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LA CRUDA VIDA Y REALIDAD DE UN
AUTOR ROMÁNTICO
Debéis de preguntaros que hace un hombre como yo creando su propia
biografía, ¿a caso soy alguien importante? Pues bien ¡así lo es! He sido y
aún lo soy, mundialmente conocido por ser un gran escritor español,
además de ser el principal representante del movimiento llamado
romanticismo en mi país, España. Y no pretendo echarme piropos pero hice
un gran trabajo ya que mis recursos, innovaciones y temas han dado lugar
a lo que ahora conocéis y disfrutáis leyendo.
Pude innovar en mis obras pero en cuanto a mi aspecto físico, este
permaneció como el prototipo de hombre renacentista: hombre erguido
con larga y fina melena. Con cuya mirada profunda y sombría penetraba y
que también reflejaba mi carácter sencillo pero elegante; tranquilo pero
firme. Solía acostumbrar a llevar la típica vestimenta oscura unida a una
postura con brazos cruzados sobre el pecho y gesto altivo. En general, me
podría describir a mí mismo como un gran patriota, católico y amante de la
tradición.
Para empezar a narraros mi vida, debo comenzar situándoos en el tiempo.
Nací el 21 de Febrero de 1817 en la ciudad de Valladolid al noroeste del
país. Dado a luz en la antigua casa del Marqués Revilla situada en la calle
Ceniza y que fue arrendada por mi padre cuando llegó a Valladolid un año
antes de yo nacer. Allí, vine al mundo, en la morada de una familia
acomodada, que no por ello, hizo mi vida más sencilla.
Mis progenitores fueron, aunque debo rectificar ya que a día de hoy, siguen
siéndolo, don José Nicomedes Zorrilla Caballero y doña Nicomedes Moral.
Mi padre, era un hombre de rígidos principios, absolutista y severo, a
diferencia de mi pobre madre, una mujer sencilla, dulce y sometida a mi
padre. En definitiva, un típico matrimonio del siglo XIX ¿verdad? La
personalidad de mi padre chocaba totalmente con la mía por lo que fui un
gran superviviente en medio de un gran pozo político y familiar hostil. Por
tanto, a lo largo de mi vida, mi padre se convirtió en mi principal obstáculo
a la hora de intentar conseguir mis sueños y objetivos.
En cuanto a mi hogar, el cual vivió grandes peleas de la familia y me
consoló en mis peores momentos, era la única casa que había en la calle
de la Ceniza. En esta casa viví mis primeros siete años de vida. La casa
tenía un aspecto y estructura sencilla, constaba de dos plantas, un sótano
y un jardín. El amueblamiento de la casa recogía en su totalidad la
atmósfera de la época y que mi padre no tardó en decorar bajo sus gustos
que recogían aquello que tanto idolatraba, su trabajo, su ideología. Hablo
de un enorme cuadro colocado en el salón, llamado “La llegada al
campamento” que representaba una de las escenas carlistas, sucesos que
llegaron más a su corazón que su propio hijo.
El hecho que hizo que nos tuviéramos que mudar, muy a mi pesar, fue el
cambio de cargo profesional de mi padre a “superintendente general de
policía del reino” entre 1828 y 1830 y a gobernador de Burgos, ciudad
donde tuvimos que trasladarnos. Bajo esta época, por si no os situáis,
estábamos bajo el reino de Fernando VII y mi padre fue un protegido de
Calomarde.
Cuando llegamos a la nueva ciudad, tuve que ubicarme en un nuevo
colegio, nada más ni nada menos que en el Real Seminario de Nobles
dirigido por jesuitas. Mi padre buscaba formar de manera correcta a su
hijo, sin embargo, allí comencé a leer a Chateaubriaand, a Walter Scott y a
Fenimore Cooper, escritores no muy bien reconocidos en mi país pero que
a mí me apasionaron y fueron una gran influencia. Y digamos, que fueron
mis inicios como un escritor novato ya que empecé a escribir mis primeros
versos.
Unos años después, en 1833 cuando yo ya estaba empezando a crecer y a
saber qué era lo que quería y en que creía, se produjo la caída de
Calomarde y la guerra carlista, a los que mi padre defendía
incondicionalmente. Lo que de nuevo hizo que mi familia tuviera que
trasladarse, esta vez, a Lerma. Pero yo marché a Toledo ya que estaba en
mi fase de vida que tenía que ingresar en una universidad y decidí
inscribirme a la universidad de esa ciudad como estudiante de leyes para,
¡cómo no! Contentar a mi padre. Sin embargo, no dediqué mis horas a
esos estudios, ya que, por si no era aún más evidente, no eran lo mío, y en
cambio, me enfrasqué en las lecturas de mis poetas favoritos y a conocer
los recovecos de esta vieja ciudad que me servirían como escenarios para
posibles futuros proyectos y creaciones.
A pesar de todo, no lo soporté, por lo que dos años más tarde, en 1835,
trasladé mi matrícula a la Universidad de Valladolid donde sí que hice una
mayor amistad con otros estudiantes afines a mí.
En esa nueva ciudad pasé un par de años con una vida un tanto
descuidada pero alegre, muy a pesar de mi padre y sus ayudantes, los
cuales fueron encargados para vigilar mis estudios y los caminos que iba
tomando por la ciudad. Aunque me amenazaron varias veces, no pasé del
curso 1835-1836 por lo que mis tutores me devolvieron a casa pero escapé
de nuevo a Valladolid y de allí a Madrid dispuesto a abrirme a la creación
de lo que realmente me llenaba, los versos.
Ya en la capital, viví una temporada de grandes penurias, acosado además
por mis familiares. En definitiva, tenía a mi padre a mis espaldas
constantemente. Pero decidí enfrentarme a él y hacer lo que
verdaderamente me gustaba y no me echaría atrás aunque tuviera que
malvivir un tiempo haciendo ilustraciones.
Durante mi estancia en la capital, sucedió el acontecimiento que marcaría
por completo mi vida. Corrían los primero meses de 1837 y yo aún era un
joven estudiante que empezaba a formarse en el mundo de las letras. Solía
pasar los días junto a mi amigo, Miguel de los Santos Álvarez, leyendo
sobre todo, en la Biblioteca Nacional, mi estancia favorita en Madrid sobre
todo porque era gratis y el ambiente allí durante los meses de invierno era
muy acogedor, ya que no tenía apenas nada de dinero.
Un día, Joaquín Massard nos anunció la noticia del suicidio de Larra y me
pidió, a mí, ¡a mí! que leyera unos versos en el entierro del autor. Os
podéis imaginar mi cara en aquel momento, ¿verdad? No obstante, no
dudé en aceptar, creí que sería la ocasión perfecta para salir del anonimato
así que, confeccioné y compuse esos versos esa misma noche, en la
bohardilla donde me instalaba en Madrid, a la luz de una vela, con un papel
y una pluma.
La popularidad que tenía Larra como autor, la importancia y calidad de sus
obras y el prestigio que tuvo en la vida literaria, hicieron de su entierro una
ceremonia memorable y emocionante, a la que asistieron todos los artistas
y literatos más importantes de Madrid. Allí, en el cementerio de Fuencarral
comencé a leer mis versos:
Ese vago clamor que rasga el viento
Es la voz funeral de una campana:
Vago remedo del postrer lamento
De un cadáver sombrío y macilento
Que en sucio polvo dormirá mañana.
En el desarrollo de la lectura, se me llenaron los ojos de lágrimas ¡no podía
creer lo que estaba haciendo! Y me estaba poniendo realmente nervioso.
Así que el marqués de Molíns tuvo que concluir la lectura por mí.
Al salir del lugar, me sentí avergonzado por no haber sido capaz de leer
mis propios versos y pensé que había echado a perder mi oportunidad.
Pero… ¡para nada! Fui alabado por todos los presentes. González Bravo,
incluso, me llevó al Café del Príncipe, donde conocí a Hartzenbusch y a
Martínez de la Rosa. Hasta forjé una gran amistad con escritores como
Espronceda.
Tras este pequeño boom que creé, el periódico El Porvenir me ofreció un
sueldo de seiscientos reales y El Español una vacante para trabajar con
ellos. Finalmente accedí a este último periódico, El Español, por el honor
que me creaba trabajar en el puesto que Larra había dejado tras su
muerte. En El Español, publiqué mis primeros poemas una serie llamada
Poesías.
Todos estos sucesos fueron, como yo ya había imaginando, la ocasión
perfecta para salir del anonimato e iniciar mi ascenso a la fama.
En 1837 decidí dar un paso más allá, inicié mi producción teatral con Vivir
loco y morir más. Pero las obras que más éxito alcanzaron fueron Don Juan
Tenorio y Traidor, inconfeso y mártir. Pronto se convirtieron en los dramas
más populares de la primera mitad del siglo XIX que fueron vistos por
220.000 personas, que con la población que contaba la ciudad de Madrid
por ese entonces era una exageración. El resto de obras que escribí y
representé durante estos años, eran obras históricas, adaptaciones del
drama del Siglo de Oro a necesidades contemporáneas y que ejemplifican
el culto romántico por lo medieval.
Tras iniciar mi carrera, no tardé mucho en contraer matrimonio, la
escogida fue Doña Florentina Matilde de OReilly, viuda y dieciséis años
mayor que yo pero cuyo matrimonio no duró demasiado ya que en 1939
me divorcié, muy pronto sí. Pero se debió, a que esta señora, llevada por
los celos, terminó de alejarme del todo con mi familia y me hizo abandonar
el teatro que había iniciado con gran éxito.
Durante una de mis visitas a Francia en 1846, y es que anteriormente,
había viajado a Burdeos y a París donde conocí al gran Alejandro Dumas y
otros muchos autores de prestigio, personajes que dejarían en mí una gran
huella, falleció mi madre y tres años después mi viejo padre sin haber
terminado de reconciliarme con él. Aquellas muertes me llenaron de
amargura debido a que con ambos todo fue una gran lucha ya que no
supieron aceptar a un hijo que no aceptaba sus ideales y decidió tomar su
destino por su mano.
Finalmente, marché a Francia en 1850 y luego a México en 1855. Aunque
allí mis actividades literarias sufrieron un pequeño parón, fui nombrado por
el emperador Maximiliano, director de un Teatro Nacional. Y una de las
salas del palacio del emperador se reconvirtió en teatro y allí se representó
mi obra El Tenorio. Pero allí, aún llegaban cartas y anónimos llenas de
rabia y enfado de mi antigua esposa Florentina.
Mientras, escribí numerosas leyendas como A buen juez mejor testigo o
Margarita la Tornera entre muchas otras en las cuales, resucito a la España
medieval y renacentista. O un drama dividido en cinco actos, El Alcalde
Ronquillo o El diablo en Valladolid que me llevó a vivir una graciosa pero
espantosa anécdota. Era en 1856 cuando comencé a crear esta obra y, una
mañana el cartero se dirigió a mi casa para entregarme el correo. Encontró
una de las cartas abiertas y como peculiar cartero, la leyó. La carta decía:
“Querido Pepe: soy de la opinión de que no debes envenenar al alcalde,
bastará con que le des un calmante”. Muy asustado el cartero corrió a
avisar a las autoridades. Los alguaciles no tardaron en presentarse en mi
casa y el pueblo detrás. Me costó un gran trabajo convencer a toda esa
gente de que el alcalde del que hablaba la carta no era el del pueblo… ¡sino
uno de los personajes de la obra de teatro que estaba terminando!
Anteriormente, había pedido a un amigo que me aconsejara sobre el final
más adecuado para matar al alcalde o deshacerse de él de alguna otra
forma en la obra. ¡Qué locura se montó por la intromisión de aquel cartero!
En mis últimas etapas de vida, cuando regresé a España en 1866, me casé
con la actriz Juana Pacheco e ingresé en la Real Academia en 1882. Escribí
algunas creaciones como Recuerdos del tiempo viejo, La leyenda del Cid, El
cantar del romero o Mi última brega. Y años después, en 1889 fui coronado
poeta en el alcázar de Granada por el duque de Rivas, en representación
de la reina regente.
A pesar de mis éxitos y popularidad inmensa no tuve suerte. En mis obras
aparece la amargura que me creó la dureza de un padre disciplinario y
desinteresado por los triunfos de su hijo, que murió sin querer llamarme a
su lado.
También juegan un gran papel mi sinceridad y falta de fe en el campo
político que durante el siglo XIX tuvo gran importancia para los españoles.
Añadiendo a más, mi mala suerte como autor ya que, mientras mi oficio de
poeta hizo de mí penurias, otros escritores consiguieron altos cargos
públicos y una buena vida. Forzado por las circunstancias tuve que
malvender obras que enriquecieron a las empresas, confié en editores que
abusaron de mi poca experiencia y me vi forzado a dar lecturas públicas en
serie.
Creo, que mi decadencia se puede deber a la caída de mi autoestima ya
que mi familia había olvidado y desprestigiado a su hijo por no seguir sus
reglas e ideales y la sociedad y empresas lo estaban haciendo de nuevo.
Mi popularidad por mis obras se debió a la creación de una imagen ideal y
que gustó gratamente a los españoles, con la que se identificaron con
gusto. Por otro lado, mis versos fluidos, sonoros y expresivos, dieron vida a
muchos temas históricos y legendarios que otro poeta no habría sabido
aplicar a mi manera. Ejercí también, gran influencia sobre los poetas de mi
generación y de las venideras. Pero esta influencia duró una época y luego
comencé a decaer. Tuve el infortunio de sobrevivir a mi tiempo, continué
escribiendo hasta 1893 sin que mi estilo y temática hubiesen evolucionado
y se hubiesen adaptado a las nuevas tendencias. Por eso, aunque el
carácter de mis obras no dio lugar a polémicas ideológicas, la belleza
formal de mis versos fue resultando cada día más anacrónico en el
ambiente de la Restauración. Podía haber seguido triunfando adaptándome
a las necesidades de la sociedad pero yo era fiel a mi estilo y a mi creación.
Cuando me enfrenté a mi padre juré que nunca fallaría a mis creencias y
gustos y así lo hice hasta que mi vida llegó a su fin.
Alumno: Aroa Mambrilla Velasco Nº5 1ºBIE. Asignatura: Literatura
Universal
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Autobiografia de josé zorrilla

  • 1. LA CRUDA VIDA Y REALIDAD DE UN AUTOR ROMÁNTICO Debéis de preguntaros que hace un hombre como yo creando su propia biografía, ¿a caso soy alguien importante? Pues bien ¡así lo es! He sido y aún lo soy, mundialmente conocido por ser un gran escritor español, además de ser el principal representante del movimiento llamado romanticismo en mi país, España. Y no pretendo echarme piropos pero hice un gran trabajo ya que mis recursos, innovaciones y temas han dado lugar a lo que ahora conocéis y disfrutáis leyendo. Pude innovar en mis obras pero en cuanto a mi aspecto físico, este permaneció como el prototipo de hombre renacentista: hombre erguido con larga y fina melena. Con cuya mirada profunda y sombría penetraba y que también reflejaba mi carácter sencillo pero elegante; tranquilo pero firme. Solía acostumbrar a llevar la típica vestimenta oscura unida a una postura con brazos cruzados sobre el pecho y gesto altivo. En general, me podría describir a mí mismo como un gran patriota, católico y amante de la tradición. Para empezar a narraros mi vida, debo comenzar situándoos en el tiempo. Nací el 21 de Febrero de 1817 en la ciudad de Valladolid al noroeste del país. Dado a luz en la antigua casa del Marqués Revilla situada en la calle Ceniza y que fue arrendada por mi padre cuando llegó a Valladolid un año antes de yo nacer. Allí, vine al mundo, en la morada de una familia acomodada, que no por ello, hizo mi vida más sencilla. Mis progenitores fueron, aunque debo rectificar ya que a día de hoy, siguen siéndolo, don José Nicomedes Zorrilla Caballero y doña Nicomedes Moral. Mi padre, era un hombre de rígidos principios, absolutista y severo, a diferencia de mi pobre madre, una mujer sencilla, dulce y sometida a mi padre. En definitiva, un típico matrimonio del siglo XIX ¿verdad? La personalidad de mi padre chocaba totalmente con la mía por lo que fui un gran superviviente en medio de un gran pozo político y familiar hostil. Por
  • 2. tanto, a lo largo de mi vida, mi padre se convirtió en mi principal obstáculo a la hora de intentar conseguir mis sueños y objetivos. En cuanto a mi hogar, el cual vivió grandes peleas de la familia y me consoló en mis peores momentos, era la única casa que había en la calle de la Ceniza. En esta casa viví mis primeros siete años de vida. La casa tenía un aspecto y estructura sencilla, constaba de dos plantas, un sótano y un jardín. El amueblamiento de la casa recogía en su totalidad la atmósfera de la época y que mi padre no tardó en decorar bajo sus gustos que recogían aquello que tanto idolatraba, su trabajo, su ideología. Hablo de un enorme cuadro colocado en el salón, llamado “La llegada al campamento” que representaba una de las escenas carlistas, sucesos que llegaron más a su corazón que su propio hijo. El hecho que hizo que nos tuviéramos que mudar, muy a mi pesar, fue el cambio de cargo profesional de mi padre a “superintendente general de policía del reino” entre 1828 y 1830 y a gobernador de Burgos, ciudad donde tuvimos que trasladarnos. Bajo esta época, por si no os situáis, estábamos bajo el reino de Fernando VII y mi padre fue un protegido de Calomarde. Cuando llegamos a la nueva ciudad, tuve que ubicarme en un nuevo colegio, nada más ni nada menos que en el Real Seminario de Nobles dirigido por jesuitas. Mi padre buscaba formar de manera correcta a su hijo, sin embargo, allí comencé a leer a Chateaubriaand, a Walter Scott y a Fenimore Cooper, escritores no muy bien reconocidos en mi país pero que a mí me apasionaron y fueron una gran influencia. Y digamos, que fueron mis inicios como un escritor novato ya que empecé a escribir mis primeros versos.
  • 3. Unos años después, en 1833 cuando yo ya estaba empezando a crecer y a saber qué era lo que quería y en que creía, se produjo la caída de Calomarde y la guerra carlista, a los que mi padre defendía incondicionalmente. Lo que de nuevo hizo que mi familia tuviera que trasladarse, esta vez, a Lerma. Pero yo marché a Toledo ya que estaba en mi fase de vida que tenía que ingresar en una universidad y decidí inscribirme a la universidad de esa ciudad como estudiante de leyes para, ¡cómo no! Contentar a mi padre. Sin embargo, no dediqué mis horas a esos estudios, ya que, por si no era aún más evidente, no eran lo mío, y en cambio, me enfrasqué en las lecturas de mis poetas favoritos y a conocer los recovecos de esta vieja ciudad que me servirían como escenarios para posibles futuros proyectos y creaciones. A pesar de todo, no lo soporté, por lo que dos años más tarde, en 1835, trasladé mi matrícula a la Universidad de Valladolid donde sí que hice una mayor amistad con otros estudiantes afines a mí. En esa nueva ciudad pasé un par de años con una vida un tanto descuidada pero alegre, muy a pesar de mi padre y sus ayudantes, los cuales fueron encargados para vigilar mis estudios y los caminos que iba tomando por la ciudad. Aunque me amenazaron varias veces, no pasé del curso 1835-1836 por lo que mis tutores me devolvieron a casa pero escapé de nuevo a Valladolid y de allí a Madrid dispuesto a abrirme a la creación de lo que realmente me llenaba, los versos. Ya en la capital, viví una temporada de grandes penurias, acosado además por mis familiares. En definitiva, tenía a mi padre a mis espaldas constantemente. Pero decidí enfrentarme a él y hacer lo que verdaderamente me gustaba y no me echaría atrás aunque tuviera que malvivir un tiempo haciendo ilustraciones. Durante mi estancia en la capital, sucedió el acontecimiento que marcaría por completo mi vida. Corrían los primero meses de 1837 y yo aún era un joven estudiante que empezaba a formarse en el mundo de las letras. Solía pasar los días junto a mi amigo, Miguel de los Santos Álvarez, leyendo sobre todo, en la Biblioteca Nacional, mi estancia favorita en Madrid sobre todo porque era gratis y el ambiente allí durante los meses de invierno era muy acogedor, ya que no tenía apenas nada de dinero. Un día, Joaquín Massard nos anunció la noticia del suicidio de Larra y me pidió, a mí, ¡a mí! que leyera unos versos en el entierro del autor. Os podéis imaginar mi cara en aquel momento, ¿verdad? No obstante, no dudé en aceptar, creí que sería la ocasión perfecta para salir del anonimato así que, confeccioné y compuse esos versos esa misma noche, en la bohardilla donde me instalaba en Madrid, a la luz de una vela, con un papel y una pluma. La popularidad que tenía Larra como autor, la importancia y calidad de sus obras y el prestigio que tuvo en la vida literaria, hicieron de su entierro una ceremonia memorable y emocionante, a la que asistieron todos los artistas y literatos más importantes de Madrid. Allí, en el cementerio de Fuencarral comencé a leer mis versos: Ese vago clamor que rasga el viento
  • 4. Es la voz funeral de una campana: Vago remedo del postrer lamento De un cadáver sombrío y macilento Que en sucio polvo dormirá mañana. En el desarrollo de la lectura, se me llenaron los ojos de lágrimas ¡no podía creer lo que estaba haciendo! Y me estaba poniendo realmente nervioso. Así que el marqués de Molíns tuvo que concluir la lectura por mí. Al salir del lugar, me sentí avergonzado por no haber sido capaz de leer mis propios versos y pensé que había echado a perder mi oportunidad. Pero… ¡para nada! Fui alabado por todos los presentes. González Bravo, incluso, me llevó al Café del Príncipe, donde conocí a Hartzenbusch y a Martínez de la Rosa. Hasta forjé una gran amistad con escritores como Espronceda. Tras este pequeño boom que creé, el periódico El Porvenir me ofreció un sueldo de seiscientos reales y El Español una vacante para trabajar con ellos. Finalmente accedí a este último periódico, El Español, por el honor que me creaba trabajar en el puesto que Larra había dejado tras su muerte. En El Español, publiqué mis primeros poemas una serie llamada Poesías. Todos estos sucesos fueron, como yo ya había imaginando, la ocasión perfecta para salir del anonimato e iniciar mi ascenso a la fama. En 1837 decidí dar un paso más allá, inicié mi producción teatral con Vivir loco y morir más. Pero las obras que más éxito alcanzaron fueron Don Juan Tenorio y Traidor, inconfeso y mártir. Pronto se convirtieron en los dramas más populares de la primera mitad del siglo XIX que fueron vistos por 220.000 personas, que con la población que contaba la ciudad de Madrid por ese entonces era una exageración. El resto de obras que escribí y representé durante estos años, eran obras históricas, adaptaciones del drama del Siglo de Oro a necesidades contemporáneas y que ejemplifican el culto romántico por lo medieval.
  • 5. Tras iniciar mi carrera, no tardé mucho en contraer matrimonio, la escogida fue Doña Florentina Matilde de OReilly, viuda y dieciséis años mayor que yo pero cuyo matrimonio no duró demasiado ya que en 1939 me divorcié, muy pronto sí. Pero se debió, a que esta señora, llevada por los celos, terminó de alejarme del todo con mi familia y me hizo abandonar el teatro que había iniciado con gran éxito. Durante una de mis visitas a Francia en 1846, y es que anteriormente, había viajado a Burdeos y a París donde conocí al gran Alejandro Dumas y otros muchos autores de prestigio, personajes que dejarían en mí una gran huella, falleció mi madre y tres años después mi viejo padre sin haber terminado de reconciliarme con él. Aquellas muertes me llenaron de amargura debido a que con ambos todo fue una gran lucha ya que no supieron aceptar a un hijo que no aceptaba sus ideales y decidió tomar su destino por su mano. Finalmente, marché a Francia en 1850 y luego a México en 1855. Aunque allí mis actividades literarias sufrieron un pequeño parón, fui nombrado por el emperador Maximiliano, director de un Teatro Nacional. Y una de las salas del palacio del emperador se reconvirtió en teatro y allí se representó mi obra El Tenorio. Pero allí, aún llegaban cartas y anónimos llenas de rabia y enfado de mi antigua esposa Florentina. Mientras, escribí numerosas leyendas como A buen juez mejor testigo o Margarita la Tornera entre muchas otras en las cuales, resucito a la España medieval y renacentista. O un drama dividido en cinco actos, El Alcalde Ronquillo o El diablo en Valladolid que me llevó a vivir una graciosa pero espantosa anécdota. Era en 1856 cuando comencé a crear esta obra y, una mañana el cartero se dirigió a mi casa para entregarme el correo. Encontró una de las cartas abiertas y como peculiar cartero, la leyó. La carta decía: “Querido Pepe: soy de la opinión de que no debes envenenar al alcalde, bastará con que le des un calmante”. Muy asustado el cartero corrió a avisar a las autoridades. Los alguaciles no tardaron en presentarse en mi casa y el pueblo detrás. Me costó un gran trabajo convencer a toda esa gente de que el alcalde del que hablaba la carta no era el del pueblo… ¡sino uno de los personajes de la obra de teatro que estaba terminando! Anteriormente, había pedido a un amigo que me aconsejara sobre el final más adecuado para matar al alcalde o deshacerse de él de alguna otra forma en la obra. ¡Qué locura se montó por la intromisión de aquel cartero! En mis últimas etapas de vida, cuando regresé a España en 1866, me casé con la actriz Juana Pacheco e ingresé en la Real Academia en 1882. Escribí algunas creaciones como Recuerdos del tiempo viejo, La leyenda del Cid, El cantar del romero o Mi última brega. Y años después, en 1889 fui coronado poeta en el alcázar de Granada por el duque de Rivas, en representación de la reina regente.
  • 6. A pesar de mis éxitos y popularidad inmensa no tuve suerte. En mis obras aparece la amargura que me creó la dureza de un padre disciplinario y desinteresado por los triunfos de su hijo, que murió sin querer llamarme a su lado. También juegan un gran papel mi sinceridad y falta de fe en el campo político que durante el siglo XIX tuvo gran importancia para los españoles. Añadiendo a más, mi mala suerte como autor ya que, mientras mi oficio de poeta hizo de mí penurias, otros escritores consiguieron altos cargos públicos y una buena vida. Forzado por las circunstancias tuve que malvender obras que enriquecieron a las empresas, confié en editores que abusaron de mi poca experiencia y me vi forzado a dar lecturas públicas en serie. Creo, que mi decadencia se puede deber a la caída de mi autoestima ya que mi familia había olvidado y desprestigiado a su hijo por no seguir sus reglas e ideales y la sociedad y empresas lo estaban haciendo de nuevo. Mi popularidad por mis obras se debió a la creación de una imagen ideal y que gustó gratamente a los españoles, con la que se identificaron con gusto. Por otro lado, mis versos fluidos, sonoros y expresivos, dieron vida a muchos temas históricos y legendarios que otro poeta no habría sabido aplicar a mi manera. Ejercí también, gran influencia sobre los poetas de mi generación y de las venideras. Pero esta influencia duró una época y luego comencé a decaer. Tuve el infortunio de sobrevivir a mi tiempo, continué escribiendo hasta 1893 sin que mi estilo y temática hubiesen evolucionado y se hubiesen adaptado a las nuevas tendencias. Por eso, aunque el carácter de mis obras no dio lugar a polémicas ideológicas, la belleza formal de mis versos fue resultando cada día más anacrónico en el ambiente de la Restauración. Podía haber seguido triunfando adaptándome a las necesidades de la sociedad pero yo era fiel a mi estilo y a mi creación. Cuando me enfrenté a mi padre juré que nunca fallaría a mis creencias y gustos y así lo hice hasta que mi vida llegó a su fin. Alumno: Aroa Mambrilla Velasco Nº5 1ºBIE. Asignatura: Literatura Universal