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LA SONRISA Y LA HORMIGA
(1962)
María Jesús Echevarría
Edición:
Julio Tamayo
cinelacion@yahoo.es
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PRÓLOGO
LAS HORMIGAS NO SONRÍEN
Fingir que te adaptas ya es adaptarte, no se puede claudicar a medias. La vida
es una sucesión de trampas disfrazadas de normalidad. La anormalidad del punto
de equilibrio, de la mediocridad. El abismo de pensar, del silencio. En los
extremos radica el amor, la muerte.
Según la crítica literaria de la época, de nada de esto trata la gran novela de
María Jesús Echevarría. Para estos clarividentes críticos estamos ante un aséptico
reportaje de la vida estudiantil de unos becarios en una prestigiosa Universidad
Norteamericana, vamos una especie de diario de un Erasmus. Pues nada que ver,
o no solo, “La sonrisa y la hormiga” es la crónica de un desencanto, del espíritu
descreído de toda una época, finales de los años 50. Se puede leer como una
anticipación, visión, de mayo del 68, de todo el movimiento hippie. Un despertar
de la conciencia, de los instintos, un querer salirse del camino trillado, fijado,
pautado, para sumergirse de lleno en el caos, incoherencia, de la vida. Un tema
común que recorre la mejor literatura española de los años 50, de la denominada
generación de los niños de la guerra, en concreto la escrita por mujeres, “Nada”
de Carmen Laforet, “Aguas muertas” de Dolores Boixadós y “Entre visillos” de
Carmen Martín Gaite. Un existencialismo costumbrista, localista, que en el caso
de María Jesús Echevarría adquiere mayores tintes de modernidad, de libertad
literaria. “La sonrisa y la hormiga” leída a ciegas podría pasar por una novela de
la “Generación perdida” americana, algo bastante inédito en la literatura española
de los años 40 y 50 que adolecía en general de falta de vuelo, de exceso de
ensimismamiento. Que este poker de ases de la literatura escrita por mujeres, la
más brillante de la época con diferencia, también la menos valorada a posteriori a
pesar de llevarse todos los grandes premios de la época, esté formado
íntegramente por óperas primas (en la novela) es todavía más excepcional si cabe,
porque no son balbucientes obras de debutantes, sino obras de madurez, llenas de
poso, de profundidad, de sabiduría vital. No son para nada literatura de evasión,
de género, de superficie, son pequeños tratados de metafísica camuflados en
sombrías novelas de iniciación, de crecimiento personal.
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A pesar de la común negrura, tristeza, que rodea a sus protagonistas, por
primera vez mujeres, normales, no hablo de femmes fatales, hay una cierta
esperanza, rebeldía, una voluntad de transgresión, de trascender la mediocridad
del mundo que las rodea, de ir más allá de las convenciones, del estrecho futuro
reservado a las mujeres de la época, matrimonio, hijos. En la novela de María
Jesús Echevarría, a pesar de que hay un mayor número de personajes masculinos,
los personajes femeninos son los detonantes, catalizadores, de todo lo que pasa,
son las que ponen en marcha los resortes de la vida, de la tragedia, sin ellas solo
habría rutina, conformismo, adaptación. Escribir una novela sobre el choque,
sobre el difícil equilibrio (como se puede ver en la balanza de la portada del libro,
del genial pintor panameño afincado en España Ciro Oduber), entre conductismo
e individualismo, entre sociedad y soledad, entre pragmatismo y hedonismo, entre
mestizaje y supremacismo, entre integración y racismo, entre Europa y América,
entre América del Norte y América del Sur, entre creyentes y descreídos, entre
judíos y cristianos, en plena dictadura franquista no deja de tener su mérito, su
riesgo.
Otra cosa que llama mucho la atención en la novela de María Jesús Echevarría
es la importancia fundamental de la música, es la segunda voz, y en muchos
momentos la primera, de todos los personajes, su relación con ella casi les define
más que sus palabras, que sus hechos, las canciones ejercen de metáfora, de
símbolo, de reveladores de su propia personalidad, de todo el sentimiento de una
época. La música como aturdidor, como somnífero. Se nota que María Jesús
Echevarría tuvo una exquisita formación musical, era hija de Victorino
Echevarría, el director de la Orquesta Municipal de Madrid, tocaba el violín y el
piano, algo que se aprecia hasta en la musical, sincopada, jazzística, forma de
construir las frases, los párrafos, los capítulos. Estructuralmente es perfecta, la
trama avanza más por intensificación que por progresión dramática. Su carga
destructiva, al límite del nihilismo anti-sistema, aparece con total normalidad, sin
hacer énfasis, espectáculo. La vida como una gran performance a tiempo
completo. El adoctrinamiento, la educación, las actividades extra-escolares, como
medio privilegiado de represión de los instintos, de encauzar la disidencia, el
pensamiento. La obsesión por crear ciudadanos normales, conformistas, útiles,
aceptables para la sociedad, para el capitalismo. Llenar la vida de rutinas, de
fiestas oficiales, para poder pasar por ella sin darse cuenta, de manera fluida,
aséptica. Huir del contraste, de la crítica, de la claridad, cuando todo el mundo
comprende los eufemismos, la hipocresía se convierte en una convención más. Lo
importante no es la integración, es la asimilación de los inadaptados, de los
solitarios, imponer a sangre y fuego el optimismo, la felicidad, la normalidad. En
definitiva, una feroz crítica al “american way of life”, al “franquista modo de
vida”, disfrazada de inofensiva novela estudiantil.
Julio Tamayo
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SE limpiaba con un gran pañuelo de colores. Dejaba caer la mano izquierda
sobre el teclado. El rostro brillante y aceitoso de Ben podía confundirse con la
cortina negra que Gino había mandado fruncir al fondo del reducido escenario.
Sabía de sobra el italiano que el tablado de la orquesta ya no estaba nuevo.
Pero para Ben Benson bien parecía así. El negro se sentaba de lado al piano.
Ponía sobre las octavas bajas su mano izquierda: Unos acordes graves, sordos,
disonantes.
A Gino le encabritaban el humor:
—Eh, tú, Ben. ¿No podías martirizarnos con otra cosa?
Los acordes se deslizaban suaves por entre la piel y la camisa del músico,
produciéndole un erizamiento angustioso. Su brillante camisa roja se inflamaba
un poco mientras tomaba resuello. Tal y como si él fuera de esas gentes que
tienen tiempo de sentir y de pensar.
No eran sino las siete de la tarde. Fuera en la «barra», separada de las mesas
interiores por una mampara de metro y medio de altura, bebían hombres azules y
negros con amarillas gorras. Gente de la gasolinera vecina que entraba un
momento a por su «grog» o sus demonios.
Las mesas de los alrededores del tablado estaban todavía vacías pero pronto
se llenarían de gente. Todas las noches ocurría lo mismo, y aun más si, como ésta,
eran noches de viernes. Ben pensaba que era una suerte para Gino. Una verdadera
suerte. La Colina, con su Universidad, estaba allí mismo alzándose sobre la
ciudad y sobre ellos. Y los chicos habían dado en ir al establecimiento de Ben. En
algún sitio tenían los estudiantes que tomar sus wiskys. Y se los tomaban en el
tenducho de Gino. En la cafetería de la Universidad tal cosa estaba solemne y
expresamente prohibida. Leche, Coca-Cola y zumos. Pero no alcohol, ni siquiera
cerveza.
A algún lado tenían pues que ir a refrescar el gaznate. Y esto era una suerte
para Gino.
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Junto al bar, comunicado por una puerta, Gino tenía también un
«Delicatessen». Vendía salchichas, cerdo cocido, maíz y dulces. Con los letreros
en colores y los productos — muy limpios en papeles de celofán — ostentando
marcas acreditadas. «Esto marcha», pensaba a veces.
En la parte de la taberna, con solo la mampara para separar mesas de barra,
conseguía que los que estaban en pie se divirtieran también con lo que ocurría
dentro. Podían admirar a Ben y a las largas sirenas pintadas de purpurina y que
iban, como nostalgias, de lado a lado de las paredes, tristes serpentinas del sentir
de cada cual.
La gente, debajo de ellas, solía devorar dorados bocadillos de carne.
Ben Benson, mientras tocaba, andaba en que un viernes viene a ser poco más
que un lunes. Tanto daba. En la calle también habría nieve. Dos manzanas más
abajo el río iría palmo más o menos crecido bajo su capa negra de petróleo de la
que se llenaba al paso por la ciudad.
Con la nieve, no muchos bajarían hoy sus coches hasta la City. Por la
televisión un hombre estuvo dando instrucciones a los automovilistas de las
carreteras. Premios a la prudencia y esas cosas. Tal, tal y tal. Luego se hacía la
suma de muertos y siempre la cifra era mayor que la del año anterior.
El negro volvió a poner su mano izquierda sobre el teclado. Hay acordes de
séptima que son como estiletes.
La voz del dueño restalló de nuevo desde el «Delicatessen».
—¡Ben, eh, tú, Ben !
La camisa de seda roja apenas si abrigaba. Necesitaba que la pieza se llenara
de gente: aquellas dos o tres chicas y la media docena de hombres que acudía con
ellas. Los muchachos que frecuentaban el «Brass Rail» no eran como otros. Hasta
puede que no estuviera bien visto en la Universidad eso de ir por allí a beber y a
oír al negro Ben. El músico no lo habría podido decir con certeza. El nunca había
ido a la Universidad. Pero puede que hubiera algo de eso. Aunque a él nunca le
iría nadie con confidencias de esta especie.
Se balanceaba en el taburete azul. Los pantalones negros le ajustaban los
muslos. Cualquier día los vería rasgarse. Se balanceaba. Tocó: «La negra
muchacha del río» y «Mi amor solitario». Llegaron Cherry y sus muchachos.
Llegaban los morenos del Sur. Pronto iría a sentarse a la batería. El piano se
quedaría solo, mudo y destapado porque Ben cuando tocaba la batería lo hacia sin
acompañamientos. Sólo la percusión dulcísima, leve, grave, insinuante, llena de
notas deslizándose por debajo del oído humano, ahondando en otros mundos. Al
llegar Sherman, la judía, cambió de sitio. A la chica, mientras encendía el pitillo,
le temblaban las manos de aquel modo tan peculiar. Sobre todo si Ben agitaba las
escobillas sobre la caja mientras gritaba sonriendo, casi cómplice, guiñándoles un
ojo a todos, haciendo mimosas muecas con la boca, entreabriendo los labios y
dejando que los dientes, como una gran mancha blanca misteriosa, irrumpieran en
la decoración del escenario.
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Alzó los brazos gigantescos agitándolos. Brillaba la seda roja sobre el fondo
negro del tablado y pareció un hombre cortado por la cintura. Relucían otra vez
los dientes. Los ojos. Suspiró. Cherry comenzaba a danzar. Hacía casi dos días
que no había acudido por allí y cuando esto ocurría le atacaba la suave nostalgia
que le hacía ir luego hacia el piano y azuzarle como a un animal que durmiera.
Pero ya estaba aquí. La chica bailaba como siempre. Una danza geométrica e
irresistible, jocosa y ardiente que hacía proferir irreprimibles gritos a todos.
Comenzó a agitar suavemente las escobillas. Dulcemente. Suavemente. Ya
temblaba de nuevo la Sherman. Ya se doblaba aquel muchacho rubio, Ky, como
fabricado de trapo. Ya Al se tornaba lúgubre. Y eso que Al era un hombre
importante: el presidente de los Estudiantes. Y esto era ser alguien.
Los hispanoamericanos, en su corro, eran bestias al acecho.
Tampoco Gino vio entrar a Cherry aquella tarde. Estuvo despachando
salchichas y manzanas de caramelo. Por docenas. No le gustaba demasiado
que acudiera. Cualquier día, por su culpa, tendría algún jaleo con el presidente de
la Universidad. Pero allí estaba ya y Ben había dejado de aporrear las octavas
bajas del piano. Comenzaba a embriagarse con la batería. De vez en cuando
lanzaba unos gritos dulces, agudos, irónicos parecidos al graznido de algún ave
tropical.
Gino caminó hacia las mesas y vio a la chica y a sus dos acompañantes. Los
tres andaban abrazándose. Se habían quitado gorros y chaquetas. Por debajo de la
mesa asomaban las botas llenas de nieve.
Cuando quiso recordar la batería de Ben incendiaba el salón. La chica
comenzó su jazz. Los estudiantes retiraban las mesas, hacían corro, dejaban
escapar roncas exhalaciones marcando palmas.
Con mucho gusto él hubiera dicho:
«—Cherry, muchacha, Cherry... Tú eres una estudiante. Esto no está bien. Ni
medio bien siquiera. No todos somos iguales como decís aquí. Ni poco ni mucho
les va a gustar a los de La Colina, y de que terminan enterándose, estamos tú y
yo seguros...»
Hubiera dicho con gusto:
«—¡Cherry, muchacha, Cherry...!»
Pero llegó tarde una vez más. Había demasiada gente que solicitaba manzanas
pinchadas en palillos y forradas de caramelo color guinda. Demasiada. Él no
podía quejarse porque esto era lo que había estado deseando durante muchos
años. Sólo que a Cherry le tenía simpatía. Por otra parte él, Gino, no quería
complicarse la vida con reclamaciones del jefe de personal de la Universidad, los
decanos o vaya usted a saber quién.
Podía haberse imaginado que iba a volver. Ahora los estudiantes habían
escogido su «Brass» como sitio de reunión. No pasaban arriba de dos días sin que
bajaran de La Colina. Sobre todo éstos: Cherry y los dos chicos, la judía, los
hispanoamericanos. De vez en cuando arrimaba el altísimo sueco, nuevo profesor
ayudante de física. «¿Qué hace éste aquí?», decían los interrogantes ojos de todos
los otros.
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Los viernes eran días especiales. Los coches bajaban arrastrando sus cadenas
entre la nieve primera del año.
Mientras se secaba angustiado las manos en el mandil, en la máquina de
discos comenzó a sonar «El tren de las ocho y quince». Un ruido infernal que se
sumaba al de dentro.
—Quién demonios...
Era Gay el hispanoamericano que entraba haciendo ademán de silencio con el
dedo puesto sobre los labios, mientras el ruido de la máquina, el de la batería, el
golpear de las piernas de la chica, se sumaban en una algarabía sorda y sin
nombre. Gino lo estuvo recordando, pasado aquel curso, muchas veces. Cómo Ky
fue el primero en lanzarse sobre la pista iluminada en malva para besar bajo la luz
cónica a la muchacha y cómo Al le había secundado. Retorcidos los tres,
abrazados bajo la luz en un confuso montón. Y el golpear rítmico del negro.
—Vaya, vaya — dijo Gay a voces.
—Cállate Gay, estás borracho, nadie te manda poner la máquina mientras Ben
está tocando.
—Vaya, vaya — dijo el otro.
—Estás borracho.
«El tren de las ocho y quince» era la tercera canción del año.
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2.
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13
LOS Estados Unidos se agitaban por entonces bajo dos o tres canciones de
moda. Eran el «Tren de las ocho y quince», «Mi amor solitario, y «La negra
muchacha del río».
En «El tren de las ocho y quince» una percusión insistente perseguía la voz
irritada de un hombre que cantaba mientras el tren iba alejándole de su amor.
En «Mi amor solitario» se trataba de unos gritos frenéticos, de un ansia, de
unos gemidos de trance amoroso y, en las inflexiones medias, la voz del hombre
aquel lograba escalofriar al país. Los adolescentes se arañaban mientras
escuchaban la canción.
Por último, «La negra muchacha del río» la cantaba una mujer. En el Sur
había habido disturbios y la canción se había prohibido. En el Norte se continuaba
tocando y en los establecimientos de la gente de color se escuchaban una y otra
vez los melancólicos aullidos de la raza, los graves lamentos de los despojados, el
suave grito de la muchacha negra del río.
Para llegar a oír estas canciones había que atravesar el océano. Hasta Europa
sólo llegaba el lejano gemido y algún que otro adolescente se estremecía. Pero
para llegar a oírlas en toda su amplitud había que atravesar ese mar inexpresivo
de Occidente.
Miles de estudiantes de todas las naciones europeas llegaban a Nueva York,
alzaban al aire la cabeza como para aprehender el raro olor pastoso que desinfecta
el país y, seguidamente, sentían que las canciones estallaban en sus cabezas.
Arribaban griegos gruesos y blancos. Arribaban alemanes que cantaban en
grupos al son de las armónicas. También ese sinfín de jóvenes de la multitud de
países que han conocido la falta de pan y el mando imperioso de las altas
potencias. Países de ganado alegre, de independencia imprecisa, atados por el
nudo de la historia a la cola de los grandes cometas europeos. Estos jóvenes
venían provistos de gruesos jerseys y de una enorme coraza de indiferencia.
Aprendían en seguida el precio de las cosas, apreciaban el sabor de los helados y
eran como niños eternamente contentos, ciudadanos del mundo a quienes nunca
lo propio atraía con la fuerza de algo incambiable.
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A estas gentes no les irritaban las canciones y prefirieron desde el primer
momento la melancólica cantata de «Mi amor solitario».
Al muelle de Nueva York también llegaban los de las razas inquietantes. Pero
éstos no se dejaban ganar ni por la indiferencia ni por el olor del país. Italianos
solitarios, españoles podían ser vistos encerrados en furibundas melancolías.
Apenas traspasaban el muelle, tras la primera salida a la ciudad, volvían al hotel
para almohada.
El país era demasiado grande, demasiado rectilíneo para los hombres de estas
razas antiguas. Un vaho de angustia invadía a los florentinos, a los toledanos, ante
las autopistas sin fin que se perdían en perspectivas de luces bajo el brillo de los
grandiosos níqueles.
Venían de civilizaciones antiguas y creadoras. Sus ojos estaban hechos a las
revueltas imprevistas, al rincón con el hombre viejo acaballado en la silla, al
harapo y a la voz.
Precisamente esta gente venida de lejos en el tiempo, sentía en seguida la
mordedura de las canciones.
Porque en aquel otoño todos los estudiantes que llegaron a La Colina se
vieron obligados a dividir sus preferencias entre las tres canciones que se
deshacían de continuo en los «drugstore», en las cafeterías, en los restaurantes y
en todas las salas oscuras o brillantes en donde los americanos se reúnen para
comer y amar.
Europa estaba lejos. Se tenía vaga noción de que existía. Las cosas debían
explicarse muy despacio para que los del país comprendieran. Aun así, al terminar
de hablar, muchos de los recién llegados quedaban con la impresión de haber
voceado de costa a costa mientras el viento se llevaba las palabras.
15
CERO
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LA Universidad hacía fáciles los días.
Un estudiante recién llegado sabía, por mediación de un libro impreso, lo que
habría de hacer el día 27 de abril del siguiente año o el 15 de diciembre
venidero. También, según este libro, qué día estaría triste, porque es día de
meditación, y en qué otro la alegría le es exigible. Todo estaba perfectamente
ordenado.
El día en que las tres canciones anotadas comenzaran a quemar, como una
fiebre azul y bondadosa, los Estados, los estudiantes supieron que era el día
dedicado a instalarse.
Llegaron barcos, trenes. Los extranjeros descomponían un poco la trama
perfecta porque llegaban alocados. Querían dejar las cosas de un día para otro.
Así, abandonaban las maletas para pasear, dar vueltas y mirar atontadamente las
luces.
«No, no — les dijeron — es necesario deshacer los equipajes. Hoy es el día.
Mañana habrá otras cosas. Todo está marcado, perfectamente pensado. Durante
todo el pasado año hubo varias personas dedicadas a repartir y dividir vuestros
días de ahora, Bastante tiempo se pierde en el otro continente.»
La mayoría bajaron la cabeza. Pensaban, mientras ordenaban la ropa, en sus
ciudades asombrosas, abarrotadas de casas que se apoyan las unas contra las
otras como en los dibujos de los niños, calles en las que el tiempo duerme y una
pobreza dulce envuelve las miradas de los hombres.
«Europa es imperfecta.»
Entonces desataron lentamente los grandes envoltorios como queriendo
aprender la sabiduría de América. «Después de todo han hecho grandes cosas.
Deben saber en qué consiste esto.»
Algunos no fueron conscientes sino tiempo adelante de que en la calle
ocurrían extrañas canciones, de que la atmósfera se llenaba de ellas de
modo frenético.
El aire de las gentes que había alrededor, el aire de quienes cruzaban,
paseaban, hablaban, vendían y dirigían, parecía, en cambio, calmado y
equilibrado en alto grado.
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Algunos de los recién llegados pensaron que era raro que sólo las canciones y
las construcciones del país fueran desorbitadas mientras los hombres parecían
inocentes herederos de una civilización de robots muertos.
El ritmo de deshacer un equipaje parece que puede variar según las
personas, pero los becarios aprendieron que es cosa que debe durar igual para
todos.
Muchos quedaron asombrados, con el estómago tirante a la caída de la tarde,
viendo pasar los grupos de freshmen ya provistos de los gorros de clase, con sus
sweters reglamentarios, y el escudo del monigote mascota de la Universidad:
iban bien comidos, tras haber asistido a las necesarias reuniones y seguido al pie
de la letra el sabio programa que otros hombres pensaron largo tiempo para
ellos.
La europea, como la hispanoamericana, parecía una raza de equivocados.
Los del país ni siquiera se preguntaron ¿qué ocurre con los forasteros? Los
americanos en cambio acertaban, sin pensar, en el blanco. Daban de lleno en él,
pues para ello habían sido educados. Hindúes, africanos, coreanos y chinos
poseían la misma habilidad de los altos muchachotes.
A éstos las canciones se les metieron bajo la piel y nunca pudieron
diagnosticarse a sí mismos la enfermedad que padecían.
Los otros, los recién llegados, se embrutecían o deleitaban pero conocían el
nombre del padecimiento.
Hubo quien escogió La negra muchacha del río. Dos o tres
hispanoamericanos la reclamaban de continuo en la cafetería por medio de
níqueles que se volvían música. Otros se apostaron tras las restantes canciones. Y
así, camuflados tras aquellas melodías, como guerreros en escudo convencional,
avanzaron por el largo curso.
Infinitamente más sencillo que el diálogo es lo de provocar un ruido
ensordecedor. O tararear.
Y así comenzaba el curso aquel en el que ocurrieron hechos insólitos y
personajes que la Junta del Gobierno de la Universidad no había previsto
aparecieron de improviso en el ordenado conjunto.
Porque se decía que, en conjunto, la Universidad era una unidad perfecta.
Nada más atractivo que los folletos de propaganda editados sobre ella,
redactados con todo cuidado y provistos de fotografías en las que,
principalmente, se daba amplio margen a las actividades no escolares.
Así aparecía una hermosa reproducción de los alumnos adornados con togas
ante el magnífico órgano nuevo. Al pie de la estampa se leía la cantidad que
aquel instrumento había costado y cuántos registros poseía.
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Se adjuntaban multitud de detalles sobre los campos e instalaciones de
deportes y había instantáneas de los alumnos practicando la equitación, el
fútbol, el tenis, el rugby, los bolos y la natación. No faltaba el capítulo de
reuniones y bailes en las que aparecían, largamente engalanados, muchachos
enfundados en sus smokings y jovencitas en traje de baile.
El folleto decía a los preocupados familiares de los futuros alumnos, todo
cuando hubieran deseado preguntar sobre los adelantos y la potencia económica
de la Institución: se garantizaban las actividades sociales en las que el educando
tomaría parte y el número de los cafés y reuniones a las que, por término medio,
podría concurrir con regularidad.
Había clubs religiosos, deportivos y artísticos. Los más importantes eran,
desde luego, los segundos, con objeto de inspirar una perfecta confianza a los
extremistas.
La vida del alumno se veía comprometida desde el primer instante en la tarea
sin fin de llegar a ser un miembro del Gobierno de Estudiantes.
La Universidad en conjunto era pues perfecta. Formaba un todo con tres
partes: la fuerza fabulosa de las fraternidades, el trabajo acendrado de los
profesores y la contribución casi mínima y despreciable de los independientes
que, como para desmentir su nombre, también se unían.
Por la época de las canciones y el desembarco de baúles en el comienzo de
aquel curso, ocurrió el encasillamiento moral de los novatos para ser
distribuidos, cogidos, aclimatados, según sus cualidades, a este o aquel grupo
conspicuo, a esta o aquella fraternidad. Los futuros hermanos colocaban una
gran lupa moral sobre cada uno de los recién ingresados que principalmente
miraba hacia la cuenta bancario del padre y a las actividades deportivas del hijo.
Los enfermos, los débiles y estudiosos europeos, esos muchachos de mirada
perdida y soñar lento, apenas tenían espacio. Con los hombros demasiado
estrechos y los ojos demasiado grandes hubo problemas a la hora de buscarles
sitio en el equipo de fútbol.
Los estudiantes de la Universidad solían estar de acuerdo. Hacían simulacro
de discusión en sus votaciones, debatían sonrientes. En conjunto, repetimos, todo
era perfecto porque lo sabio es acertar con el grupo y saber que uno está entre
los suyos, entre aquellos cuyos padres tienen idéntica cuenta corriente y los hijos
idénticos músculos.
La historia de la Institución era sencillo: Existió un fundador al que se le
tenía erigida una estatua en el centro de los pabellones. La estatua había llegado
a cubrirse de hiedra. Sobre la silla majestuosa y la rígida levita crecía el musgo.
Antiguos alumnos habían cedido hermosos pabellones grises que llevaban su
nombre, como el Pabellón Johnson y el Pabellón Shumachor, o el Hall
Finkelstein. Estos alumnos, rebosantes de éxito y sonrisas, figuraban en efigie en
algunas dependencias tal y como eran muy antes de morirse de infarto de
miocardio, cuando detentaban la presidencia de varias asociaciones. Los
benefactores de la Universidad eran de varias categorías y se les distinguía por
el sitio que ocupaban en los almuerzos trimestrales.
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El «campus» era grande. Una extensión bobalicona y verdosa. Los setos bien
cuidados. Las ardillas menudas y graciosas trepando por los pinos. Las conejas
pariendo aquí y allá. Bellos macizos de flores ornaban los accesos. Y la hiedra
que enrojecía en los otoños, recubría cuidadosamente los puntiagudos edificios y
estrangulaba la garganta de las torretas.
Era esa zona en la que el bucolismo del campo se siente herido en un costado
por la realidad de la ciudad y queda en un compromiso entre ciudad y campiña.
El conjunto era proporcionado, perfecto como decimos. El nuevo presidente
no deseaba prácticamente nada para Universidad tan organizada si no era un
nuevo y más grande Palacio de Deportes al que pensaba dar su nombre «Palacio
de Deportes Froman».
Y es que el nuevo presidente tenía la edad del triunfo americano. En la fiesta
que celebró su llegada todo el mundo pudo marchar a su casa satisfecho de lo
agradable de su trato y de la exquisita delicadeza de su mujer. El presidente
Froman y su esposa colmaban las aspiraciones de la mejor Universidad del país.
Los profesores habían comenzado a instalarse en las casitas antiguas del
enorme «campus». A la caída de la tarde solía vérseles cortar la hierba de su
jardín con máquinas herrumbrosas o modernas. El tiempo era bueno y aún se
permitían vestir esos pantalones «Bermudas» de largo inefable. Muchos fumaban
en pipa. Todos tenían mujer. Quienes no tenían hijos no se lamentaban por ello
pero sabían que se les consideraba incompletos.
Así comenzaba un setiembre dorado, marcado por nuevas y sabrosas ideas en
los programas de Televisión y por lejanos acontecimientos políticos.
Así comenzaba la larga temporada tras el día del Trabajo en el cual los
sindicatos desfilaron en la Quinta Avenida de Nueva York, encaramados en
pintorescas carrozas en las que se demostraba — cómo en un encerado de
colegio — que todos eran grandes amigos.
La estación enrojecía los árboles o los tornaba azules. La gente acudía los
sábados a los parajes hermosos. El otoño se anunciaba espléndido. Los
profesores cortaban metódicamente su hierba.
Se veía primero a míster Hayes atusando el humo de su pipa. A poco, tres
casas más allá, le ocurría a Hannon decirle a su mujer que sería bueno estirar
las piernas.
—Pues corta la hierba de paso, querido.
Y luego Ianni, el pequeño italiano, con sus chalecos de colores.
Fue un setiembre perfecto. El cupo de la Universidad estaba completo. El día
de los Novatos, anunciado en rojo en el calendario del folleto, había sido
esplendoroso.
Fue un setiembre, sí, perfecto. Las canciones silbaban en el ambiente, y
aquellos ritmos espasmódicos y lentos que batían tras las melodías, eran como el
latido de una vena enferma.
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El presidente Froman, antes de desayunarse, oteaba la extensión del
«campus». Y le pareció una magnífica posición la suya. Una magnífica carrera
que culminaba en estos sus cuarenta años. Las puertas de la política se abrían
ante él.
Cuando su mujer levantó la tostada, inició una sonrisa.
—Sin mermelada, querida.
El otoño y la Universidad. Al pie de La Colina el establecimiento de Gino
llamado por todos los estudiantes el «Brass», acortamiento del rótulo: «Brass
Rail».
Las calles que rodeaban aquel rompecabezas de hierba y edificios, trazaban
cruces en las esquinas del «campus».
Existía una tintorería. Una lavandería. También el Almacén de Todas las
Cosas y la Cafetería: el cine y un par de restaurantes. Las calles se perdían en
otras calles lejanas y éstas en otras que irían a su vez a perderse en las avenidas.
En la Colina se sabían muchas cosas de la ciudad: faros, luces, puentes
brillantes. Así era la feria fabulosa de los hombres.
Froman la consideraba frotándose las manos. En Ianni brotaba una como
nostalgia extranjera, pues, al otro lado del ruar, su abuelo el sardo aún tañía
canciones en cocina de humos renegridos.
Y los otros Hannon, Dickison y los demás, también temían y amaban la
ciudad.
Los alumnos bajaban hasta ella. Iban a sitios concretos. Se encerraban en
locales. Lo bueno de la ciudad era precisamente el destino concreto que uno tenía
dentro de ella (— «Vamos a...» —) de tal manera que no era necesario pensar y
el soñar estaba desterrado. Resultaba imposible pasear adentrándose en la
sombría forma de las cosas.
Tenían sus coches enormes de colores pálidos e irritados. Y cada cual
descendía de La Colina con los suyos.
22
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ENROJECÍAN los árboles, y en este curso se esperaba llegar a campeones de
rugby. Mejoró el servicio de la cafetería. El «Brass» se veía muy concurrido.
Gay y Reinaldo llegaron juntos. Gay, el más antiguo estudiante
hispanoamericano, deshacía despacio el equipaje. Ataba con cuidado un
sinnúmero de cuerdas. Doblaba papeles de seda de aquellos en los que su madre
envolvía siempre las camisas.
—Nos ha adelantado todo el mundo.
Pero Gay parecía fuera del cuarto y de la residencia. Gay estaba colgada del
aire.
—Esas canciones, Rey, esas malditas canciones... — dijo de pronto —. ¿No
oyes siempre lo mismo desde que pusimos pie en tierra? Está gimiendo el aire.
¡Santo Dios!, está gimiendo hasta el aire en estos lugares y nadie parece darse
cuenta.
Eran de verse los estudiantes multicolores, muy contentos con sus nuevas
insignias.
—Me los imagino ya cantando el Aleluia — dijo Reinaldo.
—No puedes imaginarlo. Hay cosas que el cerebro no puede adelantar. He
necesitado tres años consecutivos para comprender cómo se puede abrir una boca
en redondo, haciendo un buen hueco negro con los labios, y cantar, decir esas
palabras. También cantan con los ojos. Los ponen en blanco. Debías haberlos
visto cuando nuestro gran coro actuó por la Televisión. Es útil un coro...
Los «freshmen» cruzaron. Se oyeron sus viejas canciones. El grupo que
desfilaba acababa de estrenarlas.
—Esas otras canciones, las que están en el ambiente, las que deshoja el
tocadiscos, no las tararea nadie. Se limitan a solicitarlas por medio de un níquel
cuando van a echar un vaso. Y sin embargo es lo único que merece la pena en esta
maldita civilización. Tengo esas canciones entre la piel y la carne. ¿Habrá ya
alguien dicho que estas canciones son como nuevas obras de música religiosa?
Esos slows, esos rocks... Rey, son la nueva versión del canto gregoriano. Es el
mismo hombre del siglo XV, olvidadizo y antiguo, quien deshace ahora su
garganta en la desesperanza.
26
Gay, el hispanoamericano. Le conocían todos. Vestido de oscuro, entre sus
barbas, pequeño, casi retorcido.
Daba entre miedo y risa.
Giró sus botas. Abrió las piernas en V como solía hacer.
—¿Un trago, amigo?
Así comenzó todo.
Gente de la misma raza, repetía al encontrarse por las veredas de la colina.
—Mi padre me envió. Hay que educarse, piensa el viejo…
Los del Sur andaban felinamente. En grupo. Recorrían las calles del
«campus» con los cuerpos estirados. De la cafetería al restaurante y de allí
al «Brass». Por entonces a veces llegaron incluso hasta el río, desflecado y sucio.
Pero el río apenas quería decir nada. Era mejor el «Brass», el ruido de la máquina,
el que hacía Ben el negro con su batería.
Y ver bailar a Cherry:
—No está mal la gringuita, ¿eh?
Al presidente le fueron a decir:
—Ese grupo del Sur...
—Ya pasará. Es una raza rara. Hagan que vayan a reuniones, que se interesen
en deportes y sociedades, que se diluyan entre los otros. No quiero problemas por
tan poca cosa.
Cuando lo decía veía pasar bajo su ventana al grupo gesticulante de los
latinos: Gay, Reinaldo Arenas, Berto Fernández, José el Largo y Manuel
el Sonriente.
El negro Ben dejaba caer la mano izquierda sobre el teclado del piano. Se
sonaba sin consideraciones con un gran pañuelo.
Unos frente a otros, como agazapados, se miraban los latinos. Reinaldo y
Manuel tenían cruce indio. Sus pequeños ojillos rasgados, poseían una
impresionante movilidad, que hería de burlas a los otros. Cada cual se irritaba
ante lo que creía muestras de pedantería de los demás. Se imaginaban reyes.
Hablaban fuerte y alto. Pronto sólo se interesaron por las cosas que se decían
entre ellos o los planes que también ellos concebían. En las clases se sentaban
juntos y pasaban por todas las actividades como por decorados sin significación.
—Son impertinentes.
—Son descuidados, Georgópoulos.
—Siempre van solos.
—Son hispanoamericanos, Georgópoulos.
—Son oscuros, son bajitos.
El griego miraba a su jefe en el periódico. Heston le devolvía la mirada. El
largo y lento curso casi podía ser palpado. Era una soga marina pasando bajo su
ventana.
27
—Estamos al principio, pero ganaremos.
—Andan ya a la defensiva.
—Nadie ha hecho ademán de atacarles, Georgópoulos. ¿Cómo puedes
pensar...? — Hablaba dulcemente. Sonreía —. Son invitados nuestros junto con
los coreanos y chinos, junto con los europeos: Larson, Nino, y compañía... ¿Qué
te hace pensar? Todo irá bien, estoy totalmente seguro. O yo no sería yo.
Admiré su poder.
Volvieron lentamente hacia la mesa de trabajo.
No hubo por el momento mayor motivo de alarma.
Era setiembre y un grupo de extranjeros no había despertado todavía a la vida
sabia y ordenada de la Institución. Eso era todo.
Se esperaba con calma y hasta con sonrisas benévolas a que los dormidos
abrieran los ojos — «¡Oh, cuánta maravilla!» — y se hicieran rectos, severos y
diluidos, como convenía.
La cafetería de la Universidad se distinguía de la cafetería de la carretera en
que las cosas valían cinco centavos más baratas en la primera. A la cafetería de la
Universidad se acudía entre clase y clase. A la de la carretera más tarde para hacer
ver que a uno no le importaban los cinco centavos de más o de menos.
Bajaban los alumnos: muchacha-muchacho, muchacho-muchacha.
Las relaciones en la pradera estaban solucionadas de antemano. A su llegada a
la Universidad uno entraba en posesión de un hermano mayor que pertenecía a los
estudiantes del tercer curso. El método era sencillo: se formaba una gran rueda
de novatos cogidos unos a otros de la mano. Se formaba otro corro concéntrico de
alumnos de tercero. Así dispuestos «freshmen» y «juniors» giraban al son de una
musiquilla jocosa e inolvidable. Una especie de rueda de la suerte. El «¡Alto!»
disparado con voz poderosa por el presidente de Estudiantes le concedía a uno por
hermano a aquel que quedaba inmediatamente detrás. Ese quedaba designado por
el destino como hermano mayor. Sería el amigo y tutor para el resto de los días
que uno pasara dentro de la Institución. Y la ley de las ruedas giratorias había
venido demostrando que todo marchaba perfectamente si uno se atenía a ella.
Por el mismo método del corro, la música y el «alto» dos años más tarde cada
cual se vería favorecido con un hermano menor a quien debía proteger.
Quedaba así solucionado por la Dirección y de modo satisfactorio el capítulo
Intima Amistad. Oficialmente se había ya venido afirmando en entrevistas para
periódicos diarios, en varios artículos del Times y en alguno del New-Chronicle,
que cada vez era menos frecuente el caso del alumno con la enojosa y
desagradable enfermedad de estudiante solitario.
28
«Toda la energía de nuestro estudiantado está clara y directamente encauzada
— afirmó Froman en su primera comunicación a la Prensa —. Las Elecciones
entre alumnos se desarrollan con normalidad. En el mes de noviembre tendremos
una nueva Junta de Gobierno y un nuevo presidente de Estudiantes del que espero
la ya tradicional cooperación.»
Los candidatos se conocían de antemano. Las fraternidades más fuertes
llevarían a los suyos a la victoria. «Alfa-Phi» triunfaría este año. Contaban con
los mejores entre sus filas. Prensa y Radio les eran favorables. Únicamente los de
«Delta-Tau-Omega» podían hacer sombra, pero era evidente que la organización
ganaba terreno en la Universidad.
Eran rubios, eran fuertes y eran americanos; estaban lejos de la melancolía y
sí, en cambio, cerca del rotundo optimismo.
Pero en cambio ¡qué languidez la de los recién llegados! Aparecían
lamentablemente a destiempo en el decorado cuidadísimo de la Casa.
A pesar de todo pronto se les vio agitando banderolas triangulares, carnets de
baile. Sujetaban flores marchitas en el tablón de corcho de la cabecera de su
cama.
—Ganaremos, Georgópoulos — decía Heston —. Todo es nuestro: mira.
La Colina era importante. Casi todo el país miraba hacia ella. «Nuestros
herederos» pensaban orgullosamente los jefes de las grandes empresas, los altos
empleados, los presidentes y los senadores.
Heston sabía que para él el gran triunfo se haría esperar algo.
—No ganarás — le dijo el presidente de su fraternidad —. Todo el dinero está
en Pi Kappa Fi. Pero para el año que viene nosotros subiremos la cuota. Pienso
en un distintivo de oro y brillantes que decida a cierta gente en nuestro favor. Este
año la mayoría de los novatos están pasando su mes de prueba totalmente
deslumbrados por las insignias de «ellos». Al final se harán inscribir allá. Lo
ganarán todo.
Heston piafaba de impaciencia.
—Tendrás en cambio la dirección del periódico. Georgópoulos siempre puede
colaborar contigo. Aunque tratándose de un griego...
—No es griego...
—Él no. Pero sus rasgos son demasiado notorios. No irá muy lejos. En fin, es
nuestro amigo...
El mes de prueba de los novatos: se les veía circular con sus atuendos de
castigo. Quien con un traje de baño 1900, quien con la cabeza absolutamente
afeitada. Entraban en las clases, salían, iban a la cafetería, bailaban. Llamaba la
atención el gran Bonzo chino. Permanecía siempre muy serio. Se veía que
conocía el valor de la farsa.
29
El nuevo presidente de Estudiantes sería Al. Nadie le quitaría un puesto que
ostentaba desde hacía tres años. Al Johnson era, con Ky, el muchacho más alto de
la Universidad. Y ambos eran los amigos de aquella muchacha. Esto era lo peor:
aquella muchacha...
«El tren de las ocho y quince» llevaba toda la mañana sonando en el
establecimiento de Gino. Como él decía: Todo el mundo lo quiere. Llegaba
un cliente y apretaba el 3-D. El 3-D era el botón que correspondía a «El tren de
las ocho y quince». Armaba un estrépito bastante considerable. Era el disco
número uno del país seguido a media cabeza por los otros ya dichos.
Amaneció el viernes teñido de rosa y negro como una vieja señorita y Gay, al
comienzo de la tarde, compró un paquete de patatas. En pie, tarareando, se echó
al coleto un par de tragos de ginebra.
No volvió hasta el atardecer, cuando el piano de Ben resonaba lúgubremente,
como hechizado. Estaba el salón casi a oscuras y el negro en lo alto de la tarima.
Gay comenzó a hacer de las suyas.
«Qué extraño parecido el de Gay con esa chica, Cherry», se dijo Gino. Y no se
trataba de un parecido físico, pues eran bien distintos.
El chico, menudo y enlutado, penetró en el salón como un fantasma y
comenzó a chistarle al negro.
—«La muchacha del río», Ben. Yo no entiendo de ruidos.
Tiró dos sillas de golpe. Añadió que él era fuerte y se golpeó el pecho con los
dos puños.
Borracho, Gay tenía extrañas manías. Solía descubrir dentro de sí castillos
asaltados, triunfos pasados y venideros.
—La negra... ¡Ben! Cántala. Canta lo de esa muchacha que sufrió violación
por ser negra, y por ser negra también murió abandonada a la orilla del río. Y no
entiendo de ruidos. La música es ruido. Yo sólo entiendo de humanidad.
Comenzó a gemir:
—¡Ay, ay, ay! ¿Habrá otro ser más humanitario que yo?
Iba abriendo muchos los brazos.
De repente bajó la voz y susurró en el respaldo de una silla vacía.
—Pero también os odio, os odio...
Gino se sabía de memoria el número.
—No grites, Gay. Puede venir alguien conocido. Un día te costará un
disgusto. Aún no comprendo cómo este curso no te ha costado ya alguno. Estás
peor que nunca. Y eso que pensé: «Este año al tener compatriotas o casi
compatriotas cerca se arreglará...» Pero, lo repito, estás peor que nunca.
30
—Porque el curso acaba de comenzar, viejo idiota. Por eso no ha pasado nada.
Yo aún no he tenido tiempo de volverme como una anguila, ni ellos de convocar
su famoso tribunal del honor. Cuando lo convoquen será tarde: yo estaré ya
completamente convertido al buen comportamiento y al buen modo. Y esta vez
para siempre: será la muerte de Gay. ¡Gay ha muerto! Un tipejo cualquiera,
atildado y preciso, saldrá andando con mi cuerpo por ahí cualquier día. Y ocurrirá
este curso, gordo italiano.
—Aún no han tenido tiempo — repitió — de reunir su tribunal, vestido con
sus largas faldamentas y colocar delante a la única víctima.
La penumbra era fuerte. Las colas de las largas sirenas de las paredes
resplandecían de purpurina.
A Gay le conocían todos.
—¿Qué hay, Gay?
—¡Eh, Gay!
Llegaban los estudiantes con sus coches fuertes y brillantes, sus atuendos de
colores. En aquel primer mes: el bañista, el Bonzo chino, el pelado. Estos se
detuvieron en la barra y bajaron hacia la ciudad en dirección a un más brillante fin
de semana. Las combinaciones de personajes variaban de un viernes al siguiente
como en un «puzzle» que a nadie interesara solucionar. Muchacho-muchacha,
muchacha-muchacho.
—Nadie intima aquí con nadie, Gino. Nadie intima porque tienen miedo. Los
problemas siempre van a parar al jefe de personal. «¿No es usted feliz? Entonces
no hay ascenso.» La gente que no es feliz es peligrosa. Suele ser no conformista.
Por lo tanto la amistad está en razón inversa con los ascensos. El chivatazo...
Gay era imposible. Lo decían los empleados de la gasolinera:
—Ese latino del demonio...
Moreno, oscuro, pequeño, delgado, pensativo y violento. Batía los alrededores
como un verdadero ciclón. Bebía al atardecer y sus profundas ojeras se cubrían de
un sudor verdoso y acongojado.
Le llamaban Gay, Alegre. El nombre era una contradicción.
Con Gino, Gay se entendía bien.
—Nosotros, los latinos — decían.
Esta tarde Gay llegó a los primeros acordes de Ben. Cherry bailaba en el
centro de la pista y desde una mesa sus dos eternos amigos tarareaban como en
sueños. Al tenía algo de máscara trágica.
Al fondo del «Brass» los latinos semejaban una manada de bestias atacadas.
Gay, desde lejos, imaginó su diálogo. Las cosas que diría el rebuscado de Berto.
El apagado Manuel, con la sonrisa estática y dormida. Reinaldo, ancho y apagado
como un mar.
Le llamaron «Eh, Gay, Gay» y no quiso acudir a Berto. «Siempre está
retorcido de histeria ante Heidegger. ¡Qué sabrá ése del tal señor!»
31
En cambio se puso a bailar solo con el vaso en la mano: «Es viernes, amigos,
y quisiera hacer un poema para olvidar que soy un mendigo.» Tan oscuro y
pequeño, un borratajo negro.
Cuando gritó: «¡Soy el espíritu de la noche!», acudió Gino a expulsarle:
—Un loco es lo que eres. Te expulsarán de la Universidad, Gay. Oye lo que te
dice Gino. Escucha bien a tu viejo italiano. Tú y esa chica Cherry tenéis el
demonio metido en el cuerpo y llevaréis por el mal camino a Nino, mi
compatriota, que parece un buen chico. Hay algo en lo que os parecéis tú y esa
chica y aún no he dado en qué pueda ser.
—Cherry Lowman... un animalito que despierta a la vida recién resucitado de
la nada.
—Ya sé, Gay. Ya sé...
Lo llevó hasta una mesa y se sentó con él.
—Cálmate. Te daré ginebra. Entre tú y yo hay un convenio de paz. ¿Quieres
conseguir que me cierren el establecimiento?
En el oscuro recinto flotaban camisas llamativas, jerseys de grandes letras que
se desplazaban como sin cabeza entre las sombras. Las caras eran sombra. Las
manos.
Entrevió a Sherman, la judía. Salía por la puerta del «Brass» en dirección al
río. El ruido crecía en su cabeza.
Gino:
—La judía parece que tiembla más este año.
La voz de Berto:
—Sí, pero a fin de cuentas ¿para qué?
Reinaldo:
—Nietzsche...
Manuel el Sonriente, José:
—Ji, ji...
Gino le terminó de echar a la calle donde le blanqueó, con la luna, el reflejo
de la nieve.
Bárbara Sherman caminaba delante de él. La judía era un ser de doble signo.
Cabeza de muchacho, caderas de muchacho. Sus gestos. Y luego aquellos
dulcísimos labios, aquella piel perfecta.
Cada fin de semana, desde hacía tres, bajaba al «show» del chino Ying-Toi
situado al pie de la colina. Hacia el recorrido en coche o a pie cargada de
impaciencia. En el «show» estaba Chantal y la historia de Chantal era una de
tantas historias de muchacha torpe a quienes el ritmo del país obligaba a ganarse
la vida. Cambiaba de empleo cada ocho días, de ciudad o de pueblo cada seis
meses. Una vez — tiempo de guerra — llegó, enrolada en filas, hasta Europa.
Chantal había vuelto de allí con fotografías, con uniforme militar, un rictus
extraño en su cara oscura y sin tiempo, y una seria afición al alcohol. Se aburrió
en Francia, la tierra de sus antepasados. En Alemania había sentido un raro
estremecimiento ante los hombres rusos.
32
La historia de Chantal y de los hombres detenía un momento el corazón de la
Sherman: un desfile de nombres, colores, acentos y latitudes. Los rasgos
sobresalientes de la muchacha eran la fealdad, el estupor y la pobreza y los
hombres no han querido nunca pactar con estas cosas.
El odio de Bárbara hacia el otro sexo se nutría ahora en esta historia. El varón
es quien realmente conserva el sentido del colorín y la alharaca. La mujer se ha
dulcificado más en el transcurso de civilizaciones que le han sido adversas y es
capaz de amar a un compañero sin belleza. El ansia de colorín de la mujer, su
primitivismo, se ceba únicamente en el adorno y en él se estanca. Y si lo
emplea es como señuelo ante el que acude el macho.
Chantal no era señuelo de machos. Chantal era una torpe muchacha chata y
buena. En el «show» de Ying-Toi representaba números circenses de una gracia
empolvada y casi lacrimógena.
Europa, el continente ansioso, era mejor que esto. Uno podía allí charlar y
pasear y perder el tiempo — sobre todo perder el tiempo — y aun ser pobre sin
que nadie se metiera con uno. Había cientos de muchachos y muchachas
paseando como ella, sin pensar en nada, con las manos metidas en los bolsillos de
la gabardina.
En América esto no era posible, Uno no podía vivir sin pensar en palabras
tales como empleo, tantas veces al día repetida por todos. Hasta que uno llega a
sentirse cogido y acorralado por la palabra.
Cogida y acorralada había encontrado pues Bárbara a Chantal semanas atrás.
Le llamó la atención por sus gestos ridículos, cargados de dramatismo, como los
de un «clown» nato. El chandar oscuro le colgaba demasiado. Los blue-jeens le
venían grandes. Las botas estaban enormemente sucias. Bajo su pelo de estopa
lucían los ojillos redondos, sonrientes.
—Que haga lo que quiera — comentaba sobre ella el dueño del bar en donde
se la topara —. Ya tiene más de dieciocho años, ya lo creo. Bastantes más, aunque
no lo parezca. Ha hecho la guerra de enfermera, de conductor o de qué sé yo.
Sentada en una banqueta, algo alejada, la Sherman sintió la atracción de aquel
rostro puro y sin belleza. La otra recogió sobre sí la mirada de la judía y sonrió
sonrojándose como si no pudiera evitar ni la sonrisa ni el rubor.
«La sociedad nos culpará. La sociedad culpa de todo y por todo. Uno paga la
felicidad o la verdad a precio de oro.» Samuel Sherman, su padre, a veces llegaba
a fórmulas de sabio. Pero su enseñanza era rígida y su fisiología deficiente, lo que
le daba un aire momificado e intenso que los hijos no podían soportar. Él había
dicho en las veladas de la granja:
«La sociedad os culpará. Os culpará siempre. Y es necesario acatar la culpa.
Decir: Señor, pero somos los mejores.»
La equivocación de Samuel Sherman fue conducir a sus hijos, por no existir
un rabí en todos los alrededores, a una escuela protestante, limpia y gratuita.
33
En la escuela protestante se enseñaba en cambio la soberbia:
—«Si somos los mejores, digámoslo y demostrémoslo. Hemos de castigar a la
sociedad por sus culpas y sus equivocaciones.»
Trataban de demostrarlo en unos tés acompañados de pastas de colores, dulces
y pastelillos, en los que varias señoras — damas enormemente conscientes de la
verdad que llevaban en sí —, condescendían hasta pasar la mano por la cabeza de
los niños.
—La pequeña judía...
Dejó de pensar en el Cristo de su infancia enseñado por la escuela metodista.
Abandonó también al terrible Dios al que su familia le hizo acogerse al llegar a
los quince años.
—Ahora que hay un rabí cerca de la granja estará bien que os eduquéis en mi
propia religión — dijo Samuel.
No pensaba ya ni en un Dios ni en el Otro. Su cabeza estaba vacía y por las
mañanas despertaba con la boca pastosa. «Un Gran Espíritu Universal. Todo es
parte de Dios.» El problema le angustiaba: «Dios no existe» o bien «Dios es
todo.» El Universo mismo podría ser Dios. Si un día todas las fuerzas de la
Naturaleza se fundieran y concretaran, aparecería Dios. Y Dios no sería lo que las
religiones imaginaron. Dios sería la Gran Fuerza. La Gran Posibilidad.
Durante una clase teórica del doctor Dickison oyó un día que Cherry Lowman
hacía una pregunta sobre lo que llamó el Gran Nexo de Unión.
—Eso que encadena todas nuestras experiencias de laboratorio y las hace
parte de la vida misma, doctor...
Enfundada en su batón de ayudante vino a refugiarse al fondo del laboratorio,
como si quisiera recoger la escena desde lejos.
Dickison no contestó.
Al abandonar ahora el «Brass», la voz del tocadiscos automático dejó de
llenar el Universo y de agitarlo todo como un viento inquietante.
Tras ella caminaba Gay, el estudiante hispanoamericano.
Inexplicablemente Chantal, desde la última droguería pasó a actuar en un
«show», el del chino Ying-Toi. Hacía tiempo que no encontraba trabajo dentro de
lo «suyo» como ella decía y que venía aceptando toda suerte de cosas. En el
«show» de Ying-Toi ejercía un número cómico y absurdo. No conseguía destacar
en el trabajo. Empezaba con su número del plato y el huevo, pasaba a ejecutar en
su trompeta aquel otro de la música y las pompas de jabón. Se caía suficiente
número de veces. Su maquillaje y caracterización estaban dentro de lo que el
público exige a cualquier «clown» y, a pesar de ello, no progresaba. Cada tarde
los ojos le dolían quemados por los focos luminosos que la encerraban en una
rueda de luz.
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No le interesaban los clientes de las mesas con sus bocas distendidas por la
risa. Llena de parsimonia, arrastrando el gran bolso de trabajo, regresaba a su
apartamento. Se desayunaba en el «Drugstore» recién abierto, con la esperanza de
que las horas transcurrieran de prisa y de que llegara algún día que se le hiciera
inesperadamente tarde.
No esperaba ni quería nada. El sentimiento de rebelión nace en otra clase de
seres. «Uno vive para poder comer.» Estaba contenta de haber trabado
conocimiento con Bárbara. A veces no se comprende por qué otro ser puede
entusiasmarse de repente con nosotros y al momento siguiente abandonarnos y
odiarnos. Chantal no quería penetrar demasiado en el sentido de las cosas.
Sencillamente: los otros vienen, sonríen, se vuelven como fieras, desaparecen.
Siempre es lo mismo.
Bárbara dijo:
—Quiero ser tu amiga.
—Bueno — concedió Chantal —. Yo trabajo ahí.
Era de aspecto triste y los grandes pantalones, las enormes prendas viejas, le
conservaban a su cuerpo minúsculo el mismo aire que tenía en la pista, de payaso
pobre y mal pagado.
Inesperadamente, un día de aquellas semanas, un día en que la ciudad
aparecía hermosamente iluminada, Bárbara le había preguntado:
—¿Sabes cuántos laboratorios hay en esta ciudad?
Y Chantal dijo:
—¿Sabes tú cuántas fábricas y hospitales?
Porque la vida semejaba hecha para ir de las unas a los otros.
El «show» del chino Ying-Toi.
Se extendía alrededor de la ciudad el cinturón negro y amarillo de fábricas y
chinos y al pie de la colina de la Universidad estaba el establecimiento de
Ying-Toi.
Los coches bajaban por las carreteras con los faros altos. Iluminaban
brevemente a la Sherman. Los faros del coche patrulla, por unos instantes, la
persiguieron inquisidores.
—Hola — dijo el jefe de policía de La Colina —. No baje sola a estas horas.
Ahí detrás viene alguien de los suyos. Les ha dado a ustedes por salir sin coche.
Partió casi maravillado.
Gay, el sudamericano, y la chica marcharon separados a unos veinticinco
pasos de distancia. Alcanzaban la zona de lavaderos chinos. Pero ninguno quería
sustituir la intimidad por la cortesía.
Gay le parecía a Bárbara encarabujado y negro. Sucio.
Y Bárbara a Gay desprovista de todo misterio. «Tanta higiene.»
Pedían a la existencia cosas bien diferentes.
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El resonar de las pisadas en la noche iba componiendo ritmos embarazosos
que les irritaban por turnos y por turnos intentaban descomponer.
La araña luminosa de La Colina se desparramaba sobre las fábricas dormidas.
En La Colina se andaba como de fiesta, se bebía. También en el «Brass» y en la
casa de Ying-Toi, el Humilde, como se llamaba a sí mismo, y en cuya puerta
había aparcados varios coches conocidos.
Chantal terminaba entonces de actuar. La máscara oscura y redonda de la
amiga desaparecía tras los focos. Había imitado a varios artistas conocidos. Hizo
el número del plato y el huevo. Cayéndose, resbalando, llenándose de yema. La
gente en fiesta reía en continua cuchufleta. «¿Será hombre o mujer este
esperpento?»
Al ver a Bárbara vino hacia su mesa. Como disculpándose hizo una pequeña
reverencia a Gay, quien en la puerta se había unido a la Sherman y se hallaba
sentado a su misma mesa. Fue sonriendo, comiendo con avidez, sonrojada de
hambre.
Gay estaba borracho. Contempló aquellos ojos redondos y brillantes
revolviendo asustados en todas direcciones. Le hubiera dicho algo muy triste
y muy tierno, algo desazonado como el propio corazón de la muchacha, pero los
ojos de la judía se clavaban sobre él.
—«Hombre» — le decían en un insulto.
La muchacha era demasiado cómica, demasiado extremada,
Casi avergonzado se refugió en la copa y la Sherman sintió un violento odio
hacia Chantal, la hembra «¿Qué sino extraño...? mentalmente indefensa,
socialmente a la intemperie».
La verdad es ridícula. Intentar expresar la tragedia convierte al hombre en
payaso. Aquella personificación de la gran tragedia de existir que era Chantal
atraía a los hombres: veraz, irritante y patética, tal cual era, con su nariz redonda
y su cara aplastada.
En aquella civilización, de no haber permanecido en la oscuridad, como hasta
ahora, hubiera sido perseguida, como un peligro, por ejércitos enteros.
«He aquí que en este país todo se querría reducir al módulo del hombre
llamado normal cuando ese hombre normal no existe. Porque son propias del
hombre la melancolía, la tristeza, la ira y la desgana y desde que el mundo es
mundo su corazón irregular traza espirales.»
La historia de Chantal y de los hombres era una sola historia repetida,
El borracho, esta vez, se llenó de gentileza y se concentró en su Chantal que
renacía entre sombras.
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37
4.
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LAS lenguas de la Universidad comentaban el hecho de que cada madrugada
Cherry Lowman se escapaba de su cuarto. Decían que saltaba por la ventana y
que huía hacia el río a través del jardín del dormitorio. Se cuchicheaba también
haberla visto recorrer, con sus largas piernas enfundadas, en los inevitables
blue-jeens, las orillas del río.
La mayoría, ese inexistente ser tan poderoso, hacía comentarios sobre ella y si
aún la cuestión no se había hecho llegar al tribunal del honor, se debía a la
vaguedad de las noticias. La compañera de cuarto de Cherry, Cinthia Finkelstein,
aseguró no saber nada del asunto. Heston llegó incluso a invitar a un té a la
somnolienta muchacha — la heredera de la mayor fortuna del Este — y la
Finkelstein se mostró del todo ignorante.
Para abandonar el cuarto, Cherry solía aguardar el sueño de drogas de Cinthia.
Saltaba entonces el cuadro de setos del dormitorio. De allí a la cerca y de allí al
río. Le gustaba el río de madrugada. La colina desierta e incomprensible. Y
aquella sensación de pasear con una extraña al lado. Una extraña alta, fría como
ella, pero más melancólica, que le sugería cosas ajenas e inconcretas. Vagas: el
silencio, la alta bóveda, la profundidad con que las cosas se mantienen en el
aire, esa separación para siempre establecida que diferencia a un ser y otro. Entre
una cosa y la otra.
En estas ocasiones iba a visitar a Nino, el médico italiano. Nino al pasar a ser
independiente abandonó el dormitorio de la Universidad. Vivía como un
desterrado en la falda de la Colina. Disfrutaba una beca especial. Unas cuantas
veces por semana pasaba revista a las anginas y catarros de los alumnos.
Admiraba a Dickison y Hannon. Conoció a Cherry, como a casi todos sus
compañeros en la consulta diaria. Cherry se presentó a él estornudando, con la
nariz enrojecida. Pero a raíz de una conversación con Frornan, estaba decidido a
abandonar este trabajo.
—¿Todos los italianos son como tú, Nino? — preguntaba Cherry.
—Los hay de todas clases.
—Pero, ¿son como tú?
—Más o menos, claro.
40
Entonces Cherry se quedaba pensando cómo sería un país sin fraternidades,
un país en el que el «Brass» no sería tampoco posible, ni la música de las
máquinas, ni su propia danza. Ni sus amigos Al o Ky, o ella misma.
—Te expulsarán de la Universidad — le decía Nino cada madrugada —. No
puedes seguir bailando en el «Brass» casi todas las noches, ni salir a pasear a
estas horas. Hay unos grupos que están decididamente en contra tuya. Bastará la
menor señal para que se avalancen.
—Yo quiero hablar y no sé. No tengo otro modo de decir la impresión que me
causa esta cápsula azul que me envuelve y tras la que aprieto tu mano, el licor que
puedo verter en mí, la música que me agita, ese mismo alcohol que entonces me
convierte en columna a punto de quebrarse por la base...
—En fin, que seguirás bailando cuando quieras...
—Algún día marcharé contigo a Europa — respondía Cherry.
Besaba a Nino. También a Ky cuando le veía riendo, por cualquier cosa: por
el coche que corría a impulsos de las brujas, por la copa que se caía sola. Besaba a
Al, el dramático presidente, «el chico más encantador de la Universidad». Para
enamorarse de Ky, tan alto, tan rubio, tan sonriente, bastaban cinco minutos y
otros cinco eran suficientes para olvidarle: «El mejor jugador de los estudiantes
del Este.»
Cuando Cherry salía con Al buscaba un lago y unos vasos altos y pálidos en
los que las guindas del fondo eran como despanzurrados corazones sin hueso.
Pero Nino era otra cosa. Con él solía permanecer hasta que el cielo se tornaba
acuoso y grisáceo. Entonces volvía a pie o llegaba con el coche hasta la
gasolinera de La Colina.
Dentro del «campus», el laboratorio del profesor Dickison era un mundo
aparte. Era el mundo de la lógica científica. Todo resultaba claro y luminoso,
tenía una razón de ser o se buscaba.
Cuando Dickison llegó al «campus», el presidente se sintió satisfecho y el
claustro entero de profesores se sintió también satisfecho. Dickison, tal y como se
esperaba de él, llevaba el pelo cortado al dos, amplias chaquetas de sport y
corbatas de lazo. Daba la mano cordialmente.
—No se le diría un investigador famoso. — Todos se retiraron contentos.
En el laboratorio del profesor Dickison la vida se detenía un punto, como una
mujer joven y levemente enferma que se dejara examinar por el hombre que arna.
Dickison era imperioso y suave. Saludaba a los alumnos desde lejos, alzando
amistosamente la mano y muchas veces se le veía en la cafetería, bebiendo junto a
sus discípulos.
En alguna ocasión Nino había llegado a decirle a Cherry, que consideraba que
Dickison era la esencia de lo norteamericano.
—Es como si el conjunto de valores que a los demás se les indigesta, los
hubiera él asimilado en dosis perfectas y jamás nocivas.
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Dickison componía otro de los puntos de apoyo del ánimo de la Lowman. Un
apoyo lejano e insobornable.
—Profesor...
Las preguntas de Cherry llegaban de otro mundo. Tocaban la realidad un
instante y se alejaban rápidamente, corno quemadas por ella. Dickison intentaba
entonces volver al punto de partida y mantenerse rígidamente dentro de sus
fórmulas.
«La gran salida. El no piensa en eso. El gran nexo de unión entre sus fórmulas
y la vida misma. ¿Qué precede a qué?»
—Son vida, Cherry. Sólo que usted se niega a aceptarlas.
—¿Vida y naturaleza inmóvil son la misma cosa?
Abandonaba las preguntas por imposibles. Iba al «Brass». Se dejaba llevar
hacia los brazos de Al, hacia los de Ky. Volvía a su cuarto en el que ya dormitaba
Cinthia. Abría los libros. De madrugada buscaba a Nino. Las noches en que hacía
esto no dormía. Tampoco dormía la Sherman. La rara figura de la ayudante de
Dickison se dibujaba continuamente contra la ventana de su cuarto siempre
iluminada.
Adivinaba los barcos que habían atracado, los que zarparían. Los muelles
llenos de mercancías y de hombres. «Al otro lado, Europa.»
Las calles tristes, desiertas, grises, sin chiquillos, con las escaleras de
incendios al aire. «El hígado del mundo duerme... ¿Qué será del mundo?»
Nino estudiaba a estas horas.
—Hola, viejo doctor.
—Un día va a ocurrirte algo.
—¿Rumores? Me enseñaron y aprendí que los rumores no sirven para nada.
Hacen falta seguridades y las seguridades no las tienen.
—Vigilarán tu habitación.
—Y yo me quejaré y les demandaré. Además ¿quién me vigilaría, quién? Aquí
no se hace nada de modo aislado y ninguno de entre ellos tiene deseos de
permanecer toda la noche junto a la orilla del río. No es una inquina personal la
que se me profesa y ningún individuo dará paso alguno para sentar las bases de
mi condena. Es la comunidad quien me condena y la comunidad no trasnocha con
el presidente al frente, la Junta de Gobierno de estudiantes y los presidentes de los
clubs en ordenado conjunto. No, Nino, no. Mis fines de semana no tienen nada
que ver con el reglamento de la Casa. Ni mucho menos mis madrugadas. «Ocho
sábados al año podrá usted pasar fuera de la Institución toda la noche. Además
tiene derecho a cuatro fines de semana completos fuera del «campus». Los
viernes se reintegrará usted al lecho a las dos en punto de la madrugada salvo en
las ocasiones en que el presidente beba champán que serán exactamente el 22 de
febrero, el 3 de mayo...»
—Toda una teoría.
—Tú conoces la realidad de La Colina y has huido de ella.
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El médico alineaba las botellas, como en campaña, sobre la chimenea. Lo
presidían todo. Y a ellas, desde los asientos, se alzaba la mano en busca de ayuda.
—Bebe.
El fuego, la ginebra, el silencio. Sobre todo le fascinaba el silencio. La
quietud que envolvía el estudio del italiano.
Pausada, dulce, alegremente
Como se mueven las copas de los árboles...
había comenzado a decir Nino en una ocasión. Y casi definió a su mundo en ella.
La Lowman juzgaba el silencio como un colapso de la vida. Amaba lo que los
suyos: el ruido, los chillidos, las voces excitantes, los murmullos sensuales y todo
lo que de una manera efectiva puede acabar con el silencio.
—El silencio es una posibilidad y como tal hay que probarlo y hacerlo crecer.
Iba directamente al tocadiscos. El sonido acre de la trompeta y el grave
saxofón llorando tras de ella con su cortejo de suspiros, rompían la densidad
aterradora.
Para Cherry, Nino era como una hoja desprendida de un árbol viejo y
misterioso que ella no se atrevía a tocar por temor a descomponer.
De la vida del italiano se sabían pocas cosas. La Universidad de Cherry le
otorgaba una beca a cambio de la cual él debía de curar las anginas y resfriados de
los chicos. Pero ocurrió que cuando quiso curar a los decepcionados y a los
ansiosos que desconocían el nombre de su enfermedad, el presidente le llamó al
orden.
Los amigos del presidente que iban a Europa le solían regalar corbatas
italianas. El presidente se decía por ello amante de aquellos peninsulares.
—En algunos casos... en algunos casos, doctor… Usted sabe cómo se debe
luchar contra los inadaptados. Son la mayor lacra social que a un país le pueda
caber. Ustedes los europeos... en fin, tendrían que saber mucho de eso.
El presidente seguía:
—Es deber del individuo adaptarse al medio y a la circunstancia en que vive.
Si no lo hace, la rueda de la sociedad, en justicia, debe aplastarle o de lo contrario
sería el individuo quien le interrumpiría en su marcha.
El norteamericano vio latir una sonrisa al preguntar el otro:
—El ejemplo, el mal ejemplo quiero decir… ¿es Europa?
—Sí. Europa. Media docena de inadaptados o de genios, según se quiera
llamar, y ya tiene usted una generación al agua.
«¿Y si es ese el modo de que el genio se salve?»
Pero sólo dijo:
—Ustedes no quieren ir al agua.
—Ciertamente. Por eso en algunos casos, en algunos... usted, doctor Vilani,
no debería dar, digamos «alas».
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—¿La Finkelstein?
—La Finkelstein. Y la Sherman. Y algunos más. Como ese Allan, tristísimo
este año. Hasta el punto que no me explico la ceguera de los muchachos para
volverlo a reelegir presidente. En todos estos casos, repito que no admito la
inadaptación. Si no me equivoco todos ellos terminarán ingresando con honores
en nuestra sociedad y yo espero ese momento. Para eso estoy aquí. Esa es mi
tarea y no la de sacar especialistas.
—Quiere usted decir que ayudándoles un poco estos chicos serían capaces de
conseguir que se les nombrara vocales del Club de Atletismo o vicepresidentes de
la Sociedad de la Cerveza y hasta secretarios de alguna de las Asociaciones
Religiosas del «campus».
—Exactamente. Obliguémosles a entrar en la sociedad y la sociedad les
empleará. Una vez empleados dentro de ella, experimentarán la alegría de su
utilidad.
—Como secretario de la Asociación, presidente del Club de la Cerveza o
vocales de Atletismo si no me equivoco.
—Sí.
—Una especie de felicidad en comprimidos.
—Es usted inteligente.
La conversación con el presidente Froman fue de alguna utilidad a Nino. Le
dejó sin embargo en una situación rara frente a dos o tres estudiantes. Repasó los
nombres que el presidente le había citado: el nombre de Cherry Lowman no fue
mencionado.
Más tarde cayó en la cuenta: Cherry Lowman no era una inadaptada.
«Limítese a recetar vitamina B... Limítese...» El nombre y el rostro drogado
de la Finkelstein se le venía a las mientes. Pensaba en lo bien ordenado que estaba
todo en La Colina. «Limítese...» Cynthia Finkelstein seguiría sufriendo: la mayor
heredera del Este. Barcos, petróleos y algo más. «Finkelstein & Finkelstein Co.»,
etc.
«Lo malo no es padecer la lacra sino exhibirla, quejarse de ella, hacer de ella
confidencia. Mientras uno calle, todo va bien. El vicio pertenece a la intimidad y
la sociedad cierra los ojos ante lo que está oculto. Es necesario ser hipócrita. Lo
único que no perdona la comunidad es la debilidad momentánea de que la
importunen con confidencias. Quien no pueda soportar el silencio, la carga de
sus propios vicios y defectos, debe ser condenado.»
La Finkelstein iba extraordinariamente bien vestida y procuraba sonreír
siempre tras su rostro de veinte años, somnoliento y rubio.
Había más: «El vicio no se cura, se oculta.» Esto es todo. Ni siquiera es
necesario taparlo convenientemente. Basta hacer el acto cortés del pudor. Como
quien levanta levemente el sombrero sin llegar a descubrirse. La sociedad aprecia
todo aquello que se haga en honor de sus predicados y premia o castiga corno una
vieja insulsa.»
«Pero en el fondo se encona el vicio.» Cuantas mujeres violadas, niños sin
padres, vientres estériles, ojos nublados.
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NIHLS Larsen, el nuevo ayudante del profesor Dickison, también acudía
alguna vez al «Brass».
El país era para él la ancha tierra deseada. La presintió desde el barco, a su
llegada y aún antes. Acodado en la borda contaba a los otros becarios, bien seguro
de no equivocarse, lo que aquella tierra guardaba. Decía: «El país es grande y
hermoso. La tierra, buena. Las posibilidades, infinitas.»
Así resultó ser. En el laboratorio de Dickison se trabajaba de firme. El sueco
regresaba de noche a su apartamento. Guardó la impresión del muelle, de las
voces de los cargadores negros, y del sol que los edificios mantenían alejado en lo
alto. En las autopistas experimentaba el escalofrío del técnico: era la esperada
ancha capa de cemento, el hierro alzado en los puentes por la mano del hombre.
Luego estaban las canciones como un buen tema musical para no olvidar la
temporada. Tenía por preferido «El tren de las ocho y quince» y solía engancharlo
al llegar al «Brass».
—Bienvenido, Larsen.
Le gustó el aspecto general de Dickison y le desagradó la otra ayudante, la
judía, refugiada en el fondo del laboratorio. Sus inquietos ojos. Su belleza afilada.
«Raza extraña.» Y no quiso invitarla a comer junto con Dickison.
Del «Brass» le llamaba la atención el gordísimo dueño italiano. Su voz aguda
le hacía sonreír. Nunca había conseguido estructurar su recuerdo de lo latino y
esto le desazonaba. Pero le agradaba el lugar aunque por distintos motivos de los
del resto de la clientela. Las sirenas de las paredes y el negro tocando
monótonamente. Decidió que de todo habría de llevarse fotografías.
«Una cosa, una persona puede reservarse hasta el momento ideal de ser
disfrutada.» Nihls era de los que pueden demorar los acontecimientos y son
siempre espectadores.
Primero quiso visitar a Ana. Luego buscó al matrimonio Hannon, sus amigos.
Ana abrió mucho los ojos al contemplar al altísimo sueco.
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—¡Querido...!
El apartamento era minúsculo. Todo en él estaba amontonado. Y hacía un
calor sofocante.
—No hables, no hables.
Por la ventana entreabierta, allá abajo, se veían lucir los vistosos anuncios
luminosos. La comunidad comercial colgaba en los edificios sus advertencias.
Aconsejaba a cada cual lo que debía de hacer: con qué cigarrillo uno sería
apreciado y feliz, qué jabón resultaba imprescindible para el éxito, a qué tinte era
necesario acudir para ocultar la vejez y qué cerveza le haría traspasar, por un
módico precio, las fronteras de lo razonable hasta sólo tres centímetros más allá.
En las gafas oscuras del físico, Ana vio reflejadas la cuadrícula de los
anuncios de la ciudad.
Desde que saliera de su país se venía sintiendo sola y desterrada. Bailaba en
un cabaret. Vivía.
—Este mundo — le susurró siempre balbuceante — nunca esperé volverte a
encontrar.
Rápidamente acudió al rincón del lavabo donde con una toalla se limpió los
churretes de maquillaje. Se afanó también en traerle bebidas.
Luego, a oscuras, estuvieron hablando mientras fumaban. Ella recordó la
guerra última y la playa en la que pasaron las vacaciones tempestuosas que
precedieron a la paz. La cogía con frecuencia de la mano,
—Cualquiera diría, Ana, que no te encuentras bien aquí. Esto es espléndido.
Repetía:
—Ellos no dan lugar a engaño.
Desde la diminuta cocina Ana volvió el rostro.
—Tú no conoces la congoja, Nihls. Pero eso no quiere decir que la congoja no
exista en el mundo o dentro de las almas de los otros.
—Sería el colmo suponer a esta ciudad la Ciudad de la Congoja.
Ella entonces terminó de abrir de golpe la ventana del cuchitril sobre las
azoteas y la fisiología de los anuncios. «Aparentemente todo es tan sencillo. El
amor y la ciudad con sus anuncios de neón.»
—Me parece que no voy a querer verte nunca más — le dijo al despedirle.
—¿Por qué? — preguntó Nihls sin demasiada curiosidad. Y anduvo
asomándose a la ventana y apreciando las rudimentarias instalaciones de duchas
en las terrazas de las casas vecinas.
Después de recibida la tarjeta, el matrimonio Hannon le invitó a cenar.
A Larsen le divirtió la idea de comer con el viejo profesor y al acudir se
entretuvo jugando con el hijo adoptivo del científico.
A última hora se presentó Sesma Hannon. Era fuerte, alta, un poco hombruna.
Se veía que había luchado mucho y tres profundas arrugas le dividían la frente.
Cuando hablaba de su hijo solía hacer la advertencia de que era adoptivo.
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—Habrá que buscarle una compañera a Larsen — bromeó el profesor.
Se oscureció el rostro de Sesma.
Frente a la ventana del jardín pasaba Cherry Lowman: «La muchacha del
“Brass”.»
Parecía una marioneta de rostro triangular encaramada en altísimos zancos
negros.
En el «Brass» se convertía en el único espectador. Los habituales se las
componían para figurar siempre como protagonistas.
—¿Ha visto, señor Larsen? — preguntaba el italiano cuando Cherry bailaba.
Sonaba angustiada, estrepitosa, la batería. Raspaban lejos, susurrantes, las
escobillas. Gemían restallantes los platillos.
—Extraña chica.
Se secaba el sudor con el trapo que colgaba de su gran mandil. Recorría las
mesas. Le iba contando a Larsen: conocía a todos. Al, era aquel que se estremecía
de bruces en la mesa. Sí, el presidente de Estudiantes. Ky siempre estaba tan
alegre como ahora que imitaba una trompeta con la boca. Aquellos eran los
hispanoamericanos, gente que tardaba en decidirse. «Temibles.» Cuando el
calor y el ruido iban en aumento ellos hablaban alto para luego bajar las voces en
secreto. Atacaban las dulces canciones de sus tierras.
Un momento Ben alzaba los rojos brazos de seda. El baile de Cherry no tenía
sexo.
«La danza de esta civilización.»
Imitaba jocosa, terrible, extenuada, un extraño caminar de hombre mecánico.
Cuando abría los brazos y enseñaba los dientes apretados con sonriente rabia, se
ofrecía al mundo.
Un día, en este gesto, sus amigos, a la vez, se alzaron para besarla bajo la luz
violeta. Compartían el abrazo en un equilibrio retorcido. Colores, sombras,
músculos.
«He ahí el eterno triángulo.»
Larsen se cansó al poco tiempo de acudir al «Brass». Pensó que era algo
ingenuo que correspondía a la adolescencia.
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EL otoño se abandonaba por La Colina. Las fisonomías se iban haciendo
familiares.
He aquí al pelirrojo de la bicicleta. Ese es Al, el amigo de Cherry.
Los latinos beben demasiado. Hablan siempre a gritos.
Dicen que en el «Brass», ese bar de un italiano, los chicos con más
personalidad de la Universidad se reúnen a bailar y a beber. Prácticamente se
pasan la vida allí. Dicen a la vez que no está bien visto. El presidente...
A los nuevos se les informaba sobre aquellos tipos que dentro de la Institución
contaban con más posibilidades.
Cherry Lowman, por ejemplo, con sus dos eternos acompañantes, era de las
muchachas más notables. En el «Brass» emergía de la oscuridad su rostro
triangular, los verdosos trazos de sus ojos. Su cara de muchacha delgada,
hipervitamínica y descontenta era muy comentada.
¡Qué moreno es Gay!
Se conocían las costumbres de los profesores.
La pipa de Hannon. La mujer de Hannon. «No le quiere.»
El rubio Larsen carecía de hábitos, pero era guapo. Ianni, el italiano, triunfaba
en su clase de biología gracias a sus chalecos de colores, a sus bromas y a su
fantástica capacidad de dar buenas notas.
Ianni le resultó a Nino particularmente antipático. Aquel hombrecillo
desraizado tenía algo de mercader.
—Es un ignorante y merece que se le ponga en ridículo.
Cherry le contradijo:
—No hagas nada contra Ianni. Es fuerte. Tiene la simpatía de todos los
alumnos porque es benévolo y de carácter agradable.
La antipatía era mutua. Fue el mismo Ianni quien sugirió al presidente que la
influencia que Nino ejercía sobre los neuróticos del «campus» era nociva.
—Les da alas.
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Pero a cuenta de la finalización de su tesis, Nino se vio obligado a seguir un
curso absurdo con Ianni. Decidió tomar notas, y estudiar dejando que las
explicaciones resbalaran por él. «No quiero pensar.» Y, en aquellos comienzos,
fue probablemente el alumno que más trabajó.
Habitualmente Cherry le encontraba frente a su mesa de estudio. Venía a
echarse perezosamente en sus brazos. Contemplaba luego por la ventana la ciudad
que yacía en el fondo, como si tras de besarle necesitara saber qué relación tenía
la ciudad levantada y dura con ellos mismos.
—¿Cómo es Europa?
Si Europa era como Nino, Europa era buena. No así si se parecía a Larsen.
—Tu sitio es América, Cherry. Todo lo que tú eres pertenece a esto. Serías una
exilada al otro lado.
—A ti esto, en cambio, no te gusta.
—Cada cual pertenece a una tierra y a una circunstancia y es inútil tratar de
desprenderse de ella como pretende Froman.
—Nosotros podemos hacerlo. Nos han enseñado eso.
—Estás equivocada. Sois un pueblo tan inadaptado en el mundo que queréis
que todo se amolde a vuestra forma de comportamiento.
Veían pasar los coches que anunciaban que la madrugada estaba próxima.
Principalmente amas de casa que conducían sus autos hasta el más próximo
quemadero de basuras.
—Cierra esa ventana. Entórnala al menos.
Pasaba Ianni con la trasera de su coche atestada de bolsas de desperdicios. La
ventana iluminada de su compatriota le llamaba en exceso la atención.
«Algún día...», pensaba el profesor.
Cherry volvía al tocadiscos, arrastraba al muchacho, lo enlazaba con caricias
mientras daba vueltas. De retorno a la residencia dormía dos o tres horas, a veces
ni eso. No lograba conciliar el sueño.
Durante el día, una vez terminadas las clases, se refugiaba de nuevo en el
«Brass». Azuzaba a Al contra Ky o viceversa y esto le divertía. En los
ratos libres conducía su coche. Cuando llegaba a las clases de Dickison se posaba
en los problemas con levedad de pájaro. Inclinando la cabeza, se mordisqueaba
labios y uñas.
—El italiano ése ha atacado a Ianni.
La noticia corrió como un reguero de pólvora. En los anales de La Colina no
se recordaba nada parecido. Froman, pensando en la Prensa, se echó a temblar.
Había que guardar, a toda costa, el secreto de lo ocurrido. Lo peor era que
ninguna de las leyes del Código de Estudiantes cubría esta contingencia. ¿Cómo
se castigaría una incongruencia así? ¿Es que existía castigo? ¿Puede un becario de
un país protegido ser expulsado por...?
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Todo había ocurrido una mañana mientras los chicos entraban en clase.
Aquella madrugada Ianni pasó con su coche y su basura camino del quemadero,
contempló la ventana del médico y pegó un silbido malicioso y significativo.
Luego puso el coche en marcha de nuevo. Hacía días que venía cercando a Cherry
con sus bromas de mal gusto. Llegó a abrazarla de noche en la Avenida del Río.
La escena, a la entrada de la clase, fue violenta. Una tromba el estudiante. Se
formaron dos grupos: aquí los del Sur y los europeos, junto a Nino. Allá, ellos, la
comparsa, los altos muchachotes de cabezas brillantes a causa de la bondad del
champú. Los coloreados «sweters», los rostros impávidos como caretas.
¿Juzgarían estos hombres por sí mismos?
Ianni y su chaleco rojo, en el centro: «Así es aquel continente. Brutal. Pero yo
me he liberado del hambre. No tengo por qué luchar como ellos ni necesito ser un
erudito para morir.» No movió un solo músculo de la cara. «He de comportarme
como un americano.» (¿Quién era aquel hombre rojo, dislocado que gritaba en
otro idioma?) Sonrió. Hizo un gesto benévolo con la cabeza. Soltó las solapas de
las manos del otro...
Los grandes ojos como ascuas. El grupo reducido de latinos y europeos
quedaba atrás. Ojos que conocían la guerra y el hambre.
Ianni terminó entrando en el aula y, según la versión que poseía Froman,
sonrió apenas penetraron los alumnos.
Escribió Nino:
«Aprenden las palabras Comportamiento y Libertad y viven esclavos de ellas.
Saben que lo peor que puede ocurrirle a un hombre es no estar «adaptado». De
entre sus filas ven desaparecer a los que matan y a los que violan, a los que
padecen la maligna enfermedad de la angustia. Si alguno siente dentro de sí
palabras como fuego — «protesta, ataca, grita» — las apagan de inmediato. La
vida sigue, según les ha sido dicho, por un cauce ancho y seguro. Nadie siente
miedo ni compasión por los otros: sólo una fría indiferencia ante los
equivocados.»
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DESPUÉS de la escena de Nino, la Universidad amaneció enrarecida.
Un halo gris, poco común, rodeaba las gargantas de las torres y los extranjeros
imaginaron que sus flechas aparecían raramente amenazadoras.
Cruzaban las ardillas. El triángulo masónico del próximo chalet le pareció a
Gay más tenebroso que nunca.
Se vieron coches largos avanzar por la calle de las tiendas hacia la que daban
las ventanas de aquel dormitorio.
El coche de un conocido pintor de brocha gorda.
El coche del padre católico.
El coche de un ferviente episcopal cargado de propaganda: «Reúnase con los
episcopales el miércoles por la noche.» Sintió escalofríos.
Finalizaba octubre y ya amenazaba el frío. Dos nevadas tempranas se habían
dejado sentir. También vino un huracán llamado «Dasy» que dejó al pueblo sin
electricidad durante varias horas.
Lo más importante fue la convocación del tribunal del honor. El tribunal, con
sus nuevos y flamantes miembros. Lo componían cinco alumnos conspicuos y
eficientes. El presidente era Heston que además había conseguido, durante este
curso, la dirección del periódico de La Colina. El periódico se llamaba Quilla o
Proa, o algo así, porque Gay nunca terminaba de enterarse.
El director de Quilla o Proa, Heston, era rubicundo, pequeño, esmirriado,
pecoso y se adornaba con unas tremendas gafas. Soltaba unos peros que, en
inglés, parecían cañonazos. Solía apoyarse en el adverbio como en un bastón.
Heston, recién elegido presidente del tribunal del honor, fue visto en la
cafetería de la Universidad disparando peros en medio de su grupo de amigos y
fieles sostenedores.
Gay era menudo y desgreñado:
—¿A quién os vais a comer? — habló en castellano.
—¿Eh? ¿Eh? — sonreían sin comprender.
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—¿Ya habéis dictaminado el número y calidad de las víctimas? Pero las
nombraréis disculpándolas, con sonrisas, tal y como se debe hacer en una
democracia.
—¿Eh? ¿Eh?
«No discuten. No gritan. El mundo no existe para éstos.»
La Universidad de su país: los estudiantes se hacían fuertes en el recinto, la
policía les acorralaba desde fuera. Las mujeres del mercado — ¡ah las inefables
mujeres de los mercados sudamericanos! — les enviaban secretos refuerzos de
comida, o tiraban tomates al presidente.
«No se apasionan como nosotros por lo que está ocurriendo en la tierra. ¿Qué
conciencia tienen de Occidente? ¿Sabrán acaso que sus representantes de
Washington se creen la cabeza visible...?»
—¿De qué habláis? — ¡era tan rudo!
—Planeábamos el próximo «weekend».
—Y estábais de acuerdo en todo, como siempre.
Los latinos: se reunían en el río. Llegaban al «Brass» hablando a gritos. Los
europeos: eran escépticos y viejos, desbocados o elegantes. Nadie les había
enseñado a ponerse de acuerdo.
—¿Qué es mejor?
—Cada continente posee una respuesta. En mi tierra decimos que de la
discusión sale la luz.
—Demos por bueno lo enseñado.
—Siempre he dicho que era el nuevo reinado del magister dixit.
No le entendían. A veces sonreían. Inflaban los carrillos al absorber la
Coca-Cola y le contemplaban por encima de la paja con los ojos semicirculares.
Gay era el fantástico comparsa. Se le hubiera dicho fabricado en un trapo
oscuro, descolorido.
Fue y vino entre los grupos. Husmeó, supo nombres y también que los
americanos condenaban por el silencio de los grupos y la indiferencia en la masa
de rostros.
El condenado — si era extranjero — pocas veces llegaba a darse cuenta de
que no era grato. Gay sabía que manos misteriosas recogían del aire estas
actitudes y las colocaban sobre la mesa del presidente convertidas en moldes y
fórmulas:
«La opinión general de los estudiantes...»
«Públicamente se mantiene la actitud...»
Anduvo errante por el «campus». Pensaba qué duende atacaría, como un
germen, las caras transparentes de sus condiscípulos. Qué enfermedad era aquella
de la unanimidad. No existía una voz más alta que otra, ni un rostro que
desmintiera la fórmula colocada en la mesa presidencial. Los condenados esta vez
se llamaban Nino Vilani y Cherry Lowman.
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Se preguntó por qué los casos más clásicos de la Finkelstein o del mismo Al,
no estarían encima de ninguna mesa. «Su modo de obrar no contrasta con la vida
del conjunto, no la interrumpe.» Una borrachera a la hora prevista, en el momento
justo, no supone escándalo.
La gente que se vuelve estrafalaria en sábado suele ser terriblemente útil el
resto de la semana.
Y el tribunal de honor fue por fin convocado.
Una de sus características era la de no acusar a nadie. Se abrían sus puertas y
los miembros procedían a colocarse en silencio, ante la gran mesa. Aguardaban a
los candidatos voluntarios, aquellos que se sabían contraventores de las leyes del
«campus», y que debían presentarse espontáneamente ante Los Cinco.
Los Cinco, con el periodista al frente, deliberaban el castigo que, por lo
general, resultaba leve y formulario, como leves y formularias eran las faltas.
El tribunal del honor no dependía pues oficialmente sino de la honestidad
privada de los chicos. En su código estaba escrito que toda falta cometida en
soledad sería llevada ante el tribunal por su cometedor y único testigo. También
se premiaba y era de obligación delatar. De manera que todos los casos incluidos
en el famoso código daban lugar a diálogos entre compañeros.
—Has llegado al dormitorio cinco minutos más tarde de la hora que se
indicaba hoy. Supongo que te presentarás ante el tribunal.
—Desde luego. Lo haré en la próxima ocasión.
—Me parece una buena actitud.
El código estaba concebido de una manera extraña. No poseía ningún
apartado sobre la embriaguez fuera del «campus» ni sobre faltas de amistad,
justicia, lealtad o cosa parecida. El código insistía en horarios, exámenes y toda
suerte de jerarquizaciones a la hora de sentarse los estudiantes en las grandes
mesas.
Un «senior» no puede entrar en el comedor por la misma puerta que un
«junior»: la de aquéllos es más alta, más importante.
En las materias sutiles el código apenas se definía. Pero el anuncio de la
reunión del tribunal esta vez cargó el ambiente de presagios. Nada se
decía en la legislación estudiantil en materia de insolencias con los profesores. La
posibilidad no había sido prevista. Por lo tanto ¿cómo resolver el problema del
italiano? Nadie le sugería; «Preséntate.» En cuanto al tribunal en sí, sonriente y
amistoso, sólo servía para faltas baldías. El caso de Vilani era como el caso de un
apestado en un hospital preparado para una epidemia de gripe.
Estaba claro que la Lowman habría de presentarse ante el Tribunal. «Has
llegado tarde — suspiró Cynthia — lo menos veinte minutos de retraso. ¿No
crees oportuno...?, etc., etc. pero Cherry habla contestado «no».
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El «no» de la Lowman, como el caso inusitado del italiano, dieron la vuelta a
la zona universitaria. El tribunal se convocaría en lunes y aquel fin de semana
todos abandonaron, junto a la carpeta de apuntes, el regocijo de algo
extraordinario que se habría de presentar al principio de la semana.
«Estamos al lado de los justos, de los incontaminados.»
Mucho después de estos acontecimientos el presidente Froman se negaba a
admitir que tales sentimientos hubieran nacido tan prematuramente, nada menos
que en el mes de octubre.
Pero así fue: la Universidad se dividía ya en contaminados e incontaminados.
Lo peor era que en la línea divisoria fueron colocados algunos personajes a
quienes durante el resto del año se intentó hacer pasar, en lucha agotadora, de un
lado al contrario.
Gay, para extrañeza suya, no figuraba en ninguno de los tres grupos. Parecían
haber prescindido de él. «No debo ser ni muy inteligente ni muy tonto.»
Al atardecer de aquel viernes buscó a Chantal. Le emocionaba su cara como
un pan moreno, sus alegres ojos redondos.
—Parece como si te hubiera dibujado el rostro un niño de ocho años.
Sonreía. Bajaba muy cansada del «show» de Ying-Toi. Se distraía jugando
con el vaso. Miró a Gay.
Hablaba tan poco, era tan resignada que para Gay significaba la compañera
ideal. Si estaba muy bebido la llevaba a dar grandes caminatas bordeando la
ciudad por el lado del río.
—Somos dos niños perdidos, cogidos de la mano.
Los cabellos lacios de Chantal colgaban sin fuerza bajo la niebla. Sus botas
enormes. Su abrigo descomunal, sus pantaloncillos oscuros.
Comían golosinas en la oscuridad, sentados en el bordillo de la acera.
Mientras masticaban les iluminaban los coches-patrulla de la policía que cruzaban
de acá para allá.
Verde, rojo. Un instante amarillo: así eran los rostros bajo los semáforos
incansables.
Chantal le contó que le hubiera gustado estudiar.
—Si tuviera dinero...
—¿Para qué, Chantal? La vida se acaba apenas traspasadas las verjas
doctorales. Mi padre tiene un rancho, dólares. Yo hubiera querido marchar al
otro lado del mar, allá donde los míos vivieron hace siglos. Pero el viejo opina
que el dinero se hace aquí y que aquí deben enseñar los modales para adquirirlo
pronto.
«El dinero es cuestión de modales.»
—¿Crees, Chantal — estaba preocupado — que podrás seguir trabajando
donde el chino?
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—Quizá. No lo sé. A mí no me gusta trabajar en ningún sitio. No me gusta
nada de fijo en la vida. Quisiera que me dieran de comer lo indispensable, poder
caer rendida en cualquier parte y hablar, ir, volver sin cesar, dejarme correr por
los caminos.
Gay se dijo: «Es de los míos. ¿Estaré yo condenado al fracaso como ella?»
Se decidió a contar a la muchacha lo sucedido con el médico italiano, pero no
le entendió. A cambio ella le contó sin venir a cuento cómo, de pequeña, habían
querido violarla. «Es que mi padre no tenía dinero...»
Luego sonrió avergonzada y dijo con voz misteriosa que creía posible que
alguien muy importante estuviera enamorado de ella.
—Me casaría de blanco. Podré tener perros.
El corazón de Gay se encogió de piedad.
—¿Perros, Chantal?
—Muchos. Seré rica y podré pagarles diariamente una lata de carne a cada
uno. Y galletas de la mejor marca. Voy a tener un marido muy rico...
—¿Le conozco...?
—Claro...
Era como una marioneta. Rojo, verde. Un instante amarilla. A la luz del
semáforo.
El semáforo de aquella esquina era fuerte y potente. Al detenerse, se veían las
caras de los que iban dentro de los coches. Los estudiantes volvían de bailar.
—¡Eh tú... Gay! — le gritaba alguno al pasar.
En realidad le tenían dejado por imposible.
Toda la Universidad reflejaba el próximo acontecimiento.
—¿Qué diablos les está pasando a los chicos? — gritó Hannon a su mujer en
el momento en que ésta le sugería que recortase la hierba.
Era el más distraído de los profesores.
El resto de los componentes del claustro no preguntaba.
La Colina había adquirido para este tiempo una estructura clara. Los grupos se
encontraban bien definidos.
Junto al armazón esquelético del puente, los latinos se reunían con sus
bebidas. Ya traían la pasión de la música enrabiscada.
—«La negra», Berto, canta «La negra».
Sus países estaban lejanos. De Europa sabían que era un continente sabio y
anárquico. Les atraían algunos nombres: Heidegger, por ejemplo. Discutían, sin
saber, a Jaspers. Dos de entre ellos pasaban por la época en la que Nietzsche y
Schopenhauer hacen un hueco de luz aceitosa en el cerebro.
Reinaldo Arenas, más inteligente, daba por aquel entonces en Kirkegaard.
64
Pero esto ocurría en los cortos ratos del puente y en la soledad de las
habitaciones, durante los contados momentos de aislamiento. ¿Leer? No. No
leían: las frases se esbozaban en los cerebros. Pasaban las páginas con agitación
buscando la idea fecunda. ¡Ah, si los grandes pensadores hubieran sabido las
prisas con que les había de leer esta juventud! Lo hubieran dicho todo en
esquema. Los libros se habrían fabricado como grandes cuadros sinópticos y,
sobre todo, hubieran sido claros.
Así ocurría que desde las brumosas frases nórdicas del sueco, Reinaldo iba a
lanzarse a una indolencia de ser mimado.
—¿Para qué más, viejo? — le diría Manuel el Sonriente.
Manuel el Sonriente esperaba llegar a diplomático en cuanto regresara a su
país.
—Con el título sobra, viejo. Eso y amistades políticas.
También había dicho cómo esperaba conseguir el título: cuestión de
resistencia.
Los futuros de los países del Sur se dibujaban como grandes globos inflados.
Aquella tarde en el puente se supo sin embargo que sus pequeñas tertulias
iban a dar fin.
—Parece que en esta época todos estamos recibiendo una invitación de los
diferentes clubs.
—Y que no hay otro remedio sino inscribirse en alguno.
Reinaldo debía de jugar al fútbol precisamente en esta hora. Berto celebraría
sus entrevistas con la Asociación de Coleccionistas de Sellos. La Universidad con
sus grandes tentáculos terminaba atrapándoles.
—¿Qué piensas de todo ello, Reinaldo?
José el Largo era petulante y guapo. Cuando se enamoraba parecía un dios. Ya
comenzaban a amarle dos o tres americanas.
—No puedo pensar en nada. Nos tendremos que incorporar a esa manada. Por
otra parte, ni me va ni me viene, muchachos.
Continuaban despiertos hasta la madrugada. Pasaban de las habitaciones de
unos a los cuartos de los otros. «Hispanoamérica.»
«Hubo una vez un pedazo de bellas tierras...»
Era como un cuento nunca terminado.
Suaves, concisas, en forma de alegres invitaciones, las órdenes vinieron:
traslados, bailes, reuniones, tés del presidente y miércoles de los forzudos.
En los miércoles de los forzudos tomaba parte Reinaldo que era ancho y bien
constituido. Con ello su estética afición hacia los grandes problemas del mundo,
apenas entrevistos, se hundió en una confortable nebulosa, la cual no fue nunca
disipada.
65
Para no olvidarse de estos temas hubieran debido apuntar en mayúsculas los
escuetos enunciados. Aun así, a través de los años, sólo habrían recordado éstos.
«Nosotros, en nuestra juventud, nos ocupamos del Amor, de la Guerra, de la
Paz, de la Civilización y del Destino.»
Pero de ésto se han ocupado todas las juventudes que en el mundo han sido. Y
todas han dado su versión: sólo ellos quedaban inconcretamente en el borde, sin
atreverse a formular. Demasiado ingenuo el antiguo sistema de dar con la fórmula
del tiempo.
«Por exceso de vejez nuestro tiempo no ha moldeado sus fórmulas. Nuestro
tiempo, por viejo, no quiere cometer infantilismos y se queda entonces en una
simplicidad anterior a toda infancia.» Reinaldo Arenas, el lector de Kirkegaard,
como Berto, como Manuel el Sonriente y José el Largo se quedaron en las
páginas 13, 26, 87 y 10 de sus libros respectivos.
Allí mismo les cogería el final del curso. «Por aquí andaba yo ya cuando el
famoso tribunal del honor...»
Páginas manoseadas. Páginas tristes. El tiempo de leer no llegó nunca.
Los miércoles de los forzudos y otras actividades taponaron el razonar del
nórdico. «La angustia es en realidad un principio vital del hombre.»
Reinaldo Arenas se quedó sin saberlo.
Nino anduvo errante. Acudió a las dos sesiones del cine de la carretera.
Por dos o tres veces se topó con Larsen. Tentado anduvo de entrevistarse con
Dickison a quien conocía muy poco pero que le inspiraba una gran confianza. «Es
el único que vale la pena.» Como un autómata vino a dar en el «Brass».
Gino, su compatriota, estampó las manos en el mandil.
—¿Whisky, doctor? Se va a envenenar.
Se colocaba frente a él como solía hacer cuando quería trabar diálogo.
Ante la estupefacción de Nino, el barman le condujo hasta una de las mesas
protegidas directamente por la mampara de la barra.
—Quédese aquí si quiere estar sólo y beber en paz. Eso se critica, ¿sabe? Se
critica mucho. Usted podría beber con todos y regresar ahipado de alcohol. No
tendría importancia. Pero beber así solo... Yo sé lo que digo.
«La soledad es dulce y vuelve como fieras a sus profesos.»
La actitud del dueño del «Brass» decía a las claras que estaba enterado del
malestar que había contra él en La Colina.
Nadie le había atacado: nadie le había vuelto a nombrar el incidente habido
con el nieto del sardo. Sólo un vacío dorado y sonoro le acompañaba, como
campana de cristal, donde quiera que fuese.
La sonrisa y la cortesía. Era la fórmula. Nino se preguntaba «¿Quién me
ataca?» Sí. ¿Quién atacaba al caído en una sociedad de sonrientes? ¿Dónde
esconder a los locos para que nadie los vea? ¿Dónde a los rebeldes, a los que no
soportan la hilera? ¿Quién les tapa la boca en seguida?
LA SONRISA Y LA HORMIGA (1962) María Jesús Echevarría
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LA SONRISA Y LA HORMIGA (1962) María Jesús Echevarría

  • 1. LA SONRISA Y LA HORMIGA (1962) María Jesús Echevarría Edición: Julio Tamayo cinelacion@yahoo.es
  • 2. 2
  • 3. 3 PRÓLOGO LAS HORMIGAS NO SONRÍEN Fingir que te adaptas ya es adaptarte, no se puede claudicar a medias. La vida es una sucesión de trampas disfrazadas de normalidad. La anormalidad del punto de equilibrio, de la mediocridad. El abismo de pensar, del silencio. En los extremos radica el amor, la muerte. Según la crítica literaria de la época, de nada de esto trata la gran novela de María Jesús Echevarría. Para estos clarividentes críticos estamos ante un aséptico reportaje de la vida estudiantil de unos becarios en una prestigiosa Universidad Norteamericana, vamos una especie de diario de un Erasmus. Pues nada que ver, o no solo, “La sonrisa y la hormiga” es la crónica de un desencanto, del espíritu descreído de toda una época, finales de los años 50. Se puede leer como una anticipación, visión, de mayo del 68, de todo el movimiento hippie. Un despertar de la conciencia, de los instintos, un querer salirse del camino trillado, fijado, pautado, para sumergirse de lleno en el caos, incoherencia, de la vida. Un tema común que recorre la mejor literatura española de los años 50, de la denominada generación de los niños de la guerra, en concreto la escrita por mujeres, “Nada” de Carmen Laforet, “Aguas muertas” de Dolores Boixadós y “Entre visillos” de Carmen Martín Gaite. Un existencialismo costumbrista, localista, que en el caso de María Jesús Echevarría adquiere mayores tintes de modernidad, de libertad literaria. “La sonrisa y la hormiga” leída a ciegas podría pasar por una novela de la “Generación perdida” americana, algo bastante inédito en la literatura española de los años 40 y 50 que adolecía en general de falta de vuelo, de exceso de ensimismamiento. Que este poker de ases de la literatura escrita por mujeres, la más brillante de la época con diferencia, también la menos valorada a posteriori a pesar de llevarse todos los grandes premios de la época, esté formado íntegramente por óperas primas (en la novela) es todavía más excepcional si cabe, porque no son balbucientes obras de debutantes, sino obras de madurez, llenas de poso, de profundidad, de sabiduría vital. No son para nada literatura de evasión, de género, de superficie, son pequeños tratados de metafísica camuflados en sombrías novelas de iniciación, de crecimiento personal.
  • 4. 4 A pesar de la común negrura, tristeza, que rodea a sus protagonistas, por primera vez mujeres, normales, no hablo de femmes fatales, hay una cierta esperanza, rebeldía, una voluntad de transgresión, de trascender la mediocridad del mundo que las rodea, de ir más allá de las convenciones, del estrecho futuro reservado a las mujeres de la época, matrimonio, hijos. En la novela de María Jesús Echevarría, a pesar de que hay un mayor número de personajes masculinos, los personajes femeninos son los detonantes, catalizadores, de todo lo que pasa, son las que ponen en marcha los resortes de la vida, de la tragedia, sin ellas solo habría rutina, conformismo, adaptación. Escribir una novela sobre el choque, sobre el difícil equilibrio (como se puede ver en la balanza de la portada del libro, del genial pintor panameño afincado en España Ciro Oduber), entre conductismo e individualismo, entre sociedad y soledad, entre pragmatismo y hedonismo, entre mestizaje y supremacismo, entre integración y racismo, entre Europa y América, entre América del Norte y América del Sur, entre creyentes y descreídos, entre judíos y cristianos, en plena dictadura franquista no deja de tener su mérito, su riesgo. Otra cosa que llama mucho la atención en la novela de María Jesús Echevarría es la importancia fundamental de la música, es la segunda voz, y en muchos momentos la primera, de todos los personajes, su relación con ella casi les define más que sus palabras, que sus hechos, las canciones ejercen de metáfora, de símbolo, de reveladores de su propia personalidad, de todo el sentimiento de una época. La música como aturdidor, como somnífero. Se nota que María Jesús Echevarría tuvo una exquisita formación musical, era hija de Victorino Echevarría, el director de la Orquesta Municipal de Madrid, tocaba el violín y el piano, algo que se aprecia hasta en la musical, sincopada, jazzística, forma de construir las frases, los párrafos, los capítulos. Estructuralmente es perfecta, la trama avanza más por intensificación que por progresión dramática. Su carga destructiva, al límite del nihilismo anti-sistema, aparece con total normalidad, sin hacer énfasis, espectáculo. La vida como una gran performance a tiempo completo. El adoctrinamiento, la educación, las actividades extra-escolares, como medio privilegiado de represión de los instintos, de encauzar la disidencia, el pensamiento. La obsesión por crear ciudadanos normales, conformistas, útiles, aceptables para la sociedad, para el capitalismo. Llenar la vida de rutinas, de fiestas oficiales, para poder pasar por ella sin darse cuenta, de manera fluida, aséptica. Huir del contraste, de la crítica, de la claridad, cuando todo el mundo comprende los eufemismos, la hipocresía se convierte en una convención más. Lo importante no es la integración, es la asimilación de los inadaptados, de los solitarios, imponer a sangre y fuego el optimismo, la felicidad, la normalidad. En definitiva, una feroz crítica al “american way of life”, al “franquista modo de vida”, disfrazada de inofensiva novela estudiantil. Julio Tamayo
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  • 7. 7 SE limpiaba con un gran pañuelo de colores. Dejaba caer la mano izquierda sobre el teclado. El rostro brillante y aceitoso de Ben podía confundirse con la cortina negra que Gino había mandado fruncir al fondo del reducido escenario. Sabía de sobra el italiano que el tablado de la orquesta ya no estaba nuevo. Pero para Ben Benson bien parecía así. El negro se sentaba de lado al piano. Ponía sobre las octavas bajas su mano izquierda: Unos acordes graves, sordos, disonantes. A Gino le encabritaban el humor: —Eh, tú, Ben. ¿No podías martirizarnos con otra cosa? Los acordes se deslizaban suaves por entre la piel y la camisa del músico, produciéndole un erizamiento angustioso. Su brillante camisa roja se inflamaba un poco mientras tomaba resuello. Tal y como si él fuera de esas gentes que tienen tiempo de sentir y de pensar. No eran sino las siete de la tarde. Fuera en la «barra», separada de las mesas interiores por una mampara de metro y medio de altura, bebían hombres azules y negros con amarillas gorras. Gente de la gasolinera vecina que entraba un momento a por su «grog» o sus demonios. Las mesas de los alrededores del tablado estaban todavía vacías pero pronto se llenarían de gente. Todas las noches ocurría lo mismo, y aun más si, como ésta, eran noches de viernes. Ben pensaba que era una suerte para Gino. Una verdadera suerte. La Colina, con su Universidad, estaba allí mismo alzándose sobre la ciudad y sobre ellos. Y los chicos habían dado en ir al establecimiento de Ben. En algún sitio tenían los estudiantes que tomar sus wiskys. Y se los tomaban en el tenducho de Gino. En la cafetería de la Universidad tal cosa estaba solemne y expresamente prohibida. Leche, Coca-Cola y zumos. Pero no alcohol, ni siquiera cerveza. A algún lado tenían pues que ir a refrescar el gaznate. Y esto era una suerte para Gino.
  • 8. 8 Junto al bar, comunicado por una puerta, Gino tenía también un «Delicatessen». Vendía salchichas, cerdo cocido, maíz y dulces. Con los letreros en colores y los productos — muy limpios en papeles de celofán — ostentando marcas acreditadas. «Esto marcha», pensaba a veces. En la parte de la taberna, con solo la mampara para separar mesas de barra, conseguía que los que estaban en pie se divirtieran también con lo que ocurría dentro. Podían admirar a Ben y a las largas sirenas pintadas de purpurina y que iban, como nostalgias, de lado a lado de las paredes, tristes serpentinas del sentir de cada cual. La gente, debajo de ellas, solía devorar dorados bocadillos de carne. Ben Benson, mientras tocaba, andaba en que un viernes viene a ser poco más que un lunes. Tanto daba. En la calle también habría nieve. Dos manzanas más abajo el río iría palmo más o menos crecido bajo su capa negra de petróleo de la que se llenaba al paso por la ciudad. Con la nieve, no muchos bajarían hoy sus coches hasta la City. Por la televisión un hombre estuvo dando instrucciones a los automovilistas de las carreteras. Premios a la prudencia y esas cosas. Tal, tal y tal. Luego se hacía la suma de muertos y siempre la cifra era mayor que la del año anterior. El negro volvió a poner su mano izquierda sobre el teclado. Hay acordes de séptima que son como estiletes. La voz del dueño restalló de nuevo desde el «Delicatessen». —¡Ben, eh, tú, Ben ! La camisa de seda roja apenas si abrigaba. Necesitaba que la pieza se llenara de gente: aquellas dos o tres chicas y la media docena de hombres que acudía con ellas. Los muchachos que frecuentaban el «Brass Rail» no eran como otros. Hasta puede que no estuviera bien visto en la Universidad eso de ir por allí a beber y a oír al negro Ben. El músico no lo habría podido decir con certeza. El nunca había ido a la Universidad. Pero puede que hubiera algo de eso. Aunque a él nunca le iría nadie con confidencias de esta especie. Se balanceaba en el taburete azul. Los pantalones negros le ajustaban los muslos. Cualquier día los vería rasgarse. Se balanceaba. Tocó: «La negra muchacha del río» y «Mi amor solitario». Llegaron Cherry y sus muchachos. Llegaban los morenos del Sur. Pronto iría a sentarse a la batería. El piano se quedaría solo, mudo y destapado porque Ben cuando tocaba la batería lo hacia sin acompañamientos. Sólo la percusión dulcísima, leve, grave, insinuante, llena de notas deslizándose por debajo del oído humano, ahondando en otros mundos. Al llegar Sherman, la judía, cambió de sitio. A la chica, mientras encendía el pitillo, le temblaban las manos de aquel modo tan peculiar. Sobre todo si Ben agitaba las escobillas sobre la caja mientras gritaba sonriendo, casi cómplice, guiñándoles un ojo a todos, haciendo mimosas muecas con la boca, entreabriendo los labios y dejando que los dientes, como una gran mancha blanca misteriosa, irrumpieran en la decoración del escenario.
  • 9. 9 Alzó los brazos gigantescos agitándolos. Brillaba la seda roja sobre el fondo negro del tablado y pareció un hombre cortado por la cintura. Relucían otra vez los dientes. Los ojos. Suspiró. Cherry comenzaba a danzar. Hacía casi dos días que no había acudido por allí y cuando esto ocurría le atacaba la suave nostalgia que le hacía ir luego hacia el piano y azuzarle como a un animal que durmiera. Pero ya estaba aquí. La chica bailaba como siempre. Una danza geométrica e irresistible, jocosa y ardiente que hacía proferir irreprimibles gritos a todos. Comenzó a agitar suavemente las escobillas. Dulcemente. Suavemente. Ya temblaba de nuevo la Sherman. Ya se doblaba aquel muchacho rubio, Ky, como fabricado de trapo. Ya Al se tornaba lúgubre. Y eso que Al era un hombre importante: el presidente de los Estudiantes. Y esto era ser alguien. Los hispanoamericanos, en su corro, eran bestias al acecho. Tampoco Gino vio entrar a Cherry aquella tarde. Estuvo despachando salchichas y manzanas de caramelo. Por docenas. No le gustaba demasiado que acudiera. Cualquier día, por su culpa, tendría algún jaleo con el presidente de la Universidad. Pero allí estaba ya y Ben había dejado de aporrear las octavas bajas del piano. Comenzaba a embriagarse con la batería. De vez en cuando lanzaba unos gritos dulces, agudos, irónicos parecidos al graznido de algún ave tropical. Gino caminó hacia las mesas y vio a la chica y a sus dos acompañantes. Los tres andaban abrazándose. Se habían quitado gorros y chaquetas. Por debajo de la mesa asomaban las botas llenas de nieve. Cuando quiso recordar la batería de Ben incendiaba el salón. La chica comenzó su jazz. Los estudiantes retiraban las mesas, hacían corro, dejaban escapar roncas exhalaciones marcando palmas. Con mucho gusto él hubiera dicho: «—Cherry, muchacha, Cherry... Tú eres una estudiante. Esto no está bien. Ni medio bien siquiera. No todos somos iguales como decís aquí. Ni poco ni mucho les va a gustar a los de La Colina, y de que terminan enterándose, estamos tú y yo seguros...» Hubiera dicho con gusto: «—¡Cherry, muchacha, Cherry...!» Pero llegó tarde una vez más. Había demasiada gente que solicitaba manzanas pinchadas en palillos y forradas de caramelo color guinda. Demasiada. Él no podía quejarse porque esto era lo que había estado deseando durante muchos años. Sólo que a Cherry le tenía simpatía. Por otra parte él, Gino, no quería complicarse la vida con reclamaciones del jefe de personal de la Universidad, los decanos o vaya usted a saber quién. Podía haberse imaginado que iba a volver. Ahora los estudiantes habían escogido su «Brass» como sitio de reunión. No pasaban arriba de dos días sin que bajaran de La Colina. Sobre todo éstos: Cherry y los dos chicos, la judía, los hispanoamericanos. De vez en cuando arrimaba el altísimo sueco, nuevo profesor ayudante de física. «¿Qué hace éste aquí?», decían los interrogantes ojos de todos los otros.
  • 10. 10 Los viernes eran días especiales. Los coches bajaban arrastrando sus cadenas entre la nieve primera del año. Mientras se secaba angustiado las manos en el mandil, en la máquina de discos comenzó a sonar «El tren de las ocho y quince». Un ruido infernal que se sumaba al de dentro. —Quién demonios... Era Gay el hispanoamericano que entraba haciendo ademán de silencio con el dedo puesto sobre los labios, mientras el ruido de la máquina, el de la batería, el golpear de las piernas de la chica, se sumaban en una algarabía sorda y sin nombre. Gino lo estuvo recordando, pasado aquel curso, muchas veces. Cómo Ky fue el primero en lanzarse sobre la pista iluminada en malva para besar bajo la luz cónica a la muchacha y cómo Al le había secundado. Retorcidos los tres, abrazados bajo la luz en un confuso montón. Y el golpear rítmico del negro. —Vaya, vaya — dijo Gay a voces. —Cállate Gay, estás borracho, nadie te manda poner la máquina mientras Ben está tocando. —Vaya, vaya — dijo el otro. —Estás borracho. «El tren de las ocho y quince» era la tercera canción del año.
  • 11. 11 2.
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  • 13. 13 LOS Estados Unidos se agitaban por entonces bajo dos o tres canciones de moda. Eran el «Tren de las ocho y quince», «Mi amor solitario, y «La negra muchacha del río». En «El tren de las ocho y quince» una percusión insistente perseguía la voz irritada de un hombre que cantaba mientras el tren iba alejándole de su amor. En «Mi amor solitario» se trataba de unos gritos frenéticos, de un ansia, de unos gemidos de trance amoroso y, en las inflexiones medias, la voz del hombre aquel lograba escalofriar al país. Los adolescentes se arañaban mientras escuchaban la canción. Por último, «La negra muchacha del río» la cantaba una mujer. En el Sur había habido disturbios y la canción se había prohibido. En el Norte se continuaba tocando y en los establecimientos de la gente de color se escuchaban una y otra vez los melancólicos aullidos de la raza, los graves lamentos de los despojados, el suave grito de la muchacha negra del río. Para llegar a oír estas canciones había que atravesar el océano. Hasta Europa sólo llegaba el lejano gemido y algún que otro adolescente se estremecía. Pero para llegar a oírlas en toda su amplitud había que atravesar ese mar inexpresivo de Occidente. Miles de estudiantes de todas las naciones europeas llegaban a Nueva York, alzaban al aire la cabeza como para aprehender el raro olor pastoso que desinfecta el país y, seguidamente, sentían que las canciones estallaban en sus cabezas. Arribaban griegos gruesos y blancos. Arribaban alemanes que cantaban en grupos al son de las armónicas. También ese sinfín de jóvenes de la multitud de países que han conocido la falta de pan y el mando imperioso de las altas potencias. Países de ganado alegre, de independencia imprecisa, atados por el nudo de la historia a la cola de los grandes cometas europeos. Estos jóvenes venían provistos de gruesos jerseys y de una enorme coraza de indiferencia. Aprendían en seguida el precio de las cosas, apreciaban el sabor de los helados y eran como niños eternamente contentos, ciudadanos del mundo a quienes nunca lo propio atraía con la fuerza de algo incambiable.
  • 14. 14 A estas gentes no les irritaban las canciones y prefirieron desde el primer momento la melancólica cantata de «Mi amor solitario». Al muelle de Nueva York también llegaban los de las razas inquietantes. Pero éstos no se dejaban ganar ni por la indiferencia ni por el olor del país. Italianos solitarios, españoles podían ser vistos encerrados en furibundas melancolías. Apenas traspasaban el muelle, tras la primera salida a la ciudad, volvían al hotel para almohada. El país era demasiado grande, demasiado rectilíneo para los hombres de estas razas antiguas. Un vaho de angustia invadía a los florentinos, a los toledanos, ante las autopistas sin fin que se perdían en perspectivas de luces bajo el brillo de los grandiosos níqueles. Venían de civilizaciones antiguas y creadoras. Sus ojos estaban hechos a las revueltas imprevistas, al rincón con el hombre viejo acaballado en la silla, al harapo y a la voz. Precisamente esta gente venida de lejos en el tiempo, sentía en seguida la mordedura de las canciones. Porque en aquel otoño todos los estudiantes que llegaron a La Colina se vieron obligados a dividir sus preferencias entre las tres canciones que se deshacían de continuo en los «drugstore», en las cafeterías, en los restaurantes y en todas las salas oscuras o brillantes en donde los americanos se reúnen para comer y amar. Europa estaba lejos. Se tenía vaga noción de que existía. Las cosas debían explicarse muy despacio para que los del país comprendieran. Aun así, al terminar de hablar, muchos de los recién llegados quedaban con la impresión de haber voceado de costa a costa mientras el viento se llevaba las palabras.
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  • 17. 17 LA Universidad hacía fáciles los días. Un estudiante recién llegado sabía, por mediación de un libro impreso, lo que habría de hacer el día 27 de abril del siguiente año o el 15 de diciembre venidero. También, según este libro, qué día estaría triste, porque es día de meditación, y en qué otro la alegría le es exigible. Todo estaba perfectamente ordenado. El día en que las tres canciones anotadas comenzaran a quemar, como una fiebre azul y bondadosa, los Estados, los estudiantes supieron que era el día dedicado a instalarse. Llegaron barcos, trenes. Los extranjeros descomponían un poco la trama perfecta porque llegaban alocados. Querían dejar las cosas de un día para otro. Así, abandonaban las maletas para pasear, dar vueltas y mirar atontadamente las luces. «No, no — les dijeron — es necesario deshacer los equipajes. Hoy es el día. Mañana habrá otras cosas. Todo está marcado, perfectamente pensado. Durante todo el pasado año hubo varias personas dedicadas a repartir y dividir vuestros días de ahora, Bastante tiempo se pierde en el otro continente.» La mayoría bajaron la cabeza. Pensaban, mientras ordenaban la ropa, en sus ciudades asombrosas, abarrotadas de casas que se apoyan las unas contra las otras como en los dibujos de los niños, calles en las que el tiempo duerme y una pobreza dulce envuelve las miradas de los hombres. «Europa es imperfecta.» Entonces desataron lentamente los grandes envoltorios como queriendo aprender la sabiduría de América. «Después de todo han hecho grandes cosas. Deben saber en qué consiste esto.» Algunos no fueron conscientes sino tiempo adelante de que en la calle ocurrían extrañas canciones, de que la atmósfera se llenaba de ellas de modo frenético. El aire de las gentes que había alrededor, el aire de quienes cruzaban, paseaban, hablaban, vendían y dirigían, parecía, en cambio, calmado y equilibrado en alto grado.
  • 18. 18 Algunos de los recién llegados pensaron que era raro que sólo las canciones y las construcciones del país fueran desorbitadas mientras los hombres parecían inocentes herederos de una civilización de robots muertos. El ritmo de deshacer un equipaje parece que puede variar según las personas, pero los becarios aprendieron que es cosa que debe durar igual para todos. Muchos quedaron asombrados, con el estómago tirante a la caída de la tarde, viendo pasar los grupos de freshmen ya provistos de los gorros de clase, con sus sweters reglamentarios, y el escudo del monigote mascota de la Universidad: iban bien comidos, tras haber asistido a las necesarias reuniones y seguido al pie de la letra el sabio programa que otros hombres pensaron largo tiempo para ellos. La europea, como la hispanoamericana, parecía una raza de equivocados. Los del país ni siquiera se preguntaron ¿qué ocurre con los forasteros? Los americanos en cambio acertaban, sin pensar, en el blanco. Daban de lleno en él, pues para ello habían sido educados. Hindúes, africanos, coreanos y chinos poseían la misma habilidad de los altos muchachotes. A éstos las canciones se les metieron bajo la piel y nunca pudieron diagnosticarse a sí mismos la enfermedad que padecían. Los otros, los recién llegados, se embrutecían o deleitaban pero conocían el nombre del padecimiento. Hubo quien escogió La negra muchacha del río. Dos o tres hispanoamericanos la reclamaban de continuo en la cafetería por medio de níqueles que se volvían música. Otros se apostaron tras las restantes canciones. Y así, camuflados tras aquellas melodías, como guerreros en escudo convencional, avanzaron por el largo curso. Infinitamente más sencillo que el diálogo es lo de provocar un ruido ensordecedor. O tararear. Y así comenzaba el curso aquel en el que ocurrieron hechos insólitos y personajes que la Junta del Gobierno de la Universidad no había previsto aparecieron de improviso en el ordenado conjunto. Porque se decía que, en conjunto, la Universidad era una unidad perfecta. Nada más atractivo que los folletos de propaganda editados sobre ella, redactados con todo cuidado y provistos de fotografías en las que, principalmente, se daba amplio margen a las actividades no escolares. Así aparecía una hermosa reproducción de los alumnos adornados con togas ante el magnífico órgano nuevo. Al pie de la estampa se leía la cantidad que aquel instrumento había costado y cuántos registros poseía.
  • 19. 19 Se adjuntaban multitud de detalles sobre los campos e instalaciones de deportes y había instantáneas de los alumnos practicando la equitación, el fútbol, el tenis, el rugby, los bolos y la natación. No faltaba el capítulo de reuniones y bailes en las que aparecían, largamente engalanados, muchachos enfundados en sus smokings y jovencitas en traje de baile. El folleto decía a los preocupados familiares de los futuros alumnos, todo cuando hubieran deseado preguntar sobre los adelantos y la potencia económica de la Institución: se garantizaban las actividades sociales en las que el educando tomaría parte y el número de los cafés y reuniones a las que, por término medio, podría concurrir con regularidad. Había clubs religiosos, deportivos y artísticos. Los más importantes eran, desde luego, los segundos, con objeto de inspirar una perfecta confianza a los extremistas. La vida del alumno se veía comprometida desde el primer instante en la tarea sin fin de llegar a ser un miembro del Gobierno de Estudiantes. La Universidad en conjunto era pues perfecta. Formaba un todo con tres partes: la fuerza fabulosa de las fraternidades, el trabajo acendrado de los profesores y la contribución casi mínima y despreciable de los independientes que, como para desmentir su nombre, también se unían. Por la época de las canciones y el desembarco de baúles en el comienzo de aquel curso, ocurrió el encasillamiento moral de los novatos para ser distribuidos, cogidos, aclimatados, según sus cualidades, a este o aquel grupo conspicuo, a esta o aquella fraternidad. Los futuros hermanos colocaban una gran lupa moral sobre cada uno de los recién ingresados que principalmente miraba hacia la cuenta bancario del padre y a las actividades deportivas del hijo. Los enfermos, los débiles y estudiosos europeos, esos muchachos de mirada perdida y soñar lento, apenas tenían espacio. Con los hombros demasiado estrechos y los ojos demasiado grandes hubo problemas a la hora de buscarles sitio en el equipo de fútbol. Los estudiantes de la Universidad solían estar de acuerdo. Hacían simulacro de discusión en sus votaciones, debatían sonrientes. En conjunto, repetimos, todo era perfecto porque lo sabio es acertar con el grupo y saber que uno está entre los suyos, entre aquellos cuyos padres tienen idéntica cuenta corriente y los hijos idénticos músculos. La historia de la Institución era sencillo: Existió un fundador al que se le tenía erigida una estatua en el centro de los pabellones. La estatua había llegado a cubrirse de hiedra. Sobre la silla majestuosa y la rígida levita crecía el musgo. Antiguos alumnos habían cedido hermosos pabellones grises que llevaban su nombre, como el Pabellón Johnson y el Pabellón Shumachor, o el Hall Finkelstein. Estos alumnos, rebosantes de éxito y sonrisas, figuraban en efigie en algunas dependencias tal y como eran muy antes de morirse de infarto de miocardio, cuando detentaban la presidencia de varias asociaciones. Los benefactores de la Universidad eran de varias categorías y se les distinguía por el sitio que ocupaban en los almuerzos trimestrales.
  • 20. 20 El «campus» era grande. Una extensión bobalicona y verdosa. Los setos bien cuidados. Las ardillas menudas y graciosas trepando por los pinos. Las conejas pariendo aquí y allá. Bellos macizos de flores ornaban los accesos. Y la hiedra que enrojecía en los otoños, recubría cuidadosamente los puntiagudos edificios y estrangulaba la garganta de las torretas. Era esa zona en la que el bucolismo del campo se siente herido en un costado por la realidad de la ciudad y queda en un compromiso entre ciudad y campiña. El conjunto era proporcionado, perfecto como decimos. El nuevo presidente no deseaba prácticamente nada para Universidad tan organizada si no era un nuevo y más grande Palacio de Deportes al que pensaba dar su nombre «Palacio de Deportes Froman». Y es que el nuevo presidente tenía la edad del triunfo americano. En la fiesta que celebró su llegada todo el mundo pudo marchar a su casa satisfecho de lo agradable de su trato y de la exquisita delicadeza de su mujer. El presidente Froman y su esposa colmaban las aspiraciones de la mejor Universidad del país. Los profesores habían comenzado a instalarse en las casitas antiguas del enorme «campus». A la caída de la tarde solía vérseles cortar la hierba de su jardín con máquinas herrumbrosas o modernas. El tiempo era bueno y aún se permitían vestir esos pantalones «Bermudas» de largo inefable. Muchos fumaban en pipa. Todos tenían mujer. Quienes no tenían hijos no se lamentaban por ello pero sabían que se les consideraba incompletos. Así comenzaba un setiembre dorado, marcado por nuevas y sabrosas ideas en los programas de Televisión y por lejanos acontecimientos políticos. Así comenzaba la larga temporada tras el día del Trabajo en el cual los sindicatos desfilaron en la Quinta Avenida de Nueva York, encaramados en pintorescas carrozas en las que se demostraba — cómo en un encerado de colegio — que todos eran grandes amigos. La estación enrojecía los árboles o los tornaba azules. La gente acudía los sábados a los parajes hermosos. El otoño se anunciaba espléndido. Los profesores cortaban metódicamente su hierba. Se veía primero a míster Hayes atusando el humo de su pipa. A poco, tres casas más allá, le ocurría a Hannon decirle a su mujer que sería bueno estirar las piernas. —Pues corta la hierba de paso, querido. Y luego Ianni, el pequeño italiano, con sus chalecos de colores. Fue un setiembre perfecto. El cupo de la Universidad estaba completo. El día de los Novatos, anunciado en rojo en el calendario del folleto, había sido esplendoroso. Fue un setiembre, sí, perfecto. Las canciones silbaban en el ambiente, y aquellos ritmos espasmódicos y lentos que batían tras las melodías, eran como el latido de una vena enferma.
  • 21. 21 El presidente Froman, antes de desayunarse, oteaba la extensión del «campus». Y le pareció una magnífica posición la suya. Una magnífica carrera que culminaba en estos sus cuarenta años. Las puertas de la política se abrían ante él. Cuando su mujer levantó la tostada, inició una sonrisa. —Sin mermelada, querida. El otoño y la Universidad. Al pie de La Colina el establecimiento de Gino llamado por todos los estudiantes el «Brass», acortamiento del rótulo: «Brass Rail». Las calles que rodeaban aquel rompecabezas de hierba y edificios, trazaban cruces en las esquinas del «campus». Existía una tintorería. Una lavandería. También el Almacén de Todas las Cosas y la Cafetería: el cine y un par de restaurantes. Las calles se perdían en otras calles lejanas y éstas en otras que irían a su vez a perderse en las avenidas. En la Colina se sabían muchas cosas de la ciudad: faros, luces, puentes brillantes. Así era la feria fabulosa de los hombres. Froman la consideraba frotándose las manos. En Ianni brotaba una como nostalgia extranjera, pues, al otro lado del ruar, su abuelo el sardo aún tañía canciones en cocina de humos renegridos. Y los otros Hannon, Dickison y los demás, también temían y amaban la ciudad. Los alumnos bajaban hasta ella. Iban a sitios concretos. Se encerraban en locales. Lo bueno de la ciudad era precisamente el destino concreto que uno tenía dentro de ella (— «Vamos a...» —) de tal manera que no era necesario pensar y el soñar estaba desterrado. Resultaba imposible pasear adentrándose en la sombría forma de las cosas. Tenían sus coches enormes de colores pálidos e irritados. Y cada cual descendía de La Colina con los suyos.
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  • 25. 25 ENROJECÍAN los árboles, y en este curso se esperaba llegar a campeones de rugby. Mejoró el servicio de la cafetería. El «Brass» se veía muy concurrido. Gay y Reinaldo llegaron juntos. Gay, el más antiguo estudiante hispanoamericano, deshacía despacio el equipaje. Ataba con cuidado un sinnúmero de cuerdas. Doblaba papeles de seda de aquellos en los que su madre envolvía siempre las camisas. —Nos ha adelantado todo el mundo. Pero Gay parecía fuera del cuarto y de la residencia. Gay estaba colgada del aire. —Esas canciones, Rey, esas malditas canciones... — dijo de pronto —. ¿No oyes siempre lo mismo desde que pusimos pie en tierra? Está gimiendo el aire. ¡Santo Dios!, está gimiendo hasta el aire en estos lugares y nadie parece darse cuenta. Eran de verse los estudiantes multicolores, muy contentos con sus nuevas insignias. —Me los imagino ya cantando el Aleluia — dijo Reinaldo. —No puedes imaginarlo. Hay cosas que el cerebro no puede adelantar. He necesitado tres años consecutivos para comprender cómo se puede abrir una boca en redondo, haciendo un buen hueco negro con los labios, y cantar, decir esas palabras. También cantan con los ojos. Los ponen en blanco. Debías haberlos visto cuando nuestro gran coro actuó por la Televisión. Es útil un coro... Los «freshmen» cruzaron. Se oyeron sus viejas canciones. El grupo que desfilaba acababa de estrenarlas. —Esas otras canciones, las que están en el ambiente, las que deshoja el tocadiscos, no las tararea nadie. Se limitan a solicitarlas por medio de un níquel cuando van a echar un vaso. Y sin embargo es lo único que merece la pena en esta maldita civilización. Tengo esas canciones entre la piel y la carne. ¿Habrá ya alguien dicho que estas canciones son como nuevas obras de música religiosa? Esos slows, esos rocks... Rey, son la nueva versión del canto gregoriano. Es el mismo hombre del siglo XV, olvidadizo y antiguo, quien deshace ahora su garganta en la desesperanza.
  • 26. 26 Gay, el hispanoamericano. Le conocían todos. Vestido de oscuro, entre sus barbas, pequeño, casi retorcido. Daba entre miedo y risa. Giró sus botas. Abrió las piernas en V como solía hacer. —¿Un trago, amigo? Así comenzó todo. Gente de la misma raza, repetía al encontrarse por las veredas de la colina. —Mi padre me envió. Hay que educarse, piensa el viejo… Los del Sur andaban felinamente. En grupo. Recorrían las calles del «campus» con los cuerpos estirados. De la cafetería al restaurante y de allí al «Brass». Por entonces a veces llegaron incluso hasta el río, desflecado y sucio. Pero el río apenas quería decir nada. Era mejor el «Brass», el ruido de la máquina, el que hacía Ben el negro con su batería. Y ver bailar a Cherry: —No está mal la gringuita, ¿eh? Al presidente le fueron a decir: —Ese grupo del Sur... —Ya pasará. Es una raza rara. Hagan que vayan a reuniones, que se interesen en deportes y sociedades, que se diluyan entre los otros. No quiero problemas por tan poca cosa. Cuando lo decía veía pasar bajo su ventana al grupo gesticulante de los latinos: Gay, Reinaldo Arenas, Berto Fernández, José el Largo y Manuel el Sonriente. El negro Ben dejaba caer la mano izquierda sobre el teclado del piano. Se sonaba sin consideraciones con un gran pañuelo. Unos frente a otros, como agazapados, se miraban los latinos. Reinaldo y Manuel tenían cruce indio. Sus pequeños ojillos rasgados, poseían una impresionante movilidad, que hería de burlas a los otros. Cada cual se irritaba ante lo que creía muestras de pedantería de los demás. Se imaginaban reyes. Hablaban fuerte y alto. Pronto sólo se interesaron por las cosas que se decían entre ellos o los planes que también ellos concebían. En las clases se sentaban juntos y pasaban por todas las actividades como por decorados sin significación. —Son impertinentes. —Son descuidados, Georgópoulos. —Siempre van solos. —Son hispanoamericanos, Georgópoulos. —Son oscuros, son bajitos. El griego miraba a su jefe en el periódico. Heston le devolvía la mirada. El largo y lento curso casi podía ser palpado. Era una soga marina pasando bajo su ventana.
  • 27. 27 —Estamos al principio, pero ganaremos. —Andan ya a la defensiva. —Nadie ha hecho ademán de atacarles, Georgópoulos. ¿Cómo puedes pensar...? — Hablaba dulcemente. Sonreía —. Son invitados nuestros junto con los coreanos y chinos, junto con los europeos: Larson, Nino, y compañía... ¿Qué te hace pensar? Todo irá bien, estoy totalmente seguro. O yo no sería yo. Admiré su poder. Volvieron lentamente hacia la mesa de trabajo. No hubo por el momento mayor motivo de alarma. Era setiembre y un grupo de extranjeros no había despertado todavía a la vida sabia y ordenada de la Institución. Eso era todo. Se esperaba con calma y hasta con sonrisas benévolas a que los dormidos abrieran los ojos — «¡Oh, cuánta maravilla!» — y se hicieran rectos, severos y diluidos, como convenía. La cafetería de la Universidad se distinguía de la cafetería de la carretera en que las cosas valían cinco centavos más baratas en la primera. A la cafetería de la Universidad se acudía entre clase y clase. A la de la carretera más tarde para hacer ver que a uno no le importaban los cinco centavos de más o de menos. Bajaban los alumnos: muchacha-muchacho, muchacho-muchacha. Las relaciones en la pradera estaban solucionadas de antemano. A su llegada a la Universidad uno entraba en posesión de un hermano mayor que pertenecía a los estudiantes del tercer curso. El método era sencillo: se formaba una gran rueda de novatos cogidos unos a otros de la mano. Se formaba otro corro concéntrico de alumnos de tercero. Así dispuestos «freshmen» y «juniors» giraban al son de una musiquilla jocosa e inolvidable. Una especie de rueda de la suerte. El «¡Alto!» disparado con voz poderosa por el presidente de Estudiantes le concedía a uno por hermano a aquel que quedaba inmediatamente detrás. Ese quedaba designado por el destino como hermano mayor. Sería el amigo y tutor para el resto de los días que uno pasara dentro de la Institución. Y la ley de las ruedas giratorias había venido demostrando que todo marchaba perfectamente si uno se atenía a ella. Por el mismo método del corro, la música y el «alto» dos años más tarde cada cual se vería favorecido con un hermano menor a quien debía proteger. Quedaba así solucionado por la Dirección y de modo satisfactorio el capítulo Intima Amistad. Oficialmente se había ya venido afirmando en entrevistas para periódicos diarios, en varios artículos del Times y en alguno del New-Chronicle, que cada vez era menos frecuente el caso del alumno con la enojosa y desagradable enfermedad de estudiante solitario.
  • 28. 28 «Toda la energía de nuestro estudiantado está clara y directamente encauzada — afirmó Froman en su primera comunicación a la Prensa —. Las Elecciones entre alumnos se desarrollan con normalidad. En el mes de noviembre tendremos una nueva Junta de Gobierno y un nuevo presidente de Estudiantes del que espero la ya tradicional cooperación.» Los candidatos se conocían de antemano. Las fraternidades más fuertes llevarían a los suyos a la victoria. «Alfa-Phi» triunfaría este año. Contaban con los mejores entre sus filas. Prensa y Radio les eran favorables. Únicamente los de «Delta-Tau-Omega» podían hacer sombra, pero era evidente que la organización ganaba terreno en la Universidad. Eran rubios, eran fuertes y eran americanos; estaban lejos de la melancolía y sí, en cambio, cerca del rotundo optimismo. Pero en cambio ¡qué languidez la de los recién llegados! Aparecían lamentablemente a destiempo en el decorado cuidadísimo de la Casa. A pesar de todo pronto se les vio agitando banderolas triangulares, carnets de baile. Sujetaban flores marchitas en el tablón de corcho de la cabecera de su cama. —Ganaremos, Georgópoulos — decía Heston —. Todo es nuestro: mira. La Colina era importante. Casi todo el país miraba hacia ella. «Nuestros herederos» pensaban orgullosamente los jefes de las grandes empresas, los altos empleados, los presidentes y los senadores. Heston sabía que para él el gran triunfo se haría esperar algo. —No ganarás — le dijo el presidente de su fraternidad —. Todo el dinero está en Pi Kappa Fi. Pero para el año que viene nosotros subiremos la cuota. Pienso en un distintivo de oro y brillantes que decida a cierta gente en nuestro favor. Este año la mayoría de los novatos están pasando su mes de prueba totalmente deslumbrados por las insignias de «ellos». Al final se harán inscribir allá. Lo ganarán todo. Heston piafaba de impaciencia. —Tendrás en cambio la dirección del periódico. Georgópoulos siempre puede colaborar contigo. Aunque tratándose de un griego... —No es griego... —Él no. Pero sus rasgos son demasiado notorios. No irá muy lejos. En fin, es nuestro amigo... El mes de prueba de los novatos: se les veía circular con sus atuendos de castigo. Quien con un traje de baño 1900, quien con la cabeza absolutamente afeitada. Entraban en las clases, salían, iban a la cafetería, bailaban. Llamaba la atención el gran Bonzo chino. Permanecía siempre muy serio. Se veía que conocía el valor de la farsa.
  • 29. 29 El nuevo presidente de Estudiantes sería Al. Nadie le quitaría un puesto que ostentaba desde hacía tres años. Al Johnson era, con Ky, el muchacho más alto de la Universidad. Y ambos eran los amigos de aquella muchacha. Esto era lo peor: aquella muchacha... «El tren de las ocho y quince» llevaba toda la mañana sonando en el establecimiento de Gino. Como él decía: Todo el mundo lo quiere. Llegaba un cliente y apretaba el 3-D. El 3-D era el botón que correspondía a «El tren de las ocho y quince». Armaba un estrépito bastante considerable. Era el disco número uno del país seguido a media cabeza por los otros ya dichos. Amaneció el viernes teñido de rosa y negro como una vieja señorita y Gay, al comienzo de la tarde, compró un paquete de patatas. En pie, tarareando, se echó al coleto un par de tragos de ginebra. No volvió hasta el atardecer, cuando el piano de Ben resonaba lúgubremente, como hechizado. Estaba el salón casi a oscuras y el negro en lo alto de la tarima. Gay comenzó a hacer de las suyas. «Qué extraño parecido el de Gay con esa chica, Cherry», se dijo Gino. Y no se trataba de un parecido físico, pues eran bien distintos. El chico, menudo y enlutado, penetró en el salón como un fantasma y comenzó a chistarle al negro. —«La muchacha del río», Ben. Yo no entiendo de ruidos. Tiró dos sillas de golpe. Añadió que él era fuerte y se golpeó el pecho con los dos puños. Borracho, Gay tenía extrañas manías. Solía descubrir dentro de sí castillos asaltados, triunfos pasados y venideros. —La negra... ¡Ben! Cántala. Canta lo de esa muchacha que sufrió violación por ser negra, y por ser negra también murió abandonada a la orilla del río. Y no entiendo de ruidos. La música es ruido. Yo sólo entiendo de humanidad. Comenzó a gemir: —¡Ay, ay, ay! ¿Habrá otro ser más humanitario que yo? Iba abriendo muchos los brazos. De repente bajó la voz y susurró en el respaldo de una silla vacía. —Pero también os odio, os odio... Gino se sabía de memoria el número. —No grites, Gay. Puede venir alguien conocido. Un día te costará un disgusto. Aún no comprendo cómo este curso no te ha costado ya alguno. Estás peor que nunca. Y eso que pensé: «Este año al tener compatriotas o casi compatriotas cerca se arreglará...» Pero, lo repito, estás peor que nunca.
  • 30. 30 —Porque el curso acaba de comenzar, viejo idiota. Por eso no ha pasado nada. Yo aún no he tenido tiempo de volverme como una anguila, ni ellos de convocar su famoso tribunal del honor. Cuando lo convoquen será tarde: yo estaré ya completamente convertido al buen comportamiento y al buen modo. Y esta vez para siempre: será la muerte de Gay. ¡Gay ha muerto! Un tipejo cualquiera, atildado y preciso, saldrá andando con mi cuerpo por ahí cualquier día. Y ocurrirá este curso, gordo italiano. —Aún no han tenido tiempo — repitió — de reunir su tribunal, vestido con sus largas faldamentas y colocar delante a la única víctima. La penumbra era fuerte. Las colas de las largas sirenas de las paredes resplandecían de purpurina. A Gay le conocían todos. —¿Qué hay, Gay? —¡Eh, Gay! Llegaban los estudiantes con sus coches fuertes y brillantes, sus atuendos de colores. En aquel primer mes: el bañista, el Bonzo chino, el pelado. Estos se detuvieron en la barra y bajaron hacia la ciudad en dirección a un más brillante fin de semana. Las combinaciones de personajes variaban de un viernes al siguiente como en un «puzzle» que a nadie interesara solucionar. Muchacho-muchacha, muchacha-muchacho. —Nadie intima aquí con nadie, Gino. Nadie intima porque tienen miedo. Los problemas siempre van a parar al jefe de personal. «¿No es usted feliz? Entonces no hay ascenso.» La gente que no es feliz es peligrosa. Suele ser no conformista. Por lo tanto la amistad está en razón inversa con los ascensos. El chivatazo... Gay era imposible. Lo decían los empleados de la gasolinera: —Ese latino del demonio... Moreno, oscuro, pequeño, delgado, pensativo y violento. Batía los alrededores como un verdadero ciclón. Bebía al atardecer y sus profundas ojeras se cubrían de un sudor verdoso y acongojado. Le llamaban Gay, Alegre. El nombre era una contradicción. Con Gino, Gay se entendía bien. —Nosotros, los latinos — decían. Esta tarde Gay llegó a los primeros acordes de Ben. Cherry bailaba en el centro de la pista y desde una mesa sus dos eternos amigos tarareaban como en sueños. Al tenía algo de máscara trágica. Al fondo del «Brass» los latinos semejaban una manada de bestias atacadas. Gay, desde lejos, imaginó su diálogo. Las cosas que diría el rebuscado de Berto. El apagado Manuel, con la sonrisa estática y dormida. Reinaldo, ancho y apagado como un mar. Le llamaron «Eh, Gay, Gay» y no quiso acudir a Berto. «Siempre está retorcido de histeria ante Heidegger. ¡Qué sabrá ése del tal señor!»
  • 31. 31 En cambio se puso a bailar solo con el vaso en la mano: «Es viernes, amigos, y quisiera hacer un poema para olvidar que soy un mendigo.» Tan oscuro y pequeño, un borratajo negro. Cuando gritó: «¡Soy el espíritu de la noche!», acudió Gino a expulsarle: —Un loco es lo que eres. Te expulsarán de la Universidad, Gay. Oye lo que te dice Gino. Escucha bien a tu viejo italiano. Tú y esa chica Cherry tenéis el demonio metido en el cuerpo y llevaréis por el mal camino a Nino, mi compatriota, que parece un buen chico. Hay algo en lo que os parecéis tú y esa chica y aún no he dado en qué pueda ser. —Cherry Lowman... un animalito que despierta a la vida recién resucitado de la nada. —Ya sé, Gay. Ya sé... Lo llevó hasta una mesa y se sentó con él. —Cálmate. Te daré ginebra. Entre tú y yo hay un convenio de paz. ¿Quieres conseguir que me cierren el establecimiento? En el oscuro recinto flotaban camisas llamativas, jerseys de grandes letras que se desplazaban como sin cabeza entre las sombras. Las caras eran sombra. Las manos. Entrevió a Sherman, la judía. Salía por la puerta del «Brass» en dirección al río. El ruido crecía en su cabeza. Gino: —La judía parece que tiembla más este año. La voz de Berto: —Sí, pero a fin de cuentas ¿para qué? Reinaldo: —Nietzsche... Manuel el Sonriente, José: —Ji, ji... Gino le terminó de echar a la calle donde le blanqueó, con la luna, el reflejo de la nieve. Bárbara Sherman caminaba delante de él. La judía era un ser de doble signo. Cabeza de muchacho, caderas de muchacho. Sus gestos. Y luego aquellos dulcísimos labios, aquella piel perfecta. Cada fin de semana, desde hacía tres, bajaba al «show» del chino Ying-Toi situado al pie de la colina. Hacia el recorrido en coche o a pie cargada de impaciencia. En el «show» estaba Chantal y la historia de Chantal era una de tantas historias de muchacha torpe a quienes el ritmo del país obligaba a ganarse la vida. Cambiaba de empleo cada ocho días, de ciudad o de pueblo cada seis meses. Una vez — tiempo de guerra — llegó, enrolada en filas, hasta Europa. Chantal había vuelto de allí con fotografías, con uniforme militar, un rictus extraño en su cara oscura y sin tiempo, y una seria afición al alcohol. Se aburrió en Francia, la tierra de sus antepasados. En Alemania había sentido un raro estremecimiento ante los hombres rusos.
  • 32. 32 La historia de Chantal y de los hombres detenía un momento el corazón de la Sherman: un desfile de nombres, colores, acentos y latitudes. Los rasgos sobresalientes de la muchacha eran la fealdad, el estupor y la pobreza y los hombres no han querido nunca pactar con estas cosas. El odio de Bárbara hacia el otro sexo se nutría ahora en esta historia. El varón es quien realmente conserva el sentido del colorín y la alharaca. La mujer se ha dulcificado más en el transcurso de civilizaciones que le han sido adversas y es capaz de amar a un compañero sin belleza. El ansia de colorín de la mujer, su primitivismo, se ceba únicamente en el adorno y en él se estanca. Y si lo emplea es como señuelo ante el que acude el macho. Chantal no era señuelo de machos. Chantal era una torpe muchacha chata y buena. En el «show» de Ying-Toi representaba números circenses de una gracia empolvada y casi lacrimógena. Europa, el continente ansioso, era mejor que esto. Uno podía allí charlar y pasear y perder el tiempo — sobre todo perder el tiempo — y aun ser pobre sin que nadie se metiera con uno. Había cientos de muchachos y muchachas paseando como ella, sin pensar en nada, con las manos metidas en los bolsillos de la gabardina. En América esto no era posible, Uno no podía vivir sin pensar en palabras tales como empleo, tantas veces al día repetida por todos. Hasta que uno llega a sentirse cogido y acorralado por la palabra. Cogida y acorralada había encontrado pues Bárbara a Chantal semanas atrás. Le llamó la atención por sus gestos ridículos, cargados de dramatismo, como los de un «clown» nato. El chandar oscuro le colgaba demasiado. Los blue-jeens le venían grandes. Las botas estaban enormemente sucias. Bajo su pelo de estopa lucían los ojillos redondos, sonrientes. —Que haga lo que quiera — comentaba sobre ella el dueño del bar en donde se la topara —. Ya tiene más de dieciocho años, ya lo creo. Bastantes más, aunque no lo parezca. Ha hecho la guerra de enfermera, de conductor o de qué sé yo. Sentada en una banqueta, algo alejada, la Sherman sintió la atracción de aquel rostro puro y sin belleza. La otra recogió sobre sí la mirada de la judía y sonrió sonrojándose como si no pudiera evitar ni la sonrisa ni el rubor. «La sociedad nos culpará. La sociedad culpa de todo y por todo. Uno paga la felicidad o la verdad a precio de oro.» Samuel Sherman, su padre, a veces llegaba a fórmulas de sabio. Pero su enseñanza era rígida y su fisiología deficiente, lo que le daba un aire momificado e intenso que los hijos no podían soportar. Él había dicho en las veladas de la granja: «La sociedad os culpará. Os culpará siempre. Y es necesario acatar la culpa. Decir: Señor, pero somos los mejores.» La equivocación de Samuel Sherman fue conducir a sus hijos, por no existir un rabí en todos los alrededores, a una escuela protestante, limpia y gratuita.
  • 33. 33 En la escuela protestante se enseñaba en cambio la soberbia: —«Si somos los mejores, digámoslo y demostrémoslo. Hemos de castigar a la sociedad por sus culpas y sus equivocaciones.» Trataban de demostrarlo en unos tés acompañados de pastas de colores, dulces y pastelillos, en los que varias señoras — damas enormemente conscientes de la verdad que llevaban en sí —, condescendían hasta pasar la mano por la cabeza de los niños. —La pequeña judía... Dejó de pensar en el Cristo de su infancia enseñado por la escuela metodista. Abandonó también al terrible Dios al que su familia le hizo acogerse al llegar a los quince años. —Ahora que hay un rabí cerca de la granja estará bien que os eduquéis en mi propia religión — dijo Samuel. No pensaba ya ni en un Dios ni en el Otro. Su cabeza estaba vacía y por las mañanas despertaba con la boca pastosa. «Un Gran Espíritu Universal. Todo es parte de Dios.» El problema le angustiaba: «Dios no existe» o bien «Dios es todo.» El Universo mismo podría ser Dios. Si un día todas las fuerzas de la Naturaleza se fundieran y concretaran, aparecería Dios. Y Dios no sería lo que las religiones imaginaron. Dios sería la Gran Fuerza. La Gran Posibilidad. Durante una clase teórica del doctor Dickison oyó un día que Cherry Lowman hacía una pregunta sobre lo que llamó el Gran Nexo de Unión. —Eso que encadena todas nuestras experiencias de laboratorio y las hace parte de la vida misma, doctor... Enfundada en su batón de ayudante vino a refugiarse al fondo del laboratorio, como si quisiera recoger la escena desde lejos. Dickison no contestó. Al abandonar ahora el «Brass», la voz del tocadiscos automático dejó de llenar el Universo y de agitarlo todo como un viento inquietante. Tras ella caminaba Gay, el estudiante hispanoamericano. Inexplicablemente Chantal, desde la última droguería pasó a actuar en un «show», el del chino Ying-Toi. Hacía tiempo que no encontraba trabajo dentro de lo «suyo» como ella decía y que venía aceptando toda suerte de cosas. En el «show» de Ying-Toi ejercía un número cómico y absurdo. No conseguía destacar en el trabajo. Empezaba con su número del plato y el huevo, pasaba a ejecutar en su trompeta aquel otro de la música y las pompas de jabón. Se caía suficiente número de veces. Su maquillaje y caracterización estaban dentro de lo que el público exige a cualquier «clown» y, a pesar de ello, no progresaba. Cada tarde los ojos le dolían quemados por los focos luminosos que la encerraban en una rueda de luz.
  • 34. 34 No le interesaban los clientes de las mesas con sus bocas distendidas por la risa. Llena de parsimonia, arrastrando el gran bolso de trabajo, regresaba a su apartamento. Se desayunaba en el «Drugstore» recién abierto, con la esperanza de que las horas transcurrieran de prisa y de que llegara algún día que se le hiciera inesperadamente tarde. No esperaba ni quería nada. El sentimiento de rebelión nace en otra clase de seres. «Uno vive para poder comer.» Estaba contenta de haber trabado conocimiento con Bárbara. A veces no se comprende por qué otro ser puede entusiasmarse de repente con nosotros y al momento siguiente abandonarnos y odiarnos. Chantal no quería penetrar demasiado en el sentido de las cosas. Sencillamente: los otros vienen, sonríen, se vuelven como fieras, desaparecen. Siempre es lo mismo. Bárbara dijo: —Quiero ser tu amiga. —Bueno — concedió Chantal —. Yo trabajo ahí. Era de aspecto triste y los grandes pantalones, las enormes prendas viejas, le conservaban a su cuerpo minúsculo el mismo aire que tenía en la pista, de payaso pobre y mal pagado. Inesperadamente, un día de aquellas semanas, un día en que la ciudad aparecía hermosamente iluminada, Bárbara le había preguntado: —¿Sabes cuántos laboratorios hay en esta ciudad? Y Chantal dijo: —¿Sabes tú cuántas fábricas y hospitales? Porque la vida semejaba hecha para ir de las unas a los otros. El «show» del chino Ying-Toi. Se extendía alrededor de la ciudad el cinturón negro y amarillo de fábricas y chinos y al pie de la colina de la Universidad estaba el establecimiento de Ying-Toi. Los coches bajaban por las carreteras con los faros altos. Iluminaban brevemente a la Sherman. Los faros del coche patrulla, por unos instantes, la persiguieron inquisidores. —Hola — dijo el jefe de policía de La Colina —. No baje sola a estas horas. Ahí detrás viene alguien de los suyos. Les ha dado a ustedes por salir sin coche. Partió casi maravillado. Gay, el sudamericano, y la chica marcharon separados a unos veinticinco pasos de distancia. Alcanzaban la zona de lavaderos chinos. Pero ninguno quería sustituir la intimidad por la cortesía. Gay le parecía a Bárbara encarabujado y negro. Sucio. Y Bárbara a Gay desprovista de todo misterio. «Tanta higiene.» Pedían a la existencia cosas bien diferentes.
  • 35. 35 El resonar de las pisadas en la noche iba componiendo ritmos embarazosos que les irritaban por turnos y por turnos intentaban descomponer. La araña luminosa de La Colina se desparramaba sobre las fábricas dormidas. En La Colina se andaba como de fiesta, se bebía. También en el «Brass» y en la casa de Ying-Toi, el Humilde, como se llamaba a sí mismo, y en cuya puerta había aparcados varios coches conocidos. Chantal terminaba entonces de actuar. La máscara oscura y redonda de la amiga desaparecía tras los focos. Había imitado a varios artistas conocidos. Hizo el número del plato y el huevo. Cayéndose, resbalando, llenándose de yema. La gente en fiesta reía en continua cuchufleta. «¿Será hombre o mujer este esperpento?» Al ver a Bárbara vino hacia su mesa. Como disculpándose hizo una pequeña reverencia a Gay, quien en la puerta se había unido a la Sherman y se hallaba sentado a su misma mesa. Fue sonriendo, comiendo con avidez, sonrojada de hambre. Gay estaba borracho. Contempló aquellos ojos redondos y brillantes revolviendo asustados en todas direcciones. Le hubiera dicho algo muy triste y muy tierno, algo desazonado como el propio corazón de la muchacha, pero los ojos de la judía se clavaban sobre él. —«Hombre» — le decían en un insulto. La muchacha era demasiado cómica, demasiado extremada, Casi avergonzado se refugió en la copa y la Sherman sintió un violento odio hacia Chantal, la hembra «¿Qué sino extraño...? mentalmente indefensa, socialmente a la intemperie». La verdad es ridícula. Intentar expresar la tragedia convierte al hombre en payaso. Aquella personificación de la gran tragedia de existir que era Chantal atraía a los hombres: veraz, irritante y patética, tal cual era, con su nariz redonda y su cara aplastada. En aquella civilización, de no haber permanecido en la oscuridad, como hasta ahora, hubiera sido perseguida, como un peligro, por ejércitos enteros. «He aquí que en este país todo se querría reducir al módulo del hombre llamado normal cuando ese hombre normal no existe. Porque son propias del hombre la melancolía, la tristeza, la ira y la desgana y desde que el mundo es mundo su corazón irregular traza espirales.» La historia de Chantal y de los hombres era una sola historia repetida, El borracho, esta vez, se llenó de gentileza y se concentró en su Chantal que renacía entre sombras.
  • 36. 36
  • 37. 37 4.
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  • 39. 39 LAS lenguas de la Universidad comentaban el hecho de que cada madrugada Cherry Lowman se escapaba de su cuarto. Decían que saltaba por la ventana y que huía hacia el río a través del jardín del dormitorio. Se cuchicheaba también haberla visto recorrer, con sus largas piernas enfundadas, en los inevitables blue-jeens, las orillas del río. La mayoría, ese inexistente ser tan poderoso, hacía comentarios sobre ella y si aún la cuestión no se había hecho llegar al tribunal del honor, se debía a la vaguedad de las noticias. La compañera de cuarto de Cherry, Cinthia Finkelstein, aseguró no saber nada del asunto. Heston llegó incluso a invitar a un té a la somnolienta muchacha — la heredera de la mayor fortuna del Este — y la Finkelstein se mostró del todo ignorante. Para abandonar el cuarto, Cherry solía aguardar el sueño de drogas de Cinthia. Saltaba entonces el cuadro de setos del dormitorio. De allí a la cerca y de allí al río. Le gustaba el río de madrugada. La colina desierta e incomprensible. Y aquella sensación de pasear con una extraña al lado. Una extraña alta, fría como ella, pero más melancólica, que le sugería cosas ajenas e inconcretas. Vagas: el silencio, la alta bóveda, la profundidad con que las cosas se mantienen en el aire, esa separación para siempre establecida que diferencia a un ser y otro. Entre una cosa y la otra. En estas ocasiones iba a visitar a Nino, el médico italiano. Nino al pasar a ser independiente abandonó el dormitorio de la Universidad. Vivía como un desterrado en la falda de la Colina. Disfrutaba una beca especial. Unas cuantas veces por semana pasaba revista a las anginas y catarros de los alumnos. Admiraba a Dickison y Hannon. Conoció a Cherry, como a casi todos sus compañeros en la consulta diaria. Cherry se presentó a él estornudando, con la nariz enrojecida. Pero a raíz de una conversación con Frornan, estaba decidido a abandonar este trabajo. —¿Todos los italianos son como tú, Nino? — preguntaba Cherry. —Los hay de todas clases. —Pero, ¿son como tú? —Más o menos, claro.
  • 40. 40 Entonces Cherry se quedaba pensando cómo sería un país sin fraternidades, un país en el que el «Brass» no sería tampoco posible, ni la música de las máquinas, ni su propia danza. Ni sus amigos Al o Ky, o ella misma. —Te expulsarán de la Universidad — le decía Nino cada madrugada —. No puedes seguir bailando en el «Brass» casi todas las noches, ni salir a pasear a estas horas. Hay unos grupos que están decididamente en contra tuya. Bastará la menor señal para que se avalancen. —Yo quiero hablar y no sé. No tengo otro modo de decir la impresión que me causa esta cápsula azul que me envuelve y tras la que aprieto tu mano, el licor que puedo verter en mí, la música que me agita, ese mismo alcohol que entonces me convierte en columna a punto de quebrarse por la base... —En fin, que seguirás bailando cuando quieras... —Algún día marcharé contigo a Europa — respondía Cherry. Besaba a Nino. También a Ky cuando le veía riendo, por cualquier cosa: por el coche que corría a impulsos de las brujas, por la copa que se caía sola. Besaba a Al, el dramático presidente, «el chico más encantador de la Universidad». Para enamorarse de Ky, tan alto, tan rubio, tan sonriente, bastaban cinco minutos y otros cinco eran suficientes para olvidarle: «El mejor jugador de los estudiantes del Este.» Cuando Cherry salía con Al buscaba un lago y unos vasos altos y pálidos en los que las guindas del fondo eran como despanzurrados corazones sin hueso. Pero Nino era otra cosa. Con él solía permanecer hasta que el cielo se tornaba acuoso y grisáceo. Entonces volvía a pie o llegaba con el coche hasta la gasolinera de La Colina. Dentro del «campus», el laboratorio del profesor Dickison era un mundo aparte. Era el mundo de la lógica científica. Todo resultaba claro y luminoso, tenía una razón de ser o se buscaba. Cuando Dickison llegó al «campus», el presidente se sintió satisfecho y el claustro entero de profesores se sintió también satisfecho. Dickison, tal y como se esperaba de él, llevaba el pelo cortado al dos, amplias chaquetas de sport y corbatas de lazo. Daba la mano cordialmente. —No se le diría un investigador famoso. — Todos se retiraron contentos. En el laboratorio del profesor Dickison la vida se detenía un punto, como una mujer joven y levemente enferma que se dejara examinar por el hombre que arna. Dickison era imperioso y suave. Saludaba a los alumnos desde lejos, alzando amistosamente la mano y muchas veces se le veía en la cafetería, bebiendo junto a sus discípulos. En alguna ocasión Nino había llegado a decirle a Cherry, que consideraba que Dickison era la esencia de lo norteamericano. —Es como si el conjunto de valores que a los demás se les indigesta, los hubiera él asimilado en dosis perfectas y jamás nocivas.
  • 41. 41 Dickison componía otro de los puntos de apoyo del ánimo de la Lowman. Un apoyo lejano e insobornable. —Profesor... Las preguntas de Cherry llegaban de otro mundo. Tocaban la realidad un instante y se alejaban rápidamente, corno quemadas por ella. Dickison intentaba entonces volver al punto de partida y mantenerse rígidamente dentro de sus fórmulas. «La gran salida. El no piensa en eso. El gran nexo de unión entre sus fórmulas y la vida misma. ¿Qué precede a qué?» —Son vida, Cherry. Sólo que usted se niega a aceptarlas. —¿Vida y naturaleza inmóvil son la misma cosa? Abandonaba las preguntas por imposibles. Iba al «Brass». Se dejaba llevar hacia los brazos de Al, hacia los de Ky. Volvía a su cuarto en el que ya dormitaba Cinthia. Abría los libros. De madrugada buscaba a Nino. Las noches en que hacía esto no dormía. Tampoco dormía la Sherman. La rara figura de la ayudante de Dickison se dibujaba continuamente contra la ventana de su cuarto siempre iluminada. Adivinaba los barcos que habían atracado, los que zarparían. Los muelles llenos de mercancías y de hombres. «Al otro lado, Europa.» Las calles tristes, desiertas, grises, sin chiquillos, con las escaleras de incendios al aire. «El hígado del mundo duerme... ¿Qué será del mundo?» Nino estudiaba a estas horas. —Hola, viejo doctor. —Un día va a ocurrirte algo. —¿Rumores? Me enseñaron y aprendí que los rumores no sirven para nada. Hacen falta seguridades y las seguridades no las tienen. —Vigilarán tu habitación. —Y yo me quejaré y les demandaré. Además ¿quién me vigilaría, quién? Aquí no se hace nada de modo aislado y ninguno de entre ellos tiene deseos de permanecer toda la noche junto a la orilla del río. No es una inquina personal la que se me profesa y ningún individuo dará paso alguno para sentar las bases de mi condena. Es la comunidad quien me condena y la comunidad no trasnocha con el presidente al frente, la Junta de Gobierno de estudiantes y los presidentes de los clubs en ordenado conjunto. No, Nino, no. Mis fines de semana no tienen nada que ver con el reglamento de la Casa. Ni mucho menos mis madrugadas. «Ocho sábados al año podrá usted pasar fuera de la Institución toda la noche. Además tiene derecho a cuatro fines de semana completos fuera del «campus». Los viernes se reintegrará usted al lecho a las dos en punto de la madrugada salvo en las ocasiones en que el presidente beba champán que serán exactamente el 22 de febrero, el 3 de mayo...» —Toda una teoría. —Tú conoces la realidad de La Colina y has huido de ella.
  • 42. 42 El médico alineaba las botellas, como en campaña, sobre la chimenea. Lo presidían todo. Y a ellas, desde los asientos, se alzaba la mano en busca de ayuda. —Bebe. El fuego, la ginebra, el silencio. Sobre todo le fascinaba el silencio. La quietud que envolvía el estudio del italiano. Pausada, dulce, alegremente Como se mueven las copas de los árboles... había comenzado a decir Nino en una ocasión. Y casi definió a su mundo en ella. La Lowman juzgaba el silencio como un colapso de la vida. Amaba lo que los suyos: el ruido, los chillidos, las voces excitantes, los murmullos sensuales y todo lo que de una manera efectiva puede acabar con el silencio. —El silencio es una posibilidad y como tal hay que probarlo y hacerlo crecer. Iba directamente al tocadiscos. El sonido acre de la trompeta y el grave saxofón llorando tras de ella con su cortejo de suspiros, rompían la densidad aterradora. Para Cherry, Nino era como una hoja desprendida de un árbol viejo y misterioso que ella no se atrevía a tocar por temor a descomponer. De la vida del italiano se sabían pocas cosas. La Universidad de Cherry le otorgaba una beca a cambio de la cual él debía de curar las anginas y resfriados de los chicos. Pero ocurrió que cuando quiso curar a los decepcionados y a los ansiosos que desconocían el nombre de su enfermedad, el presidente le llamó al orden. Los amigos del presidente que iban a Europa le solían regalar corbatas italianas. El presidente se decía por ello amante de aquellos peninsulares. —En algunos casos... en algunos casos, doctor… Usted sabe cómo se debe luchar contra los inadaptados. Son la mayor lacra social que a un país le pueda caber. Ustedes los europeos... en fin, tendrían que saber mucho de eso. El presidente seguía: —Es deber del individuo adaptarse al medio y a la circunstancia en que vive. Si no lo hace, la rueda de la sociedad, en justicia, debe aplastarle o de lo contrario sería el individuo quien le interrumpiría en su marcha. El norteamericano vio latir una sonrisa al preguntar el otro: —El ejemplo, el mal ejemplo quiero decir… ¿es Europa? —Sí. Europa. Media docena de inadaptados o de genios, según se quiera llamar, y ya tiene usted una generación al agua. «¿Y si es ese el modo de que el genio se salve?» Pero sólo dijo: —Ustedes no quieren ir al agua. —Ciertamente. Por eso en algunos casos, en algunos... usted, doctor Vilani, no debería dar, digamos «alas».
  • 43. 43 —¿La Finkelstein? —La Finkelstein. Y la Sherman. Y algunos más. Como ese Allan, tristísimo este año. Hasta el punto que no me explico la ceguera de los muchachos para volverlo a reelegir presidente. En todos estos casos, repito que no admito la inadaptación. Si no me equivoco todos ellos terminarán ingresando con honores en nuestra sociedad y yo espero ese momento. Para eso estoy aquí. Esa es mi tarea y no la de sacar especialistas. —Quiere usted decir que ayudándoles un poco estos chicos serían capaces de conseguir que se les nombrara vocales del Club de Atletismo o vicepresidentes de la Sociedad de la Cerveza y hasta secretarios de alguna de las Asociaciones Religiosas del «campus». —Exactamente. Obliguémosles a entrar en la sociedad y la sociedad les empleará. Una vez empleados dentro de ella, experimentarán la alegría de su utilidad. —Como secretario de la Asociación, presidente del Club de la Cerveza o vocales de Atletismo si no me equivoco. —Sí. —Una especie de felicidad en comprimidos. —Es usted inteligente. La conversación con el presidente Froman fue de alguna utilidad a Nino. Le dejó sin embargo en una situación rara frente a dos o tres estudiantes. Repasó los nombres que el presidente le había citado: el nombre de Cherry Lowman no fue mencionado. Más tarde cayó en la cuenta: Cherry Lowman no era una inadaptada. «Limítese a recetar vitamina B... Limítese...» El nombre y el rostro drogado de la Finkelstein se le venía a las mientes. Pensaba en lo bien ordenado que estaba todo en La Colina. «Limítese...» Cynthia Finkelstein seguiría sufriendo: la mayor heredera del Este. Barcos, petróleos y algo más. «Finkelstein & Finkelstein Co.», etc. «Lo malo no es padecer la lacra sino exhibirla, quejarse de ella, hacer de ella confidencia. Mientras uno calle, todo va bien. El vicio pertenece a la intimidad y la sociedad cierra los ojos ante lo que está oculto. Es necesario ser hipócrita. Lo único que no perdona la comunidad es la debilidad momentánea de que la importunen con confidencias. Quien no pueda soportar el silencio, la carga de sus propios vicios y defectos, debe ser condenado.» La Finkelstein iba extraordinariamente bien vestida y procuraba sonreír siempre tras su rostro de veinte años, somnoliento y rubio. Había más: «El vicio no se cura, se oculta.» Esto es todo. Ni siquiera es necesario taparlo convenientemente. Basta hacer el acto cortés del pudor. Como quien levanta levemente el sombrero sin llegar a descubrirse. La sociedad aprecia todo aquello que se haga en honor de sus predicados y premia o castiga corno una vieja insulsa.» «Pero en el fondo se encona el vicio.» Cuantas mujeres violadas, niños sin padres, vientres estériles, ojos nublados.
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  • 47. 47 NIHLS Larsen, el nuevo ayudante del profesor Dickison, también acudía alguna vez al «Brass». El país era para él la ancha tierra deseada. La presintió desde el barco, a su llegada y aún antes. Acodado en la borda contaba a los otros becarios, bien seguro de no equivocarse, lo que aquella tierra guardaba. Decía: «El país es grande y hermoso. La tierra, buena. Las posibilidades, infinitas.» Así resultó ser. En el laboratorio de Dickison se trabajaba de firme. El sueco regresaba de noche a su apartamento. Guardó la impresión del muelle, de las voces de los cargadores negros, y del sol que los edificios mantenían alejado en lo alto. En las autopistas experimentaba el escalofrío del técnico: era la esperada ancha capa de cemento, el hierro alzado en los puentes por la mano del hombre. Luego estaban las canciones como un buen tema musical para no olvidar la temporada. Tenía por preferido «El tren de las ocho y quince» y solía engancharlo al llegar al «Brass». —Bienvenido, Larsen. Le gustó el aspecto general de Dickison y le desagradó la otra ayudante, la judía, refugiada en el fondo del laboratorio. Sus inquietos ojos. Su belleza afilada. «Raza extraña.» Y no quiso invitarla a comer junto con Dickison. Del «Brass» le llamaba la atención el gordísimo dueño italiano. Su voz aguda le hacía sonreír. Nunca había conseguido estructurar su recuerdo de lo latino y esto le desazonaba. Pero le agradaba el lugar aunque por distintos motivos de los del resto de la clientela. Las sirenas de las paredes y el negro tocando monótonamente. Decidió que de todo habría de llevarse fotografías. «Una cosa, una persona puede reservarse hasta el momento ideal de ser disfrutada.» Nihls era de los que pueden demorar los acontecimientos y son siempre espectadores. Primero quiso visitar a Ana. Luego buscó al matrimonio Hannon, sus amigos. Ana abrió mucho los ojos al contemplar al altísimo sueco.
  • 48. 48 —¡Querido...! El apartamento era minúsculo. Todo en él estaba amontonado. Y hacía un calor sofocante. —No hables, no hables. Por la ventana entreabierta, allá abajo, se veían lucir los vistosos anuncios luminosos. La comunidad comercial colgaba en los edificios sus advertencias. Aconsejaba a cada cual lo que debía de hacer: con qué cigarrillo uno sería apreciado y feliz, qué jabón resultaba imprescindible para el éxito, a qué tinte era necesario acudir para ocultar la vejez y qué cerveza le haría traspasar, por un módico precio, las fronteras de lo razonable hasta sólo tres centímetros más allá. En las gafas oscuras del físico, Ana vio reflejadas la cuadrícula de los anuncios de la ciudad. Desde que saliera de su país se venía sintiendo sola y desterrada. Bailaba en un cabaret. Vivía. —Este mundo — le susurró siempre balbuceante — nunca esperé volverte a encontrar. Rápidamente acudió al rincón del lavabo donde con una toalla se limpió los churretes de maquillaje. Se afanó también en traerle bebidas. Luego, a oscuras, estuvieron hablando mientras fumaban. Ella recordó la guerra última y la playa en la que pasaron las vacaciones tempestuosas que precedieron a la paz. La cogía con frecuencia de la mano, —Cualquiera diría, Ana, que no te encuentras bien aquí. Esto es espléndido. Repetía: —Ellos no dan lugar a engaño. Desde la diminuta cocina Ana volvió el rostro. —Tú no conoces la congoja, Nihls. Pero eso no quiere decir que la congoja no exista en el mundo o dentro de las almas de los otros. —Sería el colmo suponer a esta ciudad la Ciudad de la Congoja. Ella entonces terminó de abrir de golpe la ventana del cuchitril sobre las azoteas y la fisiología de los anuncios. «Aparentemente todo es tan sencillo. El amor y la ciudad con sus anuncios de neón.» —Me parece que no voy a querer verte nunca más — le dijo al despedirle. —¿Por qué? — preguntó Nihls sin demasiada curiosidad. Y anduvo asomándose a la ventana y apreciando las rudimentarias instalaciones de duchas en las terrazas de las casas vecinas. Después de recibida la tarjeta, el matrimonio Hannon le invitó a cenar. A Larsen le divirtió la idea de comer con el viejo profesor y al acudir se entretuvo jugando con el hijo adoptivo del científico. A última hora se presentó Sesma Hannon. Era fuerte, alta, un poco hombruna. Se veía que había luchado mucho y tres profundas arrugas le dividían la frente. Cuando hablaba de su hijo solía hacer la advertencia de que era adoptivo.
  • 49. 49 —Habrá que buscarle una compañera a Larsen — bromeó el profesor. Se oscureció el rostro de Sesma. Frente a la ventana del jardín pasaba Cherry Lowman: «La muchacha del “Brass”.» Parecía una marioneta de rostro triangular encaramada en altísimos zancos negros. En el «Brass» se convertía en el único espectador. Los habituales se las componían para figurar siempre como protagonistas. —¿Ha visto, señor Larsen? — preguntaba el italiano cuando Cherry bailaba. Sonaba angustiada, estrepitosa, la batería. Raspaban lejos, susurrantes, las escobillas. Gemían restallantes los platillos. —Extraña chica. Se secaba el sudor con el trapo que colgaba de su gran mandil. Recorría las mesas. Le iba contando a Larsen: conocía a todos. Al, era aquel que se estremecía de bruces en la mesa. Sí, el presidente de Estudiantes. Ky siempre estaba tan alegre como ahora que imitaba una trompeta con la boca. Aquellos eran los hispanoamericanos, gente que tardaba en decidirse. «Temibles.» Cuando el calor y el ruido iban en aumento ellos hablaban alto para luego bajar las voces en secreto. Atacaban las dulces canciones de sus tierras. Un momento Ben alzaba los rojos brazos de seda. El baile de Cherry no tenía sexo. «La danza de esta civilización.» Imitaba jocosa, terrible, extenuada, un extraño caminar de hombre mecánico. Cuando abría los brazos y enseñaba los dientes apretados con sonriente rabia, se ofrecía al mundo. Un día, en este gesto, sus amigos, a la vez, se alzaron para besarla bajo la luz violeta. Compartían el abrazo en un equilibrio retorcido. Colores, sombras, músculos. «He ahí el eterno triángulo.» Larsen se cansó al poco tiempo de acudir al «Brass». Pensó que era algo ingenuo que correspondía a la adolescencia.
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  • 51. 51 6.
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  • 53. 53 EL otoño se abandonaba por La Colina. Las fisonomías se iban haciendo familiares. He aquí al pelirrojo de la bicicleta. Ese es Al, el amigo de Cherry. Los latinos beben demasiado. Hablan siempre a gritos. Dicen que en el «Brass», ese bar de un italiano, los chicos con más personalidad de la Universidad se reúnen a bailar y a beber. Prácticamente se pasan la vida allí. Dicen a la vez que no está bien visto. El presidente... A los nuevos se les informaba sobre aquellos tipos que dentro de la Institución contaban con más posibilidades. Cherry Lowman, por ejemplo, con sus dos eternos acompañantes, era de las muchachas más notables. En el «Brass» emergía de la oscuridad su rostro triangular, los verdosos trazos de sus ojos. Su cara de muchacha delgada, hipervitamínica y descontenta era muy comentada. ¡Qué moreno es Gay! Se conocían las costumbres de los profesores. La pipa de Hannon. La mujer de Hannon. «No le quiere.» El rubio Larsen carecía de hábitos, pero era guapo. Ianni, el italiano, triunfaba en su clase de biología gracias a sus chalecos de colores, a sus bromas y a su fantástica capacidad de dar buenas notas. Ianni le resultó a Nino particularmente antipático. Aquel hombrecillo desraizado tenía algo de mercader. —Es un ignorante y merece que se le ponga en ridículo. Cherry le contradijo: —No hagas nada contra Ianni. Es fuerte. Tiene la simpatía de todos los alumnos porque es benévolo y de carácter agradable. La antipatía era mutua. Fue el mismo Ianni quien sugirió al presidente que la influencia que Nino ejercía sobre los neuróticos del «campus» era nociva. —Les da alas.
  • 54. 54 Pero a cuenta de la finalización de su tesis, Nino se vio obligado a seguir un curso absurdo con Ianni. Decidió tomar notas, y estudiar dejando que las explicaciones resbalaran por él. «No quiero pensar.» Y, en aquellos comienzos, fue probablemente el alumno que más trabajó. Habitualmente Cherry le encontraba frente a su mesa de estudio. Venía a echarse perezosamente en sus brazos. Contemplaba luego por la ventana la ciudad que yacía en el fondo, como si tras de besarle necesitara saber qué relación tenía la ciudad levantada y dura con ellos mismos. —¿Cómo es Europa? Si Europa era como Nino, Europa era buena. No así si se parecía a Larsen. —Tu sitio es América, Cherry. Todo lo que tú eres pertenece a esto. Serías una exilada al otro lado. —A ti esto, en cambio, no te gusta. —Cada cual pertenece a una tierra y a una circunstancia y es inútil tratar de desprenderse de ella como pretende Froman. —Nosotros podemos hacerlo. Nos han enseñado eso. —Estás equivocada. Sois un pueblo tan inadaptado en el mundo que queréis que todo se amolde a vuestra forma de comportamiento. Veían pasar los coches que anunciaban que la madrugada estaba próxima. Principalmente amas de casa que conducían sus autos hasta el más próximo quemadero de basuras. —Cierra esa ventana. Entórnala al menos. Pasaba Ianni con la trasera de su coche atestada de bolsas de desperdicios. La ventana iluminada de su compatriota le llamaba en exceso la atención. «Algún día...», pensaba el profesor. Cherry volvía al tocadiscos, arrastraba al muchacho, lo enlazaba con caricias mientras daba vueltas. De retorno a la residencia dormía dos o tres horas, a veces ni eso. No lograba conciliar el sueño. Durante el día, una vez terminadas las clases, se refugiaba de nuevo en el «Brass». Azuzaba a Al contra Ky o viceversa y esto le divertía. En los ratos libres conducía su coche. Cuando llegaba a las clases de Dickison se posaba en los problemas con levedad de pájaro. Inclinando la cabeza, se mordisqueaba labios y uñas. —El italiano ése ha atacado a Ianni. La noticia corrió como un reguero de pólvora. En los anales de La Colina no se recordaba nada parecido. Froman, pensando en la Prensa, se echó a temblar. Había que guardar, a toda costa, el secreto de lo ocurrido. Lo peor era que ninguna de las leyes del Código de Estudiantes cubría esta contingencia. ¿Cómo se castigaría una incongruencia así? ¿Es que existía castigo? ¿Puede un becario de un país protegido ser expulsado por...?
  • 55. 55 Todo había ocurrido una mañana mientras los chicos entraban en clase. Aquella madrugada Ianni pasó con su coche y su basura camino del quemadero, contempló la ventana del médico y pegó un silbido malicioso y significativo. Luego puso el coche en marcha de nuevo. Hacía días que venía cercando a Cherry con sus bromas de mal gusto. Llegó a abrazarla de noche en la Avenida del Río. La escena, a la entrada de la clase, fue violenta. Una tromba el estudiante. Se formaron dos grupos: aquí los del Sur y los europeos, junto a Nino. Allá, ellos, la comparsa, los altos muchachotes de cabezas brillantes a causa de la bondad del champú. Los coloreados «sweters», los rostros impávidos como caretas. ¿Juzgarían estos hombres por sí mismos? Ianni y su chaleco rojo, en el centro: «Así es aquel continente. Brutal. Pero yo me he liberado del hambre. No tengo por qué luchar como ellos ni necesito ser un erudito para morir.» No movió un solo músculo de la cara. «He de comportarme como un americano.» (¿Quién era aquel hombre rojo, dislocado que gritaba en otro idioma?) Sonrió. Hizo un gesto benévolo con la cabeza. Soltó las solapas de las manos del otro... Los grandes ojos como ascuas. El grupo reducido de latinos y europeos quedaba atrás. Ojos que conocían la guerra y el hambre. Ianni terminó entrando en el aula y, según la versión que poseía Froman, sonrió apenas penetraron los alumnos. Escribió Nino: «Aprenden las palabras Comportamiento y Libertad y viven esclavos de ellas. Saben que lo peor que puede ocurrirle a un hombre es no estar «adaptado». De entre sus filas ven desaparecer a los que matan y a los que violan, a los que padecen la maligna enfermedad de la angustia. Si alguno siente dentro de sí palabras como fuego — «protesta, ataca, grita» — las apagan de inmediato. La vida sigue, según les ha sido dicho, por un cauce ancho y seguro. Nadie siente miedo ni compasión por los otros: sólo una fría indiferencia ante los equivocados.»
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  • 57. 57 7.
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  • 59. 59 DESPUÉS de la escena de Nino, la Universidad amaneció enrarecida. Un halo gris, poco común, rodeaba las gargantas de las torres y los extranjeros imaginaron que sus flechas aparecían raramente amenazadoras. Cruzaban las ardillas. El triángulo masónico del próximo chalet le pareció a Gay más tenebroso que nunca. Se vieron coches largos avanzar por la calle de las tiendas hacia la que daban las ventanas de aquel dormitorio. El coche de un conocido pintor de brocha gorda. El coche del padre católico. El coche de un ferviente episcopal cargado de propaganda: «Reúnase con los episcopales el miércoles por la noche.» Sintió escalofríos. Finalizaba octubre y ya amenazaba el frío. Dos nevadas tempranas se habían dejado sentir. También vino un huracán llamado «Dasy» que dejó al pueblo sin electricidad durante varias horas. Lo más importante fue la convocación del tribunal del honor. El tribunal, con sus nuevos y flamantes miembros. Lo componían cinco alumnos conspicuos y eficientes. El presidente era Heston que además había conseguido, durante este curso, la dirección del periódico de La Colina. El periódico se llamaba Quilla o Proa, o algo así, porque Gay nunca terminaba de enterarse. El director de Quilla o Proa, Heston, era rubicundo, pequeño, esmirriado, pecoso y se adornaba con unas tremendas gafas. Soltaba unos peros que, en inglés, parecían cañonazos. Solía apoyarse en el adverbio como en un bastón. Heston, recién elegido presidente del tribunal del honor, fue visto en la cafetería de la Universidad disparando peros en medio de su grupo de amigos y fieles sostenedores. Gay era menudo y desgreñado: —¿A quién os vais a comer? — habló en castellano. —¿Eh? ¿Eh? — sonreían sin comprender.
  • 60. 60 —¿Ya habéis dictaminado el número y calidad de las víctimas? Pero las nombraréis disculpándolas, con sonrisas, tal y como se debe hacer en una democracia. —¿Eh? ¿Eh? «No discuten. No gritan. El mundo no existe para éstos.» La Universidad de su país: los estudiantes se hacían fuertes en el recinto, la policía les acorralaba desde fuera. Las mujeres del mercado — ¡ah las inefables mujeres de los mercados sudamericanos! — les enviaban secretos refuerzos de comida, o tiraban tomates al presidente. «No se apasionan como nosotros por lo que está ocurriendo en la tierra. ¿Qué conciencia tienen de Occidente? ¿Sabrán acaso que sus representantes de Washington se creen la cabeza visible...?» —¿De qué habláis? — ¡era tan rudo! —Planeábamos el próximo «weekend». —Y estábais de acuerdo en todo, como siempre. Los latinos: se reunían en el río. Llegaban al «Brass» hablando a gritos. Los europeos: eran escépticos y viejos, desbocados o elegantes. Nadie les había enseñado a ponerse de acuerdo. —¿Qué es mejor? —Cada continente posee una respuesta. En mi tierra decimos que de la discusión sale la luz. —Demos por bueno lo enseñado. —Siempre he dicho que era el nuevo reinado del magister dixit. No le entendían. A veces sonreían. Inflaban los carrillos al absorber la Coca-Cola y le contemplaban por encima de la paja con los ojos semicirculares. Gay era el fantástico comparsa. Se le hubiera dicho fabricado en un trapo oscuro, descolorido. Fue y vino entre los grupos. Husmeó, supo nombres y también que los americanos condenaban por el silencio de los grupos y la indiferencia en la masa de rostros. El condenado — si era extranjero — pocas veces llegaba a darse cuenta de que no era grato. Gay sabía que manos misteriosas recogían del aire estas actitudes y las colocaban sobre la mesa del presidente convertidas en moldes y fórmulas: «La opinión general de los estudiantes...» «Públicamente se mantiene la actitud...» Anduvo errante por el «campus». Pensaba qué duende atacaría, como un germen, las caras transparentes de sus condiscípulos. Qué enfermedad era aquella de la unanimidad. No existía una voz más alta que otra, ni un rostro que desmintiera la fórmula colocada en la mesa presidencial. Los condenados esta vez se llamaban Nino Vilani y Cherry Lowman.
  • 61. 61 Se preguntó por qué los casos más clásicos de la Finkelstein o del mismo Al, no estarían encima de ninguna mesa. «Su modo de obrar no contrasta con la vida del conjunto, no la interrumpe.» Una borrachera a la hora prevista, en el momento justo, no supone escándalo. La gente que se vuelve estrafalaria en sábado suele ser terriblemente útil el resto de la semana. Y el tribunal de honor fue por fin convocado. Una de sus características era la de no acusar a nadie. Se abrían sus puertas y los miembros procedían a colocarse en silencio, ante la gran mesa. Aguardaban a los candidatos voluntarios, aquellos que se sabían contraventores de las leyes del «campus», y que debían presentarse espontáneamente ante Los Cinco. Los Cinco, con el periodista al frente, deliberaban el castigo que, por lo general, resultaba leve y formulario, como leves y formularias eran las faltas. El tribunal del honor no dependía pues oficialmente sino de la honestidad privada de los chicos. En su código estaba escrito que toda falta cometida en soledad sería llevada ante el tribunal por su cometedor y único testigo. También se premiaba y era de obligación delatar. De manera que todos los casos incluidos en el famoso código daban lugar a diálogos entre compañeros. —Has llegado al dormitorio cinco minutos más tarde de la hora que se indicaba hoy. Supongo que te presentarás ante el tribunal. —Desde luego. Lo haré en la próxima ocasión. —Me parece una buena actitud. El código estaba concebido de una manera extraña. No poseía ningún apartado sobre la embriaguez fuera del «campus» ni sobre faltas de amistad, justicia, lealtad o cosa parecida. El código insistía en horarios, exámenes y toda suerte de jerarquizaciones a la hora de sentarse los estudiantes en las grandes mesas. Un «senior» no puede entrar en el comedor por la misma puerta que un «junior»: la de aquéllos es más alta, más importante. En las materias sutiles el código apenas se definía. Pero el anuncio de la reunión del tribunal esta vez cargó el ambiente de presagios. Nada se decía en la legislación estudiantil en materia de insolencias con los profesores. La posibilidad no había sido prevista. Por lo tanto ¿cómo resolver el problema del italiano? Nadie le sugería; «Preséntate.» En cuanto al tribunal en sí, sonriente y amistoso, sólo servía para faltas baldías. El caso de Vilani era como el caso de un apestado en un hospital preparado para una epidemia de gripe. Estaba claro que la Lowman habría de presentarse ante el Tribunal. «Has llegado tarde — suspiró Cynthia — lo menos veinte minutos de retraso. ¿No crees oportuno...?, etc., etc. pero Cherry habla contestado «no».
  • 62. 62 El «no» de la Lowman, como el caso inusitado del italiano, dieron la vuelta a la zona universitaria. El tribunal se convocaría en lunes y aquel fin de semana todos abandonaron, junto a la carpeta de apuntes, el regocijo de algo extraordinario que se habría de presentar al principio de la semana. «Estamos al lado de los justos, de los incontaminados.» Mucho después de estos acontecimientos el presidente Froman se negaba a admitir que tales sentimientos hubieran nacido tan prematuramente, nada menos que en el mes de octubre. Pero así fue: la Universidad se dividía ya en contaminados e incontaminados. Lo peor era que en la línea divisoria fueron colocados algunos personajes a quienes durante el resto del año se intentó hacer pasar, en lucha agotadora, de un lado al contrario. Gay, para extrañeza suya, no figuraba en ninguno de los tres grupos. Parecían haber prescindido de él. «No debo ser ni muy inteligente ni muy tonto.» Al atardecer de aquel viernes buscó a Chantal. Le emocionaba su cara como un pan moreno, sus alegres ojos redondos. —Parece como si te hubiera dibujado el rostro un niño de ocho años. Sonreía. Bajaba muy cansada del «show» de Ying-Toi. Se distraía jugando con el vaso. Miró a Gay. Hablaba tan poco, era tan resignada que para Gay significaba la compañera ideal. Si estaba muy bebido la llevaba a dar grandes caminatas bordeando la ciudad por el lado del río. —Somos dos niños perdidos, cogidos de la mano. Los cabellos lacios de Chantal colgaban sin fuerza bajo la niebla. Sus botas enormes. Su abrigo descomunal, sus pantaloncillos oscuros. Comían golosinas en la oscuridad, sentados en el bordillo de la acera. Mientras masticaban les iluminaban los coches-patrulla de la policía que cruzaban de acá para allá. Verde, rojo. Un instante amarillo: así eran los rostros bajo los semáforos incansables. Chantal le contó que le hubiera gustado estudiar. —Si tuviera dinero... —¿Para qué, Chantal? La vida se acaba apenas traspasadas las verjas doctorales. Mi padre tiene un rancho, dólares. Yo hubiera querido marchar al otro lado del mar, allá donde los míos vivieron hace siglos. Pero el viejo opina que el dinero se hace aquí y que aquí deben enseñar los modales para adquirirlo pronto. «El dinero es cuestión de modales.» —¿Crees, Chantal — estaba preocupado — que podrás seguir trabajando donde el chino?
  • 63. 63 —Quizá. No lo sé. A mí no me gusta trabajar en ningún sitio. No me gusta nada de fijo en la vida. Quisiera que me dieran de comer lo indispensable, poder caer rendida en cualquier parte y hablar, ir, volver sin cesar, dejarme correr por los caminos. Gay se dijo: «Es de los míos. ¿Estaré yo condenado al fracaso como ella?» Se decidió a contar a la muchacha lo sucedido con el médico italiano, pero no le entendió. A cambio ella le contó sin venir a cuento cómo, de pequeña, habían querido violarla. «Es que mi padre no tenía dinero...» Luego sonrió avergonzada y dijo con voz misteriosa que creía posible que alguien muy importante estuviera enamorado de ella. —Me casaría de blanco. Podré tener perros. El corazón de Gay se encogió de piedad. —¿Perros, Chantal? —Muchos. Seré rica y podré pagarles diariamente una lata de carne a cada uno. Y galletas de la mejor marca. Voy a tener un marido muy rico... —¿Le conozco...? —Claro... Era como una marioneta. Rojo, verde. Un instante amarilla. A la luz del semáforo. El semáforo de aquella esquina era fuerte y potente. Al detenerse, se veían las caras de los que iban dentro de los coches. Los estudiantes volvían de bailar. —¡Eh tú... Gay! — le gritaba alguno al pasar. En realidad le tenían dejado por imposible. Toda la Universidad reflejaba el próximo acontecimiento. —¿Qué diablos les está pasando a los chicos? — gritó Hannon a su mujer en el momento en que ésta le sugería que recortase la hierba. Era el más distraído de los profesores. El resto de los componentes del claustro no preguntaba. La Colina había adquirido para este tiempo una estructura clara. Los grupos se encontraban bien definidos. Junto al armazón esquelético del puente, los latinos se reunían con sus bebidas. Ya traían la pasión de la música enrabiscada. —«La negra», Berto, canta «La negra». Sus países estaban lejanos. De Europa sabían que era un continente sabio y anárquico. Les atraían algunos nombres: Heidegger, por ejemplo. Discutían, sin saber, a Jaspers. Dos de entre ellos pasaban por la época en la que Nietzsche y Schopenhauer hacen un hueco de luz aceitosa en el cerebro. Reinaldo Arenas, más inteligente, daba por aquel entonces en Kirkegaard.
  • 64. 64 Pero esto ocurría en los cortos ratos del puente y en la soledad de las habitaciones, durante los contados momentos de aislamiento. ¿Leer? No. No leían: las frases se esbozaban en los cerebros. Pasaban las páginas con agitación buscando la idea fecunda. ¡Ah, si los grandes pensadores hubieran sabido las prisas con que les había de leer esta juventud! Lo hubieran dicho todo en esquema. Los libros se habrían fabricado como grandes cuadros sinópticos y, sobre todo, hubieran sido claros. Así ocurría que desde las brumosas frases nórdicas del sueco, Reinaldo iba a lanzarse a una indolencia de ser mimado. —¿Para qué más, viejo? — le diría Manuel el Sonriente. Manuel el Sonriente esperaba llegar a diplomático en cuanto regresara a su país. —Con el título sobra, viejo. Eso y amistades políticas. También había dicho cómo esperaba conseguir el título: cuestión de resistencia. Los futuros de los países del Sur se dibujaban como grandes globos inflados. Aquella tarde en el puente se supo sin embargo que sus pequeñas tertulias iban a dar fin. —Parece que en esta época todos estamos recibiendo una invitación de los diferentes clubs. —Y que no hay otro remedio sino inscribirse en alguno. Reinaldo debía de jugar al fútbol precisamente en esta hora. Berto celebraría sus entrevistas con la Asociación de Coleccionistas de Sellos. La Universidad con sus grandes tentáculos terminaba atrapándoles. —¿Qué piensas de todo ello, Reinaldo? José el Largo era petulante y guapo. Cuando se enamoraba parecía un dios. Ya comenzaban a amarle dos o tres americanas. —No puedo pensar en nada. Nos tendremos que incorporar a esa manada. Por otra parte, ni me va ni me viene, muchachos. Continuaban despiertos hasta la madrugada. Pasaban de las habitaciones de unos a los cuartos de los otros. «Hispanoamérica.» «Hubo una vez un pedazo de bellas tierras...» Era como un cuento nunca terminado. Suaves, concisas, en forma de alegres invitaciones, las órdenes vinieron: traslados, bailes, reuniones, tés del presidente y miércoles de los forzudos. En los miércoles de los forzudos tomaba parte Reinaldo que era ancho y bien constituido. Con ello su estética afición hacia los grandes problemas del mundo, apenas entrevistos, se hundió en una confortable nebulosa, la cual no fue nunca disipada.
  • 65. 65 Para no olvidarse de estos temas hubieran debido apuntar en mayúsculas los escuetos enunciados. Aun así, a través de los años, sólo habrían recordado éstos. «Nosotros, en nuestra juventud, nos ocupamos del Amor, de la Guerra, de la Paz, de la Civilización y del Destino.» Pero de ésto se han ocupado todas las juventudes que en el mundo han sido. Y todas han dado su versión: sólo ellos quedaban inconcretamente en el borde, sin atreverse a formular. Demasiado ingenuo el antiguo sistema de dar con la fórmula del tiempo. «Por exceso de vejez nuestro tiempo no ha moldeado sus fórmulas. Nuestro tiempo, por viejo, no quiere cometer infantilismos y se queda entonces en una simplicidad anterior a toda infancia.» Reinaldo Arenas, el lector de Kirkegaard, como Berto, como Manuel el Sonriente y José el Largo se quedaron en las páginas 13, 26, 87 y 10 de sus libros respectivos. Allí mismo les cogería el final del curso. «Por aquí andaba yo ya cuando el famoso tribunal del honor...» Páginas manoseadas. Páginas tristes. El tiempo de leer no llegó nunca. Los miércoles de los forzudos y otras actividades taponaron el razonar del nórdico. «La angustia es en realidad un principio vital del hombre.» Reinaldo Arenas se quedó sin saberlo. Nino anduvo errante. Acudió a las dos sesiones del cine de la carretera. Por dos o tres veces se topó con Larsen. Tentado anduvo de entrevistarse con Dickison a quien conocía muy poco pero que le inspiraba una gran confianza. «Es el único que vale la pena.» Como un autómata vino a dar en el «Brass». Gino, su compatriota, estampó las manos en el mandil. —¿Whisky, doctor? Se va a envenenar. Se colocaba frente a él como solía hacer cuando quería trabar diálogo. Ante la estupefacción de Nino, el barman le condujo hasta una de las mesas protegidas directamente por la mampara de la barra. —Quédese aquí si quiere estar sólo y beber en paz. Eso se critica, ¿sabe? Se critica mucho. Usted podría beber con todos y regresar ahipado de alcohol. No tendría importancia. Pero beber así solo... Yo sé lo que digo. «La soledad es dulce y vuelve como fieras a sus profesos.» La actitud del dueño del «Brass» decía a las claras que estaba enterado del malestar que había contra él en La Colina. Nadie le había atacado: nadie le había vuelto a nombrar el incidente habido con el nieto del sardo. Sólo un vacío dorado y sonoro le acompañaba, como campana de cristal, donde quiera que fuese. La sonrisa y la cortesía. Era la fórmula. Nino se preguntaba «¿Quién me ataca?» Sí. ¿Quién atacaba al caído en una sociedad de sonrientes? ¿Dónde esconder a los locos para que nadie los vea? ¿Dónde a los rebeldes, a los que no soportan la hilera? ¿Quién les tapa la boca en seguida?