1. Charles PÉGUY, “Nuestra Patria”
Traducción de María Belén Ureña Núñez y José Manuel Losada Goya
Universidad Complutense (Madrid)
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Casas, viejas casas de ceremonias; casas de las ceremonias antiguas y con ellas
las mismas perpetuas casas de las jóvenes ceremonias; casas de los antiguos; casas de
los muertos gloriosos; monumentos imperecederos, que fatalmente perecerán; los
cuatro puntos cardinales de la gloria de París; y por esta perpetua representación capital
de París, por esta representación eternamente eminente, a la vez e inseparablemente los
cuatro puntos cardinales de toda la gloria de toda Francia; memoria de piedra tallada;
memoria viva no obstante, perfectamente viva, más viva que tantos hombres que hoy
caminan por los caminos modernos; memoria monumental francesa; monumentos
monárquicos e inseparablemente monumentos profundamente populares; monumentos
antiguos y perpetuamente nuevos; monumentos monárquicos y perpetuamente
democráticos y hoy propiamente republicanos, y mañana todo lo que se quiera con tal
de que sean, y en todos los días ulteriores todo lo que haga falta, porque son,
monumentos que serán todos días, hasta el día de su muerte y que no perecerán, como
tantos monumentos modernos precarios, mucho antes del día de su muerte natural;
monumentos eternamente monumentos; siempre repletos de un eterno sentido interior,
eternamente manifestado por el valor de la piedra, eternamente dibujado por la
eternidad exterior de la línea; monumentos monárquicos, monumentos reales,
monumentos religiosos, monumentos del antiguo régimen y de todo nuevo régimen,
monumento imperial, en todas partes y siempre no sólo monumentos populares, sino
también monumentos “pueblo”; los cuatro grandes dioses, demarcaciones de la gloria
de París; el Arco del Triunfo —un poco más familiarmente llamado la Estrella para los
conductores de los Thomson, compañía francesa— el monumento más considerable que
nunca se haya construido en ese estilo, dice el pequeño Larousse, el Arco del Triunfo
de la Estrella, este monumento perfecto de la gloria imperial francesa; edificado durante
el reinado de Luis Felipe, aproximadamente, o durante la Restauración, más viejo, no
obstante, que el mundo romano; los Inválidos, esa pura obra de arte, ese monumento
perfecto de la antigua Francia real; el Panteón, mucho más republicano, que fue
construido durante el reinado de Luis XV, el Panteón republicano dinástico, el Panteón
secularizado que nunca había sido, por sus mismos planos destinado seriamente al
culto, el Panteón, ¡qué elegante es bromear de él!, pero que más valdría aprender a
contemplar como este monumento lo requiere. Notre-Dame, finalmente, cuyo nombre
lo dice todo. Monumentos nuevos.
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(Para saber hasta qué punto los Inválidos son un monumento perfectamente
perfecto, hay que mirarlos, por ejemplo, desde las ventanas del salón del apartamento
situado en el quinto piso del número 2 de la avenida de Villars).
Es cierto que veíamos pasar a los militares; desde que el Estado Mayor
dreyfusista parlamentario político ha hecho todo lo posible para reconciliarnos con el
Estado Mayor militar, nos hemos negado a reconciliarnos con el Estado Mayor militar,
pero el tiempo ha pasado, nos hemos vuelto cobardes, y ya no nos sentimos obligados a
mirar a los simples hombres de segunda clase con una mirada trágica; consintiendo a
medias, habíamos ido a ver pasar a los militares; la República destaca en la
organización para el placer de nuestros ojos y para la satisfacción de nuestra lealtad en
estos grandes desfiles soleados; íbamos, pues, cogidos del brazo, con la cabeza pesada,
los ojos ocupados, el espíritu entretenido, el corazón participando a medias; su
camarada hacía lo mismo que él; y eso podía durar mucho tiempo.
Singular pueblo de París, pueblo de reyes, pueblo rey; el único pueblo del que se
pueda decir que es el pueblo rey sin cometer una vergonzosa figura literaria; profunda y
verdaderamente pueblo, tan profundamente, tan verdaderamente rey; en el mismo
sentido, en la misma actitud y el mismo gesto pueblo y rey; con el mismo espíritu
pueblo y rey; pueblo que recibe a los reyes entre dos tiempos, entre dos trabajos, entre
dos placeres, sin apresto, sin molestarse, sin inconveniencia y sin ninguna grosería;
pueblo familiar y a la vez respetuoso, como lo son los verdaderos familiares;
verdaderamente el único pueblo que sin preparación sepa hacer a reyes una recepción
antigua y real; verdaderamente el único que haya hecho revoluciones y que se haya
mantenido no sólo tradicional, sino también tradicionalista hasta este punto; el único
que sea tradicionalista con pleno consentimiento de su buena voluntad; el único que
esté a gusto y que sepa comportarse y presentarse en la historia, teniendo una larga
costumbre, teniendo una costumbre inveterada de esta forma y de este nivel de
existencia, y que no sea insolente, inconveniente, grosero, advenedizo; el único pueblo
que no se desliza sobre los parqués encerados de la gloria; el único pueblo que sea
revolucionario, y que cuando los acontecimientos se presentan introduciéndole reyes,
no sólo sabe recibirlos, sino también resulta tener bajo la solapa, para recibirlos,
monumentos reales como ningún rey del mundo en ningún país del mundo podría
ofrecer en la misma época, ni podrá ofrecer en ninguna época de su país.
(Œuvres en prose, Paris, Gallimard, Bibliothèque de la Pléiade, 1959, pp. 812-815).