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331
—No irá a decirme que hay fantasmas en esa casa,
Manuel.
El taxista se volvió y señaló hacia una loma cercana,
en la que apenas se percibía vegetación, a pesar de
que estaba rodeada por un espeso bosque de árboles
de tipo tropical.
—En la casa, no sé; en todo caso, están allí, en el
«Cementerio de los Esclavos».
—¿Cómo?
—Allí eran enterrados los que morían cuando se
construía la casa. Dicen que fueron cientos los que se
dejaron los huesos en el trabajo. Muchos murieron de
agotamiento o de fiebres; hace siglo y medio, la
comarca era espantosamente malsana, pero también
murieron muchos, azotados cruelmente por brutales
capataces y algunos hasta ahorcados o fusilados, al
negarse a trabajar. Un día, dice la leyenda, los
espectros de quienes construyeron esa casa, se
levantarán y tomarán venganza de los suplicios a que
fueron sometidos...
332
—¿Qué haces tú aquí sola en el bosque? —Se rio,
como olvidándose de sus dolores y de su mala
suerte—. ¿No sabes que si te encuentras a solas con
un malvado en el bosque te pueden ocurrir cosas
divertidas?
Volvió a reírse mientras le acariciaba los muslos, el
vientre, subiendo sus manos hacia los redondos
senos. Sentía un morboso placer en aquellas caricias
a la estatua.
—Si fueras de carne y hueso, sería otra cosa. La
verdad es que te hicieron muy hermosa. ¿Quién te
esculpió y por qué te dejó aquí, sola en el bosque?
No supo si es que la lluvia le estaba mojando los
ojos o que lo que estaba viendo era una realidad
fantásticamente tétrica: La figura abrió los ojos...
333
—¿Conoce el Circo del Horror?
—¿Cómo dice, señor?
—Me ha oído perfectamente.
—Sí, por supuesto... El Circo del Horror... No, no,
señor... No lo conozco.
—Empezó a funcionar hace poco más de un año.
Es la antítesis del clásico circo. Ningún parecido
con el Barnum, el de los Ringling Brothers o el
Clyde Beaty. En el Circo del Horror no hay risas,
música ni alegría. Sobre la pista únicamente el
horror más espeluznante. El espectáculo corre a
cargo de seres deformes, tullidos, tarados... En las
jaulas no lleva osos, leones, elefantes ni demás
animales circenses. Su especialidad son las bestias
monstruosas que la Naturaleza suele engendrar
caprichosamente. También engrosan su zoo los
clásicos animales del terror. Tarántulas, serpientes
de cascabel, ratas, escorpiones...
334
El último libro de Olivia Grant titulado: «¡A Satán le
gusta el whisky!», iba ya por la octava edición. Había
sido traducido, además, a catorce idiomas. Sí.
«¡A Satán le gusta el whisky!», estaba siendo una mina.
Un auténtico filón de oro.
Todo era humor. Y humor del bueno.
La obra, desde su primera página hasta la última, era
una sucesión de hechos a cuál de ellos más ingenioso y
más divertido.
El protagonista principal, como ya se desprendía del
título de la obra, era Satán. Un Satán totalmente
distinto al descrito y utilizado por los demás autores
hasta entonces.
Simpático. Alegre. Bonachón...
No tenía ningún defecto, si se exceptuaba el que ya
revelaba el título de la obra: que le gustaba demasiado
empinar el codo.
Era lo mejor de la obra, las continuas borracheras que
pillaba el demonio, y que le obligaban a cometer los
actos más cómicos y disparatados…
335
De súbito, la bestia se inclinó hacia abajo y lanzó su
boca contra el vientre fláccido de la vieja, mordiéndola.
La mujer lanzó un grito que resonó en todo el caserón,
y los demás asistentes cantaron a coro, vivamente
excitados. Agitaban las velas en sus manos, mas no se
atrevían a abandonar su posición, postrados de rodillas.
Ante sus ojos atónicos, lo que estaba ocurriendo era
increíble.
La serpiente seguía con sus dientes clavados en el
vientre de la vieja, justo por encima del vello del pubis,
mientras ella, sin cesar de estremecerse, se
transformaba.
Su cabello dejaba de ser canoso para tornarse negro y
abundante; los pellejos y arrugas desaparecían de todo
su cuerpo, y las formas se redondeaban sensualmente.
El rostro cambiaba por momentos, mientras el coro de
cantos lúgubres era ahora un auténtico clamor…
336
—No hay reloj.
—¿Qué?
—He... he buscado por toda la casa el reloj que dio
aquellas campanadas, y no está.
—Vamos, Amanda...
—¡No hay ningún reloj! Roy, me las he arreglado para
ir con uno u otro de vosotros por toda la casa, he
buscado por todas partes..., ¡y no hay ningún reloj en
la casa!
—Cuando sonaron aquellas campanadas era más tarde
las seis —murmuró—, lo que significa que el reloj en
cuestión va atrasado. Ya verás cómo no tardará mucho
en tocar las siete, Amanda.
—¡Te digo que no hay ningún reloj en la casa! ¡Oh,
por Dios, Roy, no soy ninguna niña torpe...! ¡He
mirado bien en toda la casa, y te digo que no hay
ningún reloj...!
¡DANG... DANG... DANG... DANG... DANG...
DANG... DANG!
337
Todos ya allí pudieron ver cómo se iba poniendo
amoratado por instantes.
Un color que le empezaba en las manos y en los pies y que,
de un modo rápido, le invadía brazos y piernas.
Un color amoratado que no tardó en convertirse en negro.
Un color negro que evidenciaba a las claras una galopante
gangrena. Una gangrena que ya dejaba ver zonas
amarillentas, delatando pus...
Seguía gritando de dolor. Pero no sólo de dolor, sino de
miedo, de espanto, de terror. Comprendía que cuando el
color amoratado de sus piernas, que iba subiendo
rápidamente, y cuando el color amoratado de sus brazos,
que iba bajando, se unieran, eso significaría su muerte. Ese
color, que se hacía casi negro en el acto, convertido en
monstruosa gangrena, equivaldría al final de todo.
No se equivocó en sus temores. La gangrena, esa galopante
gangrena cuya motivación nadie podía explicarse, acabó
con él en pocos, en poquísimos minutos…
338
—¿No será que, pese a su ciencia como médico, su
sentido racional, no ha dejado de pensar que podía
existir un lazo sutil, paranormal, como se dice ahora,
que une el pasado con el presente, como si ese
buque lleno de locos condenados a morir de forma
espantosa en la soledad del mar, donde nadie iba a
presenciar tan terrible agonía, hubiera perdido el
sentido del tiempo?
—Puede que sufriéramos una alucinación colectiva,
puede ser; pero algo debió de provocarla, y ese algo
no eran drogas ni alcohol, ni ninguna clase de
depravación, con las que suele acusarse a la
juventud con tanta facilidad.
Ahora sabía algo más, algo que sólo añadía
confusión a todo lo que estaba sucediendo.
¿Había visto ella a seres desaparecidos en el mar,
hacía muchas décadas? Espectros, quizá...
339
No podía gritar, no podía detener la maldita navaja, no
podía abrir la puerta... Quedó en la bañera, las piernas
colgando por fuera, sin fuerzas para levantarse.
La navaja fue nuevamente en su busca. Lentamente.
Siniestramente.
Como si disfrutara con la angustia y con el sufrimiento
de su víctima.
Aunque sabía que no lo conseguiría, intentó atraparla.
En efecto, no lo consiguió. La navaja parecía tener vida
propia y esquivó su mano con facilidad para, apenas un
segundo después, herirle en el hombro.
Y casi enseguida en el otro hombro.
Y en la mejilla.
Y en la otra mejilla.
Y en el muslo.
Y en el otro muslo.
Y en el vientre...
Todos sufrirían el peso de suvenganza.
La venganza de una bruja…
340
Fue tal el impulso que tomó y tan afilada estaba la hoja, que
la punta salió por el otro lado del hermoso cuello. Empezó a
extraer la daga del cuerpo de la joven que seguía con los
ojos abiertos y una sonrisa en sus labios.
Los cinco personajes encapuchados se hallaban atónitos, ya
no cabía dudar de cuanto se les prometía.
¿Qué importaba compartirlo todo con él? Si morían, nada
habría de quedarles, desaparecerían y ninguno de ellos
deseaba morir.
—¡Quiero ser la víctima en tu ceremonia de la inmortalidad!
—le suplicó uno de los hombres.
—¡Yo primero! —Clamó una anciana arrodillándose,
cogiéndose a sus rodillas— ¡Te daré lo que tengo!
Él suspiró, sonriente y triunfador.
—Todos, todos seréis inmortales, pero en ceremonias
separadas. Yo os diré cuándo estará preparado cada uno de
vosotros y cuando os llame, vendréis.
—Yo quiero ser inmortal ahora —suplicó la vieja que se
había arrodillado a sus plantas pese a la dificultad que para
ella entrañaba aquella acción humillante…
341
Con toda seguridad, la historia de la tumba debe de ser
fascinadora.
—Terrible —calificó Constance.
—¿Cómo?
—So lo diré en pocas palabras. Antes de casarse con el
señor de la comarca, Constance tuvo un amante...
»A lord Elgin la huida de éste le pareció una confesión de
culpabilidad y, sin más, hizo preparar esta tumba para la
mujer a quien calificaba injustamente de infiel, y cuando la
tuvo lista, la trajo y la sepultó viva. Hasta entonces,
Constance había permanecido en un calabozo encadenada,
sin que nadie osara oponerse a los violentos deseos de lord
Elgin.
—La emparedaron —exclamó horrorizado.
—En efecto. Lord Elgin hizo que colocasen la losa que
cerraba la tumba, en la cual no quiso poner ninguna
inscripción, dado que consideraba a su esposa indigna de
ningún epitafio…
342
—Estás satisfecha, ¿verdad?
Ella aproximó su rostro al espejo y se escrutó, pero la cara no
había cambiado en absoluto.
—¿Y la cara?
—Todo llegará, todo llegará si tú lo deseas.
—¡Claro, claro que lo deseo! —exclamó acercándose a la bola
sin cubrirse, como ofreciendo al espectro su hermosa
desnudez.
—Tú eres ahora la dueña de esta bola en la que yo me hago
visible; tú eres mi protegida porque has hecho los conjuros.
—Sí, sí, soy tu protegida, tu esclava. He matado, he manchado
mis manos de sangre, he hecho lo que me exigiste.
—Y has tenido tu premio.
—No es suficiente.
El espectro se rio sonoramente. Era horrible mirarlo y le
costaba mantener los ojos sobre aquel rostro cadavérico, pero
sus ansias de rejuvenecerse cuando ya se veía abocada a la
menopausia, eran tan grandes que estaba dispuesta a hacer lo
que le pidieran…
343
De repente, sonaron unos pasos que se acercaban a la
taberna. La puerta se abrió bruscamente. Un hombre
apareció en el umbral. Ofrecía un aspecto espantoso.
Algo parecido a una garra de fiera salvaje le había
desgarrado por completo el lado izquierdo de la cara.
Colgajos de carne pendían sangrientamente, dejando al
descubierto el blanco de los huesos. Faltaba el ojo de
aquel lado.
La chaqueta estaba abierta y la camisa, desgarrada,
permitía ver el torso, en el que se divisaba una extraña
marca rojiza, una raya vertical, cruzada por tres
horizontales. El hombre tenía la boca abierta y quería
gritar, pero no podía emitir el menor sonido.
Súbitamente, Effie lanzó un estridente chillido. La jarra y
la bandeja se desprendieron de sus manos y cayeron al
suelo con gran estrépito.
—¡Es el señor Dearden!
Al ruido, Dearden pareció sufrir una sacudida. Emitió un
ronquido que no tenía nada de humano, sus rodillas se
doblaron y, venciéndose hacia adelante, se estrelló de cara
contra el suelo…
344
—¿Yo soy un bicho? Está bien... Tienes
razón. Ahora soy un bicho, pero no siempre
fui así. Era más alto y fuerte que tú, más
hermoso... Es verdad, ahora soy un bicho
repugnante, pero vosotros sois algo peor que
yo: ¡sois solamente carroña, y yo me
encargaré de que os devoren los buitres! Os
dejaré... os dejaré convertidos en sucia
carroña, os serviré a los buitres que acudirán
en cuanto sepan que la carroña está servida...
¡Hijos de puta, malditos, vais a llorar
lágrimas de sangre antes de que quedéis
servidos como carroña!...
345
—Y además, están las tijeras —apuntó Warren Scott,
mordiendo la punta de su lápiz.
—¿Fueron unas tijeras, realmente? —interrogó Manning.
—Sin lugar a dudas. Esta vez, el asesino las dejó en el
cuello de su víctima. Le bastó un solo golpe para
destrozarle la garganta. Mi siquiera pudimos arrancarlas de
profundas que estaban incrustadas en la herida.
—Cielos... —Mike meneó la cabeza, confuso, aturdido—.
Todo esto es enloquecedor, sheriff. Mueren todos los que
causaron algún mal a una niña difunta. Mueren del mismo
modo que ella murió.. Y una negra medio trastornada, va
por ahí cantando una nana a la niña muerta...
—Y eso que aún no sabe lo peor —rio entre dientes Scott
son sorna.
Mike se volvió a él vivamente, con sobresalto.
—¿Hay algo peor? —indagó, perplejo.
—Vaya si lo hay —rezongó Laskey apartando a algunos
curiosos de la entrada a la oficina postal—. Venga, se lo
contaré dentro. Es mejor que la gente no sepa eso, o van a
empezar a ver fantasmas...
346
Se esforzó por tranquilizarse. Pero, de pronto, la saliva se
le quedó materialmente paralizada en la boca y los dientes
empezaron a castañearle, dando furiosamente unos contra
otros. Acababa de ver que tenía las muñecas heridas,
sangrantes, sobre todo la de la mano derecha.
Pestañeó. No podía creerlo. Ella sabía que cuando se
acostó no le sucedía nada a sus manos. Temblando, se
miró mejor a sí misma. Un gemido ahogado subió por su
garganta y salió roncamente por entre sus labios. ¡Sobre su
cuerpo había varias manchas de sangre!
Saltó de la cama tratando de huir de sus sospechas.
Pero al poco había de quedar inmóvil, realmente
paralizada. Dominada por el espanto, por el horror.
Acababa de ver su ropa...
Acababa de ver la blusa azul con florecillas blancas y la
falda de color beige, plisada. Lo que llevaba encima antes
de acostarse. Lo mismo que vestía en el sueño. La blusa
estaba rasgada, deshecha, y la falda también se hallaba
medio destrozada... No, no era posible… Pero sí, era
posible…
347
—Está bien, Polo —dijo, bonachón—. Yo me llamo...
—Ya sé, no siga. Usted se llama Eustace Miller.
—¿Cómo lo sabe? —Se asombró el joven—. Nunca nos
habíamos visto antes...
Polo le guiñó un ojo.
—Es que soy un diablo y, como tal, tengo ciertos
poderes. Pero me encuentro muy apurado, porque tengo
que llevarle un alma a mi jefe y en un billón de billón de
años, que es el tiempo que hace que fuimos arrojados del
paraíso, nunca he podido conseguir lo que para un
demonio es tan fácil como para un humano sonarse las
narices. Con perdón —añadió cortésmente.
Miller decidió seguir la broma al individuo.
—De modo que es un diablo en apuros —dijo.
—Sí —contestó Polo tristemente—. Imagínate... Me
permites que te tutee, ¿verdad? Tú puedes hacerlo
también... Bueno, como iba diciéndote, mi gran jefe se ha
cansado ya de mí y me ha ordenado que le lleve un alma
o, de lo contrario, me expulsará del infierno…
348
Mientras míster Logan en persona le servía, el juez
Window se atrevió a preguntar:
—¿Es usted alemán?
—No, tengo ciudadanía suiza.
Míster Logan le tendió una gran copa en la que se
movía el selecto coñac y presentó al profesor
Wasserman sus invitados. Al final, explicó:
—El profesor Wassermann es un experto en
espectrología, ocultismo y otras ramas de la
paraciencia. No vayan a creer ustedes que es un
charlatán, no, es catedrático de Universidad y pertenece
a varios centros de investigación. Ha dado conferencias
en la Sorbona, Oxford y hasta en la lejana Yale. He
invitado al profesor Wassermann para que pase unos
días en mi residencia como invitado y pueda investigar
ese extraño y secreto fenómeno del fantasma del Midas
Building. —Se encaró con el suizo y continuó—:
Profesor, como ya le expliqué, tenemos un fenómeno
desagradable que quiero que termine y, por supuesto,
que no trascienda; este caso es secreto…
349
La reconoció.
Pese al encanecido pelo y la extremada palidez de su rostro.
Los ojos parecían más hundidos. La enteca expresión de
sus facciones hacía que los pómulos se marcaran sobre la
piel. Su delgadez resultaba alucinante, pero para Browne
no había la menor duda. Era ella. Helen.
Arthur Browne ya no encendió la lámpara, sino que se
abalanzó sobre el interruptor acoplado junto al cabezal del
lecho. Iluminó la habitación y el terror se acentuó en
Browne. La mujer vestía un gris uniforme compuesto por
ancha chaqueta y larga falda. Iba descalza.
—Helen... estás muerta... no es posible...
Los ojos de la mujer poseían un brillo infrahumano. Sus
facciones, inexpresivas, como acartonadas, semejaban una
máscara de cera. Lentamente extendió los brazos.
Tendiendo sus manos hacia el horrorizado Browne.
—Arthur, mi amor... he venido a buscarte...
Browne retrocedió.
—No... no eres real... ¡Esto es una pesadilla! ¡Vete!
¡Vete!... ¡Vuelve a la tumba, Helen!
350
El elegante Jorg Thiede, antes de abandonar el camerino,
rogó:
—No hable de esto con nadie, Inge. Este tipo de cosas me
gusta hacerlas con discreción.
—Descuide, Jorg —sonrió la artista.
Jorg Thiede salió del camerino.
Inge Zinn, muy contenta, por los dos mil quinientos
marcos que iba a cobrar por su sesión privada de strip-
tease y porque esta ha segura de que el atractivo de Jorg y
ella acabarían en la cama, se despojó rápidamente de la
bata y procedió a vestirse.
De haber sabido lo que realmente le esperaba en la casa a
la que Jorg Thiede iba a llevarla, no se hubiera sentido tan
alegre.
Ni siquiera un poquito alegre.
Ninguna mujer podía sentirse alegre en una mansión tan
antigua y tan siniestra como aquélla.
Las que la conocían, la llamaban «La mansión de los mil y
un horrores».
Y el nombre estaba plenamente justificado.
Inge Zinn por desgracia para ella, lo iba a comprobar muy
pronto…
351
Su rostro comenzó a transfigurarse. Se pintó en él una mueca
de horror, la boca se le desencajó. Los ojos se le abrieron
alucinados, como queriendo saltar de sus órbitas.
Pareció querer gritar algo y cayó hacia adelante cuan largo era,
dando un golpe sordo contra el suelo de parquet. Varias
mujeres ahogaron un grito.
Él se lo quedó mirando y preguntó:
—¿Hay algún médico entre ustedes?
Dos hombres se adelantaron hasta el caído. Inspeccionaron el
cuerpo y luego alzaron sus rostros con preocupación. El mayor
de ellos dijo:
—Ha muerto.
Su colega añadió:
—Parece increíble, pero podría jurar que ha muerto de terror.
Ella se había quedado como helada, no sabía qué hacer ni
cómo reaccionar ante la súbita e inesperada muerte de su
compañero.
Desvió la mirada hacia el otro y comprobó que éste tenía sus
ojos profundos y misteriosos clavados en ella. El miedo la
hizo retroceder poco a poco, alejándose más y más de él…
352
»Querido jefe:
»Sigo oyendo que la policía me ha capturado, pero la
verdad es que aún no han dado conmigo. Me he reído
mucho al ver que todos se las dan de inteligentes y
hablan de haber encontrado la pista segura. No cesaré,
sin embargo, de destripar putas mientras tenga fuerza
para ello. El último trabajo me salió bordado. A ver
quién hay por ahí, capaz de echarme mano. La mujer no
tuvo ni tiempo de dar un solo grito.
»Me gusta mi labor y tengo ganas de empezar de nuevo.
Pronto sabréis de mí y de mis divertidos juegos. La
próxima vez enviaré las orejas de la mujer a los policías,
sólo por gastarles una broma. Retengan esta carta, hasta
que haga algún trabajo más. Luego, ya pueden darla a
conocer.
»Mi arma, bien afilada, está en condiciones de entrar en
acción y de presentarse una oportunidad, quiero
aprovecharla.
»Les deseo buena suerte. Suyo atento:
Jack "el Destripador"
353
—¿Señor? —dijo la camarera.
—La señorita y yo venimos a visitar a un amigo, que vive en
un lugar denominado Weston Court. ¿Podría usted indicamos
el camino?
La mujer les miró estupefacta.
—No pensarán en ir allí, «ahora» —exclamó.
—Por supuesto; es ya de noche y estamos un poco cansados.
Pero nos gustaría ir allí, mañana, de día.
—Señorita —intervino Stella—, parece ser que ese sitio no le
resulta demasiado agradable.
—A nadie, en Squellagh, le puede gustar un lugar denominado
«Los Límites del Infierno». El infierno empieza allí.
—¿Por qué dice eso, señorita? —inquirió.
—Hace muchos años, se cometieron una serie de crímenes
espantosos. La gente dijo entonces que aquello había sido un
infierno.
—Por tanto, las tierras que circundan Weston Court son los
límites de ese infierno.
—Sí, señor. Además, es un paraje horrible, nada atractivo... Es
la tierra más lúgubre que uno pueda imaginarse. No crecen
árboles, todo son rocas y matojos...
354
No se oía el menor sonido en la sala. De pronto, Nephertys
alargó las manos y puso la punta de la espada apoyada en su
pecho, un poco más abajo de los senos. Luego tiró hacia sí.
La espada se hundió profundamente en su cuerpo. Bolton dio
un salto.
«¿Así terminaba la danza de la espada?», se preguntó.
Pero, repentinamente, vio correr hilos rojos por el blanco
vientre de la danzarina. Nephertys emitió un horrible alarido,
que fue percibido en el más alejado rincón del teatro, merced
ni absoluto silencio que reinaba en el ambiente.
Nephertys volvió a gritar. La sangre fluía ya a torrentes. No
era un truco, advirtieron la mayoría de los espectadores.
Sonaron los primeros chillidos de espanto. Un par de mujeres
se desmayaron. Algunos espectadores, horripilados, huyeron,
incapaces de seguir soportando el espectáculo. En el suelo,
sobre el que ya se extendía una gran mancha de sangre,
Nephertys se agitaba en las últimas convulsiones de la
agonía…
355
—¿Está usted seguro de que los sollozos comenzaron a
oírse después de terminada la película?
—Sí. Tres o cuatro minutos después. Quizá cinco.
Digamos, entre tres y cinco minutos después.
—Y usted se asomó a la ventana, pero no vio a nadie en
la calle.
—A nadie. Ni podría decirle de dónde llegaban los
sollozos. Quizá de aquí, pero también podrían haber
sonado en otro u otros sitios.
—¿Y eso no le sorprendió?
—En aquel momento, no. Pero ahora sí lo encuentro
sorprendente.
—¿Podría usted... definir esos sollozos?
—¿Definirlos? Bueno, más o menos. Me parecieron... de
alguien que estaba sufriendo mucho, y que sentía una
profunda pena, y por supuesto, pánico, horror. Algo así.
—Y esos sollozos..., ¿eran de niño o de adulto?
—Eran de pena y miedo. Quizá usted nunca haya leído
esa frase literaria tan manida que dice «y se echó a llorar
como un niño».
356
—Ese hombre, ese hombre, no sé cómo decirlo, nos
trajo aquí en vez de a la villa de que nos estás
hablando. Y luego me parece que fue él quien se llevó
el autocar.
—¿Que se lo llevó, adonde?
—No sabemos. Lo hemos estado buscando y no lo
hemos encontrado. Ha desaparecido, nos dejó en esta
aldea muerta y aquí ocurren cosas monstruosas.
—No me digas que sois supersticiosas...
Ella soltó un sonoro bufido. Lo cogió por el brazo,
ante la sorpresa de éste, y lo sacó fuera para hablarle a
solas sin que las chicas les pudieran oír.
—¿Qué es lo que pasa?
—¿Crees en los zombies?
—¿Zombies, estás de broma?
—No, no estoy de broma. Yo también me hubiera
reído antes de ayer, pero ahora, no. Esta aldea está
muerta, muerta. ¿Lo entiendes? ¡Muerta!
357
Seguía siendo hermosa. Serenamente hermosa. Muy
pálida, tersa su piel, inmóvil como una estatua. Un largo
vestido blanco envolvía su cuerpo. Como una novia que
ya no se casaría jamás.
—Tiene razón —asintió Robin, sintiendo en su garganta
el mismo nudo que antes ahogó la voz de la joven—. Está
muy bella así. Tan dulce, tan espiritual…
—Así reposará eternamente en su cripta.
—¿Cripta? —Robin se volvió, apartando sus ojos del
bello cadáver—. ¿Tiene una cripta, un panteón familiar?
—No. Una cripta para ella sola, Para Jezabel Lawrence.
Una cripta en los Campos del Cielo.
—En los Campos del Cielo... ¿Qué es eso?
—¡Los Campos del Cielo! —exclamó Skelton, admirado
—. Esa especie de festival de la muerte, esa
monstruosidad ideada para ricos y extravagantes... No
puedo creer que Jezabel adquiriese una sepultura en
semejante lugar. Ni en ningún otro.
358
—Siempre serás bella y atractiva, a cambio, únicamente,
de obedecer mis órdenes.
—Haré todo lo que tú me mandes —prometió ella,
ardientemente.
—Sobre tu cama encontrarás un papel con las
instrucciones que debes seguir puntualmente. Soy el
Príncipe de las Tinieblas, Señor del Infierno. Me debes
obediencia absoluta y eterna adoración. ¿Lo oyes?
—Sí, mi señor…
Al recuperarse, corrió hacia la cama.
Sí, allí estaba el papel que le había mencionado el diablo.
Lo leyó ávidamente y luego lo guardó en el cajón de la
mesilla de noche. Luego blandió el puño, como si
amenazase a alguien, ausente en aquellos momentos.
—¡Ah, maldito canalla! Dentro de un mes, te arrepentirás
de haberme dejado por esa zorra.
Sería un desquite maravilloso. Sobre todo cuando su ex
marido envejeciese y ella continuase siendo joven y
atractiva. El mejor de los desquites, pensó, aunque para
ello hubiese tenido que vender su alma al diablo…
359
Empezaba a sentirse verdaderamente desquiciada. A
ese paso, los nervios le jugarían una mala pasada. Todo
aquello que le estaba sucediendo, no había quien lo
soportara.
De pronto, sus pies quedaron clavados en el suelo. Se
inmovilizó paralizada de horror, de espanto.
Allí tenía, a pocos metros, el cadáver del joven que le
había cambiado la rueda de su coche. Le habían
asesinado, asestándole varias cuchilladas. Por lo menos
media docena. Se hallaba todo su cuerpo inundado de
sangre. El arma homicida estaba incrustada en su
corazón, en la última cuchillada proferida. Incrustada
allí, hasta su misma empuñadura.
«Lo estoy viendo... No, no es una pesadilla, no es una
alucinación... —pensó Vanessa—. Sin embargo, luego
todo esto habrá desaparecido, se habrá esfumado, lo
presiento... Sucederá igual que la otra vez... Debo hacer
lo que me dijo Stanley, asegurarme de que es un hecho
real...»
360
Regresé lentamente al hotel.
Abbie me miró desde el otro lado del mostrador.
—Se lo dije —murmuró—. El fantasma anunciaba una
muerte. Y así ha sucedido.
—Cuando me lo anunció, ¿pensaba en un accidente o en
un asesinato? —pregunté.
—Pensaba en una muerte —replicó ella con voz tensa.
—Señora... En las otras apariciones en que se vio el
fantasma, ¿hubo también más muertes?
—Él fue el último. Antes que él murieron otros dos. ¡Y
se vio el fantasma antes de que muriesen!
—De Peacock no se sabe aún nada en concreto —dije
—. Puede ser que se marchase del pueblo, como ya
había hecho en ocasiones. ¿Qué me dice de los otros
dos?
—Murieron, aunque no se encontraron sus cuerpos.
¿Cómo se van a encontrar, si los devoró el monstruo de
la laguna?
—Señora Lowry, ¿cree sinceramente en la existencia de
esa bestia?
—Sí, señor Eakin.

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  • 1.
  • 2. 331 —No irá a decirme que hay fantasmas en esa casa, Manuel. El taxista se volvió y señaló hacia una loma cercana, en la que apenas se percibía vegetación, a pesar de que estaba rodeada por un espeso bosque de árboles de tipo tropical. —En la casa, no sé; en todo caso, están allí, en el «Cementerio de los Esclavos». —¿Cómo? —Allí eran enterrados los que morían cuando se construía la casa. Dicen que fueron cientos los que se dejaron los huesos en el trabajo. Muchos murieron de agotamiento o de fiebres; hace siglo y medio, la comarca era espantosamente malsana, pero también murieron muchos, azotados cruelmente por brutales capataces y algunos hasta ahorcados o fusilados, al negarse a trabajar. Un día, dice la leyenda, los espectros de quienes construyeron esa casa, se levantarán y tomarán venganza de los suplicios a que fueron sometidos...
  • 3. 332 —¿Qué haces tú aquí sola en el bosque? —Se rio, como olvidándose de sus dolores y de su mala suerte—. ¿No sabes que si te encuentras a solas con un malvado en el bosque te pueden ocurrir cosas divertidas? Volvió a reírse mientras le acariciaba los muslos, el vientre, subiendo sus manos hacia los redondos senos. Sentía un morboso placer en aquellas caricias a la estatua. —Si fueras de carne y hueso, sería otra cosa. La verdad es que te hicieron muy hermosa. ¿Quién te esculpió y por qué te dejó aquí, sola en el bosque? No supo si es que la lluvia le estaba mojando los ojos o que lo que estaba viendo era una realidad fantásticamente tétrica: La figura abrió los ojos...
  • 4. 333 —¿Conoce el Circo del Horror? —¿Cómo dice, señor? —Me ha oído perfectamente. —Sí, por supuesto... El Circo del Horror... No, no, señor... No lo conozco. —Empezó a funcionar hace poco más de un año. Es la antítesis del clásico circo. Ningún parecido con el Barnum, el de los Ringling Brothers o el Clyde Beaty. En el Circo del Horror no hay risas, música ni alegría. Sobre la pista únicamente el horror más espeluznante. El espectáculo corre a cargo de seres deformes, tullidos, tarados... En las jaulas no lleva osos, leones, elefantes ni demás animales circenses. Su especialidad son las bestias monstruosas que la Naturaleza suele engendrar caprichosamente. También engrosan su zoo los clásicos animales del terror. Tarántulas, serpientes de cascabel, ratas, escorpiones...
  • 5. 334 El último libro de Olivia Grant titulado: «¡A Satán le gusta el whisky!», iba ya por la octava edición. Había sido traducido, además, a catorce idiomas. Sí. «¡A Satán le gusta el whisky!», estaba siendo una mina. Un auténtico filón de oro. Todo era humor. Y humor del bueno. La obra, desde su primera página hasta la última, era una sucesión de hechos a cuál de ellos más ingenioso y más divertido. El protagonista principal, como ya se desprendía del título de la obra, era Satán. Un Satán totalmente distinto al descrito y utilizado por los demás autores hasta entonces. Simpático. Alegre. Bonachón... No tenía ningún defecto, si se exceptuaba el que ya revelaba el título de la obra: que le gustaba demasiado empinar el codo. Era lo mejor de la obra, las continuas borracheras que pillaba el demonio, y que le obligaban a cometer los actos más cómicos y disparatados…
  • 6. 335 De súbito, la bestia se inclinó hacia abajo y lanzó su boca contra el vientre fláccido de la vieja, mordiéndola. La mujer lanzó un grito que resonó en todo el caserón, y los demás asistentes cantaron a coro, vivamente excitados. Agitaban las velas en sus manos, mas no se atrevían a abandonar su posición, postrados de rodillas. Ante sus ojos atónicos, lo que estaba ocurriendo era increíble. La serpiente seguía con sus dientes clavados en el vientre de la vieja, justo por encima del vello del pubis, mientras ella, sin cesar de estremecerse, se transformaba. Su cabello dejaba de ser canoso para tornarse negro y abundante; los pellejos y arrugas desaparecían de todo su cuerpo, y las formas se redondeaban sensualmente. El rostro cambiaba por momentos, mientras el coro de cantos lúgubres era ahora un auténtico clamor…
  • 7. 336 —No hay reloj. —¿Qué? —He... he buscado por toda la casa el reloj que dio aquellas campanadas, y no está. —Vamos, Amanda... —¡No hay ningún reloj! Roy, me las he arreglado para ir con uno u otro de vosotros por toda la casa, he buscado por todas partes..., ¡y no hay ningún reloj en la casa! —Cuando sonaron aquellas campanadas era más tarde las seis —murmuró—, lo que significa que el reloj en cuestión va atrasado. Ya verás cómo no tardará mucho en tocar las siete, Amanda. —¡Te digo que no hay ningún reloj en la casa! ¡Oh, por Dios, Roy, no soy ninguna niña torpe...! ¡He mirado bien en toda la casa, y te digo que no hay ningún reloj...! ¡DANG... DANG... DANG... DANG... DANG... DANG... DANG!
  • 8. 337 Todos ya allí pudieron ver cómo se iba poniendo amoratado por instantes. Un color que le empezaba en las manos y en los pies y que, de un modo rápido, le invadía brazos y piernas. Un color amoratado que no tardó en convertirse en negro. Un color negro que evidenciaba a las claras una galopante gangrena. Una gangrena que ya dejaba ver zonas amarillentas, delatando pus... Seguía gritando de dolor. Pero no sólo de dolor, sino de miedo, de espanto, de terror. Comprendía que cuando el color amoratado de sus piernas, que iba subiendo rápidamente, y cuando el color amoratado de sus brazos, que iba bajando, se unieran, eso significaría su muerte. Ese color, que se hacía casi negro en el acto, convertido en monstruosa gangrena, equivaldría al final de todo. No se equivocó en sus temores. La gangrena, esa galopante gangrena cuya motivación nadie podía explicarse, acabó con él en pocos, en poquísimos minutos…
  • 9. 338 —¿No será que, pese a su ciencia como médico, su sentido racional, no ha dejado de pensar que podía existir un lazo sutil, paranormal, como se dice ahora, que une el pasado con el presente, como si ese buque lleno de locos condenados a morir de forma espantosa en la soledad del mar, donde nadie iba a presenciar tan terrible agonía, hubiera perdido el sentido del tiempo? —Puede que sufriéramos una alucinación colectiva, puede ser; pero algo debió de provocarla, y ese algo no eran drogas ni alcohol, ni ninguna clase de depravación, con las que suele acusarse a la juventud con tanta facilidad. Ahora sabía algo más, algo que sólo añadía confusión a todo lo que estaba sucediendo. ¿Había visto ella a seres desaparecidos en el mar, hacía muchas décadas? Espectros, quizá...
  • 10. 339 No podía gritar, no podía detener la maldita navaja, no podía abrir la puerta... Quedó en la bañera, las piernas colgando por fuera, sin fuerzas para levantarse. La navaja fue nuevamente en su busca. Lentamente. Siniestramente. Como si disfrutara con la angustia y con el sufrimiento de su víctima. Aunque sabía que no lo conseguiría, intentó atraparla. En efecto, no lo consiguió. La navaja parecía tener vida propia y esquivó su mano con facilidad para, apenas un segundo después, herirle en el hombro. Y casi enseguida en el otro hombro. Y en la mejilla. Y en la otra mejilla. Y en el muslo. Y en el otro muslo. Y en el vientre... Todos sufrirían el peso de suvenganza. La venganza de una bruja…
  • 11. 340 Fue tal el impulso que tomó y tan afilada estaba la hoja, que la punta salió por el otro lado del hermoso cuello. Empezó a extraer la daga del cuerpo de la joven que seguía con los ojos abiertos y una sonrisa en sus labios. Los cinco personajes encapuchados se hallaban atónitos, ya no cabía dudar de cuanto se les prometía. ¿Qué importaba compartirlo todo con él? Si morían, nada habría de quedarles, desaparecerían y ninguno de ellos deseaba morir. —¡Quiero ser la víctima en tu ceremonia de la inmortalidad! —le suplicó uno de los hombres. —¡Yo primero! —Clamó una anciana arrodillándose, cogiéndose a sus rodillas— ¡Te daré lo que tengo! Él suspiró, sonriente y triunfador. —Todos, todos seréis inmortales, pero en ceremonias separadas. Yo os diré cuándo estará preparado cada uno de vosotros y cuando os llame, vendréis. —Yo quiero ser inmortal ahora —suplicó la vieja que se había arrodillado a sus plantas pese a la dificultad que para ella entrañaba aquella acción humillante…
  • 12. 341 Con toda seguridad, la historia de la tumba debe de ser fascinadora. —Terrible —calificó Constance. —¿Cómo? —So lo diré en pocas palabras. Antes de casarse con el señor de la comarca, Constance tuvo un amante... »A lord Elgin la huida de éste le pareció una confesión de culpabilidad y, sin más, hizo preparar esta tumba para la mujer a quien calificaba injustamente de infiel, y cuando la tuvo lista, la trajo y la sepultó viva. Hasta entonces, Constance había permanecido en un calabozo encadenada, sin que nadie osara oponerse a los violentos deseos de lord Elgin. —La emparedaron —exclamó horrorizado. —En efecto. Lord Elgin hizo que colocasen la losa que cerraba la tumba, en la cual no quiso poner ninguna inscripción, dado que consideraba a su esposa indigna de ningún epitafio…
  • 13. 342 —Estás satisfecha, ¿verdad? Ella aproximó su rostro al espejo y se escrutó, pero la cara no había cambiado en absoluto. —¿Y la cara? —Todo llegará, todo llegará si tú lo deseas. —¡Claro, claro que lo deseo! —exclamó acercándose a la bola sin cubrirse, como ofreciendo al espectro su hermosa desnudez. —Tú eres ahora la dueña de esta bola en la que yo me hago visible; tú eres mi protegida porque has hecho los conjuros. —Sí, sí, soy tu protegida, tu esclava. He matado, he manchado mis manos de sangre, he hecho lo que me exigiste. —Y has tenido tu premio. —No es suficiente. El espectro se rio sonoramente. Era horrible mirarlo y le costaba mantener los ojos sobre aquel rostro cadavérico, pero sus ansias de rejuvenecerse cuando ya se veía abocada a la menopausia, eran tan grandes que estaba dispuesta a hacer lo que le pidieran…
  • 14. 343 De repente, sonaron unos pasos que se acercaban a la taberna. La puerta se abrió bruscamente. Un hombre apareció en el umbral. Ofrecía un aspecto espantoso. Algo parecido a una garra de fiera salvaje le había desgarrado por completo el lado izquierdo de la cara. Colgajos de carne pendían sangrientamente, dejando al descubierto el blanco de los huesos. Faltaba el ojo de aquel lado. La chaqueta estaba abierta y la camisa, desgarrada, permitía ver el torso, en el que se divisaba una extraña marca rojiza, una raya vertical, cruzada por tres horizontales. El hombre tenía la boca abierta y quería gritar, pero no podía emitir el menor sonido. Súbitamente, Effie lanzó un estridente chillido. La jarra y la bandeja se desprendieron de sus manos y cayeron al suelo con gran estrépito. —¡Es el señor Dearden! Al ruido, Dearden pareció sufrir una sacudida. Emitió un ronquido que no tenía nada de humano, sus rodillas se doblaron y, venciéndose hacia adelante, se estrelló de cara contra el suelo…
  • 15. 344 —¿Yo soy un bicho? Está bien... Tienes razón. Ahora soy un bicho, pero no siempre fui así. Era más alto y fuerte que tú, más hermoso... Es verdad, ahora soy un bicho repugnante, pero vosotros sois algo peor que yo: ¡sois solamente carroña, y yo me encargaré de que os devoren los buitres! Os dejaré... os dejaré convertidos en sucia carroña, os serviré a los buitres que acudirán en cuanto sepan que la carroña está servida... ¡Hijos de puta, malditos, vais a llorar lágrimas de sangre antes de que quedéis servidos como carroña!...
  • 16. 345 —Y además, están las tijeras —apuntó Warren Scott, mordiendo la punta de su lápiz. —¿Fueron unas tijeras, realmente? —interrogó Manning. —Sin lugar a dudas. Esta vez, el asesino las dejó en el cuello de su víctima. Le bastó un solo golpe para destrozarle la garganta. Mi siquiera pudimos arrancarlas de profundas que estaban incrustadas en la herida. —Cielos... —Mike meneó la cabeza, confuso, aturdido—. Todo esto es enloquecedor, sheriff. Mueren todos los que causaron algún mal a una niña difunta. Mueren del mismo modo que ella murió.. Y una negra medio trastornada, va por ahí cantando una nana a la niña muerta... —Y eso que aún no sabe lo peor —rio entre dientes Scott son sorna. Mike se volvió a él vivamente, con sobresalto. —¿Hay algo peor? —indagó, perplejo. —Vaya si lo hay —rezongó Laskey apartando a algunos curiosos de la entrada a la oficina postal—. Venga, se lo contaré dentro. Es mejor que la gente no sepa eso, o van a empezar a ver fantasmas...
  • 17. 346 Se esforzó por tranquilizarse. Pero, de pronto, la saliva se le quedó materialmente paralizada en la boca y los dientes empezaron a castañearle, dando furiosamente unos contra otros. Acababa de ver que tenía las muñecas heridas, sangrantes, sobre todo la de la mano derecha. Pestañeó. No podía creerlo. Ella sabía que cuando se acostó no le sucedía nada a sus manos. Temblando, se miró mejor a sí misma. Un gemido ahogado subió por su garganta y salió roncamente por entre sus labios. ¡Sobre su cuerpo había varias manchas de sangre! Saltó de la cama tratando de huir de sus sospechas. Pero al poco había de quedar inmóvil, realmente paralizada. Dominada por el espanto, por el horror. Acababa de ver su ropa... Acababa de ver la blusa azul con florecillas blancas y la falda de color beige, plisada. Lo que llevaba encima antes de acostarse. Lo mismo que vestía en el sueño. La blusa estaba rasgada, deshecha, y la falda también se hallaba medio destrozada... No, no era posible… Pero sí, era posible…
  • 18. 347 —Está bien, Polo —dijo, bonachón—. Yo me llamo... —Ya sé, no siga. Usted se llama Eustace Miller. —¿Cómo lo sabe? —Se asombró el joven—. Nunca nos habíamos visto antes... Polo le guiñó un ojo. —Es que soy un diablo y, como tal, tengo ciertos poderes. Pero me encuentro muy apurado, porque tengo que llevarle un alma a mi jefe y en un billón de billón de años, que es el tiempo que hace que fuimos arrojados del paraíso, nunca he podido conseguir lo que para un demonio es tan fácil como para un humano sonarse las narices. Con perdón —añadió cortésmente. Miller decidió seguir la broma al individuo. —De modo que es un diablo en apuros —dijo. —Sí —contestó Polo tristemente—. Imagínate... Me permites que te tutee, ¿verdad? Tú puedes hacerlo también... Bueno, como iba diciéndote, mi gran jefe se ha cansado ya de mí y me ha ordenado que le lleve un alma o, de lo contrario, me expulsará del infierno…
  • 19. 348 Mientras míster Logan en persona le servía, el juez Window se atrevió a preguntar: —¿Es usted alemán? —No, tengo ciudadanía suiza. Míster Logan le tendió una gran copa en la que se movía el selecto coñac y presentó al profesor Wasserman sus invitados. Al final, explicó: —El profesor Wassermann es un experto en espectrología, ocultismo y otras ramas de la paraciencia. No vayan a creer ustedes que es un charlatán, no, es catedrático de Universidad y pertenece a varios centros de investigación. Ha dado conferencias en la Sorbona, Oxford y hasta en la lejana Yale. He invitado al profesor Wassermann para que pase unos días en mi residencia como invitado y pueda investigar ese extraño y secreto fenómeno del fantasma del Midas Building. —Se encaró con el suizo y continuó—: Profesor, como ya le expliqué, tenemos un fenómeno desagradable que quiero que termine y, por supuesto, que no trascienda; este caso es secreto…
  • 20. 349 La reconoció. Pese al encanecido pelo y la extremada palidez de su rostro. Los ojos parecían más hundidos. La enteca expresión de sus facciones hacía que los pómulos se marcaran sobre la piel. Su delgadez resultaba alucinante, pero para Browne no había la menor duda. Era ella. Helen. Arthur Browne ya no encendió la lámpara, sino que se abalanzó sobre el interruptor acoplado junto al cabezal del lecho. Iluminó la habitación y el terror se acentuó en Browne. La mujer vestía un gris uniforme compuesto por ancha chaqueta y larga falda. Iba descalza. —Helen... estás muerta... no es posible... Los ojos de la mujer poseían un brillo infrahumano. Sus facciones, inexpresivas, como acartonadas, semejaban una máscara de cera. Lentamente extendió los brazos. Tendiendo sus manos hacia el horrorizado Browne. —Arthur, mi amor... he venido a buscarte... Browne retrocedió. —No... no eres real... ¡Esto es una pesadilla! ¡Vete! ¡Vete!... ¡Vuelve a la tumba, Helen!
  • 21. 350 El elegante Jorg Thiede, antes de abandonar el camerino, rogó: —No hable de esto con nadie, Inge. Este tipo de cosas me gusta hacerlas con discreción. —Descuide, Jorg —sonrió la artista. Jorg Thiede salió del camerino. Inge Zinn, muy contenta, por los dos mil quinientos marcos que iba a cobrar por su sesión privada de strip- tease y porque esta ha segura de que el atractivo de Jorg y ella acabarían en la cama, se despojó rápidamente de la bata y procedió a vestirse. De haber sabido lo que realmente le esperaba en la casa a la que Jorg Thiede iba a llevarla, no se hubiera sentido tan alegre. Ni siquiera un poquito alegre. Ninguna mujer podía sentirse alegre en una mansión tan antigua y tan siniestra como aquélla. Las que la conocían, la llamaban «La mansión de los mil y un horrores». Y el nombre estaba plenamente justificado. Inge Zinn por desgracia para ella, lo iba a comprobar muy pronto…
  • 22. 351 Su rostro comenzó a transfigurarse. Se pintó en él una mueca de horror, la boca se le desencajó. Los ojos se le abrieron alucinados, como queriendo saltar de sus órbitas. Pareció querer gritar algo y cayó hacia adelante cuan largo era, dando un golpe sordo contra el suelo de parquet. Varias mujeres ahogaron un grito. Él se lo quedó mirando y preguntó: —¿Hay algún médico entre ustedes? Dos hombres se adelantaron hasta el caído. Inspeccionaron el cuerpo y luego alzaron sus rostros con preocupación. El mayor de ellos dijo: —Ha muerto. Su colega añadió: —Parece increíble, pero podría jurar que ha muerto de terror. Ella se había quedado como helada, no sabía qué hacer ni cómo reaccionar ante la súbita e inesperada muerte de su compañero. Desvió la mirada hacia el otro y comprobó que éste tenía sus ojos profundos y misteriosos clavados en ella. El miedo la hizo retroceder poco a poco, alejándose más y más de él…
  • 23. 352 »Querido jefe: »Sigo oyendo que la policía me ha capturado, pero la verdad es que aún no han dado conmigo. Me he reído mucho al ver que todos se las dan de inteligentes y hablan de haber encontrado la pista segura. No cesaré, sin embargo, de destripar putas mientras tenga fuerza para ello. El último trabajo me salió bordado. A ver quién hay por ahí, capaz de echarme mano. La mujer no tuvo ni tiempo de dar un solo grito. »Me gusta mi labor y tengo ganas de empezar de nuevo. Pronto sabréis de mí y de mis divertidos juegos. La próxima vez enviaré las orejas de la mujer a los policías, sólo por gastarles una broma. Retengan esta carta, hasta que haga algún trabajo más. Luego, ya pueden darla a conocer. »Mi arma, bien afilada, está en condiciones de entrar en acción y de presentarse una oportunidad, quiero aprovecharla. »Les deseo buena suerte. Suyo atento: Jack "el Destripador"
  • 24. 353 —¿Señor? —dijo la camarera. —La señorita y yo venimos a visitar a un amigo, que vive en un lugar denominado Weston Court. ¿Podría usted indicamos el camino? La mujer les miró estupefacta. —No pensarán en ir allí, «ahora» —exclamó. —Por supuesto; es ya de noche y estamos un poco cansados. Pero nos gustaría ir allí, mañana, de día. —Señorita —intervino Stella—, parece ser que ese sitio no le resulta demasiado agradable. —A nadie, en Squellagh, le puede gustar un lugar denominado «Los Límites del Infierno». El infierno empieza allí. —¿Por qué dice eso, señorita? —inquirió. —Hace muchos años, se cometieron una serie de crímenes espantosos. La gente dijo entonces que aquello había sido un infierno. —Por tanto, las tierras que circundan Weston Court son los límites de ese infierno. —Sí, señor. Además, es un paraje horrible, nada atractivo... Es la tierra más lúgubre que uno pueda imaginarse. No crecen árboles, todo son rocas y matojos...
  • 25. 354 No se oía el menor sonido en la sala. De pronto, Nephertys alargó las manos y puso la punta de la espada apoyada en su pecho, un poco más abajo de los senos. Luego tiró hacia sí. La espada se hundió profundamente en su cuerpo. Bolton dio un salto. «¿Así terminaba la danza de la espada?», se preguntó. Pero, repentinamente, vio correr hilos rojos por el blanco vientre de la danzarina. Nephertys emitió un horrible alarido, que fue percibido en el más alejado rincón del teatro, merced ni absoluto silencio que reinaba en el ambiente. Nephertys volvió a gritar. La sangre fluía ya a torrentes. No era un truco, advirtieron la mayoría de los espectadores. Sonaron los primeros chillidos de espanto. Un par de mujeres se desmayaron. Algunos espectadores, horripilados, huyeron, incapaces de seguir soportando el espectáculo. En el suelo, sobre el que ya se extendía una gran mancha de sangre, Nephertys se agitaba en las últimas convulsiones de la agonía…
  • 26. 355 —¿Está usted seguro de que los sollozos comenzaron a oírse después de terminada la película? —Sí. Tres o cuatro minutos después. Quizá cinco. Digamos, entre tres y cinco minutos después. —Y usted se asomó a la ventana, pero no vio a nadie en la calle. —A nadie. Ni podría decirle de dónde llegaban los sollozos. Quizá de aquí, pero también podrían haber sonado en otro u otros sitios. —¿Y eso no le sorprendió? —En aquel momento, no. Pero ahora sí lo encuentro sorprendente. —¿Podría usted... definir esos sollozos? —¿Definirlos? Bueno, más o menos. Me parecieron... de alguien que estaba sufriendo mucho, y que sentía una profunda pena, y por supuesto, pánico, horror. Algo así. —Y esos sollozos..., ¿eran de niño o de adulto? —Eran de pena y miedo. Quizá usted nunca haya leído esa frase literaria tan manida que dice «y se echó a llorar como un niño».
  • 27. 356 —Ese hombre, ese hombre, no sé cómo decirlo, nos trajo aquí en vez de a la villa de que nos estás hablando. Y luego me parece que fue él quien se llevó el autocar. —¿Que se lo llevó, adonde? —No sabemos. Lo hemos estado buscando y no lo hemos encontrado. Ha desaparecido, nos dejó en esta aldea muerta y aquí ocurren cosas monstruosas. —No me digas que sois supersticiosas... Ella soltó un sonoro bufido. Lo cogió por el brazo, ante la sorpresa de éste, y lo sacó fuera para hablarle a solas sin que las chicas les pudieran oír. —¿Qué es lo que pasa? —¿Crees en los zombies? —¿Zombies, estás de broma? —No, no estoy de broma. Yo también me hubiera reído antes de ayer, pero ahora, no. Esta aldea está muerta, muerta. ¿Lo entiendes? ¡Muerta!
  • 28. 357 Seguía siendo hermosa. Serenamente hermosa. Muy pálida, tersa su piel, inmóvil como una estatua. Un largo vestido blanco envolvía su cuerpo. Como una novia que ya no se casaría jamás. —Tiene razón —asintió Robin, sintiendo en su garganta el mismo nudo que antes ahogó la voz de la joven—. Está muy bella así. Tan dulce, tan espiritual… —Así reposará eternamente en su cripta. —¿Cripta? —Robin se volvió, apartando sus ojos del bello cadáver—. ¿Tiene una cripta, un panteón familiar? —No. Una cripta para ella sola, Para Jezabel Lawrence. Una cripta en los Campos del Cielo. —En los Campos del Cielo... ¿Qué es eso? —¡Los Campos del Cielo! —exclamó Skelton, admirado —. Esa especie de festival de la muerte, esa monstruosidad ideada para ricos y extravagantes... No puedo creer que Jezabel adquiriese una sepultura en semejante lugar. Ni en ningún otro.
  • 29. 358 —Siempre serás bella y atractiva, a cambio, únicamente, de obedecer mis órdenes. —Haré todo lo que tú me mandes —prometió ella, ardientemente. —Sobre tu cama encontrarás un papel con las instrucciones que debes seguir puntualmente. Soy el Príncipe de las Tinieblas, Señor del Infierno. Me debes obediencia absoluta y eterna adoración. ¿Lo oyes? —Sí, mi señor… Al recuperarse, corrió hacia la cama. Sí, allí estaba el papel que le había mencionado el diablo. Lo leyó ávidamente y luego lo guardó en el cajón de la mesilla de noche. Luego blandió el puño, como si amenazase a alguien, ausente en aquellos momentos. —¡Ah, maldito canalla! Dentro de un mes, te arrepentirás de haberme dejado por esa zorra. Sería un desquite maravilloso. Sobre todo cuando su ex marido envejeciese y ella continuase siendo joven y atractiva. El mejor de los desquites, pensó, aunque para ello hubiese tenido que vender su alma al diablo…
  • 30. 359 Empezaba a sentirse verdaderamente desquiciada. A ese paso, los nervios le jugarían una mala pasada. Todo aquello que le estaba sucediendo, no había quien lo soportara. De pronto, sus pies quedaron clavados en el suelo. Se inmovilizó paralizada de horror, de espanto. Allí tenía, a pocos metros, el cadáver del joven que le había cambiado la rueda de su coche. Le habían asesinado, asestándole varias cuchilladas. Por lo menos media docena. Se hallaba todo su cuerpo inundado de sangre. El arma homicida estaba incrustada en su corazón, en la última cuchillada proferida. Incrustada allí, hasta su misma empuñadura. «Lo estoy viendo... No, no es una pesadilla, no es una alucinación... —pensó Vanessa—. Sin embargo, luego todo esto habrá desaparecido, se habrá esfumado, lo presiento... Sucederá igual que la otra vez... Debo hacer lo que me dijo Stanley, asegurarme de que es un hecho real...»
  • 31. 360 Regresé lentamente al hotel. Abbie me miró desde el otro lado del mostrador. —Se lo dije —murmuró—. El fantasma anunciaba una muerte. Y así ha sucedido. —Cuando me lo anunció, ¿pensaba en un accidente o en un asesinato? —pregunté. —Pensaba en una muerte —replicó ella con voz tensa. —Señora... En las otras apariciones en que se vio el fantasma, ¿hubo también más muertes? —Él fue el último. Antes que él murieron otros dos. ¡Y se vio el fantasma antes de que muriesen! —De Peacock no se sabe aún nada en concreto —dije —. Puede ser que se marchase del pueblo, como ya había hecho en ocasiones. ¿Qué me dice de los otros dos? —Murieron, aunque no se encontraron sus cuerpos. ¿Cómo se van a encontrar, si los devoró el monstruo de la laguna? —Señora Lowry, ¿cree sinceramente en la existencia de esa bestia? —Sí, señor Eakin.