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(1908-1910)
Texto e ilustraciones:
Anónimos
Edición:
Julio Pollino Tamayo
2
3
I
La tempestad deshecha que se desencadenaba aquella noche terrible de otoño,
movía violentamente los postigos y los hacia crujir contra el muro. Las gruesas gotas de
lluvia glacial azotaban el rostro de los transeúntes retardados.
El célebre jefe de policía Parsons volvía a su casa después de un día bien aprovechado,
pues había descubierto una pandilla de ladrones poderosamente organizada, y aun cuando
fuera éste asunto corriente que no había exigido muchos esfuerzos intelectuales, se sentía
cansado; así, que se echó pesadamente sobre un sofá, extendió las piernas y se puso a tirar
uno de esos cigarros de marinero que prefería a los mejores habanos. Entregado a esa
distracción, y gozando con la paz de su conciencia de uno de los raros momentos de
descanso que su profesión le dejaba, es interesante conocer la grande y original figura
de Andrés Parsons, fundador de la «Universidad de los Detectives», donde se crean los
buenos polizontes del porvenir con los principios y procedimientos de aquel esclarecido jefe
cuyas memorias reproduciremos en estos relatos sensacionales.
Aun no había fundado dicha Universidad y ya Mr. Parsons se había colocado a la cabeza
de los detectives de Nueva York, la ciudad que ha producido hombres más notables en el
arte de perseguir, sin misión oficial, sencillamente como meros particulares, a los
malhechores que quebrantan las leyes protectoras de la vida y de la propiedad de los
ciudadanos.
La fama que le había conquistado su audacia extraordinaria en aquel país de audaces,
con el aditamento de cualidades físicas y de dotes de observación y de intuición que hacían
de él un hombre excepcional en su oficio, había ya pasado la frontera de Nueva York y de
los Estados Unidos, para hacerse universal. Y no causará, por lo tanto, asombro saber que se
había convertido en terror de los millares de granujas que se mueven en los bajos fondos de
la inmensa ciudad, en la que era su enemigo más terrible.
Los hábiles y temibles malhechores que se reían de los agentes de la policía urbana de
uniforme y secreta, temblaban al oír el nombre de Andrés Parsons, hombre fuerte y honrado
cuya vida se consagraba al bien público y en luchar sin descanso contra todo el ejército
del crimen.
Dejamos al gran detective en su sofá disfrutando con delicia un instante de reposo que
pudo hallar entre el asunto que acababa de terminar y el que le solicitaba para el día
siguiente. Este reposo no debía durar mucho. Se levantaba para encender una lamparilla de
alcohol y hacerse una taza de té, cuando sonó un violento campanillazo.
—¿Una visita a tal hora? murmuró. ¿Hay tal vez alguna novedad?
Después de haber llamado á la puerta entró la criada de Parsons, Miss Lebel, mujer
pequeña y rechoncha.
—Señor Parsons, aquí hay un caballero que desea verle a usted. ¿Puedo hacerle entrar?
—Que entre, respondió el detective levantándose para coger el revólver de su mesa de
escribir, pues siempre se ponía en guardia cuando tenía que recibir visitas desconocidas
a avanzada hora de la noche.
Volvió a su asiento y se puso a limpiar el arma al tiempo que se abría la puerta
violentamente y entraba un hombre exclamando.
4
… se ponía en guardia cuando tenía que recibir visitas desconocidas…
—¡Buenas noches, Parsons! ¡Un asesinato, un asesinato horroroso acaba de cometerse!
¡Venga usted pronto si quiere coger al asesino!
El detective no pareció influido por la agitación febril que manifestaba el desconocido.
Fijó en él su mirada penetrante y notó interiormente la impresión antipática que le producía.
Era una silueta insignificante, de vestidos recortados y cuya fisonomía revelaba a través de
la agitación del momento, la astucia y la hipocresía.
—Pero ¿cómo continúa usted sentado? ¿Por qué no viene usted conmigo? exclamó
el hombre frente la flema del detective. Me parecía que cuando se presentaba un caso tan
interesante como este, un detective como usted tan apasionado por su profesión, debía
precipitarse en seguida a la calle.
—No tan aprisa, caballero. ¿No preferiría usted sentarse y contarme el caso con precisión?
Ya usted sabe que traspaso a la policía los casos fáciles reservándome sólo los difíciles.
—Lo sé y recurro a usted precisamente porque el caso es tan complicado e interesante que
no existe en todo Nueva York una sola persona capaz de encontrar la solución como no sea
usted.
El detective sonrió.
—¡Gracias! pero tengo por costumbre formar juicio de mí yo mismo. Le ruego, pues,
que se siente y me cuente el caso detalladamente. El visitante se sentó en una silla
exhalando un prolongado suspiro.
5
—Me llamo Juan Morley, comenzó el desconocido. Habito en una casa de la calle del
Puerto, número 10, y tenía por vecina a una anciana llamada Sofía Lostein. Esta acaba de
ser asesinada hace una hora.
—¡ Ah! El detective se encogió de hombros como diciendo «¿Qué quiere usted? Estas
cosas suelen ocurrir con frecuencia». Luego añadió:
—Y ¿cómo sabe usted esto, Mr. Morley?
—Estaba yo acostado cuando oí un grito terrible en la habitación contigua. Salté de la
cama asustado, me vestí apresuradamente y me precipité hacia la habitación de la anciana.
A la luz vacilante de la bujía que tenía en la mano, vi a Sofía Lostein, con los ojos vidriosos,
tendida en un mar de sangre. Aterrorizado, dejé caer la luz y me alejé cerrando la puerta tras
de mí. Al mismo tiempo me acordé de usted y me acabé de vestir y corrí a verle. Y es
preciso que usted me ayude, que encuentre al innoble asesino.
Parsons dirigió una singular mirada a su interlocutor.
—No puede ser de otra manera, dijo Parsons levantándose lentamente para coger su
sombrero, su bastón y su capa.
—¡Al fin se decide usted! exclamó Morley cuyo rostro se encendió de satisfacción.
—Sí, voy, respondió Parsons; pero antes iremos a declarar ante la policía y pedir que
nos dé un refuerzo.
—Es insensato, exclamó el otro. Perdemos un tiempo precioso; mientras el asesino huye
—Ya lo ha hecho a estas horas, replicó Parsons con tono decisivo. ¿Cree usted que el
criminal se ha sentado tranquilamente junto al cadáver de su víctima esperando que Parsons
vaya a detenerle ?
—No, pero ya le he dicho a usted que se trata de las huellas que van a enredarse o a
desaparecer.
Parsons se irguió cuan alto era y dijo fijando en su interlocutor una mirada penetrante:
—¿Está, pues, cerca esta anciana ?
—No; pero creo que todo hombre debe experimentar indignación a la vista de este odioso
acto y desear que sea castigado lo más pronto posible.
—¿Y ha venido usted a mi casa desde luego?
—Sí, he creído que era mejor.
—¿Por qué no ha hecho usted la denuncia, reglamentaria a la policía?
—Porque deseaba conducirle a usted desde luego al lugar del crimen, a fin de que
descubriera las huellas del criminal antes de que fuera la policía, la cual podría enredarlo
todo.
Parsons soltó una carcajada.
—Es preciso que sea usted mismo medio detective para sacar conclusiones tan ingeniosas.
Pero, además, usted se ha equivocado, pues yo no puedo prescindir de la policía.
—Sería necio, insistió el desconocido. ¿Por qué no quiere seguirme usted? Si no lo hace
usted en seguida, va usted a perder uno de sus más entusiastas admiradores.
—No comprendo cómo se permite usted hablarme así. Ya que usted está tan enterado de
todo, ¿por qué no se encarga usted mismo del asunto ? Convénzase usted de que sé
perfectamente lo que debo hacer y que jamás me dejo influir por nadie en mis
determinaciones. Ya me va pareciendo sospechosa su insistencia en querer conducirme al
lugar del suceso.
El desconocido bajó los ojos al oír las últimas palabras de Parsons, pero irguiéndose de
súbito, dijo riendo:
—Sí, tiene usted razón, Mr. Parsons; he sido un necio indicando al gran detective el
camino que tenía que seguir.
6
—Perfectamente. Ahora podemos marchar. Los dos hombres salieron de la casa y se
dirigieron a la delegación de policía.
Parsons no apartaba un momento los ojos de su compañero; adivinaba en él algo traidor
y cada vez tomaba más consistencia la sospecha que aquel hombre había hecho nacer en su
espíritu con su rara llegada y sus palabras.
Apenas se veía el palacio de la policía, cuando el compañero del detective dio un brinco
de lado y se perdió corriendo en un dédalo de callejas sombrías y desiertas. Huía con tan
vertiginosa velocidad que muy pronto se perdió en las tinieblas de la noche.
Parsons se detuvo y silbando entre dientes exclamó:
—¡Vamos! he ahí un caso que no me parece tan regular como al principio. ¿Qué diablo
se esconderá aquí? Es necesario ir hasta el descubrimiento de este nuevo misterio.
Y a buen paso se encaminó a la delegación de policía, se hizo anunciar al oficial de
guardia y le puso al tanto de lo que acababa de ocurrirle.
—Se le quería tender a usted un lazo, Mr. Parsons, exclamó el oficial. No hay razón
alguna para que vaya usted a la casa del Puerto; sería tiempo perdido.
—Tal vez no; tanto, que le ruego me preste algunos hombres.
El oficial de guardia consintió.
—Si no es nada, devolvedme los hombres en seguida, le dijo a Parsons, que se alejaba
ya.
Acompañado de tres ayudantes el detective se paró delante de la casa número 5 de la calle
del Puerto.
—¡ Abrid en nombre de la ley!
Todo estaba silencioso. Únicamente en la vecindad algunos habitantes despertados
bruscamente miraron curiosamente por las ventanas.
Parsons esperó un instante; después ordenó enérgicamente:
—¡Vamos! ¡Hundid la puerta! Hay que penetrar para comprobar si ha ocurrido alguna
desgracia.
Los dos más fuertes de los tres agentes se arrimaron contra la vieja puerta carcomida
que cedió violentamente crujiendo. La entrada estaba libre.
Del interior se exhalaba un aire húmedo. Fueron encendidas las bombillas eléctricas y
Parsons, revólver en mano, penetró a la cabeza de los hombres en una pequeña bodega
enladrillada.
A la izquierda se encontraba una puerta en la que, en un trozo de cartón sucio se leía el
nombre: Juan Morley.
—Si ese granuja no es Juan Morley, al menos conoce a los inquilinos de esta casa, se dijo
a media voz el detective. Razón de más para informarse de Sofía Lostein.
A la parte opuesta del muro se encontraba otra puerta. Parsons la abrió bruscamente, pero
quedó inmóvil en el quicio.
7
… en el suelo grasiento estaba tendido el cadáver de una anciana...
—¡Era verdad! se limitó a decir.
El desconocido que con el nombre de Juan Morley le había llevado la noticia del asesinato
no había mentido.
En medio de la miserable estancia alumbrada por los faroles eléctricos de los polizontes,
en el suelo grasiento, estaba tendido el cadáver de una anciana vestida con harapos.
La cabeza estaba bañada por un charco de sangre y sus rasgos rígidos, sus ojos fijos y
vidriosos producían repugnante aspecto.
Parsons se repuso en seguida; se acercó al cadáver y vio que el cuello de la víctima había
sido cortado con un cuchillo muy afilado. El arma se encontraba junto al cuerpo ya frío.
La anciana parecía no haberse defendido. Sin duda sucumbiría sin resistencia a una
agresión cobarde y traidora.
—Dejémosla tendida donde está, ordenó Parsons. Será preciso que el coroner venga
mañana por la mañana.
El coroner es el magistrado que comprueba las muertes repentinas o violentas y que, de
acuerdo con su jurado, determina legalmente la causa.
A pesar de la hora avanzada un pequeño grupo de curiosos se había estacionado fuera.
Atentos y apartados miraban por las estrechas ventanas de la habitación en que acababa de
desarrollarse el siniestro drama.
El detective apareció en el umbral y preguntó si entre los circunstantes había algún
vecino que estuviera al corriente de la existencia que llevaba la anciana.
8
Avanzó una mujer que dijo en voz alta:
—Yo la conocía perfectamente, señor.
—Entre usted, pues.
La mujer siguió al detective titubeando, miró tímidamente el cadáver, sobre el cual los
polizontes habían arrojado un gran mantón de color oscuro.
Parsons comenzó el interrogatorio.
—¿Cómo se llama usted?
—Adela Milles.
—¿ Vive usted cerca?
—En la misma casa, ahí al lado.
—¿Ha conocido usted a la muerta?
—Muy bien; nos veíamos casi todos los días.
—¿Cómo se llamaba la víctima ?
—Sofía Lostein.
—¿Tenía en su casa algo de valor ?
La anciana sonrió tristemente.
—¡Era tan miserable como yo ! A veces nos faltaba el pan a ambas.
—¡Es extraño! ¿Entonces el crimen no ha podido tener por móvil el robo?
La mujer paseó una mirada circular por la habitación.
—¿Qué habría aquí por robar?
El detective hizo un gesto de aprobación, pero el asunto se hacía cada vez más embrollado
y misterioso. Parsons debió confesarse que hasta aquí el hombre que le había comunicado
el crimen había dicho la verdad.
—¿Sabe usted si Sofía Lostein tenía enemigos?
—¿Enemigos? ¿Quién podía quererle mal? Nunca hizo mal a nadie; no se ocupaba de
nadie y, además era medio sorda, medio ciega.
—¿Recibía visitas alguna vez?
—No; siempre la vi sola.
—Piénselo usted bien. Tal vez algún día recibió a alguien y usted lo ha olvidado ya.
—¡No! aseguró la mujer.
—¿Y cómo se entendía con su vecino de al lado?
—¿Con Morley? Vive aquí desde hace muy pocos días y no creo que la hubiera dirigido
aún la palabra.
—Pero ¿la conocía?
—No lo creo. No podía verle bien y sólo le oía hablar raramente. Y además en casi todo el
día no estaba en casa.
—¿Ha visto usted a ese Morley?
—Sí, muchas veces.
—¿Cómo es?
—Es un hombre bajo, rechoncho, mal humorado y de vestir pobre.
—Sí, es el hombre que me ha anunciado el crimen.
—Nada puedo decir de eso. No le conozco más que usted y jamás le he hablado.
El detective hizo salir a la mujer.
Entró en la habitación ocupada por Morley, o mejor, que había ocupado éste; pues aparte
algunos viejos muebles groseros, nada en la pieza denotaba la presencia de un habitante.
El caso era decididamente raro.
9
Parsons se acercó a la puerta y reflexionó.
¿Quién era ese Juan Morley ¿ Por qué había ido a su casa a anunciarle el crimen y había
desaparecido corriendo en vez de acompañarle a la delegación central de la policía? ¿Era tal
vez el autor del crimen? Era difícil admitir que en este caso hubiera ido buscar un detective
para darle cuenta del hecho. Habría sido una necedad que no pudo cometer ese Juan Morley
que parecía hipócrita y astuto.
Parsons se inclinaba a creer que ese Juan Morley había tenido que ventilar ya algún asunto
con la policía de la que debía ser muy conocido bajo otro nombre. Tal vez por eso había
reflexionado por el camino y le había abandonado, ante el temor de caer en el garlito.
La suposición parecía probable e hizo que el detective pensara en aquel individuo con
menos severidad. No era probablemente un asesino; pues en tal caso el crimen no le hubiera
indignado hasta el punto de hacerlo denunciar a Parsons. Había que tener en cuenta esta
diligencia. El hombre aparecía, pues, al detective bajo un aspecto menos sospechoso; sin
embargo, una voz le decía desde el fondo: No te fíes de las apariencias; en él está la llave
del misterio.
—¡Bien! se dijo; procuraré aclarar el misterio que flota alrededor de Sofía Lostein y del
hombre que me ha anunciado el crimen. No descansaré antes de haber descorrido algo el
velo y descubierto hasta qué punto Juan Morley está interesado en este asesinato.
Visitó cuidadosamente la casa con sus hombres. La parte alta estaba ocupada por algunos
reductos oscuros que tanto podían servir de desván como de granero.
En la habitación en que yacía la anciana, Parsons, a pesar de minuciosos registros, no
encontró nada que pudiera darle el menor indicio. El arma del crimen era un cuchillo de
cocina muy afilado. El suelo, groseramente enladrillado, era húmedo y sucio; no podía
descubrirse ninguna huella de pisadas que dieran una pista a seguir.
En la parte subterránea había una bodega bastante grande, que en otro tiempo debió servir
para almacenar legumbres y mercancías varias. Era oscura y se penetraba en ella por una
puerta baja, tras la cual descendía una escalera recta.
La bodega tenía una particularidad: estaba separada por un tabique en el que había una
puerta cerrada con un gancho. La parte de la bodega que se hallaba detrás del tabique no
tenía otra salida.
Parsons lo examinó todo muy atentamente; pero las dos partes del subterráneo estaban
completamente vacías, y nada permitía descubrir que se hubiera bajado a él en mucho
tiempo. Los escalones de piedra húmeda ninguna huella tenían.
El detective abandonó el subterráneo. Cuando apareció otra vez en lo alto, Karter, director
de la policía, acababa de llegar y le interrogó.
—Y bien, Mr. Parsons, ¿ha encontrado usted algo interesante?
El detective se encogió de hombros.
—El asunto es misterioso. El enigma es hasta ahora indescifrable. ¿Quién podía tener
interés en asesinar a esta mujer miserable que apenas si podía comer? Con su muerte nada
podía ganar.
Karter frunció el ceño.
—Querido Parsons, veo que esta vez soy más despierto que usted. ¿No ha oído hablar
usted nunca de la avaricia de los viejos? Creo que ahora tenemos un caso. La anciana tenía
sin duda alguna en algún rincón de su colchón una media llena de oro y de billetes de banco,
y su avaricia le impedía distraer un céntimo del tesoro penosamente amasado. Prefería
morirse de hambre antes que tocarlo.
10
Parsons sacudió la cabeza como si despertara de un sueño.
—Esta suposición puede ser cierta, dijo; pero es probable que una mujer tan avara no
hablara de su tesoro a cualquiera.
—Una casualidad ha podido hacer descubrir el tesoro a un ladrón cualquiera.
—Pero entonces el malhechor no habría tenido necesidad de asesinar a la anciana; salía a
menudo y era fácil robar durante su ausencia.
Karter meneó la cabeza.
—No; un ratero de ese género es capaz de todo. Cree haberse asegurado la impunidad;
nadie sabe que el dinero que ahora tiene en su poder estaba oculto aquí; puede, pues,
tranquilamente gastar el producto de su fechoría sin despertar ninguna sospecha. Esta es mi
idea y hacia ella voy a dirigir mis investigaciones.
—Le deseo a usted buena suerte, señor Karter, dijo Parsons saliendo de la casa.
Se decía que las hipótesis del director de la policía, no estaban desprovistas de
fundamento. Bajo este aspecto el crimen era comprensible.
Y, sin embargo, el detective no creía que la verdad se escondiera ahí. A pesar suyo veía
una correlación entre el crimen y Juan Morley, y en este sentido orientar, por su parte,
sus pesquisas.
Sus primeros esfuerzos debían, pues, tender a hallar al fugitivo que le había anunciado el
crimen. A partir de este momento, el objeto principal del detective fue apoderarse de la
persona de Juan Morley.
UNA VISITA PELIGROSA
Por la mañana Parsons reunió en su despacho a una parte de sus agentes particulares.
Allí se encontraba Jameson, un inglés que poseía toda la confianza de Parsons; estaba
dotado de un valor a toda prueba y de una energía de hierro junto a un talento de actor. Esta
última cualidad le permitía representar los más diversos papeles durante sus pesquisas
policíacas.
—Cuídate tú de las tabernas del puerto, Jameson, le dijo el detective. Te será tal vez
posible descubrir a nuestro hombre. Hemos de dar con él a todo trance.
Jameson se vistió con un traje de marinero y en un abrir y cerrar de ojos se compuso de
modo que se parecía extraordinariamente a un marinero algo alcohólico.
Con paso vacilante, abandonó la habitación y se dirigió al puerto tambaleándose.
Los otros agentes del detective se marcharon vestidos con trajes diversos, por una puerta
trasera y se esparcieron por los barrios más peligrosos de la ciudad.
Cada cual poseía las señales claras que permitían descubrir a Juan Morley.
Parsons había prometido una buena prima al que lo cogiera, de modo que todos estaban
decididos a hacer un imposible por detenerle.
11
Parsons se puso un traje de viejo buhonero…
Parsons se puso un traje de viejo buhonero y emprendió la exploración de todos los
tugurios.
El éxito, no se hacía ilusiones, era muy problemático, pero podía darse con alguna pista
gracias a la labor de sus agentes.
Cada cual había recibido orden de volver al despacho sin tardanza desde que descubriera
una pista y de esperar el regreso de Parsons, que debía volver a casa muchas veces durante
el día.
El detective interrumpía a menudo su excursión a través de los sitios de reunión del
hampa.
Pero cada vez que regresaba nada nuevo encontraba.
Desanimado resolvió regresar definitivamente a la caída de la tarde.
Esta vez encontró a Jameson sentado en su bufete, mirando fijamente ante sí y muy
excitado.
—¡Qué ! ¿Hay algo nuevo?
Al ver a su jefe el joven se levantó exclamando:
—¡Ah ! señor, dijo furioso, el granuja se ha escurrido de las manos cuando le tenía
ya bien cogido.
—¡Goddam!
Parsons vertió maquinalmente ese terno clásico de los anglo-sajones y se echó
furiosamente en una butaca.
—¡Vamos, di cómo ha ocurrido la cosa!
—El diablo se ha mezclado en el asunto, murmuró Jameson, pasándose la mano por la
frente mientras exhalaba un suspiro.
Entonces advirtió Parsons que Jameson llevaba una faja de tafetán en la sien.
—¡Veo que el miserable se ha defendido!
—El no, sus acólitos.
—¿Sus acólitos? preguntó Parsons. ¿Entonces es un sujeto de cuidado?
12
—Sin duda alguna. La gente que le rodea lo prueba de sobra. Visitando las tabernas del
puerto, llegué por fin a la de Klare que sin duda conocerá usted.
Parsons contestó afirmativamente mientras, exclamaba:
—Sí, la conozco. Allí se reúnen los tahúres y los granujas de la peor calaña. Muchas veces
he encontrado allí a los que buscaba.
El detective se acercó a Jameson y le golpeó la espalda amistosamente.
—¡Sí, muchacho! comprendo perfectamente que te hayas encontrado en un apuro y que
el pájaro haya volado. La banda maldita que frecuenta aquel nido tiene ciertos lazos a su
disposición, en los que siempre cae un hombre inexperto. Esto me ha ocurrido a mí más
de una vez en casa de Klare. Cuando creía haber cogido a un malhechor, se me escapaba
de entre las manos.
—Pero ¿cómo la policía no destruye aquella guarida? preguntó Jameson aun emocionado.
Parsons sonrió.
—Si así lo hiciera, la policía perdería su mejor ratonera. No, muchacho, sería una falta
imperdonable. Por otra parte, cosa que parece paradójica, los granujas saben perfectamente
que la policía vigila de cerca la guarida y van no obstante siempre a ella. Y es que el figón
ese tiene para ellos un atractivo particular, y en su sociedad, el que no va a casa de Klare
es un cobarde. Por este motivo, Jameson, lejos de cerrar aquella ladronera hay que
conservarla con cuidado como lazo permanente en el que se cogen hermosos ejemplares de
ratas.
Jameson aprobó con la cabeza lo que decía su jefe.
Las palabras del detective acababan de hacerle comprender la habilidad de la
administración de justicia, que dejaba abierto aquel salón como se llaman en New-York las
peores ladroneras.
—Pero, cuéntame Jameson, cómo ha ocurrido la aventura.
—Entraba en el salón cuando vi de pie en el aparador un hombre robusto cuyo aspecto
revelaba lo bien que le pararía el uniforme de presidiario. En una mesa de atrás había
sentados tres individuos, cuya presencia me causó sobresalto... Uno de ellos se parecía
extraordinariamente a aquél cuyas señas llevaba yo en el bolsillo. Me hice servir el whisky,
y observé atentamente a mi hombre. Todo se avenía con las señas. Su aspecto era malicioso
y observé que fijaba en mí una mirada sospechosa. Me pareció que llamaba sobre mí la
atención de sus compañeros. Sin embargo, sus sospechas parecieron disiparse y
vi que sus dos amigachos se despedían de él y se dirigían hacia la puerta, pasando por
delante de mí placenteramente. Había llegado el momento de obrar. Me acerqué a la mesa y
me senté frente a aquel hombre. Saqué al propio tiempo mi revólver que estuve apuntando
a su corazón, de tal manera que ninguno de los caballeros que estaban de pie en el aparador
podía observarlo, y le dije :
—¿Cómo está usted, Mr. Juan Morley?
13
¿Cómo está usted, Mr. Juan Morley?
Le vi estremecerse y echarse hacia atrás. Estaba seguro de mí y podía obrar sobre seguro.
Entonces continué, muy cortésmente:
—Andrés Parsons deseaba hablarle. ¿Tendría usted la bondad de seguirme en seguida, si
no le agujereo su honrada piel?
—¡Vamos! Estaba aquí demasiado tranquilo. Que el diablo se os lleve a los agentes de
Parsons.
Se levantó y me precedió dócilmente hasta la puerta trasera.
Ya puede usted imaginarse, señor, si estaría yo orgulloso de mi captura.
Parsons sonrió.
—Déjame continuar por ti, Jameson, dijo tranquilamente el jefe. Convencido de haber
cogido al malhechor, habrías andado unos cien pasos cuando vacilaste y caíste al suelo sin
sentido, derribado por un golpe terrible que alguien acababa de asestarte por detrás en
la sien. Y si no llegas a tener el cráneo de hierro, ya estarías muerto y podría prepararme a
estas horas a acompañar a mi pobre Jameson a la última morada. Pronto volviste en ti, con
terribles dolores en la cabeza. Todo sentimiento de triunfo se había desvanecido con el
pájaro que creías tener ya entre las manos.
Jameson escuchaba atentamente a su jefe.
—Tiene usted razón, señor; pero ¿cómo sabe usted esto?
—Sencillamente. Los bandidos habían notado que les observabas, y han querido
desembarazarse de ti. No has tenido prudencia, esto es todo.
—Sin embargo... protestó Jameson.
14
—No, no, dijo el detective; en nuestro oficio hay que saber vigilar y cazar a los prójimos
sin que se den cuenta. Esto lo aprenderás con el tiempo, chico. Los granujas han creído
reconocer en ti a uno de los agentes de Parsons: por eso los dos compinches han hecho
como que se iban, mientras el famoso Morley ha esperado que fueras hacia él. No tenía que
hacer más que parecer que te obedecía. Los otros dos bandidos te han seguido desde lejos y
te han descargado el golpe que ordinariamente suele ser mortal.
Jameson estaba desconcertado.
Veía que no había reflexionado bastante y que tenía aún mucho que aprender, para llegar
al nivel de su amo.
Parsons le consoló con tanta bondad que el joven se levantó como movido por un resorte.
—¡Pues bien, vuelvo allá abajo! Es preciso que coja de nuevo al miserable; y esta vez sí
que no se me escapa.
Se transformó nuevamente, у quedó convertido con tanta perfección en pordiosero que
nadie hubiera podido tomarle por otra cosa. Seguidamente salió para su expedición
nocturna.
Su amor propio herido por su fracaso, le aguijoneaba y estaba resuelto a no descuidar nada
para reparar su primera torpeza.
Parsons salió también. Quería andar un poco; el aire le haría bien y le ayudaría a coordinar
sus ideas, porque el enigma estaba más obscuro que nunca para él.
Ese Juan Morley pertenecía evidentemente a una banda de malhechores.
Pero ordinariamente los hombres de tal categoría no se entregan al asesinato de una
anciana miserable.
Había, pues, en aquella agresión un móvil misterioso que no acertaba a comprender.
¿No era incomprensible que el malhechor denunciara por si mismo el crimen al temible
detective?
En ello no había más que una explicación plausible. Era un complot urdido contra él,
Parsons, el enemigo jurado de los malhechores.
Ese Morley había querido sin duda alguna denunciara por sí mismo el crimen al temible a
su vez.
La casa en la que se encontraba la víctima era probablemente una guarida de bandidos.
En cuanto Parsons hubo concebido esta idea decidió inspeccionar una vez más el lugar del
crimen, con la vaga esperanza de dar con los asesinos.
Sin embargo, volvió de nuevo a su casa, presintiendo que los criminales debían querer
ante todo, penetrar en su domicilio.
Después de abierta nuevamente la puerta el corredor, su sirvienta le salió al encuentro muy
emocionada.
—¡En nombre del cielo, Mr. Parsons! Hay ahí un hombre que me parece muy sospechoso
e inoportuno.
—¿Quién es?
—No le conozco. Hace una hora que ha llegado. Cuando abrí, el desconocido se introdujo
a la fuerza afirmando que era absolutamente necesario que le hablara a usted.
Le he dicho que estaba usted ausente y me ha contestado que le esperaría cuanto fuera
necesario.
Parsons no preguntó más y entró en su cuarto.
15
¿Qué quiere usted?
Allí se sentó a la mesa; y, como si todo lo que pasara fuera perfectamente lógico, sonrió
y se sacó un revólver del bolsillo.
—Vamos a ver de cerca a ese señor y hacerle pagar cara su arrogancia, murmuró.
Después pasó a su despacho.
Delante de la mesa estaba sentado un andrajoso. Tenía el rostro lustroso, la barba
enmarañada y sus diminutos ojos brillaban con maligna llama.
Envolvió al detective con mirada astuta, se levantó y se inclinó torpemente.
—¡Buenas noches, Mr. Parsons!
Este se paró en la puerta fijando en él su mirada penetrante al tiempo que le apuntaba el
revólver y le preguntaba duramente :
—¿Qué quiere usted? ¿Cómo se atreve a introducirse en mi casa de modo tan insolente?
¡Salga usted en seguida!
El visitante sonrió maliciosamente.
—Pero, muy respetable Mr. Parsons; ¿no me reconoce usted ya?
El detective reflexionó un momento y exclamó súbitamente:
—¡Ah! ¡Es Tick el negro! Y ¿qué le trae a usted por aquí?
El hombre volvió a sentarse, sacó una pipa, la encendió plácidamente y empezó a echar
bocanadas de humo mal oliente.
—Pero ¿qué es lo que le ocurre? Preguntó el detective apuntando de nuevo el revólver al
prójimo. Si dentro de tres segundos no está usted fuera le salto la tapa de los sesos.
Tick meneó la cabeza negativamente.
16
—¡Esté usted tranquilo! Me voy en seguida. Quería sólo hacerle a usted una visita de
cortesía, Mr. Parsons. ¿Se acuerda usted de que hace tres años me cogió usted dando un
buen golpe en la tienda de un joyero? Gracias a usted he permanecido tres años en la prisión
de Sing-Sing. He prometido que al ser libertado mi primera visita sería para darle a usted las
gracias por haberme procurado la amistad del Estado. Eso es todo. Le doy a usted las
gracias y me voy.
Se levantó sin que Parsons hubiera bajado su revólver ni perdido de vista los movimientos
del criminal.
—Creo, en efecto, que es mejor que se vaya, dijo el detective secamente. Siento por usted
que sus gracias no hayan resultado como esperaba; pero Parsons es prudente, está alerta y
sabe a qué atenerse sobre el agradecimiento que puede esperar de sus semejantes.
—¡Lo sé! dijo el hombre recalcando la frase; pero bien reirá quien ría el último, mister
Parsons.
—Absténgase usted de semejantes visitas. Es un consejo que le doy. No me descuido
cuando se trata de individuos de su calaña.
De nuevo sonrió el visitante.
—No creo que le sea posible detenerme aún. Tick es astuto y destruye a sus enemigos
cuando no lo esperan.
Esta vez Parsons rió francamente.
—¡Ah, realmente! Según mis cálculos Tick el Negro, me debe al menos diez años de
Sing-Sing. No lo he esquivado y aun no me ha destruido que yo sepa.
Tick, crispó los puños; su rostro se descompuso y sus ojos brillaron con rabia feroz.
—¡Esta vez veremos ; perro maldito! Arreglaremos nuestros asuntos y está seguro de
que no te escaparás. Te vas a asombrar, porque reconocerás que Tick lo ha previsto todo,
calculando que tengas tiempo para reflexionar, querido amigo.
El hombre salió de la habitación cerrando violentamente la puerta, que la criada atrancó
cuidadosamente tras él.
***
El ilustre detective comenzó a pasear por la habitación a grandes pasos.
Mil pensamientos se entrechocaban en su cerebro febril.
La audacia con que Tick le había abordado le llamaba extraordinariamente la atención.
Y después ¿qué significaba aquella visita a semejante hora?... ¿y aquellas amenazas?
Sin duda el hombre que él, Parsons, había hecho condenar a diez años de Sing-Sing, como
le había recordado con gusto hacía poco, era su enemigo mortal; probaría por todos los
medios y a toda costa, desembarazarse del terrible policía, que parecía seguirle como una
sombra, para oponerse a sus designios y sorprenderle en el momento favorable.
Pero esta circunstancia no deshacía el enigma. ¿Por qué aquella visita nocturna?...
Una idea luminosa surgió de pronto en el ánimo del detective.
¿No habría por casualidad relación entre aquélla visita nocturna y el asesinato de la
pobre vieja, que tanto le preocupaba?
¿Tick y Juan Morley no pertenecerían a la misma banda de malhechores organizada con
la cual Jameson había chocado a la salida de la taberna ?
—Quiero convencerme en seguida, dijo Parsons hablando consigo mismo. Hay algo en
mí que me da casi la certeza de que el número cinco de la casa del Puerto es el nido de los
bandidos. Me voy en seguida.
17
Y se dirigió a su habitación para ponerse el capote, cuando volvió sobre su acuerdo.
—No, se dijo después de unos segundos de reflexión; no precipitemos las cosas. Si la
banda debe reunirse en casa de Juan Morley, lo hará por la noche, cuando se creerá segura,
al abrigo de toda investigación policíaca. Esperemos pues unos instantes aun; el golpe podrá
ser más tarde más seguro.
El detective se dejó caer pesadamente en su sofá, con la apariencia de extremado
cansancio, y sacó de su bolsillo un cigarro de marinero.
Cuando se hubo sosegado, notó—pues la agitación de su espíritu no le permitió hacerlo
antes—que un olor extraño llenaba la habitación, como si hubieran quemado pólvora.
¿Era una ilusión?
¡No! Ahora percibía claramente el olor, que se esparcía cada vez con más fuerza, y
comprendió que ahí había una maquinación diabólica.
Fue a colocarse cerca de la puerta y miró desde allí su mesa como lo hizo al entrar.
De pronto dio un brinco.
En el espacio oscuro comprendido entre las patas de la mesa, notó un pequeño punto
rojo que iba aumentando rápidamente y se volvía cada vez más intenso.
Se acercó a lo bajo de la mesa y desde el punto en que estaba apenas pudo observarlo.
No perdió su presencia de ánimo.
Tenía entre sus manos una bomba de gran calibre...
18
—¡Ah, la mecha de una bomba! Murmuró. Lo más práctico es apagar la chispa roja
para examinar la cosa más de cerca, antes de hacer un viaje por los aires.
Tranquilamente se acercó a la mesa, se inclinó y apagó el punto rojo de la mecha.
Encendió un fósforo y miró prudentemente debajo de la mesa.
Un grito de indignación salió de sus labios.
—¡Miserable!
Oculto entre delgadas tablillas de madera y fijado ingeniosamente debajo de la mesa,
brillaba un cuerpo metálico.
El detective acababa de apagar la mecha en momento en que el fuego iba a ponerse en
contacto con el metal.
Con infinitas precauciones, Parsons retiró e1 objeto y se convenció de que sus
suposiciones no eran exageradas.
Tenía entre sus manos una bomba de gran calibre...
Era una cápsula metálica, cuya carga hubiera bastado para hacer volar una casa con
sus habitantes.
El detective tuvo un estremecimiento pensando
que unos segundos más tarde hubiera sido víctima de una explosión.
Gracias a su instinto, que en él era una verdadera adivinación, Parsons había podido
escapar a la muerte.
Soltó la carcajada y exclamó:
—Una vez más has jugado mal, amigo mío. Yo soy el que he de decirte: «Reirá bien quien
ría el último».
El detective cortó la mecha y se puso la bomba en el bolsillo, con intención de depositarla
en la prefectura de policía aquella misma noche, para asegurarse de que ninguna desgracia
ocasionaría.
Se echó una capa a la espalda, cogió el sombrero y dirigiéndose al palacio de la policía,
pasó antes por el número cinco de la casa de la calle del Puerto, para realizar, una vez más,
una minuciosa inspección.
UN PELIGRO TERRIBLE
El silencio reinaba en las calles cuando Parsons se acercó a la casuca donde había
sido asesinada la anciana.
Toda su inteligencia estaba entregada a ese asunto que le preocupaba como un arduo
problema.
Experimentaba una cólera sorda contra sí mismo por no ver aún claro.
¿El jefe de policía estaría, pues, en lo cierto al pretender que la víctima debía poseer una
fortuna oculta de la que la avaricia le impedía disfrutar ?
Cuando llegó el detective a la calle del Puerto vio luz en la habitación ocupada por Adela
Milles.
El detective tuvo una idea.
Se acercó pausadamente a la casa y golpeó la puerta sin hacer gran ruido.
—¿Quién hay? respondió una voz cascada de vieja miedosa.
—¡No tenga usted miedo! contestó Parsons en voz baja. Soy el detective que le interrogó
ya una vez sobre el asesinato de su vecina. Quisiera saber de usted un nuevo dato.
La cortina de la ventana se separó ligeramente.
19
El detective dirigió los rayos luminosos de su farol eléctrico a su propio rostro para
hacerse conocer de la mujer.
—¡Espere! Voy a abrirle.
E hizo entrar al nocturno visitante en su miserable estancia.
—¿Qué quiere usted saber más?
—Detalles sobre el carácter de la anciana y su juicio personal en todo este asunto.
—La conocía muy bien.
—Se dice que Sofía Lostein era muy rica y que no gastaba a causa de su avaricia. Y que
por eso un malhechor, que estaba al corriente de sus asuntos, fue quien la mató.
La anciana escuchó con estupor tales palabras.
—¡Sofía rica y avara! exclamó. No, no, ni una cosa ni otra. Cuando por casualidad tenía
dinero en seguida lo gastaba. Un día que un caballero caritativo le regaló diez dollars, me
invitó a que viera todo lo que con ello había comprado. Sobre la mesa había postales, frutas,
vino selecto y otras muchas cosas; y cuando la pregunté cuánto le quedaba del donativo, me
contestó que todo aquello le costaba doce dollars.
—Sin embargo, no tenías más que diez, la dije.
—Sí, pero debo los otros dos, me dijo. ¡Y dicen que era rica y avara! ¡ Ah, no! Se
equivocan. Si hubiere tenido diez mil dollars los hubiera gastado en un año.
Parsons sabía bastante. Karter se había equivocado decididamente.
El móvil del crimen era muy distinto; pero continuaba siendo misterioso.
El detective agradeció a la anciana los informes que acababa de darle y salió de su casa
para penetrar en el número cinco.
Antes de entrar fijó su lámpara eléctrica encendida en un ojal de su abrigo y se armó
de un revolver en cada mano.
Debía temer un encuentro con Juan Morley o cualquier otro adversario desconocido.
Exploró desde luego, las habitaciones superiores sin encontrar nada que pudiera orientarle.
Pero al entrar en la habitación habitada por Juan Morley, hizo un descubrimiento.
En el suelo había restos de fósforos, de ceniza y de tabaco, lo cual probaba que ahí había
habido hombres reunidos. El hedor del tabaco llenaba aún la habitación.
Parsons recogió algunas hebras de tabaco y observó que eran de calidad muy inferior,
como no se fuma más que en las bajas capas sociales.
En un camastro adornado de harapos, en el rincón del cuarto, recogió un viejo sombrero
de fieltro blando, que reconoció haber visto a Juan Morley, cuando estuvo a anunciarle el
crimen.
Morley, había, pues, vuelto allí y, a juzgar por el tabaco, no hacía mucho que se había
marchado.
Era, pues, necesario guardarse más que nunca. Una vez más Parsons revisó las
habitaciones del piso superior, y luego se dirigió hacia la cueva.
Permaneció algunos instantes inmóvil en los escalones superiores escuchando: ningún
ruido turbaba el silencio de la noche; todo era sombrío y tenebroso y el aire húmedo que se
exhalaba desde abajo, era pesado como si saliera de una tumba.
Con los dos revólvers bien asegurados en sus puños, Parsons bajó a la cueva.
La primera parte del subsuelo estaba completamente vacía, y a pesar de sus atentos
registros, Parsons no encontró resto alguno de la presencia ni del paso de persona alguna.
La puerta del sólido tabique que la dividía en dos compartimientos estaba cerrada con la
aldabilla de aquella parte.
20
Sin embargo, el detective quiso examinarla también. Se acercó y levantó la aldabilla,
teniendo siempre prontos los revólvers.
De un puntapié hizo ceder la puerta y se paró en el umbral.
En el mismo momento ocurrió una cosa que no había podido prever.
De izquierda y derecha cayeron sobre él manos pesadas; le fueron arrancados los dos
revólvers y, con una violencia inaudita, fue levantado y arrojado bruscamente al suelo.
Todo esto pasó con tan vertiginosa rapidez y precisión tan extraordinaria, que el detective
perdió su habitual presencia de ánimo.
Pero pronto una idea atravesó la sombra de confusión que había invadido su cerebro.
—Has caído en una trampa, se dijo, y sólo a sangre fría puede librarte.
Se levantó de un movimiento rápido como relámpago y corrió a arrimarse a la pared del
fondo.
Observó con satisfacción que a su derecha había un nicho formado por el tubo de la
chimenea que se prolongaba hasta la cueva.
Delante estaban los individuos de aspecto casi fantástico, entre los cuales reconoció a seis
peligrosos reclamados por la justicia, y a los cuales buscaba desde hacía tiempo.
El séptimo era Juan Morley y el octavo Tick el negro.
Habían cerrado la puerta del tabique y barrado con fuerte viga, de modo que la trampa
estaba guardada por todas partes.
La situación era apurada. Cualquiera otro que no hubiera sido Parsons, habría perdido
la cabeza.
El, erguido cuan largo era, medía a los malhechores con su mirada fulminante.
Entonces los otros empezaron a burlarse.
—¡Mirad! dijo uno de ellos. El pillín nos reta con sus ojos de gato rabioso.
Juan Morley dio un paso adelante.
—Ya ves, mi querido Parsons; al fin te tenemos en nuestro poder. Hace mucho tiempo
que queríamos cogerte, pero te nos escapabas siempre.
—¿Es que realmente creéis tenerme? Preguntó el detective con flema burlona. Abridme
la puerta inmediatamente o pagaréis caro el gusto de secuestrarme aquí.
De nuevo una risa siniestra salió de los ocho forajidos.
—La comedia pasó ya, Parsons, dijo Juan Morley, sarcástico y triunfante. Y ahora,
¿quieres saber quién ha cortado el cuello a la vieja? Pues yo. Y ¿quieres saber por qué?
Sencillamente, para atraerte a esta casa a fin de arreglar nuestras cuentas de una vez.
¡Vamos, vosotros, manos a la obra! Vamos a ejecutarle en seguida. No hemos despachado
inútilmente a la anciana al otro mundo, porque al fin estás a nuestra merced, Parsons.
El detective crispó los puños.
—¡Miserables! gritó. ¡Matar a una pobre anciana indefensa! Expiaréis este crimen en el
sillón eléctrico, y os prometo, caballeros, conduciros yo mismo.
Los bandidos prorrumpieron en una carcajada.
Juan se acercó aún al detective.
—¿Sabes quién ha asesinado al anciano Pedro Gass en el Hotel Central? ¡Yo! ¿Sabes
quién ha matado a una joven en el Parque Central para robarle los brillantes? ¡Yo también!
¿Quieres más?
—No, esto me basta, dijo Parsons con calma. Esto basta para que trabes conocimiento
con el sillón de electrocución.
Disimulando cuanto podía, avanzaba paulatinamente hacia el punto donde se hallaba la
chimenea y con lentitud, apoyándose en la pared, buscó en su bolsillo con la mano derecha
la bomba que llevaba para entregarla a la policía.
21
En aquel momento los bandidos apuntaban sus revólvers contra el detective y Tick el
negro tomó la palabra.
—Te me has escapado una vez más esta misma noche, Parsons; pero ahora ya es distinto.
Con estos señores vamos a organizar un concurso de tiro en el que tú servirás de blanco.
Una carcajada prolongada resonó en la cueva silenciosa.
—¡Vamos, no tardemos más! gritó Juan Morley. Esos polizontes son perros malditos
y no creeré en nuestra seguridad hasta ver a Parsons muerto, con la piel acribillada y tendido
a mis pies.
—Y harás muy bien, querido, respondió el detective con calma. Sois todos tan estúpidos
que sois dignos de lástima. Creéis que me habéis atraído a una trampa sin salida, cuando
sois vosotros, por el contrario, los que os habéis metido en una ratonera de donde no podréis
escapar. ¡Perdonadme, caballeros, pero sois unos asnos!
—¡Acabemos con él! bramó furiosamente uno de los bandidos. Voy a comenzar a contar.
A las «tres» tiramos.
Todos apuntaron nuevamente los revólvers.
Juan Morley contó.
—¡Uno!
En aquel preciso momento resonó la voz amenazadora de Parsons.
—¡Yo tiro a las «dos»!
¡Yo tiro a las «dos»!
22
Pronto como el rayo sacó la bomba de su bolsillo y la arrojó violentamente contra la
pared, saltando detrás del nicho.
Siguió una detonación terrible en medio de grandes llamaradas.
El pesado tabique se hundió con estrépito. La bóveda cedió lo mismo que la mitad de la
chimenea tras la cual se resguardaba Parsons.
El detective fue proyectado contra el muro, envuelto en un torbellino de llamas y cascote;
sus ropas cayeron en informes jirones alrededor de su cuerpo, y sintió atroces quemaduras
en el costado derecho.
Pero, por una fuerza de voluntad formidable, recobró la conciencia de sí mismo, y,
saliendo del nicho que se llenaba de humo, exclamó triunfalmente:
—¿Creíais haberme cogido? ¡Ah! Parsons vive aún.
La explosión había tenido resultados espantosos. Cuatro de los forajidos yacían, casi
destrozados, en el suelo.
Eran los que estaban cerca del tabique.
Juan Morley y los otros yacían gravemente heridos.
Sólo Juan Morley no había perdido el conocimiento. Dirigiendo una mirada de odio
desesperada al detective, exclamó:
—¡Ah, perro maldito! ¿Podremos arreglar nuestras cuentas un día?
Y cayó desvanecido.
En tanto, la policía atraída por la formidable detonación, llegaba al lugar del suceso.
Parsons puso a los polizontes al corriente de lo que acababa de pasar.
Los malhechores sobrevivientes fueron transportados a la cárcel.
Y el detective salió casi indemne de aquel complot urdido por sus criminales
enemigos con tanta audacia como habilidad.
Cruelmente quemado, es cierto, salía triunfante de aquella lucha mortal y creía haber
reducido a la impotencia a Juan Morley y Tick.
Pero en esto se equivocaba: aquellos dos bandidos debían darle más trabajo y más
disgustos que hasta entonces.
23
II
LA CASA DEL TERROR
Cerca de Brons Park, barrio apartado de New-York, había una posada cuyo dueño se
llamaba Ricardo Noise.
Estaba situada junto a una ancha avenida a cada uno de cuyos lados se alineaban las casas
rodeadas de jardines y alejadas unas de otras.
La posada apenas daba nada; sólo el despacho de alcohol daba a Noise algunos pocos
ingresos que mal o bien le permitían vivir al día.
Pero desde hacía algún tiempo había cambiado la situación.
En sus cercanías habían sido construidas varias grandes fábricas y el movimiento había
ido en aumento en todo el país.
Numerosos viajantes de comercio visitaban las fábricas, para ofrecer los artículos que
tenían que colocar; de manera, que las habitaciones de la posada estaban ocupadas casi cada
noche, tanto, que pronto no bastaron ya para la afluencia de los clientes.
Ricardo Noise se frotaba las manos de gusto. Estaba satisfecho de sus negocios; su único
enfado era el de estar obligado de tanto en tanto a rechazar a los clientes que le llegaban de
noche.
Un día, después de haber conversado familiarmente con él de unas cosas y otras, el
robusto alemán Guillermo Knorr, le dijo con tono de bondad:
—Querido Noise, fácilmente podrías remediar el inconveniente de tener bastantes
habitaciones para los viajeros.
—¿Cómo? preguntó Noise. No puedo levantar otro piso; para ello tendría que derribar
la casa.
—No vale la pena, dijo plácidamente Knorr.
—Entonces ¿qué hay que hacer?
Con ademán descuidado, el vecino indicó a Noise la ventana cerrada de la casa de
enfrente.
Era una construcción aislada, que se componía de una planta baja y un piso, y cuyas
ventanas, constantemente cerradas, demostraban que estaba vacía, o que el ocupante estaba
de viaje.
—Mira bien esta casa, mi querido Noise.
El posadero miró sin comprender.
—Sí, muchas veces la he visto... ¿Y qué?
—¿Te gusta?
—Sí, está muy bien. Pero lo mismo da que me guste como que no.
—No, no es lo mismo. Pero, dime; ¿no has observado nada acerca de esta casa?
El posadero reflexionó.
—Sí, dijo. Sus ventanas casi siempre están cerradas, y el propietario jamás ha puesto el
pie en mi casa.
—Perdona, repuso Knorr; estás en un error, mi querido Noise. El propietario viene casi
todos los días a tu casa y bebe su whisky o su cerveza, y, además, te tutea.
—¡Hombre! ¿qué dices? ¡No puede ser! exclamó Noise, cuya inteligencia era algo
corta.
24
Miró á Knorr con sorpresa y continuó:
—¿Quién es, pues?
—¡Yo!
Esto fue dicho con tono tan tranquilo y bromista a la vez, que Noise se puso a reír.
—¿Cómo? ¿Eres tú? Nunca lo habría adivinado.
—No hay duda, dijo Guillermo. Ahora escucha la proposición que voy a hacerte. Mi
casa está deshabitada desde hace tiempo, y, cualquiera diría que hay en ella un misterio;
me es imposible alquilarla. Varias veces he estado en trato; y cuando creía la cosa hecha,
los futuros arrendatarios me faltaban en el último momento, como si un poder oculto y
misterioso les impidiera tomar el inmueble. Se diría que sentían miedo. Unas veces
encontraban la casa muy aislada, otras el lugar poco frecuentado; pero no era cierto; sin
duda había ocurrido una desgracia súbita. Esto se repetía en los mismos términos cada vez
que se presentaba un nuevo cliente. Y no obstante, la disposición interior gustaba a todo el
mundo. Todos estaban encantados de su hermosa posición, por la vasta y espléndida vista
que se abarca desde la otra parte. Pues, con todo, nunca pude cerrar el trato.
—¡Es raro! Pero ¿por qué me cuentas esta historia? preguntó Noise sencillamente.
—¡Cómo! ¿No comprendes?
—No muy bien, Guillermo.
—Pues es que quiero ofrecerte esta casa. Si no quieres comprármela, alquílamela al
menos. Y como te la cederé a bajo precio, harás un buen negocio. Podrás instalar en ella
tantas habitaciones amuebladas como quieras, y no tendrás que despedir a los viajeros por la
noche por falta de espacio. ¿Está convenido?
Noise permaneció algunos instantes con la boca abierta.
Una nueva idea no podía abrirse camino rápidamente en su cabeza.
Pero de pronto, se pegó en la frente con la palma de la mano y exclamó:
—¡Hombre! Tienes razón, es una famosa idea. ¡Vamos! Si hubiéramos pensado en ello
un poco antes ya tendría unos dollars más.
—¿Comprendes, pues, que soy un hombre práctico? dijo Guillermo Knorr con su aire
de bondad.
—¡Sin duda alguna! ¡Es una excelente cosa que se me haya ocurrido pedirte que me
alquilaras la casa para mi comercio! le dijo Noise, que ya se imaginaba haber hecho la
proposición a Knorr por su propia iniciativa.
Este sonrió.
Conocía al fornido posadero; sabía que estaba desprovisto de toda idea, que ignoraba
que se adornaba con plumas ajenas.
—¿Quieres que pasemos a la otra parte para dar una mirada al local? preguntó el alemán.
—Con mucho gusto, dijo Noise; estoy dispuesto.
Cogió el sombrero y siguió a Knorr, que atravesó la calle y abrió la casa.
Recorrieron las habitaciones que convenían perfectamente para convertirlas en cuartos de
dormir.
La planta baja contenía cuatro; el primer piso seis, y los del subsuelo podían, por medio de
dos tabiques, convertirse en otros seis.
Noise estaba encantado.
—¡Hecho! exclamó. Te alquilo la casa en seguida y por cinco años. Volvamos a la posada
para hacer el contrato.
—¿No quieres antes visitar el subterráneo? le preguntó Knorr.
25
—Probablemente no lo necesitaré; pero es igual, hay que verlo todo.
Pero cuando quisieron abrir notaron que la llave, que estaba siempre colgada en un rincón
cerca de la pesada puerta blindada, había desaparecido.
—No importa, dijo Noise; de momento no necesito el subterráneo; si un día fuera
menester lo haría abrir por el cerrajero y le encargaría una llave nueva.
Los dos hombres salieron de la casa y regresaron a la posada donde redactaron el contrato
de inquilinato.
Noise pagó el primer plazo y se vistió para ir a la ciudad a encargar el mobiliario de varias
habitaciones, que debía ser entregado el mismo día.
Quería poner en seguida la casa en condiciones para albergar viajeros aquella misma
noche por si fuera necesario.
Durante el buen tiempo de estío, la nueva casa estaría siempre llena y le proporcionaría
diariamente de doce a quince dollars sin contar el gasto de los clientes,
Era un buen negocio, y Noise se frotaba las manos contando con elocuencia a cuantos
encontraba la suerte que había tenido.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Cerraba la noche.
La posada estaba desierta, y Noise, en el quicio de su establecimiento, contemplaba su
nueva adquisición.
Un hombre se aproximaba despacio; el posadero no le vio hasta que estuvo muy cerca.
—¿Puedes beberse aún una copa de whisky?
26
—Buenas noches, señor Noise.
—Buenas noches, señor.
—¿Puede beberse aún una copa de whisky?
—Sí, señor. Entre usted.
Noise no estaba muy tranquilo; el hombre le causaba buena impresión.
Envuelto en los numerosos pliegues de una amplia capa de verano, llevaba un sombrero
anchas alas, muy metido.
Una luenga barba de negro mate le caía sobre el pecho, y sus ojos brillaban como tizones
bajo las alas de su sombrero.
El hombre se acercó al mostrador, tomó el vaso y lo apuró de un trago; después dijo en
voz baja:
—He oído decir que había usted alquilado la del otro lado ¿no es verdad, Mr. Noise?
—Sí, respondió el posadero alzando la voz. Mis habitaciones ya no bastan, para mis
viajeros y he tenido la ingeniosa idea de amueblar aquella casa como anexa a mi posada.
El hombre rió siniestramente y exclamó como furioso:
—¿Cree usted que sea una idea ingeniosa? Pues, es, por el contrario, una idea detestable.
La casa debe permanecer vacía. ¿Es que usted jamás ha oído decir nada? Los fantasmas
pululan por allí, lo cual no es muy tranquilizador, y por eso nadie quiere alquilar la casa.
Hoy mismo debe usted rescindir su contrato, Mr. Noise. En todo caso, guárdese usted de
hacer dormir a nadie en ella.
El posadero echó sobre el hombre una mirada de asombro y de desdén.
—Así, ¿usted cree en los cuentos de fantasmas? No tiene usted el aspecto de una persona
que se preocupe seriamente de esas niñerías.
—Es posible; pero no quiero que alquile usted la casa, dijo el hombre con tono
amenazador.
—¡ Ah! ¿Y quién es usted para mandarlo? preguntó Mr. Noise que veía pasar gente por
la calle y se iba sulfurando. No tiene usted nada que decir, y eso que usted quiera o no
quiera, a mí me tiene sin cuidado. Mi casa está ya amueblada y dispuesta y así continuará.
No me dejo arredrar por el primer imbécil que llega. Sépalo usted y déjeme en paz. ¡Vamos!
¡Largúese usted!
El posadero estaba rojo de cólera.
Pero el desconocido se inclinó sobre el mostrador y le dijo entre dientes:
—¡Le prevengo a usted una vez más! Ocurrirá algo terrible si manda usted a alguien a
dormir allí.
Noise soltó la carcajada.
—¡Salga usted! gritó imperiosamente.
El desconocido profirió un juramento y desapareció.
Momentos después llegaron los parroquianos, a quienes el hostelero relató el incidente
que acabó de tener con el hombre de mal aspecto.
Todo el mundo se rió.
La opinión general, fue que el individuo quería alquilar la casa por su cuenta y que
esperaba intimidar al posadero para que rescindiera el contrato.
—De todos modos no lo ha conseguido, dijo Noise satisfecho. No, yo no me dejo
intimidar tan fácilmente ¡qué diablo!
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27
Otros parroquianos iban llegando.
Pronto quedaron alquiladas todas las habitaciones de la posada propiamente dicha.
Hacia las once entró un extranjero elegantemente vestido y pidió una habitación.
El posadero salió a recibirle afectuosamente.
—Ya no queda ninguna habitación libre en la casa, dijo cortésmente. Pero acabo de
instalar habitaciones muy confortables en la casa, que verá usted al otro lado de la calle.
—¡Muy bien! dijo el viajero. Dormiré allí.
Apuró vivamente un vaso de whisky y el mismo Noise condujo a su primer viajero a la
casa nueva.
El desconocido echó una mirada de satisfacción a su alrededor.
—Aquí se está bien; pienso que dormiré a mis anchas.
—Sin duda, dijo Noise. Pero permítame que le pregunte su nombre. Tengo un registro en
la otra casa en el cual inscribo a todos mis respetables clientes.
—Jaime Morris, de Filadelfia, contestó el extranjero.
—¡Muy bien! dijo el posadero. Deseo que el señor Morris pase una buena noche.
—¡Gracias! contestó el otro cerrando la puerta tras el posadero.
Muy contento de sí, Noise volvió al salón del establecimiento.
Hacia media noche, habiéndolo cerrado todo muy cuidadosamente, envió a dormir a los
criados, y subió a su habitación.
Aun miró, por la ventana abierta, la casa recién alquilada, murmurando aparte:
—¡Ya está allí el primer viajero! Esperemos que me traiga buena suerte.
Cerró la ventana y se preparó a acostarse.
De pronto, algo hirió su vista y se estremeció.
Sobre la sábana había una carta que una mano desconocida depositó allí.
La cogió y leyó:
«Mr. Noise.
»¡Aun es tiempo! Despierte usted al hombre que ha alojado en la casa de enfrente y
tráigalo a ésta. Es preciso que no continúe allí por más tiempo. Si no la ha abandonado
dentro de una hora, le ocurrirá una cosa terrible. Apresúrese que aun no es demasiado tarde.
»El fantasma de la Casa del Terror.»
Noise fijó en la escritura una mirada de espanto. Un estremecimiento helado le corrió
por los huesos.
¿Qué significaba aquello?
¿Cómo había llegado hasta allí aquel papel?
Pensó en seguida en aquel desconocido de mala cara que había estado en la posada a darle
una advertencia.
—¡Rayos y truenos! exclamó. ¿Es que hay algo serio?
Casi asustado miró la casa de enfrente, pero no podía resolverse a ejecutar la orden que le
le daba en la carta. Nerviosamente se dijo:
—¡Sólo esto me faltaba! ¡Pero no quiero dejarme intimidar por ese individuo! Cuando
vea que con esto nada saca, cesará en sus estúpidas amenazas.
28
Estrujó el papel entre sus manos…
Estrujó el papel, lo tiró al suelo y se acostó.
Pero las misteriosas advertencias habían hecho profunda impresión en su ánimo.
No se explicaba lo que esto significaba.
El sueño se le iba. Se volvía y se revolvía en la cama, irguiéndose a veces con sobresalto
para dirigir una mirada inquieta a la otra casa.
Todo estaba sombrío y silencioso.
Más de una vez estuvo a punto de levantarse para ir en busca del viajero; pero en seguida
sentía vergüenza y no se movía más.
Miró su reloj. Eran ya cerca de las dos de la madrugada.
Dirigió aún una vez su mirada hacia la calle de enfrente, y en aquel momento tuvo un gran
sobresalto convulsivo que sacudió todos sus miembros.
Le parecía haber visto un rayo luminoso pasar como un relámpago por una de las ventanas
del primer piso.
Como paralizado por el terror, el posadero miraba, abría desmesuradamente los ojos.
Más de una hora estuvo así, sin atreverse a hacer el menor movimiento, obstinado en
mirar la casa; pero no descubrió nada más.
Al fin procuró calmarse.
Todo esto bien podría no ser más que una ilusión. Su cerebro sobresaltado le había
presentado fantasmagorías que no tenían ninguna realidad.
A pesar de todos sus razonamientos, Noise no durmió en toda la noche, sintiéndose
dichoso cuando vio despuntar el alba.
Al amanecer se levantó.
29
Una vaga inquietud le hacía volver al albergue, y cuando sus criados bajaron para
comenzar los trabajos del día, estaba ya de pie hacia rato.
El viajero no había dicho cuándo quería ser despertado.
No podía, pues, aventurarse a despertarle demasiado pronto, aunque Noise tenía una febril
necesidad de verle en seguida.
Esperó hasta las diez, y luego, no pudiendo esperar más:
—¡Ven, Manuel!—gritó a su criado;—vamos a despertar al extranjero. Hace rato que
duerme.
Manuel miró a su amo con asombro. El rostro de Noise estaba lívido, su voz tenía un
sonido ronco y manifestaba una impaciencia inexplicable.
¡Eran las diez! El posadero no cesaba de repetírselo como un síntoma fatídico.
¿Por qué dormía aún el viajero?
En la posada todo el mundo se había levantado, mientras enfrente nada se veía ni oía.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
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Con la garganta oprimida y el corazón angustiado, el posadero, acompañado de Manuel,
entró en la casa y subió corriendo al primer piso.
Llamó a la puerta de la habitación donde dormía Jaime Morris, y gritó:
—¡Hola, Mr. Morris! ¿No quiere usted levantarse? ¡Ya son más de las diez!
En el interior todo permanecía en silencio.
Noise llamó más fuerte.
—¡Eh, Mr. Morris! ¿Está usted enfermo? ¿No quiere usted levantarse? ¿Cómo duerme
usted tan fuerte?
Nadie contestaba.
Entonces los dos hombres apretaron juntos contra la puerta, pero inútilmente.
Al fin, Noise, lívido como la muerte, se volvió hacia su criado.
—Indudablemente aquí ha ocurrido algo. Corre a buscar hombres y hachas. Hay que
derribar la puerta.
El criado desapareció con la velocidad de un rayo y volvió en seguida acompañado de
varias personas.
En todos los rostros se leía una viva ansiedad.
Todos miraban al posadero que, flaqueándole las piernas, se apoyaba contra el muro.
Las hachas cayeron sobre la puerta y las hojas de ésta cayeron deshechas.
Todos se precipitaron dentro de la habitación.
Un grito de espanto salió de todas las gargantas. El espectáculo que se ofreció a los
ojos de los asistentes era tan atroz, tan estupefaciente en su horror, que se detuvieron
como petrificados, con los ojos desmesuradamente abiertos, con los miembros sacudidos
por un estremecimiento de espanto.
30
En medio de la habitación se balanceaba el cuerpo del extranjero.
En medio de la habitación se balanceaba el cuerpo del extranjero.
En un gancho clavado en el techo había atada una cuerda con un nudo corredizo del que
colgaba el cuerpo del desgraciado Morris.
El rostro abotargado, retorcido por una mueca suprema, los ojos salidos de las órbitas
y la lengua colgante, producían una impresión de pesadilla.
Sus manos crispadas demostraban que se había debatido en una rabia impotente.
Al cabo de unos momentos, los asistentes recobraron algo de su sangre fría.
—Tal vez podríamos salvarle—dijo alguno cortando la cuerda.
El cuerpo cayó pesadamente en el suelo. Era evidente que le había abandonado el último
destello de la vida y que había que abandonar toda esperanza.
Un médico que se hallaba entre los circunstantes certificó que la muerte se había
producido hacía unas siete horas.
El crimen debía, pues, haberse cometido hacia media noche.
—Pero ¿es un crimen? ¿No será un suicidio?—dijo uno de los clientes que había ido a
curiosear.
—La posición del cadáver prueba lo contrario— dijo el posadero sacudiendo tristemente
la cabeza. —Por otra parte, ayer se produjeron sucesos que no me permiten dudar de que
éste es un crimen abominable.
Noise hablaba con dificultad.
La idea de que habría podido salvar a Morris si hubiese hecho caso de la advertencia de
la carta misteriosa, espoleaba su conciencia.
31
Al fin rogó a los circunstantes que se retiraran mientras llegaba la policía. Esta última
no se hizo esperar.
El inspector Mr. Robert, el valiente director de Seguridad, acompañado de buen número
de agentes, acudió presuroso para investigar sobre aquel caso excepcional y descubrir,
si era posible a los autores.
Reconoció atentamente el cadáver, y reconoció que el viajero era realmente Mr. Jaime
Morris, de Filadelfia.
Era un hombre elegante y distinguido, respetado y apreciado por todos los que le
conocían.
Todos los objetos de valor que podía tener, parecían estar intactos.
Había allí un pesado reloj de oro y un monedero lleno de piezas de oro. Únicamente se
observó la ausencia de la cartera.
Después de haberse telegrafiado en seguida a Filadelfia y haberse informado por el
director de una fábrica vecina, a la que el viajero había hecho la víspera una visita de
negocios, se supo que Mr. Jaime Morris era portador de una cartera que contenía, por lo
bajo, diez mil dollars.
Noise contó en seguida a Mr. Robert lo que había pasado.
Le habló del hombre que, en la noche precedente, había querido persuadirle de que
rompiera su contrato de alquiler.
Mencionó el papel misterioso encontrado en su cama y que conservaba aún, pues, después
de haberlo estrujado y arrojarlo al suelo, lo había recogido y doblado con cuidado.
Grave y silencioso Mr. Robert escuchó la declaración, fijando en él su mirada
desconfiada.
—Ha cometido usted una falta grave—le dijo en tono severo.—En ningún caso debía
considerar este aviso tan a la ligera.
—Convenía avisar inmediatamente a la policía, que habría enviado algunos agentes para
vigilar la casa, evitando así el horrible crimen.
Noise sabía muy bien que la policía no envía tan pronto sus agentes por la simple
indicación de un particular; pero se guardó de contestar.
No se sentía exento de vituperio; su conciencia le reprochaba el haber sido demasiado
estúpido para no conceder ninguna importancia a las amenazas del siniestro desconocido.
Mr. Robert visitó inmediatamente la habitación donde estaba el cadáver.
El director de la policía registró la casa mentada, de arriba abajo, y mandó derribar la
puerta de la bodega.
Nada encontró en ella que descubriese la presencia reciente de alguna persona.
El director de Seguridad no se detuvo mucho en aquella parte del edificio, pues no
podía pensar que los criminales que, evidentemente, debían haber venido del exterior,
estuviesen en la cueva, la cual había permanecido cerrada.
Preguntó al personal de la posada, así como a los viajeros, quienes nada pudieron decir.
Llamó en seguida a la esposa de la víctima, que llegada, presa de desesperación, hacia
mediodía, junto al cadáver de su esposo, con quien se había casado hacía pocas semanas,
no había podido resistir aquel espectáculo, y fue atacada de un síncope.
Pero tampoco ella pudo decir una palabra. No le conocía a su marido ningún enemigo.
Los móviles del crimen estaban, pues, rodeados de una oscuridad misteriosa.
Se hallaba en presencia de un asesinato seguido de robo; pero estaba rodeado de
circunstancias que parecían convertirlo en accesorio, en una consecuencia; pero no el móvil
del crimen.
32
Sus asesinos habían avisado al posadero que despertara y se llevara al viajero: no se
había, pues, premeditado el matarle para robarle.
Cuando los asesinos ahorcaron a la víctima, habían encontrado en un bolsillo una cartera
muy repleta, y no pudieron resistir a la tentación de llevársela.
Así debió ocurrir y así lo pensó el director de Seguridad, no pudiendo hallar otra
explicación plausible.
Hizo buscar por los alrededores a todos los individuos sospechosos.
Envió a todas partes las señas dadas por Noise del hombre de barba negra que había
ido al bar por la noche para avisar al posadero.
Seguramente no había habido lucha.
El médico declaró que la víctima había sido primero aturdida por un golpe dado en la
cabeza con un instrumento pesado.
Seguidamente le colgaron, y cuando comenzó a volver en sí era ya demasiado tarde, pues
el cuello había sido ya estrujado por el nudo corredizo.
En una rabia impotente había crispado los puños, y pronto se extinguió en él todo
conocimiento.
Mr. Robert reconstituía toda la escena hasta ahí; pero no podía hacer más.
Estaba furioso por no poder encontrar una huella ni tener una vaga presunción acerca de
los autores del crimen.
Pero sí la tenía, sin embargo.
Por dos veces había dirigido una mirada singular a Noise, el posadero.
Se le había ocurrido que la historia del desconocido ido a la posada en la noche de la
víspera y la notable circunstancia del billete encontrado en la cama, podían ser una pura
invención.
Esto no era inverosímil.
Por el contrario, era muy admisible que Noise hubiera querido dar un buen golpe.
Había allí diez mil dollars. Y una vez hubiese podido evitar ser ahorcado a su vez, habría
podido reírse de aquella policía estúpida, y, sobre todo, del imbécil Mr. Robert, que tan
ciegamente le había creído.
Esta idea se afirmaba cada vez con más fuerza en la cabeza del director de Seguridad.
Pero no podía proceder a una detención inmediata.
Primero quería hacerse librar una orden de detención; pero, entretanto, no podía saber si
Noise, en el sentimiento de seguridad en que debía hallarse, había ocultado en algún sitio
fácil de descubrir, la cartera y los diez mil dollars.
Cuando esta idea nació en el ánimo del alto funcionario, experimentó una verdadera
sacudida.
Bruscamente se volvió hacia el posadero.
—Creo que no encontrará usted mal, señor Noise, que haga un registro formal en su
casa.
Noise se estremeció.
—¿Por qué? No va usted a creer...
—No; pero esta carta estaba sobre su cama; es, pues, indudable que el asesino ha estado
en un momento determinado en casa de usted. Puedo, pues, esperar que encuentre allí algún
indicio importante.
El posadero, tranquilizado, contestó:
—¡Ah! Naturalmente... ¡Busque usted, pues!...
33
Mr. Robert se disponía a abandonar la habitación con algunos de sus agentes, cuando
partió de un rincón una voz clara y firme que decía:
—No encontrará usted ninguna huella del malhechor, Mr. Robert.
—No encontrará usted ninguna huella del malhechor, Mr. Robert
El jefe de policía se volvió con el ceño fruncido.
Allí, en la penumbra, en una mesa del ángulo, estaba tranquilamente sentado delante
de un vaso de cerveza, Parsons.
Este se había distinguido recientemente por hechos extraordinarios en diferentes asuntos
difíciles, y todo New-York hablaba del eminente y célebre detective, que luchaba con una
energía incansable contra el ejército del crimen.
Mr. Robert sentía por ello despecho, y no veía con gusto a aquel colega estorbarle el
camino para descubrir y detener probablemente en sus narices, al autor del crimen.
Se acercó lentamente al detective, y ofreciéndole la mano, le dijo:
—¡Ah! ¿Es usted, Mr. Parsons? ¿Cómo está usted?
—Muy bien; gracias, respondió el otro tranquilamente.
—¿Quiere usted seguir también este asunto? preguntó el director de Seguridad con
aire contrariado.
Parsons se encogió de hombros.
—Aún no lo sé. Va usted a agarrar por el cuello al criminal en seguida.
Mr. Robert tomó un aire de importancia y se puso más tieso que Parsons hacía poco.
—Cierto que el asunto no es muy fácil. Sin embargo, espero coger al criminal mañana
mismo.
34
—Los criminales, querrá usted decir.
—Según yo, no hay más que uno, lo más dos.
—Pues lo menos eran cinco o seis, dijo plácidamente Parsons.
—¿Cómo lo sabe usted? preguntó Mr. Robert con risita desdeñosa.
—Yo también me he tomado la libertad, mientras estaba usted allí abajo, de hacer una
información, y he encontrado huellas de pasos que me hacen creer que eran cinco o seis los
que cometieron el crimen en la habitación del desdichado viajero.
—Todo esto parece inverosímil. No lo creo. Ha visto usted cosas que no podría demostrar.
Parsons sonrió.
—Cuatro, al menos, de ellos, llevaban zapatos claveteados con gruesos clavos salientes; se
ven claramente las huellas y las rayas en el suelo, continuó.
—Esto es imposible, exclamó Mr. Robert. Si cinco o seis hombres con zapatos grandes
claveteados se hubieran acercado a la casa esta noche, hubieran corrido, a buen seguro, el
peligro de ser vistos u oídos. El sitio no es tan desierto ni nuestros polizontes son tan
estúpidos.
—Pero es que no han venido de fuera, observó sencillamente el detective.
El inspector le miró atónito.
—¡Cómo! ¿No han venido de fuera?
—No; estaban ya dentro.
Mr. Robert se puso a reír.
—¡Esto es completamente imposible! No han podido introducirse durante el día. Por otra
parte, por la noche, cuando el posadero condujo a la casa a su viajero, inspeccionó todas las
habitaciones, cuyas puertas estaban abiertas.
—¡Pero no ha mirado en la bodega!
—¿En la bodega?
—Sí; ahí se han reunido los malhechores.
—Eso no es admisible. He visitado por mismo la bodega y no he encontrado el menor
indicio de la presencia de alguien.
—Los malhechores no son tan necios que dejen huellas tras sí, dijo Parsons con cierta risa.
—Sí, pero la cueva estaba cerrada y la llave perdida.
—A menos que estuviera en buenas manos, respondió Parsons con buen humor.
Mr. Robert permaneció absorto.
No podía menos que confesar que en materia de finura en el oficio estaba delante de un
maestro.
—¿Pero qué podían buscar estos sujetos en la cueva vacía ?
Parsons se encogió de hombros.
—Esto es lo que aun no veo claro.
—¡Ve usted! dijo el inspector regocijado; aquí se encalla su teoría. Aquí se vienen abajo
todas sus hipótesis.
Parsons no respondió nada, pero repuso:
—¿Quería hacer usted un registro aquí, en la posada ?
—Ciertamente; tengo mis razones para ello.
—Ya sé, dijo Parsons fríamente. Noise le inspiró á usted sospechas.
Mr. Robert se admiró.
—¿Qué se lo hace a usted creer?
—Es cierto. ¿Por qué no confesarlo? Pero está usted en un error. Ese hombre es
completamente inocente del crimen.
35
—Esto voy a establecerlo de una manera cierta, declaró el director de Seguridad. Seré el
último en atormentar a un inocente con sospechas sin fundamento.
—¡Muy bien! Vamos, haga usted su diligencia. Pero ya le he dicho por adelantado
que no encontrará usted nada, Mr. Robert.
—Y ¿por qué no? dijo el inspector mirando al detective de arriba abajo.
—Porque el malhechor se ha contentado con acercarse a la cama del posadero para
depositar en ella la carta, y en seguida se ha eclipsado.
—¿De modo que se ha evaporado en el aire?
—No. Ha cogido una escalera que ha encontrado fuera, para llegar a la habitación; ha
depositado la carta y ha bajado por el mismo procedimiento.
—¿Cómo sabe usted esto?
—Lo he descubierto por ciertas huellas que he encontrado en la escalera.
Mr. Robert conservaba su aire incrédulo.
—Esto me parece una conclusión un poco arriesgada, dijo. No por eso dejaré de visitar la
casa.
Y, sin más, abandonó la sala en compañía de sus agentes, los cuales, al igual que las demás
personas presentes en la taberna, no habían oído nada de aquella conversación, que Parsons
y Mr. Robert tuvieron en voz baja.
El detective permaneció en el lugar donde estaba y siguió con la mirada al inspector sin
decir una palabra.
Sabía que Mr. Robert le envidiaba sus triunfos por no habérselos llevado él.
Los celos le impedían reconocer y apreciar los servicios prestados por Parsons; había entre
ellos una lucha incesante en la que siempre llevaba el director la peor parte.
¿Cuándo éste se decidiría a concluir con el gran detective una paz tan deseable para el
interés de la causa a la que ambos consagraban sus esfuerzos?
Parsons se hizo explicar una vez más por Noise todos los detalles que le habían precedido.
36
MALHECHORES DESENMASCARADOS
Parsons se había formado una idea personal de este crimen.
Se hizo explicar una vez más exactamente por Noise todos los detalles que le habían
precedido.
El hombre de larga capa, de sombrero calado, de barba negra, permanecía inhallable por
tales datos.
La capa y el sombrero no eran más que un medio de hacerse indistinguible.
La barba negra era postiza.
Parsons estaba de ello firmemente persuadido.
Otro hecho absolutamente cierto para él es que los malhechores tenían interés particular
en que la casa permaneciera vacía.
Este interés era tan poderoso y tan profundo que no habían retrocedido delante del crimen
para desembarazar aquel sitio de habitantes inoportunos.
La casa debía servir de asilo de malhechores… pero ¿de qué especie? Esto es lo que
Parsons no había podido aún aclarar.
La exploración atenta de toda la casa no le había mostrado otra cosa que lo que había
expuesto brevemente a Mr. Robert.
Cinco o seis hombres saliendo de la cueva habían invadido la habitación del viajero antes
de que hubiera aún salido de la inconsciencia del sueño.
¿Pero qué tenían que hacer en la cueva?
Nada absolutamente lo indicaba.
Había que atenerse a la suposición de que se ocultaron allí para deslizarse en la casa a la
caída de la noche. La cosa era muy fácil de admitir; pero Parsons no se contentaba con ello.
No había observado la menor huella procedente de fuera.
Otra cosa hubiera sido, según él, si cierto número de hombres calzados con pesados
zapatos claveteados con gruesos clavos hubieran penetrado en el interior.
Varias veces el detective había recomenzado con una atención y una paciencia tercas, la
inspección de la cueva; pero sus investigaciones no habían dado nunca ningún resultado.
Aquella casa estaba envuelta de un misterio que no parecía fácil de deshacer.
Recordaba al propio tiempo que todos los que habían querido alquilar la casa antes que
Noise, renunciaron a ello en el último momento.
Parsons quiso visitar á todas esas personas en compañía del dueño de la casa.
Entonces recogió con asombro un detalle importantísimo que venía a confirmar más sus
previsiones.
Para todos, el hombre de gran capa, de sombrero de anchas-alas y de luenga barba negra,
era común que había ido a hacerles desistir, en términos terroríficos, de alquilar aquella
casa.
Además, al día siguiente, como de ordinario, les llegaba una carta renovando los siniestros
avisos; de modo que la gente se asustaba y renunciaba habitar aquella casa.
Estas cartas las firmaba siempre:
El fantasma de la casa del terror.
37
Para Parsons, era claro que una asociación de malhechores se servía de aquella casa para
ciertos fines que exigían, para seguridad de la banda, que nadie la habitara.
Estaban, al parecer, resueltos a matar al primero que la ocupara; por una parte, para
librarse de un peligro inmediato, y por otra, para rodear, en el espíritu de la población, aquel
inmueble de una reputación terrorífica que impidiera a quien quisiera que fuese, el ocupar
las habitaciones.
Ese programa se ejecutaba: se había ya cometido el primer crimen.
El espanto se esparcía alrededor de la casa deshabitada; el nombre de «Casa del Terror»
iba ya de boca en boca.
Parsons estaba convencido de que se perpetraría un nuevo crimen si alguien se aventuraba
a pasar allí una noche.
En esta convicción trazó su plan de campaña.
El mismo sería quien se presentaría como viajero, alquilando una habitación en la «Casa
Terror».
Estaba resuelto a ello.
Claro, era preciso, naturalmente, dejar pasar algún tiempo antes de poner en ejecución
el plan, para no despertar las sospechas de los malhechores.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Así pasaron tres semanas.
El director de Seguridad, el inspector mister Robert, estaba sentado, presa de mal humor,
en su despacho de la Prefectura de Policía.
Todo le molestaba.
Estaba horriblemente nervioso desde el asesinato cometido en la «Casa del Terror».
No había logrado aún hacer luz en las tinieblas que rodeaban aquel crimen misterioso.
El asunto continuaba ocupando todos los espíritus.
En la prensa se leían cuchufletas acerca del olfato notable de la policía de New-York, que
pretendía estar sobre la pista del asesino desde el primer día.
Todo esto hacía que el inspector Mr. Robert estuviera muy excitado.
Desde que se levantó por la mañana se sentía aburrido por aquel asunto, que había
acabado con su buen humor.
¡Cuántas veces había vuelto a casa de Noise para recomenzar sus investigaciones en la
casa vacía y preguntar a los parroquianos de la posada, siempre con el mismo resultado
negativo!
¡Era una cosa verdaderamente desesperante!
No dejaba un momento de sospechar del posadero; pero no había contra él ninguna prueba
palpable, y no podía detenérsele sin más ni más.
De modo que el pobre Mr. Robert estaba lleno de bilis y de rabia, y sus subordinados
experimentaban cada vez los efectos de su exasperación.
¡Y ese diablo de Parsons no había dado señales de vida en el maldito asunto!
Había realizado durante aquel tiempo algunas diligencias de menor importancia, de las
cuales se hablaba mucho, pues se había puesto a varios malhechores fuera de estado de
perjudicar; pero por lo que se refería al asesinato de la «Casa del Terror», Parsons se hacía
el muerto.
Todas las veces que Mr. Robert pensaba en ello, se reía sardónicamente.
—Bien lo sé yo, murmuraba; ese Parsons tiene gran habilidad; pero aquí ha fracasado.
Con frecuencia no quiere poner la mano en eso.
38
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
Cerraba la noche, mientras delante de su despacho Mr. Robert se formulaba el mismo
monólogo. En aquel momento llamaron a la puerta.
—¡Entre usted!
Y en la habitación entró la persona de la cual se ocupaba el director de policía.
Se levantó vivamente.
—¡Ah! ¡Mr. Parsons! Cuando se habla del lobo... En usted pensaba precisamente.
El detective tendió, riendo, la mano al inspector.
—Lo creo. Estoy seguro de que sus pensamientos no tenían nada de halagüeños para
mí.
Mr. Robert rió francamente.
—Es verdad, dijo sin ambages. Lo ha adivinado usted.
—En efecto, esto no me hace mucho favor.
—¿Qué?
—De no haberme ocupado desde hace tres semanas del asesinato de Mr. Morris.
Mr. Robert quedó desarmado.
—Es verdad, Mr. Parsons, confesó. Esto me ha parecido un poco extraño.
—¡Extraño! exclamó el detective. ¡Ah! Tenía tantas cosas que hacer... Y además, el asunto
estaba tan bien en manos de usted que no tenía necesidad de preocuparme de ello.
Mr. Robert vio la ironía de estas palabras pero no se mostró ofendido.
Llevó, por el contrario, su condescendencia más lejos, e hizo lo que jamás había hecho.
Tendió la mano al detective y le dijo:
—Mr. Parsons, me sentiría muy dichoso si me ayudara usted en este asunto. El enigma
es un poco complicado, y creo que dos hombres inteligentes llegan siempre más pronto a
una solución que uno solo.
—Le agradezco a usted mucho que me considere entre los hombres inteligentes. Estoy
conforme en llevar este asunto juntos.
—¿Venía usted para esto tal vez? Preguntó el inspector ávidamente.
—¡Sí! respondió flemáticamente. He venido a rogarle a usted que ponga algunos hombres
a mi disposición, porque esta noche pienso detener a los fantasmas de la «Casa del Terror».
Mr. Robert perdió casi la palabra.
39
Mr. Robert perdió casi la palabra
—¿Verdaderamente está usted seguro de lo que dice?
—Con toda conciencia puedo decirle a usted que sí.
El inspector exhaló un suspiro.
Daba crédito a lo que le decía el detective y veía una vez más que no tenía talla para
medirse con aquel hombre que tenía delante.
Esto era para él cruelmente sensible.
—Iré yo mismo, acabó por decir. ¿Cuántos hombres debo tomar?
—Yo cuento con seis, respondió Parsons. Creo que si escoge usted seis más bien armados,
bastarán.
—¡Muy bien!
—Pero antes es preciso que le inicie en mi plan, Mr. Robert.
Cuando Parsons hubo expuesto detalladamente al director de Seguridad cómo pensaba
operar, éste movió la cabeza con aire de desaprobación.
—¡Es una locura! exclamó. Usted mismo puede sucumbir en semejante aventura.
—No, no será tanto, replicó el detective con calma. Esos señores se guardarán bien de
atacarme tan pronto.
Mr. Robert acabó por adherirse, sin objeciones, al proyecto del detective.
Cuando llegó la noche, el jefe y sus hombres se pusieron en camino por el ferrocarril
aéreo.
40
***
Entre los parroquianos de la bodega de Noise, el asesinato, hasta entonces misterioso,
cometido en la casa de enfrente, era, naturalmente, el objeto de sus conversaciones diarias.
Todo el mundo consideraba esa Casa del Terror, siempre deshabitada, con un aspecto que
justificaba su nombre.
Noise no había vuelto a conducir allí a ningún viajero.
Acababan de salir los últimos parroquianos de la posada. Noise se aprestaba a cerrar el
establecimiento, cuando resonó fuera una voz imperiosa y sonora :
—¡Aguarde usted un poco, señor posadero!
Noise se adelantó hacia el umbral de la puerta. Una extraña silueta corría desde la parte
baja de la calle, y Noise no pudo reprimir el sonreír al ver a aquel extraño personaje.
Llevaba una gran maleta negra y un sombrero de copa alta deslucido. Un largo paleto de
color claro le caía a lo largo del cuerpo. Su rostro, rodeado de una barba gris, estaba
adornado por grandes gafas. Yendo hacia el posadero, le dijo:
—¡Soy el profesor Tuck! ¿Tiene usted una habitación libre para mí?
—Lo siento; todo está ocupado: dijo Noise encogiéndose de hombros.
—Sin embargo, ha alquilado usted aquella casa para tener más habitaciones a la
disposición de los viajeros.
El extranjero hablaba tan alto que se oía perfectamente lo que decía en el silencio de
la noche.
Noise se había sobresaltado cuando el profesor habló de las habitaciones de enfrente.
—Ahí no puede usted dormir, murmuró.
—¿Están vacías las habitaciones?
—Sí, lo están.
—¡Y no quiere usted albergarme! ¡Eso es abominable e intolerable! Le pagaré a usted lo
que quiera; pero no puede usted exigir de un hombre que se cae de cansancio, que desande
lo andado hasta el ferrocarril aéreo para ir a la ciudad y dormir en un hotel. Vamos, vamos,
déme usted una de las habitaciones de enfrente.
—¿No sabe usted que esa es la «Casa del Terror» y que en ella se cometió un crimen hace
tres semanas?
El desconocido rompió en una estrepitosa carcajada.
—¿Cree usted que yo temo a los espíritus de los muertos? Soy el detective Parsons y
vengo a prender a los malhechores.
—Pues si usted quiere ir, vaya. Pero yo no pongo el pie en la casa.
—Es igual. ¿Qué habitación me quedo?
—Suba usted al primer piso; en él encontrará usted dos habitaciones muy bien puestas.
—Entonces déme usted una lámpara y la llave de la casa, dijo el viajero.
Entró en la posada con el huésped, que le dijo lleno de sincera angustia:
—En el nombre del cielo, Mr. Parsons; ¿va usted a aventurarse allí solo?
—Nada tema usted. Parsons no pone su cabeza en el nudo corredizo tan aprisa.
—Pues, buenas noches y suerte.
. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
El profesor se encaminó con precaución, con la luz y la maleta en las manos, hacia la
«Casa del Terror».
41
Abrió la puerta y la cerró tras sí.
El lecho estaba a la izquierda de la ventana; a la derecha había una mesa de escribir.
Encima de la mesa, colocado en medio de la habitación, se veía en el techo el gancho
fatal del cual había sido colgado el otro.
Parsons había cerrado la puerta por dentro con llave.
Sacó de su maleta una gran lámpara eléctrica que colocó sobre la mesa, de tal manera
que su luz, en el momento en que apretaría para hacerla funcionar, iluminaría toda la
habitación.
Arregló con una tela clara que traía exprofeso, una especie de cabeza, que colocó sobre
la almohada, de manera que hacía creer en la obscuridad que había realmente alguien
acostado.
Entonces se levantó, bostezó alto dos o tres veces, estiró los brazos e hizo como que se
acostaba.
Apagó la luz e hizo gemir el somier como bajo el peso de un cuerpo que se echa.
Inmediatamente después se abismó, sin ruido, en una especie de nicho situado entre
el escritorio y la ventana.
A su lado colgaba el cordón que comunicaba con el botón de la lámpara eléctrica.
Una ligera presión bastaría para inundar la habitación de un torrente de luz. En cada
mano Parsons tenía un excelente revólver.
Se había quitado la falsa barba así como las gafas.
Estaba inmóvil en las tinieblas, esperando sin emoción a los fantasmas de la «Casa del
Terror».
Fuera, a lo lejos, oyó sonar un reloj.
Sonó el golpe sordo de la una de la madrugada.
Parsons sentía que sus rodillas se entrechocaban, sus manos temblaban febrilmente y su
cabeza comenzaba a dolerle.
Quiso apoyarse contra la pared para descansar un poco.
En el mismo momento se estremeció y avanzó la cabeza para escuchar mejor.
Le pareció al detective que había crujido una plancha del suelo bajo pasos ahogados.
Al punto sintió Parsons que le volvía toda su presencia de ánimo y su fuerza física.
Apretó sus dos revólvers y murmuró:
—¡Alabado sea Dios! esto va a acabar. Aquí están los miserables; ¡que vengan!
Y dejó oír una respiración ruidosa y regular, como la de un hombre profundamente
dormido.
Transcurrió media hora antes de oír otro ruido.
Esta vez era en la misma puerta. Parsons notó que sacaban la puerta de sus goznes
levantándola.
El detective vio vagamente moverse grandes sombras negras que avanzaban hacia el
lecho.
La primera había ya llegado cuando gritó:
—¡Hemos sido traicionados!
Instantáneamente Parsons apretó el botón de su lámpara, que arrojó un torrente de luz, a la
habitación.
Cinco hombres enmascarados estaban clavados por el terror frente al atrevido detective.
Dos cañones de revólver brillaban amenazadores en sus manos.
—¡Quien se mueva es muerto! gritó la voz de Parsons. Al fin hemos cogido a los famosos
fantasmas de la «Casa del Terror». ¡Vamos, señores, el juego se acabó!
42
—¡Quien se mueva es muerto!
Uno de los hombres echó mano al bolsillo, pero al propio tiempo el detective disparó, y
el miserable cayó muerto.
—¡A él! gritó otro.
Los cuatro hombres que quedaron se arrojaron sobre el detective; pero éste interceptó la
corriente eléctrica y todo quedó a oscuras. El detective marchó hacia la puerta al propio
tiempo que se oían rumores abajo. Los agentes de la autoridad subían con lámparas
eléctricas en la mano. Los cuatro malhechores les salieron al encuentro trabándose una
lucha cuerpo a cuerpo; dos de los miserables cayeron gravemente heridos y los otros dos
fueron atados. Uno de ellos era el hombre de la barba negra, célebre monedero falso, que
con sus camaradas había instalado el taller en los sótanos de la casa. La entrada a ellos
estaba tan bien disimulada, que nadie había podido descubrirla.
El jefe de la banda, que era el mismo que había asesinado al viajero Morris, acabó su vida
en el sillón eléctrico.
Parsons añadió con ello una nueva rama de laurel a su corona de glorias.
43
ARMANDO, EL REY DE LOS ESTAFADORES
LA MUERTE ENIGMÁTICA
Parsons, el célebre detective, estaba a punto de salir, cuando el timbre del teléfono resonó
en el despacho.
—¡Del Hotel Bristol, de la tercera Avenida! Deseo hablar personalmente con Mr. Parsons.
—Soy yo.
—¡Ah, buenos días, Mr. Parsons! Soy el propietario del hotel Bristol. ¿Quiere usted venir
lo más pronto posible?
—¿Qué ocurre, pues?
—Un drama espantoso; hemos encontrado un cadáver en la habitación número 40.
—¿Muerte natural o asesinato?
—Esto es lo que todo el mundo se pregunta. Para mí, no se trata de un suicidio.
—¿Hay, pues, otros que no son de la opinión de usted?
—El jefe de la seguridad Mr. Robert pretende que se trata de un suicidio y que es inútil
llevar más lejos las investigaciones.
—¡ Ah! ¿Ha avisado usted a la policía?
—Sí, la he avisado en cuanto he descubierto el cadáver.
—¿Ha hecho usted llamar a un médico?
—Debe llegar uno de un momento a otro.
—¿Mr. Robert ha dado orden para el levantamiento del cadáver?
—No; espera el dictamen del médico.
Parsons permaneció un instante pensativo, y luego dijo con su voz breve y enérgica:
—¡Bien! Voy al momento. Hay que oír esto de más cerca.
—¡Gracias! ¡Hasta luego, Mr. Parsons!
El detective colgó el receptor en el aparato, y, después de haber transmitido a su fiel
lugarteniente Morris el trabajo que quería haber hecho aquella mañana, se apresuró a
personarse en el hotel Bristol.
Subió a un coche y pronto estaba a su destino.
El propietario del hotel, un hombre grueso y rechoncho, salió a su paso.
—Me alegro de que haya usted venido, Mr. Parsons. El médico está arriba examinando
el cadáver.
—¿Cómo se llama el muerto?
—Se había inscrito en mi registro con el nombre de Jorge Maine.
—¡Subamos!
Los dos hombres subieron la escalera. Delante de la puerta de la habitación, Parsons se
volvió hacia al hotelero.
—¿Cómo ha llegado a convencerse usted de que hay crimen y no suicidio? preguntó.
—Ese joven me había parecido muy tranquilo, en modo alguno agitado. Ayer hablé con él,
ya tarde; estaba tan alegre, con ánimo tan franco y libre, que no puedo creer que instantes
después se haya quitado la vida.
Parsons sonrió.
—¿De modo que usted cree que todo hombre que tiene la intención de suicidarse debe
parecer intranquilo y agitado? Hay personas que poseen mucha fuerza de voluntad para
bromear y reír cinco minutos antes de alojarse una bala en la cabeza. Yo he conocido
algunos de esos.
44
El hotelero levantó los ojos hacia el detective; un ligero embarazo se dibujaba en su
rostro.
—Tendré mucho disgusto, Mr. Parsons, de haberle a usted molestado por nada.
—¡Vamos a verlo! dijo Parsons.
Y entraron en la habitación número 40.
El médico estaba ocupado en su examen, y el inspector Mr. Robert, el jefe de la seguridad
de New-York, estaba de pie junto al marco de la ventana.
—¿No es cierto, doctor, que se trata de un suicidio? preguntaba en aquel momento.
El médico nada respondió; se contentó con encogerse de hombros. Parsons vio a Mr.
Robert al entrar y fue a saludarle en seguida.
—¡Buenos días. Inspector!
—¡Ah! señor Parsons, ¿usted aquí? Pero ¿qué viene usted a hacer? ¿Viene usted por un
suicidio?
—Pasaba por aquí, cuando el propietario me ha llamado y contado el incidente, respondió
el detective. Y ya que estoy, voy a dar una ojeada al cadáver. Creo, como usted, que el
hotelero está en un error, y que este hombre se ha dado muerte voluntariamente.
—De seguro. No tiene usted más que mirar el cadáver. No hay señal de violencia.
Parsons se acercó al lecho.
Desde que observó el rostro pálido e imberbe del muerto que estaba tendido ante él,
profirió un grito de estupefacción.
—¡Cómo! ¿No me engaña mi vista? ¡Sin embargo, es imposible!
Mr. Robert avanzó vivamente y preguntó con interés:
—¿Qué hay? ¿Le conoce usted? ¿Por qué le contempla usted el rostro con este aire
perplejo?
Perdido en sus reflexiones, el detective escrutaba el rostro del muerto.
Al fin, murmuró:
—Pero ¡yo te conozco! ¡He trabajado contigo hace dos años! Pero ¿dónde? Mi memoria
me falla.
Siguió un profundo silencio.
Los tres hombres miraban a Parsons, que en una extrema tensión de espíritu, procuraba
recordar.
45
Los tres hombres miraban a Parsons, que en una extrema tensión de espíritu, procuraba
recordar.
De pronto, exclamó:
—¡Ya lo he encontrado! Era en Chicago. Allí nos conocimos. Hemos tenido entre manos
un negocio muy importante. Se trataba de un gran ladrón llamado Mildmann. ¿Conoce
usted el caso?
—¿Luego el muerto era conocido de usted? dijo el jefe de seguridad.
—Sin duda, respondió Parsons. Era uno de nuestros colegas, inspector.
—¿Está usted seguro de ello, Parsons? ¿Cómo diablo se habría suicidado?
—No se ha suicidado, declaró Parsons, muy seriamente. Flermouth, es su verdadero
nombre, y vivía aquí, según me han dicho, bajo el nombre de Jorge Maine. ¿Qué significa
esto?
—Que tenía alguna razón para ocultar su nombre.
—Perfectamente, inspector, lo adivina usted y la razón está en que estaba sobre la pista
de algún malhechor. Y ¿quién sabe si ha sido víctima de éste?
Mr. Robert se echó a reír.
—¡ Bah! exclamó; esos miserables merecen ser colgados.
—De acuerdo, pero es preciso cogerlos. Estoy convencido de que durante la pasada
noche, el o los asesinos han penetrado aquí.
El médico, inclinado sobre el cadáver se enderezó en aquel momento.
—No me parece fundada esta suposición, declaró. No encuentro en el cadáver señal
alguna de violencia, ni ofrece síntomas de envenenamiento. Me inclino, pues, a creer que no
hay aquí ni suicidio ni crimen, sino sólo una muerte natural súbita. El hombre ha sucumbido
a una congestión.
Mr. Robert aprobaba con ligera inclinación de cabeza las palabras del médico.
46
—¡Ya usted ve! Esta ha sido siempre mi opinión. Es lástima que uno de mis colegas haya
muerto así en la flor de la edad; pero no podemos dirigir a su memoria más que pésames
confraternales. Doctor, le dejo a usted el cadáver, y le ruego indique en su certificado que la
muerte ha sido debida a causas naturales.
Parsons, con ademán enérgico, levantó el brazo.
—¡Calma! No nos apresuremos. Incurriríamos en una ligereza imperdonable si no
examináramos este caso seria y completamente. Por mi parte no soy de opinión de que
nuestro desgraciado colega haya muerto de muerte natural.
Mr. Robert sonrió.
—Como quiera usted, Mr. Parsons. ¿Desea usted tal vez examinar el cadáver?
—Efectivamente, lo deseo.
—Buena suerte, pues, doctor. Venga usted, señor médico, a tomar un whisky mientras su
colega nos hace conocer el resultado de sus investigaciones.
Mr. Robert se dirigió al médico, que se puso a reír irónicamente en unión del jefe de la
Seguridad, cuya invitación aceptó con gusto.
Parsons se puso entonces a examinar cuidadosamente el cadáver.
Estaba acostado en la cama, en camisa, y tenía toda la apariencia de un hombre
sorprendido por la muerte durante el sueño.
Mientras estaba dedicado a este examen, el detective conversaba con el hotelero que se
había quedado en la habitación.
—¿De modo, que el difunto le habló a usted aun anoche?
—Perfectamente, Mr. Parsons.
—¿Y no observó usted nada insólito en él?
—Absolutamente nada. Estaba muy tranquilo y hasta alegre.
El detective inclinó tristemente la cabeza.
—Yo le he conocido. Era, en efecto, una naturaleza franca y alegre; sabía, fuera de su
profesión, hallar en toda circunstancia el buen lado de la vida.
—Realmente, respondió el hotelero, me ha hecho reír contándome graciosas historietas.
—¿Le habló a usted de los viajeros que se alojaban en el hotel?
El dueño pensó un rato. Al principio creía que no, pero finalmente exclamó:
—Sí, ya me acuerdo, dijo. Me habló de dos hermanos Wilson que viven aquí.
—¿Qué habitación ocupan?
—El número 41, al lado.
El detective indicó una puerta de comunicación que daba a la habitación vecina.
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AVENTURAS EXTRAORDINARIAS DEL DETECTIVE PARSONS (1908-1910)

  • 2. 2
  • 3. 3 I La tempestad deshecha que se desencadenaba aquella noche terrible de otoño, movía violentamente los postigos y los hacia crujir contra el muro. Las gruesas gotas de lluvia glacial azotaban el rostro de los transeúntes retardados. El célebre jefe de policía Parsons volvía a su casa después de un día bien aprovechado, pues había descubierto una pandilla de ladrones poderosamente organizada, y aun cuando fuera éste asunto corriente que no había exigido muchos esfuerzos intelectuales, se sentía cansado; así, que se echó pesadamente sobre un sofá, extendió las piernas y se puso a tirar uno de esos cigarros de marinero que prefería a los mejores habanos. Entregado a esa distracción, y gozando con la paz de su conciencia de uno de los raros momentos de descanso que su profesión le dejaba, es interesante conocer la grande y original figura de Andrés Parsons, fundador de la «Universidad de los Detectives», donde se crean los buenos polizontes del porvenir con los principios y procedimientos de aquel esclarecido jefe cuyas memorias reproduciremos en estos relatos sensacionales. Aun no había fundado dicha Universidad y ya Mr. Parsons se había colocado a la cabeza de los detectives de Nueva York, la ciudad que ha producido hombres más notables en el arte de perseguir, sin misión oficial, sencillamente como meros particulares, a los malhechores que quebrantan las leyes protectoras de la vida y de la propiedad de los ciudadanos. La fama que le había conquistado su audacia extraordinaria en aquel país de audaces, con el aditamento de cualidades físicas y de dotes de observación y de intuición que hacían de él un hombre excepcional en su oficio, había ya pasado la frontera de Nueva York y de los Estados Unidos, para hacerse universal. Y no causará, por lo tanto, asombro saber que se había convertido en terror de los millares de granujas que se mueven en los bajos fondos de la inmensa ciudad, en la que era su enemigo más terrible. Los hábiles y temibles malhechores que se reían de los agentes de la policía urbana de uniforme y secreta, temblaban al oír el nombre de Andrés Parsons, hombre fuerte y honrado cuya vida se consagraba al bien público y en luchar sin descanso contra todo el ejército del crimen. Dejamos al gran detective en su sofá disfrutando con delicia un instante de reposo que pudo hallar entre el asunto que acababa de terminar y el que le solicitaba para el día siguiente. Este reposo no debía durar mucho. Se levantaba para encender una lamparilla de alcohol y hacerse una taza de té, cuando sonó un violento campanillazo. —¿Una visita a tal hora? murmuró. ¿Hay tal vez alguna novedad? Después de haber llamado á la puerta entró la criada de Parsons, Miss Lebel, mujer pequeña y rechoncha. —Señor Parsons, aquí hay un caballero que desea verle a usted. ¿Puedo hacerle entrar? —Que entre, respondió el detective levantándose para coger el revólver de su mesa de escribir, pues siempre se ponía en guardia cuando tenía que recibir visitas desconocidas a avanzada hora de la noche. Volvió a su asiento y se puso a limpiar el arma al tiempo que se abría la puerta violentamente y entraba un hombre exclamando.
  • 4. 4 … se ponía en guardia cuando tenía que recibir visitas desconocidas… —¡Buenas noches, Parsons! ¡Un asesinato, un asesinato horroroso acaba de cometerse! ¡Venga usted pronto si quiere coger al asesino! El detective no pareció influido por la agitación febril que manifestaba el desconocido. Fijó en él su mirada penetrante y notó interiormente la impresión antipática que le producía. Era una silueta insignificante, de vestidos recortados y cuya fisonomía revelaba a través de la agitación del momento, la astucia y la hipocresía. —Pero ¿cómo continúa usted sentado? ¿Por qué no viene usted conmigo? exclamó el hombre frente la flema del detective. Me parecía que cuando se presentaba un caso tan interesante como este, un detective como usted tan apasionado por su profesión, debía precipitarse en seguida a la calle. —No tan aprisa, caballero. ¿No preferiría usted sentarse y contarme el caso con precisión? Ya usted sabe que traspaso a la policía los casos fáciles reservándome sólo los difíciles. —Lo sé y recurro a usted precisamente porque el caso es tan complicado e interesante que no existe en todo Nueva York una sola persona capaz de encontrar la solución como no sea usted. El detective sonrió. —¡Gracias! pero tengo por costumbre formar juicio de mí yo mismo. Le ruego, pues, que se siente y me cuente el caso detalladamente. El visitante se sentó en una silla exhalando un prolongado suspiro.
  • 5. 5 —Me llamo Juan Morley, comenzó el desconocido. Habito en una casa de la calle del Puerto, número 10, y tenía por vecina a una anciana llamada Sofía Lostein. Esta acaba de ser asesinada hace una hora. —¡ Ah! El detective se encogió de hombros como diciendo «¿Qué quiere usted? Estas cosas suelen ocurrir con frecuencia». Luego añadió: —Y ¿cómo sabe usted esto, Mr. Morley? —Estaba yo acostado cuando oí un grito terrible en la habitación contigua. Salté de la cama asustado, me vestí apresuradamente y me precipité hacia la habitación de la anciana. A la luz vacilante de la bujía que tenía en la mano, vi a Sofía Lostein, con los ojos vidriosos, tendida en un mar de sangre. Aterrorizado, dejé caer la luz y me alejé cerrando la puerta tras de mí. Al mismo tiempo me acordé de usted y me acabé de vestir y corrí a verle. Y es preciso que usted me ayude, que encuentre al innoble asesino. Parsons dirigió una singular mirada a su interlocutor. —No puede ser de otra manera, dijo Parsons levantándose lentamente para coger su sombrero, su bastón y su capa. —¡Al fin se decide usted! exclamó Morley cuyo rostro se encendió de satisfacción. —Sí, voy, respondió Parsons; pero antes iremos a declarar ante la policía y pedir que nos dé un refuerzo. —Es insensato, exclamó el otro. Perdemos un tiempo precioso; mientras el asesino huye —Ya lo ha hecho a estas horas, replicó Parsons con tono decisivo. ¿Cree usted que el criminal se ha sentado tranquilamente junto al cadáver de su víctima esperando que Parsons vaya a detenerle ? —No, pero ya le he dicho a usted que se trata de las huellas que van a enredarse o a desaparecer. Parsons se irguió cuan alto era y dijo fijando en su interlocutor una mirada penetrante: —¿Está, pues, cerca esta anciana ? —No; pero creo que todo hombre debe experimentar indignación a la vista de este odioso acto y desear que sea castigado lo más pronto posible. —¿Y ha venido usted a mi casa desde luego? —Sí, he creído que era mejor. —¿Por qué no ha hecho usted la denuncia, reglamentaria a la policía? —Porque deseaba conducirle a usted desde luego al lugar del crimen, a fin de que descubriera las huellas del criminal antes de que fuera la policía, la cual podría enredarlo todo. Parsons soltó una carcajada. —Es preciso que sea usted mismo medio detective para sacar conclusiones tan ingeniosas. Pero, además, usted se ha equivocado, pues yo no puedo prescindir de la policía. —Sería necio, insistió el desconocido. ¿Por qué no quiere seguirme usted? Si no lo hace usted en seguida, va usted a perder uno de sus más entusiastas admiradores. —No comprendo cómo se permite usted hablarme así. Ya que usted está tan enterado de todo, ¿por qué no se encarga usted mismo del asunto ? Convénzase usted de que sé perfectamente lo que debo hacer y que jamás me dejo influir por nadie en mis determinaciones. Ya me va pareciendo sospechosa su insistencia en querer conducirme al lugar del suceso. El desconocido bajó los ojos al oír las últimas palabras de Parsons, pero irguiéndose de súbito, dijo riendo: —Sí, tiene usted razón, Mr. Parsons; he sido un necio indicando al gran detective el camino que tenía que seguir.
  • 6. 6 —Perfectamente. Ahora podemos marchar. Los dos hombres salieron de la casa y se dirigieron a la delegación de policía. Parsons no apartaba un momento los ojos de su compañero; adivinaba en él algo traidor y cada vez tomaba más consistencia la sospecha que aquel hombre había hecho nacer en su espíritu con su rara llegada y sus palabras. Apenas se veía el palacio de la policía, cuando el compañero del detective dio un brinco de lado y se perdió corriendo en un dédalo de callejas sombrías y desiertas. Huía con tan vertiginosa velocidad que muy pronto se perdió en las tinieblas de la noche. Parsons se detuvo y silbando entre dientes exclamó: —¡Vamos! he ahí un caso que no me parece tan regular como al principio. ¿Qué diablo se esconderá aquí? Es necesario ir hasta el descubrimiento de este nuevo misterio. Y a buen paso se encaminó a la delegación de policía, se hizo anunciar al oficial de guardia y le puso al tanto de lo que acababa de ocurrirle. —Se le quería tender a usted un lazo, Mr. Parsons, exclamó el oficial. No hay razón alguna para que vaya usted a la casa del Puerto; sería tiempo perdido. —Tal vez no; tanto, que le ruego me preste algunos hombres. El oficial de guardia consintió. —Si no es nada, devolvedme los hombres en seguida, le dijo a Parsons, que se alejaba ya. Acompañado de tres ayudantes el detective se paró delante de la casa número 5 de la calle del Puerto. —¡ Abrid en nombre de la ley! Todo estaba silencioso. Únicamente en la vecindad algunos habitantes despertados bruscamente miraron curiosamente por las ventanas. Parsons esperó un instante; después ordenó enérgicamente: —¡Vamos! ¡Hundid la puerta! Hay que penetrar para comprobar si ha ocurrido alguna desgracia. Los dos más fuertes de los tres agentes se arrimaron contra la vieja puerta carcomida que cedió violentamente crujiendo. La entrada estaba libre. Del interior se exhalaba un aire húmedo. Fueron encendidas las bombillas eléctricas y Parsons, revólver en mano, penetró a la cabeza de los hombres en una pequeña bodega enladrillada. A la izquierda se encontraba una puerta en la que, en un trozo de cartón sucio se leía el nombre: Juan Morley. —Si ese granuja no es Juan Morley, al menos conoce a los inquilinos de esta casa, se dijo a media voz el detective. Razón de más para informarse de Sofía Lostein. A la parte opuesta del muro se encontraba otra puerta. Parsons la abrió bruscamente, pero quedó inmóvil en el quicio.
  • 7. 7 … en el suelo grasiento estaba tendido el cadáver de una anciana... —¡Era verdad! se limitó a decir. El desconocido que con el nombre de Juan Morley le había llevado la noticia del asesinato no había mentido. En medio de la miserable estancia alumbrada por los faroles eléctricos de los polizontes, en el suelo grasiento, estaba tendido el cadáver de una anciana vestida con harapos. La cabeza estaba bañada por un charco de sangre y sus rasgos rígidos, sus ojos fijos y vidriosos producían repugnante aspecto. Parsons se repuso en seguida; se acercó al cadáver y vio que el cuello de la víctima había sido cortado con un cuchillo muy afilado. El arma se encontraba junto al cuerpo ya frío. La anciana parecía no haberse defendido. Sin duda sucumbiría sin resistencia a una agresión cobarde y traidora. —Dejémosla tendida donde está, ordenó Parsons. Será preciso que el coroner venga mañana por la mañana. El coroner es el magistrado que comprueba las muertes repentinas o violentas y que, de acuerdo con su jurado, determina legalmente la causa. A pesar de la hora avanzada un pequeño grupo de curiosos se había estacionado fuera. Atentos y apartados miraban por las estrechas ventanas de la habitación en que acababa de desarrollarse el siniestro drama. El detective apareció en el umbral y preguntó si entre los circunstantes había algún vecino que estuviera al corriente de la existencia que llevaba la anciana.
  • 8. 8 Avanzó una mujer que dijo en voz alta: —Yo la conocía perfectamente, señor. —Entre usted, pues. La mujer siguió al detective titubeando, miró tímidamente el cadáver, sobre el cual los polizontes habían arrojado un gran mantón de color oscuro. Parsons comenzó el interrogatorio. —¿Cómo se llama usted? —Adela Milles. —¿ Vive usted cerca? —En la misma casa, ahí al lado. —¿Ha conocido usted a la muerta? —Muy bien; nos veíamos casi todos los días. —¿Cómo se llamaba la víctima ? —Sofía Lostein. —¿Tenía en su casa algo de valor ? La anciana sonrió tristemente. —¡Era tan miserable como yo ! A veces nos faltaba el pan a ambas. —¡Es extraño! ¿Entonces el crimen no ha podido tener por móvil el robo? La mujer paseó una mirada circular por la habitación. —¿Qué habría aquí por robar? El detective hizo un gesto de aprobación, pero el asunto se hacía cada vez más embrollado y misterioso. Parsons debió confesarse que hasta aquí el hombre que le había comunicado el crimen había dicho la verdad. —¿Sabe usted si Sofía Lostein tenía enemigos? —¿Enemigos? ¿Quién podía quererle mal? Nunca hizo mal a nadie; no se ocupaba de nadie y, además era medio sorda, medio ciega. —¿Recibía visitas alguna vez? —No; siempre la vi sola. —Piénselo usted bien. Tal vez algún día recibió a alguien y usted lo ha olvidado ya. —¡No! aseguró la mujer. —¿Y cómo se entendía con su vecino de al lado? —¿Con Morley? Vive aquí desde hace muy pocos días y no creo que la hubiera dirigido aún la palabra. —Pero ¿la conocía? —No lo creo. No podía verle bien y sólo le oía hablar raramente. Y además en casi todo el día no estaba en casa. —¿Ha visto usted a ese Morley? —Sí, muchas veces. —¿Cómo es? —Es un hombre bajo, rechoncho, mal humorado y de vestir pobre. —Sí, es el hombre que me ha anunciado el crimen. —Nada puedo decir de eso. No le conozco más que usted y jamás le he hablado. El detective hizo salir a la mujer. Entró en la habitación ocupada por Morley, o mejor, que había ocupado éste; pues aparte algunos viejos muebles groseros, nada en la pieza denotaba la presencia de un habitante. El caso era decididamente raro.
  • 9. 9 Parsons se acercó a la puerta y reflexionó. ¿Quién era ese Juan Morley ¿ Por qué había ido a su casa a anunciarle el crimen y había desaparecido corriendo en vez de acompañarle a la delegación central de la policía? ¿Era tal vez el autor del crimen? Era difícil admitir que en este caso hubiera ido buscar un detective para darle cuenta del hecho. Habría sido una necedad que no pudo cometer ese Juan Morley que parecía hipócrita y astuto. Parsons se inclinaba a creer que ese Juan Morley había tenido que ventilar ya algún asunto con la policía de la que debía ser muy conocido bajo otro nombre. Tal vez por eso había reflexionado por el camino y le había abandonado, ante el temor de caer en el garlito. La suposición parecía probable e hizo que el detective pensara en aquel individuo con menos severidad. No era probablemente un asesino; pues en tal caso el crimen no le hubiera indignado hasta el punto de hacerlo denunciar a Parsons. Había que tener en cuenta esta diligencia. El hombre aparecía, pues, al detective bajo un aspecto menos sospechoso; sin embargo, una voz le decía desde el fondo: No te fíes de las apariencias; en él está la llave del misterio. —¡Bien! se dijo; procuraré aclarar el misterio que flota alrededor de Sofía Lostein y del hombre que me ha anunciado el crimen. No descansaré antes de haber descorrido algo el velo y descubierto hasta qué punto Juan Morley está interesado en este asesinato. Visitó cuidadosamente la casa con sus hombres. La parte alta estaba ocupada por algunos reductos oscuros que tanto podían servir de desván como de granero. En la habitación en que yacía la anciana, Parsons, a pesar de minuciosos registros, no encontró nada que pudiera darle el menor indicio. El arma del crimen era un cuchillo de cocina muy afilado. El suelo, groseramente enladrillado, era húmedo y sucio; no podía descubrirse ninguna huella de pisadas que dieran una pista a seguir. En la parte subterránea había una bodega bastante grande, que en otro tiempo debió servir para almacenar legumbres y mercancías varias. Era oscura y se penetraba en ella por una puerta baja, tras la cual descendía una escalera recta. La bodega tenía una particularidad: estaba separada por un tabique en el que había una puerta cerrada con un gancho. La parte de la bodega que se hallaba detrás del tabique no tenía otra salida. Parsons lo examinó todo muy atentamente; pero las dos partes del subterráneo estaban completamente vacías, y nada permitía descubrir que se hubiera bajado a él en mucho tiempo. Los escalones de piedra húmeda ninguna huella tenían. El detective abandonó el subterráneo. Cuando apareció otra vez en lo alto, Karter, director de la policía, acababa de llegar y le interrogó. —Y bien, Mr. Parsons, ¿ha encontrado usted algo interesante? El detective se encogió de hombros. —El asunto es misterioso. El enigma es hasta ahora indescifrable. ¿Quién podía tener interés en asesinar a esta mujer miserable que apenas si podía comer? Con su muerte nada podía ganar. Karter frunció el ceño. —Querido Parsons, veo que esta vez soy más despierto que usted. ¿No ha oído hablar usted nunca de la avaricia de los viejos? Creo que ahora tenemos un caso. La anciana tenía sin duda alguna en algún rincón de su colchón una media llena de oro y de billetes de banco, y su avaricia le impedía distraer un céntimo del tesoro penosamente amasado. Prefería morirse de hambre antes que tocarlo.
  • 10. 10 Parsons sacudió la cabeza como si despertara de un sueño. —Esta suposición puede ser cierta, dijo; pero es probable que una mujer tan avara no hablara de su tesoro a cualquiera. —Una casualidad ha podido hacer descubrir el tesoro a un ladrón cualquiera. —Pero entonces el malhechor no habría tenido necesidad de asesinar a la anciana; salía a menudo y era fácil robar durante su ausencia. Karter meneó la cabeza. —No; un ratero de ese género es capaz de todo. Cree haberse asegurado la impunidad; nadie sabe que el dinero que ahora tiene en su poder estaba oculto aquí; puede, pues, tranquilamente gastar el producto de su fechoría sin despertar ninguna sospecha. Esta es mi idea y hacia ella voy a dirigir mis investigaciones. —Le deseo a usted buena suerte, señor Karter, dijo Parsons saliendo de la casa. Se decía que las hipótesis del director de la policía, no estaban desprovistas de fundamento. Bajo este aspecto el crimen era comprensible. Y, sin embargo, el detective no creía que la verdad se escondiera ahí. A pesar suyo veía una correlación entre el crimen y Juan Morley, y en este sentido orientar, por su parte, sus pesquisas. Sus primeros esfuerzos debían, pues, tender a hallar al fugitivo que le había anunciado el crimen. A partir de este momento, el objeto principal del detective fue apoderarse de la persona de Juan Morley. UNA VISITA PELIGROSA Por la mañana Parsons reunió en su despacho a una parte de sus agentes particulares. Allí se encontraba Jameson, un inglés que poseía toda la confianza de Parsons; estaba dotado de un valor a toda prueba y de una energía de hierro junto a un talento de actor. Esta última cualidad le permitía representar los más diversos papeles durante sus pesquisas policíacas. —Cuídate tú de las tabernas del puerto, Jameson, le dijo el detective. Te será tal vez posible descubrir a nuestro hombre. Hemos de dar con él a todo trance. Jameson se vistió con un traje de marinero y en un abrir y cerrar de ojos se compuso de modo que se parecía extraordinariamente a un marinero algo alcohólico. Con paso vacilante, abandonó la habitación y se dirigió al puerto tambaleándose. Los otros agentes del detective se marcharon vestidos con trajes diversos, por una puerta trasera y se esparcieron por los barrios más peligrosos de la ciudad. Cada cual poseía las señales claras que permitían descubrir a Juan Morley. Parsons había prometido una buena prima al que lo cogiera, de modo que todos estaban decididos a hacer un imposible por detenerle.
  • 11. 11 Parsons se puso un traje de viejo buhonero… Parsons se puso un traje de viejo buhonero y emprendió la exploración de todos los tugurios. El éxito, no se hacía ilusiones, era muy problemático, pero podía darse con alguna pista gracias a la labor de sus agentes. Cada cual había recibido orden de volver al despacho sin tardanza desde que descubriera una pista y de esperar el regreso de Parsons, que debía volver a casa muchas veces durante el día. El detective interrumpía a menudo su excursión a través de los sitios de reunión del hampa. Pero cada vez que regresaba nada nuevo encontraba. Desanimado resolvió regresar definitivamente a la caída de la tarde. Esta vez encontró a Jameson sentado en su bufete, mirando fijamente ante sí y muy excitado. —¡Qué ! ¿Hay algo nuevo? Al ver a su jefe el joven se levantó exclamando: —¡Ah ! señor, dijo furioso, el granuja se ha escurrido de las manos cuando le tenía ya bien cogido. —¡Goddam! Parsons vertió maquinalmente ese terno clásico de los anglo-sajones y se echó furiosamente en una butaca. —¡Vamos, di cómo ha ocurrido la cosa! —El diablo se ha mezclado en el asunto, murmuró Jameson, pasándose la mano por la frente mientras exhalaba un suspiro. Entonces advirtió Parsons que Jameson llevaba una faja de tafetán en la sien. —¡Veo que el miserable se ha defendido! —El no, sus acólitos. —¿Sus acólitos? preguntó Parsons. ¿Entonces es un sujeto de cuidado?
  • 12. 12 —Sin duda alguna. La gente que le rodea lo prueba de sobra. Visitando las tabernas del puerto, llegué por fin a la de Klare que sin duda conocerá usted. Parsons contestó afirmativamente mientras, exclamaba: —Sí, la conozco. Allí se reúnen los tahúres y los granujas de la peor calaña. Muchas veces he encontrado allí a los que buscaba. El detective se acercó a Jameson y le golpeó la espalda amistosamente. —¡Sí, muchacho! comprendo perfectamente que te hayas encontrado en un apuro y que el pájaro haya volado. La banda maldita que frecuenta aquel nido tiene ciertos lazos a su disposición, en los que siempre cae un hombre inexperto. Esto me ha ocurrido a mí más de una vez en casa de Klare. Cuando creía haber cogido a un malhechor, se me escapaba de entre las manos. —Pero ¿cómo la policía no destruye aquella guarida? preguntó Jameson aun emocionado. Parsons sonrió. —Si así lo hiciera, la policía perdería su mejor ratonera. No, muchacho, sería una falta imperdonable. Por otra parte, cosa que parece paradójica, los granujas saben perfectamente que la policía vigila de cerca la guarida y van no obstante siempre a ella. Y es que el figón ese tiene para ellos un atractivo particular, y en su sociedad, el que no va a casa de Klare es un cobarde. Por este motivo, Jameson, lejos de cerrar aquella ladronera hay que conservarla con cuidado como lazo permanente en el que se cogen hermosos ejemplares de ratas. Jameson aprobó con la cabeza lo que decía su jefe. Las palabras del detective acababan de hacerle comprender la habilidad de la administración de justicia, que dejaba abierto aquel salón como se llaman en New-York las peores ladroneras. —Pero, cuéntame Jameson, cómo ha ocurrido la aventura. —Entraba en el salón cuando vi de pie en el aparador un hombre robusto cuyo aspecto revelaba lo bien que le pararía el uniforme de presidiario. En una mesa de atrás había sentados tres individuos, cuya presencia me causó sobresalto... Uno de ellos se parecía extraordinariamente a aquél cuyas señas llevaba yo en el bolsillo. Me hice servir el whisky, y observé atentamente a mi hombre. Todo se avenía con las señas. Su aspecto era malicioso y observé que fijaba en mí una mirada sospechosa. Me pareció que llamaba sobre mí la atención de sus compañeros. Sin embargo, sus sospechas parecieron disiparse y vi que sus dos amigachos se despedían de él y se dirigían hacia la puerta, pasando por delante de mí placenteramente. Había llegado el momento de obrar. Me acerqué a la mesa y me senté frente a aquel hombre. Saqué al propio tiempo mi revólver que estuve apuntando a su corazón, de tal manera que ninguno de los caballeros que estaban de pie en el aparador podía observarlo, y le dije : —¿Cómo está usted, Mr. Juan Morley?
  • 13. 13 ¿Cómo está usted, Mr. Juan Morley? Le vi estremecerse y echarse hacia atrás. Estaba seguro de mí y podía obrar sobre seguro. Entonces continué, muy cortésmente: —Andrés Parsons deseaba hablarle. ¿Tendría usted la bondad de seguirme en seguida, si no le agujereo su honrada piel? —¡Vamos! Estaba aquí demasiado tranquilo. Que el diablo se os lleve a los agentes de Parsons. Se levantó y me precedió dócilmente hasta la puerta trasera. Ya puede usted imaginarse, señor, si estaría yo orgulloso de mi captura. Parsons sonrió. —Déjame continuar por ti, Jameson, dijo tranquilamente el jefe. Convencido de haber cogido al malhechor, habrías andado unos cien pasos cuando vacilaste y caíste al suelo sin sentido, derribado por un golpe terrible que alguien acababa de asestarte por detrás en la sien. Y si no llegas a tener el cráneo de hierro, ya estarías muerto y podría prepararme a estas horas a acompañar a mi pobre Jameson a la última morada. Pronto volviste en ti, con terribles dolores en la cabeza. Todo sentimiento de triunfo se había desvanecido con el pájaro que creías tener ya entre las manos. Jameson escuchaba atentamente a su jefe. —Tiene usted razón, señor; pero ¿cómo sabe usted esto? —Sencillamente. Los bandidos habían notado que les observabas, y han querido desembarazarse de ti. No has tenido prudencia, esto es todo. —Sin embargo... protestó Jameson.
  • 14. 14 —No, no, dijo el detective; en nuestro oficio hay que saber vigilar y cazar a los prójimos sin que se den cuenta. Esto lo aprenderás con el tiempo, chico. Los granujas han creído reconocer en ti a uno de los agentes de Parsons: por eso los dos compinches han hecho como que se iban, mientras el famoso Morley ha esperado que fueras hacia él. No tenía que hacer más que parecer que te obedecía. Los otros dos bandidos te han seguido desde lejos y te han descargado el golpe que ordinariamente suele ser mortal. Jameson estaba desconcertado. Veía que no había reflexionado bastante y que tenía aún mucho que aprender, para llegar al nivel de su amo. Parsons le consoló con tanta bondad que el joven se levantó como movido por un resorte. —¡Pues bien, vuelvo allá abajo! Es preciso que coja de nuevo al miserable; y esta vez sí que no se me escapa. Se transformó nuevamente, у quedó convertido con tanta perfección en pordiosero que nadie hubiera podido tomarle por otra cosa. Seguidamente salió para su expedición nocturna. Su amor propio herido por su fracaso, le aguijoneaba y estaba resuelto a no descuidar nada para reparar su primera torpeza. Parsons salió también. Quería andar un poco; el aire le haría bien y le ayudaría a coordinar sus ideas, porque el enigma estaba más obscuro que nunca para él. Ese Juan Morley pertenecía evidentemente a una banda de malhechores. Pero ordinariamente los hombres de tal categoría no se entregan al asesinato de una anciana miserable. Había, pues, en aquella agresión un móvil misterioso que no acertaba a comprender. ¿No era incomprensible que el malhechor denunciara por si mismo el crimen al temible detective? En ello no había más que una explicación plausible. Era un complot urdido contra él, Parsons, el enemigo jurado de los malhechores. Ese Morley había querido sin duda alguna denunciara por sí mismo el crimen al temible a su vez. La casa en la que se encontraba la víctima era probablemente una guarida de bandidos. En cuanto Parsons hubo concebido esta idea decidió inspeccionar una vez más el lugar del crimen, con la vaga esperanza de dar con los asesinos. Sin embargo, volvió de nuevo a su casa, presintiendo que los criminales debían querer ante todo, penetrar en su domicilio. Después de abierta nuevamente la puerta el corredor, su sirvienta le salió al encuentro muy emocionada. —¡En nombre del cielo, Mr. Parsons! Hay ahí un hombre que me parece muy sospechoso e inoportuno. —¿Quién es? —No le conozco. Hace una hora que ha llegado. Cuando abrí, el desconocido se introdujo a la fuerza afirmando que era absolutamente necesario que le hablara a usted. Le he dicho que estaba usted ausente y me ha contestado que le esperaría cuanto fuera necesario. Parsons no preguntó más y entró en su cuarto.
  • 15. 15 ¿Qué quiere usted? Allí se sentó a la mesa; y, como si todo lo que pasara fuera perfectamente lógico, sonrió y se sacó un revólver del bolsillo. —Vamos a ver de cerca a ese señor y hacerle pagar cara su arrogancia, murmuró. Después pasó a su despacho. Delante de la mesa estaba sentado un andrajoso. Tenía el rostro lustroso, la barba enmarañada y sus diminutos ojos brillaban con maligna llama. Envolvió al detective con mirada astuta, se levantó y se inclinó torpemente. —¡Buenas noches, Mr. Parsons! Este se paró en la puerta fijando en él su mirada penetrante al tiempo que le apuntaba el revólver y le preguntaba duramente : —¿Qué quiere usted? ¿Cómo se atreve a introducirse en mi casa de modo tan insolente? ¡Salga usted en seguida! El visitante sonrió maliciosamente. —Pero, muy respetable Mr. Parsons; ¿no me reconoce usted ya? El detective reflexionó un momento y exclamó súbitamente: —¡Ah! ¡Es Tick el negro! Y ¿qué le trae a usted por aquí? El hombre volvió a sentarse, sacó una pipa, la encendió plácidamente y empezó a echar bocanadas de humo mal oliente. —Pero ¿qué es lo que le ocurre? Preguntó el detective apuntando de nuevo el revólver al prójimo. Si dentro de tres segundos no está usted fuera le salto la tapa de los sesos. Tick meneó la cabeza negativamente.
  • 16. 16 —¡Esté usted tranquilo! Me voy en seguida. Quería sólo hacerle a usted una visita de cortesía, Mr. Parsons. ¿Se acuerda usted de que hace tres años me cogió usted dando un buen golpe en la tienda de un joyero? Gracias a usted he permanecido tres años en la prisión de Sing-Sing. He prometido que al ser libertado mi primera visita sería para darle a usted las gracias por haberme procurado la amistad del Estado. Eso es todo. Le doy a usted las gracias y me voy. Se levantó sin que Parsons hubiera bajado su revólver ni perdido de vista los movimientos del criminal. —Creo, en efecto, que es mejor que se vaya, dijo el detective secamente. Siento por usted que sus gracias no hayan resultado como esperaba; pero Parsons es prudente, está alerta y sabe a qué atenerse sobre el agradecimiento que puede esperar de sus semejantes. —¡Lo sé! dijo el hombre recalcando la frase; pero bien reirá quien ría el último, mister Parsons. —Absténgase usted de semejantes visitas. Es un consejo que le doy. No me descuido cuando se trata de individuos de su calaña. De nuevo sonrió el visitante. —No creo que le sea posible detenerme aún. Tick es astuto y destruye a sus enemigos cuando no lo esperan. Esta vez Parsons rió francamente. —¡Ah, realmente! Según mis cálculos Tick el Negro, me debe al menos diez años de Sing-Sing. No lo he esquivado y aun no me ha destruido que yo sepa. Tick, crispó los puños; su rostro se descompuso y sus ojos brillaron con rabia feroz. —¡Esta vez veremos ; perro maldito! Arreglaremos nuestros asuntos y está seguro de que no te escaparás. Te vas a asombrar, porque reconocerás que Tick lo ha previsto todo, calculando que tengas tiempo para reflexionar, querido amigo. El hombre salió de la habitación cerrando violentamente la puerta, que la criada atrancó cuidadosamente tras él. *** El ilustre detective comenzó a pasear por la habitación a grandes pasos. Mil pensamientos se entrechocaban en su cerebro febril. La audacia con que Tick le había abordado le llamaba extraordinariamente la atención. Y después ¿qué significaba aquella visita a semejante hora?... ¿y aquellas amenazas? Sin duda el hombre que él, Parsons, había hecho condenar a diez años de Sing-Sing, como le había recordado con gusto hacía poco, era su enemigo mortal; probaría por todos los medios y a toda costa, desembarazarse del terrible policía, que parecía seguirle como una sombra, para oponerse a sus designios y sorprenderle en el momento favorable. Pero esta circunstancia no deshacía el enigma. ¿Por qué aquella visita nocturna?... Una idea luminosa surgió de pronto en el ánimo del detective. ¿No habría por casualidad relación entre aquélla visita nocturna y el asesinato de la pobre vieja, que tanto le preocupaba? ¿Tick y Juan Morley no pertenecerían a la misma banda de malhechores organizada con la cual Jameson había chocado a la salida de la taberna ? —Quiero convencerme en seguida, dijo Parsons hablando consigo mismo. Hay algo en mí que me da casi la certeza de que el número cinco de la casa del Puerto es el nido de los bandidos. Me voy en seguida.
  • 17. 17 Y se dirigió a su habitación para ponerse el capote, cuando volvió sobre su acuerdo. —No, se dijo después de unos segundos de reflexión; no precipitemos las cosas. Si la banda debe reunirse en casa de Juan Morley, lo hará por la noche, cuando se creerá segura, al abrigo de toda investigación policíaca. Esperemos pues unos instantes aun; el golpe podrá ser más tarde más seguro. El detective se dejó caer pesadamente en su sofá, con la apariencia de extremado cansancio, y sacó de su bolsillo un cigarro de marinero. Cuando se hubo sosegado, notó—pues la agitación de su espíritu no le permitió hacerlo antes—que un olor extraño llenaba la habitación, como si hubieran quemado pólvora. ¿Era una ilusión? ¡No! Ahora percibía claramente el olor, que se esparcía cada vez con más fuerza, y comprendió que ahí había una maquinación diabólica. Fue a colocarse cerca de la puerta y miró desde allí su mesa como lo hizo al entrar. De pronto dio un brinco. En el espacio oscuro comprendido entre las patas de la mesa, notó un pequeño punto rojo que iba aumentando rápidamente y se volvía cada vez más intenso. Se acercó a lo bajo de la mesa y desde el punto en que estaba apenas pudo observarlo. No perdió su presencia de ánimo. Tenía entre sus manos una bomba de gran calibre...
  • 18. 18 —¡Ah, la mecha de una bomba! Murmuró. Lo más práctico es apagar la chispa roja para examinar la cosa más de cerca, antes de hacer un viaje por los aires. Tranquilamente se acercó a la mesa, se inclinó y apagó el punto rojo de la mecha. Encendió un fósforo y miró prudentemente debajo de la mesa. Un grito de indignación salió de sus labios. —¡Miserable! Oculto entre delgadas tablillas de madera y fijado ingeniosamente debajo de la mesa, brillaba un cuerpo metálico. El detective acababa de apagar la mecha en momento en que el fuego iba a ponerse en contacto con el metal. Con infinitas precauciones, Parsons retiró e1 objeto y se convenció de que sus suposiciones no eran exageradas. Tenía entre sus manos una bomba de gran calibre... Era una cápsula metálica, cuya carga hubiera bastado para hacer volar una casa con sus habitantes. El detective tuvo un estremecimiento pensando que unos segundos más tarde hubiera sido víctima de una explosión. Gracias a su instinto, que en él era una verdadera adivinación, Parsons había podido escapar a la muerte. Soltó la carcajada y exclamó: —Una vez más has jugado mal, amigo mío. Yo soy el que he de decirte: «Reirá bien quien ría el último». El detective cortó la mecha y se puso la bomba en el bolsillo, con intención de depositarla en la prefectura de policía aquella misma noche, para asegurarse de que ninguna desgracia ocasionaría. Se echó una capa a la espalda, cogió el sombrero y dirigiéndose al palacio de la policía, pasó antes por el número cinco de la casa de la calle del Puerto, para realizar, una vez más, una minuciosa inspección. UN PELIGRO TERRIBLE El silencio reinaba en las calles cuando Parsons se acercó a la casuca donde había sido asesinada la anciana. Toda su inteligencia estaba entregada a ese asunto que le preocupaba como un arduo problema. Experimentaba una cólera sorda contra sí mismo por no ver aún claro. ¿El jefe de policía estaría, pues, en lo cierto al pretender que la víctima debía poseer una fortuna oculta de la que la avaricia le impedía disfrutar ? Cuando llegó el detective a la calle del Puerto vio luz en la habitación ocupada por Adela Milles. El detective tuvo una idea. Se acercó pausadamente a la casa y golpeó la puerta sin hacer gran ruido. —¿Quién hay? respondió una voz cascada de vieja miedosa. —¡No tenga usted miedo! contestó Parsons en voz baja. Soy el detective que le interrogó ya una vez sobre el asesinato de su vecina. Quisiera saber de usted un nuevo dato. La cortina de la ventana se separó ligeramente.
  • 19. 19 El detective dirigió los rayos luminosos de su farol eléctrico a su propio rostro para hacerse conocer de la mujer. —¡Espere! Voy a abrirle. E hizo entrar al nocturno visitante en su miserable estancia. —¿Qué quiere usted saber más? —Detalles sobre el carácter de la anciana y su juicio personal en todo este asunto. —La conocía muy bien. —Se dice que Sofía Lostein era muy rica y que no gastaba a causa de su avaricia. Y que por eso un malhechor, que estaba al corriente de sus asuntos, fue quien la mató. La anciana escuchó con estupor tales palabras. —¡Sofía rica y avara! exclamó. No, no, ni una cosa ni otra. Cuando por casualidad tenía dinero en seguida lo gastaba. Un día que un caballero caritativo le regaló diez dollars, me invitó a que viera todo lo que con ello había comprado. Sobre la mesa había postales, frutas, vino selecto y otras muchas cosas; y cuando la pregunté cuánto le quedaba del donativo, me contestó que todo aquello le costaba doce dollars. —Sin embargo, no tenías más que diez, la dije. —Sí, pero debo los otros dos, me dijo. ¡Y dicen que era rica y avara! ¡ Ah, no! Se equivocan. Si hubiere tenido diez mil dollars los hubiera gastado en un año. Parsons sabía bastante. Karter se había equivocado decididamente. El móvil del crimen era muy distinto; pero continuaba siendo misterioso. El detective agradeció a la anciana los informes que acababa de darle y salió de su casa para penetrar en el número cinco. Antes de entrar fijó su lámpara eléctrica encendida en un ojal de su abrigo y se armó de un revolver en cada mano. Debía temer un encuentro con Juan Morley o cualquier otro adversario desconocido. Exploró desde luego, las habitaciones superiores sin encontrar nada que pudiera orientarle. Pero al entrar en la habitación habitada por Juan Morley, hizo un descubrimiento. En el suelo había restos de fósforos, de ceniza y de tabaco, lo cual probaba que ahí había habido hombres reunidos. El hedor del tabaco llenaba aún la habitación. Parsons recogió algunas hebras de tabaco y observó que eran de calidad muy inferior, como no se fuma más que en las bajas capas sociales. En un camastro adornado de harapos, en el rincón del cuarto, recogió un viejo sombrero de fieltro blando, que reconoció haber visto a Juan Morley, cuando estuvo a anunciarle el crimen. Morley, había, pues, vuelto allí y, a juzgar por el tabaco, no hacía mucho que se había marchado. Era, pues, necesario guardarse más que nunca. Una vez más Parsons revisó las habitaciones del piso superior, y luego se dirigió hacia la cueva. Permaneció algunos instantes inmóvil en los escalones superiores escuchando: ningún ruido turbaba el silencio de la noche; todo era sombrío y tenebroso y el aire húmedo que se exhalaba desde abajo, era pesado como si saliera de una tumba. Con los dos revólvers bien asegurados en sus puños, Parsons bajó a la cueva. La primera parte del subsuelo estaba completamente vacía, y a pesar de sus atentos registros, Parsons no encontró resto alguno de la presencia ni del paso de persona alguna. La puerta del sólido tabique que la dividía en dos compartimientos estaba cerrada con la aldabilla de aquella parte.
  • 20. 20 Sin embargo, el detective quiso examinarla también. Se acercó y levantó la aldabilla, teniendo siempre prontos los revólvers. De un puntapié hizo ceder la puerta y se paró en el umbral. En el mismo momento ocurrió una cosa que no había podido prever. De izquierda y derecha cayeron sobre él manos pesadas; le fueron arrancados los dos revólvers y, con una violencia inaudita, fue levantado y arrojado bruscamente al suelo. Todo esto pasó con tan vertiginosa rapidez y precisión tan extraordinaria, que el detective perdió su habitual presencia de ánimo. Pero pronto una idea atravesó la sombra de confusión que había invadido su cerebro. —Has caído en una trampa, se dijo, y sólo a sangre fría puede librarte. Se levantó de un movimiento rápido como relámpago y corrió a arrimarse a la pared del fondo. Observó con satisfacción que a su derecha había un nicho formado por el tubo de la chimenea que se prolongaba hasta la cueva. Delante estaban los individuos de aspecto casi fantástico, entre los cuales reconoció a seis peligrosos reclamados por la justicia, y a los cuales buscaba desde hacía tiempo. El séptimo era Juan Morley y el octavo Tick el negro. Habían cerrado la puerta del tabique y barrado con fuerte viga, de modo que la trampa estaba guardada por todas partes. La situación era apurada. Cualquiera otro que no hubiera sido Parsons, habría perdido la cabeza. El, erguido cuan largo era, medía a los malhechores con su mirada fulminante. Entonces los otros empezaron a burlarse. —¡Mirad! dijo uno de ellos. El pillín nos reta con sus ojos de gato rabioso. Juan Morley dio un paso adelante. —Ya ves, mi querido Parsons; al fin te tenemos en nuestro poder. Hace mucho tiempo que queríamos cogerte, pero te nos escapabas siempre. —¿Es que realmente creéis tenerme? Preguntó el detective con flema burlona. Abridme la puerta inmediatamente o pagaréis caro el gusto de secuestrarme aquí. De nuevo una risa siniestra salió de los ocho forajidos. —La comedia pasó ya, Parsons, dijo Juan Morley, sarcástico y triunfante. Y ahora, ¿quieres saber quién ha cortado el cuello a la vieja? Pues yo. Y ¿quieres saber por qué? Sencillamente, para atraerte a esta casa a fin de arreglar nuestras cuentas de una vez. ¡Vamos, vosotros, manos a la obra! Vamos a ejecutarle en seguida. No hemos despachado inútilmente a la anciana al otro mundo, porque al fin estás a nuestra merced, Parsons. El detective crispó los puños. —¡Miserables! gritó. ¡Matar a una pobre anciana indefensa! Expiaréis este crimen en el sillón eléctrico, y os prometo, caballeros, conduciros yo mismo. Los bandidos prorrumpieron en una carcajada. Juan se acercó aún al detective. —¿Sabes quién ha asesinado al anciano Pedro Gass en el Hotel Central? ¡Yo! ¿Sabes quién ha matado a una joven en el Parque Central para robarle los brillantes? ¡Yo también! ¿Quieres más? —No, esto me basta, dijo Parsons con calma. Esto basta para que trabes conocimiento con el sillón de electrocución. Disimulando cuanto podía, avanzaba paulatinamente hacia el punto donde se hallaba la chimenea y con lentitud, apoyándose en la pared, buscó en su bolsillo con la mano derecha la bomba que llevaba para entregarla a la policía.
  • 21. 21 En aquel momento los bandidos apuntaban sus revólvers contra el detective y Tick el negro tomó la palabra. —Te me has escapado una vez más esta misma noche, Parsons; pero ahora ya es distinto. Con estos señores vamos a organizar un concurso de tiro en el que tú servirás de blanco. Una carcajada prolongada resonó en la cueva silenciosa. —¡Vamos, no tardemos más! gritó Juan Morley. Esos polizontes son perros malditos y no creeré en nuestra seguridad hasta ver a Parsons muerto, con la piel acribillada y tendido a mis pies. —Y harás muy bien, querido, respondió el detective con calma. Sois todos tan estúpidos que sois dignos de lástima. Creéis que me habéis atraído a una trampa sin salida, cuando sois vosotros, por el contrario, los que os habéis metido en una ratonera de donde no podréis escapar. ¡Perdonadme, caballeros, pero sois unos asnos! —¡Acabemos con él! bramó furiosamente uno de los bandidos. Voy a comenzar a contar. A las «tres» tiramos. Todos apuntaron nuevamente los revólvers. Juan Morley contó. —¡Uno! En aquel preciso momento resonó la voz amenazadora de Parsons. —¡Yo tiro a las «dos»! ¡Yo tiro a las «dos»!
  • 22. 22 Pronto como el rayo sacó la bomba de su bolsillo y la arrojó violentamente contra la pared, saltando detrás del nicho. Siguió una detonación terrible en medio de grandes llamaradas. El pesado tabique se hundió con estrépito. La bóveda cedió lo mismo que la mitad de la chimenea tras la cual se resguardaba Parsons. El detective fue proyectado contra el muro, envuelto en un torbellino de llamas y cascote; sus ropas cayeron en informes jirones alrededor de su cuerpo, y sintió atroces quemaduras en el costado derecho. Pero, por una fuerza de voluntad formidable, recobró la conciencia de sí mismo, y, saliendo del nicho que se llenaba de humo, exclamó triunfalmente: —¿Creíais haberme cogido? ¡Ah! Parsons vive aún. La explosión había tenido resultados espantosos. Cuatro de los forajidos yacían, casi destrozados, en el suelo. Eran los que estaban cerca del tabique. Juan Morley y los otros yacían gravemente heridos. Sólo Juan Morley no había perdido el conocimiento. Dirigiendo una mirada de odio desesperada al detective, exclamó: —¡Ah, perro maldito! ¿Podremos arreglar nuestras cuentas un día? Y cayó desvanecido. En tanto, la policía atraída por la formidable detonación, llegaba al lugar del suceso. Parsons puso a los polizontes al corriente de lo que acababa de pasar. Los malhechores sobrevivientes fueron transportados a la cárcel. Y el detective salió casi indemne de aquel complot urdido por sus criminales enemigos con tanta audacia como habilidad. Cruelmente quemado, es cierto, salía triunfante de aquella lucha mortal y creía haber reducido a la impotencia a Juan Morley y Tick. Pero en esto se equivocaba: aquellos dos bandidos debían darle más trabajo y más disgustos que hasta entonces.
  • 23. 23 II LA CASA DEL TERROR Cerca de Brons Park, barrio apartado de New-York, había una posada cuyo dueño se llamaba Ricardo Noise. Estaba situada junto a una ancha avenida a cada uno de cuyos lados se alineaban las casas rodeadas de jardines y alejadas unas de otras. La posada apenas daba nada; sólo el despacho de alcohol daba a Noise algunos pocos ingresos que mal o bien le permitían vivir al día. Pero desde hacía algún tiempo había cambiado la situación. En sus cercanías habían sido construidas varias grandes fábricas y el movimiento había ido en aumento en todo el país. Numerosos viajantes de comercio visitaban las fábricas, para ofrecer los artículos que tenían que colocar; de manera, que las habitaciones de la posada estaban ocupadas casi cada noche, tanto, que pronto no bastaron ya para la afluencia de los clientes. Ricardo Noise se frotaba las manos de gusto. Estaba satisfecho de sus negocios; su único enfado era el de estar obligado de tanto en tanto a rechazar a los clientes que le llegaban de noche. Un día, después de haber conversado familiarmente con él de unas cosas y otras, el robusto alemán Guillermo Knorr, le dijo con tono de bondad: —Querido Noise, fácilmente podrías remediar el inconveniente de tener bastantes habitaciones para los viajeros. —¿Cómo? preguntó Noise. No puedo levantar otro piso; para ello tendría que derribar la casa. —No vale la pena, dijo plácidamente Knorr. —Entonces ¿qué hay que hacer? Con ademán descuidado, el vecino indicó a Noise la ventana cerrada de la casa de enfrente. Era una construcción aislada, que se componía de una planta baja y un piso, y cuyas ventanas, constantemente cerradas, demostraban que estaba vacía, o que el ocupante estaba de viaje. —Mira bien esta casa, mi querido Noise. El posadero miró sin comprender. —Sí, muchas veces la he visto... ¿Y qué? —¿Te gusta? —Sí, está muy bien. Pero lo mismo da que me guste como que no. —No, no es lo mismo. Pero, dime; ¿no has observado nada acerca de esta casa? El posadero reflexionó. —Sí, dijo. Sus ventanas casi siempre están cerradas, y el propietario jamás ha puesto el pie en mi casa. —Perdona, repuso Knorr; estás en un error, mi querido Noise. El propietario viene casi todos los días a tu casa y bebe su whisky o su cerveza, y, además, te tutea. —¡Hombre! ¿qué dices? ¡No puede ser! exclamó Noise, cuya inteligencia era algo corta.
  • 24. 24 Miró á Knorr con sorpresa y continuó: —¿Quién es, pues? —¡Yo! Esto fue dicho con tono tan tranquilo y bromista a la vez, que Noise se puso a reír. —¿Cómo? ¿Eres tú? Nunca lo habría adivinado. —No hay duda, dijo Guillermo. Ahora escucha la proposición que voy a hacerte. Mi casa está deshabitada desde hace tiempo, y, cualquiera diría que hay en ella un misterio; me es imposible alquilarla. Varias veces he estado en trato; y cuando creía la cosa hecha, los futuros arrendatarios me faltaban en el último momento, como si un poder oculto y misterioso les impidiera tomar el inmueble. Se diría que sentían miedo. Unas veces encontraban la casa muy aislada, otras el lugar poco frecuentado; pero no era cierto; sin duda había ocurrido una desgracia súbita. Esto se repetía en los mismos términos cada vez que se presentaba un nuevo cliente. Y no obstante, la disposición interior gustaba a todo el mundo. Todos estaban encantados de su hermosa posición, por la vasta y espléndida vista que se abarca desde la otra parte. Pues, con todo, nunca pude cerrar el trato. —¡Es raro! Pero ¿por qué me cuentas esta historia? preguntó Noise sencillamente. —¡Cómo! ¿No comprendes? —No muy bien, Guillermo. —Pues es que quiero ofrecerte esta casa. Si no quieres comprármela, alquílamela al menos. Y como te la cederé a bajo precio, harás un buen negocio. Podrás instalar en ella tantas habitaciones amuebladas como quieras, y no tendrás que despedir a los viajeros por la noche por falta de espacio. ¿Está convenido? Noise permaneció algunos instantes con la boca abierta. Una nueva idea no podía abrirse camino rápidamente en su cabeza. Pero de pronto, se pegó en la frente con la palma de la mano y exclamó: —¡Hombre! Tienes razón, es una famosa idea. ¡Vamos! Si hubiéramos pensado en ello un poco antes ya tendría unos dollars más. —¿Comprendes, pues, que soy un hombre práctico? dijo Guillermo Knorr con su aire de bondad. —¡Sin duda alguna! ¡Es una excelente cosa que se me haya ocurrido pedirte que me alquilaras la casa para mi comercio! le dijo Noise, que ya se imaginaba haber hecho la proposición a Knorr por su propia iniciativa. Este sonrió. Conocía al fornido posadero; sabía que estaba desprovisto de toda idea, que ignoraba que se adornaba con plumas ajenas. —¿Quieres que pasemos a la otra parte para dar una mirada al local? preguntó el alemán. —Con mucho gusto, dijo Noise; estoy dispuesto. Cogió el sombrero y siguió a Knorr, que atravesó la calle y abrió la casa. Recorrieron las habitaciones que convenían perfectamente para convertirlas en cuartos de dormir. La planta baja contenía cuatro; el primer piso seis, y los del subsuelo podían, por medio de dos tabiques, convertirse en otros seis. Noise estaba encantado. —¡Hecho! exclamó. Te alquilo la casa en seguida y por cinco años. Volvamos a la posada para hacer el contrato. —¿No quieres antes visitar el subterráneo? le preguntó Knorr.
  • 25. 25 —Probablemente no lo necesitaré; pero es igual, hay que verlo todo. Pero cuando quisieron abrir notaron que la llave, que estaba siempre colgada en un rincón cerca de la pesada puerta blindada, había desaparecido. —No importa, dijo Noise; de momento no necesito el subterráneo; si un día fuera menester lo haría abrir por el cerrajero y le encargaría una llave nueva. Los dos hombres salieron de la casa y regresaron a la posada donde redactaron el contrato de inquilinato. Noise pagó el primer plazo y se vistió para ir a la ciudad a encargar el mobiliario de varias habitaciones, que debía ser entregado el mismo día. Quería poner en seguida la casa en condiciones para albergar viajeros aquella misma noche por si fuera necesario. Durante el buen tiempo de estío, la nueva casa estaría siempre llena y le proporcionaría diariamente de doce a quince dollars sin contar el gasto de los clientes, Era un buen negocio, y Noise se frotaba las manos contando con elocuencia a cuantos encontraba la suerte que había tenido. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cerraba la noche. La posada estaba desierta, y Noise, en el quicio de su establecimiento, contemplaba su nueva adquisición. Un hombre se aproximaba despacio; el posadero no le vio hasta que estuvo muy cerca. —¿Puedes beberse aún una copa de whisky?
  • 26. 26 —Buenas noches, señor Noise. —Buenas noches, señor. —¿Puede beberse aún una copa de whisky? —Sí, señor. Entre usted. Noise no estaba muy tranquilo; el hombre le causaba buena impresión. Envuelto en los numerosos pliegues de una amplia capa de verano, llevaba un sombrero anchas alas, muy metido. Una luenga barba de negro mate le caía sobre el pecho, y sus ojos brillaban como tizones bajo las alas de su sombrero. El hombre se acercó al mostrador, tomó el vaso y lo apuró de un trago; después dijo en voz baja: —He oído decir que había usted alquilado la del otro lado ¿no es verdad, Mr. Noise? —Sí, respondió el posadero alzando la voz. Mis habitaciones ya no bastan, para mis viajeros y he tenido la ingeniosa idea de amueblar aquella casa como anexa a mi posada. El hombre rió siniestramente y exclamó como furioso: —¿Cree usted que sea una idea ingeniosa? Pues, es, por el contrario, una idea detestable. La casa debe permanecer vacía. ¿Es que usted jamás ha oído decir nada? Los fantasmas pululan por allí, lo cual no es muy tranquilizador, y por eso nadie quiere alquilar la casa. Hoy mismo debe usted rescindir su contrato, Mr. Noise. En todo caso, guárdese usted de hacer dormir a nadie en ella. El posadero echó sobre el hombre una mirada de asombro y de desdén. —Así, ¿usted cree en los cuentos de fantasmas? No tiene usted el aspecto de una persona que se preocupe seriamente de esas niñerías. —Es posible; pero no quiero que alquile usted la casa, dijo el hombre con tono amenazador. —¡ Ah! ¿Y quién es usted para mandarlo? preguntó Mr. Noise que veía pasar gente por la calle y se iba sulfurando. No tiene usted nada que decir, y eso que usted quiera o no quiera, a mí me tiene sin cuidado. Mi casa está ya amueblada y dispuesta y así continuará. No me dejo arredrar por el primer imbécil que llega. Sépalo usted y déjeme en paz. ¡Vamos! ¡Largúese usted! El posadero estaba rojo de cólera. Pero el desconocido se inclinó sobre el mostrador y le dijo entre dientes: —¡Le prevengo a usted una vez más! Ocurrirá algo terrible si manda usted a alguien a dormir allí. Noise soltó la carcajada. —¡Salga usted! gritó imperiosamente. El desconocido profirió un juramento y desapareció. Momentos después llegaron los parroquianos, a quienes el hostelero relató el incidente que acabó de tener con el hombre de mal aspecto. Todo el mundo se rió. La opinión general, fue que el individuo quería alquilar la casa por su cuenta y que esperaba intimidar al posadero para que rescindiera el contrato. —De todos modos no lo ha conseguido, dijo Noise satisfecho. No, yo no me dejo intimidar tan fácilmente ¡qué diablo! . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .
  • 27. 27 Otros parroquianos iban llegando. Pronto quedaron alquiladas todas las habitaciones de la posada propiamente dicha. Hacia las once entró un extranjero elegantemente vestido y pidió una habitación. El posadero salió a recibirle afectuosamente. —Ya no queda ninguna habitación libre en la casa, dijo cortésmente. Pero acabo de instalar habitaciones muy confortables en la casa, que verá usted al otro lado de la calle. —¡Muy bien! dijo el viajero. Dormiré allí. Apuró vivamente un vaso de whisky y el mismo Noise condujo a su primer viajero a la casa nueva. El desconocido echó una mirada de satisfacción a su alrededor. —Aquí se está bien; pienso que dormiré a mis anchas. —Sin duda, dijo Noise. Pero permítame que le pregunte su nombre. Tengo un registro en la otra casa en el cual inscribo a todos mis respetables clientes. —Jaime Morris, de Filadelfia, contestó el extranjero. —¡Muy bien! dijo el posadero. Deseo que el señor Morris pase una buena noche. —¡Gracias! contestó el otro cerrando la puerta tras el posadero. Muy contento de sí, Noise volvió al salón del establecimiento. Hacia media noche, habiéndolo cerrado todo muy cuidadosamente, envió a dormir a los criados, y subió a su habitación. Aun miró, por la ventana abierta, la casa recién alquilada, murmurando aparte: —¡Ya está allí el primer viajero! Esperemos que me traiga buena suerte. Cerró la ventana y se preparó a acostarse. De pronto, algo hirió su vista y se estremeció. Sobre la sábana había una carta que una mano desconocida depositó allí. La cogió y leyó: «Mr. Noise. »¡Aun es tiempo! Despierte usted al hombre que ha alojado en la casa de enfrente y tráigalo a ésta. Es preciso que no continúe allí por más tiempo. Si no la ha abandonado dentro de una hora, le ocurrirá una cosa terrible. Apresúrese que aun no es demasiado tarde. »El fantasma de la Casa del Terror.» Noise fijó en la escritura una mirada de espanto. Un estremecimiento helado le corrió por los huesos. ¿Qué significaba aquello? ¿Cómo había llegado hasta allí aquel papel? Pensó en seguida en aquel desconocido de mala cara que había estado en la posada a darle una advertencia. —¡Rayos y truenos! exclamó. ¿Es que hay algo serio? Casi asustado miró la casa de enfrente, pero no podía resolverse a ejecutar la orden que le le daba en la carta. Nerviosamente se dijo: —¡Sólo esto me faltaba! ¡Pero no quiero dejarme intimidar por ese individuo! Cuando vea que con esto nada saca, cesará en sus estúpidas amenazas.
  • 28. 28 Estrujó el papel entre sus manos… Estrujó el papel, lo tiró al suelo y se acostó. Pero las misteriosas advertencias habían hecho profunda impresión en su ánimo. No se explicaba lo que esto significaba. El sueño se le iba. Se volvía y se revolvía en la cama, irguiéndose a veces con sobresalto para dirigir una mirada inquieta a la otra casa. Todo estaba sombrío y silencioso. Más de una vez estuvo a punto de levantarse para ir en busca del viajero; pero en seguida sentía vergüenza y no se movía más. Miró su reloj. Eran ya cerca de las dos de la madrugada. Dirigió aún una vez su mirada hacia la calle de enfrente, y en aquel momento tuvo un gran sobresalto convulsivo que sacudió todos sus miembros. Le parecía haber visto un rayo luminoso pasar como un relámpago por una de las ventanas del primer piso. Como paralizado por el terror, el posadero miraba, abría desmesuradamente los ojos. Más de una hora estuvo así, sin atreverse a hacer el menor movimiento, obstinado en mirar la casa; pero no descubrió nada más. Al fin procuró calmarse. Todo esto bien podría no ser más que una ilusión. Su cerebro sobresaltado le había presentado fantasmagorías que no tenían ninguna realidad. A pesar de todos sus razonamientos, Noise no durmió en toda la noche, sintiéndose dichoso cuando vio despuntar el alba. Al amanecer se levantó.
  • 29. 29 Una vaga inquietud le hacía volver al albergue, y cuando sus criados bajaron para comenzar los trabajos del día, estaba ya de pie hacia rato. El viajero no había dicho cuándo quería ser despertado. No podía, pues, aventurarse a despertarle demasiado pronto, aunque Noise tenía una febril necesidad de verle en seguida. Esperó hasta las diez, y luego, no pudiendo esperar más: —¡Ven, Manuel!—gritó a su criado;—vamos a despertar al extranjero. Hace rato que duerme. Manuel miró a su amo con asombro. El rostro de Noise estaba lívido, su voz tenía un sonido ronco y manifestaba una impaciencia inexplicable. ¡Eran las diez! El posadero no cesaba de repetírselo como un síntoma fatídico. ¿Por qué dormía aún el viajero? En la posada todo el mundo se había levantado, mientras enfrente nada se veía ni oía. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Con la garganta oprimida y el corazón angustiado, el posadero, acompañado de Manuel, entró en la casa y subió corriendo al primer piso. Llamó a la puerta de la habitación donde dormía Jaime Morris, y gritó: —¡Hola, Mr. Morris! ¿No quiere usted levantarse? ¡Ya son más de las diez! En el interior todo permanecía en silencio. Noise llamó más fuerte. —¡Eh, Mr. Morris! ¿Está usted enfermo? ¿No quiere usted levantarse? ¿Cómo duerme usted tan fuerte? Nadie contestaba. Entonces los dos hombres apretaron juntos contra la puerta, pero inútilmente. Al fin, Noise, lívido como la muerte, se volvió hacia su criado. —Indudablemente aquí ha ocurrido algo. Corre a buscar hombres y hachas. Hay que derribar la puerta. El criado desapareció con la velocidad de un rayo y volvió en seguida acompañado de varias personas. En todos los rostros se leía una viva ansiedad. Todos miraban al posadero que, flaqueándole las piernas, se apoyaba contra el muro. Las hachas cayeron sobre la puerta y las hojas de ésta cayeron deshechas. Todos se precipitaron dentro de la habitación. Un grito de espanto salió de todas las gargantas. El espectáculo que se ofreció a los ojos de los asistentes era tan atroz, tan estupefaciente en su horror, que se detuvieron como petrificados, con los ojos desmesuradamente abiertos, con los miembros sacudidos por un estremecimiento de espanto.
  • 30. 30 En medio de la habitación se balanceaba el cuerpo del extranjero. En medio de la habitación se balanceaba el cuerpo del extranjero. En un gancho clavado en el techo había atada una cuerda con un nudo corredizo del que colgaba el cuerpo del desgraciado Morris. El rostro abotargado, retorcido por una mueca suprema, los ojos salidos de las órbitas y la lengua colgante, producían una impresión de pesadilla. Sus manos crispadas demostraban que se había debatido en una rabia impotente. Al cabo de unos momentos, los asistentes recobraron algo de su sangre fría. —Tal vez podríamos salvarle—dijo alguno cortando la cuerda. El cuerpo cayó pesadamente en el suelo. Era evidente que le había abandonado el último destello de la vida y que había que abandonar toda esperanza. Un médico que se hallaba entre los circunstantes certificó que la muerte se había producido hacía unas siete horas. El crimen debía, pues, haberse cometido hacia media noche. —Pero ¿es un crimen? ¿No será un suicidio?—dijo uno de los clientes que había ido a curiosear. —La posición del cadáver prueba lo contrario— dijo el posadero sacudiendo tristemente la cabeza. —Por otra parte, ayer se produjeron sucesos que no me permiten dudar de que éste es un crimen abominable. Noise hablaba con dificultad. La idea de que habría podido salvar a Morris si hubiese hecho caso de la advertencia de la carta misteriosa, espoleaba su conciencia.
  • 31. 31 Al fin rogó a los circunstantes que se retiraran mientras llegaba la policía. Esta última no se hizo esperar. El inspector Mr. Robert, el valiente director de Seguridad, acompañado de buen número de agentes, acudió presuroso para investigar sobre aquel caso excepcional y descubrir, si era posible a los autores. Reconoció atentamente el cadáver, y reconoció que el viajero era realmente Mr. Jaime Morris, de Filadelfia. Era un hombre elegante y distinguido, respetado y apreciado por todos los que le conocían. Todos los objetos de valor que podía tener, parecían estar intactos. Había allí un pesado reloj de oro y un monedero lleno de piezas de oro. Únicamente se observó la ausencia de la cartera. Después de haberse telegrafiado en seguida a Filadelfia y haberse informado por el director de una fábrica vecina, a la que el viajero había hecho la víspera una visita de negocios, se supo que Mr. Jaime Morris era portador de una cartera que contenía, por lo bajo, diez mil dollars. Noise contó en seguida a Mr. Robert lo que había pasado. Le habló del hombre que, en la noche precedente, había querido persuadirle de que rompiera su contrato de alquiler. Mencionó el papel misterioso encontrado en su cama y que conservaba aún, pues, después de haberlo estrujado y arrojarlo al suelo, lo había recogido y doblado con cuidado. Grave y silencioso Mr. Robert escuchó la declaración, fijando en él su mirada desconfiada. —Ha cometido usted una falta grave—le dijo en tono severo.—En ningún caso debía considerar este aviso tan a la ligera. —Convenía avisar inmediatamente a la policía, que habría enviado algunos agentes para vigilar la casa, evitando así el horrible crimen. Noise sabía muy bien que la policía no envía tan pronto sus agentes por la simple indicación de un particular; pero se guardó de contestar. No se sentía exento de vituperio; su conciencia le reprochaba el haber sido demasiado estúpido para no conceder ninguna importancia a las amenazas del siniestro desconocido. Mr. Robert visitó inmediatamente la habitación donde estaba el cadáver. El director de la policía registró la casa mentada, de arriba abajo, y mandó derribar la puerta de la bodega. Nada encontró en ella que descubriese la presencia reciente de alguna persona. El director de Seguridad no se detuvo mucho en aquella parte del edificio, pues no podía pensar que los criminales que, evidentemente, debían haber venido del exterior, estuviesen en la cueva, la cual había permanecido cerrada. Preguntó al personal de la posada, así como a los viajeros, quienes nada pudieron decir. Llamó en seguida a la esposa de la víctima, que llegada, presa de desesperación, hacia mediodía, junto al cadáver de su esposo, con quien se había casado hacía pocas semanas, no había podido resistir aquel espectáculo, y fue atacada de un síncope. Pero tampoco ella pudo decir una palabra. No le conocía a su marido ningún enemigo. Los móviles del crimen estaban, pues, rodeados de una oscuridad misteriosa. Se hallaba en presencia de un asesinato seguido de robo; pero estaba rodeado de circunstancias que parecían convertirlo en accesorio, en una consecuencia; pero no el móvil del crimen.
  • 32. 32 Sus asesinos habían avisado al posadero que despertara y se llevara al viajero: no se había, pues, premeditado el matarle para robarle. Cuando los asesinos ahorcaron a la víctima, habían encontrado en un bolsillo una cartera muy repleta, y no pudieron resistir a la tentación de llevársela. Así debió ocurrir y así lo pensó el director de Seguridad, no pudiendo hallar otra explicación plausible. Hizo buscar por los alrededores a todos los individuos sospechosos. Envió a todas partes las señas dadas por Noise del hombre de barba negra que había ido al bar por la noche para avisar al posadero. Seguramente no había habido lucha. El médico declaró que la víctima había sido primero aturdida por un golpe dado en la cabeza con un instrumento pesado. Seguidamente le colgaron, y cuando comenzó a volver en sí era ya demasiado tarde, pues el cuello había sido ya estrujado por el nudo corredizo. En una rabia impotente había crispado los puños, y pronto se extinguió en él todo conocimiento. Mr. Robert reconstituía toda la escena hasta ahí; pero no podía hacer más. Estaba furioso por no poder encontrar una huella ni tener una vaga presunción acerca de los autores del crimen. Pero sí la tenía, sin embargo. Por dos veces había dirigido una mirada singular a Noise, el posadero. Se le había ocurrido que la historia del desconocido ido a la posada en la noche de la víspera y la notable circunstancia del billete encontrado en la cama, podían ser una pura invención. Esto no era inverosímil. Por el contrario, era muy admisible que Noise hubiera querido dar un buen golpe. Había allí diez mil dollars. Y una vez hubiese podido evitar ser ahorcado a su vez, habría podido reírse de aquella policía estúpida, y, sobre todo, del imbécil Mr. Robert, que tan ciegamente le había creído. Esta idea se afirmaba cada vez con más fuerza en la cabeza del director de Seguridad. Pero no podía proceder a una detención inmediata. Primero quería hacerse librar una orden de detención; pero, entretanto, no podía saber si Noise, en el sentimiento de seguridad en que debía hallarse, había ocultado en algún sitio fácil de descubrir, la cartera y los diez mil dollars. Cuando esta idea nació en el ánimo del alto funcionario, experimentó una verdadera sacudida. Bruscamente se volvió hacia el posadero. —Creo que no encontrará usted mal, señor Noise, que haga un registro formal en su casa. Noise se estremeció. —¿Por qué? No va usted a creer... —No; pero esta carta estaba sobre su cama; es, pues, indudable que el asesino ha estado en un momento determinado en casa de usted. Puedo, pues, esperar que encuentre allí algún indicio importante. El posadero, tranquilizado, contestó: —¡Ah! Naturalmente... ¡Busque usted, pues!...
  • 33. 33 Mr. Robert se disponía a abandonar la habitación con algunos de sus agentes, cuando partió de un rincón una voz clara y firme que decía: —No encontrará usted ninguna huella del malhechor, Mr. Robert. —No encontrará usted ninguna huella del malhechor, Mr. Robert El jefe de policía se volvió con el ceño fruncido. Allí, en la penumbra, en una mesa del ángulo, estaba tranquilamente sentado delante de un vaso de cerveza, Parsons. Este se había distinguido recientemente por hechos extraordinarios en diferentes asuntos difíciles, y todo New-York hablaba del eminente y célebre detective, que luchaba con una energía incansable contra el ejército del crimen. Mr. Robert sentía por ello despecho, y no veía con gusto a aquel colega estorbarle el camino para descubrir y detener probablemente en sus narices, al autor del crimen. Se acercó lentamente al detective, y ofreciéndole la mano, le dijo: —¡Ah! ¿Es usted, Mr. Parsons? ¿Cómo está usted? —Muy bien; gracias, respondió el otro tranquilamente. —¿Quiere usted seguir también este asunto? preguntó el director de Seguridad con aire contrariado. Parsons se encogió de hombros. —Aún no lo sé. Va usted a agarrar por el cuello al criminal en seguida. Mr. Robert tomó un aire de importancia y se puso más tieso que Parsons hacía poco. —Cierto que el asunto no es muy fácil. Sin embargo, espero coger al criminal mañana mismo.
  • 34. 34 —Los criminales, querrá usted decir. —Según yo, no hay más que uno, lo más dos. —Pues lo menos eran cinco o seis, dijo plácidamente Parsons. —¿Cómo lo sabe usted? preguntó Mr. Robert con risita desdeñosa. —Yo también me he tomado la libertad, mientras estaba usted allí abajo, de hacer una información, y he encontrado huellas de pasos que me hacen creer que eran cinco o seis los que cometieron el crimen en la habitación del desdichado viajero. —Todo esto parece inverosímil. No lo creo. Ha visto usted cosas que no podría demostrar. Parsons sonrió. —Cuatro, al menos, de ellos, llevaban zapatos claveteados con gruesos clavos salientes; se ven claramente las huellas y las rayas en el suelo, continuó. —Esto es imposible, exclamó Mr. Robert. Si cinco o seis hombres con zapatos grandes claveteados se hubieran acercado a la casa esta noche, hubieran corrido, a buen seguro, el peligro de ser vistos u oídos. El sitio no es tan desierto ni nuestros polizontes son tan estúpidos. —Pero es que no han venido de fuera, observó sencillamente el detective. El inspector le miró atónito. —¡Cómo! ¿No han venido de fuera? —No; estaban ya dentro. Mr. Robert se puso a reír. —¡Esto es completamente imposible! No han podido introducirse durante el día. Por otra parte, por la noche, cuando el posadero condujo a la casa a su viajero, inspeccionó todas las habitaciones, cuyas puertas estaban abiertas. —¡Pero no ha mirado en la bodega! —¿En la bodega? —Sí; ahí se han reunido los malhechores. —Eso no es admisible. He visitado por mismo la bodega y no he encontrado el menor indicio de la presencia de alguien. —Los malhechores no son tan necios que dejen huellas tras sí, dijo Parsons con cierta risa. —Sí, pero la cueva estaba cerrada y la llave perdida. —A menos que estuviera en buenas manos, respondió Parsons con buen humor. Mr. Robert permaneció absorto. No podía menos que confesar que en materia de finura en el oficio estaba delante de un maestro. —¿Pero qué podían buscar estos sujetos en la cueva vacía ? Parsons se encogió de hombros. —Esto es lo que aun no veo claro. —¡Ve usted! dijo el inspector regocijado; aquí se encalla su teoría. Aquí se vienen abajo todas sus hipótesis. Parsons no respondió nada, pero repuso: —¿Quería hacer usted un registro aquí, en la posada ? —Ciertamente; tengo mis razones para ello. —Ya sé, dijo Parsons fríamente. Noise le inspiró á usted sospechas. Mr. Robert se admiró. —¿Qué se lo hace a usted creer? —Es cierto. ¿Por qué no confesarlo? Pero está usted en un error. Ese hombre es completamente inocente del crimen.
  • 35. 35 —Esto voy a establecerlo de una manera cierta, declaró el director de Seguridad. Seré el último en atormentar a un inocente con sospechas sin fundamento. —¡Muy bien! Vamos, haga usted su diligencia. Pero ya le he dicho por adelantado que no encontrará usted nada, Mr. Robert. —Y ¿por qué no? dijo el inspector mirando al detective de arriba abajo. —Porque el malhechor se ha contentado con acercarse a la cama del posadero para depositar en ella la carta, y en seguida se ha eclipsado. —¿De modo que se ha evaporado en el aire? —No. Ha cogido una escalera que ha encontrado fuera, para llegar a la habitación; ha depositado la carta y ha bajado por el mismo procedimiento. —¿Cómo sabe usted esto? —Lo he descubierto por ciertas huellas que he encontrado en la escalera. Mr. Robert conservaba su aire incrédulo. —Esto me parece una conclusión un poco arriesgada, dijo. No por eso dejaré de visitar la casa. Y, sin más, abandonó la sala en compañía de sus agentes, los cuales, al igual que las demás personas presentes en la taberna, no habían oído nada de aquella conversación, que Parsons y Mr. Robert tuvieron en voz baja. El detective permaneció en el lugar donde estaba y siguió con la mirada al inspector sin decir una palabra. Sabía que Mr. Robert le envidiaba sus triunfos por no habérselos llevado él. Los celos le impedían reconocer y apreciar los servicios prestados por Parsons; había entre ellos una lucha incesante en la que siempre llevaba el director la peor parte. ¿Cuándo éste se decidiría a concluir con el gran detective una paz tan deseable para el interés de la causa a la que ambos consagraban sus esfuerzos? Parsons se hizo explicar una vez más por Noise todos los detalles que le habían precedido.
  • 36. 36 MALHECHORES DESENMASCARADOS Parsons se había formado una idea personal de este crimen. Se hizo explicar una vez más exactamente por Noise todos los detalles que le habían precedido. El hombre de larga capa, de sombrero calado, de barba negra, permanecía inhallable por tales datos. La capa y el sombrero no eran más que un medio de hacerse indistinguible. La barba negra era postiza. Parsons estaba de ello firmemente persuadido. Otro hecho absolutamente cierto para él es que los malhechores tenían interés particular en que la casa permaneciera vacía. Este interés era tan poderoso y tan profundo que no habían retrocedido delante del crimen para desembarazar aquel sitio de habitantes inoportunos. La casa debía servir de asilo de malhechores… pero ¿de qué especie? Esto es lo que Parsons no había podido aún aclarar. La exploración atenta de toda la casa no le había mostrado otra cosa que lo que había expuesto brevemente a Mr. Robert. Cinco o seis hombres saliendo de la cueva habían invadido la habitación del viajero antes de que hubiera aún salido de la inconsciencia del sueño. ¿Pero qué tenían que hacer en la cueva? Nada absolutamente lo indicaba. Había que atenerse a la suposición de que se ocultaron allí para deslizarse en la casa a la caída de la noche. La cosa era muy fácil de admitir; pero Parsons no se contentaba con ello. No había observado la menor huella procedente de fuera. Otra cosa hubiera sido, según él, si cierto número de hombres calzados con pesados zapatos claveteados con gruesos clavos hubieran penetrado en el interior. Varias veces el detective había recomenzado con una atención y una paciencia tercas, la inspección de la cueva; pero sus investigaciones no habían dado nunca ningún resultado. Aquella casa estaba envuelta de un misterio que no parecía fácil de deshacer. Recordaba al propio tiempo que todos los que habían querido alquilar la casa antes que Noise, renunciaron a ello en el último momento. Parsons quiso visitar á todas esas personas en compañía del dueño de la casa. Entonces recogió con asombro un detalle importantísimo que venía a confirmar más sus previsiones. Para todos, el hombre de gran capa, de sombrero de anchas-alas y de luenga barba negra, era común que había ido a hacerles desistir, en términos terroríficos, de alquilar aquella casa. Además, al día siguiente, como de ordinario, les llegaba una carta renovando los siniestros avisos; de modo que la gente se asustaba y renunciaba habitar aquella casa. Estas cartas las firmaba siempre: El fantasma de la casa del terror.
  • 37. 37 Para Parsons, era claro que una asociación de malhechores se servía de aquella casa para ciertos fines que exigían, para seguridad de la banda, que nadie la habitara. Estaban, al parecer, resueltos a matar al primero que la ocupara; por una parte, para librarse de un peligro inmediato, y por otra, para rodear, en el espíritu de la población, aquel inmueble de una reputación terrorífica que impidiera a quien quisiera que fuese, el ocupar las habitaciones. Ese programa se ejecutaba: se había ya cometido el primer crimen. El espanto se esparcía alrededor de la casa deshabitada; el nombre de «Casa del Terror» iba ya de boca en boca. Parsons estaba convencido de que se perpetraría un nuevo crimen si alguien se aventuraba a pasar allí una noche. En esta convicción trazó su plan de campaña. El mismo sería quien se presentaría como viajero, alquilando una habitación en la «Casa Terror». Estaba resuelto a ello. Claro, era preciso, naturalmente, dejar pasar algún tiempo antes de poner en ejecución el plan, para no despertar las sospechas de los malhechores. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Así pasaron tres semanas. El director de Seguridad, el inspector mister Robert, estaba sentado, presa de mal humor, en su despacho de la Prefectura de Policía. Todo le molestaba. Estaba horriblemente nervioso desde el asesinato cometido en la «Casa del Terror». No había logrado aún hacer luz en las tinieblas que rodeaban aquel crimen misterioso. El asunto continuaba ocupando todos los espíritus. En la prensa se leían cuchufletas acerca del olfato notable de la policía de New-York, que pretendía estar sobre la pista del asesino desde el primer día. Todo esto hacía que el inspector Mr. Robert estuviera muy excitado. Desde que se levantó por la mañana se sentía aburrido por aquel asunto, que había acabado con su buen humor. ¡Cuántas veces había vuelto a casa de Noise para recomenzar sus investigaciones en la casa vacía y preguntar a los parroquianos de la posada, siempre con el mismo resultado negativo! ¡Era una cosa verdaderamente desesperante! No dejaba un momento de sospechar del posadero; pero no había contra él ninguna prueba palpable, y no podía detenérsele sin más ni más. De modo que el pobre Mr. Robert estaba lleno de bilis y de rabia, y sus subordinados experimentaban cada vez los efectos de su exasperación. ¡Y ese diablo de Parsons no había dado señales de vida en el maldito asunto! Había realizado durante aquel tiempo algunas diligencias de menor importancia, de las cuales se hablaba mucho, pues se había puesto a varios malhechores fuera de estado de perjudicar; pero por lo que se refería al asesinato de la «Casa del Terror», Parsons se hacía el muerto. Todas las veces que Mr. Robert pensaba en ello, se reía sardónicamente. —Bien lo sé yo, murmuraba; ese Parsons tiene gran habilidad; pero aquí ha fracasado. Con frecuencia no quiere poner la mano en eso.
  • 38. 38 . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Cerraba la noche, mientras delante de su despacho Mr. Robert se formulaba el mismo monólogo. En aquel momento llamaron a la puerta. —¡Entre usted! Y en la habitación entró la persona de la cual se ocupaba el director de policía. Se levantó vivamente. —¡Ah! ¡Mr. Parsons! Cuando se habla del lobo... En usted pensaba precisamente. El detective tendió, riendo, la mano al inspector. —Lo creo. Estoy seguro de que sus pensamientos no tenían nada de halagüeños para mí. Mr. Robert rió francamente. —Es verdad, dijo sin ambages. Lo ha adivinado usted. —En efecto, esto no me hace mucho favor. —¿Qué? —De no haberme ocupado desde hace tres semanas del asesinato de Mr. Morris. Mr. Robert quedó desarmado. —Es verdad, Mr. Parsons, confesó. Esto me ha parecido un poco extraño. —¡Extraño! exclamó el detective. ¡Ah! Tenía tantas cosas que hacer... Y además, el asunto estaba tan bien en manos de usted que no tenía necesidad de preocuparme de ello. Mr. Robert vio la ironía de estas palabras pero no se mostró ofendido. Llevó, por el contrario, su condescendencia más lejos, e hizo lo que jamás había hecho. Tendió la mano al detective y le dijo: —Mr. Parsons, me sentiría muy dichoso si me ayudara usted en este asunto. El enigma es un poco complicado, y creo que dos hombres inteligentes llegan siempre más pronto a una solución que uno solo. —Le agradezco a usted mucho que me considere entre los hombres inteligentes. Estoy conforme en llevar este asunto juntos. —¿Venía usted para esto tal vez? Preguntó el inspector ávidamente. —¡Sí! respondió flemáticamente. He venido a rogarle a usted que ponga algunos hombres a mi disposición, porque esta noche pienso detener a los fantasmas de la «Casa del Terror». Mr. Robert perdió casi la palabra.
  • 39. 39 Mr. Robert perdió casi la palabra —¿Verdaderamente está usted seguro de lo que dice? —Con toda conciencia puedo decirle a usted que sí. El inspector exhaló un suspiro. Daba crédito a lo que le decía el detective y veía una vez más que no tenía talla para medirse con aquel hombre que tenía delante. Esto era para él cruelmente sensible. —Iré yo mismo, acabó por decir. ¿Cuántos hombres debo tomar? —Yo cuento con seis, respondió Parsons. Creo que si escoge usted seis más bien armados, bastarán. —¡Muy bien! —Pero antes es preciso que le inicie en mi plan, Mr. Robert. Cuando Parsons hubo expuesto detalladamente al director de Seguridad cómo pensaba operar, éste movió la cabeza con aire de desaprobación. —¡Es una locura! exclamó. Usted mismo puede sucumbir en semejante aventura. —No, no será tanto, replicó el detective con calma. Esos señores se guardarán bien de atacarme tan pronto. Mr. Robert acabó por adherirse, sin objeciones, al proyecto del detective. Cuando llegó la noche, el jefe y sus hombres se pusieron en camino por el ferrocarril aéreo.
  • 40. 40 *** Entre los parroquianos de la bodega de Noise, el asesinato, hasta entonces misterioso, cometido en la casa de enfrente, era, naturalmente, el objeto de sus conversaciones diarias. Todo el mundo consideraba esa Casa del Terror, siempre deshabitada, con un aspecto que justificaba su nombre. Noise no había vuelto a conducir allí a ningún viajero. Acababan de salir los últimos parroquianos de la posada. Noise se aprestaba a cerrar el establecimiento, cuando resonó fuera una voz imperiosa y sonora : —¡Aguarde usted un poco, señor posadero! Noise se adelantó hacia el umbral de la puerta. Una extraña silueta corría desde la parte baja de la calle, y Noise no pudo reprimir el sonreír al ver a aquel extraño personaje. Llevaba una gran maleta negra y un sombrero de copa alta deslucido. Un largo paleto de color claro le caía a lo largo del cuerpo. Su rostro, rodeado de una barba gris, estaba adornado por grandes gafas. Yendo hacia el posadero, le dijo: —¡Soy el profesor Tuck! ¿Tiene usted una habitación libre para mí? —Lo siento; todo está ocupado: dijo Noise encogiéndose de hombros. —Sin embargo, ha alquilado usted aquella casa para tener más habitaciones a la disposición de los viajeros. El extranjero hablaba tan alto que se oía perfectamente lo que decía en el silencio de la noche. Noise se había sobresaltado cuando el profesor habló de las habitaciones de enfrente. —Ahí no puede usted dormir, murmuró. —¿Están vacías las habitaciones? —Sí, lo están. —¡Y no quiere usted albergarme! ¡Eso es abominable e intolerable! Le pagaré a usted lo que quiera; pero no puede usted exigir de un hombre que se cae de cansancio, que desande lo andado hasta el ferrocarril aéreo para ir a la ciudad y dormir en un hotel. Vamos, vamos, déme usted una de las habitaciones de enfrente. —¿No sabe usted que esa es la «Casa del Terror» y que en ella se cometió un crimen hace tres semanas? El desconocido rompió en una estrepitosa carcajada. —¿Cree usted que yo temo a los espíritus de los muertos? Soy el detective Parsons y vengo a prender a los malhechores. —Pues si usted quiere ir, vaya. Pero yo no pongo el pie en la casa. —Es igual. ¿Qué habitación me quedo? —Suba usted al primer piso; en él encontrará usted dos habitaciones muy bien puestas. —Entonces déme usted una lámpara y la llave de la casa, dijo el viajero. Entró en la posada con el huésped, que le dijo lleno de sincera angustia: —En el nombre del cielo, Mr. Parsons; ¿va usted a aventurarse allí solo? —Nada tema usted. Parsons no pone su cabeza en el nudo corredizo tan aprisa. —Pues, buenas noches y suerte. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . El profesor se encaminó con precaución, con la luz y la maleta en las manos, hacia la «Casa del Terror».
  • 41. 41 Abrió la puerta y la cerró tras sí. El lecho estaba a la izquierda de la ventana; a la derecha había una mesa de escribir. Encima de la mesa, colocado en medio de la habitación, se veía en el techo el gancho fatal del cual había sido colgado el otro. Parsons había cerrado la puerta por dentro con llave. Sacó de su maleta una gran lámpara eléctrica que colocó sobre la mesa, de tal manera que su luz, en el momento en que apretaría para hacerla funcionar, iluminaría toda la habitación. Arregló con una tela clara que traía exprofeso, una especie de cabeza, que colocó sobre la almohada, de manera que hacía creer en la obscuridad que había realmente alguien acostado. Entonces se levantó, bostezó alto dos o tres veces, estiró los brazos e hizo como que se acostaba. Apagó la luz e hizo gemir el somier como bajo el peso de un cuerpo que se echa. Inmediatamente después se abismó, sin ruido, en una especie de nicho situado entre el escritorio y la ventana. A su lado colgaba el cordón que comunicaba con el botón de la lámpara eléctrica. Una ligera presión bastaría para inundar la habitación de un torrente de luz. En cada mano Parsons tenía un excelente revólver. Se había quitado la falsa barba así como las gafas. Estaba inmóvil en las tinieblas, esperando sin emoción a los fantasmas de la «Casa del Terror». Fuera, a lo lejos, oyó sonar un reloj. Sonó el golpe sordo de la una de la madrugada. Parsons sentía que sus rodillas se entrechocaban, sus manos temblaban febrilmente y su cabeza comenzaba a dolerle. Quiso apoyarse contra la pared para descansar un poco. En el mismo momento se estremeció y avanzó la cabeza para escuchar mejor. Le pareció al detective que había crujido una plancha del suelo bajo pasos ahogados. Al punto sintió Parsons que le volvía toda su presencia de ánimo y su fuerza física. Apretó sus dos revólvers y murmuró: —¡Alabado sea Dios! esto va a acabar. Aquí están los miserables; ¡que vengan! Y dejó oír una respiración ruidosa y regular, como la de un hombre profundamente dormido. Transcurrió media hora antes de oír otro ruido. Esta vez era en la misma puerta. Parsons notó que sacaban la puerta de sus goznes levantándola. El detective vio vagamente moverse grandes sombras negras que avanzaban hacia el lecho. La primera había ya llegado cuando gritó: —¡Hemos sido traicionados! Instantáneamente Parsons apretó el botón de su lámpara, que arrojó un torrente de luz, a la habitación. Cinco hombres enmascarados estaban clavados por el terror frente al atrevido detective. Dos cañones de revólver brillaban amenazadores en sus manos. —¡Quien se mueva es muerto! gritó la voz de Parsons. Al fin hemos cogido a los famosos fantasmas de la «Casa del Terror». ¡Vamos, señores, el juego se acabó!
  • 42. 42 —¡Quien se mueva es muerto! Uno de los hombres echó mano al bolsillo, pero al propio tiempo el detective disparó, y el miserable cayó muerto. —¡A él! gritó otro. Los cuatro hombres que quedaron se arrojaron sobre el detective; pero éste interceptó la corriente eléctrica y todo quedó a oscuras. El detective marchó hacia la puerta al propio tiempo que se oían rumores abajo. Los agentes de la autoridad subían con lámparas eléctricas en la mano. Los cuatro malhechores les salieron al encuentro trabándose una lucha cuerpo a cuerpo; dos de los miserables cayeron gravemente heridos y los otros dos fueron atados. Uno de ellos era el hombre de la barba negra, célebre monedero falso, que con sus camaradas había instalado el taller en los sótanos de la casa. La entrada a ellos estaba tan bien disimulada, que nadie había podido descubrirla. El jefe de la banda, que era el mismo que había asesinado al viajero Morris, acabó su vida en el sillón eléctrico. Parsons añadió con ello una nueva rama de laurel a su corona de glorias.
  • 43. 43 ARMANDO, EL REY DE LOS ESTAFADORES LA MUERTE ENIGMÁTICA Parsons, el célebre detective, estaba a punto de salir, cuando el timbre del teléfono resonó en el despacho. —¡Del Hotel Bristol, de la tercera Avenida! Deseo hablar personalmente con Mr. Parsons. —Soy yo. —¡Ah, buenos días, Mr. Parsons! Soy el propietario del hotel Bristol. ¿Quiere usted venir lo más pronto posible? —¿Qué ocurre, pues? —Un drama espantoso; hemos encontrado un cadáver en la habitación número 40. —¿Muerte natural o asesinato? —Esto es lo que todo el mundo se pregunta. Para mí, no se trata de un suicidio. —¿Hay, pues, otros que no son de la opinión de usted? —El jefe de la seguridad Mr. Robert pretende que se trata de un suicidio y que es inútil llevar más lejos las investigaciones. —¡ Ah! ¿Ha avisado usted a la policía? —Sí, la he avisado en cuanto he descubierto el cadáver. —¿Ha hecho usted llamar a un médico? —Debe llegar uno de un momento a otro. —¿Mr. Robert ha dado orden para el levantamiento del cadáver? —No; espera el dictamen del médico. Parsons permaneció un instante pensativo, y luego dijo con su voz breve y enérgica: —¡Bien! Voy al momento. Hay que oír esto de más cerca. —¡Gracias! ¡Hasta luego, Mr. Parsons! El detective colgó el receptor en el aparato, y, después de haber transmitido a su fiel lugarteniente Morris el trabajo que quería haber hecho aquella mañana, se apresuró a personarse en el hotel Bristol. Subió a un coche y pronto estaba a su destino. El propietario del hotel, un hombre grueso y rechoncho, salió a su paso. —Me alegro de que haya usted venido, Mr. Parsons. El médico está arriba examinando el cadáver. —¿Cómo se llama el muerto? —Se había inscrito en mi registro con el nombre de Jorge Maine. —¡Subamos! Los dos hombres subieron la escalera. Delante de la puerta de la habitación, Parsons se volvió hacia al hotelero. —¿Cómo ha llegado a convencerse usted de que hay crimen y no suicidio? preguntó. —Ese joven me había parecido muy tranquilo, en modo alguno agitado. Ayer hablé con él, ya tarde; estaba tan alegre, con ánimo tan franco y libre, que no puedo creer que instantes después se haya quitado la vida. Parsons sonrió. —¿De modo que usted cree que todo hombre que tiene la intención de suicidarse debe parecer intranquilo y agitado? Hay personas que poseen mucha fuerza de voluntad para bromear y reír cinco minutos antes de alojarse una bala en la cabeza. Yo he conocido algunos de esos.
  • 44. 44 El hotelero levantó los ojos hacia el detective; un ligero embarazo se dibujaba en su rostro. —Tendré mucho disgusto, Mr. Parsons, de haberle a usted molestado por nada. —¡Vamos a verlo! dijo Parsons. Y entraron en la habitación número 40. El médico estaba ocupado en su examen, y el inspector Mr. Robert, el jefe de la seguridad de New-York, estaba de pie junto al marco de la ventana. —¿No es cierto, doctor, que se trata de un suicidio? preguntaba en aquel momento. El médico nada respondió; se contentó con encogerse de hombros. Parsons vio a Mr. Robert al entrar y fue a saludarle en seguida. —¡Buenos días. Inspector! —¡Ah! señor Parsons, ¿usted aquí? Pero ¿qué viene usted a hacer? ¿Viene usted por un suicidio? —Pasaba por aquí, cuando el propietario me ha llamado y contado el incidente, respondió el detective. Y ya que estoy, voy a dar una ojeada al cadáver. Creo, como usted, que el hotelero está en un error, y que este hombre se ha dado muerte voluntariamente. —De seguro. No tiene usted más que mirar el cadáver. No hay señal de violencia. Parsons se acercó al lecho. Desde que observó el rostro pálido e imberbe del muerto que estaba tendido ante él, profirió un grito de estupefacción. —¡Cómo! ¿No me engaña mi vista? ¡Sin embargo, es imposible! Mr. Robert avanzó vivamente y preguntó con interés: —¿Qué hay? ¿Le conoce usted? ¿Por qué le contempla usted el rostro con este aire perplejo? Perdido en sus reflexiones, el detective escrutaba el rostro del muerto. Al fin, murmuró: —Pero ¡yo te conozco! ¡He trabajado contigo hace dos años! Pero ¿dónde? Mi memoria me falla. Siguió un profundo silencio. Los tres hombres miraban a Parsons, que en una extrema tensión de espíritu, procuraba recordar.
  • 45. 45 Los tres hombres miraban a Parsons, que en una extrema tensión de espíritu, procuraba recordar. De pronto, exclamó: —¡Ya lo he encontrado! Era en Chicago. Allí nos conocimos. Hemos tenido entre manos un negocio muy importante. Se trataba de un gran ladrón llamado Mildmann. ¿Conoce usted el caso? —¿Luego el muerto era conocido de usted? dijo el jefe de seguridad. —Sin duda, respondió Parsons. Era uno de nuestros colegas, inspector. —¿Está usted seguro de ello, Parsons? ¿Cómo diablo se habría suicidado? —No se ha suicidado, declaró Parsons, muy seriamente. Flermouth, es su verdadero nombre, y vivía aquí, según me han dicho, bajo el nombre de Jorge Maine. ¿Qué significa esto? —Que tenía alguna razón para ocultar su nombre. —Perfectamente, inspector, lo adivina usted y la razón está en que estaba sobre la pista de algún malhechor. Y ¿quién sabe si ha sido víctima de éste? Mr. Robert se echó a reír. —¡ Bah! exclamó; esos miserables merecen ser colgados. —De acuerdo, pero es preciso cogerlos. Estoy convencido de que durante la pasada noche, el o los asesinos han penetrado aquí. El médico, inclinado sobre el cadáver se enderezó en aquel momento. —No me parece fundada esta suposición, declaró. No encuentro en el cadáver señal alguna de violencia, ni ofrece síntomas de envenenamiento. Me inclino, pues, a creer que no hay aquí ni suicidio ni crimen, sino sólo una muerte natural súbita. El hombre ha sucumbido a una congestión. Mr. Robert aprobaba con ligera inclinación de cabeza las palabras del médico.
  • 46. 46 —¡Ya usted ve! Esta ha sido siempre mi opinión. Es lástima que uno de mis colegas haya muerto así en la flor de la edad; pero no podemos dirigir a su memoria más que pésames confraternales. Doctor, le dejo a usted el cadáver, y le ruego indique en su certificado que la muerte ha sido debida a causas naturales. Parsons, con ademán enérgico, levantó el brazo. —¡Calma! No nos apresuremos. Incurriríamos en una ligereza imperdonable si no examináramos este caso seria y completamente. Por mi parte no soy de opinión de que nuestro desgraciado colega haya muerto de muerte natural. Mr. Robert sonrió. —Como quiera usted, Mr. Parsons. ¿Desea usted tal vez examinar el cadáver? —Efectivamente, lo deseo. —Buena suerte, pues, doctor. Venga usted, señor médico, a tomar un whisky mientras su colega nos hace conocer el resultado de sus investigaciones. Mr. Robert se dirigió al médico, que se puso a reír irónicamente en unión del jefe de la Seguridad, cuya invitación aceptó con gusto. Parsons se puso entonces a examinar cuidadosamente el cadáver. Estaba acostado en la cama, en camisa, y tenía toda la apariencia de un hombre sorprendido por la muerte durante el sueño. Mientras estaba dedicado a este examen, el detective conversaba con el hotelero que se había quedado en la habitación. —¿De modo, que el difunto le habló a usted aun anoche? —Perfectamente, Mr. Parsons. —¿Y no observó usted nada insólito en él? —Absolutamente nada. Estaba muy tranquilo y hasta alegre. El detective inclinó tristemente la cabeza. —Yo le he conocido. Era, en efecto, una naturaleza franca y alegre; sabía, fuera de su profesión, hallar en toda circunstancia el buen lado de la vida. —Realmente, respondió el hotelero, me ha hecho reír contándome graciosas historietas. —¿Le habló a usted de los viajeros que se alojaban en el hotel? El dueño pensó un rato. Al principio creía que no, pero finalmente exclamó: —Sí, ya me acuerdo, dijo. Me habló de dos hermanos Wilson que viven aquí. —¿Qué habitación ocupan? —El número 41, al lado. El detective indicó una puerta de comunicación que daba a la habitación vecina.