El documento resume las inquietudes teológicas al final de la Edad Media, incluyendo la crisis de la Iglesia, el nominalismo de Guillermo de Occam, y su énfasis en la voluntad de Dios sobre la razón. Occam argumentó que Dios actúa según su voluntad libre en lugar de necesidad racional, y que la bondad depende de la obediencia a Dios en lugar de la naturaleza intrínseca de los actos. Esto tuvo consecuencias peligrosas para la moral y devaluó el orden salvífico est
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TEMA 1: INQUIETUDES DE LA TEOLOGÍA AL FINAL DE LA EDAD MEDIA
A lo largo del s. XIV, época crítica en todos los aspectos, aparecen los gérmenes de los que nacerá
el mundo moderno. La teología no será insensible a ello y comienza a experimentar un gran cambio. El
más evidente es el operado por Guillermo de Occam y sus seguidores, quienes forjarán un nuevo estilo
teológico, la vía moderna, así llamada para expresar su voluntad de novedad, de cambio respecto a la
teología anterior.
En el plano eclesiástico (como vimos en Hª de la Iglesia Moderna) la cristiandad medieval se
resquebraja, ocasionando una profunda crisis de la Iglesia jerárquica (lucha de Bonifacio VIII contra
Felipe el Hermoso, “destierro de Aviñón”, enfrentamiento papado-imperio y Cisma de Occidente),
dando origen a un sinfín de polémicas que obligarán a plantearse la cuestión eclesiológica, hasta ahora
apenas relevante en teología.
Al mismo tiempo, como reacción a la fría y árida teología escolástica, nace en la región renano-
flamenca una inquietud espiritual, de cuño místico, que intentará rejuvenecer la teología, dándole mayor
calor espiritual, y que se expresará en arriesgadas formulaciones teológicas. Vamos a ver estos temas.
1. LA VÍA MODERNA
El s. XIV en Occidente se encuentra marcado por el signo de la crisis. Crisis ante todo
demográfica, pues la población europea experimentó un estancamiento desde finales del s. XIII y un
claro descenso en las dos centurias siguientes. En ello influyeron diversos factores, como las dificultades
alimentarias (malas cosechas, carestías y hambrunas se suceden dramáticamente); la guerra omnipresente,
que se generaliza, pasando de conflictos feudales muy localizados a enfrentamientos entre estados (pues
están surgiendo las nacionalidades), siendo la más característica la Guerra de los Cien Años, que desde
mediados del XIV a mediados del XV enfrentará a Francia e Inglaterra, y que traerá todo un cortejo de
miserias y muertes (por las campañas de devastación sistemática y la táctica de “tierra quemada” que se
aplicaron). A esto hay que añadir las enfermedades endémicas, las epidemias de peste, que se convirtieron
en algo habitual en Occidente a partir de 1347.
Esta crisis fue seguida de otra en el plano social y económico, que erosionará el modelo feudal de
sociedad, y originará un conjunto de transformaciones en la sociedad europea, a costa de graves
convulsiones sociales, sobre todo en el medio rural que conocerá violentos levantamientos de
campesinos contra los señores, pero también en el urbano, donde los “medianos” se sublevarán contra
un patriciado cuya hegemonía económica les cerraba el paso al poder político.
Todo esto tuvo hondas repercusiones espirituales. Se difunde un cierto pesimismo1
y los espíritus
más sensibles buscan certezas interiores de salvación, vías de acceso personal a lo divino que aseguren la
1 A este respecto, escribe Johan HUIZINGA, El otoño de la Edad Media. Estudio sobre las formas de la vida y del espíritu durante
los siglos XIV y XV en Francia y en los Países Bajos, al final del cap. I dedicado a “El tono de la vida”, que en aquel tiempo: “fuera
de la esfera del arte reina por todas partes la oscuridad. En las amenazadoras advertencias de los predicadores, en el cansad o
suspirar de la literatura, en la monótona información de las crónicas y de los documentos, se percibe el grito de los pecados
saturados de color y el lamento de la miseria. […] Es un mundo malo. El fuego del odio y la violencia se eleva en altas
llamaradas. La injusticia es poderosa, el diablo cubre con sus negras alas una tierra lúgubre, y la humanidad espera para en
breve el término de todas las cosas.”
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liberación de las culpas (pues la institución eclesial está muy cuestionada, las órdenes mendicantes
mundanizadas). Los grandes ideales teóricos de los escolásticos han quedado lejos. Sólo la realidad
empírica, en su concreción, aparece como el auténtico lugar de ejercicio de la fe cristiana, mientras las
grandes construcciones metafísicas y teológicas, inspiradas por el neoplatonismo o el aristotelismo,
aparecen como ilusorias y meramente verbales, simples construcciones ideales, sin base real. El
pensamiento filosófico asume un carácter prevalentemente crítico.
En contacto con este nuevo ambiente socio-cultural, la teología cristiana asume acentos diversos
de los adquiridos en los siglos precedentes. Se aparta del optimismo racional que había dominado la
teología de san Anselmo a santo Tomás, para asumir de nuevo antiguos tonos monásticos de pesimismo
y de obediencia (fideísta).
Pues bien, la crisis cultural, moral y política de la Europa cristiana en el s. XIV asume un relieve
característico (en el campo teológico) en la figura del franciscano inglés Guillermo de Occam, (c. 1280 -
1347), quien, a parte de otros teólogos, como Pedro d’Ailly, Roberto Holcot o Gabriel Biel, será el
principal exponente de la “vía moderna”. Es una figura clave en la historia de la teología, que clausura la
Edad Media (en cierto sentido, es la última gran figura de la escolástica que muere) e inicia la Moderna,
culminando el proceso de disolución de la síntesis filosófico-teológica del siglo XIII. Veremos su postura
en la controversia eclesiológica del siglo XIV y cómo se alineará en contra de la teocracia pontificia,
iniciando un pensamiento laico pero no laicista. Es interesante conocer su agitada vida, en especial su
conflicto con el papa Juan XXII a causa de la cuestión de la pobreza (un resumen en Jedin, Manual de Hª
Iglesia, IV, 559-561, una explicación más detallada de la controversia sobre la pobreza en Villoslada, Hª
Igl. Cat., III, 71-77).
Occam es un nominalista, lo cual implica que tiene una actitud gnoseológica empírica y positivista:
es decir, utiliza un método inductivo (in-duco: “introduzco” en mi mente lo que abstraigo de la
experiencia, voy de lo singular a lo general), no deductivo (de-duco: “hago bajar” o aplico a lo empírico lo
que ya tengo en mi mente voy de lo general a lo particular a través de silogismos). Su punto de partida es
lo particular y desde allí llega a lo universal. Se dedica más a la Lógica que a la Metafísica. Por eso, los
conceptos universales para él son sólo símbolos, conceptos formados por la mente a partir de las cosas
particulares, pero sin existencia real.
A partir de aquí, puesto que el único conocimiento posible es la experiencia (de la cual proviene el
conocimiento abstractivo de la mente) y la única realidad cognoscible es la que se nos revela en la
experiencia (naturaleza), Occam concluirá que cualquier realidad que transcienda la experiencia (como es
el caso de Dios) no puede alcanzarse por un camino natural y humano, lo cual implica afirmar
explícitamente la heteregoneidad radical entre la ciencia y la fe, que no pueden ir juntas. Es imposible
conocer a Dios por medios naturales (racionales), sólo podemos hacerlo por fe, a partir de su revelación
en la Escritura, que está fuera del dominio del conocimiento humano. Así lo afirmará tajantemente en un
pasaje de su Lógica: “los artículos de fe no son principios de demostración [es decir, no son evidentes por
sí mismos] y tampoco conclusiones [no son demostrables], ni siquiera son probables, ya que parecen
falsos a todos, o a la mayoría, o a los sabios” (los que discurren de acuerdo con la razón natural). Para él
el ámbito de las verdades reveladas es radicalmente ajeno al reino del conocimiento racional. La teología
ya no es una “fides quaerens intellectum”, porque es imposible que se dé este encuentro entre la fe y la
inteligencia; no es una ciencia, sino un conjunto de proposiciones unidas gracias a la fuerza cohesiva de la
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fe, pero sin una coherencia racional. Así, la credibilidad de la teología no se basa en la razón, sino en la
Sagrada Escritura, en la sola fides. La teología no tiene un valor probativo, como la ciencia natural que
conoce por causas, sino meramente declarativo, explica los datos revelados, sin ningún valor deductivo
(no es un conocimiento cierto, seguro para la razón; y de unas verdades de fe no podrían inferirse otras
necesariamente). Esto no quiere decir que Occam desprecie la teología, ni que considere que las
conclusiones que ella saca de los artículos de fe no sean “razonables”, en absoluto; lo que Occam quiere
decir es que como las premisas a partir de las cuales trabaja la teología son conocidas por la fe, también
las conclusiones de la teología caen dentro de la misma esfera de la fe, y no son demostraciones de la
razón. Al fin y al cabo, todo lo que afirma la Teología consiste en la aplicación a Dios de nociones
humanas, extraídas del orden mundanal en el que nos encontramos y a partir del que y en el que
únicamente podemos conocer. Pero Dios en sí se me escapa, es inaccesible, sólo la fe me enseña algo de
él. Dios es impenetrable a la razón.
Ahora bien, lo dicho no debe hacernos pensar que Occam fuese un pensador extraño a su tiempo,
dominado por una mentalidad puramente empirista y anti-metafísica, incluso escéptica, sino todo lo
contrario: es un hombre de su tiempo, que expresa el disgusto existente en muchos pensadores del
momento por el intento de querer concordar (a la fuerza) la fe cristiana y la filosofía aristotélica, propio
de los últimos años del siglo XIII. Occam no razona como un empirista descreído, sino:
- como un creyente que reconoce la autonomía de la fe con respecto a la razón, y la primacía
de la Escritura sobre cualquier sistema teológico,
- como un teólogo que quiere defender la absoluta libertad y omnipotencia de Dios contra la
tendencia a someter su obrar a la necesidad “natural”.
El tomismo quería comprender la revelación poniendo de manifiesto la racionalidad o lógica
interna del actuar de Dios; Occam, en cambio, destacará que Dios "operatur omnia secundum consilium
voluntatis suae" (Ef 1,11), es decir, que Dios obra todo según el consejo (dictamen, juicio) libérrimo de su
voluntad, que no está ligada a nada externo ni interno, de tal manera que, para explicar que las cosas
sean “así” (p. ejem., la redención por la cruz o la presencia real de Cristo en la Eucaristía) basta la
omnipotente voluntad divina, no hace falta buscar ninguna razón necesaria o conveniente externa a la
voluntad de Dios.
¿Cómo obra Dios? ¿Qué es lo decisivo, lo determinante en su actuar: la racionalidad o la libertad?
El tomismo dirá que la razón, el nominalismo que la voluntad. El tomismo dirá que la voluntad divina
siempre se somete necesariamente a la racionalidad; es decir, que Dios no puede actuar incorrectamente.
De ahí se desprende la bondad de las cosas, pues están hechas bien, correctamente por Dios. En el
nominalismo, en cambio, es la voluntad divina la fuente de todo actuar y de todo bien. Ahora bien,
Occam acentúa tanto la voluntad divina que hace depender la bondad o maldad de las cosas de la
voluntad de Dios. Esta exageración de la libertad de Dios en el último nominalismo es interpretada en un
sentido que roza lo arbitrario. ¿Puede hacer Dios el mal? No, desde luego, pues sería contrario a su ser, a
su comportamiento en la historia de la salvación; pero un nominalista radical diría que teóricamente sí; si
quisiera (de potentia absoluta), Dios podría abrogar sus mandamientos y mandar que robemos, que
matemos, etc., y eso sería bueno por el simple hecho de que Dios lo manda. Para Occam esto no es un
absurdo (como nos parece a nosotros), sino el resultado de la aplicación del principio del que parte su
filosofía-teología: “Deus potest facereomne quod fieri non includit contradictionem”, que a su vez él entiende como
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consecuencia del primer artículo del Credo: “Credo in unum Deum Patrem omnipotentem”, y no hay
por qué señalar límites a la omnipotencia divina, es absoluta (de absolvo: desatar, librar).
Naturalmente, esto se afirma sólo en el plano de la posibilidad, porque Occam y los nominalistas
tienen claro que Dios se ha ligado a sus propias ordenaciones, a las que se atiene, y que por disposición
suya (no por necesidad intrínseca) son necesarias para la salvación del hombre (de potentia ordinata). La
potentia Dei ordinata es el plan salvífico de Dios tal como se ha dado, porque así lo ha determinado él en su
libre voluntad, no porque sea necesariamente así. O sea, la distinción entre potentia absoluta y ordinata es
con relación a nosotros, pero carece de aplicación al ser divino. Por eso, a la pregunta de si Dios, en su
omnipotencia absoluta, podría haber hecho las cosas de otro modo, Occam responderá que sí. De donde
se sigue que, como todo depende de la voluntad absoluta de Dios, el orden concreto seguido por éste en
la salvación se devalúa, es algo accidental, que se estudia en el campo de las posibilidades (preguntándose
absurdamente si Dios podría haberse encarnado de otra manera, habernos salvado de otra manera, haber
determinado otros sacramentos, etc.). Como en el nominalismo la voluntad absoluta está por encima de
todo, Dios podría hacer cosas absurdas (para nosotros) como llevar al cielo a una persona que no tenga
la gracia, a un pecador.
Como se ve, esto tiene peligrosas consecuencias para la moral, pues la bondad o malicia de las
acciones humanas radica exclusivamente en la obediencia o desobediencia a la voluntad divina, entendida
como algo arbitrario con respecto a nosotros, carente de toda razón, por lo que los actos humanos no
son intrínsecamente buenos o malos, Dios no manda hacer lo que es bueno y evitar lo que es malo, sino
sólo ser obedecido; con lo que no hay obras buenas en sí, ni malas en sí, ni meritorias; y por ello Dios
podría condenar a los buenos y salvar a los malos. Estas ideas morales iban a tener profundas
consecuencias en los planteamientos espirituales y pastorales de los ss. XV y XVI.
Pero las consecuencia peligrosas afectan también a la misma teología, pues los planteamientos de
Occam dieron lugar al llamado “terminismo”, una teología que se reduce a lógica, a análisis de términos,
a especulaciones sobre “posibles”. El abuso, por parte del nominalismo, del método teológico de las dos
potencias de Dios (ordinata y absoluta) llevará a conclusiones absurdas y convertirá la teología en una
especie de palestra para el ejercicio de las habilidades lógicas y dialécticas del teólogo, ya que no se puede
utilizar para nada la analogía (pues todo depende de la libre voluntad de Dios, no hay razones internas) y,
por tanto, las causas segundas (todo lo que no sea Dios mismo) no son necesarias, ya que todo depende
sólo de la voluntad de Dios: si Dios puede hacer todo, ¿para qué necesita causas segundas?, eso sería
multiplicar los entes sin necesidad (a lo cual es contrario Occam, aplicando a rajatabla un principio
tradicional escolástico (“non sunt multiplicanda entia sine necessitate” o “pluralitas non est ponenda sine
necessitate”) que utiliza como una “navaja” para cortar todo lo supérfluo, especialmente las distinciones
metafísicas). Pero las consecuencias para la teología son nefastas, pues, p. ejem., de la conjunción de
estos principios se concluye que en el fondo la salvación no depende de la pasión y cruz de Cristo, sino
de la arbitraria voluntad divina de salvarnos por ese medio, con lo que la pasión y cruz se convierten en
algo accidental, accesorio, prescindible; o la causalidad de los sacramentos no tiene nada que ver con el
signo, que ha sido fijado de forma arbitraria por Dios, de manera que si él quisiera podría ligar la gracia
del bautismo al contacto con un trozo de madera y no con el agua, y mandar que la confirmación se
administrara con agua y no con el santo crisma.
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Los dos ejemplos citados nos hacen caer en la cuenta de que hay dos tratados teológicos donde
incidirá con fuerza (negativamente) esta mentalidad nominalista:
1.º El tratado sobre los sacramentos, donde ante la cuestión de si los sacramentos causan la gracia,
los nominalistas dirán que no, sino que Dios, aprovechando el momento del sacramento, da su gracia. La
gracia la da Dios, depende de Dios, sin una ligación necesaria con el signo ni el rito sacramental. Los
tomistas, en cambio, dirán que hay que atribuir la gracia al sacramento como instrumento adecuado, por
lo cual lo ha querido Dios. Al reducir la importancia de las causas segundas, el pensamiento nominalista
reduce el valor de los sacramentos.
2.º El tratado de Gracia y Justificación, pues el nominalismo negará la gracia como causa segunda.
La gracia no es para Occam una fuerza divina que se comunica al hombre, lo renueva del pecado y lo
capacita para obrar sobrenaturalmente, sino sólo el favor (extrínseco) de Dios, con que acepta o no
acepta al hombre, según le place. Lo que salva, pues, al hombre es la sola voluntad divina. La justificación
no es efecto de la gracia, ni de la caridad, sino sólo una aceptación del hombre como hijo por parte de
Dios, de lo que se desprende que los actos humanos son meritorios porque la voluntad divina los acepta
como tales, no porque tengan tal valor en sí al proceder de la caridad sobrenatural. Así, la justificación es
completamente aliena, extraña a nosotros, es aplicada o imputada, sin ningún vínculo real con nosotros.
Gracias a la fama filosófica de Occam, el nominalismo se extendió por muchas universidades del
norte de Europa (Francia y Alemania, sobre todo) y tuvo una gran influencia en el desarrollo posterior de
la teología, especialmente la que nacerá de la Reforma. En efecto, aunque el nominalismo será atacado
por Lutero por ser una teología de la que está ausente toda referencia cristológica y por considerarlo
pelagiano, el reformador tomará muchas cosas de Occam (“magíster meus dilectus”), especialmenteen el
campo de la justificación forense y de la teología sacramental.
En conclusión, el nominalismo es, en el fondo, una teología decadente, que tendrá graves
consecuencias en el siglo XVI:
1ª. Ruptura entre filosofía y teología, entre razón y religión, separando ambos órdenes de cosas: el
de la fe, la espiritualidad o la mística y el de la razón o la especulación intelectual. Una desarticulación de
las relaciones entre fe y razón de la que ya no se volverá atrás. Esta desconfianza del papel de la razón en
teología (justificable en parte por los abusos cometidos) llevará a una teología orientada hacia las
necesidades espirituales y hacia el estudio de las fuentes, más fundada en la Escritura que en debates
racionales.
2ª. Fideísmo. A la devaluación del conocimiento racional sigue, necesariamente, una actitud
fideísta. No todos los nominalistas son fideistas a ultranza, pero esta actitud es bastante común entre
ellos.
3ª. Un gran desarrollo de la crítica formal, es decir de la metodología crítica, pues a las cuestiones
teológicas se les aplica por sistema la distinción entre potentia absoluta y potentia ordinata, dirigiendo el
discurso teológico no a la explicación de los datos de fe, sino a la inútil especulación de si y hasta qué
punto, de potentia absoluta, Dios hubiera podido hacer las cosas de manera distinta a como las ha hecho,
hasta encontrar una contradicción con el ser de Dios que lo impidiera. Por una parte, la tendencia fideísta
valoraba las fuentes positivas de la fe (Escritura y magisterio), pero, por otra, la tendencia crítica las ponía
en peligro, pues las minusvaloraba.
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2. LOS PROBLEMAS ECLESIOLÓGICOS
En el ocaso de la Edad Media brota con fuerza la cuestión eclesiológica en el seno de la teología
debido a la grave situación por la que atraviesa ésta, de modo que a lo largo de la Edad Moderna
aparecerán los primeros tratados sobre la Iglesia. Sobre todo a partir de 1300 la reflexión e inquietudes
eclesiológicas se manifiestan en 3 frentes:
a) La producción de una amplia serie de tratados sobre la potestad de la Iglesia, debido a los
conflictos entre el poder espiritual y el poder temporal.
b)La aparición de unas eclesiologías reformistas, que buscan renovar la Iglesia, sobre todo en su
vértice, el papado, que consideran desvirtuado.
c) El conciliarismo.
Los conflictos acerca de la potestad en la Iglesia estallan en el año 1300, a causa de la lucha entre
Bonifacio VIII y el rey de Francia Felipe el hermoso, que continuarán en el enfrentamiento entre Juan
XXII (1316-34) y su sucesor Benedicto XII (1334-42) con el emperador Luis de Baviera. Dos temas
están en juego: el de la "plenitudo potestatis" eclesial, ¿quién la tiene?, y el de la relación entre el poder
temporal y el espiritual.
Los exponentes decisivos de este choque eclesiológico son la bula Unam Sanctam de Bonifacio VIII,
por una parte, y las posiciones de Marsilio de Padua y de Guillermo de Occam, por otra.
La bula “Unam Sanctam”
Esta bula es, en definición de J. Lortz (HI, I, 494), “la formulación clásica, la síntesis de las
pretensiones específicamente medievales del papado al supremo dominio del mundo”. En realidad, no
aporta nada nuevo, sino que repite las ideas ya expuestas por Bernardo de Claraval, Inocencio III, Hugo
de San Víctor, Tomás de Aquino y otros teólogos y canonistas medievales, como Gil Colonna (Egidio
Romano), cuyo De Ecclesiae potestate reproduce casi al pie de la letra.
La bula parte de la consideración de la Iglesia como el único lugar de salvación y como una
institución unitaria visible ("unum corpusmysticum, unam arcam, unum ovile"), guiada por una sola cabeza, que
es Cristo junto con su vicario, Pedro. Una única Iglesia, pues, una única autoridad en la Iglesia, que es
Cristo y su Vicario (al cual ha confiado su autoridad), ya que no puede haber dos autoridades, pues sería
un cuerpo con dos cabezas, un monstruo.
A esta una y única Iglesia, confiada a Pedro, le competen dos potestades (espadas): una potestad
espiritual y una potestad temporal. Estas dos potestades se ejercen de distinto modo: la espiritual la ejerce
directamente la Iglesia a través del ministerio sacerdotal. La potestad temporal la ejerce indirectamente,
por medio de la autoridad civil, a quien se delega. Ahora bien, como la potestad temporal es de la Iglesia,
la autoridad civil debe ejercer esa potestad delegada en favor de la Iglesia y según las indicaciones de ésta.
La bula argumenta que el poder secular está sometido al espiritual tanto en fuerza de un mandato
divino, pues Dios ha establecido el principio jerárquico de que las cosas inferiores deben reducirse a las
supremas “per media” y no directamente; como en virtud del hecho incontestable de que lo espiritual es
superior a lo temporal. Esta superioridad o excelencia hace que el poder espiritual supremo no pueda ser
controlado por nadie en esta tierra (a nemine iudicatur), pudiendo él, en cambio, controlar a todos, con
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potestad para legitimar (instituere) los poderes temporales de gobierno y juzgar su acción “ratione peccati”.
Por tanto, "conviene que una espada esté bajo la otra espada y que el poder temporal se someta al poder
espiritual". Ahora bien, según Mt 16, 18 esta autoridad suprema (que concentra en sí el poder de las dos
espadas) ha sido dada por Cristo a Pedro y a sus sucesores, de modo que quien pretenda oponerse o
resistir a su poder va contra la ley de Dios. Por tanto, someterse al romano pontífice es necesario para la
salvación.
Esta eclesiología es exponente de la cristiandad medieval, de un momento histórico en que, como
ha escrito K. Schatz, “la ideología política papal pierde el contacto con la realidad”. Frente a ella surgirá
otra nueva y opuesta. Si la Unam Sanctam es expresión teocrática, la eclesiología que surge como
contraposición será una concepción césaropapista de la Iglesia.
La inversión (vuelta del revés) eclesiológica de Marsilio de Padua
Marsilio de Padua (1275-1342) es el teólogo que mejor representa la eclesiología cesaropapista por
la radicalidad de sus tesis, ante el conflicto entre el papa y el emperador. Su obra Defensor Pacis (1324) es,
en palabras de Y. Congar, “la oposición teórica más fuerte a la eclesiología de la época […] que
subordina lo temporal a lo espiritual”. También se la ha definido como “la obra de eclesiología política
más revolucionaria de la modernidad naciente” (J. Finkenzeller), pues su finalidad es combatir la doctrina
de la “plenitudo potestatis” papal tal como se presenta en la bula Unam Sanctam. Respecto a las tesis de dicha
bula su posición constituye una especie de inversión, reacción o contra-eclesiología.
Marsilio parte en su reflexión del concepto de “civitas” (Estado) expresado en la Política de
Aristóteles, donde el poder civil y el religioso coinciden, al contrario de lo que ocurre en su época con
graves consecuencias para la paz social (de ahí el título de su obra): no pueden existir dos potestades, ni
dos soberanos, ni dos sociedades. No hay una “universitas fidelium” (Iglesia) y una “universitas civium”
(Estado), sino un Estado cuyos ciudadanos son creyentes y que están sometidos en todo lo externo al
derecho común o estatal, al poder temporal, incluso en lo que hace referencia a lo exterior de la Iglesia, a
la organización eclesiástica. O sea, no es el Estado quien tiene que someterse a la Iglesia, sino la Iglesia al
Estado. Tan sólo en el ámbito puramente religioso-espiritual, interior tiene competencia la autoridad
eclesial. El poder espiritual se limita al ámbito de lo estrictamente religioso-espiritual. En último término,
en caso de herejía puede decir quién es hereje, pero el castigo al hereje corresponde al poder temporal. La
discordia y la ruina de la sociedad viene cuando los sacerdotes pretenden tener autoridad temporal, lo
cual es falso, según la misma ordenación de Dios. Según Marsilio “el fin sacerdotal [= de la jerarquía
eclesiástica] es la enseñanza y la información de lo que, según la ley evangélica, es necesario creer, hacer y
omitir para conseguir la eterna salvación”, así como la administración de los sacramentos en orden a este
mismo fin. Pero no le compete en absoluto ningún tipo de autoridad temporal, coercitiva, jurídica ni
siquiera en asuntos eclesiales (ni en el uso del “poder de las llaves”), pues no le ha sido conferida por
Cristo, sino sólo una autoridad espiritual (exhortativa); incluso en el ámbito eclesial tal tipo de autoridad
tiene que desempeñarla el gobernante civil, pues así le corresponde por voluntad divina. Así pues, esta
eclesiología reduce la Iglesia a lo estrictamente espiritual y preconiza el derecho del Estado a intervenir en
los asuntos eclesiásticos exteriores o institucionales, porque en el fondo la Iglesia sólo es la pura y simple
vertiente o función religiosa de la “universitas civium”, del Estado, que la absorbe.
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La argumentación de Marsilio es la siguiente: la fuente última de toda autoridad es Dios, todo
poder viene de Dios. Y Dios, ¿a quién se lo ha entregado? La bula Unam Sanctam dice que a Pedro y a sus
sucesores; Marsilio, en cambio, dice que al pueblo. Humanamente todo poder viene de abajo. ¿En quién
delega el pueblo el poder? En los gobernantes. Lo mismo ocurre en la Iglesia, el poder está en los
creyentes, por tanto, el verdadero representante de éstos (de la Iglesia), será el concilio ecuménico (que
sólo puede convocar el legislador humano), no los mal llamados “hombres de iglesia” (jerarquía), pues
hombres de Iglesia son todos los bautizados. En todo caso, si los gobernantes quieren delegar en los
obispos y sacerdotes para que gobiernen la Iglesia, incluso en el plano jurídico, lo pueden hacer, pero eso
no es esencial, no les viene directamente de Dios, sino del pueblo, a través del poder temporal. El poder
eclesial (sobre todo la primacía papal) es una creación histórica, sin ningún fundamento bíblico.
Ciertamente, los sacerdotes tienen un “poder”, pero es para predicar la Palabra de Dios y administrar los
sacramentos, lo cual no puede llamarse propiamente poder, sino capacidad, pues está privado de todo
valor jurídico, de poder coactivo.
Lo esencial de la Iglesia no es ser una estructura organizada, una sociedad perfecta, sino el hecho
de ser una congregatio fidelium, donde la unidad y la pertenencia eclesial no radican en la obediencia o
sometimiento a la autoridad eclesiástica, sino en la unidad de la fe. Por tanto el papa no es el principio de
unidad en la Iglesia, sino más bien la historia demuestra que ha sido y es principio de división. La
pretensión papal de tener la plenitudo potestatis en el ámbito espiritual y en el temporal es un abuso
intolerable, fuente de divisiones y de guerras. Además, de nada sirve este primado papal para asegurar la
unidad de la Iglesia, pues la unidad en la fe la garantiza Cristo. Él es el único Caput Ecclesiae. Y en lo que
respecta a la unidad externa de la Iglesia quien la tiene que asegurar es el legislador humano.
Este conflicto revela en el fondo que está cayendo un modelo de sociedad y que comienza a
vislumbrarse otro. Ante este nuevo modelo, donde el poder civil es cada vez más independiente del
eclesiástico, la Iglesia y el Estado están llamados a buscar vías de convivencia. Este conflicto permanece
hasta el día de hoy.
La eclesiología crítica de Guillermo de Occam
También Guillermo de Occam elabora su eclesiología en un contexto de enfrentamiento con la
autoridad papal, pues acusó a Juan XXII de herejía por haber condenado la tesis franciscana (defendida
por los espirituales o fraticelli) que sostenía el ligamen obligatorio entre perfección cristiana y pobreza
(renuncia total a poseer bienes), y se alineó con el emperador Luis de Baviera en la lucha contra el
papado.
Para Occam la Iglesia es más una realidad sociológica que mística. Es congregatio fidelium en el
sentido de multitudo o collectio, es decir no es más que el conjunto o suma de creyentes que profesan la
misma fe verdadera, y cuyo valor esencial está constituido por esa misma fe recta. Una fe que no depende
de la autoridad que uno detente en la Iglesia, ni de la ciencia que tenga, sino que es puro don de Dios y,
por tanto, puede ser defendida por unos pocos contra todos, incluso por personas incultas contra los
clérigos y el mismo papa. En consecuencia, argumenta Occam, un papa hereje sería menos que el último
de los fieles, y podría ser juzgado por éstos. Por otra parte, dirá, no es al papa ni a los concilios generales
en cuanto tales a quienes corresponde el don de la inerrancia, sino a la Iglesia universal, que subsiste en el
menor de los bautizados, y de la que forma parte el papa, los cardenales y los obispos al mismo nivel que
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los simples fieles (papa y concilios pueden no errar sólo en la medida en que representan a ésta, y sus
decisiones son obligatorias sólo si las aprueba la Iglesia, aunque sea de modo implícito). Contra Marsilio
reconoce el primado de Pedro e incluso la autoridad papal, pero sólo en sentido espiritual, como puro
servicio espiritual de cara al bien común de la Iglesia. Por eso, al igual que Marsilio, niega la plenitudo
potestatis en el sentido hierocrático propugnado por los canonistas y por la Unam Sanctam, aceptando sólo
una potestas suppletiva del papa “in temporalibus” y “causaliter”, es decir en los casos en que la autoridad
civil no cumpla bien su tarea.
Ciertamente, las tesis occamistas influyeron en la disolución del significado de la institución
eclesial, pues influirá en todas las posiciones antipapistas reformadoras de los siglos XIV y XV, en el
conciliarismo (a pesar de que no reconoce ninguna autoridad especial al concilio) y en Lutero, que lo
proclamó su maestro.
La eclesiología “reformista” de Wyclif y Hus
Para comprender la postura eclesiológica de estos teólogos debemos tener en cuenta la calamitosa
situación eclesiástica de los siglos XIV y XV, en base a cuanto se dijo en Historia de la Iglesia Moderna
sobre las ansias de reforma eclesial, porque se tenía la impresión de que la Iglesia se había corrompido,
sobre todo en su vértice. Hay que reformar esta Iglesia, pero ¿cómo? ¿Se puede cambiar ésta? Porque es
necesaria una reforma in capite et in membris. Esta inquietud reformadora provocó una importante
reflexión eclesiológica, que, en el fondo, buscaba la pureza, la autenticidad de la Iglesia. ¿Dónde está lo
auténtico en la Iglesia? ¿En la curia, en la jerarquía, en la base? La respuesta de esta eclesiología será que
la auténtica Iglesia, en realidad, no está en ninguna parte material, pues es espiritual. En efecto, ante el
desencanto que provoca la Iglesia institucional una serie de teólogos dicen que si queremos encontrar la
verdadera Iglesia de Cristo hay que ir a lo interior. La verdadera Iglesia es una Iglesia espiritual e interior.
Los representantes más importantes de esta eclesiología son Wyclif (o Wycliffe) y Hus, los cuales tienen
una eclesiología muy parecida (porque Hus bebió en Wyclif y reprodujo muchos textos suyos al pie de la
letra).
John Wyclif (c. 1328-1384), este sacerdote, profesor en Oxford,2
es ante todo un reformador, que
denuncia las riquezas y las pretensiones de poder temporal del clero y pretende repensar la esencia de la
Iglesia en un momento en que los acontecimientos (el cisma y, sobre todo, la mundanización de la
jerarquía) la han puesto en crisis. En 1378 publica su tratado De Ecclesia, donde, ante el triste espectáculo
de la Iglesia institucional, que se disgrega, propone recuperar una Iglesia espiritual, en la que ya no es la
jerarquía su fundamento ni su garantía de unidad, sino el amor predestinante de Cristo. Así, para Wyclif
la Iglesia es la congregatio omnium praedestinatorum, de la que Cristo es la única cabeza, y de la que no forman
parte los réprobos, aunque en la tierra parezcan ser miembros de la Iglesia (están “en” la Iglesia pero no
son “de” la Iglesia). Como la cualidad del predestinado es conocida únicamente por Dios, el verdadero
ser de la Iglesia no aparecerá hasta el final de los tiempos; la verdadera Iglesia es imposible de discernir
en este mundo.
2 La universidad de Oxford era el centro del pensamiento teológico inglés; en ella se daba una fuerte influencia del
nominalismo de Scoto y de Occam, así como de las tesis agustinianas sobre la predestinación y la gracia.
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Como consecuencia de estas ideas, Wyclif sostendrá que, no siendo miembros de la Iglesia, los
réprobos no pueden tener en ella ningún cargo de origen divino, por lo que el papa mismo, que puede
estar excluido del número de los predestinados, no puede pretender apodípticamente ser la cabeza de la
Iglesia, y, por tanto, no se puede sostener que la sumisión al papa sea necesaria para la salvación, pues
para esto basta la fides formata (viva), que es el signo de estar predestinado. Al fin y al cabo, dice, el papado
es una invención humana que se remonta a Constantino, y que sería mejor abolir, pues no es necesaria
para la salvación. El papa no es cabeza de la Iglesia universal, en todo caso lo es sólo de la Iglesia
militante, y aun esto a condición de que gobierne y viva de acuerdo con los mandamientos de Cristo. Por
tanto, los fieles tienen el deber de comparar las órdenes papales con la Escritura (que todo cristiano debe
conocer), pues la obediencia al superior eclesiástico se debe sólo si su autoridad es legítima, y esto se
certifica con el criterio de la santidad de vida. De acuerdo con estos principios, Wyclif sostendrá que la
salvación depende sólo de la gracia de Dios y no de la mediación del clero.
En suma, para esta eclesiología el elemento decisivo no es la pertenencia visible a la Iglesia, sino el
hecho de estar predestinado a la salvación; la Iglesia es una realidad prevalentemente espiritual e interior,
en la que las mediaciones institucionales (ministerios, autoridad, sacramentos) no tienen relevancia.
Como la mediación institucional es insegura, todo bautizado debe conocer personalmente la Sagrada
Escritura y juzgar las decisiones eclesiásticas desde la Escritura. Es pues, la eclesiología de un tiempo de
crisis.
Encontramos los mismos elementos en la eclesiología de Jan Hus (1370-1415), el reformador
bohemo que siguió los pasos de Wyclif (aunque no en todo). Como éste escribió un tratado De Ecclesia,
pero fue sobre todo en sus predicaciones en la iglesia de Belén de Praga (1402-12) donde difundió sus
ideas de reforma. Para Hus la Iglesia visible no es el verdadero Cuerpo de Cristo, pues la verdadera
Iglesia es la congregación de los predes-tinados (cuyo número sólo Dios conoce); frente a ésta se yergue
una anti-Iglesia, un corpus diaboli formado por los réprobos. Mientras la Iglesia peregrina por el mundo,
tanto predestinados como réprobos caminan juntos: el cuerpo de Cristo y el del diablo se compenetran,
pero no se confunden, pues los réprobos son extraños a la Iglesia aunque parezca que están en ella.
¿Podemos tener signos que distingan a unos de otros? Una conducta buena, evangélica, puede ser signo
probable de tener la vida de gracia; mientras que quienes cometen pecados públicos (simoníacos, avaros,
lujuriosos…) tienen todas las posibilidades de ser reprobados.
La Iglesia universal y definitiva, la de los predestinados, no se identifica totalmente con la Iglesia
visible, jerárquica, a la que él llama Iglesia terrestre, que “colligit electos et praescitos in fide”. Como es natural,
al igual que en Wyclif, esta eclesiología relativiza la institución eclesial y, sobre todo, el papado. ¿Quién es
cabeza de los predestinados, de la Iglesia? ¿El papa? Imposible, pues puede ser uno de los condenados.
Sólo Cristo es cabeza de la Iglesia. Se puede decir que el papa es el Vicarius Christi de la Iglesia visible o
terrestre, y sólo en el caso de que sea un fiel ministro predestinado a la gloria, pues sólo es sucesor de
Pedro cuando reproduce sus virtudes. Entonces se le debe obediencia, pues ésta sólo se debe prestar al
bien y a la virtud. En definitiva, el primado papal es para Hus sólo un primado de las virtudes y de la
edificación de la Iglesia, por tanto el papa tiene que ser el primer santo y si es indigno hay que
desobedecerle, pues pierde su oficio.
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Está claro que esta eclesiología no es ortodoxa, por eso las tesis de Wyclif y de Hus pronto fueron
criticadas por otros teólogos y condenadas por las autoridades eclesiásticas, pues ponían en discusión
todo el orden eclesiástico. En el fondo hay una inquietud lícita por la reforma de la Iglesia, buscando
llevarla hacia una mayor santidad, pero esta inquietud acaba conduciéndoles a posiciones eclesiológicas
erróneas. Ahora bien, esto hay que enten-derlo en el contexto concreto de crisis eclesial de los siglos XIV
y XV.
La eclesiología conciliarista y el cisma de Occidente
El gran problema eclesiológico de los siglos XIV y XV fue el del cisma de Occidente, ¿cuál es el
camino para solucionarlo? La eclesiología tradicional centrada en el poder papal, no podía solucionar el
problema de la existencia de dos o tres papas. Cuando la Iglesia se identifica con el papa, en una situación
de tres papas, no había camino de salida.
Así como en el caso del cisma de Oriente o con Lutero hay conciencia de ruptura eclesial, en el
cisma de Occidente no hay conciencia de ruptura sino de crisis, inseguridad respecto del papado. Hubo
santos en las diferentes obediencias. Desde la conciencia de unidad eclesial existente es desde donde se
buscan los caminos para resolver el cisma, y, después de fracasar los intentos de solucionarlo por un
compromiso o por un arbitraje, no se encuentra más que un camino seguro: el concilio. Así pues, por
imposición de los acontecimientos, los debates eclesiológicos de esta época estarán marcados por la
cuestión de la superioridad del concilio sobre el papa, cuestión que absorberá una gran cantidad de
energías en la reflexión teológica durante casi dos siglos.
La eclesiología conciliarista parte de una concepción de la Iglesia donde está ausente el elemento
jerárquico. Así, la Iglesia es la congregatio fidelium in unitate sacramentorum, como la definió el teólogo alemán
Konrad Gelnhausen (c. 1320-1390), profesor en París. La Iglesia no se define por la autoridad que viene
de arriba, sino por la fe y los sacramentos. Es la congregación de los fieles en la unidad de los
sacramentos. Ahora bien, si es la congregación de los fieles, ¿quién representa la Iglesia? ¿El papa? No: el
concilio (aquí encontramos ya los principios de democratización propios de la Edad Moderna). La cabeza
principal es Cristo (caput semper sanum et indefectibile); en todo caso el papa será cabeza en un lugar
secundario (caput minus principale et secundarium). De tal manera que el orden de representación en la Iglesia
sería:
1º) Congregatio fidelium 2º) Concilio 3º) Papa.
El origen de toda autoridad es Cristo. De ordinario el papa es quien ejerce la autoridad de Cristo,
pues los conciliaristas no niegan el papado. El problema es el camino que recorre la autoridad que en su
origen está en Cristo y de ordinario la ejerce el papa: ¿cómo llega al papa esta autoridad que le viene de
Cristo? Los teólogos conciliaristas dicen que no la recibe directamente de Cristo, sino que éste la da a su
Iglesia, a los fieles (Mt. 28: “Me ha sido dado pleno poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced
discípulos a todas las gentes…”. Los once discípulos a los que Jesús confiere este poder representan a
toda la Iglesia). El papa representa a los fieles, y el concilio representa a la Iglesia. Desde aquí cada vez
más reivindicarán la superioridad del concilio sobre el papa.
El teólogo conciliarista más radical fue Dietrich von Niem (1340-1418), que escribió De schismate
libri tres y De modis uniendi et reformandi Ecclesiam in concilio universali ("Sobre los modos de unificar y de
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reformar la Iglesia en el concilio universal"). Es el teólogo que de una manera más clara afirma la
superioridad del concilio sobre el papa.
Su eclesiología parte de una distinción: una cosa es la Iglesia Católica que está formada por todos
los cristianos (congregatio fidelium), y a la que la define la fe común y los mismos sacramentos. La cabeza de
la Iglesia es Cristo. Esto es lo esencial de la Iglesia. Y dentro de la Iglesia Católica está lo que él llama la
Iglesia apostólica: es decir, la jerarquía, la Iglesia romana, que es una Iglesia “particularis et privata, in
católica ecclesia inclusa”, formada por el papa, los cardenales y los demás prelados. Así pues, Dietrich
establece una separación entre Iglesia Católica (el pueblo fiel) e Iglesia apostólica (la jerarquía). Y, si hay
separación es porque hay oposición o distinción.
¿Qué es lo esencial para la Iglesia (Católica) de Cristo? La fe y la santidad, que se pueden dar sin la
jerarquía, pues no vienen de ésta, sino de Cristo; por tanto puede haber salvación sin jerarquía. La
jerarquía está al servicio de la Iglesia Católica, de su unidad: la Iglesia es más importante que el papa, y el
Evangelio también es más importante. Por ello, cuando la ocasión lo exija (como en el caso del cisma) y
cuando el papa esté en culpa grave hay que deponerlo por el bien de la Iglesia. De hecho, el Concilio de
Constanza depuso a dos papas.
Junto a este conciliarismo radical también se da un conciliarismo moderado presente en la
Universidad de París y representado por Pedro d'Ailly y Juan Gerson. Ambos pretenden defender la
posibilidad de convocar un concilio en una situación de crisis aunque el concilio no haya sido convocado
por el papa. Esto posibilitaría solucionar el Cisma.
Pedro d'Ailly (1350-1420) afirma que el papa tiene una plenitudo potestatis que ha recibido de Cristo,
por lo tanto, no se le puede deponer ni juzgar. Ahora bien, el papa tiene la plenitudo potestatis recibida de
Cristo, pero no directamente, sino a través de la Iglesia. Por eso, en una situación de crisis, cuando no
hay una claridad de quién es el papa, el concilio tiene potestad para deponer al papa, convocar un
concilio e incluso juzgarlo.
Juan Gerson también parte de la institución divida del papado y de su necesidad para asegurar la
unidad de la fe. Ahora bien, ¿quién es cabeza de la Iglesia? Cristo. Por tanto Cristo es quien tiene la
plenitud de potestad; se la ha dado a la Iglesia y, en segundo lugar, a Pedro. No afirma la superioridad del
concilio sobre el papa, pero justifica la posibilidad de que el concilio defina la legitimidad del papa (si es
un intruso o no) en el caso que fuera necesario.
Quieren así impedir los abusos del poder papal; poner un freno, unos límites, para evitar que el
ejercicio absoluto de la potestad lleve a la Iglesia a la situación a la que se ha llegado.
El conciliarismo moderado encontró la expresión de sus ideas en el decreto Haec Sancta del
Concilio de Constanza:
“En nombre de la santa e indivisa Trinidad, Padre, Hijo y Espíritu Santo, amén. Este santo sínodo
de Constanza, que es un Concilio general, reunido legítimamente en el Espíritu Santo para alabanza de
Dios omnipotente, para la eliminación del presente cisma, para la realización de la unión y de la reforma
en la cabeza y en los miembros de la Iglesia de Dios, ordena, define, establece, decreta y declara lo que
sigue con la finalidad de alcanzar más fácil, segura, amplia y libremente la unión y la reforma de la Iglesia
de Dios.
En primer lugar declara que el mismo, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, siendo un
concilio general y expresión de la Iglesia Católica militante, recibe el propio poder directamente de Cristo
13. 13
y que quienquiera que sea, de cualquier condición y dignidad, comprendida la papal, esta obligado a
obedecerle en aquello que respecta a la fe y a la eliminación del recordado cisma y a la reforma general en
la cabeza y en los miembros de la misma Iglesia de Dios.”
El alcance de este decreto ha sido muy discutido en la Iglesia Católica, si tenemos en cuenta la
condenación ulterior del conciliarismo y las definiciones del Vaticano I sobre el primado papal. Las
circunstancias en que se promulgó invitan a no exagerar su importancia dogmática; por otra parte, los
mismos padres conciliares de Constanza no intentaron imponerla fuera del caso de urgencia manifiesta
que entonces se les presentaba. Véase lo dicho en los apuntes de Historia de la Iglesia Moderna, sobre la
interpretación y valides de este decreto. Con todo, como ha expuesto K. Schatz, este decreto tiene una
significación clara: “Toda eclesiología que vincule la Iglesia al papa, pero que no haga al mismo tiempo lo
contrario, está en contradicción con la experiencia histórica del Gran Cisma y con los acontecimientos
que allí se produjeron”.
Además, hay que tener en cuenta que las ideas conciliaristas se veían acreditadas por el nuevo
modelo de funcionamiento corporativo, el de las ciudades y las universidades, que se desarrollaba en el
siglo XIV. En este modelo es la universitas, representada por un órgano elegido, la que tiene la soberanía, y
su rector o gobernador no está por encima de ella, sino que es su mandatario y debe rendirle cuentas. Las
teorías conciliaristas aplicarán este modelo a las relaciones entre el papa y el concilio: que el papa no
pueda ser juzgado por nadie significa por ninguna persona individual, pero sí puede ser juzgado por la
Iglesia, representada por el concilio.
Ahora bien, no debemos olvidar que el conciliarismo recogía también la vieja eclesiología de
comunión, reprimida desde la alta Edad Media por la influencia del modelo feudal. El tema agustiniano
del poder de las llaves dado a Pedro, no como persona individual sino como personificación de la Iglesia,
seguía vivo en muchos teólogos y canonistas. En realidad las tesis conciliaristas no hacían más que
prolongar la eclesiología tradicional de los siglos precedentes.
3. LA TEOLOGÍA MÍSTICA
El mundo medieval no conocía la “mística” como una parte específica de la teología, sino que la
consideraba dentro de la vida espiritual del cristiano, como un componente de ésta. Sin embargo la
realidad existía, pues, recibida como herencia patrística, la teología medieval sostenía que el más alto fin
de la vida del creyente, ya en este mundo, era la inhabitación de Dios en él. Pues bien, la “Teología
mística” que aquí estudiamos es una corriente teológica que surge junto con una serie de movimientos de
espiritualidad nacidos en las ciudades del área renano-flamenca y formados en gran parte por laicos
(aunque también encontramos clérigos) que tienen conciencia de que la reforma de la Iglesia debe
comenzar por una revitalización de la vida cristiana. Promueven entre sus miembros una vida cristiana
más auténtica y suponen una ruptura con la tradición medieval que vinculaba la perfección a la vida
monástica. Para estos nuevos movimientos la consagración religiosa no es la única puerta de salvación.
Estos movimientos quieren pasar de la piedad tradicional a una mística de la unión con Dios. La
piedad tradicional, vigente al final de la Edad Media, era la de las peregrinaciones, los votos, los actos
religiosos externos, las reliquias, etc.; "la fe se había reducido a religiosidad y la religiosidad se había
14. 14
convertido en un conjunto de prácticas externas" (Y. Congar). Había poca vida interior y estos
movimientos quieren dar el paso a la interiorización de la vida cristiana.
Como quieren llegar a todos, los autores de esta corriente escriben sus obras en la lengua del
pueblo, no en latín. Si bien, para que esas obras tengan una difusión mayor, se traducen posteriormente
al latín, que era la lengua universal.
El camino de la ascensión a Dios, el camino espiritual que proponen, también difiere del propuesto
en la Edad Media. Para el hombre medieval, para llegar a Dios hay que partir de la contemplación de las
criaturas. Para estos movimientos el punto de partida es el repliegue del alma sobre sí misma (Agustín).
Aquí se manifiesta el giro antropológico de la Edad Moderna: ya no es el cosmos el centro del universo,
sino el hombre. El repliegue del alma sobre sí misma permitirá el camino de unión con Dios. ¿Qué tiene
que hacer el alma? Vaciarse interiormente (completa desnudez del alma, abandono de los deseos que la
alejan de Dios). Sólo mediante el vaciamiento se podrá llegar a la unión mística.
Todos estos movimientos, faltos de formación teológica, llegaron en algunos casos a
radicalizaciones, como promover experiencias pseudomísticas, y cayeron en herejías.
Los movimientos más famosos fueron los amigos de Dios, los hermanos del libre espíritu y la
Devotio Moderna. Los autores de estas corrientes, muchos de ellos anónimos, unen espiritualidad y
teología; por este motivo Lutero les tenía mucho afecto.
Temas fundamentales de la Teología mística:
- El tema fundamental es el del absoluto, de la trascendencia absoluta de Dios, que se expresa en
la distinción entre deidad y Dios, inspirada en la teología negativa y al mismo tiempo supremamente
afirmativa que inspira a estos místicos renano-flamencos. Proclamación de Dios como “anónimo”,
“innombrable”, que se llama “no importa qué” mejor que “alguien”.
- El tema de la “nada” del ser humano, situada, más allá del pecado (lo moral), en el campo de su
finitud, de su alteridad constitutiva (como todas las criaturas) con respecto a Dios.
- Pero, al mismo tiempo, encontramos el tema de la “nobleza” del hombre (título de un tratado de
Eckhart), consecuencia de la teología de la imagen y la metafísica de la participación que usan:
“engendrado, no creado”, estas palabras que el Credo aplica al Verbo, son aplicadas por los místicos al
hombre en cuanto imagen de Dios, lo cual implica una cierta correlación (similitud, conformidad o
correspondencia) entre imagen y prototipo; es decir, que el alma humana, como imagen de Dios que es,
en su condición de imagen es de alguna manera participación del Verbo. Afirmaciones inquietantes, pero
que debemos entender bien: esto es en su condición esencial, no existencial-histórica (del alma), por eso
precisamente para estos místicos el sentido de la vida es reconocerse como imagen de Dios y volver a
Dios, despojándose de cuanto lo impide (teología del retorno del Pseudo Dionisio el Aeropagita). De ese
modo se llega a la unión con Dios a través de la identificación con el Verbo.
Estos son los temas de la mística renano-flamenca, que se encuentran de forma más tumultuosa en
Eckhart y más suave en Ruysbroek, en Taulero y en Suso.
3.1. El maestro Johannes ECKHART, dominico (c. 1260 - +1327, ver biografía en Illanes-Saranyana,
89-90). Estudió en Colonia y fue profesor en el convento de Santiago de París (centro donde se reformó
el tomismo y donde estudiaron Francisco de Vitoria y Domingo de Soto). Fue un director espiritual de
15. 15
monjas muy afamado. Hombre exaltado en sus opiniones y escritos al final de su vida, el arzobispo de
Colonia inició un proceso contra él concluyendo en condena de 28 proposiciones de sus obras. Poco
después de su muerte (1328) una bula papal condenó algunas proposiciones suyas (In agro dominico, 1329).
Esta condena hizo que después sus obras no tuvieran una gran difusión dentro de la Iglesia Católica.
Pero Lutero, conocedor de las mismas, tuvo gran admiración por sus opiniones.
Es importante tener en cuenta que las preocupaciones prácticas de la teología de Eckhart se
comprenden en base a su dúplice actividad como profesor y como guía espiritual de comunidades
religiosas.
Doctrinas fundamentales de Eckhart:
Su teología está influida por la teología negativa del Pseudo-Dionisio (“De Dios sabemos más lo que no
es que lo que es”). A partir de esta idea Eckhart insiste en sus escritos en el carácter inefable de Dios; y
elabora una distinción entre Dios y la deidad o divinidad. Dios es una palabra, un concepto humano para
referirnos al ser supremo. La palabra Dios alude a lo que los hombres sabemos de Él, a nuestras
representaciones conceptuales de Él, no a lo que Dios es en sí. La deidad expresa lo que corresponde al
ser verdadero de Dios, inalcanzable para nosotros, que necesariamente nos tenemos que quedar en
representaciones. "Dios y la deidad se diferencian entre sí como el cielo y la tierra".
A partir de esta convicción, el camino de la mística es el camino de vuelta a Dios, del retorno a
Dios. Un camino que todo hombre está llamado a recorrer. ¿Cómo se realiza ese retorno? No a través de
argumentaciones teológicas, porque la teología nos lleva a Dios, no a la deidad. En primer lugar, si la
criatura quiere llegar a Dios tiene que iniciar una catarsis espiritual: debe reconocer que en sí misma no es
nada, no sabe nada, debe anonadarse en la más radical pobreza espiritual. Hay que alcanzar a Dios en la
desemejanza absoluta. Sólo desde la conciencia de esa desemejanza, sólo en el vacío interior puede el
hombre encontrar a Dios en la intimidad de su yo y en la inmanencia de su alma, donde Dios ha querido
comunicársele, entrar en comunión espiritual, porque “allí donde termina la criatura, Dios comienza a ser.
Ahora Dios sólo desea de ti que salgas de ti mismo según tu modo de ser creatural, y que dejes a Dios ser Dios en ti. La
menor imagen creada que se forma en ti es tan grande cuanto lo es Dios [= Dios es tan grande cuanto tus mezquinas
ideas sobre él]. ¿Por qué? Porque esa imagen es en ti un obstáculo para llegar al Diostotal […] Sal completamente de ti
mismo para Dios, y Dios saldrá de sí mismo para ti. Cuandoambos salen de sí mismos lo que permanece es el Uno, en su
sencillez” (Sermón 5b). Ésta es la auténtica transformación espiritual del hombre, transformación
deificadora, divinizadora. Entonces Dios, el Absoluto, ya no aparece en las formas de un ser supremo
objetivo, puesto al frente de la máquina del universo, sino como la verdad interior amorosa, que da
consistencia a todo. Un texto suyo puede ayudarnos a comprender su pensamiento:
“Digo además: si el alma debe conocer a Dios, debe también olvidarse de sí misma y perderse;
porque no ve ni conoce a Dios mientras que se ve y conoce a sí misma. Si, en cambio, se pierde por
amor de Dios y renuncia a todas las cosas, entonces se encuentra a sí misma en Dios. Mientras conoce a
Dios, se conoce a sí misma y a todas las cosas, de las que está separada, de modo perfecto en Dios.
El designio (intención) específico de Dios es que el alma pierda a Dios. En efecto, mientras el alma
tiene todavía un Dios, conoce a un Dios, tiene la noción de Dios, está todavía lejos de Dios. Por eso es
deseo formal de Dios anonadarse en el alma, para que el alma se pierda a sí misma… Y el más grande
16. 16
honor que el alma puede hacer a Dios es abandonarlo a sí mismo y liberarse de él” (Sermones alemanes,
182).
Eckhart describe la unión con Dios sin las categorías usuales en la espiritualidad y la teología (la
gracia como el lugar de la unión con Dios, el pecado la redención, etc.), que no aparecen en su
descripción. Él se sitúa en el plano de una unidad esencial que debe realizarse entre el alma y la divinidad.
Habla de una divinización esencial del hombre, no una divinización por gracia, sino una cuasi fusión.
Esta manera de hablar de la unión con Dios fue la causa de la sospecha de panteísmo.
Con él nos encontramos ante una teología mística muy audaz que va más allá de las categorías
teológicas usuales y que dio lugar a una confusión entre el alma y lo divino. Si bien, lo más peligroso para
las autoridades eclesiásticas del pensamiento de Eckhart era (al igual que ocurría con los espirituales
franciscanos) la comunión directa del alma con la divinidad, al margen de las estructuras objetivas, donde
se encuadra la jerarquía eclesiástica. Podemos decir que aquí se contraponen dos modos diversos de
cristianismo: el de la interioridad subjetiva, que participa en lo íntimo del ser divino, y el del gran
mecanismo objetivo del cosmos y de la sociedad cristiana; es decir, el mundo de la autoconciencia
espiritual y el de las estructuras exteriores. Estas ideas, que Nicolás de Cusa retomará en época
renacentista, se convertirán en un patrimonio de la cultura alemana, tan preocupada por la interioridad
inefable, en su contraste con la falsa objetividad de lo mundano. La teología luterana tomará muchos
rasgos de esta radical teología mística dominicana.
3.2. Johannes TAULERO (1300 – 1361), también dominico, discípulo de Eckhart y director
espiritual de religiosas en Estrasburgo. No escribió obras, pero de él se conservan sermones en los que
traza una pedagogía espiritual. Su tema central es la relación espiritual del alma con Dios (interiorización
del cristianismo). En las fases de este camino espiritual, Taulero parte de la Sagrada Escritura y tiene un
lenguaje sencillo, no especulativo, en el que presenta una pedagogía espiritual. Distingue tres momentos
en el progreso espiritual:
1º Los principiantes deben cumplir el decálogo (el camino de la vida espiritual tiene que comenzar
por la vida moral, es un trabajo en el que debe empeñarse hasta los 40 años, pues antes la naturaleza no
está aquietada).
2º Quien quiere progresar puede dar otro paso (durante diez años): vivir según los consejos
evangélicos de pobreza, castidad y obediencia, sin necesidad de hacerse monje, pues los seglares muchas
veces pueden vivir con más sencillez (veracidad cristiana) que los monjes.
3º El tercer estadio es aquel en el que se llega a la deiformación (la conformación con Dios),
abandonándose completamente a él.
Veamos cómo lo expresa en un texto:
“Si el hombre ha llegado ya a una vida divina y si la naturaleza ya ha sido dominada, llegará a
recogerse, sumergirse y fundirse en la pureza, en la divinidad y en la simplicidad de aquel bien interior,
donde la espléndida chispa interior (la chispa de vida divina que hace al alma preciosa) vuelve a su lugar y
retorna a su origen con un movimiento de amor equivalente a aquel del que brotó. Cuando este retorno
se ha cumplido de manera perfecta, toda deuda está completamente pagada […], toda gracia y felicidad
son infundidas, el hombre se convierte en un hombre divino, y estos son los pilares del mundo y de la
santa Iglesia” (Sermón para la Ascensión).
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Taulero describe esta relación desde unas categorías relacionales: ¿Quiénes son los que se asemejan
a Dios? Los amigos de Dios, que no dejan de ser sus siervos. Quien ha llegado a la meta de la vida
espiritual es el verdadero amigo de Dios. Pero, ¿cómo se conoce al verdadero amigo de Dios? Por dos
rasgos:
a) El que acepta, por la vivencia de los consejos evangélicos, todas las privaciones voluntarias
(no se apega a las cosas, no busca cosa alguna por propio interés, etc.).
b) El que acepta con amor las pruebas de la vida y las vive con alegría.
Taulero tuvo una gran influencia posterior, sobre todo a través de sus sermones, que influyeron en
la concepción y práctica de la mística (en las casas de formación de los Jesuitas se leerá a Tablero, pues
san Pedro Canisio hará una edición de sus obras en 1543).
3.3. Johannes RUYSBROEK (1293 - + 1381), pertenecía al alto clero, pues era deán de la catedral de
Bruselas. Pero cuando vio la situación calamitosa de la Iglesia de su tiempo lo abandonó todo y se retiró
a un eremitorio llamado Groenendael, situado en un bosque, a vivir en soledad e interioridad. Dada la
relación de los Países Bajos con España en el siglo XVI tuvo una gran influencia en la mística española
del XVI (sobre todo en san Juan de la Cruz).
Escribió tratados espirituales. El más importante se titula: El ornamento de las nupcias espirituales, y en
él describe la unión con Dios desde categorías esponsales. Toda esta obra es un comentario al versículo
de Mateo 25,6: "Que llega el esposo, salid a recibirlo". Lee, pues, la historia de la salvación en una clave
matrimonial y presenta la vida espiritual como camino del hombre hacia el encuentro con Dios. La
categoría fundamental es la unión esponsal del alma con Dios: una unión de amor, para llegar a la cual
Ruysbroek distingue tres fases:
1ª) El estado inicial es la vida activa o iniciante o moral o exterior, consiste en la práctica de las
virtudes, que son el ornato primero del alma, y de una rigurosa ascesis, con la ayuda de la gracia. Pero
esto no basta, porque al fin y al cabo es “hacer”.
2ª) Fase en la que viene el recogimiento. Es la vida interior o afectiva o de deseo. Una vez liberada
de sí misma y adornada con los dones del Espíritu Santo, el alma vive una vida simplificada y unificada
en lo profundo del corazón, en íntima unión con la humanidad de Cristo, sin que hayan ya esfuerzos
personales, pues el hombre ya no es siervo de Dios, sino su amigo, de modo que la virtud brota
espontáneamente y se vive sin dificultad.
3ª) Fase de la vida contemplativa o supraesencial o divina, en la que el hombre se une a Dios por
amor, por encima de la razón y de todo lo creado. Tanto ha contemplado el alma a Cristo que éste la ha
hecho semejante a él. Así, el hombre contemplativo es transformado y se hace uno con la luz que es
Dios. Es una unión sin intermediario, sin diferencia ni distinción, y se puede interpretar como una cuasi
visión beatífica en la tierra.
En el fondo estos autores pretenden renovar la vida cristiana por el camino de la espiritualidad.