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1. Desde un cajón de tu casa
Hoy se cumplen dos años de abandono, llenos de soledad y aburrimiento. Y con motivo de este
triste aniversario he decidido plasmar sobre papel mi historia.
Empezaré contando mi nacimiento. Unas estructuras metálicas combinaron madera y grafito para
dar lugar al ser que está narrando ahora mismo. Para disponer de más oportunidades de ser
comercializado, otra máquina me dio un baño con pigmentos llamativos. Un camión me transportó
a una tienda donde estuve posando para las miles de personas que querían mirarme. Sufrí múltiples
contusiones, pues los clientes paseaban y me rozaban provocando así mi caída. Además, los niños,
sin tener en consideración mis sentimientos, me agarraban con fuerza y probaban la resistencia del
grafito escribiendo en papeles que hallaban en el establecimiento. Bajo mi perspectiva enamoré a
más de un comprador, pero mi encanto natural no contaba para nada cuando el precio entraba en
acción. Por culpa de la racanería estuve viviendo en la misma tienda unos catorce meses.
Y sí, después de más de un año con un valor de mercado desorbitado, decidieron que ya era hora de
deshacerse de mí. Así pues, redujeron un setenta por ciento mi precio y me cambiaron de estante.
Esta vez, me pusieron cerca de la salida, al lado de las cajas. Por fin pude salir de la tienda y tener
un dueño más concreto. Un niño de unos nueve años con una madre dócil, haciendo cola para pagar
todo el material escolar deseado por el chico. Como la mayoría de consumidores, el chaval se fijó
en mí y me cogió, me añadió a su más que abundante montón de bolígrafos, lápices, cuadernos,
gomas...
Considero que Miki, mi nuevo amo, no me prestó toda la atención que se merecía un ser tan
importante como yo. En el colegio me tenía olvidado en el estuche. No me usó ni una sola vez.
Debo confesar que no se esforzaba en completar las fichas que le daban los maestros ni se
concentraba en los exámenes. Por lo tanto, no tenía la necesidad de usar herramientas para escribir.
Viendo como mi dueño trataba a su lápiz preferido, le doy las gracias por no haberme usado.
Siempre mordía la parte superior de su trozo de madera con grafito, hasta el punto que no era
posible apreciar de qué color era. Además, lo usaba como objeto punzante y como proyectil para
lanzar a sus compañeros. Esto provocaba la rotura de la mina y, por consiguiente, la necesidad de
sacarle punta, de disminuir su tamaño.
Si pensáis que ya he terminado de enumerar los usos del lápiz de Miki, estáis muy equivocados.
Aún me quedan dos funciones. Una de ellas es la tradicional, la de escribir. Miki escribía su nombre
completo (sin acento en su segundo apellido, González) y el curso (cuarto A). La segunda es la que
me da más asco… La punta afilada servía para quitar la suciedad incrustada en las uñas del niño.
Bueno, a lo que iba. Yo estuve dos meses en el estuche, abandonado. Hasta que mi salvadora llegó.
Un día como cualquier otro, con la maestra mandando deberes y Miki durmiéndose sobre la mesa,
2. Pilar se levantó y pidió un lápiz prestado. Nadie tenía lápices de sobra, solamente mi propietario. La
niña se aproximó a mi mesa y mis colores la atrajeron. Me cogió y a partir de aquel día me sentí
útil. Pilar no me devolvió, se quedó conmigo.
Ella sí escribía, y mucho, y sin faltas de ortografía. Era una chica excelente, cuidadosa y organizada.
Me reservaba un lugar privilegiado en su estuche, al lado de los bolígrafos azul, negro y rojo. En
resumen, aquella fue mi época de máximo esplendor.
Los lápices tenemos un problema. A diferencia de los bolígrafos, que acaban la tinta sin modificar
su forma, a nosotros no se nos puede aprovechar hasta el último milímetro de grafito, ya que a
medida que nos van sacando punta nuestra longitud se acorta. Tanto, que el dueño no se siente
cómodo escribiendo. Eso es lo que me pasó.
Pilar, después de acogerme unos tres años, me dejó sobre la mesa de la cocina de su casa. En ese
momento, pensé que mi final estaba cerca. Pero me equivocaba. A los dos días de estar parado sobre
la mesa, el padre de Pilar me agarró y dijo:
-¡Justo lo que buscaba! Un lápiz pequeño para la carpintería.
Así que pasé a servir a un carpintero. Ahora, en lugar de escribir sobre papel, experimenté la
sensación de marcar la madera. Además, me sacaban punta con un cuchillo, sin el sacapuntas
escolar, cosa que al principio me parecía desagradable, pero al final me daba gusto e identidad (de
lápiz carpintero). Mi uso no era tan regular como cuando pertenecía a Pilar, pero aún así me sentía
importante, pudiendo contemplarlo todo desde la altura de la oreja.
Estuve unos años rayando madera. Al principio, recordando aquellos finos y perfectos
deslizamientos sobre el papel de Pilar, no me sentía plenamente feliz en la carpintería. Pero debo
reconocer que me llegué a acostumbrar al serrín del taller, a las idas y venidas con la furgoneta y a
las visitas constantes a clientes, bares y restaurantes de carretera. Tuve, pues, la oportunidad de
conocer más de lo que muchos de mi especie solo pueden soñar.
El final tenía que llegar. Y lo hizo. Medía unos pocos centímetros, longitud que ya no resultaba
cómoda a los dedos del carpintero para escribir. Ni tampoco podía mantener el equilibrio sobre la
oreja del pobre hombre. Y me abandonó. En un cajón de su casa. Hablo desde ahí, en nombre de
todos los lápices. No es justo que nos conviertan en seres vagos. Queremos trabajar y dar un
servicio completo. No queremos ser como los humanos, perezosos, sino que deseamos que las
personas vuelvan a escribir a mano, mejoren su caligrafía, forma de expresarse y ortografía.
Los lápices pensamos que los humanos serían mejores personas, mejorarían sus competencias y
serían capaces de transmitir sentimientos y emociones a los demás. ¡A ver si juntos podemos
cambiar esta sociedad tecnológica en la que vivimos! ¡Volvamos al lápiz y papel tradicional!
Carme Font Caldentey, 4.º ESO B