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Bert Hellinger- Cuentos de vida
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ÍNDICE
INTRODUCCIÓN 06
CUENTOS QUE HABLAN DE LA VIDA 07
Consideraciones preliminares: Los opuestos 07
El tomar 07
Los supervivientes 07
La compensación 07
La solución 08
El vengador 08
La segunda vez 08
La revelación 09
El respeto 09
El lugar 10
La añoranza 10
El temblor 10
El miedo 10
La frase perdida 11
La soberbia 11
El orden 11
La pasión 12
Los celos 12
CUENTOS PARA REFLEXIONAR 13
Introducción: Claro y oscuro 13
El engaño 13
Reflexiones posteriores: El miedo 15
El amor 15
La fe 16
Reflexión: Contradicciones 16
La exigencia 16
Consideración preliminar: saber distinguir las historias 17
Los recursos 17
Introducción: Veneno y antídoto 18
El final 18
Reflexión: La vida y la muerte 18
El huésped 19
La posada 20
CUENTOS QUE CAMBIAN EL RUMBO 22
Introducción: La indignación 22
La mujer adúltera 22
Comentario posterior 23
La sentencia 24
Introducción: La conciencia 24
La respuesta 24
Comentario posterior: El coraje 24
El centro 25
La vuelta 25
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La conversión 26
Comentario preliminar: Escuchar historias como una sinfonía 27
La reunión 27
Comentario preliminar: La plenitud 28
La comprensión 28
CUENTOS SOBRE LA FELICIDAD 31
Comentario preliminar: La felicidad 31
Las dos caras de la felicidad 31
El burro 31
La escapatoria 32
La inocencia 32
La culpa 33
El curso de la vida 33
Introducción: Límites de la felicidad 34
La tierra 34
Limpieza general 35
Preparación: Los recuerdos 36
El adiós 36
La renuncia 37
La osadía 38
La fiesta 38
PEQUEÑOS CUENTOS 39
La ceguera 39
Comentario posterior: Las imágenes internas 39
La curiosidad 39
El entendimiento 39
La rabia 39
El fuego 40
El todo 40
Dos tipos de medida 40
La dependencia 40
El otro placer 40
La objeción 44
Cuentos en una frase 41
POEMAS PARA REFEXIONAR 42
Orden y plenitud 42
Orden y amor 42
El No ser 43
Los jugadores 44
El camino 44
Introducción: Los opuestos 45
Dos tipos de saber 45
Caminos de sabiduría 45
La verdad 46
El héroe 46
El vacío 46
Lo mismo 46
La plenitud 47
Bert Hellinger- Cuentos de vida
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Gracias al amanecer de la vida 48
El círculo 49
REFLEXIONES FINALES 50
Reconócete a ti mismo 50
Lo nuevo 50
Sostenidos 51
Completo 51
La luz 52
A quien le llegue la hora 52
Nadar con la corriente 53
A lo último 53
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INTRODUCCIÓN
A menudo los cuentos pueden decirnos algo que de otra manera no puede ser
expresado. Lo que muestran también saben ocultarlo, de ahí que su enseñanza a
veces a penas se vislumbre, como se intuye el rostro de una mujer detrás del velo.
Nos ocurre entonces, al escucharlos, como a alguien que entra en una catedral. Ve
las ventanas que brillan, porque él se encuentra en la oscuridad. Vistas a plena luz, de
las imágenes sólo queda el contorno.
Los cuentos pueden expresar lo que no se debe decir. Lo que muestran también
saben cómo esconderlo para que la verdad se intuya, como se intuye la cara de una
mujer debajo de un velo.
Al escucharlos, nos pasa lo mismo que a quien entra en una catedral y observa las
vidrieras: las ve iluminadas porque se encuentra en la oscuridad, pero si las observa
desde un lugar con mucha luz, sólo ve el engaste.
Los cuentos compilados en este libro son de ese tipo. Giran alrededor de un centro
y de un orden oculto que, más allá de los límites de la conciencia y de la culpa, une lo
anteriormente separado. Nos llevan por un camino de entendimiento que muchas
veces va mucho más allá de nuestras imágenes interiores habituales. Algunos de ellos
son parodias: rompen el tabú de mirar más detenidamente y descubren los lados
engañosos y oscuros de cuentos e historias. Eso sucede en El engaño, El amor, La fe,
El final y Las dos caras de la felicidad.
Otros cuentos consiguen que experimentemos lo que relatan mientras todavía los
estamos leyendo. De ahí que, tal vez mientras los vamos leyendo, empecemos a dejar
lo pasado y a centrarnos en el siguiente paso para avanzar. Entre esos cuentos
figuran La posada, La vuelta, La comprensión, El adiós y La fiesta.
Otros cuentos crecieron conmigo y yo con ellos. Son cuentos que llegan a lo último.
Nos llevan por el camino del entendimiento hasta sus límites, sin temor y sin
miramientos. Son el corazón de esta colección. A esos cuentos pertenecen Dos tipos
de sabiduría, La Plenitud, El vacío, Lo mismo, La Respuesta, Los jugadores, Ser y No
Ser y El círculo.
Algunos de estos cuentos son poemas, más exactamente poemas para reflexionar.
Para algunas historias hay un prólogo que conduce hacia ellas y otras veces un
epílogo que las ubica en un contexto mayor.
Muchos de los cuentos aquí compilados se encuentran ya en algunos de mis libros,
por ejemplo en El Centro se distingue por su levedad, en Órdenes del Amor y en
Verdichtetes. Aquí aparecen dispuestos como un todo y los he ordenado claramente.
Son nuevos Cuentos en una frase y el capítulo Reflexiones finales, que redondea el
libro.
Estos cuentos y poemas llegan a nuestra alma si les damos tiempo para vibrar en
nuestro interior y si los leemos como escuchándolos interiormente.
Le deseo, durante la lectura, esa comprensión liberadora y esperanzadora que
viene de nuestro centro y que nos lleva a nuevas dimensiones del amor.
Bert Hellinger
Bert Hellinger- Cuentos de vida
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CUENTOS QUE HABLAN DE LA VIDA
Consideraciones preliminares:
Los opuestos
Cuando alguien quiere apreciar un objeto muy pequeño, lo toma entre el índice y el
pulgar. Ambos dedos están uno frente al otro y así pueden prender y aprehender el
objeto que se encuentra entre ellos y que, sin embargo, les resulta totalmente distinto
a ambos.
A menudo nos ocurre lo mismo con las palabras y su significado.
Por eso, en cuestiones esenciales debemos contemplar simultáneamente los
múltiples aspectos de las mismas porque la plenitud no excluye, sino que incluye los
contrarios, y también el opuesto es una parte, un componente de un todo donde una
pieza no sustituye a otra, sino que la completa.
El tomar
Había una vez un hombre que estaba muy agradecido a Dios por haberle salvado la
vida en una situación muy peligrosa. Le preguntó a un amigo qué podía hacer para
que su agradecimiento fuera digno de Dios. El amigo, como respuesta, le relató esta
historia:
Un hombre amaba a una mujer con todo su corazón y le pidió que se casara con él,
pero ella tenía otras intenciones. Un día, cuando ambos cruzaban la calle, casi la
atropella un auto de no ser por su acompañante, que la detuvo al reaccionar con
rapidez. En ese instante, ella se dirigió a él y le dijo: "Ahora me casaré contigo".
"¿Qué te parece?, preguntó el amigo, ¿cómo se pudo haber sentido aquel
hombre?". El otro, algo molesto, en lugar de responder hizo una mueca con la boca.
"¿Ves?", dijo el amigo, "igual se puede sentir Dios contigo".
Os cuento otra historia sobre el tema:
Los supervivientes
Un grupo de amigos de la infancia fueron a la guerra, vivieron peligros
indescriptibles y, mientras algunos murieron y otros fueron heridos gravemente, dos de
ellos regresaron sanos y salvos.
Uno se transformó en una persona muy callada. Sabía que no merecía haberse
salvado y aceptó su vida como un regalo, como una gracia de Dios.
El otro, sin embargo, pasaba el tiempo vanagloriándose de sus hazañas y de los
peligros a los que había sobrevivido.
Como si todo lo que pasó hubiera sido en vano.
La compensación
En África, un misionero fue trasladado a otra región. La mañana de su partida, llegó
un hombre que había caminado varias horas para despedirse de él y traerle como
regalo de despedida una pequeña cantidad de dinero, como unos 30 peniques. El
misionero se dio cuenta de que el hombre quería agradecerle que hubiera ido con
frecuencia a visitarlo a su aldea cuando estuvo enfermo. También sabía que aquellos
30 peniques suponían mucho dinero para aquel hombre y casi cayó en la tentación de
devolverle su regalo y encima darle algún dinero más. Después de pensarlo, tomó el
dinero y le dio las gracias.
Bert Hellinger- Cuentos de vida
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La solución
Un hombre le contaba a un amigo que su mujer todavía le reprochaba que hace 20
años, pocos días después de la boda, la hubiera dejado sola para irse seis semanas
de vacaciones con sus padres, que le .dijeron que lo necesitaban para conducir. Todas
las explicaciones y disculpas que él le había presentado hasta entonces no le habían
servido de nada.
El amigo le aconsejó lo siguiente: "Deja que desee o haga algo para ella que a ti te
duela por lo menos lo mismo que a ella le dolió entonces". Al hombre se le iluminó la
cara: ¡esa era la clave!
El vengador
Un hombre de unos 40 años que acudía a psicoterapia tenía miedo de no poder
controlar su violencia y hacer daño a alguien. Considerando su carácter y su
personalidad, no existían razones que fundamentaran dicho temor, de ahí que el tera-
peuta le preguntara si en su familia había habido violencia.
Salió a la luz que su tío, el hermano de su madre, había sido un asesino. Este
hombre tenía una empresa y una de las empleadas además era su amante. Un día,
este hombre le mostró a ella la foto de otra mujer y le pidió que fuera a la peluquería y
se hiciera el mismo peinado que llevaba la mujer de la foto. Cuando ya hacía algún
tiempo que su amante llevaba ese peinado, hicieron un viaje al extranjero y allí la
mató. Luego regresó a su país con la mujer de la foto, la que le había mostrado a su
víctima, y ella se convirtió en su empleada y amante. Pero el homicidio se descubrió y
al hombre lo condenaron a cadena perpetua.
El terapeuta quiso saber más sobre sus parientes, sobre todo sobre sus abuelos,
los padres del asesino, ya que se preguntaba dónde se había originado aquella
pulsión asesina.
Pero él paciente no le pudo proporcionar mucha Información. De su abuelo no
sabía nada y de su abuela, que había sido una mujer muy creyente y respetada. El
paciente indagó más a fondo y descubrió que durante la época de los nazis, su abuela
había denunciado a su propio marido por homosexual. El hombre fue arrestado,
trasladado a un campo de concentración y asesinado.
La verdadera asesina en este sistema fue la abuela: de ella partió la fuerza
destructora. El hijo intervino como un segundo Hamlet, vengador de su padre, pero -
también como Hamlet-, obnubilado por una doble transferencia. Él asumió la venganza
en lugar de su padre: esa fue la transferencia del sujeto. Le perdonó la vida.
Respetó a su madre y en su lugar asesinó a su primera amante: esa fue la
transferencia del objeto.
Y luego asumió las consecuencias no sólo de su propio crimen, sino también del
crimen de su madre.
Y así se asemejó a ambos padres: a la madre por el crimen y al padre por la
prisión.
La segunda vez
Un hombre y una mujer, ambos ya casados, se enamoran. Cuando la mujer queda
embarazada se divorcian de sus anteriores cónyuges y contraen un nuevo matrimonio.
La mujer no tenía hijos. El hombre aportaba una hija pequeña del primer matrimonio, a
quien dejó con su madre.
Ambos se sentían culpables ante la primera esposa y la hija de él y anhelaban que
la mujer los perdonara. Pero la primera esposa estaba furiosa porque su hija y ella
estaban pagando un precio muy alto en beneficio de ellos dos.
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Un día, conversando con un amigo sobre el tema, el amigo les pidió que se
imaginaran cómo se sentirían sí la mujer realmente los perdonara. Y ahí se dieron
cuenta de que hasta ese momento habían eludido asumir las consecuencias de su
culpa, y que su afán de ser perdonados entraba en contradicción con la dignidad y los
deseos de todos.
Reconocieron que habían construido su felicidad a costa de la desdicha de aquella
primera mujer y de su hija, y decidieron responder adecuadamente a las
reclamaciones justificadas de la mujer.
Sin embargo, se mantuvieron firmes en su elección.
La revelación
Una mujer se divorció de su esposo a causa de un amante. Después de muchos
años se dio cuenta de que aún amaba a su ex marido y le preguntó si podía volver a
ser su esposa. Pero él no quiso pronunciarse entonces y juntos resolvieron consultar a
un terapeuta.
El profesional comenzó preguntándole al hombre qué esperaba de él. El hombre le
respondió: "Sólo busco una revelación".
El terapeuta respondió que eso era difícil, pero que se esforzaría por lograrlo.
Luego le preguntó a la mujer qué podía ofrecerle a su marido para que él quisiera
volver de nuevo con ella. Ella se lo había imaginado todo demasiado fácil y lo que
ofrecía no suponía ningún compromiso. No era, pues, de extrañar que su ofrecimiento
no produjera efecto alguno en aquel hombre.
El terapeuta le indicó a la mujer que, ante todo, debía reconocer que con su
proceder le había hecho mucho daño a su marido. Y que él debía poder percibir que
ella quería reparar ese daño. La mujer se quedó algo pensativa, luego lo miró a los
ojos y le dijo: "Siento mucho lo que te hice. Por favor, déjame volver a ser tu mujer. Te
amaré y te cuidaré, y en el futuro podrás confiar en mí".
El hombre, sin embargo, seguía sin conmoverse.
El terapeuta lo miró y le dijo: "Lo que tu mujer te hizo en aquella ocasión debe
haber sido muy doloroso para ti y no quieres volver a vivirlo". Al hombre se le
humedecieron los ojos.
El terapeuta continuó: "Quien sufre un dolor tan grande se siente moralmente
superior al otro y por eso se atribuye el derecho de rechazarlo, como si no lo
necesitara. Ante tanta inocencia, el culpable no tiene ninguna posibilidad".
El hombre sonrió al sentirse descubierto: el terapeuta había dado en el clavo. Luego
se giró hacia su mujer y la miró cariñosamente a los ojos.
El terapeuta les dijo: "Esta fue la revelación. Son cincuenta marcos. Ahora váyanse.
No quiero saber cómo sigue".
El respeto
Un hombre y una mujer le preguntaron a un maestro qué podían hacer con su hija,
ya que en multitud de ocasiones, cuando la madre le ponía límites, no se sentía
apoyada por su marido.
En tres párrafos, el profesor les explicó las reglas de una educación lograda:
1. En la educación de sus hijos, el padre y la madre consideran correctos aquellos
valores que en sus familias de origen también eran correctos o que, en su defecto, fal-
taban.
2. El niño reconoce y acepta aquellos valores que en las familias de origen de sus
padres también fueron correctos o faltaron.
3. Si uno de los padres logra imponerse al otro en la educación, el hijo se alía
secretamente con la parte derrotada.
A continuación les propuso que se permitieran percibir dónde y cómo la hija les
manifestaba su amor. Se miraron a los ojos y se les iluminó la cara.
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Y por último el maestro aconsejó al padre que, de vez en cuando, le hiciera saber a
su hija la alegría tan grande que sentía al ver que ella era buena con su madre.
El lugar
Un padre había castigado a su hijo por desobediente. A la noche siguiente, el hijo
se ahorcó.
A pesar de que habían pasado muchos años desde aquello, la culpa no dejaba vivir
en paz al padre.
Conversando con un amigo, se acordó que pocos días antes del suicidio, cuando la
madre contó en la mesa que estaba nuevamente embarazada, este hijo exclamó
alterado: "iPor el amor de Dios!,¡si ya no cabemos!". De repente, el padre lo entendió
todo: el hijo se había ahorcado para ahorrarles una preocupación. Así hacía sitio para
el niño que venía.
La añoranza
Una vez, una joven sentía una añoranza incontrolable que ella misma no se podía
explicar. De repente se dio cuenta de que esa añoranza no era suya sino de su
hermana, hija del primer matrimonio de su padre. Cuando su padre se casó por
segunda vez, no le permitieron verlo más, ni a él ni a sus hermanastros.
A todas estas, la hermana se había ido a vivir a Australia y el contacto con ella
estaba totalmente interrumpido. La joven logró, sin embargo, comunicarse con ella, la
invitó a ir a Alemania y hasta le envió el billete.
Pero el destino no se pudo revertir: en el camino al aeropuerto la hermana
desapareció.
El temblor
En un grupo terapéutico, de repente una mujer empezó a temblar. Al observarlo, el
terapeuta tuvo la impresión de que aquel temblor era de otra persona.
Entonces le preguntó: "¿De quién es ese temblor?" "No sé", respondió ella.
El otro continuó preguntando: "¿Podría ser de un judío?". "De una judía", respondió
la mujer.
Cuando esta mujer nació, un oficial del servicio de seguridad nazi fue a felicitar a su
madre en nombre del partido. Detrás de una puerta había una judía a la que habían
escondido en la casa. Era ella la que temblaba.
El miedo
Una pareja llevaba muchos años casada. Sin embargo, no vivían juntos porque el
hombre afirmaba que el trabajo adecuado para él sólo lo encontraba en una ciudad
que estaba muy lejos.
Cuando en el grupo se le hizo ver que donde vivía su mujer también podía
encontrar un trabajo semejante, siempre daba alguna excusa. Así, se puso en
evidencia que debía haber otro motivo encubierto que justificara su comportamiento.
Contó que su padre estaba enfermo de tuberculosis y que había pasado muchos
años ingresado en un sanatorio que se encontraba muy lejos de la casa. Cuando iba a
visitar a su esposa y a su hijo, ambos quedaban expuestos al contagio. Aunque el
peligro ya hacía mucho que había desaparecido, su hijo asumía el mismo miedo, el
mismo destino, y se mantenía lejos de su mujer como si él también representara un
peligro.
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La frase perdida
Un joven, con tendencia al suicidio, relata en un grupo que cuando era niño le dijo a
su abuelo materno: "¡A ver si te mueres de una vez y haces sitio!". El abuelo se rió a
carcajadas, pero a él no se le había podido ir esa frase de la cabeza.
El coordinador del grupo opinaba que la frase había salido de la boca del niño, pero
que correspondía a otro contexto en el que no pudo ser expresada. Y realmente
encontraron lo que buscaban.
Resulta que su otro abuelo, el paterno, había mantenido tiempo atrás relaciones
con su secretaria y, por ese entonces, su mujer cayó enferma de tuberculosis. En ese
contexto la frase sí encajaba, aunque el abuelo ni siquiera fuera consciente de ella: "¡A
ver si te mueres de una vez y haces sitio! El deseo se hizo realidad: la mujer murió.
Los descendientes, sin tener ni la más remota idea, se hicieron cargo de la culpa y
del castigo, y llevaron ese destino como si les fuera propio.
Primero, un hijo evitó que su padre sacara provecho de la muerte de su madre y se
fugó con la secretaria.
Luego un nieto hizo suya la frase siniestra y estaba dispuesto a expiar la culpa
suicidándose.
La soberbia
Una vez en un grupo, una mujer contó que su padre era ciego y su madre sorda,
así que ambos se complementaban muy bien. Sin embargo, esta mujer sostenía que
se tenía que ocupar de sus padres, aunque su madre le decía: "Yo puedo arre-
glármelas sola con papá", y también el padre afirmaba: "Yo puedo ocuparme solo de
mamá. No necesitamos tu ayuda". Los padres la habían puesto en su lugar de hija y
esto no le gustó nada.
Esa noche la mujer no pudo dormir y al día siguiente me preguntó si yo la podía
ayudar, a lo que respondí: "quien no puede dormir es porque cree que debe vigilar".
Luego le conté un cuento de Borchert, el del chico de Berlín que, cuando acabó la
guerra, cuidaba de su hermano muerto para que no se lo comieran las ratas.
El pobre chico estaba agotado creyendo que debía velar por su hermano. Entonces
apareció un hombre lúcido que le dijo: "¡Pero si las ratas duermen de noche!". Y con
eso el niño se durmió.
También la mujer durmió a la noche siguiente.
El orden
Un joven empresario, único representante de un producto en su país, llega con su
coche deportivo y habla de sus éxitos. Es evidente que es una persona capaz y un
seductor irresistible.
Pero tiene una debilidad: bebe. Su contable le advierte que saca demasiado dinero
de la empresa para fines privados, con lo cual pone en peligro el negocio. A pesar de
todos sus triunfos, inconscientemente busca perderlo todo.
Se vino a descubrir que su madre echó a su primer marido porque, según ella, era
un inútil. Más adelante se casó con el padre de este joven, pero aportó un hijo del
anterior matrimonio. Le prohibió seguir viendo a su padre y, hasta ese día, ese hijo
seguía sin tener contacto con él y ni siquiera sabía si aún vivía.
El joven empresario se dio cuenta de que no se permitía tener éxito porque
pensaba que tenía su vida a costa de la desdicha de su hermano. Entonces encontró
la siguiente solución:
En primer lugar, pudo reconocer que el matrimonio de sus padres y su propia vida
estaban inevitablemente relacionados con la pérdida que habían sufrido su hermano y
el padre de éste.
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En segundo lugar, pudo aceptar el éxito y decirle al resto del mundo que tenía los
mismos derechos y que se sentía a la misma altura.
Y, en tercer lugar, estaba dispuesto a hacer algo especial por su hermano, para
mostrar su voluntad de equilibrar el dar y el tomar: se propuso encontrar al padre de su
hermano y concertar un encuentro entre los dos.
La pasión
Un matrimonio fue a consultar a un conocido terapeuta con la esperanza de
encontrar ayuda: "Cada noche nos esforzamos al máximo para contribuir a la
conservación de la especie, pero a pesar de que ponemos todo nuestro afán no
hemos podido cumplir con nuestro cometido. ¿En- qué fallamos, qué tenemos aún que
aprender y que hacer?".
El terapeuta les pidió que lo escucharan en silencio y que luego se fueran corriendo
a casa y no comentaran nada entre ellos. A ambos les pareció bien.
Acto seguido les dijo: "Cada noche os afanáis con todas vuestras fuerzas en
contribuir a la conservación de la especie, pero a pesar de vuestros esfuerzos, no
habéis podido cumplir aún con vuestro cometido. ¿Por qué simplemente no dais rienda
suelta a vuestra pasión?". Y no les dijo nada más.
Se pusieron de pie y, sin perder tiempo, se fueron a casa.
En cuanto se quedaron solos, sé quitaron la ropa y se amaron con pasión y
verdadero placer. Dos semanas después, la mujer estaba embarazada.
Otra mujer, ya mayor, en un ataque de pánico, como si ya no fuera a encontrar
nunca más un marido, puso un anuncio en el periódico: "Enfermera busca viudo con
hijos para matrimonio". ¿Qué expectativas de lograr una relación íntima hubiera te-
nido? También podía haber puesto: "Mujer desea hombre. ¿Qué hombre me desea a
mí?".
Los celos
En un grupo, una mujer contó que torturaba a su marido con sus celos y que, a
pesar de reconocer lo absurdo de su comportamiento, no lo podía remediar. El
coordinador del grupo le mostró la solución. Le dijo: "como tarde o temprano vas a
perder a tu marido, ¡disfrútalo mientras lo tengas!". La mujer se rió y se sintió aliviada.
Días después su marido llamó al coordinador y le dijo:
"Te doy las gracias porque conservo a mi mujer".
Algunos años antes, este mismo hombre y su compañera de entonces habían
asistido a un curso con este mismo coordinador. Durante el seminario, sin reparar en
el dolor que le pudiera causar a la mujer, dijo ante todos los asistentes que tenía una
nueva pareja, más joven, y que por ella se iba a separar de su actual compañera, con
la que había convivido durante siete años.
Pasado un tiempo asistió a otro curso, esta vez con su nueva pareja. Ella quedó
embarazada durante el seminario y poco después se casaron.
Para el coordinador ahora quedaba claro cuál era el motivo de sus celos.
Esta mujer había negado ante todos el vínculo de su marido con su anterior pareja,
y con sus celos enfatizaba públicamente su derecho sobre él.
Sin embargo, en su interior sí reconocía el vínculo anterior y su propia culpa. Por lo
tanto, sus celos no eran en absoluto la prueba de la infidelidad de su marido, sino un
reconocimiento secreto de que ella no era digna de él y de que una separación
provocada por ella era el único camino para reconocer el vínculo aún existente, y
también una prueba de su solidaridad con la anterior pareja de él.
Bert Hellinger- Cuentos de vida
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CUENTOS PARA REFLEXIONAR
Introducción: Claro y oscuro
Los cuentos pueden expresar lo que no se debe decir. Lo que muestran también
saben cómo esconderlo para que la verdad se intuya, como se intuye la cara de una
mujer debajo de un velo.
Al escucharlos, nos pasa lo mismo que a quien entra en una catedral y observa las
vidrieras: las ve iluminadas porque se encuentra en la oscuridad, pero si las observa
desde un lugar con mucha luz, sólo ve el engaste.
El engaño
Había una vez un viejo rey que, viendo acercarse la hora de su muerte y preocupado
por el futuro de su reino, mandó llamar al criado más fiel, de nombre Juan, le confió un
secreto y le dijo: "Ocúpate de mi hijo, pues aún no tiene experiencia, y sírvele con la
misma lealtad con que me serviste a mí!".
El fiel Juan se sintió muy importante -en verdad, no era más que un sirviente- y, sin
sospechar nada malo, levantó su mano y sentenció: "Os prometo guardar vuestro
secreto y ser fiel a vuestro hijo, como lo fui con vos, aunque me cueste la vida".
El rey murió y cuando ya habían pasado sus exequias, el fiel Juan llevó al joven rey
a conocer el palacio, le abrió todas las habitaciones y le mostró los tesoros del reino.
Una puerta, sin embargo, no la abrió, la pasó por alto. El nuevo rey, obstinado, le
ordenó que también la abriera, pero Juan le contestó que su padre se lo había
prohibido. Cuando el empecinado rey amenazó con abrirla por la fuerza, Juan cedió y
la abrió, pero se adelantó con rapidez y se puso delante de un cuadro para que el rey
no lo viera. El rey se dio cuenta, apartó a Juan hacia un lado, miró el cuadro y cayó al
suelo desmayado: era un retrato de la Princesa de la Cúpula Dorada.
Cuando volvió en sí, todavía estuvo un tiempo como ensimismado, y no tenía otro
pensamiento que no fuera convertirla en su mujer. Pedir su mano directamente le
pareció muy arriesgado, pues sabía que su padre ya había rechazado a todos y cada
uno de los pretendientes. Así fue como el fiel Juan y el rey tejieron una artimaña.
Averiguaron que la Princesa de la Cúpula Dorada amaba todo lo que fuera de oro,
sacaron joyas y vajillas de oro del tesoro real, las cargaron en un barco, se hicieron a
la mar y llegaron a la ciudad donde vivía la princesa. Una vez allí, el fiel Juan tomó
algunas piezas y se puso a venderlas disimuladamente delante del palacio.
Cuando la princesa se enteró, fue a ver lo que se vendía. Entonces Juan le contó
que en el barco tenían mucho más y la convenció para que fuera hasta allí. Una vez
en la embarcación, la recibió el rey disfrazado de mercader y la princesa aún le
pareció mucho más hermosa que en el cuadro. La llevó adentro y le mostró los tesoros
de oro.
Mientras tanto, levaron el ancla, izaron las velas y el barco se hizo de nuevo a la
mar. Al pronto, cuando la princesa se dio cuenta, se quedó muy desconcertada, pero
luego comprendió lo que estaba ocurriendo y que, en el fondo, eso correspondía con
sus más íntimos deseos, por eso siguió el juego.
Cuando ya había visto todo el oro, miró hacia afuera y vio que el barco se había
alejado bastante de la costa. Entonces se asustó. El rey le tomó la mano y le dijo: "¡No
temas! No soy un mercader, soy un rey, y te amo tanto que te pido que seas mi mujer".
Ella lo miró y lo encontró atractivo, contempló el oro y le dijo que sí.
El fiel Juan llevaba el timón y silbaba divertido, satisfecho por lo bien que había
salido la jugada. En eso aparecieron tres cuervos, se posaron sobre el mástil y
comenzaron a hablar.
Bert Hellinger- Cuentos de vida
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El primero dijo: "El rey aún no tiene segura a la princesa: cuando lleguen a tierra
vendrá a su encuentro un caballo rojo como el fuego. Cuando lo monte para cabalgar
hacia el palacio, el caballo emprenderá el galope y no verán al príncipe nunca más".
El segundo dijo: "A no ser que alguien se le adelante y salte sobre el caballo, tome
el arma que lleva en la silla y mate al caballo". Y el tercero dijo: "Pero si alguno de los
que sabe esto lo cuenta quedará convertido en piedra desde los dedos de los pies
hasta las rodillas".
El segundo cuervo dijo: "Aun suponiendo que supera el primer obstáculo, el rey aún
no tiene segura a la princesa: cuando llegue a su palacio encontrará un traje de boda.
Querrá ponérselo enseguida, pero se prenderá fuego como resina fresca y le quemará
hasta los huesos".
El tercer cuervo dijo: "A no ser que alguien se le adelante, tome el traje con guantes
y lo tire al fuego".
Y el primer cuervo agregó: "Pero si alguno de los que sabe esto lo cuenta quedará
convertido en piedra desde las rodillas hasta el corazón".
El tercer cuervo prosiguió: "Aunque superara el segundo obstáculo, el rey aún no
tiene segura a la princesa: cuando comience el baile nupcial, la reina se desmayará y
caerá al suelo como si estuviera muerta. Y si no aparece rápido alguien que le abra el
corsé, le saque el pecho derecho, le chupe tres gotas de sangre y después las escupa,
la reina morirá".
Y el segundo cuervo añadió: "Pero si alguno de los que sabe esto lo cuenta
quedará convertido en piedra desde el corazón hasta la cabeza".
Ahí tomó conciencia Juan de que la cosa iba en serio. Pero, fiel a su juramento, se
propuso hacer todo lo posible para salvar al rey y a la reina, aunque le costara la vida.
Cuando tocaron tierra sucedió todo tal cual habían predicho los cuervos. Un caballo
rojo como el fuego apareció al galope y, antes de que el rey lo pudiera montar, Juan se
subió al caballo, tomó el arma, y lo mató. Los otros criados del rey exclamaron: "¡Pero
qué se ha creído éste! Ahora que el rey iba a llegar a palacio cabalgando sobre este
hermoso caballo, viene él y lo mata. ¡No se le puede permitir una cosa así!". Pero en-
tonces el rey dijo: "Es Juan, mi fiel sirviente. Sus razones tendrá para obrar así".
Cuando entraron en el palacio, allí estaba el traje de boda y, antes de que el rey lo
fuera a buscar para ponérselo, Juan lo tomó con guantes y lo arrojó al fuego. Entonces
se escuchó a otros sirvientes murmurar: "¡Pero qué se habrá creído! Ahora que el rey
iba a ponerse el hermoso traje, viene éste y se lo tira al fuego. No se le puede permitir
una cosa así!". Pero entonces dijo el rey: "Es Juan, mi fiel sirviente. Sus razones
tendrá para obrar así".
Luego se celebró la boda, pero al comenzar el baile la reina se puso pálida y cayó
desplomada y como muerta. Juan acudió enseguida a su lado y, antes de que el rey
se atreviera a hacer nada -aún era inexperto-, le abrió el corsé, le sacó el pecho de-
recho, chupó tres gotas de sangre y luego las escupió. La reina abrió los ojos y
recobró la vida.
El rey, sin embargo, se avergonzó de eso y cuando escuchó a los otros sirvientes
que se burlaban, pensó que la situación ya había llegado a un límite y que si ahora
también perdonaba a Juan, su autoridad quedaría en entredicho. Por eso reunió al
tribunal y condenó a muerte a Juan, su fiel sirviente.
A todo esto, Juan se preguntaba si debía revelar lo que le habían dicho los cuervos:
"Pase lo que pase voy a morir: si no lo cuento, muero en la horca. Y si lo cuento me
convierto en piedra". Al final se decidió por relatar lo sucedido, porque pensó: "Quizás
la verdad los haga libres".
Cuando se hallaba ante su verdugo, igual que otros condenados, pudo pronunciar
sus últimas palabras. Entonces contó ante todo el mundo por qué había hecho todo
aquello que parecía tan grave. Justo cuando terminó cayó al suelo convertido en
piedra. Así murió.
Todos los presentes lanzaron gritos de dolor. El rey y la reina se retiraron a palacio
y se recluyeron en sus aposentos. Allí, la reina miró al rey y le dijo: "Yo también
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escuché los cuervos, pero no dije nada por temor a convertirme en piedra". Ahí el rey
le susurró al oído: "Yo también los oí!".
Pero el cuento no termina aquí. Resulta que el rey no se atrevió a sepultar a Juan
convertido en piedra, y lo puso delante del palacio como si fuera una estatua. Cada
vez que pasaba por allí decía suspirando: "¡Ay, mi fiel Juan, qué pena!". Pronto la
reina quedó embarazada y con esto el rey se distrajo del tema. Al año nacieron
mellizos, dos niños preciosos.
Cuando los niños cumplieron tres años, el rey ya no pudo más y le dijo a su esposa:
"Tenemos que hacer algo para devolverle la vida al fiel Juan, y lo lograremos
sacrificando lo más querido que tenemos". La reina se asustó: "¡Lo más querido que
leñemos son nuestros hijos!". "Sí", respondió el rey. A la mañana siguiente, tomó una
espada, les cortó la cabeza a sus hijos y derramó la sangre sobre el cuerpo petrificado
de Juan con la esperanza de que volviera a la vida. Pero la piedra, piedra quedó. Al
verlo, la reina gritó: "¡Esto es el fin!". Se retiró a sus aposentos, recogió sus cosas y a
los tres días volvió a su país. El rey, sin embargo, fue a la tumba de su madre y allí
lloró largo tiempo.
REFLEXIONES POSTERIORES: EL MIEDO
Quien ahora estuviera tentado de leer el cuento de la manera que nos fue
transmitido, encontrará lo mismo que acaba de oír aquí-siempre que lo lea
atentamente- Pero al mismo tiempo encontrará también el cuento real que, si rehuye la
visión desnuda de su verdad, le hace soportable lo terrible a través de algo hermoso;
su miedo de encontrar, quizás, el cielo vacío se apacigua a través de una esperanza
ilusoria.
El amor
Un hombre, en sueños, oyó la voz de Dios que le decía: "¡Levántate, toma a tu hijo,
tu único y bien amado hijo, llévalo al monte que te indicaré y ofrécemelo en sacrificio!".
Por la mañana, el hombre se levantó, miró a su hijo, único y bien amado, miró a su
mujer, la madre del niño, y miró a su Dios. Levantó al niño, lo llevó al monte, construyó
un altar, le ató las manos y sacó el cuchillo para sacrificarlo. En ese momento oyó otra
voz, y en lugar de su hijo sacrificó un cordero.
¿Cómo mira el hijo al padre?
¿Cómo el padre al hijo?
¿Cómo la mujer al hombre?
¿Cómo el hombre a la mujer?
¿Cómo miran ambos a Dios?
Y, ¿cómo Dios -suponiendo que exista- los mira a ellos?
En otro lugar, otro hombre también en sueños oyó la voz de Dios que le decía:
"¡Levántate, toma a tu hijo, tu único y bien amado hijo, llévalo al monte que te indicaré
y ofrécemelo en sacrificio!".
Por la mañana, el hombre se levantó, miró a su hijo, único y bien amado, miró a su
mujer, la madre del niño, y miró a su Dios. Y le respondió de frente: "¡No lo haré!"
¿Cómo mira el hijo al padre?
¿Cómo el padre al hijo?
¿Cómo la mujer al hombre?
¿Cómo el hombre a la mujer?
¿Cómo miran ambos a Dios?
Y, ¿cómo Dios -suponiendo que exista- los mira a ellos?
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La fe
Alguien cuenta que escuchó a dos personas comentando cómo hubiera
reaccionado Jesús si al decirle a un enfermo "¡Levántate, toma tu cama y vete a tu
casa!", éste le hubiera respondido: "¡No quiero!".
Una de las dos contestó que probablemente Jesús no hubiera dicho nada al
principio, pero luego se habría dirigido a sus discípulos diciendo: "Este hombre honra a
Dios más que yo".
REFLEXIÓN: CONTRADICCIONES
Historias como esta nos pueden irritar un poco al principio, ya que parecen ir en
contra de las reacciones y de la lógica a la que estamos acostumbrados. Pero luego,
superados algunos límites, comenzamos a vislumbrar un significado que ninguna
explicación puede aclarar ni ninguna contradicción discutir. Por eso cautivan.
En cuestiones esenciales, muchas veces debemos contemplar varias posiciones al
mismo tiempo. La plenitud no excluye las contradicciones, más bien las incluye, por
eso el opuesto es una parte más entre las otras, las complementa pero no las
sustituye.
La exigencia
En tierras de Aram, donde hoy se encuentra la actual Siria, vivía hace mucho
tiempo un general fiel a su rey, famoso por su fortaleza y valentía. Un día se enfermó
gravemente de lepra, fue aislado y ya no pudo tener contacto con nadie, ni siquiera
con su esposa.
Un día, una esclava le contó que en su país vivía un hombre que sabía curar su
enfermedad. Así, pues, reunió a su séquito, tomó diez talentos de plata, seis mil
monedas de oro, diez trajes de fiesta, una carta de recomendación de su rey, y se
puso en marcha.
Después de andar un largo camino y de extraviarse algunas veces, llegó a la casa
de quien había de curarle y pidió que lo dejaran entrar.
Ahí estaba el hombre con todo su séquito, sus tesoros, la carta de recomendación
de su rey, a la espera de que alguien le abriera la puerta. Pero nadie le hacía caso. Ya
estaba algo nervioso e impaciente cuando se abrió la puerta y apareció un criado que
se le acercó y le dijo: "Mi señor te manda a decir que te laves en el Jordán, que eso te
sanará".
El general creyó que se estaban burlando de él. "¿Qué? -dijo- "¿Y éste es un
sanador? ¡Por lo menos tenía que haber venido personalmente a hablar conmigo,
invocar a su Dios, realizar un largo ritual y tocar mis llagas con su mano! ¡Igual así me
hubiera curado! Y en lugar de todo eso, ¡quiere simplemente que me bañe en el
Jordán!. Hecho una furia dio media vuelta y emprendió el regreso a casa.
En realidad, este es el verdadero final de la historia. Pero como se trata de un
cuento, tiene un final feliz. Continúa así:
Cuando el general ya llevaba un día de marcha, al anochecer se acercaron sus
criados y de buenas maneras le dijeron: "Querido padre: si este sanador te hubiera
pedido algo extraordinario y fuera de lo común, como por ejemplo que fueras en barco
a países lejanos, que te sometieras a dioses extraños, que durante años escudriñaras
tus propios pensamientos, aunque todo eso te hubiera costado tu fortuna, se-
guramente lo hubieras hecho. Pero tan sólo te pidió algo muy sencillo". Y así se dejó
convencer.
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De mal humor y desalentado se dirigió al Jordán, se bañó en él y se hizo el milagro.
Al volver a casa, su esposa quiso saber cómo le había ido. "Pues ya ves -contestó,
me he curado. Aparte de eso no pasó nada importante".
CONSIDERACIÓN PRELIMINAR: SABER DISTINGUIR LAS HISTORIAS
Quien empieza a distinguir las historias que lee, ya no sucumbe ante lo bello con
tanta facilidad. Guiándose por una instancia interior que sabe más de lo que las
palabras dicen, comprueba si lo que escucha y siente le da fuerza, lo nutre, lo estimula
y lo capacita para actuar o si, por el contrario, lo debilita, lo limita, lo paraliza y le hace
estar fuera de sí.
Lo que realmente nos ayuda a veces sobrepasa los límites conocidos e implica el
riesgo del fracaso y de la culpa.
Los recursos
Un día un hombre sale de su casa, se confunde entre la multitud del mercado, sigue
por una callejuela y llega a una calle que lo lleva al cruce de dos avenidas. De repente
escucha chimar unos frenos, un autobús pierde el control, hay gente que grita y, a
continuación oye el choque.
Ya no sabe qué le ocurre: huye a toda prisa, vuelve por la calle por la que había
llegado, toma la callejuela, se abre paso entre la multitud del mercado, llega a su casa,
abre el portal, sube corriendo las escaleras hasta su piso, cierra la puerta tras de sí,
corre por el pasillo hasta la última habitación y cierra la puerta. Respira hondo.
Y ahí está, salvado, encerrado y solo. El susto recibido en el cuerpo ha sido tan
fuerte que no se atreve ni a moverse. Entonces espera.
A la mañana siguiente su compañera lo echa de menos. Intenta llamarlo por
teléfono, pero nadie responde. Preocupada, se acerca hasta su casa y toca el timbre,
pero nadie abre. Acude a la policía para pedir ayuda y regresa con dos agentes.
Primero abren el portal, corren escaleras arriba hasta la puerta del piso, la abren,
siguen el pasillo hasta la última habitación, pican en la puerta y esperan un momento.
Cuando la abren, encuentran al hombre aterrado.
La mujer le da las gracias a los dos policías y les dice que se pueden ir. Después
espera un momento y siente que aún no puede hacer nada. Promete que volverá al
día siguiente y se va.
Al otro día encuentra el portal abierto, pero el piso continúa aún cerrado. Abre y se
dirige a la última habitación, también la abre y encuentra a su compañero. Como sigue
sin hablar, ella le cuenta lo que ha vivido mientras se dirigía hacia allí: que el sol se
abría paso entre las nubes, que los pájaros cantaban en las ramas de los árboles, que
los niños jugaban y corrían, y también que la ciudad latía con su propio ritmo.
Se da cuenta de que tampoco esta vez puede hacer nada. Promete volver al otro
día y se va.
A la mañana siguiente vuelve y encuentra abierta tanto la puerta del portal como la
del piso. Se dirige a la última habitación, la abre y encuentra a su compañero todavía
inmóvil. Espera un rato y le cuenta que la noche anterior había ido al circo. Le describe
el colorido del espectáculo, la animada música de la banda, el ambiente bullicioso, la
tensión cuando entraron los leones y el gran alivio de que todo saliera bien. También
le contó de las bromas de los payasos, de los preciosos caballos blancos y de la
alegría de la gente. Al acabar su relato lo pro-mete: "Mañana volveré".
Al día siguiente, todo está abierto, hasta la puerta de la habitación, pero no hay nadie.
El hombre asustado no aguanta más en la casa. Cierra la puerta de la habitación,
también la puerta del piso, sale por la puerta de la calle y se confunde entre la multitud
del mercado. Sigue por una callejuela, llega hasta la calle ancha, atraviesa el cruce de
las dos avenidas y, decidido, busca a su compañera.
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Introducción: Veneno y antídoto
Algunas historias nos conmueven y por un momento hasta puede parecer que la
muerte y la separación hubieran sido borradas. Cuando las escuchamos nos relajan
como una copa de vino en la noche: después dormimos mejor. A la mañana siguiente
nos levantamos como siempre y vamos al trabajo.
Otros, después de haberse tomado el vino, se quedan en la cama y haría falta
alguien que viniera a despertarlos y que les relatara las historias con algunas
variaciones. Así, el dulce veneno se convierte en antídoto y a veces vuelven a
despertar liberados del hechizo.
El final
Harold, un joven de unos veinte años que solía dejar impresionados a todos al tratar
de tú a tú a la muerte, le hablaba a un amigo de su gran amor, Maude, una mujer
octogenaria. Le dijo que un día quiso celebrar con ella su cumpleaños y también el
compromiso de boda y que en plena celebración ella le confesó que había tomado
veneno y que sobre la medianoche su vida habría acabado. El amigo se quedó
pensativo un momento y luego le contó la siguiente historia:
"En un planeta diminuto vivía una vez un pequeño hombre. Como no había nadie
más se llamó a sí mismo Príncipe, es decir el primero y el mejor. Además de él, vivía
allí una rosa cuya fragancia había sido exquisita tiempo atrás, pero que ahora ya se
estaba marchitando. El Pequeño Príncipe -aún era un niño- no descansaba en su
esfuerzo por mantenerla viva. Así, de día tenía que regarla y de noche, protegerla del
frío. Pero cuando él necesitaba algo de ella, y eso ya había sucedido en alguna
ocasión, la rosa le enseñaba sus espinas. No era, pues, de extrañar que con el paso
del tiempo él se hubiera cansado. Por eso decidió marcharse.
Primeramente visitó los planetas de los alrededores, tan di-minutos como el suyo, y
sus príncipes, casi tan extraños como él. Nada lo retenía allí.
Tiempo después llegó a la hermosa Tierra y fue a dar con un jardín de rosas. Había
miles, a cada cual más bella, y su fragancia perfumaba todo el aire. Ni en sueños se
hubiera imaginado que pudiera haber tantas rosas, ya que hasta ese momento sólo
conocía una. Así fue como quedó cautivado por su dulzura y su belleza.
Pero entre las rosas lo descubrió un zorro astuto. Fingía ser tímido, y cuando vio
que podía engatusar al pequeño extraño, le dijo: "Quizás te parezca que todas las
rosas son excepcionales, pero no tienen nada de especial. Crecen solas y sin
cuidados. Tu rosa, en cambio, la de tu planeta, es exigente porque es única. Vuelve
con ella". Al oír esto, el Pequeño Príncipe se sintió confundido y triste, y emprendió
camino al desierto. Allí encontró un piloto que había aterrizado por una avería y pensó
que a lo mejor podía quedarse con él, pero pronto vio que era frívolo y sólo quería
conversar. Entonces el principito le contó que regresaba a casa, donde estaba su rosa.
Cuando se hizo de noche, se acercó a una serpiente, hizo como si la fuera a pisar y
entonces ella le mordió. Al pronto se estremeció, luego se fue aquietando y así murió.
A la mañana siguiente el piloto encontró su cadáver. "¡Qué listo!" -pensó-, y enterró
su cuerpo en la arena".
Según se supo más tarde, Harold no asistió al entierro de Maude. En lugar de ello,
y por vez primera en muchos años, puso rosas en la tumba de su padre.
Reflexión: La vida y la muerte
Un día se encuentran dos zulúes y uno le dice al otro: "Te he visto, ¿aún estás con
vida?"
"Sí" -responde el otro-, "todavía estoy aquí. ¿Y tú?"
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"Yo también sigo con vida".
Cuando un forastero le pregunta a un zulú, que aparentemente no hace nada, "¿No
te aburres?", éste le responde: "¡Pero si estoy viviendo!".
A él no le falta nada que pudiera darle más sentido a su vida.
La misma actitud encontramos en uno de los fieles de Konradin, el último de los
Staufer, quien prisionero en un castillo estaba jugando con un amigo una partida de
ajedrez. Llegó entonces un mensajero a decirle que en una hora sería ejecutado, a lo
que él contestó: "¡Sigamos jugando!".
El huésped
En alguna parte lejos de aquí, donde tiempo atrás se encontraba el Lejano Oeste,
un hombre iba caminando con su mochila a la espalda, atravesando un país vasto y
solitario. Después de andar muchas horas -el sol ya estaba alto y su sed era
imperiosa-, vio una granja en el horizonte.
"Gracias a Dios" -pensó-, "por fin un hombre en medio de esta soledad. Entraré en
su casa, le pediré algo de beber, y quizás después nos sentemos un poco en la galería
y charlemos antes de que continúe mi camino".
Y se imaginaba qué bonito sería.
Al acercarse, sin embargo, vio que el granjero empezaba a labrar en el huerto
delante de su casa, y las primeras dudas lo invadieron. "Probablemente tendrá mucho
que hacer" -pensó-"y si le digo lo que quiero, igual no le sienta bien y hasta podría
pensar que soy un descarado".
Así, al pasar por la huerta, tan sólo saludó al granjero con un gesto y pasó de largo.
El granjero, por su parte, ya lo había visto de lejos y se alegró.
"Gracias a Dios" -pensó- "por fin otro hombre en medio de esta soledad. ¡Ojalá se
acerque hasta aquí! Entonces tomaremos algo juntos, y quizás nos sentemos en la
galería y charlemos un rato antes de que siga su camino".
Y entró en la casa para preparar unos refrescos.
Pero al ver al forastero que se acercaba, también él comenzó a dudar.
"Seguramente tendrá prisa, y si le digo lo que quiero, igual no le sienta bien y hasta
podría pensar que me meto en lo que no me llaman. Pero quizás tenga sed y quiera
entrar él mismo. Lo mejor será que me vaya al huerto delante ele casa y haga ver que
tengo trabajo. Ahí me tendrá que ver, y si realmente se quiere acercar hasta aquí, se
notará".
Cuando, finalmente el otro lo saludó desde lejos y siguió su camino, se dijo: "¡Qué
pena!".
El forastero, sin embargo, continuó caminando. El sol seguía subiendo, su sed
aumentaba, y pasaron horas hasta que en el horizonte divisó otra granja. Entonces se
dijo a sí mismo: "Esta vez entraré en casa de este granjero, le siente bien o no. tengo
tanta sed que necesito beber".
Pero también el granjero ya lo había visto de lejos y pensó: "¡Espero que éste no
venga a mi casa! ¡Lo único que me fallaba, con todo lo que tengo que hacer! ¡No estoy
para atender a otros!". Y siguió con su trabajo sin levantar la mirada.
El forastero lo vio en el campo, se acercó a él y dijo: "Tengo mucha sed. ¡Por favor,
dame algo de beber!".
El granjero pensó: "¡Vaya!, ahora no le puedo decir que no, al fin y al cabo no soy
de piedra". Así, lo llevó a su casa y le dio de beber.
El forastero dijo: "Estuve mirando tu huerto. Se nota que lo trabaja alguien que
entiende, que ama las plantas y sabe lo que necesitan".
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El granjero contestó: "Veo que también tú entiendes de estas cosas...".
Se sentó y charlaron un buen rato.
Después, el forastero se puso de pie y dijo: "Ya va siendo hora que me vaya".
El granjero, sin embargo, le replicó: "Mira, el sol ya está bajo. Quédate aquí esta
noche. Nos sentaremos en la galería y charlemos un rato antes de que mañana
continúes tu camino".
Y el forastero asintió.
Al caer la tarde, se sentaron en la galería, mientras la vasta llanura se iba
transformando bajo la luz del crepúsculo. Cuando la oscuridad empezó a ceñirse a su
alrededor, el forastero comenzó a explicar cómo le había cambiado la vida desde que
se había dado cuenta de que había otro que lo acompañaba en cada paso que daba.
Al principio no quería creer que hubiera alguien que fuera continuamente a su lado,
que se detuviera cuando él se detenía, que cuando reanudaba su camino se levantara
con él... Y había tardado un tiempo en comprender quién era su compañero.
"Mi fiel compañera -dijo- es mi Muerte. Tanto me he acostumbrado a tenerla a mi
lado que ya no puedo prescindir de ella. Es mi mejor amiga y la más leal. Cuando no
estoy seguro, cuando no sé qué tengo que hacer, hago un alto en el camino y le pido
que me haga llegar una respuesta. Me entrego por completo, en cuerpo y alma,
sabiendo que ella está ahí y yo estoy aquí. Y sin aterrarme a ningún deseo, espero
que me lie-" gue una señal. Si estoy centrado y la encaro con valentía, al cabo de un
tiempo me llega una palabra suya, como un relámpago que ilumina lo que estaba
oscuro, y entonces veo con claridad".
Al granjero le parecían extrañas estas palabras; se quedó un rato largo mirando la
noche en silencio, sin decir nada. Después, también él vio quién le acompañaba: su
propia Muerte. Y se inclinó ante ella.
Le pareció como si el resto de su vida se hubiera transformado en algo precioso
como el amor que conoce el adiós y, como el amor, rebosara hasta el borde.
A la mañana siguiente comieron juntos y el granjero dijo:
"Aunque te vayas, me queda una amiga".
Después, salieron de la casa y se dieron la mano. El forastero continuó su camino y
el granjero volvió al campo.
Para finalizar contaré una historia de esas que, si uno se abandona a ella mientras
la está escuchando, produce el electo de lo que está relatando.
La posada
Alguien pasea por las calles de su ciudad. Todo le parece familiar. Le acompaña
una sensación de seguridad y también de ligera tristeza porque muchas cosas se
mantienen en secreto,
V una y otra vez se encuentra con puertas cerradas. A veces hubiera querido
dejarlo todo y marcharse lejos de aquí. Pero algo lo sujetaba, como si estuviera
luchando contra un desconocido
V no pudiera separarse de él antes de conseguir su bendición.
Y así se siente prisionero entre ir hacia adelante o hacia atrás, entre marcharse o
permanecer.
El hombre llega a un parque y se sienta en un banco. Se apoya contra el respaldo,
respira profundamente y cierra los ojos. Deja estar la larga lucha, se fía de su fuerza
interior y siente que se va calmando y entregando, como se entrega un Junco al aire,
en armonía con la variedad, el vasto espacio y el largo tiempo.
Se ve a sí mismo como una casa abierta. Quien quiera entrar, puede venir. Todo el
que llega trae algo, se queda un rato y luego se va. De esa manera, en esta casa hay
un continuo ir y venir, traer, quedarse y partir.
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El que llega nuevo y trae algo nuevo, envejece mientras se queda, y finalmente
viene el tiempo de su partida. También llegan muchos desconocidos, gentes que
durante mucho tiempo fueron olvidadas o excluidas. Ellas también traen algo, se
quedan un tiempo y luego se van. Llegan igualmente los malvados, a quienes
preferiría prohibirles la entrada, y también ellos aportan algo, encuentran su lugar, se
quedan un rato y vuelven a partir. Cualquiera que venga siempre encuentra a otros
que llegaron antes o que vendrán después. Y como son muchos, cada uno tiene que
compartir. Todo el que tiene su lugar, también tiene su límite. Todo el que quiera algo,
también tiene que adaptarse. Todo el que haya venido, puede desarrollarse mientras
se quede. Llegó porque otros se fueron, y se irá cuando otros vengan. Así, en esta
casa hay tiempo y espacio suficientes para todos.
Así sentado, se siente a gusto en su casa, sabiéndose unido a todos los que
vinieron y vienen, aportaron y aportan, se quedaron y se quedan, se fueron y se van.
Lo que antes estaba inacabado, ahora le parece completo; percibe que una lucha se
termina y que se hace posible la despedida. Espera, sin embargo, el momento justo.
Después abre los ojos, echa una última mirada a su alrededor, se levanta y se va.
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CUENTOS QUE CAMBIAN EL RUMBO
Introducción: La indignación
Cuando una persona se indigna por algo grave parece estar a favor de lo bueno y
en contra de lo malo, a favor de la justicia y en contra de la injusticia. Se coloca entre
los perpetradores y las víctimas para impedir otros hechos graves. Sin embargo, tam-
bién podría colocarse entre ellos con amor, y seguramente sería mejor. Así, pues,
¿qué busca el indignado? ¿Qué hace realmente?
El indignado se comporta como si fuese una víctima, sin serlo. Se arroga el derecho
de exigir satisfacción a los perpetradores sin que él mismo haya sufrido injusticia
alguna. Procede cual defensor de las víctimas, como si ellas le hubieran otorgado la
facultad de representarlas, y luego las deja atrás sin derechos.
Y, ¿qué hace el indignado con esa pretensión? Se toma la libertad de causar daño
a los perpetradores sin temer consecuencias personales graves; porque como sus
malas acciones aparecen a la luz de algo bueno, no es necesario que tema cas-ligo
alguno.
Para que la indignación siga justificada, el indignado dramatiza tanto las injusticias
sufridas como las consecuencias de la culpa. Intimida a las víctimas para que vean a
la injusticia con la misma óptica terrible que él. De no ser así, también ellas se vuelven
sospechosas y deben temer transformarse en víctimas de su indignación, como si
fuesen perpetradores.
Ante un indignado, a las víctimas les resulta difícil dejar atrás su sufrimiento y a los
perpetradores, las consecuencias de la culpa. Si quedara en manos de las víctimas y
de los perpetradores buscar la compensación y la reconciliación, tal vez podrían
permitirse un nuevo comienzo mutuo. Sin embargo, cuando hay indignados, esto se
logra en todo caso con dificultad ya que, en general, los indignados no se sienten
satisfechos hasta no haber humillado y aniquilado a los perpetradores, aunque el sufri-
miento de las víctimas se agrave.
La indignación es, en primer lugar, de índole moral. Esto significa que no se trata de
brindar ayuda a alguien, sino de imponer una pretensión de la cual el indignado se
considera y se siente ejecutor. Por ese motivo, en contraposición con alguien que
ama, el indignado no sabe de compasión ni de justa medida.
La mujer adultera
En Jerusalén, un hombre bajó en una ocasión del Monte de los Olivos y se dirigió al
Templo. Al entrar, un grupo de eruditos justos trajeron a una mujer y, rodeando a aquel
hombre, la pusieron ante él diciendo:
- "Esta mujer ha sido sorprendida en adulterio. Moisés nos mandó en la Ley que la
lapidáramos. ¿Tú qué dices?".
Lo cierto es que no les interesaba ni aquella mujer, ni lo que había hecho. Su
propósito era tender una trampa a un hombre conocido por su solicitud e indulgencia.
Su clemencia los indignaba. Ellos, sin embargo, en nombre de esa ley, se sentían
autorizados a aniquilar tanto a la mujer como a aquel hombre siempre y cuando no
compartiera su indignación, aunque no tuviera nada que ver con lo que la mujer había
hecho.
En este caso nos encontramos frente a dos grupos de perpetradores. Al primero
pertenece la mujer, adúltera, a quien los indignados llamaban pecadora. Al otro
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pertenecen los indignados, asesinos por sus intenciones, aunque no obstante se
llamaran justos.
Sobre ambos grupos pesaba la misma ley implacable, con la única diferencia de
que, en un lado, dicha ley llama injusticia a los actos malos y, en el otro, justicia a los
actos aún peores, justicia. Pero el hombre al que querían tender la trampa escapó de
todos ellos: de la adúltera, de los asesinos, de la ley, del cargo de juez y de la
tentación de la grandeza. Delante de todos se inclinó hasta el suelo. Pero al ver que
los indignados no comprendían su gesto, que lo criticaban y lo acosaban, se incorporó
y dijo:
- "Aquel de vosotros que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra". Se
volvió a inclinar y empezó a escribir en la tierra.
De repente, todo había cambiado: ya que el corazón sabe más de lo que la ley le
permite o impone. Lo indignados se fueron retirando, uno tras otro, comenzando por
los más viejos. El hombre, sin embargo, respetaba su vergüenza y permanecía
inclinado, escribiendo. Sólo cuando los hombres se hubieron marchado, se
incorporó de nuevo y preguntó a la mujer:
"¿Dónde están?, ¿no te han condenado?"
"No, Señor", contestó ella.
Después, como si estuviera de acuerdo con los que antes se habían mostrado
indignados, le dijo a la mujer:
"Yo tampoco te condeno".
COMENTARIO POSTERIOR
Aquí termina la historia. En el texto transmitido aún se añade: "No peques más". Como
pudo demostrar a posteriori la investigación bíblica, esta frase fue añadida después,
probable-mente por alguien que ya no soportaba la grandeza y el poder de esta
historia.
Aún queda por comentar otro aspecto más. La auténtica víctima, el marido de la
mujer, no es nombrada ni por los indignados ni en la historia. Si los indignados
hubieran lapidado a la mujer, su marido se hubiera convertido doblemente en víctima.
Así, sin embargo, al no interponerse entre ellos ningún indignado, ambos tienen la
posibilidad de encontrar el equilibrio y la reconciliación a través del amor, y de
comenzar de nuevo. Si los indignados tuvieran el derecho de interponerse, se les
negaría esta solución, y tanto el perpetrador como la víctima, tanto la adúltera como el
marido engañado, sufrirían aún más.
A veces algunos niños que han sido objeto de abusos se encuentran en esta
situación, cuando por ejemplo en lugar de encontrarse en manos del amor, caen en
manos de la indignación. Los indignados se preocupan poco de ellos, por eso, las
medidas que proponen e imponen desde la indignación lo hacen todo aún más difícil
para las víctimas.
Los niños, aunque se hayan transformado en víctimas, permanecen vinculados y
leales al perpetrador. Suponiendo que fuera el padre, si éste es perseguido y
destrozado moral y físicamente, también los niños se dejan morir moral y físicamente,
o más tarde alguno de sus hijos expía la culpa. Esa es la maldición de la indignación y
la maldición de la ley a la cual la indignación se remite.
Entonces, ¿qué podríamos hacer nosotros en un caso así? Renunciar al
dramatismo y buscar caminos por los cuales tanto las víctimas como los perpetradores
puedan comenzar de nuevo, aunque con más sabiduría y más clemencia que antes.
En lugar de mirar hacia una supuesta ley superior miramos solamente a las
personas, ya sean víctimas o perpetradores, y nos ubicamos entre ellas. Sabemos que
sólo la ley parece férrea y eterna, que en la Tierra todo es transitorio, y a un final
también le sigue un principio. Nuestra ayuda es humilde y tiene amor para todos: para
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las víctimas, para los perpetradores, para los instigadores secretos y para los
vengadores que nosotros también hemos podido ser alguna vez.
La sentencia
Un rico murió, y al llegar a las puertas del cielo, llamó y pidió entrada. San Pedro le
abrió y le preguntó qué quería. El rico dijo "Quisiera una habitación de primera clase,
con vistas a la tierra y, además mi plato preferido a diario y la prensa del día".
San Pedro en un principio se resistía, pero al impacientarse el rico, lo llevó a una
habitación de primera, le trajo su plato preferido y el periódico, le echó una última
mirada y dijo: "Volveré dentro de mil años", y cerró la puerta tras él.
Al cabo de mil años volvió y miró por la ventanilla de la puerta. "¡Por fin estás aquí!",
exclamó el rico, "¡Este cielo es horrible!". San Pedro movió la cabeza. "Te equivocas",
dijo, "éste es el infierno".
Introducción: La conciencia
Conocemos la conciencia como un caballo conoce a los jinetes que lo montan y
como un timonel conoce las estrellas en las que mide su posición y fija el rumbo. Pero,
iay!, por desgracia son muchos los que montan al caballo, y en el barco muchos
timoneles se orientan por muchas estrellas distintas. Pero, y esta es la cuestión, ¿a
quién se subordinan los jinetes?, ¿qué rumbo el capitán le indica al barco?
La respuesta
Un discípulo se dirigió a un maestro:
- ¡Dime qué es la libertad!
- ¿Qué libertad?, le preguntó el maestro.
La primera libertad es la necedad. Se asemeja al caballo que, relinchando, derriba
al jinete, pero tanto más fuerte siente su irían o después.
La segunda libertad es el arrepentimiento. Se asemeja al timonel que se queda en
el barco que naufraga en vez de abandonarlo en un bote salvavidas.
La tercera libertad es el entendimiento. Viene después de la necedad y del
arrepentimiento y se asemeja a la brizna que se balancea con el aire y, porque cede
donde es débil, se sostiene.
El discípulo preguntó: "¿Eso es todo?"
El maestro replicó: "Algunos piensan que son ellos mismos los que buscan la
verdad de su alma. Pero es la Gran Alma la que piensa y busca a través de ellos. Igual
que la Naturaleza, puede permitirse muchos errores, y así sustituye sin esfuerzo a los
jugadores equivocados por otros nuevos. Sin embargo, a quien permite que sea ella la
que piense, a veces le concede algún margen de movimiento y, así como el río lleva al
nadador que se entrega a sus aguas, así ella lo lleva a la orilla, uniendo sus fuerzas a
las de él.
Comentario posterior: El coraje
Quien pretende descifrar los enigmas de la conciencia se adentra en un laberinto
donde necesita muchos hilos que lo orienten para distinguir, entre el sinfín de caminos,
aquellos que no conducen a los que no tienen salida.
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Moviéndose a tientas, tiene que enfrentarse a cada paso a los mitos e historias que
surgen alrededor de la culpa y de la inocencia, que seducen nuestro entendimiento y
paralizan nuestros pasos si nos atreviéramos a investigar lo que ocurre secretamente.
Eso les pasa a los niños cuando oyen hablar de la cigüeña, y los presos lo habrán
experimentado cuando a las puertas del campo de concentración leyeron: "¡El trabajo
libera!".
A veces, sin embargo, hay uno que tiene el coraje de mirar abiertamente y de
romper el hechizo. Como aquel niño que, en medio de las ovaciones con que las
masas enfervorizadas señalaban al dictador, dice claramente en voz alta lo que todos
ven pero nadie se atreve a admitir o expresar: "¡Pero si está desnudo!".
O como aquel juglar que se pone en el borde de la carretera donde un flautista tiene
que pasar con una fila de niños. Les toca una contramelodía que saca a algunos de su
marcha acompasada.
El centro
Un hombre quiere saberlo, por fin. Monta en su bicicleta, sale al campo abierto y, lejos
de lo conocido, encuentra otro sendero. No hay indicadores, pero se fía de lo que sus
ojos ven ante sí y de lo que su paso puede recorrer. Le invade una cierta alegría de
descubrir, y lo que antes más bien era un presentimiento, ahora se vuelve certeza.
El sendero termina a orillas de un río ancho, y el hombre baja su bicicleta. Sabe que si
quiere seguir aún más allá tendrá que dejar en la orilla todo lo que se lleva consigo. En
ese caso perderá la tierra firme y será llevado e impulsado por una fuerza que puede
más que él, de manera que tendrá que abandonarse a ella. Por eso vacila y retrocede.
Al volver de nuevo a casa se da cuenta de lo poco que sabe de las cosas que ayudan,
y de que le es difícil transmitírselas a otros. Demasiadas veces le ha pasado lo de
aquel hombre que sigue a otra bicicleta cuyo guardabarros golpetea.
Le grita: - "¡Eh, tú!, ¡tu guardabarros golpetea!" - "¿Qué?" -"¡Que tu guardabarros
golpetea!". - "No te oigo", responde el otro. -"¡Mi guardabarros golpetea!".
Algo no funciona, piensa. Luego frena y da la vuelta. Poco después pregunta a un
anciano maestro: "¿Cómo haces cuando ayudas a otros?". Muchas veces vienen a
verte personas que te piden consejo en asuntos de los que más bien sabes poco. Pero
después se encuentran mejor".
El maestro le dice: "Si uno se para en el camino y no quiere seguir adelante, eso no
depende del saber. Porque busca seguridad donde se pide valor, y libertad donde la
verdad ya no le deja elección. Y así va dando vueltas. El maestro, sin embargo, resiste
al pretexto y a la apariencia. Busca el centro, y allí espera recogido como quien
extiende las velas al viento, por si tal vez dispusiera de una palabra eficaz. El otro, al
acercarse a él, lo encuentra donde él mismo tiene que llegar, y la respuesta es para
ambos. Ambos escuchan.
Y añade algo más: "El centro se distingue por su levedad".
La vuelta
Alguien nace en su familia, en su país, en su cultura. Ya siendo niño, hace tiempo,
escucha a quien fue su modelo y maestro, y siente el profundo anhelo de ser y de
hacerse como él. Se une a un grupo de ¡guales, se ejercita en una disciplina de largos
años, y sigue el gran modelo hasta ser idéntico y pensar, hablar y sentir como él.
Pero, piensa, aún le falta una cosa. Por eso emprende un largo camino para,
quizás, superar en la soledad más lejana una última frontera. Pasa por jardines
antiguos, abandonados desde hace tiempo. Todavía florecen rosas silvestres y altos
árboles dan fruto cada año, pero cae al suelo de cualquier manera por no haber nadie
que lo quiera. Después comienza el desierto. Pronto le rodea un vacío desconocido.
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Le da la impresión de que cualquier rumbo es indiferente, y también las imágenes que
a veces ve ante sí, pronto se muestran vacías.
Camina siguiendo su impulso, y cuando ya hace algún tiempo que no se fía de sus
sentidos, de repente ve un manantial: brota de la tierra, y la tierra lo vuelve a recibir.
Donde su agua llega el desierto se convierte en un paraíso.
Al mirar a su alrededor ve a dos desconocidos que se acercan. Ellos hicieron lo
mismo que él: seguir a su modelo y maestro hasta volverse iguales a él. Como él
emprendieron un largo camino para, quizás, superar en la soledad del desierto una
última frontera. Y, como él, encontraron el manantial. Juntos se agachan, beben de la
misma agua y ya imaginan la meta casi conseguida. Después, se confían sus
nombres:
-Yo soy Gautama, el Buda.
-Yo soy Jesús, el Cristo.
-Yo soy Mahoma, el Profeta.
Después llega la noche y encima de ellos, como siempre, brillan las estrellas,
inalcanzables en su lejanía y en su quietud. Todos enmudecen, y uno de los tres se
sabe más cerca que nunca de su gran modelo.
Le parece como si por un momento pudiera intuir cómo se sentía cuando lo supo: la
impotencia, la inutilidad, la humildad, y cómo debería sentirse si también conociera la
culpa.
A la mañana siguiente, de la vuelta y sale a salvo del desierto.
Una vez más su camino le lleva por jardines abandonados, hasta acabar en uno
que es el suyo. Delante de la entrada hay un hombre mayor: se diría que lo hubiera
estado esperando.
Le dice: "Quien, como tú, encontró desde tan lejos el camino de vuelta, ama la
tierra húmeda. Y sabe que todo, si crece, también muere, y cuando acaba, nutre.
-Sí, responde el otro, estoy de acuerdo con la Ley de la Tierra. Y empieza a
trabajarla.
La conversión
Hace un tiempo apareció un manuscrito en el que varias parábolas de Jesús se
cuentan de una manera algo diferente a la habitual. Un profundo estudio reveló que,
en lo que a su contenido se refiere, no cabe duda de su autenticidad. Una de esas
parábolas es la historia del hijo pródigo, que en su nueva versión dice más o menos
así:
Un hombre tenía dos hijos. El menor dijo a su padre: "Padre, dame mi parte de la
herencia". El padre se entristeció al ver lo que su hijo tenía en mente, pero se la
entregó.
A los pocos días el hijo menor recogió todo, se fue a un país lejano y malgastó sus
bienes en una vida licenciosa.
Una vez lo hubo consumido todo, empezó a sentir hambre y se puso al servicio de
un ciudadano de aquel país, cuidando cerdos. Con ganas habría comido de lo que se
les echaba a aquellos animales, pero nadie se lo daba.
En casa de aquel hombre rico encontró a otro joven que también había hecho lo
mismo: había pedido su parte de la herencia, se había ido al mismo país lejano, lo
había gastado en una vida licenciosa y, al igual que él, acabó con los cerdos.
Finalmente, ambos recapacitaron y uno de ellos dijo: "Los siervos de mi padre
tienen pan en abundancia y yo, su hijo, me estoy muriendo aquí de hambre. Volveré
con mi padre y le diré: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de
ser llamado hijo tuyo. Tenme como a uno de tus siervos".
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El otro dijo: "Yo lo hago diferente. Mañana mismo me voy a la plaza del mercado,
me busco un trabajo mejor, ahorro una pequeña fortuna, me caso con una de las hijas
de esta tierra y vivo igual que la gente de aquí".
En este punto, Jesús levantó la mirada, la dirigió a las personas que le escuchaban
y les preguntó: -¿Quién de estos dos habrá cumplido mejor la voluntad de mi Padre?
Desgraciadamente se me olvidó el número exacto del manuscrito...
Comentario preliminar: Escuchar historias como una sinfonía
Hay historias de las cuales necesitamos retener sólo un poco. Las escuchamos
como se escucha una sinfonía, reconocemos primero una melodía y luego otra, y del
coro captamos palabras sueltas. Después movemos los dedos o los pies al compás
del ritmo, y en el sublime final tal vez sintamos un escalofrío que nos recorres por la
espalda y que nos deja una sensación que perdura en el tiempo. Sin saber cómo, nos
sentimos estimulados como si una brisa entrara por la ventana abierta.
La reunión
El señor de un reino floreciente, que mantenía abiertas sus fronteras hacia todas
partes, sospechaba que a sus príncipes les importaban más sus provincias que el
reino en su totalidad. Así los invitó a todos a la corte.
El primer príncipe reinaba sobre las tierras altas, un altiplano fructífero, huerta del
reino. Sus súbditos eran famosos por su viveza y perspicacia, por su sentido de la
belleza y su alegría de vivir. Un pueblo trabajador y risueño.
El segundo reinaba sobre las montañas del centro, en cuyos valles se escucha el
eco hasta en los rincones más recónditos. Sus súbditos tenían fama de escrupulosos,
de velar por la ley y el orden, y allí estaban los mejores funcionarios. Además, les
gustaba tocar en familia.
El tercero reinaba sobre las tierras bajas. Al este limitaba con el mar y todavía
quedaban muchas partes sin descubrir. Sus súbditos vivían en una estrecha franja
costera, trabajaban sus pequeños huertos cercados, apenas se conocían y sabían
poco del vasto mundo. Algunos de ellos, sin embargo, habían salido al mar
desconocido y cuando volvieron conocían los secretos de las profundidades, sus
peligros y su belleza. Pero hablaban poco de ello.
Cuando los tres llegaron a la corte, el rey dispuso la sala más lujosa para recibirlos.
Artistas itinerantes de las tierras altas la habían decorado. En sus paredes, frescos
luminosos difuminaban los límites del espacio, y en su techo había una imagen pintada
tan perfectamente que daba la impresión de estar al aire libre, mirando al cielo abierto.
A través de las ventanas diáfanas, la mirada desembocaba en jardines en flor, y en la
mesa lucían guirnaldas de flores de tal variedad de formas y colores que los ojos no se
cansaban de mirar la resplandeciente suntuosidad.
De las montañas del centro habían invitado a músicos, cada cual maestro en su
instrumento, para que deleitaran a sus huéspedes.
El primero tocaba el laúd y como por arte de magia le sacaba sonidos cual gotas
que caen en un cuenco de plata. Cuando acariciaba las cuerdas, un eco de muchas
voces vibraba en la sala, se iba extinguiendo como flotando en la lejanía, y finalmente
parecía sonar hasta el silencio, de tan maravillosa como era su interpretación.
El segundo pasaba el arco por su violín. Los sonidos brotaban suaves y se iban
derramando, crecían y se arrastraban casi imperceptibles, murmuraban y sollozaban,
seducían como el arrullo de las palomas, crujían bruscamente para luego volver a fluir
livianos e intensos.
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El tercero tocaba un tubo de latón que resonaba como si el sol saliera vigoroso y
brillante al amanecer. El sonido hacía vibrar las ventanas, cuyos cristales parecían
romperse de la agudeza de su cantar.
El cuarto soplaba una caña de bambú cuyos sonidos eran como el respirar fluido o
la llamada de un mirlo o el rugir del vendaval. Después, de nuevo voces de pájaros y
luego un susurro que se desvanecía.
El quinto golpeaba hábilmente con palillos sobre una fila de maderas, haciéndolas
sonar con el choque de copas o como campanillas de plata zarandeadas por el viento.
El sexto tocaba un órgano de tubos con ocho registros que zumbaba, susurraba,
bordoneaba, retumbaba, bramaba, rugía y tronaba. Sus acordes, con el sonido de los
otros, producían resonancias de plenitud y gravedad, y tan poderosa era su voz que la
sala se estremecía como si intentara vibrar al unísono.
De las tierras bajas habían invitado a bailarines y juglares para divertir a los
invitados. Ensayaban gestos delicados, giros hacia la derecha y hacia la izquierda,
piruetas y grandes pasos. Después se desperezaron para estirar los músculos. Uno de
ellos incluso ensayaba para pasar descalzo y con los ojos vendados por una cuerda
floja. Pero en ese momento llegaron los cocineros con fuentes humeantes de las que
salía el buen olor de los manjares. Un mayordomo probó el vino fresco, lo dejó pasar
por debajo de su lengua, saboreó el buqué, notó cómo su paladar se contraía
suavemente, inhaló su olor y tuvo que estornudar, pero enseguida recobró la
compostura al entrar los invitados justo en ese instante.
Fue una fiesta espléndida. Si bien los invitados tardaron un tiempo en poder
comunicarse, pronto se sintieron atraídos los unos por los otros, se presentaron su
arte y sus artistas mutuamente, se brindaron íntima amistad y ya no hubieran querido
separarse nunca más. Sólo el rey se mostraba extrañamente discreto. Se dio cuenta
de lo extraños que le resultaban sus huéspedes y de que, para conocerlos de verdad,
tenía que ponerse en camino y visitarlos a ellos de la misma manera que ellos lo ha-
bían visitado a él.
A la mañana siguiente, los tres príncipes aparecieron juntos ante el público. Pero al
mediodía ya estaban de nuevo en el camino de vuelta, cada cual hacia su provincia
habitual.
Del rey, sin embargo, se oyó decir que ya de buena mañana había iniciado un viaje
que había postergado muchas veces hacia sus provincias y hasta las fronteras,
atravesando su propio país.
Comentario preliminar: La plenitud
"Los cuentos, si son buenos, dicen más de lo que deberían y más de lo que nosotros
comprendemos de ellos. Se nos escapan, igual que escapan nuestros actos de
nuestras intenciones y un hecho de su interpretación. Por eso, algunas personas,
cuando escuchan historias, lo hacen como aquel hombre que por la mañana va a la
estación y coge un tren que le lleva a lugares lejanos. Se busca un asiento al lado de
la ventana y mira hacia fuera. Las imágenes se van sucediendo una tras otra: altas
montañas, puentes imposibles, ríos en su camino hacia el mar... Pronto ya no puede
captar las imágenes una por una porque su viaje va demasiado rápido. Entonces se
reclina en su asiento y se expone a ellas en su totalidad. Por la tarde, sin embargo, al
llegar a su destino, baja del tren diciendo: "He visto y vivido mucho".
La comprensión
Un grupo de hombres que todavía se consideraban principiantes, animados por los
mismos sentimientos, se encontraron y hablaron de sus planes para un futuro mejor:
acordaron hacer las cosas de otra manera.
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Lo común, lo cotidiano y todo el eterno ciclo les parecían demasiado estrechos.
Ellos buscaban lo sublime, lo singular, lo amplio, y esperaban encontrarse a sí mismos
como nunca nadie lo había conseguido. En su mente ya veían la meta conseguida, se
imaginaban cómo sería, sentían sus corazones latir de emoción y, como se
impacientaban, decidieron actuar.
"Primero tenemos que buscar al Gran Maestro, porque
por ahí se empieza", dijeron.
Después emprendieron el camino.
El maestro vivía en otro país y pertenecía a otro pueblo. De él se habían contado
muchas maravillas, pero nunca nadie parecía saber nada concreto. Pronto quedó atrás
lo habitual, puesto que allí todo era diferente: las costumbres, el paisaje, el habla, los
caminos, la meta. A veces llegaban a un lugar donde se decía que estaba el maestro,
pero siempre que querían saber algo más, oían que justamente acababa de partir y
que nadie sabía el rumbo que había tomado. Finalmente, un día lo encontraron.
Estaba con un campesino, trabajando en el campo. Así se ganaba el sustento y un
cobijo para la noche. Al principio no podían creer que ese fuera el maestro tan
largamente anhelado, y también el campesino se asombró al ver lo especial que con-
sideraban a aquel hombre que estaba con él en el campo. Éste, sin embargo, dijo: "Sí,
soy un maestro. Si queréis aprender de mí, quedaos aquí una semana más, entonces
os instruiré".
Enseguida entraron al servicio del campesino y, a cambio, recibían comida, bebida
y alojamiento. Al cabo de ocho días, al caer la tarde, el maestro los llamó, se sentó con
ellos bajo un árbol, se quedó mirando el crepúsculo y empezó a contarles una historia.
"Hace mucho tiempo, un hombre joven estuvo pensando qué quería hacer con su
vida. Provenía de una familia distinguida, no conocía el apremio de la penuria y se
sentía obligado a buscar lo sublime y lo mejor. Así dejó al padre y a la madre, siguió a
los ascetas durante tres años, y luego también los dejó. Encontró después al Buda en
persona y supo que tampoco eso le bastaba. Aún quería llegar más alto, hasta donde
el aire ya se enrarece y se respira con dificultad, donde nadie antes había llegado.
Cuando por fin llegó, se detuvo. Se encontraba al final de aquel camino y vio que se
había extraviado.
Entonces quiso tomar el rumbo contrario. Bajó, llegó a una ciudad, conquistó a la
cortesana más bella, se hizo socio de un comerciante rico, y pronto fue rico y
respetado también. Pero no había bajado a lo más profundo del valle, tan sólo se I
había movido por la zona alta: para arriesgarse del todo le faltaba valor. Tenía amante,
pero no mujer; tuvo un hijo, pero no | fue padre. Había aprendido el arte del amor y de
la vida, pero no había amado ni vivido. Empezó a aborrecer lo que no había aceptado,
hasta que se cansó y también lo dejó".
Aquí el maestro hizo una pausa.
"Quizás os suene la historia -dijo-, y también sabéis cómo acabó. Se dice que el
hombre, al final, se hizo humilde y sabio, amante de lo común. ¡Pero qué es eso
comparado con todo lo I que desaprovechó! El que se fía de la vida no rehúye lo
cercano para buscar un ideal lejano. Domina primero lo ordinario, ya que, de lo
contrario, también lo extraordinario en su vida, suponiendo que exista, no es más que
el sombrero de un espantapájaros.
Se hizo el silencio y también el maestro callaba. Después se levantó sin mediar
palabra y se fue.
A la mañana siguiente fue imposible encontrarlo. Durante esa misma noche había
reanudado su camino sin precisar adonde se dirigía.
Los que tanto tiempo parecían animados por los mismos sentimientos, nuevamente
tenían que defenderse solos. Algunos de ellos no querían creer que el maestro los
hubiera dejado y partieron a buscarlo de nuevo. Otros apenas eran ya capaces de
distinguir entre sus deseos y sus miedos y, al azar, lomaron cualquier camino.
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Uno, sin embargo, lo pensó. Volvió de nuevo junto al árbol, le sentó y miró a lo
lejos, hasta que en su interior se hizo la calma. Sacó de su interior lo que lo acosaba y
lo puso ante sí, como quien después de una larga marcha se quita la mochila antes de
descansar. Se sentía libre y ligero.
Ante él estaban, pues, sus deseos, sus miedos, sus metas y su necesidad real. Sin
mirarlos más de cerca ni querer nada determinado, como quien se entrega a lo
desconocido, esperó por sí solo a que ocurriera, a que cada cual encontrara en el lodo
el lugar que le correspondía según su propio peso y rango.
No tardó mucho. Se dio cuenta de que allá afuera todo se iba aclarando, como si
algunos se marcharan a hurtadillas cual ladrones desenmascarados que se dan a la
fuga. Y comprendió que lo que había tenido por deseos propios, miedos propios o
metas propias, todo aquello no le había pertenecido nunca. En realidad venía de otra
parte totalmente distinta y había anidado en su vida.
Pero ahora su tiempo se acabó.
Parecía moverse algo que aún quedaba delante de él. Volvía lo que realmente le
pertenecía, y cada cual ocupaba su justo lugar. La fuerza se reunió en su centro y
finalmente pudo reconocer su propia meta, la que sí le correspondía. Aún esperó un
poco hasta sentirse seguro. Después se levantó y se fue.
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CUENTOS SOBRE LA FELICIDAD
Comentario preliminar: La felicidad
La felicidad nos parece tentadora y traidora, atractiva y peligrosa, porque, con
frecuencia, lo que deseamos aporta desdicha y lo que tememos, felicidad. A veces
preferimos aferramos a la desdicha porque nos parece segura o grande, o porque la
consideramos inocencia, o mérito, o una pista de una felicidad venidera.
Así tal vez despreciemos la felicidad como si fuera vulgar, o pasajera y fugaz, o la
temamos como culpa y traición, o como delito, o como presagio de la desdicha.
Las dos caras de la felicidad
En otros tiempos, cuando los dioses aún parecían muy cercanos a los hombres,
había en una ciudad pequeña dos cantantes con idéntico nombre: Orfeo.
Uno de ellos era el grande. Había inventado la cítara, una forma primitiva de
guitarra, y cuando tocaba sus cuerdas para cantar, la naturaleza a su alrededor
quedaba encantada, los .mímales salvajes reposaban mansamente a sus pies y los ár-
boles más altos se inclinaban hacia él. En definitiva, nada se resistía a sus melodías.
Como era tan grande, cortejó a la mujer más bella.
Después empezó el ocaso.
Mientras se estaba celebrando la boda, la bella Eurídice murió. La copa estaba
colmada y antes de llegar a sus labios, se rompió. Pero para el gran Orfeo la muerte
no fue el final. Mediante su arte sublime encontró la entrada a los Infiernos, bajó al
Reino de las Sombras, atravesó el Río del Olvido, logró pasar delante del Cancerbero,
llegó con vida al trono del Dios de los Muertos y lo conmovió con su cantar para que
liberara a Eurídice, aunque con una condición...
Tan feliz estaba Orfeo que no percibió la malicia en este favor. Emprendió el
camino de vuelta oyendo tras de sí los pasos de la mujer amada. Pasaron ilesos ante
el Cancerbero, atravesaron el Río del Olvido, comenzaron la subida hacia la luz. Ya la
veían de lejos... De repente, Orfeo oyó un grito: Eurídice había tropezado. Se giró
sobresaltado y volvió a ver las sombras desvanecerse en la noche: estaba solo.
Anegado en su dolor, cantó la canción de despedida: "¡Ay, la perdí, toda mi felicidad
se fue con ella!".
Encontró el camino a la luz del día, pero la vida se le había hecho extraña entre los
muertos. Cuando unas mujeres borrachas quisieron llevarlo a la fiesta del vino nuevo,
se negó, y ellas lo desgarraron vivo. Tan grande fue su desdicha como vano su arte.
Pero, ¡todo el mundo le conoce!
El otro Orfeo era el pequeño. No era más que un cantor, actuaba en fiestas
sencillas, tocaba para gente sencilla, proporcionaba una alegría sencilla, y él mismo se
lo pasaba bien. Como no podía vivir de su arte, aprendió también otra profesión
corriente, se casó con una mujer corriente, tuvo hijos corrientes, pecaba de vez en
cuando, era corrientemente feliz y murió viejo y colmado de vida. Pero nadie lo
conoce... ¡Menos yo!
El burro
Un señor compró un burro joven y desde muy pronto lo acostumbró a la vida dura.
Lo cargaba de bultos pesados y lo hacía trabajar todo el día, dándole tan sólo lo
indispensable para comer. Así, el pequeño burro muy pronto se convirtió en un burro
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de verdad. Cuando venía su amo, se ponía de rodillas, agachaba la cabeza y, de
buena gana, dejaba que le pusiera las cargas más pesadas, aunque a veces apenas
se aguantara de pie.
Otros, al verlo, se compadecían de él. "¡Pobre burro!", decían y querían hacerle
algún bien: uno intentó darle un terrón de azúcar; otro, un trozo de pan; el tercero
incluso quería llevarlo a un pasto verde. Pero él les enseñó lo burro que era: al primero
le mordió la mano, al otro le dio una coz, y con el tercero se puso terco como una
mula.
"¡Qué burro!", exclamaron finalmente. Y lo dejaron tranquilo a partir de ese día.
A su amo, sin embargo, le comía de la mano, aunque no le diera más que paja. El
hombre, por su parte, alababa a su animal delante de todo el mundo, diciendo: "¡Es un
gran burro, más que ningún otro que haya visto hasta ahora!", y le puso el nombre de
Ih-Oh.
Con el tiempo ya no se supo con seguridad cómo se pronunciaba aquel nombre,
hasta que un entendido afirmó que debía ser: "Y-Yo".
La escapatoria
En alguna parte del sur, al amanecer, un pequeño mono subió a una palmera
sacudiendo un coco pesado en sus manos y gritando con todas sus fuerzas.
Lo oyó un camello, que se acercó, alzó la mirada y le preguntó: "¿Qué te pasa
hoy?". El mono le contestó: "Estoy esperando al gran Elefante. ¡Le voy a pegar una
paliza con el coco que se va a enterar!".
Pero el camello pensó: "¿Qué querrá realmente?".
Al mediodía pasó un león que también oyó al pequeño mono, lo miró desde abajo y
le preguntó: "¿Te pasa algo?". "¡Sí, necesito al gran Elefante!", gritó el mono. "¡Le voy
a dar una paliza con el coco que le va a estallar la cabeza!", agregó. Pero el león
pensó: "¿Qué le pasará realmente?".
Por la tarde vino un rinoceronte, se extrañó al oír al mono, levantó la mirada y le
preguntó: "¿Qué te pasa hoy?". "Estoy esperando al gran Elefante. Le pegaré de tal
modo que le reventaré el coco y lo dejaré tieso", contestó.
El rinoceronte, sin embargo, pensó: "¿Qué querrá realmente?".
A última hora de la tarde llegó el gran Elefante, se rascó en la palmera y cogió
algunas ramas con su trompa. Encima de él, sin embargo, reinaba un silencio
absoluto. Cuando levantó la mirada, vio al pequeño mono detrás de una rama y le
preguntó: "¿Te pasa algo?". "No, nada", se apresuró a decir el mono. "Durante el día
anduve gritando un poco, pero no te lo habrás tomado en serio, ¿verdad?".
El elefante, sin embargo, pensó: "¡Algo le falta!". Después, vio su manada y se
marchó con pasos majestuosos.
El pequeño mono se quedó quieto durante un rato. Después cogió el coco, volvió al
suelo, lo golpeó contra una piedra, lo reventó... se bebió la leche y se comió el fruto.
La inocencia
Alguien quiere dejar lo que durante tanto tiempo lo acosaba, por eso se adentra en
un camino desconocido. Va caminando alegremente y por la tarde llega a una
montaña. Al hacer un alto, descubre ante él la entrada de una cueva. El hombre se
acerca e intenta entrar, pero la encuentra sellada con una puerta de hierro. "¡Qué
curioso!, quizás ocurra algo", piensa. Se sienta frente a la puerta, una y otra vez dirige
su mirada hacia ella y la vuelve a apartar, mira y deja de mirar y, al cabo de tres días,
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cuando justo acababa de apartar la mirada y de volver a mirar, ve que la puerta está
abierta. No duda en cruzarla, avanza corriendo y, de repente, se encuentra nueva-
mente al aire libre.
"Curioso", piensa, frotándose los ojos. Al sentarse, ve a una cierta distancia un
pequeño círculo blanco, inmaculado como la nieve, y en el interior de ese círculo se ve
a sí mismo acurrucado, encogido y de un blanco resplandeciente. Alrededor de aquel
pequeño círculo blanco titila una inmensa llamarada de sombras que parece quisieran
entrar.
"Curioso, quizás ocurra algo", piensa.
Se sienta enfrente, una y otra vez mira y aparta la vista, mira de nuevo y aparta la
vista y, al cabo de tres días, cuando justo acaba de apartar la mirada para volver a
mirar, ve cómo el pequeño círculo blanco se abre, la llama de sombras negras se
precipita a su interior, el círculo se ensancha y él, por fin, puede estirarse. Pero ahora
el círculo está gris.
La culpa
Alguien se levanta por la mañana y su corazón se encoge porque sabe que vienen
sus acreedores y tiene que enfrentarse a ellos. Viendo que aún le queda un poco de
tiempo, se acerca a la estantería, toma la primera carpeta y comienza a repasar los
papeles.
Entre ellos encuentra facturas que aún le quedan por pagar. Mirándolas más
detenidamente ve que también hay algunas cuyos reclamos son exagerados, algunas
incluso por servicios que se prometieron pero nunca se cumplieron, y otras para
productos que fueron encargados pero nunca se entregaron. El hombre sopesa qué
sería adecuado y justo en cada caso, y decide guardarse de reclamos falsos. Después
cierra esa carpeta y pasa a la segunda.
Encuentra registradas prestaciones por las que se creía especialmente en deuda
con otros. Pero al final de esa larga lista lee comentarios como "gratis", "ya pagado" o
"se entregó con gusto". Surgen en su interior imágenes entrañables de personas
queridas, y su corazón se abre de par en par, inundado por un sentimiento de amor y
gratitud. Después cierra también la segunda carpeta y abre la tercera.
Allí no encuentra más que presupuestos que en su día pidió para adquirir lo que en
aquel momento necesitaba. Pero al final de los presupuestos lee "pago por
adelantado". Sabe que aún necesitará tiempo para comprobar si eran o no fiables esos
presupuestos. También cierra la tercera carpeta y la devuelve al estante.
Finalmente llegan sus acreedores y, cuando han tomado asiento, llenan el espacio
con su presencia. Pero ninguno de ellos pronuncia ni una palabra.
Al verlos todos delante suyo, el hombre se siente extrañamente ligero, como si de
repente pudiera abarcar todo lo que antes le parecía tan confuso, y siente la fuerza de
poder y querer enfrentarse a ellos.
Mientras aún espera, su imagen va cobrando orden. Ahora sabe seguro a cuál de
los acreedores le toca primero y quién será el siguiente. Les comunica su imagen y les
agradece que hayan venido. También les dice que a su debido tiempo se enfrentará a
ellos. Ellos asienten y se marchan. Sólo se queda aquel acreedor al que ahora ya
quiere enfrentarse.
Los dos se exponen el uno al otro. Saben que ya no se trata de regatear, sólo de
actuar, y como ambos están serios, pronto llegan a un acuerdo. Al marcharse el
acreedor, se gira un momento y le dice al hombre: "Aún te concedo un pequeño
plazo".
El curso de la vida
Bert Hellinger- Cuentos de vida
Página 34 de 54
Un abejorro se posó en una flor de cerezo, tomó su néctar, quedó saciado y se fue
volando.
Pero después le vinieron remordimientos. Se sintió como alguien que se hubiera
sentado en una mesa abundantemente preparada sin haberle regalado al anfitrión ni
un detalle que también alegrara su corazón.
"¿Qué podría hacer?", pensó, pero no lograba decidirse, y así pasaron semanas y
meses.
Finalmente la intranquilidad pudo con él. "Tengo que volver a la flor de cerezo y
darle las gracias de todo corazón", se dijo.
Se echó a volar, encontró el árbol, la rama, la hoja exacta donde antes se hallaba la
flor, pero la flor ya no estaba. Sólo encontró un fruto maduro de un intenso color
encarnado.
Al verlo, el abejorro se entristeció. "Nunca más podré darle las gracias a la flor de
cerezo. La oportunidad está perdida para siempre. ¡Pero esto me servirá de lección!",
sentenció.
Mientras lo estaba pensando, percibió un dulce perfume: la corola rosada de otra
flor le sonreía, y con todas sus ganas se lanzó a una nueva aventura.
INTRODUCCIÓN: LÍMITES DE LA FELICIDAD
Algunas historias nos presentan un espejismo, como si los deseos ayudaran. Eso nos
hacían creer los cuentos de antes, por eso nos inducían con tanta facilidad a cometer
actos que sobrepasaban lo que nos está permitido, y en vez de conducirnos a la
felicidad que deseamos, nos llevan a la desdicha que tememos.
Donde actúan tales imágenes ayuda contar los cuentos de una forma realista, de
manera que también en ese caso los deseos tienen un límite y el actuar arrogante
fracasa. Así, del cielo volvemos a caer a la tierra, encontrando nuestra medida.
La tierra
Al lado de un gran bosque vivían un leñador y su mujer. Tenían una niña de tres
años, pero eran tan pobres que muchas veces no sabían ni qué darle de comer. Un
día vino a verles la Virgen María y les dijo: "Vosotros sois demasiado pobres para
cuidar a la niña. Dejadla conmigo; yo me la llevaré al Cielo, seré su madre y la
cuidaré".
Al oír estas palabras, el corazón se les encogió, pero se dijeron: "¿Quiénes somos
nosotros al lado de la Virgen María?".
Así, pues, obedecieron, tomaron a la niña y se la entregaron a la Virgen, que se la
llevó al cielo. Allí comía pan blanco, bebía leche dulce y jugaba con los ángeles.
Secretamente, sin embargo, añoraba a sus padres y a la bella Tierra.
Cuando la niña tenía catorce años, la Virgen María nuevamente quiso salir de viaje,
ya que de vez en cuando también sentía nostalgia por la Tierra. Mandó llamar a la niña
y le dijo: "Guarda tú las llaves de las trece puertas del cielo. Doce las puedes abrir y
admirar las maravillas que encierran, pero la decimotercera, a la que pertenece esta
llavecita, ¡ni se te ocurra!, de lo contrario pasará una desgracia.
La niña le prometió que nunca pisaría la habitación número trece.
En cuanto la Virgen emprendió el viaje, la niña se fue a ver las moradas celestiales.
Cada día abría una de las puertas, hasta llegar a la decimosegunda. Detrás de cada
una había un hombre, un apóstol rodeado de gran esplendor, y cada vez la niña se
deleitaba con la hermosura que percibía. Al final, la única puerta que quedaba era la
prohibida, y la niña se sintió intrigada por saber qué se escondía tras ella. Así, pues,
en un momento en que se encontraba sola, pensó: "Ahora estoy sola y podría entrar.
Nadie sabrá si lo hago". Tomó la llavecita, la introdujo en la cerradura y le dio la vuelta.
Inmediatamente se abrió la puerta y la niña se sintió atraída por un brillante resplandor
(Bert hellinger)   cuentos de vida
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(Bert hellinger) cuentos de vida

  • 1.
  • 2. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 3 de 54 ÍNDICE INTRODUCCIÓN 06 CUENTOS QUE HABLAN DE LA VIDA 07 Consideraciones preliminares: Los opuestos 07 El tomar 07 Los supervivientes 07 La compensación 07 La solución 08 El vengador 08 La segunda vez 08 La revelación 09 El respeto 09 El lugar 10 La añoranza 10 El temblor 10 El miedo 10 La frase perdida 11 La soberbia 11 El orden 11 La pasión 12 Los celos 12 CUENTOS PARA REFLEXIONAR 13 Introducción: Claro y oscuro 13 El engaño 13 Reflexiones posteriores: El miedo 15 El amor 15 La fe 16 Reflexión: Contradicciones 16 La exigencia 16 Consideración preliminar: saber distinguir las historias 17 Los recursos 17 Introducción: Veneno y antídoto 18 El final 18 Reflexión: La vida y la muerte 18 El huésped 19 La posada 20 CUENTOS QUE CAMBIAN EL RUMBO 22 Introducción: La indignación 22 La mujer adúltera 22 Comentario posterior 23 La sentencia 24 Introducción: La conciencia 24 La respuesta 24 Comentario posterior: El coraje 24 El centro 25 La vuelta 25
  • 3. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 4 de 54 La conversión 26 Comentario preliminar: Escuchar historias como una sinfonía 27 La reunión 27 Comentario preliminar: La plenitud 28 La comprensión 28 CUENTOS SOBRE LA FELICIDAD 31 Comentario preliminar: La felicidad 31 Las dos caras de la felicidad 31 El burro 31 La escapatoria 32 La inocencia 32 La culpa 33 El curso de la vida 33 Introducción: Límites de la felicidad 34 La tierra 34 Limpieza general 35 Preparación: Los recuerdos 36 El adiós 36 La renuncia 37 La osadía 38 La fiesta 38 PEQUEÑOS CUENTOS 39 La ceguera 39 Comentario posterior: Las imágenes internas 39 La curiosidad 39 El entendimiento 39 La rabia 39 El fuego 40 El todo 40 Dos tipos de medida 40 La dependencia 40 El otro placer 40 La objeción 44 Cuentos en una frase 41 POEMAS PARA REFEXIONAR 42 Orden y plenitud 42 Orden y amor 42 El No ser 43 Los jugadores 44 El camino 44 Introducción: Los opuestos 45 Dos tipos de saber 45 Caminos de sabiduría 45 La verdad 46 El héroe 46 El vacío 46 Lo mismo 46 La plenitud 47
  • 4. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 5 de 54 Gracias al amanecer de la vida 48 El círculo 49 REFLEXIONES FINALES 50 Reconócete a ti mismo 50 Lo nuevo 50 Sostenidos 51 Completo 51 La luz 52 A quien le llegue la hora 52 Nadar con la corriente 53 A lo último 53
  • 5. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 6 de 54 INTRODUCCIÓN A menudo los cuentos pueden decirnos algo que de otra manera no puede ser expresado. Lo que muestran también saben ocultarlo, de ahí que su enseñanza a veces a penas se vislumbre, como se intuye el rostro de una mujer detrás del velo. Nos ocurre entonces, al escucharlos, como a alguien que entra en una catedral. Ve las ventanas que brillan, porque él se encuentra en la oscuridad. Vistas a plena luz, de las imágenes sólo queda el contorno. Los cuentos pueden expresar lo que no se debe decir. Lo que muestran también saben cómo esconderlo para que la verdad se intuya, como se intuye la cara de una mujer debajo de un velo. Al escucharlos, nos pasa lo mismo que a quien entra en una catedral y observa las vidrieras: las ve iluminadas porque se encuentra en la oscuridad, pero si las observa desde un lugar con mucha luz, sólo ve el engaste. Los cuentos compilados en este libro son de ese tipo. Giran alrededor de un centro y de un orden oculto que, más allá de los límites de la conciencia y de la culpa, une lo anteriormente separado. Nos llevan por un camino de entendimiento que muchas veces va mucho más allá de nuestras imágenes interiores habituales. Algunos de ellos son parodias: rompen el tabú de mirar más detenidamente y descubren los lados engañosos y oscuros de cuentos e historias. Eso sucede en El engaño, El amor, La fe, El final y Las dos caras de la felicidad. Otros cuentos consiguen que experimentemos lo que relatan mientras todavía los estamos leyendo. De ahí que, tal vez mientras los vamos leyendo, empecemos a dejar lo pasado y a centrarnos en el siguiente paso para avanzar. Entre esos cuentos figuran La posada, La vuelta, La comprensión, El adiós y La fiesta. Otros cuentos crecieron conmigo y yo con ellos. Son cuentos que llegan a lo último. Nos llevan por el camino del entendimiento hasta sus límites, sin temor y sin miramientos. Son el corazón de esta colección. A esos cuentos pertenecen Dos tipos de sabiduría, La Plenitud, El vacío, Lo mismo, La Respuesta, Los jugadores, Ser y No Ser y El círculo. Algunos de estos cuentos son poemas, más exactamente poemas para reflexionar. Para algunas historias hay un prólogo que conduce hacia ellas y otras veces un epílogo que las ubica en un contexto mayor. Muchos de los cuentos aquí compilados se encuentran ya en algunos de mis libros, por ejemplo en El Centro se distingue por su levedad, en Órdenes del Amor y en Verdichtetes. Aquí aparecen dispuestos como un todo y los he ordenado claramente. Son nuevos Cuentos en una frase y el capítulo Reflexiones finales, que redondea el libro. Estos cuentos y poemas llegan a nuestra alma si les damos tiempo para vibrar en nuestro interior y si los leemos como escuchándolos interiormente. Le deseo, durante la lectura, esa comprensión liberadora y esperanzadora que viene de nuestro centro y que nos lleva a nuevas dimensiones del amor. Bert Hellinger
  • 6. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 7 de 54 CUENTOS QUE HABLAN DE LA VIDA Consideraciones preliminares: Los opuestos Cuando alguien quiere apreciar un objeto muy pequeño, lo toma entre el índice y el pulgar. Ambos dedos están uno frente al otro y así pueden prender y aprehender el objeto que se encuentra entre ellos y que, sin embargo, les resulta totalmente distinto a ambos. A menudo nos ocurre lo mismo con las palabras y su significado. Por eso, en cuestiones esenciales debemos contemplar simultáneamente los múltiples aspectos de las mismas porque la plenitud no excluye, sino que incluye los contrarios, y también el opuesto es una parte, un componente de un todo donde una pieza no sustituye a otra, sino que la completa. El tomar Había una vez un hombre que estaba muy agradecido a Dios por haberle salvado la vida en una situación muy peligrosa. Le preguntó a un amigo qué podía hacer para que su agradecimiento fuera digno de Dios. El amigo, como respuesta, le relató esta historia: Un hombre amaba a una mujer con todo su corazón y le pidió que se casara con él, pero ella tenía otras intenciones. Un día, cuando ambos cruzaban la calle, casi la atropella un auto de no ser por su acompañante, que la detuvo al reaccionar con rapidez. En ese instante, ella se dirigió a él y le dijo: "Ahora me casaré contigo". "¿Qué te parece?, preguntó el amigo, ¿cómo se pudo haber sentido aquel hombre?". El otro, algo molesto, en lugar de responder hizo una mueca con la boca. "¿Ves?", dijo el amigo, "igual se puede sentir Dios contigo". Os cuento otra historia sobre el tema: Los supervivientes Un grupo de amigos de la infancia fueron a la guerra, vivieron peligros indescriptibles y, mientras algunos murieron y otros fueron heridos gravemente, dos de ellos regresaron sanos y salvos. Uno se transformó en una persona muy callada. Sabía que no merecía haberse salvado y aceptó su vida como un regalo, como una gracia de Dios. El otro, sin embargo, pasaba el tiempo vanagloriándose de sus hazañas y de los peligros a los que había sobrevivido. Como si todo lo que pasó hubiera sido en vano. La compensación En África, un misionero fue trasladado a otra región. La mañana de su partida, llegó un hombre que había caminado varias horas para despedirse de él y traerle como regalo de despedida una pequeña cantidad de dinero, como unos 30 peniques. El misionero se dio cuenta de que el hombre quería agradecerle que hubiera ido con frecuencia a visitarlo a su aldea cuando estuvo enfermo. También sabía que aquellos 30 peniques suponían mucho dinero para aquel hombre y casi cayó en la tentación de devolverle su regalo y encima darle algún dinero más. Después de pensarlo, tomó el dinero y le dio las gracias.
  • 7. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 8 de 54 La solución Un hombre le contaba a un amigo que su mujer todavía le reprochaba que hace 20 años, pocos días después de la boda, la hubiera dejado sola para irse seis semanas de vacaciones con sus padres, que le .dijeron que lo necesitaban para conducir. Todas las explicaciones y disculpas que él le había presentado hasta entonces no le habían servido de nada. El amigo le aconsejó lo siguiente: "Deja que desee o haga algo para ella que a ti te duela por lo menos lo mismo que a ella le dolió entonces". Al hombre se le iluminó la cara: ¡esa era la clave! El vengador Un hombre de unos 40 años que acudía a psicoterapia tenía miedo de no poder controlar su violencia y hacer daño a alguien. Considerando su carácter y su personalidad, no existían razones que fundamentaran dicho temor, de ahí que el tera- peuta le preguntara si en su familia había habido violencia. Salió a la luz que su tío, el hermano de su madre, había sido un asesino. Este hombre tenía una empresa y una de las empleadas además era su amante. Un día, este hombre le mostró a ella la foto de otra mujer y le pidió que fuera a la peluquería y se hiciera el mismo peinado que llevaba la mujer de la foto. Cuando ya hacía algún tiempo que su amante llevaba ese peinado, hicieron un viaje al extranjero y allí la mató. Luego regresó a su país con la mujer de la foto, la que le había mostrado a su víctima, y ella se convirtió en su empleada y amante. Pero el homicidio se descubrió y al hombre lo condenaron a cadena perpetua. El terapeuta quiso saber más sobre sus parientes, sobre todo sobre sus abuelos, los padres del asesino, ya que se preguntaba dónde se había originado aquella pulsión asesina. Pero él paciente no le pudo proporcionar mucha Información. De su abuelo no sabía nada y de su abuela, que había sido una mujer muy creyente y respetada. El paciente indagó más a fondo y descubrió que durante la época de los nazis, su abuela había denunciado a su propio marido por homosexual. El hombre fue arrestado, trasladado a un campo de concentración y asesinado. La verdadera asesina en este sistema fue la abuela: de ella partió la fuerza destructora. El hijo intervino como un segundo Hamlet, vengador de su padre, pero - también como Hamlet-, obnubilado por una doble transferencia. Él asumió la venganza en lugar de su padre: esa fue la transferencia del sujeto. Le perdonó la vida. Respetó a su madre y en su lugar asesinó a su primera amante: esa fue la transferencia del objeto. Y luego asumió las consecuencias no sólo de su propio crimen, sino también del crimen de su madre. Y así se asemejó a ambos padres: a la madre por el crimen y al padre por la prisión. La segunda vez Un hombre y una mujer, ambos ya casados, se enamoran. Cuando la mujer queda embarazada se divorcian de sus anteriores cónyuges y contraen un nuevo matrimonio. La mujer no tenía hijos. El hombre aportaba una hija pequeña del primer matrimonio, a quien dejó con su madre. Ambos se sentían culpables ante la primera esposa y la hija de él y anhelaban que la mujer los perdonara. Pero la primera esposa estaba furiosa porque su hija y ella estaban pagando un precio muy alto en beneficio de ellos dos.
  • 8. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 9 de 54 Un día, conversando con un amigo sobre el tema, el amigo les pidió que se imaginaran cómo se sentirían sí la mujer realmente los perdonara. Y ahí se dieron cuenta de que hasta ese momento habían eludido asumir las consecuencias de su culpa, y que su afán de ser perdonados entraba en contradicción con la dignidad y los deseos de todos. Reconocieron que habían construido su felicidad a costa de la desdicha de aquella primera mujer y de su hija, y decidieron responder adecuadamente a las reclamaciones justificadas de la mujer. Sin embargo, se mantuvieron firmes en su elección. La revelación Una mujer se divorció de su esposo a causa de un amante. Después de muchos años se dio cuenta de que aún amaba a su ex marido y le preguntó si podía volver a ser su esposa. Pero él no quiso pronunciarse entonces y juntos resolvieron consultar a un terapeuta. El profesional comenzó preguntándole al hombre qué esperaba de él. El hombre le respondió: "Sólo busco una revelación". El terapeuta respondió que eso era difícil, pero que se esforzaría por lograrlo. Luego le preguntó a la mujer qué podía ofrecerle a su marido para que él quisiera volver de nuevo con ella. Ella se lo había imaginado todo demasiado fácil y lo que ofrecía no suponía ningún compromiso. No era, pues, de extrañar que su ofrecimiento no produjera efecto alguno en aquel hombre. El terapeuta le indicó a la mujer que, ante todo, debía reconocer que con su proceder le había hecho mucho daño a su marido. Y que él debía poder percibir que ella quería reparar ese daño. La mujer se quedó algo pensativa, luego lo miró a los ojos y le dijo: "Siento mucho lo que te hice. Por favor, déjame volver a ser tu mujer. Te amaré y te cuidaré, y en el futuro podrás confiar en mí". El hombre, sin embargo, seguía sin conmoverse. El terapeuta lo miró y le dijo: "Lo que tu mujer te hizo en aquella ocasión debe haber sido muy doloroso para ti y no quieres volver a vivirlo". Al hombre se le humedecieron los ojos. El terapeuta continuó: "Quien sufre un dolor tan grande se siente moralmente superior al otro y por eso se atribuye el derecho de rechazarlo, como si no lo necesitara. Ante tanta inocencia, el culpable no tiene ninguna posibilidad". El hombre sonrió al sentirse descubierto: el terapeuta había dado en el clavo. Luego se giró hacia su mujer y la miró cariñosamente a los ojos. El terapeuta les dijo: "Esta fue la revelación. Son cincuenta marcos. Ahora váyanse. No quiero saber cómo sigue". El respeto Un hombre y una mujer le preguntaron a un maestro qué podían hacer con su hija, ya que en multitud de ocasiones, cuando la madre le ponía límites, no se sentía apoyada por su marido. En tres párrafos, el profesor les explicó las reglas de una educación lograda: 1. En la educación de sus hijos, el padre y la madre consideran correctos aquellos valores que en sus familias de origen también eran correctos o que, en su defecto, fal- taban. 2. El niño reconoce y acepta aquellos valores que en las familias de origen de sus padres también fueron correctos o faltaron. 3. Si uno de los padres logra imponerse al otro en la educación, el hijo se alía secretamente con la parte derrotada. A continuación les propuso que se permitieran percibir dónde y cómo la hija les manifestaba su amor. Se miraron a los ojos y se les iluminó la cara.
  • 9. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 10 de 54 Y por último el maestro aconsejó al padre que, de vez en cuando, le hiciera saber a su hija la alegría tan grande que sentía al ver que ella era buena con su madre. El lugar Un padre había castigado a su hijo por desobediente. A la noche siguiente, el hijo se ahorcó. A pesar de que habían pasado muchos años desde aquello, la culpa no dejaba vivir en paz al padre. Conversando con un amigo, se acordó que pocos días antes del suicidio, cuando la madre contó en la mesa que estaba nuevamente embarazada, este hijo exclamó alterado: "iPor el amor de Dios!,¡si ya no cabemos!". De repente, el padre lo entendió todo: el hijo se había ahorcado para ahorrarles una preocupación. Así hacía sitio para el niño que venía. La añoranza Una vez, una joven sentía una añoranza incontrolable que ella misma no se podía explicar. De repente se dio cuenta de que esa añoranza no era suya sino de su hermana, hija del primer matrimonio de su padre. Cuando su padre se casó por segunda vez, no le permitieron verlo más, ni a él ni a sus hermanastros. A todas estas, la hermana se había ido a vivir a Australia y el contacto con ella estaba totalmente interrumpido. La joven logró, sin embargo, comunicarse con ella, la invitó a ir a Alemania y hasta le envió el billete. Pero el destino no se pudo revertir: en el camino al aeropuerto la hermana desapareció. El temblor En un grupo terapéutico, de repente una mujer empezó a temblar. Al observarlo, el terapeuta tuvo la impresión de que aquel temblor era de otra persona. Entonces le preguntó: "¿De quién es ese temblor?" "No sé", respondió ella. El otro continuó preguntando: "¿Podría ser de un judío?". "De una judía", respondió la mujer. Cuando esta mujer nació, un oficial del servicio de seguridad nazi fue a felicitar a su madre en nombre del partido. Detrás de una puerta había una judía a la que habían escondido en la casa. Era ella la que temblaba. El miedo Una pareja llevaba muchos años casada. Sin embargo, no vivían juntos porque el hombre afirmaba que el trabajo adecuado para él sólo lo encontraba en una ciudad que estaba muy lejos. Cuando en el grupo se le hizo ver que donde vivía su mujer también podía encontrar un trabajo semejante, siempre daba alguna excusa. Así, se puso en evidencia que debía haber otro motivo encubierto que justificara su comportamiento. Contó que su padre estaba enfermo de tuberculosis y que había pasado muchos años ingresado en un sanatorio que se encontraba muy lejos de la casa. Cuando iba a visitar a su esposa y a su hijo, ambos quedaban expuestos al contagio. Aunque el peligro ya hacía mucho que había desaparecido, su hijo asumía el mismo miedo, el mismo destino, y se mantenía lejos de su mujer como si él también representara un peligro.
  • 10. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 11 de 54 La frase perdida Un joven, con tendencia al suicidio, relata en un grupo que cuando era niño le dijo a su abuelo materno: "¡A ver si te mueres de una vez y haces sitio!". El abuelo se rió a carcajadas, pero a él no se le había podido ir esa frase de la cabeza. El coordinador del grupo opinaba que la frase había salido de la boca del niño, pero que correspondía a otro contexto en el que no pudo ser expresada. Y realmente encontraron lo que buscaban. Resulta que su otro abuelo, el paterno, había mantenido tiempo atrás relaciones con su secretaria y, por ese entonces, su mujer cayó enferma de tuberculosis. En ese contexto la frase sí encajaba, aunque el abuelo ni siquiera fuera consciente de ella: "¡A ver si te mueres de una vez y haces sitio! El deseo se hizo realidad: la mujer murió. Los descendientes, sin tener ni la más remota idea, se hicieron cargo de la culpa y del castigo, y llevaron ese destino como si les fuera propio. Primero, un hijo evitó que su padre sacara provecho de la muerte de su madre y se fugó con la secretaria. Luego un nieto hizo suya la frase siniestra y estaba dispuesto a expiar la culpa suicidándose. La soberbia Una vez en un grupo, una mujer contó que su padre era ciego y su madre sorda, así que ambos se complementaban muy bien. Sin embargo, esta mujer sostenía que se tenía que ocupar de sus padres, aunque su madre le decía: "Yo puedo arre- glármelas sola con papá", y también el padre afirmaba: "Yo puedo ocuparme solo de mamá. No necesitamos tu ayuda". Los padres la habían puesto en su lugar de hija y esto no le gustó nada. Esa noche la mujer no pudo dormir y al día siguiente me preguntó si yo la podía ayudar, a lo que respondí: "quien no puede dormir es porque cree que debe vigilar". Luego le conté un cuento de Borchert, el del chico de Berlín que, cuando acabó la guerra, cuidaba de su hermano muerto para que no se lo comieran las ratas. El pobre chico estaba agotado creyendo que debía velar por su hermano. Entonces apareció un hombre lúcido que le dijo: "¡Pero si las ratas duermen de noche!". Y con eso el niño se durmió. También la mujer durmió a la noche siguiente. El orden Un joven empresario, único representante de un producto en su país, llega con su coche deportivo y habla de sus éxitos. Es evidente que es una persona capaz y un seductor irresistible. Pero tiene una debilidad: bebe. Su contable le advierte que saca demasiado dinero de la empresa para fines privados, con lo cual pone en peligro el negocio. A pesar de todos sus triunfos, inconscientemente busca perderlo todo. Se vino a descubrir que su madre echó a su primer marido porque, según ella, era un inútil. Más adelante se casó con el padre de este joven, pero aportó un hijo del anterior matrimonio. Le prohibió seguir viendo a su padre y, hasta ese día, ese hijo seguía sin tener contacto con él y ni siquiera sabía si aún vivía. El joven empresario se dio cuenta de que no se permitía tener éxito porque pensaba que tenía su vida a costa de la desdicha de su hermano. Entonces encontró la siguiente solución: En primer lugar, pudo reconocer que el matrimonio de sus padres y su propia vida estaban inevitablemente relacionados con la pérdida que habían sufrido su hermano y el padre de éste.
  • 11. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 12 de 54 En segundo lugar, pudo aceptar el éxito y decirle al resto del mundo que tenía los mismos derechos y que se sentía a la misma altura. Y, en tercer lugar, estaba dispuesto a hacer algo especial por su hermano, para mostrar su voluntad de equilibrar el dar y el tomar: se propuso encontrar al padre de su hermano y concertar un encuentro entre los dos. La pasión Un matrimonio fue a consultar a un conocido terapeuta con la esperanza de encontrar ayuda: "Cada noche nos esforzamos al máximo para contribuir a la conservación de la especie, pero a pesar de que ponemos todo nuestro afán no hemos podido cumplir con nuestro cometido. ¿En- qué fallamos, qué tenemos aún que aprender y que hacer?". El terapeuta les pidió que lo escucharan en silencio y que luego se fueran corriendo a casa y no comentaran nada entre ellos. A ambos les pareció bien. Acto seguido les dijo: "Cada noche os afanáis con todas vuestras fuerzas en contribuir a la conservación de la especie, pero a pesar de vuestros esfuerzos, no habéis podido cumplir aún con vuestro cometido. ¿Por qué simplemente no dais rienda suelta a vuestra pasión?". Y no les dijo nada más. Se pusieron de pie y, sin perder tiempo, se fueron a casa. En cuanto se quedaron solos, sé quitaron la ropa y se amaron con pasión y verdadero placer. Dos semanas después, la mujer estaba embarazada. Otra mujer, ya mayor, en un ataque de pánico, como si ya no fuera a encontrar nunca más un marido, puso un anuncio en el periódico: "Enfermera busca viudo con hijos para matrimonio". ¿Qué expectativas de lograr una relación íntima hubiera te- nido? También podía haber puesto: "Mujer desea hombre. ¿Qué hombre me desea a mí?". Los celos En un grupo, una mujer contó que torturaba a su marido con sus celos y que, a pesar de reconocer lo absurdo de su comportamiento, no lo podía remediar. El coordinador del grupo le mostró la solución. Le dijo: "como tarde o temprano vas a perder a tu marido, ¡disfrútalo mientras lo tengas!". La mujer se rió y se sintió aliviada. Días después su marido llamó al coordinador y le dijo: "Te doy las gracias porque conservo a mi mujer". Algunos años antes, este mismo hombre y su compañera de entonces habían asistido a un curso con este mismo coordinador. Durante el seminario, sin reparar en el dolor que le pudiera causar a la mujer, dijo ante todos los asistentes que tenía una nueva pareja, más joven, y que por ella se iba a separar de su actual compañera, con la que había convivido durante siete años. Pasado un tiempo asistió a otro curso, esta vez con su nueva pareja. Ella quedó embarazada durante el seminario y poco después se casaron. Para el coordinador ahora quedaba claro cuál era el motivo de sus celos. Esta mujer había negado ante todos el vínculo de su marido con su anterior pareja, y con sus celos enfatizaba públicamente su derecho sobre él. Sin embargo, en su interior sí reconocía el vínculo anterior y su propia culpa. Por lo tanto, sus celos no eran en absoluto la prueba de la infidelidad de su marido, sino un reconocimiento secreto de que ella no era digna de él y de que una separación provocada por ella era el único camino para reconocer el vínculo aún existente, y también una prueba de su solidaridad con la anterior pareja de él.
  • 12. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 13 de 54 CUENTOS PARA REFLEXIONAR Introducción: Claro y oscuro Los cuentos pueden expresar lo que no se debe decir. Lo que muestran también saben cómo esconderlo para que la verdad se intuya, como se intuye la cara de una mujer debajo de un velo. Al escucharlos, nos pasa lo mismo que a quien entra en una catedral y observa las vidrieras: las ve iluminadas porque se encuentra en la oscuridad, pero si las observa desde un lugar con mucha luz, sólo ve el engaste. El engaño Había una vez un viejo rey que, viendo acercarse la hora de su muerte y preocupado por el futuro de su reino, mandó llamar al criado más fiel, de nombre Juan, le confió un secreto y le dijo: "Ocúpate de mi hijo, pues aún no tiene experiencia, y sírvele con la misma lealtad con que me serviste a mí!". El fiel Juan se sintió muy importante -en verdad, no era más que un sirviente- y, sin sospechar nada malo, levantó su mano y sentenció: "Os prometo guardar vuestro secreto y ser fiel a vuestro hijo, como lo fui con vos, aunque me cueste la vida". El rey murió y cuando ya habían pasado sus exequias, el fiel Juan llevó al joven rey a conocer el palacio, le abrió todas las habitaciones y le mostró los tesoros del reino. Una puerta, sin embargo, no la abrió, la pasó por alto. El nuevo rey, obstinado, le ordenó que también la abriera, pero Juan le contestó que su padre se lo había prohibido. Cuando el empecinado rey amenazó con abrirla por la fuerza, Juan cedió y la abrió, pero se adelantó con rapidez y se puso delante de un cuadro para que el rey no lo viera. El rey se dio cuenta, apartó a Juan hacia un lado, miró el cuadro y cayó al suelo desmayado: era un retrato de la Princesa de la Cúpula Dorada. Cuando volvió en sí, todavía estuvo un tiempo como ensimismado, y no tenía otro pensamiento que no fuera convertirla en su mujer. Pedir su mano directamente le pareció muy arriesgado, pues sabía que su padre ya había rechazado a todos y cada uno de los pretendientes. Así fue como el fiel Juan y el rey tejieron una artimaña. Averiguaron que la Princesa de la Cúpula Dorada amaba todo lo que fuera de oro, sacaron joyas y vajillas de oro del tesoro real, las cargaron en un barco, se hicieron a la mar y llegaron a la ciudad donde vivía la princesa. Una vez allí, el fiel Juan tomó algunas piezas y se puso a venderlas disimuladamente delante del palacio. Cuando la princesa se enteró, fue a ver lo que se vendía. Entonces Juan le contó que en el barco tenían mucho más y la convenció para que fuera hasta allí. Una vez en la embarcación, la recibió el rey disfrazado de mercader y la princesa aún le pareció mucho más hermosa que en el cuadro. La llevó adentro y le mostró los tesoros de oro. Mientras tanto, levaron el ancla, izaron las velas y el barco se hizo de nuevo a la mar. Al pronto, cuando la princesa se dio cuenta, se quedó muy desconcertada, pero luego comprendió lo que estaba ocurriendo y que, en el fondo, eso correspondía con sus más íntimos deseos, por eso siguió el juego. Cuando ya había visto todo el oro, miró hacia afuera y vio que el barco se había alejado bastante de la costa. Entonces se asustó. El rey le tomó la mano y le dijo: "¡No temas! No soy un mercader, soy un rey, y te amo tanto que te pido que seas mi mujer". Ella lo miró y lo encontró atractivo, contempló el oro y le dijo que sí. El fiel Juan llevaba el timón y silbaba divertido, satisfecho por lo bien que había salido la jugada. En eso aparecieron tres cuervos, se posaron sobre el mástil y comenzaron a hablar.
  • 13. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 14 de 54 El primero dijo: "El rey aún no tiene segura a la princesa: cuando lleguen a tierra vendrá a su encuentro un caballo rojo como el fuego. Cuando lo monte para cabalgar hacia el palacio, el caballo emprenderá el galope y no verán al príncipe nunca más". El segundo dijo: "A no ser que alguien se le adelante y salte sobre el caballo, tome el arma que lleva en la silla y mate al caballo". Y el tercero dijo: "Pero si alguno de los que sabe esto lo cuenta quedará convertido en piedra desde los dedos de los pies hasta las rodillas". El segundo cuervo dijo: "Aun suponiendo que supera el primer obstáculo, el rey aún no tiene segura a la princesa: cuando llegue a su palacio encontrará un traje de boda. Querrá ponérselo enseguida, pero se prenderá fuego como resina fresca y le quemará hasta los huesos". El tercer cuervo dijo: "A no ser que alguien se le adelante, tome el traje con guantes y lo tire al fuego". Y el primer cuervo agregó: "Pero si alguno de los que sabe esto lo cuenta quedará convertido en piedra desde las rodillas hasta el corazón". El tercer cuervo prosiguió: "Aunque superara el segundo obstáculo, el rey aún no tiene segura a la princesa: cuando comience el baile nupcial, la reina se desmayará y caerá al suelo como si estuviera muerta. Y si no aparece rápido alguien que le abra el corsé, le saque el pecho derecho, le chupe tres gotas de sangre y después las escupa, la reina morirá". Y el segundo cuervo añadió: "Pero si alguno de los que sabe esto lo cuenta quedará convertido en piedra desde el corazón hasta la cabeza". Ahí tomó conciencia Juan de que la cosa iba en serio. Pero, fiel a su juramento, se propuso hacer todo lo posible para salvar al rey y a la reina, aunque le costara la vida. Cuando tocaron tierra sucedió todo tal cual habían predicho los cuervos. Un caballo rojo como el fuego apareció al galope y, antes de que el rey lo pudiera montar, Juan se subió al caballo, tomó el arma, y lo mató. Los otros criados del rey exclamaron: "¡Pero qué se ha creído éste! Ahora que el rey iba a llegar a palacio cabalgando sobre este hermoso caballo, viene él y lo mata. ¡No se le puede permitir una cosa así!". Pero en- tonces el rey dijo: "Es Juan, mi fiel sirviente. Sus razones tendrá para obrar así". Cuando entraron en el palacio, allí estaba el traje de boda y, antes de que el rey lo fuera a buscar para ponérselo, Juan lo tomó con guantes y lo arrojó al fuego. Entonces se escuchó a otros sirvientes murmurar: "¡Pero qué se habrá creído! Ahora que el rey iba a ponerse el hermoso traje, viene éste y se lo tira al fuego. No se le puede permitir una cosa así!". Pero entonces dijo el rey: "Es Juan, mi fiel sirviente. Sus razones tendrá para obrar así". Luego se celebró la boda, pero al comenzar el baile la reina se puso pálida y cayó desplomada y como muerta. Juan acudió enseguida a su lado y, antes de que el rey se atreviera a hacer nada -aún era inexperto-, le abrió el corsé, le sacó el pecho de- recho, chupó tres gotas de sangre y luego las escupió. La reina abrió los ojos y recobró la vida. El rey, sin embargo, se avergonzó de eso y cuando escuchó a los otros sirvientes que se burlaban, pensó que la situación ya había llegado a un límite y que si ahora también perdonaba a Juan, su autoridad quedaría en entredicho. Por eso reunió al tribunal y condenó a muerte a Juan, su fiel sirviente. A todo esto, Juan se preguntaba si debía revelar lo que le habían dicho los cuervos: "Pase lo que pase voy a morir: si no lo cuento, muero en la horca. Y si lo cuento me convierto en piedra". Al final se decidió por relatar lo sucedido, porque pensó: "Quizás la verdad los haga libres". Cuando se hallaba ante su verdugo, igual que otros condenados, pudo pronunciar sus últimas palabras. Entonces contó ante todo el mundo por qué había hecho todo aquello que parecía tan grave. Justo cuando terminó cayó al suelo convertido en piedra. Así murió. Todos los presentes lanzaron gritos de dolor. El rey y la reina se retiraron a palacio y se recluyeron en sus aposentos. Allí, la reina miró al rey y le dijo: "Yo también
  • 14. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 15 de 54 escuché los cuervos, pero no dije nada por temor a convertirme en piedra". Ahí el rey le susurró al oído: "Yo también los oí!". Pero el cuento no termina aquí. Resulta que el rey no se atrevió a sepultar a Juan convertido en piedra, y lo puso delante del palacio como si fuera una estatua. Cada vez que pasaba por allí decía suspirando: "¡Ay, mi fiel Juan, qué pena!". Pronto la reina quedó embarazada y con esto el rey se distrajo del tema. Al año nacieron mellizos, dos niños preciosos. Cuando los niños cumplieron tres años, el rey ya no pudo más y le dijo a su esposa: "Tenemos que hacer algo para devolverle la vida al fiel Juan, y lo lograremos sacrificando lo más querido que tenemos". La reina se asustó: "¡Lo más querido que leñemos son nuestros hijos!". "Sí", respondió el rey. A la mañana siguiente, tomó una espada, les cortó la cabeza a sus hijos y derramó la sangre sobre el cuerpo petrificado de Juan con la esperanza de que volviera a la vida. Pero la piedra, piedra quedó. Al verlo, la reina gritó: "¡Esto es el fin!". Se retiró a sus aposentos, recogió sus cosas y a los tres días volvió a su país. El rey, sin embargo, fue a la tumba de su madre y allí lloró largo tiempo. REFLEXIONES POSTERIORES: EL MIEDO Quien ahora estuviera tentado de leer el cuento de la manera que nos fue transmitido, encontrará lo mismo que acaba de oír aquí-siempre que lo lea atentamente- Pero al mismo tiempo encontrará también el cuento real que, si rehuye la visión desnuda de su verdad, le hace soportable lo terrible a través de algo hermoso; su miedo de encontrar, quizás, el cielo vacío se apacigua a través de una esperanza ilusoria. El amor Un hombre, en sueños, oyó la voz de Dios que le decía: "¡Levántate, toma a tu hijo, tu único y bien amado hijo, llévalo al monte que te indicaré y ofrécemelo en sacrificio!". Por la mañana, el hombre se levantó, miró a su hijo, único y bien amado, miró a su mujer, la madre del niño, y miró a su Dios. Levantó al niño, lo llevó al monte, construyó un altar, le ató las manos y sacó el cuchillo para sacrificarlo. En ese momento oyó otra voz, y en lugar de su hijo sacrificó un cordero. ¿Cómo mira el hijo al padre? ¿Cómo el padre al hijo? ¿Cómo la mujer al hombre? ¿Cómo el hombre a la mujer? ¿Cómo miran ambos a Dios? Y, ¿cómo Dios -suponiendo que exista- los mira a ellos? En otro lugar, otro hombre también en sueños oyó la voz de Dios que le decía: "¡Levántate, toma a tu hijo, tu único y bien amado hijo, llévalo al monte que te indicaré y ofrécemelo en sacrificio!". Por la mañana, el hombre se levantó, miró a su hijo, único y bien amado, miró a su mujer, la madre del niño, y miró a su Dios. Y le respondió de frente: "¡No lo haré!" ¿Cómo mira el hijo al padre? ¿Cómo el padre al hijo? ¿Cómo la mujer al hombre? ¿Cómo el hombre a la mujer? ¿Cómo miran ambos a Dios? Y, ¿cómo Dios -suponiendo que exista- los mira a ellos?
  • 15. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 16 de 54 La fe Alguien cuenta que escuchó a dos personas comentando cómo hubiera reaccionado Jesús si al decirle a un enfermo "¡Levántate, toma tu cama y vete a tu casa!", éste le hubiera respondido: "¡No quiero!". Una de las dos contestó que probablemente Jesús no hubiera dicho nada al principio, pero luego se habría dirigido a sus discípulos diciendo: "Este hombre honra a Dios más que yo". REFLEXIÓN: CONTRADICCIONES Historias como esta nos pueden irritar un poco al principio, ya que parecen ir en contra de las reacciones y de la lógica a la que estamos acostumbrados. Pero luego, superados algunos límites, comenzamos a vislumbrar un significado que ninguna explicación puede aclarar ni ninguna contradicción discutir. Por eso cautivan. En cuestiones esenciales, muchas veces debemos contemplar varias posiciones al mismo tiempo. La plenitud no excluye las contradicciones, más bien las incluye, por eso el opuesto es una parte más entre las otras, las complementa pero no las sustituye. La exigencia En tierras de Aram, donde hoy se encuentra la actual Siria, vivía hace mucho tiempo un general fiel a su rey, famoso por su fortaleza y valentía. Un día se enfermó gravemente de lepra, fue aislado y ya no pudo tener contacto con nadie, ni siquiera con su esposa. Un día, una esclava le contó que en su país vivía un hombre que sabía curar su enfermedad. Así, pues, reunió a su séquito, tomó diez talentos de plata, seis mil monedas de oro, diez trajes de fiesta, una carta de recomendación de su rey, y se puso en marcha. Después de andar un largo camino y de extraviarse algunas veces, llegó a la casa de quien había de curarle y pidió que lo dejaran entrar. Ahí estaba el hombre con todo su séquito, sus tesoros, la carta de recomendación de su rey, a la espera de que alguien le abriera la puerta. Pero nadie le hacía caso. Ya estaba algo nervioso e impaciente cuando se abrió la puerta y apareció un criado que se le acercó y le dijo: "Mi señor te manda a decir que te laves en el Jordán, que eso te sanará". El general creyó que se estaban burlando de él. "¿Qué? -dijo- "¿Y éste es un sanador? ¡Por lo menos tenía que haber venido personalmente a hablar conmigo, invocar a su Dios, realizar un largo ritual y tocar mis llagas con su mano! ¡Igual así me hubiera curado! Y en lugar de todo eso, ¡quiere simplemente que me bañe en el Jordán!. Hecho una furia dio media vuelta y emprendió el regreso a casa. En realidad, este es el verdadero final de la historia. Pero como se trata de un cuento, tiene un final feliz. Continúa así: Cuando el general ya llevaba un día de marcha, al anochecer se acercaron sus criados y de buenas maneras le dijeron: "Querido padre: si este sanador te hubiera pedido algo extraordinario y fuera de lo común, como por ejemplo que fueras en barco a países lejanos, que te sometieras a dioses extraños, que durante años escudriñaras tus propios pensamientos, aunque todo eso te hubiera costado tu fortuna, se- guramente lo hubieras hecho. Pero tan sólo te pidió algo muy sencillo". Y así se dejó convencer.
  • 16. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 17 de 54 De mal humor y desalentado se dirigió al Jordán, se bañó en él y se hizo el milagro. Al volver a casa, su esposa quiso saber cómo le había ido. "Pues ya ves -contestó, me he curado. Aparte de eso no pasó nada importante". CONSIDERACIÓN PRELIMINAR: SABER DISTINGUIR LAS HISTORIAS Quien empieza a distinguir las historias que lee, ya no sucumbe ante lo bello con tanta facilidad. Guiándose por una instancia interior que sabe más de lo que las palabras dicen, comprueba si lo que escucha y siente le da fuerza, lo nutre, lo estimula y lo capacita para actuar o si, por el contrario, lo debilita, lo limita, lo paraliza y le hace estar fuera de sí. Lo que realmente nos ayuda a veces sobrepasa los límites conocidos e implica el riesgo del fracaso y de la culpa. Los recursos Un día un hombre sale de su casa, se confunde entre la multitud del mercado, sigue por una callejuela y llega a una calle que lo lleva al cruce de dos avenidas. De repente escucha chimar unos frenos, un autobús pierde el control, hay gente que grita y, a continuación oye el choque. Ya no sabe qué le ocurre: huye a toda prisa, vuelve por la calle por la que había llegado, toma la callejuela, se abre paso entre la multitud del mercado, llega a su casa, abre el portal, sube corriendo las escaleras hasta su piso, cierra la puerta tras de sí, corre por el pasillo hasta la última habitación y cierra la puerta. Respira hondo. Y ahí está, salvado, encerrado y solo. El susto recibido en el cuerpo ha sido tan fuerte que no se atreve ni a moverse. Entonces espera. A la mañana siguiente su compañera lo echa de menos. Intenta llamarlo por teléfono, pero nadie responde. Preocupada, se acerca hasta su casa y toca el timbre, pero nadie abre. Acude a la policía para pedir ayuda y regresa con dos agentes. Primero abren el portal, corren escaleras arriba hasta la puerta del piso, la abren, siguen el pasillo hasta la última habitación, pican en la puerta y esperan un momento. Cuando la abren, encuentran al hombre aterrado. La mujer le da las gracias a los dos policías y les dice que se pueden ir. Después espera un momento y siente que aún no puede hacer nada. Promete que volverá al día siguiente y se va. Al otro día encuentra el portal abierto, pero el piso continúa aún cerrado. Abre y se dirige a la última habitación, también la abre y encuentra a su compañero. Como sigue sin hablar, ella le cuenta lo que ha vivido mientras se dirigía hacia allí: que el sol se abría paso entre las nubes, que los pájaros cantaban en las ramas de los árboles, que los niños jugaban y corrían, y también que la ciudad latía con su propio ritmo. Se da cuenta de que tampoco esta vez puede hacer nada. Promete volver al otro día y se va. A la mañana siguiente vuelve y encuentra abierta tanto la puerta del portal como la del piso. Se dirige a la última habitación, la abre y encuentra a su compañero todavía inmóvil. Espera un rato y le cuenta que la noche anterior había ido al circo. Le describe el colorido del espectáculo, la animada música de la banda, el ambiente bullicioso, la tensión cuando entraron los leones y el gran alivio de que todo saliera bien. También le contó de las bromas de los payasos, de los preciosos caballos blancos y de la alegría de la gente. Al acabar su relato lo pro-mete: "Mañana volveré". Al día siguiente, todo está abierto, hasta la puerta de la habitación, pero no hay nadie. El hombre asustado no aguanta más en la casa. Cierra la puerta de la habitación, también la puerta del piso, sale por la puerta de la calle y se confunde entre la multitud del mercado. Sigue por una callejuela, llega hasta la calle ancha, atraviesa el cruce de las dos avenidas y, decidido, busca a su compañera.
  • 17. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 18 de 54 Introducción: Veneno y antídoto Algunas historias nos conmueven y por un momento hasta puede parecer que la muerte y la separación hubieran sido borradas. Cuando las escuchamos nos relajan como una copa de vino en la noche: después dormimos mejor. A la mañana siguiente nos levantamos como siempre y vamos al trabajo. Otros, después de haberse tomado el vino, se quedan en la cama y haría falta alguien que viniera a despertarlos y que les relatara las historias con algunas variaciones. Así, el dulce veneno se convierte en antídoto y a veces vuelven a despertar liberados del hechizo. El final Harold, un joven de unos veinte años que solía dejar impresionados a todos al tratar de tú a tú a la muerte, le hablaba a un amigo de su gran amor, Maude, una mujer octogenaria. Le dijo que un día quiso celebrar con ella su cumpleaños y también el compromiso de boda y que en plena celebración ella le confesó que había tomado veneno y que sobre la medianoche su vida habría acabado. El amigo se quedó pensativo un momento y luego le contó la siguiente historia: "En un planeta diminuto vivía una vez un pequeño hombre. Como no había nadie más se llamó a sí mismo Príncipe, es decir el primero y el mejor. Además de él, vivía allí una rosa cuya fragancia había sido exquisita tiempo atrás, pero que ahora ya se estaba marchitando. El Pequeño Príncipe -aún era un niño- no descansaba en su esfuerzo por mantenerla viva. Así, de día tenía que regarla y de noche, protegerla del frío. Pero cuando él necesitaba algo de ella, y eso ya había sucedido en alguna ocasión, la rosa le enseñaba sus espinas. No era, pues, de extrañar que con el paso del tiempo él se hubiera cansado. Por eso decidió marcharse. Primeramente visitó los planetas de los alrededores, tan di-minutos como el suyo, y sus príncipes, casi tan extraños como él. Nada lo retenía allí. Tiempo después llegó a la hermosa Tierra y fue a dar con un jardín de rosas. Había miles, a cada cual más bella, y su fragancia perfumaba todo el aire. Ni en sueños se hubiera imaginado que pudiera haber tantas rosas, ya que hasta ese momento sólo conocía una. Así fue como quedó cautivado por su dulzura y su belleza. Pero entre las rosas lo descubrió un zorro astuto. Fingía ser tímido, y cuando vio que podía engatusar al pequeño extraño, le dijo: "Quizás te parezca que todas las rosas son excepcionales, pero no tienen nada de especial. Crecen solas y sin cuidados. Tu rosa, en cambio, la de tu planeta, es exigente porque es única. Vuelve con ella". Al oír esto, el Pequeño Príncipe se sintió confundido y triste, y emprendió camino al desierto. Allí encontró un piloto que había aterrizado por una avería y pensó que a lo mejor podía quedarse con él, pero pronto vio que era frívolo y sólo quería conversar. Entonces el principito le contó que regresaba a casa, donde estaba su rosa. Cuando se hizo de noche, se acercó a una serpiente, hizo como si la fuera a pisar y entonces ella le mordió. Al pronto se estremeció, luego se fue aquietando y así murió. A la mañana siguiente el piloto encontró su cadáver. "¡Qué listo!" -pensó-, y enterró su cuerpo en la arena". Según se supo más tarde, Harold no asistió al entierro de Maude. En lugar de ello, y por vez primera en muchos años, puso rosas en la tumba de su padre. Reflexión: La vida y la muerte Un día se encuentran dos zulúes y uno le dice al otro: "Te he visto, ¿aún estás con vida?" "Sí" -responde el otro-, "todavía estoy aquí. ¿Y tú?"
  • 18. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 19 de 54 "Yo también sigo con vida". Cuando un forastero le pregunta a un zulú, que aparentemente no hace nada, "¿No te aburres?", éste le responde: "¡Pero si estoy viviendo!". A él no le falta nada que pudiera darle más sentido a su vida. La misma actitud encontramos en uno de los fieles de Konradin, el último de los Staufer, quien prisionero en un castillo estaba jugando con un amigo una partida de ajedrez. Llegó entonces un mensajero a decirle que en una hora sería ejecutado, a lo que él contestó: "¡Sigamos jugando!". El huésped En alguna parte lejos de aquí, donde tiempo atrás se encontraba el Lejano Oeste, un hombre iba caminando con su mochila a la espalda, atravesando un país vasto y solitario. Después de andar muchas horas -el sol ya estaba alto y su sed era imperiosa-, vio una granja en el horizonte. "Gracias a Dios" -pensó-, "por fin un hombre en medio de esta soledad. Entraré en su casa, le pediré algo de beber, y quizás después nos sentemos un poco en la galería y charlemos antes de que continúe mi camino". Y se imaginaba qué bonito sería. Al acercarse, sin embargo, vio que el granjero empezaba a labrar en el huerto delante de su casa, y las primeras dudas lo invadieron. "Probablemente tendrá mucho que hacer" -pensó-"y si le digo lo que quiero, igual no le sienta bien y hasta podría pensar que soy un descarado". Así, al pasar por la huerta, tan sólo saludó al granjero con un gesto y pasó de largo. El granjero, por su parte, ya lo había visto de lejos y se alegró. "Gracias a Dios" -pensó- "por fin otro hombre en medio de esta soledad. ¡Ojalá se acerque hasta aquí! Entonces tomaremos algo juntos, y quizás nos sentemos en la galería y charlemos un rato antes de que siga su camino". Y entró en la casa para preparar unos refrescos. Pero al ver al forastero que se acercaba, también él comenzó a dudar. "Seguramente tendrá prisa, y si le digo lo que quiero, igual no le sienta bien y hasta podría pensar que me meto en lo que no me llaman. Pero quizás tenga sed y quiera entrar él mismo. Lo mejor será que me vaya al huerto delante ele casa y haga ver que tengo trabajo. Ahí me tendrá que ver, y si realmente se quiere acercar hasta aquí, se notará". Cuando, finalmente el otro lo saludó desde lejos y siguió su camino, se dijo: "¡Qué pena!". El forastero, sin embargo, continuó caminando. El sol seguía subiendo, su sed aumentaba, y pasaron horas hasta que en el horizonte divisó otra granja. Entonces se dijo a sí mismo: "Esta vez entraré en casa de este granjero, le siente bien o no. tengo tanta sed que necesito beber". Pero también el granjero ya lo había visto de lejos y pensó: "¡Espero que éste no venga a mi casa! ¡Lo único que me fallaba, con todo lo que tengo que hacer! ¡No estoy para atender a otros!". Y siguió con su trabajo sin levantar la mirada. El forastero lo vio en el campo, se acercó a él y dijo: "Tengo mucha sed. ¡Por favor, dame algo de beber!". El granjero pensó: "¡Vaya!, ahora no le puedo decir que no, al fin y al cabo no soy de piedra". Así, lo llevó a su casa y le dio de beber. El forastero dijo: "Estuve mirando tu huerto. Se nota que lo trabaja alguien que entiende, que ama las plantas y sabe lo que necesitan".
  • 19. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 20 de 54 El granjero contestó: "Veo que también tú entiendes de estas cosas...". Se sentó y charlaron un buen rato. Después, el forastero se puso de pie y dijo: "Ya va siendo hora que me vaya". El granjero, sin embargo, le replicó: "Mira, el sol ya está bajo. Quédate aquí esta noche. Nos sentaremos en la galería y charlemos un rato antes de que mañana continúes tu camino". Y el forastero asintió. Al caer la tarde, se sentaron en la galería, mientras la vasta llanura se iba transformando bajo la luz del crepúsculo. Cuando la oscuridad empezó a ceñirse a su alrededor, el forastero comenzó a explicar cómo le había cambiado la vida desde que se había dado cuenta de que había otro que lo acompañaba en cada paso que daba. Al principio no quería creer que hubiera alguien que fuera continuamente a su lado, que se detuviera cuando él se detenía, que cuando reanudaba su camino se levantara con él... Y había tardado un tiempo en comprender quién era su compañero. "Mi fiel compañera -dijo- es mi Muerte. Tanto me he acostumbrado a tenerla a mi lado que ya no puedo prescindir de ella. Es mi mejor amiga y la más leal. Cuando no estoy seguro, cuando no sé qué tengo que hacer, hago un alto en el camino y le pido que me haga llegar una respuesta. Me entrego por completo, en cuerpo y alma, sabiendo que ella está ahí y yo estoy aquí. Y sin aterrarme a ningún deseo, espero que me lie-" gue una señal. Si estoy centrado y la encaro con valentía, al cabo de un tiempo me llega una palabra suya, como un relámpago que ilumina lo que estaba oscuro, y entonces veo con claridad". Al granjero le parecían extrañas estas palabras; se quedó un rato largo mirando la noche en silencio, sin decir nada. Después, también él vio quién le acompañaba: su propia Muerte. Y se inclinó ante ella. Le pareció como si el resto de su vida se hubiera transformado en algo precioso como el amor que conoce el adiós y, como el amor, rebosara hasta el borde. A la mañana siguiente comieron juntos y el granjero dijo: "Aunque te vayas, me queda una amiga". Después, salieron de la casa y se dieron la mano. El forastero continuó su camino y el granjero volvió al campo. Para finalizar contaré una historia de esas que, si uno se abandona a ella mientras la está escuchando, produce el electo de lo que está relatando. La posada Alguien pasea por las calles de su ciudad. Todo le parece familiar. Le acompaña una sensación de seguridad y también de ligera tristeza porque muchas cosas se mantienen en secreto, V una y otra vez se encuentra con puertas cerradas. A veces hubiera querido dejarlo todo y marcharse lejos de aquí. Pero algo lo sujetaba, como si estuviera luchando contra un desconocido V no pudiera separarse de él antes de conseguir su bendición. Y así se siente prisionero entre ir hacia adelante o hacia atrás, entre marcharse o permanecer. El hombre llega a un parque y se sienta en un banco. Se apoya contra el respaldo, respira profundamente y cierra los ojos. Deja estar la larga lucha, se fía de su fuerza interior y siente que se va calmando y entregando, como se entrega un Junco al aire, en armonía con la variedad, el vasto espacio y el largo tiempo. Se ve a sí mismo como una casa abierta. Quien quiera entrar, puede venir. Todo el que llega trae algo, se queda un rato y luego se va. De esa manera, en esta casa hay un continuo ir y venir, traer, quedarse y partir.
  • 20. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 21 de 54 El que llega nuevo y trae algo nuevo, envejece mientras se queda, y finalmente viene el tiempo de su partida. También llegan muchos desconocidos, gentes que durante mucho tiempo fueron olvidadas o excluidas. Ellas también traen algo, se quedan un tiempo y luego se van. Llegan igualmente los malvados, a quienes preferiría prohibirles la entrada, y también ellos aportan algo, encuentran su lugar, se quedan un rato y vuelven a partir. Cualquiera que venga siempre encuentra a otros que llegaron antes o que vendrán después. Y como son muchos, cada uno tiene que compartir. Todo el que tiene su lugar, también tiene su límite. Todo el que quiera algo, también tiene que adaptarse. Todo el que haya venido, puede desarrollarse mientras se quede. Llegó porque otros se fueron, y se irá cuando otros vengan. Así, en esta casa hay tiempo y espacio suficientes para todos. Así sentado, se siente a gusto en su casa, sabiéndose unido a todos los que vinieron y vienen, aportaron y aportan, se quedaron y se quedan, se fueron y se van. Lo que antes estaba inacabado, ahora le parece completo; percibe que una lucha se termina y que se hace posible la despedida. Espera, sin embargo, el momento justo. Después abre los ojos, echa una última mirada a su alrededor, se levanta y se va.
  • 21. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 22 de 54 CUENTOS QUE CAMBIAN EL RUMBO Introducción: La indignación Cuando una persona se indigna por algo grave parece estar a favor de lo bueno y en contra de lo malo, a favor de la justicia y en contra de la injusticia. Se coloca entre los perpetradores y las víctimas para impedir otros hechos graves. Sin embargo, tam- bién podría colocarse entre ellos con amor, y seguramente sería mejor. Así, pues, ¿qué busca el indignado? ¿Qué hace realmente? El indignado se comporta como si fuese una víctima, sin serlo. Se arroga el derecho de exigir satisfacción a los perpetradores sin que él mismo haya sufrido injusticia alguna. Procede cual defensor de las víctimas, como si ellas le hubieran otorgado la facultad de representarlas, y luego las deja atrás sin derechos. Y, ¿qué hace el indignado con esa pretensión? Se toma la libertad de causar daño a los perpetradores sin temer consecuencias personales graves; porque como sus malas acciones aparecen a la luz de algo bueno, no es necesario que tema cas-ligo alguno. Para que la indignación siga justificada, el indignado dramatiza tanto las injusticias sufridas como las consecuencias de la culpa. Intimida a las víctimas para que vean a la injusticia con la misma óptica terrible que él. De no ser así, también ellas se vuelven sospechosas y deben temer transformarse en víctimas de su indignación, como si fuesen perpetradores. Ante un indignado, a las víctimas les resulta difícil dejar atrás su sufrimiento y a los perpetradores, las consecuencias de la culpa. Si quedara en manos de las víctimas y de los perpetradores buscar la compensación y la reconciliación, tal vez podrían permitirse un nuevo comienzo mutuo. Sin embargo, cuando hay indignados, esto se logra en todo caso con dificultad ya que, en general, los indignados no se sienten satisfechos hasta no haber humillado y aniquilado a los perpetradores, aunque el sufri- miento de las víctimas se agrave. La indignación es, en primer lugar, de índole moral. Esto significa que no se trata de brindar ayuda a alguien, sino de imponer una pretensión de la cual el indignado se considera y se siente ejecutor. Por ese motivo, en contraposición con alguien que ama, el indignado no sabe de compasión ni de justa medida. La mujer adultera En Jerusalén, un hombre bajó en una ocasión del Monte de los Olivos y se dirigió al Templo. Al entrar, un grupo de eruditos justos trajeron a una mujer y, rodeando a aquel hombre, la pusieron ante él diciendo: - "Esta mujer ha sido sorprendida en adulterio. Moisés nos mandó en la Ley que la lapidáramos. ¿Tú qué dices?". Lo cierto es que no les interesaba ni aquella mujer, ni lo que había hecho. Su propósito era tender una trampa a un hombre conocido por su solicitud e indulgencia. Su clemencia los indignaba. Ellos, sin embargo, en nombre de esa ley, se sentían autorizados a aniquilar tanto a la mujer como a aquel hombre siempre y cuando no compartiera su indignación, aunque no tuviera nada que ver con lo que la mujer había hecho. En este caso nos encontramos frente a dos grupos de perpetradores. Al primero pertenece la mujer, adúltera, a quien los indignados llamaban pecadora. Al otro
  • 22. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 23 de 54 pertenecen los indignados, asesinos por sus intenciones, aunque no obstante se llamaran justos. Sobre ambos grupos pesaba la misma ley implacable, con la única diferencia de que, en un lado, dicha ley llama injusticia a los actos malos y, en el otro, justicia a los actos aún peores, justicia. Pero el hombre al que querían tender la trampa escapó de todos ellos: de la adúltera, de los asesinos, de la ley, del cargo de juez y de la tentación de la grandeza. Delante de todos se inclinó hasta el suelo. Pero al ver que los indignados no comprendían su gesto, que lo criticaban y lo acosaban, se incorporó y dijo: - "Aquel de vosotros que esté libre de pecado, que arroje la primera piedra". Se volvió a inclinar y empezó a escribir en la tierra. De repente, todo había cambiado: ya que el corazón sabe más de lo que la ley le permite o impone. Lo indignados se fueron retirando, uno tras otro, comenzando por los más viejos. El hombre, sin embargo, respetaba su vergüenza y permanecía inclinado, escribiendo. Sólo cuando los hombres se hubieron marchado, se incorporó de nuevo y preguntó a la mujer: "¿Dónde están?, ¿no te han condenado?" "No, Señor", contestó ella. Después, como si estuviera de acuerdo con los que antes se habían mostrado indignados, le dijo a la mujer: "Yo tampoco te condeno". COMENTARIO POSTERIOR Aquí termina la historia. En el texto transmitido aún se añade: "No peques más". Como pudo demostrar a posteriori la investigación bíblica, esta frase fue añadida después, probable-mente por alguien que ya no soportaba la grandeza y el poder de esta historia. Aún queda por comentar otro aspecto más. La auténtica víctima, el marido de la mujer, no es nombrada ni por los indignados ni en la historia. Si los indignados hubieran lapidado a la mujer, su marido se hubiera convertido doblemente en víctima. Así, sin embargo, al no interponerse entre ellos ningún indignado, ambos tienen la posibilidad de encontrar el equilibrio y la reconciliación a través del amor, y de comenzar de nuevo. Si los indignados tuvieran el derecho de interponerse, se les negaría esta solución, y tanto el perpetrador como la víctima, tanto la adúltera como el marido engañado, sufrirían aún más. A veces algunos niños que han sido objeto de abusos se encuentran en esta situación, cuando por ejemplo en lugar de encontrarse en manos del amor, caen en manos de la indignación. Los indignados se preocupan poco de ellos, por eso, las medidas que proponen e imponen desde la indignación lo hacen todo aún más difícil para las víctimas. Los niños, aunque se hayan transformado en víctimas, permanecen vinculados y leales al perpetrador. Suponiendo que fuera el padre, si éste es perseguido y destrozado moral y físicamente, también los niños se dejan morir moral y físicamente, o más tarde alguno de sus hijos expía la culpa. Esa es la maldición de la indignación y la maldición de la ley a la cual la indignación se remite. Entonces, ¿qué podríamos hacer nosotros en un caso así? Renunciar al dramatismo y buscar caminos por los cuales tanto las víctimas como los perpetradores puedan comenzar de nuevo, aunque con más sabiduría y más clemencia que antes. En lugar de mirar hacia una supuesta ley superior miramos solamente a las personas, ya sean víctimas o perpetradores, y nos ubicamos entre ellas. Sabemos que sólo la ley parece férrea y eterna, que en la Tierra todo es transitorio, y a un final también le sigue un principio. Nuestra ayuda es humilde y tiene amor para todos: para
  • 23. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 24 de 54 las víctimas, para los perpetradores, para los instigadores secretos y para los vengadores que nosotros también hemos podido ser alguna vez. La sentencia Un rico murió, y al llegar a las puertas del cielo, llamó y pidió entrada. San Pedro le abrió y le preguntó qué quería. El rico dijo "Quisiera una habitación de primera clase, con vistas a la tierra y, además mi plato preferido a diario y la prensa del día". San Pedro en un principio se resistía, pero al impacientarse el rico, lo llevó a una habitación de primera, le trajo su plato preferido y el periódico, le echó una última mirada y dijo: "Volveré dentro de mil años", y cerró la puerta tras él. Al cabo de mil años volvió y miró por la ventanilla de la puerta. "¡Por fin estás aquí!", exclamó el rico, "¡Este cielo es horrible!". San Pedro movió la cabeza. "Te equivocas", dijo, "éste es el infierno". Introducción: La conciencia Conocemos la conciencia como un caballo conoce a los jinetes que lo montan y como un timonel conoce las estrellas en las que mide su posición y fija el rumbo. Pero, iay!, por desgracia son muchos los que montan al caballo, y en el barco muchos timoneles se orientan por muchas estrellas distintas. Pero, y esta es la cuestión, ¿a quién se subordinan los jinetes?, ¿qué rumbo el capitán le indica al barco? La respuesta Un discípulo se dirigió a un maestro: - ¡Dime qué es la libertad! - ¿Qué libertad?, le preguntó el maestro. La primera libertad es la necedad. Se asemeja al caballo que, relinchando, derriba al jinete, pero tanto más fuerte siente su irían o después. La segunda libertad es el arrepentimiento. Se asemeja al timonel que se queda en el barco que naufraga en vez de abandonarlo en un bote salvavidas. La tercera libertad es el entendimiento. Viene después de la necedad y del arrepentimiento y se asemeja a la brizna que se balancea con el aire y, porque cede donde es débil, se sostiene. El discípulo preguntó: "¿Eso es todo?" El maestro replicó: "Algunos piensan que son ellos mismos los que buscan la verdad de su alma. Pero es la Gran Alma la que piensa y busca a través de ellos. Igual que la Naturaleza, puede permitirse muchos errores, y así sustituye sin esfuerzo a los jugadores equivocados por otros nuevos. Sin embargo, a quien permite que sea ella la que piense, a veces le concede algún margen de movimiento y, así como el río lleva al nadador que se entrega a sus aguas, así ella lo lleva a la orilla, uniendo sus fuerzas a las de él. Comentario posterior: El coraje Quien pretende descifrar los enigmas de la conciencia se adentra en un laberinto donde necesita muchos hilos que lo orienten para distinguir, entre el sinfín de caminos, aquellos que no conducen a los que no tienen salida.
  • 24. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 25 de 54 Moviéndose a tientas, tiene que enfrentarse a cada paso a los mitos e historias que surgen alrededor de la culpa y de la inocencia, que seducen nuestro entendimiento y paralizan nuestros pasos si nos atreviéramos a investigar lo que ocurre secretamente. Eso les pasa a los niños cuando oyen hablar de la cigüeña, y los presos lo habrán experimentado cuando a las puertas del campo de concentración leyeron: "¡El trabajo libera!". A veces, sin embargo, hay uno que tiene el coraje de mirar abiertamente y de romper el hechizo. Como aquel niño que, en medio de las ovaciones con que las masas enfervorizadas señalaban al dictador, dice claramente en voz alta lo que todos ven pero nadie se atreve a admitir o expresar: "¡Pero si está desnudo!". O como aquel juglar que se pone en el borde de la carretera donde un flautista tiene que pasar con una fila de niños. Les toca una contramelodía que saca a algunos de su marcha acompasada. El centro Un hombre quiere saberlo, por fin. Monta en su bicicleta, sale al campo abierto y, lejos de lo conocido, encuentra otro sendero. No hay indicadores, pero se fía de lo que sus ojos ven ante sí y de lo que su paso puede recorrer. Le invade una cierta alegría de descubrir, y lo que antes más bien era un presentimiento, ahora se vuelve certeza. El sendero termina a orillas de un río ancho, y el hombre baja su bicicleta. Sabe que si quiere seguir aún más allá tendrá que dejar en la orilla todo lo que se lleva consigo. En ese caso perderá la tierra firme y será llevado e impulsado por una fuerza que puede más que él, de manera que tendrá que abandonarse a ella. Por eso vacila y retrocede. Al volver de nuevo a casa se da cuenta de lo poco que sabe de las cosas que ayudan, y de que le es difícil transmitírselas a otros. Demasiadas veces le ha pasado lo de aquel hombre que sigue a otra bicicleta cuyo guardabarros golpetea. Le grita: - "¡Eh, tú!, ¡tu guardabarros golpetea!" - "¿Qué?" -"¡Que tu guardabarros golpetea!". - "No te oigo", responde el otro. -"¡Mi guardabarros golpetea!". Algo no funciona, piensa. Luego frena y da la vuelta. Poco después pregunta a un anciano maestro: "¿Cómo haces cuando ayudas a otros?". Muchas veces vienen a verte personas que te piden consejo en asuntos de los que más bien sabes poco. Pero después se encuentran mejor". El maestro le dice: "Si uno se para en el camino y no quiere seguir adelante, eso no depende del saber. Porque busca seguridad donde se pide valor, y libertad donde la verdad ya no le deja elección. Y así va dando vueltas. El maestro, sin embargo, resiste al pretexto y a la apariencia. Busca el centro, y allí espera recogido como quien extiende las velas al viento, por si tal vez dispusiera de una palabra eficaz. El otro, al acercarse a él, lo encuentra donde él mismo tiene que llegar, y la respuesta es para ambos. Ambos escuchan. Y añade algo más: "El centro se distingue por su levedad". La vuelta Alguien nace en su familia, en su país, en su cultura. Ya siendo niño, hace tiempo, escucha a quien fue su modelo y maestro, y siente el profundo anhelo de ser y de hacerse como él. Se une a un grupo de ¡guales, se ejercita en una disciplina de largos años, y sigue el gran modelo hasta ser idéntico y pensar, hablar y sentir como él. Pero, piensa, aún le falta una cosa. Por eso emprende un largo camino para, quizás, superar en la soledad más lejana una última frontera. Pasa por jardines antiguos, abandonados desde hace tiempo. Todavía florecen rosas silvestres y altos árboles dan fruto cada año, pero cae al suelo de cualquier manera por no haber nadie que lo quiera. Después comienza el desierto. Pronto le rodea un vacío desconocido.
  • 25. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 26 de 54 Le da la impresión de que cualquier rumbo es indiferente, y también las imágenes que a veces ve ante sí, pronto se muestran vacías. Camina siguiendo su impulso, y cuando ya hace algún tiempo que no se fía de sus sentidos, de repente ve un manantial: brota de la tierra, y la tierra lo vuelve a recibir. Donde su agua llega el desierto se convierte en un paraíso. Al mirar a su alrededor ve a dos desconocidos que se acercan. Ellos hicieron lo mismo que él: seguir a su modelo y maestro hasta volverse iguales a él. Como él emprendieron un largo camino para, quizás, superar en la soledad del desierto una última frontera. Y, como él, encontraron el manantial. Juntos se agachan, beben de la misma agua y ya imaginan la meta casi conseguida. Después, se confían sus nombres: -Yo soy Gautama, el Buda. -Yo soy Jesús, el Cristo. -Yo soy Mahoma, el Profeta. Después llega la noche y encima de ellos, como siempre, brillan las estrellas, inalcanzables en su lejanía y en su quietud. Todos enmudecen, y uno de los tres se sabe más cerca que nunca de su gran modelo. Le parece como si por un momento pudiera intuir cómo se sentía cuando lo supo: la impotencia, la inutilidad, la humildad, y cómo debería sentirse si también conociera la culpa. A la mañana siguiente, de la vuelta y sale a salvo del desierto. Una vez más su camino le lleva por jardines abandonados, hasta acabar en uno que es el suyo. Delante de la entrada hay un hombre mayor: se diría que lo hubiera estado esperando. Le dice: "Quien, como tú, encontró desde tan lejos el camino de vuelta, ama la tierra húmeda. Y sabe que todo, si crece, también muere, y cuando acaba, nutre. -Sí, responde el otro, estoy de acuerdo con la Ley de la Tierra. Y empieza a trabajarla. La conversión Hace un tiempo apareció un manuscrito en el que varias parábolas de Jesús se cuentan de una manera algo diferente a la habitual. Un profundo estudio reveló que, en lo que a su contenido se refiere, no cabe duda de su autenticidad. Una de esas parábolas es la historia del hijo pródigo, que en su nueva versión dice más o menos así: Un hombre tenía dos hijos. El menor dijo a su padre: "Padre, dame mi parte de la herencia". El padre se entristeció al ver lo que su hijo tenía en mente, pero se la entregó. A los pocos días el hijo menor recogió todo, se fue a un país lejano y malgastó sus bienes en una vida licenciosa. Una vez lo hubo consumido todo, empezó a sentir hambre y se puso al servicio de un ciudadano de aquel país, cuidando cerdos. Con ganas habría comido de lo que se les echaba a aquellos animales, pero nadie se lo daba. En casa de aquel hombre rico encontró a otro joven que también había hecho lo mismo: había pedido su parte de la herencia, se había ido al mismo país lejano, lo había gastado en una vida licenciosa y, al igual que él, acabó con los cerdos. Finalmente, ambos recapacitaron y uno de ellos dijo: "Los siervos de mi padre tienen pan en abundancia y yo, su hijo, me estoy muriendo aquí de hambre. Volveré con mi padre y le diré: "Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo. Tenme como a uno de tus siervos".
  • 26. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 27 de 54 El otro dijo: "Yo lo hago diferente. Mañana mismo me voy a la plaza del mercado, me busco un trabajo mejor, ahorro una pequeña fortuna, me caso con una de las hijas de esta tierra y vivo igual que la gente de aquí". En este punto, Jesús levantó la mirada, la dirigió a las personas que le escuchaban y les preguntó: -¿Quién de estos dos habrá cumplido mejor la voluntad de mi Padre? Desgraciadamente se me olvidó el número exacto del manuscrito... Comentario preliminar: Escuchar historias como una sinfonía Hay historias de las cuales necesitamos retener sólo un poco. Las escuchamos como se escucha una sinfonía, reconocemos primero una melodía y luego otra, y del coro captamos palabras sueltas. Después movemos los dedos o los pies al compás del ritmo, y en el sublime final tal vez sintamos un escalofrío que nos recorres por la espalda y que nos deja una sensación que perdura en el tiempo. Sin saber cómo, nos sentimos estimulados como si una brisa entrara por la ventana abierta. La reunión El señor de un reino floreciente, que mantenía abiertas sus fronteras hacia todas partes, sospechaba que a sus príncipes les importaban más sus provincias que el reino en su totalidad. Así los invitó a todos a la corte. El primer príncipe reinaba sobre las tierras altas, un altiplano fructífero, huerta del reino. Sus súbditos eran famosos por su viveza y perspicacia, por su sentido de la belleza y su alegría de vivir. Un pueblo trabajador y risueño. El segundo reinaba sobre las montañas del centro, en cuyos valles se escucha el eco hasta en los rincones más recónditos. Sus súbditos tenían fama de escrupulosos, de velar por la ley y el orden, y allí estaban los mejores funcionarios. Además, les gustaba tocar en familia. El tercero reinaba sobre las tierras bajas. Al este limitaba con el mar y todavía quedaban muchas partes sin descubrir. Sus súbditos vivían en una estrecha franja costera, trabajaban sus pequeños huertos cercados, apenas se conocían y sabían poco del vasto mundo. Algunos de ellos, sin embargo, habían salido al mar desconocido y cuando volvieron conocían los secretos de las profundidades, sus peligros y su belleza. Pero hablaban poco de ello. Cuando los tres llegaron a la corte, el rey dispuso la sala más lujosa para recibirlos. Artistas itinerantes de las tierras altas la habían decorado. En sus paredes, frescos luminosos difuminaban los límites del espacio, y en su techo había una imagen pintada tan perfectamente que daba la impresión de estar al aire libre, mirando al cielo abierto. A través de las ventanas diáfanas, la mirada desembocaba en jardines en flor, y en la mesa lucían guirnaldas de flores de tal variedad de formas y colores que los ojos no se cansaban de mirar la resplandeciente suntuosidad. De las montañas del centro habían invitado a músicos, cada cual maestro en su instrumento, para que deleitaran a sus huéspedes. El primero tocaba el laúd y como por arte de magia le sacaba sonidos cual gotas que caen en un cuenco de plata. Cuando acariciaba las cuerdas, un eco de muchas voces vibraba en la sala, se iba extinguiendo como flotando en la lejanía, y finalmente parecía sonar hasta el silencio, de tan maravillosa como era su interpretación. El segundo pasaba el arco por su violín. Los sonidos brotaban suaves y se iban derramando, crecían y se arrastraban casi imperceptibles, murmuraban y sollozaban, seducían como el arrullo de las palomas, crujían bruscamente para luego volver a fluir livianos e intensos.
  • 27. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 28 de 54 El tercero tocaba un tubo de latón que resonaba como si el sol saliera vigoroso y brillante al amanecer. El sonido hacía vibrar las ventanas, cuyos cristales parecían romperse de la agudeza de su cantar. El cuarto soplaba una caña de bambú cuyos sonidos eran como el respirar fluido o la llamada de un mirlo o el rugir del vendaval. Después, de nuevo voces de pájaros y luego un susurro que se desvanecía. El quinto golpeaba hábilmente con palillos sobre una fila de maderas, haciéndolas sonar con el choque de copas o como campanillas de plata zarandeadas por el viento. El sexto tocaba un órgano de tubos con ocho registros que zumbaba, susurraba, bordoneaba, retumbaba, bramaba, rugía y tronaba. Sus acordes, con el sonido de los otros, producían resonancias de plenitud y gravedad, y tan poderosa era su voz que la sala se estremecía como si intentara vibrar al unísono. De las tierras bajas habían invitado a bailarines y juglares para divertir a los invitados. Ensayaban gestos delicados, giros hacia la derecha y hacia la izquierda, piruetas y grandes pasos. Después se desperezaron para estirar los músculos. Uno de ellos incluso ensayaba para pasar descalzo y con los ojos vendados por una cuerda floja. Pero en ese momento llegaron los cocineros con fuentes humeantes de las que salía el buen olor de los manjares. Un mayordomo probó el vino fresco, lo dejó pasar por debajo de su lengua, saboreó el buqué, notó cómo su paladar se contraía suavemente, inhaló su olor y tuvo que estornudar, pero enseguida recobró la compostura al entrar los invitados justo en ese instante. Fue una fiesta espléndida. Si bien los invitados tardaron un tiempo en poder comunicarse, pronto se sintieron atraídos los unos por los otros, se presentaron su arte y sus artistas mutuamente, se brindaron íntima amistad y ya no hubieran querido separarse nunca más. Sólo el rey se mostraba extrañamente discreto. Se dio cuenta de lo extraños que le resultaban sus huéspedes y de que, para conocerlos de verdad, tenía que ponerse en camino y visitarlos a ellos de la misma manera que ellos lo ha- bían visitado a él. A la mañana siguiente, los tres príncipes aparecieron juntos ante el público. Pero al mediodía ya estaban de nuevo en el camino de vuelta, cada cual hacia su provincia habitual. Del rey, sin embargo, se oyó decir que ya de buena mañana había iniciado un viaje que había postergado muchas veces hacia sus provincias y hasta las fronteras, atravesando su propio país. Comentario preliminar: La plenitud "Los cuentos, si son buenos, dicen más de lo que deberían y más de lo que nosotros comprendemos de ellos. Se nos escapan, igual que escapan nuestros actos de nuestras intenciones y un hecho de su interpretación. Por eso, algunas personas, cuando escuchan historias, lo hacen como aquel hombre que por la mañana va a la estación y coge un tren que le lleva a lugares lejanos. Se busca un asiento al lado de la ventana y mira hacia fuera. Las imágenes se van sucediendo una tras otra: altas montañas, puentes imposibles, ríos en su camino hacia el mar... Pronto ya no puede captar las imágenes una por una porque su viaje va demasiado rápido. Entonces se reclina en su asiento y se expone a ellas en su totalidad. Por la tarde, sin embargo, al llegar a su destino, baja del tren diciendo: "He visto y vivido mucho". La comprensión Un grupo de hombres que todavía se consideraban principiantes, animados por los mismos sentimientos, se encontraron y hablaron de sus planes para un futuro mejor: acordaron hacer las cosas de otra manera.
  • 28. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 29 de 54 Lo común, lo cotidiano y todo el eterno ciclo les parecían demasiado estrechos. Ellos buscaban lo sublime, lo singular, lo amplio, y esperaban encontrarse a sí mismos como nunca nadie lo había conseguido. En su mente ya veían la meta conseguida, se imaginaban cómo sería, sentían sus corazones latir de emoción y, como se impacientaban, decidieron actuar. "Primero tenemos que buscar al Gran Maestro, porque por ahí se empieza", dijeron. Después emprendieron el camino. El maestro vivía en otro país y pertenecía a otro pueblo. De él se habían contado muchas maravillas, pero nunca nadie parecía saber nada concreto. Pronto quedó atrás lo habitual, puesto que allí todo era diferente: las costumbres, el paisaje, el habla, los caminos, la meta. A veces llegaban a un lugar donde se decía que estaba el maestro, pero siempre que querían saber algo más, oían que justamente acababa de partir y que nadie sabía el rumbo que había tomado. Finalmente, un día lo encontraron. Estaba con un campesino, trabajando en el campo. Así se ganaba el sustento y un cobijo para la noche. Al principio no podían creer que ese fuera el maestro tan largamente anhelado, y también el campesino se asombró al ver lo especial que con- sideraban a aquel hombre que estaba con él en el campo. Éste, sin embargo, dijo: "Sí, soy un maestro. Si queréis aprender de mí, quedaos aquí una semana más, entonces os instruiré". Enseguida entraron al servicio del campesino y, a cambio, recibían comida, bebida y alojamiento. Al cabo de ocho días, al caer la tarde, el maestro los llamó, se sentó con ellos bajo un árbol, se quedó mirando el crepúsculo y empezó a contarles una historia. "Hace mucho tiempo, un hombre joven estuvo pensando qué quería hacer con su vida. Provenía de una familia distinguida, no conocía el apremio de la penuria y se sentía obligado a buscar lo sublime y lo mejor. Así dejó al padre y a la madre, siguió a los ascetas durante tres años, y luego también los dejó. Encontró después al Buda en persona y supo que tampoco eso le bastaba. Aún quería llegar más alto, hasta donde el aire ya se enrarece y se respira con dificultad, donde nadie antes había llegado. Cuando por fin llegó, se detuvo. Se encontraba al final de aquel camino y vio que se había extraviado. Entonces quiso tomar el rumbo contrario. Bajó, llegó a una ciudad, conquistó a la cortesana más bella, se hizo socio de un comerciante rico, y pronto fue rico y respetado también. Pero no había bajado a lo más profundo del valle, tan sólo se I había movido por la zona alta: para arriesgarse del todo le faltaba valor. Tenía amante, pero no mujer; tuvo un hijo, pero no | fue padre. Había aprendido el arte del amor y de la vida, pero no había amado ni vivido. Empezó a aborrecer lo que no había aceptado, hasta que se cansó y también lo dejó". Aquí el maestro hizo una pausa. "Quizás os suene la historia -dijo-, y también sabéis cómo acabó. Se dice que el hombre, al final, se hizo humilde y sabio, amante de lo común. ¡Pero qué es eso comparado con todo lo I que desaprovechó! El que se fía de la vida no rehúye lo cercano para buscar un ideal lejano. Domina primero lo ordinario, ya que, de lo contrario, también lo extraordinario en su vida, suponiendo que exista, no es más que el sombrero de un espantapájaros. Se hizo el silencio y también el maestro callaba. Después se levantó sin mediar palabra y se fue. A la mañana siguiente fue imposible encontrarlo. Durante esa misma noche había reanudado su camino sin precisar adonde se dirigía. Los que tanto tiempo parecían animados por los mismos sentimientos, nuevamente tenían que defenderse solos. Algunos de ellos no querían creer que el maestro los hubiera dejado y partieron a buscarlo de nuevo. Otros apenas eran ya capaces de distinguir entre sus deseos y sus miedos y, al azar, lomaron cualquier camino.
  • 29. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 30 de 54 Uno, sin embargo, lo pensó. Volvió de nuevo junto al árbol, le sentó y miró a lo lejos, hasta que en su interior se hizo la calma. Sacó de su interior lo que lo acosaba y lo puso ante sí, como quien después de una larga marcha se quita la mochila antes de descansar. Se sentía libre y ligero. Ante él estaban, pues, sus deseos, sus miedos, sus metas y su necesidad real. Sin mirarlos más de cerca ni querer nada determinado, como quien se entrega a lo desconocido, esperó por sí solo a que ocurriera, a que cada cual encontrara en el lodo el lugar que le correspondía según su propio peso y rango. No tardó mucho. Se dio cuenta de que allá afuera todo se iba aclarando, como si algunos se marcharan a hurtadillas cual ladrones desenmascarados que se dan a la fuga. Y comprendió que lo que había tenido por deseos propios, miedos propios o metas propias, todo aquello no le había pertenecido nunca. En realidad venía de otra parte totalmente distinta y había anidado en su vida. Pero ahora su tiempo se acabó. Parecía moverse algo que aún quedaba delante de él. Volvía lo que realmente le pertenecía, y cada cual ocupaba su justo lugar. La fuerza se reunió en su centro y finalmente pudo reconocer su propia meta, la que sí le correspondía. Aún esperó un poco hasta sentirse seguro. Después se levantó y se fue.
  • 30. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 31 de 54 CUENTOS SOBRE LA FELICIDAD Comentario preliminar: La felicidad La felicidad nos parece tentadora y traidora, atractiva y peligrosa, porque, con frecuencia, lo que deseamos aporta desdicha y lo que tememos, felicidad. A veces preferimos aferramos a la desdicha porque nos parece segura o grande, o porque la consideramos inocencia, o mérito, o una pista de una felicidad venidera. Así tal vez despreciemos la felicidad como si fuera vulgar, o pasajera y fugaz, o la temamos como culpa y traición, o como delito, o como presagio de la desdicha. Las dos caras de la felicidad En otros tiempos, cuando los dioses aún parecían muy cercanos a los hombres, había en una ciudad pequeña dos cantantes con idéntico nombre: Orfeo. Uno de ellos era el grande. Había inventado la cítara, una forma primitiva de guitarra, y cuando tocaba sus cuerdas para cantar, la naturaleza a su alrededor quedaba encantada, los .mímales salvajes reposaban mansamente a sus pies y los ár- boles más altos se inclinaban hacia él. En definitiva, nada se resistía a sus melodías. Como era tan grande, cortejó a la mujer más bella. Después empezó el ocaso. Mientras se estaba celebrando la boda, la bella Eurídice murió. La copa estaba colmada y antes de llegar a sus labios, se rompió. Pero para el gran Orfeo la muerte no fue el final. Mediante su arte sublime encontró la entrada a los Infiernos, bajó al Reino de las Sombras, atravesó el Río del Olvido, logró pasar delante del Cancerbero, llegó con vida al trono del Dios de los Muertos y lo conmovió con su cantar para que liberara a Eurídice, aunque con una condición... Tan feliz estaba Orfeo que no percibió la malicia en este favor. Emprendió el camino de vuelta oyendo tras de sí los pasos de la mujer amada. Pasaron ilesos ante el Cancerbero, atravesaron el Río del Olvido, comenzaron la subida hacia la luz. Ya la veían de lejos... De repente, Orfeo oyó un grito: Eurídice había tropezado. Se giró sobresaltado y volvió a ver las sombras desvanecerse en la noche: estaba solo. Anegado en su dolor, cantó la canción de despedida: "¡Ay, la perdí, toda mi felicidad se fue con ella!". Encontró el camino a la luz del día, pero la vida se le había hecho extraña entre los muertos. Cuando unas mujeres borrachas quisieron llevarlo a la fiesta del vino nuevo, se negó, y ellas lo desgarraron vivo. Tan grande fue su desdicha como vano su arte. Pero, ¡todo el mundo le conoce! El otro Orfeo era el pequeño. No era más que un cantor, actuaba en fiestas sencillas, tocaba para gente sencilla, proporcionaba una alegría sencilla, y él mismo se lo pasaba bien. Como no podía vivir de su arte, aprendió también otra profesión corriente, se casó con una mujer corriente, tuvo hijos corrientes, pecaba de vez en cuando, era corrientemente feliz y murió viejo y colmado de vida. Pero nadie lo conoce... ¡Menos yo! El burro Un señor compró un burro joven y desde muy pronto lo acostumbró a la vida dura. Lo cargaba de bultos pesados y lo hacía trabajar todo el día, dándole tan sólo lo indispensable para comer. Así, el pequeño burro muy pronto se convirtió en un burro
  • 31. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 32 de 54 de verdad. Cuando venía su amo, se ponía de rodillas, agachaba la cabeza y, de buena gana, dejaba que le pusiera las cargas más pesadas, aunque a veces apenas se aguantara de pie. Otros, al verlo, se compadecían de él. "¡Pobre burro!", decían y querían hacerle algún bien: uno intentó darle un terrón de azúcar; otro, un trozo de pan; el tercero incluso quería llevarlo a un pasto verde. Pero él les enseñó lo burro que era: al primero le mordió la mano, al otro le dio una coz, y con el tercero se puso terco como una mula. "¡Qué burro!", exclamaron finalmente. Y lo dejaron tranquilo a partir de ese día. A su amo, sin embargo, le comía de la mano, aunque no le diera más que paja. El hombre, por su parte, alababa a su animal delante de todo el mundo, diciendo: "¡Es un gran burro, más que ningún otro que haya visto hasta ahora!", y le puso el nombre de Ih-Oh. Con el tiempo ya no se supo con seguridad cómo se pronunciaba aquel nombre, hasta que un entendido afirmó que debía ser: "Y-Yo". La escapatoria En alguna parte del sur, al amanecer, un pequeño mono subió a una palmera sacudiendo un coco pesado en sus manos y gritando con todas sus fuerzas. Lo oyó un camello, que se acercó, alzó la mirada y le preguntó: "¿Qué te pasa hoy?". El mono le contestó: "Estoy esperando al gran Elefante. ¡Le voy a pegar una paliza con el coco que se va a enterar!". Pero el camello pensó: "¿Qué querrá realmente?". Al mediodía pasó un león que también oyó al pequeño mono, lo miró desde abajo y le preguntó: "¿Te pasa algo?". "¡Sí, necesito al gran Elefante!", gritó el mono. "¡Le voy a dar una paliza con el coco que le va a estallar la cabeza!", agregó. Pero el león pensó: "¿Qué le pasará realmente?". Por la tarde vino un rinoceronte, se extrañó al oír al mono, levantó la mirada y le preguntó: "¿Qué te pasa hoy?". "Estoy esperando al gran Elefante. Le pegaré de tal modo que le reventaré el coco y lo dejaré tieso", contestó. El rinoceronte, sin embargo, pensó: "¿Qué querrá realmente?". A última hora de la tarde llegó el gran Elefante, se rascó en la palmera y cogió algunas ramas con su trompa. Encima de él, sin embargo, reinaba un silencio absoluto. Cuando levantó la mirada, vio al pequeño mono detrás de una rama y le preguntó: "¿Te pasa algo?". "No, nada", se apresuró a decir el mono. "Durante el día anduve gritando un poco, pero no te lo habrás tomado en serio, ¿verdad?". El elefante, sin embargo, pensó: "¡Algo le falta!". Después, vio su manada y se marchó con pasos majestuosos. El pequeño mono se quedó quieto durante un rato. Después cogió el coco, volvió al suelo, lo golpeó contra una piedra, lo reventó... se bebió la leche y se comió el fruto. La inocencia Alguien quiere dejar lo que durante tanto tiempo lo acosaba, por eso se adentra en un camino desconocido. Va caminando alegremente y por la tarde llega a una montaña. Al hacer un alto, descubre ante él la entrada de una cueva. El hombre se acerca e intenta entrar, pero la encuentra sellada con una puerta de hierro. "¡Qué curioso!, quizás ocurra algo", piensa. Se sienta frente a la puerta, una y otra vez dirige su mirada hacia ella y la vuelve a apartar, mira y deja de mirar y, al cabo de tres días,
  • 32. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 33 de 54 cuando justo acababa de apartar la mirada y de volver a mirar, ve que la puerta está abierta. No duda en cruzarla, avanza corriendo y, de repente, se encuentra nueva- mente al aire libre. "Curioso", piensa, frotándose los ojos. Al sentarse, ve a una cierta distancia un pequeño círculo blanco, inmaculado como la nieve, y en el interior de ese círculo se ve a sí mismo acurrucado, encogido y de un blanco resplandeciente. Alrededor de aquel pequeño círculo blanco titila una inmensa llamarada de sombras que parece quisieran entrar. "Curioso, quizás ocurra algo", piensa. Se sienta enfrente, una y otra vez mira y aparta la vista, mira de nuevo y aparta la vista y, al cabo de tres días, cuando justo acaba de apartar la mirada para volver a mirar, ve cómo el pequeño círculo blanco se abre, la llama de sombras negras se precipita a su interior, el círculo se ensancha y él, por fin, puede estirarse. Pero ahora el círculo está gris. La culpa Alguien se levanta por la mañana y su corazón se encoge porque sabe que vienen sus acreedores y tiene que enfrentarse a ellos. Viendo que aún le queda un poco de tiempo, se acerca a la estantería, toma la primera carpeta y comienza a repasar los papeles. Entre ellos encuentra facturas que aún le quedan por pagar. Mirándolas más detenidamente ve que también hay algunas cuyos reclamos son exagerados, algunas incluso por servicios que se prometieron pero nunca se cumplieron, y otras para productos que fueron encargados pero nunca se entregaron. El hombre sopesa qué sería adecuado y justo en cada caso, y decide guardarse de reclamos falsos. Después cierra esa carpeta y pasa a la segunda. Encuentra registradas prestaciones por las que se creía especialmente en deuda con otros. Pero al final de esa larga lista lee comentarios como "gratis", "ya pagado" o "se entregó con gusto". Surgen en su interior imágenes entrañables de personas queridas, y su corazón se abre de par en par, inundado por un sentimiento de amor y gratitud. Después cierra también la segunda carpeta y abre la tercera. Allí no encuentra más que presupuestos que en su día pidió para adquirir lo que en aquel momento necesitaba. Pero al final de los presupuestos lee "pago por adelantado". Sabe que aún necesitará tiempo para comprobar si eran o no fiables esos presupuestos. También cierra la tercera carpeta y la devuelve al estante. Finalmente llegan sus acreedores y, cuando han tomado asiento, llenan el espacio con su presencia. Pero ninguno de ellos pronuncia ni una palabra. Al verlos todos delante suyo, el hombre se siente extrañamente ligero, como si de repente pudiera abarcar todo lo que antes le parecía tan confuso, y siente la fuerza de poder y querer enfrentarse a ellos. Mientras aún espera, su imagen va cobrando orden. Ahora sabe seguro a cuál de los acreedores le toca primero y quién será el siguiente. Les comunica su imagen y les agradece que hayan venido. También les dice que a su debido tiempo se enfrentará a ellos. Ellos asienten y se marchan. Sólo se queda aquel acreedor al que ahora ya quiere enfrentarse. Los dos se exponen el uno al otro. Saben que ya no se trata de regatear, sólo de actuar, y como ambos están serios, pronto llegan a un acuerdo. Al marcharse el acreedor, se gira un momento y le dice al hombre: "Aún te concedo un pequeño plazo". El curso de la vida
  • 33. Bert Hellinger- Cuentos de vida Página 34 de 54 Un abejorro se posó en una flor de cerezo, tomó su néctar, quedó saciado y se fue volando. Pero después le vinieron remordimientos. Se sintió como alguien que se hubiera sentado en una mesa abundantemente preparada sin haberle regalado al anfitrión ni un detalle que también alegrara su corazón. "¿Qué podría hacer?", pensó, pero no lograba decidirse, y así pasaron semanas y meses. Finalmente la intranquilidad pudo con él. "Tengo que volver a la flor de cerezo y darle las gracias de todo corazón", se dijo. Se echó a volar, encontró el árbol, la rama, la hoja exacta donde antes se hallaba la flor, pero la flor ya no estaba. Sólo encontró un fruto maduro de un intenso color encarnado. Al verlo, el abejorro se entristeció. "Nunca más podré darle las gracias a la flor de cerezo. La oportunidad está perdida para siempre. ¡Pero esto me servirá de lección!", sentenció. Mientras lo estaba pensando, percibió un dulce perfume: la corola rosada de otra flor le sonreía, y con todas sus ganas se lanzó a una nueva aventura. INTRODUCCIÓN: LÍMITES DE LA FELICIDAD Algunas historias nos presentan un espejismo, como si los deseos ayudaran. Eso nos hacían creer los cuentos de antes, por eso nos inducían con tanta facilidad a cometer actos que sobrepasaban lo que nos está permitido, y en vez de conducirnos a la felicidad que deseamos, nos llevan a la desdicha que tememos. Donde actúan tales imágenes ayuda contar los cuentos de una forma realista, de manera que también en ese caso los deseos tienen un límite y el actuar arrogante fracasa. Así, del cielo volvemos a caer a la tierra, encontrando nuestra medida. La tierra Al lado de un gran bosque vivían un leñador y su mujer. Tenían una niña de tres años, pero eran tan pobres que muchas veces no sabían ni qué darle de comer. Un día vino a verles la Virgen María y les dijo: "Vosotros sois demasiado pobres para cuidar a la niña. Dejadla conmigo; yo me la llevaré al Cielo, seré su madre y la cuidaré". Al oír estas palabras, el corazón se les encogió, pero se dijeron: "¿Quiénes somos nosotros al lado de la Virgen María?". Así, pues, obedecieron, tomaron a la niña y se la entregaron a la Virgen, que se la llevó al cielo. Allí comía pan blanco, bebía leche dulce y jugaba con los ángeles. Secretamente, sin embargo, añoraba a sus padres y a la bella Tierra. Cuando la niña tenía catorce años, la Virgen María nuevamente quiso salir de viaje, ya que de vez en cuando también sentía nostalgia por la Tierra. Mandó llamar a la niña y le dijo: "Guarda tú las llaves de las trece puertas del cielo. Doce las puedes abrir y admirar las maravillas que encierran, pero la decimotercera, a la que pertenece esta llavecita, ¡ni se te ocurra!, de lo contrario pasará una desgracia. La niña le prometió que nunca pisaría la habitación número trece. En cuanto la Virgen emprendió el viaje, la niña se fue a ver las moradas celestiales. Cada día abría una de las puertas, hasta llegar a la decimosegunda. Detrás de cada una había un hombre, un apóstol rodeado de gran esplendor, y cada vez la niña se deleitaba con la hermosura que percibía. Al final, la única puerta que quedaba era la prohibida, y la niña se sintió intrigada por saber qué se escondía tras ella. Así, pues, en un momento en que se encontraba sola, pensó: "Ahora estoy sola y podría entrar. Nadie sabrá si lo hago". Tomó la llavecita, la introdujo en la cerradura y le dio la vuelta. Inmediatamente se abrió la puerta y la niña se sintió atraída por un brillante resplandor