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LA DAMA DEL ÓMNIBUS
NELSON RODRIGUES
A las diez de la noche, bajo la lluvia, Carlinhos fue y golpeó a la casa del padre. El viejo, que andaba con la
presión por el piso, nunca tan mal de salud, se pegó un susto:
— Pero mi hijo, ¡a esta hora!
Y él, desplomándose en el sillón, con un suspiro profundísimo:
— Ya ve, padre. Ya ve.
— ¿Como está Solange? – preguntó el dueño de casa. Carlinhos se incorporó; fue hasta la ventana a espiar el
jardín a través del vidrio. Cuando volvió y se sentó de nuevo, tiró la bomba:
— Padre, desconfío de mi mujer.
Entrada en pánico del viejo:
— ¿De Solange? ¿Pero te volviste loco? ¿Qué cretinada es ésa?
El hijo rió de amargura:
— Ojalá fuera cretinada, papá. Pero me anduve enterando de unas cosas… Créame que ya no es la misma,
cambió mucho.
Entonces el viejo, que adoraba a su nuera, que se la figuraba por encima de cualquier duda, de cualquier
sospecha, tuvo un arranque explosivo:
– ¡Corto ya mismo con usted! ¡Rompo relaciones! ¡No le paso un centavo más!
Y patéticamente, abriendo los brazos al cielo, exclamó:
— ¡Dónde se ha visto! ¡Dudar de Solange!
El hijo ya había ganado la puerta. Dispuesto a salir, todavía dijo:
— Si se confirma lo que sospecho, padre, a mi mujer la mato. Por la luz que me ilumina se lo digo: ¡la mato!
La sospecha
Casados hacía dos años, eran muy felices. Los dos de buena familia. El padre de él, viudo y general próximo a
pasar a retiro, tenía una dignidad de estatua; del otro lado, de Solange, había de todo: médicos, abogados,
banqueros y hasta un ministro nacional. Lo que se decía de ella en cualquier parte es que era “un amor”; los
más entusiastas y taxativos lo ponían así: “Es un dulce de coco”. Sus gestos, sus movimientos, la misma gracia
de su figura le daban un no sé qué de extraterrenal. El viejo y diabético militar podía poner las manos en el
fuego por la nuera. Cualquiera era capaz de lo mismo. Y aun así… Aquella misma noche de aguacero ocurría
que el matrimonio cenaba en casa con un amigo de infancia de ambos, Assunção. Era de esos amigos que
entran por la cocina, que invaden los cuartos en una intimidad absoluta. A mitad de la cena tiene lugar una
pequeña fatalidad: cae al piso la servilleta de Carlinhos. Éste se curva para alcanzarla y entonces ve, debajo de
la mesa, apenas lo siguiente: los pies de Solange encima de los de Assunção, o viceversa. Carlinhos levantó la
servilleta y retomó la conversación de tres. Pero ya no era el mismo. Hizo esta exclamación para sus adentros:
“¡Esto sí que tiene gracia!”. La angustia se anticipó al raciocinio. Y ya estaba sufriendo antes de crear la
sospecha, de formularla. Lo que había visto, a fin de cuentas, parecía poco. Aun así esa mezcla de pies, de
zapatos, adoptaba en su amargura la dimensión de un contacto asqueroso. Ni bien el amigo se despedía, él ya
iba corriendo a la casa paterna para el primer desahogo. Al otro día, por la mañana, lo tenía al padre en su
propia casa:
— A ver… ¿Qué es lo que pasó? ¡Vamos!
El hijo habló. Y el general hizo un escándalo:
– ¡Pero aprenda de una vez! ¡Vergüenza debería darle! ¡A su edad y con esas pavadas!
Fue un verdadero sermón. Para sacar al muchacho de su obsesión, el militar condescendió a hacerle una
confidencia:
– Hijo, ese asunto de los celos es una calamidad. Te digo una cosa: ¡yo tuve celos de tu madre! Llegué al punto
de que hubiera apostado los sesos a que ella me metía los cuernos. ¡Dónde se vio que algo así sea posible!
La certeza
Mientras tanto, la certeza de Carlinhos ignoraba toda dependencia de hechos objetivos. Estaba instalada en él.
¿Qué era lo que había visto? Tal vez muy poco; o sea, un poseerse uno al otro, bajo la mesa, de dos pares de
pies. Nadie mete los cuernos con los pies, evidentemente. Pero de cualquier manera él estaba “seguro”. Tres
días más tarde ocurre el encuentro casual con Assunção en una calle del centro. El amigo, dicharachero, hace
este anuncio:
— Ayer viajé en el autobús con tu mujer.
Mintió sin motivo:
— Sí, me contó.
En casa, después del beso en la mejilla, estaba preguntando:
— ¿Lo viste a Assunção?
Y ella, que se ponía esmalte en las uñas:
— No, no lo volví a ver más.
— ¿Ayer tampoco?
— Tampoco. ¿Por qué iba a verlo ayer?
— Por nada.
Carlinhos no dijo una sola palabra más; demacrado, fue hasta el despacho, buscó el revólver y lo guardó en el
bolsillo. ¡Solange había mentido! Era otro indicio que él veía de su infidelidad. La adúltera precisa hasta de
mentiras innecesarias. Volvió al salón; le pidió a su mujer que lo siguiera al despacho:
— ¿Podrías venir un minuto, Solange?
— Ahí voy, querido.
Bramó:
— ¡Ahora!
Asombrada, Solange le hizo caso. Y fue entrar ella, que Carlitos cerraba la puerta con llave. Y más todavía:
ponía el revólver sobre la mesa. Cruzado de brazos frente a la mujer atónita, le dijo de todo. Pero no alzó la voz
ni hizo ningún gesto:
— No sirve de nada que lo niegues, yo ya lo sé todo. ¡Todo!
Y ella, recostada contra la pared, preguntaba:
— ¿Que niegue qué cosa, criatura? ¿Qué es este asunto?
Le gritó en la cara tres veces la palabra ¡cínica! Fraguó que la había hecho seguir por un detective privado; que
todos sus movimientos eran espiados religiosamente. Hasta entonces no había mencionado al amante, como si
supiera todo menos la identidad del canalla. Recién al final, manoteando el arma, redondeó:
— Voy a matar a ese perro de Assunção! ¡Un animal de esa raza no merece estar vivo!
La mujer, pasiva hasta entonces y apenas asombrada, se abrazó al marido gritando:
— ¡No, él no!
Contenido por la mujer, trató de soltarse con un empujón salvaje. Pero ella lo dejó inmóvil con su grito:
— ¡No fue el único! ¡Hay otros!
La dama del ómnibus
Sin excitarse, con intensa calma, fue hablando. Se cumplía el primer mes de casados cuando empezó a salir
todas las tardes y a tomar el primer ómnibus que pasara. Se sentaba siempre al lado de un caballero. Podía ser
viejo, joven, feo, apuesto, y cierta vez –fue hasta interesante– por compañero le tocó un mecánico que,
enfundado en su overol azul, bajaba unas cuadras más adelante. El marido, postrado en la silla, la cabeza entre
las manos, hizo la pánica pregunta:
— ¿Un mecánico?
Solange, en su estilo objetivo y casto, confirmó:
— Sí.
Mecánico y desconocido: apenas había pasado una parada que ella ya le daba un golpecito con el codo al
muchacho: “Yo bajo con usted”. Al pobre diablo le había entrado flor de susto ante esa pasajera tan fina además
de linda. Bajaron juntos: esa aventura inverosímil fue la primera, el punto de partida para muchas otras. Un
cierto tiempo después los choferes de ómnibus la identificaban a distancia, y hubo uno que fingió un desperfecto
para acompañarla. Pero esos anónimos, que pasaban sin dejar vestigio, lo amargaban menos al marido. Se
hinchaba de furia en su silla por los conocidos. Además de Assunção, ¿quién más?
Dio inicio el relatorio de nombres: Fulano, Mengano, Zutano… Carlinhos bramó: “¡Basta” ¡Hasta acá!”. Y en voz
alta y melancólica amplió el cuadro:
— ¡Medio Río de Janeiro, sí, señor!
Su furor se había extinguido. De haber sido uno solo, de haber sido Assunção nomás, ¡pero eran tantos! No iba
a poder salir por la ciudad a cazar amantes. Ella insistió en detallar que cada día, prácticamente a la misma
hora, precisaba huir de casa y subirse al primer ómnibus. El marido la miraba, pasmado de encontrarla
hermosa, intacta, inmaculada. ¿Cómo es posible que ciertos sentimientos y acciones no exhalen mal olor?
Solange se aferró a él; balbuceaba: “¡No soy culpable! ¡No tengo la culpa!”. Y había, de hecho, en lo más íntimo
de su alma, una inocencia infinita. Se diría que era otra la que se entregaba y no ella. Súbitamente, el marido le
pasó las manos por las caderas: – “¡Sin bombacha! ¡Ahora se te da por andar sin bombacha, yegua!”. La
empujó con una palabrota; siguió hacia el dormitorio; se detuvo en la puerta para decir:
— Morí para el mundo.
El difunto
Entró al dormitorio, se acostó en la cama vestido de saco, camisa, corbata, mocasines. Juntó bien los pies,
entrelazó las manos a la altura del pecho, y así quedó. Algo más tarde apareció la mujer a la puerta. Durante
unos segundos permaneció muda e inmóvil en una contemplación fascinada. Terminó murmurando:
— La cena está servida.
Él, sin moverse, respondió:
— Por última vez: morí. Estoy muerto.
La otra no insistió. Dejó el cuarto, fue a decirle a la empleada que levantara la mesa y que ya no iban a hacerse
más comidas en la casa. Enseguida volvió, se quedó en el dormitorio. Tomó un rosario, se sentó frente a la
cama: aceptaba la muerte de su marido como tal, y fue en tanto viuda que rezó. Después de lo que ella misma
venía haciendo en los ómnibus, ya nada la asombraba. Pasó la noche en vilo en el cuarto. Al día siguiente, la
misma escena. Recién salió a la tarde, para su escapada delirante en ómnibus. Volvió algunas horas después.
Buscó el rosario, tomó asiento y prosiguió con el velorio del marido.

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  • 1. LA DAMA DEL ÓMNIBUS NELSON RODRIGUES A las diez de la noche, bajo la lluvia, Carlinhos fue y golpeó a la casa del padre. El viejo, que andaba con la presión por el piso, nunca tan mal de salud, se pegó un susto: — Pero mi hijo, ¡a esta hora! Y él, desplomándose en el sillón, con un suspiro profundísimo: — Ya ve, padre. Ya ve. — ¿Como está Solange? – preguntó el dueño de casa. Carlinhos se incorporó; fue hasta la ventana a espiar el jardín a través del vidrio. Cuando volvió y se sentó de nuevo, tiró la bomba: — Padre, desconfío de mi mujer. Entrada en pánico del viejo: — ¿De Solange? ¿Pero te volviste loco? ¿Qué cretinada es ésa? El hijo rió de amargura: — Ojalá fuera cretinada, papá. Pero me anduve enterando de unas cosas… Créame que ya no es la misma, cambió mucho. Entonces el viejo, que adoraba a su nuera, que se la figuraba por encima de cualquier duda, de cualquier sospecha, tuvo un arranque explosivo: – ¡Corto ya mismo con usted! ¡Rompo relaciones! ¡No le paso un centavo más! Y patéticamente, abriendo los brazos al cielo, exclamó: — ¡Dónde se ha visto! ¡Dudar de Solange! El hijo ya había ganado la puerta. Dispuesto a salir, todavía dijo: — Si se confirma lo que sospecho, padre, a mi mujer la mato. Por la luz que me ilumina se lo digo: ¡la mato! La sospecha Casados hacía dos años, eran muy felices. Los dos de buena familia. El padre de él, viudo y general próximo a pasar a retiro, tenía una dignidad de estatua; del otro lado, de Solange, había de todo: médicos, abogados, banqueros y hasta un ministro nacional. Lo que se decía de ella en cualquier parte es que era “un amor”; los más entusiastas y taxativos lo ponían así: “Es un dulce de coco”. Sus gestos, sus movimientos, la misma gracia de su figura le daban un no sé qué de extraterrenal. El viejo y diabético militar podía poner las manos en el fuego por la nuera. Cualquiera era capaz de lo mismo. Y aun así… Aquella misma noche de aguacero ocurría que el matrimonio cenaba en casa con un amigo de infancia de ambos, Assunção. Era de esos amigos que entran por la cocina, que invaden los cuartos en una intimidad absoluta. A mitad de la cena tiene lugar una pequeña fatalidad: cae al piso la servilleta de Carlinhos. Éste se curva para alcanzarla y entonces ve, debajo de la mesa, apenas lo siguiente: los pies de Solange encima de los de Assunção, o viceversa. Carlinhos levantó la
  • 2. servilleta y retomó la conversación de tres. Pero ya no era el mismo. Hizo esta exclamación para sus adentros: “¡Esto sí que tiene gracia!”. La angustia se anticipó al raciocinio. Y ya estaba sufriendo antes de crear la sospecha, de formularla. Lo que había visto, a fin de cuentas, parecía poco. Aun así esa mezcla de pies, de zapatos, adoptaba en su amargura la dimensión de un contacto asqueroso. Ni bien el amigo se despedía, él ya iba corriendo a la casa paterna para el primer desahogo. Al otro día, por la mañana, lo tenía al padre en su propia casa: — A ver… ¿Qué es lo que pasó? ¡Vamos! El hijo habló. Y el general hizo un escándalo: – ¡Pero aprenda de una vez! ¡Vergüenza debería darle! ¡A su edad y con esas pavadas! Fue un verdadero sermón. Para sacar al muchacho de su obsesión, el militar condescendió a hacerle una confidencia: – Hijo, ese asunto de los celos es una calamidad. Te digo una cosa: ¡yo tuve celos de tu madre! Llegué al punto de que hubiera apostado los sesos a que ella me metía los cuernos. ¡Dónde se vio que algo así sea posible! La certeza Mientras tanto, la certeza de Carlinhos ignoraba toda dependencia de hechos objetivos. Estaba instalada en él. ¿Qué era lo que había visto? Tal vez muy poco; o sea, un poseerse uno al otro, bajo la mesa, de dos pares de pies. Nadie mete los cuernos con los pies, evidentemente. Pero de cualquier manera él estaba “seguro”. Tres días más tarde ocurre el encuentro casual con Assunção en una calle del centro. El amigo, dicharachero, hace este anuncio: — Ayer viajé en el autobús con tu mujer. Mintió sin motivo: — Sí, me contó. En casa, después del beso en la mejilla, estaba preguntando: — ¿Lo viste a Assunção? Y ella, que se ponía esmalte en las uñas: — No, no lo volví a ver más. — ¿Ayer tampoco? — Tampoco. ¿Por qué iba a verlo ayer? — Por nada. Carlinhos no dijo una sola palabra más; demacrado, fue hasta el despacho, buscó el revólver y lo guardó en el bolsillo. ¡Solange había mentido! Era otro indicio que él veía de su infidelidad. La adúltera precisa hasta de mentiras innecesarias. Volvió al salón; le pidió a su mujer que lo siguiera al despacho: — ¿Podrías venir un minuto, Solange?
  • 3. — Ahí voy, querido. Bramó: — ¡Ahora! Asombrada, Solange le hizo caso. Y fue entrar ella, que Carlitos cerraba la puerta con llave. Y más todavía: ponía el revólver sobre la mesa. Cruzado de brazos frente a la mujer atónita, le dijo de todo. Pero no alzó la voz ni hizo ningún gesto: — No sirve de nada que lo niegues, yo ya lo sé todo. ¡Todo! Y ella, recostada contra la pared, preguntaba: — ¿Que niegue qué cosa, criatura? ¿Qué es este asunto? Le gritó en la cara tres veces la palabra ¡cínica! Fraguó que la había hecho seguir por un detective privado; que todos sus movimientos eran espiados religiosamente. Hasta entonces no había mencionado al amante, como si supiera todo menos la identidad del canalla. Recién al final, manoteando el arma, redondeó: — Voy a matar a ese perro de Assunção! ¡Un animal de esa raza no merece estar vivo! La mujer, pasiva hasta entonces y apenas asombrada, se abrazó al marido gritando: — ¡No, él no! Contenido por la mujer, trató de soltarse con un empujón salvaje. Pero ella lo dejó inmóvil con su grito: — ¡No fue el único! ¡Hay otros! La dama del ómnibus Sin excitarse, con intensa calma, fue hablando. Se cumplía el primer mes de casados cuando empezó a salir todas las tardes y a tomar el primer ómnibus que pasara. Se sentaba siempre al lado de un caballero. Podía ser viejo, joven, feo, apuesto, y cierta vez –fue hasta interesante– por compañero le tocó un mecánico que, enfundado en su overol azul, bajaba unas cuadras más adelante. El marido, postrado en la silla, la cabeza entre las manos, hizo la pánica pregunta: — ¿Un mecánico? Solange, en su estilo objetivo y casto, confirmó: — Sí. Mecánico y desconocido: apenas había pasado una parada que ella ya le daba un golpecito con el codo al muchacho: “Yo bajo con usted”. Al pobre diablo le había entrado flor de susto ante esa pasajera tan fina además de linda. Bajaron juntos: esa aventura inverosímil fue la primera, el punto de partida para muchas otras. Un cierto tiempo después los choferes de ómnibus la identificaban a distancia, y hubo uno que fingió un desperfecto para acompañarla. Pero esos anónimos, que pasaban sin dejar vestigio, lo amargaban menos al marido. Se hinchaba de furia en su silla por los conocidos. Además de Assunção, ¿quién más?
  • 4. Dio inicio el relatorio de nombres: Fulano, Mengano, Zutano… Carlinhos bramó: “¡Basta” ¡Hasta acá!”. Y en voz alta y melancólica amplió el cuadro: — ¡Medio Río de Janeiro, sí, señor! Su furor se había extinguido. De haber sido uno solo, de haber sido Assunção nomás, ¡pero eran tantos! No iba a poder salir por la ciudad a cazar amantes. Ella insistió en detallar que cada día, prácticamente a la misma hora, precisaba huir de casa y subirse al primer ómnibus. El marido la miraba, pasmado de encontrarla hermosa, intacta, inmaculada. ¿Cómo es posible que ciertos sentimientos y acciones no exhalen mal olor? Solange se aferró a él; balbuceaba: “¡No soy culpable! ¡No tengo la culpa!”. Y había, de hecho, en lo más íntimo de su alma, una inocencia infinita. Se diría que era otra la que se entregaba y no ella. Súbitamente, el marido le pasó las manos por las caderas: – “¡Sin bombacha! ¡Ahora se te da por andar sin bombacha, yegua!”. La empujó con una palabrota; siguió hacia el dormitorio; se detuvo en la puerta para decir: — Morí para el mundo. El difunto Entró al dormitorio, se acostó en la cama vestido de saco, camisa, corbata, mocasines. Juntó bien los pies, entrelazó las manos a la altura del pecho, y así quedó. Algo más tarde apareció la mujer a la puerta. Durante unos segundos permaneció muda e inmóvil en una contemplación fascinada. Terminó murmurando: — La cena está servida. Él, sin moverse, respondió: — Por última vez: morí. Estoy muerto. La otra no insistió. Dejó el cuarto, fue a decirle a la empleada que levantara la mesa y que ya no iban a hacerse más comidas en la casa. Enseguida volvió, se quedó en el dormitorio. Tomó un rosario, se sentó frente a la cama: aceptaba la muerte de su marido como tal, y fue en tanto viuda que rezó. Después de lo que ella misma venía haciendo en los ómnibus, ya nada la asombraba. Pasó la noche en vilo en el cuarto. Al día siguiente, la misma escena. Recién salió a la tarde, para su escapada delirante en ómnibus. Volvió algunas horas después. Buscó el rosario, tomó asiento y prosiguió con el velorio del marido.