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Michèle Barrett y Anne Phillips
            (compiladoras)




DESESTABILlZAR LA TEORÍA
 DEBATES FEMINISTAS CONTEMPORÁNEOS




                      PAIDÓS
            México Buenos Aires Barcelona

                         PUEG
      Programa Universitario de Estudios de Género

       Universidad Nacional Autónoma de México
INTRODUCCIÓN



Muchos de los ensayos del presente libro dirigen la atención a la necesidad de "desestabilizar" los supuestos
fundadores de la teoría moderna. Las feministas han criticado desde hace mucho tiempo las pretensiones de
alcanzar una "gran" teoría, "elevada" y "general", y han demostrado las dificultades con que ha de toparse
semejante empeño. Demasiado a menudo las afirmaciones universales han resultado ser muy particulares,
falsos los supuestos rasgos comunes, y engañosas las abstracciones. Las feministas se han vuelto muy
suspicaces respecto a los discursos teóricos que se declaran neutros mientras hablan desde una
perspectiva masculina, y en ocasiones han perdido las esperanzas de que sea posible un pensamiento
"neutro en cuanto al género".

     La revaloración actual de los grandes sistemas de teoría social, política y cultural moderna de Occidente
ha hecho avanzar más que nunca esta crítica, que ya tiene mucho tiempo. En este caso, en un ataque
avasallador a los modelos del liberalismo, el humanismo y el marxismo -falsamente universalizadores y de
generalizaciones y propósitos exagerados-, muchas feministas han mostrado afinidad con los proyectos
críticos postestrucruralistas y posmodernos. En estas condiciones, muchas de ellas han optado por hacer un
análisis de lo local, lo específico y lo particular. Gran parte de este trabajo es de carácter "deconstructivo" y
busca desestabilizar -poner en tela de juicio, subvertir, invertir, invalidar- algunas de las oposiciones binarias
jerarquizantes de la cultura occidental (incluso las que implican el sexo y el género). Así pues, se trata de
una teoría feminista en evolución, cuya intención es desestabilizar.

     En esta recopilación de ensayos hay otra construcción de la "desestabilización de la teoría" que funciona
como hilo conductor. No se trata tanto de la ambivalencia tradicional del feminismo respecto a la "teoría",
basada en una preferencia por principio en favor del activismo, la "política" o la experiencia, aunque a
menudo todo esto está presente en cierta forma. Más bien se trata de la índole fundamental de la crítica que
se ha hecho a las bases teóricas y a las convenciones paradigmáticas del feminismo "moderno". En los
últimos veinte años, los principios de base del feminismo occidental contemporáneo han sido puestos
drásticamente en entredicho, y los supuestos antes compartidos y las ortodoxias que eran indiscutibles casi
han quedado relegados al pasado. Lo que esto representa alcanza el nivel de un "cambio de paradigma, en
el que se deponen radicalmente los supuestos más que las conclusiones. De modo que los ensayos
incluidos en Desestabilizar la teoría no sólo indagan la relación del feminismo con la teoría per se, con la
teoría en sus peores momentos de abstracción imprudente y de peligrosa generalidad: también se
escribieron para poner de relieve y discutir el abismo que existe entre la teoría feminista de los años setenta
y la de los años noventa. Que sea posible, deseable o inevitable zanjar la brecha mediante el diálogo es algo
sobre lo cual las colaboradoras tienen diferentes opiniones; sin embargo, todas han abordado esta cuestión.

    Estos dos temas están enlazados en la medida en que el feminismo de los años setenta fue, en sí
mismo, un caso de concreción de la tendencia "moderna", y las críticas feministas de los años ochenta y
noventa han insistido en ello. En retrospectiva, se puede observar que este periodo del pensamiento
feminista occidental generó un asombroso consenso en cuanto a las preguntas pertinentes, aunque no
siempre en sus posibles respuestas. Pese a que ahora se ha roto, ese consenso no debería considerarse
síntoma de subdesarrollo -una "prehistoria" hoy ya superada del proceso de refinamiento del pensamiento
contemporáneo-, ya que muchas de las cuestiones planteadas en ese periodo hoy rondan de nuevo al
acecho. El agudo contraste establecido entre lo que, para abreviar, denominamos feminismo occidental de
los años setenta y de los años noventa, llama la atención sobre lo fundamental de los cambios ocurridos, y
nos ayuda a estudiar el alcance del diálogo entre estas perspectivas teóricas tan diferentes. El contraste no
se presenta como un indicador del "avance" feminista.

Nuestro punto de partida aparentemente simple es que el feminismo de los años setenta creía que era
posible determinar una causa de la opresión de la mujer. Las feministas diferían sustancialmente (y con
ferocidad) en cuanto a lo que podría ser dicha causa: el control masculino de la fertilidad de la mujer, un
sistema patriarcal de herencia, la necesidad del capitalismo de disponer de mano de obra dócil; pero en
realidad no ponían en duda la noción misma de causa. La idea de opresión tampoco causaba problemas, y
su aplicación parecía de suyo evidente. También era importante el supuesto, compartido por casi todas las
feministas, de que la causa buscada estaba en el ámbito de la estructura social. Dicha estructura se podía
plantear como patriarcado, como sistema económico explotador o como relación estructural entre el hogar y
el lugar de trabajo, pero estas cuestiones solían formularse desde el punto de vista de la estructura social,
con un énfasis que reflejaba el contexto político de los albores del movimiento de liberación de la mujer. En
las actividades iniciales de fines de los años sesenta y principios de los setenta, los adversarios
conservadores tendían a apelar a la naturaleza o a la biología para defender el orden sexual vigente. Las
feministas se unieron contra ellos para hacer hincapié, en cambio, en lo social y en lo ambiental. En
consecuencia, la distinción entre sexo y género adquirió prácticamente las propiedades mágicas de un
talismán, y se convirtió en el símbolo de una interpretación social más que natural de las diferencias visibles
entre la vida de la mujer y la del hombre. La diferencia sexual se redujo a sus elementos más esenciales, a
menudo sólo al reconocimiento de que la capacidad reproductiva de la mujer y sus derechos eran un factor
político sobresaliente. Y en un planteamiento que se remonta por lo menos a la época de Mary
Wollstonecraft, las feministas tendían a ver la "femineidad" como una distorsión del potencial humano de las
mujeres, un aspecto muy importante de la opresión de que son objeto y el principal candidato al cambio.

     En las taxonomías tan apreciadas en esa época -y por muchos especialistas posteriores-, los
feminismos se dividían en liberales, socialistas y radicales, cada grupo con su conjunto de respuestas a las
indiscutibles cuestiones centrales. De estas tres versiones, el feminismo liberal era tal vez el menos
convencido de la explicación de la estructura social, y tendía más bien a poner el énfasis en la fuerza del
prejuicio, la irracionalidad y la discriminación. La opresión de la mujer solía entenderse desde el punto de
vista de su socialización en una variedad limitada de funciones y supuestos, y como la forma en que la
tradición cultural, que persistía en establecer una gran diferencia entre la mujer y el hombre, imponía el
ejercicio de dichas funciones. Los feminismos socialistas y radicales se opusieron por igual al individualismo
implícito o explícito, y pusieron en tela de juicio tanto su análisis de la opresión de las mujeres, como la
confianza que parecía otorgar a la igualdad de oportunidades como solución expedita.

    Las feministas socialistas sostenían que los problemas clave estribaban en un sistema que se
beneficiaba activamente de la opresión de la mujer. Así pues, su análisis ponía el acento en la explotación
más que en el prejuicio sexista, en la estructura más que en los individuos que actuaban en su seno, y más
específicamente en los beneficios materiales que el capitalismo obtenía de la posición y la función de la
mujer. Contra esto, las feministas radicales hacían hincapié en el hombre y no en el capital. Y lo situaban no
como un factor relativamente inocente de la opresión capitalista, sino como quien se llevaba la parte del
león. El feminismo radical solía partir del análisis de la reproducción (contraste deliberado con el énfasis
socialista en la producción), pero avanzaba cada vez más hacia cuestiones de sexualidad y violencia
masculina. En los planteamientos que vinieron después, tanto las feministas radicales como las socialistas
llegaron a pensar que las estructuras de la opresión se extendían hacia el pasado remoto, el análisis causal
implicaba la búsqueda de la causa original y fundadora.
    En extensas discusiones entre estas perspectivas cambiantes y a menudo traslapadas, a las feministas
de los años setenta les interesaba determinar dónde colocar el peso explicativo: qué elementos considerar
fundamentales, y qué señalar como origen decisivo de la opresión. ¿La opresión de las mujeres se situaba
principalmente en la esfera del trabajo o en la familia?, ¿en el ámbito de la producci6n o en el de la
reproducción?, ¿en las estructuras económicas o en la representación cultural?, ¿en la sexualidad, la
maternidad o en qué? Estos desacuerdos se daban en un ámbito más amplio de discusiones sobre el peso
relativo que había de concederse a las estructuras del patriarcado (o a veces del sistema sexo/género) en
oposición al capitalismo; ya cualesquiera de estas explicaciones estructurales frente a las funciones sociales,
o a las psicologías del poder. La diversidad de las respuestas contribuía a disimular el consenso de las
preguntas; con todo, pese al profundo desacuerdo en torno a lo que tenía que ser principal o secundario, las
feministas otorgaban una importancia unánime a la necesidad de establecer los fundamentos de las causas
sociales.

Desde entonces se ha acabado ese consenso, y aquí se presenta sólo un esbozo de lo que consideramos
elementos clave que contribuyeron a ese proceso. El primero fueron las enormes y constantes
repercusiones políticas de la crítica de las mujeres negras contra las premisas racistas y etnocéntricas de las
feministas blancas, que marcaron el destino de la discusión original sobre el sexo y las clases. Resultó difícil
incorporar el tercer eje de la desigualdad en los modelos estructurales de la sociedad, organizados en torno
a los dos sistemas del sexo y la clase; las dificultades ya de por sí peliagudas de elaborar un análisis de los
"sistemas duales" desembocaron en el reconocimiento tardío de que no se habían tomado en cuenta la
diferencia y la desventaja étnicas. Una respuesta a esto -sobre todo entre las feministas que se dedicaron a
la división sexual del trabajo- fue el cambio a una perspectiva más micro de análisis, que resultara más
adecuada para la compleja interacción de los diferentes aspectos de la desigualdad. Otra reacción fue la
tendencia cada vez mayor de teorizar la denominada "triple opresión": de género, de raza y de clase,
atendiendo más a lo cultural y a lo simbólico.


     La segunda fuente importante de inquietud provenía de la distinción entre sexo y género que se había
propuesto con tanta seguridad y que había caracterizado en buena medida el consenso anterior. La
diferencia sexual se llegó a considerar más irreconciliable, pero también más positiva de lo que aceptaban
las feministas de los años setenta: fue un cambio con diversas manifestaciones expresado en el interés
creciente por los análisis psicoanalíticos de la diferencia y la identidad sexuales; por el análisis de la
experiencia femenina de la maternidad como algo que constituye la base de concepciones alternativas (y
más generosas) de la moralidad y el cuidado que se prodiga; y por sus momentos más "esencialistas": la
celebración de la Mujer y de su función de Mujer. Los planteamientos eran en parte conceptuales,
acentuaban la importancia de los problemas teóricos que traía consigo distinguir entre la biología y la
construcción social, y ponían en duda esa marcada división; también fueron sustantivos, porque las
dificultades filosóficas de mantener la distinción entre sexo y género arrastraban un cambio de dirección
política. Muchas feministas llegaron a cuestionar las visiones cuasiandróginas (Quiero ser una persona, no
una mujer ni un hombre) de un futuro no perturbado por diferencias importantes de sexo; la tendencia a
negar la diferencia sexual llegó a verse como la capitulación ante el modelo masculino.

     El tercer elemento implica la apropiación y el desarrollo, por parte de las feministas, de los conceptos
postestructuralistas y posmodernos, cuyo ímpetu no surgió originalmente en el feminismo, pero que ha
tenido ahí importantes repercusiones. Afirmado no significa establecer una clara distinción entre el derrumbe
"interno" del consenso feminista de los años setenta y los desarrollos teóricos ocurridos "fuera" del
feminismo, porque (como propone el ensayo de Michele Barrett) la interacción y el diálogo han sido mucho
más profundos de lo que eso indicaría; más bien pretende señalar importantes líneas paralelas y vínculos
entre las corrientes feministas y no feministas de la teoría social, política y cultural contemporánea.

     Estas cuestiones están bien representadas en los diversos ensayos del presente volumen. Si se toma en
cuenta la constelación de ideas que forman el pensamiento de la "Ilustración", se puede reconocer una
noción de sujeto político fuerte y consciente, la creencia en la razón y la racionalidad, en el progreso político
y social, y en la posibilidad de grandes programas de reforma social. Muchas colaboradoras de este volumen
aportan un matiz feminista a los planteamientos generales que constituyen una de las críticas más
importantes a ese modelo racionalista. Anne Phillips, por ejemplo, inicia su ensayo con una recapitulación de
la bibliografía del pensamiento político que ha revelado que el "hombre" es lo que merodea en la humanidad,
y repasa los falsos universales que se pusieron en circulación en el pensamiento liberal clásico. Chandra
Talpade Mohanty indaga, mediante la crítica de una variedad feminista de este síndrome, los problemas de
los discursos humanistas que suponen una base común entre todas las personas (en este caso, todas las
mujeres), y así elabora una crítica postestructuralista de ideas sobre la experiencia y el sujeto. Biddy Martin
somete a consideración la política de las "auténticas" identidades lésbicas feministas, y destaca la
complejidad del erotismo entre personas de un mismo género; sostiene que hace falta desnaturalizar la
hetero-sexualidad para desestabilizar la robusta oposición entre homosexualidad y heterosexualidad.

     Rosemary Pringle y Sophie Watson, en la disección que hacen de los problemas que subyacen en la
noción de "intereses de la mujer", ilustran bien la crítica a una gran teoría marxista que ha hipostasiado los
intereses supuestos en un marco que ve la política como la mera representación de esos intereses, más que
–según sostienen Pringle y Watson- como su constitución. Griselda Pollock, al analizar el caso icónico de la
pintura, hace ver en una nueva dimensión cómo la modernidad está imbuida de género. Pollock muestra que
en la más central de las figuras humanistas modernas, la del artista expresivo, la modernidad y la
masculinidad están irremediablemente entrelazadas. Gayatri Chakravorty Spivak, al demostrar en un
Contexto feminista la afirmación general de que el lenguaje, en lugar de reflejar significados, los construye,
muestra la necesidad de criticar la noción de "traducibilidad" para lograr textos dignos de llamarse literatura
feminista.

Estos aspectos ilustran la vigorosa crítica -feminista y de otros tipos- que se ha conjuntado en contra de los
discursos universalistas del racionalismo y la Ilustraci6n. A través de una variedad de cuestiones política y
teóricamente importantes, los ensayos aquí recopilados prosiguen una tradición crítica a la soi-disant gran
teoría, y en este sentido van muy de acuerdo con el tono del pensamiento feminista contemporáneo. Sin
embargo, al colocarlos en el contexto del cuasicambio de paradigma del feminismo de los años setenta al de
los años noventa, Desestabilizar la teoría también se propone iniciar la discusión sobre las implicaciones de
estos planteamientos. Si, como hemos señalado, las diferencias entre los supuestos de base de ambos
periodos son profundas, entonces cabe preguntar si estos desarrollos se pueden considerar un "avance"
intelectual, y de qué forma. ¿Puede considerarse que la evaluación crítica de la teoría moderna son etapas
en route a una comprensión más exacta de los problemas afrontados el decenio anterior, una reteorización
que elimina los obstáculos previos y abre paso a un mejor análisis? ¿O las feministas simplemente hemos
cambiado de tema, nos apartamos de lo que se había llegado a considerar un cul-de-sac teórico,
abandonamos un discurso materialista de las causas y concentramos nuestra atención en ámbitos de
estudio más refrescantes?

     El temor que ahora expresan muchas feministas es que la variación de las modas teóricas nos lleve a
abdicar del objetivo del conocimiento exacto y sistemático, y que en la crítica legítima a algunos de los
primeros supuestos podamos desviamos del proyecto feminista original. Susan Bordo, por ejemplo, ha
sostenido que "un enfoque demasiado implacable de la heterogeneidad de la historia [...] puede impedir que
se vean claramente las pautas jerárquicas transhistóricas del privilegio masculino y blanco que han inspirado
la creación de la tradición intelectual occidental"1; mientras que Christine di Stefano ha formulado de nuevo
la pregunta que recorrió todas las discusiones de los años setenta: "¿Son más básicas unas diferencias que
otras?"2. Uno de los problemas en este caso consiste en determinar si el feminismo puede sobrevivir como
política radical si deja de preocuparse por la teoría. Las feministas han ido de la gran teoría a los estudios
locales; de los análisis transculturales del patriarcado a la compleja e histórica interacción entre sexo, raza y
clase; de las nociones de identidad femenina o los intereses de la mujer a la inestabilidad de la identidad
femenina y a la creación y recreación activas de las necesidades o intereses de la mujer. Parte de lo que se
abandona en estos cambios es el supuesto de la causa primera preestablecida que sólo espera a ser
descubierta. ¿Acaso estos acontecimientos dejan a las feministas sin nada general que decir?

    Los ensayos de esta antología no resuelven esas preguntas. Pero todas las colaboraciones están
inspiradas por un claro sentido del feminismo como política y como teoría, y en conjunto participan, en buena
medida, en el descargo de las acusaciones de que la política feminista ha perdido el rumbo. En el nivel
teórico mantienen el diálogo a través de la línea divisoria que separa los años setenta y los noventa. De las
colaboradoras, Sylvia Walby asume la posición que habla más claramente "en favor" de mantener la validez
del vocabulario teórico del momento moderno (macrosocioIógico).

Pero muchas otras hablan desde las distintas posiciones características de este periodo, y sostienen, por
ejemplo, que el feminismo debe mantener el ímpetu político implícito en la aspiración a la universidad; o
señalan las posibles perdidas que conllevaría cualquier abandono general de las áreas de estudio
tradicionalmente asociadas con la sociología o la economía política. Uno de los objetivos de presentar una
discusión de este tipo es mostrar que, en cierta medida, hay cuestiones que van y vienen en el tiempo, y
que, en consecuencia, puede resultar difícil determinar la novedad u originalidad de los distintos
planteamientos.

Al considerar los relativos puntos fuertes de los feminismos de los años setenta y noventa, no se propone
una perspectiva única y común, sino que se previene contra dos de las posibles respuestas. Rechazaríamos
sin duda la teleología simplista de suponer que la teoría más reciente es, por lo tanto, mejor, y que la mejor
teoría de todas es la de la posición desde la cual, da la casualidad, nosotras estamos hablando en estos
momentos. Este modelo de progreso teórico, muy influido por la concepción marxista de la tesis, la antítesis
y la síntesis; es esencialmente decimonónico y moderno, y haríamos bien en desconfiar de él. Por otra parte,
también hay que resistirse a la vigorosa posición contraria, según la cual nunca se dice nada nuevo y lo que
podría parecer un cambio de paradigma al final no es sino el reciclamiento de viejas discusiones con nuevas
formas. Ninguna de estas posiciones es satisfactoria. Reclamar trascendencia equivale a hacer a un lado
nuestra propia posición en la historia; reducir las discusiones a su contenido esencial es negar la fuerza del
contexto y del discurso. Como ha mostrado Foucault, la cuestión de lo que se puede decir, cuándo y por
quién, es de crucial importancia.

     El tema del avance teórico ha adquirido particular pertinencia para el feminismo contemporáneo, debido
a la tan discutida polémica entre "igualdad" y "diferencia". Ya es bastante fácil etiquetar la posición de los
años setenta como la versión del polo de la "igualdad" y la de los ochenta como representante del polo de la
"diferencia” en esta dicotomía. Gran parte del pensamiento feminista contemporáneo se ha apartado de esto

1
    Susan Bordo, "Feminism, Postmodernism, and Gender-Scepticism", p. 149.
2
    Christine di Stefano, "Dilemmas of Difference: Feminism, Moderniry and Posrmodemism", p. 78.
para poner en tela de juicio las estructuras binarias en torno a las que giran esos planteamientos. La crítica
de las dicotomías, los dualismos, las falsas opciones entre una u otra cosa, se han convenido en uno de los
temas más importantes del discurso feminista. Moira Gatens sostiene aquí, por ejemplo, que la escuela de la
écriture féminine no mantiene (como a menudo se afirma) una posición esencialista de la "diferencia", sino
que trata de dar el paso mucho más radical de desestabilizar la oposición binaria misma entre igualdad y
diferencia. Joan Scout va todavía más lejos en cuanto a la crítica de esta oposición, y explica con elocuencia
cómo la elección entre igualdad y diferencia resulta un obstáculo para las feministas: "La antítesis misma
oculta la Interdependencia de ambos términos, porque la igualdad no es la eliminación de la diferencia, y
ésta no excluye la igualdad". Scott concluye que deberíamos rechazar esa oposición en nombre de una
igualdad que se base en las diferencias.3

    Desestabilizar la oposición igualdad/diferencia también nos puede llevar a maravillarnos del empeño con
que las feministas hemos construido una falsa polaridad a partir de la cual dividimos. Porque la diferencia no
es un absoluto, sino que se construye de diversos modos, según lo que se percibe como sobresaliente en un
contexto particular. Sin embargo, es más difícil tratar la cuestión de si las feministas pueden o deberían
desestabilizar la oposición binaria entre hombres y mujeres que da a la categoría de mujer su significado, y
cómo podrían o deberían hacerlo. Como ha señalado Denise Riley, "mujer" es sin duda una categoría
inestable, pero sus inestabilidades son la materia misma de la política feminista.4 Obliterar la oposición
hombre/mujer es, pues, un paso que edifica sobre arena la lucha feminista en cuanto tal.

     Este aspecto nos devuelve a la condición ambigua de la teoría. Los conceptos y categorías a través de
los que nos apropiamos, analizamos y construimos el mundo tienen una historia en la que estamos
involucradas nosotras mismas. Parte de la resistencia a las ideas y vocabularios del postestructuralismo,
posmodernismo o postilustración se deriva de esta noción. Porque más allá de la resistencia más simple de
los que han encontrado todo lo que necesitan en teorizaciones de un momento anterior, está un
reconocimiento más problemático de que esos discursos teóricos construyen y están inscritos en el mundo
que han contribuido a formar. El feminismo -como concluye en su ensayo Griselda Pollock- es "una
intervención en la historia, inspirada por conocimientos históricos, que quiere decir no olvidar, en el acto de
la crítica necesaria, la historia del feminismo occidental". Para el feminismo no hay escapatoria completa de
una historia moderna de un movimiento igualitario y de emancipación.

     Por último, la crítica del pensamiento moderno y universalista no disminuye la importancia de formular
una nueva base para la aspiración política feminista. Las feministas han avanzado mucho desde la negación
hasta la afirmación de la especificidad y la diferencia, y en el curso de estos cambios se han topado con
limitaciones y con el valor de una política basada en las identidades. Forjar una base común a través de las
diferencias aparece hoy como un objetivo más que como algo dado: un proceso -como dice Chandra
Talpade Mohanty- de participación más que de descubrimiento. Las cuestiones estratégicas que están frente
al feminismo contemporáneo hoy se inspiran en un conocimiento mucho más rico de la heterogeneidad y la
diversidad, pero siguen girando en torno a las alianzas, coaliciones y bases comunes que dan sentido a la
idea del feminismo.

                                                                                           Michele Barrett y Anne Phillips




3
    Joan Scon, "Dcconstructing Equality-Vcrsus-Difl'crence", pp. 138, 146.
4
    Denise Rilcy. "Am 1 That Namt?": Ftminism aná tht Caugory of"Womm" in History, p. 5.
BIBLlOGRAFÍA
-Bordo, Susan, "Feminism, Postmodernism, and Gender-Scepticism",                    en    Linda   Nicholson    (comp.),
FeminismlPostmodernism, Londres: Roudedge, 1990, pp. 133-156 .
-Riley, Denise, “Am I That Name?”' Feminism and the Category of "Women " in History, Basingstoke: Macmillan, 1988.
-Scott, Joan, "Deconstructing Equality-Versus-Difference", en Marianne Hirsch y Evelyn Fox Keller (comps.), Conflicts in
Feminism, Nueva York y Londres: Routledge, 1990.
-Stefano, Christine di, "Dilemmas of Difference: Feminism, Modernity and Postmodernism", en Linda Nicholson,
FeminismlPostmodernism, pp. 63-82.

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  • 1. Michèle Barrett y Anne Phillips (compiladoras) DESESTABILlZAR LA TEORÍA DEBATES FEMINISTAS CONTEMPORÁNEOS PAIDÓS México Buenos Aires Barcelona PUEG Programa Universitario de Estudios de Género Universidad Nacional Autónoma de México
  • 2. INTRODUCCIÓN Muchos de los ensayos del presente libro dirigen la atención a la necesidad de "desestabilizar" los supuestos fundadores de la teoría moderna. Las feministas han criticado desde hace mucho tiempo las pretensiones de alcanzar una "gran" teoría, "elevada" y "general", y han demostrado las dificultades con que ha de toparse semejante empeño. Demasiado a menudo las afirmaciones universales han resultado ser muy particulares, falsos los supuestos rasgos comunes, y engañosas las abstracciones. Las feministas se han vuelto muy suspicaces respecto a los discursos teóricos que se declaran neutros mientras hablan desde una perspectiva masculina, y en ocasiones han perdido las esperanzas de que sea posible un pensamiento "neutro en cuanto al género". La revaloración actual de los grandes sistemas de teoría social, política y cultural moderna de Occidente ha hecho avanzar más que nunca esta crítica, que ya tiene mucho tiempo. En este caso, en un ataque avasallador a los modelos del liberalismo, el humanismo y el marxismo -falsamente universalizadores y de generalizaciones y propósitos exagerados-, muchas feministas han mostrado afinidad con los proyectos críticos postestrucruralistas y posmodernos. En estas condiciones, muchas de ellas han optado por hacer un análisis de lo local, lo específico y lo particular. Gran parte de este trabajo es de carácter "deconstructivo" y busca desestabilizar -poner en tela de juicio, subvertir, invertir, invalidar- algunas de las oposiciones binarias jerarquizantes de la cultura occidental (incluso las que implican el sexo y el género). Así pues, se trata de una teoría feminista en evolución, cuya intención es desestabilizar. En esta recopilación de ensayos hay otra construcción de la "desestabilización de la teoría" que funciona como hilo conductor. No se trata tanto de la ambivalencia tradicional del feminismo respecto a la "teoría", basada en una preferencia por principio en favor del activismo, la "política" o la experiencia, aunque a menudo todo esto está presente en cierta forma. Más bien se trata de la índole fundamental de la crítica que se ha hecho a las bases teóricas y a las convenciones paradigmáticas del feminismo "moderno". En los últimos veinte años, los principios de base del feminismo occidental contemporáneo han sido puestos drásticamente en entredicho, y los supuestos antes compartidos y las ortodoxias que eran indiscutibles casi han quedado relegados al pasado. Lo que esto representa alcanza el nivel de un "cambio de paradigma, en el que se deponen radicalmente los supuestos más que las conclusiones. De modo que los ensayos incluidos en Desestabilizar la teoría no sólo indagan la relación del feminismo con la teoría per se, con la teoría en sus peores momentos de abstracción imprudente y de peligrosa generalidad: también se escribieron para poner de relieve y discutir el abismo que existe entre la teoría feminista de los años setenta y la de los años noventa. Que sea posible, deseable o inevitable zanjar la brecha mediante el diálogo es algo sobre lo cual las colaboradoras tienen diferentes opiniones; sin embargo, todas han abordado esta cuestión. Estos dos temas están enlazados en la medida en que el feminismo de los años setenta fue, en sí mismo, un caso de concreción de la tendencia "moderna", y las críticas feministas de los años ochenta y noventa han insistido en ello. En retrospectiva, se puede observar que este periodo del pensamiento feminista occidental generó un asombroso consenso en cuanto a las preguntas pertinentes, aunque no siempre en sus posibles respuestas. Pese a que ahora se ha roto, ese consenso no debería considerarse síntoma de subdesarrollo -una "prehistoria" hoy ya superada del proceso de refinamiento del pensamiento contemporáneo-, ya que muchas de las cuestiones planteadas en ese periodo hoy rondan de nuevo al acecho. El agudo contraste establecido entre lo que, para abreviar, denominamos feminismo occidental de los años setenta y de los años noventa, llama la atención sobre lo fundamental de los cambios ocurridos, y nos ayuda a estudiar el alcance del diálogo entre estas perspectivas teóricas tan diferentes. El contraste no se presenta como un indicador del "avance" feminista. Nuestro punto de partida aparentemente simple es que el feminismo de los años setenta creía que era posible determinar una causa de la opresión de la mujer. Las feministas diferían sustancialmente (y con ferocidad) en cuanto a lo que podría ser dicha causa: el control masculino de la fertilidad de la mujer, un sistema patriarcal de herencia, la necesidad del capitalismo de disponer de mano de obra dócil; pero en realidad no ponían en duda la noción misma de causa. La idea de opresión tampoco causaba problemas, y su aplicación parecía de suyo evidente. También era importante el supuesto, compartido por casi todas las feministas, de que la causa buscada estaba en el ámbito de la estructura social. Dicha estructura se podía plantear como patriarcado, como sistema económico explotador o como relación estructural entre el hogar y el lugar de trabajo, pero estas cuestiones solían formularse desde el punto de vista de la estructura social,
  • 3. con un énfasis que reflejaba el contexto político de los albores del movimiento de liberación de la mujer. En las actividades iniciales de fines de los años sesenta y principios de los setenta, los adversarios conservadores tendían a apelar a la naturaleza o a la biología para defender el orden sexual vigente. Las feministas se unieron contra ellos para hacer hincapié, en cambio, en lo social y en lo ambiental. En consecuencia, la distinción entre sexo y género adquirió prácticamente las propiedades mágicas de un talismán, y se convirtió en el símbolo de una interpretación social más que natural de las diferencias visibles entre la vida de la mujer y la del hombre. La diferencia sexual se redujo a sus elementos más esenciales, a menudo sólo al reconocimiento de que la capacidad reproductiva de la mujer y sus derechos eran un factor político sobresaliente. Y en un planteamiento que se remonta por lo menos a la época de Mary Wollstonecraft, las feministas tendían a ver la "femineidad" como una distorsión del potencial humano de las mujeres, un aspecto muy importante de la opresión de que son objeto y el principal candidato al cambio. En las taxonomías tan apreciadas en esa época -y por muchos especialistas posteriores-, los feminismos se dividían en liberales, socialistas y radicales, cada grupo con su conjunto de respuestas a las indiscutibles cuestiones centrales. De estas tres versiones, el feminismo liberal era tal vez el menos convencido de la explicación de la estructura social, y tendía más bien a poner el énfasis en la fuerza del prejuicio, la irracionalidad y la discriminación. La opresión de la mujer solía entenderse desde el punto de vista de su socialización en una variedad limitada de funciones y supuestos, y como la forma en que la tradición cultural, que persistía en establecer una gran diferencia entre la mujer y el hombre, imponía el ejercicio de dichas funciones. Los feminismos socialistas y radicales se opusieron por igual al individualismo implícito o explícito, y pusieron en tela de juicio tanto su análisis de la opresión de las mujeres, como la confianza que parecía otorgar a la igualdad de oportunidades como solución expedita. Las feministas socialistas sostenían que los problemas clave estribaban en un sistema que se beneficiaba activamente de la opresión de la mujer. Así pues, su análisis ponía el acento en la explotación más que en el prejuicio sexista, en la estructura más que en los individuos que actuaban en su seno, y más específicamente en los beneficios materiales que el capitalismo obtenía de la posición y la función de la mujer. Contra esto, las feministas radicales hacían hincapié en el hombre y no en el capital. Y lo situaban no como un factor relativamente inocente de la opresión capitalista, sino como quien se llevaba la parte del león. El feminismo radical solía partir del análisis de la reproducción (contraste deliberado con el énfasis socialista en la producción), pero avanzaba cada vez más hacia cuestiones de sexualidad y violencia masculina. En los planteamientos que vinieron después, tanto las feministas radicales como las socialistas llegaron a pensar que las estructuras de la opresión se extendían hacia el pasado remoto, el análisis causal implicaba la búsqueda de la causa original y fundadora. En extensas discusiones entre estas perspectivas cambiantes y a menudo traslapadas, a las feministas de los años setenta les interesaba determinar dónde colocar el peso explicativo: qué elementos considerar fundamentales, y qué señalar como origen decisivo de la opresión. ¿La opresión de las mujeres se situaba principalmente en la esfera del trabajo o en la familia?, ¿en el ámbito de la producci6n o en el de la reproducción?, ¿en las estructuras económicas o en la representación cultural?, ¿en la sexualidad, la maternidad o en qué? Estos desacuerdos se daban en un ámbito más amplio de discusiones sobre el peso relativo que había de concederse a las estructuras del patriarcado (o a veces del sistema sexo/género) en oposición al capitalismo; ya cualesquiera de estas explicaciones estructurales frente a las funciones sociales, o a las psicologías del poder. La diversidad de las respuestas contribuía a disimular el consenso de las preguntas; con todo, pese al profundo desacuerdo en torno a lo que tenía que ser principal o secundario, las feministas otorgaban una importancia unánime a la necesidad de establecer los fundamentos de las causas sociales. Desde entonces se ha acabado ese consenso, y aquí se presenta sólo un esbozo de lo que consideramos elementos clave que contribuyeron a ese proceso. El primero fueron las enormes y constantes repercusiones políticas de la crítica de las mujeres negras contra las premisas racistas y etnocéntricas de las feministas blancas, que marcaron el destino de la discusión original sobre el sexo y las clases. Resultó difícil incorporar el tercer eje de la desigualdad en los modelos estructurales de la sociedad, organizados en torno a los dos sistemas del sexo y la clase; las dificultades ya de por sí peliagudas de elaborar un análisis de los "sistemas duales" desembocaron en el reconocimiento tardío de que no se habían tomado en cuenta la diferencia y la desventaja étnicas. Una respuesta a esto -sobre todo entre las feministas que se dedicaron a la división sexual del trabajo- fue el cambio a una perspectiva más micro de análisis, que resultara más adecuada para la compleja interacción de los diferentes aspectos de la desigualdad. Otra reacción fue la tendencia cada vez mayor de teorizar la denominada "triple opresión": de género, de raza y de clase,
  • 4. atendiendo más a lo cultural y a lo simbólico. La segunda fuente importante de inquietud provenía de la distinción entre sexo y género que se había propuesto con tanta seguridad y que había caracterizado en buena medida el consenso anterior. La diferencia sexual se llegó a considerar más irreconciliable, pero también más positiva de lo que aceptaban las feministas de los años setenta: fue un cambio con diversas manifestaciones expresado en el interés creciente por los análisis psicoanalíticos de la diferencia y la identidad sexuales; por el análisis de la experiencia femenina de la maternidad como algo que constituye la base de concepciones alternativas (y más generosas) de la moralidad y el cuidado que se prodiga; y por sus momentos más "esencialistas": la celebración de la Mujer y de su función de Mujer. Los planteamientos eran en parte conceptuales, acentuaban la importancia de los problemas teóricos que traía consigo distinguir entre la biología y la construcción social, y ponían en duda esa marcada división; también fueron sustantivos, porque las dificultades filosóficas de mantener la distinción entre sexo y género arrastraban un cambio de dirección política. Muchas feministas llegaron a cuestionar las visiones cuasiandróginas (Quiero ser una persona, no una mujer ni un hombre) de un futuro no perturbado por diferencias importantes de sexo; la tendencia a negar la diferencia sexual llegó a verse como la capitulación ante el modelo masculino. El tercer elemento implica la apropiación y el desarrollo, por parte de las feministas, de los conceptos postestructuralistas y posmodernos, cuyo ímpetu no surgió originalmente en el feminismo, pero que ha tenido ahí importantes repercusiones. Afirmado no significa establecer una clara distinción entre el derrumbe "interno" del consenso feminista de los años setenta y los desarrollos teóricos ocurridos "fuera" del feminismo, porque (como propone el ensayo de Michele Barrett) la interacción y el diálogo han sido mucho más profundos de lo que eso indicaría; más bien pretende señalar importantes líneas paralelas y vínculos entre las corrientes feministas y no feministas de la teoría social, política y cultural contemporánea. Estas cuestiones están bien representadas en los diversos ensayos del presente volumen. Si se toma en cuenta la constelación de ideas que forman el pensamiento de la "Ilustración", se puede reconocer una noción de sujeto político fuerte y consciente, la creencia en la razón y la racionalidad, en el progreso político y social, y en la posibilidad de grandes programas de reforma social. Muchas colaboradoras de este volumen aportan un matiz feminista a los planteamientos generales que constituyen una de las críticas más importantes a ese modelo racionalista. Anne Phillips, por ejemplo, inicia su ensayo con una recapitulación de la bibliografía del pensamiento político que ha revelado que el "hombre" es lo que merodea en la humanidad, y repasa los falsos universales que se pusieron en circulación en el pensamiento liberal clásico. Chandra Talpade Mohanty indaga, mediante la crítica de una variedad feminista de este síndrome, los problemas de los discursos humanistas que suponen una base común entre todas las personas (en este caso, todas las mujeres), y así elabora una crítica postestructuralista de ideas sobre la experiencia y el sujeto. Biddy Martin somete a consideración la política de las "auténticas" identidades lésbicas feministas, y destaca la complejidad del erotismo entre personas de un mismo género; sostiene que hace falta desnaturalizar la hetero-sexualidad para desestabilizar la robusta oposición entre homosexualidad y heterosexualidad. Rosemary Pringle y Sophie Watson, en la disección que hacen de los problemas que subyacen en la noción de "intereses de la mujer", ilustran bien la crítica a una gran teoría marxista que ha hipostasiado los intereses supuestos en un marco que ve la política como la mera representación de esos intereses, más que –según sostienen Pringle y Watson- como su constitución. Griselda Pollock, al analizar el caso icónico de la pintura, hace ver en una nueva dimensión cómo la modernidad está imbuida de género. Pollock muestra que en la más central de las figuras humanistas modernas, la del artista expresivo, la modernidad y la masculinidad están irremediablemente entrelazadas. Gayatri Chakravorty Spivak, al demostrar en un Contexto feminista la afirmación general de que el lenguaje, en lugar de reflejar significados, los construye, muestra la necesidad de criticar la noción de "traducibilidad" para lograr textos dignos de llamarse literatura feminista. Estos aspectos ilustran la vigorosa crítica -feminista y de otros tipos- que se ha conjuntado en contra de los discursos universalistas del racionalismo y la Ilustraci6n. A través de una variedad de cuestiones política y teóricamente importantes, los ensayos aquí recopilados prosiguen una tradición crítica a la soi-disant gran teoría, y en este sentido van muy de acuerdo con el tono del pensamiento feminista contemporáneo. Sin embargo, al colocarlos en el contexto del cuasicambio de paradigma del feminismo de los años setenta al de los años noventa, Desestabilizar la teoría también se propone iniciar la discusión sobre las implicaciones de
  • 5. estos planteamientos. Si, como hemos señalado, las diferencias entre los supuestos de base de ambos periodos son profundas, entonces cabe preguntar si estos desarrollos se pueden considerar un "avance" intelectual, y de qué forma. ¿Puede considerarse que la evaluación crítica de la teoría moderna son etapas en route a una comprensión más exacta de los problemas afrontados el decenio anterior, una reteorización que elimina los obstáculos previos y abre paso a un mejor análisis? ¿O las feministas simplemente hemos cambiado de tema, nos apartamos de lo que se había llegado a considerar un cul-de-sac teórico, abandonamos un discurso materialista de las causas y concentramos nuestra atención en ámbitos de estudio más refrescantes? El temor que ahora expresan muchas feministas es que la variación de las modas teóricas nos lleve a abdicar del objetivo del conocimiento exacto y sistemático, y que en la crítica legítima a algunos de los primeros supuestos podamos desviamos del proyecto feminista original. Susan Bordo, por ejemplo, ha sostenido que "un enfoque demasiado implacable de la heterogeneidad de la historia [...] puede impedir que se vean claramente las pautas jerárquicas transhistóricas del privilegio masculino y blanco que han inspirado la creación de la tradición intelectual occidental"1; mientras que Christine di Stefano ha formulado de nuevo la pregunta que recorrió todas las discusiones de los años setenta: "¿Son más básicas unas diferencias que otras?"2. Uno de los problemas en este caso consiste en determinar si el feminismo puede sobrevivir como política radical si deja de preocuparse por la teoría. Las feministas han ido de la gran teoría a los estudios locales; de los análisis transculturales del patriarcado a la compleja e histórica interacción entre sexo, raza y clase; de las nociones de identidad femenina o los intereses de la mujer a la inestabilidad de la identidad femenina y a la creación y recreación activas de las necesidades o intereses de la mujer. Parte de lo que se abandona en estos cambios es el supuesto de la causa primera preestablecida que sólo espera a ser descubierta. ¿Acaso estos acontecimientos dejan a las feministas sin nada general que decir? Los ensayos de esta antología no resuelven esas preguntas. Pero todas las colaboraciones están inspiradas por un claro sentido del feminismo como política y como teoría, y en conjunto participan, en buena medida, en el descargo de las acusaciones de que la política feminista ha perdido el rumbo. En el nivel teórico mantienen el diálogo a través de la línea divisoria que separa los años setenta y los noventa. De las colaboradoras, Sylvia Walby asume la posición que habla más claramente "en favor" de mantener la validez del vocabulario teórico del momento moderno (macrosocioIógico). Pero muchas otras hablan desde las distintas posiciones características de este periodo, y sostienen, por ejemplo, que el feminismo debe mantener el ímpetu político implícito en la aspiración a la universidad; o señalan las posibles perdidas que conllevaría cualquier abandono general de las áreas de estudio tradicionalmente asociadas con la sociología o la economía política. Uno de los objetivos de presentar una discusión de este tipo es mostrar que, en cierta medida, hay cuestiones que van y vienen en el tiempo, y que, en consecuencia, puede resultar difícil determinar la novedad u originalidad de los distintos planteamientos. Al considerar los relativos puntos fuertes de los feminismos de los años setenta y noventa, no se propone una perspectiva única y común, sino que se previene contra dos de las posibles respuestas. Rechazaríamos sin duda la teleología simplista de suponer que la teoría más reciente es, por lo tanto, mejor, y que la mejor teoría de todas es la de la posición desde la cual, da la casualidad, nosotras estamos hablando en estos momentos. Este modelo de progreso teórico, muy influido por la concepción marxista de la tesis, la antítesis y la síntesis; es esencialmente decimonónico y moderno, y haríamos bien en desconfiar de él. Por otra parte, también hay que resistirse a la vigorosa posición contraria, según la cual nunca se dice nada nuevo y lo que podría parecer un cambio de paradigma al final no es sino el reciclamiento de viejas discusiones con nuevas formas. Ninguna de estas posiciones es satisfactoria. Reclamar trascendencia equivale a hacer a un lado nuestra propia posición en la historia; reducir las discusiones a su contenido esencial es negar la fuerza del contexto y del discurso. Como ha mostrado Foucault, la cuestión de lo que se puede decir, cuándo y por quién, es de crucial importancia. El tema del avance teórico ha adquirido particular pertinencia para el feminismo contemporáneo, debido a la tan discutida polémica entre "igualdad" y "diferencia". Ya es bastante fácil etiquetar la posición de los años setenta como la versión del polo de la "igualdad" y la de los ochenta como representante del polo de la "diferencia” en esta dicotomía. Gran parte del pensamiento feminista contemporáneo se ha apartado de esto 1 Susan Bordo, "Feminism, Postmodernism, and Gender-Scepticism", p. 149. 2 Christine di Stefano, "Dilemmas of Difference: Feminism, Moderniry and Posrmodemism", p. 78.
  • 6. para poner en tela de juicio las estructuras binarias en torno a las que giran esos planteamientos. La crítica de las dicotomías, los dualismos, las falsas opciones entre una u otra cosa, se han convenido en uno de los temas más importantes del discurso feminista. Moira Gatens sostiene aquí, por ejemplo, que la escuela de la écriture féminine no mantiene (como a menudo se afirma) una posición esencialista de la "diferencia", sino que trata de dar el paso mucho más radical de desestabilizar la oposición binaria misma entre igualdad y diferencia. Joan Scout va todavía más lejos en cuanto a la crítica de esta oposición, y explica con elocuencia cómo la elección entre igualdad y diferencia resulta un obstáculo para las feministas: "La antítesis misma oculta la Interdependencia de ambos términos, porque la igualdad no es la eliminación de la diferencia, y ésta no excluye la igualdad". Scott concluye que deberíamos rechazar esa oposición en nombre de una igualdad que se base en las diferencias.3 Desestabilizar la oposición igualdad/diferencia también nos puede llevar a maravillarnos del empeño con que las feministas hemos construido una falsa polaridad a partir de la cual dividimos. Porque la diferencia no es un absoluto, sino que se construye de diversos modos, según lo que se percibe como sobresaliente en un contexto particular. Sin embargo, es más difícil tratar la cuestión de si las feministas pueden o deberían desestabilizar la oposición binaria entre hombres y mujeres que da a la categoría de mujer su significado, y cómo podrían o deberían hacerlo. Como ha señalado Denise Riley, "mujer" es sin duda una categoría inestable, pero sus inestabilidades son la materia misma de la política feminista.4 Obliterar la oposición hombre/mujer es, pues, un paso que edifica sobre arena la lucha feminista en cuanto tal. Este aspecto nos devuelve a la condición ambigua de la teoría. Los conceptos y categorías a través de los que nos apropiamos, analizamos y construimos el mundo tienen una historia en la que estamos involucradas nosotras mismas. Parte de la resistencia a las ideas y vocabularios del postestructuralismo, posmodernismo o postilustración se deriva de esta noción. Porque más allá de la resistencia más simple de los que han encontrado todo lo que necesitan en teorizaciones de un momento anterior, está un reconocimiento más problemático de que esos discursos teóricos construyen y están inscritos en el mundo que han contribuido a formar. El feminismo -como concluye en su ensayo Griselda Pollock- es "una intervención en la historia, inspirada por conocimientos históricos, que quiere decir no olvidar, en el acto de la crítica necesaria, la historia del feminismo occidental". Para el feminismo no hay escapatoria completa de una historia moderna de un movimiento igualitario y de emancipación. Por último, la crítica del pensamiento moderno y universalista no disminuye la importancia de formular una nueva base para la aspiración política feminista. Las feministas han avanzado mucho desde la negación hasta la afirmación de la especificidad y la diferencia, y en el curso de estos cambios se han topado con limitaciones y con el valor de una política basada en las identidades. Forjar una base común a través de las diferencias aparece hoy como un objetivo más que como algo dado: un proceso -como dice Chandra Talpade Mohanty- de participación más que de descubrimiento. Las cuestiones estratégicas que están frente al feminismo contemporáneo hoy se inspiran en un conocimiento mucho más rico de la heterogeneidad y la diversidad, pero siguen girando en torno a las alianzas, coaliciones y bases comunes que dan sentido a la idea del feminismo. Michele Barrett y Anne Phillips 3 Joan Scon, "Dcconstructing Equality-Vcrsus-Difl'crence", pp. 138, 146. 4 Denise Rilcy. "Am 1 That Namt?": Ftminism aná tht Caugory of"Womm" in History, p. 5.
  • 7. BIBLlOGRAFÍA -Bordo, Susan, "Feminism, Postmodernism, and Gender-Scepticism", en Linda Nicholson (comp.), FeminismlPostmodernism, Londres: Roudedge, 1990, pp. 133-156 . -Riley, Denise, “Am I That Name?”' Feminism and the Category of "Women " in History, Basingstoke: Macmillan, 1988. -Scott, Joan, "Deconstructing Equality-Versus-Difference", en Marianne Hirsch y Evelyn Fox Keller (comps.), Conflicts in Feminism, Nueva York y Londres: Routledge, 1990. -Stefano, Christine di, "Dilemmas of Difference: Feminism, Modernity and Postmodernism", en Linda Nicholson, FeminismlPostmodernism, pp. 63-82.