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La educación desde la
comunicación
Jesús Martín Barbero
Grupo Editorial Norma
1ª ed. Colombia, 2003
Título colección: Enciclopedia
latinoamericana de sociocultura y
comunicación
ISBN 958-04-7444-3
Este material se utiliza con fines
exclusivamente didácticos
TABLA DE CONTENIDOS
Introducción 9
Capítulo 1. Alfabetizar en comunicación 19
Pedagogía de la palabra en acción 20
La incomunicación como herencia cultural 23
Una cultura del silencio 24
Lengua sin pueblo 27
Textura dialógica de la comunicación 30
La mediación o el espesor de lo simbólico 32
Emergencia del sujeto: de la acción a la expresión pasando por el cuerpo 35
Deconstrucción del mundo desde el lenguaje 40
Capítulo 2. El libro y los medios: crítica de la razón dualista 45
Del desencanto radical al dualismo metafísico 46
Un debate estratégico 46
Lo que el pesimismo metafísico no deja pensar 50
Pluralización de los alfabetos y las lecturas 52
Una escuela a la defensiva 53
La ausencia de políticas culturales y comunicativas en la educación 56
Las múltiples des-ubicaciones del libro 59
Transformaciones sociotécnicas de los medios 68
Capítulo 3. Reconfiguraciones comunicativas del saber y del narrar 79
Qué significa saber en la era de la información 80
Descentramientos: deslocalización y diseminación 81
Nuevas figuras de razón 89
Las oralidades culturales perduran y también cambian 93
Cuando la oralidad ya no es analfabeta 94
Renovadas vigencias de lo oral 98
Viejos y nuevos regímenes de visibilidad 104
La visibilidad social en las modernidades 106
Nuevos regímenes y narrativas de la visualidad 114
Bibliografía 121
2
CAPÍTULO II. EL LIBRO Y LOS MEDIOS: CRÍTICA DE LA RAZÓN
DUALISTA
Si ya no se escribe ni se lee como antes es porque tampoco se puede ver ni representar como antes. Y
ello no es reducible al hecho tecnológico pues, como afirma A. Renaud (1990) “es toda la axiología de los
lugares y las funciones de las prácticas culturales de memoria, de saber, de imaginario y creación la que hoy
conoce una seria reestructuración”. Convencida de la envergadura de esa mutación, M. Mead (1971: 99)
supo leer, hace ya más de treinta años, lo que en la actual ruptura generacional remite a “una experiencia que
no cabe en la linealidad de la palabra impresa” pues “nacidos antes de la revolución electrónica la mayoría de
nosotros no entiende lo que ésta significa. Los jóvenes de la nueva generación, en cambio, se asemejan a los
miembros de la primera generación nacida en un país nuevo”. De ahí que sólo a partir de la asunción de la
tecnicidad mediática como dimensión estratégica de la cultura, la escuela podrá insertarse en las nuevas
figuras y campos de experiencia en que se procesan los intercambios entre escrituras tipográficas,
audiovisuales y digitales, entre identidades y flujos, así como entre movimientos ciudadanos y comunidades
virtuales.
Del desencanto radical al dualismo metafísico
Ahorrándose la trama de contradicciones y rupturas de que está hecha la historia, y las incertidumbres del
presente, buena parte del mundo adulto, y especialmente el académico, carga a los medios audiovisuales la
causalidad de la crisis de la lectura y del empobrecimiento cultural en general. Un amargado desencanto se
traviste de profetismo para proclamar como dogma el más radical de los dualismos: en los libros se halla el
último resquicio y baluarte del pensar vivo, crítico, independiente, frente a la avalancha de frivolidad,
espectacularización y conformismo que constituiría la esencia misma de los medios audiovisuales. Mientras
el libro es declarado espacio propio de la razón y el argumento, del cálculo y la reflexión, el mundo de la
imagen masiva es reducido a espacio de las identificaciones primarias y las proyecciones irracionales de las
manipulaciones y simulación política. Y si en la prensa escrita se gestó el espacio público, en la imagen
televisiva se engendra hoy la más masificada homogeneización y el repliegue hacia lo privado.
Un debate estratégico
El dualismo que enfrentamos no pertenece al mundillo académico sino que tiene representantes entre
pensadores de la talla de Theodor Adorno y Horkheimer, quienes a fines de los años cuarenta declararon su
aborrecimiento intelectual e ideológico del cine porque a la velocidad a la que se suceden las imágenes es
imposible escapar a la seducción, distanciarse y pensar (Th. Adorno y M. Horkheimer, 1971); o la radical
posición hoy de G. Sartori (1997), quien identifica la videocultura con el post pensiero, es decir, con la
decadencia e incluso el fin del pensamiento. Es como si a medida que el mundo audiovisual se torna
socialmente más relevante y culturalmente más estratégico ello exasperara cierto rencor intelectual hasta el
paroxismo. Ahí está el profundo parentesco entre los títulos de dos libros que, situándose en las antípodas de
la denigración y la celebración de las tecnologías audivisuales y electrónicas, convergen sin embargo en la
apelación a la metafísica: el Homo videns de Giuseppe Sartori y el Ser digital de Nicolas Negroponte (1999).
O se desvaloriza la videocultura declarándola enemiga de la humanidad o se la exalta como la salvación del
hombre, en ambos casos –aparentemente tan distantes como el de un tecnólogo y el de un politólogo– la
metafísica suplanta a la política.
Una clara muestra de esa suplantación de la política por la queja moral y el vaticinio catastrofista me
la proporcionó el debate que, sobre la televisión, sostuve en la revista Número con un destacado novelista y
periodista colombiano (H. A. Faccio Lince, 1996; J. Martín-Barbero, 1996), para quien la televisión es, por
su naturaleza misma, inculta, frívola y hasta imbécil, de manera que “cuanto más vacuo sea un programa,
más éxito tendrá”. La causa de esa abominación es la fascinación que produce el medio audiovisual, “gracias
a su capacidad de absorbernos, casi de hipnotizarnos” evitándonos “la pena, la dificultad de tener que
pensar”. De lo que se concluye: “apagar, lo que se dice apagar a la televisión, eso no lo van a hacer las
mayorías jamás”, por lo que se infiere que lo que debe preocuparnos no es el daño que haga a las personas
ignorantes (¡los analfabetos algo sacan!) sino el que le hace a la minoría culta estancándola, distrayéndola,
robándole sus preciosas energías intelectuales.
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Pero como soy de los que piensan que la cultura es menos el paisaje que vemos que la mirada con
que lo vemos, a mí me pareció que el alegato hablaba menos de la televisión que de la mirada radicalmente
decepcionada del escritor sobre las pobres gentes de hoy, incapaces de calma, de silencio y soledad, y
compulsivamente necesitadas de movimiento, de luz y de bulla. Que es lo que justamente nos proporciona la
televisión. Ahora bien, si la incultura constituye la quintaesencia de la televisión se explica el desinterés y, en
el “mejor” de los casos, el desprecio de los intelectuales por la televisión, pero también queda ahí al
descubierto el pertinaz y soterrado carácter elitista que prolonga esa mirada: confundiendo iletrado con
inculto, las elites ilustradas desde el siglo XVIII, al mismo tiempo que afirmaban al pueblo en la política lo
negaban en la cultura, haciendo de la incultura el rasgo intrínseco que configuraba la identidad de los
sectores populares, y el insulto con que tapaban su interesada incapacidad de aceptar que en esos sectores
pudiera haber experiencias y matrices de otra cultura. Paradójicamente en un país tan dividido y desgarrado,
tan incomunicado como Colombia, la televisión se ha convertido en escenario de perversos encuentros:
mientras las mayorías ven allí condensadas sus frustraciones nacionales por la “tragedia” de su equipo en el
mundial de fútbol de Estados Unidos, o su orgulloso reconocimiento por las figuras que, de las gentes de la
región y la industria cafetera, dramatizó la telenovela Café, la minoría letrada vuelca en ella su impotencia y
su necesidad de exorcizar la pesadilla cotidiana, convirtiéndola en chivo expiatorio al que cargarle las
cuentas de la violencia, del vacío moral y la degradación cultural.
Hay un segundo –y también socorrido– argumento: “la fascinación que nos idiotiza”. Sólo que dudo
mucho que la fascinación sea “el modo de mirar de la generación que nació y se formó con la televisión” (U.
Eco, 1986), que se divierte con videojuegos, que ve cine en la televisión, que baila frente a pantallas gigantes
de video, y que en ciertos sectores juega, hace las tareas en la computadora y narra sus experiencias urbanas
en imágenes de video. Fascinación fue la que produjo el cine –su sala oscura, el asombro del movimiento y
los primeros planos– sobre las masas populares durante largos años, y la que sigue produciendo en el modo
de ver de la generación que hemos conservado la devoción por la magia del cine –que según Barthes hacía
del rostro de Greta Garbo una suerte de estado absoluto de la carne que no se puede alcanzar ni abandonar– y
que frustradamente proyectamos sobre la televisión. Además, ¿cómo reducir a fascinación la relación de las
mayorías con la televisión en un país en el que la esquizofrenia cultural y la ausencia de espacios de
expresión política potencian desproporcionadamente la escena de los medios, y especialmente de la
televisión? Pues es en ella donde se produce el espectáculo del poder y el simulacro de la democracia, su
densa trama de farsa y de rabia, y donde adquieren alguna visibilidad dimensiones claves del vivir y el sentir
cotidiano de las gentes que no encuentran cabida ni en el discurso de la escuela ni en el que se autodenomina
cultural.
Lo que el pesimismo metafísico no deja pensar
Lo que resulta cada día más evidente es que una crítica así resulta incapaz de distinguir la necesaria,
la indispensable denuncia de la complicidad de la televisión con las manipulaciones del poder y los más
sórdidos intereses mercantiles –que secuestran las posibilidades democratizadoras de la información y de la
creatividad cultural imponiendo una banalidad y mediocridad rampante en la inmensa mayoría de la
programación– del lugar estratégico que ese medio ocupa en la cultura cotidiana de las mayorías, en la
transformación de las sensibilidades, en los modos de percibir el espacio y el tiempo y de construir
imaginarios e identidades. Pues nos encante o nos dé asco, la televisión constituye hoy a la vez el más
sofisticado dispositivo de moldeamiento y deformación de los gustos populares y una de las mediaciones
históricas más expresiva de las matrices narrativas, gestuales y escenográficas del mundo cultural popular,
entendiendo por éste no las tradiciones específicas de un pueblo sino la hibridación de ciertas formas de
enunciación, ciertos saberes narrativos, ciertos géneros novelescos y dramáticos de las culturas de Occidente
y de las mestizas culturas de nuestros países.
A desmontar ese círculo, que conecta en un solo movimiento la “mala conciencia” de los
intelectuales y la “buena conciencia” de los comerciantes de la cultura, apunta mi denuncia del rencor de los
intelectuales y la incomprensión de las ciencias sociales para con el mundo audiovisual. Pues por encima y
más allá de la diferencia de interpretaciones, lo que de veras constituye el fondo del debate que importa es:
¿qué hacer entonces con la televisión? Y ¿qué tipo de política de televisión plantea el escritor? Una sola:
apagarla. Lo que significa que las luchas contra la avasallante lógica mercantil que devora ese medio
acelerando la concentración y el monopolio, la defensa de una televisión pública que esté en manos no del
gobierno sino de las organizaciones de la sociedad civil, la lucha de las regiones por construir las imágenes
de su diversidad cultural resultarían por completo irrelevantes e ineficaces. Pues todas esas luchas no tocan el
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fondo, la naturaleza perversa de un medio que nos evita pensar, nos roba la soledad y nos idiotiza. Y ¿qué
política educativa cabe entonces? La respuesta letrada es: ninguna, ya que es la televisión en sí misma, y no
algún tipo de programa, la que refleja y refuerza la incultura y estupidez de las mayorías. Con el argumento
de que “para ver televisión no se necesita aprender”, la escuela –que lo que enseña es a leer– no tendría nada
que hacer. Ninguna posibilidad, ni necesidad, de formar una mirada crítica que distinga entre la información
independiente y la sumisa al poder económico o político, entre programas que buscan conectar con las
contradicciones, los dolores y las esperanzas de las gentes y los programas que nos evaden y consuelan, entre
baratas copias de lo que impera y trabajos que experimentan con los lenguajes, entre esteticismo formalista
que juega de manera exhibicionista con las tecnologías y la investigación estética que incorpora el video y la
computadora.
A lo que conduce el desencanto letrado, y su travestida metafísica, es finalmente al escamoteo de la
política. Frente a esa elegante y culta evasiva, soy en cambio de los que creen que, aun en lo que concierne a
la cultura audiovisual y digital, “la cuestión sigue siendo explicar para transformar, y no quedarse en la
satisfacción que procura su negación informada” (J. J. Bunner, 1993: 12).
Pluralización de los alfabetos y las lecturas
Hubo un tiempo en que el “camino real de la emancipación” y el acceso al saber pasaban cuasi
exclusivamente por la escritura fonética, pero, ¿qué entender por alfabetización hoy (F. Caviano, 1985; S.
Santiago, 1991) cuando mucha de la información que da acceso al saber pasa de una u otra forma por las
diversas redes y tramas de la imagen y las sonoridades electrónicas? Y ¿qué entender por alfabetización
aquí?, en países cuya “escuela incompleta y atrasada convive con la intensa interconexión del mundo
audiovisual de masa” (J. J. Brunner, 1989: 62) y cuyas mayorías, aun habiendo aprendido a leer, no tienen
acceso social ni cultural a la escritura? Ahí se ubica el desafío de fondo, que, como archivos y generadores
de nuevos usos, la computadora en unos casos y la televisión en otros le plantean al mundo de la educación.
Pues el libro seguirá siendo clave en la medida en que la primera alfabetización –la que abre al mundo de la
escritura fonética, en lugar de encerrarse sobre la cultura letrada– ponga las bases para la segunda
alfabetización, aquélla que nos abre a las múltiples escrituras que hoy conforman el mundo del audiovisual y
del texto electrónico. El cambio en los protocolos y procesos de lectura (B. Sarlo, 1998), que sin duda
atravesamos, no significa, no puede ni debe significar, la sustitución de un modo de leer por otro sino la
compleja articulación del uno y los otros, de la recíproca inserción de unos en otros, entre libros y comics y
videos e hipertextos. Con todo lo que ello implica de continuidades y rupturas entre los muy canónicos
modos de leer libros y los muy anárquicos modos de navegar textos. Pues de un mínimo de continuidad y
conversación entre ellos va a depender en buena medida no sólo el futuro de la civilización occidental sino el
sentido social de la vida y el porvenir de la democracia, que son los que le están exigiendo a la educación
hacerse capaz de formar ciudadanos que sepan leer tanto periódicos como noticieros de televisión,
videojuegos, videoclips e hipertextos.
Una escuela a la defensiva
Infortunadamente en el mundo de la educación la preocupación que predomina no es ésa.
Obsesionados con el poder maléfico de los medios, y muy particularmente de la televisión, los educadores
acaban olvidándose de la complejidad del mundo adolescente o juvenil, y reduciéndolo a su condición de
consumidor de música y televisión. Obsesión que se ha visto reforzada por muchos de los estudios sobre
recepción de televisión, menos interesados en comprender la relación entre los adolescentes y la TV que en
corregir el ver de los telespectadores, que es a lo que empujan los prejuicios de quienes no ocultan su altivo
desprecio hacia ese medio, es decir de quienes no miran la televisión sino para estudiarla y poder así educar
el ver y el gusto de los que gozan viéndola. Desde esa mirada resulta imposible abordar un debate sobre la
relación de la sociedad con los medios, capaz de insertar ahí la formación de los jóvenes como ciudadanos.
Ello requeriría asumir seriamente los retos culturales y políticos que plantea la brecha cada día más ancha
introducida por los medios entre la sensibilidad y la cultura desde la que enseñan los maestros y aquella otra
desde la que aprenden los alumnos. Pues sólo asumiendo a los medios como dimensión estratégica de la
cultura hoy podrá la escuela interacturar, en primer lugar, con los nuevos campos de experiencia surgidos de
la reorganización de los saberes, los flujos de información y las redes de intercambio creativo y lúdico, con
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las hibridaciones de la ciencia y el arte, del trabajo y el ocio; y en segundo lugar con los nuevos modos de
representación y acción ciudadanas, cada día más articuladores de lo local con lo mundial.
Estamos ante un desafío que pone al descubierto no sólo el desconcierto de nuestra sociedad ante la
profunda reorganización que hoy atraviesan los modelos de socialización –pues ni los padres constituyen ya
el patrón-eje de las conductas, ni la escuela el único lugar legitimado del saber–, sino también lo que implica
de perversión social que el escenario de los nuevos modelos sean unos medios de comunicación sometidos
cada día más descaradamente a la lógica del negocio que imponen los conglomerados económicos, y a los
ritmos de obsolescencia de cualquier otro producto mercantil. Pero de esa perversión no son responsables
únicamente los conglomerados económicos y los grupos políticos coaligados, sino también, a su manera, la
del cómplice, un sistema educativo incapaz de pensar la envergadura de los cambios culturales que emergen
en la relación de los niños y los jóvenes con los medios y las tecnologías audiovisuales e informáticas.
El caso colombiano puede resultar aleccionador. Me refiero a la ausencia en la reciente Ley de
cultura, que acompañó la creación de ese ministerio, tanto del mundo de los medios masivos –sólo está el
cine, pero en cuanto arte– como del de la educación. La gravedad de la esquizofrenia que ello representa se
hizo más que evidente cuando un miembro de la Comisión Nacional de Televisión, preguntado acerca de lo
que pensaba sobre la última programación del canal cultural, respondió que se había logrado la programación
perfecta: ¡“educación por la mañana y cultura por la tarde”! En la Colombia de fin de siglo parecería que las
mejores relaciones entre cultura y educación son las que no les permitan encontrarse, y las de ambas con la
televisión no pueden ser más anacrónicas e instrumentales: no un medio para hacer/crear cultura sino sólo
para transmitir, difundir, divulgar. Para el Ministerio de Cultura los medios masivos de comunicación siguen
siendo cualquier cosa menos cultura, aunque sea en la radio, y sobre todo en la televisión, donde se hacen
socialmente visibles algunas de las transformaciones más de fondo en la sensibilidad e identidades de las
mayorías. Por eso no es de extrañar que la cultura haya quedado reducida en el canal cultural nacional a
algunos programas sueltos y al espacio de tres horas denominado La Franja, que se transmite entre las nueve
y las once de la noche, horas imposibles de ver para la mayoría de los colombianos que deben levantarse a
las cinco de la mañana para ir al trabajo. Para el Ministerio de Educación lo que pase en la cultura es asunto
de otros, y lo que pase en los medios mucho más, fuera de la hueca retórica sobre la modernización
tecnológica de la escuela, o de ese mal sanchocho de programación televisiva que se hace pasar por
“educativa”. Poco importa si en la idea de cultura que guía los currículos y la enseñanza escolar no quepan
aún sino las artes y las letras, dejando fuera la ciencia y la tecnología. “Que inventen ellos”... los países ricos,
y que a nosotros nos dejen seguir copiando y aplicando. Para el Ministerio de Comunicaciones la cultura
parecería no tener nada que ver con el desarrollo tecnológico de los medios –lo que ahí importa es el política
y económicamente adecuado reparto de las licencias y las frecuencias– y menos aún la educación: ¿qué va a
tener que ver el avanzadísimo y “riquísimo” mundo de las telecomunicaciones con el de nuestra pobretona y
atrasada educación?
La ausencia de políticas culturales y comunicativas en la educación
Las consecuencias están a la vista pero los feudos políticos siguen manteniendo separadas las
políticas en los ámbitos de la cultura y la comunicación del de la educación, y lo que en esa ausencia de
relaciones se están jugando nuestros países es su propia viabilidad tanto social como productiva, tanto
política como cultural. La nación se hace hoy en las ambiguas y complejas interacciones entre el ecosistema
comunicacional y el sistema político en su indelegable responsabilidad de dinamizar la educación y la
creatividad cultural, incluyendo en ambas la invención científica y la innovación tecnológica.
El primer paso en esa dirección será que la escuela –de la primaria a la universidad– piense menos en
los efectos ideológicos y morales de los medios, y más en el ecosistema comunicativo (J. L. Rodríguez Illera,
1988) que configura a la sociedad a la vez como modelo y trama de interacciones, conformada por el
conjunto de lenguajes, escrituras, representaciones y narrativas que alteran la percepción de las relaciones
entre el tiempo del ocio y el trabajo, entre el espacio privado y el público, penetrando de forma ya no puntual
–por la inmediata exposición a, o el contacto con, el medio– sino transversal (M. Castells, 1986) la vida
cotidiana, el horizonte de sus saberes, jergas y rutinas. La indispensable crítica tanto de los contenidos como
de las formas de seducción de los medios audiovisuales sólo resultará válida y socialmente eficaz cuando la
escuela sea capaz de insertar esa crítica en un proyecto de cambio educativo de envergadura cultural.
Entiendo por tal, en primer lugar, un proyecto que replantee la idea de cultura con la que la escuela trabaja en
nuestros países para que comience a dar entrada a las ciencias y las tecnologías, tanto en cuanto dispositivos
de productividad como de transformación de los modos de percibir, de saber y de sentir. Lo que implica
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incorporar las nuevas tecnologías de comunicación e información como “tecnologías intelectuales” (P. Lévy,
1993) esto es como estrategias de conocimiento y no como meros instrumentos de ilustración o difusión.
Ello es decisivo en la medida en que la reconversión que presenta la esfera tecnológica con relación al
ámbito de la cultura está incidiendo en la pérdida de capacidad social para definir las opciones en ese terreno.
Y la recuperación de esa capacidad pasa tanto por los ámbitos políticos como por los procesos educativos: es
desde y en la escuela donde las dimensiones y no sólo los efectos culturales de las tecnologías comunicativas
deben ser pensadas y asumidas.
En segundo lugar, se trata de un proyecto educativo que incorpore como objeto de estudio los relatos
y las estéticas audiovisuales que configuran la literatura cotidiana de las mayorías. Aprender a leer esa
literatura significa, de una parte, aprender a transformar la información en conocimiento, esto es a descifrar
la multiplicidad de discursos que articula/disfraza la imagen, a distinguir lo que se habla de lo que se dice, lo
que hay de sentido en la incesante proliferación de signos que moviliza la información. De otro lado,
aprender a leer esa literatura es aprender a diferenciarla, a distinguir y apreciar críticamente tanto sus inercias
narrativas y sus trampas ideológicas como las poéticas de la repetición serial y las posibilidades estéticas de
los nuevos géneros (A. Machado, 1996 y 1999; J. La Feria, 2000). Claro está que estas nuevas formas de
lectura sólo pueden tener cabida en una escuela que esté previa y auténticamente preocupada por el problema
de la lectura, esto es aquélla que ha sabido ligar la lectura, desde los primeros años, a la creatividad y al
placer, al gusto de descubrir y de escribir, más que al repetitivo ejercicio de tareas y deberes. Qué tramposo y
qué fácil echarle la culpa a la televisión de la apatía que los más jóvenes sienten hoy por los libros, cuando la
verdaderamente responsable es una escuela incapaz de hacer gustar la lectura y de insertar en ella nuevos y
activos modos de relación con el mundo de la imagen.
En los inicios del siglo XXI aprender a leer los textos audiovisuales y los hipertextos es condición
indispensable de la vigencia y el futuro de los libros –sólo si los libros nos ayudan a orientarnos en el mundo
de las imágenes, el tráfico de imágenes nos hará sentir la necesidad de leer libros– y parte de un derecho
ciudadano fundamental, el derecho a participar crítica y creativamente en la comunicación ciudadana.
Las múltiples des-ubicaciones del libro
Si el dualismo metafísico sirve de consuelo a los adultos, dice sin embargo bien poco a las
generaciones más jóvenes que, inmersas desde niños en la cultura, subcultura o para algunos incultura,
audiovisual viven como propia no la experiencia excluyente y desgarradamente maniquea de los adultos sino
otra: la del desplazamiento de las demarcaciones y las fronteras entre razón e imaginación, ciencia y arte,
naturaleza y artificio, la hibridación cultural entre tradición y modernidad, entre lo culto, lo popular y lo
masivo. Mirando desde ahí lo que se gana no es optimismo sino la oscura certidumbre de que la crisis del
libro y la lectura remiten a un ámbito más ancho de cambio cultural, el que conecta las nuevas condiciones
del saber con las nuevas formas del sentir, de la sensibilidad, y ambos con los nuevos modos de estar juntos,
es decir con las nuevas figuras de la socialidad.
En el recuento de los movimientos que la crisis del libro cataliza quizá no sea inoportuno recordar
que ha habido, y sigue habiendo en Asia y África, civilizaciones –y no sólo culturas– en las que el libro no
tuvo nunca la centralidad que ha tenido en la occidental. Por otra parte, hay que leer La ciudad letrada de
Ángel Rama (1985), para descubrir toda la exclusión social, política y cultural que el libro legitimó en manos
de los colonizadores y de sus herederos criollos. El texto de A. Rama me ha recordado siempre la pregunta
del historiador francés Michelet: ¿Quién ayudó realmente a que la clase obrera en Francia aprendiera a leer,
llegara a leer? Y responde: mucho menos unos intelectuales ilustrados que, como Voltaire, pensaban que el
libro procura placeres no disfrutables por el pueblo llano, que los dueños de los periódicos cuando,
conscientes de que el invento de la rotativa permitía centuplicar la tirada del periódico, se pusieron a buscar y
experimentar escrituras y narrativas que permitieran ensanchar el público lector y hacer rentable el invento,
con lo que dieron nacimiento a los géneros populares del folletín y la novela por entregas.
Entonces, no es ciertamente la cercanía de su muerte de lo que habla la crisis del libro sino de su
dejar de ser el centro del universo cultural (U. Eco, 1991) y la pluralización tanto de los modos de existencia
del texto escrito como de sus usos sociales. Lo que a su vez está implicando que la lectura pierda su
focalidad para desplegarse sobre otras escrituras y textos: desde el videojuego al videoclip, desde el grafitti
al hipertexto.
El libro atraviesa hoy una situación en cierto sentido homóloga a la que vive la nación (P Nora,
1992). Ésta se halla atrapada entre el redescubrimiento de lo local/regional como espacio de identidad y toma
de decisiones, y las dinámicas trasnacionales de la economía-mundo y la interconexión universal de los
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circuitos comunicativos vía satélites e informática. Tensionada entre el doble movimiento de lo local y lo
global, la nación se ve exigida de redefinir su propia función y sus modos de relación tanto con un adentro
diverso y estallado como con un “afuera” que deja de serlo por el replanteamiento radical del sentido de las
fronteras. También el libro se ve atrapado en nuestros países entre la fuerza local de una oralidad que es
modo de comunicación cotidiano, organizador y expresivo de unas particulares maneras de relación con el
mundo y unas formas de sociabilidad, y el poderoso movimiento de desterritorialización de las sensibilidades
y los comportamientos impulsado por los medios audiovisuales y los dispositivos de información desde el
ámbito de los modelos de narración (J. González Requena, 1986) y en general de los modos de producción y
difusión de textos (L. Vilches, 2001).
Pero el “malestar en lo nacional” (R. Schwarz, 1996) no es sólo un efecto de la globalización sino la
manifestación más flagrante del déficit en nuestros países de una cultura en común, que es hoy uno de los
mejores sinónimos de lo público. Ese malestar ha sido lúcidamente descifrado por el historiador colombiano
Germán Colmenares al trasluz de lo que revela la historiografía latinoamericana del siglo XIX: “Para
intelectuales situados en una tradición revolucionaria no sólo el pasado colonial resultaba extraño sino
también la generalidad de una población que se aferraba a una síntesis cultural que se había operado en él”
(G. Colmenares, 1987: 78). Extrañamiento que condujo a muchos a una “resignación desencantada”, que era
ausencia de reconocimiento de la realidad, “ausencia de vocabulario para nombrarla” y sorda hostilidad
hacia el espacio de las subculturas iletradas. El diagnóstico de Colmenares es bien certero e iluminador de la
experiencia actual pues también ahora la generalidad de la población está experimentando mezclas,
hibridaciones culturales, que desafían tanto las categorías como los vocabularios que permitan pensar y
nombrar lo nacional. Estamos pues necesitados, como nos lo recuerda constantemente Carlos Monsivais, de
desplazar la mirada sobre la configuración de lo nacional, para otearla desde lo popular en su carácter de
sujeto integrador, esto es de actor en la construcción de una nación que creían haber construido solos los
políticos y los intelectuales. De parte del populacho la nación “ha implicado la voluntad de asimilar y
rehacer las ‘concesiones’ transformándolas en vida cotidiana, la voluntad de adaptar el esfuerzo
secularizador de los liberales a las necesidades de la superstición y el hacinamiento, el gusto con que el
fervor guadalupano utiliza las nuevas conquistas tecnológicas. Una cosa por la otra: la Nación arrogante no
aceptó a los parias y ellos la hicieron suya a trasmano” (C. Monsivais, 1981: 38). Pero el pueblo de que habla
Monsivais es el que va de las soldaderas de la revolución a las masas urbanas de hoy, y lo que ahí se trata de
comprender es ante todo la capacidad popular de convertir en identidad lo que viene tanto de sus memorias
como de las expropiaciones que de ella hacen las culturas modernas. Lo nacional no enfrentado a lo
internacional sino rehecho permanentemente en su mezcla de realidades y mitologías, computadoras y
cultura oral, televisión y corridos. Una identidad que tiene menos de contenido que de método para
interiorizar lo que viene de “fuera” sin graves lesiones en lo psíquico, lo cultural o lo moral.
La historia de las desposesiones y exclusiones que han marcado la formación y desarrollo de los
Estados-nación en Latinoamérica ha comenzado apenas a tematizar las relaciones fundacionales entre nación
y narración (H. Bhabha, 1990). Pues así como desde las sucesivas constituciones, también desde los
“parnasos y museos fundacionales los letrados pretendieron darle cuerpo de letra a un sentimiento, construir
un imaginario de nación” en el que lo que ha estado en juego es “el discurso de la memoria que se realiza
desde el poder”, un poder que se constituye en “la violencia misma de la representación que configura una
nación blanca y masculina, en el mejor de los casos mestiza” (C. Rojas, 2001). Fuera de esa nación
representada quedarán los indígenas, los negros, las mujeres, todos aquellos cuya diferencia dificultaba y
erosionaba la construcción de un sujeto nacional homogéneo. De ahí todo lo que las representaciones
fundacionales tuvieron de simulacro: de representación sin realidad representada, de imágenes deformadas y
espejos deformantes en las que las mayorías no podían reconocerse. El olvido que excluye y la
representación que mutila están en el origen mismo de las narraciones que fundaron estas naciones. Pero en
pocos países la violencia del letrado producirá relatos tan largamente excluyentes –en el tiempo y en el
territorio– como en la Colombia de los gramáticos que ha estudiado Malcon Deas (1993: 35), ese país en el
que “la gramática, el domino de las leyes y los misterios de la lengua fueron componente muy importante de
la hegemonía conservadora que duró de 1885 hasta 1930, y cuyos efectos persistieron hasta tiempos mucho
más recientes”. Convertida en moral de Estado, la gramática buscó imponer el orden de los signos en la más
desordenada realidad social, al mismo tiempo que el formalismo lingüístico reforzando al formalismo
leguleyo se puso al servicio de la exclusión cultural.
Es por todo ello que resulta desmitificador pensar al libro formando parte él mismo de los medios de
comunicación, y como tal viéndose definido tanto por la materialidad de sus soportes como por las
modalidades de sus escrituras y sus formas de relación, esto es, los usos sociales que configuraron esos
cambios. El descentramiento que el libro sufre en el mundo de hoy pierde su dramaticidad cuando es puesto
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en una perspectiva histórica, como la que ha venido trazando en los últimos veinte años R. Chartier (1992,
2000). Pues devela un proceso que hará del libro sucesiva, y también recurrentemente, un modo de
comunicación con la divinidad y un instrumento de poder de las castas sacerdotales, una reserva de saber y
un medio de enseñanza, la expresión de la riqueza del príncipe y el archivo de negocios, el pliego de cordel y
un instrumento de incorporación social de las clases populares, un modo de expansión y expresión de la
desgarrada conciencia del individuo y el registro del cálculo, industria cultural y best-seller, esto es, medio
de exclusión y de inclusión social, de rebelión y de control ideológico, de integración y de fragmentación
cultural.
Lo que en esa historia está en juego no son sólo los avatares materiales del objeto-libro sino sobre
todo los de sus usos: los diversos modos de leer (H. R. Jauss, 1979; R. Chartier, 1987). Pues la lectura
privada, la de “el individuo en su soledad” de que habla W. Benjamín a propósito de la novela, no es más
que la lectura que privilegia la modernidad, pero a ella la precedieron múltiples formas de lectura colectiva:
desde la disciplinadora lectura de los conventos y las cárceles hasta la relajada lectura de las veladas
populares, en las que, según cuenta El Quijote “cuando es tiempo de la siega se recogen durante las fiestas
muchos segadores y siempre hay alguno que sabe leer, al cual coge alguno de estos libros (de caballería) en
las manos y rodeémonos de él más de treinta y estámosle escuchando con tanto gusto que nos quita mil
canas”; desde la lectura que practicaban en el siglo XIX los anarquistas andaluces que compraban el
periódico aun sin saber leer para juntarse con otros correligionarios y buscar alguno que se lo leyera, hasta la
que se hacía en las fábricas de tabaco en Cuba bien entrado el siglo XX, en las que, mientras los obreros y
obreras torcían las hojas de tabaco, se leían relatos folletinescos y políticamente edificantes (L. Lyvak,1981;
F. Ortiz, 1973) una práctica de lectura que está sin duda en la base de la afición y la sensibilidad que gestaron
la radionovela cubana.
Entonces la actual crisis de la lectura entre los jóvenes quizá tenga menos que ver con la seducción
que ejercen las nuevas tecnologías y más con la profunda reorganización que atraviesa el mundo de las
escrituras y los relatos, y la consiguiente transformación de los modos de leer, es decir con el desconcierto
que entre los más jóvenes produce la obstinación en seguir pensando la lectura únicamente como modo de
relación con el libro y no con la pluralidad y heterogeneidad de textos y escrituras que hoy circulan. El viejo
miedo a las imágenes se carga hoy de un renovado prestigio intelectual: el que ha cobrado últimamente la
denuncia de la espectacularización que ellas producen y la simulación en que nos sumen. Denuncia que aun
siendo bien certera corre sin embargo el riesgo de impedirnos asumir la envergadura “real” de los cambios.
Pues si ya no se puede ver ni representar como antes, tampoco se puede escribir ni leer como antes. Ya que
no estamos sólo frente a un “hecho tecnológico” o la dominancia de una lógica comercial, sino a profundos
cambios en toda las prácticas culturales de memoria, de saber, de imaginario y creación, que nos introducen
en una mutación de la sensibilidad, o como dice A. Renaud (1990), en una nueva era de lo sensible.
Hay empero un “lugar” donde esa mutación se ha convertido en un decisivo conflicto de culturas: la
escuela. Pero la escuela vela y escamotea su conflicto con la cultura audiovisual reduciéndolo a sus efectos
morales, es decir traduciéndolo al discurso de las lamentaciones sobre unos medios –especialmente la
televisión, el walkman, los videojuegos– que roban el tiempo libre de los jóvenes, manipulan su ingenuidad e
idealismo, inoculan superficialidad y conformismo haciéndoles reacios a cualquier tarea seria, desvalorizan
el libro y la lectura exigente. Traduciendo el conflicto a esos términos, hablaría únicamente de la lucha de la
escuela contra la pseudocultura del entretenimiento, que sería la de la pasividad conformista y ese nuevo
analfabetismo que encubren la proliferación de imágenes y la música-ruido. Pero lo que esa reducción oculta
es que el mundo audiovisual desafía a la escuela en niveles más específicos y decisivos: el de la “sociedad de
la información” y el de los nuevos ámbitos y formas de socialización. La experiencia cotidiana del maestro
atestigua empero la distorsionadora presencia en la vida escolar de lógicas, saberes y relatos que escapan a su
control. Al mismo tiempo los medios audiovisuales constituyen un nuevo y poderoso ámbito de socialización
(D. Bell, 1987; M. Maffesoli, 1990), esto es de elaboración y transmisión de valores y pautas de
comportamiento, de patrones de gusto y de estilos de vida reordenando y desmontando viejas y resistentes
formas de intermediación y autoridad que configuraban hasta no hace mucho el estatuto y el poder social de
la escuela.
Ni la lamentación ni el escamoteo pueden sin embargo eliminar la resistencia de lo jóvenes a una
educación basada exclusivamente en los principios y las técnicas de la cultura letrada. De ahí que en alguna
forma la escuela trate de dar entrada y hacer uso de los medios pero se trata únicamente de un uso
modernizado instrumental (F. Casiano, 1985; M. M. Kroling, 1986). La presencia en la escuela de la
videograbadora o la computadora forma mayoritariamente parte del conjunto de gestos que es indispensable
hacer para que el rostro, o mejor la fachada, de la educación cambie dejando el resto igual. Son gestos
dirigidos más hacia fuera que hacia adentro, pues es el prestigio del colegio lo que se vería comprometida
9
por la ausencia de ciertas tecnologías en sí mismas portadoras de un status moderno, o mejor modernizador.
Complementaria con ese uso es la concepción –predominante no sólo entre los maestros sino entre los
apreciados tecnólogos de la educación que dirigen el sistema educativo– según la cual la renovación
provendría del cambio de técnicas y de la introducción de tecnologías. Una renovación que se agota bien
pronto pues queda reducida a la capacidad amenizadora de unos dispositivos incapaces de detener el
deterioro de la relación escolar, pero capaces de amenizar el aburrimiento de la rutina cotidiana. Lo que
conduce necesariamente a un uso instrumental de los medios o las tecnologías: que es aquél que abstrayendo
los medios de sus peculiaridades comunicativas, y de su densidad cultural, se sirve de ellos únicamente como
“ayudas” exteriores al proceso pedagógico o como ejercicios puramente formales: se aprende a usar la
computadora no para insertarla como estrategia de conocimiento sino para que el alumno pueda atestiguar
que aprendió a usarla.
Transformaciones sociotécnicas de los medios
La revolución tecnológica que vivimos no afecta sólo por separado a cada uno de los medios sino
que está produciendo transformaciones transversales que se evidencian en la emergencia de un ecosistema
comunicativo conformado no sólo por nuevas máquinas o medios, sino por nuevos lenguajes, escrituras y
saberes, por la hegemonía de la experiencia audiovisual sobre la tipográfica, y la reintegración de la imagen
al campo de la producción de conocimientos. Ello está incidiendo tanto sobre el sentido y el alcance de lo
que entendemos por comunicar como sobre la particular reubicación de cada medio en ese ecosistema y en
las relaciones de unos medios con otros.
El punto de partida de los actuales cambios se sitúa en los años ochenta, años en que entra al
vocabulario la categoría de lo transnacional y despegan las nuevas tecnologías. No puede ser más
significativo que en la “perdida década” de los ochenta una de las pocas industrias que se desarrolló en
América Latina fuera precisamente la de la comunicación: el número de emisoras de televisión se multiplicó
–de 205 en 1970 pasó a 1459 en 1988–; Brasil y México se dotaron de satélites propios, la radio y la
televisión abrieron enlaces mundiales vía satélite, se implantaron redes de datos, fibra óptica, antenas
parabólicas, TV-Cable, y se establecieron canales regionales de televisión (A. Alfonso, 1990). Pero todo ese
crecimiento se produjo sin apenas intervención del Estado, o peor aún minando el sentido y las posibilidades
de esa intervención, dejando sin piso real al espacio/servicio público y acrecentando las concentraciones
monopólicas. A mediados de los años ochenta escribí (J. Martín-Barbero, 1986) que el lugar de juego del
actor transnacional no se encuentra sólo en el ámbito económico –la devaluación de los Estados en su
capacidad de decisión sobre las formas propias de desarrollo y las áreas prioritarias de inversión– sino en la
hegemonía de una racionalidad desocializadora del Estado y legitimadora de la disolución de lo público. El
estado deja de ser garante de la colectividad nacional como sujeto político y se convierte en gerente de los
intereses privados transnacionales.
La conversión de los medios en grandes empresas industriales se halla ligada a dos movimientos
convergentes: la importancia estratégica que el sector de las telecomunicaciones entra a jugar, desde fines de
los años ochenta, en la política de modernización y apertura neoliberal de la economía, y la presión que, al
mismo tiempo, ejercen las transformaciones tecnológicas hacia la des-regulación de la estructura y gestón de
los medios. En pocos años esa convergencia rediseña el mapa. El medio que registra más rápidamente los
cambios es la radio, a la que la modernización tecnológica torna flexible en un doble sentido: la FM
(frecuencia modulada). aligerando el aparataje y los costos tecnológicos posibilita una gran diversificación
de las emisoras de una misma cadena, dedicadas por entero a segmentos precisos de audiencia, no sólo por
géneros -noticias, música- sino por segmentos de edad y de gustos; por otra parte, la conexión satelital hace
posible la instantaneidad de la noticia desde cualquier parte del mundo, lo que conducirá a modelos de
programación mas dúctiles, por módulos armables en los que cabe una gran diversidad de subgéneros y en
los que son fácilmente insertables las “noticias en vivo”. Apoyada en el primer tipo de flexibilidad se va a
generar también una segunda generación de emisoras locales y comunitarias (R. Roncaglolo, 1996) a través
de las cuales movimientos sociales barriales o locales y ONGs encuentran en la radio la posibilidad de un
nuevo tipo de espacio público: ya no para ser representados sino reconocidos desde sus propios lenguajes y
relatos.
Por su parte, la prensa es el medio que más tardíamente y con mayores recelos se ha insertado en la
revolución tecnológica. Pero las tendencias de esa inserción son mayoritariamente preocupantes. Pues, al
mismo tiempo que refuerzan el monopolio de la información escrita por algunas pocas empresas, amenazan
la existencia del periodismo investigativo. En cuanto a lo primero bien pueden servir de ejemplo las
10
transformaciones que en los últimos años ha experimentado el periódico El Tiempo de Bogotá, que copa
actualmente cerca del 80% de lectores del país: ha inaugurado ediciones vía satélite en Cali y otras ciudades
del país, ha formado cadenas de prensa semanal en un buen número de capitales de departamentos y tiene
prensa barrial en Bogotá, acoge diariamente en su sección de economía varias páginas del Wall Street
Journal y publica una separata semanal de la revista Time. Respecto a lo segundo, parecería que la
apropiación de la computadora y las nuevas tecnologías de diseño estuvieran ante todo posibilitando a la
prensa escrita competir con la televisión: predominio de la imagen sobre el texto escrito hasta extremos
disparatados en las ediciones del domingo, brevedad de los artículos con tendencia a ser cada día más cortos
y más fácilmente digeridos. A su vez, los cambios introducidos por las nuevas tecnologías en la producción
material y formal del periódico rehacen grandemente la geografía de los oficios periodísticos, implicando
más directamente a los periodistas en la hechura formal del periódico mientras facilita la concentración de
las decisiones sobre lo realmente publicado y el peso otorgado a cada información. Un segundo renglón de
las relaciones entre prensa e innovación tecnológica se halla en la edición electrónica de los principales
periódicos y revistas de cada país, posibilitando la multiplicación de los lectores tanto dentro como fuera del
país, y la multiplicidad de modos de lectura, lo que está replanteando tanto la oposición apocalípticamente
maniquea entre el mundo de la escritura y el de la imagen como la creencia en un solo, y tipográfico, modo
de lectura.
La envergadura de la incidencia de los cambios tecnológicos en las transformaciones de la televisión
remite, de un lado, a la ya permanente presencia en cada país de las imágenes globales, incluyendo la
globalización de las imágenes de lo nacional; y de otro, a los movimientos de democratización desde abajo
que encuentran en las tecnologías -de producción como la cámara portátil, de recepción como las
parabólicas, de post producción como la computadora y de difusión como el cable- la posibilidad de
multiplicar las imágenes de nuestra sociedad desde lo regional a lo municipal e incluso lo barrial. Aunque
para la mayoría de los críticos el segundo movimiento no puede compararse con el primero por la
desigualdad de las fuerzas en juego, soy de los que piensan que minusvalorar la convergencia de las
transformaciones tecnológicas con el surgimiento de nuevas formas de ciudadanía -lo que ya en solitario
anticipara W Benjamin al analizar las relaciones del cine con el surgimiento de las masas urbanas- sólo
puede llevarnos de vuelta al miope maniqueísmo que ha paralizado durante años la mirada y la acción de la
inmensa mayoría de las izquierdas en el campo de la comunicación y la cultura. Claro que el sentido de lo
local o lo regional en las televisiones por cable varía enormemente pues va desde el mero negocio hasta lo
mejor de lo comunitario. Pero son nuevos actores los que en no pocos casos toman forma a través de esas
nuevas modalidades de comunicación que conectan -rediseñándolas- las ofertas globales vía parabólicas y
cable, con las demandas locales. Hay también, en lo que a las nuevas modalidades de televisión concierne,
otro ámbito de contradicciones a tener en cuenta: la puesta en escena de lo latinoamericano que, cargada de
esquematismos y deformaciones pero también de polifonías, están realizando las subsidiarias latinas de CBS
(en USA) y CNN en unos países con frecuencia inmersos en una muy pobre información internacional, y
especialmente en lo que atañe a los otros países de Latinoamérica. Las descontextualizaciones y frivolidades
de que está hecha buena parte de la información que difunden esas cadenas de televisión no pueden
ocultarnos la apertura y contrastación informativas que ellas posibilitan, pues en su entrecruce de imágenes y
palabras se deshacen y rehacen que, reubicando lo local, nos sitúan en un cierto espacio latinoamericano.
Frente a lo que se piensa desde una concepción instrumental y ahistórica la función de los medios en
nuestra sociedades ha cambiado y en muy diversos sentidos, además de haber sido coprotagonistas de los
cambios que nos han llevado de una sociedad tradicional, unanimista y confesional, a otra moderna,
secularizada y plural, pasando por las sociedades que han configurado el populismo, el desarrollismo y el
neoliberalismo. Así, la función que cumplieron los medios en la “primera modernidad” latinoamericana de
los años 1930-1950 -que configuraron especialmente los populismos en Brasil, México y Argentina-
respondió al proyecto político de constituir estos países en naciones modernas mediante la creación de una
cultura y una identidad nacionales. Ese proyecto fue en buena medida posible por la comunicación que los
medios posibilitaron entre masas urbanas y Estado. Los medios, y especialmente la radio, se convirtieron en
voceros de la interpelación que desde el Estado convertía a las masas en pueblo y al pueblo en nación. La
radio en todos, y el cine en algunos países -México, Brasil, Argentina- hicieron la mediación entre las
culturas rurales tradicionales con la nueva cultura urbana de la sociedad de masas, introduciendo en ésta
elementos de la oralidad y la expresividad de aquéllas, y posibilitándoles hacer el paso de la racionalidad
expresivo-simbólica a la racionalidad informativo-instrumental que organiza la modernidad.
El proceso que vivimos hoy es no sólo distinto sino en buena medida inverso: los medios de
comunicación son uno de los más poderosos agentes de devaluación de lo nacional. Lo que desde ellos se
configura hoy, de una manera más explícita en la percepción de los jóvenes, es la emergencia de culturas
11
que, como en el caso de las musicales y audiovisuales, rebasan la adscripción territorial por la conformación
de “comunidades hermenéuticas” difícilmente comprensibles desde lo nacional. Culturas que por estar
ligadas a estratagemas del mercado transnacional de la televisión, del disco o del video, no pueden ser
subvaloradas en lo que ellas implican de nuevos modos de percibir y de operar la identidad. Identidades de
temporalidades menos “largas”, más precarias, dotadas de una plasticidad que les permite amalgamar
ingredientes que provienen de mundos culturales muy diversos y por lo tanto atravesadas por fuertes
discontinuidades, en las que conviven gestos atávicos, residuos modernistas, eclecticismos postmodernos.
Los medios ponen así en juego un contradictorio movimiento de globalización y fragmentación de la cultura,
que es a la vez de des-localización y revitalización de lo local.
Y también en el plano político la ‘identidad’ de los medios ha cambiado profundamente. De un lado,
los medios están pasando de meros intermediarios de las formaciones políticas con la sociedad a mediadores
en la constitución del sentido mismo del discurso y de la acción política. De meros transmisores de
información o de doctrina y consignas, los medios han empezado a actuar en la política -aunque en ello se
disfracen también otras intenciones e intereses- como fiscalizadores de la acción del gobierno y de la
corrupción en las distintas instituciones del Estado (G. Rey, 1998). Actúan también al estimular y apoyar la
presencia de candidatos independientes o cívicos y al facilitar la interlocución entre Estado y organizaciones
de la sociedad civil.
Mediante esas nuevas actuaciones, los medios buscan a su manera responder a las nuevas demandas
sociales y las nuevas figuras de lo político (R. M. Alfaro, 1995). Y en esa búsqueda se están viendo
obligados a desbordar los intereses de sus aliados tradicionales para abrirse a la interlocución con
organizaciones nacionales y locales de tipo cívico o ecológico, dándose así mismo interlocutores
provenientes del ámbito de las ciencias sociales y las transformaciones culturales. De otro a los las nuevas
tensiones estratégicas, que fuerzan a los medios a cambiar, se ubican entre su predominante carácter
comercial, el reordenamiento de sus relaciones con el Estado y el surgimiento de nuevas figuras y
expresiones de la libertad, entre su búsqueda de independencia y las condiciones que crean los procesos de
globalización, entre sus tendencias cambios inercia y las nuevas demandas de los públicos.
Por el modo como los medios se relacionan con los públicos pasa, finalmente, uno de los cambios
más importantes: la transformación de la cultura de masas en una cultura segmentada. Ello responde a la
manera en que la industria mediática ha sabido asumir que el público o la audiencia no designa un ente
indiferenciado y pasivo sino una fuerte diversidad de gustos y modos de consumir (M. Bisbal y P.
Nicodemo, 1995). En los últimos años los medios interpelan y construyen una audiencia que, aunque es
masiva por la cantidad de gente a la que se dirige, ya no lo es por relación a la uniformidad y la
simultaneidad de los mensajes. Lo que obliga a replantear la visión que identifica cultura mediática con
homogeneización cultural. Cierto que hay homogeneización en nuestra sociedad, pero ella, más que efecto de
los medios, es condición de funcionamiento del mercado en general, mientras que los actuales modos de
producción cultural de los medios van en la dirección de la fragmentación y especialización de las ofertas y
los consumos. Ahora bien, la construcción de públicos que ha jugado, desde la prensa del siglo XIX, un
papel democratizador en la sociedad al abrir el acceso de los bienes informativos y culturales a sectores
diversos a las elites, adquiere hoy una marcada ambigüedad. Si la segmentación de públicos sigue, en cierta
medida, teniendo un rol democratizador -como en el caso de las emisoras musicales que atienden demandas
de los diferentes grupos de edad y de diversos tipos de gustos/consumos culturales- estamos sin embargo
ante una fragmentación de la oferta que funcionaliza las diferencias socio-culturales a los intereses
comerciales, esto es, tiende a construir solamente diferencias vendibles.
De otra parte, si seguimos necesitados de un espacio cultural latinoamericano él no puede ser hoy
pensado por fuera del proceso de integración (N. García Canclini, 1996) impulsado por una globalización
tecno-económica que hace del espacio nacional un marco cada día más insuficiente para aprovecharla o para
defenderse de ella. El más poderoso movimiento de integración -entendida como superación de barreras y
emborronamiento de fronteras- es el que pasa por los medios de comunicación y las tecnologías de
información. Si ya lo fue en el pasado -imaginarios latinoamericanos del cine, de sus mitos y sus estrellas, y
del bolero, el tango, o la ranchera- lo es tanto o más hoy con la telenovela y la salsa, con el rock latino y
hasta con el canal latino de MTV, con sus estrellas y sus mitos también. Sólo que esa integración forma hoy
parte de un más poderoso movimiento de globalización que a la vez nos desintegra al hacer prevalecer las
exigencias de competitividad entre los Grupos (TLC, Mercosur) sobre las de cooperación y
complementariedad regional, y al subsumir la heterogénea diferencia de nuestras culturas en la indiferencia
tendencial del mercado. Es desde esa contradictoria integración que hay que repensar el estratégico papel de
los medios en la construcción de un espacio público latinoamericano, pues las políticas de comunicación no
pueden definirse hoy en el espacio excluyente de lo nacional ya que su espacio real es más ancho y
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complejo: el de la diversidad de las colectividades locales dentro de la nación y el del espacio cultural
latinoamericano.
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"La Educación desde la Comunicación"

  • 1. La educación desde la comunicación Jesús Martín Barbero Grupo Editorial Norma 1ª ed. Colombia, 2003 Título colección: Enciclopedia latinoamericana de sociocultura y comunicación ISBN 958-04-7444-3 Este material se utiliza con fines exclusivamente didácticos
  • 2. TABLA DE CONTENIDOS Introducción 9 Capítulo 1. Alfabetizar en comunicación 19 Pedagogía de la palabra en acción 20 La incomunicación como herencia cultural 23 Una cultura del silencio 24 Lengua sin pueblo 27 Textura dialógica de la comunicación 30 La mediación o el espesor de lo simbólico 32 Emergencia del sujeto: de la acción a la expresión pasando por el cuerpo 35 Deconstrucción del mundo desde el lenguaje 40 Capítulo 2. El libro y los medios: crítica de la razón dualista 45 Del desencanto radical al dualismo metafísico 46 Un debate estratégico 46 Lo que el pesimismo metafísico no deja pensar 50 Pluralización de los alfabetos y las lecturas 52 Una escuela a la defensiva 53 La ausencia de políticas culturales y comunicativas en la educación 56 Las múltiples des-ubicaciones del libro 59 Transformaciones sociotécnicas de los medios 68 Capítulo 3. Reconfiguraciones comunicativas del saber y del narrar 79 Qué significa saber en la era de la información 80 Descentramientos: deslocalización y diseminación 81 Nuevas figuras de razón 89 Las oralidades culturales perduran y también cambian 93 Cuando la oralidad ya no es analfabeta 94 Renovadas vigencias de lo oral 98 Viejos y nuevos regímenes de visibilidad 104 La visibilidad social en las modernidades 106 Nuevos regímenes y narrativas de la visualidad 114 Bibliografía 121 2
  • 3. CAPÍTULO II. EL LIBRO Y LOS MEDIOS: CRÍTICA DE LA RAZÓN DUALISTA Si ya no se escribe ni se lee como antes es porque tampoco se puede ver ni representar como antes. Y ello no es reducible al hecho tecnológico pues, como afirma A. Renaud (1990) “es toda la axiología de los lugares y las funciones de las prácticas culturales de memoria, de saber, de imaginario y creación la que hoy conoce una seria reestructuración”. Convencida de la envergadura de esa mutación, M. Mead (1971: 99) supo leer, hace ya más de treinta años, lo que en la actual ruptura generacional remite a “una experiencia que no cabe en la linealidad de la palabra impresa” pues “nacidos antes de la revolución electrónica la mayoría de nosotros no entiende lo que ésta significa. Los jóvenes de la nueva generación, en cambio, se asemejan a los miembros de la primera generación nacida en un país nuevo”. De ahí que sólo a partir de la asunción de la tecnicidad mediática como dimensión estratégica de la cultura, la escuela podrá insertarse en las nuevas figuras y campos de experiencia en que se procesan los intercambios entre escrituras tipográficas, audiovisuales y digitales, entre identidades y flujos, así como entre movimientos ciudadanos y comunidades virtuales. Del desencanto radical al dualismo metafísico Ahorrándose la trama de contradicciones y rupturas de que está hecha la historia, y las incertidumbres del presente, buena parte del mundo adulto, y especialmente el académico, carga a los medios audiovisuales la causalidad de la crisis de la lectura y del empobrecimiento cultural en general. Un amargado desencanto se traviste de profetismo para proclamar como dogma el más radical de los dualismos: en los libros se halla el último resquicio y baluarte del pensar vivo, crítico, independiente, frente a la avalancha de frivolidad, espectacularización y conformismo que constituiría la esencia misma de los medios audiovisuales. Mientras el libro es declarado espacio propio de la razón y el argumento, del cálculo y la reflexión, el mundo de la imagen masiva es reducido a espacio de las identificaciones primarias y las proyecciones irracionales de las manipulaciones y simulación política. Y si en la prensa escrita se gestó el espacio público, en la imagen televisiva se engendra hoy la más masificada homogeneización y el repliegue hacia lo privado. Un debate estratégico El dualismo que enfrentamos no pertenece al mundillo académico sino que tiene representantes entre pensadores de la talla de Theodor Adorno y Horkheimer, quienes a fines de los años cuarenta declararon su aborrecimiento intelectual e ideológico del cine porque a la velocidad a la que se suceden las imágenes es imposible escapar a la seducción, distanciarse y pensar (Th. Adorno y M. Horkheimer, 1971); o la radical posición hoy de G. Sartori (1997), quien identifica la videocultura con el post pensiero, es decir, con la decadencia e incluso el fin del pensamiento. Es como si a medida que el mundo audiovisual se torna socialmente más relevante y culturalmente más estratégico ello exasperara cierto rencor intelectual hasta el paroxismo. Ahí está el profundo parentesco entre los títulos de dos libros que, situándose en las antípodas de la denigración y la celebración de las tecnologías audivisuales y electrónicas, convergen sin embargo en la apelación a la metafísica: el Homo videns de Giuseppe Sartori y el Ser digital de Nicolas Negroponte (1999). O se desvaloriza la videocultura declarándola enemiga de la humanidad o se la exalta como la salvación del hombre, en ambos casos –aparentemente tan distantes como el de un tecnólogo y el de un politólogo– la metafísica suplanta a la política. Una clara muestra de esa suplantación de la política por la queja moral y el vaticinio catastrofista me la proporcionó el debate que, sobre la televisión, sostuve en la revista Número con un destacado novelista y periodista colombiano (H. A. Faccio Lince, 1996; J. Martín-Barbero, 1996), para quien la televisión es, por su naturaleza misma, inculta, frívola y hasta imbécil, de manera que “cuanto más vacuo sea un programa, más éxito tendrá”. La causa de esa abominación es la fascinación que produce el medio audiovisual, “gracias a su capacidad de absorbernos, casi de hipnotizarnos” evitándonos “la pena, la dificultad de tener que pensar”. De lo que se concluye: “apagar, lo que se dice apagar a la televisión, eso no lo van a hacer las mayorías jamás”, por lo que se infiere que lo que debe preocuparnos no es el daño que haga a las personas ignorantes (¡los analfabetos algo sacan!) sino el que le hace a la minoría culta estancándola, distrayéndola, robándole sus preciosas energías intelectuales. 3
  • 4. Pero como soy de los que piensan que la cultura es menos el paisaje que vemos que la mirada con que lo vemos, a mí me pareció que el alegato hablaba menos de la televisión que de la mirada radicalmente decepcionada del escritor sobre las pobres gentes de hoy, incapaces de calma, de silencio y soledad, y compulsivamente necesitadas de movimiento, de luz y de bulla. Que es lo que justamente nos proporciona la televisión. Ahora bien, si la incultura constituye la quintaesencia de la televisión se explica el desinterés y, en el “mejor” de los casos, el desprecio de los intelectuales por la televisión, pero también queda ahí al descubierto el pertinaz y soterrado carácter elitista que prolonga esa mirada: confundiendo iletrado con inculto, las elites ilustradas desde el siglo XVIII, al mismo tiempo que afirmaban al pueblo en la política lo negaban en la cultura, haciendo de la incultura el rasgo intrínseco que configuraba la identidad de los sectores populares, y el insulto con que tapaban su interesada incapacidad de aceptar que en esos sectores pudiera haber experiencias y matrices de otra cultura. Paradójicamente en un país tan dividido y desgarrado, tan incomunicado como Colombia, la televisión se ha convertido en escenario de perversos encuentros: mientras las mayorías ven allí condensadas sus frustraciones nacionales por la “tragedia” de su equipo en el mundial de fútbol de Estados Unidos, o su orgulloso reconocimiento por las figuras que, de las gentes de la región y la industria cafetera, dramatizó la telenovela Café, la minoría letrada vuelca en ella su impotencia y su necesidad de exorcizar la pesadilla cotidiana, convirtiéndola en chivo expiatorio al que cargarle las cuentas de la violencia, del vacío moral y la degradación cultural. Hay un segundo –y también socorrido– argumento: “la fascinación que nos idiotiza”. Sólo que dudo mucho que la fascinación sea “el modo de mirar de la generación que nació y se formó con la televisión” (U. Eco, 1986), que se divierte con videojuegos, que ve cine en la televisión, que baila frente a pantallas gigantes de video, y que en ciertos sectores juega, hace las tareas en la computadora y narra sus experiencias urbanas en imágenes de video. Fascinación fue la que produjo el cine –su sala oscura, el asombro del movimiento y los primeros planos– sobre las masas populares durante largos años, y la que sigue produciendo en el modo de ver de la generación que hemos conservado la devoción por la magia del cine –que según Barthes hacía del rostro de Greta Garbo una suerte de estado absoluto de la carne que no se puede alcanzar ni abandonar– y que frustradamente proyectamos sobre la televisión. Además, ¿cómo reducir a fascinación la relación de las mayorías con la televisión en un país en el que la esquizofrenia cultural y la ausencia de espacios de expresión política potencian desproporcionadamente la escena de los medios, y especialmente de la televisión? Pues es en ella donde se produce el espectáculo del poder y el simulacro de la democracia, su densa trama de farsa y de rabia, y donde adquieren alguna visibilidad dimensiones claves del vivir y el sentir cotidiano de las gentes que no encuentran cabida ni en el discurso de la escuela ni en el que se autodenomina cultural. Lo que el pesimismo metafísico no deja pensar Lo que resulta cada día más evidente es que una crítica así resulta incapaz de distinguir la necesaria, la indispensable denuncia de la complicidad de la televisión con las manipulaciones del poder y los más sórdidos intereses mercantiles –que secuestran las posibilidades democratizadoras de la información y de la creatividad cultural imponiendo una banalidad y mediocridad rampante en la inmensa mayoría de la programación– del lugar estratégico que ese medio ocupa en la cultura cotidiana de las mayorías, en la transformación de las sensibilidades, en los modos de percibir el espacio y el tiempo y de construir imaginarios e identidades. Pues nos encante o nos dé asco, la televisión constituye hoy a la vez el más sofisticado dispositivo de moldeamiento y deformación de los gustos populares y una de las mediaciones históricas más expresiva de las matrices narrativas, gestuales y escenográficas del mundo cultural popular, entendiendo por éste no las tradiciones específicas de un pueblo sino la hibridación de ciertas formas de enunciación, ciertos saberes narrativos, ciertos géneros novelescos y dramáticos de las culturas de Occidente y de las mestizas culturas de nuestros países. A desmontar ese círculo, que conecta en un solo movimiento la “mala conciencia” de los intelectuales y la “buena conciencia” de los comerciantes de la cultura, apunta mi denuncia del rencor de los intelectuales y la incomprensión de las ciencias sociales para con el mundo audiovisual. Pues por encima y más allá de la diferencia de interpretaciones, lo que de veras constituye el fondo del debate que importa es: ¿qué hacer entonces con la televisión? Y ¿qué tipo de política de televisión plantea el escritor? Una sola: apagarla. Lo que significa que las luchas contra la avasallante lógica mercantil que devora ese medio acelerando la concentración y el monopolio, la defensa de una televisión pública que esté en manos no del gobierno sino de las organizaciones de la sociedad civil, la lucha de las regiones por construir las imágenes de su diversidad cultural resultarían por completo irrelevantes e ineficaces. Pues todas esas luchas no tocan el 4
  • 5. fondo, la naturaleza perversa de un medio que nos evita pensar, nos roba la soledad y nos idiotiza. Y ¿qué política educativa cabe entonces? La respuesta letrada es: ninguna, ya que es la televisión en sí misma, y no algún tipo de programa, la que refleja y refuerza la incultura y estupidez de las mayorías. Con el argumento de que “para ver televisión no se necesita aprender”, la escuela –que lo que enseña es a leer– no tendría nada que hacer. Ninguna posibilidad, ni necesidad, de formar una mirada crítica que distinga entre la información independiente y la sumisa al poder económico o político, entre programas que buscan conectar con las contradicciones, los dolores y las esperanzas de las gentes y los programas que nos evaden y consuelan, entre baratas copias de lo que impera y trabajos que experimentan con los lenguajes, entre esteticismo formalista que juega de manera exhibicionista con las tecnologías y la investigación estética que incorpora el video y la computadora. A lo que conduce el desencanto letrado, y su travestida metafísica, es finalmente al escamoteo de la política. Frente a esa elegante y culta evasiva, soy en cambio de los que creen que, aun en lo que concierne a la cultura audiovisual y digital, “la cuestión sigue siendo explicar para transformar, y no quedarse en la satisfacción que procura su negación informada” (J. J. Bunner, 1993: 12). Pluralización de los alfabetos y las lecturas Hubo un tiempo en que el “camino real de la emancipación” y el acceso al saber pasaban cuasi exclusivamente por la escritura fonética, pero, ¿qué entender por alfabetización hoy (F. Caviano, 1985; S. Santiago, 1991) cuando mucha de la información que da acceso al saber pasa de una u otra forma por las diversas redes y tramas de la imagen y las sonoridades electrónicas? Y ¿qué entender por alfabetización aquí?, en países cuya “escuela incompleta y atrasada convive con la intensa interconexión del mundo audiovisual de masa” (J. J. Brunner, 1989: 62) y cuyas mayorías, aun habiendo aprendido a leer, no tienen acceso social ni cultural a la escritura? Ahí se ubica el desafío de fondo, que, como archivos y generadores de nuevos usos, la computadora en unos casos y la televisión en otros le plantean al mundo de la educación. Pues el libro seguirá siendo clave en la medida en que la primera alfabetización –la que abre al mundo de la escritura fonética, en lugar de encerrarse sobre la cultura letrada– ponga las bases para la segunda alfabetización, aquélla que nos abre a las múltiples escrituras que hoy conforman el mundo del audiovisual y del texto electrónico. El cambio en los protocolos y procesos de lectura (B. Sarlo, 1998), que sin duda atravesamos, no significa, no puede ni debe significar, la sustitución de un modo de leer por otro sino la compleja articulación del uno y los otros, de la recíproca inserción de unos en otros, entre libros y comics y videos e hipertextos. Con todo lo que ello implica de continuidades y rupturas entre los muy canónicos modos de leer libros y los muy anárquicos modos de navegar textos. Pues de un mínimo de continuidad y conversación entre ellos va a depender en buena medida no sólo el futuro de la civilización occidental sino el sentido social de la vida y el porvenir de la democracia, que son los que le están exigiendo a la educación hacerse capaz de formar ciudadanos que sepan leer tanto periódicos como noticieros de televisión, videojuegos, videoclips e hipertextos. Una escuela a la defensiva Infortunadamente en el mundo de la educación la preocupación que predomina no es ésa. Obsesionados con el poder maléfico de los medios, y muy particularmente de la televisión, los educadores acaban olvidándose de la complejidad del mundo adolescente o juvenil, y reduciéndolo a su condición de consumidor de música y televisión. Obsesión que se ha visto reforzada por muchos de los estudios sobre recepción de televisión, menos interesados en comprender la relación entre los adolescentes y la TV que en corregir el ver de los telespectadores, que es a lo que empujan los prejuicios de quienes no ocultan su altivo desprecio hacia ese medio, es decir de quienes no miran la televisión sino para estudiarla y poder así educar el ver y el gusto de los que gozan viéndola. Desde esa mirada resulta imposible abordar un debate sobre la relación de la sociedad con los medios, capaz de insertar ahí la formación de los jóvenes como ciudadanos. Ello requeriría asumir seriamente los retos culturales y políticos que plantea la brecha cada día más ancha introducida por los medios entre la sensibilidad y la cultura desde la que enseñan los maestros y aquella otra desde la que aprenden los alumnos. Pues sólo asumiendo a los medios como dimensión estratégica de la cultura hoy podrá la escuela interacturar, en primer lugar, con los nuevos campos de experiencia surgidos de la reorganización de los saberes, los flujos de información y las redes de intercambio creativo y lúdico, con 5
  • 6. las hibridaciones de la ciencia y el arte, del trabajo y el ocio; y en segundo lugar con los nuevos modos de representación y acción ciudadanas, cada día más articuladores de lo local con lo mundial. Estamos ante un desafío que pone al descubierto no sólo el desconcierto de nuestra sociedad ante la profunda reorganización que hoy atraviesan los modelos de socialización –pues ni los padres constituyen ya el patrón-eje de las conductas, ni la escuela el único lugar legitimado del saber–, sino también lo que implica de perversión social que el escenario de los nuevos modelos sean unos medios de comunicación sometidos cada día más descaradamente a la lógica del negocio que imponen los conglomerados económicos, y a los ritmos de obsolescencia de cualquier otro producto mercantil. Pero de esa perversión no son responsables únicamente los conglomerados económicos y los grupos políticos coaligados, sino también, a su manera, la del cómplice, un sistema educativo incapaz de pensar la envergadura de los cambios culturales que emergen en la relación de los niños y los jóvenes con los medios y las tecnologías audiovisuales e informáticas. El caso colombiano puede resultar aleccionador. Me refiero a la ausencia en la reciente Ley de cultura, que acompañó la creación de ese ministerio, tanto del mundo de los medios masivos –sólo está el cine, pero en cuanto arte– como del de la educación. La gravedad de la esquizofrenia que ello representa se hizo más que evidente cuando un miembro de la Comisión Nacional de Televisión, preguntado acerca de lo que pensaba sobre la última programación del canal cultural, respondió que se había logrado la programación perfecta: ¡“educación por la mañana y cultura por la tarde”! En la Colombia de fin de siglo parecería que las mejores relaciones entre cultura y educación son las que no les permitan encontrarse, y las de ambas con la televisión no pueden ser más anacrónicas e instrumentales: no un medio para hacer/crear cultura sino sólo para transmitir, difundir, divulgar. Para el Ministerio de Cultura los medios masivos de comunicación siguen siendo cualquier cosa menos cultura, aunque sea en la radio, y sobre todo en la televisión, donde se hacen socialmente visibles algunas de las transformaciones más de fondo en la sensibilidad e identidades de las mayorías. Por eso no es de extrañar que la cultura haya quedado reducida en el canal cultural nacional a algunos programas sueltos y al espacio de tres horas denominado La Franja, que se transmite entre las nueve y las once de la noche, horas imposibles de ver para la mayoría de los colombianos que deben levantarse a las cinco de la mañana para ir al trabajo. Para el Ministerio de Educación lo que pase en la cultura es asunto de otros, y lo que pase en los medios mucho más, fuera de la hueca retórica sobre la modernización tecnológica de la escuela, o de ese mal sanchocho de programación televisiva que se hace pasar por “educativa”. Poco importa si en la idea de cultura que guía los currículos y la enseñanza escolar no quepan aún sino las artes y las letras, dejando fuera la ciencia y la tecnología. “Que inventen ellos”... los países ricos, y que a nosotros nos dejen seguir copiando y aplicando. Para el Ministerio de Comunicaciones la cultura parecería no tener nada que ver con el desarrollo tecnológico de los medios –lo que ahí importa es el política y económicamente adecuado reparto de las licencias y las frecuencias– y menos aún la educación: ¿qué va a tener que ver el avanzadísimo y “riquísimo” mundo de las telecomunicaciones con el de nuestra pobretona y atrasada educación? La ausencia de políticas culturales y comunicativas en la educación Las consecuencias están a la vista pero los feudos políticos siguen manteniendo separadas las políticas en los ámbitos de la cultura y la comunicación del de la educación, y lo que en esa ausencia de relaciones se están jugando nuestros países es su propia viabilidad tanto social como productiva, tanto política como cultural. La nación se hace hoy en las ambiguas y complejas interacciones entre el ecosistema comunicacional y el sistema político en su indelegable responsabilidad de dinamizar la educación y la creatividad cultural, incluyendo en ambas la invención científica y la innovación tecnológica. El primer paso en esa dirección será que la escuela –de la primaria a la universidad– piense menos en los efectos ideológicos y morales de los medios, y más en el ecosistema comunicativo (J. L. Rodríguez Illera, 1988) que configura a la sociedad a la vez como modelo y trama de interacciones, conformada por el conjunto de lenguajes, escrituras, representaciones y narrativas que alteran la percepción de las relaciones entre el tiempo del ocio y el trabajo, entre el espacio privado y el público, penetrando de forma ya no puntual –por la inmediata exposición a, o el contacto con, el medio– sino transversal (M. Castells, 1986) la vida cotidiana, el horizonte de sus saberes, jergas y rutinas. La indispensable crítica tanto de los contenidos como de las formas de seducción de los medios audiovisuales sólo resultará válida y socialmente eficaz cuando la escuela sea capaz de insertar esa crítica en un proyecto de cambio educativo de envergadura cultural. Entiendo por tal, en primer lugar, un proyecto que replantee la idea de cultura con la que la escuela trabaja en nuestros países para que comience a dar entrada a las ciencias y las tecnologías, tanto en cuanto dispositivos de productividad como de transformación de los modos de percibir, de saber y de sentir. Lo que implica 6
  • 7. incorporar las nuevas tecnologías de comunicación e información como “tecnologías intelectuales” (P. Lévy, 1993) esto es como estrategias de conocimiento y no como meros instrumentos de ilustración o difusión. Ello es decisivo en la medida en que la reconversión que presenta la esfera tecnológica con relación al ámbito de la cultura está incidiendo en la pérdida de capacidad social para definir las opciones en ese terreno. Y la recuperación de esa capacidad pasa tanto por los ámbitos políticos como por los procesos educativos: es desde y en la escuela donde las dimensiones y no sólo los efectos culturales de las tecnologías comunicativas deben ser pensadas y asumidas. En segundo lugar, se trata de un proyecto educativo que incorpore como objeto de estudio los relatos y las estéticas audiovisuales que configuran la literatura cotidiana de las mayorías. Aprender a leer esa literatura significa, de una parte, aprender a transformar la información en conocimiento, esto es a descifrar la multiplicidad de discursos que articula/disfraza la imagen, a distinguir lo que se habla de lo que se dice, lo que hay de sentido en la incesante proliferación de signos que moviliza la información. De otro lado, aprender a leer esa literatura es aprender a diferenciarla, a distinguir y apreciar críticamente tanto sus inercias narrativas y sus trampas ideológicas como las poéticas de la repetición serial y las posibilidades estéticas de los nuevos géneros (A. Machado, 1996 y 1999; J. La Feria, 2000). Claro está que estas nuevas formas de lectura sólo pueden tener cabida en una escuela que esté previa y auténticamente preocupada por el problema de la lectura, esto es aquélla que ha sabido ligar la lectura, desde los primeros años, a la creatividad y al placer, al gusto de descubrir y de escribir, más que al repetitivo ejercicio de tareas y deberes. Qué tramposo y qué fácil echarle la culpa a la televisión de la apatía que los más jóvenes sienten hoy por los libros, cuando la verdaderamente responsable es una escuela incapaz de hacer gustar la lectura y de insertar en ella nuevos y activos modos de relación con el mundo de la imagen. En los inicios del siglo XXI aprender a leer los textos audiovisuales y los hipertextos es condición indispensable de la vigencia y el futuro de los libros –sólo si los libros nos ayudan a orientarnos en el mundo de las imágenes, el tráfico de imágenes nos hará sentir la necesidad de leer libros– y parte de un derecho ciudadano fundamental, el derecho a participar crítica y creativamente en la comunicación ciudadana. Las múltiples des-ubicaciones del libro Si el dualismo metafísico sirve de consuelo a los adultos, dice sin embargo bien poco a las generaciones más jóvenes que, inmersas desde niños en la cultura, subcultura o para algunos incultura, audiovisual viven como propia no la experiencia excluyente y desgarradamente maniquea de los adultos sino otra: la del desplazamiento de las demarcaciones y las fronteras entre razón e imaginación, ciencia y arte, naturaleza y artificio, la hibridación cultural entre tradición y modernidad, entre lo culto, lo popular y lo masivo. Mirando desde ahí lo que se gana no es optimismo sino la oscura certidumbre de que la crisis del libro y la lectura remiten a un ámbito más ancho de cambio cultural, el que conecta las nuevas condiciones del saber con las nuevas formas del sentir, de la sensibilidad, y ambos con los nuevos modos de estar juntos, es decir con las nuevas figuras de la socialidad. En el recuento de los movimientos que la crisis del libro cataliza quizá no sea inoportuno recordar que ha habido, y sigue habiendo en Asia y África, civilizaciones –y no sólo culturas– en las que el libro no tuvo nunca la centralidad que ha tenido en la occidental. Por otra parte, hay que leer La ciudad letrada de Ángel Rama (1985), para descubrir toda la exclusión social, política y cultural que el libro legitimó en manos de los colonizadores y de sus herederos criollos. El texto de A. Rama me ha recordado siempre la pregunta del historiador francés Michelet: ¿Quién ayudó realmente a que la clase obrera en Francia aprendiera a leer, llegara a leer? Y responde: mucho menos unos intelectuales ilustrados que, como Voltaire, pensaban que el libro procura placeres no disfrutables por el pueblo llano, que los dueños de los periódicos cuando, conscientes de que el invento de la rotativa permitía centuplicar la tirada del periódico, se pusieron a buscar y experimentar escrituras y narrativas que permitieran ensanchar el público lector y hacer rentable el invento, con lo que dieron nacimiento a los géneros populares del folletín y la novela por entregas. Entonces, no es ciertamente la cercanía de su muerte de lo que habla la crisis del libro sino de su dejar de ser el centro del universo cultural (U. Eco, 1991) y la pluralización tanto de los modos de existencia del texto escrito como de sus usos sociales. Lo que a su vez está implicando que la lectura pierda su focalidad para desplegarse sobre otras escrituras y textos: desde el videojuego al videoclip, desde el grafitti al hipertexto. El libro atraviesa hoy una situación en cierto sentido homóloga a la que vive la nación (P Nora, 1992). Ésta se halla atrapada entre el redescubrimiento de lo local/regional como espacio de identidad y toma de decisiones, y las dinámicas trasnacionales de la economía-mundo y la interconexión universal de los 7
  • 8. circuitos comunicativos vía satélites e informática. Tensionada entre el doble movimiento de lo local y lo global, la nación se ve exigida de redefinir su propia función y sus modos de relación tanto con un adentro diverso y estallado como con un “afuera” que deja de serlo por el replanteamiento radical del sentido de las fronteras. También el libro se ve atrapado en nuestros países entre la fuerza local de una oralidad que es modo de comunicación cotidiano, organizador y expresivo de unas particulares maneras de relación con el mundo y unas formas de sociabilidad, y el poderoso movimiento de desterritorialización de las sensibilidades y los comportamientos impulsado por los medios audiovisuales y los dispositivos de información desde el ámbito de los modelos de narración (J. González Requena, 1986) y en general de los modos de producción y difusión de textos (L. Vilches, 2001). Pero el “malestar en lo nacional” (R. Schwarz, 1996) no es sólo un efecto de la globalización sino la manifestación más flagrante del déficit en nuestros países de una cultura en común, que es hoy uno de los mejores sinónimos de lo público. Ese malestar ha sido lúcidamente descifrado por el historiador colombiano Germán Colmenares al trasluz de lo que revela la historiografía latinoamericana del siglo XIX: “Para intelectuales situados en una tradición revolucionaria no sólo el pasado colonial resultaba extraño sino también la generalidad de una población que se aferraba a una síntesis cultural que se había operado en él” (G. Colmenares, 1987: 78). Extrañamiento que condujo a muchos a una “resignación desencantada”, que era ausencia de reconocimiento de la realidad, “ausencia de vocabulario para nombrarla” y sorda hostilidad hacia el espacio de las subculturas iletradas. El diagnóstico de Colmenares es bien certero e iluminador de la experiencia actual pues también ahora la generalidad de la población está experimentando mezclas, hibridaciones culturales, que desafían tanto las categorías como los vocabularios que permitan pensar y nombrar lo nacional. Estamos pues necesitados, como nos lo recuerda constantemente Carlos Monsivais, de desplazar la mirada sobre la configuración de lo nacional, para otearla desde lo popular en su carácter de sujeto integrador, esto es de actor en la construcción de una nación que creían haber construido solos los políticos y los intelectuales. De parte del populacho la nación “ha implicado la voluntad de asimilar y rehacer las ‘concesiones’ transformándolas en vida cotidiana, la voluntad de adaptar el esfuerzo secularizador de los liberales a las necesidades de la superstición y el hacinamiento, el gusto con que el fervor guadalupano utiliza las nuevas conquistas tecnológicas. Una cosa por la otra: la Nación arrogante no aceptó a los parias y ellos la hicieron suya a trasmano” (C. Monsivais, 1981: 38). Pero el pueblo de que habla Monsivais es el que va de las soldaderas de la revolución a las masas urbanas de hoy, y lo que ahí se trata de comprender es ante todo la capacidad popular de convertir en identidad lo que viene tanto de sus memorias como de las expropiaciones que de ella hacen las culturas modernas. Lo nacional no enfrentado a lo internacional sino rehecho permanentemente en su mezcla de realidades y mitologías, computadoras y cultura oral, televisión y corridos. Una identidad que tiene menos de contenido que de método para interiorizar lo que viene de “fuera” sin graves lesiones en lo psíquico, lo cultural o lo moral. La historia de las desposesiones y exclusiones que han marcado la formación y desarrollo de los Estados-nación en Latinoamérica ha comenzado apenas a tematizar las relaciones fundacionales entre nación y narración (H. Bhabha, 1990). Pues así como desde las sucesivas constituciones, también desde los “parnasos y museos fundacionales los letrados pretendieron darle cuerpo de letra a un sentimiento, construir un imaginario de nación” en el que lo que ha estado en juego es “el discurso de la memoria que se realiza desde el poder”, un poder que se constituye en “la violencia misma de la representación que configura una nación blanca y masculina, en el mejor de los casos mestiza” (C. Rojas, 2001). Fuera de esa nación representada quedarán los indígenas, los negros, las mujeres, todos aquellos cuya diferencia dificultaba y erosionaba la construcción de un sujeto nacional homogéneo. De ahí todo lo que las representaciones fundacionales tuvieron de simulacro: de representación sin realidad representada, de imágenes deformadas y espejos deformantes en las que las mayorías no podían reconocerse. El olvido que excluye y la representación que mutila están en el origen mismo de las narraciones que fundaron estas naciones. Pero en pocos países la violencia del letrado producirá relatos tan largamente excluyentes –en el tiempo y en el territorio– como en la Colombia de los gramáticos que ha estudiado Malcon Deas (1993: 35), ese país en el que “la gramática, el domino de las leyes y los misterios de la lengua fueron componente muy importante de la hegemonía conservadora que duró de 1885 hasta 1930, y cuyos efectos persistieron hasta tiempos mucho más recientes”. Convertida en moral de Estado, la gramática buscó imponer el orden de los signos en la más desordenada realidad social, al mismo tiempo que el formalismo lingüístico reforzando al formalismo leguleyo se puso al servicio de la exclusión cultural. Es por todo ello que resulta desmitificador pensar al libro formando parte él mismo de los medios de comunicación, y como tal viéndose definido tanto por la materialidad de sus soportes como por las modalidades de sus escrituras y sus formas de relación, esto es, los usos sociales que configuraron esos cambios. El descentramiento que el libro sufre en el mundo de hoy pierde su dramaticidad cuando es puesto 8
  • 9. en una perspectiva histórica, como la que ha venido trazando en los últimos veinte años R. Chartier (1992, 2000). Pues devela un proceso que hará del libro sucesiva, y también recurrentemente, un modo de comunicación con la divinidad y un instrumento de poder de las castas sacerdotales, una reserva de saber y un medio de enseñanza, la expresión de la riqueza del príncipe y el archivo de negocios, el pliego de cordel y un instrumento de incorporación social de las clases populares, un modo de expansión y expresión de la desgarrada conciencia del individuo y el registro del cálculo, industria cultural y best-seller, esto es, medio de exclusión y de inclusión social, de rebelión y de control ideológico, de integración y de fragmentación cultural. Lo que en esa historia está en juego no son sólo los avatares materiales del objeto-libro sino sobre todo los de sus usos: los diversos modos de leer (H. R. Jauss, 1979; R. Chartier, 1987). Pues la lectura privada, la de “el individuo en su soledad” de que habla W. Benjamín a propósito de la novela, no es más que la lectura que privilegia la modernidad, pero a ella la precedieron múltiples formas de lectura colectiva: desde la disciplinadora lectura de los conventos y las cárceles hasta la relajada lectura de las veladas populares, en las que, según cuenta El Quijote “cuando es tiempo de la siega se recogen durante las fiestas muchos segadores y siempre hay alguno que sabe leer, al cual coge alguno de estos libros (de caballería) en las manos y rodeémonos de él más de treinta y estámosle escuchando con tanto gusto que nos quita mil canas”; desde la lectura que practicaban en el siglo XIX los anarquistas andaluces que compraban el periódico aun sin saber leer para juntarse con otros correligionarios y buscar alguno que se lo leyera, hasta la que se hacía en las fábricas de tabaco en Cuba bien entrado el siglo XX, en las que, mientras los obreros y obreras torcían las hojas de tabaco, se leían relatos folletinescos y políticamente edificantes (L. Lyvak,1981; F. Ortiz, 1973) una práctica de lectura que está sin duda en la base de la afición y la sensibilidad que gestaron la radionovela cubana. Entonces la actual crisis de la lectura entre los jóvenes quizá tenga menos que ver con la seducción que ejercen las nuevas tecnologías y más con la profunda reorganización que atraviesa el mundo de las escrituras y los relatos, y la consiguiente transformación de los modos de leer, es decir con el desconcierto que entre los más jóvenes produce la obstinación en seguir pensando la lectura únicamente como modo de relación con el libro y no con la pluralidad y heterogeneidad de textos y escrituras que hoy circulan. El viejo miedo a las imágenes se carga hoy de un renovado prestigio intelectual: el que ha cobrado últimamente la denuncia de la espectacularización que ellas producen y la simulación en que nos sumen. Denuncia que aun siendo bien certera corre sin embargo el riesgo de impedirnos asumir la envergadura “real” de los cambios. Pues si ya no se puede ver ni representar como antes, tampoco se puede escribir ni leer como antes. Ya que no estamos sólo frente a un “hecho tecnológico” o la dominancia de una lógica comercial, sino a profundos cambios en toda las prácticas culturales de memoria, de saber, de imaginario y creación, que nos introducen en una mutación de la sensibilidad, o como dice A. Renaud (1990), en una nueva era de lo sensible. Hay empero un “lugar” donde esa mutación se ha convertido en un decisivo conflicto de culturas: la escuela. Pero la escuela vela y escamotea su conflicto con la cultura audiovisual reduciéndolo a sus efectos morales, es decir traduciéndolo al discurso de las lamentaciones sobre unos medios –especialmente la televisión, el walkman, los videojuegos– que roban el tiempo libre de los jóvenes, manipulan su ingenuidad e idealismo, inoculan superficialidad y conformismo haciéndoles reacios a cualquier tarea seria, desvalorizan el libro y la lectura exigente. Traduciendo el conflicto a esos términos, hablaría únicamente de la lucha de la escuela contra la pseudocultura del entretenimiento, que sería la de la pasividad conformista y ese nuevo analfabetismo que encubren la proliferación de imágenes y la música-ruido. Pero lo que esa reducción oculta es que el mundo audiovisual desafía a la escuela en niveles más específicos y decisivos: el de la “sociedad de la información” y el de los nuevos ámbitos y formas de socialización. La experiencia cotidiana del maestro atestigua empero la distorsionadora presencia en la vida escolar de lógicas, saberes y relatos que escapan a su control. Al mismo tiempo los medios audiovisuales constituyen un nuevo y poderoso ámbito de socialización (D. Bell, 1987; M. Maffesoli, 1990), esto es de elaboración y transmisión de valores y pautas de comportamiento, de patrones de gusto y de estilos de vida reordenando y desmontando viejas y resistentes formas de intermediación y autoridad que configuraban hasta no hace mucho el estatuto y el poder social de la escuela. Ni la lamentación ni el escamoteo pueden sin embargo eliminar la resistencia de lo jóvenes a una educación basada exclusivamente en los principios y las técnicas de la cultura letrada. De ahí que en alguna forma la escuela trate de dar entrada y hacer uso de los medios pero se trata únicamente de un uso modernizado instrumental (F. Casiano, 1985; M. M. Kroling, 1986). La presencia en la escuela de la videograbadora o la computadora forma mayoritariamente parte del conjunto de gestos que es indispensable hacer para que el rostro, o mejor la fachada, de la educación cambie dejando el resto igual. Son gestos dirigidos más hacia fuera que hacia adentro, pues es el prestigio del colegio lo que se vería comprometida 9
  • 10. por la ausencia de ciertas tecnologías en sí mismas portadoras de un status moderno, o mejor modernizador. Complementaria con ese uso es la concepción –predominante no sólo entre los maestros sino entre los apreciados tecnólogos de la educación que dirigen el sistema educativo– según la cual la renovación provendría del cambio de técnicas y de la introducción de tecnologías. Una renovación que se agota bien pronto pues queda reducida a la capacidad amenizadora de unos dispositivos incapaces de detener el deterioro de la relación escolar, pero capaces de amenizar el aburrimiento de la rutina cotidiana. Lo que conduce necesariamente a un uso instrumental de los medios o las tecnologías: que es aquél que abstrayendo los medios de sus peculiaridades comunicativas, y de su densidad cultural, se sirve de ellos únicamente como “ayudas” exteriores al proceso pedagógico o como ejercicios puramente formales: se aprende a usar la computadora no para insertarla como estrategia de conocimiento sino para que el alumno pueda atestiguar que aprendió a usarla. Transformaciones sociotécnicas de los medios La revolución tecnológica que vivimos no afecta sólo por separado a cada uno de los medios sino que está produciendo transformaciones transversales que se evidencian en la emergencia de un ecosistema comunicativo conformado no sólo por nuevas máquinas o medios, sino por nuevos lenguajes, escrituras y saberes, por la hegemonía de la experiencia audiovisual sobre la tipográfica, y la reintegración de la imagen al campo de la producción de conocimientos. Ello está incidiendo tanto sobre el sentido y el alcance de lo que entendemos por comunicar como sobre la particular reubicación de cada medio en ese ecosistema y en las relaciones de unos medios con otros. El punto de partida de los actuales cambios se sitúa en los años ochenta, años en que entra al vocabulario la categoría de lo transnacional y despegan las nuevas tecnologías. No puede ser más significativo que en la “perdida década” de los ochenta una de las pocas industrias que se desarrolló en América Latina fuera precisamente la de la comunicación: el número de emisoras de televisión se multiplicó –de 205 en 1970 pasó a 1459 en 1988–; Brasil y México se dotaron de satélites propios, la radio y la televisión abrieron enlaces mundiales vía satélite, se implantaron redes de datos, fibra óptica, antenas parabólicas, TV-Cable, y se establecieron canales regionales de televisión (A. Alfonso, 1990). Pero todo ese crecimiento se produjo sin apenas intervención del Estado, o peor aún minando el sentido y las posibilidades de esa intervención, dejando sin piso real al espacio/servicio público y acrecentando las concentraciones monopólicas. A mediados de los años ochenta escribí (J. Martín-Barbero, 1986) que el lugar de juego del actor transnacional no se encuentra sólo en el ámbito económico –la devaluación de los Estados en su capacidad de decisión sobre las formas propias de desarrollo y las áreas prioritarias de inversión– sino en la hegemonía de una racionalidad desocializadora del Estado y legitimadora de la disolución de lo público. El estado deja de ser garante de la colectividad nacional como sujeto político y se convierte en gerente de los intereses privados transnacionales. La conversión de los medios en grandes empresas industriales se halla ligada a dos movimientos convergentes: la importancia estratégica que el sector de las telecomunicaciones entra a jugar, desde fines de los años ochenta, en la política de modernización y apertura neoliberal de la economía, y la presión que, al mismo tiempo, ejercen las transformaciones tecnológicas hacia la des-regulación de la estructura y gestón de los medios. En pocos años esa convergencia rediseña el mapa. El medio que registra más rápidamente los cambios es la radio, a la que la modernización tecnológica torna flexible en un doble sentido: la FM (frecuencia modulada). aligerando el aparataje y los costos tecnológicos posibilita una gran diversificación de las emisoras de una misma cadena, dedicadas por entero a segmentos precisos de audiencia, no sólo por géneros -noticias, música- sino por segmentos de edad y de gustos; por otra parte, la conexión satelital hace posible la instantaneidad de la noticia desde cualquier parte del mundo, lo que conducirá a modelos de programación mas dúctiles, por módulos armables en los que cabe una gran diversidad de subgéneros y en los que son fácilmente insertables las “noticias en vivo”. Apoyada en el primer tipo de flexibilidad se va a generar también una segunda generación de emisoras locales y comunitarias (R. Roncaglolo, 1996) a través de las cuales movimientos sociales barriales o locales y ONGs encuentran en la radio la posibilidad de un nuevo tipo de espacio público: ya no para ser representados sino reconocidos desde sus propios lenguajes y relatos. Por su parte, la prensa es el medio que más tardíamente y con mayores recelos se ha insertado en la revolución tecnológica. Pero las tendencias de esa inserción son mayoritariamente preocupantes. Pues, al mismo tiempo que refuerzan el monopolio de la información escrita por algunas pocas empresas, amenazan la existencia del periodismo investigativo. En cuanto a lo primero bien pueden servir de ejemplo las 10
  • 11. transformaciones que en los últimos años ha experimentado el periódico El Tiempo de Bogotá, que copa actualmente cerca del 80% de lectores del país: ha inaugurado ediciones vía satélite en Cali y otras ciudades del país, ha formado cadenas de prensa semanal en un buen número de capitales de departamentos y tiene prensa barrial en Bogotá, acoge diariamente en su sección de economía varias páginas del Wall Street Journal y publica una separata semanal de la revista Time. Respecto a lo segundo, parecería que la apropiación de la computadora y las nuevas tecnologías de diseño estuvieran ante todo posibilitando a la prensa escrita competir con la televisión: predominio de la imagen sobre el texto escrito hasta extremos disparatados en las ediciones del domingo, brevedad de los artículos con tendencia a ser cada día más cortos y más fácilmente digeridos. A su vez, los cambios introducidos por las nuevas tecnologías en la producción material y formal del periódico rehacen grandemente la geografía de los oficios periodísticos, implicando más directamente a los periodistas en la hechura formal del periódico mientras facilita la concentración de las decisiones sobre lo realmente publicado y el peso otorgado a cada información. Un segundo renglón de las relaciones entre prensa e innovación tecnológica se halla en la edición electrónica de los principales periódicos y revistas de cada país, posibilitando la multiplicación de los lectores tanto dentro como fuera del país, y la multiplicidad de modos de lectura, lo que está replanteando tanto la oposición apocalípticamente maniquea entre el mundo de la escritura y el de la imagen como la creencia en un solo, y tipográfico, modo de lectura. La envergadura de la incidencia de los cambios tecnológicos en las transformaciones de la televisión remite, de un lado, a la ya permanente presencia en cada país de las imágenes globales, incluyendo la globalización de las imágenes de lo nacional; y de otro, a los movimientos de democratización desde abajo que encuentran en las tecnologías -de producción como la cámara portátil, de recepción como las parabólicas, de post producción como la computadora y de difusión como el cable- la posibilidad de multiplicar las imágenes de nuestra sociedad desde lo regional a lo municipal e incluso lo barrial. Aunque para la mayoría de los críticos el segundo movimiento no puede compararse con el primero por la desigualdad de las fuerzas en juego, soy de los que piensan que minusvalorar la convergencia de las transformaciones tecnológicas con el surgimiento de nuevas formas de ciudadanía -lo que ya en solitario anticipara W Benjamin al analizar las relaciones del cine con el surgimiento de las masas urbanas- sólo puede llevarnos de vuelta al miope maniqueísmo que ha paralizado durante años la mirada y la acción de la inmensa mayoría de las izquierdas en el campo de la comunicación y la cultura. Claro que el sentido de lo local o lo regional en las televisiones por cable varía enormemente pues va desde el mero negocio hasta lo mejor de lo comunitario. Pero son nuevos actores los que en no pocos casos toman forma a través de esas nuevas modalidades de comunicación que conectan -rediseñándolas- las ofertas globales vía parabólicas y cable, con las demandas locales. Hay también, en lo que a las nuevas modalidades de televisión concierne, otro ámbito de contradicciones a tener en cuenta: la puesta en escena de lo latinoamericano que, cargada de esquematismos y deformaciones pero también de polifonías, están realizando las subsidiarias latinas de CBS (en USA) y CNN en unos países con frecuencia inmersos en una muy pobre información internacional, y especialmente en lo que atañe a los otros países de Latinoamérica. Las descontextualizaciones y frivolidades de que está hecha buena parte de la información que difunden esas cadenas de televisión no pueden ocultarnos la apertura y contrastación informativas que ellas posibilitan, pues en su entrecruce de imágenes y palabras se deshacen y rehacen que, reubicando lo local, nos sitúan en un cierto espacio latinoamericano. Frente a lo que se piensa desde una concepción instrumental y ahistórica la función de los medios en nuestra sociedades ha cambiado y en muy diversos sentidos, además de haber sido coprotagonistas de los cambios que nos han llevado de una sociedad tradicional, unanimista y confesional, a otra moderna, secularizada y plural, pasando por las sociedades que han configurado el populismo, el desarrollismo y el neoliberalismo. Así, la función que cumplieron los medios en la “primera modernidad” latinoamericana de los años 1930-1950 -que configuraron especialmente los populismos en Brasil, México y Argentina- respondió al proyecto político de constituir estos países en naciones modernas mediante la creación de una cultura y una identidad nacionales. Ese proyecto fue en buena medida posible por la comunicación que los medios posibilitaron entre masas urbanas y Estado. Los medios, y especialmente la radio, se convirtieron en voceros de la interpelación que desde el Estado convertía a las masas en pueblo y al pueblo en nación. La radio en todos, y el cine en algunos países -México, Brasil, Argentina- hicieron la mediación entre las culturas rurales tradicionales con la nueva cultura urbana de la sociedad de masas, introduciendo en ésta elementos de la oralidad y la expresividad de aquéllas, y posibilitándoles hacer el paso de la racionalidad expresivo-simbólica a la racionalidad informativo-instrumental que organiza la modernidad. El proceso que vivimos hoy es no sólo distinto sino en buena medida inverso: los medios de comunicación son uno de los más poderosos agentes de devaluación de lo nacional. Lo que desde ellos se configura hoy, de una manera más explícita en la percepción de los jóvenes, es la emergencia de culturas 11
  • 12. que, como en el caso de las musicales y audiovisuales, rebasan la adscripción territorial por la conformación de “comunidades hermenéuticas” difícilmente comprensibles desde lo nacional. Culturas que por estar ligadas a estratagemas del mercado transnacional de la televisión, del disco o del video, no pueden ser subvaloradas en lo que ellas implican de nuevos modos de percibir y de operar la identidad. Identidades de temporalidades menos “largas”, más precarias, dotadas de una plasticidad que les permite amalgamar ingredientes que provienen de mundos culturales muy diversos y por lo tanto atravesadas por fuertes discontinuidades, en las que conviven gestos atávicos, residuos modernistas, eclecticismos postmodernos. Los medios ponen así en juego un contradictorio movimiento de globalización y fragmentación de la cultura, que es a la vez de des-localización y revitalización de lo local. Y también en el plano político la ‘identidad’ de los medios ha cambiado profundamente. De un lado, los medios están pasando de meros intermediarios de las formaciones políticas con la sociedad a mediadores en la constitución del sentido mismo del discurso y de la acción política. De meros transmisores de información o de doctrina y consignas, los medios han empezado a actuar en la política -aunque en ello se disfracen también otras intenciones e intereses- como fiscalizadores de la acción del gobierno y de la corrupción en las distintas instituciones del Estado (G. Rey, 1998). Actúan también al estimular y apoyar la presencia de candidatos independientes o cívicos y al facilitar la interlocución entre Estado y organizaciones de la sociedad civil. Mediante esas nuevas actuaciones, los medios buscan a su manera responder a las nuevas demandas sociales y las nuevas figuras de lo político (R. M. Alfaro, 1995). Y en esa búsqueda se están viendo obligados a desbordar los intereses de sus aliados tradicionales para abrirse a la interlocución con organizaciones nacionales y locales de tipo cívico o ecológico, dándose así mismo interlocutores provenientes del ámbito de las ciencias sociales y las transformaciones culturales. De otro a los las nuevas tensiones estratégicas, que fuerzan a los medios a cambiar, se ubican entre su predominante carácter comercial, el reordenamiento de sus relaciones con el Estado y el surgimiento de nuevas figuras y expresiones de la libertad, entre su búsqueda de independencia y las condiciones que crean los procesos de globalización, entre sus tendencias cambios inercia y las nuevas demandas de los públicos. Por el modo como los medios se relacionan con los públicos pasa, finalmente, uno de los cambios más importantes: la transformación de la cultura de masas en una cultura segmentada. Ello responde a la manera en que la industria mediática ha sabido asumir que el público o la audiencia no designa un ente indiferenciado y pasivo sino una fuerte diversidad de gustos y modos de consumir (M. Bisbal y P. Nicodemo, 1995). En los últimos años los medios interpelan y construyen una audiencia que, aunque es masiva por la cantidad de gente a la que se dirige, ya no lo es por relación a la uniformidad y la simultaneidad de los mensajes. Lo que obliga a replantear la visión que identifica cultura mediática con homogeneización cultural. Cierto que hay homogeneización en nuestra sociedad, pero ella, más que efecto de los medios, es condición de funcionamiento del mercado en general, mientras que los actuales modos de producción cultural de los medios van en la dirección de la fragmentación y especialización de las ofertas y los consumos. Ahora bien, la construcción de públicos que ha jugado, desde la prensa del siglo XIX, un papel democratizador en la sociedad al abrir el acceso de los bienes informativos y culturales a sectores diversos a las elites, adquiere hoy una marcada ambigüedad. Si la segmentación de públicos sigue, en cierta medida, teniendo un rol democratizador -como en el caso de las emisoras musicales que atienden demandas de los diferentes grupos de edad y de diversos tipos de gustos/consumos culturales- estamos sin embargo ante una fragmentación de la oferta que funcionaliza las diferencias socio-culturales a los intereses comerciales, esto es, tiende a construir solamente diferencias vendibles. De otra parte, si seguimos necesitados de un espacio cultural latinoamericano él no puede ser hoy pensado por fuera del proceso de integración (N. García Canclini, 1996) impulsado por una globalización tecno-económica que hace del espacio nacional un marco cada día más insuficiente para aprovecharla o para defenderse de ella. El más poderoso movimiento de integración -entendida como superación de barreras y emborronamiento de fronteras- es el que pasa por los medios de comunicación y las tecnologías de información. Si ya lo fue en el pasado -imaginarios latinoamericanos del cine, de sus mitos y sus estrellas, y del bolero, el tango, o la ranchera- lo es tanto o más hoy con la telenovela y la salsa, con el rock latino y hasta con el canal latino de MTV, con sus estrellas y sus mitos también. Sólo que esa integración forma hoy parte de un más poderoso movimiento de globalización que a la vez nos desintegra al hacer prevalecer las exigencias de competitividad entre los Grupos (TLC, Mercosur) sobre las de cooperación y complementariedad regional, y al subsumir la heterogénea diferencia de nuestras culturas en la indiferencia tendencial del mercado. Es desde esa contradictoria integración que hay que repensar el estratégico papel de los medios en la construcción de un espacio público latinoamericano, pues las políticas de comunicación no pueden definirse hoy en el espacio excluyente de lo nacional ya que su espacio real es más ancho y 12
  • 13. complejo: el de la diversidad de las colectividades locales dentro de la nación y el del espacio cultural latinoamericano. 13