1. 6
René Cardenas Medina
Investigador. Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociológicas (CIPS).
René Cárdenas Medina
Religión,Religión,Religión,Religión,Religión,
producción de sentidoproducción de sentidoproducción de sentidoproducción de sentidoproducción de sentido
y Revolucióny Revolucióny Revolucióny Revolucióny Revolución
Según la opinión generalizada, la conexión más
significativa entre la religión y la Revolución cubana
se limita al plano de lo político. Sin embargo, tal
significación no puede reducirse a este; hay que
considerar, ante todo, su vínculo con la producción de
representaciones y el cambio cultural ocurrido, el cual se
manifestó en la transición de los esquemas de
pensamiento existentes hacia formas más analíticas
—más modernas—, con la correspondiente
desacralización de numerosas esferas de la vida, y la
generación de nuevos sentidos de carácter religioso.1
Tanto la avalancha transformadora iniciada en 1959, como
en el actual y perspectivo reordenamiento económico y
el movimiento de la sociedad en busca de la real
consecución de un modelo socialista, dan lugar a tales
cambios en la reproducción ideal de la sociedad, que el
factor religioso, siendo uno, nunca podrá ser el mismo.
Pero este es tema para otra ocasión. Aquí quiero
referirme al plano inicialmente mencionado: a la cuestión
de la política y la religión en la Revolución cubana. Dos
razones invitan a ello:
1. La celebración, en 1995, del quinto aniversario del
encuentro del Presidente cubano con pastores y líderes
del movimiento ecuménico (trascendente no por el
hecho en sí —pues no fue el primero—, sino por la
significación de lo allí tratado), y del décimo de la
aparición del libro Fidel y la religión. Conversaciones
con Frei Betto.2
2. La necesidad de reflexionar sobre este tema en
momentos en que la sociedad cubana debate sobre
participación ciudadana, sociedad civil,
profundización de la democracia, etc., como parte del
perfeccionamiento del actual modelo social, y la
urgencia de nuevos patrones participativos que se
correspondan con el proceso.
Acerca de estos acontecimientos, debe señalarse que
incidieron en la sociedad cubana de modo tal que
prácticamente no hubo indiferentes ante ellos y que
dejaron su huella en esferas aparentemente tan distantes
como pueden ser la reflexión teológica de los cristianos
cubanos o la vida partidista de los comunistas de la Isla.
En ambos se concentra, como en ningún otro, el
tratamiento desprejuiciado dado al asunto por un líder
estatal comunista, la capacidad de autocrítica, el
intercambio sincero, así como una proyección estratégica
que, siendo continuidad y no divorcio de la plataforma
Ponencia presentada en el I Encuentro Internacional de Estudios
Sociorreligiosos, auspiciado por el Departamento de Estudios
Sociorreligiosos del Centro de Investigaciones Psicológicas y Socio-
lógicas (CIPS). La Habana, 3 al 8 de julio de 1995.
no. 4: 6-12, octubre–diciembre, 1995.
2. 7
Religión, producción de sentido y Revolución
política seguida y producto de un proceso de maduración
y de paulatino relajamiento del disenso político tras lo
religioso, constituye un resultado, pero a la vez una
superación de aquella misma política.
Por el acto de hacer pública una voluntad de unidad
más profunda y de superación de desigualdades, estas se
insertan en el proceso de renovación iniciada aun antes
del llamado Período Especial. El IV Congreso del Partido
Comunista de Cuba, que eliminó las restricciones a los
creyentes confesos para su ingreso a la organización
partidista —decisión de espíritu democrático y de justicia,
cuyo alcance va más allá de los límites de ese órgano
político—, se inscribe como continuidad lógica de
aquellos hechos, y como parte de un debate sobre la
cuestión religiosa que, luego de estar varios años limitado
a determinados sectores políticos e intelectuales creyentes
y no, se hizo abierto y público con la salida del libro Fidel
y la religión, y que, después de la reunión del 2 de abril de
1990, y más específicamente con la discusión del
Llamamiento al Congreso, abarcaría prácticamente a
todos los cubanos.
Sin embargo, aún hoy se conserva ampliamente
extendida entre la población una visión bastante
desprovista de matices en relación con el fenómeno
religioso, deformación que resultó del enfrentamiento a
la Revolución por representantes del medio eclesiástico,
de la política oficial seguida acerca de ese sector, y de la
percepción popular sobre esta.
La política de la Revolución cubana hacia la religión
ha tenido como su plataforma global el respeto a las
creencias y prácticas religiosas, apreciable en el discurso
de sus líderes desde el mismo 1959. Pero, a la vez, fue
condicionada por una serie de factores que la modularon
e introdujeron limitaciones y restricciones a su
concreción práctica. En primer lugar debe mencionarse
la agresividad del gobierno estadounidense contra la
Revolución; además, la virulencia reaccionaria de
sectores de las membresías, principalmente cristianas,
identificados con la oligarquía desplazada del poder
político, pero con la suficiente autoridad e influencia
institucional para proclamar —sin ser autorizados— sus
propios sentimientos e intereses de clase como los
auténticos de la fe; el descomprometimiento sociopolítico
de otra parte de dichas feligresías, formadas en el énfasis
pietista y espiritualista de las teologías oficiales y, por
supuesto, la abierta o sutil oposición de las jerarquías
eclesiales, que consciente o inconscientemente hicieron
el juego al cerco que le imponía el imperialismo al joven
proceso. A ello se le sumó, en consecuencia, un abordaje
del hecho religioso como «rezago del pasado» que en la
práctica tuvo que ver más con un materialismo vulgar y
el iluminismo que con el espíritu social del análisis de la
religión efectuado por el marxismo.
No entender la religión como condicionada histórica
y culturalmente por los modos concretos de organización
social, ni como elemento integrante de la propia
producción y reproducción subjetiva de la sociedad,
significa, teóricamente hablando, una interpretación
incompleta, sesgada de la realidad social. El principio
sociológico general del análisis marxista de la religión
radica en comprenderla como parte y resultado de la
organización, condiciones y grado de desarrollo de una
sociedad concreta y no como elaboración arbitraria,
desconectada de esa propia realidad. Este se puede apreciar
en el tratamiento dado por Marx en la ya famosa
«Introducción» de la Contribución a la crítica del derecho
político hegeliano. Precisamente, el ajuste a ese principio
condujo a Marx a relegar la crítica a la religión en función
de la crítica de la sociedad, superando así las posturas
estrechamente antirreligiosas del pensamiento
materialista anterior a él: «La crítica al cielo se convierte
en crítica de la tierra».3
El abandono de tal principio no solo tiene una
consecuencia teórica, sino también práctica. Este, que se
asumió como respuesta política defensiva ante la acción
desestabilizadora de sectores reaccionarios de las iglesias
se manifestó en la interpretación generalizada de la
religión como fenómeno ajeno y adverso al socialismo
—en el mejor de los casos como consecuencia de las
desviaciones del mismo— y no como una parte ideal de
su propia existencia real, lo que se concretó en la puesta
en práctica de acciones que redujeran su «incidencia
negativa» y que aceleraran su desaparición como
ideología enemiga de esa sociedad. Ello completó el
panorama para la aparición de decisiones y actos de
contenido discriminatorio contra los creyentes en sentido
general.
Ahora bien, también se ha hiperbolizado el alcance
del ateísmo en la sociedad cubana, particularmente en la
conformación de una opinión pública en relación con la
religión.
No es difícil la constatación de reticencias —sobre
todo políticas— a nivel de la conciencia común respecto
a la religión en general y más concretamente a las religiones
institucionalizadas. Esto puede ser, aparentemente,
contradictorio en una sociedad donde hay una amplia
presencia de elementos de religiosidad en los estilos de
pensamiento de la mayoría de la población, de la cual
solo el 15% aproximadamente puede ser considerada
como no creyente.4
Claro que sin más explicaciones, esta cifra podría
conducir al equívoco, en el análisis de la religiosidad del
cubano, de pretender reducirla a los marcos de
determinada iglesia o confesión de las establecidas
institucionalmente en el país; intento que se percibe hoy
en las afirmaciones públicas de algunas personalidades
religiosas o de la intelectualidad. Esto significa desconocer
que la proporción de cubanos cuya religiosidad se
corresponde con cualesquiera de esas formas religiosas
—en las que lo sobrenatural es representado como parte
de un sistema doctrinal de complejidad más o menos alta,
con rangos y roles diferenciados, jerarquizaciones,
agrupamiento, aparatos éticos y en ocasiones hasta teorías
filosóficas y sociales; como pueden ser los sistemas
religiosos del espiritismo, el catolicismo, la Santería, el
Palo-Monte, el protestantismo (en sus variantes
tradicional, pentecostal o tardía), el judaísmo u otros
3. 8
René Cardenas Medina
En la Revolución, el proceso de socialización de las personas
de religiosidad difusa, alejadas de los sistemas doctrinales
establecidos y el de los no creyentes, ha sido más efectivo que
el de las personas cuya religiosidad se organiza al modo de
cualesquiera de dichos sistemas.
similares— no es superior, en Cuba, a la de no creyentes,
es decir, oscila entre el 13 y el 15%.
Es que la población cubana vive su religiosidad
mayoritariamente desvinculada de organizaciones
religiosas. Esto, más que en el sentido de la pertenencia,
tiene que ver con el modo concreto en que se estructura la
representación del sobrenatural; es, por tanto, en primer
lugar, una diferenciación en la lógica de la producción del
referente sobrenatural. Así, la más extendida entre la
población —entre poco más del 50%5
— es un tipo de
religiosidad difusa, de un alto grado de inmediatez y
sentido práctico en función de la solución de problemas
de la vida cotidiana, donde el referente sobrenatural
aparece representado tanto como fuerzas abstractas o
mediante la personificación en figuras o deidades
milagrosas, lo que refleja grados distintos en la evolución
de la lógica religiosa. Pero, por el modo en que se
manifiesta su estructura lógica esencial, se trata de un tipo
de religiosidad cualitativamente diferente de la que le
corresponde a aquellos modelos de mayor complejidad,
que han sido mencionados anteriormente. De ahí que todo
intento de apropiación de dicha religiosidad más
extendida, por parte de cualquier institución confesional,
resulte descalificado por ser errado, aun cuando puedan
existir lugares comunes entre ellos. Es propio de este tipo
de religiosidad popular la convivencia de símbolos y
figuras generados espontáneamente por la tradición
popular, con los producidos por otros sistemas religiosos
y que han sido aportados a la cultura nacional, pero
asumidos aquí, en función de los modos propios,
desconectados de los nexos, vínculos y referencias que en
aquellos les dan razón de ser y son traducidos como
entidades autónomas a la lógica de ese modo mayoritario
de vivir la religión; aquel que hizo equivocarse a
observadores extranjeros cuando en numerosas ocasiones,
desde el pasado siglo, definían al cubano como un pueblo
irreligiosos o indiferente en esa esfera. En ello se conjugan
razones históricas, culturales y hasta políticas; las mismas
que dieron lugar a un anticlericalismo extendido no solo
entre la intelectualidad librepensadora, sino que ha
abarcado a otros sectores de la población, y que ha sido el
sentimiento prevaleciente entre los cubanos en relación
con la religión desde mediados del siglo XIX.6
Por otro lado, regresando al tema que nos ocupa, debe
tenerse en cuenta que los procesos de cambio social,
particularmente las revoluciones, cuestionan la cultura
anterior —«de los padres»— como parte del orden social
que ha sido derrocado. La función de unidad social,
necesaria no solo para el funcionamiento de la sociedad,
sino también como seguridad individual, es puesta en duda
cuando aparecen propuestas de unidad social más
amplias o más novedosas; en resumen, más acordes con
el proceso que tiene lugar.
La efervescencia que acompaña a una revolución
como ciclo de actividad afectiva, según la entiende
Parsons,7
donde tiene lugar un proceso de
«dediferenciación», es decir de desmontaje de diferencias
sociales como parte de la discusión de las estructuras
anteriores, genera una potencialidad de realización social
e individual que resquebraja los patrones culturales,
sociales e institucionales aceptados hasta ese momento.
Tales procesos, que cuentan a su favor no solo con el
hecho de ser los portadores de lo nuevo, sino de hacerlo
con ese otro contenido afectivo, se convierten ellos
mismos en productores de sentido, rompen el monopolio
que hasta ese momento disfrutaban determinados
institutos sociales responsabilizados con esa función, e
imponen nuevos marcos referenciales y nuevos
contenidos a dicha producción. La convicción de la justeza
social y ética del proceso que tiene lugar le da fortaleza a
este y capacidad de movilización, resistencia y
enfrentamiento a todo lo que pretende retrotraerlo. El
propio Durkheim reconoce el «excepcional incremento
de fuerza y de energía característico de las épocas
revolucionarias»8
y que, en mucho, está dado por la
percepción —en la subjetividad de las personas— de un
sentido de participación y pertenencia a una entidad
común, que trasciende no solo la individualidad, sino el
propio sistema de estratificación social: la revolución.
El hecho de que la institución religiosa fuera entendida
como portadora de una verdad metaempírica, con
implicaciones en la vida cotidiana a través de hábitos,
valores, costumbres, etc., pero no identificada
directamente con la vida profana en sí, la preservó del
cuestionamiento al viejo orden, hasta tanto sus
representantes comenzaron a erigirse en abiertos
opositores al cambio. En la medida en que su discurso
asumió un contenido político, fue entrando en el espacio
sociocultural que estaba en disputa; su ubicación, opuesta
al proceso de cambio que tenía lugar, determinó que se le
identificara como parte de la estructura social que estaba
siendo desmontada.
Por supuesto que no solo razones directamente
clasistas determinaron la postura de oposición al cambio
asumida por jerarquías cristianas y sectores del clero o
de la feligresía. Entre las causas que se articularon, puede
mencionarse la educación pietista y la teología centrada
en la visión estrictamente personal del pecado, adecuadas
al orden existente, a las cuales les correspondía una
doctrina social que sacralizaba la propiedad privada y la
4. 9
Religión, producción de sentido y Revolución
democracia representativa y que, en el caso protestante,
hacía muy marcada la opción por el modo de vida
norteamericano; la imagen dantesca del comunismo
generalizada en la población, y el temor ante esa sociedad,
sobre todo luego del comienzo de la guerra fría; el
tradicionalismo institucional, que en la Iglesia Católica
no solo era un problema cubano. Recuérdese que aún no
había tenido lugar el Concilio Vaticano II, evento
reconocido como el paso a la modernidad al interior de
la Iglesia Católica universal, y que dejaría su huella no
solo en la dinámica teológica o religiosa, sino también en
la social y política de la América Latina contemporánea;
la negativa a aceptar una reorganización de la sociedad
que, en la práctica, significó un paso en la modernización
—y por tanto en la secularización y desacralización— de
todo el cuerpo social, y que implicaba fijar espacios
diferentes de los predominantes tenidos hasta ese
momento por dichas instituciones religiosas. Con ese
trasfondo, el nuevo orden social era percibido como una
amenaza a la autoridad y al poder eclesial, tanto en el
plano de lo simbólico como de lo real, por lo que su
proyección oficial fue más acompañante de la oligarquía
desplazada que de los sectores populares identificados
con la Revolución y movilizados a favor de ella.
Condicionada por el tipo de religiosidad del cubano,
y por la tradición anticlerical, entre otros factores, tal
coyuntura generó un grado de rechazo a ese instituto
social, incluso entre personas con creencias religiosas,
mucho antes de que pudiera hablarse en el país de una
educación o propaganda de corte ateísta. Como
ilustración, baste referir que a raíz de la derrota de la
invasión de 1961, y en relación con la presencia de tres
sacerdotes que acompañaron a la brigada mercenaria en
su desembarco por Playa Girón, varios templos de esa
zona fueron objeto de manifestaciones populares
espontáneas que instalaron en ellos banderas y carteles
con consignas revolucionarias.9
Es decir, que la aparición en el pueblo de un sentido
que contrapone la religión y la Revolución, no es el
resultado exclusivo de una labor de formación ideológica
en los principios del ateísmo, sino, ante todo, del propio
enfrentamiento contra los sectores que se opusieron al
proceso y fue asumido como sentimiento de clase. La
tesis, por la cual ha sido duramente criticado el ateísmo
dogmático, acerca de que el principal enemigo ideológico
del socialismo es la religión —idea que en cierta medida
se conserva entre las personas—, no se fijó solo por los
manuales de marxismo, sino que formó parte de las
convicciones y del discurso de líderes religiosos. La
declaración que harían pública los sacerdotes
acompañantes de la brigada mercenaria —luego de la
supuesta victoria—, justamente hacía referencia a que la
única ideología capaz de derrotar al comunismo era la
«ideología católica».10
El discurso de la jerarquía que descalificaba al
activismo social revolucionario como contradictorio con
la fe y validaba a su opuesto como el auténticamente
cristiano, profundizó en la percepción popular la brecha
entre lo religioso y lo revolucionario. A ello se le añade
la emigración de un alto número de líderes, sacerdotes y
pastores —incluida parte de algunas direcciones
nacionales de iglesias— junto a cerca de la mitad de la
feligresía cristiana, en momentos en que ese paso había
adquirido una definida connotación política.
Otro proceso similar, pero en el propio país, se verificó
con el considerable número de personas que en aquellos
momentos abandonaron las iglesias, las prácticas y hasta
las creencias religiosas. De ellos, muchos tomaron esa
decisión luego de un conflicto que tuvo su origen en lo
político, como rechazo ante la actitud que las jerarquías,
y otros sectores de las membresías, adoptaron frente al
joven proceso.
La condición paradójica en que se encontraron los
creyentes revolucionarios que mantuvieron su
membresía en las instituciones religiosas —acusados, por
ser creyentes, por los revolucionarios desde fuera y, por
revolucionarios, por los creyentes desde adentro—
contuvo en muchos casos una reacción más firme y
organizada de estos, tanto hacia afuera como hacia adentro,
en defensa de la autenticidad de sus posiciones y lo
orgánico de estas. Esta coyuntura, agravada por el éxodo
de las iglesias de los simpatizantes con la Revolución,
limitó la posibilidad de una contestación antijerárquica,
articulada desde dentro mismo del campo religioso.
Todo lo anterior dio lugar a la formación de una
opinión compartida por gran parte de la población
(creyente o no), por cuadros políticos y líderes religiosos,
acerca de la imposibilidad de toda conexión positiva entre
la fe religiosa y una actitud revolucionaria, lo que significó
asumir y reforzar la dicotomía propuesta por el mensaje
pietista de la jerarquía,11
que oponía —como antagónicas—
dos esferas esenciales de la integridad humana del
creyente: la religiosa y la sociopolítica.
La bifurcación entre la proyección política
revolucionaria y la fe fue acatada como una verdad
irremediable de este proceso social y de la religión, incluso
por creyentes identificados con el proyecto de la
Revolución.
En medios cristianos ecuménicos fue donde se generó
un referente distinto al que había —y ha— prevalecido en
la percepción de muchas personas en cuanto a la relación
entre la religión y la Revolución. Lo que hemos dado en
llamar Nueva Teología Cubana (NTC)12
para un mejor
abordaje sintético, y que abarca toda la reflexión teológica
desarrollada al influjo de ese espacio, elaborada
principalmente por personalidades del protestantismo
tradicional y aislados exponentes de otras iglesias
(evangélicas o católicas), es el esfuerzo más orgánico y
sistemático por romper con el modelo pietista y producir
un pensamiento religioso desde la realidad y organización
social cubanas. Con una comprensión no acrítica de la
trascendencia del cambio social iniciado en 1959, ha
incorporado a su hacer temáticas, preocupaciones y
problemas que tienen que ver con lo ocurrido en el país
en estos tres decenios. Su particular abordaje de la fe, su
capacidad de análisis social y su vocación política a favor
de los sectores populares, la aproxima a otras corrientes
contemporáneas como la teología de la liberación
5. 1 0
René Cardenas Medina
latinoamericana, aunque con énfasis y personalidad
propias. Para Cuba, que ha sido una importadora de
teología, la NTC adquiere la significación de ser el
pensamiento teológico de mayor congruencia entre la
coyuntura sociohistórica que le da origen y la realidad en
que es consumida como producto cultural simbólico. Sin
embargo, a pesar de que su propuesta central gire en torno
a la razón de ser de la comunidad religiosa en una sociedad
como la cubana, a las implicaciones que esto tiene para la
fe, y al carácter que la propia fe asume cuando el
compromiso del hombre es el de construir el futuro de
todos y no solo el individual, su alcance como referente
religioso válido para el creyente cubano ha estado
restringido a determinados círculos más bien identificados
con el ecumenismo. Tal vez en ese plano se encuentre
hoy uno de los retos más grandes a que se enfrenta este
pensamiento teológico, que se propone abordar más
armónicamente el vínculo de la proyección ciudadana
del creyente con su fe, en un medio donde un aspecto no
es ajeno al otro.
Un estudio al interior del pastorado protestante
histórico descubrió nexos entre las inclinaciones
teológico-religiosas y la proyección y participación
sociales del individuo. Así, los menores índices de
conservadurismo religioso —entendido en su
manifestación alrededor de las inclinaciones litúrgicas,
preferencias teológicas, contenido de la prédica, carácter
de la congregación, actitud ante la cooperación
interdenominacional y ante el papel femenino en el
liderazgo de la iglesia, entre otros— se correspondían con
los de mayor proyección y participación social, mientras
sus opuestos mantenían similar relación.13
Es evidente que alrededor de la asimilación como
propias de actividades que trascienden el interés
individual, no basta con la referencia al elemento clasista.
Otros significantes tienen también que ver con esto.
Estudios realizados a fines de la década del 8014
muestran que la participación de las personas con
creencias religiosas, en las tareas que ha tenido que
acometer colectivamente la sociedad cubana, ha sido
proporcionalmente más baja que la de los no creyentes.
Al analizar la intervención de los individuos en tareas
tales como movilizaciones agrícolas, las zafras, la
alfabetización, la construcción de obras de beneficios
comunitario y social, las misiones internacionalistas
civiles o militares, las responsabilidades asumidas en
organizaciones sociales o representando a sus
conciudadanos en eventos de significación social o ante
el Estado y otras, que abarcan las esferas laboral,
educacional, sociopolítica y de la defensa, se constató una
tendencia general que indica que a medida que se
estructuran más las representaciones de lo sobrenatural,
es más bajo el grado de participación del individuo en
dichas tareas sociales. Similar tendencia se manifiesta en
relación con la integración a organizaciones de masa o
sociales como los Comités de Defensa de la Revolución
(CDR), la Federación de Mujeres Cubanas (FMC), la
Central de Trabajadores de Cuba (CTC), las Milicias de
Tropas Territoriales (MTT) y otras.
Esta constatación obliga a concluir que, en la
Revolución, el proceso de socialización de las personas
de religiosidad difusa, alejadas de los sistemas doctrinales
establecidos y el de los no creyentes, ha sido más efectivo
que el de las personas cuya religiosidad se organiza al
modo de cualesquiera de dichos sistemas (sea espiritista,
católico, santero, presbiteriano, adventista u otro). Si se
tiene en cuenta que no se trata del análisis de la religiosidad
de sectores antagónicos en la estructura social y que, por
tanto, las tendencias observadas no son testimonio de
una reacción clasista ante la transformación de la
sociedad, sino que, todo lo contrario, estamos ante grupos
que se caracterizan proporcionalmente por la presencia
del elemento popular —obreros y campesinos—, cuyos
padres también lo fueron, debe considerarse entonces la
significación del elemento simbólico. La inhibición que
alrededor de la participación y la integración a
organizaciones populares se verifica, es de una u otra
forma resultado del conflicto que a nivel simbólico-
religioso tuvo lugar como parte del proceso por la
afirmación de la Revolución.15
Uno de los elementos centrales referidos a lo aquí
tratado, estriba en la producción de sentidos. En ello está
implicado el hecho de que el enfrentamiento más agudo
en el campo religioso se resolvió políticamente. Este
concluyó con la derrota política de la reacción
eclesiástica, pero con la ausencia de una lectura religiosa
alternativa a la propuesta jerárquica que cumpliera la
función de traducir el nuevo proyecto social a la fe, con
excepción de la NTC, pero que, como se vio, no ha tenido
el grado de incidencia suficiente para constituirse a nivel
social en esa alternativa. Esta situación condujo a que la
única referencia simbólica religiosa reconocida por la
población se expresara en términos históricamente no
correspondientes al nuevo contexto social, dado que en
la percepción pública no hubo superación de dicho
referente simbólico. De hecho se conservó un esquema
donde —como esferas desconectadas— la fe religiosa no
es interpelada por la práctica social ni viceversa. Tanto a
nivel de la conducta individual del creyente, como de la
colectiva, ello reafirmaría el carácter supuestamente
irreconciliable entre la religión y la Revolución, lo que
implicaba validar aquella lectura pietista como la única
lectura que desde la religión podía hacerse en el contexto
cubano. Los intentos diversos de este, de producir una
visión íntegra del creyente en su vida social, eran —han
sido— considerados como politización de la fe, y
abandono de lo auténticamente religioso. Se trata, en
resumen, más que de otra cosa, de un conflicto de sentidos.
La cuestión de la producción de sentidos de contenido
religioso, estaba ubicada en el mismo centro del conflicto,
aunque su percepción se dificulte, pues ha tenido lugar
en medio de un gran despliegue de esfuerzos políticos a
favor y en contra de la afirmación de las nuevas estructuras
sociales. El rápido proceso de desacralización, tanto de
la naturaleza como de numerosas esferas de la sociedad,
los requerimientos participativos de la joven Revolución,
el reordenamiento de la distribución de las riquezas, el
protagonismo de sectores y clases sociales históricamente
6. 1 1
Religión, producción de sentido y Revolución
subordinados en la economía y la política nacional, y la
rápida movilidad social con nuevas perspectivas de
realización individual y colectiva, la brusca ruptura de la
percepción del espacio social en la subjetividad humana
y otros procesos similares, estremecieron no solo la
estructura de la sociedad cubana, sino también a los
propios sistemas religiosos, cuyos esquemas, discurso y
referentes —hasta ese momento válidos en función de la
reproducción de relaciones sociales diferentes— se
enfrentaron al conflicto lógico de resultar inadecuados
para la reproducción ideal de la nueva realidad social.
La resistencia al cambio es una respuesta esperada en
toda transición cultural, sobre todo cuando en ella están
involucradas instituciones encargadas de la elaboración
y resguardo de esos mismos sentidos que están expuestos
al cambio. Tal reacción es habitualmente del tipo: «si una
realidad deja de ajustarse a los modos en que está
concebida, es necesario reajustarla, llevarla de nuevo a su
forma ‘auténtica’». Y más aún cuando ese «modo de
concebirla» aparece avalado por provenir de la fe. De ese
modo, la crítica a la Revolución por parte de las élites
jerárquicas de dichas instituciones, fue sustentada en la
contradicción insalvable entre el proceso cubano y «los
principios inmutables, puros de la tradición».
Es decir, la cuestión es más profunda que un simple
enmascaramiento tras una fachada religiosa de la lucha
política contra la Revolución —aunque de eso, hubo, hay
y podrá haber— ni un enfrentamiento de la religión con
la Revolución. Se trata principalmente del conflicto entre
los patrones caducos de apropiación religiosa de la
realidad y la necesidad del establecimiento de patrones
religiosos nuevos más adecuados a la nueva coyuntura
histórica.
En tal sentido, es más propiamente un conflicto al
interior mismo del campo religioso y cuya real solución
solo ha de emerger de dicho campo y no del político, aun
cuando se inserte en el proceso de transición a que está
sujeto todo el cuerpo social y esa solución pase en grado
considerable por opciones y definiciones políticas. Pero,
es del campo religioso.
Sin embargo, al igual que otros procesos sociales, no
resulta fácil percibirlo de modo inmediato en su esencia.
Incluso los propios protagonistas lo asumen no como lo
que es, sino como un conflicto con lo que ha —o con los
que han— hecho cambiar las anteriores formas
«verdaderas» de organización social. Por su parte, estos
últimos lo que perciben es la reacción de los primeros y
responden en consecuencia, lo que origina una escalada,
o mejor un seudoconflicto, que lejos de conducir a la
solución real obstaculiza su consecución.
Justamente, una de las responsabilidades del científico
social radica en intentar descubrir los reales conflictos
tras los aparentes y contribuir a la eliminación de los
impedimentos y a establecer el clima adecuado que
conduzca a su solución real.
Debatir socialmente lo relacionado con los referentes
religiosos —aun cuando parece una tarea principalmente
de teólogos, pero en la cual los científicos sociales pueden
y deben contribuir mediante el aporte de los resultados
de sus estudios— es una tarea de cierto grado de urgencia
en la sociedad cubana contemporánea. La coyuntura en
la que el fenómeno religioso se ha desarrollado en el país
—como se ha visto— ha marcado deformaciones en la
percepción de las personas tanto acerca de lo religioso
propiamente dicho, como de su connotación social y
política. A ello contribuye la extensión de un modelo
tradicional de pensamiento en la población, más dado a
la asimilación de los fenómenos en su manifestación
externa que en la complejidad de sus esencias.
El debate acerca del socialismo, la caída del modelo
que se siguió en Europa, la crisis por la que atraviesa
Cuba hoy, y las medidas de reajuste económico (y social
y político) fijan en variados sectores populares una
sensación de derrota —en la que hay responsabilidad de
los dirigentes políticos, al presentar esos reajustes como
«concesiones» y no como vías de perfeccionar y de
enriquecer el socialismo en las actuales condiciones del
mundo— y, además, de desubicación social, lo que
oscurece aún más la percepción por las personas de los
fenómenos sociales en su movimiento conflictual y no
lineal.
El aumento del espacio social por el que transita hoy
la religión es interpretado en muchos casos como una
confirmación de la sensación referida anteriormente, ya
que es vista —por unos con alarma, por otros con
triunfalismo, por los más con asombro— como la
expansión de una forma de conciencia «opuesta» al
socialismo. Esta última consideración, por otro lado, ha
viciado en numerosos casos, a favor o en contra, el
acercamiento de personas a grupos o instituciones
religiosas con independencia de sus sentimientos
religiosos o no. Lo anterior es consecuencia de la visión
deformada que se ha extendido en la población y que, de
hecho, obstruye la comprensión de la sociedad, la
realización individual de las personas y su participación
constructiva en el progreso social. Un debate teórico
público, amplio, respetuoso y sobrio, que ayude al
esclarecimiento por la vía de aportar criterios de valor
para la educación de la capacidad de análisis, y no juicios
prefijados, debe tener prioridad en la ruptura del
anquilosamiento mencionado, que como tal, es uno de
los obstáculos para la comprensión del fenómeno
religioso, no como mal irremediable ni como opositor
político, sino como uno de los modos en que se expresa la
subjetividad del hombre en las condiciones concretas de
su vida.
El reconocimiento de la religión como integrante de
la realidad social cubana como reflejo y a la vez partícipe
de la producción de esa propia realidad, y no como huella
del pasado ni como entidad suprasocial ajena a los
conflictos, aciertos y errores de la Cuba de hoy —lo que
implica la superación de precondicionamientos políticos,
tanto desde la izquierda como desde la derecha— resulta
indispensable para alcanzar la normalidad en su dinámica
en el país.
Normalidad en la sociedad no implica estar exento
de conflictos, sino enfrentarlos y superarlos como única
fuente de desarrollo. Uno de esos conflictos a superar es,