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Introducción


     Est e lib r o, escr it o p or m i col ega la señ or a Fif í B ig ot e s -
gr ises, es un trabajo m uy or iginal. El jefe lo pasó a m á -
q u i n a p o r q u e l o s d e d o s d e l a p o b r e F e e f er a n d e m a s i a d o
cor tos. Dios sabe que lo intentó, y por poco se car ga la
m á q u i n a . A s í e s q u e e l v i e j o l e d a b a a l t e c l a d o p or e l la .
¡ L a s p a r t e s h e c ha s p or m í s on m u y b u e n a s !
     Todo el mundo me conoce, claro. Mi fotografía ha dado
l a v u e l t a a l m u n d o e n l a P r en s a . A s í e s q u e n o h a b l e m o s
de mí; dejen que les cuente algo de Feef, el jefe y el
ilustrador.
     La señora Fifí Bigotesgrises es una vieja (dicho sea
c l a r o ) g a t a s i a m e s a f r a n c e sa d e u n a r a z a p u r a c o n u n
pedigree tan largo como el cuello de una jirafa. Se vino a
v iv i r c o n n o s o t r o s d e s p u é s d e u n a d u r a , d u r í s i m a v i d a .
¡Jo!, era un v iejo pelacho cuando la v i por primera v ez.
Su pelo erizado como los mechones de una vieja escoba,
p e r o l a h e m o s p u l i d o y p u e s t o e n f o r m a ; a h or a l a v i e j a
Biddy es inferior tan sólo a mí. Éste es su libro , su obra y
s i n o c r e e n q u e u n g a t o s i a m é s p u e d a e s c r i b ir u n l i b r o ,
corran (no tienen tiempo de andar) al psiquiatra más pró -
x i m o y d í g a n l e q u e t i e n e n u n a g u j e r o e n l a c a b e z a p or e l
q u e s e l e s e s c a p a e l c er e b r o .
     El jefe es un genuino lama del Tibet. Ahora es viejo,
g o r d o , ca lv o y b a r b u d o , p er o n o e s n e c e sa r i o a n u n c i a r l e
     c o n t r o m p e t a . L e a n E l t e r c er o j o , E l m é d i c o d e L h a s a e
    Historia de Rampa. Son libros v erídicos. Si no creen en
  e l l o s l l a m e n a l e n t er r a d o r m á s p r ó x i m o , p u e s d e b e r á n d e
   e s t a r m u er t o s , h o m b r e , m u e r t o s . B u e n o e l p o b r e t i p o ( e l
              j e f e , n o e l d e la f u n e r a r ia ) e sc r i b i ó e s t e l i b r o b a j o
       e l d i c t a d o d e la v i e ja ga t a . ¡ P o r p o c o l e m a t a t a m b i é n !
       Buttercup hizo la cubierta y las ilustraciones. Butter -




                                                                                9
cup es en realidad Sheelagh M. Rouse, una alta y cim -
b r ea nt e r ub ia q ue ha b la co n a cent o i nglé s, q ue n o d e ja d e
asombrar de la noche a la mañana a los canadienses y
a m er ica nos d e p or a q uí. Ha hech o u na s il ust r a cion e s m u y
buenas, pero claro yo le di consejos. Si no entiende el
lenguaje gatuno peor para ella. A pesar de todo, trabajó
mucho y la señora Bigotesgrises está satisf echa con los
dibujos. De todos modos es ciega y no puede verlos,
¡Deberían ustedes dejar que Buttercup ilustrara su pró -
ximo libro!
    Ma, claro está, es mi Ma. Nos ama, y sin Ma todos
nosotros estaríamos ya en la perrera. Este libro está
dedicado a ella. Sus antepasados eran escoceses, pero
nunca lo diría con lo generosamente que reparte la
comida. La vieja gata come como un caballo. Yo como
poquito. Ma nos alimenta a las dos.
    Bueno, amigos, a sí es. Ahora a leerlo ustedes solos.
¡Ta! ¡Ta!
                                                      LADY KU'EI
Prólogo




     «Te has vuelto loca, Feef —dijo el lama—. ¿Quién
va a creer que tú escribiste un libro?» Me sonrió con
condescendencia y me acarició debajo de la barbilla del
m od o q ue m á s m e gust a b a , ant es d e sa lir d e la ha b it a c ió n
para algún recado.
     Yo me senté a deliberar. «¿Por qué no iba a poder
y o e s c r i b i r u n l i b r o ? » , p e n s é. E s v e r d a d q u e s o y u n g a t o ,
pero no un v ulgar gato, ¡oh no!, soy una gata siamesa
que ha v iajado y v isto mucho. «¿Visto?» Bueno, c laro,
ahora estoy completamente ciega y tengo que confiar en
el lama y lady Ku'ei para que me expliquen el presente
escenario, pero tengo mis memorias.
     C l a r o e s t á q u e s o y v i e j a , m u y v i e j a d e sd e l u e g o , y n o
poco enferma, pero ¿no es ésta una buena razón par a
dejar escritos los hechos de mi v ida, mientras pueda?
Aquí está, pues, mi versión sobre la vida con el lama
y los chas más felices de mi vida, días de sol después de
una vida de sombras.

                                                   FIFÍ BIGOTESGRISES
Capítulo primero



     L a f u t ur a m a d r e gr i t a b a a p u nt o d e es t a l la r . « ¡ Q u ie r o
un gato! —chillaba—. ¡Un bonito y fuerte gato!» El
ruido, dijo la gente, era terrible. Pero, claro, a madre
se la conocía por su altísima voz. Ante su persistente
d em a nd a , la s m e j or es ga t er í a s d e P a r ís f u er on r e p a s a d a s
en busca de un buen gato siamés con el necesario                                   pe-
dig r e e.   Cuanto más aguda se v olv ía la v oz de la futura
madre, más se desesperaban las personas mientras se -
guían la búsqueda incansablemente.
     Finalmente se encontró un candidato muy presenta -
ble y él y la futura madre fueron presentados formal -
mente. De este encuentro, a su debido tiempo, aparecí
yo, y sólo a mí se me permitió vivir; mis hermanos y
hermanas fueron ahogados.
     Madre y yo vivíamos con una vieja familia francesa
que tenían una espaciosa f inca en las afueras de París.
El hombre era un diplomático de alto rango que iba a la
ciudad casi todos los días. A menudo no volvía por
la noche y se quedaba con su amante. La mujer, que
vivía con nosotras, madame Diplomar era una mujer
muy dura, superficial e insatisfecha. Nosotros los gatos
no éramos «personas» para ella (como en cambio sí lo
somos para el lama) sino meros objetos para ser mos -
trados en los tés.
     Ma d r e t e n ía un g l or i os o t i p o , c on e l m á s n e gr o d e l os
rostros y una recta cola. Había ganado muchos premios.
Un día, antes de que yo dejara de mamar, estaba can -
tando una canción más alto que de costumbre. A mada -
me Diplomar le dio un ataque y llamó al jardinero.
«Pierre —gritó--, llévala al lago inmediatamente, no
puedo soportar más el ruido.»


                                                                       13
Pierre,    un      franc és     de    corta   estatura        y    rostr o
     chupado,         que    nos       odiaba    porque      a    veces   nosotras
     ayudábamos en el jardín inspeccionando las raíces de las
     plantas para ver si crecían, recogió a mi preciosa madre,
     la metió den tro de un viejo saco de patatas y se alejó en
     la distancia. Esa noche, sola y atem orizada, lloré hasta
     caer    dorm ida       en     un    frío    cobertizo       donde    no   podía
     estorbar a madame Diplomat con mis lam entos.
            Iba dando v ueltas nerviosamente, enfebrecida en m i
     fría cama hecha con viejos periódicos de París echados
     sobr e el suelo de cemento. Retortijones de hambre es -
     tremecían m i pequeño cuerpo y me preguntaba cóm o iba
     a arreglármelas.

            Cuando los pequeños rayos del alba se colaron con
     desgana a través de las ventanas cubiertas de telarañas
     del cobertizo, me sobresalté a l oír el r uido de pesados
     pasos que subían por el camino. Dudaron ante la puer ta
     y entonces la empujar on y abrieron. «¡Ah! —pensé con
     alivio—, es sólo madame Albertine, la mujer de limpieza.»
     Crujiendo y con la r espiración entrecortada, bajó su ma -
     siva forma hasta el suelo, metió un gigantesco dedo en
     un bol de leche caliente y poco a poco m e persuadió par a
     que bebiera.

            Durante días m e m oví en el valle del dolor, penandc
     por mi madre asesinada, asesinada únicamente por su
     gloriosa voz. Durante días no sentí el calor del sol, ni m e
     emocioné ante el sonido de una voz bien amada. Pasé
     hambre y sed y dependía absolutamente de los buenos
     oficios de madame Albertine. Sin ella me habría m uerto
     de hambre ya que era dem asiado joven para comer sin
     ayuda.

            Los   días      f uer on    convirtiéndose       en    semanas.       Fui
     aprendiendo a cuidar de mí misma, pero las durezas de
     mis primer os tiempos me dejaron con una constitución
14
     bastante débil.
La finca era enorme y a menudo paseaba por ella,
alejándome de la gente y de sus patosos y m al dirigidos
pies. Los árboles eran mis favoritos, me subía a ellos
y me estiraba a lo largo de una amistosa rama, tomando
el sol. Los árboles susurraban anunciándome los días
más felices que m e llegar ían en el oca so de mi vida. En -
tonces no los entendí pero confié en ellos y siempre
retuv e las palabras de los árboles ante mí, incluso en
los momentos más oscuros de mi vida.
    Una mañana me desperté con extraños deseos, difí -
ciles de definir. Solté un quejido interrogante que des -
graciadamente madame Diplomat oyó. «¡Pierre! —gri-
tó—. Busca un gato cualquiera, para empezar ya ser -
virá.» Más tarde durante el día, me cogier on y me metie -
ron bruscamente en un cajón de madera. Antes de que
pudiera darme cuenta de la presencia de alguien, un
v iejo gato de mal aspecto se subió a mi espalda. Madre
no había tenido mucho tiem po de explicarme «los hechos
de la v ida», así es que no estaba preparada para lo que
siguió. El viejo y apaleado gato se deslizó sobre mí y
sentí un espantoso golpe. Por un momento pensé que
u na d e la s p er s ona s m e ha b í a d a d o u na p a t a d a . S e n t í u n
cegante dolor y como si algo se rompiera. Di un grito
de agonía y terr or y m e v olv í f ier am ente contr a el v iejo
gato. Salió sangre de una de sus orejas y sus gritos se
sumaron a los míos. Como el rayo, la tapade ra de la
caja fue retirada y unos ojos asombrados espiaron. Me
deslizé fuera, al escapar vi al viejo gato escupiendo y
rev olcá nd ose, sa ltar der echo a Pierr e q ue ca yó ha cia a trá s a
los pies de madame Diplomat.
    Corrí a través del césped y me dirigí al refugi o de
u n a m i st o s o m a n z a n o. Me en ca r a m é s ob r e el a m a b le t r o n -
co, llegué a uno de sus miembros y me eché a lo largo
con la respiración entrecortada. Las hojas susurraban
en la brisa y me acariciaban dulcemente. Las ramas se


                                                                   15
mecían y crujían y despacio me llevaron al sueño del
     agotamiento.
          Durante el resto del día y toda la noche estuve
     e c h a d a e n l a r a m a , h a m b r i en t a , a t e r r a d a y e n f er m a , p r e -
     guntándome por qué los humanos son tan crueles, tan
     sa lv a jes, t a n p oco cuid a d oso s p or los s ent im ie nt os d e lo s
     p eq ueño s a nim a les q u e d ep e nd en a b so lut a m ent e d e e l los .
     La noche era fría y caía una ligera llovizna proveniente
     de París. Estaba empapada y temblando, sin embargo
     me aterrorizaba bajar y buscar refugio.
          L a f r ía l uz d e l a m a n ec er d i o p a s o p o c o a p oc o a l gr i s
     de un día cubierto. Nubes de plomo se deslizaban pre -
     cipitadamente a través del bajo cielo. De vez en cuando
     caían unas gotas de lluvia. Hacia media mañana una
     figura familiar apareció a la vista; venía de la casa.
     Madame Albertine, tambaleándose pesadamente y e mi-
     t iend o s on id os a m ist oso s, se a cer có a l á r b ol y m ir ó ha c i a
     ar r iba con su m ir ada de cor ta de v ista. La llam é débil -
     mente y alargó su mano hacia mí. «Mi pobre pequeña
     Fif í, v en a m í corr iendo, que tengo tu com ida. » Me des -
     lizé de espaldas por el tronco. Se arrodilló sobre la
     hierba junto a mí, acariciándome mientras yo bebía la
     leche y comía la car ne que había traído. Al terminar m i
     comida, me restregué contra ella con gratitud, sabiendo
     que no hablaba mi lengua y yo no hablaba francés
     (aunque lo comprendía perfectamente). Subiendo a su
     a nc h o h om b r o m e l lev ó a la c a sa y a s u ha b i t a ci ó n. Mir é a
     m i alr ededor con los ojos abier tos de sor pr esa e inte r és.
     Ésta     era    una      habitación         nueva       para      mí    y   pensé       lo
     apropiada que sería para estirar las patas. Conmigo
     todav ía sobre su hombro, madame Albertine se dirigió
     pesadamente hacia un ancho asiento en la ventana y
     miró hacia fuera. «¡Ah! —exclamó suspirando pesada -
     mente—. ¡Qué lástima! Entre tanta belleza, tanta cruel -
     dad.» Me subió a su anchísimo regazo y me miró a la


16
cara al decir: «Mi pobre preciosa y pequeña Fifí, ma -
d a m e Dip l om a t es u na m uj er d ur a y cr u el. Una a s p ir a nt e ,
si la hubo nunca, a subir en la escala social. Para ella
no er es más que un juguete para ser m ostrado; para mí
tú eres una de las pobres criatu ras de Dios, pero claro
no entenderás lo que te estoy diciendo, gatita». Yo ron -
roneé para demostrar que sí la entendía y le lamí las
manos. Me dio unas palmaditas y dijo: «Oh, tanto
amor y afecto desperdiciados. Serás una buena madre,
pequeña Fifí».
     Mientras me enroscaba cómodamente en su regazo
m ir é p or la v ent a na . La v ist a er a t a n int er esa nt e q ue t uv e
que levantarme y pegar la nariz contra el cristal para
tener mejor vista. Madame Albertine me sonrió amistosa -
mente al tiempo que jugueteaba con mi cola, p ero la
v ista ocupaba toda mi atención. Volv iéndose se levantó
de golpe y, con las mejillas juntas, observamos. Debajo
de nosotros los bien cuidados céspedes parecían una lisa al -
fombra verde bordeada de dignos cipreses. Girando sua -
vemente hacia la izquier da, el suave gris de la avenida
se prolongaba hacia la distante carretera de donde lle -
gaba el sordo ruido del tráfico rodado procedente y en
dirección hacia la metrópolis. Mi viejo amigo el man -
zano estaba solitario y erguido junto al pequeño lago
artificial, cuya superficie reflejaba el pesado gris del
cielo y brillaba com o el plomo. Al borde del agua, crecía
una cinta de cañas que me recordaba la franja de pelo
del viejo cura que venía a ver al «duque», el marido
de madame Diplomat. Volv í a mirar el esta nque y pensé
en mi pobre madre que la habían matado allí. «¿Y a
cuántos otros?», me pregunté.
     Madame Albertine me miró repentinamente y dijo:
«Pero mi pequeña Fifí, si creo que estás llorando. Sí,
has vertido una lágrima. Es un mundo muy cruel peque -
5a         cruel para todos nosotros». En la distancia se


                                                              17
v ieron de repente pequeños puntos negros que yo sabía
     que eran coches, los cuales entraron en la avenida y se
     acercaron a gran velocidad hacia la casa frenando entr e
     una nube de polvo y un gran rechinar de neumáticos. La
     campana sonó fur iosamente haciendo que se me er izase
     el pelo y que mi cola se esponjara. Madame cogió una
     cosa que yo sabía que se llamaba teléf ono y oí la aguda
     voz de madame Diplomar, agitada: «Albertine, Alber -
     tine, ¿por qué no atiendes a tus deberes?». La v oz paró
     de golpe y madame Albertine suspiró frustrada: «¡Ah!
     Que la guerra me haya llevado a esto. Ahora trabajo
     dieciséis horas al día por pura pitanza. Tú descansa,
     p eq ueña Fif í; a q uí t ien es u n ca jón d e t ier r a » , Sus p ir a nd o
     otra vez volvió a darme unas palmaditas y salió de la
     habitación. Oí crujir la escalera bajo su peso, luego
     silencio.
          La terraza de piedra bajo mi ventana estaba llena
     de gente. Madame Diplomat iba y venía inclinando la
     c a b e z a s um i s a m e n t e, a s í q ue s u p u s e q u e e r a n p e r s o n a s
     i m p o r t a n t e s. A p a r e c i er o n , co m o p o r a r t e d e m a g i a , m e s i -
     tas cubiertas de finos manteles blancos (yo usaba pe -
     riódicos —el          Pa ri s Soi r —       como mantel), y criadas que
     iban sirv iendo com ida y bebidas en pr of usión. Me v olví
     para enroscarme cuando un pensamie nto repentino me
     h iz o en d er ez a r l a co la c o n a la r m a . Ha b í a o lv id a d o la m á s
     el em en t a l d e la s p r e ca uc i o n es; ha b ía o lv i d a d o la p r im e r a
     cosa que mi madre me había enseñado. «Siempre inv es -
     tiga una habitación extraña Fifí —había dicho—. Re-
     córrelo todo minuciosamente. Asegúrate de todos los
     cam inos. Desconf ía de lo poco cor r iente, lo inesperado.
     Nunca descanses hasta conocer la habitación.»
          Sintiéndome llena de culpa me puse sobre mis pies,
     h u s m e é e l a i r e y d e c i d í c ó m o p r o c e d e r . T o m a r ía l a p a r e d
     izquierda pr imero y daría la vuelta. Salté al suelo, miré
     bajo el asiento    de la ventana husmeando por si había algo

18
esp ecia l, em p ez a nd o a r econ ocer la s it ua ci ón, l os p e ligr o s
y las ventajas. El papel de la pared era floreado y gas -
tado. Grandes flor es amarillas sobre un fondo púrpura.
Altas sillas escrupulosamente limpias pero con el rojo
terciopelo del asiento gastado. Los bajos de las sillas y
mesas estaban Impíos y no tenían telarañas. Los gatos
ven los bajos de las cosas, no solamente lo de encima y
los humanos no reconocerían las cosas desde nuestr o
punto de vista.
     Un alto arm ar io se er igía contra una de las par edes y
yo m e moví hacia el centr o de la habitación para estu -
diar cóm o subirm e a lo más alto. Un r ápido cálculo me
mostró que podía saltar de una silla a la mesa —¡oh
cómo resbalaba!— y llegar a lo alto del armario. Durante
u n r a t o e s t uv e a l l í l a m i é n d om e l a ca r a y l a s or e j a s m i e n -
tras iba pensando. Casualmente miré detrás mío y por
poco caí alarmada; una gata siamesa me m iraba, eviden -
temente la había estorba do mientras se lavaba. «Raro
— p en s é — , n o e sp er a b a e n c o nt r a r a q uí u na ga t a . Ma d a m e
A l b e r t i n e d e b í a d e t e n er l a se c r e t a m e n t e . L e d ir é " h o l a - . »
Me volví hacia ella, y ella al parecer tuvo la misma idea y
se volvió hacia mí. Nos miramos con una especie de
v enta na entre nosotras. «¡Extraordinario! —murmuré—,
¿cómo puede ser?» Cautelosamente, anticipando una
trampa, observé alr ededor de la parte tr aser a de la v en -
t a na . N o ha b ía n a d ie a l l í. C ur i osa m e nt e ca d a m ov im ie nt o
que yo hacía ella lo copiaba. Al final caí en la cuenta.
Esto era un          espejo,        u n r a r o a r t ef a c t o d e l q u e m i m a d r e
m e había hablado. Ciertamente éste era el pr imer o que
yo veía, ya que ésta era mi primera visita dentro de la
casa. Madame Diplomat era                      muy      particular y a los gatos
no se les p er m it ía est a r d entr o d e la ca sa a m enos d e q ue
quisiera mostrarlos. Yo hasta el momento me había es -
capado de esta indignidad.
     «De todos modos —me dije a mí misma— debo con-


                                                                             19
tinuar con mi inv estigación.» El espejo puede esperar
     Al otr o lado de la habitación v i una gr an estr uctura de
     m e t a l c o n t ir a d or e s d e b r o nc e e n c a d a e s q u i n a y t o d o e l
     espacio entre los t iradores, cubiertos con un mante l. Rápi -
     d a m e nt e m e d es l iz é d e l a r m a r i o a l a m esa , p a t i na nd o u n
     p oco sobr e el encera d o y sa lté d ir ecta sobr e la es tr uc t ur a
     de metal cubierta por un mantel. Aterrizé en el medio y
     ante mi horror la cosa me lanzó al aire. Al volver a
     aterrizar eché a correr mientras decidía qué hacer.
           P or unos inst ant es m e sent é en el centr o d e la a lf om.
     bra roja y azul de un dibujo como de «remolinos» que
     aunque escrupulosamente limpia, había visto mejores días
     en otros lugares. Parecía ser perfecta para estirar las
     patas, así es que le di unos suaves estirones y parecía
     ayudarme a pensar más claramente. ¡Claro! Esa gran
     estructura era una cama. Mi cama cra de viejos perió-
     dicos echa d os sobr e el suelo d e cem ent o d e un c ob ert iz o
     Madame Albertine tenía como un viejo mantel echado
     sob r e una esp eci e d e est r uct ur a d e hier r o. R onr one a nd o d e
     pla cer p or ha b er resuelt o el pr ob lem a, m e d ir igí ha c ia é s t a
     y e x a m i n é l a p a r t e i n f e r i o r c o n g r a n i n t e r é s . I n mens os
     muelles cub ier t os p or lo q ue obviam ent e era una e s p e c i e d e
     t r e m e n d o s a c o r a s ga d o , s o p o r t a b a n l a c a r g a a m ont o na d a
     s ob r e é st o s. P od ía v er c la r a m en t e d o nd e e l p e s a d o c u e r p o
     de    madame         Albertine        había      destrozado         algunos de los
     muelles que colgaban.
           Con espíritu de investigación científica tiré de una
     tela a rayas que colgaba de una esquina al otro lado
     cerca de la pared. Ante mi increíble horror, salieron
     plu ma s     v olando. «¡Por todos los gatos! —exclam é yo—.
     Guarda pá jaros muertos aquí. No me extraña que sea
     tan enorme, debe comérselos durante la noche.» Unos
     cuantos rápidos husmeas alrededor y había ya agotado
     todas las posibilidades de la cama.
          Mientras observaba a mi alrededor y me pregun.

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t a b a d ó n d e m i r a r l u e g o , v i u n a p u e r t a a b i er t a . D i m e d ia
docena de pasos y sigilosamente me agaché junto a un
poste de la puerta, inclinándome un poco hacia delante
para que un ojo pudiera echar un primer v istazo. A pri -
mera v ista el cuadro era tan extraño que no podía com -
prender lo que estaba v iendo. Algo brillante en el suelo
c on un d ib u j o b la n c o y n e gr o. C on t r a u na d e la s p a r e d e s
una especie de abrev ader o (sabía lo que er a por que los
había cerca de los establos), mientras que contra otra
pared sobre una plataforma de madera, había la taza de
p or ce la na m á s gr a n d e q ue j a m á s ha b r ía p o d i d o im a gi na r .
Estaba sobre la plataf or ma de m ader a y tenía una tapa -
dera de madera blanca. Mis ojos se iban agrandando y
tuv e que sentar me y r ascarm e la or eja der echa m ientras
d e l i b e r a b a . Q u i é n b e b e r í a e n a l g o d e s e m e ja n t e t a m a ñ o ,
me preguntaba.
     En aquel momento oí el ruido de madame Albertine
subiendo las crujientes escaleras. Apenas parándome a
ver si mis mostachos estaban en orden, corrí hacia la
p u e r t a p a r a sa l u d a r la . A nt e m is gr it o s d e j ú b i l o, ll e na d e
contento, dijo: «¡Ah!, mi pequeña Fifí, he robado lo me -
jor de la mesa par a ti. Esos cerdos se están har tando,
¡uf! ¡Me dan ganas de vomitar!». Se agachó y me puso
los plat os,     ¡verdaderos platos!,              d ela nte m ío, pero no te nía
tiempo para la comida todavía, tenía que decirle lo mu -
cho que la quería. Ronroneé mientras ella me acogía en
su ancho pecho.
     Esa noche dormí a los pies de la cama de madame
Albertine. Echa un ovillo en la inmensa colcha, estuve
más cómoda que nunca desde que me habían separado
de mí madre. Mi educación fue en aumento; descubrí la
razón de lo que en mi ignorancia había creído que era
una taza de por celana gigante. Me hizo enr ojecer r ostro
y cuello al pensar en mi ignorancia.
     A la mañana siguiente madame Albertine se vistió


                                                                          21
y bajó la escalera. Se oían los ruidos de mucha conmo -
     c i ó n , m u c h a s v o c e s a l t a s. De s d e l a v e n t a n a v i a G a s t o n ,
     el chófer, limpiando el gran Renault. Al poco rato
     d e s a p a r e c i ó p a r a v o lv e r d e sp u é s c o n s u m e j o r u n i f o r m e .
     L l ev ó el c o ch e a la en t r a d a d e la ca sa y lo s cr ia d os l le na -
     ron el portaequipaje de maletas y paquetes. Me agaché
     más, monsieur el duque y madame Diplomat se diri -
     g i e r o n a l c o c h e y f u e r o n c on d u c i d o s p o r G a s t o n a v e n i d a
     abajo.
          El ruido debajo mío creció, pero esta vez era como
     d e ge n t e ce l eb r a nd o a l g o. M a d a m e A lb er t i ne s ub i ó r ui d o -
     sam ente la s escaler as con el rostr o reb osa nte d e fe lic id ad y
     rojo por el vino. «Se han ido, pequeña Fifí —gritó,
     aparentemente creyendo que yo era sorda —. Se han
     ido, durante toda una semana estaremos libres de su
     tiranía. Ahora nos div er tirem os. » Estr ujándom e contra
     el la m e l lev ó a b a j o d on d e se ce le b r a b a un a f i es t a . T od os
     los cr ia d os p a r ecía n m á s co nt ent o s a hor a , y yo m e s e nt í a
     or g ul l o sa d e q ue m a d a m e A lb er t in e m e ll ev a r a e n b r a z os a
     pesar de que temía que mi peso de cuatro libras la
     cansara.
          Por una semana todos ronroneamos juntos. Al final
     de esa semana lo arreglamos todo y asumimos la más
     m iser able de nuestr as expresiones pr epar ándonos para
     la v uelta de madame Diplomat y su marido. Él no nos
     preocupaba, solía pasearse por ahí tocándose su Legión
     d e Ho nor en e l b ot ón d e la sola p a . Sea com o f uer e e s t a b a
     siempre pensando en el «servicio», no en los criados
     ni gatos. El problema era madame Diplomat. Era una
     mujer regañona, desde luego, y fue como el perdón de
     la guillotina cuando oímos el sábado que volverían a
     irse una semana o dos, ya que tenían que verse con lo
     «mejorcito».
          El tiempo pasaba rápidamente. Por la mañana ayu -
     daba a los jardineros levantando una planta o dos para

22
ver si la s ra íces cr ecía n sat isfa ct oriam ent e. P or la s tar d e s
m e r et ir a b a a u na c óm o d a r a m a d el v i e j o m a nz a n o s o ña n -
do en climas más cálidos y antiguos templos donde los
sacerdotes v estidos con túnicas amarillas daban v ueltas
silenciosamente siguiendo sus oficios religiosos. Repen -
tinam ent e me d esp er t a ba el sonid o de av iones d e la s F uer -
zas Aéreas francesas rugiendo locamente a través del
cielo.
     Estaba empezando a ponerme pesada ahora y mis
gatitos empezaban a moverse dentro de mí. No me era
f á ci l m ov er m e a h or a , t e n ía q u e m e d ir m i s p a s os. D ur a nt e
los últimos días cogí el hábito de ir a la lechería a mirar
cómo ponían la leche de las vacas dentro de una cosa
que daba v ueltas y producía dos chorros, uno de leche y
otro de crema. Me sentaba sobre un estante bajo para
no molestar. La lechera me hablaba y yo le contestaba.
     U n a t a r d e c er e s t a b a s e n t a d a s o b r e e l e s t a n t e a u n o s
seis p ies d e un c ub o lle no d e leche. L a lecher a m e e s t a b a
hablando de su último nov io y yo le ronroneaba asegu -
rándole que todo iría bien entre ellos. De repente se oyó
u n c h i l l i d o q u e a t r a v e s a b a el t í m p a n o c o m o c ua n d o a u n
g a t o m a c h o s e l e p i sa l a c o la . M a d a m e D i p l o m a t e n t r ó e n
la lechería corriendo y gritando: «Te dije que no tuvieras
gatos     aquí,     nos     e nv e n e n a r á s » .        Cogió   lo   p r im e r o   que
encontr ó a m ano, una m edida de cobr e y m e la tir ó c o n
toda     su    fuerza.       Me     dio      en        el    costado      con     mucha
violencia y me hizo caer en el cubo de la leche. El dolor
fue terrible. Apenas podía chapotear para mantenerme a
f lot e. Sent í sa lír sem e la s en t r a ña s. El suel o se t a m b a le ó
bajo pesados pasos y madame Albertine apareció. Rápi-
damente inclinó el cubo y tiró la leche manchada de
sangre. Pasó suavemente sus manos sobre mí. «Llama
al señor v eterinario», ordenó. Yo me desmayé.
     Al despertar estaba en la habitación de madame
Albertine en un cajón forrado y caliente. Ten ía tres


                                                                           23
cost illa s r ot a s y ha b ía p er d id o m is ga t it os. Dura nt e a lgún
     tiempo estuv e muy enferma. El señor v eterinario venía a
     verme a         menudo y me dijeron que                         le había        dicho
     p a la b r a s d ur a s a ma d a m e Dip lom a r . « C r ueld a d . C r ue ld ad
     innecesaria», había dicho. «A la gente no le gustará.
     Dirán que es usted una mujer mala.» «Los criados me
     han dicho —dijo él— que la futura madre gatita era
     m uy lim pia y m uy honr ada. No, madam e Diplom at, f ue
     muy malvado de su parte.»
          Ma d a m e Al b er t i n e m e m o ja b a l o s la b i o s c o n a g ua , y a
     que ta n sólo p ensar en leche me ha cía p a lid ecer . Día tr a s
     día intentaba convencer me para que com iera. El señor
     veterinario dijo: «Ahora no hay esperanza, morirá, no
     puede vivir otro día sin comer». Pasé a un estado com a -
     t o s o. D e sd e a l g ú n l u ga r m e p a r e cía o ír e l s u s ur r o d e l o s
     árboles, el crujir de las ramas. «Gatita —decía el man-
     zano—, gatita, esto no es el fin.» Extraños ruidos me
     z um b a b a n e n la c a b ez a . V i u na b r i l la nt e l uz a m a r il la , v i
     maravillosos parajes y olí placeres celestiales. «Gatita
     —susurraba n los árboles—, esto no es el fin, come y
     vive. No es el fin. Tienes una razón para vivir, gatita.
     Tendrás días felices en el ocaso de tu vida. No ahora.
     Esto no es el fin.»
          Abrí los ojos pesadamente y levanté algo la cabeza.
     M a d a m e A l b e r t í n e c o n gr a nd e s l á g r im a s c o r r i é n d o l e p o r
     las mejillas, se arrodilló junto a mí aguantando algunos
     finos pedazos de pollo. El señor v eterinario estaba de
     p i e j un t o a la m e sa l le na nd o u na j er i n ga c on a lg o d e u n a
     botella. Débilmente tomé uno de los pedazos de pollo, lo
     retuve un instante en la boca y lo tragué. «¡Milagro!
     ¡Milagro!», dijo madame Albertine. El señor veterinario
     se v olv ió con la boca abierta y poco a poco fue dejando
     la jeringa y vino hacia mí. «Es como usted dice, un
     milagro —remarcó--. Estaba llenando la jeringa para
     administrarle el golpe de gracia y ev itar así más sufri -


24
miento.» Les sonreí y emití tres ronroneos, todo lo que
pude. Mientras volvía a adormecerme les oí decir: «Se
recuperará».
     Durante una semana continué en un pobre estado;
no podía respir ar hondamente, ni podía dar más que
u n o s p o c o s p a s o s . M a d a m e A l b e r t i n e m e h a b ía t r a í d o m i
cajón de tierra muy cerca, ya que madre me había ense -
ñado a ser muy cuidadosa con mis necesidades. Una se -
mana más tarde madame Albertine me llev ó abajo. Ma -
dame Diplomat estaba de pie ante una habitación con
una mirada burlona y de desaprobación. «Hay que lle -
varla a un cobertizo, Albertine», dijo madame Diplomat.
«Con perdón, señora —dijo madame Albertine —, toda-
v ía no est á lo suf icient em ent e b ien, y si se la m a ltr a t a, yo
y otros criados nos iremos.» Con un altiv o resoplido y
mirada, madame Diplomat volvió a entrar en la habi -
t a ción. Ab a jo en la s coci na s a lguna s d e la s v ieja s m uje r e s
vinieron a hablarme y dijeron que se alegraban de que
estuviera mejor. Madame Albert ine me dejó en el suelo
suav em ente para que pudier a m ov erm e y leer todas las
n o t i c i a s d e c o s a s y d e l a g e n t e . P r o n t o m e c a n s é , y a q ue
aún no me encontraba bien, y me dirigí a madame Alber -
tine, levanté la mirada hacia su rostro y le dije que
quería ir a la cama. Me cogió y volvió a lo más alto
de la casa. Estaba tan cansada que me dorm í pr of unda -
mente antes de que me metiera en la cama.
Capítulo II


           E s f á ci l ser s en sa t o d e sp u é s d e l os a c o nt e cim i e n t os .
     Escribir un libro trae recuerdos. A través de la dureza
     de los años, pensé a menudo en las palabras del viejo
     manzano: «Gatita, esto no es el fin. Tienes un propósito
     en la vida». Entonces pensé que no era más que una
     amabilidad para animarme. Ahora lo sé. Ahora en el
     oca so d e m i v ida t engo m ucha felicida d; si est oy a use nt e,
     aunque no sea más que unos minutos, oigo: «¿Dónde
     está Fifí? ¿No le ha pasado nada?». Y sé que soy amada
     p or m í m ism a no s ól o p or m i a p a r iencia . En m i j uv e nt ud
     era distinto, no era más que una pieza de escaparate o
     com o d ir ía la gent e m od er n a una « pieza d e conver sa c ión» .
     Los americanos dirían un «juguete ingenioso».
           Madame Diplomar tenía sus obsesiones. Tenía la
     obsesión de ascender más y más en la escala social de
     Francia, y mostrarme en público era un seguro amuleto
     para el éxito. Me odiaba , ya que odiaba a los gatos (ex -
     cepto en públic o) y no se me permitía entrar en la casa a
     menos de que hubiera invitados. El recuerdo de mi
     primera «presentación» lo tengo vívido en mi mente.
           Estaba en el jardín un día caluroso y soleado. Du -
     r a nt e un r a t o ha b ía est a d o m ir a nd o a la s a b eja s lle v a ndo
     p o l en s ob r e s u s p a t a s. E nt o nc e s m e m ov í p a r a e xa m i na r
     el p ie d e un c ip r és. E l p er r o d e u n v e c in o ha b ía r e c i e nt e -
     mente estado allí y dejado un mensaje que yo quería
     l e e r . E c h a n d o f r e c u e n t e s m ir a d a s s o b r e m i h o m b r o p a r a
     ver si estaba a salvo, dediqué mi atención al mensaje.
     Poco a poco me fui interesando más y más y fui per -
     diendo la conciencia de cuanto me rodeaba. Inesperada -
     mente unas á speras ma nos m e agarraron y m e d espertaron
     de mi contemplación del mensaje del perro. Pzzt, silbé


26
mientr a s m e liber aba d a nd o un f uer t e golp e hacia a trá s a l
hacer lo. Subí al árbol y mir é hacia abajo. Siempre corr e
primero y mira luego —había dicho madre —. Es mejor
correr sin necesidad que parar y no poder volver a correr.»
     M ir é h a c ia a b a j o. Es t a b a P i e r r e, el ja r d i ner o, a ga r r á n -
dose la punta de la nar iz, un reguerillo de sangr e le iba
corr iendo por entr e sus dedos. Mirándom e con odio, se
agachó, cogió una piedra y la tiró con toda su fuerza.
Di la vuelta al tr onco del árbol, pero a sí y todo la vibra -
ción de la piedra contra el tronco casi me hizo caer.
Volv ió a agacharse para coger otra piedra en el mismo
m o m e n t o q u e m a d a m e A l b e r t i n e a n d a n d o s i l e n c i o s a m e n te
sob re el m usgoso t err eno ad ela nt ó un pa so. R ecogie nd o l a
e s c e n a e n u n a m i r a d a , a d el a n t ó á g i l m e n t e l a p i e r n a y
Pierre cayó al suelo cara abajo. Le cogió por el cuello
y lo levantó sacudiéndolo. Lo agitó con violencia, no era
más que un hombre pequeñito, y le hizo tambalear.
«Dañas a la gata y te mato, ¿me oyes? Madame Diplo -
mat te envió a buscarla, hijo de perra, no para que la
dañaras.» «La gata se me escapó de las manos y me
caí contra el árbol y me sangra la nariz —balbució
Pierre—, perdí los estribos a causa del dolor.» Madame
Albertine se encogió de hombros y se volvió hacia m í.
«Fifí, Fifí, ven con mamá», llamó. «Ya voy», grité mien -
tras ponía mis brazos alrededor del tronco y me desli -
zaba de espaldas. «Ahora tienes que comportarte lo me -
j o r q u e p u e d a s , p eq u e ñ a F i f í — d i j o m a d a m e A l b e r t i n e — .
La señora        1   quiere mostrarte a sus visitas.» La palabra
s e ñ o r a s i e m p r e m e d iv e r t í a . E l s e ñ o r d u q u e t e n í a u n a s e -
ñora en París así que, ¿cómo era madame Diplomat
la señora? De todos modos, pensé, sí quieren que tam -
bién se la llam e «señora», por mí no hay pr oblema. Esta
era gente muy rara e irracional.
    1. En inglés mistress significa señora y amante. (N. de la T.)
                                                                          27
Andamos juntas a través del césped, madame Alber -
     tine m e lleva ba p ara q ue m is pies est uviera n lim p ios para
     la s v isit a s. Sub im os los a nc hos p eld a ñ os d e p ied r a d ond e
     vi un ratón escurriéndose en un agujero junto a un
     arbusto y atravesamos la galería. Al otro lado de las
     puertas abiertas del salón vi a una multitud de gente
     sentada y charlando como un grupo de gorriones. «He
     traído a Fifí, señora», dijo madame Albertine. La «se -
     ñor a» se levantó de un salto y me tomó con cuidado de
     los brazos de mi amiga. «¡Oh, mi querida dulce y chi -
     quit ina Fifí! », exclamó mient ras daba la vuelta tan apr is a
     q ue m e m a r eé. La s m ujer es se lev a nt a r on y se a gr up a r on
     cerca d e m í p r of ir iend o exclama ciones d e a dm ira c ión. L os
     gatos siam eses en Francia eran una rareza en aquellos
     t i em p o s. I n cl u s o l o s h om b r e s a l l í p r e se nt e s se m ov i e r o n
     p a r a m ir a r . M i n e gr o r o st r o y b la n co c uer p o t er m i na nd o e n
     una cola negra, pa recía intr igar les. « Excep ciona l e ntre l o

     excep c ion a l    — d ij o   la   s eñor a — .    Un    m a gníf ico     pedigree;
     costó una fortuna. Es tan cariñosa, a veces duerme con -
     migo por la noche.» Yo grité protestando ante tales men -
     tiras y todo el mundo retrocedió alarmado. «Está ha -
     blando», dijo madame Albertine, a quien se le hab ía
     ordenado que se quedara en el salón «por si acaso».
     Como el mío, el rostro de madame Albertine reflejaba
     s or p r e sa d e q u e la s eñ or a d i jer a t a n t a s f a ls ed a d e s . « A h,
     Renée —dijo una de las invitadas —, deberías llevarla a
     A m é r i c a c u a n d o v a ya s . L a s m u j e r e s a m e r i ca n a s p u e d e n
     ser una gran ayuda en la carrera de tu marido si les
     gustas y la gatita ciertamente llama la atención.» La
     señora apretó sus delgados labios de modo que su boca
     desapareció          por      completo.       «¿Llevarla?         —preguntó—.
     ¿C óm o l o h a r ía ? Ar m a r ía ja l e o y t e nd r ía m o s d if i c ul t a d e s
     cuando volviéramos.» «Tonterías, Renée, me sorpren -
     des —replicó su amiga—. Conozco a un veterinario que
     te dará una droga con la que dormirá durante todo d


28
vuelo. Puedes arreglártelas para que vaya en una caja
a c o l c h a d a c o m o eq u i p a j e d ip l o m á t i c o . » L a s e ñ o r a a s i n t ió
con la cabeza: «Sí, Antoinette, tomaré esta dirección».
     Durante un rato tuve que quedarme en el salón.
Hacían comentarios sobre mi tipo, se admiraban de lo
largo de mis piernas y la negrura de mi cola. «Yo creía
que todos los mejores tipos de gato siamés tenían la
cola enroscada», dijo una. «Oh no —contestó la seño-
ra—, gatos siameses con colas enroscadas no están de
moda ahora, cuando más recta la cola mejor el gato.
Pr ont o enviarem os a ést a a juntar se y ent onces t e ndr em os
gatitos para dar.» Finalmente madame Albertine dejó
el salón. «¡Puff! —exclamó—. Dame gatos de cuatro
patas en cualquier momento antes que esta variedad de
dos patas.» Rápidamente di una ojeada a mi alrededor;
n o ha b ía v i st o n u nca ga t os c o n d o s p a t a s a n t e s y n o c om -
prendía cómo podían arreglárselas. No había nada de -
trás mío excepto la puerta cerrada, así es que meneé la
cabeza con un gesto de extrañeza y seguí andando junto a
madame Albertine.
     Esta ba oscureciend o y una ligera llov iz na golpe ab a la s
v e n t a na s c u a n d o e l t e l é f o n o e n l a h a b i t a c i ó n d e m a d a m e
Albertine sonó irritablemente. Se levantó para contes -
tarlo y la aguda voz de la señora rompió la paz. «Alber -
tine, ¿tienes a la gata en la habitación?» «Sí, señora,
todavía no está bien», replicó mad ame Albertine. La voz
de la señora subió un octavo de tono: «Te he dicho,
Albertine, que no la quiero en la casa a menos de que
haya v isitas. Llévala al cobertizo inmediatamente. ¡Me
asom br o d e m i b ondad dejánd ot e q ued ar; er es ta n inút il!» .
Muy a pesar suyo madame Albertine se puso un grueso
abrigo de punto, se metió dentro de un impermeable y
se enroscó un pañuelo en la cabeza. Cogiéndome en bra -
zos m e arropó con un chal y me bajó por la escalera tra -
sera. Se paró en la sala de los criados para coger una lin-


                                                                            29
terna y fue hacia la puerta. Un v iento tempestuoso me
     dio en la cara; una s nubes b ajas corrían a través de l cielo
     nocturno; desde un alto ciprés un búho ululó desma -
     ya d a m ent e, ya q ue nu est r a p r esencia ha b ía esp a nt a d o a l
     ratón que había estado caza ndo. Ramas cargadas de
     lluvia nos rozaban y echaban su carga de agua sobre
     n os o t r a s. E l ca m i no er a r es b a la d iz o y t r a i d or e n la o s c u -
     ridad. Madame Albertine se arrastraba cautelosamente
     escogiendo sus pasos a la tenue luz de la linterna mur -
     m ur a nd o im p r e ca c i o ne s c on t r a m a d a m e Di p l om a t y t od o
     lo que ésta representaba.
           Ant e n os ot r a s a p a r eció el c o b er t iz o, com o u na m a r c a
     más negra en la oscuridad de los sombríos árboles. Em -
     pujó la puerta y entró. Hubo un golpe tr emendo al des -
     li z a r s e a l s u e lo u na m a c et a q u e ha b ía q ue d a d o c og i d a a
     sus volum inosas faldas. Muy a mi pesar se me erizó la
     cola d e m ied o y se m e f or m ó un a gud o t r a z a d o a l o la r go
     de mi espinazo. Iluminando con su linterna un semi -
     círculo delante de ella, madame Albertine se adentr ó
     en el cober tizo y f ue hacia el m ontón de v iejos per iódi -
     cos que eran mi cama. «Me gustaría ver a esa mujer
     encerrada en un lugar como éste —murmuró para sus
     adentr os—. Ya le bajarían un poco los humos.» Me dejó
     con cuidado en el suelo, se asegur ó de que tenía agua,
     nunca beb ía leche a hor a, sólo a gua, y p uso unos c ua nt os
     pedacitos de pata de rana a mi lado. Después de darme
     u n a s p a l m a d i t a s e n l a ca b ez a , f u e r et r o c e d i e n d o p o c o a
     poco y cerró la puerta tras ella. El difuso sonido de sus
     pa sos f ue a hogá nd ose ba jo el morda z v ient o y el c hap ot e o
     d e la l luv ia sob r e el ga lv a niz a d o t eja d o d e hier r o. Od ia b a
     este cobertizo. A menudo a la gente se le olvidaba mi
     existencia por completo y yo no podía salir hasta que
     abr ía n la p uert a. C on dema siada frecuencia me ha b ía q ue -
     d a d o a llí s in c om id a ni b eb id a d ur a nt e d os o inc lus o t r e s
     días. Los gritos no servían de nada, ya que estaba dema-

30
siado lejos de la casa, escondida en un bosquecillo de
á r b o l es, l ej o s, d e t r á s d e t od o s lo s r es t a nt es ed if ic i o s . M e
estiraba hambrienta poniéndome más y más arrugada es-
perando a que alguien de la casa se acordara de que no
se m e había v isto por ahí por algún tiem po y v iniera, a
investigar.
     ¡Ahora es tan distinto! Aquí me tratan como a un
ser humano. En vez de casi morir de hambre tengo siem -
pr e com ida y bebid a y duerm o en un dorm itor io con mi
propia cama de verdad. Mirando hacia atrás a través de
los años, parece como si el pasado fuera un viaje cru -
zando una larga noche y como si ahora hubiera salido
a la luz del sol y al calor del amor. En el pasado tenía
q ue est a r a ler ta a los p a sos p a t osos, a hor a t od o e l m und o
vigila por si        yo   estoy ahí. Los muebles no se cambian
nunca de lugar a menos de que se me enseñe su nuevo
sitio porque soy ciega y v ieja y ya no puedo cuidar de
mí misma; como dice el lama soy una que rida vieja
abuela que goza de paz y felicidad. Mientras dicto esto
estoy sentada en una cómoda silla donde los calientes
rayos del sol se posan sobre mí.
     Pero todo a su debido tiempo, los días de las som -
bras estaban todavía conmigo y todavía el sol tenía que
aparecer después de la tormenta.
     Sentía extraños movimientos dentro de mí. En voz
ba ja, ya q ue me sent ía insegura , cant é una ca nción. Dea m -
bulaba por el terreno en busca de                     algo.     Mis deseos eran
vagos y sin embargo apremiantes. Sentada junto a una
ventana abierta, sin atreverme a entrar, oí a madame
Diplomat usando el teléfono. «Sí, está llamando. La en -
viaré inmediatamente y la recogeré mañana. Sí, quiero
vender los gatitos tan pronto como sea posible.» Poco
después Gaston vino a mí y me puso en una ca ja de
madera donde no se podía respirar con la tapa bien
cerrada. El olor de la caja, aparte del ambiente irrespi-


                                                                        31
rable, era de lo má s interesa nte. Había servid o para llev a r
     comida, patas de rana, caracoles, carnes crudas y ver -
     duras. Estaba tan inte resada que apenas noté cuando
     Gaston cogió la caja y me llev ó al garaje. Durante un
     rato dejó la caja sobre el suelo de cemento. El olor a
     aceite y gasolina me daba ganas de vomitar. Por fin
     Gaston volvió a entrar en el garaje, abrió las grandes
     puertas de entrada y dio el contacto a nuestro segundo
     coche, un v iej o C it r oen. T r as echa r m i ca ja con b a s t a nte
     r ud ez a en el p or t a eq uip a jes ent r ó d ela nt e y sa lim os . F ue
     un viaje terrible, tomábamos las curvas tan aprisa que
     mi caja rodaba con violencia y paraba con un golpe. A
     la próxima curva volvería a repetirse el proceso. La
     oscuridad era intensa y los humos del tubo de escape
     me ahogaban y me hacían toser. Creí que el viaje no
     t er m i na r ía nu n ca . D e r ep en t e el c o c ha se d esv i ó, s e o y ó
     un espantoso chirrido de los n eumáticos al patinar, y
     cuando el coche volvió a p onerse rect o y siguió corriend o, m i
     ca ja d io la v uelta y se q ued ó b oca aba jo. Me d i contra una
     aguda ast illa y m i nariz em pezó a sangrar. El Citroé n s e
     t a m b a leó a l p a r ar y p r ont o oí v oces. Ab r ier on e l p or t a -
     equipajes y por un momento hubo silencio y entonces
     «Mira, hay sangre!», dijo una voz extraña. Levantaron
     mi ca ja, la sent í ba lancear se m ientra s a lguien la llev ab a.
     Subieron unos peldaños, se veían sombras a través de
     las rendijas de la caja y adiviné que estaba dentro de
     una ca sa o cob er t iz o. Se cer ró una p uer ta, me lev antar o n
     más alto y me colocaron sobre una mesa. Desmañadas
     m a nos a r a ña b a n la sup er f ici e ext er na y a b r ier on la c a ja .
     Yo guiñé los ojos ante la repentina luz. «Pobre gatita»,
     dijo una voz de mujer. Alargando los brazos puso la
     m a n o d e b a j o m í o y m e c o g i ó . Y o m e s e n t í a e n f e r m a , c on
     ganas de vom itar y mar eada por los hum os del tubo de
     e s c a p e , m ed i o i d a p o r l a v i o l e n c i a d e l v i a j e y s a n g r a n d o
     bastante por la nariz. Gaston, allí, de pie, estaba blanco


32
y asustado. «Debo telefonear a madame Diplomat», dijo
un hombre. «No me haga perder mi trabajo —dijo Gas-
ton—, conduje con mucho cuidado.» El hombre cogió
el teléfono mientras la mujer me secaba la sangre de la
nariz. «Madame Diplomat —dijo el hombre—, su gatita
e s t á e nf e r m a , e st á d e s n u t r id a y ha s i d o e s p a n t o s a m e n t e
a git a d a p or est e v ia je. P er d e r á su ga t a , m a d a m e, a m e nos
de que se la cuide mejor.» «Por Dios —oí que replicaba
la voz de madame Diplomat —, tanto jaleo por un gato.
Ya la cuidamos. No la tenemos consentida y mimada,
q u ier o q ue t en ga ga t it o s. » « T ie n e u st ed u na ga t a s ia m e s a
m uy valiosa, del m ejor tipo en toda Francia. Descuidar a
esta gata es un mal negocio, como usar sortijas de
diamantes para cortar cristal.» «Ya la conozco —con-
testó madame Diplomat—. ¿Está el chófer aquí?, quiero
hablar con él.» El hombre pasó el teléf ono a Gaston en
si l en c i o. P or a l g u n os i ns t a nt es e l t or r e nt e d e p a la b r a s d e
l a s e ñ o r a f u e t a n gr a n d e, t a n v i t r i ó l i c o q u e n o p o d í a p e r -
seguir su fin, simplem ente atontaba los sentidos. Final -
m e n t e , d e s p u é s d e m u c h o e s t i r a r l l e g a r o n a u n a c u e r d o.
Yo tenía que quedarme ¿dónde estaba yo?, hasta que
estuviera mejor.
     Gaston se fue temblando todavía al pensar en ma -
d a m e D i p l o m a t . Y o s e g u í e c h a d a s o b r e l a m e sa m i e n t r a s
el hombre y la mujer me atendían. Tuve la sensación
de un ligerísimo pinchazo y casi antes de que pudiera
darme cuenta m e quedé dor mida. Fue una sensación de
lo más peculiar. Soñé que estaba en el cielo y que mu -
c h o s g a t o s m e h a b l a b a n , p r eg u n t á n d o m e d e d ó n d e v e n í a y
q u ié n es er a n m i s p a d r e s. H a b la b a n e n el m e j or f r a n c é s
gatuno siamés además. Levanté la cabeza pesadamente y
abrí los ojos. La sorpresa ante el lugar donde estaba
causó el erizamiento de mi cola y un escalofrío en mi
espinazo. A pocos centímetros de mi rostro había una
puerta de red de hierro. Yo estaba echada sobre paja lim-


                                                                         33
pia. Detrás de la puerta de alambre había una gran
     habitación que contenía todo tipo de gatos y algunos
     perritos. Mis vecinos a cada lado eran gatos siameses.
     «Ah, la desgraciada está mov iéndose», dijo uno. «¡Uf!
     ¡Cómo te colgaba la cola cuando te trajeron!», dijo el
     otro. «¿De dónde vienes?», chilló un persa desde el
     otro lado de la habitación. «Estos gatos me ponen en -
     fermo», gruñó un pequeño                    poodle       d e sd e u n a ca j a e n e l

     suelo.      «Yeh      —murmuró un perrito justo fuera de la
     ór b it a de m i vista —, a est as dama s les d ar ía n una b ue na
     p a l i z a e n m i E s t a d o. » « O í d a e s t e p er r o ya n q u i d á n d o s e
     aires —dijo alguien cerca —, no lleva aquí el tiempo
     suficiente como para tener derecho a hablar. No está
     más que a pensión, eso es!»
           «Yo soy Chawa —dijo la gata de mi derecha —. Me
     han sacado los ovarios.» «Yo soy Sang Tu —dijo la gata
     de mi izquierda —. Yo luché con un perro, pequeña,
     d eb er ía s v er a ese p err o, d esd e lueg o p oc o q ued a d e é l. »
     «Yo soy Fifí —respondí tímidamente—. No sabía que
     había más gatos siameses aparte de mí y de mi desapa -
     recida madre.» Por algún tiempo se hizo el silencio en
     la gran habitación y entonces surgió un gran rugido                                       al

     entrar el hombre que traía la comida. Todo el mundo
     ha b la ba a la vez. L os per r os ped ía n q ue se les a lim e nt an
     pr im er o, los ga t os llama ba n a los p err os cerd os e goíst as .
     Se oía el entrechocar ruidoso de los platos de comida                                      y

     e l g o r j e o d e a g u a a l l l e n a r l o s b o t e s p a r a b e b er y l u e g o
     el   glup glup de los perros al comenzar a comer.
           El hombr e se acercó a mí y me mir ó. La mujer                              entró   y
     atravesó v iniendo hacia mí. «Está despierta», dijo el
     hombre. «Preciosa gatita —dijo la mujer —. Tendremos
     q u e f o r t a l e c e r la , n o p u e d e t e n e r g a t i t o s e n s u p r e s e n t e
     e s t a d o . » M e t r a j er o n u n a a b u n d a n t e p o r c i ó n d e c o m i d a
     y siguieron con los otros. Yo no me encontraba denla.
     siado bien, pero pensé que sería de mala educación                   no



34
comer, así es que me lo propuse y pronto lo hube ter -
minado todo. «¡Oh! —dijo el hombre cuando volvió —,
e s t a b a h a m b r i e n t a . » « V a m o s a p o n e r l a e n e l a n e x o — d i jo
la mujer—, tendrá más luz solar allí, creo que todos
estos animales la molestan.»
     El hombre abrió mi jaula y me acunó en sus brazos
mientras me llevaba a través de la habitación y a través
de una puerta que no había podid o v er antes. «Adiós»,
chilló Chawa. «Encantada de conocerte —gritó Sang
Tu—. Dales recuerdos míos a los gatos machos cuando
les veas.» Cruzamos el umbral de la puerta y entramos
en una habitación iluminada por el sol, donde había una
g r a n j a u l a e n e l c e n t r o . « ¿ V a a m e t er l a e n l a j a u l a d e l o s
monos, jefe?», preguntó un hombre a quien no había
visto antes. «Sí —replicó el hombre que me llevaba —,
necesita cuidados, ya que no llev aría en su presente es -
tado.» ¿Llevaría?            ¿L l e v a r í a ?   ¿Qué es lo que suponían
que iba a llevar? ¿Creían que iba a trabajar yo aquí
llevando platos o algo parecido? El hombre abrió la
puerta de la jaula grande y me metió. Se estaba bien
aparte del olor a desinfectante. Había tres ramas y es -
tantes y una agradable caja de paja forrada de te la para
dormir. Me paseé alrededor con cautela, ya que madre
m e ha b ía e ns e ña d o a q ue i nv es t i ga r a c om p l et a m e nt e c ua l -
quier lugar extraño antes de instalarme. Una rama de
árbol me inv itaba, así es que saqué mis pezuñas para de -
m o s t r a r q u e y a m e s e n t í a i ns t a l a d a . A l e n c a r a m a r m e p or
la rama v i que podía mirar sobre un pequeño cercado y
ver más allá.
     Había un gran espacio cerrado con alambre todo
alrededor y por encima. Pequeños árboles y arbustos
llenaban el terreno. Mientras observaba, un gato siamés
de lo más magnífico salió a la vista. Tenía un tipo fan -
tástico, largo y delgado con pesados hombros y la más
negra de las colas negras. Mientras atravesaba despacio


                                                                      35
el terreno iba cantando la última canción de amor. Yo
     escuché ext asiada , p er o p or el m om ent o t enía d em as ia da
     vergüenza para contestar cantando. Mi corazón latía y
     t u v e u n a s e n s a c i ó n d e l a s m á s e x t r a ñ a s. S e m e e s c a p ó
     un gran suspiro mientras él desaparecía.
          Durante un rato me quedé sentada en lo más alto
     d e esa r a m a , l le na d e s or p r e sa . M i c ol a s e m o v ía e s p a s .
     m ó d i c a m e n t e y m i s p i er n a s t e m b l a b a n t a n t o d e l a e m o -
     ción que apenas podían soportarme. ¡Qué gato!, ¡qué
     tipo más formidable! Podía imaginármelo llenando de
     gracia un templo en el lejano Siam, con sacerdotes de
     amarillas t únicas saludá ndole mient ras d ormitaba al s ol.
     ¿Y m e eq uiv oca b a ? S ent ía q u e ha b ía m ir a d o en m i d ir e c -
     ción, que lo sabía todo de m í. Mi cabeza era un tor be -
     llino con pensamientos sobr e el futur o. Despacio, tem -
     b la nd o, d es ce n d í d e la r a m a , e nt r é en la ca j a d e d or m ir y
     me eché para seguir pensando.
          Esa noche d orm í inq uieta; al d ía siguient e el hom br e
     d ijo q ue y o t en ía f ieb r e a ca usa d el m a l v ia je en c o c he y
     los hum os del tubo de escape. ¡Yo sabía por qué tenía
     fiebre! Su bello rostro negro y su larga cola arrastran.
     dose se habían apoderado de mis sueños. El hombre
     dijo q ue m e encont rab a déb il y q ue t enía q ue des ca nsar,
     Durante cuatro días viv í en esa jaula descansando y
     comiendo. A la mañana siguiente me condujeron a una
     ca s it a d e nt r o d e l cer ca d o c o n r ed es. A l i n st a la r m e m ir é a
     mi alrededor y vi que había un m uro de red entre m i
     com par t im ent o y el d el gua p o ga t o. Su ha b it ación e sta ba
     cuidada y arreglada, su paja estaba limpia y vi que su
     bol de agua no tenía polv o flotando sobre la superficie.
     No estaba dentro en aquel momento, adiviné que esta-
     ría en el cercado jardín dando un vistazo a las plantas.
          L l e n a d e s u e ñ o , c er r é l o s o j o s y d i u n a s c a b e z a d a s .
     Una poderosa v oz me hizo saltar despertándome y miré
     tímidamente al muro de red. « ¡Bueno! —dijo el gato


36
sia m é s — , e n ca nt a d o d e co n o c er t e, d es d e l ue g o. » S u gr a n
rostro negro estaba contra la red, y sus vívidos ojos
azules disparaban sus pensamientos hacia mí. «Nos va -
mos a casar esta tarde —d i j o é l — . M e g u s t a r á , ¿ y a t i ? »
Enrojeciendo toda yo escondí mi cara entre la paja.
«Oh, no te pr eocupes tanto —exclamó él—. Estamos
h a c i e n d o u n n o b l e t r a ba j o ; n o h a y l o s s uf i c i e n t e s de
n o s o t r o s e n Fr a nc ia . T e g u s t a r á , y a v er á s» , r i ó m ie n t r a s
se se nt a b a a descansar después de su paseo matinal.
     A la hora de comer, vino el hombre y rió al vernos
sentados cer ca el uno del otro con sólo la red entre nos -
ot r o s y ca nt a n d o u n d ú o. E l ga t o se a lz ó s ob r e s u s p a t a s y
le rugió al hombre: «¡Saca esa... puerta de en medio!»,
usando algunas palabras que me hicieron enrojecer toda
otra vez. El hombre sacó despacio la clavija, volvió a
colgarla fuera de peligro, dio la vuelta y nos dejó.
     ¡ Oh ! E s e g a t o, e l a r d or d e s u s a b r a z o s, la s c os a s q u e
me d ijo. Desp ués nos q ueda mos echa d os uno junt o a l ot ro
e n u n d u l c e c a l o r y e n t o n c e s t u v e e l e s c a l o f r ia n t e p e n s a -
miento: yo no era la primera. Me levanté y volví a mi
habitación. El hombre entró y v olv ió a cerrar la puerte -
cilla entre nosotros. Por la noche vino y me volvió a
llevar a la jaula grande. Dormí profundamente.
     Por la mañana, v ino la mujer y me llev ó a la habita -
ción en la que había estado al ingresar en este edificio.
Me colocó sobre una mesa y me aguantó fuertemente
mientras el hombre me examinaba a fondo cuidados a -
mente. «Tendré que ver al dueño de esta gata porque
la pobrecita ha sido muy maltratada. ¿Ves? —dijo indi-
cando mis costillas izquierdas y tocando donde todav ía
me dolía —. Algo espantoso le ha pasado y es un animal
demasiado valioso para que se le descuide.» «¿Damos
un paseo en coche y nos acercamos a hablar con la due -
ña?» La mujer parecía estar realmente inter esada en
mí. El hombre contestó diciendo: «Sí, la recogeremos, y


                                                                            37
d e p a so q uiz á p od r em os cob r a r nuest r os honor a r ios t a m -
     bién. La llamaré y le diré que devolveremos la gata y
     r ecoger em os el d iner o» . De sc olg ó el t e léf on o y ha b ló c on
     m a d a m e Dip lom a t . L a s ola p r eocup a ci ón d e é st a p a r e c ía
     ser q ue « el par t o de la ga ta» p ud iera costar le unos p oc os
     f r a nc o s d e m á s. C o nv e n ci d a d e q u e n o ser ía a sí, e s t uv o
     de a cuer d o en pa gar la cuent a ta n pr ont o com o m e d ev ol -
     v i er a n . Y e s o f u e l o q u e d e ci d i e r o n : m e q u e d a r í a ha s t a
     la tarde siguiente y luego me dev olv erían a madame
     Diplomat.
          «Eh, Georges —gritó el hombre —, devuélvela a la
     jaula de m onos, se queda hasta mañana.» Georges, un
     v iejo encor v a d o a q uien no ha b ía v ist o a nt es, v ino ha c ia
     mí tam ba leá nd ose y m e cogió con sorpr e ndent e c uida d o.
     M e p u s o s ob r e s u h om b r o y em p ez ó a a nd a r . Me l l e v ó a
     l a g r a n h a b i t a c i ó n s i n p a r a r p a r a p o d er h a b l a r c o n l o s
     otros. La habitación donde estaba la jaula de monos y
     cerró la puerta tras nuestro. Durante unos segundos
     a rra s tr ó un p ed az o d e c uer da de la nt e d e m í. « P obr e c i ta
     — m ur m ur ó p a r a sí — , ¡est á cla r o q ue na d ie ha ju ga d o
     contigo en tu corta vida!»
          S o l a o t r a v e z , s u b í a l a e m p i n a d a r a m a y m ir é m á s
     allá del cercado metálico. Ninguna emoción se mov ía
     d e nt r o m í o a h or a , sa b ía q u e el ga t o t en ía ca nt id a d e s d e
     R eina s y y o n o er a m á s q ue una d e t a nt a s. L a ge nt e q u e
     conoce a los gatos, llama siempre a los gatos machos
     «Toms» y a las hembras «Reinas». No tiene nada que
     ver con el        pedigree,          no es más que un nombre ge-
     nérico.
          Una r ama solit ar ia se mecía cur vá nd ose ba jo un pe s o
     considerable. Mientras estaba mirando, el gran Tom salt ó
     del árbol y se plantó en el suelo. Se encaramó a toda
     velocidad por el árbol y volvió a hacer lo mismo una
     y otra vez. Yo m ira ba fa scina da y ent onces se m e oc urr ió
     que estaría haciendo sus ejercicios matinales. Perezosa.


38
mente, porque no tenía nada mejor que hacer, seguí
echada en mi cama y afilando mis pezuñas hasta que
brillaron como las perlas alrededor de la garganta de
madame Diplomat. Luego aburrida, me dormí bajo el
reconfortante sol del mediodía.
       Algún tiempo después cuando el sol ya no estaba
justo encima mío sino que se había ido a calentar algún
otr o lugar de Francia, me despertó una dulce, maternal
voz. Observé con cierta dificultad por una ventana casi
fuera de mi alcance y vi una vieja reina que había visto
muchos veranos. Estaba decididamente llenita y mien -
t r a s e st a b a a l l í e n l a r e p i sa d e l a v e n t a na l a v á n d o s e l a s
orejas, pensé lo agradable que sería charlar un rato.
       «¡Ah! —dijo ella—. Ya estás despierta. Espero que
sea d e t u a gra d o la est a ncia a q uí; nos enor gulle c e p e ns a r
que ofrecemos el mejor servicio de Francia. ¿Comes
bien?» «Sí, gracias —contesté—. Me cuidan muy bien.
¿Es usted la señora propietaria?»
       «No —contestó—, a pesar de que mucha gente cree
que lo soy. Tengo la r esponsable tar ea de enseñar les a
los nuev os Toms sementales sus deberes; yo les sirvo
de prueba antes de que sean puestos en circulación ge -
n e r a l . E s u n t r a b a j o m u y im p o r t a n t e , m u y p r e c i s o . » N o s
quedamos un rato absortas en nuestros propios pe nsa-
mientos. «¿Cómo se llama?», pregunté. «Butterball»,'
replicó ella. «Yo estaba muy llenita y mi pelo brillaba
como la mantequilla, pero esto era cuando era mucho
m ás jov en», añadió. «Ahor a hago var ios trabajos aparte
d e e s e d e q u e t e ha b l é , ¿ s a b e s ? T a m b i é n h a g o d e p o l i c ía
en l o s a lm a ce ne s d e la c om i d a p a r a q u e n o n os m o l e s t e n
los ratones.» Se relajó pensando en sus deberes y luego
dijo: «¿Has probado ya nuestra carne cruda de caballo?
¡Oh!   tienes que probarla antes de que te vayas. Es real-

       1. Bola de mantequilla. N. de   la T.)

                                                                        39
mente d eliciosa, la mejor car ne d e ca ba llo q ue se p ued e
     com prar en lugar a lguno. Cr eo q ue a lo mejor la t e ndr e.
     mos para cenar, v i a Georges, el ayudante, cortándola
     hace poco». Después de una pausa dijo con voz satis.
     fecha: «Sí, estoy         segura       de que hay carne de caballo para
     cenar». N os q uedam os senta d as p ensa nd o y nos lav am os
     un poco y entonces madame Butterball dijo: «Bueno,
     tengo que irme, ya miraré de que te den una buena
     r a ci ó n; cr e o q ue p u ed o o l er a G e or ge s q u e t r a e la c e na
     ahora». Salt ó de la ventana. En la gran habitación detrás
     mío, podía oír gritos y chillidos. «Carne de caballo»,
     « d a m e a m í p r i m er o » , « ¡ e s t o y ' h a m b r i e n t o , a p r i s a G e o r -
     g e s ! » , p er o G e o r g e s n o s e i n m u t a b a ; a l c o n t r a r i o , a t r a -
     vesó la gra n ha bita ción y vino d ir ect o a m í, sirviénd om e a
     m í p r i m er o . « T ú p r i m er o , g a t i t a — d i j o é l — , l o s o t r o s
     p u ed e n es p er a r . T ú er es l a m á s ca l la d a d e t od o s , o s e a
     que tú prim ero.» Ronroneé para demostrarle que apr e
     ciaba completamente el honor. Me p uso dela nte una gra n
     cantidad de carne. Tenía un perfume maravilloso. Me
     froté contra sus pier nas y emití uno de mis más altos
     ronroneos. «Tú no eres más que una gatita pequeña
     — d ij o é l — , t e la c or t a r é. » M u y ed u ca d a m e nt e c or t ó t od a
     la pieza en pequeños trocitos y entonces con un «que
     comas bien, gata», se fue a atender a los otros.
          La carne era sencillamente maravillosa, dulce al pala -
     dar y tierna a los dientes. Finalmente me senté hacia
     atrás y me lavé la cara. Un ruid o como de arañaz os me
     hizo mirar hacia arriba justo cuando un negro rost ro
     con ojos relampagueantes apareció en la ventana. «Buena,
     ¿verdad?», dijo madame Butterball. «¿Qué te dije?
     Servimos la mejor car ne de caballo que aquí pueda en -
     contrarse. Pero espera.                 Pes cado        para desayunar. Algo
     d e li c i os o, a ca b o d e p r o b a r l o yo. B u en o, q ue t e ng a s un a
     buena noche.» Al decir esto se dio la vuelta y se marchó
          ¿Pescado? Yo no podía pensar en comida ahora,


40
estaba llena. Esto era un cambio tan grande en compa -
ración a la comida de casa; allí me daban trozos que los
humanos dejaban, porquerías con salsas tontas que a
menudo me quemaban la lengua. Aquí los gatos viv ían
con un verdadero estilo francés.
     La luz iba desapareciendo al ponerse el sol en el
cielo o ccid e nt a l. L os p á ja r os v olv ía n a ca sa a let ea nd o, v ie -
jos cuerv os llamaban a sus com pa ñer os y discutían los
sucesos d el día. Pr ont o la oscur ida d se hiz o m ás pr of unda y
llegaron los murciélagos batiendo sus afelpadas alas
m i e n t r a s i b a n y v e n í a n p er si g u i e n d o a l o s i n s e c t o s d e l a
noche. Encima de los altos cipreses aparecía la luna
naranja, tímidamente, como dudosa de meterse en la
oscuridad de la noche. Suspirando de satisfacción, me subí
perezosamente a mi cajón y caí dormida.
     S o ñ é y t o d a s m i s e s p er a n z a s s a l i e r o n a la s u p e r f i c i e .
Soñé que alguien me quer ía simplemente por mí misma,
simplemente como compañía. Mi corazón estaba lleno
d e a m or , a m o r q u e t e n í a q u e s e r r e p r i m i d o p o r q u e n a d ie
en m i ca sa sa b ía na d a d e la s es p er a nz a s y d e se o s d e u n a
joven gatita. Ahora, gata vieja, estoy rodeada de amor
y doy el mío también. Ahora conocemos momentos du -
r o s , p er o p a r a m í   esto    es la v ida perfecta donde familia y
yo somos uno, y soy amada como una persona real.
     La noche pasó. Estaba ner viosa e incóm oda porque
me iba a casa. ¿Volv ería a sufrir penalidades otra v ez?
¿Tendr ía una cam a de paja en v ez de viejos y húm edos
p er i ód ic o s ?, m e p r e g u nt a b a . A nt es d e q u e p u d ier a d a r m e
cuenta, era de día. Un perro ladraba penosamente en la
ha b it a c i ó n gr a nd e. « Q u ier o s a l ir , q u i er o sa l ir » , d ec ía u na y
o t r a v e z . « Q u i e r o s a l i r . » P o r a h í c e r ca u n p á j a r o e s t a b a
r ega ña nd o a s u c o m p a ñer a p or ha b er r et r a sa d o el d e s a yu -
n o. Gr a d ua l m e nt e i b a n a p a r ec i en d o l o s s o ni d os n or m a le s
del día. La campana de una iglesia tañía con su áspera
voz llamando a los humanos a algún servicio. «Después


                                                                         41
d e la m isa v oy a l p ueb lo a c om p r a r m e una b lusa nu e v a ,
     ¿ M e a c om p a ñ a r á s ? » , p r e g u n t a b a un a v oz f e m e n in a . S i.
     guieron su camino y no pude oír la respuesta del hombre.
     E l e nt r ec h o ca r d e c ub o s m e r e cor d a b a q ue p r o nt o s e r ía
     la h or a d e d e sa y u na r . De sd e el cer ca d o d e r e d e l g ua p o
     Tom alzó la voz con una canción d e saludo al nuevo
     día.
            La m ujer v ino con mi d esa yuno. « Hola, gat a —d ijo—,
     com e b ie n, ya q ue t e v a s a c a sa est a t a r d e. » Yo e m it í un
     ronr oneo y me froté contra ella para demostrar que la
     ent end ía . L lev a b a r op a s nueva s y con v ola nt es y p a r e c ía
     est a r m uy a nim a d a . A menudo me sonr ío p a r a m is a d e n no s
     c ua n d o p i e ns o e n c óm o no s ot r o s, l os ga t o s, v er n o s l a s
     cosas. Solemos saber el humor de una persona por s u
     r o p a i n t e r i o r . N u e s t r o p u n t o de vista es distinto, ¿entiendes?
            El pescado era muy bueno pero estaba cubierto de una comida,
     algo como de trigo, que tuve que sacar. «Bueno, ¿verdad?», dijo una
     voz desde la ventana.
            «Buenos días, madame Butterball», repliqué. «Sí, esto es muy
     bueno pero ¿qué es esta especie de cubierta de trigo que hay?»
     Madame Butterball rió con benevolencia. «¡Oh! —exclamó—, debes de
     ser una gata de campo. Aquí siempre, pero siempre, tomamos
     cereales por la mañana para tener vitaminas.» «¿Pero por qué no me
     las dieron antes?», persistí. «Porque estabas bajo tratamiento y te las
     daban en forma líquida.» Madame Butterball suspiró: «Tengo que
     irme ahora, hay tanto que hacer y tan poco tiempo. Intentaré verte
     antes de que te vayas». Antes de que pudiera contestarle había
     saltado de la ventana y pude oír su crujir por entre los arbustos.
            Se oía un confuso murmullo procedente de la habitación grande.
     «Sí —dijo el perro americano—, así que le digo a él, no quiero que
     metas las narices en mi lamparilla, ¿ves? Siempre está vagando por
     ahí para ver lo




42
q u e p u ed e h u sm ea r . » T o n g F a , u n ga t o sia m é s q u e ha b ía
llegado la tarde anterior, estaba hablando con Chawa.
« D í g a m e , s e ñ o r a , ¿ n o n o s p e r m i t e n i nv e s t i g a r e l t e r r e n o
por aquí?» Yo me enrosqué y eché un sueñecillo; toda
esta charla me estaba dando dolor de cabeza.
     «¿La metemos en un cesto?» Me desperté con un
sobr esalto. El hombr e y la m ujer habían entr ado en mi
habitación por una puer ta lateral. «¿Cesta? —preguntó
la mujer —, no necesita que se la ponga en una cesta,
la llevaré sobre mi regazo.» Se dirigieron a la ventana y
se quedaron hablando. «Ese Tong F a                                   —murmuró la
mujer—, es una lástima acabar con él. ¿No podemos
ha c er n a d a p a r a ev it a r l o ?» E l hom b r e se m ov i ó i nc óm od o y
se acarició la barbilla. «¿Qué podemos hacer? El gato e s
viejo     y   casi      ciego.       Su     dueño        no    quiere        perder        el
tiempo con él. ¿Qué podemos h acer?» Hubo un largo
silencio. «No m e gusta —dijo la m ujer—, es un crim en. »
El hombre siguió silencioso. Yo me hice tan pequeña
como me fue posible en una esquina de la jaula. ¿Viejo y
cieg o? ¿Er a n é st a s r a z ones p a r a una sent enc ia d e m ue r t e ?
Ningún        recuerdo          de    los     años      de    amor       y    devoción;
matar a los v iejos cuando no se pueden cuidar ellos mis -
mos. Juntos, el hombre y la mujer entraron en la habi -
tación grande y cogieron al viejo Tong Fa de su caja.
     La mañana fue pasando lentamente. Yo tenía pensa -
mientos sombríos. ¿Qué me pasaría a mí cuando fuese
vieja? El manzano me había dicho que sería feliz, pero
c ua n d o u n o es j ov e n e i ne x p er t o, es p er a r p a r ec e a l g o s i n
fin. El viejo Georges entró. «Aquí tienes un poco de
carne de caballo, gatita. Cómela que te vas a c asa pron-
to.» Yo ronroneé y me froté contra él, y él se agachó
para acaric iarme la ca beza. Ape nas h ube t ermi nad o d e
comer y hacer mi toilette cuando la mujer vino por
mí. «B ue no, v amos, F if í —e xc lam ó, a casa con madame
Diplomat (la vieja perra).» Me cogió y me llevó a través


                                                                             43
de la puerta lateral. Madame Butterball estaba esperando,
«Adiós, Feef —gritó---, ven a vernos pronto.» «Adiós,
m a d a m e B u t t er b a l l — r e p l iq u é y o — , m uc ha s gr a c ia s p or
su hospitalidad.»
    La mujer fue hacia donde estaba el hombre espe.
rando junto a un enorme y viejo coche. Ella entró y se
aseguró de que las ventanas estuvieran casi cerradas; en.
t onces entr ó el hom br e y conect ó el m ot or. Arr a nc am os
tomamos la carretera que conducía a mi casa.
Capítulo III

     El coche iba zumbando por la ca rretera. Altos ci-
preses se erguían orgullosos al lado de la carretera con
frecuentes huecos en sus filas como testimonio de los
d esa st r es d e una gr a n guer r a , una guer r a q ue yo c o noc í a
sólo por haber oído hablar de ella a los humanos. Se -
guim os cor r iendo, par ecía no tener f in. Me pr eguntaba
cómo funcionaban estas máquinas, cómo corrían tanto
y durante tanto rato; pero no era más que un pensa -
miento intermitente, toda mi atención estaba puesta en
las vistas del campo que iba pasando.
     Durante la primera milla o así había ido sentada
sobre el regazo de la mujer. La curiosidad me ganó y
con pasos inseguros me dirigí a la parte trasera del
coche y me senté sobr e un estante al mism o nivel de la
v ent a na t r a ser a d on d e ha b ía u na g u ía M ic he l í n, m a p a s y
otras cosas. Podía ver la carretera detrás nuestro. La
m u j e r s e m o v i ó m á s c e r ca d e l h o m b r e y s e m u r m u r a b a n
dulzuras. Me preguntaba si ella también iría a tener
gatitos.
     Al sol le faltaba una hora a través del cielo cuando
el hombre dijo: «Deberíamos estar casi allí». «Sí —re-
p l i c ó l a m u j e r — , cr e o q u e e s l a c a sa gr a n d e a u n a m i l l a y
m edia de la i gle sia. Pr ont o l a enco ntr ar em os. » Seg ui mos
conduciendo          más      despacio        ahora,       disminuyendo            la
v elocidad hasta parar al girar hacia el camino y encon -
t r a r e l p or t a l c er r a d o. Un d i scr e t o b o c ina z o y u n h om b r e
sa lió corr iend o de la p or t er ía y se acer có a l coche. V ie nd o y
reconociéndome, se volvió y abrió el portal. Sentí una

gran emoción al darme cuenta de que                         yo   había sido el

motiv o de que se abrieran las puertas sin que tuv ieran
que dar ninguna explicación.


                                                                     45
Cruzamos el portal y el portero me saludó grave.
     m e nt e a l p a sa r. Mi v id a ha b ía sid o m uy ext r a ña , d e c id í,
     ya que ni sabía la existencia de la portería o el portal
     Ma dam e Dip lomat esta ba a l lad o d e uno d e los c é sp e d es
     ha b la nd o a u n o d e l os a y ud a nt es d e P i er r e. S e v olv i ó a l
     acercarnos y and uvo despa cio hacia nosotr os. El hombre
     p a r ó e l c o c h e , sa l i ó e i n c l i n ó l a c a b e z a e d u c a d a m e n t e .
     «Hemos traído su gatita, madame —dijo él—, y aquí
     tiene una copia certif icada del                     pedigree    del gato semen-
     ta l.» L os ojos d e ma dam e Diploma t se ab rier on a s om bra.
     dos cuando me vio sentada en el coche. «¿No la en -
     cerraron en una caja?», preguntó. «No, madame —re-
     p licó el h om b r e — , es una ga t it a m uy b uena y ha e s t a d o
     quieta y com portándose todo el tiempo que ha estado
     con nosot r os. C onsider am os que es una gat a q ue s e c om -
     p o r t a e x c e p c i o n a l m e n t e b i en . » M e s e n t í e n r o j e c e r a n t e
     tamaños cumplidos y fui lo suficiente maleducada para ronronear
     cumplidos dando e entender que estaba de acuerdo. Madame
     Diplomat se volvió imperiosamente al jardinero ayudante y dijo: <<
     Corre a la casa y dile a m a d a m e Alb er t i n e q u e l a q u i e r o v e r
     inmediatamente».               «¡Pub!      —gritó       el    gato      del     portero
     de sd e d etr á s de u n ár b o l — , ya s é dónde has estado.
     N o s o t r o s l o s g a t o s d e c l a s e b a j a n o som os suf ic ie nte
     para-ti, tienes q ue tener niños bonit os!» « D i o s m í o — d i j o
     la mujer en el coche —, ha y un gato. Fifí no debe tener
     contacto          con    Tom s. »      Madame          Diplo mat         se    g ir ó   en
     r ed o nd o y t ir ó u n p a l o q ue a r r a nc ó d e           la   tierra. Pasó a
     un pie de distancia del gato de l portero «J a, ja —r i ó
     mientras corría —, no podrías dar con la aguja de una
     iglesia, con un cepillo de la ropa a seis pulgadas de
     di s ta nc ia... v i e ja !», v o lv í a e nr o je c er. El lenguaje era
     terrible      y   sentí      un    gran      descanso al ver               a   m ada me
     Alber t ine anda nd o p a t osam ente a t oda prisa p or el c am ino
     con su r ostr o ra d ia nt e en seña l d e b ienvenida. Le grité y
46   salté derecha a sus brazos, diciéndole lo mucho
que la quería, cómo la había encontrado a faltar y todo
lo que m e había pasado. Por unos m om entos nos olv id a-
m o s d e t o d o e xc ep t o d e n os o t r a s, e nt o n ce s la r a s p os a v o z
de madame Diplomat nos hizo volver al presente. «Al -
bertine —chilló ásperamente—, ¿se da cuenta de que
me estoy dirigiendo a usted? Haga el favor de atender.»
     «Madame —dijo el hombre que me había traído—,
es t a ga t a ha si d o m a l t r a t a d a . N o h a c om id o lo s uf i c ie nt e .
Las sobras no son lo suficient ement e b uena s para gat os s ia -
meses con       pedigree       y d eb e r í a t e n e r u n a ca m a c a l i e n t e y

cómoda.» «Este gato es                valioso      —siguió diciendo—, y
sería una gata de concurso si se la tratara mejor.»
     Madame Diplomat fijó su mirada altanera. «Esto no
es más que un animal, hombre, le pagaré su cuenta,
pero no intente enseñarme lo que tengo que hacer.»
«Pero, madame, estoy intentando salvar su valiosa pro -
piedad», dijo el hombre, pero lo redujo al silencio
mientras leía la cuenta, cloqueando con desaprobación
de todo lo que veía. Luego, abriendo su monedero,
sacó su talonario de cheques y escribió algo en un trozo
de papel antes de dárselo. Madame Diplomat se v olvió
con r udeza y se f ue con paso airado. «Tenem os que vivir
esto cada día», le susurró madame Albertine a la mujer.
Asintieron con simpatía y se fueron conduciendo des -
pacio.
     Había estado fuera casi una semana. Mucho debía
de haber pasad o durante m i ausencia. Pasé el rest o de l d ía
yendo de un lado a otro renov ando asociaciones pasadas
y leyendo todas las noticias. Durante un rato descansé
segura y recogida sobre una rama de mi viejo amigo el
m anzano. La cena f uer on las acostumbradas sobr as, de
buena calidad, pero así y tod o sobras. Pensé lo mara -
v il l os o q u e ser ía t e ner a l g o c om p r a d o e sp ec ia lm e n t e p a r a
mí en vez de siempre tener «restos». Al llegar el cre -
púsculo Gaston vino a buscarme, y al encontrarme me

                                                                       47
a r ra ncó d el sue lo y c or r ió a l cob er t iz o co nm igo. Em p uj ó
     la p u er t a ha st a a b r ir la y m e ec h ó en e l os c ur o in t e r i or ,
     dio un portazo tras él y se fue. Siendo francesa yo misma,
     me d uele m ucho t ener q ue ad mit ir q ue los hum a nos ha n -
     ceses son, desde luego, muy duros con los animales.
          Pasaron días y semanas. Gradualmente mi tip o se
     convirtió en el de una matrona y mis movim ientos fueron
     más lent os. Una noche cuand o estaba ca si a l final, P ierre
     me tiró con rudeza al cobertizo. Al aterrizar en el duro
     suelo de cemento, sentí un dolor terrible, como si me
     est uvieran romp iendo. Dolo rosamente, en la oscuridad d e
     ese cobert izo, nacier on mis cinco bebés. Cuand o me hub e
     recuperado un poco, rompí un poco de papel y les hice
     un nido caliente y los llevé allí uno a uno. Al día si -
     guiente nadie vino a verme. El día fue pasando lenta -
     mente pero tenía trabajo alimentando a mis bebés. La
     noche me encontr ó mar ead a de ha mbr e y comp le tam e nt e
     seca, ya que no había ni comida ni bebida en el cober.
     tizo. El nuevo día no trajo alivio, no vino nadie y las
     h o r a s s e a la r ga r o n m á s y m á s . M i s e d er a ca s i i n s o p o r -
     table y m e preguntaba por qué tenía que sufr ir tanto.
     Al caer la noche los búhos ululaban y se precipitaban
     sobre los ratones que habían cogido. Yo y mis gatitos
     es t á b a m o s e c ha d o s j un t os y y o m e p r e g u nt a b a c óm o ib a a
     seguir viviendo el próximo día.
          El d ía si gui ent e ha b ía ya a va nz a d o cua nd o o í p a s os .
     Se abrió la puerta y allí, de pie, estaba madame Alber -
     tine, pá lida y enf erma. Se ha bía leva nta d o esp ecia lm e nt e
     de su cama porque había tenido «visiones» de mí en
     a p ur os. C om o lo s i nt ió, t r a ía com id a y a gu a . Uno d e m is
     bebés había muerto durante la noche y madame Alber -
     tine estaba demasiado furiosa para poder hablar. Su furia
     era tal al ver la manera como me habían tratado que
     fue y trajo a madame Diplomat y al señor duque. Ma-
     dame Diplomat sintió haber perdido un gatito y el dinero


48
que eso representaba. El señor duque sonrió desampara -
damente y dijo: «Quizá tendríamos que hacer algo. Al -
guien tendría que hablar a Pierre».
     Poco a poco mis gatitos fueron cogiendo fuerzas,
gradualmente iban abriendo sus o jos. Vino gente a v er -
los, el dinero cambió de manos y antes de que dejara
d e a m a m a n t a r l o s m e l o s s a ca r o n . Y o d iv a g a b a p o r l a f i n c a
d e sc o ns o la d a m e n t e. M i s l a m en t os e st or b a b a n a m a d a m e
Diplomat          y    ordenó       que      me     encerraran            hasta       que
callara.
     Ahora ya me hab ía acostumbrado a ser exhibida en
l a s r e u n i o n e s s o c i a l e s y n o d a b a n i n g u n a i m p o r t a n c ia que
me sacara n d e m i tr aba jo p or el jar d ín par a pa searm e p o r
el   salón.       Un     día     fue     distinto.        Me     llevaron        a   una
habitación pequeña donde madame Diplomat estaba sen -
tada ante un escritorio y un hombre extraño estaba sen -
tado en fr ente. «¡Ah! —exclam ó él, cuando me entrar on
en la habitación—, así que ésta es la gata.» Me examinó
en s i le n ci o, t or c i ó e l sem b l a nt e y se r e st r eg ó una d e s u s
orejas. «Está algo descuidada. Drogarla para que se la
pueda llev ar como equipaje en un av ión puede dañar su
constitución.» Madame Diplomat frunció el ceño enfa -
dada: «No le pido un sermón, señor veterinario —dijo
e l l a — , s i n o ha c e l o q u e l e p i d o m u c h o s o t r o s l o h a r á n » .
Postuló furiosamente: «¡C uánta tontería por un mero
gato!». El señor v eterinario se encogió de hombros im -
potente. «Muy bien, madame —replicó—, haré lo que
usted quiera, ya que tengo que ganarme la v ida. Llame
una hor a o a sí a nt es d e coger el a v ión. » Se leva nt ó, b us c ó a
t i e n t a s s u c a r t er a y sa l i ó t r o p e z a n d o d e l a h a b i t a c i ó n .
Madame Diplomat abrió el balcón y me envió al jardín.
     Había un aire de reprimida animación en la casa.
Sacaban el polvo y limpiaban las maletas y pintaban en
el la s e l n u ev o r a ng o d e l se ñ or d uq ue. L la m a r o n a u n c a r -
pintero y le dijeron que hiciera una caja de viaje de ma-


                                                                          49
d er a q u e c up i er a e n u na m a l et a y ca p a z d e c on t e n e r u n
     gato. Madame Albertine corría de un lado para otro y
     tenía el asp ect o d e esp erar q ue ma dam e Dip lom at ca ye ra
     muerta.
          Una mañana, com o una semana más tarde, Gaston
     vino al cobertizo por mí y m e llevó al garaje sin darme
     desayuno. Le dije que tenía hambre, pero como de
     costumbre no me entendió. La doncella de madame Di -
     plomat, Yvette, esperaba en el Citroén. Gaston me
     metió en una cesta de c a ña con una tapadera con c orreas
     y me colocaron en el asiento de atrás. Arrancamos a gra n
     velocidad. «No sé por qué quieren que droguen al gato
     — d i j o Y v e t t e — , l a s r e g l a s d ic e n q u e s e p u e d e l l e v a r u n
     gato a USA sin ninguna dificultad.» «¡Uh! —dijo Gas-
     ton—. Esa mujer está loca, ya he dejado de intentar
     a d i v i na r l o q u e l e h a c e g r a c i a . » S e q u e d a r o n c a l l a d o s y
     se concentraron en conducir más y más aprisa. Los saltos
     er a n t er r ib les. Mi p oc o p es o no er a suf ici ent e p a r a a p r e -
     tar los m uelles d el a sient o y me iba p o niend o m ás y m ás
     morada dándome con los lados y la parte de arriba del
     cest o. Me concentré en est irar las patas y hund í las pez u -
     ñas en la cesta. Fue realmente una triste batalla para
     p r ev e n ir la p ér d id a d e l co n o cim i e nt o a ca usa d e l o s g o l -
     pes. Perdí toda noción del tiempo. Finalmente paramos
     patinando y rechinando. Gaston agarró mi cesta, subió
     unas escaleras y entró en una casa. Dejó caer la cesta
     sobre una mesa y sacó la tapadera. Unas manos me co -
     gier on y m e senta r on sobre la mesa. I nm ed ia tam e nte ca í,
     mis piernas ya no me soportaban, había estado agarrotada
     demasiado rato. El señor veterinario me miró horrori -
     z a d o y l le n o d e c om p a si ó n. « P o d r í a ha b er m a t a d o a e s t a
     ga t a — excla m ó enf a d a d o a Ga st on — , no p ued o d a r le una
     inyección hoy.» El rostro de Gaston se hinchó de furia.
     «Drogue al... gato, el avión sale hoy. Le han pagado,
     ¿no?» El señor veterinario descolgó el teléfono. «No


50
puede telefonear —dijo Gaston—, la familia está en el
aeropuerto de Le Bourget y tengo prisa.» Suspirando
el señor veterinario cogió una gran jeringa y se v olv ió
h a c i a m í. S e n t í u n a g u d o y d o l o r o s o p i n c h a z o e n l o m á s
pr of undo de m is m úsculos y todo a m i alr ededor se v ol -
vió rojo, luego negr o. Oí una lejana voz decir: «Ya está,
esto la mantendrá ca llada durante...». Entonces el com -
pleto y absoluto olvido descendió sobre mí.
     S e o y ó u n h o r r o r o s o r u g i d o , t e n í a f r í o y r e s p ir a r e r a
un esfuerzo espantoso. Ni una pizca de luz en ningún
sitio; nunca había conocido una oscuridad semejante.
Durante un rato temí haberme vuelto ciega. Mi cabez a
p a r ecía q ue se est uv ier a p a r t iend o en p ed a z o s; nun c a m e
había sentido tan enferma, tan maltratada, tan mise -
rable.
     El horror oso rugido continuaba hora tras hora; creí
que me iba a estallar la cabeza. Sentía extrañas pre -
s i o n e s e n m i s o í d o s y l a s c o s a s d e d e n t r o h a c ía n    click    y

pop.     El r ugido cambió haciéndose má s fiero, luego una
sacudida, un fuerte ruido metálico y fuí enviada con
v io l en c ia co n t r a la t a p a d er a d e m i ca ja . Ot r a y o t r a s a c u -
dida y el r ugido disminuyó. Ahora un extraño retumbar
com o las r ueda s de un coche rápido sobre una pista de
c e m e n t o . M á s e x t r a ñ o s m ov i m i e n t o s y r e t u m b o s y e n t o n -
ces el rugido murió. Otros ruidos aparecieron sin em -
bar go, el ra scar d e m et a l, voces a hoga da s y un                   chug chug
justo debajo mío. Con un golpe perturbador se abrió
una gran puerta de m etal a mi lado y extraños hombres
en t r a r on c o n gr a n e st r u e nd o en el c om p a r t i m i e nt o d o nd e
y o e st a b a . R ud a s m a n os a ga r r a b a n m a l et a s y la s t ir a b a n a
un cinturón moviente que se las llevaba fuera de la
vista. Entonces me llegó el turno. Volé por el aire y
aterricé con un golpe como para romper los huesos.
Debajo mío algo daba tumbos y siseaba. Otro golpe y mi
viaje terminó. Me eché de espaldas y vi el cielo del ama-

                                                                        51
necer a trav és d e a lgunos a gujer os p ara el a ir e. « Eh, a hí
     ha y u n ga t o » , d i j o u na e xt r a ña v oz . « Ok a y, B u d , n o n o s
     incum b e» , r ep licó el ot r o h o m b r e. Sin cer em onia a lguna
     agarraron mi caja y la echaron sobre una especie de
     v ehículo; apilar on otras maletas encim a y alr ededor                                  y

     ese algo con mot or arrancó con un r uid o rum, rum, rum,
     Perdí el conocimiento, debido al dolor y al susto.
           Ab r í m is ojo s y m ir a nd o a t r a v és d e la t ela m e t á lic a
     v islum b r é una d esnud a b om b illa eléct r ica . Me m ov í c on
     d i f i c u l t a d y d é b i l m e n t e m e t a m b a l e é h a s t a u n p la t o d e
     agua que había cerca de allí. Era casi dema siado esfuerzo
     beber, casi demasiado problema seguir viviendo pero
     después de beber me encontré mejor. «Bien, bien, se -
     ñ or a , ¿ es t á s d e sp i er t a ?» Mir é y v i a u n v ie j o y p e q u e ñ o
     h om b r e n e gr o q u e e st a b a a b r ie nd o u na la t a d e c om i d a ,
     «Sí, señora, tú y yo, los do s, tenemos caras negras,
     espero cuidarte bien, ¿eh?» Me metió la comida dentro y
     yo intenté un ronroneo para demostrarle que apre -
     cia b a su a m a b ilid a d . Me a ca r ició la ca b ez a . « Eh, ¿a q u e
     esto es algo? —murmuró para sí mismo—. Espera que
     le cuente a Saddie, ¡hombre, hombre!»
           Poder volver a comer era maravilloso. No podía co -
     mer mucho porque me sentía muy mal, pero lo intenté
     p a r a q ue e l h om b r e ne gr o n o se s i nt ier a i n s ul t a d o. Má s
     tarde di otro mordisquito y bebí un poco y luego me
     entró sueño. Había un trozo d e manta en la esquina
     así es que me enrosqué en ella y me dormí.
         Más tarde me di cuenta de que estaba en un hotel.
     El personal iba bajando al sótano para verme. «Oh,
     ¿v erdad que es lista?», decían las sirv ientas. «¡Caray!
     Mir a , h om br e, e so s o j os, so n be l lí s im o s», de cía n lo s
     h om b r es. U na d e la s v i s it a s f ue m u y b i e nv e ni d a , un chef
     f r a nc és. U n o d e m i s a d m ir a d or e s lla m ó p or u n t e lé f o n o:
     « E h , F r a n Ç o i s , b a j a a q u í , t en e m o s u n g a t o s i a m é s f r a n -
     cés». Unos minutos después un hombre gordo venía taro-

52
baleándose por el corredor. «Tú eres el chat frarkaís ,

¿no?», dijo mirando a los hombres que estaban de pie
alrededor. Yo ronroneé más y más alto, era como un
lazo con Francia el verle. Se acercó y miró con ojos de
m iop e y ech ó a ha b la r en un t or r ent e d e f r a ncés p a r is ino .
Yo ronroneé y le chillé que le entendía perfectamente.
«Ja —dijo una voz oculta—, ¿sabéis?, el viejo FranÇois y
el gato se tocan en todos los cilindros.»
     El negr o abr ió mi jaula y yo salté directam ente a los
brazos de Francois, me besó y yo le di algu nos de mis
mejores lengüetazos y cuando me volv ieron a meter en
la jaula tenía lágrimas en los ojos. «Señora —dijo el
negr o q ue se cui d a b a d e m í — , no d ud es d e q ue ha s he c ho
un ligue. Supongo que vas a com er bien ahora.» Me gus -
taba mi asistente, como yo, t enía el rostro negro; pero
las cosas agradables no duraron para mí. Dos días más
tarde nos trasladam os a otra ciudad de los Estad os Unid os y
m e d e j a r o n e n u n a h a b i t a c ió n s u b t e r r á n e a ca s i t o d o e l
t iem p o. Dur a nt e l os a ño s sig uient es la v id a er a la m is m a,
día tras día, mes tras mes. Me usaban para producir
gatitos que me sacaban antes casi de que dejaran de
mamar.
     Finalmente el duque fue reclamado a Francia. Otra
vez me drogaron y no supe nada más hasta despertar
mareada y enferma en Le Bourget. La llegada a c asa
que yo había contemplado con placer fue, en cambio,
un triste suceso. Madame Albertine ya no estaba allí,
había muerto pocos meses antes de que volviéramos.
Habían cortado el viejo manzano y habían hecho mu -
chos cambios en la casa.
     D ur a nt e a lg u n o s m e se s v a g u é d es c o ns o la d a m e nt e p or
ahí trayendo algunas familias al mundo y v iendo cómo
me las sacaban antes de que yo estuviera preparada. Mi
salud empezó a empeorar y más y más gatitos nacían
muertos. Mí vista fue volviéndose insegura y aprendí


                                                                        53
a « s e n t i r » m i c a m i n o . ¡ N u n c a o l v i d é q u e a T o n g F a lo
     habían matado porque era viejo y ciego!
          C a s i d os a ño s d es p u é s d e h a b er v u el t o d e Am é r ic a ,
     m a d a m e D ip l om a t q ui s o ir a I r la nd a p a r a v er s i e r a u n
     lugar a pr opiad o para v ivir ella. Tenía la id ea f ija de q ue
     yo le hab ía tra íd o suert e (a unq ue no p or eso m e tr ata ba
     m e j or ) y y o t uv e q ue ir a I r l a nd a t a m b i é n. Ot r a v e z m e
     ll ev a r on a u n s it i o d o nd e m e d r o ga r o n y p or u n t ie m p o l a
     vida dejó de existir para mí. Mucho más tarde des.
     p er t é e n u na ca ja f or r a d a d e t e la e n u na ca sa e x t r a ña ,
     Se o ía u n c o ns t a nt e z um b id o d e a v i o ne s e n el c ie l o. E l
     olor de carbón quemado me cosquilleaba los orificios
     nasales y me hacía estornudar. «Está despierta», dijo una
     a b i e r t a v o z ir l a n d e sa . ¿ Q u é h a b í a p a s a d o ? ¿ D ó n d e e s .
     t a b a yo? Sent í p á nic o p er o e st a b a d em a sia d o d é b il p a t a
     moverme. Sólo más tarde oyendo voces humanas                                           y

     explicándomelo un gato del aeropuerto comprendí                                        la

     historia.
          El a v ión ha b ía a t er r iz a d o en el a er op uer t o ir la nd é s
     Los hombres habían sacado las maletas del departamento
     de equipajes. «Eh, Paddy, hay un viejo gato                                   muerto

     aquí!»,   dijo uno de los hombres. Paddy, el capataz, se
     acercó a mirar. «Busca al inspector», dijo. Un hombre
     habló por el m icr o y pr onto apar eció un inspector                              del

     Departamento de Animales en escena. Abrieron mi                                caj a   y
     m e c o gi er on c ui d a d o sa m en t e . « B u sca d a l d u e ño » , d i j o e l
     inspector.        Mientras        esperaba         me     exam inó.       Madame
     Diplomat se acercó furiosa al pequeño grupo que                                     me

     r od ea b a . E m p ez a nd o a b r a m a r y a c o nt a r lo im p or t a nt e
     que ella era, fue cortada m uy pr onto por el inspec tor.
     «La gata está m uerta —dijo el inspector —, por viciosa
     crueldad y falta de cuidado. Está embarazada y usted
     la ha drogado para evadir la cuarentena. Esto es una
     seria ofensa.» Madame Diplomat empezó a llorar di.
     ciendo que afectaría la carrera de su esposo si la llevaban


54
a los tr ibunales por una of ensa tal. El inspector tir ó de
su labio inf er ior y entonces con una decisión r epentina
dijo: «El animal está muerto. Firme una renuncia con -
forme podemos disponer del cuerpo y por esta vez no
direm os nada. Per o le aconsejo no volver a tener gatos».
Madame Diplomat firmó el dicho papel y salió medio
llor ando. «Bien, Br ian —dijo el inspector —deshazte del
cuerpo.» Se fue y uno de los hombres me metió otra
vez en la caja y se m e llevó. Muy vagamente oí el son ido
de tierra revuelta, el ruido de metal sobre piedra y qui -
zás una pala rascando contra una obstrucción. Entonces
me cogieron y oí débilmente: «¡Glorioso sea! ¡Está
viva!». Ante esto volví a perder la conciencia. El hom -
b r e, a sí m e lo co nt a r on, m ir ó d esc o nf ia d a m ent e a lr e d e d or           y
entonces seguro de que no le observ aban, llenó el fos o
que había cavado para mí y se me llevó corriendo a una
casa próxima. No volví a saber nada hasta «Está des -
p i e r t a » , d i j o u n a a b i e r t a v o z i r l a n d e sa . M a n o s d u l c e s m e
acariciaron, alguien me m ojó los labios con agua. «Sean
—dijo la voz irlandesa — esta gata está ciega. Le he
balanceado la luz delante de sus ojos y no la ve.» Yo
estaba aterrorizada pensando que me matarían por mi
edad y ceguera. «¿Ciega? —dijo Sean—. Realmente es
una bonita criatura. Iré a ver al vigilante para ver si
puedo quedarme sin trabajar el resto del día. Bueno, y
después la llevaré a mi madre, la cuidará. No podemos
tenerla aquí.» Se oyó el ruido de una puerta abriéndose
y cerrándose. Unas suaves manos me agu antaban y me
ponían la com ida justo debajo de mi boca, y hambr ienta
comí. El dolor dentro de mí era terrible y pensé que
pronto moriría. Mi vista había desaparecido por com -
p l e t o . M á s t a r d e, c u a n d o v iv í a c o n e l l a m a , ga s t ó m u c h o
d i n e r o p a r a v e r s i s e p o d í a h a c e r a l g o p e r o d e s c u b r i e r on
que mis nervios ópticos se habían roto con los golpes
que había tenido.


                                                                             55
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  • 1. Introducción Est e lib r o, escr it o p or m i col ega la señ or a Fif í B ig ot e s - gr ises, es un trabajo m uy or iginal. El jefe lo pasó a m á - q u i n a p o r q u e l o s d e d o s d e l a p o b r e F e e f er a n d e m a s i a d o cor tos. Dios sabe que lo intentó, y por poco se car ga la m á q u i n a . A s í e s q u e e l v i e j o l e d a b a a l t e c l a d o p or e l la . ¡ L a s p a r t e s h e c ha s p or m í s on m u y b u e n a s ! Todo el mundo me conoce, claro. Mi fotografía ha dado l a v u e l t a a l m u n d o e n l a P r en s a . A s í e s q u e n o h a b l e m o s de mí; dejen que les cuente algo de Feef, el jefe y el ilustrador. La señora Fifí Bigotesgrises es una vieja (dicho sea c l a r o ) g a t a s i a m e s a f r a n c e sa d e u n a r a z a p u r a c o n u n pedigree tan largo como el cuello de una jirafa. Se vino a v iv i r c o n n o s o t r o s d e s p u é s d e u n a d u r a , d u r í s i m a v i d a . ¡Jo!, era un v iejo pelacho cuando la v i por primera v ez. Su pelo erizado como los mechones de una vieja escoba, p e r o l a h e m o s p u l i d o y p u e s t o e n f o r m a ; a h or a l a v i e j a Biddy es inferior tan sólo a mí. Éste es su libro , su obra y s i n o c r e e n q u e u n g a t o s i a m é s p u e d a e s c r i b ir u n l i b r o , corran (no tienen tiempo de andar) al psiquiatra más pró - x i m o y d í g a n l e q u e t i e n e n u n a g u j e r o e n l a c a b e z a p or e l q u e s e l e s e s c a p a e l c er e b r o . El jefe es un genuino lama del Tibet. Ahora es viejo, g o r d o , ca lv o y b a r b u d o , p er o n o e s n e c e sa r i o a n u n c i a r l e c o n t r o m p e t a . L e a n E l t e r c er o j o , E l m é d i c o d e L h a s a e Historia de Rampa. Son libros v erídicos. Si no creen en e l l o s l l a m e n a l e n t er r a d o r m á s p r ó x i m o , p u e s d e b e r á n d e e s t a r m u er t o s , h o m b r e , m u e r t o s . B u e n o e l p o b r e t i p o ( e l j e f e , n o e l d e la f u n e r a r ia ) e sc r i b i ó e s t e l i b r o b a j o e l d i c t a d o d e la v i e ja ga t a . ¡ P o r p o c o l e m a t a t a m b i é n ! Buttercup hizo la cubierta y las ilustraciones. Butter - 9
  • 2. cup es en realidad Sheelagh M. Rouse, una alta y cim - b r ea nt e r ub ia q ue ha b la co n a cent o i nglé s, q ue n o d e ja d e asombrar de la noche a la mañana a los canadienses y a m er ica nos d e p or a q uí. Ha hech o u na s il ust r a cion e s m u y buenas, pero claro yo le di consejos. Si no entiende el lenguaje gatuno peor para ella. A pesar de todo, trabajó mucho y la señora Bigotesgrises está satisf echa con los dibujos. De todos modos es ciega y no puede verlos, ¡Deberían ustedes dejar que Buttercup ilustrara su pró - ximo libro! Ma, claro está, es mi Ma. Nos ama, y sin Ma todos nosotros estaríamos ya en la perrera. Este libro está dedicado a ella. Sus antepasados eran escoceses, pero nunca lo diría con lo generosamente que reparte la comida. La vieja gata come como un caballo. Yo como poquito. Ma nos alimenta a las dos. Bueno, amigos, a sí es. Ahora a leerlo ustedes solos. ¡Ta! ¡Ta! LADY KU'EI
  • 3. Prólogo «Te has vuelto loca, Feef —dijo el lama—. ¿Quién va a creer que tú escribiste un libro?» Me sonrió con condescendencia y me acarició debajo de la barbilla del m od o q ue m á s m e gust a b a , ant es d e sa lir d e la ha b it a c ió n para algún recado. Yo me senté a deliberar. «¿Por qué no iba a poder y o e s c r i b i r u n l i b r o ? » , p e n s é. E s v e r d a d q u e s o y u n g a t o , pero no un v ulgar gato, ¡oh no!, soy una gata siamesa que ha v iajado y v isto mucho. «¿Visto?» Bueno, c laro, ahora estoy completamente ciega y tengo que confiar en el lama y lady Ku'ei para que me expliquen el presente escenario, pero tengo mis memorias. C l a r o e s t á q u e s o y v i e j a , m u y v i e j a d e sd e l u e g o , y n o poco enferma, pero ¿no es ésta una buena razón par a dejar escritos los hechos de mi v ida, mientras pueda? Aquí está, pues, mi versión sobre la vida con el lama y los chas más felices de mi vida, días de sol después de una vida de sombras. FIFÍ BIGOTESGRISES
  • 4.
  • 5. Capítulo primero L a f u t ur a m a d r e gr i t a b a a p u nt o d e es t a l la r . « ¡ Q u ie r o un gato! —chillaba—. ¡Un bonito y fuerte gato!» El ruido, dijo la gente, era terrible. Pero, claro, a madre se la conocía por su altísima voz. Ante su persistente d em a nd a , la s m e j or es ga t er í a s d e P a r ís f u er on r e p a s a d a s en busca de un buen gato siamés con el necesario pe- dig r e e. Cuanto más aguda se v olv ía la v oz de la futura madre, más se desesperaban las personas mientras se - guían la búsqueda incansablemente. Finalmente se encontró un candidato muy presenta - ble y él y la futura madre fueron presentados formal - mente. De este encuentro, a su debido tiempo, aparecí yo, y sólo a mí se me permitió vivir; mis hermanos y hermanas fueron ahogados. Madre y yo vivíamos con una vieja familia francesa que tenían una espaciosa f inca en las afueras de París. El hombre era un diplomático de alto rango que iba a la ciudad casi todos los días. A menudo no volvía por la noche y se quedaba con su amante. La mujer, que vivía con nosotras, madame Diplomar era una mujer muy dura, superficial e insatisfecha. Nosotros los gatos no éramos «personas» para ella (como en cambio sí lo somos para el lama) sino meros objetos para ser mos - trados en los tés. Ma d r e t e n ía un g l or i os o t i p o , c on e l m á s n e gr o d e l os rostros y una recta cola. Había ganado muchos premios. Un día, antes de que yo dejara de mamar, estaba can - tando una canción más alto que de costumbre. A mada - me Diplomar le dio un ataque y llamó al jardinero. «Pierre —gritó--, llévala al lago inmediatamente, no puedo soportar más el ruido.» 13
  • 6. Pierre, un franc és de corta estatura y rostr o chupado, que nos odiaba porque a veces nosotras ayudábamos en el jardín inspeccionando las raíces de las plantas para ver si crecían, recogió a mi preciosa madre, la metió den tro de un viejo saco de patatas y se alejó en la distancia. Esa noche, sola y atem orizada, lloré hasta caer dorm ida en un frío cobertizo donde no podía estorbar a madame Diplomat con mis lam entos. Iba dando v ueltas nerviosamente, enfebrecida en m i fría cama hecha con viejos periódicos de París echados sobr e el suelo de cemento. Retortijones de hambre es - tremecían m i pequeño cuerpo y me preguntaba cóm o iba a arreglármelas. Cuando los pequeños rayos del alba se colaron con desgana a través de las ventanas cubiertas de telarañas del cobertizo, me sobresalté a l oír el r uido de pesados pasos que subían por el camino. Dudaron ante la puer ta y entonces la empujar on y abrieron. «¡Ah! —pensé con alivio—, es sólo madame Albertine, la mujer de limpieza.» Crujiendo y con la r espiración entrecortada, bajó su ma - siva forma hasta el suelo, metió un gigantesco dedo en un bol de leche caliente y poco a poco m e persuadió par a que bebiera. Durante días m e m oví en el valle del dolor, penandc por mi madre asesinada, asesinada únicamente por su gloriosa voz. Durante días no sentí el calor del sol, ni m e emocioné ante el sonido de una voz bien amada. Pasé hambre y sed y dependía absolutamente de los buenos oficios de madame Albertine. Sin ella me habría m uerto de hambre ya que era dem asiado joven para comer sin ayuda. Los días f uer on convirtiéndose en semanas. Fui aprendiendo a cuidar de mí misma, pero las durezas de mis primer os tiempos me dejaron con una constitución 14 bastante débil.
  • 7. La finca era enorme y a menudo paseaba por ella, alejándome de la gente y de sus patosos y m al dirigidos pies. Los árboles eran mis favoritos, me subía a ellos y me estiraba a lo largo de una amistosa rama, tomando el sol. Los árboles susurraban anunciándome los días más felices que m e llegar ían en el oca so de mi vida. En - tonces no los entendí pero confié en ellos y siempre retuv e las palabras de los árboles ante mí, incluso en los momentos más oscuros de mi vida. Una mañana me desperté con extraños deseos, difí - ciles de definir. Solté un quejido interrogante que des - graciadamente madame Diplomat oyó. «¡Pierre! —gri- tó—. Busca un gato cualquiera, para empezar ya ser - virá.» Más tarde durante el día, me cogier on y me metie - ron bruscamente en un cajón de madera. Antes de que pudiera darme cuenta de la presencia de alguien, un v iejo gato de mal aspecto se subió a mi espalda. Madre no había tenido mucho tiem po de explicarme «los hechos de la v ida», así es que no estaba preparada para lo que siguió. El viejo y apaleado gato se deslizó sobre mí y sentí un espantoso golpe. Por un momento pensé que u na d e la s p er s ona s m e ha b í a d a d o u na p a t a d a . S e n t í u n cegante dolor y como si algo se rompiera. Di un grito de agonía y terr or y m e v olv í f ier am ente contr a el v iejo gato. Salió sangre de una de sus orejas y sus gritos se sumaron a los míos. Como el rayo, la tapade ra de la caja fue retirada y unos ojos asombrados espiaron. Me deslizé fuera, al escapar vi al viejo gato escupiendo y rev olcá nd ose, sa ltar der echo a Pierr e q ue ca yó ha cia a trá s a los pies de madame Diplomat. Corrí a través del césped y me dirigí al refugi o de u n a m i st o s o m a n z a n o. Me en ca r a m é s ob r e el a m a b le t r o n - co, llegué a uno de sus miembros y me eché a lo largo con la respiración entrecortada. Las hojas susurraban en la brisa y me acariciaban dulcemente. Las ramas se 15
  • 8. mecían y crujían y despacio me llevaron al sueño del agotamiento. Durante el resto del día y toda la noche estuve e c h a d a e n l a r a m a , h a m b r i en t a , a t e r r a d a y e n f er m a , p r e - guntándome por qué los humanos son tan crueles, tan sa lv a jes, t a n p oco cuid a d oso s p or los s ent im ie nt os d e lo s p eq ueño s a nim a les q u e d ep e nd en a b so lut a m ent e d e e l los . La noche era fría y caía una ligera llovizna proveniente de París. Estaba empapada y temblando, sin embargo me aterrorizaba bajar y buscar refugio. L a f r ía l uz d e l a m a n ec er d i o p a s o p o c o a p oc o a l gr i s de un día cubierto. Nubes de plomo se deslizaban pre - cipitadamente a través del bajo cielo. De vez en cuando caían unas gotas de lluvia. Hacia media mañana una figura familiar apareció a la vista; venía de la casa. Madame Albertine, tambaleándose pesadamente y e mi- t iend o s on id os a m ist oso s, se a cer có a l á r b ol y m ir ó ha c i a ar r iba con su m ir ada de cor ta de v ista. La llam é débil - mente y alargó su mano hacia mí. «Mi pobre pequeña Fif í, v en a m í corr iendo, que tengo tu com ida. » Me des - lizé de espaldas por el tronco. Se arrodilló sobre la hierba junto a mí, acariciándome mientras yo bebía la leche y comía la car ne que había traído. Al terminar m i comida, me restregué contra ella con gratitud, sabiendo que no hablaba mi lengua y yo no hablaba francés (aunque lo comprendía perfectamente). Subiendo a su a nc h o h om b r o m e l lev ó a la c a sa y a s u ha b i t a ci ó n. Mir é a m i alr ededor con los ojos abier tos de sor pr esa e inte r és. Ésta era una habitación nueva para mí y pensé lo apropiada que sería para estirar las patas. Conmigo todav ía sobre su hombro, madame Albertine se dirigió pesadamente hacia un ancho asiento en la ventana y miró hacia fuera. «¡Ah! —exclamó suspirando pesada - mente—. ¡Qué lástima! Entre tanta belleza, tanta cruel - dad.» Me subió a su anchísimo regazo y me miró a la 16
  • 9. cara al decir: «Mi pobre preciosa y pequeña Fifí, ma - d a m e Dip l om a t es u na m uj er d ur a y cr u el. Una a s p ir a nt e , si la hubo nunca, a subir en la escala social. Para ella no er es más que un juguete para ser m ostrado; para mí tú eres una de las pobres criatu ras de Dios, pero claro no entenderás lo que te estoy diciendo, gatita». Yo ron - roneé para demostrar que sí la entendía y le lamí las manos. Me dio unas palmaditas y dijo: «Oh, tanto amor y afecto desperdiciados. Serás una buena madre, pequeña Fifí». Mientras me enroscaba cómodamente en su regazo m ir é p or la v ent a na . La v ist a er a t a n int er esa nt e q ue t uv e que levantarme y pegar la nariz contra el cristal para tener mejor vista. Madame Albertine me sonrió amistosa - mente al tiempo que jugueteaba con mi cola, p ero la v ista ocupaba toda mi atención. Volv iéndose se levantó de golpe y, con las mejillas juntas, observamos. Debajo de nosotros los bien cuidados céspedes parecían una lisa al - fombra verde bordeada de dignos cipreses. Girando sua - vemente hacia la izquier da, el suave gris de la avenida se prolongaba hacia la distante carretera de donde lle - gaba el sordo ruido del tráfico rodado procedente y en dirección hacia la metrópolis. Mi viejo amigo el man - zano estaba solitario y erguido junto al pequeño lago artificial, cuya superficie reflejaba el pesado gris del cielo y brillaba com o el plomo. Al borde del agua, crecía una cinta de cañas que me recordaba la franja de pelo del viejo cura que venía a ver al «duque», el marido de madame Diplomat. Volv í a mirar el esta nque y pensé en mi pobre madre que la habían matado allí. «¿Y a cuántos otros?», me pregunté. Madame Albertine me miró repentinamente y dijo: «Pero mi pequeña Fifí, si creo que estás llorando. Sí, has vertido una lágrima. Es un mundo muy cruel peque - 5a cruel para todos nosotros». En la distancia se 17
  • 10. v ieron de repente pequeños puntos negros que yo sabía que eran coches, los cuales entraron en la avenida y se acercaron a gran velocidad hacia la casa frenando entr e una nube de polvo y un gran rechinar de neumáticos. La campana sonó fur iosamente haciendo que se me er izase el pelo y que mi cola se esponjara. Madame cogió una cosa que yo sabía que se llamaba teléf ono y oí la aguda voz de madame Diplomar, agitada: «Albertine, Alber - tine, ¿por qué no atiendes a tus deberes?». La v oz paró de golpe y madame Albertine suspiró frustrada: «¡Ah! Que la guerra me haya llevado a esto. Ahora trabajo dieciséis horas al día por pura pitanza. Tú descansa, p eq ueña Fif í; a q uí t ien es u n ca jón d e t ier r a » , Sus p ir a nd o otra vez volvió a darme unas palmaditas y salió de la habitación. Oí crujir la escalera bajo su peso, luego silencio. La terraza de piedra bajo mi ventana estaba llena de gente. Madame Diplomat iba y venía inclinando la c a b e z a s um i s a m e n t e, a s í q ue s u p u s e q u e e r a n p e r s o n a s i m p o r t a n t e s. A p a r e c i er o n , co m o p o r a r t e d e m a g i a , m e s i - tas cubiertas de finos manteles blancos (yo usaba pe - riódicos —el Pa ri s Soi r — como mantel), y criadas que iban sirv iendo com ida y bebidas en pr of usión. Me v olví para enroscarme cuando un pensamie nto repentino me h iz o en d er ez a r l a co la c o n a la r m a . Ha b í a o lv id a d o la m á s el em en t a l d e la s p r e ca uc i o n es; ha b ía o lv i d a d o la p r im e r a cosa que mi madre me había enseñado. «Siempre inv es - tiga una habitación extraña Fifí —había dicho—. Re- córrelo todo minuciosamente. Asegúrate de todos los cam inos. Desconf ía de lo poco cor r iente, lo inesperado. Nunca descanses hasta conocer la habitación.» Sintiéndome llena de culpa me puse sobre mis pies, h u s m e é e l a i r e y d e c i d í c ó m o p r o c e d e r . T o m a r ía l a p a r e d izquierda pr imero y daría la vuelta. Salté al suelo, miré bajo el asiento de la ventana husmeando por si había algo 18
  • 11. esp ecia l, em p ez a nd o a r econ ocer la s it ua ci ón, l os p e ligr o s y las ventajas. El papel de la pared era floreado y gas - tado. Grandes flor es amarillas sobre un fondo púrpura. Altas sillas escrupulosamente limpias pero con el rojo terciopelo del asiento gastado. Los bajos de las sillas y mesas estaban Impíos y no tenían telarañas. Los gatos ven los bajos de las cosas, no solamente lo de encima y los humanos no reconocerían las cosas desde nuestr o punto de vista. Un alto arm ar io se er igía contra una de las par edes y yo m e moví hacia el centr o de la habitación para estu - diar cóm o subirm e a lo más alto. Un r ápido cálculo me mostró que podía saltar de una silla a la mesa —¡oh cómo resbalaba!— y llegar a lo alto del armario. Durante u n r a t o e s t uv e a l l í l a m i é n d om e l a ca r a y l a s or e j a s m i e n - tras iba pensando. Casualmente miré detrás mío y por poco caí alarmada; una gata siamesa me m iraba, eviden - temente la había estorba do mientras se lavaba. «Raro — p en s é — , n o e sp er a b a e n c o nt r a r a q uí u na ga t a . Ma d a m e A l b e r t i n e d e b í a d e t e n er l a se c r e t a m e n t e . L e d ir é " h o l a - . » Me volví hacia ella, y ella al parecer tuvo la misma idea y se volvió hacia mí. Nos miramos con una especie de v enta na entre nosotras. «¡Extraordinario! —murmuré—, ¿cómo puede ser?» Cautelosamente, anticipando una trampa, observé alr ededor de la parte tr aser a de la v en - t a na . N o ha b ía n a d ie a l l í. C ur i osa m e nt e ca d a m ov im ie nt o que yo hacía ella lo copiaba. Al final caí en la cuenta. Esto era un espejo, u n r a r o a r t ef a c t o d e l q u e m i m a d r e m e había hablado. Ciertamente éste era el pr imer o que yo veía, ya que ésta era mi primera visita dentro de la casa. Madame Diplomat era muy particular y a los gatos no se les p er m it ía est a r d entr o d e la ca sa a m enos d e q ue quisiera mostrarlos. Yo hasta el momento me había es - capado de esta indignidad. «De todos modos —me dije a mí misma— debo con- 19
  • 12. tinuar con mi inv estigación.» El espejo puede esperar Al otr o lado de la habitación v i una gr an estr uctura de m e t a l c o n t ir a d or e s d e b r o nc e e n c a d a e s q u i n a y t o d o e l espacio entre los t iradores, cubiertos con un mante l. Rápi - d a m e nt e m e d es l iz é d e l a r m a r i o a l a m esa , p a t i na nd o u n p oco sobr e el encera d o y sa lté d ir ecta sobr e la es tr uc t ur a de metal cubierta por un mantel. Aterrizé en el medio y ante mi horror la cosa me lanzó al aire. Al volver a aterrizar eché a correr mientras decidía qué hacer. P or unos inst ant es m e sent é en el centr o d e la a lf om. bra roja y azul de un dibujo como de «remolinos» que aunque escrupulosamente limpia, había visto mejores días en otros lugares. Parecía ser perfecta para estirar las patas, así es que le di unos suaves estirones y parecía ayudarme a pensar más claramente. ¡Claro! Esa gran estructura era una cama. Mi cama cra de viejos perió- dicos echa d os sobr e el suelo d e cem ent o d e un c ob ert iz o Madame Albertine tenía como un viejo mantel echado sob r e una esp eci e d e est r uct ur a d e hier r o. R onr one a nd o d e pla cer p or ha b er resuelt o el pr ob lem a, m e d ir igí ha c ia é s t a y e x a m i n é l a p a r t e i n f e r i o r c o n g r a n i n t e r é s . I n mens os muelles cub ier t os p or lo q ue obviam ent e era una e s p e c i e d e t r e m e n d o s a c o r a s ga d o , s o p o r t a b a n l a c a r g a a m ont o na d a s ob r e é st o s. P od ía v er c la r a m en t e d o nd e e l p e s a d o c u e r p o de madame Albertine había destrozado algunos de los muelles que colgaban. Con espíritu de investigación científica tiré de una tela a rayas que colgaba de una esquina al otro lado cerca de la pared. Ante mi increíble horror, salieron plu ma s v olando. «¡Por todos los gatos! —exclam é yo—. Guarda pá jaros muertos aquí. No me extraña que sea tan enorme, debe comérselos durante la noche.» Unos cuantos rápidos husmeas alrededor y había ya agotado todas las posibilidades de la cama. Mientras observaba a mi alrededor y me pregun. 20
  • 13. t a b a d ó n d e m i r a r l u e g o , v i u n a p u e r t a a b i er t a . D i m e d ia docena de pasos y sigilosamente me agaché junto a un poste de la puerta, inclinándome un poco hacia delante para que un ojo pudiera echar un primer v istazo. A pri - mera v ista el cuadro era tan extraño que no podía com - prender lo que estaba v iendo. Algo brillante en el suelo c on un d ib u j o b la n c o y n e gr o. C on t r a u na d e la s p a r e d e s una especie de abrev ader o (sabía lo que er a por que los había cerca de los establos), mientras que contra otra pared sobre una plataforma de madera, había la taza de p or ce la na m á s gr a n d e q ue j a m á s ha b r ía p o d i d o im a gi na r . Estaba sobre la plataf or ma de m ader a y tenía una tapa - dera de madera blanca. Mis ojos se iban agrandando y tuv e que sentar me y r ascarm e la or eja der echa m ientras d e l i b e r a b a . Q u i é n b e b e r í a e n a l g o d e s e m e ja n t e t a m a ñ o , me preguntaba. En aquel momento oí el ruido de madame Albertine subiendo las crujientes escaleras. Apenas parándome a ver si mis mostachos estaban en orden, corrí hacia la p u e r t a p a r a sa l u d a r la . A nt e m is gr it o s d e j ú b i l o, ll e na d e contento, dijo: «¡Ah!, mi pequeña Fifí, he robado lo me - jor de la mesa par a ti. Esos cerdos se están har tando, ¡uf! ¡Me dan ganas de vomitar!». Se agachó y me puso los plat os, ¡verdaderos platos!, d ela nte m ío, pero no te nía tiempo para la comida todavía, tenía que decirle lo mu - cho que la quería. Ronroneé mientras ella me acogía en su ancho pecho. Esa noche dormí a los pies de la cama de madame Albertine. Echa un ovillo en la inmensa colcha, estuve más cómoda que nunca desde que me habían separado de mí madre. Mi educación fue en aumento; descubrí la razón de lo que en mi ignorancia había creído que era una taza de por celana gigante. Me hizo enr ojecer r ostro y cuello al pensar en mi ignorancia. A la mañana siguiente madame Albertine se vistió 21
  • 14. y bajó la escalera. Se oían los ruidos de mucha conmo - c i ó n , m u c h a s v o c e s a l t a s. De s d e l a v e n t a n a v i a G a s t o n , el chófer, limpiando el gran Renault. Al poco rato d e s a p a r e c i ó p a r a v o lv e r d e sp u é s c o n s u m e j o r u n i f o r m e . L l ev ó el c o ch e a la en t r a d a d e la ca sa y lo s cr ia d os l le na - ron el portaequipaje de maletas y paquetes. Me agaché más, monsieur el duque y madame Diplomat se diri - g i e r o n a l c o c h e y f u e r o n c on d u c i d o s p o r G a s t o n a v e n i d a abajo. El ruido debajo mío creció, pero esta vez era como d e ge n t e ce l eb r a nd o a l g o. M a d a m e A lb er t i ne s ub i ó r ui d o - sam ente la s escaler as con el rostr o reb osa nte d e fe lic id ad y rojo por el vino. «Se han ido, pequeña Fifí —gritó, aparentemente creyendo que yo era sorda —. Se han ido, durante toda una semana estaremos libres de su tiranía. Ahora nos div er tirem os. » Estr ujándom e contra el la m e l lev ó a b a j o d on d e se ce le b r a b a un a f i es t a . T od os los cr ia d os p a r ecía n m á s co nt ent o s a hor a , y yo m e s e nt í a or g ul l o sa d e q ue m a d a m e A lb er t in e m e ll ev a r a e n b r a z os a pesar de que temía que mi peso de cuatro libras la cansara. Por una semana todos ronroneamos juntos. Al final de esa semana lo arreglamos todo y asumimos la más m iser able de nuestr as expresiones pr epar ándonos para la v uelta de madame Diplomat y su marido. Él no nos preocupaba, solía pasearse por ahí tocándose su Legión d e Ho nor en e l b ot ón d e la sola p a . Sea com o f uer e e s t a b a siempre pensando en el «servicio», no en los criados ni gatos. El problema era madame Diplomat. Era una mujer regañona, desde luego, y fue como el perdón de la guillotina cuando oímos el sábado que volverían a irse una semana o dos, ya que tenían que verse con lo «mejorcito». El tiempo pasaba rápidamente. Por la mañana ayu - daba a los jardineros levantando una planta o dos para 22
  • 15. ver si la s ra íces cr ecía n sat isfa ct oriam ent e. P or la s tar d e s m e r et ir a b a a u na c óm o d a r a m a d el v i e j o m a nz a n o s o ña n - do en climas más cálidos y antiguos templos donde los sacerdotes v estidos con túnicas amarillas daban v ueltas silenciosamente siguiendo sus oficios religiosos. Repen - tinam ent e me d esp er t a ba el sonid o de av iones d e la s F uer - zas Aéreas francesas rugiendo locamente a través del cielo. Estaba empezando a ponerme pesada ahora y mis gatitos empezaban a moverse dentro de mí. No me era f á ci l m ov er m e a h or a , t e n ía q u e m e d ir m i s p a s os. D ur a nt e los últimos días cogí el hábito de ir a la lechería a mirar cómo ponían la leche de las vacas dentro de una cosa que daba v ueltas y producía dos chorros, uno de leche y otro de crema. Me sentaba sobre un estante bajo para no molestar. La lechera me hablaba y yo le contestaba. U n a t a r d e c er e s t a b a s e n t a d a s o b r e e l e s t a n t e a u n o s seis p ies d e un c ub o lle no d e leche. L a lecher a m e e s t a b a hablando de su último nov io y yo le ronroneaba asegu - rándole que todo iría bien entre ellos. De repente se oyó u n c h i l l i d o q u e a t r a v e s a b a el t í m p a n o c o m o c ua n d o a u n g a t o m a c h o s e l e p i sa l a c o la . M a d a m e D i p l o m a t e n t r ó e n la lechería corriendo y gritando: «Te dije que no tuvieras gatos aquí, nos e nv e n e n a r á s » . Cogió lo p r im e r o que encontr ó a m ano, una m edida de cobr e y m e la tir ó c o n toda su fuerza. Me dio en el costado con mucha violencia y me hizo caer en el cubo de la leche. El dolor fue terrible. Apenas podía chapotear para mantenerme a f lot e. Sent í sa lír sem e la s en t r a ña s. El suel o se t a m b a le ó bajo pesados pasos y madame Albertine apareció. Rápi- damente inclinó el cubo y tiró la leche manchada de sangre. Pasó suavemente sus manos sobre mí. «Llama al señor v eterinario», ordenó. Yo me desmayé. Al despertar estaba en la habitación de madame Albertine en un cajón forrado y caliente. Ten ía tres 23
  • 16. cost illa s r ot a s y ha b ía p er d id o m is ga t it os. Dura nt e a lgún tiempo estuv e muy enferma. El señor v eterinario venía a verme a menudo y me dijeron que le había dicho p a la b r a s d ur a s a ma d a m e Dip lom a r . « C r ueld a d . C r ue ld ad innecesaria», había dicho. «A la gente no le gustará. Dirán que es usted una mujer mala.» «Los criados me han dicho —dijo él— que la futura madre gatita era m uy lim pia y m uy honr ada. No, madam e Diplom at, f ue muy malvado de su parte.» Ma d a m e Al b er t i n e m e m o ja b a l o s la b i o s c o n a g ua , y a que ta n sólo p ensar en leche me ha cía p a lid ecer . Día tr a s día intentaba convencer me para que com iera. El señor veterinario dijo: «Ahora no hay esperanza, morirá, no puede vivir otro día sin comer». Pasé a un estado com a - t o s o. D e sd e a l g ú n l u ga r m e p a r e cía o ír e l s u s ur r o d e l o s árboles, el crujir de las ramas. «Gatita —decía el man- zano—, gatita, esto no es el fin.» Extraños ruidos me z um b a b a n e n la c a b ez a . V i u na b r i l la nt e l uz a m a r il la , v i maravillosos parajes y olí placeres celestiales. «Gatita —susurraba n los árboles—, esto no es el fin, come y vive. No es el fin. Tienes una razón para vivir, gatita. Tendrás días felices en el ocaso de tu vida. No ahora. Esto no es el fin.» Abrí los ojos pesadamente y levanté algo la cabeza. M a d a m e A l b e r t í n e c o n gr a nd e s l á g r im a s c o r r i é n d o l e p o r las mejillas, se arrodilló junto a mí aguantando algunos finos pedazos de pollo. El señor v eterinario estaba de p i e j un t o a la m e sa l le na nd o u na j er i n ga c on a lg o d e u n a botella. Débilmente tomé uno de los pedazos de pollo, lo retuve un instante en la boca y lo tragué. «¡Milagro! ¡Milagro!», dijo madame Albertine. El señor veterinario se v olv ió con la boca abierta y poco a poco fue dejando la jeringa y vino hacia mí. «Es como usted dice, un milagro —remarcó--. Estaba llenando la jeringa para administrarle el golpe de gracia y ev itar así más sufri - 24
  • 17. miento.» Les sonreí y emití tres ronroneos, todo lo que pude. Mientras volvía a adormecerme les oí decir: «Se recuperará». Durante una semana continué en un pobre estado; no podía respir ar hondamente, ni podía dar más que u n o s p o c o s p a s o s . M a d a m e A l b e r t i n e m e h a b ía t r a í d o m i cajón de tierra muy cerca, ya que madre me había ense - ñado a ser muy cuidadosa con mis necesidades. Una se - mana más tarde madame Albertine me llev ó abajo. Ma - dame Diplomat estaba de pie ante una habitación con una mirada burlona y de desaprobación. «Hay que lle - varla a un cobertizo, Albertine», dijo madame Diplomat. «Con perdón, señora —dijo madame Albertine —, toda- v ía no est á lo suf icient em ent e b ien, y si se la m a ltr a t a, yo y otros criados nos iremos.» Con un altiv o resoplido y mirada, madame Diplomat volvió a entrar en la habi - t a ción. Ab a jo en la s coci na s a lguna s d e la s v ieja s m uje r e s vinieron a hablarme y dijeron que se alegraban de que estuviera mejor. Madame Albert ine me dejó en el suelo suav em ente para que pudier a m ov erm e y leer todas las n o t i c i a s d e c o s a s y d e l a g e n t e . P r o n t o m e c a n s é , y a q ue aún no me encontraba bien, y me dirigí a madame Alber - tine, levanté la mirada hacia su rostro y le dije que quería ir a la cama. Me cogió y volvió a lo más alto de la casa. Estaba tan cansada que me dorm í pr of unda - mente antes de que me metiera en la cama.
  • 18. Capítulo II E s f á ci l ser s en sa t o d e sp u é s d e l os a c o nt e cim i e n t os . Escribir un libro trae recuerdos. A través de la dureza de los años, pensé a menudo en las palabras del viejo manzano: «Gatita, esto no es el fin. Tienes un propósito en la vida». Entonces pensé que no era más que una amabilidad para animarme. Ahora lo sé. Ahora en el oca so d e m i v ida t engo m ucha felicida d; si est oy a use nt e, aunque no sea más que unos minutos, oigo: «¿Dónde está Fifí? ¿No le ha pasado nada?». Y sé que soy amada p or m í m ism a no s ól o p or m i a p a r iencia . En m i j uv e nt ud era distinto, no era más que una pieza de escaparate o com o d ir ía la gent e m od er n a una « pieza d e conver sa c ión» . Los americanos dirían un «juguete ingenioso». Madame Diplomar tenía sus obsesiones. Tenía la obsesión de ascender más y más en la escala social de Francia, y mostrarme en público era un seguro amuleto para el éxito. Me odiaba , ya que odiaba a los gatos (ex - cepto en públic o) y no se me permitía entrar en la casa a menos de que hubiera invitados. El recuerdo de mi primera «presentación» lo tengo vívido en mi mente. Estaba en el jardín un día caluroso y soleado. Du - r a nt e un r a t o ha b ía est a d o m ir a nd o a la s a b eja s lle v a ndo p o l en s ob r e s u s p a t a s. E nt o nc e s m e m ov í p a r a e xa m i na r el p ie d e un c ip r és. E l p er r o d e u n v e c in o ha b ía r e c i e nt e - mente estado allí y dejado un mensaje que yo quería l e e r . E c h a n d o f r e c u e n t e s m ir a d a s s o b r e m i h o m b r o p a r a ver si estaba a salvo, dediqué mi atención al mensaje. Poco a poco me fui interesando más y más y fui per - diendo la conciencia de cuanto me rodeaba. Inesperada - mente unas á speras ma nos m e agarraron y m e d espertaron de mi contemplación del mensaje del perro. Pzzt, silbé 26
  • 19. mientr a s m e liber aba d a nd o un f uer t e golp e hacia a trá s a l hacer lo. Subí al árbol y mir é hacia abajo. Siempre corr e primero y mira luego —había dicho madre —. Es mejor correr sin necesidad que parar y no poder volver a correr.» M ir é h a c ia a b a j o. Es t a b a P i e r r e, el ja r d i ner o, a ga r r á n - dose la punta de la nar iz, un reguerillo de sangr e le iba corr iendo por entr e sus dedos. Mirándom e con odio, se agachó, cogió una piedra y la tiró con toda su fuerza. Di la vuelta al tr onco del árbol, pero a sí y todo la vibra - ción de la piedra contra el tronco casi me hizo caer. Volv ió a agacharse para coger otra piedra en el mismo m o m e n t o q u e m a d a m e A l b e r t i n e a n d a n d o s i l e n c i o s a m e n te sob re el m usgoso t err eno ad ela nt ó un pa so. R ecogie nd o l a e s c e n a e n u n a m i r a d a , a d el a n t ó á g i l m e n t e l a p i e r n a y Pierre cayó al suelo cara abajo. Le cogió por el cuello y lo levantó sacudiéndolo. Lo agitó con violencia, no era más que un hombre pequeñito, y le hizo tambalear. «Dañas a la gata y te mato, ¿me oyes? Madame Diplo - mat te envió a buscarla, hijo de perra, no para que la dañaras.» «La gata se me escapó de las manos y me caí contra el árbol y me sangra la nariz —balbució Pierre—, perdí los estribos a causa del dolor.» Madame Albertine se encogió de hombros y se volvió hacia m í. «Fifí, Fifí, ven con mamá», llamó. «Ya voy», grité mien - tras ponía mis brazos alrededor del tronco y me desli - zaba de espaldas. «Ahora tienes que comportarte lo me - j o r q u e p u e d a s , p eq u e ñ a F i f í — d i j o m a d a m e A l b e r t i n e — . La señora 1 quiere mostrarte a sus visitas.» La palabra s e ñ o r a s i e m p r e m e d iv e r t í a . E l s e ñ o r d u q u e t e n í a u n a s e - ñora en París así que, ¿cómo era madame Diplomat la señora? De todos modos, pensé, sí quieren que tam - bién se la llam e «señora», por mí no hay pr oblema. Esta era gente muy rara e irracional. 1. En inglés mistress significa señora y amante. (N. de la T.) 27
  • 20. Andamos juntas a través del césped, madame Alber - tine m e lleva ba p ara q ue m is pies est uviera n lim p ios para la s v isit a s. Sub im os los a nc hos p eld a ñ os d e p ied r a d ond e vi un ratón escurriéndose en un agujero junto a un arbusto y atravesamos la galería. Al otro lado de las puertas abiertas del salón vi a una multitud de gente sentada y charlando como un grupo de gorriones. «He traído a Fifí, señora», dijo madame Albertine. La «se - ñor a» se levantó de un salto y me tomó con cuidado de los brazos de mi amiga. «¡Oh, mi querida dulce y chi - quit ina Fifí! », exclamó mient ras daba la vuelta tan apr is a q ue m e m a r eé. La s m ujer es se lev a nt a r on y se a gr up a r on cerca d e m í p r of ir iend o exclama ciones d e a dm ira c ión. L os gatos siam eses en Francia eran una rareza en aquellos t i em p o s. I n cl u s o l o s h om b r e s a l l í p r e se nt e s se m ov i e r o n p a r a m ir a r . M i n e gr o r o st r o y b la n co c uer p o t er m i na nd o e n una cola negra, pa recía intr igar les. « Excep ciona l e ntre l o excep c ion a l — d ij o la s eñor a — . Un m a gníf ico pedigree; costó una fortuna. Es tan cariñosa, a veces duerme con - migo por la noche.» Yo grité protestando ante tales men - tiras y todo el mundo retrocedió alarmado. «Está ha - blando», dijo madame Albertine, a quien se le hab ía ordenado que se quedara en el salón «por si acaso». Como el mío, el rostro de madame Albertine reflejaba s or p r e sa d e q u e la s eñ or a d i jer a t a n t a s f a ls ed a d e s . « A h, Renée —dijo una de las invitadas —, deberías llevarla a A m é r i c a c u a n d o v a ya s . L a s m u j e r e s a m e r i ca n a s p u e d e n ser una gran ayuda en la carrera de tu marido si les gustas y la gatita ciertamente llama la atención.» La señora apretó sus delgados labios de modo que su boca desapareció por completo. «¿Llevarla? —preguntó—. ¿C óm o l o h a r ía ? Ar m a r ía ja l e o y t e nd r ía m o s d if i c ul t a d e s cuando volviéramos.» «Tonterías, Renée, me sorpren - des —replicó su amiga—. Conozco a un veterinario que te dará una droga con la que dormirá durante todo d 28
  • 21. vuelo. Puedes arreglártelas para que vaya en una caja a c o l c h a d a c o m o eq u i p a j e d ip l o m á t i c o . » L a s e ñ o r a a s i n t ió con la cabeza: «Sí, Antoinette, tomaré esta dirección». Durante un rato tuve que quedarme en el salón. Hacían comentarios sobre mi tipo, se admiraban de lo largo de mis piernas y la negrura de mi cola. «Yo creía que todos los mejores tipos de gato siamés tenían la cola enroscada», dijo una. «Oh no —contestó la seño- ra—, gatos siameses con colas enroscadas no están de moda ahora, cuando más recta la cola mejor el gato. Pr ont o enviarem os a ést a a juntar se y ent onces t e ndr em os gatitos para dar.» Finalmente madame Albertine dejó el salón. «¡Puff! —exclamó—. Dame gatos de cuatro patas en cualquier momento antes que esta variedad de dos patas.» Rápidamente di una ojeada a mi alrededor; n o ha b ía v i st o n u nca ga t os c o n d o s p a t a s a n t e s y n o c om - prendía cómo podían arreglárselas. No había nada de - trás mío excepto la puerta cerrada, así es que meneé la cabeza con un gesto de extrañeza y seguí andando junto a madame Albertine. Esta ba oscureciend o y una ligera llov iz na golpe ab a la s v e n t a na s c u a n d o e l t e l é f o n o e n l a h a b i t a c i ó n d e m a d a m e Albertine sonó irritablemente. Se levantó para contes - tarlo y la aguda voz de la señora rompió la paz. «Alber - tine, ¿tienes a la gata en la habitación?» «Sí, señora, todavía no está bien», replicó mad ame Albertine. La voz de la señora subió un octavo de tono: «Te he dicho, Albertine, que no la quiero en la casa a menos de que haya v isitas. Llévala al cobertizo inmediatamente. ¡Me asom br o d e m i b ondad dejánd ot e q ued ar; er es ta n inút il!» . Muy a pesar suyo madame Albertine se puso un grueso abrigo de punto, se metió dentro de un impermeable y se enroscó un pañuelo en la cabeza. Cogiéndome en bra - zos m e arropó con un chal y me bajó por la escalera tra - sera. Se paró en la sala de los criados para coger una lin- 29
  • 22. terna y fue hacia la puerta. Un v iento tempestuoso me dio en la cara; una s nubes b ajas corrían a través de l cielo nocturno; desde un alto ciprés un búho ululó desma - ya d a m ent e, ya q ue nu est r a p r esencia ha b ía esp a nt a d o a l ratón que había estado caza ndo. Ramas cargadas de lluvia nos rozaban y echaban su carga de agua sobre n os o t r a s. E l ca m i no er a r es b a la d iz o y t r a i d or e n la o s c u - ridad. Madame Albertine se arrastraba cautelosamente escogiendo sus pasos a la tenue luz de la linterna mur - m ur a nd o im p r e ca c i o ne s c on t r a m a d a m e Di p l om a t y t od o lo que ésta representaba. Ant e n os ot r a s a p a r eció el c o b er t iz o, com o u na m a r c a más negra en la oscuridad de los sombríos árboles. Em - pujó la puerta y entró. Hubo un golpe tr emendo al des - li z a r s e a l s u e lo u na m a c et a q u e ha b ía q ue d a d o c og i d a a sus volum inosas faldas. Muy a mi pesar se me erizó la cola d e m ied o y se m e f or m ó un a gud o t r a z a d o a l o la r go de mi espinazo. Iluminando con su linterna un semi - círculo delante de ella, madame Albertine se adentr ó en el cober tizo y f ue hacia el m ontón de v iejos per iódi - cos que eran mi cama. «Me gustaría ver a esa mujer encerrada en un lugar como éste —murmuró para sus adentr os—. Ya le bajarían un poco los humos.» Me dejó con cuidado en el suelo, se asegur ó de que tenía agua, nunca beb ía leche a hor a, sólo a gua, y p uso unos c ua nt os pedacitos de pata de rana a mi lado. Después de darme u n a s p a l m a d i t a s e n l a ca b ez a , f u e r et r o c e d i e n d o p o c o a poco y cerró la puerta tras ella. El difuso sonido de sus pa sos f ue a hogá nd ose ba jo el morda z v ient o y el c hap ot e o d e la l luv ia sob r e el ga lv a niz a d o t eja d o d e hier r o. Od ia b a este cobertizo. A menudo a la gente se le olvidaba mi existencia por completo y yo no podía salir hasta que abr ía n la p uert a. C on dema siada frecuencia me ha b ía q ue - d a d o a llí s in c om id a ni b eb id a d ur a nt e d os o inc lus o t r e s días. Los gritos no servían de nada, ya que estaba dema- 30
  • 23. siado lejos de la casa, escondida en un bosquecillo de á r b o l es, l ej o s, d e t r á s d e t od o s lo s r es t a nt es ed if ic i o s . M e estiraba hambrienta poniéndome más y más arrugada es- perando a que alguien de la casa se acordara de que no se m e había v isto por ahí por algún tiem po y v iniera, a investigar. ¡Ahora es tan distinto! Aquí me tratan como a un ser humano. En vez de casi morir de hambre tengo siem - pr e com ida y bebid a y duerm o en un dorm itor io con mi propia cama de verdad. Mirando hacia atrás a través de los años, parece como si el pasado fuera un viaje cru - zando una larga noche y como si ahora hubiera salido a la luz del sol y al calor del amor. En el pasado tenía q ue est a r a ler ta a los p a sos p a t osos, a hor a t od o e l m und o vigila por si yo estoy ahí. Los muebles no se cambian nunca de lugar a menos de que se me enseñe su nuevo sitio porque soy ciega y v ieja y ya no puedo cuidar de mí misma; como dice el lama soy una que rida vieja abuela que goza de paz y felicidad. Mientras dicto esto estoy sentada en una cómoda silla donde los calientes rayos del sol se posan sobre mí. Pero todo a su debido tiempo, los días de las som - bras estaban todavía conmigo y todavía el sol tenía que aparecer después de la tormenta. Sentía extraños movimientos dentro de mí. En voz ba ja, ya q ue me sent ía insegura , cant é una ca nción. Dea m - bulaba por el terreno en busca de algo. Mis deseos eran vagos y sin embargo apremiantes. Sentada junto a una ventana abierta, sin atreverme a entrar, oí a madame Diplomat usando el teléfono. «Sí, está llamando. La en - viaré inmediatamente y la recogeré mañana. Sí, quiero vender los gatitos tan pronto como sea posible.» Poco después Gaston vino a mí y me puso en una ca ja de madera donde no se podía respirar con la tapa bien cerrada. El olor de la caja, aparte del ambiente irrespi- 31
  • 24. rable, era de lo má s interesa nte. Había servid o para llev a r comida, patas de rana, caracoles, carnes crudas y ver - duras. Estaba tan inte resada que apenas noté cuando Gaston cogió la caja y me llev ó al garaje. Durante un rato dejó la caja sobre el suelo de cemento. El olor a aceite y gasolina me daba ganas de vomitar. Por fin Gaston volvió a entrar en el garaje, abrió las grandes puertas de entrada y dio el contacto a nuestro segundo coche, un v iej o C it r oen. T r as echa r m i ca ja con b a s t a nte r ud ez a en el p or t a eq uip a jes ent r ó d ela nt e y sa lim os . F ue un viaje terrible, tomábamos las curvas tan aprisa que mi caja rodaba con violencia y paraba con un golpe. A la próxima curva volvería a repetirse el proceso. La oscuridad era intensa y los humos del tubo de escape me ahogaban y me hacían toser. Creí que el viaje no t er m i na r ía nu n ca . D e r ep en t e el c o c ha se d esv i ó, s e o y ó un espantoso chirrido de los n eumáticos al patinar, y cuando el coche volvió a p onerse rect o y siguió corriend o, m i ca ja d io la v uelta y se q ued ó b oca aba jo. Me d i contra una aguda ast illa y m i nariz em pezó a sangrar. El Citroé n s e t a m b a leó a l p a r ar y p r ont o oí v oces. Ab r ier on e l p or t a - equipajes y por un momento hubo silencio y entonces «Mira, hay sangre!», dijo una voz extraña. Levantaron mi ca ja, la sent í ba lancear se m ientra s a lguien la llev ab a. Subieron unos peldaños, se veían sombras a través de las rendijas de la caja y adiviné que estaba dentro de una ca sa o cob er t iz o. Se cer ró una p uer ta, me lev antar o n más alto y me colocaron sobre una mesa. Desmañadas m a nos a r a ña b a n la sup er f ici e ext er na y a b r ier on la c a ja . Yo guiñé los ojos ante la repentina luz. «Pobre gatita», dijo una voz de mujer. Alargando los brazos puso la m a n o d e b a j o m í o y m e c o g i ó . Y o m e s e n t í a e n f e r m a , c on ganas de vom itar y mar eada por los hum os del tubo de e s c a p e , m ed i o i d a p o r l a v i o l e n c i a d e l v i a j e y s a n g r a n d o bastante por la nariz. Gaston, allí, de pie, estaba blanco 32
  • 25. y asustado. «Debo telefonear a madame Diplomat», dijo un hombre. «No me haga perder mi trabajo —dijo Gas- ton—, conduje con mucho cuidado.» El hombre cogió el teléfono mientras la mujer me secaba la sangre de la nariz. «Madame Diplomat —dijo el hombre—, su gatita e s t á e nf e r m a , e st á d e s n u t r id a y ha s i d o e s p a n t o s a m e n t e a git a d a p or est e v ia je. P er d e r á su ga t a , m a d a m e, a m e nos de que se la cuide mejor.» «Por Dios —oí que replicaba la voz de madame Diplomat —, tanto jaleo por un gato. Ya la cuidamos. No la tenemos consentida y mimada, q u ier o q ue t en ga ga t it o s. » « T ie n e u st ed u na ga t a s ia m e s a m uy valiosa, del m ejor tipo en toda Francia. Descuidar a esta gata es un mal negocio, como usar sortijas de diamantes para cortar cristal.» «Ya la conozco —con- testó madame Diplomat—. ¿Está el chófer aquí?, quiero hablar con él.» El hombre pasó el teléf ono a Gaston en si l en c i o. P or a l g u n os i ns t a nt es e l t or r e nt e d e p a la b r a s d e l a s e ñ o r a f u e t a n gr a n d e, t a n v i t r i ó l i c o q u e n o p o d í a p e r - seguir su fin, simplem ente atontaba los sentidos. Final - m e n t e , d e s p u é s d e m u c h o e s t i r a r l l e g a r o n a u n a c u e r d o. Yo tenía que quedarme ¿dónde estaba yo?, hasta que estuviera mejor. Gaston se fue temblando todavía al pensar en ma - d a m e D i p l o m a t . Y o s e g u í e c h a d a s o b r e l a m e sa m i e n t r a s el hombre y la mujer me atendían. Tuve la sensación de un ligerísimo pinchazo y casi antes de que pudiera darme cuenta m e quedé dor mida. Fue una sensación de lo más peculiar. Soñé que estaba en el cielo y que mu - c h o s g a t o s m e h a b l a b a n , p r eg u n t á n d o m e d e d ó n d e v e n í a y q u ié n es er a n m i s p a d r e s. H a b la b a n e n el m e j or f r a n c é s gatuno siamés además. Levanté la cabeza pesadamente y abrí los ojos. La sorpresa ante el lugar donde estaba causó el erizamiento de mi cola y un escalofrío en mi espinazo. A pocos centímetros de mi rostro había una puerta de red de hierro. Yo estaba echada sobre paja lim- 33
  • 26. pia. Detrás de la puerta de alambre había una gran habitación que contenía todo tipo de gatos y algunos perritos. Mis vecinos a cada lado eran gatos siameses. «Ah, la desgraciada está mov iéndose», dijo uno. «¡Uf! ¡Cómo te colgaba la cola cuando te trajeron!», dijo el otro. «¿De dónde vienes?», chilló un persa desde el otro lado de la habitación. «Estos gatos me ponen en - fermo», gruñó un pequeño poodle d e sd e u n a ca j a e n e l suelo. «Yeh —murmuró un perrito justo fuera de la ór b it a de m i vista —, a est as dama s les d ar ía n una b ue na p a l i z a e n m i E s t a d o. » « O í d a e s t e p er r o ya n q u i d á n d o s e aires —dijo alguien cerca —, no lleva aquí el tiempo suficiente como para tener derecho a hablar. No está más que a pensión, eso es!» «Yo soy Chawa —dijo la gata de mi derecha —. Me han sacado los ovarios.» «Yo soy Sang Tu —dijo la gata de mi izquierda —. Yo luché con un perro, pequeña, d eb er ía s v er a ese p err o, d esd e lueg o p oc o q ued a d e é l. » «Yo soy Fifí —respondí tímidamente—. No sabía que había más gatos siameses aparte de mí y de mi desapa - recida madre.» Por algún tiempo se hizo el silencio en la gran habitación y entonces surgió un gran rugido al entrar el hombre que traía la comida. Todo el mundo ha b la ba a la vez. L os per r os ped ía n q ue se les a lim e nt an pr im er o, los ga t os llama ba n a los p err os cerd os e goíst as . Se oía el entrechocar ruidoso de los platos de comida y e l g o r j e o d e a g u a a l l l e n a r l o s b o t e s p a r a b e b er y l u e g o el glup glup de los perros al comenzar a comer. El hombr e se acercó a mí y me mir ó. La mujer entró y atravesó v iniendo hacia mí. «Está despierta», dijo el hombre. «Preciosa gatita —dijo la mujer —. Tendremos q u e f o r t a l e c e r la , n o p u e d e t e n e r g a t i t o s e n s u p r e s e n t e e s t a d o . » M e t r a j er o n u n a a b u n d a n t e p o r c i ó n d e c o m i d a y siguieron con los otros. Yo no me encontraba denla. siado bien, pero pensé que sería de mala educación no 34
  • 27. comer, así es que me lo propuse y pronto lo hube ter - minado todo. «¡Oh! —dijo el hombre cuando volvió —, e s t a b a h a m b r i e n t a . » « V a m o s a p o n e r l a e n e l a n e x o — d i jo la mujer—, tendrá más luz solar allí, creo que todos estos animales la molestan.» El hombre abrió mi jaula y me acunó en sus brazos mientras me llevaba a través de la habitación y a través de una puerta que no había podid o v er antes. «Adiós», chilló Chawa. «Encantada de conocerte —gritó Sang Tu—. Dales recuerdos míos a los gatos machos cuando les veas.» Cruzamos el umbral de la puerta y entramos en una habitación iluminada por el sol, donde había una g r a n j a u l a e n e l c e n t r o . « ¿ V a a m e t er l a e n l a j a u l a d e l o s monos, jefe?», preguntó un hombre a quien no había visto antes. «Sí —replicó el hombre que me llevaba —, necesita cuidados, ya que no llev aría en su presente es - tado.» ¿Llevaría? ¿L l e v a r í a ? ¿Qué es lo que suponían que iba a llevar? ¿Creían que iba a trabajar yo aquí llevando platos o algo parecido? El hombre abrió la puerta de la jaula grande y me metió. Se estaba bien aparte del olor a desinfectante. Había tres ramas y es - tantes y una agradable caja de paja forrada de te la para dormir. Me paseé alrededor con cautela, ya que madre m e ha b ía e ns e ña d o a q ue i nv es t i ga r a c om p l et a m e nt e c ua l - quier lugar extraño antes de instalarme. Una rama de árbol me inv itaba, así es que saqué mis pezuñas para de - m o s t r a r q u e y a m e s e n t í a i ns t a l a d a . A l e n c a r a m a r m e p or la rama v i que podía mirar sobre un pequeño cercado y ver más allá. Había un gran espacio cerrado con alambre todo alrededor y por encima. Pequeños árboles y arbustos llenaban el terreno. Mientras observaba, un gato siamés de lo más magnífico salió a la vista. Tenía un tipo fan - tástico, largo y delgado con pesados hombros y la más negra de las colas negras. Mientras atravesaba despacio 35
  • 28. el terreno iba cantando la última canción de amor. Yo escuché ext asiada , p er o p or el m om ent o t enía d em as ia da vergüenza para contestar cantando. Mi corazón latía y t u v e u n a s e n s a c i ó n d e l a s m á s e x t r a ñ a s. S e m e e s c a p ó un gran suspiro mientras él desaparecía. Durante un rato me quedé sentada en lo más alto d e esa r a m a , l le na d e s or p r e sa . M i c ol a s e m o v ía e s p a s . m ó d i c a m e n t e y m i s p i er n a s t e m b l a b a n t a n t o d e l a e m o - ción que apenas podían soportarme. ¡Qué gato!, ¡qué tipo más formidable! Podía imaginármelo llenando de gracia un templo en el lejano Siam, con sacerdotes de amarillas t únicas saludá ndole mient ras d ormitaba al s ol. ¿Y m e eq uiv oca b a ? S ent ía q u e ha b ía m ir a d o en m i d ir e c - ción, que lo sabía todo de m í. Mi cabeza era un tor be - llino con pensamientos sobr e el futur o. Despacio, tem - b la nd o, d es ce n d í d e la r a m a , e nt r é en la ca j a d e d or m ir y me eché para seguir pensando. Esa noche d orm í inq uieta; al d ía siguient e el hom br e d ijo q ue y o t en ía f ieb r e a ca usa d el m a l v ia je en c o c he y los hum os del tubo de escape. ¡Yo sabía por qué tenía fiebre! Su bello rostro negro y su larga cola arrastran. dose se habían apoderado de mis sueños. El hombre dijo q ue m e encont rab a déb il y q ue t enía q ue des ca nsar, Durante cuatro días viv í en esa jaula descansando y comiendo. A la mañana siguiente me condujeron a una ca s it a d e nt r o d e l cer ca d o c o n r ed es. A l i n st a la r m e m ir é a mi alrededor y vi que había un m uro de red entre m i com par t im ent o y el d el gua p o ga t o. Su ha b it ación e sta ba cuidada y arreglada, su paja estaba limpia y vi que su bol de agua no tenía polv o flotando sobre la superficie. No estaba dentro en aquel momento, adiviné que esta- ría en el cercado jardín dando un vistazo a las plantas. L l e n a d e s u e ñ o , c er r é l o s o j o s y d i u n a s c a b e z a d a s . Una poderosa v oz me hizo saltar despertándome y miré tímidamente al muro de red. « ¡Bueno! —dijo el gato 36
  • 29. sia m é s — , e n ca nt a d o d e co n o c er t e, d es d e l ue g o. » S u gr a n rostro negro estaba contra la red, y sus vívidos ojos azules disparaban sus pensamientos hacia mí. «Nos va - mos a casar esta tarde —d i j o é l — . M e g u s t a r á , ¿ y a t i ? » Enrojeciendo toda yo escondí mi cara entre la paja. «Oh, no te pr eocupes tanto —exclamó él—. Estamos h a c i e n d o u n n o b l e t r a ba j o ; n o h a y l o s s uf i c i e n t e s de n o s o t r o s e n Fr a nc ia . T e g u s t a r á , y a v er á s» , r i ó m ie n t r a s se se nt a b a a descansar después de su paseo matinal. A la hora de comer, vino el hombre y rió al vernos sentados cer ca el uno del otro con sólo la red entre nos - ot r o s y ca nt a n d o u n d ú o. E l ga t o se a lz ó s ob r e s u s p a t a s y le rugió al hombre: «¡Saca esa... puerta de en medio!», usando algunas palabras que me hicieron enrojecer toda otra vez. El hombre sacó despacio la clavija, volvió a colgarla fuera de peligro, dio la vuelta y nos dejó. ¡ Oh ! E s e g a t o, e l a r d or d e s u s a b r a z o s, la s c os a s q u e me d ijo. Desp ués nos q ueda mos echa d os uno junt o a l ot ro e n u n d u l c e c a l o r y e n t o n c e s t u v e e l e s c a l o f r ia n t e p e n s a - miento: yo no era la primera. Me levanté y volví a mi habitación. El hombre entró y v olv ió a cerrar la puerte - cilla entre nosotros. Por la noche vino y me volvió a llevar a la jaula grande. Dormí profundamente. Por la mañana, v ino la mujer y me llev ó a la habita - ción en la que había estado al ingresar en este edificio. Me colocó sobre una mesa y me aguantó fuertemente mientras el hombre me examinaba a fondo cuidados a - mente. «Tendré que ver al dueño de esta gata porque la pobrecita ha sido muy maltratada. ¿Ves? —dijo indi- cando mis costillas izquierdas y tocando donde todav ía me dolía —. Algo espantoso le ha pasado y es un animal demasiado valioso para que se le descuide.» «¿Damos un paseo en coche y nos acercamos a hablar con la due - ña?» La mujer parecía estar realmente inter esada en mí. El hombre contestó diciendo: «Sí, la recogeremos, y 37
  • 30. d e p a so q uiz á p od r em os cob r a r nuest r os honor a r ios t a m - bién. La llamaré y le diré que devolveremos la gata y r ecoger em os el d iner o» . De sc olg ó el t e léf on o y ha b ló c on m a d a m e Dip lom a t . L a s ola p r eocup a ci ón d e é st a p a r e c ía ser q ue « el par t o de la ga ta» p ud iera costar le unos p oc os f r a nc o s d e m á s. C o nv e n ci d a d e q u e n o ser ía a sí, e s t uv o de a cuer d o en pa gar la cuent a ta n pr ont o com o m e d ev ol - v i er a n . Y e s o f u e l o q u e d e ci d i e r o n : m e q u e d a r í a ha s t a la tarde siguiente y luego me dev olv erían a madame Diplomat. «Eh, Georges —gritó el hombre —, devuélvela a la jaula de m onos, se queda hasta mañana.» Georges, un v iejo encor v a d o a q uien no ha b ía v ist o a nt es, v ino ha c ia mí tam ba leá nd ose y m e cogió con sorpr e ndent e c uida d o. M e p u s o s ob r e s u h om b r o y em p ez ó a a nd a r . Me l l e v ó a l a g r a n h a b i t a c i ó n s i n p a r a r p a r a p o d er h a b l a r c o n l o s otros. La habitación donde estaba la jaula de monos y cerró la puerta tras nuestro. Durante unos segundos a rra s tr ó un p ed az o d e c uer da de la nt e d e m í. « P obr e c i ta — m ur m ur ó p a r a sí — , ¡est á cla r o q ue na d ie ha ju ga d o contigo en tu corta vida!» S o l a o t r a v e z , s u b í a l a e m p i n a d a r a m a y m ir é m á s allá del cercado metálico. Ninguna emoción se mov ía d e nt r o m í o a h or a , sa b ía q u e el ga t o t en ía ca nt id a d e s d e R eina s y y o n o er a m á s q ue una d e t a nt a s. L a ge nt e q u e conoce a los gatos, llama siempre a los gatos machos «Toms» y a las hembras «Reinas». No tiene nada que ver con el pedigree, no es más que un nombre ge- nérico. Una r ama solit ar ia se mecía cur vá nd ose ba jo un pe s o considerable. Mientras estaba mirando, el gran Tom salt ó del árbol y se plantó en el suelo. Se encaramó a toda velocidad por el árbol y volvió a hacer lo mismo una y otra vez. Yo m ira ba fa scina da y ent onces se m e oc urr ió que estaría haciendo sus ejercicios matinales. Perezosa. 38
  • 31. mente, porque no tenía nada mejor que hacer, seguí echada en mi cama y afilando mis pezuñas hasta que brillaron como las perlas alrededor de la garganta de madame Diplomat. Luego aburrida, me dormí bajo el reconfortante sol del mediodía. Algún tiempo después cuando el sol ya no estaba justo encima mío sino que se había ido a calentar algún otr o lugar de Francia, me despertó una dulce, maternal voz. Observé con cierta dificultad por una ventana casi fuera de mi alcance y vi una vieja reina que había visto muchos veranos. Estaba decididamente llenita y mien - t r a s e st a b a a l l í e n l a r e p i sa d e l a v e n t a na l a v á n d o s e l a s orejas, pensé lo agradable que sería charlar un rato. «¡Ah! —dijo ella—. Ya estás despierta. Espero que sea d e t u a gra d o la est a ncia a q uí; nos enor gulle c e p e ns a r que ofrecemos el mejor servicio de Francia. ¿Comes bien?» «Sí, gracias —contesté—. Me cuidan muy bien. ¿Es usted la señora propietaria?» «No —contestó—, a pesar de que mucha gente cree que lo soy. Tengo la r esponsable tar ea de enseñar les a los nuev os Toms sementales sus deberes; yo les sirvo de prueba antes de que sean puestos en circulación ge - n e r a l . E s u n t r a b a j o m u y im p o r t a n t e , m u y p r e c i s o . » N o s quedamos un rato absortas en nuestros propios pe nsa- mientos. «¿Cómo se llama?», pregunté. «Butterball»,' replicó ella. «Yo estaba muy llenita y mi pelo brillaba como la mantequilla, pero esto era cuando era mucho m ás jov en», añadió. «Ahor a hago var ios trabajos aparte d e e s e d e q u e t e ha b l é , ¿ s a b e s ? T a m b i é n h a g o d e p o l i c ía en l o s a lm a ce ne s d e la c om i d a p a r a q u e n o n os m o l e s t e n los ratones.» Se relajó pensando en sus deberes y luego dijo: «¿Has probado ya nuestra carne cruda de caballo? ¡Oh! tienes que probarla antes de que te vayas. Es real- 1. Bola de mantequilla. N. de la T.) 39
  • 32. mente d eliciosa, la mejor car ne d e ca ba llo q ue se p ued e com prar en lugar a lguno. Cr eo q ue a lo mejor la t e ndr e. mos para cenar, v i a Georges, el ayudante, cortándola hace poco». Después de una pausa dijo con voz satis. fecha: «Sí, estoy segura de que hay carne de caballo para cenar». N os q uedam os senta d as p ensa nd o y nos lav am os un poco y entonces madame Butterball dijo: «Bueno, tengo que irme, ya miraré de que te den una buena r a ci ó n; cr e o q ue p u ed o o l er a G e or ge s q u e t r a e la c e na ahora». Salt ó de la ventana. En la gran habitación detrás mío, podía oír gritos y chillidos. «Carne de caballo», « d a m e a m í p r i m er o » , « ¡ e s t o y ' h a m b r i e n t o , a p r i s a G e o r - g e s ! » , p er o G e o r g e s n o s e i n m u t a b a ; a l c o n t r a r i o , a t r a - vesó la gra n ha bita ción y vino d ir ect o a m í, sirviénd om e a m í p r i m er o . « T ú p r i m er o , g a t i t a — d i j o é l — , l o s o t r o s p u ed e n es p er a r . T ú er es l a m á s ca l la d a d e t od o s , o s e a que tú prim ero.» Ronroneé para demostrarle que apr e ciaba completamente el honor. Me p uso dela nte una gra n cantidad de carne. Tenía un perfume maravilloso. Me froté contra sus pier nas y emití uno de mis más altos ronroneos. «Tú no eres más que una gatita pequeña — d ij o é l — , t e la c or t a r é. » M u y ed u ca d a m e nt e c or t ó t od a la pieza en pequeños trocitos y entonces con un «que comas bien, gata», se fue a atender a los otros. La carne era sencillamente maravillosa, dulce al pala - dar y tierna a los dientes. Finalmente me senté hacia atrás y me lavé la cara. Un ruid o como de arañaz os me hizo mirar hacia arriba justo cuando un negro rost ro con ojos relampagueantes apareció en la ventana. «Buena, ¿verdad?», dijo madame Butterball. «¿Qué te dije? Servimos la mejor car ne de caballo que aquí pueda en - contrarse. Pero espera. Pes cado para desayunar. Algo d e li c i os o, a ca b o d e p r o b a r l o yo. B u en o, q ue t e ng a s un a buena noche.» Al decir esto se dio la vuelta y se marchó ¿Pescado? Yo no podía pensar en comida ahora, 40
  • 33. estaba llena. Esto era un cambio tan grande en compa - ración a la comida de casa; allí me daban trozos que los humanos dejaban, porquerías con salsas tontas que a menudo me quemaban la lengua. Aquí los gatos viv ían con un verdadero estilo francés. La luz iba desapareciendo al ponerse el sol en el cielo o ccid e nt a l. L os p á ja r os v olv ía n a ca sa a let ea nd o, v ie - jos cuerv os llamaban a sus com pa ñer os y discutían los sucesos d el día. Pr ont o la oscur ida d se hiz o m ás pr of unda y llegaron los murciélagos batiendo sus afelpadas alas m i e n t r a s i b a n y v e n í a n p er si g u i e n d o a l o s i n s e c t o s d e l a noche. Encima de los altos cipreses aparecía la luna naranja, tímidamente, como dudosa de meterse en la oscuridad de la noche. Suspirando de satisfacción, me subí perezosamente a mi cajón y caí dormida. S o ñ é y t o d a s m i s e s p er a n z a s s a l i e r o n a la s u p e r f i c i e . Soñé que alguien me quer ía simplemente por mí misma, simplemente como compañía. Mi corazón estaba lleno d e a m or , a m o r q u e t e n í a q u e s e r r e p r i m i d o p o r q u e n a d ie en m i ca sa sa b ía na d a d e la s es p er a nz a s y d e se o s d e u n a joven gatita. Ahora, gata vieja, estoy rodeada de amor y doy el mío también. Ahora conocemos momentos du - r o s , p er o p a r a m í esto es la v ida perfecta donde familia y yo somos uno, y soy amada como una persona real. La noche pasó. Estaba ner viosa e incóm oda porque me iba a casa. ¿Volv ería a sufrir penalidades otra v ez? ¿Tendr ía una cam a de paja en v ez de viejos y húm edos p er i ód ic o s ?, m e p r e g u nt a b a . A nt es d e q u e p u d ier a d a r m e cuenta, era de día. Un perro ladraba penosamente en la ha b it a c i ó n gr a nd e. « Q u ier o s a l ir , q u i er o sa l ir » , d ec ía u na y o t r a v e z . « Q u i e r o s a l i r . » P o r a h í c e r ca u n p á j a r o e s t a b a r ega ña nd o a s u c o m p a ñer a p or ha b er r et r a sa d o el d e s a yu - n o. Gr a d ua l m e nt e i b a n a p a r ec i en d o l o s s o ni d os n or m a le s del día. La campana de una iglesia tañía con su áspera voz llamando a los humanos a algún servicio. «Después 41
  • 34. d e la m isa v oy a l p ueb lo a c om p r a r m e una b lusa nu e v a , ¿ M e a c om p a ñ a r á s ? » , p r e g u n t a b a un a v oz f e m e n in a . S i. guieron su camino y no pude oír la respuesta del hombre. E l e nt r ec h o ca r d e c ub o s m e r e cor d a b a q ue p r o nt o s e r ía la h or a d e d e sa y u na r . De sd e el cer ca d o d e r e d e l g ua p o Tom alzó la voz con una canción d e saludo al nuevo día. La m ujer v ino con mi d esa yuno. « Hola, gat a —d ijo—, com e b ie n, ya q ue t e v a s a c a sa est a t a r d e. » Yo e m it í un ronr oneo y me froté contra ella para demostrar que la ent end ía . L lev a b a r op a s nueva s y con v ola nt es y p a r e c ía est a r m uy a nim a d a . A menudo me sonr ío p a r a m is a d e n no s c ua n d o p i e ns o e n c óm o no s ot r o s, l os ga t o s, v er n o s l a s cosas. Solemos saber el humor de una persona por s u r o p a i n t e r i o r . N u e s t r o p u n t o de vista es distinto, ¿entiendes? El pescado era muy bueno pero estaba cubierto de una comida, algo como de trigo, que tuve que sacar. «Bueno, ¿verdad?», dijo una voz desde la ventana. «Buenos días, madame Butterball», repliqué. «Sí, esto es muy bueno pero ¿qué es esta especie de cubierta de trigo que hay?» Madame Butterball rió con benevolencia. «¡Oh! —exclamó—, debes de ser una gata de campo. Aquí siempre, pero siempre, tomamos cereales por la mañana para tener vitaminas.» «¿Pero por qué no me las dieron antes?», persistí. «Porque estabas bajo tratamiento y te las daban en forma líquida.» Madame Butterball suspiró: «Tengo que irme ahora, hay tanto que hacer y tan poco tiempo. Intentaré verte antes de que te vayas». Antes de que pudiera contestarle había saltado de la ventana y pude oír su crujir por entre los arbustos. Se oía un confuso murmullo procedente de la habitación grande. «Sí —dijo el perro americano—, así que le digo a él, no quiero que metas las narices en mi lamparilla, ¿ves? Siempre está vagando por ahí para ver lo 42
  • 35. q u e p u ed e h u sm ea r . » T o n g F a , u n ga t o sia m é s q u e ha b ía llegado la tarde anterior, estaba hablando con Chawa. « D í g a m e , s e ñ o r a , ¿ n o n o s p e r m i t e n i nv e s t i g a r e l t e r r e n o por aquí?» Yo me enrosqué y eché un sueñecillo; toda esta charla me estaba dando dolor de cabeza. «¿La metemos en un cesto?» Me desperté con un sobr esalto. El hombr e y la m ujer habían entr ado en mi habitación por una puer ta lateral. «¿Cesta? —preguntó la mujer —, no necesita que se la ponga en una cesta, la llevaré sobre mi regazo.» Se dirigieron a la ventana y se quedaron hablando. «Ese Tong F a —murmuró la mujer—, es una lástima acabar con él. ¿No podemos ha c er n a d a p a r a ev it a r l o ?» E l hom b r e se m ov i ó i nc óm od o y se acarició la barbilla. «¿Qué podemos hacer? El gato e s viejo y casi ciego. Su dueño no quiere perder el tiempo con él. ¿Qué podemos h acer?» Hubo un largo silencio. «No m e gusta —dijo la m ujer—, es un crim en. » El hombre siguió silencioso. Yo me hice tan pequeña como me fue posible en una esquina de la jaula. ¿Viejo y cieg o? ¿Er a n é st a s r a z ones p a r a una sent enc ia d e m ue r t e ? Ningún recuerdo de los años de amor y devoción; matar a los v iejos cuando no se pueden cuidar ellos mis - mos. Juntos, el hombre y la mujer entraron en la habi - tación grande y cogieron al viejo Tong Fa de su caja. La mañana fue pasando lentamente. Yo tenía pensa - mientos sombríos. ¿Qué me pasaría a mí cuando fuese vieja? El manzano me había dicho que sería feliz, pero c ua n d o u n o es j ov e n e i ne x p er t o, es p er a r p a r ec e a l g o s i n fin. El viejo Georges entró. «Aquí tienes un poco de carne de caballo, gatita. Cómela que te vas a c asa pron- to.» Yo ronroneé y me froté contra él, y él se agachó para acaric iarme la ca beza. Ape nas h ube t ermi nad o d e comer y hacer mi toilette cuando la mujer vino por mí. «B ue no, v amos, F if í —e xc lam ó, a casa con madame Diplomat (la vieja perra).» Me cogió y me llevó a través 43
  • 36. de la puerta lateral. Madame Butterball estaba esperando, «Adiós, Feef —gritó---, ven a vernos pronto.» «Adiós, m a d a m e B u t t er b a l l — r e p l iq u é y o — , m uc ha s gr a c ia s p or su hospitalidad.» La mujer fue hacia donde estaba el hombre espe. rando junto a un enorme y viejo coche. Ella entró y se aseguró de que las ventanas estuvieran casi cerradas; en. t onces entr ó el hom br e y conect ó el m ot or. Arr a nc am os tomamos la carretera que conducía a mi casa.
  • 37. Capítulo III El coche iba zumbando por la ca rretera. Altos ci- preses se erguían orgullosos al lado de la carretera con frecuentes huecos en sus filas como testimonio de los d esa st r es d e una gr a n guer r a , una guer r a q ue yo c o noc í a sólo por haber oído hablar de ella a los humanos. Se - guim os cor r iendo, par ecía no tener f in. Me pr eguntaba cómo funcionaban estas máquinas, cómo corrían tanto y durante tanto rato; pero no era más que un pensa - miento intermitente, toda mi atención estaba puesta en las vistas del campo que iba pasando. Durante la primera milla o así había ido sentada sobre el regazo de la mujer. La curiosidad me ganó y con pasos inseguros me dirigí a la parte trasera del coche y me senté sobr e un estante al mism o nivel de la v ent a na t r a ser a d on d e ha b ía u na g u ía M ic he l í n, m a p a s y otras cosas. Podía ver la carretera detrás nuestro. La m u j e r s e m o v i ó m á s c e r ca d e l h o m b r e y s e m u r m u r a b a n dulzuras. Me preguntaba si ella también iría a tener gatitos. Al sol le faltaba una hora a través del cielo cuando el hombre dijo: «Deberíamos estar casi allí». «Sí —re- p l i c ó l a m u j e r — , cr e o q u e e s l a c a sa gr a n d e a u n a m i l l a y m edia de la i gle sia. Pr ont o l a enco ntr ar em os. » Seg ui mos conduciendo más despacio ahora, disminuyendo la v elocidad hasta parar al girar hacia el camino y encon - t r a r e l p or t a l c er r a d o. Un d i scr e t o b o c ina z o y u n h om b r e sa lió corr iend o de la p or t er ía y se acer có a l coche. V ie nd o y reconociéndome, se volvió y abrió el portal. Sentí una gran emoción al darme cuenta de que yo había sido el motiv o de que se abrieran las puertas sin que tuv ieran que dar ninguna explicación. 45
  • 38. Cruzamos el portal y el portero me saludó grave. m e nt e a l p a sa r. Mi v id a ha b ía sid o m uy ext r a ña , d e c id í, ya que ni sabía la existencia de la portería o el portal Ma dam e Dip lomat esta ba a l lad o d e uno d e los c é sp e d es ha b la nd o a u n o d e l os a y ud a nt es d e P i er r e. S e v olv i ó a l acercarnos y and uvo despa cio hacia nosotr os. El hombre p a r ó e l c o c h e , sa l i ó e i n c l i n ó l a c a b e z a e d u c a d a m e n t e . «Hemos traído su gatita, madame —dijo él—, y aquí tiene una copia certif icada del pedigree del gato semen- ta l.» L os ojos d e ma dam e Diploma t se ab rier on a s om bra. dos cuando me vio sentada en el coche. «¿No la en - cerraron en una caja?», preguntó. «No, madame —re- p licó el h om b r e — , es una ga t it a m uy b uena y ha e s t a d o quieta y com portándose todo el tiempo que ha estado con nosot r os. C onsider am os que es una gat a q ue s e c om - p o r t a e x c e p c i o n a l m e n t e b i en . » M e s e n t í e n r o j e c e r a n t e tamaños cumplidos y fui lo suficiente maleducada para ronronear cumplidos dando e entender que estaba de acuerdo. Madame Diplomat se volvió imperiosamente al jardinero ayudante y dijo: << Corre a la casa y dile a m a d a m e Alb er t i n e q u e l a q u i e r o v e r inmediatamente». «¡Pub! —gritó el gato del portero de sd e d etr á s de u n ár b o l — , ya s é dónde has estado. N o s o t r o s l o s g a t o s d e c l a s e b a j a n o som os suf ic ie nte para-ti, tienes q ue tener niños bonit os!» « D i o s m í o — d i j o la mujer en el coche —, ha y un gato. Fifí no debe tener contacto con Tom s. » Madame Diplo mat se g ir ó en r ed o nd o y t ir ó u n p a l o q ue a r r a nc ó d e la tierra. Pasó a un pie de distancia del gato de l portero «J a, ja —r i ó mientras corría —, no podrías dar con la aguja de una iglesia, con un cepillo de la ropa a seis pulgadas de di s ta nc ia... v i e ja !», v o lv í a e nr o je c er. El lenguaje era terrible y sentí un gran descanso al ver a m ada me Alber t ine anda nd o p a t osam ente a t oda prisa p or el c am ino con su r ostr o ra d ia nt e en seña l d e b ienvenida. Le grité y 46 salté derecha a sus brazos, diciéndole lo mucho
  • 39. que la quería, cómo la había encontrado a faltar y todo lo que m e había pasado. Por unos m om entos nos olv id a- m o s d e t o d o e xc ep t o d e n os o t r a s, e nt o n ce s la r a s p os a v o z de madame Diplomat nos hizo volver al presente. «Al - bertine —chilló ásperamente—, ¿se da cuenta de que me estoy dirigiendo a usted? Haga el favor de atender.» «Madame —dijo el hombre que me había traído—, es t a ga t a ha si d o m a l t r a t a d a . N o h a c om id o lo s uf i c ie nt e . Las sobras no son lo suficient ement e b uena s para gat os s ia - meses con pedigree y d eb e r í a t e n e r u n a ca m a c a l i e n t e y cómoda.» «Este gato es valioso —siguió diciendo—, y sería una gata de concurso si se la tratara mejor.» Madame Diplomat fijó su mirada altanera. «Esto no es más que un animal, hombre, le pagaré su cuenta, pero no intente enseñarme lo que tengo que hacer.» «Pero, madame, estoy intentando salvar su valiosa pro - piedad», dijo el hombre, pero lo redujo al silencio mientras leía la cuenta, cloqueando con desaprobación de todo lo que veía. Luego, abriendo su monedero, sacó su talonario de cheques y escribió algo en un trozo de papel antes de dárselo. Madame Diplomat se v olvió con r udeza y se f ue con paso airado. «Tenem os que vivir esto cada día», le susurró madame Albertine a la mujer. Asintieron con simpatía y se fueron conduciendo des - pacio. Había estado fuera casi una semana. Mucho debía de haber pasad o durante m i ausencia. Pasé el rest o de l d ía yendo de un lado a otro renov ando asociaciones pasadas y leyendo todas las noticias. Durante un rato descansé segura y recogida sobre una rama de mi viejo amigo el m anzano. La cena f uer on las acostumbradas sobr as, de buena calidad, pero así y tod o sobras. Pensé lo mara - v il l os o q u e ser ía t e ner a l g o c om p r a d o e sp ec ia lm e n t e p a r a mí en vez de siempre tener «restos». Al llegar el cre - púsculo Gaston vino a buscarme, y al encontrarme me 47
  • 40. a r ra ncó d el sue lo y c or r ió a l cob er t iz o co nm igo. Em p uj ó la p u er t a ha st a a b r ir la y m e ec h ó en e l os c ur o in t e r i or , dio un portazo tras él y se fue. Siendo francesa yo misma, me d uele m ucho t ener q ue ad mit ir q ue los hum a nos ha n - ceses son, desde luego, muy duros con los animales. Pasaron días y semanas. Gradualmente mi tip o se convirtió en el de una matrona y mis movim ientos fueron más lent os. Una noche cuand o estaba ca si a l final, P ierre me tiró con rudeza al cobertizo. Al aterrizar en el duro suelo de cemento, sentí un dolor terrible, como si me est uvieran romp iendo. Dolo rosamente, en la oscuridad d e ese cobert izo, nacier on mis cinco bebés. Cuand o me hub e recuperado un poco, rompí un poco de papel y les hice un nido caliente y los llevé allí uno a uno. Al día si - guiente nadie vino a verme. El día fue pasando lenta - mente pero tenía trabajo alimentando a mis bebés. La noche me encontr ó mar ead a de ha mbr e y comp le tam e nt e seca, ya que no había ni comida ni bebida en el cober. tizo. El nuevo día no trajo alivio, no vino nadie y las h o r a s s e a la r ga r o n m á s y m á s . M i s e d er a ca s i i n s o p o r - table y m e preguntaba por qué tenía que sufr ir tanto. Al caer la noche los búhos ululaban y se precipitaban sobre los ratones que habían cogido. Yo y mis gatitos es t á b a m o s e c ha d o s j un t os y y o m e p r e g u nt a b a c óm o ib a a seguir viviendo el próximo día. El d ía si gui ent e ha b ía ya a va nz a d o cua nd o o í p a s os . Se abrió la puerta y allí, de pie, estaba madame Alber - tine, pá lida y enf erma. Se ha bía leva nta d o esp ecia lm e nt e de su cama porque había tenido «visiones» de mí en a p ur os. C om o lo s i nt ió, t r a ía com id a y a gu a . Uno d e m is bebés había muerto durante la noche y madame Alber - tine estaba demasiado furiosa para poder hablar. Su furia era tal al ver la manera como me habían tratado que fue y trajo a madame Diplomat y al señor duque. Ma- dame Diplomat sintió haber perdido un gatito y el dinero 48
  • 41. que eso representaba. El señor duque sonrió desampara - damente y dijo: «Quizá tendríamos que hacer algo. Al - guien tendría que hablar a Pierre». Poco a poco mis gatitos fueron cogiendo fuerzas, gradualmente iban abriendo sus o jos. Vino gente a v er - los, el dinero cambió de manos y antes de que dejara d e a m a m a n t a r l o s m e l o s s a ca r o n . Y o d iv a g a b a p o r l a f i n c a d e sc o ns o la d a m e n t e. M i s l a m en t os e st or b a b a n a m a d a m e Diplomat y ordenó que me encerraran hasta que callara. Ahora ya me hab ía acostumbrado a ser exhibida en l a s r e u n i o n e s s o c i a l e s y n o d a b a n i n g u n a i m p o r t a n c ia que me sacara n d e m i tr aba jo p or el jar d ín par a pa searm e p o r el salón. Un día fue distinto. Me llevaron a una habitación pequeña donde madame Diplomat estaba sen - tada ante un escritorio y un hombre extraño estaba sen - tado en fr ente. «¡Ah! —exclam ó él, cuando me entrar on en la habitación—, así que ésta es la gata.» Me examinó en s i le n ci o, t or c i ó e l sem b l a nt e y se r e st r eg ó una d e s u s orejas. «Está algo descuidada. Drogarla para que se la pueda llev ar como equipaje en un av ión puede dañar su constitución.» Madame Diplomat frunció el ceño enfa - dada: «No le pido un sermón, señor veterinario —dijo e l l a — , s i n o ha c e l o q u e l e p i d o m u c h o s o t r o s l o h a r á n » . Postuló furiosamente: «¡C uánta tontería por un mero gato!». El señor v eterinario se encogió de hombros im - potente. «Muy bien, madame —replicó—, haré lo que usted quiera, ya que tengo que ganarme la v ida. Llame una hor a o a sí a nt es d e coger el a v ión. » Se leva nt ó, b us c ó a t i e n t a s s u c a r t er a y sa l i ó t r o p e z a n d o d e l a h a b i t a c i ó n . Madame Diplomat abrió el balcón y me envió al jardín. Había un aire de reprimida animación en la casa. Sacaban el polvo y limpiaban las maletas y pintaban en el la s e l n u ev o r a ng o d e l se ñ or d uq ue. L la m a r o n a u n c a r - pintero y le dijeron que hiciera una caja de viaje de ma- 49
  • 42. d er a q u e c up i er a e n u na m a l et a y ca p a z d e c on t e n e r u n gato. Madame Albertine corría de un lado para otro y tenía el asp ect o d e esp erar q ue ma dam e Dip lom at ca ye ra muerta. Una mañana, com o una semana más tarde, Gaston vino al cobertizo por mí y m e llevó al garaje sin darme desayuno. Le dije que tenía hambre, pero como de costumbre no me entendió. La doncella de madame Di - plomat, Yvette, esperaba en el Citroén. Gaston me metió en una cesta de c a ña con una tapadera con c orreas y me colocaron en el asiento de atrás. Arrancamos a gra n velocidad. «No sé por qué quieren que droguen al gato — d i j o Y v e t t e — , l a s r e g l a s d ic e n q u e s e p u e d e l l e v a r u n gato a USA sin ninguna dificultad.» «¡Uh! —dijo Gas- ton—. Esa mujer está loca, ya he dejado de intentar a d i v i na r l o q u e l e h a c e g r a c i a . » S e q u e d a r o n c a l l a d o s y se concentraron en conducir más y más aprisa. Los saltos er a n t er r ib les. Mi p oc o p es o no er a suf ici ent e p a r a a p r e - tar los m uelles d el a sient o y me iba p o niend o m ás y m ás morada dándome con los lados y la parte de arriba del cest o. Me concentré en est irar las patas y hund í las pez u - ñas en la cesta. Fue realmente una triste batalla para p r ev e n ir la p ér d id a d e l co n o cim i e nt o a ca usa d e l o s g o l - pes. Perdí toda noción del tiempo. Finalmente paramos patinando y rechinando. Gaston agarró mi cesta, subió unas escaleras y entró en una casa. Dejó caer la cesta sobre una mesa y sacó la tapadera. Unas manos me co - gier on y m e senta r on sobre la mesa. I nm ed ia tam e nte ca í, mis piernas ya no me soportaban, había estado agarrotada demasiado rato. El señor veterinario me miró horrori - z a d o y l le n o d e c om p a si ó n. « P o d r í a ha b er m a t a d o a e s t a ga t a — excla m ó enf a d a d o a Ga st on — , no p ued o d a r le una inyección hoy.» El rostro de Gaston se hinchó de furia. «Drogue al... gato, el avión sale hoy. Le han pagado, ¿no?» El señor veterinario descolgó el teléfono. «No 50
  • 43. puede telefonear —dijo Gaston—, la familia está en el aeropuerto de Le Bourget y tengo prisa.» Suspirando el señor veterinario cogió una gran jeringa y se v olv ió h a c i a m í. S e n t í u n a g u d o y d o l o r o s o p i n c h a z o e n l o m á s pr of undo de m is m úsculos y todo a m i alr ededor se v ol - vió rojo, luego negr o. Oí una lejana voz decir: «Ya está, esto la mantendrá ca llada durante...». Entonces el com - pleto y absoluto olvido descendió sobre mí. S e o y ó u n h o r r o r o s o r u g i d o , t e n í a f r í o y r e s p ir a r e r a un esfuerzo espantoso. Ni una pizca de luz en ningún sitio; nunca había conocido una oscuridad semejante. Durante un rato temí haberme vuelto ciega. Mi cabez a p a r ecía q ue se est uv ier a p a r t iend o en p ed a z o s; nun c a m e había sentido tan enferma, tan maltratada, tan mise - rable. El horror oso rugido continuaba hora tras hora; creí que me iba a estallar la cabeza. Sentía extrañas pre - s i o n e s e n m i s o í d o s y l a s c o s a s d e d e n t r o h a c ía n click y pop. El r ugido cambió haciéndose má s fiero, luego una sacudida, un fuerte ruido metálico y fuí enviada con v io l en c ia co n t r a la t a p a d er a d e m i ca ja . Ot r a y o t r a s a c u - dida y el r ugido disminuyó. Ahora un extraño retumbar com o las r ueda s de un coche rápido sobre una pista de c e m e n t o . M á s e x t r a ñ o s m ov i m i e n t o s y r e t u m b o s y e n t o n - ces el rugido murió. Otros ruidos aparecieron sin em - bar go, el ra scar d e m et a l, voces a hoga da s y un chug chug justo debajo mío. Con un golpe perturbador se abrió una gran puerta de m etal a mi lado y extraños hombres en t r a r on c o n gr a n e st r u e nd o en el c om p a r t i m i e nt o d o nd e y o e st a b a . R ud a s m a n os a ga r r a b a n m a l et a s y la s t ir a b a n a un cinturón moviente que se las llevaba fuera de la vista. Entonces me llegó el turno. Volé por el aire y aterricé con un golpe como para romper los huesos. Debajo mío algo daba tumbos y siseaba. Otro golpe y mi viaje terminó. Me eché de espaldas y vi el cielo del ama- 51
  • 44. necer a trav és d e a lgunos a gujer os p ara el a ir e. « Eh, a hí ha y u n ga t o » , d i j o u na e xt r a ña v oz . « Ok a y, B u d , n o n o s incum b e» , r ep licó el ot r o h o m b r e. Sin cer em onia a lguna agarraron mi caja y la echaron sobre una especie de v ehículo; apilar on otras maletas encim a y alr ededor y ese algo con mot or arrancó con un r uid o rum, rum, rum, Perdí el conocimiento, debido al dolor y al susto. Ab r í m is ojo s y m ir a nd o a t r a v és d e la t ela m e t á lic a v islum b r é una d esnud a b om b illa eléct r ica . Me m ov í c on d i f i c u l t a d y d é b i l m e n t e m e t a m b a l e é h a s t a u n p la t o d e agua que había cerca de allí. Era casi dema siado esfuerzo beber, casi demasiado problema seguir viviendo pero después de beber me encontré mejor. «Bien, bien, se - ñ or a , ¿ es t á s d e sp i er t a ?» Mir é y v i a u n v ie j o y p e q u e ñ o h om b r e n e gr o q u e e st a b a a b r ie nd o u na la t a d e c om i d a , «Sí, señora, tú y yo, los do s, tenemos caras negras, espero cuidarte bien, ¿eh?» Me metió la comida dentro y yo intenté un ronroneo para demostrarle que apre - cia b a su a m a b ilid a d . Me a ca r ició la ca b ez a . « Eh, ¿a q u e esto es algo? —murmuró para sí mismo—. Espera que le cuente a Saddie, ¡hombre, hombre!» Poder volver a comer era maravilloso. No podía co - mer mucho porque me sentía muy mal, pero lo intenté p a r a q ue e l h om b r e ne gr o n o se s i nt ier a i n s ul t a d o. Má s tarde di otro mordisquito y bebí un poco y luego me entró sueño. Había un trozo d e manta en la esquina así es que me enrosqué en ella y me dormí. Más tarde me di cuenta de que estaba en un hotel. El personal iba bajando al sótano para verme. «Oh, ¿v erdad que es lista?», decían las sirv ientas. «¡Caray! Mir a , h om br e, e so s o j os, so n be l lí s im o s», de cía n lo s h om b r es. U na d e la s v i s it a s f ue m u y b i e nv e ni d a , un chef f r a nc és. U n o d e m i s a d m ir a d or e s lla m ó p or u n t e lé f o n o: « E h , F r a n Ç o i s , b a j a a q u í , t en e m o s u n g a t o s i a m é s f r a n - cés». Unos minutos después un hombre gordo venía taro- 52
  • 45. baleándose por el corredor. «Tú eres el chat frarkaís , ¿no?», dijo mirando a los hombres que estaban de pie alrededor. Yo ronroneé más y más alto, era como un lazo con Francia el verle. Se acercó y miró con ojos de m iop e y ech ó a ha b la r en un t or r ent e d e f r a ncés p a r is ino . Yo ronroneé y le chillé que le entendía perfectamente. «Ja —dijo una voz oculta—, ¿sabéis?, el viejo FranÇois y el gato se tocan en todos los cilindros.» El negr o abr ió mi jaula y yo salté directam ente a los brazos de Francois, me besó y yo le di algu nos de mis mejores lengüetazos y cuando me volv ieron a meter en la jaula tenía lágrimas en los ojos. «Señora —dijo el negr o q ue se cui d a b a d e m í — , no d ud es d e q ue ha s he c ho un ligue. Supongo que vas a com er bien ahora.» Me gus - taba mi asistente, como yo, t enía el rostro negro; pero las cosas agradables no duraron para mí. Dos días más tarde nos trasladam os a otra ciudad de los Estad os Unid os y m e d e j a r o n e n u n a h a b i t a c ió n s u b t e r r á n e a ca s i t o d o e l t iem p o. Dur a nt e l os a ño s sig uient es la v id a er a la m is m a, día tras día, mes tras mes. Me usaban para producir gatitos que me sacaban antes casi de que dejaran de mamar. Finalmente el duque fue reclamado a Francia. Otra vez me drogaron y no supe nada más hasta despertar mareada y enferma en Le Bourget. La llegada a c asa que yo había contemplado con placer fue, en cambio, un triste suceso. Madame Albertine ya no estaba allí, había muerto pocos meses antes de que volviéramos. Habían cortado el viejo manzano y habían hecho mu - chos cambios en la casa. D ur a nt e a lg u n o s m e se s v a g u é d es c o ns o la d a m e nt e p or ahí trayendo algunas familias al mundo y v iendo cómo me las sacaban antes de que yo estuviera preparada. Mi salud empezó a empeorar y más y más gatitos nacían muertos. Mí vista fue volviéndose insegura y aprendí 53
  • 46. a « s e n t i r » m i c a m i n o . ¡ N u n c a o l v i d é q u e a T o n g F a lo habían matado porque era viejo y ciego! C a s i d os a ño s d es p u é s d e h a b er v u el t o d e Am é r ic a , m a d a m e D ip l om a t q ui s o ir a I r la nd a p a r a v er s i e r a u n lugar a pr opiad o para v ivir ella. Tenía la id ea f ija de q ue yo le hab ía tra íd o suert e (a unq ue no p or eso m e tr ata ba m e j or ) y y o t uv e q ue ir a I r l a nd a t a m b i é n. Ot r a v e z m e ll ev a r on a u n s it i o d o nd e m e d r o ga r o n y p or u n t ie m p o l a vida dejó de existir para mí. Mucho más tarde des. p er t é e n u na ca ja f or r a d a d e t e la e n u na ca sa e x t r a ña , Se o ía u n c o ns t a nt e z um b id o d e a v i o ne s e n el c ie l o. E l olor de carbón quemado me cosquilleaba los orificios nasales y me hacía estornudar. «Está despierta», dijo una a b i e r t a v o z ir l a n d e sa . ¿ Q u é h a b í a p a s a d o ? ¿ D ó n d e e s . t a b a yo? Sent í p á nic o p er o e st a b a d em a sia d o d é b il p a t a moverme. Sólo más tarde oyendo voces humanas y explicándomelo un gato del aeropuerto comprendí la historia. El a v ión ha b ía a t er r iz a d o en el a er op uer t o ir la nd é s Los hombres habían sacado las maletas del departamento de equipajes. «Eh, Paddy, hay un viejo gato muerto aquí!», dijo uno de los hombres. Paddy, el capataz, se acercó a mirar. «Busca al inspector», dijo. Un hombre habló por el m icr o y pr onto apar eció un inspector del Departamento de Animales en escena. Abrieron mi caj a y m e c o gi er on c ui d a d o sa m en t e . « B u sca d a l d u e ño » , d i j o e l inspector. Mientras esperaba me exam inó. Madame Diplomat se acercó furiosa al pequeño grupo que me r od ea b a . E m p ez a nd o a b r a m a r y a c o nt a r lo im p or t a nt e que ella era, fue cortada m uy pr onto por el inspec tor. «La gata está m uerta —dijo el inspector —, por viciosa crueldad y falta de cuidado. Está embarazada y usted la ha drogado para evadir la cuarentena. Esto es una seria ofensa.» Madame Diplomat empezó a llorar di. ciendo que afectaría la carrera de su esposo si la llevaban 54
  • 47. a los tr ibunales por una of ensa tal. El inspector tir ó de su labio inf er ior y entonces con una decisión r epentina dijo: «El animal está muerto. Firme una renuncia con - forme podemos disponer del cuerpo y por esta vez no direm os nada. Per o le aconsejo no volver a tener gatos». Madame Diplomat firmó el dicho papel y salió medio llor ando. «Bien, Br ian —dijo el inspector —deshazte del cuerpo.» Se fue y uno de los hombres me metió otra vez en la caja y se m e llevó. Muy vagamente oí el son ido de tierra revuelta, el ruido de metal sobre piedra y qui - zás una pala rascando contra una obstrucción. Entonces me cogieron y oí débilmente: «¡Glorioso sea! ¡Está viva!». Ante esto volví a perder la conciencia. El hom - b r e, a sí m e lo co nt a r on, m ir ó d esc o nf ia d a m ent e a lr e d e d or y entonces seguro de que no le observ aban, llenó el fos o que había cavado para mí y se me llevó corriendo a una casa próxima. No volví a saber nada hasta «Está des - p i e r t a » , d i j o u n a a b i e r t a v o z i r l a n d e sa . M a n o s d u l c e s m e acariciaron, alguien me m ojó los labios con agua. «Sean —dijo la voz irlandesa — esta gata está ciega. Le he balanceado la luz delante de sus ojos y no la ve.» Yo estaba aterrorizada pensando que me matarían por mi edad y ceguera. «¿Ciega? —dijo Sean—. Realmente es una bonita criatura. Iré a ver al vigilante para ver si puedo quedarme sin trabajar el resto del día. Bueno, y después la llevaré a mi madre, la cuidará. No podemos tenerla aquí.» Se oyó el ruido de una puerta abriéndose y cerrándose. Unas suaves manos me agu antaban y me ponían la com ida justo debajo de mi boca, y hambr ienta comí. El dolor dentro de mí era terrible y pensé que pronto moriría. Mi vista había desaparecido por com - p l e t o . M á s t a r d e, c u a n d o v iv í a c o n e l l a m a , ga s t ó m u c h o d i n e r o p a r a v e r s i s e p o d í a h a c e r a l g o p e r o d e s c u b r i e r on que mis nervios ópticos se habían roto con los golpes que había tenido. 55