrentabas una pierna con la otra? Hyacinth enrojeció, sonrió nerviosamente, se puso en pie y echó a correr de nuevo. Instantes después se perdía de vista por detrás del gran tejo. -¡Qué niña más curiosa! -exclamó su madre con una sonrisa algo intranquila-. Siempre está corriendo, como si tuviera que acudir a alguna cita en alguna parte. Ahora no parece necesitarme nunca. ¿Recuerdas lo extraordinario que le parecía poder dormir conmigo? Ahora ya no quiere. Ya sabes, Claud, parece ridículo, pero a veces, cuando entro en su habitación, me siento como si estuviera... interrumpiendo algo... como una intrusa. Mientras hablaba, Laura sintió un ligero estremecimiento. Sus propias palabras parecían cristalizar unos vagos recelos de los que apenas si se había dado cuenta ella misma. -¿Interrumpiendo? -preguntó Claud-. ¿Interrumpiendo qué? -No lo sé -contestó ella desesperada. Después, suspirando, se volvió hacia la casa. Claud silbó, llamando a sus perros y disponiéndose a dar un largo paseo. Aquella noche, Laura fue a ver a Hyacinth en la cama. -Querida -dijo mimosamente-, ¿no quieres venir a dormir esta noche con mamá? Mañana por la mañana tomaremos el té y jugaremos encima de mi almohada grande. Sobre el rostro dulce pero serio de la niña se extendió una expresión de ansiedad. -Gracias, mamá -contestó con astucia, pero añadió decidida-: De todos modos, me siento muy bien en mi querida habitación. Me gusta mucho y creo que no me gustaría dejarla. Un intenso alivio traslucieron sus brillantes ojos cuando, mostrándose silenciosamente de acuerdo, su madre la besó y le deseó las buenas noches. -Eres muy buena y dulce, mamá -dijo ella. Se removió un poco y volvió su rostro radiante hacia la ventana. Era ya muy tarde cuando, después de cenar, Laura se reunió con su esposo. La gran ventana salediza del salón no tenía cortinas y la luz de la luna penetraba por ella, mezclando sus tenues rayos verdes con el brillo rojizo del gran fuego ante el que estaba sentado Claud, con un libro cerrado sobre las rodillas. -¿Dónde has estado todo este tiempo, Laura? -le preguntó, escudriñando su rostro-. Espero que Hyacinth no haya cometido otra de sus travesuras. -No -contestó Laura con rapidez-. Esta vez la travesura la he hecho yo misma. -¿Qué quieres decir? -Me he comportado de una forma que tú llamarías tonta. ¿Recuerdas que te comenté algo sobre esas curiosas sensaciones que tenía cuando me encontraba en la habitación de juego? Bueno, pues inmediatamente después de dejarte tomando el café, tuve la necesidad de ir allí. No pongas mala cara, Claud, no lo pude evitar. Simplemente tenía que ir. Fueron mis pies los que me llevaron hasta allí. Bueno, pues mientras caminaba por el largo pasillo, escuché un sonido débil... como si algo
  • 17. estuviera rodando. Abrí la puerta y... ¿qué crees que vi? El caballo de cartón se balanceaba de un lado a otro…, galopando furiosamente... ¡sin jinete! -Bueno -dijo Claud-, no cabe la menor duda de que Hyacinth te escuchó llegar y, sabiendo que debía estar en la cama, saltó del caballo y salió corriendo por la otra puerta. -¡Eso es lo que pensé!... ¡Eso era lo que esperaba! Pero me dirigí rápidamente a su habitación y la encontré casi dormida. -Entonces, ha tenido que ser una de las doncellas. -No, no había ninguna por allí. Estaban todas cenando. Cuando regresé a la habitación de juego, el balanceo del caballo disminuía poco a poco. Me quedé observándolo y no tardó en quedarse quieto. -¿De veras? ¡Me sorprendes! -se burló Claud. -Lo más curioso de todo -siguió diciendo Laura con solemnidad-, fue que mientras el caballo galopaba furiosamente, los estribos vacíos no oscilaban. Estaban bastante tirantes... extendidos hacia adelante... como si... -¿Adónde vas a parar, Laura? -preguntó Claud de repente, con enojo- ¿Qué has estado leyendo últimamente? ¿Qué has estado comiendo? ¡Un caballo galopando solo! ¡Querrás decir una pesadilla! Ni siquiera sabía que Hyacinth tuviera un caballo de esa clase. ¿Quién se lo regaló? -Nadie. Lo encontramos aquí. Era de Daphne. Seguramente tienes que recordarlo. Con unas narices de color rojo, y una cola algo menos roja. Pero, Claud, ¿quieres decir... no has estado nunca en la habitación de juego desde que vinimos? -No. -¡Qué extraordinario! -¿Y por qué iba a ir? La voz de Claud era feroz y miraba fijamente a su esposa. -¡Tranquilo, tranquilo! -dijo Laura con cierto nerviosismo, asombrada por la expresión de su rostro. Por un instante, la había mirado como si la odiara. ¡Claud! Su marido, siempre tan amable y cortés, cuya devoción por ella era tan palpable. -¡Oh! Me he olvidado las gafas -dijo, sintiéndose confundida-. Iré arriba a cogerlas. No tardo ni dos minutos. Con esta débil excusa, volvió a subir arriba, dejando a su esposo de mal humor, con la vista fija en las gafas que ella misma había dejado ostensiblemente sobre la mesa. Regresó cinco minutos después. Al verla, Claud se dio cuenta de que, a pesar de haberse ruborizado, estaba muy pálida. -¿Qué pasa ahora ahí arriba? Volviéndole la espalda, Laura permaneció de cara al fuego de la chimenea. Habló con rapidez, en un tono de voz muy bajo, como si temiera escuchar sus propias palabras. -Al acercarme a la habitación de juego, escuché el gramófono. También creí oír el arrastrarse de unos pies bailando. Pero al abrir la puerta, no vi a nadie en la habitación. No me creerás, Claud, pero no había nadie en la habitación. ¡Nadie! Y, sin embargo, alguien acababa de poner un disco. Su título era Vamos, chicos y chicas, dejad a vuestros padres. Antes de encontrar el interruptor de la luz, tuve la sensación de que algo me rozaba muy ligeramente. Pero casi antes de que me diera cuenta de ello, se había marchado. ¡Oh, con tanta rapidez...! Fue como un ligero soplo de aire. Para asegurarme, me dirigí a las habitaciones de todas las doncellas, pensando que alguna de ellas podía haber puesto en marcha el gramófono... pero todas se habían acostado ya. Entonces, me dirigí a la habitación de Hyacinth. Tuve mucho cuidado para no despertarla en caso de que estuviera dormida, y me la encontré... sí, profundamente dormida. Pero mientras la miraba, escuché unos golpecitos en la ventana. Podría haber sido una rama. En cualquier caso, aquello la despertó. Saltó de la cama en un segundo, completamente despierta y con tal expresión de alegría y
  • 18. regocijo en su pequeño rostro... Entonces, me vio y pareció asustarse y entristecerse... sí, muy apenada por haberme visto. ¡Oh, Claud! ¡No pude soportar la mirada de su rostro cuando me vio! Las últimas palabras de Laura surgieron de ella como un grito y, como sí estuviera invocando contra no se sabía qué, se volvió hacia Claud con los brazos extendidos. -¡Condenación! -exclamó él, poniéndose en píe de un salto-. ¡Ya no puedo soportar más esto! Mira, Laura, querida, mañana mismo nos marcharemos de aquí. Es evidente que necesitas un cambio. Ya hemos estado aquí demasiado tiempo. Después de todo, no estás acostumbrada a permanecer siempre en un mismo lugar, como un árbol. Además, será muy divertido llevar a Hyacinth a Londres, ¿no crees? Laura, querida, dime que apruebas el plan. -Claro que me gustaría -murmuró Laura, refugiándose entre sus brazos. En la alegría de sentirse envuelta en su ternura, y de volver a estar en el nido de amor en el que se había sentido tan segura hasta hace tan poco, cualquier proposición le habría parecido bien. Siempre y cuando él continuara mirándola con aquella expresión tan apasionada en sus ojos, ¿qué importaba adónde fueran? Y, sin embargo, aún percibiendo la intensidad de su alivio, Laura se daba cuenta de la ironía en el deseo de su esposo: deseaba abandonar la casa que siempre había descrito casi como un paraíso terrenal. Se decidió que se marcharían al día siguiente, pero, al llegar la mañana, no pudieron llevar a cabo su propósito. Hyacinth se había torcido el tobillo y era incapaz de posar el pie en el suelo. Una vez enterada de la noticia, Laura acudió presurosa a la habitación de su hija. La encontró sentada en la cama. Tenía el rostro ligeramente ruborizado y parecía un poco atemorizada. -¡Pobre pequeña! Eso sí que es un contratiempo. ¿Cuándo ocurrió? -Lo siento, mamá -Hyacinth habló con precipitación y nerviosismo-. Pero me temo que he vuelto a ser una niña traviesa. No te enfades mucho conmigo, pero la pasada noche volví a salir y... -¿Saliste otra vez? ¡Oh, Hyacinth, querida! Me prometiste que no lo harías. -Lo siento, mamá, pero es que era una noche tan maravillosa... tan clara a la luz de la luna. Me hizo olvidar que no debía hacerlo y simplemente no pude decir que no. -Cuanto antes aprendas a decirte «no» a ti misma, tanto mejor. Ahora ya no podré confiar más en ti. Te has hecho daño, así que no te castigaré, pero no debes volver a hacer una cosa así, nunca más. De todos modos, ¿qué te ocurrió? ¿Cómo te hiciste daño tú misma? -Me caí. -¿Cómo? ¿Estabas corriendo? -No -contestó Hyacinth con recelo-. Estaba subiéndome a un árbol. -¿Subiendo a un árbol? ¡Por el amor de Dios! Te podrías haber roto la pierna y quedarte allí toda la noche. ¿Qué árbol fue? -El olmo grande. Ese en el que papá se hizo una casa cuando era pequeño. Se rompió una rama... -Bueno, has recibido lo que las niñeras llaman «un castigo de Dios». Así es que no te voy a decir nada más. Y ahora, quédate quieta hasta que venga el médico. Después de que el médico vendara el tobillo de Hyacinth, su madre fue a echarle un vistazo al olmo. Quedó aterrada al comprobar la altura a la que se encontraba la rama rota. Casi parecía un milagro el que la niña no se hubiera hecho más daño. Regresó a la casa para interrogarla. -¿No me irás a decir que te caíste desde donde se rompió esa rama, casi en la cima del árbol? -Sí, pero, ¿sabes?, al caer me golpeé con tantas ramas que, en realidad, sólo sentí el último golpe. -No tenía la menor idea de que pudieras subir tan alto. Seguramente no habrás podido subir tanto sin ayuda.
  • 19. -¡Oh, sí, lo hice! -gritó Hyacinth, en tono triunfante-. Y ella aún se subió más arriba, pero, claro, eso es porque sus piernas son un poco más largas que las mías. -¿Ella? ¿Quién es «ella»? Las mejillas de Hyacinth enrojecieron. Ocultando su rostro, echó los brazos alrededor del cuello de su madre. Después, la miró furtivamente y, echando un rápido vistazo por la habitación, se llevó el dedo índice a los labios. -No se lo digas a papá. ¡Oh, mamá!, por favor, no se lo digas -rogó en un tono de voz sobresaltado y anhelante. No quiso decir una sola palabra más. Después de aquel instante en el que descubrió un poco su secreto, todo su ser se encogió en el silencio. Al principio, su madre trató de sonsacarle una explicación, pero, alarmada por la excitación de su rostro teñido de rubor, controló la temperatura de la niña. Laura no dijo nada a su esposo sobre el extraño desliz de Hyacinth. «¿Ella subió aún más arriba?» ¿Cómo le podía decir una cosa así? Temía que su esposo volviera a dirigirse a ella de aquel modo insólito y agresivo tan impropio de él. Después de todo, una caída como aquélla debió suponer una conmoción considerable para su hija. Sin duda alguna, la niña no supo lo que estaba diciendo. Al día siguiente, Hyacinth parecía sentirse mejor y Laura emprendió un nuevo intento para sonsacarle algo sobre el accidente. Pero en cuanto hizo la primera pregunta, la boca de la niña dibujó una línea delgada y dura, y en sus ojos apareció una expresión que reflejaba un deseo de querer levantar un muro entre ella y su madre. Durante los días siguientes, la niña se mostró afectiva, pero, de algún modo, recelosa, y Laura se sintió extrañamente alejada de ella. Cada vez que hablaba con alguien, suspiraba por un cambio de escenario, mostrando su desilusión por el forzado retraso. En cuanto a Claud, aunque su actitud parecía ser ahora de una amabilidad más estable, también se sentía cada vez más deprimido. Laura estaba decidida a marcharse de allí a la primera oportunidad, pero, desgraciadamente, la herida de Hyacinth demostró ser mucho más seria de lo que había supuesto, y su tobillo tardó mucho tiempo en recuperarse. Ningún niño obligado a permanecer en cama dio nunca menos problemas. De hecho, parecía sentirse casi contenta, aunque de un modo muy poco espontáneo. Mientras su madre le leía algo en voz alta toda ella era amabilidad. Pero su actitud era bien la de quien está haciendo una concesión necesaria y espera con toda la paciencia que pueda reunir. En cuanto se cerraba el libro, su contento era evidente. Y cuando su madre se volvía, dispuesta a dejar la habitación, ella le saludaba agradecida con la mano, mientras le dirigía una mirada de alivio y una suspendida sonrisa de feliz expectación, al mismo tiempo que se incorporaba ligeramente sobre las almohadas. Aunque Laura trataba de no pensar en la impresión que la conducta de Hyacinth provocaba en ella, no podía conseguirlo del todo. En cierta ocasión, y abandonando su habitual autocontrol, preguntó, casi gritando: -¿Qué te pasa, Hyacinth? ¿Por qué siempre estás esperando... esperando a que me vaya? Sobre el sensible rostro de la niña apareció una mirada de temor. -¿Esperando? ¿Qué quieres decir, mamá? ¿Por qué crees que estoy esperando a que te marches? Después, en un intento poco hábil por soslayar el tema, comenzó a hablar de cosas sin importancia... los gatitos pequeños de la gata, el nuevo jardinero, el pony que había coceado al mozo de caballos... cualquier cosa que le venía a la cabeza. Notándose el corazón pesado y con una sensación de estar viviendo una situación absurda, Laura consintió en mantener la conversación con la niña cuyas confidencias había poseído por completo con anterioridad.
  • 20. Aunque Hyacinth estaba llena de extraños deseos, lo que a su madre le pareció más extraño fue su insistencia en que le trajeran a su habitación el caballo de cartón. -Pero, querida, ocupará mucho espacio. ¿Y de qué te va a servir si no lo puedes montar? Pero el rostro pálido de Hyacinth mostró un gesto de obstinación. -Lo quiero. Lo necesito -fue todo lo que pudo decir. Así pues, el viejo y estropeado caballo de cartón fue transportado a lo largo del pasillo y quedó con sus patas delanteras elevadas e inmóviles a los pies de la cama de la niña. Aquella noche, cuando Laura entró en la habitación. Hyacinth le lanzó una perceptible mirada de sobresalto y, volviéndose hacia su madre con una inquietud evidente, preguntó en tono quejoso: -Mamá, ¿no soy ya lo bastante mayor como para que las personas llamen a la puerta antes de entrar en mi habitación? Tú siempre me dices que debo llamar a la puerta antes de entrar en tu habitación. Extrañada y dolida al mismo tiempo, Laura miró a su hija, normalmente amable, dándose cuenta de que su preocupada mirada estaba posada sobre el caballo de cartón. Al mirar ella misma hacia allí, sus propios ojos se quedaron clavados en el juguete. ¿Eran ilusiones suyas, o estaba realmente balanceándose de forma ligera, casi imperceptible? -¿Te has levantado de la cama, Hyacinth? -¡Oh, no, mamá! ¿Por qué? -Pensé que habías vuelto a ser traviesa y te habías subido al caballo. Al llegar, creí que se estaba moviendo un poco, como si hubiera estado balanceándose antes y no hubiera tenido tiempo para detenerse del todo. Pero, desde luego, tiene que haber sido mi imaginación. Con una impaciencia que no deseaba demostrar, Hyacinth preguntó: -¿Me vas a leer ahora algo, mamá? -Sí, querida. Pero antes de empezar tengo que darte unas buenas noticias. El médico dice que te podrás levantar dentro de una semana, y al día siguiente te llevaremos a Londres. -¿Llevarme a Londres? La voz de Hyacinth parecía desmayada. -Sí, querida. ¿No crees que será divertido? Hyacinth estalló entonces en sollozos. -¡Oh, no, mamá! ¡No, no, no! Por favor, no me saquéis de aquí. ¡No puedo marcharme! ¡No sería justo! -¿Qué quieres decir con todo eso, niña? Pasarás una temporada muy bonita en Londres. Iremos al zoológico y al establecimiento de madame Tussaud y tomaremos helados de vainilla en el establecimiento de Gunther. Disfrutaremos de todas las diversiones que solía contarte en Nueva York. Los ojos de Hyacinth estaban hinchados por las lágrimas. -¡Oh, por favor, mamá! -imploró-. No me apartes de aquí. -Pero, querida, me agrada que te guste este sitio, pero no podrás permanecer aquí para siempre. Después será mucho más divertido regresar -Laura trató de suavizar la tensión de la niña-. Al fin y al cabo, patito, nuestro hogar no se va a mover de aquí por el hecho de que lo dejemos durante una temporada. Cuando volvamos, todo estará exactamente igual. -No lo sé, mamá -dijo Hyacinth, entre sollozos-. Eso nunca se sabe. Tengo miedo de marcharme. Además, no sería justo. -¿No sería justo? ¿Qué quieres decir? -preguntó Laura, ya completamente fuera de sí. -¡Oh! ¡No lo sé, mamá! Pero me siento tan feliz aquí. ¿Puedo quedarme? ¡Por favor, por favor, por favor!
  • 21. Viendo a Hyacinth tan sobreexcitada, Laura dijo con firmeza: -Ahora no sigamos hablando más del asunto. Después empezó a leer en voz alta, para unos oídos que se negaban a escucharla. Al día siguiente, Hyacinth parecía estar mucho más tranquila. Laura le dijo que su partida estaba prácticamente arreglada, y la niña hizo un evidente esfuerzo por aceptar lo inevitable con toda la paciencia posible, pero tenía un aspecto pálido y tenso y su actitud era mucho más melancólica de lo normal. -Parece como si estuviera tratando de reconciliarse -explicó Laura a su esposo. -¿Tratando de reconciliarse? ¡Qué frase más absurda! -exclamó él, riendo-. ¡Qué ideas tienes sobre esa niña! -No tengo ninguna idea sobre ella -dijo Laura, asombrada ante la vehemencia de su propia voz. Laura se pasó la mayor parte de la Nochebuena decorando un pequeño árbol para Hyacinth. Cuando, todo lleno de relucientes oropeles, nueces doradas y brillantes adornos, lo llevó a la habitación de Hyacinth, la niña aplaudió encantada. Laura dejó el árbol sobre la mesa, diciéndole que venía en seguida a encender las velas. Al regresar, quedó sorprendida al encontrar la habitación suavemente iluminada por la trémula luz de las pequeñas velas. Hyacinth parecía dormida, pero se sentó en la cama en cuanto se abrió la puerta. Al suponer que la niña había persuadido a Bessy, la doncella, para que le encendiera las velas, Laura se limitó a decir: -Bueno, después de todo lo que me ha costado, creo que al menos podrías haberme esperado. No importa. Y ahora vamos a poner los pequeños regalos. Sintiéndose avergonzada, Hyacinth señaló las figuras coloreadas de dos docenas de pequeños objetos. Su cama estaba cubierta de gorros de papel, pequeñas trompetillas y silbatos. -Lo siento, mamá, no pude esperar -murmuró-. Me gustan tanto las velas. Las llamas son muy divertidas, ¿verdad? ¿Puedo quedarme con algunos fuegos artificiales de los pequeños? ¡Por favor, mamá! ¡Me gusta tanto ver las llamas! -No sé. Creo que los fuegos artificiales son demasiado peligrosos. -¡Oh, no, mamá! ¡No lo son! Por favor, dime que puedo quedarme con algunos. ¡Ya sé! Le pediré a papá que me dé algunos. Me dijo que se lo pidiera cuando lo deseara. Laura se marchó, dispuesta a reprender a Bessy. -Tendría que haberme preguntado a mí antes de encender las velas del árbol de Navidad -le dijo, con severidad-. No ha sido muy prudente dejar a la señorita Hyacinth sola en la habitación, con todas esas velas encendidas. Siempre tiene que haber alguien cerca con una esponja húmeda. Me sorprende usted, Bessy. -No he encendido ninguna vela, señora -contestó la asombrada doncella-. No he estado en la habitación de la señorita Hyacinth desde hace por lo menos dos horas. Laura se apresuró a regresar a la habitación de Hyacinth. -No quiero regañarte el día de Nochebuena, pero ha sido una acción muy traviesa por tu parte levantarte de la cama para encender las velas, cuando sabes perfectamente que se te ha prohibido poner el pie en el suelo. Por otra parte, ¿no te parece bastante egoísta poner los regalos tú sola? -Lo siento, mamá -dijo la niña-. Lo siento tanto... Impetuosamente arrojó los brazos alrededor del cuello de su madre y la besó con rapidez y cariño, como solía hacer en los días en que estaba sola. Finalmente, el tobillo de Hyacinth estuvo lo bastante bien como para permitir a los Halyard hacer todos los preparativos para marcharse al día siguiente. Aquella noche, Claud tenía que cenar con un antiguo compañero de escuela que vivía a unos seis kilómetros de distancia. Antes de marcharse, subió a la habitación de Hyacinth para desearle las buenas noches. Su baúl, medio empacado, estaba abierto y ella se encontraba muy atareada, yendo de un lado a otro de la habitación. Echó a correr hacia él y le rodeó el cuello con sus brazos. -¡No me estropees la corbata! -gritó él.
  • 22. -¡No me importa tu corbata! -dijo ella, riendo-. ¡Oh, papá, querido papá! Gracias, muchas gracias por esa maravillosa caja de fuegos artificiales. ¿No te parecen magníficos? Mira esas maravillosas imágenes de la tapa. ¡Petardos, ruedas catalinas y todo! -¡Oh! Ya han llegado. Bueno, ya sabes que no debes tocarlos por nada del mundo. Te los encenderé la primera noche que volvamos a casa. Ahora, me los llevaré y los dejaré bien guardados en algún lugar seguro. -¡Oh! ¿No se pueden quedar aquí, papá? Me gusta mucho mirar los dibujos de la tapa. -Desde luego que no. No puedo estar seguro de que no los vayas a tocar. Hyacinth se ruborizó y puso mala cara. De pronto se volvió hacia la ventana. -¡Oh, mira, papá! -exclamó, señalando el cielo-. Mira la gran lechuza blanca. ¡Oh! ¡Qué maravillosa casquivana!... No, papá. No estás mirando hacia donde yo te señalo. ¿No la puedes ver? Ha volado ahora sobre la torre de la iglesia. ¡Allí! Pero, por mucho que miró, Claud no pudo ver la lechuza. Aún estaba intentando distinguirla, dejándose guiar por el dedo errático de Hyacinth cuando llegó el mayordomo, anunciándole que su coche estaba listo. -Bueno, no tengo más remedio que dejar tranquila a esa lechuza -dijo-. Mi amigo es un gran amante de la puntualidad. Y dando un beso a Hyacinth, que no hizo ningún esfuerzo por detenerle, se marchó rápidamente, olvidando por completo su regalo, la caja de fuegos artificiales, que quedó sobre la mesa. Cuando estaba a punto de subirse al coche escuchó una voz: -¡Hasta lueguito! Recordando entonces una de las habilidades de Hyacinth (podía imitar a una lechuza silbando a través de las manos), levantó la mirada, hacia la ventana. Sí, allí estaba, asomada al exterior, a la luz de la luna, con la cabeza brillante y el rostro rodeado por un extraño y mágico hálito. Claud quedó sorprendido por su belleza. -Vete a la cama, diablillo -le gritó. Hyacinth le saludó con sus delgados y blancos brazos. -Buenas noches, papá. iHasta mañana! Aunque hacía un frío cortante, la noche, tranquila y llena de estrellas, era tan hermosa que Claud decidió regresar a pie a casa. El y su amigo tenían muchas cosas que decirse, y cuando emprendió el camino de regreso ya era más de medianoche. Mientras caminaba a través de los campos helados, empezó a sentir la falta de su coche. El silencio, frío y claro, sólo se veía interrumpido por sus propios pasos, el canto ocasional de una lechuza, y el lejano ladrido de algún perro solitario. Se sintió demasiado solo en aquel mundo blanco y abandonado. El presente, en el que Claud siempre trataba de instalarse cómodamente, se alejaba y se desvanecía. Sin poder alguno para protegerle del pasado, se fue convirtiendo en una neblina que poco a poco se disolvía. Siendo un hombre afectado por un recuerdo, dependía del contacto con las cosas inmediatas y extrañas que le preocupaban, que debían atraer su atención lo suficiente como para que sus sentidos no se vieran asaltados por las visiones y los sonidos del pasado. Precisamente ahora, se sentía impulsado hacia el pasado, completamente indefenso, a pesar de todos los años transcurridos. Después de todo, ¿qué eran el espacio y el tiempo sino simples modos del pensamiento? No puede existir ninguna distancia artificial entre uno mismo y su experiencia. ¿De qué le había servido a él el llamado paso del tiempo? De nada. Claud Halyard había pagado muy duro su herencia. Aquella expresión tensa que sus amigos notaban en su rostro no se debía al esfuerzo por recordar, sino al esfuerzo por olvidar... por arrojar de su conciencia recuerdos que no le dejaban ningún respiro. Y si busco el olvido de una hora, acorto la estatura de mi alma.
  • 23. En la vida de Claud existía una hora de la que trataba de olvidarse desesperadamente. Por mucho que se esforzara, se veía ahora atrapado en aquella hora, forzado a revivir cada uno de sus angustiosos instantes. Se impuso a su presente, y todas las vivencias de los doce años transcurridos no tuvieron ningún poder para disminuir toda su intensidad... ¡Hacía doce años! Una noche en la que brillaba la luz de la luna y en la que, como ahora, se encontraba caminando, en dirección a Lichen Hall, el hogar de su niñez, el hogar que había obsesionado tanto su imaginación que lo había convertido en el centro del mundo entero. Tenía la sensación de que aquel amor debía justificar el derecho de propiedad, pero Lichen Hall no sería heredado por la línea masculina, y la muerte de su propietario, su hermano viudo y lisiado, haría que la propiedad pasara a manos de la única hija de éste, Daphne, quien, sin duda alguna, con el tiempo se casaría, transfiriendo así toda aquella belleza a personas extrañas. Meditando tristemente, llegó al borde del parque. De repente, algo le hizo salir de entre sus pensamientos. Quedó petrificado. ¡Qué sonidos tan extraños y terroríficos! ¡Dios! La campana de alarma de la gran torre estaba tocando... estaba tocando furiosamente. -¡Fuego! ¡Fuego! -escuchó gritar a alguien. Enfermo de terror, echó a correr hacia la casa. Se detuvo de pronto, horrorizado. Vio nubes de humo elevándose hacia el cielo. De una de las alas del edificio llegaron hasta él crujidos, y de la pequeña torreta que dominaba aquella parte, vio surgir llamaradas que se elevaban hacia la luna. Llegó al prado casi sin respiración. Los frenéticos sirvientes acababan de sacar a alguien de la casa. ¡Su hermano! Claud se abalanzó hacia él. Esforzándose por elevar su cuerpo paralizado, el hombre agonizante se agarró a Claud y, señalando hacia la casa, gritó: -¡Daphne! ¡Daphne! Claud captó todo el horror del instante. Los bomberos aún no habían llegado y su pequeña sobrina, que dormía en la torreta del ala incendiada, no había salido aún de la casa. Apenas se acababa de dar la alarma, pues sólo hacía unos pocos minutos que se habían despertado los criados. El fuego había adquirido grandes proporciones antes de que nadie se diera cuenta. Hasta el momento, sólo habían tenido tiempo para sacar de allí a su desamparado dueño. Confiaban en que la niña se habría despertado y habría huido por su propia cuenta. Esperaban hallarla por allí fuera, pero, ante su desesperación, no la pudieron encontrar por ningún lado. Lanzando gritos de aliento, Claud penetró en la casa. La escalera que conducía al ala incendiada ya estaba envuelta en un humo denso. Claud rompió una ventana y, respirando con dificultad, se abrió paso hacia arriba, llegando finalmente a la sofocante habitación, donde vio a Daphne en el suelo... cerca de la ventana. El humo la envolvía. Estaba inconsciente, pero aún respiraba. Había llegado a tiempo. Le resultaría bastante fácil cargar aquel cuerpo ligero sobre el hombro, bajar corriendo las escaleras y poner a salvo a la niña permitiéndole respirar el aire fresco. Claud se vio con claridad a sí mismo haciendo esto, y vio también la alegría en los ojos de su hermano. Pero, simultáneamente, en su mente se dibujó otra imagen. La niña abandonada allí, tal y como estaba... inconsciente, sin sufrir, sin horror alguno, sin saber nada, sin despertarse, ignorándolo todo... ¿Su propio futuro? ¿Lichen Hall? Su cuerpo parecía actuar sin consciencia, sin voluntad propia. Algo se apoderó de sus miembros. «¡Nunca decidí hacerlo! ¡Nunca lo decidí!» ¡Cuántas veces acudieron aquellas mismas palabras a su mente, después de aquel día! Tras reclinarse, elevó el cuerpo de su sobrina. El pelo rubio y quemado le rozó la mejilla. En un instante, escondió el cuerpo; lo dejó debajo de la cama. Después tuvo que bajar de nuevo las humeantes escaleras. Salió del edificio tosiendo.
  • 24. -¡No he podido encontrarla! -balbució ante las horrorizadas personas allí reunidas-. No está en la habitación. Tiene que haber salido. Su hermano lanzó un grito de desesperación. Dos minutos después llegó la brigada contra incendios. Claud se hizo cargo del control, dirigiendo a los bomberos para que buscaran a Daphne en cada una de las habitaciones del ala incendiada, excepto en la suya... en donde estaba la niña. Finalmente vio cómo el ardiente y destrozado techo de la torreta se desplomaba. El incendio no tardó en ser apagado. Se pudieron salvar todos los cuadros. El veredicto del juez fue: -Desgraciadamente, la pobre niña se refugió debajo de la cama y, por este motivo, su valiente tío fue incapaz de encontrarla. El padre de Daphne... ¡Dios, sus ojos! Una vez más, Claud revivió cada momento de aquella hora fatal, doce años antes. Temblando, chorreando sudor, regresó de nuevo al presente. Pero aún siguió viendo los ojos de su hermano. ¿Había amado él a su Daphne tanto como él amaba ahora a su Hyacinth? Ante este pensamiento, el corazón de Claud se contrajo, sintiéndose agonizar. Podía suponer que la había amado igual. ¿Por qué no? ¿No fue su sobrina tan encantadora, tan delicadamente dulce y joven como su hija? ¿Y su impaciencia? ¿Acaso su pequeña sobrina no le había querido igual? La «perfecta compañera de juego», como él solía llamarla. Aquella misma noche, se había despedido de ella, deseándole las buenas noches, en su pequeña cama. -Ya es hora de marcharse a dormir -le había dicho. -¡Oh, me molesta dormir! -trató de engatusarle, jugando con sus dedos sobre su mejilla, y pidiéndole que se quedara-. Si apenas he tenido tiempo para jugar. Una vez más, sintió el ligero peso en sus brazos, el pequeño cuerpo inconsciente que habría podido revivir con tanta facilidad para alimentar su ávido espíritu, para dar la bienvenida a la vida que tanto amaba. -¡Si casi no he tenido tiempo para jugar! La mente de Claud regresó del pasado al presente, volvió después al pasado y regresó de nuevo al presente... «¡Si casi no he tenido tiempo para jugar!» ¿Y el caballo de cartón, moviéndose, sin ningún jinete? ¿Y Hyacinth haciendo salidas nocturnas, ella sola? ¿Y los extraños impulsos de su esposa? ¿Jugando al escondite?... Todas estas preguntas cruzaron por su pensamiento. Se encontraba ahora cerca de la casa, casi en el hogar, con Laura y Hyacinth, y mañana por la noche, los tres estarían muy lejos de allí. Pero, entretanto, se sentía tan subyugado por los viejos recuerdos de hace doce años, que le parecía escuchar realmente aquel terrible sonido de la campana de alarma y gritos de «¡Fuego! ¡Fuego!». ¡Dios! ¡Qué reales, qué fuera de sí mismo parecían sonar aquellos ruidos! ¡Pero aquello sólo era el pasado! ¿Acaso estaba perdiendo la capacidad de sus sentidos? Aquel camino le podría conducir a la locura. Tenía que marcharse de allí... abandonar la casa... regresar a América. Los sonidos eran insistentes en sus oídos... y se hicieron más fuertes. Cada vez más fuertes. La ilusión era completa. ¡Dios! ¿No serían verdaderos? ¿No se estarían produciendo realmente ahora? Al doblar la esquina que dejaba la casa a la vista, Claud se detuvo, mirando fijamente. ¡Sí, era cierto! El presente y el pasado se habían unido. La campana -aquel sonar alocado-; sus sonidos eran actuales. ¡Estaban sonando ahora! Habían pasado doce años, pero Lichen Hall se había incendiado de nuevo... furiosamente. ¿Cómo podía el fuego haber adquirido tales proporciones? Se habían instalado en la casa los medios más modernos para extinguir cualquier incendio. Claud echó a correr. Subió la colina y llegó al prado. En esta ocasión era la otra ala del edificio la que se había incendiado, la occidental, en la que él, Laura y Hyacinth
  • 25. dormían. El piso superior ya se había convertido en una furiosa llamarada. Una multitud miraba hacia arriba, con las caras pálidas, enrojecidas por el resplandor del fuego. Aquella mujer que gritaba, tratando desesperadamente de librarse de los brazos que la sujetaban... ¿podía ser su propia esposa? De una forma inconexa, y a través de varias voces, Claud se enteró de la situación. El suministro de agua se había helado, y todas las tuberías estaban inutilizadas. Los hilos del teléfono se habían cortado, pero alguien había salido en coche para avisar a los bomberos. Debían llegar en cualquier momento. Mientras, la niña... su hija... seguía arriba... y no se podía pasar por la escalera de madera. Se había incendiado antes de que nadie se diera cuenta de lo que ocurría. Su esposa no se había acostado aún y, como sólo la familia vivía en aquella parte del edificio, no había nadie más allí. La niña estaba arriba completamente sola, atrapada en aquel horror en llamas, y ni con la escalera más larga se podía llegar a la ventana de su habitación. ¿Una segunda escalera? Sí, estaban tratando de atar con cuerdas dos escaleras, y varios hombres se habían ofrecido ya para subir. No. Claud insistió en subir él mismo. ¡Gracias a Dios! Ahora, las dos escaleras estaban unidas con suficiente seguridad. Aún había tiempo, aunque no se podía perder ni un segundo. El techo no tardaría en desplomarse. La escalera fue colocada contra la pared, bajo la habitación de Hyacinth. Los pies de Claud se encontraban ya en el segundo tramo cuando algo atraco su atención. En la ventana, la tercera a la derecha de aquella hacia la que él subía, vio aparecer a una niña. La ventana estaba abierta y sus largos y blancos brazos se extendían hacia el exterior, brillándole la cabeza a la luz de las llamas. -¡Muevan la escalera, rápido! -gritó Claud--. No está en su habitación. Está en la habitación de juego. ¡Ahí! ¡Al otro lado! ¿Es que no la veis? ¡Allí, asomándose por la ventana! Nadie vio nada, pero le obedecieron ciegamente. Algunos hombres se adelantaron y unos brazos ansiosos cumplieron sus órdenes. La escalera fue trasladada bajo la ventana señalada por Claud. Sonaron unos gritos. Claud siguió subiendo, subiendo... Ya cerca de la cúspide, elevó la cabeza y se encontró mirando directamente el rostro sonriente de la niña que había perecido entre las llamas doce años antes. Mientras miraba, petrificado, la encantadora sonrisa, el rostro se difuminó y desapareció. Allí no había nadie. Después de lanzar un grito, que ninguno de los que estaban abajo olvidaría jamás, Claud volvió a bajar la escalera con toda rapidez. -¡La otra ventana! -balbució-, ¡De nuevo a la otra ventana! Con una increíble rapidez, la escalera fue llevada bajo la otra ventana. Pero no con la rapidez suficiente. Los pocos minutos de retraso fueron fatales. En el instante en que los coches de bomberos enfilaban el camino de entrada a la casa, el techo se desplomó. Una vez más, se salvaron todos los cuadros y se recuperó un pequeño cuerpo.
  • 26. FINGIDA ERA LA ARBOLEDA Henry Kuttner No vale la pena intentar describir ni Unthahorsten ni lo que le rodeaba porque, por un lado, había transcurrido su buen millón de años desde 1942 Anno Domini, mientras que, por otra parte, Unthahorsten no estaba en la Tierra, técnicamente hablando. Se hallaba en el equivalente de permanecer en el equivalente de un laboratorio. Se estaba preparando para comprobar el funcionamiento de su máquina del tiempo. Después de conectar la energía, Unthahorsten se dio cuenta de pronto de que la Caja estaba vacía, lo cual no la haría funcionar. El instrumento necesitaba un control, un sólido tridimensional que reaccionara a las condiciones de otra edad. De otro modo, a la vuelta de la máquina, Unthahorsten no podría decir dónde y cuándo había estado. Mientras que, con un sólido en la Caja, éste se vería sujeto automáticamente a la entropía y al bombardeo de rayos cósmicos de la otra era y, cuando la máquina regresara, Unthahorsten podría medir los cambios, tanto cualitativos como cuantitativos. Entonces, los Calculadores se podrían poner a trabajar y terminarían por decirle a Unthahorsten que la Caja había visitado brevemente una época 1.000.000 Anno Domini, 1.000 Anno Domini, o 1 Anno Domini, fuera cual fuese. No es que eso importara, excepto para Unthahorsten. Pero él era infantil en muchos aspectos. Había poco tiempo que perder. La Caja empezaba a brillar y a estremecerse. Unthahorsten miró rápidamente a su alrededor y se lanzó rápidamente hacia la habitación contigua, acercándose a un arcón de almacenamiento que allí había. Salió con las manos llenas de cosas de aspecto muy peculiar. Eran algunos de los juguetes desechados por su hijo Snowen, que el chico había traído consigo cuando llegó desde la Tierra, tras haber dominado la técnica necesaria. Bueno, Snowen ya no necesitaba más aquellos trastos viejos. Estaba condicionado, y comenzaba a desinteresarse por las cosas infantiles. Además, aunque la esposa de Unthahorsten conservara los juguetes por razones sentimentales, el experimento era mucho más importante. Unthahorsten salió de la habitación y amontonó los juguetes en el interior de la Caja, cerrándola justo en el instante en que se encendía la señal de advertencia. La Caja desapareció. La forma en que se fue hizo que a Unthahorsten le dolieran los ojos. Esperó. Y esperó. Después abandonó y construyó otra máquina del tiempo con resultados idénticos. Snowen no se extraño ante la pérdida de sus viejos juguetes, ni tampoco su madre, de modo que Unthahorsten limpió el arcón y amontonó el resto de las reliquias infantiles de su hijo en la segunda Caja del tiempo. De acuerdo con sus cálculos, ésta tendría que haber aparecido en la Tierra durante la última parte del siglo diecinueve Anno Domini. Si era eso lo que había ocurrido realmente, el instrumento debía estar allí. Disgustado, Unthahorsten decidió no construir ninguna máquina del tiempo más. Pero el daño ya había sido hecho. Había dos de ellas y la primera... Scott Paradine la encontró mientras hacía novillos en la escuela elemental Glendale. Aquel día tenían un examen de geografía, y Scott no veía ningún sentido en memorizar nombres de lugares.... lo que en 1942 era una teoría muy avanzada. Además, hacía uno de esos cálidos días de primavera, con una brisa ligeramente fresca, que invitaba a un chico a permanecer echado en un campo y mirar fijamente las nubes ocasionales que pasaban sobre él, hasta quedarse dormido. ¡Al diablo con la geografía! Scott se quedó medio dormido. Hacia el mediodía, sintió hambre, así es que sus fuertes y delgadas piernas le llevaron hasta una tienda cercana. Allí, invirtió su pequeño tesoro con un cuidado miserable y una desconsideración sublime para con sus jugos gástricos. Bajó al arroyuelo para comer.
  • 27. Una vez terminada su provisión de queso, chocolate y pasteles, y después de vaciar la pequeña botella de soda hasta la última gota, Scott se dedicó a recoger renacuajos y a estudiarlos con una considerable dosis de curiosidad científica. Pero no perseveró mucho en su tarea. Algo cayó rodando por la ribera y se introdujo en un barrizal, junto al agua. Scott, echando una cautelosa mirada a su alrededor, se acercó para investigar. Se trataba de una caja. En realidad, se trataba de la Caja. El artilugio atado a ella significaba muy poco para Scott, aunque se preguntó por qué tendría aquel aspecto de metal fundido y quemado. Lo consideró con serenidad. Utilizando su navaja, se afanó y probó, mientras la punta de su lengua se asomaba por una esquina de su boca... Hmmm. No había nadie por los alrededores. ¿De dónde habría llegado aquella caja? Alguien tendría que haberla dejado allí y la tierra, al removerse, la habría hecho rodar hacia abajo desde su posición inicial. -Esto es una hélice -decidió Scott, bastante erróneamente. Tenía un aspecto helicoidal a causa de la deformación dimensional que se apreciaba, pero no era una hélice. Si el objeto hubiera sido un modelo de aeroplano, habría tenido muy pocos misterios para Scott, independientemente de lo complicado que pudiera haber sido. Pero tal y como estaban las cosas, se le planteaba un problema. Algo le decía a Scott que aquel objeto era algo mucho más complicado que el motor que había desmontado con habilidad el pasado viernes. Pero ningún chico ha dejado nunca una caja cerrada, a menos que se le obligara por la fuerza a hacerlo así. Scott probó con más ahínco. Los ángulos de este objeto eran muy curiosos. Probablemente se había producido un cortocircuito. Eso lo explicaba... ¡vaya! La navaja resbaló. Scott se chupó el pulgar y dio rienda suelta a las blasfemias que conocía. Quizá fuera una caja de música. Scott no tenía por qué sentirse deprimido. Aquel artilugio hubiera dado más de un dolor de cabeza al propio Einstein y hubiera vuelto loco a un Steinmetz. Naturalmente, el problema consistía en que la caja aún no había penetrado por completo en el continuum espacio-tiempo en el que Scott existía, por lo que, en consecuencia, no podía ser abierta. En cualquier caso, no hasta que Scott utilizara una piedra adecuada para martillear la especie de hélice helicoidal hasta situarla en una posición más conveniente. La golpeó, en efecto, desde su punto de contacto con la cuarta dimensión, liberando la torsión espacio-tiempo que había estado manteniéndola. Se produjo un chasquido. La caja se sacudió ligeramente y quedó inmóvil. Dejó de ser sólo parcialmente existente. Entonces, Scott pudo abrirla con facilidad. El suave casquete de tejido fue lo primero que llamó su atención, pero no tardó en descartarlo sin mucho interés. Sólo era una gorra. A su lado había un bloque de cristal cuadrado y transparente, lo bastante pequeño como para caber en la palma de su mano... demasiado pequeño para contener el laberinto de aparatos que había en su interior. Scott solucionó aquel problema en un momento. El cristal era una especie de cristal cóncavo, que aumentaba considerablemente el tamaño de las cosas situadas en el interior del bloque. Se trataba, de todos modos, de cosas bastante extrañas. Gente en miniatura, por ejemplo... Se movían. Como autómatas de relojería, aunque de forma mucho más suave. Era como estar observando una obra de teatro. Scott se interesó por sus ropas, pero quedó aún más fascinado por sus acciones. Los seres diminutos estaban construyendo hábilmente una casa. Scott habría deseado que se produjera un incendio para ver cómo se las arreglaba aquella gente para apagarlo. Las llamas se elevaron de la semiterminada estructura. Los autómatas, utilizando una gran cantidad de extraños aparatos, extinguieron el fuego.
  • 28. Scott no tardó mucho tiempo en comprender. Pero se sentía un poco preocupado. Los maniquíes obedecerían sus pensamientos. En cuanto lo descubrió, se sintió asustado, y arrojó el cubo lejos de sí. Pero cuando ya estaba a medio camino del terraplén, lo pensó mejor y volvió. El bloque de cristal estaba parcialmente en el agua, brillando al sol. Era un juguete. Scott lo percibió así con el inequívoco instinto de un niño. Pero no lo recogió inmediatamente. En lugar de hacerlo así, regresó a donde se encontraba la caja e investigó el resto de su contenido. Encontró algunas cosas realmente notables. La tarde transcurrió con demasiada rapidez. Finalmente, Scott colocó los juguetes en la caja y se encaminó hacia su casa, gruñendo y bufando. Cuando llegó ante la puerta de la cocina tenía el rostro encendido. Ocultó su descubrimiento en el fondo del armario de su propia habitación, en el piso de arriba. En cuanto al cubo de cristal, se lo metió en el bolsillo, donde ya tenía un cordel, un rollo de alambre, dos peniques, un trozo de papel de estaño, un mugriento sello de la Defensa y un pedazo de feldespato. Emma, la hermana de Scott, de dos años de edad, se asomó, tambaleándose sobre sus pies, y le saludó. -Hola, babosa -le saludó Scott, desde la suficiencia de sus siete años y varios meses. Llamaba a Emma con los nombres más raros, pero ella no conocía la diferencia. Pequeña, rolliza y de ojos muy abiertos, se dejó caer sobre la alfombra y se quedó mirando tristemente sus zapatos. -¿Me atas, Scotty, pó favo? -Sapo -le dijo Scott con amabilidad, pero le ató los cordones-. ¿Sabes si ya está preparada la cena? -preguntó. Emma asintió con un gesto de cabeza. -Veamos tus manos. Para variar, estaban razonablemente limpias, aunque probablemente no asépticas. Scott observó pensativo sus propias manos y, con una mueca, se dirigió al cuarto de baño, donde se lavó superficialmente. Los renacuajos habían dejado sus huellas. Dennis Paradme y su esposa Jane estaban en la sala de estar de la planta baja tomando un cóctel antes de cenar. El era un hombre de edad media y aspecto juvenil, con el pelo algo encanecido, el rostro delgado y la boca prominente; enseñaba filosofía en la Universidad. Jane era pequeña, esbelta, morena y muy bonita. Después de sorber el martini, preguntó: -Zapatos nuevos. ¿Te gustan? -Aquí se va a cometer un crimen -dijo Paradine con aire ausente-. ¿Eh? ¿Zapatos? No, ahora no. Espera a que haya terminado esto. He tenido un día muy agitado. -¿Exámenes? -Sí. Esa condenada juventud que aspira en vano a llegar a la madurez. Espero que se mueran y tengan la peor de las agonías. ¡Insh' Allahí! -Quiero la aceituna -pidió Jane. -Ya lo sé -dijo Paradine resignado-. Hace ya muchos años que no he podido probar ni una. Quiero decir, en un martini. Aunque te ponga seis en la copa, no quedas satisfecha. -Quiero la tuya. Sangre de hermano. Es por ese simbolismo por lo que la quiero. Paradine observó a su esposa con una mirada siniestra y cruzó sus largas piernas. -Hablas como uno de mis estudiantes. -¿Cómo esa pícara de Betty Dawson, quizá? -preguntó Jane, mientras mostraba agresivamente sus uñas-. ¿Aún te mira de ese modo tan impúdico y descarado? -Sí, aún lo hace. Esa muchacha tiene un verdadero problema psicológico. Afortunadamente, no es hija mía. Si lo fuera... -Paradine asintió significativamente-. Obsesiones sexuales y demasiadas películas. Creo que aún cree poder conseguir un aprobado enseñándome las piernas que, por otra parte, son bastante huesudas.