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INTROITO
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ESTILO Y CIFRA: “Las hadas”
HE leído un libro que no se parece a ninguno; lo de menos es lo
extraordinario del asunto, sobre todo en nuestro país, más propenso a
la imaginación que a la fantasía. Sobre las Hadas ya han escrito
páginas inmortales un Perrault, un Wieland, un Andersen, para no
hablar de las de las «Mil y una noches». Pero Andersen o Perrault han
contado cosas sobre las Hadas desde fuera, desde el dominio de los
hombres o, cuando más, fingiéndose en breves instantes o en precarios
logros, dentro del mundo propio de los niños. María Luisa Gefaell,
que es tal vez, cuantitativamente, no me atrevo a decir aún si
cualitativamente, —nuestro mayor poeta,— acaba de escribir sobre las
Hadas desde el mundo propio de las Hadas. No como habla de un
viaje por España Théophile Gautier, sino como habla de un viaje por
la Alcarria Camilo José Cela.
Ya sabemos que lo que separa más un original literario de una
traducción, lejos de estar en el léxico está en la sintaxis. Este libro de
las Hadas es como una versión del Periloquio, la lengua hablada por
los Peris, seres sobrenaturales y pacíficos, difundidos sobre todo,
según parece, por el mundo persa y cuya principal virtud es la
generosidad. Son extrañas a tal lenguaje las formas del principio de
contradicción y del principio de razón suficiente, las estructuras
cicateras del pensamiento. En el Periloquio no hay solecismos, no hay
tampoco escrito de sus referencias, ni la puede haber, inverosimilitud.
Puesto que nada fuerza a escribir al dictado de la lógica. Lo cual no
quiere decir que la tal referencia no tenga aquí sus leyes. Las coles
pueden sentir como se convierten en bolas verdes, a condición de que
se reconozca que el lugar donde deben encontrarse todas las bolas
verdes son las playas. De lo cual nace para las coles en estado de
metamorfosis, y mientras no se colocan en su debido lugar, una
nostalgia casi enfermiza. Nostalgia que precisamente son las que
socorren las Hadas, en su próvida generosidad. No en vano las Hadas
tienen una naturaleza equívoca, en virtud de la cual, según ciertas
adivinaciones, pueden confundirse con las Madres. No con las madres
de Goethe, de índole metafísica y más pródigas en la creación
definitiva de las cosas; sino de las otras, de carácter más juguetón y
especializadas, no en la creación, sino en el devaneo. Sería
excesivamente romántico el insistir en la ternura de estas Madres. Es
una ternura más capaz de perderse en la caricia que de aprovecharse
en la lactancia.
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También resultaría abusivo el hablar de Ángeles, cuando se suscita
la cuestión de las Hadas. Un día, en Versalles, conocí a una señora
que, teniendo un hijo, había contraído matrimonio en segundas
nupcias. El niño tenía siete años; y en una conversación, iniciada por
el asunto de la creencia infantil en los Reyes Magos, la madre me
confesó que no había querido nunca privar a su hijo de la creencia en
las Hadas y en sus dones. Yo tendría gran curiosidad en saber, cosa
que la suerte no me ha permitido, cuál había sido el destino de una
criatura preparada con tal educación. También, por otro lado, me
hubiera gustado saber de fijo cuál era la situación profesional y moral
de Philipe Barrès, educado por su padre, según declaración explícita,
en las normas del nacionalismo y, en primer lugar, en el famoso «culto
a los muertos». En principio, me parece que, a despecho de
pedagógicos cálculos, en materia de idealización, en los resultados lo
mismo da una cosa que otra. Por de pronto insisto en que la lectura de
libros como el excepcional de María Luisa Gefaell tienen, con su
carga intensa de poesía, un poder de plasmación en el lenguaje.
No me sorprendería el que los beneficiados por él fuesen más
directamente aún que los niños, los escritores, que, a su escuela,
aprendiesen el uso de un derecho a cierta armoniosa libertad de
expresión. No pocas son las conquistas logradas por el estilo literario
usual, en los últimos tiempos, el empleo impávido de las metáforas no
puede menos de ganar, cuando nos acostumbramos a ver las coles
redondeadas, hasta convertirse en bolas verdes, y las bolas verdes
correr hacia su destino de alojarse en las playas. Hay varias maneras
de interpretar la Naturaleza. Hay la científica, que clasifica en géneros
y especias; hay la panteística, que no se contenta sino fundiéndolo
lodo —el estilo del novelista Jean Giono, es un ejemplo de ello y algo
se da igualmente de lo mismo en el do la novelista española Elena
Quiroga, sobre todo en las primeras páginas de sus libros—. Y hay
también un estilo animista, sin las sinopsis de la ciencia y sin tener, en
el otro extremo, la síntesis de la divinización. El lenguaje animista es
el que, del reino del Periloquio, trae la narradora de las Hadas. Ya
recordáis lo que dijo Max Mullen «La mitología es una enfermedad
del lenguaje». Mas, ¿por qué no considerarla, al contrario, como la
expresión cabal de su salud?
Eugenio d'Ors - La Vanguardia - 5 de julio de 1953
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CUENTOS DE HADAS
El género literario “cuentos de hadas” es una invención o, por lo
menos, una realización del Romanticismo nórdico. Pero, por otra
parte, se destina a esos pequeños y puntuales notarios de la realidad
circundante que son los niños. Por eso le está vedado instalarse, de
buenas a primeras, en un mundo puramente imaginado, vaporoso,
irreal, tejido de ensueños, fantasías y nostalgias, al modo del Enrique
de Ofterdingen, de Novalis. Es menester partir en él de la vida real, y,
así, los protagonistas de estos cuentos suelen ser niños pobres y
perseguidos por el desamor de sus madrastras o amenazados de otras
nada infrecuentes desgracias. Pero inmediatamente incide, en el centro
de esta fatigosa y cruel menesterosidad consuetudinaria, el portento.
La varita mágica del hada de turno transmuta la más cotidiana realidad
en “país de las maravillas”. Los seres, personas y cosas, no son los que
parecen; cambian ágilmente de forma y figura, transmigran, se
vuelven otros, sin dejar de ser los mismos. El mundo de la experiencia
es en los cuentos de hadas, igual que en la metafísica platónica,
puramente aparencial: las “esencias” se hallan por detrás o por encima
de él. Y así como, según los platónicos, están las almas “encarceladas”
en los cuerpos, los príncipes encantados de los cuentos se encuentran
“encarcelados” también en los sapos o en los osos. Y toda una teoría
de poderes superiores—hadas buenas, de una parte; hadas malignas,
ogros y brujas, de la otra, y también trasgos, duendes y gnomos—
juegan su partida a favor o en contra de los niños.
Este, digo, es el cuento romántico para niños. Pero del
Romanticismo acá ha llovido mucho. Por eso, tras los cuentos de
hadas vinieron los cuentos “positivistas” de Julio Verne, con todo su
cientificismo; los cuentos del Oeste americano, las novelas de
aventuras, los relatos policíacos… Los aficionados a planear,
ingrávidos, sobre la vida real, suelen ponerse muy pasadistas al hablar
de estas cosas, y condenan nuestra época como destructura de la
poesía infantil. Pero la poesía es indestructible, y lo mismo puede
habitar un cuento de Grimm que un relato de vuelo arriesgado o la
campaña de África entre Rommel y Montgomery.
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Se objetará que todo esto que ha venido tras los cuentos de hadas no
es para “niños”, sino para “chicos”, para muchachos. Es verdad. ¿Qué
hacer entonces? Dos tipos de solución suelen ofrecerse: o el cuento
tonto y entontecedor o el cuento de pretensiones “literarias”, que
consiste bien en la exhumación, vertida al habla actual, de narraciones
antiguas, bien en su amanerado pastiche. Convengamos en que
ninguna de estas recetas es demasiado buena.
Pero ¿y el cuento de hadas? ¿Es susceptible de actualización y
recreación? Uno se sentiría inclinado, en principio, a pensar que no.
Sin embargo, el bello libro Las hadas, de María Luisa Gefaell, que
quiero comentar brevemente aquí, es una feliz demostración
afirmativa. Pero la tarea no era de ninguna manera fácil. La autora,
para darle cima, ha tenido que reformar sustancialmente el género y
hacer, además, una importancia renuncia. Veamos en qué han
consistido aquella forma y esta renuncia.
Dijimos antes que los viejos cuentos de hadas pasaban rápidamente
de la existencia real a la vida fantástica, al reino de la maravilla y el
encantamiento. La poesía de los cuentos de hadas, como toda la poesía
romántica (romántico es también, avant la lettre, el mundo del que
algunos narradores, por ejemplo los hermanos Grimm, extraen sus
leyendas y, sobre todo, la perspectiva en que ellos nos las muestran),
está separada de la realidad, levantada, vaporosa, sobre ella. Lo que
importa no son las cosas, sino las propiedades portentosas, buenas o
malas, que ellas poseen (el espejo, que revela si quien en él se mira es
o no la mujer más bella de la tierra; el alfiler, que, al clavarse, vuelve
princesas las palomas, etc.).
Las hadas, con su cortejo de los otros entes preternaturales,
componen toda una mitología, que mágicamente irrumpía, de cuando
en cuando, en el mundo real. ¿Puede escribirse hoy un libro de hadas
míticas? Indudablemente, no. ¿Se trata entonces de un género
agotado? Pensemos en el uso—y hasta el abuso—que la poesía
contemporánea ha hecho de esos otros seres sobrenaturales que son
los ángeles. Los ángeles han sido traídos al mundo, y,
deshipostasiados, han comenzado a funcionar con un sentido
puramente poético. Pues bien: María Luisa Gefaell ha llevado a
cabo—está llevando a cabo, mejor dicho—en el género “cuentos de
hadas” una revolución semejante. Las hadas no están ya separadas de
las cosas, sino que son las cosas mismas. Pues, como escribe la autora,
“todo llega hasta el cielo; el cielo empieza donde terminan las cosas”.
Cada cosa puede tener dentro un hada; que la tenga o no, sólo depende
de nosotros.
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Las hadas habitan el agua de riego, la retama y el melonar; están
dentro del cántaro y se derraman luego por el suelo. Viven
abrazándose a las cosas. “Besar las cosas” es descubrir poéticamente
las hadas. La función de un cuento actual de hadas consiste en enseñar
a los niños a encontrar el hada propia de cada objeto que contemplan,
desde la luna, la sierra o el viento del Oeste, hasta la menuda paja de
la era o el blanco yeso del albañil. “Cuento de hadas”, en el sentido de
María Luisa Gefaell, es casi sinónimo de poesía actual. El nombre de
esta escritora es menester ponerle, desde ahora, donde familiarmente y
por amistad estaba ya: junto a ese grupo de poetas españoles cuya
significación he intentado describir en otras ocasiones y, entre ellas, en
un artículo titulado “Poesía y existencia”.
Veamos ahora la renuncia exigida por esta renovación. Las hadas, de
golpe, pierden sus mágicos poderes: han extraviado su varita de
virtudes; desde ahora ya no harán sino brincar, correr de cosa en cosa,
alegrar a las gentes sencillas y, a lo sumo, hacerlas cantar. El cuento de
hadas pierde acción—acción prodigiosa—, y se convierte en poesía de
la vida cotidiana. Antes penetraban en los cuentos seres fantásticos;
ahora, al revés, seres archirreales: Rosita, la del castillo de
Villaviciosa; la Lorenza o la señorita Encarnación. Pero, bien mirados,
¿no son éstos tan extraños, tan incomprensibles como aquéllos? Los
antiguos cuentos de hadas hablaban de entidades separadamente
poéticas, de la misma manera que los poemas antiguos hablaban con
palabras separadamente poéticas. Hoy hemos aprendido que todos los
seres y todas las palabras pueden ser poéticos si nosotros acertamos a
poner poesía en ellos.
El sacrificio de la acción a la poesía priva al cuento, evidentemente,
de su interés aventurero. La aventura es el hada de los niños, el hada
madrina de los jóvenes. María Luisa Gefaell ha renunciado a la mitad
de sus posibles lectores. Ha renunciado a los niños—inquietos,
turbulentos, trotamundos con la imaginación—y ha escrito un
delicioso libro para niñas (entre las cuales quedará perdido algún que
otro niño-poeta). Todos somos, a la vez, gentes de movimiento y
gentes de recogimiento; pero en unos predomina aquél; en otros, éste.
Nosotros, los escritores, ofrecemos en nuestra vida escaso atractivo a
la imaginación infantil. Cuando los niños se van al colegio nos dejan
sentados a nuestra mesa de trabajo; cuando vuelven del colegio, nos
encuentran en la misma actitud. ¿Cómo no ha de parecerles aburrida
nuestra vida? Por eso mismo, los que somos escritores y padres
debemos estar particularmente agradecidos a María Luisa Gefaell.
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En su cuento Las hadas del sol nos ha prestigiado a los ojos de
nuestros niños, nos ha dotado de un hada: “Una mañana ella entró por
la ventaba, sin hacer ruido, y se posó en las manos del hombre que
pensaba. El hombre no se fijó en ella, pero sintió calor en las manos, y,
dejando de pensar, cogió una pluma y se puso a escribir palabras
hermosas.” También a nosotros, pese a todas las apariencias, nos
ocurren cosas sorprendentes.
De otros problemas implicados en la pacífica revolución de María
Luisa Gefaell, sería oportuno hablar. Al escribir los cuentos con la
sustancia misma de la vida de cada día, se renuncia a la construcción
de ejemplares imaginerías en el estilo de Blanca Nieves, la Cenicienta
o la Bella Durmiente. Esta renuncia es, probablemente, necesaria. ¿No
se ha tornado hoy extremadamente difícil la ejemplaridad arquetípica,
válida para todos? Pero también estas líneas deben renunciar, por su
parte, a toda pretensión ensayística para limitarse a saludar, con
alegría, la aparición de una gran escritora. Gran escritora no sólo por
la bella prosa en que está escrito el libro, sino también, y sobre todo,
como yo he dicho, por la invención de un mundo poético para
habitación de los niños… y de los mayores. He hablado hasta aquí de
la tendencia innovadora de este libro. Pero he dicho también que se
trata de una revolución que está aconteciendo. Por eso no nos puede
extrañar que dos de los cuentos que contiene la obra—y precisamente,
para mi gusto, los dos más perfectos, los dos mejores—no se
encuentran en esa línea. El primero de ellos, Las hadas de la tierra, es
un cuento muy bello, escrito a la manera de los tradicionales cuentos
de hadas. El otro, Las hadas de Monreal, no es, en rigor, un cuento de
hadas, sino una conseja, oscura, misteriosa, sobre esa gran hechicería
que llamamos “muerte”, y que no sabemos lo que es. “Porque
—escribe la autora, y con sus palabras pongo fin a las mías—¿qué
sabe la gente de la verdad verdadera? Sólo saben una parte pequeña de
verdad. Y entonces dicen “muerte”, o “locura”, o “desaparición”, o
cualquier otra palabra, cuando ya no comprenden nada. Por eso
nosotras podemos decir “hadas”, para comprender un poquito mejor y
quedarnos tranquilas.”
José Luis L. Aranguren – Cuadernos Hispanoamericanos 51 – Marzo 1954
11
ÍNDICE
INTROITO………………………………………….………..……….5
-Eugenio D´Ors….…..……….…..…..…..………….….….………..……..5
-José Luis L. Aranguren………..……….….…..…..….…..…..….…..…...7
PRÓLOGO…………………………………………………………..13
Las hadas del Mar……………………………………………..……..19
Las hadas de la Tierra…………………………………………….….25
Las hadas del Sol………………………………………………….....35
Las hadas de la Música……………………………………….……...41
Las hadas del Agua de Riego………………………………….…….47
Las hadas del Viento del Oeste…………………………………..…..51
Las hadas del Melonar…………………………………………...…..59
Las hadas de la Luna………………………………………………...63
Las hadas de Monreal………………………………………….…….71
Las hadas de la Sierra…………………………………………...…...79
12
13
PRÓLOGO
14
15
Para mis hijas Sol y Maitina
en recuerdo de este verano y de sus hadas.
Villaviciosa de Odón, septiembre de 1952
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Aquel verano andábais por allí, pequeñitas y alucinadas en la
claridad de Castilla, deslumbradas al borde de aquel interminable
trigal recién segado, o buscando el cobijo de selvas intrincadas de
menta en flor; de retama o de juncos; o el regazo de vuestra madre; o
la dulce playita de aquel arroyo. ¡Qué vertiginoso el barranco, o el
bosque altísimo de chopos! ¡Qué inagotable vuestro universo, vuestro
pequeño mundo! ¡Cuántos descubrimientos, cuántos milagros a punto
de saltar, de saliros al paso! Flores, matas suntuosas, animalillos,
nubes, brillos de hojitas de álamos, brisas vivas, agua viva llegando
quién sabía de dónde; misterio y hadas, hadas por todas partes, hadas
para entender por qué estaba aquel mundo tan encantado, tan vivo y
tan naciendo a cada paso como vosotras...
No hay que llorar. Ahora sabéis que el bosque eran sólo dos
filas de árboles junto al arroyo; y sabéis que el arroyo no es más que
un reguerito de agua viniendo de las huertas; y las matas suntuosas
son cardos polvorientos; y vuestras playas, un puñado de tierra
brillante y áspera a la orilla del polvo, de los secos terrones, de
charcos enfangados con flor de berro... Sabéis que apenas van
quedando trigales de límites precisos; que no hay barbechos para el
hada y la flor; que ya no quedan eras —¡su olor, su oro esparcido en
el aire!— ni viñas, ni las fuentes para mozas con cántaros...
No hay que llorar. Las madres no tendríamos que ponernos tan
tristes si las niñas nos crecéis tan aprisa; si en poco tiempo, el pueblo
se ha vuelto tan ruidoso; si se ha quedado el campo estrecho,
apretujado de chalets con vallitas.
Aún tiene el pueblo alguna reja; le queda algún tejado
sembrado de espiguillas entre las tejas pardas (habría que tomarlo
entre las manos, acariciarlo) Quedan árboles altos.
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¿Dónde se fueron los hijos de aquel señor Odón, que
sembraban garbanzos? Se fue Ricardo el Cojo con su guitarra; se
marchó la Lorenza, ya sin lana que varear; los pastores se fueron a
Extremadura, y no vuelven.
Y vuestro padre se quedó para siempre en aquel campo, frente
a aquellas distancias y encinas que tanto amaba. Pero en la casa que
él amaba aún están las habitaciones holgadas con grandes rejas, y los
desvanes, y la cueva y el pozo. Si el nogal se murió, ha crecido el
alerce; y por mayo y abril nunca dejan de florecer las lilas y las
celindas. Y están los pájaros cantando.
No hay que llorar. Siempre quedará un niño o algún poeta
para encontrar tesoros, milagros o hadas en esta tierra dura, por este
cielo anchísimo.
Y ¡ved qué maravilla! ¡Aún sale tía Emma a caballo del
portalón! Con sus ochenta y seis años fieros y gritadores, todavía se
va a caballo por el camino de Monreal; tan alegre, tan vivaz y
asombrosa, que ya nadie nos podrá convencer de que no está
encantada.
MARIA LUISA GEFAELL
Madrid, junio de 1978
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LAS HADAS DEL MAR
Las niñas están jugando en el arroyo de la Vega. Han bajado
por el camino blanco, entre los trigales recién segados, por el camino
duro y agrietado que se hinca en la tierra al acercarse el arroyo, y se
llena de pronto de frescura y del olor dulce de los juncos.
A las niñas les gusta jugar en el arroyo, que viene de las
huertas pequeñito y manso, y que tiene una playa de tierra blanca
rodeada de matas de juncos y de menta, entre los álamos altos.
Están solos el campo y la Veguilla, porque ya ha vuelto al
pueblo, montado en su burra castaña y lanuda, el tío Julio, que es
viejecito y viene todas las tardes a decirles algo a los repollos y a los
pimientos de su huerta; y todavía no han subido las ovejas
empujándose por la vereda, entre el polvo.
—Mamá —dice la niña rubia, que parece más niña y más rubia
en medio del campo—, mamá, yo quiero pescar en el arroyo.
—Pues ata a ese palito uno de los lazos de tus trenzas y busca
algún cebo, para que piquen los peces.
En el arroyo de la Vega no hay peces; lo sabe la madre y lo
sabe la niña. Pero, si la niña quiere pescar, ¿no subirán peces agua
arriba, desde el mar, por el Tajo, volando sobre el cauce seco del
Guadarrama, hasta los álamos y los juncos de la Veguilla?
—¿Está muy lejos el mar?
—Sí, está muy lejos. Habría que ir por la Veguilla hasta
Monreal, donde pasa el río; habría que andar mucho tiempo por el río,
hasta llegar al Tajo, y seguir el Tajo, días y días, hasta el mar.
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—Bueno, pues yo voy a pescar.
—Yo quiero pescar también —dice la niña morena, que parece
más pequeña que nunca, entre los álamos.
Pronto tienen dispuesto su aparejo: un palito de zarza seca, una
cinta de seda colorada y, atada a la cinta, una espiga dorada de trigo.
—¿Les gustará el trigo a los peces?
—Sí, yo creo que les gusta mucho.
Y las niñas se descalzan y desaparecen detrás de los juncos,
para pescar los peces del arroyo, que no tiene peces, ni apenas agua,
que tiene más que nada berros floridos y caballitos del diablo, y esos
álamos tan grandes para un arroyo tan chico.
Ya se ha puesto el sol detrás de la loma de las tres encinas. Los
pájaros de la Vega se han callado y hay un gran silencio, una gran
soledad en el campo. Y de pronto vuelven las niñas corriendo,
excitadas:
—¡Mamá, por poco vemos un hada!
—¿Un hada o un pez?
—¡Un hada, un hada! Se conoce que estaba en el arroyo y, al
oírnos, se escondió debajo de unas plantas. La hemos visto
esconderse.
—¿Qué hada puede ser, mamá? —pregunta la niña morena,
con sus ojos oscuros ansiosos de misterio.
—Será una de las hadas del mar, que ha subido hasta aquí, por
los ríos, y ahora no sabe volver.
Las niñas se olvidan de los peces, se sientan en la tierra blanca
y caliente y preguntan por las hadas del mar. Las niñas han oído decir
que no existen las hadas y su madre lo ha oído también. Pero, si las
niñas quieren verlas, ¿no vendrán acaso las hadas volando hasta el
mar, hasta los arroyos, hasta los árboles, hasta las lomas peladas y los
barbechos de Villaviciosa?
Y dice la madre a sus niñas:
—Todas las cosas pueden tener dentro un hada. El mar tiene
muchas, que están encerradas en él. Son hadas azules y verdes. Están
bailando dentro del mar, y a veces quieren escaparse, y brincan, y
rompen el agua. Algunas asoman un poco la cabeza, y la gente dice:
—¡Ahí se ve un delfín!
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Pero son las hadas.
Otras veces vienen todas cogidas de la mano, desde lejos del
mar; llegan en filas largas y se acercan a la playa. Van cubiertas por el
agua y la levantan. Y la gente dice:
—¡Ya vienen las olas!
Y las hadas quieren salir a la playa, a jugar con la arena. Y no
pueden. Tienen que estar dentro del mar.
Porque si al mar se le escapasen las hadas, ya no sería verde ni
azul, ni se movería. Se convertiría en un pellejo quieto, sin color.
Una vez se le escaparon las hadas al mar. Se le fueron por la
boca de un río, tierra adentro, riéndose como locas por el agua del río.
Y el mar se quedó quieto y triste, sin saber qué le había pasado.
Las hadas llegaron a la fuente del río y alborotaron mucho
entre las piedras del manantial. Y eran tan alegres y tan bonitas, que
todo el mundo se acercaba a la fuente para verlas.
Y entonces las hadas del bosque tuvieron envidia y dijeron a
las hadas del mar:
—Volved al mar, que es vuestro sitio. Nadie nos está haciendo
caso.
Y las hadas del mar dijeron que no, que era domingo y no
querían volver todavía, y se metieron en los cántaros de unas niñas
que habían ido por agua a la fuente. Cuando las niñas recogieron los
cántaros y quisieron volver con ellos al pueblo, las hadas empezaron a
saltar y a cantar dentro de los cántaros, y salpicaban con el agua los
vestidos de las niñas.
Y era tanto el alboroto que metían dentro de los cántaros, que
las niñas se asustaron y echaron a correr, cuesta arriba, hacia el
pueblo; como había muchas piedras, tropezaron y los cántaros se
rompieron, y las hadas del mar bajaban por la cuesta, con el agua.
Y eran tan alegres y tan bonitas que la tierra se las quería
quedar, y se abría para bebérselas. Pero las hadas resbalaron de prisa
hasta el arroyo, y, como se habían asustado un poco de la tierra,
dijeron que se volvían al mar.
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Las niñas que habían ido por agua a la fuente eran tres: una
morena, otra castaña, otra rubia. Cuando se les rompieron los cántaros,
volvieron a sus casas llorando.
Llegó la morena, y su madre le preguntó:
—¿Y el agua?
Y la niña contestó, tapándose la cara con el delantal:
—Se me ha roto el cántaro.
Y la madre dijo:
—Por haber roto el cántaro, tendrás que traer agua de la fuente
con una escudilla.
La niña del pelo castaño llegó a su casa, llorando:
—Se me ha roto el cántaro, abuela.
Su abuela se enfadó mucho, la metió en la cueva y dijo:
—No saldrás de aquí hasta que compongas, pedazo a pedazo,
el cántaro que has roto.
La niña rubia llegó a su casa y le dijo a su padre, que era el
músico del pueblo, el que tocaba el laúd en las fiestas:
—Padre, he tropezado y se me ha roto el cántaro en la cuesta.
—¿Por qué has tropezado, hija? —preguntó su padre,
acariciándola.
—Me asusté, padre. Había hadas dentro de mi cántaro;
alborotaban y sentí miedo.
—¿Miedo de las hadas? Pero, hijita, ¿cómo no trajiste el
cántaro con las hadas dentro? Necesitamos hadas en la casa.
—Tiene razón, padre. Qué lástima. Las hadas se derramaron
por la tierra allá abajo, cerca de la fuente.
—Vamos a buscarlas, hija —dijo el padre, que era el músico
del pueblo y tocaba el laúd.
Dio la mano a la niña y bajaron por la cuesta. Buscaban a las
hadas entre las piedras y en los hoyos del suelo. Pasó un carretero, y
vio al músico y a su hija agachados en el camino. Dijo el carretero al
músico:
—¿Qué buscas ahí, entre las piedras del camino?
Y el músico le contestó:
—Buscamos a las hadas.
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—¿A las hadas? ¡Hombre, hombre, hombre! —dijo el
carretero, riéndose, y siguió cuesta arriba, dando golpes con su vara en
el yugo de los bueyes, y pinchándoles los costados huesudos, llenos de
mataduras y de moscas.
El músico y su hija encontraron una amapola roja y la
cortaron, con cuidado. Entonces pasó el viento y se llevó los pétalos
de la amapola, y el músico se quedó con el rabito verde y peludo en la
mano, viendo cómo volaban los pétalos rojos de la amapola por el
aire.
Pasó una moza, que iba a lavar al arroyo; llevaba sobre la
cabeza un barreño lleno de ropa apretada, y el trozo de jabón verde
encima de la ropa, y la tabla de lavar apoyada en la cadera.
Y preguntó la moza al músico:
—¿Qué buscas, Toca-Laúdes?
—Busco a las hadas, mocita —dijo el músico.
—¿A las hadas? ¿Y entre las zarzas las buscas? Abre bien los
ojos, Rasca-Tripas, no vaya a ser que tengas un hada detrás de ti, en el
camino, y no la veas.
El músico se volvió y miró el camino de arriba a abajo, desde
donde empezaba el camino entre la taberna del pueblo y la huerta de
las higueras, hasta abajo, donde el camino terminaba en la fuente. Sólo
vio a la moza, y dijo:
—No veo ningún hada en el camino.
Y la moza siguió cuesta abajo, con la cabeza muy derecha, y el
barreño encima de la cabeza, cantando a gritos una canción.
El músico encontró entre las zarzas un nido de mirlos, cogió
un huevecito en la mano, y en esto el huevecito se abrió y salió un
mirlo pequeño y echó a volar. Y el músico se quedó mirando cómo
volaba el pájaro por el aire.
Y luego buscaron entre las matas secas que había a los lados
del camino, que eran matas de cardos tronchados, menta y avenilla
loca. Pasó una vieja, que traía a la espalda un haz de leña atado con
una cuerda, y preguntó al músico:
—¿Qué buscas entre las matas?
—Busco a las hadas —contestó el músico.
—¿Están por aquí? —preguntó la vieja, abriendo mucho sus
ojos azules.
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—Tendrían que estar. Mi hija las llevaba dentro del cántaro,
pero tropezó, se rompió el cántaro y las hadas se derramaron con el
agua.
—Es una lástima —dijo la vieja—, es una lástima, porque no
se ven hadas todos los días, con tanta luz como hay aquí. Rézale un
Padrenuestro a San Antonio, y a lo mejor las encuentras.
Y el músico y su hija rezaron un Padrenuestro a San Antonio,
bajito, allí entre las zarzas con flores lilas y moras rojas, y se
agacharon otra vez y buscaron por el suelo.
Y entonces encontraron una medallita de oro, y en ella había
grabadas unas figuras. El músico enseñó la medallita a la vieja y le
preguntó:
—¿Estarán las hadas aquí?
La vieja cogió la medallita, extendió su brazo para verla bien
de lejos y se quedó muy pensativa. Al cabo de un rato dijo:
—Puede que estén las hadas, puede que estén. Aquí veo la
figura de Dios Padre, que extiende sus manos sobre el mundo, sobre
los mares y los pueblos y las estrellas; y de las manos de Dios Padre
salen muchos rayos. Puede que sean las hadas.
Entonces el músico prendió la medallita al vestido de su
hija y subieron, despacio, hacia el pueblo.
Y, mientras tanto, las hadas del mar, asustadas porque la
tierra había querido bebérselas, se volvieron al mar por el arroyo,
riendo y saltando, y luego río abajo, hasta la playa. Y entraron
como locas en el mar, y lo alborotaban y lo movían.
Y revivió el mar, y era hermoso otra vez, todo azul, todo
verde, todo blanco de espuma. Y los barcos brincaban sobre el agua
del mar, y los capitanes de los barcos decían:
—¡Vaya, vaya, vaya! ¡Ya han vuelto al mar las hadas! Ahora sí
que da gusto navegar.
25
LAS HADAS DE LA TIERRA
A las hadas de la tierra las están persiguiendo y asustando en
toda la llanura. Por eso han tenido que refugiarse en los eriales y en la
hondonada frondosa del Campo Forestal.
Cuando el señor Odón llegó a estos campos, desde Segovia,
vio bosques y bosques llenos de hadas, de corzos, de osos, de pájaros,
de arroyos. Vio también el castillo, abandonado de moros y cristianos,
y llamó a sus hijos:
—Venid, haremos aquí nuestras casas.
Vinieron los hijos del señor Odón, que eran muchos, y
construyeron con adobes sus casas, entre el castillo y el arroyo de La
Madre. Y estaba el campo sonoro de álamos, de encinas, de pinares, de
hadas, de pájaros y fuentes.
Pero un día dijo el mayor de los hijos de Odón:
—Padre, yo quiero Pan.
Y su padre, suspirando, le contestó:
—Ya me lo temía. Haz como quieras.
El hijo cogió un hacha y derribó un bosquecillo de álamos,
arrancó con furia las raíces y rajó aquel trozo de tierra con su arado,
para sembrar trigo y tener pan.
Los pájaros huyeron, asustados, a otros árboles. Huyeron
también los corzos y las hadas, y aquella tierra se quedó desencantada.
Y los hijos de Odón comían Pan.
26
Un día, el hijo segundo se presentó a su padre y le dijo,
gruñendo:
—Quiero garbanzos.
—¿Garbanzos? —preguntó el señor Odón, haciéndose el tonto.
—¡Sí, garbanzos, garbanzos! —repetía su hijo, como si se
estuviera muriendo de hambre, aunque todos los días cazaba jabalíes y
liebres y se los comía con espárragos trigueros y con setas, hasta no
poder más—. ¡Garbanzos!
—Bueno, hijo, bueno... Anda, siembra garbanzos.
Y el segundo hijo derribó un pinar oloroso, quemó la pinocha,
ahuyentó a las palomas y amenazó a las hadas. Las palomas y las
hadas se escondieron en otros bosques, y aquel hombre cogió un
costal de garbanzos, y, como era el 13 de marzo, dijo a su padre,
que le miraba con tristeza:
—«La semana de San José, garbancera es.»
Y se puso a sembrar los garbanzos, dejándolos caer poquito a
poco en los surcos, como si pasara las cuentas de un rosario.
Desde entonces los hijos de Odón comieron cocido; pero las
hadas estaban disgustadas.
Y el tercer hijo de Odón dijo en seguida:
—Yo quiero vino.
Su padre no le contestó; ya estaba viejo y se fue a los bosques,
con las hadas.
Su hijo taló un encinar antiguo y plantó viñas. Cuando cogió
los racimos y sacó el vino, se emborrachó y empezó a hacer tonterías
por las calles.
Entonces vino el Rey, se subió a la torre cuadrada del castillo y
dijo, señalando a la aldea de Odón:
—Te llamarás Villaviciosa.
—¡Eh, que nosotros no hemos hecho nada! —protestaron los
hijos de Odón. Pero el Rey ya se había bajado de la torre y volvía a la
Corte, en una carroza de ocho caballos.
27
A los pocos días, otro hijo de Odón decidió que quería
repollos. Y otro, que quería melones. Y otro, que quería algarroba y
cebada para el ganado.
Y las hadas huían de los campos talados, huían a los bosques
con los corzos, con los arroyos, con los pájaros. El campo se quedó sin
fuentes, sin hadas y sin voces. Daba pena.
El viejo Odón vivía entre las hadas, en la hondonada de los
arroyos. Las hadas subían algunas veces a los bordes de la hondonada,
miraban con asombro la tierra que se iba quedando sin árboles y
volvían a quejarse al padre Odón.
—Los pobres muchachos quieren comer —decía Odón
disculpando a sus hijos.
—Pero, a la larga, va a ser peor para ellos, ¿es que no lo
comprenden? —le decían las hadas. ¿No comprenden que nos
necesitan?
—Es posible que lleguen otras hadas a las tierras sembradas
—murmuraba el viejo Odón, que tenía mucha fe en la bondad de las
hadas.
—Sí, otras hadas llegarán, pero no serán como nosotras.
Llegarán las hadas del viento, las del sol, las de la luna..., pero son
otra cosa. Ninguna sabe cantar tan suavemente como nosotras,
ninguna tiene este perfume nuestro...
Y acercaban sus manos a la cara de Odón para que oliera su
perfume; las manos de aquellas hadas olían a musgo, a resina, a flor de
espino, a fresas silvestres, a buena tierra caliente y húmeda.
Una tarde llegó un oso a la hondonada, con todos sus hijos a
despedirse de las hadas.
—Lo siento, Pero nos vamos de aquí.
Otra tarde bajaron los corzos y se despidieron de las hadas, con
pena.
—No os vayáis —les suplicaban las hadas. Y unas urracas
entraron en el bosque, chillando:
—¡Si ya no se puede vivir por aquí, si ya no se puede vivir!
28
Y un día de invierno llegó a la hondonada el hijo pequeño de
Odón. Era todavía un niño y se dedicaba a guardar ovejas.
—Padre, ¿por qué no vuelves a casa? Mis hermanos están
dejando la tierra monda y lironda.
—Soy viejo ya, hijo mío. Tus hermanos se han apoderado de la
tierra y no escuchan mis consejos. Prefiero terminar de vivir aquí,
tranquilo. Diles que respeten siquiera este bosque.
El hijo pequeño de Odón miró el bosque donde vivía su padre,
el bosque de los altos olmos.
—Y yo, ¿qué haré, Padre?
—¿No te han dejado ninguna tierra?
—Me han dejado las tierras que no les dan nada; las llaman
eriales. Pero me las han dejado sin árboles.
El niño estaba triste y acariciaba un cordero chiquito y blanco.
Odón llamó a las hadas y les dijo:
—A mi hijo pequeño, que es pastor, le han dejado sólo los
eriales. ¿No podríais hacer algo por él?
Las hadas miraron al niño.
—Volveremos algunas a los eriales —dijeron. El niño no nos
echará de allí. De todas formas, ya vivimos demasiadas hadas en este
bosque; nos va quedando muy estrecho, metido en la hondonada.
—¿Vendréis a mis eriales? —preguntó el niño con alegría.
—Sí, viviremos en ellos y te los encantaremos. Pero iremos
con una condición: tienes que dejarte encantar tú también.
—¿Me vais a convertir en un gorrión o en una fuente?
—No, eso no; pero haremos que seas niño siempre, que no
crezcas. Sería una pena que te volvieras hombre y empezaras a plantar
garbanzos.
El niño lo pensó un poco, y dijo a las hadas:
—No me importa. Si vais a estar conmigo, no me importa. Me
gusta ser niño y guardar ovejas.
Algunas hadas le prometieron entonces que irían por la noche a
sus eriales. Y el viejo Odón acarició a su hijito y dijo a las hadas, al
verle marchar:
—Si él no va a crecer, yo puedo morirme ahora y descansar.
29
Se tendió en la hierba, bajo los grandes olmos, se santiguó y se
murió dulcemente. Las hadas cubrieron su cuerpo con hojas.
Llegó la primavera, y el niño pastor llevó a los eriales sus
ovejas. Y vio que estaban todos cubiertos de flores: amapolas,
margaritas, botones de oro, azulinas y campanillas blancas.
—Ya se nota que han estado aquí las hadas —pensó el niño.
Y cuando volvió a su casa, por la tarde, se lo dijo muy contento a sus
hermanos mayores:
—Las hadas han encantado mis eriales. Están llenos de flores.
Los hermanos mayores miraron con rabia al niño. Y el de las
viñas, que estaba siempre borracho, se puso a gritar:
—Ya va siendo hora de que te dejes de niñerías. Desde mañana
empiezas a labrar tus preciosos eriales.
El niño le escuchaba asustado y dijo bajito:
—Pero yo no tengo arado, ni mulas...
—Coge una azada —le gritaron sus hermanos.
El niño pastor no se atrevía a preguntar qué haría con sus
ovejas. A la mañana siguiente las dejó con pena en la majada y se fue
al erial de un cerro, con su azada al hombro.
Miró las florecillas que alegraban el cerro y no se decidía a
arrancarlas cavando. Pero pensaba que tenía que obedecer a sus
hermanos, y empezó a abrir pequeños surcos en la tierra. Por la noche
le preguntaron sus hermanos:
—¿Has labrado ya algo?
—Sí, la parte baja del erial del cerro —contestó el niño, y
recordaba con lástima todas las florecillas que había tenido que
destrozar.
—Mañana subiremos al cerro contigo, y si no vemos la tierra
bien removida, te quedarás sin ovejas.
El niño no respondió y se durmió en seguida, porque estaba
muy cansado. Al día siguiente pidió permiso para llevar a pastar su
rebaño; pero sus hermanos contestaron:
—Nada de rebaños. Tú lo que quieres es corretear por el
campo y no trabajar. Vamos al cerro.
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Le dieron su azada y se fueron al erial todos juntos. Cuando ya
estaban cerca, notaron un olor dulce en el aire y vieron que la ladera
estaba cubierta de violetas.
—¿Qué es esto? —preguntaron los hermanos, mirando
indignados al pequeño.
—Son los surcos que abrí ayer... —dijo el niño—. Las hadas
habrán hecho brotar esas violetas.
Todos los hermanos gritaron a la vez. No querían oír hablar de
hadas. Empujaron al niño y le dijeron:
—¡Vuelve a levantar esa tierra!
El niño se quedó solo en medio del campo, y cavaba, llorando,
la tierra florecida de violetas. Tuvo que destrozarlas todas.
Por la noche, antes de entrar en su casa, fue a la majada y soltó
a las ovejas. Ellas no querían salir, porque tenían miedo de la noche,
pero el niño las animaba, diciendo:
—Andad al campo... Los perros os guardarán. Yo no voy a
tener ahora tiempo para vosotras; ya os buscaré más adelante.
Las ovejas salieron poco a poco, apretándose, miedosas, unas
contra otras, y se fueron por la cañada, hacia el río, conducidas por los
dos mastines.
Y el niño subió por la mañana al cerro, y lo encontró cubierto
de lilas blancas.
—Hadas, haditas —suplicaba el niño—. ¿No queréis llevaros
estas flores tan hermosas? Mis hermanos se van a enfadar.
—Tienes que ser valiente —le contestaban las hadas, con sus
voces suaves, ocultas en los matorrales de las lilas—. Tienes que ser
valiente. Hacen falta flores en alguna parte.
Los hermanos subieron al cerro, vieron las lilas blancas y se
enfadaron. El niño tuvo que arrancar las lilas y cavó otra vez pequeños
surcos en la tierra.
Volvió al día siguiente. El cerro estaba lleno de rosas. Y eran
tan bellas, que el niño no pidió a las hadas que se las llevasen. Eran
rosas blancas, rojas, amarillas. Su olor iba llenando el campo, se
mezclaba con el olor de la jara y del tomillo, llegaba al río y a la
Corte.
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—Huele a rosas en mi reino —dijo el Rey—. Que salgan los
caballeros a averiguar dónde crecen.
Salieron los caballeros y recorrieron el país. Uno de ellos
encontró las rosas en el cerro, y, bajando del caballo, trazó en el suelo
unas rayas con su espada y dijo:
—Levantaré aquí mi casa.
Llamó a los albañiles y les hizo levantar una casa de muros
anchos, y pusieron en las ventanas grandes rejas de hierro. Cuando se
terminó la casa, el caballero plantó detrás de ella un nogal, una
morera, una magnolia y una Parra, y dijo:
—Que vengan a ver mi casa las damas y los caballeros.
Vinieron muchos, desde la Corte, y recorrieron la hondonada
de los arroyos y los eriales encantados.
—Todavía se puede vivir aquí —se dijeron. Y algunos
mandaron levantar casas de anchos muros y rejas grandes, a los lados
del arroyo de las Hiedras.
Mientras tanto, los hijos mayores de Odón estaban fuera de la
aldea. Habían ido al río, a buscar a la mora de la cueva, que ya no era
joven ni bonita, ni se estaba peinando a la luz de la luna, como decían
las leyendas. La mora se había vuelto muy vieja y no se peinaba
nunca, pero se dedicaba a la brujería y sabía muchos secretos.
Los hermanos bajaron al río por las anchas barrancas, entre la
jara y las encinas. Se asomaron a la cueva y llamaron a la mora.
—¿Qué queréis? —preguntó la vieja, saliendo a la luz del sol
despeinada y sucia, guiñando los ojos.
Los hermanos dijeron a la mora:
—Que nos enseñes un secreto para descastar a las hadas de la
tierra.
—Siempre tenéis que estar descastando algo —refunfuñó la
mora, y entró en la cueva, para leer sus librotes.
Los hermanos se quedaron fuera, oyendo correr el río, oyendo
los pájaros de la vega, el viento en los fresnos y los cantares suaves de
las hadas ocultas entre los juncos.
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—Suena bien, ¿verdad? —dijo el de las viñas, que, cuando no
estaba borracho, se alegraba con las cosas bonitas. Sus hermanos no
quisieron contestarle, y la mora salió entonces de su agujero, con un
libro abierto en las manos, y leyó despacio:
—«Para descastar a las hadas de las tierras, a las hadas que, al
pisar, hacen brotar flores en los campos, el secreto es arar esos campos
con dos novillos pardos nacidos el día de San Juan.»
—Gracias —dijeron los hermanos—: ¿Qué quieres a cambio
del secreto?
La mora se echó a reír:
—Quiero que me deis por marido a vuestro hermano pequeño,
cuando crezca.
—Está bien —dijeron los hermanos—, así lo haremos.
Y se fueron por los caminos, a buscar dos novillos pardos que
hubieran nacido el día de San Juan.
Tardaron mucho en encontrarlos, y cuando, al fin, volvieron
con ellos al pueblo, vieron las casas grandes que habían construido los
caballeros. Los hermanos se asombraron mucho y preguntaron a los
caballeros:
—¿Habéis venido por nuestro pan?
—Es bueno el pan de aquí —contestaron los caballeros—,
pero también hay buen pan en la Corte.
—¿Habéis venido entonces por nuestros garbanzos?
—No son malos vuestros garbanzos, pero también los hay
tiernos en la Corte.
—Ah, ya —dijo entonces el de las viñas—, habéis venido por
nuestro vino.
—Es buen vino —dijeron los caballeros—, buen vino. Pero
tenemos mejores vinos en la Corte.
Los hermanos gritaron, enfadados:
—Entonces, ¿por qué habéis venido?
—Hemos venido por la hondonada de los arroyos, que está
llena de árboles, de pájaros, de fuentes y de hadas; eso no lo hay en la
Corte. Y hemos venido también por vuestros eriales encantados.
Los hermanos se miraron en silencio, pensando si no estarían
un poco locos aquellos caballeros. Y en seguida se fueron a buscar al
hermano pequeño, y, entregándole los novillos, le dijeron:
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—Unce a los novillos, coge un arado y vete a labrar los eriales.
No vuelvas a casa mientras quede un hada por tus tierras.
El niño subió al erial del cerro con los novillos. Todo el erial
estaba otra vez lleno de florecillas silvestres, y las hadas jugaban y
cantaban por allí. El niño no sabía qué hacer.
—Tienes que ser valiente —le dijeron las hadas—. Hacen falta
flores en esta tierra.
Y entonces el niño desunció a los novillos, les dio unas
palmadas en la cabeza y les dijo:
—Marchaos donde queráis.
Los novillos, alegres, se fueron trotando por la cañada, camino
de su pueblo, que era San Martín de Valdeiglesias.
El niño, como no podía volver a su casa, bajó a la hondonada
de los arroyos y se quedó allí con las hadas. Vivía escondido en el
bosque, y sus hermanos mayores no le pudieron encontrar.
Y luego sus hermanos se fueron poniendo viejos y se murieron,
y sus hijos crecían, labraban la tierra, envejecían y se morían, y lo
mismo hacían los hijos de sus hijos.
Y la mora de la curva también terminó por morirse, sin que
nadie le llevara marido.
El hijo pequeño de Odón sigue siendo un niño y vive con las
hadas en la hondonada de los arroyos, que ahora se llama Campo
Forestal.
Si vais a pasear por el bosque, entre los olmos, los sauces y los
cipreses, le veréis andar solo por las largas veredas sombrías; va
buscando algo y no recuerda qué es, porque han pasado muchos años
y se ha olvidado de su nombre, y se ha olvidado de que está buscando
sus ovejas.
Otras veces le encontraréis sentado al borde de un arroyo,
tirando palitos para ver cómo se los lleva el agua.
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35
LAS HADAS DEL SOL
Las niñas han bajado de los pinos, como todas las tardes,
cuando vuelven al pueblo los rebaños de ovejas y las mulas de las
eras. Al pasar delante del castillo se han parado a beber en la fuente de
Los Caños, donde, no se sabe por qué, hay que beber siempre que se
pasa. Las niñas han visto beber también a un rebaño, y cuentan que las
cabras negras topaban a los corderos blancos, y que la burra del pastor
bebía en el pilón de la fuente muy quieta y muy seria, y que le subían
bolas de agua por dentro del cuello.
—Y el hijito de la burra, ¡qué cosas hacía! Corría como un
loco alrededor del castillo, se tiraba al suelo, daba patadas al aire, y se
levantaba luego lleno de polvo y de pajas, y seguía corriendo y
saltando sin parar...
—Di, mamá ¿qué le pasaba al borriquito?
—Estaba loco de alegría, porque tenía un hada en el cuerpo.
Sí, una de las hadas del sol. ¿No sabéis que el sol es el padre de
muchas hadas doradas? El está en su palacio de oro, bebiendo vino, y
tiene muy buen humor. Le ha puesto a su palacio muchas varillas
largas, de cristal, que son sus rayos, y en la punta de cada varilla hay
un hada de oro, que tiene que ir besando las cosas, al pasar, para que
las cosas se vuelvan un poco de oro también, y se calienten y se
alegren. Y el palacio del Padre-Sol va dando vueltas, rodando por el
aire, y las hadas del sol tienen que ir besando las cosas de la tierra,
desde la mañana hasta la noche, todos los días.
36
Pero había un hada del sol que se puso triste de pronto y no
quería besar a nadie. Pasó junto a un viejecito que se había sentado a
la puerta de su casa, y no le besó, como era su deber. El viejo se movía
en su sillita baja, se frotaba las manos frías y duras y decía:
—Hoy no me calienta el sol. Ya estamos en mayo y debía de
calentar más. Tendré que entrar a sentarme junto a la lumbre, con este
día tan hermoso. Qué raro.
Las hadas del sol dijeron entonces a su hermana el hada triste:
—¿Qué te pasa? Te has olvidado de besar a ese viejecito.
—Dejadme tranquila, dejadme tranquila… —suspiraba el hada
triste del sol.
—¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa?
—No quiero besar a nadie. Quiero estar tranquila. Me he
enamorado.
Y las hadas del sol se echaron a reír.
—¡Se ha enamorado! ¡Se ha enamorado! ¿Lo oyes, Padre-Sol?
¡Se ha enamorado!
Y el Padre-Sol se echó a reír:
—¡Jo, jo, jo! ¡Se ha enamorado! ¡Qué tonta, qué tonta!
Se bebió un trago grande de vino y siguió dándose vueltas a su
rueda de cristal y de oro. Las hadas del sol preguntaron a su hermana,
muertas de curiosidad:
—¿De quién te has enamorado?
—Dejadme tranquila, dejadme tranquila… —suplicaba el hada
enamorada.
Pero sus hermanas contestaron que no la dejarían tranquila
hasta que dijera de quién se había enamorado. Así que el hada triste lo
tuvo que confesar:
—Me he enamorado de un hombre que pensaba. Al pasar junto
a una ventana, entré en una habitación, y allí había un hombre pálido y
serio, con un libro entre las manos. Le besé en las manos y él no se dio
cuenta. Estaba pensando.
Las hadas del sol se reían mucho:
—¡Un hombre pálido y serio, que pensaba! ¡Un hombre con un
libro delante, que pensaba! ¿Lo oyes, Padre-Sol?
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Y el Padre-Sol se reía tanto, que todo el vino del jarro se le
derramaba:
—¡Jo, jo, jo! ¡Un hombre pálido y serio, que pensaba! ¡Jo, jo!
Se sirvió más vino y dijo al hada triste:
—Pero ya sabes, hija, que tienes que besar lo que te toque por
turno, al pasar la rueda.
Y entonces el hada enamorada dijo:
—Me bajaré de la rueda y me esconderé por ahí, para estar
tranquila pensando en mi amor.
Y cuando su rayo de sol tocó en el campo, el hada se bajó sin
hacer ruido y se escondió en una mata de retama.
La retama estaba gris y medio adormilada del invierno. Sintió
un calorcillo agradable, se desperezó y ahuecó sus ramitas, como una
paloma. La rueda del sol se fue dorando el campo, hacia poniente.
Subió a la Sierra, bajó al otro lado, y las hadas del sol besaban los
pinos, y luego las encinas viejas, las hojitas tiernas de las viñas y los
retorcidos alcornoques. Y después de besar y alegrar a la gente de
Portugal pasaron al mar, rueda que te rueda sobre el agua del mar, que
parecía de oro.
Ya era de noche en Castilla, donde se había quedado el hada
enamorada, escondida en la retama. Estaba allí acurrucada, pensando
en su amor. Y a la mañana siguiente la retama apareció llena de
capullos de oro.
Unos niños del campo vinieron a verla y se pusieron a cantar,
muy contentos.
—¡Ya ha florecido la retama! ¡Hoy es domingo, de
Pipiripingo!
Y, cogiendo ramas de retama en flor, se pusieron a correr por el
campo. El hada del sol decía suspirando, al verse traída y llevada de
aquella manera:
—¡Qué barbaridad, qué barbaridad!
Y, en cuanto pudo, se escapó de la retama y se escondió en un
trigal verde.
—A ver si ahora me dejan tranquila, para pensar en mi amor.
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Pero como era un hada del sol, el trigal se volvió de oro y
vinieron los gallegos a segarlo. Llegaron con sus hoces, gritando y
bromeando, y segaban las espigas doradas del trigal.
El hada no sabía dónde refugiarse. Huía por los surcos,
apartando las amapolas, espantando a los saltamontes verdes y a los
grillos bobos, y se abrazó a la última espiga del trigal, suspirando:
—¡Qué barbaridad, qué barbaridad!
Pero también aquella espiga la cortaron y la ataron en un haz,
con otras.
Y llevaron los haces a la era, los desataron y extendieron, y las
mulas empezaron a dar vueltas por encima de las espigas, arrastrando
los trillos de piedras cortantes.
El hada del sol se escondió entre la paja, pero no la dejaban
tranquila, no. Los campesinos aventaron la parva, y la paja caía en un
montón y el grano en otro. Y al hada la voltearon por el aire también;
ella aprovechó la brisa para escaparse de todo aquel barullo, y se
abrazó a una matita que había junto a un arroyo.
—Ahora estaré aquí tranquila, pensando en mi amor —suspiró,
escondiéndose en un capullo de la matita.
Pero la matita se abrió y sus capullos dieron florecillas
doradas.
Entonces llegaron los pastores de Boadilla, por la cañada, y
llevaban una burra y su hijito, que trotaba detrás de ella y lo
olisqueaba todo. Vio el burrito la mata de flores amarillas, junto al
arroyo, y, por jugar, se la tragó.
Y el hada del sol estaba en el cuerpo del borriquito, que
empezó a dar brincos, loco de alegría.
El pastor le gritaba:
—¡Buche, buche, buche! ¡Que me espantas el ganado!
Y la burra rebuznaba:
—¡Ío, ío! ¡Pero hijo, pero hijo, ven y no alborotes
tanto!
Y el borriquillo se revolcaba por el polvo, se levantaba, daba
unos saltos de costadillo, se plantaba en medio del camino y ponía
tiesas las orejas, y salía otra vez corriendo, alrededor del castillo, y
decía:
39
—¡Ío, ío! ¡Tengo un hada en el cuerpo, tengo un hada en el
cuerpo!
Y el hada, en el cuerpo del borriquillo, asustada con aquellos
brincos, lloraba y decía:
—¡Qué barbaridad, qué barbaridad!
Así que, aprovechando un rebuzno del borriquito se escapó de
su cuerpo y se colgó del rayo del sol que había dejado vacío, y que en
aquel momento pasaba a su lado.
Sus hermanas las hadas del sol se reían de ella, al verla tan
asustada.
—¿Has Pensado mucho en tu amor?
Y el Padre-Sol bebió un trago grande de vino, se echó a reír y
le dijo:
—Bueno, bueno, tontina, ¿vas a besar las cosas ahora?
—No puedo, Padre-Sol, estoy enamorada...
Las hadas se reían:
—¡Está enamorada, está enamorada!
Y el Padre-Sol Preguntó:
—¿Qué vamos a hacer contigo, hija?
—Padre-Sol, cuando mi rayo pase por la ventana de mi amor,
déjame quedarme con él.
—Y ¿qué quieres hacer allí, hija mía?
—Nada... Sólo estar en sus manos, mientras él piensa...
Las hadas del sol se reían:
—¡Estar en sus manos, en sus manos!
Pero como el Padre-Sol es muy bueno, permitió a la hadita que
se quedara en la casa de su amor.
Y una mañana ella entró por la ventana, sin hacer ruido, y se
posó en las manos del hombre que pensaba. El hombre no se fijó en
ella, pero sintió calor en las manos y, dejando de pensar, cogió una
pluma y se puso a escribir palabras hermosas.
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41
LAS HADAS DE LA MÚSICA
Andaban las hadas de la música de un lado para otro, por las
calles del pueblo, sin saber dónde meterse. El hada Sol-Mayor las
guiaba, un poco desorientada.
—Me parece que en esta casa había un piano. Era un antiguo
piano Pleyel, y en él tocaba valses una señora viejecita, muy
peripuesta...
Las hadas encontraron abierta la puerta de la casa y se
metieron, en silencio, por una galería. Allí vieron el piano Pleyel,
negro y feote, debajo del cuadro de un señor con peluca. El piano
estaba cerrado, con sus dos candelabros de bronce verdosos y sin
velas, y el pedal derecho caído en el suelo.
Pasó por la galería un niño con traje de montar y una fusta en
la mano.
—Un momento, jovencito —le dijo al oído el hada Sol-Mayor—.
¿No está ya por aquí doña Luisana? Es que traigo a las nuevas hadas
de la música, sabes, porque las antiguas habíamos abandonado el
pueblo.
—Pero doña Luisana era mi bisabuela —dijo el niño— y hace
muchísimo tiempo que se murió.
—Cuánto lo siento; perdona —dijo finamente el hada, y sacó
de la casa, despacito, a sus compañeras.
Bajaron por la calle Mayor y entraron en la calle de la
Farmacia.
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—En esta calle vivía una señorita muy guapa, que cantaba
tangos en la sala de su casa, mientras sus tres tías viejas jugaban al
julepe con el médico... —iba explicando el hada Sol-Mayor a las
hadas nuevas, que miraban con desconfianza las calles del pueblo.
—No nos gustan los tangos —murmuraban las hadas—, no
nos gustan nada, con esa cantidad de palabras que tienen...
Pero el hada Sol-Mayor estaba ya llamando a la puerta de una
casa alta, de dos pisos.
—¿Se cantan aquí tangos, me hace el favor? —preguntó al ver
que la puerta se abría un poco.
—No, lo siento; aquí ya no se canta... —oyeron que decía una
voz de mujer.
Las hadas se fueron, desanimadas, a la plaza de las acacias.
—Acabaremos teniendo que meternos en esa fuente —decían
las hadas nuevas, de mal humor.
—No seáis así; seguramente queda algún instrumento —les
contestaba su guía, y empezaba a recordar—: Una vez un mozo
aprendió el clarinete, otro tocaba el trombón y otro los platillos.
Sabían un pasodoble torero, y lo tocaban en todas las fiestas, cuando
iban a recoger al alcalde y al señor cura para la Misa mayor...
—¡Un pasodoble torero! —repetían las hadas con risitas
burlonas (porque eran unas hadas muy artistas y habían salido del Real
Conservatorio de Música y Declamación).
Llegó una muchacha a la fuente con el cántaro. El hada
Sol-Mayor le preguntó a la muchacha:
—¿Sabes dónde están los mozos de la banda?
—¿De qué banda? —preguntó a su vez la muchacha, con cara
de no comprender nada.
—De la banda de música, naturalmente.
—Anda, pues en su pueblo, dónde van a estar. Los de la banda
de El Escorial, que vino para la Soledad, estarán en El Escorial, y los
que vienen para el Cristo, en Magán de Toledo.
—Pero ¿no hay ya banda en el pueblo?
—Qué va... —dijo la muchacha, encogiéndose de hombros y
marchándose con el cántaro lleno apoyado en la cadera.
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—¿Lo ves? —decían las hadas nuevas a la del Sol-Mayor—.
¿Lo ves? No sabemos por qué se han empeñado en traernos aquí.
—Tenemos que estar en todos los pueblos —contestó el hada
Sol-Mayor—. Es nuestro deber, por el bien de los hombres.
Las hadas se sentaron en los bancos que hay alrededor de la
fuente, y empezaron a reflexionar.
—¿Y si os metierais en las campanas de la iglesia? —decía el
hada mayor, que quería dejar, a toda costa, las hadas de la Música en
el pueblo.
—No, sería una falta de respeto. Además, como tenemos que
entrar en las personas al salir de los instrumentos, nos meteríamos en
el cuerpo del sacristán con nuestra música de campanas, y el sacristán
iría dando tumbos por ahí.
—Hay también una campana en el reloj del Ayuntamiento...
—¡De ninguna manera! —protestaban las hadas nuevas—.
Vaya un arte, ir dando las doce, y la una, y la media... ¿Acaso hacen
felices las horas a los hombres?
No encontraban ninguna solución, y estaban bastante
enfadadas. Un hada pequeña se entretenía metiendo bemoles en el
chorro de la fuente.
De pronto gritó un hada:
—¡Mirad, mirad!
Por la calle de las Carretas, ancha y llena de sol, venía Ricardo
el Cojo con su guitarra. Iba por el centro de la calle, rechoncho y
calvo, colgado de sus muletas, con las piernecitas encogidas y la
guitarra sujeta, como podía, con una mano. No se sabía qué iba
mirando, porque sus ojos, redondos y saltones, detrás de unas gafas
atadas con hilos, miraban cada uno para un lado; y ponía la boca como
si fuera a llorar.
Pasó al lado de la fuente, por la sombra de las acacias,
haciendo dos surcos en el polvo con sus alpargatas.
Y las hadas se metieron de un salto dentro de su guitarra, por el
agujero; se quedaron dentro de la guitarra, que tenía incrustaciones de
nácar en las clavijas, y un trozo de la madera rayado y astillado, de
rasguear.
Ricardo el Cojo no se dio cuenta de nada y siguió avanzando,
como si remara, por un callejón, entre casas encaladas.
44
Ricardo trabajaba de zapatero remendón en el pueblo; pero a él
1o que le gustaba era tocar la guitarra. Le llamaban para tocar en los
bautizos y en las bodas, y en verano enseñaba la guitarra a algunas
señoritas de la Colonia, por tres duros al mes.
El Cojo salió del callejón, cruzó otra calle ancha y entró en el
patio de una casa. Le sacaron una sillita baja a la sombra de la parra;
salió una señorita y se sentó al lado de Ricardo, que iba a tocar la
guitarra para que la señorita aprendiese, mirándole.
Ricardo hizo sonar cuatro acordes, y las hadas de la música,
dentro de su guitarra, se prepararon para salir.
Entonces empezó Ricardo a cantar las seguidillas, con una voz
delgadita y áspera, una voz de chiquillo:
Sale la niebla
de los álamos blancos,
sale la niebla...
Por el agujero de la guitarra, entre las cuerdas, entre los dedos
gordos y peludos, amarillos de tabaco, empezaron a salir las hadas de
la música. Brotaban, invisibles, del fondo de la guitarra, y se pusieron
a bailar por el patio con manchas de sol y tiestos de geranios.
Sale la niebla…
repetía Ricardo, temblándole la voz al llegar a la alta niebla del cantar.
Y las hadas de la Música salieron al aire quieto y caliente del
mediodía, se abrieron paso entre las hojas polvorientas de la parra,
volaron por encima de las tejas pardas y empezaron a bailar en la calle
silenciosa.
Pasó Machaco, el albañil, con su traje manchado de yeso, y un
hada se le metió en el cuerpo tarareando la música de las seguidillas.
Machaco las había oído con otra letra, y, sin saber por qué, empezó a
cantar:
45
Villaviciosa,
Primero que te olvide
Villaviciosa...
María, la panadera, se asomó a su puerta, al oír cantar al
albañil. Y un hada de la música se le metió a ella también en el cuerpo.
Cuando volvió a amasar sus bollos, iba cantando:
Villaviciosaaa...
—Parece que estamos de buen humor dijo, al oírla por el patio,
su vecino, que sacaba el carro para ir a la huerta. Y se fue cantando él
también.
Entonces pasó por la calle la Lorenza, alta y derecha, con el
pelo blanco y la cara colorada; andaba ligera y parecía una peregrina,
apoyándose en el palo largo y curvo de varear colchones, al que
llevaba atado una taleguilla. Y otra hada se le metió en el cuerpo,
tarareando, y la hacía andar al compás alegre de las seguidillas. La
Lorenza se esforzaba para no cantar por la calle; le parecía poco serio,
a sus años. Pero cuando se puso a varear un colchón delante de su
casa, golpeaba la lana al compás de las seguidillas que le sonaban
dentro.
Y pasó por la calle Rosita la del castillo, tirando, sonriente, de
su camada de chiquillos; y pasaron dos niñas de las monjas, con sus
uniformes azules; y la viejecita menuda que va siempre vendiendo
papeletas para sus rifas, y que llevaba en brazos la muñecota del
premio, muy grande y muy tiesa, vestida de organdí blanco con lazos
verdes. Y a todos se les metían dentro las hadas de la música.
Cuando el reloj del Ayuntamiento dio las cinco, todo el pueblo
estaba cantando, a voces o para adentro:
Primero que te olvide
se han de secar los caños...
—Así está bien —suspiró el hada Sol-Mayor, y se marchó,
volando, a su tubo del órgano grande de Guadalupe.
46
Ricardo el Cojo había vuelto a su cuartucho sin ventanas, y
clavaba un pedazo de cuero en una bota vieja.
No se había dado cuenta de nada; estaba callado y ponía la
boca como si fuera a llorar.
47
LAS HADAS DEL AGUA DEL RIEGO
Vienen todos los domingos, al mediodía, entre mayo y octubre.
Entran, puntuales, por la cacera que se abre en la tapia de adobes, a ras
del suelo; pasan arrastrando las hojas secas del laurel, las hojas caídas
y abarquilladas de la magnolia; se deslizan bajo las matas de las
margaritas y de la celinda.
Sí, son hadas que llegan con el agua del riego. Tienen que ser
hadas, las que de tal forma encantan al jardín y a las personas los
domingos.
Todos están alegres, impacientes, mirando hacia las caceras, a
la vuelta de Misa. Los mayores hacen como que leen algún libro; las
niñas saltan por el jardín, esperando la llegada de las hadas. Y a la
muchacha se le hace cuesta arriba guisar esa mañana: se asoma al
jardín y mira también ella, por si llegan.
Y al fin viene Tinín, el jardinero de doce años, y pasa muy
serio y muy importante hacia la cuadra, a buscar el azadón entre la
leña. Los mayores cierran los libros, los niños se quedan quietos junto
a la tapia de adobes, bajo la parra de las uvas gordas y moradas. Y la
muchacha dice que necesita leña y va ala cuadra; pero lo que quiere es
quitarle el azadón a Tinín y ponerse ella a regar.
Tinín no la mira siquiera; está esperando, muy quieto y muy
solemne, con las manos apoyadas en el mango del azadón. El sabe que
ha dado suelta a las hadas en algún misterioso y sagrado rincón del
Forestal. Está descalzo y con el pantalón recogido, importante y
silencioso como un monaguillo en día de fiesta mayor.
48
Y ahora entran ya las hadas, con el agua que burbujea en la
cacera seca. Llegan, mágicas y alegres, y pasan primero por el surco
alargado entre las margaritas y los rosales; rodean el tronco liso y
delgado del árbol del amor y se detienen en el tronco redondo del
ailanto, que se abre, lejano y orgulloso, sobre el tejado pardo.
Tinín ha esperado ese momento; cierra con barro la cacera y
abre paso al agua hacia el macizo del centro. Y el agua y sus hadas
corren, obedientes, por el nuevo camino; dan la vuelta al borde de
peonías y rosales; mojan las flores amarillas de una calabaza que ha
crecido allí, sin que nadie sepa por qué; se esconden entre las matas de
las dalias y rodean, por fin, el hermoso júpiter, que es la gala y el
orgullo del jardín, con sus flores de agosto, lilas y leves, sobre los
troncos blanquecinos y lisos como huesos secos.
Es el momento de mayor alegría. Todos están ya encantados:
las plantas, los niños, las abejas y, un poco también, los mayores.
Todos se acercan al agua, la tocan, la rodean. Sí, son hadas que vienen
con el agua del riego.
Tan sólo Tinín quiere olvidarse de que es un niño de doce años
y no salta ni ríe. Corta el paso del agua al macizo desbordante y la
encauza por el camino de la magnolia altísima, hasta el pequeño
membrillo que se inclina con el peso de sus frutos duros y
aterciopelados.
Y ahora ya va estando hechizado todo el jardín: hasta la cortina
del laurel que oculta la cuadra y la artesa, hasta las lilas y los chopos y
la morera, hasta la tapia cubierta de celinda, la higuera, el ciruelo y la
glicina florida del pozo.
Solamente el nogal queda apartado, bien hincado en la tierra
seca. Es viejo y serio, y parece que piensa:
—No necesito yo hadas de estas, pequeñitas, dóciles y
dominicales, como niños de la doctrina. Yo tengo mis raíces en
regiones que nadie conoce, en regiones de magia más honda...
Y ahora las niñas se toman ya confianzas con las hadas del
agua del riego. Cogen cubos y jarros y los llenan en las caceras con
agua que echan en los tiestos de geranios al pie de la parra vieja.
49
Y cuando Tinín se va, la muchacha puede coger por fin el
azadón; la muchacha está también encantada, como los niños, las
abejas y las plantas. Y cava y abre surcos, sin saber por qué, aquí y
allí, en el barro. Se descalza y cava como una loca, olvidándose de la
comida que dejó en la lumbre.
Las plantas levantan poco a poco sus hojas que colgaban,
mustias. Las hadas del agua del riego las miran un rato, y se marchan
luego, pequeñas y alegres, por detrás de la morera, hacia el jardín de
las monjas.
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51
LAS HADAS DEL VIENTO DEL OESTE
Esta tarde estaba todo quieto en el pueblo y en el campo. Todo
estaba callado y con ganas de dormir: los árboles, cansados de ser
árboles, con las hojas lacias, blandas y recalentadas.
—¿Por qué no llegará el invierno para dejarnos caer de una vez
y dormir en el suelo? —se decían las hojas de los árboles.
—Qué calor hace... suspiraban las personas, con los ojos
medio cerrados, y pensaban:
—Tenemos ganas de echarnos donde sea y descansar...
Todos estaban adormilados y nadie quería hacer nada.
La cigüeña, que tiene su nido en la copa tronchada del pino de
Roldán, vio lo que pasaba, y quiso llamar a todo el mundo la atención.
—Cla-cla-cla-cla... —castañeteaba con su pico—. Vamos,
vamos, espabílense, señores.
Nadie hacía caso. Todos se estaban durmiendo.
—Esto no puede seguir así —dijo la cigüeña, y se puso a volar,
con grandes aletazos, hacia Gredos. Iba a llamar a las hadas del Viento
del Oeste.
«Que a ver si vais a daros una vuelta por Villaviciosa. Todos se
están durmiendo.»
52
—¿Y nuestro amigo el álamo blanco del arroyo?
—También.
—¿Y los alcotanes del castillo?
—También.
—¿Y la campana del reloj del Ayuntamiento?
—También.
—¿Y el río?
—¡Uy, el río! Pero ¿es que no sabéis que el río se fue, todo
entero, al Tajo? Arrastrando su colita de agua se nos escapó a fines de
junio, y dejó vacío su camino de arena blanca, entre los fresnos.
—¿Que no está el río en su vega? —preguntaban las hadas; no
podían ni creerlo.
—No está, no está. Los toros andan por la vega. Las toradas,
con los bueyes y los mayorales, por el camino del río.
—Pero ¿no hay nada de agua?
—Sólo unos charquitos sucios, debajo del puente viejo. Unos
charcos que huelen mal y que tienen renacuajos rabudos.
—Ah, no; eso no puede seguir así —dijeron las hadas del
Viento del Oeste—. Vamos allá.
Y llegaron todas volando, como un bandada de pájaros del
color del aire. El tío Julio, que buscaba con cansancio los escarabajos
de las patatas en su huerta, sintió pasar las hadas por su pelo.
—¡Vaya, menos mal que ya han venido! —dijo, muy contento,
y empezó a coger más de prisa los escarabajitos y los metía en un bote
vacío de tomate.
—¡Vamos, vamos, vamos! —cantaban las hadas—. ¡Vamos,
vamos, a despertar!
—¡Cómo se alegran las plantas! —decía el tío Julio, mirando
con cariño las matas de pimientos y los rabos de las cebollas, que
empezaban a menearse.
—¡Vamos, a despertar! —repetían las hadas, sacudiendo los
álamos de la veguilla.
—¿Qué pasa, qué pasa? —se preguntaban los álamos unos a
otros, sorprendidos en plena siesta.
—¡Las hadas! ¡Las hadas del Viento del Oeste! —silbaban
alegremente los juncos.
53
—¡Ah, ya! ¡Bueno, menos mal!
—¡A bailar y cantar, a bailar y cantar! —decían las hadas;
acariciaron a los juncos que se doblaban, mimosos, y pasaron
bailando, cantando y zumbando por los rastrojos.
—¡Qué pena que nos hayan segado! —decían las pajitas secas
que quedaban agarradas a la tierra—. ¡Ahora bailaríamos de un modo
tan elegante, con nuestros tallos largos y nuestras espigas de cabellos
de oro!
—¡Feas, feas, feas! —bufaban los cardos secos a las pajas—.
¡Feas, feas!
—Bueno, por lo menos se pelean; por lo menos no están ahí
dormidos y callados como muertos —decía la cigüeña, que pasaba
vigilándolo todo.
—¡A bailar y cantar! ¡A cantar y bailar! —repetían las hadas
del Viento, cruzando el camino.
—Ya va, ya va —dijo el polvo del camino, y se levantó de un
salto y se puso a bailar por el aire.
—¡Eh, que no iba contigo! —protestó una mula, estornudando.
—¿Quien ha dicho que no? —replicó el polvo, y entró en el
pueblo por la calle del matadero.
—¡A despertar! ¡A bailar y cantar! —decían las hadas, que
entraron también en el pueblo golpeando en las puertas y en las
ventanas, sacudiendo los chopos, las acacias, las higueras...—.
¡A bailar y cantar y vivir! ¿Qué es eso de dormirse?
—¡Vaya, menos mal! —decían todos los árboles—. ¡Menos
mal! ¡Han venido las hadas!
Y bailaban y cantaban, contentísimos.
Las hadas pasaron a las eras y levantaron remolinos de oro.
—¡A aventar, que ya sopla el aire de abajo! —gritaron los
campesinos, despertándose. Cogieron los bieldos blancos, los hincaron
en la mies revuelta, echaron la mies al aire, y las hadas del Viento les
separaban la paja menuda de la paja gorda, y la paja gorda del grano, y
colocaban todo, muy ordenadito, en tres montones. Pero, en cuanto se
descuidaban, la paja menuda se escapaba por el aire. Quería meterse
en el pueblo para bailar por las calles con el polvo y las golondrinas.
54
—Bueno, ¿se han despertado ya todos? —preguntaron las
hadas a la cigüeña.
—Voy a ver —dijo la cigüeña, y dio una vuelta sobre los
tejados.
Volvió al poco tiempo, protestando:
—A la señorita Encarnación no hay modo de despertarla.
—¿Qué le pasa? —preguntaron las hadas—. ¿Quien es la
señorita Encarnación?
—Es una señorita bastante vieja que se metió en su casa hace
treinta años. Siempre está allí, como dormida.
—Pero, ¿qué le pasa?
—Yo qué se. Está en su casa y lo tiene todo muy ordenadito:
Las fotografías en el marco del espejo, un gato de escayola pintada
sobre el piano, los tiestecitos en las maceteras, los mantelitos de
encaje sobre los muebles... Y da vueltas como dormida por su casa, en
la que todo sigue siempre en el mismo sitio, sin nadie que lo
desordene.
—Eso no puede ser —dijeron las hadas—. Vamos allá.
Llegaron cantando a la casa de la señorita Encarnación y se
metieron por las ventanas. Volaban, jugaban y alborotaban dentro de
las habitaciones. Tiraron el gato de escayola; desprendieron las
fotografías del marco del espejo; hicieron caer los mantelitos de
encaje y los tiestos con esparraguera.
—¡Ay, Señor! ¡Qué es esto, qué es esto? —decía la señorita
Encarnación, asustada como si el mundo se viniera abajo.
—¡Ahora me meto yo en esa casa! —dijo el polvo, y se metió
con las hadas, con las pajas menudas y con dos golondrinas.
—¡Qué horror, qué horror! —gemía la señorita Encarnación, al
ver su casa toda revuelta.
—¡Vamos, a despertar! ¡A vivir, a cantar, a volar! —decían las
hadas, empujando a la señorita hasta la calle.
Y en la calle vio a los chiquillos, que reían y saltaban; vio a los
perros, que ladraban y corrían; vio a los árboles y al agua de las
fuentes, que cantaban y se agitaban.
—¡Vamos, vamos, a despertar! —decían las hadas a la
señorita, empujándola por la calle, hacia la carretera.
55
—¿Dónde me lleváis? Ay, ¿dónde me lleváis? Tengo que
volver para poner mi casa en orden...
—¡Ya no tiene remedio! ¡Te lo hemos revuelto todo! ¡Ya no
tiene remedio! ¡Anda afuera, anda afuera! —cantaban las hadas,
empujándola hasta la carretera de Móstoles.
Y se veía mucha tierra, muchísima tierra desde allí.
—¡Mira la tierra, qué ancha, qué hermosa! —decían las hadas
a la señorita, haciéndola dar vueltas.
—¡Dejadme, dejadme, tengo que volver a ordenar mi casa!
—¿Para qué, para qué? —reían las hadas—. Tú lo que quieres
es pasarte la vida medio dormida. No puede ser. ¡Mira la tierra, qué
ancha, qué bella! ¡Anda, a caminar!
—¿A caminar? ¿y a dónde voy a ir? Estáis locas.
—¡Sí, estamos locas! ¡Somos las hadas del Viento del Oeste y
estamos locas, y estamos alegres, y estamos desatadas! ¡Ven, ven,
vamos!
La empujaban para que caminase por el mundo; y estaba el
mundo hermoso esta tarde, ancho y dorado, lleno de hadas, a punto de
soltarse en mil pedazos para ponerse a bailar.
Y las hadas cantaban alrededor de la señorita:
—¡Camina hacia el Norte, hacia los campos verdes y el olor
del heno!
—Pero está la Sierra ahí, no se puede pasar —decía la señorita
Encarnación, buscando un pretexto.
—¡Sí se puede pasar, hay caminos en la Sierra!
Y luego la hacían volverse al otro lado y cantaban:
—¡Camina hacia el Sur, hacia los ríos largos y los montes
azules!
—¡Está el Tajo allí, no se puede pasar!
—¡Sí se puede, hay puentes sobre el Tajo!
Y luego la volvían a otro lado y cantaban:
—¡Camina hacia el Este, hacia las tierras anchas y blancas,
hacia las Tierras Santas!
—Está la capital cerrando el paso... se disculpaba la señorita.
—¡Hay calles que atraviesan la capital! ¡Se puede pasar!
—decían las hadas.
56
Y luego la hacían dar otra vuelta y cantaban todas a su
alrededor:
—¡Camina hacia el Oeste, hacia nuestra patria! ¡Camina hacia
el valle del Tiétar y la luz de oro, hacia las nubes y el mar!
—¡Estáis locas, estáis locas! ¿Cómo voy a pasar el mar?
—¡Hay caminos en el mar, hay caminos! —cantaban y reían
las hadas.
Pero la señorita Encarnación no se movía. Estaba allí, sola con
las hadas, en el cruce de la carretera de Móstoles; estaba quieta y
asustada.
—Si no echas a andar, te llevaremos por el aire le advirtieron
las hadas, ya impacientes.
—Bueno, ya voy. No me empujéis así, ya voy.
Dio unos pocos pasitos por la carretera y se paró en seguida.
—Es que tengo que volver a poner mi casa en orden...
Las hadas del Viento del Oeste perdieron la paciencia:
—A la una, a las dos... ¡a las tres!
La cogieron en volandas y se la llevaron por el aire. La
levantaron de un tirón como si fuera una cometa, y la empujaron
luego, arriba, arriba, hasta que no se la veía más grande que un
vencejo. Y después se la llevaron hacia el Este, por encima de la
capital, de las tierras blancas, del mar, al encuentro del sol del otro
día…
El hijo de la Concha, que es pastor, ha vuelto al anochecer a su
casa y ha encontrado a su madre preocupada.
—¿Qué pasa, madre? —le pregunta, quitándose el ancho
sombrero de paja y sentándose en el escaño de la lumbre.
—No sé dónde puede estar la señorita Encarnación —dice la
Concha—. He ido a llevarle su ropa lavada, y he encontrado la casa
toda revuelta, pero la señorita no aparece.
—Se la ha llevado el viento —dice el hijo de la Concha,
poniéndose a comer lentejas de la cazuela.
—¡Déjate de bobadas! —grita, enfadada, su madre.
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—Cuando yo te digo que se la ha llevado el viento... —repite
su hijo, sin levantar la cabeza de la cazuela—. Estaba yo donde las
viñas; vi algo que pasaba volando, muy arriba. Me fijé bien, era la
señorita Encarnación. Se le había soltado el pelo y hacía gestos con los
brazos. Y en esto se le cae una cosa negra, que se queda entre las
viñas. Voy a ver, y era uno de sus zapatos.
—¡No digas bobadas! —repite su madre, quitándole la cazuela
de delante.
El hijo levanta entonces la cabeza y mira muy serio a su
madre:
—Ya sé que son bobadas, pero aquí está el zapato; me lo
guardé para dártelo.
Mete una mano entre su camisa remendada y su cuerpecillo
moreno, y saca un zapato de tafilete negro, abotinado y con medio
tacón.
Su madre mira el zapato con ojos espantados, sin atreverse a
tocarlo.
—¡Señor, qué cosas! dice entonces bajito, santiguándose.
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59
LAS HADAS DEL MELONAR
Muchas veces son las niñas las que dicen a sus padres dónde
están las hadas. Las niñas encuentran hadas en los sitios más
increíbles y las ven claramente, con muchos detalles.
Esta tarde paseaban todos juntos por el camino ancho de
Monreal, el que sale al lado del cementerio viejo. A la izquierda del
camino hay un melonar extenso; entre las matas oscuras, campo
adentro, se levanta una cabañita puntiaguda, hecha con carrasca y con
retama.
—¿Veis? Esa es la cabañita de las hadas del melonar —dice la
niña rubia a sus padres.
—¿Vosotros os creíais que era la casa del guardia de los
melones? Pues no. Es la de las hadas —añade la niña morena, con un
poco de picardía en los ojos, y otro poco de compasión por la
ignorancia de los mayores.
—¿Sí? ¿Habéis visto vosotras a las hadas del melonar?
—preguntan los Padres.
—¡Uy, muchas veces! Las conocemos muy bien.
—Vaya... ¿Y cómo se llaman?
—La mayor se llama Celinda, y la segunda Fernanda. Son dos
hadas. El guarda de los melones es amigo de ellas y se llama Manolo.
No vayáis a creer que es un hado. Es un hombre como todos, sólo que
es amigo de las hadas y vive con ellas.
—¿Y serán muy guapas Celinda y Fernanda? —preguntan los
padres, que están siempre dispuestos a informarse sobre las cosas de
las hadas.
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—Celinda sí, es preciosa —asegura la niña rubia—. Es
delgadita y así de alta, como yo. Tiene el pelo muy rubio y muy largo.
Le baja hasta el suelo por delante, y luego se lo sube por detrás hasta
la cabeza otra vez, y lo lleva atado con una cinta amarilla. Tiene
los ojos azules y la cara blanca y brillante. No sabéis lo guapa que es.
Y lleva un traje largo, de tul azul, con estrellas bordadas. El cucurucho
es de cartón forrado de terciopelo rosa, y se 1o ata a la cabeza con
cintas de raso. Y por las piernas lleva perlas, perlas, perlas, en vez de
medias. Y tiene zapatos de terciopelo rojo, con perlas también.
Cuando se mancha de polvo los zapatos de terciopelo, el guarda
Manolo se los cepilla por las noches, porque la quiere mucho. A
Fernanda no la quiere tanto, porque es orgullosa y bastante fea.
—¿Cómo puede ser un hada orgullosa y fea?
—Bueno, es que Fernanda no está coronada todavía. Está
aprendiendo a ser hada, pero no se puede con ella. Es muy mala y
nunca va a aprender.
—¿Qué es lo que hace? —preguntan los padres, intrigados con
los defectos del hada Fernanda. Y la niña pequeña se apresura a
acusarla:
—Se come todas las sandías y todos los melones. Eso es lo que
hace. Por las mañanas empieza a comer melones, melones y melones.
Por la tarde come sandías, sandías y sandías. Se ha puesto gordísima,
con toda la barriga llena de sandías y de melones, y no parece un hada
ni nada.
Y añade su hermana:
—El traje que tiene, de tul colorado, se le ha quedado corto,
por las rodillas, y se le ha enganchado en las plantas de los melones y
está todo roto. También se le ha enganchado el pelo y Manolo se lo ha
tenido que cortar; así, que no parece un hada. Y se le ha puesto el pelo
moreno. Y también se le han enganchado en las plantas las perlas de
las piernas y se le han perdido todas las perlas por el suelo. Y ella se
pasa la vida llorando: «¡Que quiero medias, que quiero medias, que se
me ha quedado corto el traje y quiero medias!» Fíjate qué tontería.
—Bueno, y ¿qué hacen las hadas Celinda y Fernanda?
—preguntan los Padres.
61
—Pues eso: Aprender a ser hadas. Soplan en las flores para
que salgan los melones, y así van aprendiendo a hacer cosas mágicas.
Soplan flojito, flojito, para que salga un melón, y soplan fuerte para
que salga una sandía. Y para los calabacines hacen sólo un suspirito.
—Pero no tienen todavía varita mágica —explica la pequeña—.
Las varitas se las darán cuando las coronen, y entonces tienen que irse
a las montañas de Ávila, con todas las hadas.
—Ah, mañana van a coronar a Celinda —recuerda de pronto la
niña mayor—. A Fernanda todavía no, hasta que sea más buena. A
Celinda la van a coronar en el castillo. Vendrán las Madres-Hadas de
las montañas de Ávila, y se van a quedar escondidas en los montones
de las eras, para que nadie las vea, hasta que sea de noche. Y por la
noche se irán al castillo, y lo pondrán todo adornado con flores y
guirnaldas, y estarán en el salón del Rey, esperando a Celinda. Celinda
va a ponerse un manto de tul de plata cosido al cucurucho, y Manolo
le llevará la cola, para que no se le manche por el suelo y que no se le
enganche en las pajas.
—¿Y cómo va a entrar en el castillo? Está lleno de criados de
las eras, de paja, de mulas y rebaños de ovejas —dicen los padres.
—Celinda conoce una puerta secreta que hay; los criados y las
mulas estarán dormidos, y aunque haya un corderito o dos despiertos
no importa, porque ellos conocen ya a las hadas.
«Y entonces el Hada-Reina le pondrá a Celinda una corona de
brillantes; pero la varita mágica se la tiene que dar el alcalde. Manolo
se va a llamar al alcalde y lo mete por la puerta secreta. Y el alcalde
dice: «¿Cuál hada toca hoy?» Y dice el Hada-Reina: «la que toca hoy
es Celinda, que estaba en el melonar.» «Bueno, pues que venga.»
Y Celinda se arrodilla, y el alcalde le da una varita mágica y
dice: «Toma, pruébala, a ver si está bien.» Y Manolo trae un cordero y
Celinda lo toca con la varita: «Que te conviertas en un elefante.» Y
nada, el cordero se queda igual. Y entonces dice el alcalde: «Es que se
le habrá quitado la magia, de tanto estar guardada.» Y saca otra varita
que está más nueva. «Bueno, vamos a ver ésta.» Celinda toca al
cordero: «¡Conviértete en elefante!» Y ¡búu! El cordero se convierte
en un elefante enorme, y Celinda se pone a gritar: «¡Qué bien, ya
tengo varita mágica!» y entonces se marcha ya con las Madres-Hadas
a su país, que es la montaña de Ávila, y se van todas cantando las
canciones de hadas.»
62
Los padres y las niñas han llegado cerca de Monreal. Está
anocheciendo y la Sierra se tiende, oscura, dejando ver la lejana
Paramera de Ávila envuelta en luz y en bruma. Hay que volver al
pueblo, antes de que se cansen las niñas, que ya van arrastrando sus
sandalias por el camino, borrando con polvo las huellas de las ovejas.
—¿Sabes tú las canciones de las hadas? —preguntan los
padres a la niña rubia, para que cante y se olvide del camino, de la
noche, del cansancio, de la gran soledad blanca y callada de los
campos segados.
—Son canciones muy bonitas —dice la niña, mirando a lo
lejos, al castillo que está alto y rosa, entre los pinos.
Y canta, con una vocecita muy aguda y un poco temblorosa,
canciones que nadie ha escuchado nunca, canciones que ella ha oído a
las hadas. Hablan de árboles que bailan, de nieve que baila, de la
Virgen que cose con un hilo que baila, de estrellas...
—¡Y mañana habrá un elefante en Villaviciosa! —grita de
pronto, entusiasmada, la niña morena.
63
LAS HADAS DE LA LUNA
Esta noche estaban las niñas despiertas, aunque ya era muy
tarde. La niña rubia, con sus trenzas deshechas sobre la almohada y
sus ojos verdes muy abiertos; la niña morena, sentadita en la cama,
con sus ojos oscuros muy abiertos.
—¿Por qué no estáis dormidas? Es muy tarde.
—No se puede dormir..., entra mucha luz por la ventana.
—Y se mueve, se mueve... Antes estaba en el armario, y ahora
se ha puesto en el suelo.
Son las hadas de la luna, que han venido esta noche. Está todo
el pueblo lleno de hadas, y todo el campo también.
La luna se asomó, temprano, por detrás del montón alto de paja
de las eras del castillo. Venía grande, grande, llena de hadas. Se posó
en la paja y soltó a las hadas por las eras.
Algunas se echaron a dormir sobre las gavillas; otras se
subieron al trillo, para dar vueltas. Pero no estaban las mulas.
El hombre que se queda en la choza de la era estaba dormido,
y no vio a las hadas, al principio. Pero una de las hadas se asomó entre
las ramas de la choza y besó al hombre en la cara, y el hombre casi se
convirtió en un ángel.
Un perro que dormía al lado del hombre se asustó al sentir a
las hadas y se puso a ladrar. Y las hadas se asustaron del perro y se
fueron volando al castillo. El castillo se volvió de cristal y revivieron
las princesas moras en las ventanas.
64
El hombre de la era, al sentir ladrar al perro se levantó y
empezó a gritar:
—¡Fuera, bribones, fuera! porque creía que habían llegado
ladrones a robar el trigo. Y el maestro, que estaba allí viendo cómo
subía la luna por el aire, dijo al hombre de las eras:
—No grite así, amigo, que va a espantar a las hadas y a las
princesas moras, que se han asomado a las ventanas del castillo.
El hombre se quedó callado, y dijo luego:
—¡Toma, pero si soy casi un ángel! —y se puso a volar, muy
contento, por la era, dando vueltas y vueltas, como cuando trillaba de
día.
Volaba por encima de la paja de plata, y era un ángel muy
gracioso, con sus pantalones de pana sujetos con cuerdas a las rodillas,
con sus abarcas de goma de rueda de auto y con su cara tan morena. Y
de pronto dijo:
—¡Toma, pero si los ángeles no tienen que dar vueltas sobre la
parva! ¿Qué hacemos los ángeles, don José?
Y el maestro le contestó:
—Pueden ustedes hacer muchas cosas: guardar a los niños,
cantar en el cielo y decirles al oído a los hombres cosas buenas y
sabias.
—Eso me gusta —dijo el hombre—, eso me gusta, porque
como cantar canto muy mal, y los niños me fastidian...
—Ahora a lo mejor no le fastidian. Es usted casi un ángel. Y a
lo mejor canta usted muy bien —le dijo el maestro.
—No, no contestó el hombre; yo lo que quiero es decir cosas
sabias a la gente.
Y se acercó volando, y le dijo al maestro al oído:
—Haz bien y no mires a quien. —luego preguntó: —¿Me ha
salido bien?
—Sí, sí, muy bien —dijo el maestro, rascándose la oreja.
Y el hombre se fue volando al pueblo, para decir más cosas de
aquellas al oído de las personas.
Mientras tanto, las hadas habían despertado a los alcotanes que
viven en la torre cuadrada del castillo, y los alcotanes daban vueltas,
volando, alrededor de la torre. Y las moras se empezaron a peinar, que
es lo que hacen siempre las moras, y cantaban canciones.
65
Entonces la luna se enredó en las ramas del pino grande y
empezó a gritar:
—¿Quién me saca de aquí, quién me saca de aquí? ¡Que hay
orugas y me dan asco!
Las hadas volaron al pino grande y desenredaron a la luna, y la
luna siguió flotando por el aire, mientras las orugas se convertían en
piñoncitos y se acurrucaban dentro de las piñas.
—Yo me voy a bañar al pilón de los Caños —dijo entonces un
hada.
—Yo también, yo también —dijeron las otras. Y bajaron a los
Caños y se metieron en el pilón. Se las veía muy bien, chapoteando en
el agua.
—Pues yo ahora me voy al arroyo —dijo un hada.
—Nosotras vamos a pasear por la huerta del Infante
—respondieron otras. Y entraron en la huerta y se metieron en las
coles. Las coles se hincharon, se hincharon, y se pusieron de un verde
transparente, como los vestidos de las hadas.
—¡Uy, qué risa! —dijo una col—. Ahora somos bolas de
cristal verde.
—Pues vuestro sitio es la playa, entonces —dijo un hada—.
La playa donde están las bolas de cristal verde.
—¿Qué es una playa? —preguntaron todas las coles, que
nunca habían salido de la huerta del Infante.
—¡Je, je, no lo saben! —se reía un manzano viejo, al que
habían traído de Asturias.
Y las hadas dijeron:
—¡Vamos a la playa!
Y cogieron las coles y se las llevaron volando por encima de El
Escorial, de Segovia, de muchas eras y ríos y montañas.
—¡Uy, me mareo, me mareo! —chillaba una col, al pasar por
Reinosa.
Pero las hadas no hicieron caso, y ya estaban encima del mar.
—¿Las tiramos al agua? —preguntó un hada.
—¡Ay, no! ¡Ay, no! —chillaban las coles.
—Pues nosotras vamos a bajar al mar, a que nos columpien las
olas; vosotras veréis lo que hacéis —dijeron las hadas al ver el mar,
que les gusta tanto.
66
—¡Queremos ir a nuestros surquitos de la huerta del Infante!
—lloraban las coles, como tontas.
—Parece mentira —decían las hadas—; para una vez que se os
trae al mar…
—Más vale dejarlas decidieron otras hadas—. ¿Quién se
vuelve con ellas?
Pero ningún hada se quería volver; así, que echaron las coles,
que eran bolas de cristal, dentro de una nube.
—También vosotras tenéis cosas… —dijo la nube a las hadas;
y ¡rass!, se rompió con el peso y las coles cayeron al mar y se
murieron del susto.
Y, mientras tanto, aquí en Villaviciosa, las hadas de la luna se
habían metido por las calles del pueblo.
—¡Da gusto! —decían—. Todas las calles para nosotras.
Y empezaron a jugar al ambo-ato por las calles, y otras jugaban
al corro en la plaza del Ayuntamiento, alrededor de la fuente, y otras se
fueron ala plaza de las acacias, y estaban por todas las calles y por
todas las plazas las hadas verdes, doradas y azules. Pasó volando el
hombre de las eras, que casi se había convertido en un ángel, y dijo a
las hadas:
—Claro, vosotras estáis tan contentas porque la gente duerme
y el pueblo es todo vuestro. Pero, ¿a quién le digo yo las cosas sabias?
—Ahí pasa un hombre —dijeron las hadas señalando al
maestro—. Dile a él las cosas.
—Ya le he dicho cosas a él —contestó el de las eras—; pero,
en fin, repetiré—. Y se acercó al maestro y le dijo al oído:
—En boca cerrada no entran moscas. ¿Me ha salido bien?
—Sí, sí, muy bien —dijo el maestro—. Ahora podría usted
cuidar niños, para variar.
El hombre iba a contestar algo; pero en aquel momento él oyó
otra vez el grito de la luna.
—¡Que me he quedado enredada! ¡Aquí, aquí, en la magnolia!
¿A quién se le ocurre poner estas cosas en un austero pueblo
castellano? No hago más que enredarme con todo.
67
—Vamos, vamos, no gruñas tanto, luna tristona —decían las
hadas—; ahora te soltamos.
Fueron a la magnolia, la sacudieron, y salieron cinco hermosas
flores blancas flotando por el aire y perfumándolo.
—¡Cinco lunas, cinco lunitas! —gritaban las hadas muy
contentas, y las magnolias se hinchaban de satisfacción y se iban
volando hacia Poniente.
—¡Eh, eh! ¡Que habéis soltado las flores de la magnolia y me
habéis dejado a mí en las ramas! —protestaba la luna.
Las hadas sacudieron otra vez la magnolia. Cayeron muchas
hojas, rojizas y duras, y piñas de rabo largo, y la luna, al fin se soltó.
—¡Seis lunas, seis lunitas! —decían las hadas, muy divertidas
al ver a la luna grande tan furiosa.
—Mañana no os voy a traer —dijo la luna, volviendo su cara a
las hadas—. Si no me tratáis con respeto, no os traigo más.
—Claro que nos traerás —contestó un hada descarada—, nos
traerás los días que toque traernos. Estás para eso.
La luna hizo como que no oía y voló en persecución de las
cinco magnolias, que estaban ya encima de Navalcarnero. Las tragó a
las cinco y se puso un poco amarilla, porque no le habían sentado muy
bien.
—¡Ah, qué bien huele! —dijo un piloto que pasaba guiando un
trimotor—. Hoy se ha perfumado la luna con magnolias.
—Usted quiere echárselas de poeta —le contestó el telegrafista—,
y cualquier día nos estrellará.
—Pues a mí la luna me huele hoy a magnolias, diga usted lo
que quiera —repitió el piloto, de muy buen humor; y le hizo dar al
trimotor tres volteretas, para asustar al telegrafista.
—¡Ay, me mareo, me mareo! —chilló una señora que iba en el
trimotor.
—Eso lo acabo de oír en otra parte... —se dijo una nube que
pasaba.
Y el trimotor se metió en la nube y le devanó la lana con sus
hélices.
68
—También usted tiene cosas —dijo la nube al piloto,
desenredándose con trabajo—. Está visto que esta noche no puedo
volar en paz. Miren cómo me han puesto entre todos: parezco una
andrajosa.
Y enseñaba sus jirones de nube, que se le iban quedando por el
aire.
—No te preocupes —dijeron entonces las hadas, que venían
del mar y tenían remordimientos por haber roto la nube con las
coles—. Ahora te encantaremos y serás una princesa con manto de
oro.
Tocaron a la nube, y unos chiquillos que guardaban un
melonar, tumbados boca arriba en la arena blanca, entre las tendidas
matas oscuras, señalaron la nube con el dedo.
—Parece una princesa.
Y la nube era una princesa rubia, blanca y triste, y se llamaba
Doña Lucía. Se empezó a pasear por el cielo, recogiéndose con mucho
remilgo su manto con orla de oro, y mirando por encima del hombro a
los luceros y a la tierra.
—Soy Doña Lucía, princesa de noche y paloma de día...
—empezó a cantar.
—Cállate, lo haces muy mal —le dijeron las hadas—.
Las princesas no cantan esas cosas.
La nube-princesa no escuchaba a nadie; estaba muy contenta
con su papel, y seguía arrastrando lánguidamente su manto y
cantando:
—Yo tenía un palacio de nácar en el fondo del mar, y por culpa
de los tres delfines me robó el viento y me lleva de aquí para allá, y yo
lo que quiero es pararme a llorar...
—¡Qué mal lo haces, qué mal! No te lo sabes —dijeron las
hadas—. Vamos a convertirte en un pez, a ver si te sale mejor.
Tocaron a Doña Lucía-Nube, y los chicos del melonar, que la
estaban mirando, dijeron:
—¡Parece un pez!
Y la nube era un pez, un gran mero gris y dorado; y como los
peces no se llaman nada ni pueden hablar, lo único que se le ocurría
era abrir su bocaza y tragarse estrellas.
69
—¡No vale! —gritaron las estrellitas—. ¡Que quiten a ese
bicho de ahí!
—No es un bicho, es Doña Lucía —decían las hadas,
burlándose.
—Pues que se lleven a Doña Lucía-Traga-Luceros, que la
noche no es hora de jugar.
Pero las hadas querían seguir jugando.
—¿Hacemos lo de la gallinita ciega, y la gallina era la luna?
—propusieron las más revoltosas, las que no tenían respeto a la luna.
—Bueno, sí... Y que Doña Lucía sea el pañuelo.
Tocaron al Pez-Lucía, que se convirtió en un pañolón un poco
roto. La empujaron hasta la luna, y vendaron toda la cara de la luna
con el pañolón.
—Lunita ciega, ¿qué se te ha perdido? —preguntaban a la
luna, riéndose y dándola empujones.
—¡Maleducadas, hadas maleducadas! —regañaba, muy
enfadada, la luna.
—¡Tienes que decir «una aguja y un dedal»! ¡Da tres
vueltecitas y lo encontrarás!
Pero la luna no quería dar tres vueltecitas, ni jugar con las
hadas. Estaba quieta y enfadada, tratando de quitarse el pañolón de la
cara.
Como la luna no podía verlas, las hadas que andaban por el
pueblo se aprovecharon para meterse en todas las casas, a través de las
rejas y de los balcones abiertos, y besaron a los niños que dormían. Y
cuando la luna se desató por fin el pañolón, todos los niños se habían
convertido en niños de luz, en niños azules y de oro; hasta los
gitanillos que dormían al lado de un carro, en el camino de los pinos.
La madre gitana los miró y llamó a su marido.
—Mira, parecen marqueses —dijo muy bajito, para no
despertarles.
—Tienes razón —dijo el gitano, muy emocionado, porque
nunca había visto a sus hijos tan hermosos.
Y les tapó con una manta vieja, para que nos les diera la luna
en la cara; decía que no era bueno.
70
Pero las hadas no han encantado sólo a los niños; también las
casas, los caminos y los campos se han vuelto cosas mágicas, de luz.
Solamente los pinos y los negrillos del arroyo siguen siendo árboles,
como siempre. Árboles oscuros, que tiemblan de miedo.
—Esto de las hadas debe de ser un engaño para acabar con los
que quedamos —dice un negrillo viejo a un álamo blanco, que se está
dejando encantar por las hadas—. Tú sacúdete las hadas cuando se te
posen; no seas inocente.
—Ya no puedo —dice el álamo blanco—, ya no puedo, estoy
encantado. Mira, soy todo de plata y de luz.
—Peor para ti —contesta el negrillo—. Si eres de luz, te irás
por el aire, y mañana, un árbol menos.
—¡Ay, que más quisiera, qué más quisiera! —suspira el álamo.
Y ahora las hadas están bailando en el camino encantado de
Monreal.
Y ahora se han asomado a las tapias encantadas del cementerio
viejo.
Y ahora se han acercado a nuestro pozo, y están bailando en el
brocal. Un hada se ha caído al pozo, pero no importa; mañana la
sacaremos con el cubo.
Y las estrellas le han mandado a la luna un aviso, que dice:
«Con tantas hadas como has traído, nadie nos ve. ¿Por qué no
te las llevas ya? La gente está mirando a la tierra en lugar de mirar al
cielo, que es lo que hay que hacer.»
Y la luna contesta a las estrellas:
—Las hadas lo están pasando tan bien, que me da pena
llevármelas. Pero tened paciencia: en seguida nos iremos.
La luna ha empezado a llamar a las hadas. Pero, antes de irse,
las hadas han entrado en el cuarto de las niñas, que están ya dormidas.
Las hadas se deslizan sin ruido por el suelo. Trepan poquito a poco por
la colcha de flores de la niña rubia, y besan con mucho cuidado sus
bracitos delgados, su cuello, su carita, sus trenzas deshechas. Y toda la
niña es ya de color de luna.
Las hadas suben despacio a la cuna de la niña morena, y besan
su carita; es ya una carita de color de luna.
Las hadas de la luna han encantado a las niñas para toda la
noche.
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LAS HADAS (1953) María Luisa Gefaell

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  • 5. 5 ESTILO Y CIFRA: “Las hadas” HE leído un libro que no se parece a ninguno; lo de menos es lo extraordinario del asunto, sobre todo en nuestro país, más propenso a la imaginación que a la fantasía. Sobre las Hadas ya han escrito páginas inmortales un Perrault, un Wieland, un Andersen, para no hablar de las de las «Mil y una noches». Pero Andersen o Perrault han contado cosas sobre las Hadas desde fuera, desde el dominio de los hombres o, cuando más, fingiéndose en breves instantes o en precarios logros, dentro del mundo propio de los niños. María Luisa Gefaell, que es tal vez, cuantitativamente, no me atrevo a decir aún si cualitativamente, —nuestro mayor poeta,— acaba de escribir sobre las Hadas desde el mundo propio de las Hadas. No como habla de un viaje por España Théophile Gautier, sino como habla de un viaje por la Alcarria Camilo José Cela. Ya sabemos que lo que separa más un original literario de una traducción, lejos de estar en el léxico está en la sintaxis. Este libro de las Hadas es como una versión del Periloquio, la lengua hablada por los Peris, seres sobrenaturales y pacíficos, difundidos sobre todo, según parece, por el mundo persa y cuya principal virtud es la generosidad. Son extrañas a tal lenguaje las formas del principio de contradicción y del principio de razón suficiente, las estructuras cicateras del pensamiento. En el Periloquio no hay solecismos, no hay tampoco escrito de sus referencias, ni la puede haber, inverosimilitud. Puesto que nada fuerza a escribir al dictado de la lógica. Lo cual no quiere decir que la tal referencia no tenga aquí sus leyes. Las coles pueden sentir como se convierten en bolas verdes, a condición de que se reconozca que el lugar donde deben encontrarse todas las bolas verdes son las playas. De lo cual nace para las coles en estado de metamorfosis, y mientras no se colocan en su debido lugar, una nostalgia casi enfermiza. Nostalgia que precisamente son las que socorren las Hadas, en su próvida generosidad. No en vano las Hadas tienen una naturaleza equívoca, en virtud de la cual, según ciertas adivinaciones, pueden confundirse con las Madres. No con las madres de Goethe, de índole metafísica y más pródigas en la creación definitiva de las cosas; sino de las otras, de carácter más juguetón y especializadas, no en la creación, sino en el devaneo. Sería excesivamente romántico el insistir en la ternura de estas Madres. Es una ternura más capaz de perderse en la caricia que de aprovecharse en la lactancia.
  • 6. 6 También resultaría abusivo el hablar de Ángeles, cuando se suscita la cuestión de las Hadas. Un día, en Versalles, conocí a una señora que, teniendo un hijo, había contraído matrimonio en segundas nupcias. El niño tenía siete años; y en una conversación, iniciada por el asunto de la creencia infantil en los Reyes Magos, la madre me confesó que no había querido nunca privar a su hijo de la creencia en las Hadas y en sus dones. Yo tendría gran curiosidad en saber, cosa que la suerte no me ha permitido, cuál había sido el destino de una criatura preparada con tal educación. También, por otro lado, me hubiera gustado saber de fijo cuál era la situación profesional y moral de Philipe Barrès, educado por su padre, según declaración explícita, en las normas del nacionalismo y, en primer lugar, en el famoso «culto a los muertos». En principio, me parece que, a despecho de pedagógicos cálculos, en materia de idealización, en los resultados lo mismo da una cosa que otra. Por de pronto insisto en que la lectura de libros como el excepcional de María Luisa Gefaell tienen, con su carga intensa de poesía, un poder de plasmación en el lenguaje. No me sorprendería el que los beneficiados por él fuesen más directamente aún que los niños, los escritores, que, a su escuela, aprendiesen el uso de un derecho a cierta armoniosa libertad de expresión. No pocas son las conquistas logradas por el estilo literario usual, en los últimos tiempos, el empleo impávido de las metáforas no puede menos de ganar, cuando nos acostumbramos a ver las coles redondeadas, hasta convertirse en bolas verdes, y las bolas verdes correr hacia su destino de alojarse en las playas. Hay varias maneras de interpretar la Naturaleza. Hay la científica, que clasifica en géneros y especias; hay la panteística, que no se contenta sino fundiéndolo lodo —el estilo del novelista Jean Giono, es un ejemplo de ello y algo se da igualmente de lo mismo en el do la novelista española Elena Quiroga, sobre todo en las primeras páginas de sus libros—. Y hay también un estilo animista, sin las sinopsis de la ciencia y sin tener, en el otro extremo, la síntesis de la divinización. El lenguaje animista es el que, del reino del Periloquio, trae la narradora de las Hadas. Ya recordáis lo que dijo Max Mullen «La mitología es una enfermedad del lenguaje». Mas, ¿por qué no considerarla, al contrario, como la expresión cabal de su salud? Eugenio d'Ors - La Vanguardia - 5 de julio de 1953
  • 7. 7 CUENTOS DE HADAS El género literario “cuentos de hadas” es una invención o, por lo menos, una realización del Romanticismo nórdico. Pero, por otra parte, se destina a esos pequeños y puntuales notarios de la realidad circundante que son los niños. Por eso le está vedado instalarse, de buenas a primeras, en un mundo puramente imaginado, vaporoso, irreal, tejido de ensueños, fantasías y nostalgias, al modo del Enrique de Ofterdingen, de Novalis. Es menester partir en él de la vida real, y, así, los protagonistas de estos cuentos suelen ser niños pobres y perseguidos por el desamor de sus madrastras o amenazados de otras nada infrecuentes desgracias. Pero inmediatamente incide, en el centro de esta fatigosa y cruel menesterosidad consuetudinaria, el portento. La varita mágica del hada de turno transmuta la más cotidiana realidad en “país de las maravillas”. Los seres, personas y cosas, no son los que parecen; cambian ágilmente de forma y figura, transmigran, se vuelven otros, sin dejar de ser los mismos. El mundo de la experiencia es en los cuentos de hadas, igual que en la metafísica platónica, puramente aparencial: las “esencias” se hallan por detrás o por encima de él. Y así como, según los platónicos, están las almas “encarceladas” en los cuerpos, los príncipes encantados de los cuentos se encuentran “encarcelados” también en los sapos o en los osos. Y toda una teoría de poderes superiores—hadas buenas, de una parte; hadas malignas, ogros y brujas, de la otra, y también trasgos, duendes y gnomos— juegan su partida a favor o en contra de los niños. Este, digo, es el cuento romántico para niños. Pero del Romanticismo acá ha llovido mucho. Por eso, tras los cuentos de hadas vinieron los cuentos “positivistas” de Julio Verne, con todo su cientificismo; los cuentos del Oeste americano, las novelas de aventuras, los relatos policíacos… Los aficionados a planear, ingrávidos, sobre la vida real, suelen ponerse muy pasadistas al hablar de estas cosas, y condenan nuestra época como destructura de la poesía infantil. Pero la poesía es indestructible, y lo mismo puede habitar un cuento de Grimm que un relato de vuelo arriesgado o la campaña de África entre Rommel y Montgomery.
  • 8. 8 Se objetará que todo esto que ha venido tras los cuentos de hadas no es para “niños”, sino para “chicos”, para muchachos. Es verdad. ¿Qué hacer entonces? Dos tipos de solución suelen ofrecerse: o el cuento tonto y entontecedor o el cuento de pretensiones “literarias”, que consiste bien en la exhumación, vertida al habla actual, de narraciones antiguas, bien en su amanerado pastiche. Convengamos en que ninguna de estas recetas es demasiado buena. Pero ¿y el cuento de hadas? ¿Es susceptible de actualización y recreación? Uno se sentiría inclinado, en principio, a pensar que no. Sin embargo, el bello libro Las hadas, de María Luisa Gefaell, que quiero comentar brevemente aquí, es una feliz demostración afirmativa. Pero la tarea no era de ninguna manera fácil. La autora, para darle cima, ha tenido que reformar sustancialmente el género y hacer, además, una importancia renuncia. Veamos en qué han consistido aquella forma y esta renuncia. Dijimos antes que los viejos cuentos de hadas pasaban rápidamente de la existencia real a la vida fantástica, al reino de la maravilla y el encantamiento. La poesía de los cuentos de hadas, como toda la poesía romántica (romántico es también, avant la lettre, el mundo del que algunos narradores, por ejemplo los hermanos Grimm, extraen sus leyendas y, sobre todo, la perspectiva en que ellos nos las muestran), está separada de la realidad, levantada, vaporosa, sobre ella. Lo que importa no son las cosas, sino las propiedades portentosas, buenas o malas, que ellas poseen (el espejo, que revela si quien en él se mira es o no la mujer más bella de la tierra; el alfiler, que, al clavarse, vuelve princesas las palomas, etc.). Las hadas, con su cortejo de los otros entes preternaturales, componen toda una mitología, que mágicamente irrumpía, de cuando en cuando, en el mundo real. ¿Puede escribirse hoy un libro de hadas míticas? Indudablemente, no. ¿Se trata entonces de un género agotado? Pensemos en el uso—y hasta el abuso—que la poesía contemporánea ha hecho de esos otros seres sobrenaturales que son los ángeles. Los ángeles han sido traídos al mundo, y, deshipostasiados, han comenzado a funcionar con un sentido puramente poético. Pues bien: María Luisa Gefaell ha llevado a cabo—está llevando a cabo, mejor dicho—en el género “cuentos de hadas” una revolución semejante. Las hadas no están ya separadas de las cosas, sino que son las cosas mismas. Pues, como escribe la autora, “todo llega hasta el cielo; el cielo empieza donde terminan las cosas”. Cada cosa puede tener dentro un hada; que la tenga o no, sólo depende de nosotros.
  • 9. 9 Las hadas habitan el agua de riego, la retama y el melonar; están dentro del cántaro y se derraman luego por el suelo. Viven abrazándose a las cosas. “Besar las cosas” es descubrir poéticamente las hadas. La función de un cuento actual de hadas consiste en enseñar a los niños a encontrar el hada propia de cada objeto que contemplan, desde la luna, la sierra o el viento del Oeste, hasta la menuda paja de la era o el blanco yeso del albañil. “Cuento de hadas”, en el sentido de María Luisa Gefaell, es casi sinónimo de poesía actual. El nombre de esta escritora es menester ponerle, desde ahora, donde familiarmente y por amistad estaba ya: junto a ese grupo de poetas españoles cuya significación he intentado describir en otras ocasiones y, entre ellas, en un artículo titulado “Poesía y existencia”. Veamos ahora la renuncia exigida por esta renovación. Las hadas, de golpe, pierden sus mágicos poderes: han extraviado su varita de virtudes; desde ahora ya no harán sino brincar, correr de cosa en cosa, alegrar a las gentes sencillas y, a lo sumo, hacerlas cantar. El cuento de hadas pierde acción—acción prodigiosa—, y se convierte en poesía de la vida cotidiana. Antes penetraban en los cuentos seres fantásticos; ahora, al revés, seres archirreales: Rosita, la del castillo de Villaviciosa; la Lorenza o la señorita Encarnación. Pero, bien mirados, ¿no son éstos tan extraños, tan incomprensibles como aquéllos? Los antiguos cuentos de hadas hablaban de entidades separadamente poéticas, de la misma manera que los poemas antiguos hablaban con palabras separadamente poéticas. Hoy hemos aprendido que todos los seres y todas las palabras pueden ser poéticos si nosotros acertamos a poner poesía en ellos. El sacrificio de la acción a la poesía priva al cuento, evidentemente, de su interés aventurero. La aventura es el hada de los niños, el hada madrina de los jóvenes. María Luisa Gefaell ha renunciado a la mitad de sus posibles lectores. Ha renunciado a los niños—inquietos, turbulentos, trotamundos con la imaginación—y ha escrito un delicioso libro para niñas (entre las cuales quedará perdido algún que otro niño-poeta). Todos somos, a la vez, gentes de movimiento y gentes de recogimiento; pero en unos predomina aquél; en otros, éste. Nosotros, los escritores, ofrecemos en nuestra vida escaso atractivo a la imaginación infantil. Cuando los niños se van al colegio nos dejan sentados a nuestra mesa de trabajo; cuando vuelven del colegio, nos encuentran en la misma actitud. ¿Cómo no ha de parecerles aburrida nuestra vida? Por eso mismo, los que somos escritores y padres debemos estar particularmente agradecidos a María Luisa Gefaell.
  • 10. 10 En su cuento Las hadas del sol nos ha prestigiado a los ojos de nuestros niños, nos ha dotado de un hada: “Una mañana ella entró por la ventaba, sin hacer ruido, y se posó en las manos del hombre que pensaba. El hombre no se fijó en ella, pero sintió calor en las manos, y, dejando de pensar, cogió una pluma y se puso a escribir palabras hermosas.” También a nosotros, pese a todas las apariencias, nos ocurren cosas sorprendentes. De otros problemas implicados en la pacífica revolución de María Luisa Gefaell, sería oportuno hablar. Al escribir los cuentos con la sustancia misma de la vida de cada día, se renuncia a la construcción de ejemplares imaginerías en el estilo de Blanca Nieves, la Cenicienta o la Bella Durmiente. Esta renuncia es, probablemente, necesaria. ¿No se ha tornado hoy extremadamente difícil la ejemplaridad arquetípica, válida para todos? Pero también estas líneas deben renunciar, por su parte, a toda pretensión ensayística para limitarse a saludar, con alegría, la aparición de una gran escritora. Gran escritora no sólo por la bella prosa en que está escrito el libro, sino también, y sobre todo, como yo he dicho, por la invención de un mundo poético para habitación de los niños… y de los mayores. He hablado hasta aquí de la tendencia innovadora de este libro. Pero he dicho también que se trata de una revolución que está aconteciendo. Por eso no nos puede extrañar que dos de los cuentos que contiene la obra—y precisamente, para mi gusto, los dos más perfectos, los dos mejores—no se encuentran en esa línea. El primero de ellos, Las hadas de la tierra, es un cuento muy bello, escrito a la manera de los tradicionales cuentos de hadas. El otro, Las hadas de Monreal, no es, en rigor, un cuento de hadas, sino una conseja, oscura, misteriosa, sobre esa gran hechicería que llamamos “muerte”, y que no sabemos lo que es. “Porque —escribe la autora, y con sus palabras pongo fin a las mías—¿qué sabe la gente de la verdad verdadera? Sólo saben una parte pequeña de verdad. Y entonces dicen “muerte”, o “locura”, o “desaparición”, o cualquier otra palabra, cuando ya no comprenden nada. Por eso nosotras podemos decir “hadas”, para comprender un poquito mejor y quedarnos tranquilas.” José Luis L. Aranguren – Cuadernos Hispanoamericanos 51 – Marzo 1954
  • 11. 11 ÍNDICE INTROITO………………………………………….………..……….5 -Eugenio D´Ors….…..……….…..…..…..………….….….………..……..5 -José Luis L. Aranguren………..……….….…..…..….…..…..….…..…...7 PRÓLOGO…………………………………………………………..13 Las hadas del Mar……………………………………………..……..19 Las hadas de la Tierra…………………………………………….….25 Las hadas del Sol………………………………………………….....35 Las hadas de la Música……………………………………….……...41 Las hadas del Agua de Riego………………………………….…….47 Las hadas del Viento del Oeste…………………………………..…..51 Las hadas del Melonar…………………………………………...…..59 Las hadas de la Luna………………………………………………...63 Las hadas de Monreal………………………………………….…….71 Las hadas de la Sierra…………………………………………...…...79
  • 12. 12
  • 14. 14
  • 15. 15 Para mis hijas Sol y Maitina en recuerdo de este verano y de sus hadas. Villaviciosa de Odón, septiembre de 1952
  • 16. 16
  • 17. 17 Aquel verano andábais por allí, pequeñitas y alucinadas en la claridad de Castilla, deslumbradas al borde de aquel interminable trigal recién segado, o buscando el cobijo de selvas intrincadas de menta en flor; de retama o de juncos; o el regazo de vuestra madre; o la dulce playita de aquel arroyo. ¡Qué vertiginoso el barranco, o el bosque altísimo de chopos! ¡Qué inagotable vuestro universo, vuestro pequeño mundo! ¡Cuántos descubrimientos, cuántos milagros a punto de saltar, de saliros al paso! Flores, matas suntuosas, animalillos, nubes, brillos de hojitas de álamos, brisas vivas, agua viva llegando quién sabía de dónde; misterio y hadas, hadas por todas partes, hadas para entender por qué estaba aquel mundo tan encantado, tan vivo y tan naciendo a cada paso como vosotras... No hay que llorar. Ahora sabéis que el bosque eran sólo dos filas de árboles junto al arroyo; y sabéis que el arroyo no es más que un reguerito de agua viniendo de las huertas; y las matas suntuosas son cardos polvorientos; y vuestras playas, un puñado de tierra brillante y áspera a la orilla del polvo, de los secos terrones, de charcos enfangados con flor de berro... Sabéis que apenas van quedando trigales de límites precisos; que no hay barbechos para el hada y la flor; que ya no quedan eras —¡su olor, su oro esparcido en el aire!— ni viñas, ni las fuentes para mozas con cántaros... No hay que llorar. Las madres no tendríamos que ponernos tan tristes si las niñas nos crecéis tan aprisa; si en poco tiempo, el pueblo se ha vuelto tan ruidoso; si se ha quedado el campo estrecho, apretujado de chalets con vallitas. Aún tiene el pueblo alguna reja; le queda algún tejado sembrado de espiguillas entre las tejas pardas (habría que tomarlo entre las manos, acariciarlo) Quedan árboles altos.
  • 18. 18 ¿Dónde se fueron los hijos de aquel señor Odón, que sembraban garbanzos? Se fue Ricardo el Cojo con su guitarra; se marchó la Lorenza, ya sin lana que varear; los pastores se fueron a Extremadura, y no vuelven. Y vuestro padre se quedó para siempre en aquel campo, frente a aquellas distancias y encinas que tanto amaba. Pero en la casa que él amaba aún están las habitaciones holgadas con grandes rejas, y los desvanes, y la cueva y el pozo. Si el nogal se murió, ha crecido el alerce; y por mayo y abril nunca dejan de florecer las lilas y las celindas. Y están los pájaros cantando. No hay que llorar. Siempre quedará un niño o algún poeta para encontrar tesoros, milagros o hadas en esta tierra dura, por este cielo anchísimo. Y ¡ved qué maravilla! ¡Aún sale tía Emma a caballo del portalón! Con sus ochenta y seis años fieros y gritadores, todavía se va a caballo por el camino de Monreal; tan alegre, tan vivaz y asombrosa, que ya nadie nos podrá convencer de que no está encantada. MARIA LUISA GEFAELL Madrid, junio de 1978
  • 19. 19 LAS HADAS DEL MAR Las niñas están jugando en el arroyo de la Vega. Han bajado por el camino blanco, entre los trigales recién segados, por el camino duro y agrietado que se hinca en la tierra al acercarse el arroyo, y se llena de pronto de frescura y del olor dulce de los juncos. A las niñas les gusta jugar en el arroyo, que viene de las huertas pequeñito y manso, y que tiene una playa de tierra blanca rodeada de matas de juncos y de menta, entre los álamos altos. Están solos el campo y la Veguilla, porque ya ha vuelto al pueblo, montado en su burra castaña y lanuda, el tío Julio, que es viejecito y viene todas las tardes a decirles algo a los repollos y a los pimientos de su huerta; y todavía no han subido las ovejas empujándose por la vereda, entre el polvo. —Mamá —dice la niña rubia, que parece más niña y más rubia en medio del campo—, mamá, yo quiero pescar en el arroyo. —Pues ata a ese palito uno de los lazos de tus trenzas y busca algún cebo, para que piquen los peces. En el arroyo de la Vega no hay peces; lo sabe la madre y lo sabe la niña. Pero, si la niña quiere pescar, ¿no subirán peces agua arriba, desde el mar, por el Tajo, volando sobre el cauce seco del Guadarrama, hasta los álamos y los juncos de la Veguilla? —¿Está muy lejos el mar? —Sí, está muy lejos. Habría que ir por la Veguilla hasta Monreal, donde pasa el río; habría que andar mucho tiempo por el río, hasta llegar al Tajo, y seguir el Tajo, días y días, hasta el mar.
  • 20. 20 —Bueno, pues yo voy a pescar. —Yo quiero pescar también —dice la niña morena, que parece más pequeña que nunca, entre los álamos. Pronto tienen dispuesto su aparejo: un palito de zarza seca, una cinta de seda colorada y, atada a la cinta, una espiga dorada de trigo. —¿Les gustará el trigo a los peces? —Sí, yo creo que les gusta mucho. Y las niñas se descalzan y desaparecen detrás de los juncos, para pescar los peces del arroyo, que no tiene peces, ni apenas agua, que tiene más que nada berros floridos y caballitos del diablo, y esos álamos tan grandes para un arroyo tan chico. Ya se ha puesto el sol detrás de la loma de las tres encinas. Los pájaros de la Vega se han callado y hay un gran silencio, una gran soledad en el campo. Y de pronto vuelven las niñas corriendo, excitadas: —¡Mamá, por poco vemos un hada! —¿Un hada o un pez? —¡Un hada, un hada! Se conoce que estaba en el arroyo y, al oírnos, se escondió debajo de unas plantas. La hemos visto esconderse. —¿Qué hada puede ser, mamá? —pregunta la niña morena, con sus ojos oscuros ansiosos de misterio. —Será una de las hadas del mar, que ha subido hasta aquí, por los ríos, y ahora no sabe volver. Las niñas se olvidan de los peces, se sientan en la tierra blanca y caliente y preguntan por las hadas del mar. Las niñas han oído decir que no existen las hadas y su madre lo ha oído también. Pero, si las niñas quieren verlas, ¿no vendrán acaso las hadas volando hasta el mar, hasta los arroyos, hasta los árboles, hasta las lomas peladas y los barbechos de Villaviciosa? Y dice la madre a sus niñas: —Todas las cosas pueden tener dentro un hada. El mar tiene muchas, que están encerradas en él. Son hadas azules y verdes. Están bailando dentro del mar, y a veces quieren escaparse, y brincan, y rompen el agua. Algunas asoman un poco la cabeza, y la gente dice: —¡Ahí se ve un delfín!
  • 21. 21 Pero son las hadas. Otras veces vienen todas cogidas de la mano, desde lejos del mar; llegan en filas largas y se acercan a la playa. Van cubiertas por el agua y la levantan. Y la gente dice: —¡Ya vienen las olas! Y las hadas quieren salir a la playa, a jugar con la arena. Y no pueden. Tienen que estar dentro del mar. Porque si al mar se le escapasen las hadas, ya no sería verde ni azul, ni se movería. Se convertiría en un pellejo quieto, sin color. Una vez se le escaparon las hadas al mar. Se le fueron por la boca de un río, tierra adentro, riéndose como locas por el agua del río. Y el mar se quedó quieto y triste, sin saber qué le había pasado. Las hadas llegaron a la fuente del río y alborotaron mucho entre las piedras del manantial. Y eran tan alegres y tan bonitas, que todo el mundo se acercaba a la fuente para verlas. Y entonces las hadas del bosque tuvieron envidia y dijeron a las hadas del mar: —Volved al mar, que es vuestro sitio. Nadie nos está haciendo caso. Y las hadas del mar dijeron que no, que era domingo y no querían volver todavía, y se metieron en los cántaros de unas niñas que habían ido por agua a la fuente. Cuando las niñas recogieron los cántaros y quisieron volver con ellos al pueblo, las hadas empezaron a saltar y a cantar dentro de los cántaros, y salpicaban con el agua los vestidos de las niñas. Y era tanto el alboroto que metían dentro de los cántaros, que las niñas se asustaron y echaron a correr, cuesta arriba, hacia el pueblo; como había muchas piedras, tropezaron y los cántaros se rompieron, y las hadas del mar bajaban por la cuesta, con el agua. Y eran tan alegres y tan bonitas que la tierra se las quería quedar, y se abría para bebérselas. Pero las hadas resbalaron de prisa hasta el arroyo, y, como se habían asustado un poco de la tierra, dijeron que se volvían al mar.
  • 22. 22 Las niñas que habían ido por agua a la fuente eran tres: una morena, otra castaña, otra rubia. Cuando se les rompieron los cántaros, volvieron a sus casas llorando. Llegó la morena, y su madre le preguntó: —¿Y el agua? Y la niña contestó, tapándose la cara con el delantal: —Se me ha roto el cántaro. Y la madre dijo: —Por haber roto el cántaro, tendrás que traer agua de la fuente con una escudilla. La niña del pelo castaño llegó a su casa, llorando: —Se me ha roto el cántaro, abuela. Su abuela se enfadó mucho, la metió en la cueva y dijo: —No saldrás de aquí hasta que compongas, pedazo a pedazo, el cántaro que has roto. La niña rubia llegó a su casa y le dijo a su padre, que era el músico del pueblo, el que tocaba el laúd en las fiestas: —Padre, he tropezado y se me ha roto el cántaro en la cuesta. —¿Por qué has tropezado, hija? —preguntó su padre, acariciándola. —Me asusté, padre. Había hadas dentro de mi cántaro; alborotaban y sentí miedo. —¿Miedo de las hadas? Pero, hijita, ¿cómo no trajiste el cántaro con las hadas dentro? Necesitamos hadas en la casa. —Tiene razón, padre. Qué lástima. Las hadas se derramaron por la tierra allá abajo, cerca de la fuente. —Vamos a buscarlas, hija —dijo el padre, que era el músico del pueblo y tocaba el laúd. Dio la mano a la niña y bajaron por la cuesta. Buscaban a las hadas entre las piedras y en los hoyos del suelo. Pasó un carretero, y vio al músico y a su hija agachados en el camino. Dijo el carretero al músico: —¿Qué buscas ahí, entre las piedras del camino? Y el músico le contestó: —Buscamos a las hadas.
  • 23. 23 —¿A las hadas? ¡Hombre, hombre, hombre! —dijo el carretero, riéndose, y siguió cuesta arriba, dando golpes con su vara en el yugo de los bueyes, y pinchándoles los costados huesudos, llenos de mataduras y de moscas. El músico y su hija encontraron una amapola roja y la cortaron, con cuidado. Entonces pasó el viento y se llevó los pétalos de la amapola, y el músico se quedó con el rabito verde y peludo en la mano, viendo cómo volaban los pétalos rojos de la amapola por el aire. Pasó una moza, que iba a lavar al arroyo; llevaba sobre la cabeza un barreño lleno de ropa apretada, y el trozo de jabón verde encima de la ropa, y la tabla de lavar apoyada en la cadera. Y preguntó la moza al músico: —¿Qué buscas, Toca-Laúdes? —Busco a las hadas, mocita —dijo el músico. —¿A las hadas? ¿Y entre las zarzas las buscas? Abre bien los ojos, Rasca-Tripas, no vaya a ser que tengas un hada detrás de ti, en el camino, y no la veas. El músico se volvió y miró el camino de arriba a abajo, desde donde empezaba el camino entre la taberna del pueblo y la huerta de las higueras, hasta abajo, donde el camino terminaba en la fuente. Sólo vio a la moza, y dijo: —No veo ningún hada en el camino. Y la moza siguió cuesta abajo, con la cabeza muy derecha, y el barreño encima de la cabeza, cantando a gritos una canción. El músico encontró entre las zarzas un nido de mirlos, cogió un huevecito en la mano, y en esto el huevecito se abrió y salió un mirlo pequeño y echó a volar. Y el músico se quedó mirando cómo volaba el pájaro por el aire. Y luego buscaron entre las matas secas que había a los lados del camino, que eran matas de cardos tronchados, menta y avenilla loca. Pasó una vieja, que traía a la espalda un haz de leña atado con una cuerda, y preguntó al músico: —¿Qué buscas entre las matas? —Busco a las hadas —contestó el músico. —¿Están por aquí? —preguntó la vieja, abriendo mucho sus ojos azules.
  • 24. 24 —Tendrían que estar. Mi hija las llevaba dentro del cántaro, pero tropezó, se rompió el cántaro y las hadas se derramaron con el agua. —Es una lástima —dijo la vieja—, es una lástima, porque no se ven hadas todos los días, con tanta luz como hay aquí. Rézale un Padrenuestro a San Antonio, y a lo mejor las encuentras. Y el músico y su hija rezaron un Padrenuestro a San Antonio, bajito, allí entre las zarzas con flores lilas y moras rojas, y se agacharon otra vez y buscaron por el suelo. Y entonces encontraron una medallita de oro, y en ella había grabadas unas figuras. El músico enseñó la medallita a la vieja y le preguntó: —¿Estarán las hadas aquí? La vieja cogió la medallita, extendió su brazo para verla bien de lejos y se quedó muy pensativa. Al cabo de un rato dijo: —Puede que estén las hadas, puede que estén. Aquí veo la figura de Dios Padre, que extiende sus manos sobre el mundo, sobre los mares y los pueblos y las estrellas; y de las manos de Dios Padre salen muchos rayos. Puede que sean las hadas. Entonces el músico prendió la medallita al vestido de su hija y subieron, despacio, hacia el pueblo. Y, mientras tanto, las hadas del mar, asustadas porque la tierra había querido bebérselas, se volvieron al mar por el arroyo, riendo y saltando, y luego río abajo, hasta la playa. Y entraron como locas en el mar, y lo alborotaban y lo movían. Y revivió el mar, y era hermoso otra vez, todo azul, todo verde, todo blanco de espuma. Y los barcos brincaban sobre el agua del mar, y los capitanes de los barcos decían: —¡Vaya, vaya, vaya! ¡Ya han vuelto al mar las hadas! Ahora sí que da gusto navegar.
  • 25. 25 LAS HADAS DE LA TIERRA A las hadas de la tierra las están persiguiendo y asustando en toda la llanura. Por eso han tenido que refugiarse en los eriales y en la hondonada frondosa del Campo Forestal. Cuando el señor Odón llegó a estos campos, desde Segovia, vio bosques y bosques llenos de hadas, de corzos, de osos, de pájaros, de arroyos. Vio también el castillo, abandonado de moros y cristianos, y llamó a sus hijos: —Venid, haremos aquí nuestras casas. Vinieron los hijos del señor Odón, que eran muchos, y construyeron con adobes sus casas, entre el castillo y el arroyo de La Madre. Y estaba el campo sonoro de álamos, de encinas, de pinares, de hadas, de pájaros y fuentes. Pero un día dijo el mayor de los hijos de Odón: —Padre, yo quiero Pan. Y su padre, suspirando, le contestó: —Ya me lo temía. Haz como quieras. El hijo cogió un hacha y derribó un bosquecillo de álamos, arrancó con furia las raíces y rajó aquel trozo de tierra con su arado, para sembrar trigo y tener pan. Los pájaros huyeron, asustados, a otros árboles. Huyeron también los corzos y las hadas, y aquella tierra se quedó desencantada. Y los hijos de Odón comían Pan.
  • 26. 26 Un día, el hijo segundo se presentó a su padre y le dijo, gruñendo: —Quiero garbanzos. —¿Garbanzos? —preguntó el señor Odón, haciéndose el tonto. —¡Sí, garbanzos, garbanzos! —repetía su hijo, como si se estuviera muriendo de hambre, aunque todos los días cazaba jabalíes y liebres y se los comía con espárragos trigueros y con setas, hasta no poder más—. ¡Garbanzos! —Bueno, hijo, bueno... Anda, siembra garbanzos. Y el segundo hijo derribó un pinar oloroso, quemó la pinocha, ahuyentó a las palomas y amenazó a las hadas. Las palomas y las hadas se escondieron en otros bosques, y aquel hombre cogió un costal de garbanzos, y, como era el 13 de marzo, dijo a su padre, que le miraba con tristeza: —«La semana de San José, garbancera es.» Y se puso a sembrar los garbanzos, dejándolos caer poquito a poco en los surcos, como si pasara las cuentas de un rosario. Desde entonces los hijos de Odón comieron cocido; pero las hadas estaban disgustadas. Y el tercer hijo de Odón dijo en seguida: —Yo quiero vino. Su padre no le contestó; ya estaba viejo y se fue a los bosques, con las hadas. Su hijo taló un encinar antiguo y plantó viñas. Cuando cogió los racimos y sacó el vino, se emborrachó y empezó a hacer tonterías por las calles. Entonces vino el Rey, se subió a la torre cuadrada del castillo y dijo, señalando a la aldea de Odón: —Te llamarás Villaviciosa. —¡Eh, que nosotros no hemos hecho nada! —protestaron los hijos de Odón. Pero el Rey ya se había bajado de la torre y volvía a la Corte, en una carroza de ocho caballos.
  • 27. 27 A los pocos días, otro hijo de Odón decidió que quería repollos. Y otro, que quería melones. Y otro, que quería algarroba y cebada para el ganado. Y las hadas huían de los campos talados, huían a los bosques con los corzos, con los arroyos, con los pájaros. El campo se quedó sin fuentes, sin hadas y sin voces. Daba pena. El viejo Odón vivía entre las hadas, en la hondonada de los arroyos. Las hadas subían algunas veces a los bordes de la hondonada, miraban con asombro la tierra que se iba quedando sin árboles y volvían a quejarse al padre Odón. —Los pobres muchachos quieren comer —decía Odón disculpando a sus hijos. —Pero, a la larga, va a ser peor para ellos, ¿es que no lo comprenden? —le decían las hadas. ¿No comprenden que nos necesitan? —Es posible que lleguen otras hadas a las tierras sembradas —murmuraba el viejo Odón, que tenía mucha fe en la bondad de las hadas. —Sí, otras hadas llegarán, pero no serán como nosotras. Llegarán las hadas del viento, las del sol, las de la luna..., pero son otra cosa. Ninguna sabe cantar tan suavemente como nosotras, ninguna tiene este perfume nuestro... Y acercaban sus manos a la cara de Odón para que oliera su perfume; las manos de aquellas hadas olían a musgo, a resina, a flor de espino, a fresas silvestres, a buena tierra caliente y húmeda. Una tarde llegó un oso a la hondonada, con todos sus hijos a despedirse de las hadas. —Lo siento, Pero nos vamos de aquí. Otra tarde bajaron los corzos y se despidieron de las hadas, con pena. —No os vayáis —les suplicaban las hadas. Y unas urracas entraron en el bosque, chillando: —¡Si ya no se puede vivir por aquí, si ya no se puede vivir!
  • 28. 28 Y un día de invierno llegó a la hondonada el hijo pequeño de Odón. Era todavía un niño y se dedicaba a guardar ovejas. —Padre, ¿por qué no vuelves a casa? Mis hermanos están dejando la tierra monda y lironda. —Soy viejo ya, hijo mío. Tus hermanos se han apoderado de la tierra y no escuchan mis consejos. Prefiero terminar de vivir aquí, tranquilo. Diles que respeten siquiera este bosque. El hijo pequeño de Odón miró el bosque donde vivía su padre, el bosque de los altos olmos. —Y yo, ¿qué haré, Padre? —¿No te han dejado ninguna tierra? —Me han dejado las tierras que no les dan nada; las llaman eriales. Pero me las han dejado sin árboles. El niño estaba triste y acariciaba un cordero chiquito y blanco. Odón llamó a las hadas y les dijo: —A mi hijo pequeño, que es pastor, le han dejado sólo los eriales. ¿No podríais hacer algo por él? Las hadas miraron al niño. —Volveremos algunas a los eriales —dijeron. El niño no nos echará de allí. De todas formas, ya vivimos demasiadas hadas en este bosque; nos va quedando muy estrecho, metido en la hondonada. —¿Vendréis a mis eriales? —preguntó el niño con alegría. —Sí, viviremos en ellos y te los encantaremos. Pero iremos con una condición: tienes que dejarte encantar tú también. —¿Me vais a convertir en un gorrión o en una fuente? —No, eso no; pero haremos que seas niño siempre, que no crezcas. Sería una pena que te volvieras hombre y empezaras a plantar garbanzos. El niño lo pensó un poco, y dijo a las hadas: —No me importa. Si vais a estar conmigo, no me importa. Me gusta ser niño y guardar ovejas. Algunas hadas le prometieron entonces que irían por la noche a sus eriales. Y el viejo Odón acarició a su hijito y dijo a las hadas, al verle marchar: —Si él no va a crecer, yo puedo morirme ahora y descansar.
  • 29. 29 Se tendió en la hierba, bajo los grandes olmos, se santiguó y se murió dulcemente. Las hadas cubrieron su cuerpo con hojas. Llegó la primavera, y el niño pastor llevó a los eriales sus ovejas. Y vio que estaban todos cubiertos de flores: amapolas, margaritas, botones de oro, azulinas y campanillas blancas. —Ya se nota que han estado aquí las hadas —pensó el niño. Y cuando volvió a su casa, por la tarde, se lo dijo muy contento a sus hermanos mayores: —Las hadas han encantado mis eriales. Están llenos de flores. Los hermanos mayores miraron con rabia al niño. Y el de las viñas, que estaba siempre borracho, se puso a gritar: —Ya va siendo hora de que te dejes de niñerías. Desde mañana empiezas a labrar tus preciosos eriales. El niño le escuchaba asustado y dijo bajito: —Pero yo no tengo arado, ni mulas... —Coge una azada —le gritaron sus hermanos. El niño pastor no se atrevía a preguntar qué haría con sus ovejas. A la mañana siguiente las dejó con pena en la majada y se fue al erial de un cerro, con su azada al hombro. Miró las florecillas que alegraban el cerro y no se decidía a arrancarlas cavando. Pero pensaba que tenía que obedecer a sus hermanos, y empezó a abrir pequeños surcos en la tierra. Por la noche le preguntaron sus hermanos: —¿Has labrado ya algo? —Sí, la parte baja del erial del cerro —contestó el niño, y recordaba con lástima todas las florecillas que había tenido que destrozar. —Mañana subiremos al cerro contigo, y si no vemos la tierra bien removida, te quedarás sin ovejas. El niño no respondió y se durmió en seguida, porque estaba muy cansado. Al día siguiente pidió permiso para llevar a pastar su rebaño; pero sus hermanos contestaron: —Nada de rebaños. Tú lo que quieres es corretear por el campo y no trabajar. Vamos al cerro.
  • 30. 30 Le dieron su azada y se fueron al erial todos juntos. Cuando ya estaban cerca, notaron un olor dulce en el aire y vieron que la ladera estaba cubierta de violetas. —¿Qué es esto? —preguntaron los hermanos, mirando indignados al pequeño. —Son los surcos que abrí ayer... —dijo el niño—. Las hadas habrán hecho brotar esas violetas. Todos los hermanos gritaron a la vez. No querían oír hablar de hadas. Empujaron al niño y le dijeron: —¡Vuelve a levantar esa tierra! El niño se quedó solo en medio del campo, y cavaba, llorando, la tierra florecida de violetas. Tuvo que destrozarlas todas. Por la noche, antes de entrar en su casa, fue a la majada y soltó a las ovejas. Ellas no querían salir, porque tenían miedo de la noche, pero el niño las animaba, diciendo: —Andad al campo... Los perros os guardarán. Yo no voy a tener ahora tiempo para vosotras; ya os buscaré más adelante. Las ovejas salieron poco a poco, apretándose, miedosas, unas contra otras, y se fueron por la cañada, hacia el río, conducidas por los dos mastines. Y el niño subió por la mañana al cerro, y lo encontró cubierto de lilas blancas. —Hadas, haditas —suplicaba el niño—. ¿No queréis llevaros estas flores tan hermosas? Mis hermanos se van a enfadar. —Tienes que ser valiente —le contestaban las hadas, con sus voces suaves, ocultas en los matorrales de las lilas—. Tienes que ser valiente. Hacen falta flores en alguna parte. Los hermanos subieron al cerro, vieron las lilas blancas y se enfadaron. El niño tuvo que arrancar las lilas y cavó otra vez pequeños surcos en la tierra. Volvió al día siguiente. El cerro estaba lleno de rosas. Y eran tan bellas, que el niño no pidió a las hadas que se las llevasen. Eran rosas blancas, rojas, amarillas. Su olor iba llenando el campo, se mezclaba con el olor de la jara y del tomillo, llegaba al río y a la Corte.
  • 31. 31 —Huele a rosas en mi reino —dijo el Rey—. Que salgan los caballeros a averiguar dónde crecen. Salieron los caballeros y recorrieron el país. Uno de ellos encontró las rosas en el cerro, y, bajando del caballo, trazó en el suelo unas rayas con su espada y dijo: —Levantaré aquí mi casa. Llamó a los albañiles y les hizo levantar una casa de muros anchos, y pusieron en las ventanas grandes rejas de hierro. Cuando se terminó la casa, el caballero plantó detrás de ella un nogal, una morera, una magnolia y una Parra, y dijo: —Que vengan a ver mi casa las damas y los caballeros. Vinieron muchos, desde la Corte, y recorrieron la hondonada de los arroyos y los eriales encantados. —Todavía se puede vivir aquí —se dijeron. Y algunos mandaron levantar casas de anchos muros y rejas grandes, a los lados del arroyo de las Hiedras. Mientras tanto, los hijos mayores de Odón estaban fuera de la aldea. Habían ido al río, a buscar a la mora de la cueva, que ya no era joven ni bonita, ni se estaba peinando a la luz de la luna, como decían las leyendas. La mora se había vuelto muy vieja y no se peinaba nunca, pero se dedicaba a la brujería y sabía muchos secretos. Los hermanos bajaron al río por las anchas barrancas, entre la jara y las encinas. Se asomaron a la cueva y llamaron a la mora. —¿Qué queréis? —preguntó la vieja, saliendo a la luz del sol despeinada y sucia, guiñando los ojos. Los hermanos dijeron a la mora: —Que nos enseñes un secreto para descastar a las hadas de la tierra. —Siempre tenéis que estar descastando algo —refunfuñó la mora, y entró en la cueva, para leer sus librotes. Los hermanos se quedaron fuera, oyendo correr el río, oyendo los pájaros de la vega, el viento en los fresnos y los cantares suaves de las hadas ocultas entre los juncos.
  • 32. 32 —Suena bien, ¿verdad? —dijo el de las viñas, que, cuando no estaba borracho, se alegraba con las cosas bonitas. Sus hermanos no quisieron contestarle, y la mora salió entonces de su agujero, con un libro abierto en las manos, y leyó despacio: —«Para descastar a las hadas de las tierras, a las hadas que, al pisar, hacen brotar flores en los campos, el secreto es arar esos campos con dos novillos pardos nacidos el día de San Juan.» —Gracias —dijeron los hermanos—: ¿Qué quieres a cambio del secreto? La mora se echó a reír: —Quiero que me deis por marido a vuestro hermano pequeño, cuando crezca. —Está bien —dijeron los hermanos—, así lo haremos. Y se fueron por los caminos, a buscar dos novillos pardos que hubieran nacido el día de San Juan. Tardaron mucho en encontrarlos, y cuando, al fin, volvieron con ellos al pueblo, vieron las casas grandes que habían construido los caballeros. Los hermanos se asombraron mucho y preguntaron a los caballeros: —¿Habéis venido por nuestro pan? —Es bueno el pan de aquí —contestaron los caballeros—, pero también hay buen pan en la Corte. —¿Habéis venido entonces por nuestros garbanzos? —No son malos vuestros garbanzos, pero también los hay tiernos en la Corte. —Ah, ya —dijo entonces el de las viñas—, habéis venido por nuestro vino. —Es buen vino —dijeron los caballeros—, buen vino. Pero tenemos mejores vinos en la Corte. Los hermanos gritaron, enfadados: —Entonces, ¿por qué habéis venido? —Hemos venido por la hondonada de los arroyos, que está llena de árboles, de pájaros, de fuentes y de hadas; eso no lo hay en la Corte. Y hemos venido también por vuestros eriales encantados. Los hermanos se miraron en silencio, pensando si no estarían un poco locos aquellos caballeros. Y en seguida se fueron a buscar al hermano pequeño, y, entregándole los novillos, le dijeron:
  • 33. 33 —Unce a los novillos, coge un arado y vete a labrar los eriales. No vuelvas a casa mientras quede un hada por tus tierras. El niño subió al erial del cerro con los novillos. Todo el erial estaba otra vez lleno de florecillas silvestres, y las hadas jugaban y cantaban por allí. El niño no sabía qué hacer. —Tienes que ser valiente —le dijeron las hadas—. Hacen falta flores en esta tierra. Y entonces el niño desunció a los novillos, les dio unas palmadas en la cabeza y les dijo: —Marchaos donde queráis. Los novillos, alegres, se fueron trotando por la cañada, camino de su pueblo, que era San Martín de Valdeiglesias. El niño, como no podía volver a su casa, bajó a la hondonada de los arroyos y se quedó allí con las hadas. Vivía escondido en el bosque, y sus hermanos mayores no le pudieron encontrar. Y luego sus hermanos se fueron poniendo viejos y se murieron, y sus hijos crecían, labraban la tierra, envejecían y se morían, y lo mismo hacían los hijos de sus hijos. Y la mora de la curva también terminó por morirse, sin que nadie le llevara marido. El hijo pequeño de Odón sigue siendo un niño y vive con las hadas en la hondonada de los arroyos, que ahora se llama Campo Forestal. Si vais a pasear por el bosque, entre los olmos, los sauces y los cipreses, le veréis andar solo por las largas veredas sombrías; va buscando algo y no recuerda qué es, porque han pasado muchos años y se ha olvidado de su nombre, y se ha olvidado de que está buscando sus ovejas. Otras veces le encontraréis sentado al borde de un arroyo, tirando palitos para ver cómo se los lleva el agua.
  • 34. 34
  • 35. 35 LAS HADAS DEL SOL Las niñas han bajado de los pinos, como todas las tardes, cuando vuelven al pueblo los rebaños de ovejas y las mulas de las eras. Al pasar delante del castillo se han parado a beber en la fuente de Los Caños, donde, no se sabe por qué, hay que beber siempre que se pasa. Las niñas han visto beber también a un rebaño, y cuentan que las cabras negras topaban a los corderos blancos, y que la burra del pastor bebía en el pilón de la fuente muy quieta y muy seria, y que le subían bolas de agua por dentro del cuello. —Y el hijito de la burra, ¡qué cosas hacía! Corría como un loco alrededor del castillo, se tiraba al suelo, daba patadas al aire, y se levantaba luego lleno de polvo y de pajas, y seguía corriendo y saltando sin parar... —Di, mamá ¿qué le pasaba al borriquito? —Estaba loco de alegría, porque tenía un hada en el cuerpo. Sí, una de las hadas del sol. ¿No sabéis que el sol es el padre de muchas hadas doradas? El está en su palacio de oro, bebiendo vino, y tiene muy buen humor. Le ha puesto a su palacio muchas varillas largas, de cristal, que son sus rayos, y en la punta de cada varilla hay un hada de oro, que tiene que ir besando las cosas, al pasar, para que las cosas se vuelvan un poco de oro también, y se calienten y se alegren. Y el palacio del Padre-Sol va dando vueltas, rodando por el aire, y las hadas del sol tienen que ir besando las cosas de la tierra, desde la mañana hasta la noche, todos los días.
  • 36. 36 Pero había un hada del sol que se puso triste de pronto y no quería besar a nadie. Pasó junto a un viejecito que se había sentado a la puerta de su casa, y no le besó, como era su deber. El viejo se movía en su sillita baja, se frotaba las manos frías y duras y decía: —Hoy no me calienta el sol. Ya estamos en mayo y debía de calentar más. Tendré que entrar a sentarme junto a la lumbre, con este día tan hermoso. Qué raro. Las hadas del sol dijeron entonces a su hermana el hada triste: —¿Qué te pasa? Te has olvidado de besar a ese viejecito. —Dejadme tranquila, dejadme tranquila… —suspiraba el hada triste del sol. —¿Qué te pasa? ¿Qué te pasa? —No quiero besar a nadie. Quiero estar tranquila. Me he enamorado. Y las hadas del sol se echaron a reír. —¡Se ha enamorado! ¡Se ha enamorado! ¿Lo oyes, Padre-Sol? ¡Se ha enamorado! Y el Padre-Sol se echó a reír: —¡Jo, jo, jo! ¡Se ha enamorado! ¡Qué tonta, qué tonta! Se bebió un trago grande de vino y siguió dándose vueltas a su rueda de cristal y de oro. Las hadas del sol preguntaron a su hermana, muertas de curiosidad: —¿De quién te has enamorado? —Dejadme tranquila, dejadme tranquila… —suplicaba el hada enamorada. Pero sus hermanas contestaron que no la dejarían tranquila hasta que dijera de quién se había enamorado. Así que el hada triste lo tuvo que confesar: —Me he enamorado de un hombre que pensaba. Al pasar junto a una ventana, entré en una habitación, y allí había un hombre pálido y serio, con un libro entre las manos. Le besé en las manos y él no se dio cuenta. Estaba pensando. Las hadas del sol se reían mucho: —¡Un hombre pálido y serio, que pensaba! ¡Un hombre con un libro delante, que pensaba! ¿Lo oyes, Padre-Sol?
  • 37. 37 Y el Padre-Sol se reía tanto, que todo el vino del jarro se le derramaba: —¡Jo, jo, jo! ¡Un hombre pálido y serio, que pensaba! ¡Jo, jo! Se sirvió más vino y dijo al hada triste: —Pero ya sabes, hija, que tienes que besar lo que te toque por turno, al pasar la rueda. Y entonces el hada enamorada dijo: —Me bajaré de la rueda y me esconderé por ahí, para estar tranquila pensando en mi amor. Y cuando su rayo de sol tocó en el campo, el hada se bajó sin hacer ruido y se escondió en una mata de retama. La retama estaba gris y medio adormilada del invierno. Sintió un calorcillo agradable, se desperezó y ahuecó sus ramitas, como una paloma. La rueda del sol se fue dorando el campo, hacia poniente. Subió a la Sierra, bajó al otro lado, y las hadas del sol besaban los pinos, y luego las encinas viejas, las hojitas tiernas de las viñas y los retorcidos alcornoques. Y después de besar y alegrar a la gente de Portugal pasaron al mar, rueda que te rueda sobre el agua del mar, que parecía de oro. Ya era de noche en Castilla, donde se había quedado el hada enamorada, escondida en la retama. Estaba allí acurrucada, pensando en su amor. Y a la mañana siguiente la retama apareció llena de capullos de oro. Unos niños del campo vinieron a verla y se pusieron a cantar, muy contentos. —¡Ya ha florecido la retama! ¡Hoy es domingo, de Pipiripingo! Y, cogiendo ramas de retama en flor, se pusieron a correr por el campo. El hada del sol decía suspirando, al verse traída y llevada de aquella manera: —¡Qué barbaridad, qué barbaridad! Y, en cuanto pudo, se escapó de la retama y se escondió en un trigal verde. —A ver si ahora me dejan tranquila, para pensar en mi amor.
  • 38. 38 Pero como era un hada del sol, el trigal se volvió de oro y vinieron los gallegos a segarlo. Llegaron con sus hoces, gritando y bromeando, y segaban las espigas doradas del trigal. El hada no sabía dónde refugiarse. Huía por los surcos, apartando las amapolas, espantando a los saltamontes verdes y a los grillos bobos, y se abrazó a la última espiga del trigal, suspirando: —¡Qué barbaridad, qué barbaridad! Pero también aquella espiga la cortaron y la ataron en un haz, con otras. Y llevaron los haces a la era, los desataron y extendieron, y las mulas empezaron a dar vueltas por encima de las espigas, arrastrando los trillos de piedras cortantes. El hada del sol se escondió entre la paja, pero no la dejaban tranquila, no. Los campesinos aventaron la parva, y la paja caía en un montón y el grano en otro. Y al hada la voltearon por el aire también; ella aprovechó la brisa para escaparse de todo aquel barullo, y se abrazó a una matita que había junto a un arroyo. —Ahora estaré aquí tranquila, pensando en mi amor —suspiró, escondiéndose en un capullo de la matita. Pero la matita se abrió y sus capullos dieron florecillas doradas. Entonces llegaron los pastores de Boadilla, por la cañada, y llevaban una burra y su hijito, que trotaba detrás de ella y lo olisqueaba todo. Vio el burrito la mata de flores amarillas, junto al arroyo, y, por jugar, se la tragó. Y el hada del sol estaba en el cuerpo del borriquito, que empezó a dar brincos, loco de alegría. El pastor le gritaba: —¡Buche, buche, buche! ¡Que me espantas el ganado! Y la burra rebuznaba: —¡Ío, ío! ¡Pero hijo, pero hijo, ven y no alborotes tanto! Y el borriquillo se revolcaba por el polvo, se levantaba, daba unos saltos de costadillo, se plantaba en medio del camino y ponía tiesas las orejas, y salía otra vez corriendo, alrededor del castillo, y decía:
  • 39. 39 —¡Ío, ío! ¡Tengo un hada en el cuerpo, tengo un hada en el cuerpo! Y el hada, en el cuerpo del borriquillo, asustada con aquellos brincos, lloraba y decía: —¡Qué barbaridad, qué barbaridad! Así que, aprovechando un rebuzno del borriquito se escapó de su cuerpo y se colgó del rayo del sol que había dejado vacío, y que en aquel momento pasaba a su lado. Sus hermanas las hadas del sol se reían de ella, al verla tan asustada. —¿Has Pensado mucho en tu amor? Y el Padre-Sol bebió un trago grande de vino, se echó a reír y le dijo: —Bueno, bueno, tontina, ¿vas a besar las cosas ahora? —No puedo, Padre-Sol, estoy enamorada... Las hadas se reían: —¡Está enamorada, está enamorada! Y el Padre-Sol Preguntó: —¿Qué vamos a hacer contigo, hija? —Padre-Sol, cuando mi rayo pase por la ventana de mi amor, déjame quedarme con él. —Y ¿qué quieres hacer allí, hija mía? —Nada... Sólo estar en sus manos, mientras él piensa... Las hadas del sol se reían: —¡Estar en sus manos, en sus manos! Pero como el Padre-Sol es muy bueno, permitió a la hadita que se quedara en la casa de su amor. Y una mañana ella entró por la ventana, sin hacer ruido, y se posó en las manos del hombre que pensaba. El hombre no se fijó en ella, pero sintió calor en las manos y, dejando de pensar, cogió una pluma y se puso a escribir palabras hermosas.
  • 40. 40
  • 41. 41 LAS HADAS DE LA MÚSICA Andaban las hadas de la música de un lado para otro, por las calles del pueblo, sin saber dónde meterse. El hada Sol-Mayor las guiaba, un poco desorientada. —Me parece que en esta casa había un piano. Era un antiguo piano Pleyel, y en él tocaba valses una señora viejecita, muy peripuesta... Las hadas encontraron abierta la puerta de la casa y se metieron, en silencio, por una galería. Allí vieron el piano Pleyel, negro y feote, debajo del cuadro de un señor con peluca. El piano estaba cerrado, con sus dos candelabros de bronce verdosos y sin velas, y el pedal derecho caído en el suelo. Pasó por la galería un niño con traje de montar y una fusta en la mano. —Un momento, jovencito —le dijo al oído el hada Sol-Mayor—. ¿No está ya por aquí doña Luisana? Es que traigo a las nuevas hadas de la música, sabes, porque las antiguas habíamos abandonado el pueblo. —Pero doña Luisana era mi bisabuela —dijo el niño— y hace muchísimo tiempo que se murió. —Cuánto lo siento; perdona —dijo finamente el hada, y sacó de la casa, despacito, a sus compañeras. Bajaron por la calle Mayor y entraron en la calle de la Farmacia.
  • 42. 42 —En esta calle vivía una señorita muy guapa, que cantaba tangos en la sala de su casa, mientras sus tres tías viejas jugaban al julepe con el médico... —iba explicando el hada Sol-Mayor a las hadas nuevas, que miraban con desconfianza las calles del pueblo. —No nos gustan los tangos —murmuraban las hadas—, no nos gustan nada, con esa cantidad de palabras que tienen... Pero el hada Sol-Mayor estaba ya llamando a la puerta de una casa alta, de dos pisos. —¿Se cantan aquí tangos, me hace el favor? —preguntó al ver que la puerta se abría un poco. —No, lo siento; aquí ya no se canta... —oyeron que decía una voz de mujer. Las hadas se fueron, desanimadas, a la plaza de las acacias. —Acabaremos teniendo que meternos en esa fuente —decían las hadas nuevas, de mal humor. —No seáis así; seguramente queda algún instrumento —les contestaba su guía, y empezaba a recordar—: Una vez un mozo aprendió el clarinete, otro tocaba el trombón y otro los platillos. Sabían un pasodoble torero, y lo tocaban en todas las fiestas, cuando iban a recoger al alcalde y al señor cura para la Misa mayor... —¡Un pasodoble torero! —repetían las hadas con risitas burlonas (porque eran unas hadas muy artistas y habían salido del Real Conservatorio de Música y Declamación). Llegó una muchacha a la fuente con el cántaro. El hada Sol-Mayor le preguntó a la muchacha: —¿Sabes dónde están los mozos de la banda? —¿De qué banda? —preguntó a su vez la muchacha, con cara de no comprender nada. —De la banda de música, naturalmente. —Anda, pues en su pueblo, dónde van a estar. Los de la banda de El Escorial, que vino para la Soledad, estarán en El Escorial, y los que vienen para el Cristo, en Magán de Toledo. —Pero ¿no hay ya banda en el pueblo? —Qué va... —dijo la muchacha, encogiéndose de hombros y marchándose con el cántaro lleno apoyado en la cadera.
  • 43. 43 —¿Lo ves? —decían las hadas nuevas a la del Sol-Mayor—. ¿Lo ves? No sabemos por qué se han empeñado en traernos aquí. —Tenemos que estar en todos los pueblos —contestó el hada Sol-Mayor—. Es nuestro deber, por el bien de los hombres. Las hadas se sentaron en los bancos que hay alrededor de la fuente, y empezaron a reflexionar. —¿Y si os metierais en las campanas de la iglesia? —decía el hada mayor, que quería dejar, a toda costa, las hadas de la Música en el pueblo. —No, sería una falta de respeto. Además, como tenemos que entrar en las personas al salir de los instrumentos, nos meteríamos en el cuerpo del sacristán con nuestra música de campanas, y el sacristán iría dando tumbos por ahí. —Hay también una campana en el reloj del Ayuntamiento... —¡De ninguna manera! —protestaban las hadas nuevas—. Vaya un arte, ir dando las doce, y la una, y la media... ¿Acaso hacen felices las horas a los hombres? No encontraban ninguna solución, y estaban bastante enfadadas. Un hada pequeña se entretenía metiendo bemoles en el chorro de la fuente. De pronto gritó un hada: —¡Mirad, mirad! Por la calle de las Carretas, ancha y llena de sol, venía Ricardo el Cojo con su guitarra. Iba por el centro de la calle, rechoncho y calvo, colgado de sus muletas, con las piernecitas encogidas y la guitarra sujeta, como podía, con una mano. No se sabía qué iba mirando, porque sus ojos, redondos y saltones, detrás de unas gafas atadas con hilos, miraban cada uno para un lado; y ponía la boca como si fuera a llorar. Pasó al lado de la fuente, por la sombra de las acacias, haciendo dos surcos en el polvo con sus alpargatas. Y las hadas se metieron de un salto dentro de su guitarra, por el agujero; se quedaron dentro de la guitarra, que tenía incrustaciones de nácar en las clavijas, y un trozo de la madera rayado y astillado, de rasguear. Ricardo el Cojo no se dio cuenta de nada y siguió avanzando, como si remara, por un callejón, entre casas encaladas.
  • 44. 44 Ricardo trabajaba de zapatero remendón en el pueblo; pero a él 1o que le gustaba era tocar la guitarra. Le llamaban para tocar en los bautizos y en las bodas, y en verano enseñaba la guitarra a algunas señoritas de la Colonia, por tres duros al mes. El Cojo salió del callejón, cruzó otra calle ancha y entró en el patio de una casa. Le sacaron una sillita baja a la sombra de la parra; salió una señorita y se sentó al lado de Ricardo, que iba a tocar la guitarra para que la señorita aprendiese, mirándole. Ricardo hizo sonar cuatro acordes, y las hadas de la música, dentro de su guitarra, se prepararon para salir. Entonces empezó Ricardo a cantar las seguidillas, con una voz delgadita y áspera, una voz de chiquillo: Sale la niebla de los álamos blancos, sale la niebla... Por el agujero de la guitarra, entre las cuerdas, entre los dedos gordos y peludos, amarillos de tabaco, empezaron a salir las hadas de la música. Brotaban, invisibles, del fondo de la guitarra, y se pusieron a bailar por el patio con manchas de sol y tiestos de geranios. Sale la niebla… repetía Ricardo, temblándole la voz al llegar a la alta niebla del cantar. Y las hadas de la Música salieron al aire quieto y caliente del mediodía, se abrieron paso entre las hojas polvorientas de la parra, volaron por encima de las tejas pardas y empezaron a bailar en la calle silenciosa. Pasó Machaco, el albañil, con su traje manchado de yeso, y un hada se le metió en el cuerpo tarareando la música de las seguidillas. Machaco las había oído con otra letra, y, sin saber por qué, empezó a cantar:
  • 45. 45 Villaviciosa, Primero que te olvide Villaviciosa... María, la panadera, se asomó a su puerta, al oír cantar al albañil. Y un hada de la música se le metió a ella también en el cuerpo. Cuando volvió a amasar sus bollos, iba cantando: Villaviciosaaa... —Parece que estamos de buen humor dijo, al oírla por el patio, su vecino, que sacaba el carro para ir a la huerta. Y se fue cantando él también. Entonces pasó por la calle la Lorenza, alta y derecha, con el pelo blanco y la cara colorada; andaba ligera y parecía una peregrina, apoyándose en el palo largo y curvo de varear colchones, al que llevaba atado una taleguilla. Y otra hada se le metió en el cuerpo, tarareando, y la hacía andar al compás alegre de las seguidillas. La Lorenza se esforzaba para no cantar por la calle; le parecía poco serio, a sus años. Pero cuando se puso a varear un colchón delante de su casa, golpeaba la lana al compás de las seguidillas que le sonaban dentro. Y pasó por la calle Rosita la del castillo, tirando, sonriente, de su camada de chiquillos; y pasaron dos niñas de las monjas, con sus uniformes azules; y la viejecita menuda que va siempre vendiendo papeletas para sus rifas, y que llevaba en brazos la muñecota del premio, muy grande y muy tiesa, vestida de organdí blanco con lazos verdes. Y a todos se les metían dentro las hadas de la música. Cuando el reloj del Ayuntamiento dio las cinco, todo el pueblo estaba cantando, a voces o para adentro: Primero que te olvide se han de secar los caños... —Así está bien —suspiró el hada Sol-Mayor, y se marchó, volando, a su tubo del órgano grande de Guadalupe.
  • 46. 46 Ricardo el Cojo había vuelto a su cuartucho sin ventanas, y clavaba un pedazo de cuero en una bota vieja. No se había dado cuenta de nada; estaba callado y ponía la boca como si fuera a llorar.
  • 47. 47 LAS HADAS DEL AGUA DEL RIEGO Vienen todos los domingos, al mediodía, entre mayo y octubre. Entran, puntuales, por la cacera que se abre en la tapia de adobes, a ras del suelo; pasan arrastrando las hojas secas del laurel, las hojas caídas y abarquilladas de la magnolia; se deslizan bajo las matas de las margaritas y de la celinda. Sí, son hadas que llegan con el agua del riego. Tienen que ser hadas, las que de tal forma encantan al jardín y a las personas los domingos. Todos están alegres, impacientes, mirando hacia las caceras, a la vuelta de Misa. Los mayores hacen como que leen algún libro; las niñas saltan por el jardín, esperando la llegada de las hadas. Y a la muchacha se le hace cuesta arriba guisar esa mañana: se asoma al jardín y mira también ella, por si llegan. Y al fin viene Tinín, el jardinero de doce años, y pasa muy serio y muy importante hacia la cuadra, a buscar el azadón entre la leña. Los mayores cierran los libros, los niños se quedan quietos junto a la tapia de adobes, bajo la parra de las uvas gordas y moradas. Y la muchacha dice que necesita leña y va ala cuadra; pero lo que quiere es quitarle el azadón a Tinín y ponerse ella a regar. Tinín no la mira siquiera; está esperando, muy quieto y muy solemne, con las manos apoyadas en el mango del azadón. El sabe que ha dado suelta a las hadas en algún misterioso y sagrado rincón del Forestal. Está descalzo y con el pantalón recogido, importante y silencioso como un monaguillo en día de fiesta mayor.
  • 48. 48 Y ahora entran ya las hadas, con el agua que burbujea en la cacera seca. Llegan, mágicas y alegres, y pasan primero por el surco alargado entre las margaritas y los rosales; rodean el tronco liso y delgado del árbol del amor y se detienen en el tronco redondo del ailanto, que se abre, lejano y orgulloso, sobre el tejado pardo. Tinín ha esperado ese momento; cierra con barro la cacera y abre paso al agua hacia el macizo del centro. Y el agua y sus hadas corren, obedientes, por el nuevo camino; dan la vuelta al borde de peonías y rosales; mojan las flores amarillas de una calabaza que ha crecido allí, sin que nadie sepa por qué; se esconden entre las matas de las dalias y rodean, por fin, el hermoso júpiter, que es la gala y el orgullo del jardín, con sus flores de agosto, lilas y leves, sobre los troncos blanquecinos y lisos como huesos secos. Es el momento de mayor alegría. Todos están ya encantados: las plantas, los niños, las abejas y, un poco también, los mayores. Todos se acercan al agua, la tocan, la rodean. Sí, son hadas que vienen con el agua del riego. Tan sólo Tinín quiere olvidarse de que es un niño de doce años y no salta ni ríe. Corta el paso del agua al macizo desbordante y la encauza por el camino de la magnolia altísima, hasta el pequeño membrillo que se inclina con el peso de sus frutos duros y aterciopelados. Y ahora ya va estando hechizado todo el jardín: hasta la cortina del laurel que oculta la cuadra y la artesa, hasta las lilas y los chopos y la morera, hasta la tapia cubierta de celinda, la higuera, el ciruelo y la glicina florida del pozo. Solamente el nogal queda apartado, bien hincado en la tierra seca. Es viejo y serio, y parece que piensa: —No necesito yo hadas de estas, pequeñitas, dóciles y dominicales, como niños de la doctrina. Yo tengo mis raíces en regiones que nadie conoce, en regiones de magia más honda... Y ahora las niñas se toman ya confianzas con las hadas del agua del riego. Cogen cubos y jarros y los llenan en las caceras con agua que echan en los tiestos de geranios al pie de la parra vieja.
  • 49. 49 Y cuando Tinín se va, la muchacha puede coger por fin el azadón; la muchacha está también encantada, como los niños, las abejas y las plantas. Y cava y abre surcos, sin saber por qué, aquí y allí, en el barro. Se descalza y cava como una loca, olvidándose de la comida que dejó en la lumbre. Las plantas levantan poco a poco sus hojas que colgaban, mustias. Las hadas del agua del riego las miran un rato, y se marchan luego, pequeñas y alegres, por detrás de la morera, hacia el jardín de las monjas.
  • 50. 50
  • 51. 51 LAS HADAS DEL VIENTO DEL OESTE Esta tarde estaba todo quieto en el pueblo y en el campo. Todo estaba callado y con ganas de dormir: los árboles, cansados de ser árboles, con las hojas lacias, blandas y recalentadas. —¿Por qué no llegará el invierno para dejarnos caer de una vez y dormir en el suelo? —se decían las hojas de los árboles. —Qué calor hace... suspiraban las personas, con los ojos medio cerrados, y pensaban: —Tenemos ganas de echarnos donde sea y descansar... Todos estaban adormilados y nadie quería hacer nada. La cigüeña, que tiene su nido en la copa tronchada del pino de Roldán, vio lo que pasaba, y quiso llamar a todo el mundo la atención. —Cla-cla-cla-cla... —castañeteaba con su pico—. Vamos, vamos, espabílense, señores. Nadie hacía caso. Todos se estaban durmiendo. —Esto no puede seguir así —dijo la cigüeña, y se puso a volar, con grandes aletazos, hacia Gredos. Iba a llamar a las hadas del Viento del Oeste. «Que a ver si vais a daros una vuelta por Villaviciosa. Todos se están durmiendo.»
  • 52. 52 —¿Y nuestro amigo el álamo blanco del arroyo? —También. —¿Y los alcotanes del castillo? —También. —¿Y la campana del reloj del Ayuntamiento? —También. —¿Y el río? —¡Uy, el río! Pero ¿es que no sabéis que el río se fue, todo entero, al Tajo? Arrastrando su colita de agua se nos escapó a fines de junio, y dejó vacío su camino de arena blanca, entre los fresnos. —¿Que no está el río en su vega? —preguntaban las hadas; no podían ni creerlo. —No está, no está. Los toros andan por la vega. Las toradas, con los bueyes y los mayorales, por el camino del río. —Pero ¿no hay nada de agua? —Sólo unos charquitos sucios, debajo del puente viejo. Unos charcos que huelen mal y que tienen renacuajos rabudos. —Ah, no; eso no puede seguir así —dijeron las hadas del Viento del Oeste—. Vamos allá. Y llegaron todas volando, como un bandada de pájaros del color del aire. El tío Julio, que buscaba con cansancio los escarabajos de las patatas en su huerta, sintió pasar las hadas por su pelo. —¡Vaya, menos mal que ya han venido! —dijo, muy contento, y empezó a coger más de prisa los escarabajitos y los metía en un bote vacío de tomate. —¡Vamos, vamos, vamos! —cantaban las hadas—. ¡Vamos, vamos, a despertar! —¡Cómo se alegran las plantas! —decía el tío Julio, mirando con cariño las matas de pimientos y los rabos de las cebollas, que empezaban a menearse. —¡Vamos, a despertar! —repetían las hadas, sacudiendo los álamos de la veguilla. —¿Qué pasa, qué pasa? —se preguntaban los álamos unos a otros, sorprendidos en plena siesta. —¡Las hadas! ¡Las hadas del Viento del Oeste! —silbaban alegremente los juncos.
  • 53. 53 —¡Ah, ya! ¡Bueno, menos mal! —¡A bailar y cantar, a bailar y cantar! —decían las hadas; acariciaron a los juncos que se doblaban, mimosos, y pasaron bailando, cantando y zumbando por los rastrojos. —¡Qué pena que nos hayan segado! —decían las pajitas secas que quedaban agarradas a la tierra—. ¡Ahora bailaríamos de un modo tan elegante, con nuestros tallos largos y nuestras espigas de cabellos de oro! —¡Feas, feas, feas! —bufaban los cardos secos a las pajas—. ¡Feas, feas! —Bueno, por lo menos se pelean; por lo menos no están ahí dormidos y callados como muertos —decía la cigüeña, que pasaba vigilándolo todo. —¡A bailar y cantar! ¡A cantar y bailar! —repetían las hadas del Viento, cruzando el camino. —Ya va, ya va —dijo el polvo del camino, y se levantó de un salto y se puso a bailar por el aire. —¡Eh, que no iba contigo! —protestó una mula, estornudando. —¿Quien ha dicho que no? —replicó el polvo, y entró en el pueblo por la calle del matadero. —¡A despertar! ¡A bailar y cantar! —decían las hadas, que entraron también en el pueblo golpeando en las puertas y en las ventanas, sacudiendo los chopos, las acacias, las higueras...—. ¡A bailar y cantar y vivir! ¿Qué es eso de dormirse? —¡Vaya, menos mal! —decían todos los árboles—. ¡Menos mal! ¡Han venido las hadas! Y bailaban y cantaban, contentísimos. Las hadas pasaron a las eras y levantaron remolinos de oro. —¡A aventar, que ya sopla el aire de abajo! —gritaron los campesinos, despertándose. Cogieron los bieldos blancos, los hincaron en la mies revuelta, echaron la mies al aire, y las hadas del Viento les separaban la paja menuda de la paja gorda, y la paja gorda del grano, y colocaban todo, muy ordenadito, en tres montones. Pero, en cuanto se descuidaban, la paja menuda se escapaba por el aire. Quería meterse en el pueblo para bailar por las calles con el polvo y las golondrinas.
  • 54. 54 —Bueno, ¿se han despertado ya todos? —preguntaron las hadas a la cigüeña. —Voy a ver —dijo la cigüeña, y dio una vuelta sobre los tejados. Volvió al poco tiempo, protestando: —A la señorita Encarnación no hay modo de despertarla. —¿Qué le pasa? —preguntaron las hadas—. ¿Quien es la señorita Encarnación? —Es una señorita bastante vieja que se metió en su casa hace treinta años. Siempre está allí, como dormida. —Pero, ¿qué le pasa? —Yo qué se. Está en su casa y lo tiene todo muy ordenadito: Las fotografías en el marco del espejo, un gato de escayola pintada sobre el piano, los tiestecitos en las maceteras, los mantelitos de encaje sobre los muebles... Y da vueltas como dormida por su casa, en la que todo sigue siempre en el mismo sitio, sin nadie que lo desordene. —Eso no puede ser —dijeron las hadas—. Vamos allá. Llegaron cantando a la casa de la señorita Encarnación y se metieron por las ventanas. Volaban, jugaban y alborotaban dentro de las habitaciones. Tiraron el gato de escayola; desprendieron las fotografías del marco del espejo; hicieron caer los mantelitos de encaje y los tiestos con esparraguera. —¡Ay, Señor! ¡Qué es esto, qué es esto? —decía la señorita Encarnación, asustada como si el mundo se viniera abajo. —¡Ahora me meto yo en esa casa! —dijo el polvo, y se metió con las hadas, con las pajas menudas y con dos golondrinas. —¡Qué horror, qué horror! —gemía la señorita Encarnación, al ver su casa toda revuelta. —¡Vamos, a despertar! ¡A vivir, a cantar, a volar! —decían las hadas, empujando a la señorita hasta la calle. Y en la calle vio a los chiquillos, que reían y saltaban; vio a los perros, que ladraban y corrían; vio a los árboles y al agua de las fuentes, que cantaban y se agitaban. —¡Vamos, vamos, a despertar! —decían las hadas a la señorita, empujándola por la calle, hacia la carretera.
  • 55. 55 —¿Dónde me lleváis? Ay, ¿dónde me lleváis? Tengo que volver para poner mi casa en orden... —¡Ya no tiene remedio! ¡Te lo hemos revuelto todo! ¡Ya no tiene remedio! ¡Anda afuera, anda afuera! —cantaban las hadas, empujándola hasta la carretera de Móstoles. Y se veía mucha tierra, muchísima tierra desde allí. —¡Mira la tierra, qué ancha, qué hermosa! —decían las hadas a la señorita, haciéndola dar vueltas. —¡Dejadme, dejadme, tengo que volver a ordenar mi casa! —¿Para qué, para qué? —reían las hadas—. Tú lo que quieres es pasarte la vida medio dormida. No puede ser. ¡Mira la tierra, qué ancha, qué bella! ¡Anda, a caminar! —¿A caminar? ¿y a dónde voy a ir? Estáis locas. —¡Sí, estamos locas! ¡Somos las hadas del Viento del Oeste y estamos locas, y estamos alegres, y estamos desatadas! ¡Ven, ven, vamos! La empujaban para que caminase por el mundo; y estaba el mundo hermoso esta tarde, ancho y dorado, lleno de hadas, a punto de soltarse en mil pedazos para ponerse a bailar. Y las hadas cantaban alrededor de la señorita: —¡Camina hacia el Norte, hacia los campos verdes y el olor del heno! —Pero está la Sierra ahí, no se puede pasar —decía la señorita Encarnación, buscando un pretexto. —¡Sí se puede pasar, hay caminos en la Sierra! Y luego la hacían volverse al otro lado y cantaban: —¡Camina hacia el Sur, hacia los ríos largos y los montes azules! —¡Está el Tajo allí, no se puede pasar! —¡Sí se puede, hay puentes sobre el Tajo! Y luego la volvían a otro lado y cantaban: —¡Camina hacia el Este, hacia las tierras anchas y blancas, hacia las Tierras Santas! —Está la capital cerrando el paso... se disculpaba la señorita. —¡Hay calles que atraviesan la capital! ¡Se puede pasar! —decían las hadas.
  • 56. 56 Y luego la hacían dar otra vuelta y cantaban todas a su alrededor: —¡Camina hacia el Oeste, hacia nuestra patria! ¡Camina hacia el valle del Tiétar y la luz de oro, hacia las nubes y el mar! —¡Estáis locas, estáis locas! ¿Cómo voy a pasar el mar? —¡Hay caminos en el mar, hay caminos! —cantaban y reían las hadas. Pero la señorita Encarnación no se movía. Estaba allí, sola con las hadas, en el cruce de la carretera de Móstoles; estaba quieta y asustada. —Si no echas a andar, te llevaremos por el aire le advirtieron las hadas, ya impacientes. —Bueno, ya voy. No me empujéis así, ya voy. Dio unos pocos pasitos por la carretera y se paró en seguida. —Es que tengo que volver a poner mi casa en orden... Las hadas del Viento del Oeste perdieron la paciencia: —A la una, a las dos... ¡a las tres! La cogieron en volandas y se la llevaron por el aire. La levantaron de un tirón como si fuera una cometa, y la empujaron luego, arriba, arriba, hasta que no se la veía más grande que un vencejo. Y después se la llevaron hacia el Este, por encima de la capital, de las tierras blancas, del mar, al encuentro del sol del otro día… El hijo de la Concha, que es pastor, ha vuelto al anochecer a su casa y ha encontrado a su madre preocupada. —¿Qué pasa, madre? —le pregunta, quitándose el ancho sombrero de paja y sentándose en el escaño de la lumbre. —No sé dónde puede estar la señorita Encarnación —dice la Concha—. He ido a llevarle su ropa lavada, y he encontrado la casa toda revuelta, pero la señorita no aparece. —Se la ha llevado el viento —dice el hijo de la Concha, poniéndose a comer lentejas de la cazuela. —¡Déjate de bobadas! —grita, enfadada, su madre.
  • 57. 57 —Cuando yo te digo que se la ha llevado el viento... —repite su hijo, sin levantar la cabeza de la cazuela—. Estaba yo donde las viñas; vi algo que pasaba volando, muy arriba. Me fijé bien, era la señorita Encarnación. Se le había soltado el pelo y hacía gestos con los brazos. Y en esto se le cae una cosa negra, que se queda entre las viñas. Voy a ver, y era uno de sus zapatos. —¡No digas bobadas! —repite su madre, quitándole la cazuela de delante. El hijo levanta entonces la cabeza y mira muy serio a su madre: —Ya sé que son bobadas, pero aquí está el zapato; me lo guardé para dártelo. Mete una mano entre su camisa remendada y su cuerpecillo moreno, y saca un zapato de tafilete negro, abotinado y con medio tacón. Su madre mira el zapato con ojos espantados, sin atreverse a tocarlo. —¡Señor, qué cosas! dice entonces bajito, santiguándose.
  • 58. 58
  • 59. 59 LAS HADAS DEL MELONAR Muchas veces son las niñas las que dicen a sus padres dónde están las hadas. Las niñas encuentran hadas en los sitios más increíbles y las ven claramente, con muchos detalles. Esta tarde paseaban todos juntos por el camino ancho de Monreal, el que sale al lado del cementerio viejo. A la izquierda del camino hay un melonar extenso; entre las matas oscuras, campo adentro, se levanta una cabañita puntiaguda, hecha con carrasca y con retama. —¿Veis? Esa es la cabañita de las hadas del melonar —dice la niña rubia a sus padres. —¿Vosotros os creíais que era la casa del guardia de los melones? Pues no. Es la de las hadas —añade la niña morena, con un poco de picardía en los ojos, y otro poco de compasión por la ignorancia de los mayores. —¿Sí? ¿Habéis visto vosotras a las hadas del melonar? —preguntan los Padres. —¡Uy, muchas veces! Las conocemos muy bien. —Vaya... ¿Y cómo se llaman? —La mayor se llama Celinda, y la segunda Fernanda. Son dos hadas. El guarda de los melones es amigo de ellas y se llama Manolo. No vayáis a creer que es un hado. Es un hombre como todos, sólo que es amigo de las hadas y vive con ellas. —¿Y serán muy guapas Celinda y Fernanda? —preguntan los padres, que están siempre dispuestos a informarse sobre las cosas de las hadas.
  • 60. 60 —Celinda sí, es preciosa —asegura la niña rubia—. Es delgadita y así de alta, como yo. Tiene el pelo muy rubio y muy largo. Le baja hasta el suelo por delante, y luego se lo sube por detrás hasta la cabeza otra vez, y lo lleva atado con una cinta amarilla. Tiene los ojos azules y la cara blanca y brillante. No sabéis lo guapa que es. Y lleva un traje largo, de tul azul, con estrellas bordadas. El cucurucho es de cartón forrado de terciopelo rosa, y se 1o ata a la cabeza con cintas de raso. Y por las piernas lleva perlas, perlas, perlas, en vez de medias. Y tiene zapatos de terciopelo rojo, con perlas también. Cuando se mancha de polvo los zapatos de terciopelo, el guarda Manolo se los cepilla por las noches, porque la quiere mucho. A Fernanda no la quiere tanto, porque es orgullosa y bastante fea. —¿Cómo puede ser un hada orgullosa y fea? —Bueno, es que Fernanda no está coronada todavía. Está aprendiendo a ser hada, pero no se puede con ella. Es muy mala y nunca va a aprender. —¿Qué es lo que hace? —preguntan los padres, intrigados con los defectos del hada Fernanda. Y la niña pequeña se apresura a acusarla: —Se come todas las sandías y todos los melones. Eso es lo que hace. Por las mañanas empieza a comer melones, melones y melones. Por la tarde come sandías, sandías y sandías. Se ha puesto gordísima, con toda la barriga llena de sandías y de melones, y no parece un hada ni nada. Y añade su hermana: —El traje que tiene, de tul colorado, se le ha quedado corto, por las rodillas, y se le ha enganchado en las plantas de los melones y está todo roto. También se le ha enganchado el pelo y Manolo se lo ha tenido que cortar; así, que no parece un hada. Y se le ha puesto el pelo moreno. Y también se le han enganchado en las plantas las perlas de las piernas y se le han perdido todas las perlas por el suelo. Y ella se pasa la vida llorando: «¡Que quiero medias, que quiero medias, que se me ha quedado corto el traje y quiero medias!» Fíjate qué tontería. —Bueno, y ¿qué hacen las hadas Celinda y Fernanda? —preguntan los Padres.
  • 61. 61 —Pues eso: Aprender a ser hadas. Soplan en las flores para que salgan los melones, y así van aprendiendo a hacer cosas mágicas. Soplan flojito, flojito, para que salga un melón, y soplan fuerte para que salga una sandía. Y para los calabacines hacen sólo un suspirito. —Pero no tienen todavía varita mágica —explica la pequeña—. Las varitas se las darán cuando las coronen, y entonces tienen que irse a las montañas de Ávila, con todas las hadas. —Ah, mañana van a coronar a Celinda —recuerda de pronto la niña mayor—. A Fernanda todavía no, hasta que sea más buena. A Celinda la van a coronar en el castillo. Vendrán las Madres-Hadas de las montañas de Ávila, y se van a quedar escondidas en los montones de las eras, para que nadie las vea, hasta que sea de noche. Y por la noche se irán al castillo, y lo pondrán todo adornado con flores y guirnaldas, y estarán en el salón del Rey, esperando a Celinda. Celinda va a ponerse un manto de tul de plata cosido al cucurucho, y Manolo le llevará la cola, para que no se le manche por el suelo y que no se le enganche en las pajas. —¿Y cómo va a entrar en el castillo? Está lleno de criados de las eras, de paja, de mulas y rebaños de ovejas —dicen los padres. —Celinda conoce una puerta secreta que hay; los criados y las mulas estarán dormidos, y aunque haya un corderito o dos despiertos no importa, porque ellos conocen ya a las hadas. «Y entonces el Hada-Reina le pondrá a Celinda una corona de brillantes; pero la varita mágica se la tiene que dar el alcalde. Manolo se va a llamar al alcalde y lo mete por la puerta secreta. Y el alcalde dice: «¿Cuál hada toca hoy?» Y dice el Hada-Reina: «la que toca hoy es Celinda, que estaba en el melonar.» «Bueno, pues que venga.» Y Celinda se arrodilla, y el alcalde le da una varita mágica y dice: «Toma, pruébala, a ver si está bien.» Y Manolo trae un cordero y Celinda lo toca con la varita: «Que te conviertas en un elefante.» Y nada, el cordero se queda igual. Y entonces dice el alcalde: «Es que se le habrá quitado la magia, de tanto estar guardada.» Y saca otra varita que está más nueva. «Bueno, vamos a ver ésta.» Celinda toca al cordero: «¡Conviértete en elefante!» Y ¡búu! El cordero se convierte en un elefante enorme, y Celinda se pone a gritar: «¡Qué bien, ya tengo varita mágica!» y entonces se marcha ya con las Madres-Hadas a su país, que es la montaña de Ávila, y se van todas cantando las canciones de hadas.»
  • 62. 62 Los padres y las niñas han llegado cerca de Monreal. Está anocheciendo y la Sierra se tiende, oscura, dejando ver la lejana Paramera de Ávila envuelta en luz y en bruma. Hay que volver al pueblo, antes de que se cansen las niñas, que ya van arrastrando sus sandalias por el camino, borrando con polvo las huellas de las ovejas. —¿Sabes tú las canciones de las hadas? —preguntan los padres a la niña rubia, para que cante y se olvide del camino, de la noche, del cansancio, de la gran soledad blanca y callada de los campos segados. —Son canciones muy bonitas —dice la niña, mirando a lo lejos, al castillo que está alto y rosa, entre los pinos. Y canta, con una vocecita muy aguda y un poco temblorosa, canciones que nadie ha escuchado nunca, canciones que ella ha oído a las hadas. Hablan de árboles que bailan, de nieve que baila, de la Virgen que cose con un hilo que baila, de estrellas... —¡Y mañana habrá un elefante en Villaviciosa! —grita de pronto, entusiasmada, la niña morena.
  • 63. 63 LAS HADAS DE LA LUNA Esta noche estaban las niñas despiertas, aunque ya era muy tarde. La niña rubia, con sus trenzas deshechas sobre la almohada y sus ojos verdes muy abiertos; la niña morena, sentadita en la cama, con sus ojos oscuros muy abiertos. —¿Por qué no estáis dormidas? Es muy tarde. —No se puede dormir..., entra mucha luz por la ventana. —Y se mueve, se mueve... Antes estaba en el armario, y ahora se ha puesto en el suelo. Son las hadas de la luna, que han venido esta noche. Está todo el pueblo lleno de hadas, y todo el campo también. La luna se asomó, temprano, por detrás del montón alto de paja de las eras del castillo. Venía grande, grande, llena de hadas. Se posó en la paja y soltó a las hadas por las eras. Algunas se echaron a dormir sobre las gavillas; otras se subieron al trillo, para dar vueltas. Pero no estaban las mulas. El hombre que se queda en la choza de la era estaba dormido, y no vio a las hadas, al principio. Pero una de las hadas se asomó entre las ramas de la choza y besó al hombre en la cara, y el hombre casi se convirtió en un ángel. Un perro que dormía al lado del hombre se asustó al sentir a las hadas y se puso a ladrar. Y las hadas se asustaron del perro y se fueron volando al castillo. El castillo se volvió de cristal y revivieron las princesas moras en las ventanas.
  • 64. 64 El hombre de la era, al sentir ladrar al perro se levantó y empezó a gritar: —¡Fuera, bribones, fuera! porque creía que habían llegado ladrones a robar el trigo. Y el maestro, que estaba allí viendo cómo subía la luna por el aire, dijo al hombre de las eras: —No grite así, amigo, que va a espantar a las hadas y a las princesas moras, que se han asomado a las ventanas del castillo. El hombre se quedó callado, y dijo luego: —¡Toma, pero si soy casi un ángel! —y se puso a volar, muy contento, por la era, dando vueltas y vueltas, como cuando trillaba de día. Volaba por encima de la paja de plata, y era un ángel muy gracioso, con sus pantalones de pana sujetos con cuerdas a las rodillas, con sus abarcas de goma de rueda de auto y con su cara tan morena. Y de pronto dijo: —¡Toma, pero si los ángeles no tienen que dar vueltas sobre la parva! ¿Qué hacemos los ángeles, don José? Y el maestro le contestó: —Pueden ustedes hacer muchas cosas: guardar a los niños, cantar en el cielo y decirles al oído a los hombres cosas buenas y sabias. —Eso me gusta —dijo el hombre—, eso me gusta, porque como cantar canto muy mal, y los niños me fastidian... —Ahora a lo mejor no le fastidian. Es usted casi un ángel. Y a lo mejor canta usted muy bien —le dijo el maestro. —No, no contestó el hombre; yo lo que quiero es decir cosas sabias a la gente. Y se acercó volando, y le dijo al maestro al oído: —Haz bien y no mires a quien. —luego preguntó: —¿Me ha salido bien? —Sí, sí, muy bien —dijo el maestro, rascándose la oreja. Y el hombre se fue volando al pueblo, para decir más cosas de aquellas al oído de las personas. Mientras tanto, las hadas habían despertado a los alcotanes que viven en la torre cuadrada del castillo, y los alcotanes daban vueltas, volando, alrededor de la torre. Y las moras se empezaron a peinar, que es lo que hacen siempre las moras, y cantaban canciones.
  • 65. 65 Entonces la luna se enredó en las ramas del pino grande y empezó a gritar: —¿Quién me saca de aquí, quién me saca de aquí? ¡Que hay orugas y me dan asco! Las hadas volaron al pino grande y desenredaron a la luna, y la luna siguió flotando por el aire, mientras las orugas se convertían en piñoncitos y se acurrucaban dentro de las piñas. —Yo me voy a bañar al pilón de los Caños —dijo entonces un hada. —Yo también, yo también —dijeron las otras. Y bajaron a los Caños y se metieron en el pilón. Se las veía muy bien, chapoteando en el agua. —Pues yo ahora me voy al arroyo —dijo un hada. —Nosotras vamos a pasear por la huerta del Infante —respondieron otras. Y entraron en la huerta y se metieron en las coles. Las coles se hincharon, se hincharon, y se pusieron de un verde transparente, como los vestidos de las hadas. —¡Uy, qué risa! —dijo una col—. Ahora somos bolas de cristal verde. —Pues vuestro sitio es la playa, entonces —dijo un hada—. La playa donde están las bolas de cristal verde. —¿Qué es una playa? —preguntaron todas las coles, que nunca habían salido de la huerta del Infante. —¡Je, je, no lo saben! —se reía un manzano viejo, al que habían traído de Asturias. Y las hadas dijeron: —¡Vamos a la playa! Y cogieron las coles y se las llevaron volando por encima de El Escorial, de Segovia, de muchas eras y ríos y montañas. —¡Uy, me mareo, me mareo! —chillaba una col, al pasar por Reinosa. Pero las hadas no hicieron caso, y ya estaban encima del mar. —¿Las tiramos al agua? —preguntó un hada. —¡Ay, no! ¡Ay, no! —chillaban las coles. —Pues nosotras vamos a bajar al mar, a que nos columpien las olas; vosotras veréis lo que hacéis —dijeron las hadas al ver el mar, que les gusta tanto.
  • 66. 66 —¡Queremos ir a nuestros surquitos de la huerta del Infante! —lloraban las coles, como tontas. —Parece mentira —decían las hadas—; para una vez que se os trae al mar… —Más vale dejarlas decidieron otras hadas—. ¿Quién se vuelve con ellas? Pero ningún hada se quería volver; así, que echaron las coles, que eran bolas de cristal, dentro de una nube. —También vosotras tenéis cosas… —dijo la nube a las hadas; y ¡rass!, se rompió con el peso y las coles cayeron al mar y se murieron del susto. Y, mientras tanto, aquí en Villaviciosa, las hadas de la luna se habían metido por las calles del pueblo. —¡Da gusto! —decían—. Todas las calles para nosotras. Y empezaron a jugar al ambo-ato por las calles, y otras jugaban al corro en la plaza del Ayuntamiento, alrededor de la fuente, y otras se fueron ala plaza de las acacias, y estaban por todas las calles y por todas las plazas las hadas verdes, doradas y azules. Pasó volando el hombre de las eras, que casi se había convertido en un ángel, y dijo a las hadas: —Claro, vosotras estáis tan contentas porque la gente duerme y el pueblo es todo vuestro. Pero, ¿a quién le digo yo las cosas sabias? —Ahí pasa un hombre —dijeron las hadas señalando al maestro—. Dile a él las cosas. —Ya le he dicho cosas a él —contestó el de las eras—; pero, en fin, repetiré—. Y se acercó al maestro y le dijo al oído: —En boca cerrada no entran moscas. ¿Me ha salido bien? —Sí, sí, muy bien —dijo el maestro—. Ahora podría usted cuidar niños, para variar. El hombre iba a contestar algo; pero en aquel momento él oyó otra vez el grito de la luna. —¡Que me he quedado enredada! ¡Aquí, aquí, en la magnolia! ¿A quién se le ocurre poner estas cosas en un austero pueblo castellano? No hago más que enredarme con todo.
  • 67. 67 —Vamos, vamos, no gruñas tanto, luna tristona —decían las hadas—; ahora te soltamos. Fueron a la magnolia, la sacudieron, y salieron cinco hermosas flores blancas flotando por el aire y perfumándolo. —¡Cinco lunas, cinco lunitas! —gritaban las hadas muy contentas, y las magnolias se hinchaban de satisfacción y se iban volando hacia Poniente. —¡Eh, eh! ¡Que habéis soltado las flores de la magnolia y me habéis dejado a mí en las ramas! —protestaba la luna. Las hadas sacudieron otra vez la magnolia. Cayeron muchas hojas, rojizas y duras, y piñas de rabo largo, y la luna, al fin se soltó. —¡Seis lunas, seis lunitas! —decían las hadas, muy divertidas al ver a la luna grande tan furiosa. —Mañana no os voy a traer —dijo la luna, volviendo su cara a las hadas—. Si no me tratáis con respeto, no os traigo más. —Claro que nos traerás —contestó un hada descarada—, nos traerás los días que toque traernos. Estás para eso. La luna hizo como que no oía y voló en persecución de las cinco magnolias, que estaban ya encima de Navalcarnero. Las tragó a las cinco y se puso un poco amarilla, porque no le habían sentado muy bien. —¡Ah, qué bien huele! —dijo un piloto que pasaba guiando un trimotor—. Hoy se ha perfumado la luna con magnolias. —Usted quiere echárselas de poeta —le contestó el telegrafista—, y cualquier día nos estrellará. —Pues a mí la luna me huele hoy a magnolias, diga usted lo que quiera —repitió el piloto, de muy buen humor; y le hizo dar al trimotor tres volteretas, para asustar al telegrafista. —¡Ay, me mareo, me mareo! —chilló una señora que iba en el trimotor. —Eso lo acabo de oír en otra parte... —se dijo una nube que pasaba. Y el trimotor se metió en la nube y le devanó la lana con sus hélices.
  • 68. 68 —También usted tiene cosas —dijo la nube al piloto, desenredándose con trabajo—. Está visto que esta noche no puedo volar en paz. Miren cómo me han puesto entre todos: parezco una andrajosa. Y enseñaba sus jirones de nube, que se le iban quedando por el aire. —No te preocupes —dijeron entonces las hadas, que venían del mar y tenían remordimientos por haber roto la nube con las coles—. Ahora te encantaremos y serás una princesa con manto de oro. Tocaron a la nube, y unos chiquillos que guardaban un melonar, tumbados boca arriba en la arena blanca, entre las tendidas matas oscuras, señalaron la nube con el dedo. —Parece una princesa. Y la nube era una princesa rubia, blanca y triste, y se llamaba Doña Lucía. Se empezó a pasear por el cielo, recogiéndose con mucho remilgo su manto con orla de oro, y mirando por encima del hombro a los luceros y a la tierra. —Soy Doña Lucía, princesa de noche y paloma de día... —empezó a cantar. —Cállate, lo haces muy mal —le dijeron las hadas—. Las princesas no cantan esas cosas. La nube-princesa no escuchaba a nadie; estaba muy contenta con su papel, y seguía arrastrando lánguidamente su manto y cantando: —Yo tenía un palacio de nácar en el fondo del mar, y por culpa de los tres delfines me robó el viento y me lleva de aquí para allá, y yo lo que quiero es pararme a llorar... —¡Qué mal lo haces, qué mal! No te lo sabes —dijeron las hadas—. Vamos a convertirte en un pez, a ver si te sale mejor. Tocaron a Doña Lucía-Nube, y los chicos del melonar, que la estaban mirando, dijeron: —¡Parece un pez! Y la nube era un pez, un gran mero gris y dorado; y como los peces no se llaman nada ni pueden hablar, lo único que se le ocurría era abrir su bocaza y tragarse estrellas.
  • 69. 69 —¡No vale! —gritaron las estrellitas—. ¡Que quiten a ese bicho de ahí! —No es un bicho, es Doña Lucía —decían las hadas, burlándose. —Pues que se lleven a Doña Lucía-Traga-Luceros, que la noche no es hora de jugar. Pero las hadas querían seguir jugando. —¿Hacemos lo de la gallinita ciega, y la gallina era la luna? —propusieron las más revoltosas, las que no tenían respeto a la luna. —Bueno, sí... Y que Doña Lucía sea el pañuelo. Tocaron al Pez-Lucía, que se convirtió en un pañolón un poco roto. La empujaron hasta la luna, y vendaron toda la cara de la luna con el pañolón. —Lunita ciega, ¿qué se te ha perdido? —preguntaban a la luna, riéndose y dándola empujones. —¡Maleducadas, hadas maleducadas! —regañaba, muy enfadada, la luna. —¡Tienes que decir «una aguja y un dedal»! ¡Da tres vueltecitas y lo encontrarás! Pero la luna no quería dar tres vueltecitas, ni jugar con las hadas. Estaba quieta y enfadada, tratando de quitarse el pañolón de la cara. Como la luna no podía verlas, las hadas que andaban por el pueblo se aprovecharon para meterse en todas las casas, a través de las rejas y de los balcones abiertos, y besaron a los niños que dormían. Y cuando la luna se desató por fin el pañolón, todos los niños se habían convertido en niños de luz, en niños azules y de oro; hasta los gitanillos que dormían al lado de un carro, en el camino de los pinos. La madre gitana los miró y llamó a su marido. —Mira, parecen marqueses —dijo muy bajito, para no despertarles. —Tienes razón —dijo el gitano, muy emocionado, porque nunca había visto a sus hijos tan hermosos. Y les tapó con una manta vieja, para que nos les diera la luna en la cara; decía que no era bueno.
  • 70. 70 Pero las hadas no han encantado sólo a los niños; también las casas, los caminos y los campos se han vuelto cosas mágicas, de luz. Solamente los pinos y los negrillos del arroyo siguen siendo árboles, como siempre. Árboles oscuros, que tiemblan de miedo. —Esto de las hadas debe de ser un engaño para acabar con los que quedamos —dice un negrillo viejo a un álamo blanco, que se está dejando encantar por las hadas—. Tú sacúdete las hadas cuando se te posen; no seas inocente. —Ya no puedo —dice el álamo blanco—, ya no puedo, estoy encantado. Mira, soy todo de plata y de luz. —Peor para ti —contesta el negrillo—. Si eres de luz, te irás por el aire, y mañana, un árbol menos. —¡Ay, que más quisiera, qué más quisiera! —suspira el álamo. Y ahora las hadas están bailando en el camino encantado de Monreal. Y ahora se han asomado a las tapias encantadas del cementerio viejo. Y ahora se han acercado a nuestro pozo, y están bailando en el brocal. Un hada se ha caído al pozo, pero no importa; mañana la sacaremos con el cubo. Y las estrellas le han mandado a la luna un aviso, que dice: «Con tantas hadas como has traído, nadie nos ve. ¿Por qué no te las llevas ya? La gente está mirando a la tierra en lugar de mirar al cielo, que es lo que hay que hacer.» Y la luna contesta a las estrellas: —Las hadas lo están pasando tan bien, que me da pena llevármelas. Pero tened paciencia: en seguida nos iremos. La luna ha empezado a llamar a las hadas. Pero, antes de irse, las hadas han entrado en el cuarto de las niñas, que están ya dormidas. Las hadas se deslizan sin ruido por el suelo. Trepan poquito a poco por la colcha de flores de la niña rubia, y besan con mucho cuidado sus bracitos delgados, su cuello, su carita, sus trenzas deshechas. Y toda la niña es ya de color de luna. Las hadas suben despacio a la cuna de la niña morena, y besan su carita; es ya una carita de color de luna. Las hadas de la luna han encantado a las niñas para toda la noche.