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SOHO
CRÓNICAS

Ediciones Aguilar

Extractos: Contenido y Prólogo



CONTENIDO

TAN LEJOS, TAN CERCA

   •   MADRID, CUNDINAMARCA ANTONIO CABALLERO
   •   EL PUEBLO MÁS DENSO DE COLOMBIA MARTÍN CAPARRÓS
   •   CAFARNAUM ADOLFO ZABLEH DURÁN

MUERA LA MUERTE

   •   HISTORIA DE UN HOMICIDIO CUALQUIERA ANDRÉS FELIPE SOLANO
   •   CÓMO ES POR DENTRO UN HORNO CREMATORIO FERNANDO
       QUIROZ
   •   FUNERAL POBRE HÉCTOR RINCÓN
   •   24 HORAS EN UNA CONVENCIÓN FUNERARIA GERMÁN BULA
   •   MANEJANDO UN CARRO FÚNEBRE ALEJANDRO SANTOS
   •   CEMENTERIO DE SAN PEIWO, MEDELLÍN MARTÍN CAPARRÓS
   •   LA DESENTERRADORA DE CUERPOS JOSÉ ALEJANDRO CASTAÑO

PROFESIÓN: SER OTRO

   •   UN DÍA COMO EXTRA DE TV DARÍ0 FERNANDO PATIÑO
   •   BOXEADOR POR UN DÍA EFRAIM MEDINA
   •   LA LUCHA LIBRE EN CARNE PROPIA JUAN ANDRÉS VALENCIA
   •   24 HORAS DE BOMBERO ERNESTO MCCAUSLAND
   •   CIEN HORAS ENTRE LA BASURA CRISTIAN VALENCIA
   •   MANEJANDO UNA AMBULANCIA ÁLVARO GARCÍA
   •   24 HORAS DE BURÓCRATA DANIEL CORONELL
   •   LANCERA MARIA ALEJANDRA VILLAMIZAR
   •   D.T. DEL SANTA FE SALUD HERNÁNDEZ

«FREAK PARADE»

   •   EL ORO Y LA OSCURIDAD ALBERTO SALCEDO RAMOS
   •   LOS MODELOS MÁS FEOS DEL MUNDO JUAN PABLO MENESES
   •   HISTORIAS MÍNIMAS ANDRÉS FELIPE SOLANO
   •   LA COLOMBIANA MÁS GORDA JULIO PAREDES
•   EL COLOMBIANO MÁS BAJITO ANDRÉS SANÍN
   •   LA CASA DEL TRANSFORMISMO SERGIO ÁLVAREZ
   •   EL ÚLTIMO DE LA TABLA ALBERTO SALCEDO RAMOS
   •   RETRATO DE UN PERDEDOR ALBERTO SALCEDO RAMOS
   •   DE GIRA CON CHARLY DANIEL RIERA
   •   EL SASTRE DE JORGE BARÓN ANDRÉS FELIPE SOLANO
   •   EL ÁRBITRO QUE EXPULSÓ A PELÉ ALBERTO SALCEDO RAMOS
   •   EL CLON DE FREDDIE MERCURY LEILA GUERRIERO
   •   RAELIANOS ANTONIO GARCÍA ÁNGEL
   •   MI DOBLE CALLEJERO ALFREDO MOLANO BRAVO
   •   LA HABANA EN UNA JINETERA DANIEL SAMPER OSPINA
   •   TARDE DE PERRO FERNANDO QUIROZ

CONFIESO QUE HE VIVIDO

   •   VIVIR CON EL MÍNIMO ANDRÉS FELIPE SOLANO
   •   VIAJE AL FONDO DEL TRANCE       JORGE FRANCO
   •   CORRER DOPÁNDOSE Y SIN DOPARSE DIEGO GARZÓN
   •   PROBANDO LA CHICHA GUSTAVO GÓMEZ CÓRDOBA
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OTRAS CRÓNICAS

   •   LAS SOBRAS DE LA RUMBA OSCAR ESCAMILLA Y JOSÉ LUIS NOVOA
   •   UN DÍA EN LA LÍNEA ANTISUICIDIO HÉCTOR ABAD FACIOLINCE
   •   EL DÍA DESPUÉS EN UNA WHISKERÍA       DANIEL CORONELL
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   •   LA GUERRA DESDE EL AIRE ARMANDO NEIRA
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   •   CÓMO ES POR DENTRO EL DESPACHO PRESIDENCIAL JUAN GOSSAÍN
   •   CÓMO ES UNA OPERACIÓN DE HEMORROIDES PASCUAL GAVIRIA
   •   SEGUIMIENTO DE UNA CÓRNEA MARTA ORRANTIA
   •   CRIANDO UN CERDO EN CASA EDUARDO ESCORAR



PRÓLOGO DANIEL SAMPER OSPINA

No son solo tetas 1
Permítanme empezar con una anécdota: alguna vez le entregué a Roberto Fontanarrosa,
el genial humorista argentino, una edición de SoHo. La examinó con juicio, artículo por
artículo. Después levantó la cabeza, me miró de frente y con una extraña seriedad me
dijo:
—Debo reconocer, querido amigo, que SoHo no son solo tetas...
Yo asentí expectante, porque la frase pendía todavía de unos puntos suspensivos que la
dejaban abierta; expectante, digo, pero satisfecho: al fin alguien, y nadie menos que el
gran maestro rosarino, reconocía el esfuerzo de hacer de la revista un ejercicio en el que
también tuvieran cabida artículos relevantes.
No había sido fácil. Para que SoHo consiguiera un estrato intelectual importante sin
perder su condición de revista comercial, fue necesario encontrar un equilibrio esquivo:
no se trataba de sustituir fotografías por texto, pero tampoco de seguir elaborando una
publicación en la cual las imágenes eróticas y las reseñas de artículos de estilo de vida
fueran el único sustento de vuelo. Aun más: tampoco se trataba de sumar una cosa a la
otra, de esconder grandes crónicas bajo la atractiva fachada de las fotos eróticas. El
asunto era más complejo: no se trataba de mezclar, sino de fundir; de conseguir que una
cosa se sumergiera en la otra; que los artículos fueran solubles a las imágenes, y que
eses dos elementos fueran una misma materia, un único temperamento editorial: una
revista.
Dado que otros medios tenían la responsabilidad de contar cómo nos matábamos, el
punto de partida de SoHo era hacer historias que contaran cómo sobrevivíamos.
Historias compatibles con la supuesta audiencia natural de la revista: crónicas urbanas,
cotidianas, modernas, literarias. Que Jorge Franco probara el éxtasis, la droga sintética
que estaba de moda; que Fernando Quiroz siguiera durante un día entero al primer perro
callejero que se topara en el centro de Bogotá; que Héctor Abad visitan un banco de
semen; que Hollman Monis viviera una noche en la zona de rumba más exclusiva de la
ciudad, pero desde el otro lado, es decir disfrazado de mendigo. El abanico temático se
abrió paulatinamente, pero la fórmula de encargarles temas ordinarios a firmas
extraordinarias aún prevalece.
Dentro de este tipo de temas cabían invitados extranjeros como el maestro Martín
Caparrós. O como Roberto Fontanarrosa: el mismo que alguna vez, bajo una mirada de
hielo, y como si estuviera hablando en serio por primera vez, me dijo:
—Debo reconocer, querido amigo, que SoHo no son solo tetas...

La oportunidad de SoHo
De entrada, el proyecto de convertir a SoHo en una plataforma de crónicas despertó
algunas resistencias: a ciertos escépticos les parecía que una revista para hombres, llena
de fotografías de mujeres desnudas y breves artículos con lo último en carros, relojes y
licores, solo tenía el derecho de ser frívola.
La revista debía ser eso, nadie lo niega. Pero quizás podía ser no solamente eso. De por
sí, el hábitat histórico en que surgió la crónica literaria fue este tipo de revistas de estilo
de vida pan hombres. Nadie puede olvidar que en la edición de otoño de 1962 de
Esquire, la célebre publicación masculina, apareció la crónica «Joe Louis: el rey hecho
hombre en edad madura», de Gay Talese, que inauguró el periodismo literario: ese
experimento en que la realidad se contaba con técnicas literarias.
El periodismo narrativo, o literario, o «paraperiodismo», hizo que Talese, Tom Wolfe,
Norman Mailer, Truman Capote y otros pioneros del género conformaran toda una
generación de escritores de revistas, llamados así por una razón fundamental: las
revistas son el mejor puerto al que un escritor proveniente de la literatura puede
emigrar. Permiten trabajar con dos factores escasos en el mundo periodístico: tener
tiempo y tener espacio. Tiempo para confeccionar la historia; espacio para publicarla
con despliegue: dos elementos que podían permitir dimensiones estéticas en los textos.
En Colombia, el desarrollo del periodismo literario fue dándose inicialmente en
suplementos literarios como las célebres Lecturas Dominicales de El Tiempo, y aun en
las páginas noticiosas de diarios como El Espectador, que publicó por entregas la
historia inmortal que hizo García Márquez soba un náufrago. De manera marginal,
algunas revistas literarias como Mito, también lo promovieron. Y otras, de amplia
circulación, como Cromos de los años sesenta, abrieron sus páginas para que escritores
en boga dejaran reportajes memorables y extraños: es el caso de Gonzalo Arango y su
inolvidable historia sobre «Cochise, a vuelo de tequila».
A finales de la década de los noventa el mundo de las revistas vivió una revolucionaria
ampliación. Algunas publicaciones aprovecharon su solidez para convenirse en grupos
editoriales, bajo la premisa comercial de que el mercado colombiano carecía de
publicaciones de nicho. Con breves intervalos entre una y otra, la revista Semana lanzó
Fucsia, una revista femenina; jet-set, una revista de sociedad; Gatopardo, una revista de
crónicas; Dinero, una revista de negocios. Y SoHo, una revista para hombres. Cromos
sacó al mercado Shock, una revista para jóvenes. Gatopardo cambió de dueños y editó
también la revista Rolling Stone. Y al lado, de esas publicaciones aparecieron otras más,
independientes, culturales y económicamente viables, como El Malpensante. Y lo que
antes era un país con unas cuantas revistas, generalmente de información política, de un
momento a otro se convirtió en un país con una industria editorial prominente: con
tantas revistas como públicos existieran para ellas; con tantos retos nuevos como
periodistas estuvieran dispuestos a tomarlos.
Esa proliferación significó una oportunidad. Dentro de todo ese contexto, lo
descabellado no era hacer de SoHo una revista con un contenido escrito valioso, como
sucedió con las revistas gringas de los años sesenta, sino desperdiciar la oportunidad de
hacerlo. Las modelos, las reseñas con lo último en estilo de vida, los desnudos en un
país que aún se escandalizaba con un pezón, pero no con una masacre, eran una coraza
ideal para que el periodismo literario no solo tuviera un nuevo espacio de desarrollo,
sino para que lo tuviera con garantías de circulación.
Solamente faltaba vencer un extraño prejuicio del negocio editorial: el de quienes creen
que el valor intelectual de una revista para hombres, en vez de nutrir el éxito comercial,
atenta contra él.

La gente lee
Usted va a escribir un artículo pan una revista, y se tropieza de frente con un editor que
le dice:
—Eso está muy largo. Nadie se lo va a leer.
Usted hace una crónica, y un editor desecha una tercera parte de lo que escribió para
que las fotografías puedan ser más amplias. Usted le pregunta por qué quiere que las
fotografías sean tan grandes, y el editor le responde:
—Porque la gente ve las fotos pero no lee.
—Olvídate: la gente no lee. Córtale tres mil palabras. —Haz el artículo para que se
pueda leer desde los pies de fotos: la gente no lee.
—Que los destacados sean grandes porque eso es lo que va a leer la gente. La gente no
lee.
Entonces usted se pregunta: si este editor cree con tanta certeza que la gente no lee, ¿por
qué no se va a hacer televisión? Si la gente no lee, ¿para qué hace revistas?
Yo me permito suponer lo contrario: la gente lee. Lee lo que le despierta curiosidad:
claro que lee. Pero no le despierta curiosidad un artículo en el que un editor ha
concentrado su esfuerzo, no en encontrar un tema que despierte asombro y tenga algo de
belleza narrativa, sino en aplastar el texto que le han traído: en recortarlo, llenarlo de
fotos amplias y destacados gigantescos porque la gente no lee. Es obvio: ¿quién diablos
se va a leer algo a lo que se le nota el prejuicio de haber sido hecho para el consumo de
un idiota?
Primero pensemos en el tema: si el tema despierta una curiosidad elemental, casi
infantil, cualquiera se lo lee. A usted se le muere un familiar, va a una capilla, dice unas
oraciones y luego ve que el ataúd se desliza hacia una pequeña puerta que cierran. ¿No
es verdad que quiere saber qué hay allá detrás? ¿No es verdad que quiere saber si de
verdad van a quemar el cadáver, y cómo es el horno, y cuántas personas trabajan en eso,
y cuántos cadáveres reciben al día, y si les ha pasado algo curioso con esos cadáveres?
Si el tema es bueno, de entrada lo empiezan a leer. Y si está bien escrito, lo leen entero.
Eso es todo. En eso consiste todo el asunto.
En que el tema despierte curiosidad y esté bien escrito. Y generalmente los que mejor
escriben son los escritores porque viven de eso.
Y no hay que cortar el artículo, ni que sustituirlo por fotografías.
Ante esos editores empecinados en hacer revistas bajo el supuesto de que nadie lee, me
permito pensar lo contrario: ¿qué tal si por una vez los editores suponemos que la gente
no lee porque la revista que hacemos está hecha para no leer: solo para ver fotos y botar
a la basura? ¿Qué tal si por una vez nos echamos la culpa, y nos damos cuenta de que si
uno hace una revista para que la gente lea, suele pasar que en efecto la gente lee?
Eso era lo que SoHo quería demostrar.

Instrucciones para escribir una crónica de SoHo
Partimos de un supuesto: el máximo género periodístico es la crónica. Por una razón
elemental: la crónica es el mejor formato para contar una historia irresistible de leer.
Ahora bien: después de ese punto de partida, procuramos que cada historia de SoHo sea
apta para la gente que no lee, pero al mismo tiempo apreciable para la gente que lee. La
base es que sean historias elementales. No necesitan de una introducción, un nudo, un
epílogo o una situación extraordinaria. Al revés: mientras más normales, más fáciles de
leer. Cada una requiere un hilo anecdótico que arrastre a cabestro al lector a lo largo de
la historia. Es válido incluso que esa anécdota sea la misma aventura del cronista
cubriendo el tema al que se refiere, aunque a veces ese recurso puede hacer que se
confunda, se convierta en el referente y no en el instrumento de la historia, y la crónica
colapse por frívola.
Es conveniente que el tema elegido se muestre en estado de reposo: contar lo que
sucede un fin de semana en Medicina Legal, o narrar la manera en que vive una persona
que padece de enanismo, todo esto sin necesidad de mostrarlo en un momento de
turbulencia.
La revista siempre piensa en el tema y en la firma como una fórmula, como un binomio
que debe ser complementario; cada tema tiene una firma qué se acomoda mejor a la
historia, a veces por contraste, a veces por afinidad.
Hay ocasiones en que el planteamiento mismo de la crónica supone una ironía que
ayuda a enganchar lectores: en SoHo hemos enviado plumas mayores y en teoría
acartonadas, como Carlos Lleras de la Fuente, a cubrir a estilos de vida desaforados y
juveniles, como los rayes electrónicos; también viene al caso el ejemplo de una crónica
en elaboración, en la que la revista envió al chileno Juan Pablo Meneses al mejor
restaurante de Etiopía pan contar la historia del hambre en el África a partir de esa
anécdota.
Otra táctica consiste en cubrir a aquellas personas a las que la gloria no las toca: las que
están por fuera de los reflectores y los aplausos, y nunca aparecen ni en los bordes de la
noticia: es el caso de lo que hizo Alberto Salcedo Ramos, cuando elaboró una crónica
conmovedora sobre el último equipo de la segunda división del fútbol colombiano; o el
retrato que el mismo autor hizo de un boxeador que ha perdido todas sus peleas.
A veces basta un pretexto para disfrazar una crónica de viaje en algo más apetitoso. Así
fue cuando, con la excusa de saber cómo eran los pueblos colombianos homónimos de
las grandes ciudades del mundo, la revista envió a Eduardo Arias a Ginebra, Valle; a
Fernando Quiroz a Buenos Aires, Tolima, y a Antonio Caballero a Madrid,
Cundinamarca; también así cuando publicamos las historias de periodistas enviados a
Cafarnaum, la Patagonia y la Conchinchina, todos ellos destinos que en el habla popular
denotan lejanía, agrupadas bajo el título de «Crónicas remotas».
Todo esto sin dejar de lado los perfiles extensos. Cuando el experimento de crear un
contenido refrescante y de fácil digestión para los lectores probó su éxito, o, en otras
palabras, cuando la revista ya había hecho de la lectura de crónicas un hábito para los
suscriptores, nos atrevimos a dar un paso más largo: publicar una crónica extensa, una
crónica que tuviera alma de libro, que se llevara setenta páginas si era preciso, y que se
convirtiera en un plato suculento para leer en vacaciones. Así apareció el perfil de
Pambelé, inscrito dentro de la tradición del periodismo narrativo de ubicar personajes en
el mundo del deporte, que el gran cronista Alberto Salcedo Ramos investigó, escribió y
pulió durante más de un año. Esa crónica se constituyó en epicentro: fue nuestro grado
como revista devota del periodismo narrativo. Por eso, Pambelé fue nuestro Joe Gould
en edad madura. Y Salcedo Ramos nuestro Gay Talese.

Primero la primera persona
Una vertiente periodística a la que durante estos años también acudió la revista son las
polémicas crónicas de suplantación: aquellas en las que el periodista se disfraza durante
algunas horas para padecer en carne propia los sucesos del tema que le asignaron. La
ortodoxia suele descalificarlas con un argumento: son demasiado ligeras. Y ese mismo
argumento sirve para que en Soho las mantengamos: ¿dónde dice que todas las crónicas
deben ser serias? ¿No crea nuevos lectores un tema hecho simplemente para divertir? Es
evidente que algunas veces estas crónicas de suplantación se convierten en pies de fotos
extensos que justifican una fotografía divertida. Crónicas como la del ex senador Carlos
Gaviria en la que, en diciembre, y disfrazado de Papá Noel, atendió las peticiones de los
niños en un centro comercial; o la del periodista económico Mauricio Rodríguez, que
trabajó durante un día como «Pollo Frisby», la mascota de una cadena de comidas
rápidas, nunca tuvieron la pretensión de partir en dos la historia del periodismo nacional
o ganarse el premio Pulitzer. Pero la asombrosa novedad de ver a esas figuras públicas
tan respetadas en un contexto tan distinto al de sus naturalezas, y leer sus narraciones
frescas y provistas de humor y reflexiones, se constituyó en carnada inmejorable de
lectura. Y esas piruetas periodísticas no solo no son nocivas, sino que muchas veces
también se convierten en puerta de entrada para muchos lectores que al final acabarán
leyendo historias extensas y hechas con propósitos más elaborados.
Gracias a este subgénero periodístico la revista reclutó muchos lectores Y aventuro una
explicación: las crónicas de suplantación, cuyo maestro fue el alemán Günter Wallraff,
tienen una estructura parecida a los realities de televisión. Y cuando un texto está
sintonizado con un lenguaje audiovisual, que además está de moda, conseguir lectores
no es una tarea titánica sino una consecuencia natural.
A su manera, y enriquecida intelectualmente por la hondura de la firma, la crónica del
maestro Eduardo Escobar sobre Aurelia fue un reality. Un reality por entregas que
empezó en la edición de septiembre de 2006, cuando SoHo le propuso que criara una
marrana para sacrificarla en la cena de Navidad, y terminó en diciembre de ese año,
cuando, a juzgar por las cartas recibidas en la redacción, la expectativa de los lectores
por saber si la historia acabaría en el horno o en el indulto estaba en su máxima
ebullición.
Como en todo, también las crónicas de suplantación tienen gradualidades. De esa
técnica, y quizás involuntariamente, nació una marca en el estilo de SoHo: la primera
persona.
Esa marca conlleva un riesgo: el riesgo de que el cronista no entienda las diferencias
entre escribir en primera persona y escribir sobre la primera persona, como lo anotaba el
maestro Martín Caparrós.
La idea es que la primera persona sea una manera de abordar la historia, pero no la
historia. Nadie niega, sin embargo, que más que una forma gramatical, la primera
persona ha hecho que las historias de Soho produzcan un efecto de originalidad, quizás
por el episodio vivencia que exigen. Un ejemplo es el cubrimiento que hizo la revista
sobre la moda de las cirugías estéticas. Es normal ver que algunas publicaciones, como
cebo comercial, hagan entregas al respecto. Pero todas son similares: reseñas de los
últimos tratamientos, fotografías de modelos con mascarillas, breve información de
productos. Cuando SoHo atacó este tema, el recurso de inmersión que exige toda
crónica en primera persona permitió que un tema poco original se convirtiera en una
entrega abiertamente llamativa: Efraim Medina aceptó operarse la cara; Jotamario
Arbeláez aceptó hacerse un implante capilar; Eduardo Arias se hizo un tratamiento
dental: eran grandes firmas estrenando caras, pelos y dientes en exclusiva para la
revista. Y lo que podía ser el cubrimiento obvio y reiterado de un tema que no permite
mayores aventuras periodísticas, se convirtió en un material periodístico anecdótico, lo
cual facilita su lectura, pero al mismo tiempo sensible y reflexivo.
A esta misma cuerda pertenece una de las mejores historias publicadas por la revista.
Fue la que hizo Efraím Medina, a quien SoHo le contrató un entrenador durante algunos
meses para que lo dejara a punto para enfrentar una pelea real de boxeo. Medina, en
efecto, combatió. Durante los cinco rounds que logró durar de pie, alcanzó a hacer una
reportería vivencial que luego tradujo en un texto muy bien escrito Los novelistas
carecen de la motricidad de los boxeadores casi del mismo modo en que los boxeadores
carecen de la lucidez de lenguaje de los novelistas. Por eso, la crónica de Medina
consistió en describir lo que nunca hemos visto en el boxeo, al menos en términos
periodísticos: lo que pasa por dentro. Transmitir el hecho de que a partir del segundo
round la piel está anestesiada por los puños iniciales y los golpes ya no duelen; contar el
fenómeno de desprendimiento que supone ser noqueado, y demás asuntos que suceden
piel abajo y que ningún boxeador ha expresado, no solo justificó haber empleado el
método de la suplantación, sino que demostró que sin él los lectores se habrían perdido
de una historia extraordinaria.
Pero quizás la mejor expresión de estas aventuras en primera persona, y que a la vez
sirvió para demostrar que este estilo también puede producir crónicas importantes, que
vayan más allá de la anécdota y que no supongan una —para algunos—insultante
simulación sino un hondo trabajo de periodismo, fue la que elaboró Andrés Felipe
Solano para un especial sobre dinero que la revista publicó en noviembre de 2007. Por
petición de SoHo, Solano vivió durante seis meses con el salario mínimo, luego de
conseguirse un trabajo en que le pagaban esa suma. El mismo cronista quiso hacer su
labor en Medellín, lejos de su natal Bogotá, para abstenerse de cualquier tentación que
le distorsionara su aventura. Y puesto allí, en una comuna, viviendo en las mismas
condiciones que la clase obrera, Solano contó la historia de su cuadra, la historia de la
fábrica de trabajo, la historia de una familia elemental que le alquiló una habitación. Y a
través de esas historias, también contó la historia de lo que somos. El salario mínimo
dejó de ser una cifra y empezó a tener caras. Con esta crónica Solano consiguió que a
través del periodismo narrativo se consiguiera una proeza escasa, que contradice a
quienes ven en él un inocuo ejercicio estético: que el lector recuperara el asombro.
No son solo tetas 2
La selección de estas crónicas no obedece a ninguna lógica, no tiene rigor alguno, ni
siquiera es representativa. Al revés: es caprichosa, y cada uno de los textos de esta
antología le salió al paso en una extraña noche de recuerdos. Es muy probable que por
fuera se hayan quedado trabajos que deberían haber desplazado a algunos que
clasificaron en estas páginas, pero a su manera cada uno de ellos ratifica una manera de
hacer periodismo, y de apostar por el género de la crónica. Una apuesta que la revista
SoHo convirtió en todo un estilo, un principio y casi una doctrina.
Este puñado de historias da fe del espíritu heterodoxo de la revista. Hay historias
divertidas, experimentales, de inteligente frivolidad; pero también algunas extensas,
hondas, clásicas y serias. Todas caben. Todas han ayudado a confeccionar el tono
general de la revista. De cualquier manera, todas narran un país en una época. Y
constatan un propósito: el de convertir una publicación en un movimiento periodístico
refrescante, capaz de conseguir nuevos lectores. Voy a las cifras: SoHo, la misma
revista que tenía un contenido con mayor énfasis en las imágenes y no mucha
preocupación por los textos, en el año 2000 contaba con 178.100 lectores, según el
Estudio General de Medios. Hoy tiene 1.026.500.
No digo que esa abultada cifra de lectores se haya dado gracias a las crónicas; pero
estoy seguro de que han ayudado. El éxito de SoHo es que representa una ingeniosa
receta periodística. Y en esa receta, uno de los sabores principales son las crónicas.
De modo que la gente sí lee.
Y acá está una azarosa muestra de las razones por las que lee.
Por eso, aquella vez que estuve con Roberto Fontanarrosa, y que él examinaba con
cuidado cada uno de los artículos que acompañaban el suyo en alguna edición de la cual
fue colaborador, me sentí pleno y poderoso cuando lo oí decir con el ceño fruncido:
—Debo reconocer, querido amigo, que SoHo no son solo tetas...
Asentí expectante, porque la frase aún temblaba en el aire; expectante, pero feliz: era el
reconocimiento intelectual que se merecía la revista. Y un maestro de la literatura se lo
estaba dando.
—No son solo tetas —repitió Fontanarrosa—. Son tetas y culos —remató.


Daniel Samper Ospina

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Crónicas SOHO caracteres

  • 1. SOHO CRÓNICAS Ediciones Aguilar Extractos: Contenido y Prólogo CONTENIDO TAN LEJOS, TAN CERCA • MADRID, CUNDINAMARCA ANTONIO CABALLERO • EL PUEBLO MÁS DENSO DE COLOMBIA MARTÍN CAPARRÓS • CAFARNAUM ADOLFO ZABLEH DURÁN MUERA LA MUERTE • HISTORIA DE UN HOMICIDIO CUALQUIERA ANDRÉS FELIPE SOLANO • CÓMO ES POR DENTRO UN HORNO CREMATORIO FERNANDO QUIROZ • FUNERAL POBRE HÉCTOR RINCÓN • 24 HORAS EN UNA CONVENCIÓN FUNERARIA GERMÁN BULA • MANEJANDO UN CARRO FÚNEBRE ALEJANDRO SANTOS • CEMENTERIO DE SAN PEIWO, MEDELLÍN MARTÍN CAPARRÓS • LA DESENTERRADORA DE CUERPOS JOSÉ ALEJANDRO CASTAÑO PROFESIÓN: SER OTRO • UN DÍA COMO EXTRA DE TV DARÍ0 FERNANDO PATIÑO • BOXEADOR POR UN DÍA EFRAIM MEDINA • LA LUCHA LIBRE EN CARNE PROPIA JUAN ANDRÉS VALENCIA • 24 HORAS DE BOMBERO ERNESTO MCCAUSLAND • CIEN HORAS ENTRE LA BASURA CRISTIAN VALENCIA • MANEJANDO UNA AMBULANCIA ÁLVARO GARCÍA • 24 HORAS DE BURÓCRATA DANIEL CORONELL • LANCERA MARIA ALEJANDRA VILLAMIZAR • D.T. DEL SANTA FE SALUD HERNÁNDEZ «FREAK PARADE» • EL ORO Y LA OSCURIDAD ALBERTO SALCEDO RAMOS • LOS MODELOS MÁS FEOS DEL MUNDO JUAN PABLO MENESES • HISTORIAS MÍNIMAS ANDRÉS FELIPE SOLANO • LA COLOMBIANA MÁS GORDA JULIO PAREDES
  • 2. EL COLOMBIANO MÁS BAJITO ANDRÉS SANÍN • LA CASA DEL TRANSFORMISMO SERGIO ÁLVAREZ • EL ÚLTIMO DE LA TABLA ALBERTO SALCEDO RAMOS • RETRATO DE UN PERDEDOR ALBERTO SALCEDO RAMOS • DE GIRA CON CHARLY DANIEL RIERA • EL SASTRE DE JORGE BARÓN ANDRÉS FELIPE SOLANO • EL ÁRBITRO QUE EXPULSÓ A PELÉ ALBERTO SALCEDO RAMOS • EL CLON DE FREDDIE MERCURY LEILA GUERRIERO • RAELIANOS ANTONIO GARCÍA ÁNGEL • MI DOBLE CALLEJERO ALFREDO MOLANO BRAVO • LA HABANA EN UNA JINETERA DANIEL SAMPER OSPINA • TARDE DE PERRO FERNANDO QUIROZ CONFIESO QUE HE VIVIDO • VIVIR CON EL MÍNIMO ANDRÉS FELIPE SOLANO • VIAJE AL FONDO DEL TRANCE JORGE FRANCO • CORRER DOPÁNDOSE Y SIN DOPARSE DIEGO GARZÓN • PROBANDO LA CHICHA GUSTAVO GÓMEZ CÓRDOBA • TURISTA EN LA NOCHE LUIS FERNANDO AFANADOR • MI DESTINO SEGÚN CUATRO ADIVINOS MARGARITA POSADA • BUSCANDO ESPOSA POR LOS CLASIFICADOS MAURICIO SILVA GUZMÁN • ESCRIBIENDO SOBRE GOOGLE SIN TECNOLOGÍA JAIME ANDRÉS MONSALVE OTRAS CRÓNICAS • LAS SOBRAS DE LA RUMBA OSCAR ESCAMILLA Y JOSÉ LUIS NOVOA • UN DÍA EN LA LÍNEA ANTISUICIDIO HÉCTOR ABAD FACIOLINCE • EL DÍA DESPUÉS EN UNA WHISKERÍA DANIEL CORONELL • EL DÍA DESPUÉS DE QUE PERDÍ MI PIERNA MARTA RUIZ • LA GUERRA DESDE EL AIRE ARMANDO NEIRA • BURDEL DE BURRAS MARGARITA GARCÍA • CÓMO ES POR DENTRO EL DESPACHO PRESIDENCIAL JUAN GOSSAÍN • CÓMO ES UNA OPERACIÓN DE HEMORROIDES PASCUAL GAVIRIA • SEGUIMIENTO DE UNA CÓRNEA MARTA ORRANTIA • CRIANDO UN CERDO EN CASA EDUARDO ESCORAR PRÓLOGO DANIEL SAMPER OSPINA No son solo tetas 1 Permítanme empezar con una anécdota: alguna vez le entregué a Roberto Fontanarrosa, el genial humorista argentino, una edición de SoHo. La examinó con juicio, artículo por
  • 3. artículo. Después levantó la cabeza, me miró de frente y con una extraña seriedad me dijo: —Debo reconocer, querido amigo, que SoHo no son solo tetas... Yo asentí expectante, porque la frase pendía todavía de unos puntos suspensivos que la dejaban abierta; expectante, digo, pero satisfecho: al fin alguien, y nadie menos que el gran maestro rosarino, reconocía el esfuerzo de hacer de la revista un ejercicio en el que también tuvieran cabida artículos relevantes. No había sido fácil. Para que SoHo consiguiera un estrato intelectual importante sin perder su condición de revista comercial, fue necesario encontrar un equilibrio esquivo: no se trataba de sustituir fotografías por texto, pero tampoco de seguir elaborando una publicación en la cual las imágenes eróticas y las reseñas de artículos de estilo de vida fueran el único sustento de vuelo. Aun más: tampoco se trataba de sumar una cosa a la otra, de esconder grandes crónicas bajo la atractiva fachada de las fotos eróticas. El asunto era más complejo: no se trataba de mezclar, sino de fundir; de conseguir que una cosa se sumergiera en la otra; que los artículos fueran solubles a las imágenes, y que eses dos elementos fueran una misma materia, un único temperamento editorial: una revista. Dado que otros medios tenían la responsabilidad de contar cómo nos matábamos, el punto de partida de SoHo era hacer historias que contaran cómo sobrevivíamos. Historias compatibles con la supuesta audiencia natural de la revista: crónicas urbanas, cotidianas, modernas, literarias. Que Jorge Franco probara el éxtasis, la droga sintética que estaba de moda; que Fernando Quiroz siguiera durante un día entero al primer perro callejero que se topara en el centro de Bogotá; que Héctor Abad visitan un banco de semen; que Hollman Monis viviera una noche en la zona de rumba más exclusiva de la ciudad, pero desde el otro lado, es decir disfrazado de mendigo. El abanico temático se abrió paulatinamente, pero la fórmula de encargarles temas ordinarios a firmas extraordinarias aún prevalece. Dentro de este tipo de temas cabían invitados extranjeros como el maestro Martín Caparrós. O como Roberto Fontanarrosa: el mismo que alguna vez, bajo una mirada de hielo, y como si estuviera hablando en serio por primera vez, me dijo: —Debo reconocer, querido amigo, que SoHo no son solo tetas... La oportunidad de SoHo De entrada, el proyecto de convertir a SoHo en una plataforma de crónicas despertó algunas resistencias: a ciertos escépticos les parecía que una revista para hombres, llena de fotografías de mujeres desnudas y breves artículos con lo último en carros, relojes y licores, solo tenía el derecho de ser frívola. La revista debía ser eso, nadie lo niega. Pero quizás podía ser no solamente eso. De por sí, el hábitat histórico en que surgió la crónica literaria fue este tipo de revistas de estilo de vida pan hombres. Nadie puede olvidar que en la edición de otoño de 1962 de Esquire, la célebre publicación masculina, apareció la crónica «Joe Louis: el rey hecho hombre en edad madura», de Gay Talese, que inauguró el periodismo literario: ese experimento en que la realidad se contaba con técnicas literarias. El periodismo narrativo, o literario, o «paraperiodismo», hizo que Talese, Tom Wolfe, Norman Mailer, Truman Capote y otros pioneros del género conformaran toda una generación de escritores de revistas, llamados así por una razón fundamental: las revistas son el mejor puerto al que un escritor proveniente de la literatura puede emigrar. Permiten trabajar con dos factores escasos en el mundo periodístico: tener tiempo y tener espacio. Tiempo para confeccionar la historia; espacio para publicarla con despliegue: dos elementos que podían permitir dimensiones estéticas en los textos.
  • 4. En Colombia, el desarrollo del periodismo literario fue dándose inicialmente en suplementos literarios como las célebres Lecturas Dominicales de El Tiempo, y aun en las páginas noticiosas de diarios como El Espectador, que publicó por entregas la historia inmortal que hizo García Márquez soba un náufrago. De manera marginal, algunas revistas literarias como Mito, también lo promovieron. Y otras, de amplia circulación, como Cromos de los años sesenta, abrieron sus páginas para que escritores en boga dejaran reportajes memorables y extraños: es el caso de Gonzalo Arango y su inolvidable historia sobre «Cochise, a vuelo de tequila». A finales de la década de los noventa el mundo de las revistas vivió una revolucionaria ampliación. Algunas publicaciones aprovecharon su solidez para convenirse en grupos editoriales, bajo la premisa comercial de que el mercado colombiano carecía de publicaciones de nicho. Con breves intervalos entre una y otra, la revista Semana lanzó Fucsia, una revista femenina; jet-set, una revista de sociedad; Gatopardo, una revista de crónicas; Dinero, una revista de negocios. Y SoHo, una revista para hombres. Cromos sacó al mercado Shock, una revista para jóvenes. Gatopardo cambió de dueños y editó también la revista Rolling Stone. Y al lado, de esas publicaciones aparecieron otras más, independientes, culturales y económicamente viables, como El Malpensante. Y lo que antes era un país con unas cuantas revistas, generalmente de información política, de un momento a otro se convirtió en un país con una industria editorial prominente: con tantas revistas como públicos existieran para ellas; con tantos retos nuevos como periodistas estuvieran dispuestos a tomarlos. Esa proliferación significó una oportunidad. Dentro de todo ese contexto, lo descabellado no era hacer de SoHo una revista con un contenido escrito valioso, como sucedió con las revistas gringas de los años sesenta, sino desperdiciar la oportunidad de hacerlo. Las modelos, las reseñas con lo último en estilo de vida, los desnudos en un país que aún se escandalizaba con un pezón, pero no con una masacre, eran una coraza ideal para que el periodismo literario no solo tuviera un nuevo espacio de desarrollo, sino para que lo tuviera con garantías de circulación. Solamente faltaba vencer un extraño prejuicio del negocio editorial: el de quienes creen que el valor intelectual de una revista para hombres, en vez de nutrir el éxito comercial, atenta contra él. La gente lee Usted va a escribir un artículo pan una revista, y se tropieza de frente con un editor que le dice: —Eso está muy largo. Nadie se lo va a leer. Usted hace una crónica, y un editor desecha una tercera parte de lo que escribió para que las fotografías puedan ser más amplias. Usted le pregunta por qué quiere que las fotografías sean tan grandes, y el editor le responde: —Porque la gente ve las fotos pero no lee. —Olvídate: la gente no lee. Córtale tres mil palabras. —Haz el artículo para que se pueda leer desde los pies de fotos: la gente no lee. —Que los destacados sean grandes porque eso es lo que va a leer la gente. La gente no lee. Entonces usted se pregunta: si este editor cree con tanta certeza que la gente no lee, ¿por qué no se va a hacer televisión? Si la gente no lee, ¿para qué hace revistas? Yo me permito suponer lo contrario: la gente lee. Lee lo que le despierta curiosidad: claro que lee. Pero no le despierta curiosidad un artículo en el que un editor ha concentrado su esfuerzo, no en encontrar un tema que despierte asombro y tenga algo de belleza narrativa, sino en aplastar el texto que le han traído: en recortarlo, llenarlo de
  • 5. fotos amplias y destacados gigantescos porque la gente no lee. Es obvio: ¿quién diablos se va a leer algo a lo que se le nota el prejuicio de haber sido hecho para el consumo de un idiota? Primero pensemos en el tema: si el tema despierta una curiosidad elemental, casi infantil, cualquiera se lo lee. A usted se le muere un familiar, va a una capilla, dice unas oraciones y luego ve que el ataúd se desliza hacia una pequeña puerta que cierran. ¿No es verdad que quiere saber qué hay allá detrás? ¿No es verdad que quiere saber si de verdad van a quemar el cadáver, y cómo es el horno, y cuántas personas trabajan en eso, y cuántos cadáveres reciben al día, y si les ha pasado algo curioso con esos cadáveres? Si el tema es bueno, de entrada lo empiezan a leer. Y si está bien escrito, lo leen entero. Eso es todo. En eso consiste todo el asunto. En que el tema despierte curiosidad y esté bien escrito. Y generalmente los que mejor escriben son los escritores porque viven de eso. Y no hay que cortar el artículo, ni que sustituirlo por fotografías. Ante esos editores empecinados en hacer revistas bajo el supuesto de que nadie lee, me permito pensar lo contrario: ¿qué tal si por una vez los editores suponemos que la gente no lee porque la revista que hacemos está hecha para no leer: solo para ver fotos y botar a la basura? ¿Qué tal si por una vez nos echamos la culpa, y nos damos cuenta de que si uno hace una revista para que la gente lea, suele pasar que en efecto la gente lee? Eso era lo que SoHo quería demostrar. Instrucciones para escribir una crónica de SoHo Partimos de un supuesto: el máximo género periodístico es la crónica. Por una razón elemental: la crónica es el mejor formato para contar una historia irresistible de leer. Ahora bien: después de ese punto de partida, procuramos que cada historia de SoHo sea apta para la gente que no lee, pero al mismo tiempo apreciable para la gente que lee. La base es que sean historias elementales. No necesitan de una introducción, un nudo, un epílogo o una situación extraordinaria. Al revés: mientras más normales, más fáciles de leer. Cada una requiere un hilo anecdótico que arrastre a cabestro al lector a lo largo de la historia. Es válido incluso que esa anécdota sea la misma aventura del cronista cubriendo el tema al que se refiere, aunque a veces ese recurso puede hacer que se confunda, se convierta en el referente y no en el instrumento de la historia, y la crónica colapse por frívola. Es conveniente que el tema elegido se muestre en estado de reposo: contar lo que sucede un fin de semana en Medicina Legal, o narrar la manera en que vive una persona que padece de enanismo, todo esto sin necesidad de mostrarlo en un momento de turbulencia. La revista siempre piensa en el tema y en la firma como una fórmula, como un binomio que debe ser complementario; cada tema tiene una firma qué se acomoda mejor a la historia, a veces por contraste, a veces por afinidad. Hay ocasiones en que el planteamiento mismo de la crónica supone una ironía que ayuda a enganchar lectores: en SoHo hemos enviado plumas mayores y en teoría acartonadas, como Carlos Lleras de la Fuente, a cubrir a estilos de vida desaforados y juveniles, como los rayes electrónicos; también viene al caso el ejemplo de una crónica en elaboración, en la que la revista envió al chileno Juan Pablo Meneses al mejor restaurante de Etiopía pan contar la historia del hambre en el África a partir de esa anécdota. Otra táctica consiste en cubrir a aquellas personas a las que la gloria no las toca: las que están por fuera de los reflectores y los aplausos, y nunca aparecen ni en los bordes de la noticia: es el caso de lo que hizo Alberto Salcedo Ramos, cuando elaboró una crónica
  • 6. conmovedora sobre el último equipo de la segunda división del fútbol colombiano; o el retrato que el mismo autor hizo de un boxeador que ha perdido todas sus peleas. A veces basta un pretexto para disfrazar una crónica de viaje en algo más apetitoso. Así fue cuando, con la excusa de saber cómo eran los pueblos colombianos homónimos de las grandes ciudades del mundo, la revista envió a Eduardo Arias a Ginebra, Valle; a Fernando Quiroz a Buenos Aires, Tolima, y a Antonio Caballero a Madrid, Cundinamarca; también así cuando publicamos las historias de periodistas enviados a Cafarnaum, la Patagonia y la Conchinchina, todos ellos destinos que en el habla popular denotan lejanía, agrupadas bajo el título de «Crónicas remotas». Todo esto sin dejar de lado los perfiles extensos. Cuando el experimento de crear un contenido refrescante y de fácil digestión para los lectores probó su éxito, o, en otras palabras, cuando la revista ya había hecho de la lectura de crónicas un hábito para los suscriptores, nos atrevimos a dar un paso más largo: publicar una crónica extensa, una crónica que tuviera alma de libro, que se llevara setenta páginas si era preciso, y que se convirtiera en un plato suculento para leer en vacaciones. Así apareció el perfil de Pambelé, inscrito dentro de la tradición del periodismo narrativo de ubicar personajes en el mundo del deporte, que el gran cronista Alberto Salcedo Ramos investigó, escribió y pulió durante más de un año. Esa crónica se constituyó en epicentro: fue nuestro grado como revista devota del periodismo narrativo. Por eso, Pambelé fue nuestro Joe Gould en edad madura. Y Salcedo Ramos nuestro Gay Talese. Primero la primera persona Una vertiente periodística a la que durante estos años también acudió la revista son las polémicas crónicas de suplantación: aquellas en las que el periodista se disfraza durante algunas horas para padecer en carne propia los sucesos del tema que le asignaron. La ortodoxia suele descalificarlas con un argumento: son demasiado ligeras. Y ese mismo argumento sirve para que en Soho las mantengamos: ¿dónde dice que todas las crónicas deben ser serias? ¿No crea nuevos lectores un tema hecho simplemente para divertir? Es evidente que algunas veces estas crónicas de suplantación se convierten en pies de fotos extensos que justifican una fotografía divertida. Crónicas como la del ex senador Carlos Gaviria en la que, en diciembre, y disfrazado de Papá Noel, atendió las peticiones de los niños en un centro comercial; o la del periodista económico Mauricio Rodríguez, que trabajó durante un día como «Pollo Frisby», la mascota de una cadena de comidas rápidas, nunca tuvieron la pretensión de partir en dos la historia del periodismo nacional o ganarse el premio Pulitzer. Pero la asombrosa novedad de ver a esas figuras públicas tan respetadas en un contexto tan distinto al de sus naturalezas, y leer sus narraciones frescas y provistas de humor y reflexiones, se constituyó en carnada inmejorable de lectura. Y esas piruetas periodísticas no solo no son nocivas, sino que muchas veces también se convierten en puerta de entrada para muchos lectores que al final acabarán leyendo historias extensas y hechas con propósitos más elaborados. Gracias a este subgénero periodístico la revista reclutó muchos lectores Y aventuro una explicación: las crónicas de suplantación, cuyo maestro fue el alemán Günter Wallraff, tienen una estructura parecida a los realities de televisión. Y cuando un texto está sintonizado con un lenguaje audiovisual, que además está de moda, conseguir lectores no es una tarea titánica sino una consecuencia natural. A su manera, y enriquecida intelectualmente por la hondura de la firma, la crónica del maestro Eduardo Escobar sobre Aurelia fue un reality. Un reality por entregas que empezó en la edición de septiembre de 2006, cuando SoHo le propuso que criara una marrana para sacrificarla en la cena de Navidad, y terminó en diciembre de ese año, cuando, a juzgar por las cartas recibidas en la redacción, la expectativa de los lectores
  • 7. por saber si la historia acabaría en el horno o en el indulto estaba en su máxima ebullición. Como en todo, también las crónicas de suplantación tienen gradualidades. De esa técnica, y quizás involuntariamente, nació una marca en el estilo de SoHo: la primera persona. Esa marca conlleva un riesgo: el riesgo de que el cronista no entienda las diferencias entre escribir en primera persona y escribir sobre la primera persona, como lo anotaba el maestro Martín Caparrós. La idea es que la primera persona sea una manera de abordar la historia, pero no la historia. Nadie niega, sin embargo, que más que una forma gramatical, la primera persona ha hecho que las historias de Soho produzcan un efecto de originalidad, quizás por el episodio vivencia que exigen. Un ejemplo es el cubrimiento que hizo la revista sobre la moda de las cirugías estéticas. Es normal ver que algunas publicaciones, como cebo comercial, hagan entregas al respecto. Pero todas son similares: reseñas de los últimos tratamientos, fotografías de modelos con mascarillas, breve información de productos. Cuando SoHo atacó este tema, el recurso de inmersión que exige toda crónica en primera persona permitió que un tema poco original se convirtiera en una entrega abiertamente llamativa: Efraim Medina aceptó operarse la cara; Jotamario Arbeláez aceptó hacerse un implante capilar; Eduardo Arias se hizo un tratamiento dental: eran grandes firmas estrenando caras, pelos y dientes en exclusiva para la revista. Y lo que podía ser el cubrimiento obvio y reiterado de un tema que no permite mayores aventuras periodísticas, se convirtió en un material periodístico anecdótico, lo cual facilita su lectura, pero al mismo tiempo sensible y reflexivo. A esta misma cuerda pertenece una de las mejores historias publicadas por la revista. Fue la que hizo Efraím Medina, a quien SoHo le contrató un entrenador durante algunos meses para que lo dejara a punto para enfrentar una pelea real de boxeo. Medina, en efecto, combatió. Durante los cinco rounds que logró durar de pie, alcanzó a hacer una reportería vivencial que luego tradujo en un texto muy bien escrito Los novelistas carecen de la motricidad de los boxeadores casi del mismo modo en que los boxeadores carecen de la lucidez de lenguaje de los novelistas. Por eso, la crónica de Medina consistió en describir lo que nunca hemos visto en el boxeo, al menos en términos periodísticos: lo que pasa por dentro. Transmitir el hecho de que a partir del segundo round la piel está anestesiada por los puños iniciales y los golpes ya no duelen; contar el fenómeno de desprendimiento que supone ser noqueado, y demás asuntos que suceden piel abajo y que ningún boxeador ha expresado, no solo justificó haber empleado el método de la suplantación, sino que demostró que sin él los lectores se habrían perdido de una historia extraordinaria. Pero quizás la mejor expresión de estas aventuras en primera persona, y que a la vez sirvió para demostrar que este estilo también puede producir crónicas importantes, que vayan más allá de la anécdota y que no supongan una —para algunos—insultante simulación sino un hondo trabajo de periodismo, fue la que elaboró Andrés Felipe Solano para un especial sobre dinero que la revista publicó en noviembre de 2007. Por petición de SoHo, Solano vivió durante seis meses con el salario mínimo, luego de conseguirse un trabajo en que le pagaban esa suma. El mismo cronista quiso hacer su labor en Medellín, lejos de su natal Bogotá, para abstenerse de cualquier tentación que le distorsionara su aventura. Y puesto allí, en una comuna, viviendo en las mismas condiciones que la clase obrera, Solano contó la historia de su cuadra, la historia de la fábrica de trabajo, la historia de una familia elemental que le alquiló una habitación. Y a través de esas historias, también contó la historia de lo que somos. El salario mínimo dejó de ser una cifra y empezó a tener caras. Con esta crónica Solano consiguió que a
  • 8. través del periodismo narrativo se consiguiera una proeza escasa, que contradice a quienes ven en él un inocuo ejercicio estético: que el lector recuperara el asombro. No son solo tetas 2 La selección de estas crónicas no obedece a ninguna lógica, no tiene rigor alguno, ni siquiera es representativa. Al revés: es caprichosa, y cada uno de los textos de esta antología le salió al paso en una extraña noche de recuerdos. Es muy probable que por fuera se hayan quedado trabajos que deberían haber desplazado a algunos que clasificaron en estas páginas, pero a su manera cada uno de ellos ratifica una manera de hacer periodismo, y de apostar por el género de la crónica. Una apuesta que la revista SoHo convirtió en todo un estilo, un principio y casi una doctrina. Este puñado de historias da fe del espíritu heterodoxo de la revista. Hay historias divertidas, experimentales, de inteligente frivolidad; pero también algunas extensas, hondas, clásicas y serias. Todas caben. Todas han ayudado a confeccionar el tono general de la revista. De cualquier manera, todas narran un país en una época. Y constatan un propósito: el de convertir una publicación en un movimiento periodístico refrescante, capaz de conseguir nuevos lectores. Voy a las cifras: SoHo, la misma revista que tenía un contenido con mayor énfasis en las imágenes y no mucha preocupación por los textos, en el año 2000 contaba con 178.100 lectores, según el Estudio General de Medios. Hoy tiene 1.026.500. No digo que esa abultada cifra de lectores se haya dado gracias a las crónicas; pero estoy seguro de que han ayudado. El éxito de SoHo es que representa una ingeniosa receta periodística. Y en esa receta, uno de los sabores principales son las crónicas. De modo que la gente sí lee. Y acá está una azarosa muestra de las razones por las que lee. Por eso, aquella vez que estuve con Roberto Fontanarrosa, y que él examinaba con cuidado cada uno de los artículos que acompañaban el suyo en alguna edición de la cual fue colaborador, me sentí pleno y poderoso cuando lo oí decir con el ceño fruncido: —Debo reconocer, querido amigo, que SoHo no son solo tetas... Asentí expectante, porque la frase aún temblaba en el aire; expectante, pero feliz: era el reconocimiento intelectual que se merecía la revista. Y un maestro de la literatura se lo estaba dando. —No son solo tetas —repitió Fontanarrosa—. Son tetas y culos —remató. Daniel Samper Ospina