Trasatlántica PHE/ I Encuentro de Críticos/María Wills Londoño
Trasatlántica PHE/ II Encuentro de Críticos/Rita Ferrer
1. Encuentro de críticos e investigadores
Centro Cultural de España en Montevideo
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Residuos catastróficos. (En un abrir y cerrar de ojos)
Rita Ferrer
Una de las imágenes fotográficas de Chile, que en este año ha dado vueltas a través del mundo,
en destacados medios de comunicación tales como el New York Times o El País y circulado como
postal favorita en Facebook, o comentada en Twitter, es la imagen de Bruno Sandoval, un
habitante de Pelluhue, una localidad costera a 322 kilómetros al suroeste de Santiago. Dicha
imagen lo muestra encarando la lente del fotógrafo entre ruinas y escombros con una bandera
chilena sucia y rasgada izada entre sus manos, luego del terremoto y maremoto, que el 27 de
febrero arrasó con su casa y todo su alrededor. Imagen (¿heroica?) capturada por el
fotoperiodista de A.P. Roberto Candia, un día después del cataclismo.
Esta referencia a Santiago, como consigna el pie de foto, en su fuera de escena, no es menor, en
la medida que acusa el obsceno centralismo de la toma de decisiones que porfiadamente afecta a
los habitantes que se desgranan en las distintas regiones a lo largo de mi país. Pueda ilustrar la
perversión de la experiencia el hecho que ellos, los habitantes de las comunidades más
siniestradas, no tuvieron acceso a imágenes de lo acontecido en sus propias ciudades, pueblos y
asentamientos durante las primeras semanas; o, que la carretera que une Concepción con
Talcahuano fuese restituida recién el 18 de agosto, casi seis meses después de la catástrofe -
según testimonios de personas de Concepción, Dichato y Talcahuano-, que pude enterarme en el
“Coloquio Imágenes y Terremoto: procedimiento del silencio y arte despiadado”; que formó
parte, como un arlequín, de la celebración del Día de la Fotografía celebrado el 19 y 20 de agosto
en la Universidad de Concepción.
Sólo en horas esta imagen fue transformada por los medios de comunicación en símbolo del
orgullo nacional y carnada de esperanza de la población enfrentada a la desgracia. Al punto que
se constituyó en la imagen-idea-fuerza de la campaña “Chile ayuda a Chile”, modelada por
laTeletón, que aunó voluntades de todo el país para reunir alrededor de ocho millones de dólares
en beneficio de los arruinados. Una cifra a penas simbólica de los supuestos costos calculados
semanas después por las nuevas autoridades que el 11 de marzo asumieron el gobierno.
Posteriormente los ciudadanos fuimos notificados, que dicho aporte no podría entrar en el
(re)flujo de la ley de donaciones debido a la pauta cultural que (des)orienta el presente
institucional en su camisa de fuerza.
Ximena Casarejos, directora ejecutiva desde los orígenes de la Teletón declaró: “Esa foto
representa el espíritu que queremos (…). Ese joven es un hombre que, a pesar de haber perdido
su casa, se levanta entre los escombros y siente orgullo de ser chileno, a pesar de no tener nada
y de estar embarrados. Eso queremos demostrar, ese orgullo”. Ahora sabemos que el Teatro de la
Teletón ya cuenta con aportes fiscales para sus arreglos post-terrermoto, en desmedro de otros
fondos comprometidos con anterioridad, destinados a otras instituciones culturales sin fines de
lucro. Pueda dar crédito la acción de arte en el frontis del Museo de Arte Contemporáneo
emplazado en el Parque Forestal de Santiago, del artista suizo-alemán Louis von Adelsheim, que
el miércoles 29 de septiembre, pintó algunos macizos de piedra que están en peligro de
desprenderse, con el propósito de “reflexionar en la paradoja que existe en el hecho de festejar el
bicentenario con un edificio tan simbólico aún dañado por la falta de financiamiento”. (La Segunda
online: miércoles 29 de septiembre de 2010).
Con el paso de los días fuimos tomando conciencia de la magnitud y extensión de la debacle que
había tenido el terremoto de 8,8 grados de intensidad en escala Richter y el subsecuente tsunami
2. que dejó a la intemperie la irresponsabilidad institucional. El 4 de marzo, Patricio Rosende
Subsecretario del Interior del gobierno que pronto desalojaría La Moneda, anunció tres días de
duelo por los fallecidos y con ello, por muchos días, se observaron banderas dispuestas a media
asta en edificios públicos y privados. Días después, el nuevo gobierno que se nombra “de la
unidad nacional” organizó una velatón dedicada a los muertos del terremoto cuya escenografía
emulaba el ritual con el que los opositores a la dictadura les rendían homenaje masivo a sus
víctimas. (Richard: 2010). Entre tanto, la best seller Isabel Allende, nominada a Premio Nacional
de Literatura, mandaba a través del sitio Atina Chile desde su residencia en Estados Unidos, su
versión de la chilenidad: “Nunca somos mejores que en tiempos de crisis, cuando desaparece la
arrogancia y la mezquindad (…) Siempre me maravilla la calma, el orden, la buena voluntad y ese
buen humor estoico de los chilenos en tiempos de catástrofe” (Isabel Allende: Atina Chile).
No obstante, en el terreno, los afectados eran saqueados por vecinos e incluso por algunos
bomberos; desde entonces, reprimidos por agentes del Estado, como reacción a sus demandas
para ser atendidos frente al abandono; y ahora, objeto de especulaciones de las aseguradoras,
banca, inmobiliarias y empresas de servicios básicos y retail, frente a las nuevas oportunidades de
negocios que ofrece la “reconstrucción” por a lo menos un quinquenio. Oportunidad, dicen los
especialistas, se traduciría en índices optimistas de crecimiento; que en el horizonte, beneficiarán
al país en su conjunto. Del mismo modo como acontece con las reconstrucciones después de una
guerra.
Ernst Jünger en su ensayo “Sobre el dolor” vincula la guerra a la fotografía y las armas a las
imágenes. La guerra mundial, dice, fue el primer gran acontecimiento del que se hicieron tomas
fotográficas de ese género y a partir de ella no hay acontecimiento significativo que no sea
también retenido por ese ojo artificial. Para Jürgen no hay acontecimiento a partir de entonces
que no sea mediatizado y técnicamente reproducido. Para este autor, esto ha implicado un giro
cultural sin precedentes al punto que desde entonces emerge un nuevo tipo cuya principal
característica es su facultad de poseer lo que llama una “segunda consciencia”; más fría que la
de antaño, que apunta a la capacidad cada vez más desarrollada, de vernos como un objeto: La
fotografía, dice, se halla fuera de la zona de la sentimentalidad: “Posee un carácter telescópico;
se nota que el proceso es visto por un ojo insensible e invulnerable: Retiene tanto a la bala en su
trayectoria como al ser humano en el instante en que una explosión lo despedaza” (Jürgen: 1995,
p.71).
A la par de la pérdida total que muchos chilenos sufrieron por mor de nuestra naturaleza
mortificada, las expectativas de la tradición de lo nuevo, que inunda nuestros días, arrastra el
mensaje que “vendrán tiempos mejores” dado que el recambio y la eficiencia de los expertos en la
creación, administración y acumulación de capital son los sujetos elegidos para conducir nuestros
destinos. La crítica y destacada ensayista Nelly Richard, en el Prólogo de su libro recientemente
publicado Crítica de la memoria 1990-2010, acusa la ruptura simbólica de un doble terremoto,
geográfico y político, que ha detonado “una cadena de inesperados movimientos que generan
miedo y desorientación en los universos cotidianos debido al rompimiento de los ejes, al
descuadramiento de los marcos que sujetan los paisajes que habitualmente nos rodean.
Desplazamientos y extravíos de lo común y de lo familiar…” (Richard: 2010, págs. 9 -10).
La imagen espectacular de Roberto Candía no tardó mucho en convertirse en mercancía. Tal
efecto mediático tomó al fotógrafo desprevenido en medio de sus atribulaciones: “Yo mostré la
bandera sin intención: Ahora me doy cuenta que al ver que estaba rota, simbolizaba que era todo
el país que estaba roto por el terremoto. Estamos sucios y embarrados, igual que la bandera” (El
Pais.com: 28 de febrero). Sabemos por Benjamin, que cuando las imágenes se convierten en
mercancías en nuestras sociedades, pierden su significado inicial y pasan a tener la capacidad de
significar cualquier cosa: lo que las leyes del mercado se propongan que deben significar. Su
significado es su precio. Susan Sontag, detecta esta condición de la fotografía cuando analiza las
imágenes de guerra en Ante el dolor de los demás: nos reitera que, las intenciones del fotógrafo
no determinan la significación de la fotografía, que seguirá su propia carrera, “impulsada por los
caprichos y las lealtades de las diversas comunidades” (Sontag: 2003).
3. Este tipo de transmisión, para Walter Benjamin, es en sí misma una catástrofe. Esta transmisión
catastrófica podría ser aquella que funciona produciendo un sentido unívoco acerca de, por
ejemplo, la noción de líder, gente, comunidad, nación, cuerpo o idea. Podría ser la que, para
asegurar la continuidad y la transferencia de un sentido unívoco, se enmarca en lo que Jean-Luc
Nancy ha llamado “los fantasmas de la inmediatez y la revelación”. (En Cadava: 2006, p.28).
¿Será esta imagen la que quedará inscripta, para los próximos cien años, por el radio de la
educación del bello individuo así perfeccionado, más que por su radio de acción? Quiero decir,
símbolo, en tanto manifestación de una idea, que por su condición tal, autártica y compacta,
siempre igual a sí misma, se fije en un eterno presente en el destino de los chilenos.
Entendemos que algo es imagen porque cumple con las reglas de diseño plástico, denotativo,
diegético y simbólico que la tradición icónica y la regularidad textual definen como tales (Lizarazo:
2008). Al oponer la noción de instinto o pulsión a la de complejo, Jaques Lacan nos permite
entender las imágenes que informan a las unidades más vastas del comportamiento, como
imágenes con las que el sujeto, actor único, dice, se identifica una y otra vez para representar, el
drama de sus conflictos. Recurre a la figura del arlequín para mostrarnos a un sujeto que se sirve
de imágenes para representar la experiencia de sus conflictos como una comedia, situada por el
genio de la especie, bajo el signo de la risa y de las lágrimas, como una commedia dell’arte, en el
sentido que cada individuo la improvisa y la vuelve mediocre o altamente expresiva, según sus
dones, pero según una paradójica ley que parece mostrar la fecundidad psíquica a costas de su
insuficiencia vital. (Lacan: 2003).
El trauma deja una marca en el inconciente del mismo modo como actúa el click fotográfico en el
continuum del tiempo Este vínculo literal entre trauma y fotografía permite que lo real; aquello
indecible de acuerdo a Lacan, encuentre un lugar en el “seno de los discursos de la historia y de la
memoria todavía inciertos e inestables” (Mulvey: 2010, p.101). La fotografía -dice Barthes- es
subversiva, pero no cuando asusta, trastorna o incluso estigmatiza, sino cuando es pensativa
(Barthes: 1980). Nos advierte que lo punzante en ella, cuando lo hay, es aquello que no
podemos nombrar. Aquello indecible que no podemos traducir de una vez y para siempre. La
fotografía, cuando en ella hay algo punzante, “excluye por ello toda purificación, toda catarsis”
(Barthes: ibídem, p-157).
A las imágenes que sirven para obedecer objetivos totalizadores, Benjamin opuso las imágenes
dialécticas, que debido a su fulgor, como ramalazos, nos posibilitan ver y conocer otras realidades
de naturaleza material fragmentada. Naturaleza en donde no vale un conocimiento directo y
continuo sino donde el conocimiento de un fragmento ilumina el conocimiento de todo lo demás.
Metonimia que se manifiesta como un conjunto de fragmentos de ruinas cuyos significados
aparecen dispersos y casi se deben adivinar. A tales imágenes opuestas al símbolo, las identificó
como alegorías, resistentes al mito.
Con este horizonte deseo detenerme en estas imágenes de Nicolás Sáez, arquitecto y miembro
del Colectivo Concepción Fotográfica, que muestran una secuencia de habitaciones arruinadas
donde la marca del nivel donde llegó, en la madrugada de ese 27 de febrero, el mar enfurecido
del tsunami, están obstinadamente señalizadas por la función deíctica que estas fotografías
cumplen en su cabalidad. No obstante, como podemos concordar, nada hay en ellas que sea más
ni menos que un teatro muerto de la Muerte: nada en ellas -aunque evoquen dolor- por su vacío,
podría transformarse en duelo. Son retratos en ausencia. Estas imágenes de habitaciones que
reconocemos como espacios íntimos familiares (vertraut) nos remiten -¡que dudas hay! -a lo
doméstico (heimisch) y en su devastación nos impele a preguntarnos junto a Freud ¿Cómo lo
familiar deviene siniestro? En alemán –la lengua de Freud- lo siniestro, lo ominoso, se dice
unheimlich en oposición a heimlich (íntimo).
4. Para Joaquim Sala-Sanahuja traductor y autor del prólogo de la versión castellana de La cámara
lúcida (1980) este libro- que constituye la última trilogía de Roland Barthes- es un tratado del
Tiempo, de la Nostalgia y de la Muerte. En el cual lo que persigue Barthes es ofrendar su
individualidad a una ciencia del sujeto cuya relación con otras ciencias - y en especial a la
semiología- se diluye a medida que paradójicamente, el sujeto se hace consistente. Lo que la
Fotografía reproduce al infinitivo únicamente ha tenido lugar una sola vez. La Fotografía repite
mecánicamente lo que nunca más podrá repetirse existencialmente. Dice Barthes que la fotografía
es el “Particular absoluto, la Contingencia soberana, mate y elemental; el Tal (tal foto, y no la
foto) en resumidas cuentas la Tuché, la Ocasión, el encuentro, lo Real en su expresión
infatigable”. A continuación agrega que para designar la realidad “el budismo emplea la palabra
sunya, el vacío; y mejor todavía: tathata, el hecho de ser tal, de ser así, de ser esto; tat quiere
decir en sánscrito esto y recuerda un poco el gesto del niño que señala…” (Barthes: 1980, p.31).
La fotografía como índice, está encriptada en un instante embalsamado, lo que permite -en
palabras de Laura Mulvey- “estos intercambios a un lado y otro de la frontera entre lo material y
lo espiritual, la realidad y la magia y entre la vida y la muerte. De ahí que siguiendo con Barthes
lo que se puede nombrar no puede realmente punzarnos: por ello la incapacidad de nombrar es
un buen síntoma de transtorno. ¿Cómo entonces representar un cataclismo en imágenes
fotográficas?
Para Nelly Richard el terremoto del 27 de febrero hizo reaparecer la categoría de desaparecidos
“obligándola a desplazarse de repertorio el mismo día en que literalmente, asumía como gobierno
el programa del cambio anunciado por la Alianza por Chile. La figura de los desaparecidos salió
del campo de los derechos humanos tradicionalmente movilizado por una sensibilidad de izquierda
(que sabía de los cuerpos tirados al mar por operativos militares durante la dictadura) e ingresó
subrepticiamente al mundo de las catástrofes naturales, instrumentalizado por la derecha con el
fin de legitimar su gobierno de reconstrucción nacional (…) un paradigma salvador que le sirvió a
Sebastián Piñera no sólo para concretar una nueva habilitación político-empresarial del territorio,
sino para refundar un pacto social en torno al simbolismo de lo patrio que se refugió
corporativamente en la imagen del escudo nacional convertido en el nuevo logotipo de gobierno a
partir del 11 de marzo de 2010 (Richard: 2010).
El índice fotográfico el más literal, el más banal de los signos, está inscrito en el terreno nuboso,
ocluido, en el que hasta Freud concede que la incertidumbre intelectual persiste en el marco de la
“civilización”. En su texto de 1919 “Lo Ominoso” Freud nos señala que lo unheimlich (lo ominoso)
pertenece al orden de lo terrorífico, de lo que excita angustia y horror. Para Schilling, lo ominoso
lo entiende como aquello que debiendo permanecer oculto (lo íntimo) sale a la luz. Entonces, la
fotografía, la grafía de la luz, en esta versión que nos ofrece Nicolás Sáez, justamente por su
carácter pensativo, nos señala un camino a preguntarnos: ¿qué es lo oculto -que estas
fotografías- permiten salir a la luz? Después de mucho andar, he dado vueltas y quizá algunos
concuerden conmigo que aquello innombrable que nos punza, aquello que en estas fotografías de
Nicolás Saéz se deja a penas fragmentariamente vislumbrar en su vacío, aquello que no tiene
nombre, sea lo desposeído, la pobreza, que después de esta tragedia se entrevera. Y quizá por
ello en el corazón de lo siniestro, como arlequines, celebramos, en esta commedia dell’ arte,
nuestro Bicentenario.
Es esperable y a la vez paradójico que la imagen registrada o “producida” por Roberto Candia se
haya convertido, gracias a su transmisión y posterior cooptación por parte de la industria cultural,
en símbolo de nuestro ímpetu nacional. Más paradójico aún si consideramos que esta imagen
fotográfica pueda ser la imagen símbolo ejemplar en este año que celebramos el Bicentenario de
la nación. Su peregrinación en la ExpoShangai; luego izada porfiadamente a instancias de la
hinchada chilena en el recientemente pasado Mundial de Fútbol y hace dos meses trasladada a la
mina San José, donde aún se mantienen atrapados a 700 metros de profundidad, los treinta y
tres mineros víctimas de la sobreexplotación, así la encaminaron. Su eficacia quizás radique en
conducir la mirada a asuntos que los indemnes prefieren ignorar e insuflar de un ambiguo
heroísmo a las víctimas que en un abrir y cerrar de ojos lo perdieron todo.
5. Bibliografía
Barthes, R. (1980) La cámara lúcida. Nota sobre la Fotografía. Barcelona: Gustavo Gili.
Cadava, E. (2006) Trazos de luz. Tesis sobre la fotografía de la historia. Santiago de Chile:
Palinodia.
Jürgen, E. (1995) Sobre el dolor. Seguido de la movilización total y Fuego y movimiento.
Barcelona: Tusquets Editores.
Lacan, J. (2003) Escritos 1. Buenos Aires: Siglo XXI.
Lizarazu, D. (2008). “El dolor de la luz. Una ética de la realidad”. En Ensayos sobre fotografía
documental. (Coordinadora: Ireri de la Peña). México: Siglo XXI.
Mulvey, L. (2010) “El índice y lo misterioso: vida y muerte en la fotografía”. En El tiempo
expandido. PhotoEspaña: La Fábrica editorial.
Richard, N. (2010) Crítica de la memoria (1990-2010). Santiago de Chile: Ediciones Universidad
Diego Portales
Sontag, S. (2005) Ante el dolor de los demás. Buenos Aires: Alfaguara.
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