6. El Medeallon
Del Mago
Prólogo
Londres, Inglaterra, 4 de Sep. del 2006
U na mujer de cabellos rojos entró al despacho de un cerrajero.
El hombre la saludó amablemente y un instante después,
la mujer apareció por detrás de él en menos de lo que dura
un pestañeo, doblándole los brazos, y sometiéndolo.
El hombre se quedó pasmado ante aquello, inmovili-
zado en parte por el miedo y en parte por la precaución,
pues temía que si efectuaba aun el más ligero movimiento
ella le haría más daño del que estaba recibiendo ahora.
—¿Dónde está el medallón? —inquirió la mujer al
poco rato, doblando el cuello del hombre.
—No lo sé. No sé dónde está —susurró.
—¡Mientes! —gruñó la mujer.
El hombre respiró.
—Es la verdad. No sé dónde está —musitó el sujeto
casi tosiendo.
La mujer se enfureció. Le dobló el cuello y se oyó un
‘crac’, dos segundos después, el hombre cayó al suelo pri-
vado de la vida.
Ella lo vio desvanecerse entre sus manos mientras son-
reía satisfecha. De repente, la puerta de la habitación se
abrió y entró una mujer alta y rubia, que llevaba gafas y
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7. Astrid E. Méndez
un abrigo negro. Sus ojos verdes y destellantes, se fijaron
en la chica.
—Margaret, pero… ¿Qué has hecho? —preguntó la
mujer, cerrando la puerta de un golpe.
Margaret se volvió y le lanzó una mirada de pocos
amigos.
—Matarlo —dijo ella sin inmutarse.
¿Matarlo? —repitió la rubia.
—Si, ¿que acaso estás sorda? —vociferó.
Lucinda tragó saliva. No era la primera vez que Mar-
garet le gritaba así. Pero enseguida comprendió que era
mejor quedarse callada. Margaret Stott no estaba de un
buen humor que digamos como para mantener una con-
versación amigable con ella.
—¿Por qué lo mataste? —dijo Lucinda finalmente.
Margaret alzó la mirada hacia ella.
—No me servía —respondió despreocupada.
Lucinda reprimió las ganas de vomitar en cuanto vio el
cuerpo del hombre.
—¿Quién era esté tipo? —señalo al hombre que yacía
muerto.
Margaret bajó la vista y le echó un ojo al cuerpo. Había
matado tantas veces a hombres como él, que cuando lo
miró no sintió ni una pizca de remordimiento. Al con-
trario, sonrió satisfecha por lo buena que era matando a
tipos como él. Su padre que había muerto hace diez años,
regresaría de la tumba y le estrecharía la mano por el buen
trabajo que había hecho.
—Un gone —contestó ella.
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8. El Medeallon
Del Mago
Lucinda volvió a tragar saliva.
—¿Un gone? —repitió Lucinda confundida.
—Sí, un gone. Mitad humano, Mitad demonio —le
dijo Margaret bruscamente. Odiaba que los aprendices no
supieran nada de su propio mundo. Y sobre todo odiaba
tener que lidiar con una. ‘¿Por qué de tantas aprendices
me vino a tocar está?’ se preguntó a sí misma.
—¡Oh! No los conocía aún —comentó la mujer.
Margaret fingió una sonrisa. No parecía que Lucinda
se diera cuenta de lo insoportable que podría llegar a ser.
La chica rubia dio un paso hacia delante acercándose al
cadáver.
—¿Está Muerto? —preguntó Lucinda una vez más
como si no acabara de creerse que tenía una persona
muerta frente a ella.
—Si, muy muerto —repuso Margaret, con una sonrisa
de satisfacción en el rostro—. Pero, ten cuidado se puede
volver a despertar.
Lucinda dio un saltó inesperadamente. Margaret río,
era de las pocas cosas buenas de contar con una aprendiz,
que eran demasiado fáciles de asustar debido a su inexpe-
riencia, cosa que a ella le agradaba hacer a menudo
—Aún te asustas, niña —Margaret sonrió con amargura.
Lucinda se incorporó planchando su vestido.
—No —contestó.
—¡Qué bueno! Comienzas a aprender —la apremió.
Lucinda se dio cuenta del sarcasmo en su tono de voz,
pero no comentó nada. Al menos, ya no está enojada, pen-
só, sonriendo hacia ella. Margaret le devolvió la sonrisa y
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9. Astrid E. Méndez
sacó una daga de su cinturón. Se acercó a Lucinda y se la
entregó.
—¿Qué quieres que haga con ella? —Lucinda miró la
daga palideciendo.
Margaret ladeó la cabeza exasperada.
—Olvídalo lo hago yo —le dijo, arrebatándole la daga
de la mano.
Margaret se inclinó sobre el cuerpo del hombre sin
vida. Colocó la daga en el pecho y puso la muñeca del su-
jeto sosteniendo la daga de tal manera que se vería como
si el hombre se hubiese suicidado. Luego, se incorporó y
le hizo una señal a Lucinda, un minuto después, ambas
salían del despacho en dirección a la torre de Londres.
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10. El Medeallon
Del Mago
Capitulo 1
Nuevo León, México, 14 de junio del 2011
Cinco años después.
E lisa Hamilton despertó dando un bostezo mientras intentaba
en contrar el botón de apagado del despertador. Su ma-
dre, Begonia Hamilton, una mujer que mostraba un ros-
tro delgado y alegre y un cabello castaño, sonreía mientas
entraba en la habitación. Su madre se deslizó en el borde
de la cama y le pidió a su hija que cerrara los ojos. La
mujer contó hasta tres y Elisa abrió los ojos. Un paquete
envuelto con papel de regalo, y con una tarjeta que lleva-
ba su nombre, apareció ante ella.
—¡Oh, mamá! ¡Gracias! —dijo Elisa, abrazando a Be-
gonia.
Su madre palmeó su espalda sonriendo alegremente.
—¿Por qué no lo abres? —le preguntó.
Elisa asintió, rompió la envoltura y abrió el paquete.
Dentro de el, había una cajita diminuta, la tomó y levantó
la tapa. Una cadena dorada de aspecto fino y elegante con
un topacio colgando de ella se encontraba en el interior.
Ella miró a su madre y la besó en la mejilla.
—Es hermoso —dijo Elisa.
—Lo sé —repuso ella—. Sabía que te iba a gustar.
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11. Astrid E. Méndez
Elisa abrazó a su madre unas cuantas veces más. Desde
luego, el regalo que le había dado Begonia le pareció un
hermoso detalle. No muchas veces Elisa recibía regalos
como aquellos. Ya que costaban muy caros y eran muy
delicados para traerlos colgados. Su madre se levantó de
la cama y le dijo a su hija mientas besaba su frente “nos
vemos en la cocina”. Ella se dirigió a la puerta y la cerró
tras de sí. Elisa devolvió la cadena en la cajita y la dejó
sobre la mesita de noche. Se incorporó apresuradamente
en dirección al baño y cerró la puerta. Al salir, secó su
melena larga y se puso el uniforme de la escuela, que era
una blusa blanca con mangas largas y botones ajustados,
una falda azul y calcetas blancas que le llegaban hasta las
rodillas.
Cuando estuvo completamente vestida salió de la ha-
bitación, bajó las escaleras y entró en la cocina. Tomó una
manzana verde del canasto de frutas y le dio un gran mor-
disco. Su madre oyó el crujido de la manzana contra sus
dientes y se volvió de inmediato, entregándole un plato
de huevos revueltos con tocino y un vaso de jugo de na-
ranja. Elisa los cogió y fue a desayunar en el comedor.
Begonia puso un plato sobre la mesa y se sentó junta a
ella. Elisa sonrió a su madre e inmediatamente se acordó
de su Tía Clara porque las dos se parecían mucho y te-
nían un hermoso rostro. Cuando sonreían sus rostros se
iluminaban no solo porque eran gemelas se parecían, sino
porque ambas sonreían como dos angelitos inocentes. Mi
sonrisa será así cuando crezca, se preguntó para sus aden-
tros. Elisa llevó un pedazo de tocino a la boca mientras
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12. El Medeallon
Del Mago
los ojos azules de su madre pestañeaban, recordando algo.
—Elisa, ¿Cuándo es el último día de clases? —pregun-
tó su madre, bebiendo un vaso de jugo de naranja.
Elisa levantó la vista.
—No sé, mamá. No nos han dicho nada —respondió
ella, mordiendo otro trozo de tocino.
Su madre se bebió el vaso completo. Miró por la ven-
tana y vio que estaba amaneciendo y alzó la muñeca para
mirar su reloj de mano.
—No falta mucho para que sean las seis y media—
murmuró ella—. Christian, debe estar por llegar.
Inmediatamente Elisa se incorporó y subió las escale-
ras de caoba hasta llegar a su habitación. Luego, regresó
con una bolsa de mano y se volvió a sentar.
—¿No vas a usar tu regalo de cumpleaños? —preguntó
Begonia al poco rato.
Elisa de inmediato sacó de su bolsa la cadena dorada,
lo colocó alrededor de su cuello y dejó que su madre le
digiera como se veía.
—Hace juego con tu ropa —señalo ella.
Elisa esbozó una sonrisa complaciente.
Al poco rato de haber desayunado se escuchó el claxon
de un coche y la joven saltó de su asiento. Se levantó, le
dio un beso a su madre y la abrazó por segunda ocasión.
Salió de la casa y se metió al coche de su mejor amigo.
—Hola —saludó él.
—Hey —saludó ella.
Christian, que era mayor que ella, lucía un rostro frá-
gil y fibroso, con cabello negro y unos ojos cafés que de
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13. Astrid E. Méndez
inmediato quedaron hipnotizados por el colgante. Elisa
percibió su mirada.
—Me lo regalo mi madre —le comentó.
—Hace juego con tu ropa —dijo él.
—Si mi madre me dijo hace un rato lo mismo —dijo
Elisa, recordando el comentario de su madre.
Christian metió su mano en uno de sus bolsillos del
pantalón y sacó una cajita blanca y la tendió hacia Elisa.
—¡Feliz cumpleaños, dieciséis! —exclamó.
Elisa alegre la tomo y abrió la tapa. Un reloj de mano
de color rosado, apareció ante sus ojos. Emocionada lo
probó en su muñeca y alzó la mano para que Christian
lo contemplara.
—¿Por casualidad mi madre y tú se pusieron de acuer-
do para comprarme estas cosas? —quiso saber Elisa.
Christian curvó los labios en una sonrisa maliciosa en-
cendiendo el motor.
—Ni idea —contestó Christian distraídamente mien-
tras el auto doblaba la esquina.
Elisa le dio un empujón en el hombro derecho como
buenos amigos.
— ¡Auch! —dijo él y ambos se rieron a carcajadas.
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14. El Medeallon
Del Mago
Capitulo 2
Chicago, Estados unidos, 14 de Junio 2011 6:40 AM
L a puerta del restaurante Neon’s se abrió. Una joven alta y
rubia atravesó la estancia. Tenía el cabello recogido en una
coleta y vestía un abrigo negro, que cubría gran parte de
su cuerpo. Se encaminó a pasos agigantados por las mesas
y llegó a una mesa, que se hallaba en la parte de atrás. Un
joven de gafas oscuras y cabello rubio, alzó la vista hacia
la chica.
—Creí que no ibas a venir —comentó el joven mien-
tras la mujer se acomodaba en la silla.
—Bueno, pues aquí estoy —dijo la mujer.
—Como sea. Te he pedido… —se interrumpió, mien-
tras la mesera se acercaba hacia ellos. Era una chica alta y
pelirroja, que llevaba un mandil y una gorra roja con el
sello del restaurante plasmado en la orilla.
Se acercó a la mesa y preguntó:
—¿Qué van a ordenar?
—Una taza de café —pidió la chica.
La camarera lo anotó en su libreta y se volvió hacia el
chico.
—¿Y usted?
—Lo mismo que ella —respondió él.
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15. Astrid E. Méndez
La mesera garabateó y se alejó. La chica musitó:
—Bien, ¿Qué estabas por decirme?
El muchacho la miró entornando los ojos.
—Es sobre el medallón.
—¿Qué pasa con él?
El joven se inclinó un poco y susurró despacio:
—Necesito que me digas si has encontrado la informa-
ción que te pedí.
—Si —añadió ella—, la he encontrado, pero lo que te
voy a decir. No te va a gustar.
El joven frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir?
—Una vez que llegues al lugar donde te diré. Tendrás
que dejar que el medallón se quede con la persona que lo
tiene, por nada en el mundo se lo puedes quitar —dijo ella
en un hilo de voz apenas audible.
—¿Por qué? —demandó él.
—Cuando la veas lo sabrás —le dijo.
—Es una chica —el joven levantó las cejas—. Una chi-
ca tiene el medallón.
—Lo siento, eso es todo lo que te puedo decir —dijo
la chica.
—Odio cuando haces eso —le comentó.
La mesera pelirroja regresó con una bandeja, colocan-
do dos tazas de café sobre la mesa.
—¿Desean algo más? —preguntó la muchacha mien-
tras alzaba la libreta.
—No, muchas gracias —dijo el joven, sacudiendo la
cabeza. La muchacha cerró la libreta, se dio la vuelta y
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16. El Medeallon
Del Mago
volvió a sus quehaceres.
El joven la siguió con una mirada sonriente. Su compa-
ñera lo vio y soltó una risita en voz baja.
—¿Qué? —el chico pareció sorprendido.
—No has cambiado nada, ¿eh? —dijo, deslizando una
mano en un bolsillo de su abrigo, y sacando una papel
doblado—. Pero en fin, aquí está lo que estas buscando,
y recuerda lo que te dije, el medallón debe quedarse con
la persona que lo tiene. Quizás esa persona sea la única
capaz de protegerlo.
El muchacho alargó la mano, tomó la nota y se incor-
poró.
—No sé a qué te refieres, pero lo haré —le aseguró,
guardando la nota. Sacó un dólar y lo dejó sobre la mesa.
—¿Te vas? —levantó la vista la mujer.
—Sí, nos vemos luego Lucy —se despidió y salió del
restaurante.
Afuera el cielo comenzaba a cubrirse de nubes grises
que amenazaban lluvia. Se oyó el ruido de un trueno y el
soplo del viento. El joven se dirigió a un callejón desolado
y abrió la nota que la chica le había entregado, y leyó:
La chica se llama Elisa Hamilton. Vive en México, Nuevo León.
Estudia en el colegio Oxford. Su colonia es Weston, calle 456.
No olvides lo que te dije.
Nos vemos, y buena suerte.
Y recuerda que nunca hablaste conmigo.
Un beso, tu querida amiga Lucy.
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17. Astrid E. Méndez
El joven dobló la nota y la metió en el bolsillo de su
pantalón. Miró hacia ambos lados del callejón. No hay
nadie, pensó. Cerró los ojos y murmuró unas palabras
en un lenguaje extraño. De repente, una ráfaga de viento
lo rodeó como si estuviera en medio de un tornado. Una
ventana que se encontraba detrás de él se rompió, y el
faro de la esquina estalló, y un instante después, el joven
desaparecía, dejando una neblina oscura tras él.
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18. El Medeallon
Del Mago
Capitulo 3
E lisa se encaminó a su aula de clases luego de despedirse de
su mejor amigo. Subió las escaleras del enorme edificio
y entró al salón de clases, su profesora de química, la se-
ñorita Lauren, una mujer bajita y robusta, que mostraba
siempre un rostro serio e imperturbable, hizo a la clase
guardar silencio. Agarró una carpeta azul y empezó a pa-
sar lista. Cuando terminó de nombrar a todos, se deslizó
en su escritorio, tomó su maletín, y sacó un libro grueso.
Era grande y gordo, las hojas estaban desgastadas, la tapa
estaba destrozada, y muy apenas se notaba la escritura en
él, aun así, la profesora lo levantó y se puso delante de la
clase.
—Bueno, clase hoy veremos. Los estados de agrega-
ción de la materia —dijo la profesora—. ¿Alguien me
puede mencionar cuáles son?
Toda la clase empezó a meditar.
—El estado líquido, gaseoso y sólido —respondió Ra-
ven, la chica que se sentaba dos asientos delante de Eli-
sa. Su rostro era pálido, el cabello le caí en una coleta y
normalmente usaba lentes. Era blanco fácil de burla para
todo la escuela, y si a eso le agregamos que sea demasiado
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19. Astrid E. Méndez
inteligente, peor la cosa.
La profesora Lauren felicitó a Raven.
—Muy bien, Raven. Los estados de agregación de la
materia son tres; el estado líquido, sólido y gaseoso.
La profesora se volvió hacia la pizarra y escribió.
—El estado líquido son la moléculas que se encuentran
separadas, pero con cierta cohesión. El estado gaseoso
las moléculas están bien separadas, se mueven a grandes
velocidades y chocan con las demás. En el estado sóli-
do cambian las cosas, las moléculas están cercas unas con
otras y hay una fuerte atracción entre cada una de ellas.
La profesora soltó la tiza volviéndose a la clase.
—Y bien. No veo que escriban. Esto es lo primero que
va a aparecer en el examen.
De repente, se oyó un movimiento brusco de plumas
y lápices, y la profesora siguió agregando más datos en la
pizarra.
Cuando sonó la campana para la siguiente clase, la pro-
fesora les anotó la tarea en la pizarra y les dijo que podían
salir. Elisa tomó sus libros y salió del aula. Afuera Chris-
tian la esperaba, estaba recargado contra la pared llevando
una libreta, al encontrarse ella con su mirada, se dirigió
hacia él.
—¿Saliste antes? —preguntó Elisa acercándose a él.
—No, de hecho. No tuve clases —dijo Christian.
—¿Enserio?
—Si —respondió.
—¡Oh! Ya quisiera yo tener tu suerte —comentó ella,
cruzando los brazos.
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20. El Medeallon
Del Mago
Christian se enderezó y se puso frente a ella.
—Si no quieres entrar, podemos escaparnos. Nadie lo
notará.
Elisa reflexionó. Los maestros de su escuela no la to-
maban mucho en cuenta ni tampoco sus compañeros. No
era una estudiante destacada y no era muy sociable con
los maestros como para que se dieran cuenta de que no
estaba ahí. Elisa solo tenía un amigo, Christian, y él era
el único que movería cielo, mar y tierra para encontrarla.
—Creo que aceptaré tu consejo —le dijo.
Christian sonrió traviesamente, tomó su mano y la
arrastró por los pasillos del colegio, se escondieron cuan-
do el director pasaba por un salón y siguieron su camino
hasta llegar al jardín trasero de la escuela. Christian le pi-
dió que cerrara los ojos al momento que pisaron el pasto,
la guió por el jardín y ambos se detuvieron frente una
manta que yacía en el suelo con varios platillos sobre ella.
Christian le dijo que podía abrir los ojos y Elisa los abrió.
Ante ella estaban deliciosos platillos sacados de alguna re-
vista de comida. Había panes con mantequilla, un plato
de ensalada, una rebanada de pastel chocolate, nachos con
guacamole, y un pudín de frambuesa, el favorito de Elisa,
y para tomar, el había traído dos botellas de coca-cola.
Christian se sentó y ella lo imitó. Él le preguntó cual
le agradaba más y ella le contestó ‘el pudín de frambuesa’.
Él se lo pasó y ambos comieron el platillo que más les
apeteció.
Elisa saboreó el pudín en su boca y tragó para pregun-
tar.
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21. Astrid E. Méndez
—¿Cómo hiciste todo esto?
—Un amigo me ayudo.
Elisa levantó una ceja. No muchas veces Christian
mencionaba a sus amigos. Lo que hacía preguntarse si de
verdad él tenia amigos o era como ella, solitaria y antiso-
ciable.
—¿Lo conozco?
—No, lo creo. Es de primero.
—Oh —suspiró Elisa.
—Y bueno, ¿te gusto el pudín? —Christian se acercó
un poco más. Elisa miró el pudín, recordando su dulce
sabor.
—Está delicioso.
—Me alegra que te guste —le dijo.
Elisa cortó una trozo de pudín con el tenedor, se lo
llevó a la boca, sintió el pudín derretirse y cató su dulce
sabor pasar por la garganta. Percibió el sabor de la fram-
buesa, el azúcar y la leche. Era un platillo delicioso, que
provocaba en ella, una sensación extraordinaria.
—Es mejor que pruebes el pastel. Está riquísimo —
comentó Christian, mordiendo un trozo de el pastel de
chocolate.
—¿Compraste todo esto? —inquirió Elisa.
—No, solo algunas cosas. Los nachos y el guacamole
lo hizo mi madre. La ensalada la hice yo. El pudín tam-
bién lo hice yo. El pastel de chocolate, los panes y las co-
cas las compre aquí en la cafetería —explicó él.
—¿Tú hiciste el pudín? —Elisa alzó las cejas con asom-
bro.
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22. El Medeallon
Del Mago
—Si, a veces soy muy bueno haciendo postres.
—Vaya, nunca me lo imagine.
—¿Si quieres mañana te traigo otro de esos? —Chris-
tian meneó la cabeza, señalando los pequeños trocitos de
pudín que habían quedado en el plato—. Creo que en ver-
dad te encantaron.
—No estaría mal.
Elisa sonrió. Estaba claro que se había deleitado por el
delicioso sabor del pudín.
—Muy bien, hoy te preparo uno.
Elisa le dedicó una sonrisa diminuta, y con regocijo
cogió un pan con mantequilla y se lo zampó.
—Mm, se me olvidaba que aquí también hacían buena
comida —farfulló.
—Si algunas veces —dijo Christian, mordisqueando
un nacho.
Elisa asintió con la cabeza concordando con él. En-
tonces, de pronto se hizo un largo silencio, que pareció
incomodarla. Christian advirtió su reacción, alargó una
mano hacia ella, tocando sus palmas y ella se ruborizó sin
querer. Él sintió como ella se sonrojaba y soltó su mano.
—Elisa —susurró Christian, tragó saliva y añadió—.
Hay algo que debo decirte.
—Si —respondió ella instintivamente.
—Yo….yo…
—Si —sonó esperanzada.
—¡Christian! —gritó una chica detrás de ellos.
Una chica bajita y pelirroja, que llevaba trenzas en el
pelo, apareció delante de ellos.
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23. Astrid E. Méndez
—Lena —dijo él.
—Siento interrumpir, pero la profesora Martines te
anda buscando. Quiere que le entregues la investigación
del otro día —dijo Lena, mirando de Elisa a Christian, no
sabiendo muy bien que pensar—, ¡Ah! También dijo que
si aprecias tu vida lo suficiente, será mejor que vayas en
este instante.
Christian miró a Elisa vacilante. Tenía que ir con la
profesora Martines, pero no quería que Elisa se encargue
de recoger todo.
—Ve —le dijo a Christian—. Yo me encargo de todo.
Christian se incorporó y siguió a Lena, pero a medio
camino miró hacia atrás y se encontró con los ojos de Eli-
sa, ella le sonrió y bajó la vista.
—No pude decírtelo ahora, pero dentro de muy poco,
sabrás lo que siento por ti —susurró.
—¿Qué dijiste? —preguntó Lena, ladeando la cabeza.
—No, nada ¡Vamos!
Christian dio la vuelta y Lena lo siguió.
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24. El Medeallon
Del Mago
Capitulo 4
L ena llevo a Christian hasta los salones de cuarto grado. El
colegio estaba muy silencioso y no se veía ni un alma por
los salones. Era como si todos hubieran sido tragados por
la tierra. El aula 4 C estaba vacía, a excepción de la pro-
fesora Martines, que estaba en el escritorio, organizando
unas carpetas que tenía sobre la mesa. En cuanto, percibió
a Lena entrando en el aula y Christian detrás de ella. Se
levantó y se acercó a la muchacha.
—Gracias, Sra. Tamayo. Puedes retirarte —le dijo.
Lena asintió con la cabeza, dio media vuelta y salió del
aula. Christian por su parte, se encogió de hombros.
—Profesora, yo no hice la investigación que pidió —
dijo él.
La profesora volvió a su escritorio, pero no se sentó,
sino que se quedó de pie cercas de la mesa.
—Lo sé, pero yo no te pedí que vinieras por eso.
—¡Ah, no!
Christian frunció el entrecejo.
—No —musitó la profesora—. Creo que aun eres muy
joven para darte cuenta de quién soy.
Christian abrió los ojos de par en par.
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25. Astrid E. Méndez
—Tu….tu eres una de ellos. Una bruja —tartamudeó
Christian.
—¡Vaya! Los has captado —sonrió la profesora.
Christian inmediatamente se puso tensó.
—¿Quién eres? ¿Y qué quieres?
—Soy Margaret Stott. Y en cuanto a tu segunda pre-
gunta, ya lo deberías saber, Guardián —siseó.
De pronto, Christian sintió un feroz impulso de irse
en contra de ella y darle un puñetazo, pero no lo hizo.
Entonces, pensó en Elisa, y un pensamiento lo invadió.
—Elisa —susurró él.
—Correcto, he venido por tu amiga. Me han contado
que ustedes dos son inseparables, ¿es eso cierto? —la bru-
ja ladeó la cabeza hacia un lado.
Christian cerró los dedos en puños.
—Ni se te ocurra tocarla.
—Yo no tengo intención de ensuciarme las manos,
guardián —continuó la bruja—. Para eso he traído Lena.
—¡No! —La voz de Christian tembló.
Elisa terminó de comer lo que había quedado de la re-
banada de pastel. Tiró los platos en el cesto de basura,
las botellas de coca-cola, y también la manta en la que
habían estado sentados, Christian y ella. Cuando terminó
de recoger toda la basura que habían dejado, se dirigió ha-
cia los baños de chicas, y cuando estaba a punto de entrar,
chocó con Lena.
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26. El Medeallon
Del Mago
—Oh, lo siento —murmuró la chica pelirroja.
—Lena… ¿tú eres Lena? —le preguntó Elisa.
—Oh, sí. Soy yo —respondió la muchacha.
—¿Qué ha pasado con Christian?
—Yo… yo no lo sé.
—¿Te encuentras bien? —dijo Elisa, al ver el rostro pá-
lido de la muchacha. Los ojos de Lena se entrecerraron
levemente y se quedaron fijos en la lejanía.
—Yo…yo creo… Que he perdido mi monedero —dijo
entre dientes.
—Oh, lo siento mucho. Haría cualquier cosa por
ayudarte. Me ha pasado muchas veces eso.
—¿Enserio? Creo que si puedes ayudarme.
Inesperadamente Lena sujetó la mano de Elisa y juntas
atravesaron los corredores de la escuela. Al pasar por el
aula de química, Elisa se dio cuenta de que iban por el
corredor que daba al gimnasio del colegio, y se detuvi-
eron delante a él. Luego, Lena tiró de Elisa entrando en
el gimnasio. El gimnasio estaba oscuro y silencioso. No
había nadie. Ni nadie pasaba por los alrededores. El lugar
daba un aire sombrío e inquietante.
—Oye, dame un respiro ¿no? —dijo Elisa.
—Aquí es donde perdí mi monedero —Lena apunto
con el dedo el interior del gimnasio.
—¿Aquí?
—Sí, ¿me ayudas a encontrarlo?
Elisa vaciló.
—Bueno, no es muy común. Pero, en fin ¿Dónde se te
26
27. Astrid E. Méndez
perdió?
Lena señalo con el dedo las gradas izquierdas del gim-
nasio.
—Por allá.
—Bien, vamos —dijo Elisa.
Elisa se alejó de la chica, subió los escalones y buscó
el monedero. Se inclinó y miró por las orillas. No había
nada. Miró por los otros escalones, y tampoco halló nada.
Por otro lado, Lena se dirigió a la puerta del gimnasio,
la cerró cautelosamente y corrió hacia las gradas en di-
rección a Elisa. La joven oyó los pasos de su compañera
acercarse y se dio la vuelta. Lena la sorprendió con un pu-
ñetazo en la cara, haciendo que Elisa rodara cuesta abajo.
Elisa aterrizó contra el suelo doblándose el brazo. Lena se
puso frente a ella, la agarró de un brazo y la levantó, como
si su cuerpo fuera una simple prenda de ropa. De inmedi-
ato, un dolor agudo recorrió todo su brazo y sintió que
se le rompía. Gritó, luchando por alejarse de ella, pero la
muchacha la sujetó con más fuerza.
—¿Dónde está el medallón? —rugió Lena.
—No se de que me estabas hablando ¡Suéltame, me
haces daño! —chilló Elisa.
—No, ¡Entrégame, el medallón! —exigió la muchacha.
Elisa la miró fijamente.
—No tengo ni idea de lo que me estás hablando.
—Si lo sabes, y no trates de jugar conmigo. No sabes
de lo que soy capaz de hacer —dijo Lena, y después, la
lanzó por los aires, y de nuevo su cuerpo dio contra el
suelo.
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28. El Medeallon
Del Mago
Elisa se retorció. Sentía que el brazo se le había roto y
el tobillo torcido. La cabeza le daba vueltas, y su corazón
palpitaba a un ritmo acelerado. Se movió con un esfuerzo
enorme y trató de incorporarse. Lena rió por lo bajo. Es-
taba a más de tres metros de ella, de pie, excitada por lo
que había hecho. Elisa nunca se hubiera imaginado que
aquella muchacha, retraída y asustadiza, y que parecía un
cachorrito a medio morir fuera capaz de lastimarla. No,
más importante aún…. ¿De donde había sacado esa fuer-
za? ¿Cómo fue capaz de levantarla? ¿Y que era esa cosa
que llamaba medallón?
La joven se incorporó adolorida. Lena la contempló
desde el otro extremo de la habitación, cautivada y con
una sonrisa, corrió hacia ella. Elisa dejó escapar un gritó.
Detrás de ella, una ventana estalló, y un joven alto y del-
gado, que tenía el cabello rubio y los ojos azules, atravesó
la ventana. Iba vestido de negro y sujetaba una espada que
resplandecía y echaba chipas por sus filos. Se interpuso
entre Elisa y su atacante, levantando la espada.
Lena miró al recién llegado con una mirada impasible,
pero al parecer aceptó su reto, porque sacó una daga de-
bajo de su falda. La alzó y arremetió contra el mucha-
cho. El muchacho se precipitó contra su atacante. Lanzó
estocadas, golpes y pinchazos, pero en ningún momento
logró herir a su adversaria. El joven se detuvo un instante,
respiro hondo y siguió atacando. Lena se movía con una
agilidad y destreza casi sobrehumana, que le impedía salir
lastimada. Elisa contempló atónita el combate. Vio como
aquellos dos se lanzaban uno sobre el otro. La muchacha
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29. Astrid E. Méndez
lanzaba cortes y navajazos, mientras que él, lanzaba esto-
cadas y alguno que otro golpe en la cara. Aquello parecía
llevar horas y horas. Elisa quería correr y escapar, mien-
tras que esos dos estaban sumergidos en el combate, no
obstante, sus piernas no se movían. Era como si estuvi-
eran clavadas en el suelo.
Lena decidió dejar de jugar y desapareció en el aire.
Elisa soltó un grito horrorizada. No podía creer lo que
estaba viendo. Aquello aún seguía siendo demasiado para
ella. Lena apareció detrás del muchacho y alzó la daga.
Elisa gritó y se llevo las manos a la boca. El muchacho
al escuchar el grito de la joven, se volvió y atravesó con
la espada el estomago de Lena. Lena tragó saliva y miró
la espada del joven, sin poder creer todavía lo que había
hecho. Lena cerró los ojos y se desplomó en el suelo. Dos
minutos después, su cuerpo se convertía en cenizas. El
joven levantó la vista y se acercó a ella. Elisa aterrada y
confundida, dio un paso hacia atrás.
—¡No te me acerques! —dijo ella temblando.
—Tranquila, yo no te voy hacer daño —murmuró el
joven, dando un paso hacia delante.
—¡NO ME TOQUES! —gritó ella.
—Yo no te voy lastimar, por favor déjame ayudarte —
dijo el joven ofreciéndole una mano.
—¡Noooooo!
Elisa se tambaleó y el joven la atrapó entre sus brazos,
desfallecida. El joven le rodeó con los brazos la cintura y
se incorporó, cargando a Elisa. Cerró los ojos, murmuró
algo por lo bajo, y en un santiamén, el joven desaparecía
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30. El Medeallon
Del Mago
dejando una cortina de niebla en su lugar. El gimnasio
volvió a quedarse en completa calma.
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31. Astrid E. Méndez
Capitulo 5
L os rayos del sol quemaban su hermoso rostro. Una enorme
sombra se coloco delante de ella. Elisa parpadeó. Los ojos
azules del joven se encontraron con los de ella.
—¿Estás Bien? —sonó preocupado.
—¿Qué paso? —inquirió ella.
—Te desmayaste —respondió él.
Elisa lo miró confusa. Luego, observó a su alrededor,
estaba en el parque Cross acostada en una banca, cercas de
un frondoso árbol y un arbusto colmado de flores azules.
Una pareja pasó besuqueándose. Tres niños jugaban a la
pelota a espaldas de él. Y una mujer y su niño compraban
helado. Elisa volvió su vista de nuevo hacia él.
—¿Qué hacemos aquí?
—Te tuve que traer aquí porque necesitaba alejarte del
colegio —le dijo.
Elisa pestañeo. Entonces recordó.
—Eso…no fue un sueño. No estaba soñando.
—Es real. No fue un sueño —asintió él ante la cara
dubitativa de ella.
—Pero… —vaciló ella, y luego sacudió la cabeza—.
De todas maneras, ¿Quién eres tú?
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32. El Medeallon
Del Mago
El chico mostró una sonrisa pícara.
—Me llamo Sebastián Storn, y debo agregar que he
recorrido todo el mundo buscando tu medallón.
—¿Mi medallón? Tú no piensas…
—Atacarte —concluyó Sebastián—. No. Yo no puedo
hacer eso.
—¿Por qué no? —demandó ella.
—Porque te he salvado. Yo no salvó personas y luego
me vuelvo contra ellas. Además, soy un caballero. No po-
dría lastimarte.
—¿Caballero? —repitió Elisa incrédula.
Sebastián, sin previo aviso, se puso de pie y ella lo im-
itó. El tomó su mano, la arrastró por detrás de un árbol,
y se puso frente ella, mirando fijamente sus ojos. Elisa
contempló su mirada penetrante. Los ojos azules de Se-
bastián, reflejaron su rostro pálido. Su cabello largo, caí
delicadamente en rizos negros por detrás de sus hombros.
El rímel se le había corrido, y sus labios estaban resecos.
Deseo por primera vez haberse puesto labial. Se miraba
como si hubiera estado en una celda encerrada por días.
Sin embargo, Sebastián no parecía notarlo, porque esta-
ba muy concentrado mirando sus ojos, tratando de en-
contrar algo, que ella no podía ver. ¿Pero qué? Sebastián
ladeó los ojos rompiendo el contacto.
—No puedo leerte —dijo él, apartándose de ella.
—¿Qué? —susurró Elisa.
—Tu aura, es demasiado fuerte. El medallón me im-
pide leer tus pensamientos. No puedo saber lo que pien-
sas ni tampoco puedo saber porque el medallón te pro-
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33. Astrid E. Méndez
tege —explicó.
—¿Qué? —alzó la voz Elisa—. ¿De qué rayos estás
hablando? No entiendo nada.
—Si te lo dijo no me lo vas a creer —dijo Sebastián.
—Creo que podré soportarlo. Ya soporte mi casi
muerte ¿no? —Elisa se acercó a él.
—Bueno, eso en parte puedo servir —dijo Sebastián
bullicioso.
—Bien, entonces dime lo que sucede y deja de alardear
—dijo ella cruzándose de brazos.
—¡Ok! Te lo contaré —dijo el joven y se recargó con-
tra el árbol.
Sebastián se rascó la cabeza ensimismado.
—A ver por donde sería bueno comenzar…
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34. El Medeallon
Del Mago
Capitulo 6
L os alumnos del colegio Oxford seguían en las aulas de clase,
sin darse cuenta de que algo malo estaba sucediendo. Al
parecer, la magia que había usado Margaret para ocultarse
era demasiado poderosa para impedir que un humano se
percatara de que algo andaba mal.
—¿Vas a echarte a llorar? —preguntó con dulzura
mientras mostraba una sonrisa de suficiencia.
Christian la miró apretando los dientes.
—No —le contestó—. ¡Déjame salir!
Margaret sacudió la cabeza y se sentó detrás del escri-
torio.
—No soy tan ingenua, querido. Se que si abro esa
puerta te iras corriendo tras ella, y no puedo dejar que
mates a mi vasalla. Quedan muy pocas de su especie.
El guardián volvió a apretar los dientes. Tenia que en-
contrar la manera de romper el hechizo, pero sus poderes
no se comparaban con los de ella. Margaret era mucho
mas fuerte que el. Y era una Darkwich. Una bruja de la
oscuridad. Aquel titulo la convertía en un ser casi inven-
cible.
—Entonces, no me dejas otra opción —susurró él.
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35. Astrid E. Méndez
Margaret percibió su mirada iracunda y saltó sobre él.
Le dio un puñetazo y unos cuantos golpes en la cara. Él
se defendió dándole un buen rodillazo en el costado. La
bruja soltó un gemido, pero no se movió, siguió lanzando
golpes y puñetazos. El joven dobló las piernas y la em-
pujó hacia atrás. Ella salió volando por los aires, dio con-
tra el cristal de una ventana y se desplomó en el suelo. La
ventana se rompió, y miles de cristales cayeron sobre su
rostro.
Christian se incorporó. Se dirigió a la puerta y la apor-
reó con fuerza. Se oyó un crujido, la perilla cayó y la
puerta se desmoronó. Christian salió corriendo del aula.
El pasillo se lleno de estudiantes, al parecer había sonado
el timbre para el almuerzo.
Christian apresuradamente se mezcló entre la multi-
tud, empujó y tropezó con varios alumnos. Por fin, cu-
ando los pasillos se despejaron, Christian corrió hacia el
jardín trasero de la escuela. Elisa no estaba ahí. Entonces,
la buscó por todas las aulas del colegio, por los pasillos,
en la cafetería, en los baños de chicas y por último, en el
gimnasio.
El gimnasio se encontraba vacío. No había luces y
hacía demasiado calor. Christian recorrió con la mirada
el lugar. Y mientras observaba el terreno, se percató de
que el tragaluz del gimnasio, estaba quebrado. Christian
frunció el ceño. Camino hacia el tragaluz y se inclinó, co-
giendo un vidrio.
El pequeño cristal de vidrio reflejo su rostro. Tenía la
cara pálida y los ojos color azabache, su pelo era lacio,
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36. El Medeallon
Del Mago
y estaba alborotado. Se miraba agotado y decaído. Un
minuto más tarde, su reflejo desapareció, mostrando la
cara de Elisa. Tenía los ojos llorosos y la piel muy blan-
ca, como si estuviera viendo un fantasma. De pronto, el
reflejo cambió y un joven de cabello rubio apareció de-
trás de su amiga. Christian miró el rostro del muchacho,
mostraba un gesto serio e impasible, acto seguido el refle-
jo volvió a cambiar. Una muchacha bajita y pelirroja, que
llevaba trenzas en el pelo, apareció. Era Lena.
Christian cerró la mano en un puño, y el vidrio rápida-
mente se quebró. Su mano comenzó a sangrar. Christian
abrió el puño y dejó caer los pedazos de vidrio. Y estos
inmediatamente se esparcieron sobre el suelo. Los cor-
tes en la mano derecha de Christian comenzaron cerrarse
instantáneamente. Después, los tajos desaparecieron y su
mano retornó a la normalidad.
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37. Astrid E. Méndez
Capitulo 7
—H ace muchos años en un pueblo llamado Forest. Un
poderoso mago utilizo su poder para crear un medallón,
y salvar a su pueblo de la amenaza de un brujo, que des-
pertó al los señores oscuros para someter al pueblo bajo
su voluntad. Hubo una batalla entre el mago y el brujo.
El mago, por supuesto ganó, y el brujo perdió. Pasaron
años, y el mago murió, y el medallón desapareció. Los
aldeanos del pueblo creyeron que el medallón había re-
gresado junto a su dueño, pero no fue así, el medallón
cayó en manos de los humanos. Y jamás volvimos a verlo,
hasta ahora —dijo Sebastián.
—¿Quiénes son los señores oscuros? —preguntó Elisa.
—Los guardianes del inframundo —respondió con
aire presuntuoso.
—¿Qué? —Elisa parpadeó perpleja.
—Te lo dije, te dije que no serías capaz de creerme.
Sebastián, se arrodilló y se sentó en el pasto.
Elisa se inclinó y se sentó junto él. La sombra del árbol
cubrió sus rostros del sol. Los niños dejaron de jugar, y el
parque se quedó en silencio. Solo el silbido del viento y el
canto de las aves se siguieron escuchando.
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38. El Medeallon
Del Mago
—Bueno, ¿y porque el medallón me protege? —Ella
lo miró.
—Porque eres la ultima descendiente del mago Claus.
El medallón te reclama como su dueño —dijo Sebastián.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque intente acuchillarte y el medallón te prote-
gió.
—¿Qué hiciste qué?
Elisa levantó una ceja, y le lanzó una mirada desafiante.
—Mira, mi deber era encontrar el medallón, y en-
tregárselo a las seis hermanas, pero cuando te vi allí, en
esa habitación con esa bruja, hice lo que me instinto me
decía. Te salvé, y luego te traje aquí. Estabas inconsciente
y yo pensé tu no eras mi responsabilidad, así que intenté
matarte y quitarte el medallón. Pero, cuando te acuchillé
en el pecho, el medallón brilló y me lanzó hacia atrás.
Luego, volví hacia a ti, para saber si sangrabas o estabas
herida, ¿y qué crees? No lo estabas.
Se produjo un silencio repentino. Después, Elisa
habló:
—¿Quién eres en realidad? ¿Y quiénes son las seis her-
manas?
—Soy un Caballero. No cualquier caballero. Tengo
poderes especiales. Controló la magia del espíritu del
viento. Los que son como yo, hacen contratos con los
espíritus de los cuatro elementos y obtienen la habilidad
de controlar su poder —explicó Sebastián—. Las seis her-
manas son grupo de hechiceras que dedicaron su vida en
la búsqueda del medallón, y como yo soy el ultimo cabal-
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39. Astrid E. Méndez
lero que queda de su clan, me encomendaron la misión
de encontrar el medallón. Y protegerlo. Me advirtieron
que no debía caer en las manos equivocadas, porque co-
sas muy malas pasarían. Entonces, cuando te vi, supe que
las hermanas tenían razón en algo que me dijeron hace
mucho tiempo.
—¿Y qué cosa era? —Elisa alzó la voz.
—Que el medallón regresaría con su dueño —dijo Se-
bastián.
Elisa abrió los ojos de par en par. Entonces lo entendió.
Sebastián se refería a ella. Ella era la dueña del medallón.
La ultima descendiente de esa tal mago.
—¿Tú crees que soy esa persona? —susurró.
—Pues, si no lo eres no seguirías con vida —le dijo y se
levantó—. Ahora, levante hay que irnos.
—¿Qué? ¿A dónde?
Elisa se incorporó de un salto, y los ojos de Sebastián
se encontraron con los de ella. Eran azules y muy her-
mosos. Tenía piel blanca y el pelo demasiado rubio. Su
camisa negra, estaba pegada a su cuerpo, dejando mostrar
sus perfectos bíceps. Tenía unos brazos increíblemente
músculos, para ser tan reales. Por un segundo Elisa, deseo
que Sebastián la abrazara para sentir como encajaba su
cuerpo contra el de ella, y, al mismo tiempo, sentir sus
brazos fuertes, rodeando su cintura.
—Tengo que llevarte fuera del país. La muerte de esa
muchacha se sabrá dentro de muy poco tiempo y ellos
sabrán que estás aquí.
—¿Ellos? —repitió Elisa desconcertada.
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40. El Medeallon
Del Mago
—Sí, ellos. Los sirvientes de Agnes.
—¿Quién es Agnes? —inquirió Elisa.
—Una poderosa bruja que desea el poder del medallón
para volver a despertar a los señores oscuros, y con ellos
doblegar a los humanos, para que la respetan y la hagan la
reina del universo.
Elisa sintió un leve estremecimiento recordando algo.
—Lena, Lena era una de ellos. Una bruja, por eso me
ataco, quería el medallón para ella —dijo.
—Si —asintió Sebastián—. Por eso, con más razón
debemos de irnos.
Elisa dio un paso atrás.
—Pero…yo no puedo irme. Tengo una vida. Tengo una
madre, yo no puedo dejarla —dijo Elisa con aire afligido.
—Pues, tendrás que hacerlo. No puedes quedarte aquí.
Ellos te encontraran y estarías poniendo en peligro a tu
madre.
Elisa se estremeció. No podía dejar a su madre ni tam-
poco podía permitir que algo malo le sucediera. Su cabeza
meditó. Y tomó la decisión más sabia que creyó. Su mi-
rada se dirigió a Sebastián. Él la miró frunciendo el ent-
recejo. No muy bien seguro de lo que haría si digiera que
no.
—Bien, voy contigo —dijo y añadió—. No quiero que
mi madre sea lastimada por mi culpa.
Sebastián asintió con la cabeza.
—Bien, vamos. Hay que buscar un taxi.
Elisa inclinó la cabeza, siguiendo a Sebastián. Sebastián
se puso en la parada de taxis, y llamó a uno que pasaba por
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41. Astrid E. Méndez
ahí. El taxi se detuvo frenando ruidosamente. Sebastián
abrió la puerta, e hizo que Elisa entrara primero. Elisa se
deslizó en el asiento trasero y Sebastián se sentó junto a
ella. Los hombros de ambos se rozaron, haciendo que ella
se ruborizará. Sebastián vio como ella se ruborizaba por
tan pequeño detalle, y reprimió una carcajada. Se volvió
hacia el conductor, le dijo una dirección y el taxi se puso
en marcha.
Pocos minutos después, el taxi se alejaba del parque
Cross, dirigiéndose hacia un rumbo fijo.
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42. El Medeallon
Del Mago
Capitulo 8
S ebastián contemplo a Elisa mientras dormía, estaba recargada
contra su hombro, y parecía un hermoso ángel caído del
cielo. Y al ver la pasividad con la que dormía, recordó
algo, un pensamiento. Y ese pensamiento invadió todo su
ser. Entonces, la mirada de Sebastián cambio y su rostro
se puso tenso.
El taxi doblo la esquina y se metió en la carretera. Los
enormes edificios de la ciudad, desfilaron ante los ojos del
muchacho. Sebastián suspiró y se recargó contra la venta-
nilla de pasajeros. Cerró los ojos y dejó que sus pensam-
ientos fluyeran por su mente. Tres segundos después, una
mujer alta y pelirroja, apareció en su visión, estaba senta-
da frente a un espejo y deslizaba un cepillo por su enorme
cabellera; la mujer percibió que alguien más la observaba,
y soltó el cepillo sin querer. Giro la cabeza, y sonrió a la
mirada confusa de Sebastián. Te dije que podría entrar,
le susurró. Puede meterme en tu cabeza y saber lo que
piensas. No puedes ocultarme nada. ¡Eres mío, Sebastián!
Sebastián abrió los ojos y las palabras de aquella mu-
jer se desvanecieron en el olvido. Elisa abrazo a Sebastián
instintivamente y él le beso en la mejilla. Ella sintió un
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43. Astrid E. Méndez
ligero rosé y despertó, alejándose de él. Sebastián rió por
lo bajo, sonriendo traviesamente.
—¿Qué me has hecho? —le preguntó.
Elisa se llevó una mano a la mejilla.
—¿Mmm? —le sonrió Sebastián.
—Me besaste, ¿verdad? —dijo Elisa aturdida, aun
sentía los labios de Sebastián en su mejilla.
—No —negó con la cabeza—. Solo te desperté.
—Me besaste, ¡no mientas! —señaló a Sebastián con
el dedo.
Sebastián beso sus dedos y ella dio un brinco en el
asiento.
El sujeto que conducía el taxi se volvió hacia ellos.
—¿Sucede algo? —frunció el ceño.
—No —dijo Sebastián, y chofer volvió a mirar el cami-
no.
Elisa se acomodo en el asiento de pasajeros y obser-
vo por la ventanilla, el hermoso paisaje de la ciudad de
Monterrey. Aun sabiendo que jamás volvería. Sebastián le
había advertido que si se quedaba solo pondría en riesgo
su vida y la vida de su madre. Así que, decidió irse con él
y encontrarse con las seis hermanas. Las únicas personas
capaces que podrían mantenerla a salvo.
Sebastián observó a Elisa con el ceño fruncido. Estaba
preocupada por ella, pero no sabía cómo manifestarlo.
Una parte de él, quería abrazarla y decirle que todo estará
bien, y la otra era alejarse de ella, mantener la distancia.
No sabía lo que estaba ocurriendo. El jamás se sentía así.
Jamás expresaba sus sentimientos. Y mucho menos hacia
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44. El Medeallon
Del Mago
una chica totalmente desconocida para él. Algo extraño le
estaba sucediendo. Pero el, no lograba entenderlo.
Elisa se removió en el asiento incomoda y bajo la mi-
rada hacia las manos de Sebastián. Eran grandes y gruesas,
muy diferentes a las suyas que eran delgadas y pequeñas,
tan delicadas como el pétalo de una rosa.
Sebastián siguió la dirección de su mirada y entrelazó
los dedos. Ella alzó la vista, mirando hacia él. Y de pron-
to, las miradas de ambos se encontraron, durante un mo-
mento que pareció una eternidad.
Fueron pocos los minutos en que permanecieron así,
mirándose el uno al otro, que no percibieron cuando el
taxi se colocaba frente al hotel, y el conductor les decía
que ya habían llegado.
—¿Perdón? —esa fue la única palabra que consiguió
decir Elisa.
—Señorita, ya hemos llegado —repitió el conductor.
—¡Excelente! —dijo Sebastián mientras salía del auto
apresuradamente y cerraba la puerta de un golpe.
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45. Astrid E. Méndez
Capitulo 9
C onseguir una habitación fue tan fácil como un simple cerrar
de ojos. Sebastián se las había arreglado para conseguir
que la recepcionista no hiciera preguntas y le entregara las
llaves sin pestañear. Ahora ambos se encontraban en una
de las habitaciones del hotel.
Estaban sentados en una mesa que había en una es-
quina, el uno frente al otro, pero sin dejar de ingerir la
comida que tenían frente a ellos.
Elisa miró por el rabillo del ojo a Sebastián, quien mas-
ticaba con los ojos cerrados, y arrugaba la frente de vez
en cuando. Se estará acordando de algo, susurró. Fue en-
tonces cuando Sebastián abrió los ojos y levantó la vista
hacia ella.
—¿Has dicho algo? —preguntó él.
Elisa parpadeó.
—No —contestó.
—Lo siento, creí haberte escuchado —dijo Sebastián,
y a continuación, se sirvió un vaso de agua.
Elisa encarnó una ceja sorprendida. Y recordó la con-
versación que habían tenido en el parque.
—¿Puedes leerme?
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46. El Medeallon
Del Mago
Sebastián trago y deposito el vaso sobre la mesa.
—No, aun no puedo —le dijo—. Pero escucho peque-
ños murmullos que provienen de ti.
—No lo entiendo —Elisa sacudió la cabeza.
—Yo tampoco—dijo Sebastián, y ambos se observa-
ron en silencio. Ella sujeto un mechón de su cabello y
lo coloco detrás de la oreja, bajo la mirada y se dispuso
a terminar de comer. Sebastián por su parte, se excusó y
salió de la habitación.
Cuando Elisa termino de cenar, recorrió la pequeña
habitación y se fue en busca de un teléfono. Tenía que
comunicarse con alguien. Con su madre. Se la imagino
sentada en el diminuto sofá de la estancia y mirando su
celular, y esperando escuchar la voz ella.
Elisa halló el teléfono, estaba sobre una mesita de
noche en una de las habitaciones de la recamara. Marco
los números de su madre, y espero a que la llamada entr-
ara.
—¡Hola!— respondió Begonia al segundo tono.
—¡Mama! —dijo Elisa—. Soy yo.
—¡¿Elisa?! —Su madre soltó un chillido—. ¿Dónde
estás?
Elisa sintió que el estomago se le removía y se sentó en
el borde de la cama.
—En un hotel —le contestó.
—¿En qué hotel?
—En el Holiday Inn —dijo Elisa.
—¿Cuál Holiday Inn? —Begonia alzó la voz.
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47. Astrid E. Méndez
—No lo sé—Elisa se cansó de oír preguntas—. Mama,
¿Qué está sucediendo?
Su madre no respondió.
—Elisa, escúchame bien —la voz áspera de su madre
regresó—. Pase lo que pase, no te quites el medallón.
—¿Por qué? —replicó ella.
Y por favor no confíes en el —dijo Begonia en tono
suplicante.
—¿Quién? —inquirió Elisa, frunciendo levemente las
cejas—. ¿Sebastián?
—Si —respondió su madre sin vacilar.
Y en aquel mismo instante, una segunda voz se escuchó
al otro lado del teléfono, y demasiado familiar para ella.
—¡Christian! —exclamó Elisa, soltando un gemido de
alegría. Su madre la escuchó y murmuró algo hacia Chris-
tian, cosa que Elisa no logro entender.
—Elisa—susurró Christian.
Elisa sintió que su corazón se le agitaba.
—¿Chris…tian?—tartamudeó ella—. ¿Eres tú?
—Si lo soy —respondió él—. ¿Estás bien?
—Sí, bueno eso creo —le dijo.
—¿Dónde estás? —preguntó Christian.
—Aun sigo en la ciudad. Nos hemos quedado en un
hotel, en el holiday Inn, apartamento 14 —contestó ella
rápidamente.
—¿Nos hemos? — repitió Christian.
—Sí, yo y Sebastián —dijo Elisa— Chris, ¿Qué ocurre?
Mama me dijo que...
—¡Shh! —la interrumpió Christian—. Elisa no te mue-
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48. El Medeallon
Del Mago
vas de ahí, encontrare la forma de llegar, y por favor no
confíes en ese chico.
—¡¿Por qué todo el mundo me dice lo mismo?! —re-
funfuñó Elisa—. Sebastián no me ha hecho nada malo su
único pecado fue salvarme.
— ¡No confíes en el! —gritó Christian desde el otro
lado de la línea.
—¿Por qué no? —exigió Elisa.
—Solo no lo hagas —explicó Christian—, por favor.
Elisa iba a protestar, pero en ese momento escuchó la
voz de Sebastián que llegaba desde la estancia.
—Me tengo que ir —anunció.
—Elisa, espera...
Elisa no llegó a oír la frase completa. Colgó el teléfono
y salió de la habitación. Afuera, en la antesala, Sebastián
estaba recostado en el sofá mirando el televisor mientras
sujetaba con una de sus manos el control remoto.
—¿Dónde has ido? —quiso saber.
Sebastián apartó la mirada del televisor y fijó sus ojos
en ella.
—Por ahí—le dijo.
—¿Y tu? ¿Qué estuviste haciendo? —preguntó Sebas-
tian con repentina curiosidad.
«No confíes en el» había dicho su madre y su mejor
amigo. Sin embargo, para ella Sebastian era como un sal-
vador, alguien a quien podrías confiar tu vida sin pensár-
telo dos veces.
¿Quién eres en realidad Sebastián? se preguntó.
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49. Astrid E. Méndez
—Viendo las habitaciones —le dijo, sentándose junto a
él. Levantó la mirada y se quedo mirando el televisor, que
en ese instante pasaba el comercial de la pepsi.
—¿Qué ocurre? —dijo Sebastián, al ver sus ojos en-
sombrecidos.
—No lo sé. No termino de entender nada. ¿Por qué mi
madre no confía en ti? ¡Y por dios, ¿Por qué todo mundo
sabe algo menos yo?!
Elisa cubrió su rostro con las manos, y Sebastián la
abrazó. Ella se acurrucó contra él, sintiendo que el calor
aumentaba bajo su ropa. Le rodeo con los brazos, y dejó
que él le recorriera la espalda con sus manos frías. Una
sensación extraña, que nunca antes había sentido comen-
zó a atosigar a Sebastián.
—¡No!—gritó él, y se apartó de ella.
—¿Qué sucede? — Ella lo miró entornando los ojos.
—No puedo. No puedo hacerte esto. No puedo hacer-
nos esto —susurró Sebastián, y se incorporó.
—¿Hacer qué? —le exigió ella.
—Nada, iré a tomar aire fresco —dijo Sebastián. Se di-
rigió a la puerta y después, se volvió—: quédate aquí. No
es seguro para ti salir.
—Está bien —asintió Elisa de mala gana—. ¿A dónde
iras?
—Daré un paseo por el hotel —le dijo, y cerró la puer-
ta tras de sí.
Elisa se reclinó en el asiento y observó los pequeños
dibujos que había en el techo. Un torrente de emocio-
nes se cernió sobre ella, no entendía porque Sebastián
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50. El Medeallon
Del Mago
se había puesto de esa forma, y sobre todo no entendía
porque su madre y su mejor amigo no confían en el. Elisa
sabía que Sebastián escondía algo, pero no lograba saber
que era. Temía que el fuera el tipo malo de la película. Sin
embargo, Sebastian no le había dado motivos para pensar
así de el. Cerró los ojos y se dejó sucumbir por el sueño.
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51. Astrid E. Méndez
Capitulo 10
E ran las seis y media de la tarde cuando Lucinda y Margaret
doblaron la esquina de la cafetería. El cielo empezaba a
oscurecerse, y las lámparas de las calles se encendían de
forma automática.
Habían recorrido gran parte de la zona para llegar a la
avenida Briones, donde deberían encontrarse en el hotel
en que Elisa y Sebastián estarían.
Margaret se detuvo e hizo que la lámpara de la esquina
se apagara. Le gustaba la oscuridad, y buscar presas ino-
centes que asechar.
—¿Por qué te detienes? —quiso saber Lucinda.
—¡Shhh! —le dijo—, alguien nos sigue.
Lucinda miro a su alrededor. Si alguien los seguía de-
bía de estar demasiado loco como para querer enfrentarse
solo a Margaret. Nadie en su santo juicio era capaz de
enfrentarse a ella y vivir para contarlo.
Margaret arrastró por el callejón a Lucinda, y se es-
condieron detrás de un basurero. Echó un vistazo por el
lugar, y un hombre que vestía de negro, se dirigió hacia
donde ellas se escondían. Al parecer, el sujeto era muy
buen rastreador.
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52. El Medeallon
Del Mago
Margaret tomó la empuñadura de su daga y salió de su
escondite. El hombre se detuvo sin sorprenderse.
—Tienes agallas, ¿eh? —dijo ella.
El sujeto siguió caminando.
—Margaret, hazlo lo que tengas que hacer. Se hace de
noche —Lucinda apareció por detrás de ella.
—Nunca entendí porque le tienes miedo a la oscuridad
—replicó Margaret—, pero tienes razón.
Margaret se volvio hacia el.
—No mato personas inocentes a menudo pero ten-
emos un poco de prisa.
El sujeto dio tres pasos al frente, y se detuvo, sacó una
daga del cinturón y se abalanzo contra Margaret. Ella lo
esquivo, girando sobre sus pies, y desvainó la espada.
Arremetió contra él, dio estocadas y algunos golpes en
el estomago. Aquel hombre estaba dotado de una habili-
dad sobrehumana. Por el contrario, Margaret ya lo había
matado. Nadie era más rápido que ella. A menos que, su
atacante fuera un Gone. Cuyas criaturas eran más veloces
que una gacela. Ya que tenían las mismas habilidades que
poseía una bruja. Los Gones eran humanos, pero en sus
venas corría la sangre de un demonio.
Los ojos de Margaret brillaron con excitación. Era
el momento. El momento en que ella usaría su don. Su
don para matar Gones. Margaret se movió con la agili-
dad de un gato en plena cacería, y dio un salto. El sujeto
la esquivó, y la ataco por la espalda. El filo de la daga
le atravesó la piel. Ella gruño, y en un movimiento sutil,
atravesó al sujeto con la espada. El hombre abrió los ojos
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53. Astrid E. Méndez
sorprendido, y se tambaleó, golpeándose contra el suelo.
Margaret limpió el filo de su espada y esbozó una leve
sonrisa. No era la primera vez que mataba a un Gone ni la
segunda. Eso lo sabía de antemano.
—¿Ya termino? —era la voz de Lucinda que llegaba
hacia ella.
—Si —dijo Margaret, y la miró—. ¿Por qué te es-
condías detrás del basurero?
—Instinto de supervivencia, supongo —Lucinda se
encogió de hombros.
—¿Instinto de…? —repitió, y sacudió la cabeza—.
¡Olvídalo!
Guardó la espada en el cinto y levantó la mirada hacia
su compañera.
—¡Adelántate! —le dijo—, tengo algo que hacer.
Lucinda asintió con la cabeza. Dio media vuelta y de-
sapareció de la escena. Por otro lado, Margaret arrastró el
cadáver del Gone y lo escondió detrás del basurero. Lo
cubrió con cajas de cartón y periódicos, que halló dentro
de la basura. Alzó la vista, y sintió un aire fresco. Observó
sus manos, y el tatuaje de su brazo izquierdo comenzó a
crecer. No obstante, aquello no le sorprendió. Ni tam-
poco le asustó.
—Un menos, quedan cuatro —susurró.
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54. El Medeallon
Del Mago
Capitulo 11
S oñó que perseguía un pájaro a través del campo. Era grande
y rojo, con ojos negros y brillosos. Aleteó sobre un ár-
bol y se sujeto en una de las ramas. Elisa se detuvo frente
aquel árbol, lo contempló y acarició el tronco. El tallo
era grueso y muy resistente. Elisa miró hacia arriba y se
dio cuenta de que aquel pájaro rojo ya no estaba ahí, así
que, empezó a buscarlo con la mirada. Por desgracia, no
lo encontró. Con la mirada afligida Elisa se alejo del árbol
y atravesó el campo.
Entonces, escuchó un estrépito que provenía detrás
de ella y se giró. Una persona encapuchada que sujetaba
una espada de acero apareció en su visión. Elisa parpadeó
y meneó la cabeza. El sujeto se quitó la capucha y Elisa
gritó. Aquel hombre era Sebastian.
—
¡No! —gritó Elisa, despertando.
—¿Qué sucede? —Sebastian le sujetó los brazos en
gesto tranquilizador.
—¡No me toques! — Elisa se apartó de él, temblando.
—¿Quién rayos eres? — exigió saber—. Eres uno de
ellos, ¿verdad?
—Elisa, escúchame, no soy uno de ellos —se explicó
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55. Astrid E. Méndez
Sebastian—, yo…no puedo. ¡Demonios!
Sebastian la agarró por los hombros y le besó. Ella lo
empujó, pero el la sujeto con muchas mas fuerza. Fue allí
cuando ella cedió y le rodeó el cuello con los hombros, y
le besó con urgencia. Sebastian le rodeó la cintura y am-
bos cayeron al suelo, besándose.
—Vaya, así me los quería encontrar —dijo Margaret
entrando en la habitación.
Sebastián se apartó de Elisa y se volvió hacia Margaret.
—¡Tu! —dijo Sebastián—, ¿Cómo es posible…?
—Hola Sebastián —le dijo—. Es bueno, volvernos a
encontrar.
—Te creía muerta —dijo Sebastián, poniéndose de pie.
—Y yo a ti —Margaret se volvió hacia Lucinda—.
Lucy, encárgate de la chica. Yo me encargare de él.
— ¿Estas segura? —preguntó Lucinda.
—Si —susurró Margaret sonriendo—, completamente
segura.
—Está bien —Lucinda fijó su mirada en Elisa.
—¡Corre! —gritó Sebastián.
—No —Elisa se incorporó—. ¡No te dejare!
— ¡Corre! —volvió a decirle.
Elisa miró a Sebastián con los ojos llorosos, y asintió
con la cabeza. Lucinda corrió hacia ella, y una fuerza in-
explicable que provenía de ella, empujó a Elisa contra la
pared.
Sebastián levantó la espada y se precipitó contra Mar-
garet. Ella esquivó el golpe, y se elevó. Una bola de fuego
tomó forma en su mano, y fue lanzada a través de la estan-
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Del Mago
cia en dirección de Sebastián. Elisa soltó un grito, y corrió
hacia él. El diminuto cristal que colgaba de su cuello se
iluminó y lanzó el fuego hacia Margaret. Margaret con-
juró un hechizo y el fuego se desvaneció.
—¡Tu pequeña niña tonta! —siseó Margaret—. Estas
jugando con fuego.
Elisa retrocedió al encontrarse con la mirada de Mar-
garet.
—Margaret —susurró Lucinda, que estaba de pie al
otro lado de la sala mirando con horror la escena—, ¿pu-
edes dejar de jugar?
Margaret alzó la vista hacia ella.
—Creí haberte dicho que te encargaras de la chica,
pero veo que no lo has hecho.
—Elisa, sal de aquí —dijo Sebastian entre dientes, de
modo que Elisa solo pudo escucharlo.
—¡Te has vuelto loco! —Elisa abrió mucho los ojos—.
No has visto lo que ha pasado.
Sebastian besó su frente y le susurró bajito:
—¡Corre! ¡Ahora!
Margaret se volvió hacia ellos, y Elisa echó a correr
hacia la puerta. Sebastian arremetió contra Margaret, con
espada en mano y los filos de ambas se encontraron. Se-
bastian se movía con demasiada seguridad como si estu-
viera seguro de que ganaría aquella batalla. Mientras que
Margaret descargaba golpes y giraba como una peonza,
dando estocadas fuertes y letales. Era mucho más fuerte
que Sebastian, de eso estaba seguro; y era una excelente
luchadora. En otros tiempos, si ella estuviera de su lado la
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57. Astrid E. Méndez
convertiría en su camarada. Pero no lo estaba.
Elisa dio un traspié y cayó sobre suelo frío. Lucinda la
sujetó por los brazos, y la lanzó contra la pared. Ella gritó,
dándose un golpe en la cabeza. De repente, su visión co-
menzó a tornarse borrosa y se desmayó. Acto seguido,
Lucinda se arrodilló junto a ella y levantó su cuerpo sin
ningún esfuerzo.
—Te estás aburriendo Sebastián, porque yo si —dijo
Margaret.
Sebastián volvió arremeter contra ella.
—¿Para quién trabajas? —le preguntó.
Margaret dio un giro y de nuevo, las espadas de ambos
se encontraron.
—Tu madre no te lo dijo —respondió—, he vuelto a
trabajar para ella. Creo que desconfía mucho de ti, y por
lo que veo estaba en lo correcto.
—Agnes no es mi madre —le dijo con suavidad.
—Pero ella te crió y te convirtió en lo que eres ahora
—Margaret dio un salto hacia atrás y lanzó su cuerpo ha-
cia él.
—¡Ella me arruinó! —exclamó Sebastián, esquivando
otra estocada de ella.
Margaret giró sobre sí misma y desarmó a Sebastián.
—Aun crees que eres más fuerte yo —La espada de
Margaret le rozó el cuello.
—Sí, lo creo —le aseguró, y un segundo después, Mar-
garet yacía en el suelo contemplando a Sebastián con los
ojos muy abiertos.
—Y ahora que harás, Margaret —Sebastián deslizó el
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58. El Medeallon
Del Mago
filo de su espada hacia Margaret.
—Jajaja, eres demasiado estúpido querido —La risa de
Margaret resonó por detrás de él.
Sebastián se dio la vuelta y Margaret le propinó un
golpe en la sien. Y después, Sebastián cayó al suelo incon-
sciente.
—¿Tienes a la chica? —inquirió Margaret.
La puerta de la habitación se abrió. Lucinda entró y
dejó caer el cuerpo inconsciente de Elisa sobre el diminu-
to sofá.
—Si —le contestó—. ¿Estás segura de lo que haces? El
medallón puede ser nuestro.
Además, Agnes te traicionará, siempre lo hace.
—No puedo —dijo Margaret—, ella sabe cómo romp-
er el hechizo.
—Pero nos estamos arriesgando mucho —objetó.
—Entonces, actuaremos primero que ella —Margaret
curvó los labios en una mueca—.Trae a la chica, yo me
encargaré de Sebastián. El pequeño guardián nos sigue el
ritmo.
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Nota del autor:
Este libro aun no ha sido publicado, por lo cual no
puedo darles más capítulos. Gracias a todos los fans que
se unieron a nuestro grupo y página de facebook me es
posible publicar unos cuantos capítulos.
Si te gusta esta obra y deseas saber más sobre ella,
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El medallón del Mago o busca nuestro grupo: https://
www.facebook.com/groups/242809975853893/ en face-
book.
Gracias por leer esta increíble novela: D
Hasta pronto, espero que te haya gustado tanto como
a mí.
Pd: Si tienes amigos que crees que les agrade leer esta
novela, puedes enviarle este documento de esta forma
más personas conocerán la obra. Y de nuevo, gracias por
hacerse fans.
Astrid Méndez
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