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                              Cristian Lagunas


¿Cómo consigues encender y apagar mi vida a tu antojo?
    Presiono ON. Ahí estás de nuevo, me sonríes, anuncias una nueva marca de pastillas
reductoras. La cámara se concentra en recorrer tu cuerpo, y tu sonrisa me ilumina el ros-
tro, pero no logro convencerme de que eres real. Estás ahí y miles de señoras encienden
sus televisores a las nueve de la noche para ver absortas tu amorío con alguna actriz, tu
relación misteriosa con su madre, tu secreto con la prima de ella… Así es siempre.
    Fatigada, busco la caja de chocolates. Está vacía. Me consuelo con estas papas
fritas que tanto te gustan: crujen entre mis muelas. Reapareces a cuadro: voz modu-
lada y grave, maquillaje en exceso, dices que en cinco pagos tendremos La Solución
(el producto que salvará nuestras vidas), y nos pides que hagamos la llamada ¡ya, en
este momento, en este mismo instante!
    No has sido así toda tu vida.
    *
    ON. Ajuste de pantalla. Espero impaciente a que den las nueve. Termina el pro-
grama anterior. Mientras la serie de imágenes muestra a una mujer paralítica en el
hospital, busco bombones en la alacena. Comerciales. ¡Qué impaciencia!
    Y tu rostro. El tema cursi de entrada que tarareo. Tu nombre (lo recuerdo
                                                                                                 La Colmena 73, enero-marzo 2012




siempre) en No hay pecado. Ahora esa escena que da infartos a todo el país, la
de todas las telenovelas. Siento una cámara enfocarme y suspiro, succiono ense-
guida las golosinas, una tras otra. Te veo conversar en un café con meseros bien
vestidos, con tazas altas brillantes: es como a los que nunca iba pero que ahora
frecuento esperando encontrarte. Sé que si así sucediera, vendrías a mi mesa y
no hablaríamos sobre negocios, ni sobre esas cosas tan estúpidas que acostumbras

 Botón en off                                                          Cristian Lagunas     97
hacer frente a mí en la pantalla. Sí, como esa que haces ahora, en compañía
                                       de Viviana, tu novia-coprotagonista. Qué ridículo te ves con ese traje de
                                       marca. Recuerdo cuando me decías que nunca querías ser bufón de nadie,
                                       pero ahora usas un disfraz a diario, apareces en programas donde te toman
                                       fotos y tienes puestos sunglasses mientras arrastras una maleta por todo el
                                       aeropuerto. Antes, lo único que arrastrabas eran tus pies por toda la escue-
                                       la, después junto conmigo por las calles aledañas, hasta que conseguíamos
                                       sentarnos en el parque y me preguntabas si quería un helado. No sé, res-
                                       pondía, en aquel entonces casi nunca sabía nada. Pero sí a ti, te sabía desde
                                       las fibras de tu cabello hasta el laberinto de tu huella digital. Eras todo.
                                       Lo sigues siendo en mis ojos, te proyectas paseando en tu convertible por
                                       avenidas relucientes. Te veo pensar y me vale un carajo la música de fondo
                                       que te acompaña.
                                           ¿Me recuerdas, querido, con frecuencia en tus monólogos?
                                           *
                                           Estoy en un café elegante, una famosa actriz está sentada a dos me-
                                       sas. Siento otra vez que me observan ¿Estaré bien vestida? Quizá hoy te
                                       vea entrar. Tras muchos expresos y una cuenta que suma dinero cada
                                       cuatro minutos, desisto. Camino a casa, no he comido. Los autos rugen.
                                       Las ramas de los árboles se agitan y mi ansiedad aumenta. Necesito llegar
                                       para verte, es casi la hora. Cruzo las calles sin ver la luz de los semáforos.
                                       Pude haber muerto y tú no te enterarías, ¿o sí? Recuerdo que hace tiempo,
                                       cuando intentaba cruzar la calle sin ver, me jalabas del brazo para impedir
                                       que me atropellaran. Y claro, yo hacía todo lo que dijeras. Te sugería que
                                       fuéramos a comer y aceptabas con gusto, pero yo sufría otro atropello: las
                                       chamacas, las pinches chamacas que venían de a tres, en parejas, las más
                                       atrevidas por sí mismas, a preguntar cómo te llamabas, si se podían tomar
                                       una foto contigo. “No, otra, esta salió fea, qué guapo estás”, decían maqui-
                                       nalmente. Me daban la espalda. Te llamaba por tu nombre (“Matías, oye,
                                       Matías”), pero olvidabas mi presencia al anotar tu teléfono en cuadernos
                                       de hojas rosadas. Me alegra saber que nunca contestaste sus llamadas.
                                       Pero las recuerdo: sus párpados excesivamente delineados, el discurso pre-
                                       meditado. Sentada, apretando el tenedor, me daba cuenta de tu poder
                                       sobre ellas, pero sobre todo, de tu poder sobre mí. Me decías tu mejor
                                       amiga, sin embargo, ante esas desconocidas me convertías en una extraña.
                                       Ahora sentada, apretando el tenedor, me doy cuenta de que tu físico sigue
                                       teniendo el mismo poder que antes. Ya no son sólo muchachitas las que se
La Colmena 73, enero-marzo 2012




                                       te acercan, he visto ejércitos de mujeres comentar tu apariencia, arremoli-
                                       narse a tu alrededor por un autógrafo. Muchas parecen haber enloqueci…
                                       ¡¿Le estás proponiendo matrimonio a Viviana, la actricita “nunca me he
                                       operado”?! Están en un restaurante caro, la cámara los enfoca lento, dan-
                                       do vueltas abrazados, y los extras aplauden su compromiso. Mis ojos están
                                       bien abiertos, la observan sobre todo a ella. No me he dado cuenta de mis

                                  98      Cristian Lagunas                                                     Botón en off
lágrimas deslizantes, ni del tenedor que sigue dentro de mi boca, perforán-
  dome la lengua, amenazando con abrirse paso hasta la garganta.
      *
      Y bien. Te vas a casar y el mundo ha perdido la cordura. Menos yo: ¿por
  qué? Porque soy la invitada de honor: impediré tu boda. Por ello, he dejado
  las golosinas de lado. Nada más que agua, mucha. Debes verme perfecta.
  Cero bombones, ningún alimento con tenedor. Sé que cuando llegue al ex-
  clusivo lugar del evento y diga “Me opongo”, vendrás a mí: es ahí cuando
  las envidiosas televidentes verán el FIN (en letras blancas como el vesti-
  do), porque las telenovelas siempre terminan con la pareja indicada. Cuánto
  tiempo te había visto en la tele mientras comía cosas, mientras devoraba
  todo tipo de chatarra, sintiéndome bella. Me acerco al espejo, doy un par de
  pasos tarareando la marcha nupcial. Coloco, ciega parcial, el velo sobre mi
  cabeza. Abro los ojos. ¡Ya no soy bella! ¡Esas ojeras, esa grasa a los costados,
  estoy hecha una basura!
      Más agua, estoy terrible. Debo arreglar este vestido, sí, este velo que en la
  otra será mortaja.
      Antes marco al teléfono de las pastillas reductoras.
      *
      ON. Colores oscuros. Letras gigantes. Programa de chismes. El agua se de-
  rrama sobre el sillón, porque no estás ni en tu Mercedes, ni en el golf, ni en un
  café, ni en tu casa-mansión. Estás en una camilla de ambulancia, ensangren-
  tado, casi muerto. Los oídos me zumban y escucho a la presentadora anun-
  ciando que te atropellaron anoche. El flash de las cámaras reproduciendo tu
  imagen acentúa el rojo de la sangre. No creo lo que veo. Tengo que llamar
  a alguien pero no puedo marcar las teclas porque mis dedos tiemblan brutal-
  mente. Debo seguir viendo. No, no debo seguir viendo, si tú estás muerto de
  qué sirve esta historia.
      Mejor llorar y olvidarme de todo. “…está grave en un hospital… al parecer
  el conductor iba a exceso de veloci…” OFF inmediato.
      Oscuridad.
      *
      A las nueve de la noche no enciendo el televisor. Mi propia vida parece
  estar en botón de apagado. Cuando te fuiste de la escuela a una agencia de
  modelos pensé por primera vez que el mundo se detendría. Cuando reconocí
  tu voz en el comercial de una telenovela por estrenarse se estremecieron mis
  células. Ese fue el momento en que comencé a vivir de nuevo. Pasan horas
                                                                                            La Colmena 73, enero-marzo 2012




  (¿días?) y me siento en el suelo, cada vez con menos fuerza para levantarme.
  Si nos atropellan, nos atropellarán a los dos, te decía cuando me salvabas
  la vida tantas veces, y ahora me la quitas, no tienes piedad al atropellarme
  cada que sales a cuadro y tu sombra gigante me cubre por completo. Siempre
  fui tan poquita cosa. Nunca pudiste fijarte en mí, nunca pudiste ver que si
  te hubieras decidido a estar de verdad conmigo no estarías en un hospital

Botón en off                                                        Cristian Lagunas   99
privado, en algún pasillo, en alguna cama en esta ciudad. Por eso me corto
                                        el cabello con un cuchillo, frente a este espejo que nunca ha logrado trans-
                                        portarme como el control remoto a tu figura. Ya no tomo ni agua, estoy en
                                        ayuno total. No maquillaje. No más acicalamiento. No más mentiras. Soy
                                        una fea a la que seguro le hablabas por lástima. Otra más del montón. Tú
                                        allá arriba, en lo alto de la pirámide televisiva. Ah, no, estás casi muerto y te
                                        importa poco que esté yo aquí, que pierda la cordura de a poco…
                                            Estoy tan delgada que en los cafés me dicen que me llevará el viento.
                                        No les respondo a los meseros y te espero. Pero no llegas. No llegas nunca.
                                        Todo se torna infinito y salgo sin pagar. Camino con mi mínima cintura
                                        hacia la esquina (el cabello corto y ya desteñido, las ojeras tratando de
                                        oscurecer mi rostro). Lo hago rápido decidida a cruzar la calle, de nuevo
                                        sin ver el semáforo, porque ya no estás aquí para salvarme. Ya no estás, ya
                                        no estás… Nunca estuviste. Un pie debajo.
                                            —¡Cuidado!
                                            Súbitamente retrocedo. Un auto pasa a gran velocidad frente a mí. Giro
                                        la cabeza.
                                            Eres tú.
                                            “¿Está bien? ¿Señorita, está bien?” Pero estoy aturdida y parezco a punto
                                        de desvanecerme. El orgullo me invade. “Suéltame”, te digo, tomando la con-
                                        fianza de siempre, y después miro mi cuerpo tan delgado, mis costillas a punto
                                        de romper mi piel, luchando por escapar de esta figura miserable. Mis ojos me
                                        traicionan y se concentran en tus labios. “Matías, ¿no me recuerdas? Soy Carla,
                                        tu amiga de la prepa…” Y me miras.
                                            Silencio.
                                            —¿No me recuerdas, en verdad no?
                                            El semáforo titila.
                                            Luz roja. No respondes. Me miras con desprecio, te alejas rápido y subes
                                        a un auto lujoso en la próxima esquina. Sigo aturdida. Caminaré a casa y
                                        cuando llegue voy a destapar por fin ese frasco de pastillas. Tú dices que son
                                        la solución. Cuando llegue y tenga frío y no estés ahí, no me verán millones de
                                        hombres por televisión, no habrá nadie apuntándome con una cámara, nadie
                                        tomándome fotos, no habrá nada. Estará el botón en OFF.LC
La Colmena 73, enero-marzo 2012




                                        Cristian Lagunas. Ha formado parte del Programa de Escritura Creativa de la Universidad del Claustro de Sor
                                        Juana y realizado estudios en la Fundación Pedro Meyer y el Centro Toluqueño de Escritores. Colaborador en el
                                        semanario El Espectador, de Toluca. Sus textos han sido publicados en la revista EL6A, en Santiago de Chile,
                                        así como en una antología de próxima publicación, compilada por Claudia Guillén. 




                                  100      Cristian Lagunas                                                                                Botón en off

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Boton en off

  • 1. Botón en off Cristian Lagunas ¿Cómo consigues encender y apagar mi vida a tu antojo? Presiono ON. Ahí estás de nuevo, me sonríes, anuncias una nueva marca de pastillas reductoras. La cámara se concentra en recorrer tu cuerpo, y tu sonrisa me ilumina el ros- tro, pero no logro convencerme de que eres real. Estás ahí y miles de señoras encienden sus televisores a las nueve de la noche para ver absortas tu amorío con alguna actriz, tu relación misteriosa con su madre, tu secreto con la prima de ella… Así es siempre. Fatigada, busco la caja de chocolates. Está vacía. Me consuelo con estas papas fritas que tanto te gustan: crujen entre mis muelas. Reapareces a cuadro: voz modu- lada y grave, maquillaje en exceso, dices que en cinco pagos tendremos La Solución (el producto que salvará nuestras vidas), y nos pides que hagamos la llamada ¡ya, en este momento, en este mismo instante! No has sido así toda tu vida. * ON. Ajuste de pantalla. Espero impaciente a que den las nueve. Termina el pro- grama anterior. Mientras la serie de imágenes muestra a una mujer paralítica en el hospital, busco bombones en la alacena. Comerciales. ¡Qué impaciencia! Y tu rostro. El tema cursi de entrada que tarareo. Tu nombre (lo recuerdo La Colmena 73, enero-marzo 2012 siempre) en No hay pecado. Ahora esa escena que da infartos a todo el país, la de todas las telenovelas. Siento una cámara enfocarme y suspiro, succiono ense- guida las golosinas, una tras otra. Te veo conversar en un café con meseros bien vestidos, con tazas altas brillantes: es como a los que nunca iba pero que ahora frecuento esperando encontrarte. Sé que si así sucediera, vendrías a mi mesa y no hablaríamos sobre negocios, ni sobre esas cosas tan estúpidas que acostumbras Botón en off Cristian Lagunas 97
  • 2. hacer frente a mí en la pantalla. Sí, como esa que haces ahora, en compañía de Viviana, tu novia-coprotagonista. Qué ridículo te ves con ese traje de marca. Recuerdo cuando me decías que nunca querías ser bufón de nadie, pero ahora usas un disfraz a diario, apareces en programas donde te toman fotos y tienes puestos sunglasses mientras arrastras una maleta por todo el aeropuerto. Antes, lo único que arrastrabas eran tus pies por toda la escue- la, después junto conmigo por las calles aledañas, hasta que conseguíamos sentarnos en el parque y me preguntabas si quería un helado. No sé, res- pondía, en aquel entonces casi nunca sabía nada. Pero sí a ti, te sabía desde las fibras de tu cabello hasta el laberinto de tu huella digital. Eras todo. Lo sigues siendo en mis ojos, te proyectas paseando en tu convertible por avenidas relucientes. Te veo pensar y me vale un carajo la música de fondo que te acompaña. ¿Me recuerdas, querido, con frecuencia en tus monólogos? * Estoy en un café elegante, una famosa actriz está sentada a dos me- sas. Siento otra vez que me observan ¿Estaré bien vestida? Quizá hoy te vea entrar. Tras muchos expresos y una cuenta que suma dinero cada cuatro minutos, desisto. Camino a casa, no he comido. Los autos rugen. Las ramas de los árboles se agitan y mi ansiedad aumenta. Necesito llegar para verte, es casi la hora. Cruzo las calles sin ver la luz de los semáforos. Pude haber muerto y tú no te enterarías, ¿o sí? Recuerdo que hace tiempo, cuando intentaba cruzar la calle sin ver, me jalabas del brazo para impedir que me atropellaran. Y claro, yo hacía todo lo que dijeras. Te sugería que fuéramos a comer y aceptabas con gusto, pero yo sufría otro atropello: las chamacas, las pinches chamacas que venían de a tres, en parejas, las más atrevidas por sí mismas, a preguntar cómo te llamabas, si se podían tomar una foto contigo. “No, otra, esta salió fea, qué guapo estás”, decían maqui- nalmente. Me daban la espalda. Te llamaba por tu nombre (“Matías, oye, Matías”), pero olvidabas mi presencia al anotar tu teléfono en cuadernos de hojas rosadas. Me alegra saber que nunca contestaste sus llamadas. Pero las recuerdo: sus párpados excesivamente delineados, el discurso pre- meditado. Sentada, apretando el tenedor, me daba cuenta de tu poder sobre ellas, pero sobre todo, de tu poder sobre mí. Me decías tu mejor amiga, sin embargo, ante esas desconocidas me convertías en una extraña. Ahora sentada, apretando el tenedor, me doy cuenta de que tu físico sigue teniendo el mismo poder que antes. Ya no son sólo muchachitas las que se La Colmena 73, enero-marzo 2012 te acercan, he visto ejércitos de mujeres comentar tu apariencia, arremoli- narse a tu alrededor por un autógrafo. Muchas parecen haber enloqueci… ¡¿Le estás proponiendo matrimonio a Viviana, la actricita “nunca me he operado”?! Están en un restaurante caro, la cámara los enfoca lento, dan- do vueltas abrazados, y los extras aplauden su compromiso. Mis ojos están bien abiertos, la observan sobre todo a ella. No me he dado cuenta de mis 98 Cristian Lagunas Botón en off
  • 3. lágrimas deslizantes, ni del tenedor que sigue dentro de mi boca, perforán- dome la lengua, amenazando con abrirse paso hasta la garganta. * Y bien. Te vas a casar y el mundo ha perdido la cordura. Menos yo: ¿por qué? Porque soy la invitada de honor: impediré tu boda. Por ello, he dejado las golosinas de lado. Nada más que agua, mucha. Debes verme perfecta. Cero bombones, ningún alimento con tenedor. Sé que cuando llegue al ex- clusivo lugar del evento y diga “Me opongo”, vendrás a mí: es ahí cuando las envidiosas televidentes verán el FIN (en letras blancas como el vesti- do), porque las telenovelas siempre terminan con la pareja indicada. Cuánto tiempo te había visto en la tele mientras comía cosas, mientras devoraba todo tipo de chatarra, sintiéndome bella. Me acerco al espejo, doy un par de pasos tarareando la marcha nupcial. Coloco, ciega parcial, el velo sobre mi cabeza. Abro los ojos. ¡Ya no soy bella! ¡Esas ojeras, esa grasa a los costados, estoy hecha una basura! Más agua, estoy terrible. Debo arreglar este vestido, sí, este velo que en la otra será mortaja. Antes marco al teléfono de las pastillas reductoras. * ON. Colores oscuros. Letras gigantes. Programa de chismes. El agua se de- rrama sobre el sillón, porque no estás ni en tu Mercedes, ni en el golf, ni en un café, ni en tu casa-mansión. Estás en una camilla de ambulancia, ensangren- tado, casi muerto. Los oídos me zumban y escucho a la presentadora anun- ciando que te atropellaron anoche. El flash de las cámaras reproduciendo tu imagen acentúa el rojo de la sangre. No creo lo que veo. Tengo que llamar a alguien pero no puedo marcar las teclas porque mis dedos tiemblan brutal- mente. Debo seguir viendo. No, no debo seguir viendo, si tú estás muerto de qué sirve esta historia. Mejor llorar y olvidarme de todo. “…está grave en un hospital… al parecer el conductor iba a exceso de veloci…” OFF inmediato. Oscuridad. * A las nueve de la noche no enciendo el televisor. Mi propia vida parece estar en botón de apagado. Cuando te fuiste de la escuela a una agencia de modelos pensé por primera vez que el mundo se detendría. Cuando reconocí tu voz en el comercial de una telenovela por estrenarse se estremecieron mis células. Ese fue el momento en que comencé a vivir de nuevo. Pasan horas La Colmena 73, enero-marzo 2012 (¿días?) y me siento en el suelo, cada vez con menos fuerza para levantarme. Si nos atropellan, nos atropellarán a los dos, te decía cuando me salvabas la vida tantas veces, y ahora me la quitas, no tienes piedad al atropellarme cada que sales a cuadro y tu sombra gigante me cubre por completo. Siempre fui tan poquita cosa. Nunca pudiste fijarte en mí, nunca pudiste ver que si te hubieras decidido a estar de verdad conmigo no estarías en un hospital Botón en off Cristian Lagunas 99
  • 4. privado, en algún pasillo, en alguna cama en esta ciudad. Por eso me corto el cabello con un cuchillo, frente a este espejo que nunca ha logrado trans- portarme como el control remoto a tu figura. Ya no tomo ni agua, estoy en ayuno total. No maquillaje. No más acicalamiento. No más mentiras. Soy una fea a la que seguro le hablabas por lástima. Otra más del montón. Tú allá arriba, en lo alto de la pirámide televisiva. Ah, no, estás casi muerto y te importa poco que esté yo aquí, que pierda la cordura de a poco… Estoy tan delgada que en los cafés me dicen que me llevará el viento. No les respondo a los meseros y te espero. Pero no llegas. No llegas nunca. Todo se torna infinito y salgo sin pagar. Camino con mi mínima cintura hacia la esquina (el cabello corto y ya desteñido, las ojeras tratando de oscurecer mi rostro). Lo hago rápido decidida a cruzar la calle, de nuevo sin ver el semáforo, porque ya no estás aquí para salvarme. Ya no estás, ya no estás… Nunca estuviste. Un pie debajo. —¡Cuidado! Súbitamente retrocedo. Un auto pasa a gran velocidad frente a mí. Giro la cabeza. Eres tú. “¿Está bien? ¿Señorita, está bien?” Pero estoy aturdida y parezco a punto de desvanecerme. El orgullo me invade. “Suéltame”, te digo, tomando la con- fianza de siempre, y después miro mi cuerpo tan delgado, mis costillas a punto de romper mi piel, luchando por escapar de esta figura miserable. Mis ojos me traicionan y se concentran en tus labios. “Matías, ¿no me recuerdas? Soy Carla, tu amiga de la prepa…” Y me miras. Silencio. —¿No me recuerdas, en verdad no? El semáforo titila. Luz roja. No respondes. Me miras con desprecio, te alejas rápido y subes a un auto lujoso en la próxima esquina. Sigo aturdida. Caminaré a casa y cuando llegue voy a destapar por fin ese frasco de pastillas. Tú dices que son la solución. Cuando llegue y tenga frío y no estés ahí, no me verán millones de hombres por televisión, no habrá nadie apuntándome con una cámara, nadie tomándome fotos, no habrá nada. Estará el botón en OFF.LC La Colmena 73, enero-marzo 2012 Cristian Lagunas. Ha formado parte del Programa de Escritura Creativa de la Universidad del Claustro de Sor Juana y realizado estudios en la Fundación Pedro Meyer y el Centro Toluqueño de Escritores. Colaborador en el semanario El Espectador, de Toluca. Sus textos han sido publicados en la revista EL6A, en Santiago de Chile, así como en una antología de próxima publicación, compilada por Claudia Guillén.  100 Cristian Lagunas Botón en off