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Julia, la niña que
aprendió a volar
M. Santos
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Julia, la niña que
aprendió a volar
M. Santos
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© 2012, Marta Santos García
© Ilustraciones: Marta Santos García
© Maquetación y diseño de cubierta: Marta Santos García
© Edición: Marta Santos García
Marta_ou@hotmail.com
ISBN: 978-84-616-5311-9
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra sin autorización de la
titular del copyright, excepto citas en las que se mencione su procedencia.
5
Prólogo. Volando hacia los sueños
por José Antonio Santos
Uno de los mayores regalos que se le pueden hacer a un
escritor es pedirle que prologue un libro, es una muestra infinita
de aprecio y amistad. Pero también supone un riesgo, ya que hay
que estar a la altura del texto que tras sus pobres palabras va
emanando todo el caudal de imaginación y sueños que el autor
entrega a los lectores. Y lo cierto es que nunca se sabe de qué
hablar. Hablar de la novela y arriesgarse a destriparla. Hablar de
la autora aun a riesgo de no saber transmitir toda la magia que
deposita en sus palabras.
6
Lo cierto es que resulta tremendamente difícil y por ello el
primer paso antes de escribir el prólogo consiste en bucear
dentro del texto buscando ese camino que permita fluir las
palabras para poder explicarse y motivar al lector. Y comencé a
leer las peripecias de Julia y navegué por el río de tinta lleno de
poesía y de belleza que nos adentra dentro de la amistad
verdadera, que nos invita a sumergirnos en la fantasía buscando
acariciar los sueños, y que lo hace con la fluidez de quien vive lo
que cuenta. Y que contándolo nos transporta a ese Balcón de las
Águilas donde podremos acompañar a Julia en su vuelo.
Es un libro de fantasía, poblado de sueños, dragones y
poesía, pero es una obra que no esconde la crudeza de la
realidad en la que algunos niños viven. Su aterciopelada escritura
le ayuda a mostrar con rigor la marginación que a veces padecen
aquellos que sólo desean vivir sus sueños en paz.
Por todo eso y mucho más te invito, amigo lector, a que
acompañes a Julia en camino de aprendizaje. Te aseguro que
tocaras el cielo en un vuelo que jamás podrás olvidar.
7
Para mi hermana Montse, por soñar.
8
1. Una escuela y tres dragones
-¡Venga hija, guarda ese libro y coge la mochila, que nos vamos!
–exclamó mamá apurada, flotando entre un mar de prisas, llaves
y un bolso.
Julia le echó un último vistazo a su libro preferido: Tain, el niño
que aprendió a volar. Luego se protegió colocándose su abrigo
verde con dragones bordados en los bolsillos.
Julia era una niña muy amable, y muy bajita.
Vivía en un edificio gris, con muchas escaleras hechas de
piedrecitas de colores y un ascensor que tenía un espejo. El
9
espejo era especial, porque una de sus esquinas parecía tener una
tela de araña. Mamá siempre le había dicho que no la tocara,
porque eso significaba que el espejo estaba roto y se podía cortar
el dedo. Julia no la tocaba, pero solía mirarse en ella, porque su
cara se veía partida en pedacitos.
Era como si, en vez de una sola Julia, hubiera muchos trozos de
Julia.
Todos se movían a la vez, y en ocasiones formaban la cara de un
alienígena monstruoso que se parecía un poco a ella. Pero, a
pesar de su monstruosa monstruosidad, era bastante simpático.
Siempre que ella sonreía, el alienígena le devolvía el gesto.
-¡Venga Julia, deja de mirarte en el espejo y vámonos al coche!
Mamá era buena, pero a ella nunca le hacía gracia mirarse en la
tela de araña. La mayoría de las veces, ni siquiera parecía darse
cuenta de que estaba allí.
Julia se sentó en el asiento trasero del coche, y se pasó el corto
viaje hasta la escuela contando a través de la ventanilla el
10
número de niños que también iban a sus colegios.
Algunos eran altos y fuertes. Otros eran más bajitos, como ella.
Todos llevaban una mochila en la espalda, y una de ellas tenía
dibujados unos dragones semejantes a los de su abrigo. Estaban
un poco más sucios, pero eran más grandes y feroces, y
contaban con una boca que infundía más miedo. Julia no
albergaba dudas de que, si se llegasen a pelear los dragones de
sus bolsillos con los de la mochila de ese niño, los suyos saldrían
perdiendo. Ojalá que nunca luchasen… ella los quería mucho.
Pero, además de dragones en los bolsillos, Julia también tenía
una escuela. No es que a Julia le gustase demasiado su escuela,
pero era la suya, así que la aceptaba. Tampoco había estado en
más escuelas, así que no sabía si era mejor o peor que las demás.
Estaba en un edificio de ladrillo enorme y tenía un patio
gigantesco lleno de rayas de colores, que eran los campos de
fútbol y de baloncesto, donde salían a jugar la mayoría de los
niños en el recreo. Ella sólo los utilizaba en la hora de educación
física, porque el deporte no se le daba muy bien.
Cuando llegaron al colegio, mamá la acompañó hasta la valla, le
11
dio un beso en la mejilla y se marchó corriendo hacia el coche,
como todas las mañanas. Y como todas las mañanas, el beso le
supo a prisa. Julia se sumergió en el río de niños, hasta que una
mano la agarró por el hombro.
-¡Hola Julia! -la saludó Mara, una niña muy alegre que era su
mejor amiga-. ¿Has visto ayer Philips y Fen?
-¡Hola! Sí, lo he visto, fue muy divertido. Me gustó sobre todo
cuando Fen se puso a cantar con la lechuga que hablaba, ¡la
canción era genial!
-¡Sí, a mí también me gustó mucho! Además, la lechuga era muy
graciosa cuando se ponía a bailar con Fen. ¿Has visto cómo se le
saltaban las hojas?
-¡Sí, ja, ja! –Julia y Mara no dejaron de reírse de la lechuga que
bailaba con Fen y de sus hojas desprendidas hasta que se
sentaron en sus pupitres. Elena, la profesora de Matemáticas,
entró sonriente en el aula con su libro de maestra, y mandó a
los niños hacer todos los ejercicios de la página 56. Algunos
protestaron, pero ella los animaba diciendo que, al primero en
12
terminarlos, le daría un punto más en el examen. Aunque
también tendría que tenerlos bien hechos, claro.
Julia, aunque no fue la primera, enseguida terminó su tarea. Así
que, mientras los demás iban acabando, comenzó a hacer dibujos
en la última hoja de su libreta. Primero hizo a una niña bajita
paseando con un dragón por un campo lleno de flores. A pesar
de que el dragón era tan bajito como ella, lanzaba mucho fuego
por la boca, así que nadie se atrevía a molestarlo.
Luego también dibujó un alienígena que tenía la cara hecha a
trocitos, y una araña que lo acompañaba. A Julia le gustó mucho
cómo le había quedado la araña, así que debajo le puso un
nombre: Momosoda. Luego pensó que no era justo que fuese ella
la única en contar con un nombre, así que también se lo fue
poniendo a los demás. Al alienígena lo llamó Riselochi, y al
dragón, Repuceto. Para la niña no se le ocurría ningún nombre
lo suficientemente mágico y extraordinario, así que simplemente
escribió “Julia”.
-¡Eh, champiñón! ¿Ya has acabado los ejercicios? –gritó Gus, el
compañero que se sentaba a su izquierda. Ella no le respondió.
13
-¡Moco, te estoy hablando! –insistió, arrojándole un trocito de
goma.
Julia continuó garabateando en su cuaderno, simulando que
estaba ocupada, aunque en realidad no dibujaba nada en
concreto. Quería que Gus la dejase en paz, pero era demasiado
tímida para contestarle. Ella solía esperar a que se cansara de
decirle tonterías, y la mayor parte de las veces, esta estrategia le
daba un buen resultado.
-¡Tírale más gomas, que es tonta y no se da cuenta! –sugirió
Ana González, quien se sentaba detrás de Julia.
A Gus podía ignorársele. A Gus y a Ana González juntos, no.
Los pequeños ojos marrones de Julia comenzaron a derramar
lágrimas diminutas, que fluían por sus mejillas brillando como si
fueran estrellas fugaces. En cuanto se dio cuenta, inclinó
suavemente su cabeza hacia delante, dejando que su pelo formase
una cortina castaña que les impidiese a sus compañeros verla
llorar.
14
Cayeron más gomas hasta que llegó la hora del recreo, y más
mofas e insultos. Pero Julia no dijo nada.
15
2. El tesoro de Mara
Como todos los días, Julia esperó a Mara en la puerta de clase
para bajar al patio.
-Hoy no va a ser un recreo como otro cualquiera, Julia. ¡Tengo
que enseñarte un tesoro! –exclamó emocionada su amiga,
señalando enérgicamente el bolsillo derecho de su pantalón
vaquero.
-¿Qué tesoro? –preguntó Julia, hirviendo de curiosidad.
-Ya lo verás. Espera a que lleguemos a un lugar seguro… -
susurró Mara. A continuación, dirigió una mirada suspicaz a su
16
alrededor; una mirada que dejó a Julia flotando en una nube
invisible de intriga y confusión.
-De acuerdo. Bajemos pronto, entonces –cedió ésta, dominando
su impaciencia.
Descendieron por las escaleras lo más rápido que les permitieron
sus piernas, y a continuación atravesaron la puerta que las
separaba de los campos de baloncesto. Luego, Mara la agarró
suavemente del brazo y la condujo hacia el final del pórtico de
columnas. Simulando un paseo, lograron introducirse en el
espacio hueco entre el edificio y la valla.
-Aquí no nos verán –sonrió Mara al fin.
-¿Dónde está el tesoro? –inquirió Julia.
Sin extinguir su dulce sonrisa, su amiga extrajo del bolsillo un
pequeño saquito de color morado, cerrado con un estrecho lazo
violeta. Le hizo un gesto con la mano a Julia para que se sentase
en el suelo, y cuando se hubieron sentado una enfrente de la
otra, depositó dulcemente el saquito en medio de las dos. Los
17
enormes ojos de Mara estaban tan encendidos que recordaban a
las chispeantes llamas de una hoguera.
-Por favor, Julia, ábrelo tú.
Ésta accedió sin demora, y comenzó a deshacer meticulosamente
el lacito que cerraba el pequeño saco.
-¡Más rápido, más rápido! –rogó Mara, impaciente.
Cuando Julia por fin retiró el lazo y extrajo con sus finos dedos
lo que contenía el saquito, sus ojos comenzaron a brillar todavía
más que los de su amiga.
-¡Oh, Dios mío, es precioso!
18
En ese momento, un anillo tan dorado como los sueños de las
princesas refulgió majestuosamente ante ellas. Su forma circular
sostenía un gigantesco rubí en forma de corazón, que desprendía
una multitud de destellos rojizos cuando los rayos del sol
incidían sobre él. Bordeando el rubí, surgían numerosos y
diminutos diamantes que delineaban la forma del corazón. A su
vez, los diamantes y el rubí se engastaban con elegancia en unas
delicadas ramas talladas en oro, de las cuales surgían pequeñas
hojas doradas que se fundían con el aro.
-¿De quién es este anillo tan increíble? –quiso saber Julia.
-¡Eso es lo más emocionante! –exclamó su amiga, desbordando
ilusión-. ¡Perteneció al rey Alfonso XIII!
La boca de Julia estaba completamente abierta, formando una
“o” perfecta.
-¿El rey Alfonso XIII?
- Sí, el mismo. El último rey que hubo en España antes de la
Segunda República y de la guerra civil que se desató después.
19
-Pero, ¿cómo lo has conseguido?
-Ayer por la tarde vino mi abuela a casa. Traía con ella este
saquito, y me dijo que era para mí. Sin embargo, me explicó con
melancolía que debía revelarme algo antes de entregármelo. Se
sentó muy misteriosa en el sofá, al tiempo que comenzaba a
narrarme toda la historia del anillo. Una vez que hubo
terminado de contármela entera, me lo regaló con una sonrisa
que olía a amor–explicó Mara con orgullo.
-¿Y cuál es esa historia? ¿Podrías contármela a mí? –pidió Julia,
intrigada.
-Verás… - Mara se aclaró la garganta, y, con voz solemne,
comenzó a hablar-. Su abuelo, es decir, mi tatarabuelo, estuvo
sirviendo como mayordomo en el palacio real durante cinco
años. Se llevaba muy bien con el rey don Alfonso, y llegaron a
hacerse grandes amigos. Un día, mi tatarabuelo le comentó al
rey que se había enamorado perdidamente de una mujer y que
deseaba pedirla en matrimonio. La mujer en cuestión era muy
bondadosa e inteligente, pero pertenecía a una familia muy rica
20
que no le permitía casarse con gente de clase más baja que ellos.
Así que, al ser él un simple mayordomo, su amor era imposible.
Entonces, el rey don Alfonso le entregó a mi tatarabuelo uno de
sus anillos más preciados y valiosos. Un anillo que guardaba
celosamente en la caja fuerte de su dormitorio real. “Pídela en
matrimonio y entrégale este anillo. En cuanto lo vea su familia,
te harán su yerno sin dudar” le dijo el rey a mi tatarabuelo.
Los pequeños ojos de Julia parpadeaban como dos brillantes
luciérnagas.
-¿Y qué pasó al final? ¿Se casó con la mujer? -preguntó.
Mara asintió, esbozando una sonrisa tan dulce que olía a
algodón de azúcar.
-Esa mujer era mi tatarabuela. Guardó el anillo en un cajón
secreto del cual sólo ella poseía la llave. Todas las noches, antes
de irse a dormir, se lo ponía en el dedo y se lo enseñaba a mi
tatarabuelo, para recordarle que aún lo quería como el día en el
que éste se lo regaló.
21
Entre las dos amigas se hizo un silencio sagrado que entró tan
despacito como se fue, para no molestar.
-Es una hermosa historia –susurró Julia, embelesada.
-Sí, lo es –corroboró Mara-. Tiempo después, el anillo se
convirtió en nuestro tesoro familiar. Mi tatarabuela se lo entregó
a mi abuela antes de morir, y mi abuela me lo entregó a mí.
Ahora te lo he enseñado a ti, porque quiero que simbolice
nuestro pacto.
-¿Nuestro pacto? –se extrañó Julia.
-Sí, nuestro pacto de amistad. El rey Alfonso XIII se lo entregó a
mi tatarabuelo en honor a la amistad tan grande que había entre
ellos dos, y yo quiero convertirlo en un símbolo de la nuestra.
-Pero… ¿puedes hacer eso? Quiero decir, ¿a tu abuela no le va a
molestar? Y otra cosa… ¿cómo lo vamos a compartir?
-Ella me dijo que lo guardase bien, y que sólo lo compartiese
con alguien que fuera lo suficientemente importante para mí.
Además, mira esto.
22
Mara volvió a encender, sin necesidad de interruptor, su
resplandeciente sonrisa. El anillo, que refulgía majestuoso entre
sus dedos, se abrió como una bisagra en cuanto ella desenganchó
un pequeño cierre situado detrás del rubí.
-Si las dos personas que comparten el anillo viviesen separadas,
podrían seccionarlo en dos partes y guardarse una cada una.
Los ojos de Julia se abrieron como platos.
-¿Estás diciendo que la mitad del anillo es para mí?
-El anillo será de las dos, y cada una guardará una parte. Sólo si
cuidamos nuestra amistad podremos volver a juntarlo en el
momento adecuado, y hacer que vuelva a brillar de nuevo por
siempre jamás.
Los finos bracitos de Julia se cerraron en torno al cuerpo de
Mara, y la calidez que se transmitieron en ese instante fue
mágica. Si alguien las hubiese visto,
diría que las que realmente desprendían luz eran ellas, y no el
anillo.
23
3. Amigos cortados con tijeras
Al volver del recreo, el bolsillo derecho de los vaqueros de Julia
ya no estaba tan vacío como antes. Ahora contenía la mitad del
anillo de un rey. Y también contenía, nada más y nada menos, el
sincero y cálido cariño de una amiga de verdad.
Al llegar al aula, Mara se alejó de Julia para sentarse en su
pupitre, al otro extremo de la clase. Todavía faltaban muchos
alumnos por subir del patio, pero el aire ya comenzaba a llenarse
de conversaciones, risas y estudiantes. Ricardo y Luis se
intercambiaban algunos cromos del Barça, mientras Lorena,
David Sierra y Clara charlaban animadamente en una esquina.
24
Lorena gesticulaba demasiado; probablemente estaría contándoles
a sus compañeros alguno de los muchos viajes en los que había
acompañado a su padre, que era camionero. Julia quiso sentarse
en su propio pupitre y sacar también sus propios bártulos.
Pero para ella no fue tan fácil.
Encima de su mesa, diseminados, se encontraban una infinidad
de pequeños trozos de tela verde.
Al principio le costó reconocerlos, y pensó que alguien le habría
llenado el pupitre de basura para fastidiarla. Miró hacia Ana
González, y vio cómo ella también la miraba, sujetando una
sonrisa cruel en la boca y unas tijeras en las manos.
Había sido ella.
Julia volvió a posar los ojos en su pupitre, y de paso reparó en
su abrigo, colocado encima de su silla. Aunque sería más exacto
decir que, en lo que realmente reparó, fue en los bolsillos de su
abrigo.
En ellos se abría un agujero negro, muy negro, tan negro como
25
la pena que comenzaba a crecer en el corazón de Julia. Los
dragones verdes no estaban allí. Los trozos de los dragones
verdes estaban en su pupitre.
Ana González los había recortado y destrozado.
-¡Mira Gus, mira qué tonta es Julia! ¡Mírala cómo llora por sus
dragoncitos! – su compañera, con las tijeras asesinas aún en las
manos, se reía escandalosamente.
Gus, que acababa de sentarse en su pupitre, también se reía.
El único que lloraba era el corazón de Julia, pensando en que
nunca jamás podría volver a acariciar a los dragones, a
inventarse historias con ellos, a sentirse protegida por sus fauces
abrasadoras.
Para los demás sólo eran un pedazo de tela, pero para ella
significaban mucho más. Eran la llave que abría su fantasía. Una
llave que Ana González había partido en pedacitos diminutos,
pedacitos incluso más enanos que las lágrimas que brotaban de
los ojos azul celeste de la pequeña Julia.
26
Si existiese alguien que afirmase con rotundidad que los ángeles
no lloran, se le debería haber enseñado el rostro de Julia en esos
momentos. La melancolía de sus ojos rotos y tristes no era una
melancolía cualquiera: la suya helaba la sangre en las venas y
cortaba el alma a pedazos. Sólo alguien que tuviese el alma
cubierta por piedra y cemento podría haberla ignorado.
Ése era el caso de Gus y Ana González, y de sus risas afiladas.
Ese día Julia llegó a casa en silencio, y no volvió a encender la
luz de su alma. Como el pequeño ser extraordinario que era,
exhaló su pena en forma de suspiros tristes, que sólo los que
tienen el corazón muy blandito son capaces de oír.
Rosa, la señora que la cuidaba, advirtió enseguida la ausencia de
los dragones en los bolsillos y adivinó la causa de su pena.
Como no quería abrirle más la herida del alma que todavía le
estaba sangrando, trató de sanársela a base de caricias, cuentos y
bocadillos de chocolate.
Pero sobre la falta de los dragones no le quiso preguntar nada.
27
Julia escuchó los cuentos, comió los bocadillos y absorbió las
caricias, y es necesario decir que por la noche ya se encontraba
mucho mejor. Además, cuando se iba a poner el pijama,
encontró la mitad del anillo de Alfonso XIII todavía dentro del
bolsillo de su pantalón. El pedazo de joya seguía brillando con
una intensidad casi cegadora. Sin embargo, ahora su brillo
cantaba una nana que trataba de adormecer su dolor,
envolviéndolo con papel de amistad para que no hiciera daño, y
tirándolo luego a la basura.
Ella se quedó dormida enseguida, sintiéndose más confortada y
arropada por su manta de colores y por la calidez del anillo.
Pero, desgraciadamente, al entrar en el mundo de los sueños, la
herida se le volvería a abrir.
Cuando se hubo dormido, Julia se sumergió en un bosque
colorido y luminoso en el que todo estaba hecho de papel: los
árboles, las plantas, los animales, los arroyos, las piedras…
Primero apareció ante sus ojos la araña Momosoda, tejiendo
enormes telas entre las ramas de los árboles más altos y
vigorosos, y sonriendo mientras se dedicaba en cuerpo y alma a
28
la faena. Al darse cuenta de la presencia de Julia, la saludó
animadamente con una de sus finas y hábiles patitas. La niña
contestó con una tímida sonrisa, mientras su corazón saltaba
desbocado de alegría.
Luego, emergiendo de entre los troncos de papel y las flores de
colores, se presentó ante ella Riselochi, el alienígena de mil caras.
También estaba hecho de trocitos de papel, pero él ya no
sonreía. Caminaba despacito, como ocultando algo. El corazón
de Julia fue dejando de saltar según él se acercaba, y para
cuando llegó a su lado, latía tan despacito que ella pensó que se
habría atascado. Y es que el dragón Repuceto iba detrás de
Riselochi, resguardado bajo su sombra.
Y estaba roto.
Sus antaño llameantes fauces apenas dejaban salir ahora
pequeños resoplidos de humo apagado, y sus fieras e implacables
garras estaban pegadas a su abdomen por varios trozos de celo,
al igual que sus patas. A Julia le dio mucha pena verlo así. En
ese momento su alma no quiso otra cosa que abrazarlo, así que,
29
dispuesta a sanarlo con todo el amor que pudiera, corrió con
energía a su lado.
Lo que ella no sabía era que, al tocarlo con sus dedos, todo el
cuerpo de Repuceto se desplomaría en el suelo.
El corazón de Julia se encogió, y su dulce rostro comenzó a
temblar. “¿Cómo puedo arreglarte, dragón?” preguntó asustada la
30
niña, pero no hubo respuesta. El alienígena Riselochi y la araña
Momosoda también habían desaparecido, dejándola sola y
perdida. Aquel bosque de papel comenzó a hacerse cada vez más
grande y menos colorido, y no pasó mucho tiempo hasta que las
sombras lo cubrieron con sus negras alas.
El día siguiente era sábado, y Julia no tenía colegio. Al
despertarse, la luz tenue y grisácea que emanaban ese día las
nubes evitó colarse por entre las rendijas de su persiana. La
lluvia caía casi silenciosamente sobre los tejados de la ciudad,
como queriendo hacer juego con las lágrimas de nuestra amiga.
En ese momento, le parecía que ese fin de semana iba a ser el
más gris que hubiera vivido nunca en su corta vida.
¡Qué equivocada estaba Julia!
31
4. Viaje a la isla de Merz
Con la melancolía anidando en su cabeza, Julia se tomó la leche
con cereales de todas las mañanas. Para ella, el color de esa leche
fue gris, y gris fue también el color de los cereales.
Gris era su ánimo, y parecía como si éste le hubiera colocado
unas gafas especiales en los ojos para que esa mañana no
pudiera ver nada de color en su vida. Terminó el desayuno muy
temprano, y después de hacer su cama, se tumbó sobre la colcha
granate.
Pasaron minutos, y minutos, y minutos, y minutos, y minutos, y
minutos, mientras pensaba en sus dragones rotos.
32
“Tic-tac, tic-tac, tic-tac” decía el reloj.
“Dragones” lloraba su mente. “Dragones rotos”.
Llegó un punto en el que el peso de la pena se le hizo tan
grande que no la dejaba apenas respirar, y no tuvo otra opción
para no ahogarse que buscar otra cosa a la que dedicar su
atención. Así que Julia cogió un libro de la estantería. Nada más
y nada menos que Tain, el niño que aprendió a volar. Sólo un
libro tan interesante como ése podría ayudarla a superar la
pérdida de sus amigos, los dragones verdes.
Aquel libro narraba la maravillosa e increíble historia de Tain.
Él era un niño normal. Como Julia. Como cualquier otro. Como
tú, que estás leyendo este libro. Pero Tain vivía en la isla de
Merz, o, como él la llamaba, la isla de la fantasía. El lugar donde
el poder de la imaginación era tan grande, que todo lo que uno
deseara podía suceder.
Una de las características principales que diferenciaban a Merz
del resto del planeta Tierra era que no había ningún adulto. No
33
es que no los aceptaran, muy al contrario: los niños y las hadas
que poblaban la isla estarían muy orgullosos de tener personas
mayores que los acompañaran en sus mágicas aventuras. Sin
embargo, no había ningún adulto que cumpliese la regla
fundamental:
EN MERZ SÓLO PODRÁN ENTRAR AQUELLOS QUE
CREAN EN LA FANTASÍA.
Esa regla fue creada por el Hada Madre de Merz al inicio de los
tiempos, y se encuentra escrita debajo de todos los letreros de
bienvenida a la isla que hay en cada una de sus playas. Su
propósito es proteger a las hadas y a los bosques mágicos. Y es
que, si alguien que no creyese en las fábulas los llegase a ver,
todos ellos se esfumarían como polvo blanco y se mezclarían con
las nubes. Por eso la isla siempre se halla rodeada por una niebla
eterna que hace las veces de muralla, escondida en un lugar tan
recóndito que ni los más avezados científicos han logrado
encontrarla.
Tain era uno de los niños que vivían en la isla de Merz, y
recordaba un poco a Peter Pan. Él tampoco quería crecer, y
34
además, al igual que Peter… ¡Tain era capaz de volar! ¡Cómo lo
envidiaban los ojillos azules de Julia! A ella también le hubiera
gustado poder sobrevolar las montañas de Merz, los bosques
mágicos, las nubes de colores y los palacios de las hadas.
Y no sólo eso: si ella viviera en la isla de la fantasía, también
podría pedirle a un hada bondadosa que le ayudase a reconstruir
y a curar a los dragones de sus bolsillos. Podría ser incluso que
el hada fuera extraordinariamente compasiva, y le ayudase
además a darles vida a la araña Momosoda, al alienígena
Riselochi y al dragón Repuceto, quienes de momento estaban
condenados a existir tan sólo en forma de dibujo de papel.
A Julia le hubiera encantado poder disfrutar de la mágica magia
de Merz, darse un chapuzón en la laguna que nunca moja y
reparar y llenar de vida a sus amigos imaginarios. Pero ella no
era una niña de cuento, así que nunca podría lograr semejante
proeza. Desgraciadamente, ella era una niña real. Aunque…
La verdad es que, si algo caracterizaba a Julia, era que poseía
toda la fantasía necesaria para meterse dentro de un libro de
cuentos. Incluso aunque éste fuese tan especial como Tain, el
35
niño que aprendió a volar. Al fin y al cabo, ¿qué podría perder
por probar?
Nada.
En cambio, podría ganar mucho.
Podría revivir a sus dragones, por ejemplo.
Julia no lo pensó más, y se concentró con todas sus fuerzas en la
isla de Merz. Se imaginó cómo su habitación se iba convirtiendo
poco a poco en uno de los bosques de la isla, y cómo Tain salía
a recibirla. Estuvo un buen rato pensando en todos y cada uno
de los detalles que el libro daba sobre la isla de Merz, sobre sus
habitantes, sobre el viento cálido que recorría la isla entera y
acariciaba la piel de cada mágico habitante. Se lo imaginó todo
tan bien, que ya le parecía estar dentro del libro. Y, de repente,
el milagro ocurrió.
Por la estantería de su habitación comenzaron a trepar
enredaderas salvajes, que se enroscaban entre los libros y los
peluches de Julia mientras nacían sus delicadas flores. Al mismo
36
tiempo, las puertas de su armario se abrieron de par en par, y de
ellas surgió un golpe de viento que llenó la habitación de un
reconfortante olor a hierba húmeda.
Julia, asustada, se acurrucó contra la cabecera de su cama,
escondiendo su pequeña cabeza entre sus piernas dobladas y
abrazándolas con fuerza. Como es lógico, ver su habitación
comenzar a transformarse a tanta velocidad le infundió mucho
miedo al principio.
37
Al lado de su cama, el suelo comenzaba a empaparse de un agua
cristalina, cuyo nivel subía y subía hasta irse convirtiendo en una
laguna en calma. A continuación, ésta comenzó a rodearse de
una espesa vegetación que crecía asombrosamente sobre el
mobiliario. Cuando el agua y el bosque llegaron a cubrirlo todo,
Julia levantó la cabeza y miró a su alrededor.
Un precioso paisaje que desplegaba todos los tonos posibles de
verde había sustituido a su habitación. Ella se encontraba a la
orilla de una pequeña laguna, sentada entre hierba y arena, y por
sus ojos se colaban los rayos de luz de un cielo a trozos rosa, a
trozos naranja. El silencio se disolvía con el zumbido susurrante
del viento, y también con el canto melódico de algunos pequeños
pájaros azules y violetas que sobrevolaban con elegancia el cielo
rosa anaranjado.
En aquel momento, Julia supo que se encontraba en la isla de
Merz. Sólo allí el cielo y las aves podrían ofrecer unos colores
tan extraordinarios.
Todo lo que divisaban sus ojos era maravilloso, pero decidió
cerrarlos por un instante para poder apreciar mejor la canción
38
del viento y los trinos de los pájaros. Su alma bailó con aquellos
sonidos durante unos instantes, hasta que una tercera melodía se
unió a la mágica sinfonía que envolvía aquella laguna. Julia
prestó más atención, y pudo clasificar aquel sonido como el
producido por un instrumento de viento. Entonces, abrió los ojos
para poder ver con claridad de dónde provenía aquel sonido.
Y allí lo vio, sentado encima de una rama, tocando su legendaria
armónica.
39
5. Volando entre nubes de algodón
Él continuó absorto en su música, concentrado
durante un buen rato en aquel universo abierto por la melodía
de su propia armónica. Los pájaros, al oírlo, se acercaban hasta
40
el árbol donde estaba sentado y volaban dibujando círculos a su
alrededor, como planetas orbitando alrededor de una
deslumbrante estrella.
A Julia no le extrañó que aquella música los hipnotizara, ya que
en ella misma surtía un efecto similar. Pero no resultaba nada
extraño. Al fin y al cabo, se trataba de la legendaria armónica de
Tain. Aquel instrumento tenía poder para eso, y para mucho
más.
Al cabo de unos minutos, una extraña aunque melodiosa voz
interrumpió el concierto improvisado.
-¿Quién eres tú? –Al alzar la cabeza, Julia pudo comprobar que
se trataba de la voz del propio Tain, quien había separado la
armónica de sus labios y la miraba con desconfianza.
-Yo soy Julia –contestó con timidez.
El niño continuaba observándola con recelo, mientras se
guardaba la armónica en el bolsillo y saltaba de la rama al suelo
con una agilidad pasmosa. Los pájaros volaron en línea recta por
41
encima de la laguna, desapareciendo velozmente a través del
cielo rosa anaranjado.
-¿Eres un hada infantil… o una niña? –inquirió Tain, mientras
acercaba su rostro al de Julia y la analizaba minuciosamente.
-Yo… soy una niña –respondió ella, confusa.
-¿¡Una niña!? –El habitante de la isla de Merz dio un salto hacia
atrás, sorprendido, como si hubiera visto un fantasma-. ¡Eso es
genial! ¡Hace meses que no viene ningún niño nuevo por aquí!
–De pronto, el semblante de Tain parecía desbordar una ilusión
tan enorme como inesperada-. Dime, niña Julia, ¿cómo has
entrado en Merz?
-Pues… -A Julia se le hacía un poco difícil explicar la
extraordinaria transformación que había tenido lugar en su
habitación, pero no le quedó más remedio que intentar hacer un
esfuerzo -. Lo cierto es que estaba leyendo el libro de Tain, el
niño que aprendió a volar, quiero decir, tu libro; y me entraron
muchísimas ganas de adentrarme en la isla de Merz. Quería
poder usar la magia, como tú, para arreglar a mis dragones
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verdes, así que me puse a imaginar con todas mis fuerzas que…
-¿Has dicho dragones verdes? –El niño de Merz enarcó una ceja-
. ¿Dos dragones de tela sin nombre, y uno de papel que se llama
Repuceto?
Aquello la desconcertó.
-Así es… ¿cómo lo sabes?
-Han aparecido en la isla de Merz ayer por la noche. Fue muy
raro, porque hacía ya varios años que ningún dragón se pasaba
por aquí. Además, los dragones de tela estaban completamente
destrozados; tuve que usar muchas hojas del Árbol de la Salud
para poder curarles. A Repuceto sin embargo no le hicieron falta
tantas como a los otros, sólo tuve que pegarle las garras y las
patas. Ahora ya están todos bastante bien, así que si quieres
podemos ir a verlos.
Los ojos de Julia brillaron como alas de ángel a la luz de la luna.
-¡Eso es fantástico! ¡Muchísimas gracias! –exclamó la niña-.
¡Vamos pues!
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Él le devolvió la sonrisa, agachando su espalda delante de ella.
-¡De acuerdo! ¡Sube!
-¿En tu espalda? –preguntó Julia, desconcertada.
-¡Claro, vamos a ir volando! Si no, no llegaremos nunca.
La niña, asombrada e ilusionada, se subió de un salto encima de
la espalda de Tain, y éste desplegó los brazos. Sobrevolaron la
laguna a ras de agua, y luego, remontando el vuelo, se dirigieron
hacia la puesta de sol. Enormes montañas coronadas por capas
de nieve fueron quedando atrás, bajo sus pequeños cuerpos,
rodeadas de una neblina misteriosa que no dejaba ver lo que
había debajo. A Julia le dio lástima no poder conocer la isla de
Merz en todo su esplendor desde las alturas.
-¿Siempre hay esta niebla? –le preguntó a Tain.
-No suele haberla. Sólo los días en que llegan nuevos habitantes
a la isla. Y creo que esta vez han salido para recibirte a ti.
Julia se rió, incrédula. Era difícil asimilar que aquellas nubes que
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bullían como el vapor de una sopa caliente se hubiesen formado
tan sólo para saludarla y darle la bienvenida a la isla de Merz.
Sin embargo, allí estaban. Grandiosas pero suaves. Como un
manto de algodón que protegía a las montañas y los acompañaba
en su vuelo. Más tarde, al comenzar a descender, los dos
tuvieron la oportunidad de sumergirse en aquella manta blanca y
envolverse en su celestial e intenso frescor.
-Ya estamos llegando –anunció Tain, a medida que bajaban a
tierra. Un inmenso árbol comenzó a perfilarse ante sus ojos. Su
tamaño era tan grande, que algunas de sus ramas más altas
llegaban incluso a entremezclarse con la niebla que envolvía
Merz. Parecía un roble, aunque su tronco era tan grueso como
una casa. Sus hojas eran del tamaño de la cabeza de Julia, y su
verde resultaba especialmente intenso.
Cuando al fin se posaron sobre el suelo, la niña comprobó que
no estaban solos. Al abrigo del árbol, acurrucados contra su
enorme tronco, se encontraban tres siluetas verdes, descansando.
Tenían garras, y patas, y fauces…
-¡Mis dragones! –gritó, saltando de la espalda de Tain y
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corriendo hacia ellos. Cuando se detuvo, a dos pasos de los
dragones, ellos levantaron lentamente su cabeza y la observaron.
-¿Tú eres Julia? –preguntó el mayor de ellos, el de fauces más
alargadas.
Ella se quedó paralizada. Aquellos dragones no eran de tela ni de
papel; eran de verdad. Había dos iguales entre sí, como si fueran
gemelos. De constitución parecían más bien regordetes, y su piel
presentaba un verde más fuerte y vivo que el del tercero. Éste, el
que había hablado, era de color verde pálido y más alto que los
dos primeros.
-Sí, yo soy Julia –respondió, dubitativa.
-Entonces, tú eres nuestra dueña. – El dragón alto ensanchó
todavía más sus alargadas fauces, formando una sonrisa llena de
dientes.
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6. Fuego de dragón
Julia no sabía muy bien qué decir, pero tampoco hizo demasiada
falta. El dragón más alto habló por ella:
-¿Es que no te acuerdas de mí? Yo soy Repuceto. Tú me creaste
al dibujarme, y tú me pusiste el nombre.
Ella abrió los ojos de par en par, fascinada. ¡El mismo Repuceto
en persona (bueno, en dragón) le estaba hablando!
-Y nosotros somos los dragones de tu abrigo –replicó uno de los
otros dos, inclinándose ligeramente hacia delante -. Aunque
nunca nos has puesto un nombre.
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-Es verdad. Perdonadme –se disculpó la niña, con la mandíbula
temblando por la emoción de volver a ver a sus dragones sanos
y salvos -. Si queréis, puedo poneros uno ahora mismo.
Tain puso los brazos en jarra y silbó.
-¡Ay, Julia, Julia! Así que no les tenías nombres a tus colegas,
¿eh? Tranquila mujer, yo te ayudaré. A éste – señaló el dragón
más tímido de los gemelos, que no había intervenido todavía –
lo puedes llamar Dito el Calladito, y a éste –prosiguió,
señalando al hermano– lo puedes llamar Yabla el que Habla.
Repuceto se rió, animado. Los otros dos dragones asintieron,
mostrando su conformidad.
-A mí me parece bien –intervino Yabla el que Habla-. ¿Y a ti? –
preguntó, mirando a su hermano.
-A mí también –sonrió Dito el Calladito-. La verdad es que no
me gusta hablar mucho.
-Pues bien, todo arreglado –anunció Tain, dando dos palmadas
con las manos-. Ahora tenemos que preparar una hoguera para
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pasar la noche. Parece que va a hacer frío hoy.
En ese mismo instante, se levantó una ráfaga de viento helado
que estremeció a Julia y le dio la razón a Tain. La niña se frotó
los brazos y comentó:
-Para hacer leña podríamos coger algunas ramas de este árbol,
¡es inmenso!
-Eso no se puede hacer –suspiró Yabla.
-¿Y por qué no? –preguntó Julia. Repuceto esbozó una sonrisa
irónica.
-No me digas que todavía no sabes qué árbol es este… -dijo.
-Pues no. -Julia comenzaba a mosquearse con tanta intriga.
-Es el Árbol de la Salud –intervino Tain, situándose enfrente del
enorme tronco y mirando de frente al legendario árbol -. Sólo
hay tres en toda la isla de Merz. Con sus hojas se puede curar
cualquier herida o enfermedad, y está totalmente prohibido
arrancarle una hoja o rama si no es con el fin de curar a alguien.
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Algunas hojas de este árbol fueron las que usé para arreglar a los
dragones y convertirlos en personajes de carne y hueso.
-¿En serio? –inquirió la niña.
- Sí, en serio. En esta isla hay dos tipos de árboles sagrados: los
Árboles de la Salud y los Árboles del Alimento. Los Árboles de
la Salud ya sabes para qué sirven. Los Árboles del Alimento
crecen mucho más rápido que los Árboles de la Salud, y hay
cincuenta en la isla de Merz. Esto es porque sus hojas son las
que nos alimentan a todos sus habitantes. Aquí no necesitamos
carne, ni pescado, ni frutas, ni verduras… Las hojas de los
Árboles del Alimento contienen todos los nutrientes que
necesitamos para sobrevivir. Luego ya verás uno de ellos…
después de todo, creo que tendremos que cenar –terminó Tain,
guiñándole el ojo.
-Bien, pues ahora vayamos a conseguir piedras y ramas para la
hoguera –terció Repuceto.
Los dos niños y los tres dragones se pusieron a buscar
afanosamente por los alrededores ramas que se hubieran caído al
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suelo, evitando coger todas aquellas que se hubieran podido caer
del Árbol de la Salud. Después de breves momentos,
consiguieron reunir un montoncito lo suficientemente grande
como para encender una hoguera. Dito formó un círculo de
pequeñas piedras, dentro del cual Tain fue colocando las ramas.
-Ahora, el toque mágico –dijo Yabla-. ¡El fuego!
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Y, de un solo soplido de sus fauces, escupió una llamarada de
fuego abrasador que encendió la hoguera. La lumbre calentó en
pocos instantes el frío ambiente que los envolvía, e iluminó los
ojos de Julia con destellos lilas y amarillos.
-Este fuego tiene un color un poco raro, ¿no? –cuestionó la niña.
-Todo en la isla de Merz tiene colores extraordinarios que no se
han visto nunca en ninguna otra parte del mundo –respondió
animado Tain-. Cualquier cosa puede ser del color que menos te
lo esperas. Y ahora lo seguirás comprobando. ¡Dragones! –
exclamó, mirando a los demás -. Quedaos vigilando el fuego
mientras yo voy con Julia a por nuestra cena.
-De acuerdo, Tain –confirmó Repuceto-. No tardéis mucho, si
no queréis acabar churruscados con fuego de dragón.
-¡De acuerdo, Repu! –Julia sonrió, mientras se sentaba encima
de la espalda de Tain-. ¡Hasta luego, dragones!
Tain y ella los saludaron con la mano, para luego alzar el vuelo
hacia el cielo nocturno. En pocos segundos ya se encontraban
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volando a una altura considerable, por encima de las montañas
nevadas de la isla de Merz. Ahora sólo la luz de la luna
iluminaba el horizonte, cubriendo el ensombrecido paisaje de
una tenue capa de luz blanca.
Julia se fijó en que la niebla de antes ya no estaba. Ahora ya
debían de considerarla una más del lugar. ¿Habría la niebla
salido también para los dragones?
-Tain –susurró la niña-. ¿Sabes cómo llegaron mis dragones
hasta aquí?
El niño, que iba disfrutando en silencio del precioso paisaje que
se dibujaba a sus pies, contestó:
-Tú los has traído, sin darte cuenta.
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7. La fundación de la isla de Merz
Aquella respuesta la descolocó por completo. ¿Cómo iba ella a
llevar a sus dragones hasta la isla de Merz? ¡Además, sin darse
cuenta! Julia no lo entendía. Y su desconcierto fue palpado por
la aguda intuición de su nuevo amigo.
-Tus lágrimas por ellos fueron la energía que os conectó a los
cuatro con la isla de Merz. Después de todo, esta isla está hecha
para los niños que están tristes –continuó Tain.
-Yo pensaba que Merz era la isla de la fantasía.
-Y lo es –afirmó el niño, posándose suavemente en el suelo. Le
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hizo una señal a Julia para que se levantase de su espalda, y
luego se puso en pie-. Nuestro viaje ha terminado. Ahí tienes a
uno de los cincuenta Árboles del Alimento.
Ante ellos se alzó un árbol gigantesco, aunque su tamaño era
algo menor que el Árbol de la Salud en el que acababan de estar,
y sus hojas mucho más pequeñas. Su color no se distinguía muy
bien a causa de la oscuridad que reinaba en aquel lugar, pero a
Julia le pareció que sus hojas eran de color violeta. Tain
comenzó a arrancar algunas de ellas y a guardarlas en el bolsillo.
En total, cogió diez.
-¿No crees que son muy pocas? –le preguntó Julia-. Si somos
cinco, sólo nos tocarán dos hojas para cada uno.
Él dejó salir una pequeña carcajada, mientras cerraba la
cremallera de su bolsillo.
-Estas hojas alimentan demasiado. Ya verás.
-De acuerdo. Lleva las que veas, al fin y al cabo, tú eres el que
vive aquí. Desde luego, este mundo es muy extraño –reflexionó
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Julia en voz alta-. Por cierto, todavía no me has explicado por
qué esta isla es para los niños tristes si es la isla de la fantasía, y
cómo es que yo traje a mis dragones hasta aquí sin darme
cuenta.
Tain suspiró.
-Creo que no me queda más remedio que contarte la historia de
la isla de Merz desde sus inicios–dijo, mientras se sentaba
encima de la suave y mullida hierba del suelo-. ¿Quieres oírla?
-¡Claro que sí! –Julia sonrió, tomando asiento ella también.
-Pues bien, préstame atención. – Y Tain comenzó a narrar el
origen, el suceso de los sucesos, el acontecimiento más
importante de todos…
La creación de la isla de Merz.
“Había una vez un hada solitaria que vagaba por el mundo de
los hombres ocultándose día tras día de ellos, pues la mayoría no
estaban preparados para ver a un ser mágico. Solía volverse
invisible y observarlos en silencio, por lo que aprendió mucho de
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sus costumbres. Con gran pena, comprobó que muchos de ellos
estaban tristes. A menudo se hacían daño unos a otros, o
perdían sus sueños, o simplemente se olvidaban de disfrutar de
la vida y de ser felices.
Lo que más pena le dio al hada fue comprobar que no sólo
había adultos tristes, sino también niños. Los niños tristes
perdían sus fantasías y sus ilusiones al poco tiempo de nacer, y
el hada decidió que tenía que hacer algo por ellos, para que las
volvieran a recuperar.
Sobrevoló todo el mundo día y noche durante meses, buscando
un lugar que pudiera acoger a todos esos niños. Un lugar donde
se sintieran sanos y salvos y pudiesen recuperar su alegría, sin
que entrase ningún adulto que se hubiera olvidado de su
fantasía.
Al cabo de dos años, encontró una isla en medio del Océano
Atlántico que ningún ser humano había pisado jamás. Era una
isla pequeñita, formada por cadenas de hermosas montañas y
bañada por lagunas de límpidas aguas. El hada la bautizó como
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“isla de Merz”, y la eligió como el lugar en el que fundaría su
reino de la fantasía.
Tiñó las montañas, el cielo y las aguas de colores
extraordinarios, e irguió dos clases de árboles sagrados: los
Árboles de la Salud y los Árboles del Alimento, para que en la
isla de Merz ningún niño padeciese jamás hambre ni
enfermedades. Además, rodeó la isla de un manto de protección
hecho de fantasía, para que nadie que careciese de ella pudiese
entrar.
Por último, escribió muchos libros sobre la isla y los mandó al
mundo humano. Esos libros serían la clave para que los niños
tristes accediesen a la isla de Merz. Al leerlos, la sola fuerza de
su fantasía los arrastraría a la isla. Bastaría con que formulasen
en su mente el deseo de entrar en ella, y que fuesen capaces de
imaginársela como algo real, con todo lujo de detalles.
No pasó mucho tiempo hasta que los primeros niños
comenzaron a llegar.
Los bosques de la isla de Merz enseguida se inundaron de
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pequeños humanos a los que les habían herido el alma y que
deseaban curar su corazón con fantasía. El hada, que a partir de
ese momento se hizo llamar Hada Madre, convirtió muchos de
sus deseos en realidad. Incluso hubo algunos niños afortunados a
los que enseñó a usar la magia y a volar.
El Hada Madre tenía a su vez hijas, las Hadas Infantiles, que se
encargaban de mantener la fantasía en la isla de Merz y de
ayudar a los nuevos niños que iban llegando a la isla. Los niños
iban y venían, según se les iba curando el corazón, pero hubo
tres de ellos que decidieron permanecer en la isla para siempre.
Se les llamó niños legendarios, pues con el paso del tiempo,
llegaron a dominar la magia con tanta maestría que se
comenzaron a escribir todo tipo de leyendas acerca de ellos.
Con el tiempo, no sólo los niños y las hadas habitaron la isla de
Merz, sino también los personajes de sueños. Éstos eran los
amigos imaginarios de los niños, aquellos personajes que se
inventaban y con los que hablaban, jugaban y soñaban. Los
niños tristes a menudo solían olvidarlos por culpa de su tristeza.
Pero el Hada Madre y sus hijas, las Hadas Infantiles, los
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recuperaban cuando éstos llegaban a la isla de Merz, pues no
tardaron en comprobar que ésta era la manera más eficaz de
sanar el corazón de los niños.
Los personajes de sueños llegan a la isla y nunca se marchan, de
manera que los niños pueden volver a visitarlos cada vez que
deseen regresar a la isla de Merz.”
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8. No es fácil ser un niño legendario
-Es decir, que mis dragones en realidad son personajes de
sueños, y ha sido mi tristeza quien los ha traído conmigo a la
isla de Merz –resumió Julia.
-Exacto. Ellos están aquí para ayudarte a curar la herida de tu
alma –asintió Tain, mientras se levantaba despacio del suelo y se
sacudía el pantalón.
-Y tú eres uno de los tres niños legendarios.
Tain se quedó unos instantes en silencio, incómodo. No solía
hablar mucho con otros niños, y, si lo hacía, la mayor parte de
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las veces era con alguno de los otros dos niños legendarios. No
le gustaba sentirse diferente.
-Sí, lo soy –contestó al fin.
-¿Los niños legendarios ya no pueden volver al mundo humano?
–inquirió Julia, llena de curiosidad.
-Claro que podemos. Nadie está obligado a quedarse en la isla
de Merz. Es sólo que no queremos volver.
-Ya… -dijo Julia, pensativa-. Es porque lleváis mucho tiempo
aquí, ¿no? Y entonces en el mundo humano ya se habrán
olvidado de vosotros…
-No es eso –gruñó Tain con brusquedad-. Todo niño que vuelve
al mundo humano lo hace en el preciso instante en que
desapareció, así que nadie nota la diferencia. Si no vuelvo es
porque no quiero.
El niño volvió a hacer una larga pausa, midiendo sus palabras.
Hacía mucho tiempo que no confiaba en nadie. Hacía mucho
tiempo que se había centrado en curar el corazón de los otros
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niños, y se había olvidado del suyo. Miró a Julia a los ojos, y se
dio cuenta de que era la primera vez que hablaba con otro niño
sobre sus propios sentimientos. De pronto, le dieron unas ganas
enormes de contárselo todo.
-Mi mejor amigo se fue de la ciudad donde vivíamos, y mis otros
amigos empezaron a dejarme de lado. Mis padres no paraban de
discutir todo el día, y mi hermana siempre estaba robándome las
cosas y haciéndome la vida imposible. Por eso me quedé en la
isla de Merz. Aquí puedo tocarles la armónica a los pájaros, aquí
puedo volar, no tengo que ir al colegio. Aquí puedo estar solo
cuando quiera. Puedo ser libre.
-¿Y no los echas de menos? –preguntó suavemente la niña.
-¿A quiénes? –se extrañó Tain.
-A tus amigos, a tus padres, a tu hermana…
-¡Claro que no! –exclamó el niño legendario-. ¿Has oído lo que
te acabo de decir? ¡No se portaban bien conmigo! ¿Cómo los iba
a echar de menos?
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-Podrías hacer las paces con tu hermana, hablar con tus padres
para que dejasen de discutir y buscarte otros amigos –comentó
Julia con dulzura-. Creo que, en realidad, te sientes muy solo. Y
en el fondo, aunque digas lo contrario, eso no te gusta.
Esta vez, Tain no respondió. Una pequeña lágrima comenzó a
recorrer en silencio su mejilla, dejando tras de sí un sendero
plateado que brillaba con los rayos de luna.
-Tener poderes no da la felicidad, sobre todo si no tienes con
quién compartirlos –prosiguió ella.
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El niño legendario se agachó delante de Julia, sin mirarla apenas:
-Sube, por favor -dijo, muy serio-. Volvamos con los dragones.
Han de estar preocupados.
El viaje de regreso se hizo más largo, ya que en su transcurso no
articularon ni una sola palabra. Las estrellas los acompañaron
durante todo el vuelo, regando el cielo con la débil luz de sus
parpadeos sin fin. Cuando se posaron junto al Árbol de la Salud,
Dito dormía plácidamente encima de la hierba fresca, y Yabla
jugaba a las palmas con Repuceto.
-¡Hombre, ya eran horas! –exclamó Repuceto al verlos.
-Empezábamos a pensar que os había pasado algo –añadió
Yabla.
Julia se bajó de la espalda del niño legendario con lentitud, ya
que se le habían empezado a entumecer un poco los músculos.
-Es que Tain me ha estado contando la historia de la isla de
Merz –se disculpó la niña.
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-¡Ah! ¿Así que era eso? –dijo Repuceto.
-A nosotros nos la ha estado contando ayer -prosiguió Yabla-.
Hay que reconocer que es una historia fascinante.
-Sí, lo es –cortó Tain, tajante-. Bueno, ¿cenamos o no?
Yabla y Repuceto asintieron, mientras Julia despertaba con
cuidado a Dito. Tain fue repartiendo a cada uno las hojas que
había ido recolectando en el Árbol del Alimento, y luego se
sentaron en círculo a comer. Todos se abalanzaron hambrientos
sobre sus hojas, excepto Julia. Para ella era algo muy raro
comerse las hojas de un árbol, y antes de morder las suyas, se
dedicó un rato a contemplar cómo engullían los demás.
-¿No cenas? –le preguntó Yabla.
-Sí, sí, voy ahora –contestó Julia-. Es que como nunca me he
comido hojas de árbol…
-¡Venga, mujer! –exclamó Repuceto, dándole una palmada en la
espalda-. Si tienes suerte, puede que te haya tocado una hoja con
sabor a chocolate.
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-¿A chocolate? –se extrañó la niña.
-Sí, a chocolate, o a vainilla, o a fresa… Cada hoja del Árbol del
Alimento es de un sabor distinto. Hay muchos – aseguró Tain,
mientras se zampaba el último bocado de las suyas-. A mí me
acaba de tocar una de helado de limón y otra de tomates
rellenos.
-¿En serio? ¡Qué bien! –Julia dio unas cuantas palmadas,
emocionada-. ¡Pues ahora voy a probar las mías, a ver a qué
saben!
Con gran ímpetu, le dio el primer mordisco a una de las dos
hojas que tenía en la palma de su mano. Después de masticarlo
durante unos segundos, lo escupió al suelo:
-¡Buag! ¡Esta sabe a coliflor! ¡Es la comida que más odio!
Tain, quien devoraba sus hojas recostado en el suelo, se echó a
reír:
-No te quejes tanto y cómela. ¡Las hojas de sabor a coliflor son
de las más nutritivas que hay!
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-Ya, eso lo dices para que me la coma –refunfuñó Julia, con cara
de asco.
-Lo que dice Tain es cierto –intervino Dito-. Además es mejor
que una coliflor de verdad, porque como la hoja del Árbol del
Alimento es pequeñita, terminas antes de comerla.
La niña meditó unos instantes, observando detenidamente la
hoja con sabor a coliflor que seguía en la palma de su mano.
-Está bien, Dito. Me la comeré.
Julia hizo de tripas corazón y se metió la hoja entera dentro de
la boca.
Comenzó a masticarla con rapidez mientras contenía la
respiración, para no saborearla, y en un abrir y cerrar de ojos se
la tragó.
-¡Es cierto! –sonrió al terminarla-. ¡Se come enseguida! Vamos a
ver a qué sabe esta otra…
Cogió con delicadeza la segunda hoja y le dio un mordisquito
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pequeño, saboreándola a conciencia para intentar identificar su
sabor. En cuanto lo hizo, los ojos se le abrieron de par en par.
-¡Esta sabe a chocolate!
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9. La laguna que nunca moja
Después de cenar, los dragones y los niños se tendieron en la
hierba, al lado de la hoguera. Al principio, a Julia le daba algo
de reparo dormir al raso, sin siquiera una manta que la tapase
un poco. No obstante, en cuanto se recostó sobre la hierba,
comprobó que ésta era mucho más blanda y cálida de lo que
había imaginado. Ni siquiera había piedras o durezas en el suelo.
-¿Siempre duermes al raso, Tain? –preguntó Julia, en voz bajita
para no despertar a los dragones.
El niño, tendido hacia arriba y contemplando las estrellas,
respondió:
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-¡Desde luego! Pero sólo al lado de los árboles sagrados. El suelo
a su alrededor está hecho de tierragodón, así que es muy blando
y cálido.
-¿Tierragodón?
-Sí, es una mezcla entre tierra y algodón que creó el Hada
Madre para que cualquier niño pudiera dormir al aire libre. La
colocó hace muchos años alrededor de cada árbol sagrado.
-¡Ya decía yo que estaba demasiado cómoda aquí! Por cierto
Tain, ¿qué vamos a hacer mañana?
-Mañana por la mañana nos bañaremos en la laguna que nunca
moja, y luego te presentaré al Hada Madre. Ella te enseñará a
volar.
A Julia se le iluminó su tierno rostro, proyectando a través de
sus ojos un haz de fulgurante alegría que subía hasta las
estrellas.
-¡A volar! ¡Eso es increíble! –exclamó, alzando un poco la voz.
Pero Tain no añadió nada más. En pocos segundos se había
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quedado profundamente dormido.
A la mañana siguiente, cuando Julia abrió los ojos, ni los
dragones ni Tain se encontraban allí. La niña se levantó
enseguida, deslumbrada por la penetrante luz del sol naciente. A
su alrededor tan sólo se escuchaban los melodiosos cantos de los
pájaros de colores que poblaban los árboles de la isla de Merz.
-¡Qué raro! –pensó. Tras desperezarse, levantarse y sacudirse la
tierra de los pantalones, comenzó a internarse en el bosque.
Anduvo un buen rato en busca de sus amigos, hasta que escuchó
una música peculiar. Su melodía se mezclaba elegantemente con
los cantos de los pájaros, y a Julia comenzó a sonarle familiar.
Miró hacia lo alto, hacia las ramas de los árboles, y vio a Tain
tocando su armónica.
-¡Buenos días, dormilona! –la saludó éste con alegría,
observándola-. Pensé que no te ibas a levantar nunca.
Antes de contestarle, ella se frotó la cara con las manos, para
despejarse y poder verlo mejor.
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-Es que yo he tardado bastante en dormirme. Tú ya te quedaste
dormido mientras estábamos hablando.
-¿En serio? Vaya, perdona –se disculpó Tain-. ¡Yo soy capaz de
dormirme hasta montado en un Tiranosaurio!
Ambos soltaron una sonora carcajada. Luego, Tain decidió saltar
de la rama. Entonces comenzaron a caminar bajo la frondosa
arboleda, que construía sobre sus cabezas un tejado de hojas
verdes salpicado de huecos por los que se colaban cálidos rayos
de sol.
-¿Dónde están los dragones? –quiso saber Julia.
-Se han ido a primera hora de la mañana. Iban a buscar una
playa para hacer un concurso de llamaradas. Estaban muy
ilusionados, y me dijeron que fuésemos yendo nosotros primero
a la laguna que nunca moja. Aunque, tan entretenidos como van
a estar, no creo que vengan.
-¿Qué es eso del concurso de llamaradas?
-Es una competición en la que tres dragones alzan sus fauces al
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cielo, y, al dar la señal, lanzan cada uno la llamarada de fuego
más potente que puedan. Gana el que consiga lanzar la
llamarada más alta. Pero eso, claro está, no lo pueden hacer en
el bosque, porque podrían plantar un incendio. Así que se
buscan una playa.
-¡Caramba! ¡Tiene que ser espectacular!
Tain asintió.
El bosque transcurría ante sus ojos según iban paseando como si
fuera una ciudad de animales, lleno de vida. Las ardillas subían y
bajaban de los árboles llevando sus avellanas, y de vez en cuando
asomaba algún jabalí o zorro de entre los arbustos. Éstos se
quedaban mirando a los niños durante un rato, con curiosidad, y
luego volvían a meterse dentro de la vegetación.
Después de haber caminado durante un buen rato, los árboles
comenzaron a hacerse cada vez más escasos. Llegó un punto en
el que los arbustos los sustituyeron casi por completo, y los
niños tan sólo podían avanzar apartando la maleza.
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Sin embargo, no pasó demasiado tiempo hasta que los arbustos
también comenzaron a desaparecer, y un gran valle cubierto de
hierba se dibujó ante sus ojos. En el centro de ese enorme
herbazal se extendía una gigantesca laguna en calma.
-Señora Julia, aquí la tiene. La laguna que nunca moja –anunció
Tain, mientras trataba de abarcar el valle con la mirada.
-Es enorme – observó la niña-. Parece un gran espejo, todo el
cielo se refleja en su superficie.
-Sí, es el espejo de las nubes. Pero lo más divertido es bañarse
en ella. ¡Vamos, Julia!
Casi sin darle tiempo a reaccionar, Tain descendió corriendo por
la hierba hasta llegar a la orilla. A continuación, sin quitarse la
ropa, se introdujo en el agua de un salto, haciendo que saltaran
mil y una gotas hacia el cielo.
-¿Qué haces, loco? ¡Espera por mí! –gritó Julia, mientras corría
ella también.
Una vez en la orilla de la laguna, la niña se detuvo unos
76
instantes a contemplar cómo el niño legendario saltaba y
chapoteaba con alegría. Él se dio cuenta de que lo estaba
observando y regresó a la orilla despacito, emergiendo poco a
poco de las aguas.
-¿No te atreves a meterte? ¡Eres una aburrida!
Y acto seguido, dio una enorme patada en el agua que hizo
llover un sinfín de gotas encima de la niña.
-Pero, ¿qué haces? ¡Me vas a empapar! –exclamó ella,
protegiéndose la cabeza con los brazos.
-Estoy demostrándote lo insólita que es la laguna que nunca
moja.
Al principio Julia no lo entendió, pero luego se pasó las manos
por el pelo y por los brazos, sintiendo su propia piel tan seca
como antes. ¡Pero si Tain le había lanzado media laguna encima!
-¡Es cierto! ¡El agua de esta laguna no moja en absoluto! –gritó,
llena de asombro.
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-Claro, ¡es la laguna que nunca moja! –exclamó Tain, riéndose-.
Mira, mira.
El niño legendario se sumergió de pronto en el agua, volviendo a
emerger en un segundo.
-¿Ves? Estoy completamente seco.
-¡Es genial! –dijo Julia, mientras se iba metiendo en el agua.
Notaba la temperatura fría de ésta mordiéndole la piel y
penetrando a través de su ropa, como si en realidad se estuviera
mojando. Pero, al levantar los brazos, éstos no salían húmedos
en absoluto.
-Puedes bucear con los ojos abiertos. Como el agua no los moja,
no se van a irritar –explicó el niño legendario, antes de
zambullirse por completo dentro de la laguna.
-¡Vale! –La niña lo imitó al momento. Hundió su pequeña
cabeza en aquel universo de agua, y comprobó que allí había
más vida aún que en el bosque, si cabe.
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79
10. El palacio de torres afiladas
Decenas de bancos de peces de colores cruzaban la laguna en
todas direcciones, agitando las algas que serpenteaban en la
arena del fondo. Parecían un arco iris de criaturas vivientes que
se deshacía y se volvía a formar a cada segundo. Entre todos
ellos destacaba la silueta de Tain nadando con una elegancia
exquisita, como si en vez de nadar estuviera volando.
Parecía el ser más grande que poblaba en aquellos instantes la
laguna, pero, fijándose un poco más, Julia descubrió a dos
siluetas de su mismo tamaño.
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En aquel momento se asustó mucho.
Éstas nadaban a toda velocidad hacia ella. Al principio sólo eran
dos grandes sombras, pero, según se fueron acercando, Julia
pudo comprobar que se trataba de una araña y un ser con una
cara muy rara, como dividida en mil pedazos. Cuando llegaron a
su lado, la araña levantó la pata, saludándola. La niña, inquieta,
salió a la superficie.
Los dos personajes la imitaron.
Y, allí, por fin, se dio cuenta de quiénes eran.
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-¡Momosoda! ¡Riselochi! ¿Cómo habéis llegado vosotros hasta
aquí?
Momosoda hizo un gesto de ofensa con dos de sus patitas
delanteras, señalándose a sí misma.
-Por favor, Julia, me ofendes. ¿Nos habías olvidado ya?
-Nosotros también somos personajes de sueños tuyos –prosiguió
Riselochi -. Tú nos dibujaste, igual que a Repuceto, así que
llegamos a este mundo con él. Lo que pasa es que nosotros no
estábamos heridos, así que salimos a dar una vuelta turística por
la isla, mientras Repu y los dos dragones de tus bolsillos eran
curados por Tain.
-¿Quién está hablando de mí por ahí? –interrumpió el niño
legendario, emergiendo de entre las aguas de la laguna.
Enseguida reconoció a los personajes de sueños de Julia, y se
lanzó a darles un efusivo abrazo-. ¡Riselochi, alienígena traidor!
¡Momosoda, araña de mil patas! ¿Por dónde andabais?
-¡Tú has sido el que nos ha echado por ahí, a la aventura! –
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exclamó la araña Momosoda, mientras estrechaba a Tain entre
sus ocho patas.
-No os eché, os dije que os fuerais a dar una vuelta mientras
curaba a los dragones. Pero luego ya no volvisteis más. Os
olvidasteis de mí. -El niño legendario se cruzó de brazos,
simulando estar enfadado.
-Es que nos encontramos con el Hada Madre, y nos estuvo
dejando colorear nubes –alegó la araña, entusiasmada-. ¿Habéis
visto últimamente una de color naranja con puntos negros?
Julia negó con la cabeza.
-Pues qué pena –se quejó Momosoda-. A ésa le elegí yo el color,
¡igualito al de mi piel! Riselochi en cambio le dijo al Hada
Madre que quería que la suya fuese morada, pero yo creo que no
es tan bonita. ¿A vosotros qué color os gusta más: el naranja con
puntos negros o el morado?
-Hmmm… Teniendo en cuenta que es para una nube… -Tain
vaciló, rascándose la cabeza-. Yo quizás hubiese elegido el verde.
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-¿¡Verde!? –se asombró Momosoda.
-A mí me gusta de color morado, como la de Riselochi –añadió
Julia dulcemente.
-Está visto que para gustos, los colores; y para los colores, las
nubes… -se rió el alienígena.
-Eso es verdad –afirmó la araña-. Por cierto, tenemos noticias
para vosotros del Hada Madre: nos ha mandado esta mañana a
buscaros. Quiere enseñar a volar a Julia cuanto antes y cree que
Tain la está entreteniendo demasiado.
-¿Que yo la entretengo demasiado? –El niño legendario se cruzó
de brazos, molesto-. Hay que ver qué impaciente es esa mujer,
siempre metiendo prisa… No puede uno ni darse un baño en la
laguna que nunca moja.
-Son órdenes de lo alto, Tain, así que deja de protestar –alegó
Riselochi-. Bueno, ¿vamos o qué?
-Está bien, está bien… ¡Julia, súbete a mi espalda!
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La niña obedeció, y pronto se encontraron volando sobre el cielo
de la isla de Merz. La laguna enseguida se volvió pequeñita, para
ir desapareciendo luego, oculta entre un sinfín de altas montañas
y tupidos bosques. Momosoda volaba a su lado, con Riselochi
viajando encima de su espalda.
-¿Tú también sabes volar? –preguntó asombrada Julia.
-¡Pues claro! Y también Riselochi. Eso fue lo que nos estuvo
enseñando el Hada Madre ayer por la tarde.
La niña se ilusionó enseguida. Si sus personajes de sueños
habían aprendido en una sola tarde, no debía de ser tan difícil
aprender a volar.
Continuaron viajando en silencio por los cielos de la isla de
Merz, hasta que llegaron a un gran palacio que se erigía en la
cima de una montaña. Estaba tan alto que incluso se vieron
obligados a remontar un poco el vuelo, para poder aterrizar a su
altura. Sus numerosas torres afiladas parecían pinchar a las
coloridas nubes que lo sobrevolaban.
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Tain y Momosoda se posaron encima del gran patio central,
situado justo en mitad de la fortificación y atrapado entre las
afiladas torres del palacio. No tuvieron que esperar mucho
tiempo hasta que una hermosa mujer se presentó ante ellos,
rodeada de decenas de pequeñas flores blancas que levitaban a su
alrededor.
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En su mano derecha portaba una varita mágica, y Julia dedujo,
por su porte y su elegancia, que debía tratarse de la famosa
dueña y fundadora de la isla de Merz. Nada más y nada menos
que…
El Hada Madre.
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11. Sin alas, Julia aprende a volar
-¡Julia! ¡Por fin nos vemos las caras! –El Hada Madre sonrió en
un gesto acogedor, abrazándola con dulzura-. Encantada de
conocerte, hija mía.
-Igualmente, señora -contestó Julia-. Es un honor para mí.
Mientras le daba un beso en la mejilla, las flores que la rodeaban
se apartaron hacia atrás, para no molestarla. Luego, la mujer se
dirigió hacia Tain, ofreciéndole un semblante más serio:
-Has tardado en traérmela, pequeño tunante. Te dije que, en
cuanto despuntase el alba, la quería en palacio.
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-Lo siento, Hada Madre –se disculpó el niño legendario-. Es que
Julia estaba cansada y tardó en despertarse, y luego quise
enseñarle la laguna que nunca moja.
El Hada Madre exhaló un suspiro. No parecía estar muy
enfadada, sino más bien impaciente.
-Me parece muy bien que le enseñes las maravillas de la isla de
Merz. Pero entiende que me has hecho esperar demasiado, y ya
comenzaba a estar intranquila.
-Lo sé, lo siento. No volverá a ocurrir –dijo Tain, agachando la
cabeza.
-Está bien, acepto tus disculpas. Ahora no perdamos más tiempo,
y subamos al Balcón de las Águilas. Tengo que enseñarle a Julia
a volar.
El Hada Madre, rodeada de sus pequeñas flores blancas, se
introdujo por uno de los grandes portones que comunicaban el
patio central con las torres afiladas. Los niños, Momosoda y
Riselochi, la siguieron inmediatamente.
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Recorrieron asombrados los lujosos corredores, llenos de grandes
espejos, gigantescas lámparas de cristal y mesas y sillas talladas
en oro. Avanzaron por una alfombra roja que atravesaba los
pulcros pasillos, y que luego ascendía por una interminable
escalera de caracol. Tardaron un buen rato en terminar de
subirla, y cuando lo hicieron, estaban exhaustos.
El Hada Madre abrió la gran puerta de madera que se alzaba al
final de la escalera, y con una amable sonrisa, los invitó a
cruzarla.
-Pasad, pasad por aquí, por favor. Bienvenidos a mi balcón
favorito de todo el palacio: el Balcón de las Águilas.
Cuando Julia se asomó, pudo comprobar el motivo por el que
aquel balcón era el favorito del Hada Madre, y por el cual le
habían puesto ese nombre.
Desde allí se podía contemplar toda la isla de Merz a vista de
águila. Era el balcón más alto de la torre más alta de aquel
palacio, que a su vez estaba situado en la cima de la montaña
más alta de la isla. Julia supuso que el Hada Madre debía de
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haberlo construido así para poder vigilar toda su isla desde su
propia casa.
Los lagos, los valles, los bosques y las montañas de Merz
parecían formar parte de una maqueta, como si la isla hubiese
sido construida en el tamaño de un belén de Navidad.
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-Ahora tienes que tirarte desde aquí para aprender a volar, Julia
–anunció el niño legendario.
-Pero, ¿qué dices? –protestó la niña-. ¿Tú ves lo alto que está
esto? ¡Voy a matarme, Tain!
El Hada Madre se rió, divertida. Luego, acariciando la mejilla de
Julia, la tranquilizó:
-No te vas a lanzar hasta que no ensayemos un poco. Y para eso,
antes he de enseñarte la técnica del vuelo. Momosoda, Riselochi,
Tain… dejadnos solas, por favor. Ahora necesitamos mucha
tranquilidad y concentración.
-Está bien… -se resignó la araña-. Y yo que quería ver sus
primeros vuelos…
-Si no puede ser, no puede ser, Momosoda –comentó Tain.
-Estaremos jugando en el patio. Avísenos si nos necesita, Hada
Madre –añadió el alienígena.
-De acuerdo, muchas gracias Riselochi –intervino el Hada
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Madre-. Ahora, Julia, siéntate en el suelo con las piernas
cruzadas –continuó, mientras los demás desaparecían por la
puerta.
Julia se sentó, y cerró los ojos. Sintió cómo la brisa mecía
suavemente sus cabellos, levantándolos un poquito, y empezó a
notar un agradable frescor que le invadía la nuca.
-Siente al viento envolver tu cuerpo, y despliega tus brazos como
si fueran alas. –La niña siguió sus consejos, sin abrir los ojos-.
Concéntrate en ellos. En realidad, ellos serán tus alas. Tus brazos
te elevarán al cielo si los agitas suavemente. Muévelos ahora con
cuidado, notando cómo el viento se va desplazando debajo de
ellos.
Julia obedeció, moviendo sus brazos arriba y abajo, empujando al
viento debajo de su cuerpo.
-No pares, continúa sin parar -la animó el Hada Madre.
La niña siguió agitándolos constantemente, notando cada vez
más que el viento que la rodeaba se convertía en una masa de
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aire que ella podía desplazar con sus brazos, como si fuera agua.
Comenzó a sentirse ligera, muy ligera, como una pluma
empujada hacia arriba por el viento.
-Ahora abre los ojos –dijo su maestra, con una voz que a Julia le
sonó lejana-. Pero no te asustes.
Al despegar sus párpados, la niña no vio ningún balcón. Sólo
cielo.
Se encontraba flotando en mitad de las nubes.
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12. Alguien está en peligro
-¡No pares de agitar los brazos! –le aconsejó el Hada Madre,
desde el balcón-. Si quieres bajar tienes que ir dejando de
moverlos muy poquito a poco, para no caerte de repente.
Julia obedeció, y fue descendiendo con suavidad hasta el lugar
donde había estado sentada.
-¡Es genial! –exclamó en cuanto se posó en el suelo-. ¡Es como si
fuera un pájaro! ¡Estaba completamente sola en el medio del
cielo, sin nada ni nadie debajo de mí!
-Me alegro mucho de que te haya gustado –respondió el Hada
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Madre mientras le daba un abrazo-. Ahora, si quieres
desplazarte, sólo debes ir apartando el aire con los brazos en la
dirección a la que desees ir.
-¿Y puedo atravesar la isla de Merz volando? –cuestionó Julia,
con los ojos brillantes.
-¡Claro que sí! Si quieres puedes incluso volar hasta el
continente, que no está demasiado lejos de aquí. Pero antes
tienes que llamar a Tain para que te acompañe, y luego he de
rociaros a los dos con polvos de la invisibilidad. Ningún humano
puede veros volando; recuerda que sólo los que entren en la isla
de Merz pueden presenciar la existencia de la magia.
-¡De acuerdo! Eso sería genial, así podría incluso ver mi ciudad
desde el cielo –sonrió la niña. A continuación se asomó al
balcón por el lado que daba al patio central, y divisó al niño
legendario. Éste estaba corriendo atropelladamente detrás de
Momosoda, que escapaba de él moviendo a toda velocidad sus
ocho patas. Riselochi se mantenía alejado en una esquina, como
esperando que no lo viera. El niño debía de estar jugando con el
alienígena y con la araña al pilla-pilla.
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-¡Tain! –gritó Julia- ¿Subes a acompañarme? ¡Voy a volar hasta
el continente!
Éste paró de correr, alzó la cabeza y se puso las manos a modo
de megáfono:
-¿Qué dices? ¡No te oigo bien!
-¡Que si subes a acompañarme a volar! –chilló la niña,
exprimiendo al límite su garganta.
-¡Ah! –Tain bajó un momento la cabeza, meditando su
respuesta, y luego la
volvió a alzar-. ¡Está bien! ¡Espérame que subo!
El niño legendario desplegó los brazos y se elevó del suelo. Voló
con elegancia hacia el balcón, y luego se posó suavemente al
lado de Julia.
-¿Ya has aprendido a volar? –preguntó. Su amiga afirmó con la
cabeza-. Caramba, qué rápida.
-¡Pues claro! ¿Qué te pensabas? –respondió Julia, riéndose.
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-¡Niños! –interrumpió el Hada Madre-. Ahora tengo que
rociaros con los polvos de la invisibilidad. Poneos uno al lado
del otro, y agarraos de la mano.
Los niños obedecieron, alineándose enfrente del Hada Madre. La
mágica mujer alzó entonces la varita que guardaba en el bolsillo
de su vestido, y con un movimiento circular encima de sus
cabezas, hizo surgir una lluvia de polvo plateado. Los niños
comenzaron a desaparecer a medida que los polvos brillantes
iban entrando en contacto con su piel, y en unos segundos,
terminaron por volverse completamente invisibles.
-Bien, ya podéis soltar vuestras manos. Ahora podéis veros el
uno al otro, pero nadie más podrá hacerlo. Ni siquiera yo sé
dónde estáis –explicó el Hada Madre-. Echaos a volar, y
disfrutad de la experiencia –dijo, mientras daba una palmada.
-De acuerdo –respondió Julia con entusiasmo-. ¡Muchas gracias,
Hada Madre! ¡Hasta pronto!
-¡Hasta luego! –secundó Tain.
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-Cuidaos mucho, queridos –finalizó el Hada Madre, saludando
al vacío con la mano.
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Julia y el niño legendario se subieron a la ornamentada
barandilla. Desde lo alto de aquel magnífico palacio, se
detuvieron un instante para contemplar anonadados la grandeza
de los valles y las montañas que se abrían ante ellos. Se sintieron
muy pequeños, apenas una parte más de aquel vasto todo,
salpicado por tonos azulados entre los que se reinaba un color
verde-inmensidad.
Su vista era de águila. Se sentían ligeras aves, y como tales,
saltaron sin miedo al vacío. Planearon primero sobre el viento,
desplegando luego los brazos para empezar a agitarlos con un
movimiento rítmico. Juntos atravesaron la isla de Merz por los
aires, sumergidos entre nubes de colores. De vez en cuando les
entraban ganas de cambiar de perspectiva, y entonces descendían
para volar a ras de suelo, sobre la hierba fresca.
Julia sonreía, deslumbrada por todo aquel universo de árboles y
colores que la hacía sentir tan especial.
Una vez hubieron sobrevolado toda la isla, se dirigieron hacia el
continente. No estaban cansados en absoluto. Sólo tenían que
sentir al viento en la piel y dejarse llevar.
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En un abrir y cerrar de ojos, atravesaron el océano y
franquearon las orillas del otro lado del mar. La niña pudo
percibir enseguida la evidente diferencia con respecto a la isla de
Merz. Era un universo menos colorido, pero también más
grandioso e inmenso. El verde lo dominaba todo sin excepción;
un verde tan intenso y puro que cortaba la respiración. Aquella
alfombra de árboles que se extendía majestuosamente ante sus
ojos le recordaba profundamente a la inmensidad del océano.
De pronto, mientras Julia sobrevolaba plácidamente aquel paisaje
que le subyugaba el alma, el pedazo de anillo que le había
regalado Mara salió volando de su bolsillo. Aquel enorme rubí se
alzó en el aire ante los atónitos ojos de ella y de su amigo,
emitiendo una intensa luz de color blanco. Entonces,
desplegándose como un abanico, proyectó ante ellos una especie
de holograma que les mostró una imagen aterradora:
Mara gritaba entre llamaradas de fuego. Parecía haberse quedado
atrapada en un incendio, y con el cuerpo cubierto de cenizas y
tosiendo convulsivamente, intentaba sin éxito salir de allí. Su
cara se deformaba y contraía en muecas de desesperación, y
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parecía quedarle cada vez menos aire en los pulmones. Las
llamas se tragaban vorazmente a los árboles y le cortaban el
paso, rodeándola por doquier.
Pedía auxilio a voz en grito, pero nadie parecía oírla.
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13. Incendio
-¡Tenemos que ir rápido a rescatar a Mara! ¡El fuego la va a
devorar! –gritó Julia horrorizada.
-Pero, ¿y cómo la vamos a encontrar? –cuestionó Tain.
-El bosque donde está Mara probablemente se encuentre en los
alrededores de su pueblo, que es donde va ella todos los fines de
semana. Yo volaré hacia allí, tú sígueme –resolvió la niña.
-Está bien, ¡vamos!
Los niños volaron lo más rápido que les permitieron sus
103
nerviosos brazos, y no tardaron en divisar a lo lejos una gran
humareda que teñía el cielo de gris, tapando con polvo y oscuras
cenizas la luz del mismísimo sol.
-¡Qué horror! Ese incendio debe de ser enorme –comentó
apenado Tain.
Al irse aproximando al lugar, el aire que los rodeaba comenzó a
calentarse de una manera alarmante, hasta casi arder. Cuando
llegaron al incendio, tenían tanto calor que la ropa se les pegaba
al cuerpo, y el sudor les resbalaba a chorros por la piel. Además,
el humo negro era tan denso que se les metía en los ojos,
escociéndoles y obstruyéndoles la visión.
-¡Esto es imposible! –exclamó el niño legendario, desesperado-.
¡No podemos saber dónde está! ¡El incendio es enorme y lo está
quemando todo!
-¡Pero tenemos que encontrarla! ¡No puedo dejarla sola! –suplicó
Julia, dejando escapar amargas lágrimas. Luego añadió, con voz
temblorosa:
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- No puedo dejarla morir así.
En ese momento, una luz blanca extraordinariamente fulgurante
surgió de un punto del bosque, no muy lejano a ellos. La niña,
sorprendida, comprobó cómo esa luz se dirigía directamente
hacia el pedazo de anillo que se había vuelto a guardar en el
bolsillo.
-¡Esa luz tiene que proceder de la parte del anillo que tiene
Mara! ¡Nos está diciendo dónde está! –gritó esperanzada.
Siguiendo el rastro de la cegadora luz blanca pudieron atravesar
todo el humo que los envolvía y que casi no los dejaba respirar.
Julia descendió valientemente entre las peligrosas llamaradas de
fuego, hasta el claro del bosque del cual provenía la luz. Salvar a
su amiga era lo único que le importaba en esos momentos, y ni
el calor abrasador del fuego, ni la asfixia que le estaba
provocando el humo negro, lograron disuadirla de su propósito.
Cuando se posó en el suelo, advirtió que Mara tenía los ojos
cerrados.
105
-¡Está inconsciente! –exclamó Julia-. ¡Tain, ayúdame a cargarla,
por favor!
El niño legendario colocó rápidamente a Mara sobre la espalda
de Julia, y de inmediato, para no seguir exponiéndose al peligro,
alzaron el vuelo de nuevo.
-Tenemos que llevarla a la isla de Merz –sugirió Tain-. Allí
podrá curarse con las hojas del Árbol de la Salud, o con la magia
del Hada Madre.
-De acuerdo –respondió Julia.
Los dos niños volvieron a cruzar el océano, hacia la isla de la
fantasía, con la amiga de Julia cargada sobre la espalda de ésta.
Al ser invisibles, parecía como si la silueta inconsciente de Mara
flotase sola a través del cielo.
-¡Hada Madre, tenemos una urgencia! –gritó Tain, en cuando
comenzaron a descender en el patio central del palacio.
El Hada Madre se hallaba allí abajo, tumbada encima de una
toalla, disfrutando de los cálidos rayos de sol que bañaban su
106
majestuosa vivienda. En cuanto escuchó el grito apremiante del
niño legendario, se irguió a toda velocidad y salió corriendo a
recibirles en el medio del patio, palpando el aire a ciegas por la
zona en la que habían recostado a Mara.
-¿Qué ha pasado, hijos míos?
-¡Mi amiga está inconsciente! ¡La hemos encontrado atrapada en
un incendio forestal! –anunció Julia con nerviosismo-. ¡Hay que
reanimarla rápido!
El Hada Madre agitó la varita mágica a su alrededor y enseguida
cubrió el patio de un hermoso y destellante polvo plateado que
volvió visibles a los niños. Cuando la mujer mágica vio de nuevo
a Julia, la abrazó, susurrándole al oído:
-Tranquila, querida, yo la curaré. Puedes estar segura.
La pequeña no pudo evitar que lloviera en sus ojos.
El Hada Madre le palmeó cariñosamente la espalda, y luego
comenzó a pronunciar un hechizo en el idioma mágico de Merz:
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-¡Sanem salute niáliba! ¡Ercuum laniro térribo! ¡Laque, laque
eneáfito!
Mara continuaba inconsciente, sin dar señal alguna de vida. Julia
comenzó a impacientarse, y ya estaba a punto de intervenir,
cuando los párpados de su amiga se subieron como dos
pequeñas persianas.
-¿Dónde estoy? –preguntó la niña, incorporándose.
Desconcertada, se llevó la mano a la frente, y al retirarla
comprobó que estaba manchada de ceniza.
-¡Mi árbol! –gritó de pronto-. ¿Dónde está mi árbol? ¿Qué ha
pasado con el incendio?
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-Te acabamos de salvar de las llamas –aclaró su amiga-. Estabas
atrapada en mitad del bosque. Por cierto, ¿qué hacías allí?
-¡Oh, Julia! ¿De verdad me has salvado? ¡Muchísimas gracias! –
exclamó Mara, abrazándola.
-Bueno, no he sido yo sola quien lo hizo. Tain me ayudó.
El niño legendario, que hasta ese momento se había limitado a
contemplar la escena como un mero espectador, dio un paso
adelante y le ofreció la mano a Mara, quien se la estrechó
desconcertada.
-Encantado de conocerte, amiga de Julia. Soy Tain, uno de los
tres niños
legendarios de la isla de Merz, también conocida como isla
mágica o de la fantasía. ¿Podrías explicarnos qué es lo que te
llevó a terminar acorralada por el fuego?
Mara permaneció unos instantes en silencio, tratando de digerir
la nueva información, antes de contestar:
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-Yo estaba regando mi árbol en el bosque –comenzó a narrar,
con voz trémula-. Cuando voy a mi pueblo con mis padres me
encanta pasear por allí, y suelo caminar entre los árboles. Como
ya me los conozco de memoria les tengo mucho cariño, y un día
se me ocurrió la idea de plantar uno. Así que, siempre que
volvía al pueblo, lo primero que hacía era regar al mío y visitar a
los demás para comprobar que estaban bien. Pero hoy yo no era
la única que visitaba el bosque. Había una familia preparando
una barbacoa, y me empecé a preocupar cuando escuché el ruido
del coche alejándose y vi que la hoguera seguía ardiendo.
Entonces me dirigí hacia allí, para intentar apagarla. Pero fue
inútil. El fuego ya se había propagado a los árboles. Todo
empezó a quemarse de repente, las llamas avanzaban a una
velocidad vertiginosa, y en pocos segundos me quedé rodeada
por el fuego. Intenté buscar una salida, pero todo estaba
ardiendo. Fue horrible. Empecé a toser, el humo no me dejaba
respirar… y ya no me acuerdo de nada más. Supongo que me
desmayé -. Mara tragó saliva con gesto grave, y después añadió:
-Tuve mucha suerte de que me hayáis encontrado.
110
Julia, Tain y el Hada Madre escuchaban atentamente la historia,
con semblante compungido. Al niño legendario le había
entristecido mucho, porque él también solía pasear por el bosque
y perderse entre los árboles. Le dolía mucho que se quemaran.
Sin darse cuenta, se había abrazado al brazo izquierdo del Hada
Madre, buscando su protección.
Julia, por su parte, recordaba lo extenso que había sido el
incendio. Medio bosque debía de haberse quemado. El árbol de
Mara debía de ser uno de los muchos esqueletos negros
arrasados por el fuego que ahora se quedarían abandonados en
mitad de un desierto negro, acompañados tan sólo por cenizas.
Y, en cuanto a los animales…
Algunos habrían podido huir. Los demás tendrían una muerte
horrible.
Mara debía de estar pensando en lo mismo que su amiga,
porque se puso a llorar desconsolada.
-Querida -susurró el Hada Madre-, no te apenes. Sé que es muy
triste… pero yo soy un hada. Y si por algo nos caracterizamos
111
las hadas, es porque podemos solucionar toda clase de problemas
con nuestra magia.
-¿De verdad? –preguntó la niña, enjugándose las lágrimas con la
mano.
-De verdad. Julia debe regresar al mundo humano, y, como los
demás niños que han entrado en la isla de Merz, lo hará en el
momento y lugar justos en los que deseó introducirse en el libro.
Pues bien, haré que regreses con ella. Llegaréis a su habitación y
será el día de ayer por la mañana. En ese momento, el incendio
aún no habrá tenido lugar, así que, al día siguiente, volverás a tu
pueblo con Julia. Y lo primero que haréis será decirle a esa
familia que no se pueden encender hogueras en el bosque.
Las lágrimas de Mara se deshicieron al instante, evaporadas por
el calor de su sonrisa.
112
14. Las guardianas de los bosques
-Este bosque es precioso –se admiró Julia, mientras se llevaba a
la nariz una margarita que había cogido segundos atrás.
-Sí, desde luego. Mi árbol es el rey absoluto de todos los árboles,
y está en el bosque más precioso de todos los bosques –aseguró
Mara con convicción, para dejar escapar luego una sincera
carcajada-. Bueno, creo que igual estoy exagerando un poco.
Su amiga sonrió.
-Por cierto, ¿cuál es tu árbol? ¿Éste de aquí? –dijo Julia,
113
señalando un estrecho tronco que crecía en un pequeño claro del
bosque, rodeado por algunos matorrales bajos.
-Sí, ése. Todavía es muy pequeño porque sólo hace dos meses
que lo plantamos mi padre y yo. De todas maneras, ahora ya ha
crecido un poquito. Es como si fuera mi hijo. Yo me encargo de
regarlo y de vigilar que crezca sano.
-Eso es genial, a mí también me encantaría tener un árbol–
respondió Julia -. Creo que voy a plantar uno, y le pondré de
nombre “Merz”, en honor a la isla.
Mara, quien albergaba en lo más hondo de su alma la esperanza
de poder conocer la isla tanto como lo había hecho su amiga,
dibujó una sonrisa en su cara y afirmó con franqueza:
-Ése sería un buen nombre, desde luego.
Julia la observó con unos ojos que leían almas, y aseguró con
dulce voz:
-Volveré a Merz, Mara. Y lo haré contigo.
114
En ese justo momento, algo brilló en los bolsillos de las dos
amigas. Respiraron profundamente, y cada una agarró con fuerza
su mitad del anillo. Era como si las dos aprisionaran entre los
dedos su amistad.
Transcurrieron unos instantes sagrados mientras disfrutaban de
aquella sensación, hasta que el rugido de un motor las
interrumpió.
-¡Se oye un coche por ahí! ¡Vienen los de la barbacoa! –se
sobresaltó Julia.
-¡Vamos!
Las dos niñas se acercaron corriendo hacia el lugar de donde
provenía el sonido. Esperaron sigilosas hasta que el motor del
coche dejó de sonar, momento en el que dedujeron que ya
debían de haber aparcado. Entonces salieron de detrás de los
arbustos, y se encontraron con una pequeña familia que se
disponía a comer en el bosque. El padre llevaba en la mano un
paquete de carbón, y parecía querer encender una hoguera
encima de unas cuantas piedras que había colocado en el suelo.
115
-Disculpe, señor –habló Julia-. ¿Ese carbón es para encender
fuego?
-¡Hola niña! –la saludó el hombre alegremente-. Pues sí, íbamos
a preparar una barbacoa, ¿por qué?
-Deberían saber que en el bosque no se puede encender fuego,
podría descontrolarse y plantar un incendio –continuó Mara-.
Pero cerca de aquí hay un merendero en el que se pueden hacer
barbacoas. Eso sí, controlando el fuego en todo momento y
apagándolo cuando se vayan a ir.
El semblante del hombre se agravó. Parecía molesto.
-Gracias por el consejo, pero soy una persona mayor y sé lo que
hago –contestó con sequedad. Dicho esto, continuó sacando
carbón del paquete y colocándolo en el medio del círculo de
piedras.
-Pero señor… -insistió Julia.
-Ya os he oído, gracias. Hasta luego niñas.
116
Las dos amigas se miraron, dolidas e impotentes, y se retiraron
entre los arbustos.
-¿Y ahora qué podemos hacer? ¡Si deja la hoguera encendida,
acabará extendiéndose y quemando todo el bosque! –exclamó
Julia con impaciencia.
Mara se rascaba la barbilla, pensativa. Las risas de los hijos de
aquel hombre resonaban huecas a sus espaldas, hasta que una
subida de cejas de la niña indicó que había dado con la solución.
-¡Ya sé! Cerca de aquí está la caseta de las herramientas del
señor Tomás, que casi siempre suele dejar abierta. Podemos
coger prestada una pala, y cuando la familia se vaya, echar tierra
sobre la hoguera para apagarla.
-¡Me parece perfecto! –contestó Julia con emoción-. ¡Vamos, no
perdamos tiempo!
Corrieron hasta la caseta impulsadas por las alas de la esperanza,
y no les costó demasiado colar uno de sus pequeños brazos por
la rendija de la puerta entreabierta, para coger las dos palas que
117
estaban más a mano.
Volvieron también con prisa al lugar donde aquella familia
comía despreocupadamente, agachándose tras los matorrales y
esperando el momento oportuno para salir.
Transcurrió algo más de una hora de monotonía, con niños
jugando y padres hablando entre ellos, mientras una hoguera
ardía inagotable. Las piernas empezaban a dormírseles de estar
tanto tiempo sentadas en la misma posición, y el aburrimiento
hacía mella en su ánimo. Sin embargo, aquel sacrificio se les
olvidó al instante cuando oyeron el motor del coche arrancando
y alejándose en la distancia.
-¡Venga, Mara!
Llevadas por una emoción que sólo puede dar el amor a un
bosque, le arrancaron terrones de tierra al suelo con una rapidez
pasmosa. Al ir cayendo éstos encima de las llamas, la hoguera
fue muriendo en silencio, sin protestar.
-¡Victoria! –gritó Mara, dejando caer la pala en el suelo-.
118
¡Hemos evitado el incendio!
-Ahora somos unas auténticas “guardianas de los bosques” –
contestó Julia.
Las niñas sonrieron. El apodo de “guardianas de los bosques”
sonaba muy bien. En ese mismo momento, decidieron que
fundarían una asociación de protección del bosque, y ése sería su
nombre oficial.
119
Epílogo
El fin de semana pasó, y llegó el lunes. Con él, volvieron a su
vida de siempre. Regresaron al colegio, al tobogán del parque, a
las libretas llenas de deberes y a las series de dibujos. Pero la isla
de Merz nunca se fue de sus corazones. Iban a volver tarde o
temprano, de eso estaban seguras: tan sólo tendrían que leer
juntas el libro y desearlo con mucha fuerza.
Julia podría ayudar a Mara a volar, se bañaría con ella en la
laguna que nunca moja y le presentaría a sus dragones, a
Riselochi y a Momosoda. Escucharían la música de la armónica
de Tain, verían bailar a los pájaros y presenciarían en la playa
120
un concurso de llamaradas. Se comería con ella las hojas del
Árbol del Alimento y, ¿quién sabe? a lo mejor les tocaba una con
sabor a chocolate.
Casi todas las tardes hablaban de sus planes mágicos a la salida
del colegio, mientras se iban comiendo el bocadillo de la
merienda. A menudo solían cruzarse con niños de otros colegios
que también volvían a su casa, o que se iban a jugar un rato al
parque. A la mayoría no los conocían.
Pero, un día, hubo uno que sí reconocieron.
Caminaba en compañía de otros dos niños, y parecía que se lo
estaba pasando bien. Llevaba una mochila llena de libros a la
espalda, y una carpeta de Spiderman en los brazos.
Julia tuvo que pestañear dos veces antes de asimilar quién era. A
continuación, echó a correr hacia él.
-¡Tain! –gritó como una histérica-. ¡Has decidido volver al
mundo humano!
El niño legendario oyó su llamada y volvió la cabeza hacia ella.
121
Los ojos se le abrieron de par en par, perplejos, y la carpeta de
Spiderman resonó con un golpe seco al caerse encima de la
acera. Luego, sus labios se curvaron en una enorme sonrisa…
… y ahora, querido lector, te toca a ti seguir la historia.
122
123
Índice
Prólogo. Volando hacia los sueños (por José Antonio Santos).................... 5
1 Una escuela y tres dragones …………………………………………..........… 8
2 El tesoro de Mara ………………………….......……..…………….….……... 15
3 Amigos cortados con tijeras…………………..………………………...……. 23
4 Viaje a la isla de Merz ……………………………………………….....…… 31
5 Volando entre nubes de algodón ……………………………...…….....….. 39
6 Fuego de dragón ……………………………………………………..….....….. 46
7 La fundación de la isla de Merz ………………………………..…............ 53
8 No es fácil ser un niño legendario …………………………….............… 61
9 La laguna que nunca moja ………………………………………...….……. 70
124
10 El palacio de torres afiladas ………………………………………....…….. 79
11 Sin alas, Julia aprende a volar.........…………………………..…….……… 87
12 Alguien está en peligro …......…………………………………….……...... 94
13 Incendio..……………………………………………………………...……..… 102
14 Las guardianas de los bosques..………………………………………...... 112
Epílogo............................................................................................................119
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  • 3. 2
  • 4. 3 Julia, la niña que aprendió a volar M. Santos
  • 5. 4 © 2012, Marta Santos García © Ilustraciones: Marta Santos García © Maquetación y diseño de cubierta: Marta Santos García © Edición: Marta Santos García Marta_ou@hotmail.com ISBN: 978-84-616-5311-9 Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra sin autorización de la titular del copyright, excepto citas en las que se mencione su procedencia.
  • 6. 5 Prólogo. Volando hacia los sueños por José Antonio Santos Uno de los mayores regalos que se le pueden hacer a un escritor es pedirle que prologue un libro, es una muestra infinita de aprecio y amistad. Pero también supone un riesgo, ya que hay que estar a la altura del texto que tras sus pobres palabras va emanando todo el caudal de imaginación y sueños que el autor entrega a los lectores. Y lo cierto es que nunca se sabe de qué hablar. Hablar de la novela y arriesgarse a destriparla. Hablar de la autora aun a riesgo de no saber transmitir toda la magia que deposita en sus palabras.
  • 7. 6 Lo cierto es que resulta tremendamente difícil y por ello el primer paso antes de escribir el prólogo consiste en bucear dentro del texto buscando ese camino que permita fluir las palabras para poder explicarse y motivar al lector. Y comencé a leer las peripecias de Julia y navegué por el río de tinta lleno de poesía y de belleza que nos adentra dentro de la amistad verdadera, que nos invita a sumergirnos en la fantasía buscando acariciar los sueños, y que lo hace con la fluidez de quien vive lo que cuenta. Y que contándolo nos transporta a ese Balcón de las Águilas donde podremos acompañar a Julia en su vuelo. Es un libro de fantasía, poblado de sueños, dragones y poesía, pero es una obra que no esconde la crudeza de la realidad en la que algunos niños viven. Su aterciopelada escritura le ayuda a mostrar con rigor la marginación que a veces padecen aquellos que sólo desean vivir sus sueños en paz. Por todo eso y mucho más te invito, amigo lector, a que acompañes a Julia en camino de aprendizaje. Te aseguro que tocaras el cielo en un vuelo que jamás podrás olvidar.
  • 8. 7 Para mi hermana Montse, por soñar.
  • 9. 8 1. Una escuela y tres dragones -¡Venga hija, guarda ese libro y coge la mochila, que nos vamos! –exclamó mamá apurada, flotando entre un mar de prisas, llaves y un bolso. Julia le echó un último vistazo a su libro preferido: Tain, el niño que aprendió a volar. Luego se protegió colocándose su abrigo verde con dragones bordados en los bolsillos. Julia era una niña muy amable, y muy bajita. Vivía en un edificio gris, con muchas escaleras hechas de piedrecitas de colores y un ascensor que tenía un espejo. El
  • 10. 9 espejo era especial, porque una de sus esquinas parecía tener una tela de araña. Mamá siempre le había dicho que no la tocara, porque eso significaba que el espejo estaba roto y se podía cortar el dedo. Julia no la tocaba, pero solía mirarse en ella, porque su cara se veía partida en pedacitos. Era como si, en vez de una sola Julia, hubiera muchos trozos de Julia. Todos se movían a la vez, y en ocasiones formaban la cara de un alienígena monstruoso que se parecía un poco a ella. Pero, a pesar de su monstruosa monstruosidad, era bastante simpático. Siempre que ella sonreía, el alienígena le devolvía el gesto. -¡Venga Julia, deja de mirarte en el espejo y vámonos al coche! Mamá era buena, pero a ella nunca le hacía gracia mirarse en la tela de araña. La mayoría de las veces, ni siquiera parecía darse cuenta de que estaba allí. Julia se sentó en el asiento trasero del coche, y se pasó el corto viaje hasta la escuela contando a través de la ventanilla el
  • 11. 10 número de niños que también iban a sus colegios. Algunos eran altos y fuertes. Otros eran más bajitos, como ella. Todos llevaban una mochila en la espalda, y una de ellas tenía dibujados unos dragones semejantes a los de su abrigo. Estaban un poco más sucios, pero eran más grandes y feroces, y contaban con una boca que infundía más miedo. Julia no albergaba dudas de que, si se llegasen a pelear los dragones de sus bolsillos con los de la mochila de ese niño, los suyos saldrían perdiendo. Ojalá que nunca luchasen… ella los quería mucho. Pero, además de dragones en los bolsillos, Julia también tenía una escuela. No es que a Julia le gustase demasiado su escuela, pero era la suya, así que la aceptaba. Tampoco había estado en más escuelas, así que no sabía si era mejor o peor que las demás. Estaba en un edificio de ladrillo enorme y tenía un patio gigantesco lleno de rayas de colores, que eran los campos de fútbol y de baloncesto, donde salían a jugar la mayoría de los niños en el recreo. Ella sólo los utilizaba en la hora de educación física, porque el deporte no se le daba muy bien. Cuando llegaron al colegio, mamá la acompañó hasta la valla, le
  • 12. 11 dio un beso en la mejilla y se marchó corriendo hacia el coche, como todas las mañanas. Y como todas las mañanas, el beso le supo a prisa. Julia se sumergió en el río de niños, hasta que una mano la agarró por el hombro. -¡Hola Julia! -la saludó Mara, una niña muy alegre que era su mejor amiga-. ¿Has visto ayer Philips y Fen? -¡Hola! Sí, lo he visto, fue muy divertido. Me gustó sobre todo cuando Fen se puso a cantar con la lechuga que hablaba, ¡la canción era genial! -¡Sí, a mí también me gustó mucho! Además, la lechuga era muy graciosa cuando se ponía a bailar con Fen. ¿Has visto cómo se le saltaban las hojas? -¡Sí, ja, ja! –Julia y Mara no dejaron de reírse de la lechuga que bailaba con Fen y de sus hojas desprendidas hasta que se sentaron en sus pupitres. Elena, la profesora de Matemáticas, entró sonriente en el aula con su libro de maestra, y mandó a los niños hacer todos los ejercicios de la página 56. Algunos protestaron, pero ella los animaba diciendo que, al primero en
  • 13. 12 terminarlos, le daría un punto más en el examen. Aunque también tendría que tenerlos bien hechos, claro. Julia, aunque no fue la primera, enseguida terminó su tarea. Así que, mientras los demás iban acabando, comenzó a hacer dibujos en la última hoja de su libreta. Primero hizo a una niña bajita paseando con un dragón por un campo lleno de flores. A pesar de que el dragón era tan bajito como ella, lanzaba mucho fuego por la boca, así que nadie se atrevía a molestarlo. Luego también dibujó un alienígena que tenía la cara hecha a trocitos, y una araña que lo acompañaba. A Julia le gustó mucho cómo le había quedado la araña, así que debajo le puso un nombre: Momosoda. Luego pensó que no era justo que fuese ella la única en contar con un nombre, así que también se lo fue poniendo a los demás. Al alienígena lo llamó Riselochi, y al dragón, Repuceto. Para la niña no se le ocurría ningún nombre lo suficientemente mágico y extraordinario, así que simplemente escribió “Julia”. -¡Eh, champiñón! ¿Ya has acabado los ejercicios? –gritó Gus, el compañero que se sentaba a su izquierda. Ella no le respondió.
  • 14. 13 -¡Moco, te estoy hablando! –insistió, arrojándole un trocito de goma. Julia continuó garabateando en su cuaderno, simulando que estaba ocupada, aunque en realidad no dibujaba nada en concreto. Quería que Gus la dejase en paz, pero era demasiado tímida para contestarle. Ella solía esperar a que se cansara de decirle tonterías, y la mayor parte de las veces, esta estrategia le daba un buen resultado. -¡Tírale más gomas, que es tonta y no se da cuenta! –sugirió Ana González, quien se sentaba detrás de Julia. A Gus podía ignorársele. A Gus y a Ana González juntos, no. Los pequeños ojos marrones de Julia comenzaron a derramar lágrimas diminutas, que fluían por sus mejillas brillando como si fueran estrellas fugaces. En cuanto se dio cuenta, inclinó suavemente su cabeza hacia delante, dejando que su pelo formase una cortina castaña que les impidiese a sus compañeros verla llorar.
  • 15. 14 Cayeron más gomas hasta que llegó la hora del recreo, y más mofas e insultos. Pero Julia no dijo nada.
  • 16. 15 2. El tesoro de Mara Como todos los días, Julia esperó a Mara en la puerta de clase para bajar al patio. -Hoy no va a ser un recreo como otro cualquiera, Julia. ¡Tengo que enseñarte un tesoro! –exclamó emocionada su amiga, señalando enérgicamente el bolsillo derecho de su pantalón vaquero. -¿Qué tesoro? –preguntó Julia, hirviendo de curiosidad. -Ya lo verás. Espera a que lleguemos a un lugar seguro… - susurró Mara. A continuación, dirigió una mirada suspicaz a su
  • 17. 16 alrededor; una mirada que dejó a Julia flotando en una nube invisible de intriga y confusión. -De acuerdo. Bajemos pronto, entonces –cedió ésta, dominando su impaciencia. Descendieron por las escaleras lo más rápido que les permitieron sus piernas, y a continuación atravesaron la puerta que las separaba de los campos de baloncesto. Luego, Mara la agarró suavemente del brazo y la condujo hacia el final del pórtico de columnas. Simulando un paseo, lograron introducirse en el espacio hueco entre el edificio y la valla. -Aquí no nos verán –sonrió Mara al fin. -¿Dónde está el tesoro? –inquirió Julia. Sin extinguir su dulce sonrisa, su amiga extrajo del bolsillo un pequeño saquito de color morado, cerrado con un estrecho lazo violeta. Le hizo un gesto con la mano a Julia para que se sentase en el suelo, y cuando se hubieron sentado una enfrente de la otra, depositó dulcemente el saquito en medio de las dos. Los
  • 18. 17 enormes ojos de Mara estaban tan encendidos que recordaban a las chispeantes llamas de una hoguera. -Por favor, Julia, ábrelo tú. Ésta accedió sin demora, y comenzó a deshacer meticulosamente el lacito que cerraba el pequeño saco. -¡Más rápido, más rápido! –rogó Mara, impaciente. Cuando Julia por fin retiró el lazo y extrajo con sus finos dedos lo que contenía el saquito, sus ojos comenzaron a brillar todavía más que los de su amiga. -¡Oh, Dios mío, es precioso!
  • 19. 18 En ese momento, un anillo tan dorado como los sueños de las princesas refulgió majestuosamente ante ellas. Su forma circular sostenía un gigantesco rubí en forma de corazón, que desprendía una multitud de destellos rojizos cuando los rayos del sol incidían sobre él. Bordeando el rubí, surgían numerosos y diminutos diamantes que delineaban la forma del corazón. A su vez, los diamantes y el rubí se engastaban con elegancia en unas delicadas ramas talladas en oro, de las cuales surgían pequeñas hojas doradas que se fundían con el aro. -¿De quién es este anillo tan increíble? –quiso saber Julia. -¡Eso es lo más emocionante! –exclamó su amiga, desbordando ilusión-. ¡Perteneció al rey Alfonso XIII! La boca de Julia estaba completamente abierta, formando una “o” perfecta. -¿El rey Alfonso XIII? - Sí, el mismo. El último rey que hubo en España antes de la Segunda República y de la guerra civil que se desató después.
  • 20. 19 -Pero, ¿cómo lo has conseguido? -Ayer por la tarde vino mi abuela a casa. Traía con ella este saquito, y me dijo que era para mí. Sin embargo, me explicó con melancolía que debía revelarme algo antes de entregármelo. Se sentó muy misteriosa en el sofá, al tiempo que comenzaba a narrarme toda la historia del anillo. Una vez que hubo terminado de contármela entera, me lo regaló con una sonrisa que olía a amor–explicó Mara con orgullo. -¿Y cuál es esa historia? ¿Podrías contármela a mí? –pidió Julia, intrigada. -Verás… - Mara se aclaró la garganta, y, con voz solemne, comenzó a hablar-. Su abuelo, es decir, mi tatarabuelo, estuvo sirviendo como mayordomo en el palacio real durante cinco años. Se llevaba muy bien con el rey don Alfonso, y llegaron a hacerse grandes amigos. Un día, mi tatarabuelo le comentó al rey que se había enamorado perdidamente de una mujer y que deseaba pedirla en matrimonio. La mujer en cuestión era muy bondadosa e inteligente, pero pertenecía a una familia muy rica
  • 21. 20 que no le permitía casarse con gente de clase más baja que ellos. Así que, al ser él un simple mayordomo, su amor era imposible. Entonces, el rey don Alfonso le entregó a mi tatarabuelo uno de sus anillos más preciados y valiosos. Un anillo que guardaba celosamente en la caja fuerte de su dormitorio real. “Pídela en matrimonio y entrégale este anillo. En cuanto lo vea su familia, te harán su yerno sin dudar” le dijo el rey a mi tatarabuelo. Los pequeños ojos de Julia parpadeaban como dos brillantes luciérnagas. -¿Y qué pasó al final? ¿Se casó con la mujer? -preguntó. Mara asintió, esbozando una sonrisa tan dulce que olía a algodón de azúcar. -Esa mujer era mi tatarabuela. Guardó el anillo en un cajón secreto del cual sólo ella poseía la llave. Todas las noches, antes de irse a dormir, se lo ponía en el dedo y se lo enseñaba a mi tatarabuelo, para recordarle que aún lo quería como el día en el que éste se lo regaló.
  • 22. 21 Entre las dos amigas se hizo un silencio sagrado que entró tan despacito como se fue, para no molestar. -Es una hermosa historia –susurró Julia, embelesada. -Sí, lo es –corroboró Mara-. Tiempo después, el anillo se convirtió en nuestro tesoro familiar. Mi tatarabuela se lo entregó a mi abuela antes de morir, y mi abuela me lo entregó a mí. Ahora te lo he enseñado a ti, porque quiero que simbolice nuestro pacto. -¿Nuestro pacto? –se extrañó Julia. -Sí, nuestro pacto de amistad. El rey Alfonso XIII se lo entregó a mi tatarabuelo en honor a la amistad tan grande que había entre ellos dos, y yo quiero convertirlo en un símbolo de la nuestra. -Pero… ¿puedes hacer eso? Quiero decir, ¿a tu abuela no le va a molestar? Y otra cosa… ¿cómo lo vamos a compartir? -Ella me dijo que lo guardase bien, y que sólo lo compartiese con alguien que fuera lo suficientemente importante para mí. Además, mira esto.
  • 23. 22 Mara volvió a encender, sin necesidad de interruptor, su resplandeciente sonrisa. El anillo, que refulgía majestuoso entre sus dedos, se abrió como una bisagra en cuanto ella desenganchó un pequeño cierre situado detrás del rubí. -Si las dos personas que comparten el anillo viviesen separadas, podrían seccionarlo en dos partes y guardarse una cada una. Los ojos de Julia se abrieron como platos. -¿Estás diciendo que la mitad del anillo es para mí? -El anillo será de las dos, y cada una guardará una parte. Sólo si cuidamos nuestra amistad podremos volver a juntarlo en el momento adecuado, y hacer que vuelva a brillar de nuevo por siempre jamás. Los finos bracitos de Julia se cerraron en torno al cuerpo de Mara, y la calidez que se transmitieron en ese instante fue mágica. Si alguien las hubiese visto, diría que las que realmente desprendían luz eran ellas, y no el anillo.
  • 24. 23 3. Amigos cortados con tijeras Al volver del recreo, el bolsillo derecho de los vaqueros de Julia ya no estaba tan vacío como antes. Ahora contenía la mitad del anillo de un rey. Y también contenía, nada más y nada menos, el sincero y cálido cariño de una amiga de verdad. Al llegar al aula, Mara se alejó de Julia para sentarse en su pupitre, al otro extremo de la clase. Todavía faltaban muchos alumnos por subir del patio, pero el aire ya comenzaba a llenarse de conversaciones, risas y estudiantes. Ricardo y Luis se intercambiaban algunos cromos del Barça, mientras Lorena, David Sierra y Clara charlaban animadamente en una esquina.
  • 25. 24 Lorena gesticulaba demasiado; probablemente estaría contándoles a sus compañeros alguno de los muchos viajes en los que había acompañado a su padre, que era camionero. Julia quiso sentarse en su propio pupitre y sacar también sus propios bártulos. Pero para ella no fue tan fácil. Encima de su mesa, diseminados, se encontraban una infinidad de pequeños trozos de tela verde. Al principio le costó reconocerlos, y pensó que alguien le habría llenado el pupitre de basura para fastidiarla. Miró hacia Ana González, y vio cómo ella también la miraba, sujetando una sonrisa cruel en la boca y unas tijeras en las manos. Había sido ella. Julia volvió a posar los ojos en su pupitre, y de paso reparó en su abrigo, colocado encima de su silla. Aunque sería más exacto decir que, en lo que realmente reparó, fue en los bolsillos de su abrigo. En ellos se abría un agujero negro, muy negro, tan negro como
  • 26. 25 la pena que comenzaba a crecer en el corazón de Julia. Los dragones verdes no estaban allí. Los trozos de los dragones verdes estaban en su pupitre. Ana González los había recortado y destrozado. -¡Mira Gus, mira qué tonta es Julia! ¡Mírala cómo llora por sus dragoncitos! – su compañera, con las tijeras asesinas aún en las manos, se reía escandalosamente. Gus, que acababa de sentarse en su pupitre, también se reía. El único que lloraba era el corazón de Julia, pensando en que nunca jamás podría volver a acariciar a los dragones, a inventarse historias con ellos, a sentirse protegida por sus fauces abrasadoras. Para los demás sólo eran un pedazo de tela, pero para ella significaban mucho más. Eran la llave que abría su fantasía. Una llave que Ana González había partido en pedacitos diminutos, pedacitos incluso más enanos que las lágrimas que brotaban de los ojos azul celeste de la pequeña Julia.
  • 27. 26 Si existiese alguien que afirmase con rotundidad que los ángeles no lloran, se le debería haber enseñado el rostro de Julia en esos momentos. La melancolía de sus ojos rotos y tristes no era una melancolía cualquiera: la suya helaba la sangre en las venas y cortaba el alma a pedazos. Sólo alguien que tuviese el alma cubierta por piedra y cemento podría haberla ignorado. Ése era el caso de Gus y Ana González, y de sus risas afiladas. Ese día Julia llegó a casa en silencio, y no volvió a encender la luz de su alma. Como el pequeño ser extraordinario que era, exhaló su pena en forma de suspiros tristes, que sólo los que tienen el corazón muy blandito son capaces de oír. Rosa, la señora que la cuidaba, advirtió enseguida la ausencia de los dragones en los bolsillos y adivinó la causa de su pena. Como no quería abrirle más la herida del alma que todavía le estaba sangrando, trató de sanársela a base de caricias, cuentos y bocadillos de chocolate. Pero sobre la falta de los dragones no le quiso preguntar nada.
  • 28. 27 Julia escuchó los cuentos, comió los bocadillos y absorbió las caricias, y es necesario decir que por la noche ya se encontraba mucho mejor. Además, cuando se iba a poner el pijama, encontró la mitad del anillo de Alfonso XIII todavía dentro del bolsillo de su pantalón. El pedazo de joya seguía brillando con una intensidad casi cegadora. Sin embargo, ahora su brillo cantaba una nana que trataba de adormecer su dolor, envolviéndolo con papel de amistad para que no hiciera daño, y tirándolo luego a la basura. Ella se quedó dormida enseguida, sintiéndose más confortada y arropada por su manta de colores y por la calidez del anillo. Pero, desgraciadamente, al entrar en el mundo de los sueños, la herida se le volvería a abrir. Cuando se hubo dormido, Julia se sumergió en un bosque colorido y luminoso en el que todo estaba hecho de papel: los árboles, las plantas, los animales, los arroyos, las piedras… Primero apareció ante sus ojos la araña Momosoda, tejiendo enormes telas entre las ramas de los árboles más altos y vigorosos, y sonriendo mientras se dedicaba en cuerpo y alma a
  • 29. 28 la faena. Al darse cuenta de la presencia de Julia, la saludó animadamente con una de sus finas y hábiles patitas. La niña contestó con una tímida sonrisa, mientras su corazón saltaba desbocado de alegría. Luego, emergiendo de entre los troncos de papel y las flores de colores, se presentó ante ella Riselochi, el alienígena de mil caras. También estaba hecho de trocitos de papel, pero él ya no sonreía. Caminaba despacito, como ocultando algo. El corazón de Julia fue dejando de saltar según él se acercaba, y para cuando llegó a su lado, latía tan despacito que ella pensó que se habría atascado. Y es que el dragón Repuceto iba detrás de Riselochi, resguardado bajo su sombra. Y estaba roto. Sus antaño llameantes fauces apenas dejaban salir ahora pequeños resoplidos de humo apagado, y sus fieras e implacables garras estaban pegadas a su abdomen por varios trozos de celo, al igual que sus patas. A Julia le dio mucha pena verlo así. En ese momento su alma no quiso otra cosa que abrazarlo, así que,
  • 30. 29 dispuesta a sanarlo con todo el amor que pudiera, corrió con energía a su lado. Lo que ella no sabía era que, al tocarlo con sus dedos, todo el cuerpo de Repuceto se desplomaría en el suelo. El corazón de Julia se encogió, y su dulce rostro comenzó a temblar. “¿Cómo puedo arreglarte, dragón?” preguntó asustada la
  • 31. 30 niña, pero no hubo respuesta. El alienígena Riselochi y la araña Momosoda también habían desaparecido, dejándola sola y perdida. Aquel bosque de papel comenzó a hacerse cada vez más grande y menos colorido, y no pasó mucho tiempo hasta que las sombras lo cubrieron con sus negras alas. El día siguiente era sábado, y Julia no tenía colegio. Al despertarse, la luz tenue y grisácea que emanaban ese día las nubes evitó colarse por entre las rendijas de su persiana. La lluvia caía casi silenciosamente sobre los tejados de la ciudad, como queriendo hacer juego con las lágrimas de nuestra amiga. En ese momento, le parecía que ese fin de semana iba a ser el más gris que hubiera vivido nunca en su corta vida. ¡Qué equivocada estaba Julia!
  • 32. 31 4. Viaje a la isla de Merz Con la melancolía anidando en su cabeza, Julia se tomó la leche con cereales de todas las mañanas. Para ella, el color de esa leche fue gris, y gris fue también el color de los cereales. Gris era su ánimo, y parecía como si éste le hubiera colocado unas gafas especiales en los ojos para que esa mañana no pudiera ver nada de color en su vida. Terminó el desayuno muy temprano, y después de hacer su cama, se tumbó sobre la colcha granate. Pasaron minutos, y minutos, y minutos, y minutos, y minutos, y minutos, mientras pensaba en sus dragones rotos.
  • 33. 32 “Tic-tac, tic-tac, tic-tac” decía el reloj. “Dragones” lloraba su mente. “Dragones rotos”. Llegó un punto en el que el peso de la pena se le hizo tan grande que no la dejaba apenas respirar, y no tuvo otra opción para no ahogarse que buscar otra cosa a la que dedicar su atención. Así que Julia cogió un libro de la estantería. Nada más y nada menos que Tain, el niño que aprendió a volar. Sólo un libro tan interesante como ése podría ayudarla a superar la pérdida de sus amigos, los dragones verdes. Aquel libro narraba la maravillosa e increíble historia de Tain. Él era un niño normal. Como Julia. Como cualquier otro. Como tú, que estás leyendo este libro. Pero Tain vivía en la isla de Merz, o, como él la llamaba, la isla de la fantasía. El lugar donde el poder de la imaginación era tan grande, que todo lo que uno deseara podía suceder. Una de las características principales que diferenciaban a Merz del resto del planeta Tierra era que no había ningún adulto. No
  • 34. 33 es que no los aceptaran, muy al contrario: los niños y las hadas que poblaban la isla estarían muy orgullosos de tener personas mayores que los acompañaran en sus mágicas aventuras. Sin embargo, no había ningún adulto que cumpliese la regla fundamental: EN MERZ SÓLO PODRÁN ENTRAR AQUELLOS QUE CREAN EN LA FANTASÍA. Esa regla fue creada por el Hada Madre de Merz al inicio de los tiempos, y se encuentra escrita debajo de todos los letreros de bienvenida a la isla que hay en cada una de sus playas. Su propósito es proteger a las hadas y a los bosques mágicos. Y es que, si alguien que no creyese en las fábulas los llegase a ver, todos ellos se esfumarían como polvo blanco y se mezclarían con las nubes. Por eso la isla siempre se halla rodeada por una niebla eterna que hace las veces de muralla, escondida en un lugar tan recóndito que ni los más avezados científicos han logrado encontrarla. Tain era uno de los niños que vivían en la isla de Merz, y recordaba un poco a Peter Pan. Él tampoco quería crecer, y
  • 35. 34 además, al igual que Peter… ¡Tain era capaz de volar! ¡Cómo lo envidiaban los ojillos azules de Julia! A ella también le hubiera gustado poder sobrevolar las montañas de Merz, los bosques mágicos, las nubes de colores y los palacios de las hadas. Y no sólo eso: si ella viviera en la isla de la fantasía, también podría pedirle a un hada bondadosa que le ayudase a reconstruir y a curar a los dragones de sus bolsillos. Podría ser incluso que el hada fuera extraordinariamente compasiva, y le ayudase además a darles vida a la araña Momosoda, al alienígena Riselochi y al dragón Repuceto, quienes de momento estaban condenados a existir tan sólo en forma de dibujo de papel. A Julia le hubiera encantado poder disfrutar de la mágica magia de Merz, darse un chapuzón en la laguna que nunca moja y reparar y llenar de vida a sus amigos imaginarios. Pero ella no era una niña de cuento, así que nunca podría lograr semejante proeza. Desgraciadamente, ella era una niña real. Aunque… La verdad es que, si algo caracterizaba a Julia, era que poseía toda la fantasía necesaria para meterse dentro de un libro de cuentos. Incluso aunque éste fuese tan especial como Tain, el
  • 36. 35 niño que aprendió a volar. Al fin y al cabo, ¿qué podría perder por probar? Nada. En cambio, podría ganar mucho. Podría revivir a sus dragones, por ejemplo. Julia no lo pensó más, y se concentró con todas sus fuerzas en la isla de Merz. Se imaginó cómo su habitación se iba convirtiendo poco a poco en uno de los bosques de la isla, y cómo Tain salía a recibirla. Estuvo un buen rato pensando en todos y cada uno de los detalles que el libro daba sobre la isla de Merz, sobre sus habitantes, sobre el viento cálido que recorría la isla entera y acariciaba la piel de cada mágico habitante. Se lo imaginó todo tan bien, que ya le parecía estar dentro del libro. Y, de repente, el milagro ocurrió. Por la estantería de su habitación comenzaron a trepar enredaderas salvajes, que se enroscaban entre los libros y los peluches de Julia mientras nacían sus delicadas flores. Al mismo
  • 37. 36 tiempo, las puertas de su armario se abrieron de par en par, y de ellas surgió un golpe de viento que llenó la habitación de un reconfortante olor a hierba húmeda. Julia, asustada, se acurrucó contra la cabecera de su cama, escondiendo su pequeña cabeza entre sus piernas dobladas y abrazándolas con fuerza. Como es lógico, ver su habitación comenzar a transformarse a tanta velocidad le infundió mucho miedo al principio.
  • 38. 37 Al lado de su cama, el suelo comenzaba a empaparse de un agua cristalina, cuyo nivel subía y subía hasta irse convirtiendo en una laguna en calma. A continuación, ésta comenzó a rodearse de una espesa vegetación que crecía asombrosamente sobre el mobiliario. Cuando el agua y el bosque llegaron a cubrirlo todo, Julia levantó la cabeza y miró a su alrededor. Un precioso paisaje que desplegaba todos los tonos posibles de verde había sustituido a su habitación. Ella se encontraba a la orilla de una pequeña laguna, sentada entre hierba y arena, y por sus ojos se colaban los rayos de luz de un cielo a trozos rosa, a trozos naranja. El silencio se disolvía con el zumbido susurrante del viento, y también con el canto melódico de algunos pequeños pájaros azules y violetas que sobrevolaban con elegancia el cielo rosa anaranjado. En aquel momento, Julia supo que se encontraba en la isla de Merz. Sólo allí el cielo y las aves podrían ofrecer unos colores tan extraordinarios. Todo lo que divisaban sus ojos era maravilloso, pero decidió cerrarlos por un instante para poder apreciar mejor la canción
  • 39. 38 del viento y los trinos de los pájaros. Su alma bailó con aquellos sonidos durante unos instantes, hasta que una tercera melodía se unió a la mágica sinfonía que envolvía aquella laguna. Julia prestó más atención, y pudo clasificar aquel sonido como el producido por un instrumento de viento. Entonces, abrió los ojos para poder ver con claridad de dónde provenía aquel sonido. Y allí lo vio, sentado encima de una rama, tocando su legendaria armónica.
  • 40. 39 5. Volando entre nubes de algodón Él continuó absorto en su música, concentrado durante un buen rato en aquel universo abierto por la melodía de su propia armónica. Los pájaros, al oírlo, se acercaban hasta
  • 41. 40 el árbol donde estaba sentado y volaban dibujando círculos a su alrededor, como planetas orbitando alrededor de una deslumbrante estrella. A Julia no le extrañó que aquella música los hipnotizara, ya que en ella misma surtía un efecto similar. Pero no resultaba nada extraño. Al fin y al cabo, se trataba de la legendaria armónica de Tain. Aquel instrumento tenía poder para eso, y para mucho más. Al cabo de unos minutos, una extraña aunque melodiosa voz interrumpió el concierto improvisado. -¿Quién eres tú? –Al alzar la cabeza, Julia pudo comprobar que se trataba de la voz del propio Tain, quien había separado la armónica de sus labios y la miraba con desconfianza. -Yo soy Julia –contestó con timidez. El niño continuaba observándola con recelo, mientras se guardaba la armónica en el bolsillo y saltaba de la rama al suelo con una agilidad pasmosa. Los pájaros volaron en línea recta por
  • 42. 41 encima de la laguna, desapareciendo velozmente a través del cielo rosa anaranjado. -¿Eres un hada infantil… o una niña? –inquirió Tain, mientras acercaba su rostro al de Julia y la analizaba minuciosamente. -Yo… soy una niña –respondió ella, confusa. -¿¡Una niña!? –El habitante de la isla de Merz dio un salto hacia atrás, sorprendido, como si hubiera visto un fantasma-. ¡Eso es genial! ¡Hace meses que no viene ningún niño nuevo por aquí! –De pronto, el semblante de Tain parecía desbordar una ilusión tan enorme como inesperada-. Dime, niña Julia, ¿cómo has entrado en Merz? -Pues… -A Julia se le hacía un poco difícil explicar la extraordinaria transformación que había tenido lugar en su habitación, pero no le quedó más remedio que intentar hacer un esfuerzo -. Lo cierto es que estaba leyendo el libro de Tain, el niño que aprendió a volar, quiero decir, tu libro; y me entraron muchísimas ganas de adentrarme en la isla de Merz. Quería poder usar la magia, como tú, para arreglar a mis dragones
  • 43. 42 verdes, así que me puse a imaginar con todas mis fuerzas que… -¿Has dicho dragones verdes? –El niño de Merz enarcó una ceja- . ¿Dos dragones de tela sin nombre, y uno de papel que se llama Repuceto? Aquello la desconcertó. -Así es… ¿cómo lo sabes? -Han aparecido en la isla de Merz ayer por la noche. Fue muy raro, porque hacía ya varios años que ningún dragón se pasaba por aquí. Además, los dragones de tela estaban completamente destrozados; tuve que usar muchas hojas del Árbol de la Salud para poder curarles. A Repuceto sin embargo no le hicieron falta tantas como a los otros, sólo tuve que pegarle las garras y las patas. Ahora ya están todos bastante bien, así que si quieres podemos ir a verlos. Los ojos de Julia brillaron como alas de ángel a la luz de la luna. -¡Eso es fantástico! ¡Muchísimas gracias! –exclamó la niña-. ¡Vamos pues!
  • 44. 43 Él le devolvió la sonrisa, agachando su espalda delante de ella. -¡De acuerdo! ¡Sube! -¿En tu espalda? –preguntó Julia, desconcertada. -¡Claro, vamos a ir volando! Si no, no llegaremos nunca. La niña, asombrada e ilusionada, se subió de un salto encima de la espalda de Tain, y éste desplegó los brazos. Sobrevolaron la laguna a ras de agua, y luego, remontando el vuelo, se dirigieron hacia la puesta de sol. Enormes montañas coronadas por capas de nieve fueron quedando atrás, bajo sus pequeños cuerpos, rodeadas de una neblina misteriosa que no dejaba ver lo que había debajo. A Julia le dio lástima no poder conocer la isla de Merz en todo su esplendor desde las alturas. -¿Siempre hay esta niebla? –le preguntó a Tain. -No suele haberla. Sólo los días en que llegan nuevos habitantes a la isla. Y creo que esta vez han salido para recibirte a ti. Julia se rió, incrédula. Era difícil asimilar que aquellas nubes que
  • 45. 44 bullían como el vapor de una sopa caliente se hubiesen formado tan sólo para saludarla y darle la bienvenida a la isla de Merz. Sin embargo, allí estaban. Grandiosas pero suaves. Como un manto de algodón que protegía a las montañas y los acompañaba en su vuelo. Más tarde, al comenzar a descender, los dos tuvieron la oportunidad de sumergirse en aquella manta blanca y envolverse en su celestial e intenso frescor. -Ya estamos llegando –anunció Tain, a medida que bajaban a tierra. Un inmenso árbol comenzó a perfilarse ante sus ojos. Su tamaño era tan grande, que algunas de sus ramas más altas llegaban incluso a entremezclarse con la niebla que envolvía Merz. Parecía un roble, aunque su tronco era tan grueso como una casa. Sus hojas eran del tamaño de la cabeza de Julia, y su verde resultaba especialmente intenso. Cuando al fin se posaron sobre el suelo, la niña comprobó que no estaban solos. Al abrigo del árbol, acurrucados contra su enorme tronco, se encontraban tres siluetas verdes, descansando. Tenían garras, y patas, y fauces… -¡Mis dragones! –gritó, saltando de la espalda de Tain y
  • 46. 45 corriendo hacia ellos. Cuando se detuvo, a dos pasos de los dragones, ellos levantaron lentamente su cabeza y la observaron. -¿Tú eres Julia? –preguntó el mayor de ellos, el de fauces más alargadas. Ella se quedó paralizada. Aquellos dragones no eran de tela ni de papel; eran de verdad. Había dos iguales entre sí, como si fueran gemelos. De constitución parecían más bien regordetes, y su piel presentaba un verde más fuerte y vivo que el del tercero. Éste, el que había hablado, era de color verde pálido y más alto que los dos primeros. -Sí, yo soy Julia –respondió, dubitativa. -Entonces, tú eres nuestra dueña. – El dragón alto ensanchó todavía más sus alargadas fauces, formando una sonrisa llena de dientes.
  • 47. 46 6. Fuego de dragón Julia no sabía muy bien qué decir, pero tampoco hizo demasiada falta. El dragón más alto habló por ella: -¿Es que no te acuerdas de mí? Yo soy Repuceto. Tú me creaste al dibujarme, y tú me pusiste el nombre. Ella abrió los ojos de par en par, fascinada. ¡El mismo Repuceto en persona (bueno, en dragón) le estaba hablando! -Y nosotros somos los dragones de tu abrigo –replicó uno de los otros dos, inclinándose ligeramente hacia delante -. Aunque nunca nos has puesto un nombre.
  • 48. 47 -Es verdad. Perdonadme –se disculpó la niña, con la mandíbula temblando por la emoción de volver a ver a sus dragones sanos y salvos -. Si queréis, puedo poneros uno ahora mismo. Tain puso los brazos en jarra y silbó. -¡Ay, Julia, Julia! Así que no les tenías nombres a tus colegas, ¿eh? Tranquila mujer, yo te ayudaré. A éste – señaló el dragón más tímido de los gemelos, que no había intervenido todavía – lo puedes llamar Dito el Calladito, y a éste –prosiguió, señalando al hermano– lo puedes llamar Yabla el que Habla. Repuceto se rió, animado. Los otros dos dragones asintieron, mostrando su conformidad. -A mí me parece bien –intervino Yabla el que Habla-. ¿Y a ti? – preguntó, mirando a su hermano. -A mí también –sonrió Dito el Calladito-. La verdad es que no me gusta hablar mucho. -Pues bien, todo arreglado –anunció Tain, dando dos palmadas con las manos-. Ahora tenemos que preparar una hoguera para
  • 49. 48 pasar la noche. Parece que va a hacer frío hoy. En ese mismo instante, se levantó una ráfaga de viento helado que estremeció a Julia y le dio la razón a Tain. La niña se frotó los brazos y comentó: -Para hacer leña podríamos coger algunas ramas de este árbol, ¡es inmenso! -Eso no se puede hacer –suspiró Yabla. -¿Y por qué no? –preguntó Julia. Repuceto esbozó una sonrisa irónica. -No me digas que todavía no sabes qué árbol es este… -dijo. -Pues no. -Julia comenzaba a mosquearse con tanta intriga. -Es el Árbol de la Salud –intervino Tain, situándose enfrente del enorme tronco y mirando de frente al legendario árbol -. Sólo hay tres en toda la isla de Merz. Con sus hojas se puede curar cualquier herida o enfermedad, y está totalmente prohibido arrancarle una hoja o rama si no es con el fin de curar a alguien.
  • 50. 49 Algunas hojas de este árbol fueron las que usé para arreglar a los dragones y convertirlos en personajes de carne y hueso. -¿En serio? –inquirió la niña. - Sí, en serio. En esta isla hay dos tipos de árboles sagrados: los Árboles de la Salud y los Árboles del Alimento. Los Árboles de la Salud ya sabes para qué sirven. Los Árboles del Alimento crecen mucho más rápido que los Árboles de la Salud, y hay cincuenta en la isla de Merz. Esto es porque sus hojas son las que nos alimentan a todos sus habitantes. Aquí no necesitamos carne, ni pescado, ni frutas, ni verduras… Las hojas de los Árboles del Alimento contienen todos los nutrientes que necesitamos para sobrevivir. Luego ya verás uno de ellos… después de todo, creo que tendremos que cenar –terminó Tain, guiñándole el ojo. -Bien, pues ahora vayamos a conseguir piedras y ramas para la hoguera –terció Repuceto. Los dos niños y los tres dragones se pusieron a buscar afanosamente por los alrededores ramas que se hubieran caído al
  • 51. 50 suelo, evitando coger todas aquellas que se hubieran podido caer del Árbol de la Salud. Después de breves momentos, consiguieron reunir un montoncito lo suficientemente grande como para encender una hoguera. Dito formó un círculo de pequeñas piedras, dentro del cual Tain fue colocando las ramas. -Ahora, el toque mágico –dijo Yabla-. ¡El fuego!
  • 52. 51 Y, de un solo soplido de sus fauces, escupió una llamarada de fuego abrasador que encendió la hoguera. La lumbre calentó en pocos instantes el frío ambiente que los envolvía, e iluminó los ojos de Julia con destellos lilas y amarillos. -Este fuego tiene un color un poco raro, ¿no? –cuestionó la niña. -Todo en la isla de Merz tiene colores extraordinarios que no se han visto nunca en ninguna otra parte del mundo –respondió animado Tain-. Cualquier cosa puede ser del color que menos te lo esperas. Y ahora lo seguirás comprobando. ¡Dragones! – exclamó, mirando a los demás -. Quedaos vigilando el fuego mientras yo voy con Julia a por nuestra cena. -De acuerdo, Tain –confirmó Repuceto-. No tardéis mucho, si no queréis acabar churruscados con fuego de dragón. -¡De acuerdo, Repu! –Julia sonrió, mientras se sentaba encima de la espalda de Tain-. ¡Hasta luego, dragones! Tain y ella los saludaron con la mano, para luego alzar el vuelo hacia el cielo nocturno. En pocos segundos ya se encontraban
  • 53. 52 volando a una altura considerable, por encima de las montañas nevadas de la isla de Merz. Ahora sólo la luz de la luna iluminaba el horizonte, cubriendo el ensombrecido paisaje de una tenue capa de luz blanca. Julia se fijó en que la niebla de antes ya no estaba. Ahora ya debían de considerarla una más del lugar. ¿Habría la niebla salido también para los dragones? -Tain –susurró la niña-. ¿Sabes cómo llegaron mis dragones hasta aquí? El niño, que iba disfrutando en silencio del precioso paisaje que se dibujaba a sus pies, contestó: -Tú los has traído, sin darte cuenta.
  • 54. 53 7. La fundación de la isla de Merz Aquella respuesta la descolocó por completo. ¿Cómo iba ella a llevar a sus dragones hasta la isla de Merz? ¡Además, sin darse cuenta! Julia no lo entendía. Y su desconcierto fue palpado por la aguda intuición de su nuevo amigo. -Tus lágrimas por ellos fueron la energía que os conectó a los cuatro con la isla de Merz. Después de todo, esta isla está hecha para los niños que están tristes –continuó Tain. -Yo pensaba que Merz era la isla de la fantasía. -Y lo es –afirmó el niño, posándose suavemente en el suelo. Le
  • 55. 54 hizo una señal a Julia para que se levantase de su espalda, y luego se puso en pie-. Nuestro viaje ha terminado. Ahí tienes a uno de los cincuenta Árboles del Alimento. Ante ellos se alzó un árbol gigantesco, aunque su tamaño era algo menor que el Árbol de la Salud en el que acababan de estar, y sus hojas mucho más pequeñas. Su color no se distinguía muy bien a causa de la oscuridad que reinaba en aquel lugar, pero a Julia le pareció que sus hojas eran de color violeta. Tain comenzó a arrancar algunas de ellas y a guardarlas en el bolsillo. En total, cogió diez. -¿No crees que son muy pocas? –le preguntó Julia-. Si somos cinco, sólo nos tocarán dos hojas para cada uno. Él dejó salir una pequeña carcajada, mientras cerraba la cremallera de su bolsillo. -Estas hojas alimentan demasiado. Ya verás. -De acuerdo. Lleva las que veas, al fin y al cabo, tú eres el que vive aquí. Desde luego, este mundo es muy extraño –reflexionó
  • 56. 55 Julia en voz alta-. Por cierto, todavía no me has explicado por qué esta isla es para los niños tristes si es la isla de la fantasía, y cómo es que yo traje a mis dragones hasta aquí sin darme cuenta. Tain suspiró. -Creo que no me queda más remedio que contarte la historia de la isla de Merz desde sus inicios–dijo, mientras se sentaba encima de la suave y mullida hierba del suelo-. ¿Quieres oírla? -¡Claro que sí! –Julia sonrió, tomando asiento ella también. -Pues bien, préstame atención. – Y Tain comenzó a narrar el origen, el suceso de los sucesos, el acontecimiento más importante de todos… La creación de la isla de Merz. “Había una vez un hada solitaria que vagaba por el mundo de los hombres ocultándose día tras día de ellos, pues la mayoría no estaban preparados para ver a un ser mágico. Solía volverse invisible y observarlos en silencio, por lo que aprendió mucho de
  • 57. 56 sus costumbres. Con gran pena, comprobó que muchos de ellos estaban tristes. A menudo se hacían daño unos a otros, o perdían sus sueños, o simplemente se olvidaban de disfrutar de la vida y de ser felices. Lo que más pena le dio al hada fue comprobar que no sólo había adultos tristes, sino también niños. Los niños tristes perdían sus fantasías y sus ilusiones al poco tiempo de nacer, y el hada decidió que tenía que hacer algo por ellos, para que las volvieran a recuperar. Sobrevoló todo el mundo día y noche durante meses, buscando un lugar que pudiera acoger a todos esos niños. Un lugar donde se sintieran sanos y salvos y pudiesen recuperar su alegría, sin que entrase ningún adulto que se hubiera olvidado de su fantasía. Al cabo de dos años, encontró una isla en medio del Océano Atlántico que ningún ser humano había pisado jamás. Era una isla pequeñita, formada por cadenas de hermosas montañas y bañada por lagunas de límpidas aguas. El hada la bautizó como
  • 58. 57
  • 59. 58 “isla de Merz”, y la eligió como el lugar en el que fundaría su reino de la fantasía. Tiñó las montañas, el cielo y las aguas de colores extraordinarios, e irguió dos clases de árboles sagrados: los Árboles de la Salud y los Árboles del Alimento, para que en la isla de Merz ningún niño padeciese jamás hambre ni enfermedades. Además, rodeó la isla de un manto de protección hecho de fantasía, para que nadie que careciese de ella pudiese entrar. Por último, escribió muchos libros sobre la isla y los mandó al mundo humano. Esos libros serían la clave para que los niños tristes accediesen a la isla de Merz. Al leerlos, la sola fuerza de su fantasía los arrastraría a la isla. Bastaría con que formulasen en su mente el deseo de entrar en ella, y que fuesen capaces de imaginársela como algo real, con todo lujo de detalles. No pasó mucho tiempo hasta que los primeros niños comenzaron a llegar. Los bosques de la isla de Merz enseguida se inundaron de
  • 60. 59 pequeños humanos a los que les habían herido el alma y que deseaban curar su corazón con fantasía. El hada, que a partir de ese momento se hizo llamar Hada Madre, convirtió muchos de sus deseos en realidad. Incluso hubo algunos niños afortunados a los que enseñó a usar la magia y a volar. El Hada Madre tenía a su vez hijas, las Hadas Infantiles, que se encargaban de mantener la fantasía en la isla de Merz y de ayudar a los nuevos niños que iban llegando a la isla. Los niños iban y venían, según se les iba curando el corazón, pero hubo tres de ellos que decidieron permanecer en la isla para siempre. Se les llamó niños legendarios, pues con el paso del tiempo, llegaron a dominar la magia con tanta maestría que se comenzaron a escribir todo tipo de leyendas acerca de ellos. Con el tiempo, no sólo los niños y las hadas habitaron la isla de Merz, sino también los personajes de sueños. Éstos eran los amigos imaginarios de los niños, aquellos personajes que se inventaban y con los que hablaban, jugaban y soñaban. Los niños tristes a menudo solían olvidarlos por culpa de su tristeza. Pero el Hada Madre y sus hijas, las Hadas Infantiles, los
  • 61. 60 recuperaban cuando éstos llegaban a la isla de Merz, pues no tardaron en comprobar que ésta era la manera más eficaz de sanar el corazón de los niños. Los personajes de sueños llegan a la isla y nunca se marchan, de manera que los niños pueden volver a visitarlos cada vez que deseen regresar a la isla de Merz.”
  • 62. 61 8. No es fácil ser un niño legendario -Es decir, que mis dragones en realidad son personajes de sueños, y ha sido mi tristeza quien los ha traído conmigo a la isla de Merz –resumió Julia. -Exacto. Ellos están aquí para ayudarte a curar la herida de tu alma –asintió Tain, mientras se levantaba despacio del suelo y se sacudía el pantalón. -Y tú eres uno de los tres niños legendarios. Tain se quedó unos instantes en silencio, incómodo. No solía hablar mucho con otros niños, y, si lo hacía, la mayor parte de
  • 63. 62 las veces era con alguno de los otros dos niños legendarios. No le gustaba sentirse diferente. -Sí, lo soy –contestó al fin. -¿Los niños legendarios ya no pueden volver al mundo humano? –inquirió Julia, llena de curiosidad. -Claro que podemos. Nadie está obligado a quedarse en la isla de Merz. Es sólo que no queremos volver. -Ya… -dijo Julia, pensativa-. Es porque lleváis mucho tiempo aquí, ¿no? Y entonces en el mundo humano ya se habrán olvidado de vosotros… -No es eso –gruñó Tain con brusquedad-. Todo niño que vuelve al mundo humano lo hace en el preciso instante en que desapareció, así que nadie nota la diferencia. Si no vuelvo es porque no quiero. El niño volvió a hacer una larga pausa, midiendo sus palabras. Hacía mucho tiempo que no confiaba en nadie. Hacía mucho tiempo que se había centrado en curar el corazón de los otros
  • 64. 63 niños, y se había olvidado del suyo. Miró a Julia a los ojos, y se dio cuenta de que era la primera vez que hablaba con otro niño sobre sus propios sentimientos. De pronto, le dieron unas ganas enormes de contárselo todo. -Mi mejor amigo se fue de la ciudad donde vivíamos, y mis otros amigos empezaron a dejarme de lado. Mis padres no paraban de discutir todo el día, y mi hermana siempre estaba robándome las cosas y haciéndome la vida imposible. Por eso me quedé en la isla de Merz. Aquí puedo tocarles la armónica a los pájaros, aquí puedo volar, no tengo que ir al colegio. Aquí puedo estar solo cuando quiera. Puedo ser libre. -¿Y no los echas de menos? –preguntó suavemente la niña. -¿A quiénes? –se extrañó Tain. -A tus amigos, a tus padres, a tu hermana… -¡Claro que no! –exclamó el niño legendario-. ¿Has oído lo que te acabo de decir? ¡No se portaban bien conmigo! ¿Cómo los iba a echar de menos?
  • 65. 64 -Podrías hacer las paces con tu hermana, hablar con tus padres para que dejasen de discutir y buscarte otros amigos –comentó Julia con dulzura-. Creo que, en realidad, te sientes muy solo. Y en el fondo, aunque digas lo contrario, eso no te gusta. Esta vez, Tain no respondió. Una pequeña lágrima comenzó a recorrer en silencio su mejilla, dejando tras de sí un sendero plateado que brillaba con los rayos de luna. -Tener poderes no da la felicidad, sobre todo si no tienes con quién compartirlos –prosiguió ella.
  • 66. 65 El niño legendario se agachó delante de Julia, sin mirarla apenas: -Sube, por favor -dijo, muy serio-. Volvamos con los dragones. Han de estar preocupados. El viaje de regreso se hizo más largo, ya que en su transcurso no articularon ni una sola palabra. Las estrellas los acompañaron durante todo el vuelo, regando el cielo con la débil luz de sus parpadeos sin fin. Cuando se posaron junto al Árbol de la Salud, Dito dormía plácidamente encima de la hierba fresca, y Yabla jugaba a las palmas con Repuceto. -¡Hombre, ya eran horas! –exclamó Repuceto al verlos. -Empezábamos a pensar que os había pasado algo –añadió Yabla. Julia se bajó de la espalda del niño legendario con lentitud, ya que se le habían empezado a entumecer un poco los músculos. -Es que Tain me ha estado contando la historia de la isla de Merz –se disculpó la niña.
  • 67. 66 -¡Ah! ¿Así que era eso? –dijo Repuceto. -A nosotros nos la ha estado contando ayer -prosiguió Yabla-. Hay que reconocer que es una historia fascinante. -Sí, lo es –cortó Tain, tajante-. Bueno, ¿cenamos o no? Yabla y Repuceto asintieron, mientras Julia despertaba con cuidado a Dito. Tain fue repartiendo a cada uno las hojas que había ido recolectando en el Árbol del Alimento, y luego se sentaron en círculo a comer. Todos se abalanzaron hambrientos sobre sus hojas, excepto Julia. Para ella era algo muy raro comerse las hojas de un árbol, y antes de morder las suyas, se dedicó un rato a contemplar cómo engullían los demás. -¿No cenas? –le preguntó Yabla. -Sí, sí, voy ahora –contestó Julia-. Es que como nunca me he comido hojas de árbol… -¡Venga, mujer! –exclamó Repuceto, dándole una palmada en la espalda-. Si tienes suerte, puede que te haya tocado una hoja con sabor a chocolate.
  • 68. 67 -¿A chocolate? –se extrañó la niña. -Sí, a chocolate, o a vainilla, o a fresa… Cada hoja del Árbol del Alimento es de un sabor distinto. Hay muchos – aseguró Tain, mientras se zampaba el último bocado de las suyas-. A mí me acaba de tocar una de helado de limón y otra de tomates rellenos. -¿En serio? ¡Qué bien! –Julia dio unas cuantas palmadas, emocionada-. ¡Pues ahora voy a probar las mías, a ver a qué saben! Con gran ímpetu, le dio el primer mordisco a una de las dos hojas que tenía en la palma de su mano. Después de masticarlo durante unos segundos, lo escupió al suelo: -¡Buag! ¡Esta sabe a coliflor! ¡Es la comida que más odio! Tain, quien devoraba sus hojas recostado en el suelo, se echó a reír: -No te quejes tanto y cómela. ¡Las hojas de sabor a coliflor son de las más nutritivas que hay!
  • 69. 68 -Ya, eso lo dices para que me la coma –refunfuñó Julia, con cara de asco. -Lo que dice Tain es cierto –intervino Dito-. Además es mejor que una coliflor de verdad, porque como la hoja del Árbol del Alimento es pequeñita, terminas antes de comerla. La niña meditó unos instantes, observando detenidamente la hoja con sabor a coliflor que seguía en la palma de su mano. -Está bien, Dito. Me la comeré. Julia hizo de tripas corazón y se metió la hoja entera dentro de la boca. Comenzó a masticarla con rapidez mientras contenía la respiración, para no saborearla, y en un abrir y cerrar de ojos se la tragó. -¡Es cierto! –sonrió al terminarla-. ¡Se come enseguida! Vamos a ver a qué sabe esta otra… Cogió con delicadeza la segunda hoja y le dio un mordisquito
  • 70. 69 pequeño, saboreándola a conciencia para intentar identificar su sabor. En cuanto lo hizo, los ojos se le abrieron de par en par. -¡Esta sabe a chocolate!
  • 71. 70 9. La laguna que nunca moja Después de cenar, los dragones y los niños se tendieron en la hierba, al lado de la hoguera. Al principio, a Julia le daba algo de reparo dormir al raso, sin siquiera una manta que la tapase un poco. No obstante, en cuanto se recostó sobre la hierba, comprobó que ésta era mucho más blanda y cálida de lo que había imaginado. Ni siquiera había piedras o durezas en el suelo. -¿Siempre duermes al raso, Tain? –preguntó Julia, en voz bajita para no despertar a los dragones. El niño, tendido hacia arriba y contemplando las estrellas, respondió:
  • 72. 71 -¡Desde luego! Pero sólo al lado de los árboles sagrados. El suelo a su alrededor está hecho de tierragodón, así que es muy blando y cálido. -¿Tierragodón? -Sí, es una mezcla entre tierra y algodón que creó el Hada Madre para que cualquier niño pudiera dormir al aire libre. La colocó hace muchos años alrededor de cada árbol sagrado. -¡Ya decía yo que estaba demasiado cómoda aquí! Por cierto Tain, ¿qué vamos a hacer mañana? -Mañana por la mañana nos bañaremos en la laguna que nunca moja, y luego te presentaré al Hada Madre. Ella te enseñará a volar. A Julia se le iluminó su tierno rostro, proyectando a través de sus ojos un haz de fulgurante alegría que subía hasta las estrellas. -¡A volar! ¡Eso es increíble! –exclamó, alzando un poco la voz. Pero Tain no añadió nada más. En pocos segundos se había
  • 73. 72 quedado profundamente dormido. A la mañana siguiente, cuando Julia abrió los ojos, ni los dragones ni Tain se encontraban allí. La niña se levantó enseguida, deslumbrada por la penetrante luz del sol naciente. A su alrededor tan sólo se escuchaban los melodiosos cantos de los pájaros de colores que poblaban los árboles de la isla de Merz. -¡Qué raro! –pensó. Tras desperezarse, levantarse y sacudirse la tierra de los pantalones, comenzó a internarse en el bosque. Anduvo un buen rato en busca de sus amigos, hasta que escuchó una música peculiar. Su melodía se mezclaba elegantemente con los cantos de los pájaros, y a Julia comenzó a sonarle familiar. Miró hacia lo alto, hacia las ramas de los árboles, y vio a Tain tocando su armónica. -¡Buenos días, dormilona! –la saludó éste con alegría, observándola-. Pensé que no te ibas a levantar nunca. Antes de contestarle, ella se frotó la cara con las manos, para despejarse y poder verlo mejor.
  • 74. 73 -Es que yo he tardado bastante en dormirme. Tú ya te quedaste dormido mientras estábamos hablando. -¿En serio? Vaya, perdona –se disculpó Tain-. ¡Yo soy capaz de dormirme hasta montado en un Tiranosaurio! Ambos soltaron una sonora carcajada. Luego, Tain decidió saltar de la rama. Entonces comenzaron a caminar bajo la frondosa arboleda, que construía sobre sus cabezas un tejado de hojas verdes salpicado de huecos por los que se colaban cálidos rayos de sol. -¿Dónde están los dragones? –quiso saber Julia. -Se han ido a primera hora de la mañana. Iban a buscar una playa para hacer un concurso de llamaradas. Estaban muy ilusionados, y me dijeron que fuésemos yendo nosotros primero a la laguna que nunca moja. Aunque, tan entretenidos como van a estar, no creo que vengan. -¿Qué es eso del concurso de llamaradas? -Es una competición en la que tres dragones alzan sus fauces al
  • 75. 74 cielo, y, al dar la señal, lanzan cada uno la llamarada de fuego más potente que puedan. Gana el que consiga lanzar la llamarada más alta. Pero eso, claro está, no lo pueden hacer en el bosque, porque podrían plantar un incendio. Así que se buscan una playa. -¡Caramba! ¡Tiene que ser espectacular! Tain asintió. El bosque transcurría ante sus ojos según iban paseando como si fuera una ciudad de animales, lleno de vida. Las ardillas subían y bajaban de los árboles llevando sus avellanas, y de vez en cuando asomaba algún jabalí o zorro de entre los arbustos. Éstos se quedaban mirando a los niños durante un rato, con curiosidad, y luego volvían a meterse dentro de la vegetación. Después de haber caminado durante un buen rato, los árboles comenzaron a hacerse cada vez más escasos. Llegó un punto en el que los arbustos los sustituyeron casi por completo, y los niños tan sólo podían avanzar apartando la maleza.
  • 76. 75 Sin embargo, no pasó demasiado tiempo hasta que los arbustos también comenzaron a desaparecer, y un gran valle cubierto de hierba se dibujó ante sus ojos. En el centro de ese enorme herbazal se extendía una gigantesca laguna en calma. -Señora Julia, aquí la tiene. La laguna que nunca moja –anunció Tain, mientras trataba de abarcar el valle con la mirada. -Es enorme – observó la niña-. Parece un gran espejo, todo el cielo se refleja en su superficie. -Sí, es el espejo de las nubes. Pero lo más divertido es bañarse en ella. ¡Vamos, Julia! Casi sin darle tiempo a reaccionar, Tain descendió corriendo por la hierba hasta llegar a la orilla. A continuación, sin quitarse la ropa, se introdujo en el agua de un salto, haciendo que saltaran mil y una gotas hacia el cielo. -¿Qué haces, loco? ¡Espera por mí! –gritó Julia, mientras corría ella también. Una vez en la orilla de la laguna, la niña se detuvo unos
  • 77. 76 instantes a contemplar cómo el niño legendario saltaba y chapoteaba con alegría. Él se dio cuenta de que lo estaba observando y regresó a la orilla despacito, emergiendo poco a poco de las aguas. -¿No te atreves a meterte? ¡Eres una aburrida! Y acto seguido, dio una enorme patada en el agua que hizo llover un sinfín de gotas encima de la niña. -Pero, ¿qué haces? ¡Me vas a empapar! –exclamó ella, protegiéndose la cabeza con los brazos. -Estoy demostrándote lo insólita que es la laguna que nunca moja. Al principio Julia no lo entendió, pero luego se pasó las manos por el pelo y por los brazos, sintiendo su propia piel tan seca como antes. ¡Pero si Tain le había lanzado media laguna encima! -¡Es cierto! ¡El agua de esta laguna no moja en absoluto! –gritó, llena de asombro.
  • 78. 77 -Claro, ¡es la laguna que nunca moja! –exclamó Tain, riéndose-. Mira, mira. El niño legendario se sumergió de pronto en el agua, volviendo a emerger en un segundo. -¿Ves? Estoy completamente seco. -¡Es genial! –dijo Julia, mientras se iba metiendo en el agua. Notaba la temperatura fría de ésta mordiéndole la piel y penetrando a través de su ropa, como si en realidad se estuviera mojando. Pero, al levantar los brazos, éstos no salían húmedos en absoluto. -Puedes bucear con los ojos abiertos. Como el agua no los moja, no se van a irritar –explicó el niño legendario, antes de zambullirse por completo dentro de la laguna. -¡Vale! –La niña lo imitó al momento. Hundió su pequeña cabeza en aquel universo de agua, y comprobó que allí había más vida aún que en el bosque, si cabe.
  • 79. 78
  • 80. 79 10. El palacio de torres afiladas Decenas de bancos de peces de colores cruzaban la laguna en todas direcciones, agitando las algas que serpenteaban en la arena del fondo. Parecían un arco iris de criaturas vivientes que se deshacía y se volvía a formar a cada segundo. Entre todos ellos destacaba la silueta de Tain nadando con una elegancia exquisita, como si en vez de nadar estuviera volando. Parecía el ser más grande que poblaba en aquellos instantes la laguna, pero, fijándose un poco más, Julia descubrió a dos siluetas de su mismo tamaño.
  • 81. 80 En aquel momento se asustó mucho. Éstas nadaban a toda velocidad hacia ella. Al principio sólo eran dos grandes sombras, pero, según se fueron acercando, Julia pudo comprobar que se trataba de una araña y un ser con una cara muy rara, como dividida en mil pedazos. Cuando llegaron a su lado, la araña levantó la pata, saludándola. La niña, inquieta, salió a la superficie. Los dos personajes la imitaron. Y, allí, por fin, se dio cuenta de quiénes eran.
  • 82. 81 -¡Momosoda! ¡Riselochi! ¿Cómo habéis llegado vosotros hasta aquí? Momosoda hizo un gesto de ofensa con dos de sus patitas delanteras, señalándose a sí misma. -Por favor, Julia, me ofendes. ¿Nos habías olvidado ya? -Nosotros también somos personajes de sueños tuyos –prosiguió Riselochi -. Tú nos dibujaste, igual que a Repuceto, así que llegamos a este mundo con él. Lo que pasa es que nosotros no estábamos heridos, así que salimos a dar una vuelta turística por la isla, mientras Repu y los dos dragones de tus bolsillos eran curados por Tain. -¿Quién está hablando de mí por ahí? –interrumpió el niño legendario, emergiendo de entre las aguas de la laguna. Enseguida reconoció a los personajes de sueños de Julia, y se lanzó a darles un efusivo abrazo-. ¡Riselochi, alienígena traidor! ¡Momosoda, araña de mil patas! ¿Por dónde andabais? -¡Tú has sido el que nos ha echado por ahí, a la aventura! –
  • 83. 82 exclamó la araña Momosoda, mientras estrechaba a Tain entre sus ocho patas. -No os eché, os dije que os fuerais a dar una vuelta mientras curaba a los dragones. Pero luego ya no volvisteis más. Os olvidasteis de mí. -El niño legendario se cruzó de brazos, simulando estar enfadado. -Es que nos encontramos con el Hada Madre, y nos estuvo dejando colorear nubes –alegó la araña, entusiasmada-. ¿Habéis visto últimamente una de color naranja con puntos negros? Julia negó con la cabeza. -Pues qué pena –se quejó Momosoda-. A ésa le elegí yo el color, ¡igualito al de mi piel! Riselochi en cambio le dijo al Hada Madre que quería que la suya fuese morada, pero yo creo que no es tan bonita. ¿A vosotros qué color os gusta más: el naranja con puntos negros o el morado? -Hmmm… Teniendo en cuenta que es para una nube… -Tain vaciló, rascándose la cabeza-. Yo quizás hubiese elegido el verde.
  • 84. 83 -¿¡Verde!? –se asombró Momosoda. -A mí me gusta de color morado, como la de Riselochi –añadió Julia dulcemente. -Está visto que para gustos, los colores; y para los colores, las nubes… -se rió el alienígena. -Eso es verdad –afirmó la araña-. Por cierto, tenemos noticias para vosotros del Hada Madre: nos ha mandado esta mañana a buscaros. Quiere enseñar a volar a Julia cuanto antes y cree que Tain la está entreteniendo demasiado. -¿Que yo la entretengo demasiado? –El niño legendario se cruzó de brazos, molesto-. Hay que ver qué impaciente es esa mujer, siempre metiendo prisa… No puede uno ni darse un baño en la laguna que nunca moja. -Son órdenes de lo alto, Tain, así que deja de protestar –alegó Riselochi-. Bueno, ¿vamos o qué? -Está bien, está bien… ¡Julia, súbete a mi espalda!
  • 85. 84 La niña obedeció, y pronto se encontraron volando sobre el cielo de la isla de Merz. La laguna enseguida se volvió pequeñita, para ir desapareciendo luego, oculta entre un sinfín de altas montañas y tupidos bosques. Momosoda volaba a su lado, con Riselochi viajando encima de su espalda. -¿Tú también sabes volar? –preguntó asombrada Julia. -¡Pues claro! Y también Riselochi. Eso fue lo que nos estuvo enseñando el Hada Madre ayer por la tarde. La niña se ilusionó enseguida. Si sus personajes de sueños habían aprendido en una sola tarde, no debía de ser tan difícil aprender a volar. Continuaron viajando en silencio por los cielos de la isla de Merz, hasta que llegaron a un gran palacio que se erigía en la cima de una montaña. Estaba tan alto que incluso se vieron obligados a remontar un poco el vuelo, para poder aterrizar a su altura. Sus numerosas torres afiladas parecían pinchar a las coloridas nubes que lo sobrevolaban.
  • 86. 85 Tain y Momosoda se posaron encima del gran patio central, situado justo en mitad de la fortificación y atrapado entre las afiladas torres del palacio. No tuvieron que esperar mucho tiempo hasta que una hermosa mujer se presentó ante ellos, rodeada de decenas de pequeñas flores blancas que levitaban a su alrededor.
  • 87. 86 En su mano derecha portaba una varita mágica, y Julia dedujo, por su porte y su elegancia, que debía tratarse de la famosa dueña y fundadora de la isla de Merz. Nada más y nada menos que… El Hada Madre.
  • 88. 87 11. Sin alas, Julia aprende a volar -¡Julia! ¡Por fin nos vemos las caras! –El Hada Madre sonrió en un gesto acogedor, abrazándola con dulzura-. Encantada de conocerte, hija mía. -Igualmente, señora -contestó Julia-. Es un honor para mí. Mientras le daba un beso en la mejilla, las flores que la rodeaban se apartaron hacia atrás, para no molestarla. Luego, la mujer se dirigió hacia Tain, ofreciéndole un semblante más serio: -Has tardado en traérmela, pequeño tunante. Te dije que, en cuanto despuntase el alba, la quería en palacio.
  • 89. 88 -Lo siento, Hada Madre –se disculpó el niño legendario-. Es que Julia estaba cansada y tardó en despertarse, y luego quise enseñarle la laguna que nunca moja. El Hada Madre exhaló un suspiro. No parecía estar muy enfadada, sino más bien impaciente. -Me parece muy bien que le enseñes las maravillas de la isla de Merz. Pero entiende que me has hecho esperar demasiado, y ya comenzaba a estar intranquila. -Lo sé, lo siento. No volverá a ocurrir –dijo Tain, agachando la cabeza. -Está bien, acepto tus disculpas. Ahora no perdamos más tiempo, y subamos al Balcón de las Águilas. Tengo que enseñarle a Julia a volar. El Hada Madre, rodeada de sus pequeñas flores blancas, se introdujo por uno de los grandes portones que comunicaban el patio central con las torres afiladas. Los niños, Momosoda y Riselochi, la siguieron inmediatamente.
  • 90. 89 Recorrieron asombrados los lujosos corredores, llenos de grandes espejos, gigantescas lámparas de cristal y mesas y sillas talladas en oro. Avanzaron por una alfombra roja que atravesaba los pulcros pasillos, y que luego ascendía por una interminable escalera de caracol. Tardaron un buen rato en terminar de subirla, y cuando lo hicieron, estaban exhaustos. El Hada Madre abrió la gran puerta de madera que se alzaba al final de la escalera, y con una amable sonrisa, los invitó a cruzarla. -Pasad, pasad por aquí, por favor. Bienvenidos a mi balcón favorito de todo el palacio: el Balcón de las Águilas. Cuando Julia se asomó, pudo comprobar el motivo por el que aquel balcón era el favorito del Hada Madre, y por el cual le habían puesto ese nombre. Desde allí se podía contemplar toda la isla de Merz a vista de águila. Era el balcón más alto de la torre más alta de aquel palacio, que a su vez estaba situado en la cima de la montaña más alta de la isla. Julia supuso que el Hada Madre debía de
  • 91. 90 haberlo construido así para poder vigilar toda su isla desde su propia casa. Los lagos, los valles, los bosques y las montañas de Merz parecían formar parte de una maqueta, como si la isla hubiese sido construida en el tamaño de un belén de Navidad.
  • 92. 91 -Ahora tienes que tirarte desde aquí para aprender a volar, Julia –anunció el niño legendario. -Pero, ¿qué dices? –protestó la niña-. ¿Tú ves lo alto que está esto? ¡Voy a matarme, Tain! El Hada Madre se rió, divertida. Luego, acariciando la mejilla de Julia, la tranquilizó: -No te vas a lanzar hasta que no ensayemos un poco. Y para eso, antes he de enseñarte la técnica del vuelo. Momosoda, Riselochi, Tain… dejadnos solas, por favor. Ahora necesitamos mucha tranquilidad y concentración. -Está bien… -se resignó la araña-. Y yo que quería ver sus primeros vuelos… -Si no puede ser, no puede ser, Momosoda –comentó Tain. -Estaremos jugando en el patio. Avísenos si nos necesita, Hada Madre –añadió el alienígena. -De acuerdo, muchas gracias Riselochi –intervino el Hada
  • 93. 92 Madre-. Ahora, Julia, siéntate en el suelo con las piernas cruzadas –continuó, mientras los demás desaparecían por la puerta. Julia se sentó, y cerró los ojos. Sintió cómo la brisa mecía suavemente sus cabellos, levantándolos un poquito, y empezó a notar un agradable frescor que le invadía la nuca. -Siente al viento envolver tu cuerpo, y despliega tus brazos como si fueran alas. –La niña siguió sus consejos, sin abrir los ojos-. Concéntrate en ellos. En realidad, ellos serán tus alas. Tus brazos te elevarán al cielo si los agitas suavemente. Muévelos ahora con cuidado, notando cómo el viento se va desplazando debajo de ellos. Julia obedeció, moviendo sus brazos arriba y abajo, empujando al viento debajo de su cuerpo. -No pares, continúa sin parar -la animó el Hada Madre. La niña siguió agitándolos constantemente, notando cada vez más que el viento que la rodeaba se convertía en una masa de
  • 94. 93 aire que ella podía desplazar con sus brazos, como si fuera agua. Comenzó a sentirse ligera, muy ligera, como una pluma empujada hacia arriba por el viento. -Ahora abre los ojos –dijo su maestra, con una voz que a Julia le sonó lejana-. Pero no te asustes. Al despegar sus párpados, la niña no vio ningún balcón. Sólo cielo. Se encontraba flotando en mitad de las nubes.
  • 95. 94 12. Alguien está en peligro -¡No pares de agitar los brazos! –le aconsejó el Hada Madre, desde el balcón-. Si quieres bajar tienes que ir dejando de moverlos muy poquito a poco, para no caerte de repente. Julia obedeció, y fue descendiendo con suavidad hasta el lugar donde había estado sentada. -¡Es genial! –exclamó en cuanto se posó en el suelo-. ¡Es como si fuera un pájaro! ¡Estaba completamente sola en el medio del cielo, sin nada ni nadie debajo de mí! -Me alegro mucho de que te haya gustado –respondió el Hada
  • 96. 95 Madre mientras le daba un abrazo-. Ahora, si quieres desplazarte, sólo debes ir apartando el aire con los brazos en la dirección a la que desees ir. -¿Y puedo atravesar la isla de Merz volando? –cuestionó Julia, con los ojos brillantes. -¡Claro que sí! Si quieres puedes incluso volar hasta el continente, que no está demasiado lejos de aquí. Pero antes tienes que llamar a Tain para que te acompañe, y luego he de rociaros a los dos con polvos de la invisibilidad. Ningún humano puede veros volando; recuerda que sólo los que entren en la isla de Merz pueden presenciar la existencia de la magia. -¡De acuerdo! Eso sería genial, así podría incluso ver mi ciudad desde el cielo –sonrió la niña. A continuación se asomó al balcón por el lado que daba al patio central, y divisó al niño legendario. Éste estaba corriendo atropelladamente detrás de Momosoda, que escapaba de él moviendo a toda velocidad sus ocho patas. Riselochi se mantenía alejado en una esquina, como esperando que no lo viera. El niño debía de estar jugando con el alienígena y con la araña al pilla-pilla.
  • 97. 96 -¡Tain! –gritó Julia- ¿Subes a acompañarme? ¡Voy a volar hasta el continente! Éste paró de correr, alzó la cabeza y se puso las manos a modo de megáfono: -¿Qué dices? ¡No te oigo bien! -¡Que si subes a acompañarme a volar! –chilló la niña, exprimiendo al límite su garganta. -¡Ah! –Tain bajó un momento la cabeza, meditando su respuesta, y luego la volvió a alzar-. ¡Está bien! ¡Espérame que subo! El niño legendario desplegó los brazos y se elevó del suelo. Voló con elegancia hacia el balcón, y luego se posó suavemente al lado de Julia. -¿Ya has aprendido a volar? –preguntó. Su amiga afirmó con la cabeza-. Caramba, qué rápida. -¡Pues claro! ¿Qué te pensabas? –respondió Julia, riéndose.
  • 98. 97 -¡Niños! –interrumpió el Hada Madre-. Ahora tengo que rociaros con los polvos de la invisibilidad. Poneos uno al lado del otro, y agarraos de la mano. Los niños obedecieron, alineándose enfrente del Hada Madre. La mágica mujer alzó entonces la varita que guardaba en el bolsillo de su vestido, y con un movimiento circular encima de sus cabezas, hizo surgir una lluvia de polvo plateado. Los niños comenzaron a desaparecer a medida que los polvos brillantes iban entrando en contacto con su piel, y en unos segundos, terminaron por volverse completamente invisibles. -Bien, ya podéis soltar vuestras manos. Ahora podéis veros el uno al otro, pero nadie más podrá hacerlo. Ni siquiera yo sé dónde estáis –explicó el Hada Madre-. Echaos a volar, y disfrutad de la experiencia –dijo, mientras daba una palmada. -De acuerdo –respondió Julia con entusiasmo-. ¡Muchas gracias, Hada Madre! ¡Hasta pronto! -¡Hasta luego! –secundó Tain.
  • 99. 98 -Cuidaos mucho, queridos –finalizó el Hada Madre, saludando al vacío con la mano.
  • 100. 99 Julia y el niño legendario se subieron a la ornamentada barandilla. Desde lo alto de aquel magnífico palacio, se detuvieron un instante para contemplar anonadados la grandeza de los valles y las montañas que se abrían ante ellos. Se sintieron muy pequeños, apenas una parte más de aquel vasto todo, salpicado por tonos azulados entre los que se reinaba un color verde-inmensidad. Su vista era de águila. Se sentían ligeras aves, y como tales, saltaron sin miedo al vacío. Planearon primero sobre el viento, desplegando luego los brazos para empezar a agitarlos con un movimiento rítmico. Juntos atravesaron la isla de Merz por los aires, sumergidos entre nubes de colores. De vez en cuando les entraban ganas de cambiar de perspectiva, y entonces descendían para volar a ras de suelo, sobre la hierba fresca. Julia sonreía, deslumbrada por todo aquel universo de árboles y colores que la hacía sentir tan especial. Una vez hubieron sobrevolado toda la isla, se dirigieron hacia el continente. No estaban cansados en absoluto. Sólo tenían que sentir al viento en la piel y dejarse llevar.
  • 101. 100 En un abrir y cerrar de ojos, atravesaron el océano y franquearon las orillas del otro lado del mar. La niña pudo percibir enseguida la evidente diferencia con respecto a la isla de Merz. Era un universo menos colorido, pero también más grandioso e inmenso. El verde lo dominaba todo sin excepción; un verde tan intenso y puro que cortaba la respiración. Aquella alfombra de árboles que se extendía majestuosamente ante sus ojos le recordaba profundamente a la inmensidad del océano. De pronto, mientras Julia sobrevolaba plácidamente aquel paisaje que le subyugaba el alma, el pedazo de anillo que le había regalado Mara salió volando de su bolsillo. Aquel enorme rubí se alzó en el aire ante los atónitos ojos de ella y de su amigo, emitiendo una intensa luz de color blanco. Entonces, desplegándose como un abanico, proyectó ante ellos una especie de holograma que les mostró una imagen aterradora: Mara gritaba entre llamaradas de fuego. Parecía haberse quedado atrapada en un incendio, y con el cuerpo cubierto de cenizas y tosiendo convulsivamente, intentaba sin éxito salir de allí. Su cara se deformaba y contraía en muecas de desesperación, y
  • 102. 101 parecía quedarle cada vez menos aire en los pulmones. Las llamas se tragaban vorazmente a los árboles y le cortaban el paso, rodeándola por doquier. Pedía auxilio a voz en grito, pero nadie parecía oírla.
  • 103. 102 13. Incendio -¡Tenemos que ir rápido a rescatar a Mara! ¡El fuego la va a devorar! –gritó Julia horrorizada. -Pero, ¿y cómo la vamos a encontrar? –cuestionó Tain. -El bosque donde está Mara probablemente se encuentre en los alrededores de su pueblo, que es donde va ella todos los fines de semana. Yo volaré hacia allí, tú sígueme –resolvió la niña. -Está bien, ¡vamos! Los niños volaron lo más rápido que les permitieron sus
  • 104. 103 nerviosos brazos, y no tardaron en divisar a lo lejos una gran humareda que teñía el cielo de gris, tapando con polvo y oscuras cenizas la luz del mismísimo sol. -¡Qué horror! Ese incendio debe de ser enorme –comentó apenado Tain. Al irse aproximando al lugar, el aire que los rodeaba comenzó a calentarse de una manera alarmante, hasta casi arder. Cuando llegaron al incendio, tenían tanto calor que la ropa se les pegaba al cuerpo, y el sudor les resbalaba a chorros por la piel. Además, el humo negro era tan denso que se les metía en los ojos, escociéndoles y obstruyéndoles la visión. -¡Esto es imposible! –exclamó el niño legendario, desesperado-. ¡No podemos saber dónde está! ¡El incendio es enorme y lo está quemando todo! -¡Pero tenemos que encontrarla! ¡No puedo dejarla sola! –suplicó Julia, dejando escapar amargas lágrimas. Luego añadió, con voz temblorosa:
  • 105. 104 - No puedo dejarla morir así. En ese momento, una luz blanca extraordinariamente fulgurante surgió de un punto del bosque, no muy lejano a ellos. La niña, sorprendida, comprobó cómo esa luz se dirigía directamente hacia el pedazo de anillo que se había vuelto a guardar en el bolsillo. -¡Esa luz tiene que proceder de la parte del anillo que tiene Mara! ¡Nos está diciendo dónde está! –gritó esperanzada. Siguiendo el rastro de la cegadora luz blanca pudieron atravesar todo el humo que los envolvía y que casi no los dejaba respirar. Julia descendió valientemente entre las peligrosas llamaradas de fuego, hasta el claro del bosque del cual provenía la luz. Salvar a su amiga era lo único que le importaba en esos momentos, y ni el calor abrasador del fuego, ni la asfixia que le estaba provocando el humo negro, lograron disuadirla de su propósito. Cuando se posó en el suelo, advirtió que Mara tenía los ojos cerrados.
  • 106. 105 -¡Está inconsciente! –exclamó Julia-. ¡Tain, ayúdame a cargarla, por favor! El niño legendario colocó rápidamente a Mara sobre la espalda de Julia, y de inmediato, para no seguir exponiéndose al peligro, alzaron el vuelo de nuevo. -Tenemos que llevarla a la isla de Merz –sugirió Tain-. Allí podrá curarse con las hojas del Árbol de la Salud, o con la magia del Hada Madre. -De acuerdo –respondió Julia. Los dos niños volvieron a cruzar el océano, hacia la isla de la fantasía, con la amiga de Julia cargada sobre la espalda de ésta. Al ser invisibles, parecía como si la silueta inconsciente de Mara flotase sola a través del cielo. -¡Hada Madre, tenemos una urgencia! –gritó Tain, en cuando comenzaron a descender en el patio central del palacio. El Hada Madre se hallaba allí abajo, tumbada encima de una toalla, disfrutando de los cálidos rayos de sol que bañaban su
  • 107. 106 majestuosa vivienda. En cuanto escuchó el grito apremiante del niño legendario, se irguió a toda velocidad y salió corriendo a recibirles en el medio del patio, palpando el aire a ciegas por la zona en la que habían recostado a Mara. -¿Qué ha pasado, hijos míos? -¡Mi amiga está inconsciente! ¡La hemos encontrado atrapada en un incendio forestal! –anunció Julia con nerviosismo-. ¡Hay que reanimarla rápido! El Hada Madre agitó la varita mágica a su alrededor y enseguida cubrió el patio de un hermoso y destellante polvo plateado que volvió visibles a los niños. Cuando la mujer mágica vio de nuevo a Julia, la abrazó, susurrándole al oído: -Tranquila, querida, yo la curaré. Puedes estar segura. La pequeña no pudo evitar que lloviera en sus ojos. El Hada Madre le palmeó cariñosamente la espalda, y luego comenzó a pronunciar un hechizo en el idioma mágico de Merz:
  • 108. 107 -¡Sanem salute niáliba! ¡Ercuum laniro térribo! ¡Laque, laque eneáfito! Mara continuaba inconsciente, sin dar señal alguna de vida. Julia comenzó a impacientarse, y ya estaba a punto de intervenir, cuando los párpados de su amiga se subieron como dos pequeñas persianas. -¿Dónde estoy? –preguntó la niña, incorporándose. Desconcertada, se llevó la mano a la frente, y al retirarla comprobó que estaba manchada de ceniza. -¡Mi árbol! –gritó de pronto-. ¿Dónde está mi árbol? ¿Qué ha pasado con el incendio?
  • 109. 108 -Te acabamos de salvar de las llamas –aclaró su amiga-. Estabas atrapada en mitad del bosque. Por cierto, ¿qué hacías allí? -¡Oh, Julia! ¿De verdad me has salvado? ¡Muchísimas gracias! – exclamó Mara, abrazándola. -Bueno, no he sido yo sola quien lo hizo. Tain me ayudó. El niño legendario, que hasta ese momento se había limitado a contemplar la escena como un mero espectador, dio un paso adelante y le ofreció la mano a Mara, quien se la estrechó desconcertada. -Encantado de conocerte, amiga de Julia. Soy Tain, uno de los tres niños legendarios de la isla de Merz, también conocida como isla mágica o de la fantasía. ¿Podrías explicarnos qué es lo que te llevó a terminar acorralada por el fuego? Mara permaneció unos instantes en silencio, tratando de digerir la nueva información, antes de contestar:
  • 110. 109 -Yo estaba regando mi árbol en el bosque –comenzó a narrar, con voz trémula-. Cuando voy a mi pueblo con mis padres me encanta pasear por allí, y suelo caminar entre los árboles. Como ya me los conozco de memoria les tengo mucho cariño, y un día se me ocurrió la idea de plantar uno. Así que, siempre que volvía al pueblo, lo primero que hacía era regar al mío y visitar a los demás para comprobar que estaban bien. Pero hoy yo no era la única que visitaba el bosque. Había una familia preparando una barbacoa, y me empecé a preocupar cuando escuché el ruido del coche alejándose y vi que la hoguera seguía ardiendo. Entonces me dirigí hacia allí, para intentar apagarla. Pero fue inútil. El fuego ya se había propagado a los árboles. Todo empezó a quemarse de repente, las llamas avanzaban a una velocidad vertiginosa, y en pocos segundos me quedé rodeada por el fuego. Intenté buscar una salida, pero todo estaba ardiendo. Fue horrible. Empecé a toser, el humo no me dejaba respirar… y ya no me acuerdo de nada más. Supongo que me desmayé -. Mara tragó saliva con gesto grave, y después añadió: -Tuve mucha suerte de que me hayáis encontrado.
  • 111. 110 Julia, Tain y el Hada Madre escuchaban atentamente la historia, con semblante compungido. Al niño legendario le había entristecido mucho, porque él también solía pasear por el bosque y perderse entre los árboles. Le dolía mucho que se quemaran. Sin darse cuenta, se había abrazado al brazo izquierdo del Hada Madre, buscando su protección. Julia, por su parte, recordaba lo extenso que había sido el incendio. Medio bosque debía de haberse quemado. El árbol de Mara debía de ser uno de los muchos esqueletos negros arrasados por el fuego que ahora se quedarían abandonados en mitad de un desierto negro, acompañados tan sólo por cenizas. Y, en cuanto a los animales… Algunos habrían podido huir. Los demás tendrían una muerte horrible. Mara debía de estar pensando en lo mismo que su amiga, porque se puso a llorar desconsolada. -Querida -susurró el Hada Madre-, no te apenes. Sé que es muy triste… pero yo soy un hada. Y si por algo nos caracterizamos
  • 112. 111 las hadas, es porque podemos solucionar toda clase de problemas con nuestra magia. -¿De verdad? –preguntó la niña, enjugándose las lágrimas con la mano. -De verdad. Julia debe regresar al mundo humano, y, como los demás niños que han entrado en la isla de Merz, lo hará en el momento y lugar justos en los que deseó introducirse en el libro. Pues bien, haré que regreses con ella. Llegaréis a su habitación y será el día de ayer por la mañana. En ese momento, el incendio aún no habrá tenido lugar, así que, al día siguiente, volverás a tu pueblo con Julia. Y lo primero que haréis será decirle a esa familia que no se pueden encender hogueras en el bosque. Las lágrimas de Mara se deshicieron al instante, evaporadas por el calor de su sonrisa.
  • 113. 112 14. Las guardianas de los bosques -Este bosque es precioso –se admiró Julia, mientras se llevaba a la nariz una margarita que había cogido segundos atrás. -Sí, desde luego. Mi árbol es el rey absoluto de todos los árboles, y está en el bosque más precioso de todos los bosques –aseguró Mara con convicción, para dejar escapar luego una sincera carcajada-. Bueno, creo que igual estoy exagerando un poco. Su amiga sonrió. -Por cierto, ¿cuál es tu árbol? ¿Éste de aquí? –dijo Julia,
  • 114. 113 señalando un estrecho tronco que crecía en un pequeño claro del bosque, rodeado por algunos matorrales bajos. -Sí, ése. Todavía es muy pequeño porque sólo hace dos meses que lo plantamos mi padre y yo. De todas maneras, ahora ya ha crecido un poquito. Es como si fuera mi hijo. Yo me encargo de regarlo y de vigilar que crezca sano. -Eso es genial, a mí también me encantaría tener un árbol– respondió Julia -. Creo que voy a plantar uno, y le pondré de nombre “Merz”, en honor a la isla. Mara, quien albergaba en lo más hondo de su alma la esperanza de poder conocer la isla tanto como lo había hecho su amiga, dibujó una sonrisa en su cara y afirmó con franqueza: -Ése sería un buen nombre, desde luego. Julia la observó con unos ojos que leían almas, y aseguró con dulce voz: -Volveré a Merz, Mara. Y lo haré contigo.
  • 115. 114 En ese justo momento, algo brilló en los bolsillos de las dos amigas. Respiraron profundamente, y cada una agarró con fuerza su mitad del anillo. Era como si las dos aprisionaran entre los dedos su amistad. Transcurrieron unos instantes sagrados mientras disfrutaban de aquella sensación, hasta que el rugido de un motor las interrumpió. -¡Se oye un coche por ahí! ¡Vienen los de la barbacoa! –se sobresaltó Julia. -¡Vamos! Las dos niñas se acercaron corriendo hacia el lugar de donde provenía el sonido. Esperaron sigilosas hasta que el motor del coche dejó de sonar, momento en el que dedujeron que ya debían de haber aparcado. Entonces salieron de detrás de los arbustos, y se encontraron con una pequeña familia que se disponía a comer en el bosque. El padre llevaba en la mano un paquete de carbón, y parecía querer encender una hoguera encima de unas cuantas piedras que había colocado en el suelo.
  • 116. 115 -Disculpe, señor –habló Julia-. ¿Ese carbón es para encender fuego? -¡Hola niña! –la saludó el hombre alegremente-. Pues sí, íbamos a preparar una barbacoa, ¿por qué? -Deberían saber que en el bosque no se puede encender fuego, podría descontrolarse y plantar un incendio –continuó Mara-. Pero cerca de aquí hay un merendero en el que se pueden hacer barbacoas. Eso sí, controlando el fuego en todo momento y apagándolo cuando se vayan a ir. El semblante del hombre se agravó. Parecía molesto. -Gracias por el consejo, pero soy una persona mayor y sé lo que hago –contestó con sequedad. Dicho esto, continuó sacando carbón del paquete y colocándolo en el medio del círculo de piedras. -Pero señor… -insistió Julia. -Ya os he oído, gracias. Hasta luego niñas.
  • 117. 116 Las dos amigas se miraron, dolidas e impotentes, y se retiraron entre los arbustos. -¿Y ahora qué podemos hacer? ¡Si deja la hoguera encendida, acabará extendiéndose y quemando todo el bosque! –exclamó Julia con impaciencia. Mara se rascaba la barbilla, pensativa. Las risas de los hijos de aquel hombre resonaban huecas a sus espaldas, hasta que una subida de cejas de la niña indicó que había dado con la solución. -¡Ya sé! Cerca de aquí está la caseta de las herramientas del señor Tomás, que casi siempre suele dejar abierta. Podemos coger prestada una pala, y cuando la familia se vaya, echar tierra sobre la hoguera para apagarla. -¡Me parece perfecto! –contestó Julia con emoción-. ¡Vamos, no perdamos tiempo! Corrieron hasta la caseta impulsadas por las alas de la esperanza, y no les costó demasiado colar uno de sus pequeños brazos por la rendija de la puerta entreabierta, para coger las dos palas que
  • 118. 117 estaban más a mano. Volvieron también con prisa al lugar donde aquella familia comía despreocupadamente, agachándose tras los matorrales y esperando el momento oportuno para salir. Transcurrió algo más de una hora de monotonía, con niños jugando y padres hablando entre ellos, mientras una hoguera ardía inagotable. Las piernas empezaban a dormírseles de estar tanto tiempo sentadas en la misma posición, y el aburrimiento hacía mella en su ánimo. Sin embargo, aquel sacrificio se les olvidó al instante cuando oyeron el motor del coche arrancando y alejándose en la distancia. -¡Venga, Mara! Llevadas por una emoción que sólo puede dar el amor a un bosque, le arrancaron terrones de tierra al suelo con una rapidez pasmosa. Al ir cayendo éstos encima de las llamas, la hoguera fue muriendo en silencio, sin protestar. -¡Victoria! –gritó Mara, dejando caer la pala en el suelo-.
  • 119. 118 ¡Hemos evitado el incendio! -Ahora somos unas auténticas “guardianas de los bosques” – contestó Julia. Las niñas sonrieron. El apodo de “guardianas de los bosques” sonaba muy bien. En ese mismo momento, decidieron que fundarían una asociación de protección del bosque, y ése sería su nombre oficial.
  • 120. 119 Epílogo El fin de semana pasó, y llegó el lunes. Con él, volvieron a su vida de siempre. Regresaron al colegio, al tobogán del parque, a las libretas llenas de deberes y a las series de dibujos. Pero la isla de Merz nunca se fue de sus corazones. Iban a volver tarde o temprano, de eso estaban seguras: tan sólo tendrían que leer juntas el libro y desearlo con mucha fuerza. Julia podría ayudar a Mara a volar, se bañaría con ella en la laguna que nunca moja y le presentaría a sus dragones, a Riselochi y a Momosoda. Escucharían la música de la armónica de Tain, verían bailar a los pájaros y presenciarían en la playa
  • 121. 120 un concurso de llamaradas. Se comería con ella las hojas del Árbol del Alimento y, ¿quién sabe? a lo mejor les tocaba una con sabor a chocolate. Casi todas las tardes hablaban de sus planes mágicos a la salida del colegio, mientras se iban comiendo el bocadillo de la merienda. A menudo solían cruzarse con niños de otros colegios que también volvían a su casa, o que se iban a jugar un rato al parque. A la mayoría no los conocían. Pero, un día, hubo uno que sí reconocieron. Caminaba en compañía de otros dos niños, y parecía que se lo estaba pasando bien. Llevaba una mochila llena de libros a la espalda, y una carpeta de Spiderman en los brazos. Julia tuvo que pestañear dos veces antes de asimilar quién era. A continuación, echó a correr hacia él. -¡Tain! –gritó como una histérica-. ¡Has decidido volver al mundo humano! El niño legendario oyó su llamada y volvió la cabeza hacia ella.
  • 122. 121 Los ojos se le abrieron de par en par, perplejos, y la carpeta de Spiderman resonó con un golpe seco al caerse encima de la acera. Luego, sus labios se curvaron en una enorme sonrisa… … y ahora, querido lector, te toca a ti seguir la historia.
  • 123. 122
  • 124. 123 Índice Prólogo. Volando hacia los sueños (por José Antonio Santos).................... 5 1 Una escuela y tres dragones …………………………………………..........… 8 2 El tesoro de Mara ………………………….......……..…………….….……... 15 3 Amigos cortados con tijeras…………………..………………………...……. 23 4 Viaje a la isla de Merz ……………………………………………….....…… 31 5 Volando entre nubes de algodón ……………………………...…….....….. 39 6 Fuego de dragón ……………………………………………………..….....….. 46 7 La fundación de la isla de Merz ………………………………..…............ 53 8 No es fácil ser un niño legendario …………………………….............… 61 9 La laguna que nunca moja ………………………………………...….……. 70
  • 125. 124 10 El palacio de torres afiladas ………………………………………....…….. 79 11 Sin alas, Julia aprende a volar.........…………………………..…….……… 87 12 Alguien está en peligro …......…………………………………….……...... 94 13 Incendio..……………………………………………………………...……..… 102 14 Las guardianas de los bosques..………………………………………...... 112 Epílogo............................................................................................................119