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POPULISMOS
UNA DEFENSA DE
LO INDEFENDIBLE
CHANTAL DELSOL
Catalogar a alguien de populista es hoy una injuria.
Populismo es un insulto que se utiliza de forma sistemática
para menospreciar a partidos de izquierda y de derecha por igual,
ya sea Syriza, Podemos o el Frente Nacional, y cuyos votantes son
considerados poco menos que tarados o idiotas. Este es sin embargo
un fenómeno nuevo, pues históricamente el populismo albergaba
las esperanzas de las clases populares por ver sus ¡deas y demandas
representadas en un espacio político copado por las élites.
Chantal Delsol, intelectual de reconocido prestigio, se ha propuesto
hallar las causas del ostracismo al que ha sido condenado
el populismo y analizar qué relación tiene ello con los graves
problemas de desafección política. La autora incide así
en los lazos existentes entre el pueblo y el arraigo, entre las élites
y la emancipación, porque es donde anidan las razones del repudio
a los movimientos populistas. Esta constante estigmatización
no es más que el claro ejemplo de la enfermedad de una democracia
que, lejos de aceptar su pluralismo inherente, utiliza el desprestigio
para rechazar aquellas ¡deas que son contrarias a las de la élite
dominante.
«La audacia de este libro reside más en su fondo que en su forma.
Todo está en él: el conocimiento del asunto tratado,
la cultura clásica, la perspectiva histórica, el rigor intelectual
y una moderación argumenta! que no sirve de obstáculo
para la defensa apasionada de su punto de vista filosófico
y político.»
Le Fígaro
CREATIVE
COMMONS
CC
k
Sólo páginas 1 - 97
Los contenidos de este libro pueden ser
reproducidos en todo o en parte, siempre
y cuando se cite la fuente y se haga con
fines académicos y no comerciales
POPULISMOS
UNA DEFENSA DE
LO INDEFENDIBLE
CHANTAL DELSOL
Obra editada en colaboración con Editorial Planeta - España
Título original: Populismo. Les demeurés de l’Histom
© 2015, Les éditions du Rocher
© 2015, María Morés, de la traducción
Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo y
propiedad de la traducción:
© 2015, Editorial Planeta, S.A. - Barcelona, España
Editorial Ariel es un sello editorial de Editorial Planeta, S.A.
© 2016, Ediciones Culturales Paidós, S.A. de C.V.
Bajo el sello editorial ARIEL M.R.
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C.P. 11560, México, D.F.
www.planetadelibros.com.mx
www.paidos.com.mx
Primera edición impresa en España: septiembre de 2015
ISBN: 978-84-344-2269-8
Primera edición impresa en México: marzo de 2016
ISBN: 978-607-747-156-1
Impreso en los talleres de Litográfica Ingramex, S.A. de C.V.
Centeno núm. 162-1, colonia Granjas Esmeralda, México, D.F.
Impreso en México - Printed in México
Licencia Creative Commons 4.0 Internacional
(Atribución-No comercial-Compartir igual)
índice
Introducción.................................................................. 11
CAPÍTULO 1
Origen: el idiota y lo común..................................... 17
El líder de multitudes............................................ 21
Los numerosos y los algunos................................... 23
Pobres y malos a la vez.......................................... 31
La ciudad pertenece a los peores granujas........ 34
La razón antigua y la razón moderna................. 38
capítulo 2
La traición del pueblo................................................ 41
La defensa del pueblo real. .
................................. 44
La defensa del pueblo ideal................................. 48
El pueblo infiel...................................................... 53
capítulo 3
El discurso populista.................................................. 57
Identidad y moralismo.......................................... 59
La palabra obscena................................................ 63
< :a pí i oí o <|
Una dogmática universalista..................................... 69
La emancipación erigida en dogmática ............ 70
Rechazo del concepto............................................ 75
Los medios populistas y el arraigo....................... 79
Un debate prohibido............................................ 84
capítulo 5
El idiota del populismo no es un ciudadano........ 87
Definición contemporánea de ciudadano ........ 88
La sacudida del sentido................... ................ 93
capítulo 6
La perversión del particularismo............................. 97
El idiota y el criminal............................................ 98
Amistades peligrosas.............................................. 103
Las asimilaciones insultantes............................... 108
CAPÍTULO 7
El populismo frente a la democracia
contemporánea.......................................................... 113
Disimulo y revuelta................................................ 117
La utilización del carisma..................................... 122
capítulo 8
Desprecio y odio al pueblo........................................ 129
El campo de la brutalidad................................... 131
El campo de la tontería........................................ 133
El campo del «ensimismamiento»....................... 134
El campo de la frustración................................... 137
Los retrasados........................................................ 138
CAPI J ULO C)
Expresiones de desamor............................................ 143
Capitales y provincias............................................ 146
Centros y periferias................................................ 149
Los retrasados de Europa..................................... 153
«Sociedades frías» y «sociedades cálidas».......... 156
Dos pueblos en lugar de uno............................... 158
CAPÍTULO 10
Morir por la patria, o la metamorfosis
del ciudadano............................................................ 163
¿Quién es ciudadano?............................................ 165
Un bien público unlversalizado........................... 169
Sentido de la educación democrática................. 171
Conclusión..................................................................... 175
Notas................................... 179
Introducción
El término «populismo» es, en primer lugar, un insulto:
hoy en día hace mención a aquellos partidos o movimien­
tos políticos que se considera que están compuestos por
gente idiota, imbécil o incluso tarada. De tal modo que si
detrás de ellos hubiera un programa o unas ideas (y de
todo esto vamos a hablar aquí), serían por tanto unas ideas
idiotas, o un programa idiota. Hablamos de idiota en su
doble acepción: moderna (un espíritu estúpido) y antigua
(un espíritu engreído por sus propias particularidades).
En la comprensión del fenómeno populista, una y otra
acepción dialogan y se superponen de una manera carac­
terística.
Se nos hace un poco raro, la verdad, definir una co­
rriente política por su imbecilidad, sobre todo en demo­
cracia, donde en principio reinan el pluralismo y la tole­
rancia entre las diversas opiniones. En la designación de
«populismo» hay, por tanto, un cierto rechazo de la de­
mocracia. Ese es el tema de este libro: ¿por qué motivo se
ponen en cuestión nuestras democracias, en esta ocasión?
¿Qué tienen tan grave los movimientos acusados de popu­
lismo como para tener que excluirlos de la tolerancia co­
mún, tan cara a la democracia?
11
Rcsiilla obvio el interés de intentar comprender nn fenó­
meno así <le curioso. En el presente se tiene la costumbre
de designar con el término de «populistas» a todo tipo de
movimientos o partidos distintos, por el único motivo
de que nos desagradan. Pero hay que saber por qué desa­
gradan tanto, y entonces es cuando nos damos cuenta de
que esos movimientos tienen todos unas características
comunes. El populismo tiene una historia que coincide
con la de la democracia moderna, de la cual representa a
la vez el remordimiento, el insulto y la nostalgia, en una
alquimia contradictoria y misteriosa.
De una manera general, será difícil atribuir una defi­
nición al populismo, ya que se trata de un insulto, antes
que un sustantivo. Para la gente civilizada que se supone que
somos designa en primer lugar lo execrable. Dicho de
otra manera: antes de definir las características hay que
asumir su mala reputación. Ese paso nos permitirá apren­
der mucho sobre nuestra época.
El populismo contemporáneo nos será mucho más
fácil de comprender si partimos de la demagogia antigua
y del vocabulario griego relativo a la idiocia.
En su sentido antiguo y etimológico, un idiota era un
particular, es decir, alguien que pertenece a un grupo pe-
queño y ve el mundo a partir de su propia mirada, care­
ciendo de objetividad y desconfiando de lo universal. El
ciudadano se caracteriza por su universalidad, su capaci­
dad de contemplar la sociedad desde el punto de vista de
lo común, y no desde un punto de vista personal. Es decir,
su capacidad de dejar a un lado el prisma propio. La de­
mocracia está fundada sobre la idea de que todos, gracias
al sentido común y a la educación, podemos acceder a ese
punto de vista universal, que es el que forma al ciudadano.
Pero ya en las antiguas democracias, la élite recelaba del
pueblo y a veces incluso lo acusaba, a todo el pueblo ente-
12
demasiado pendientes de sus propias pasiones e intereses
particulares en detrimento de lo común. El ue llamamosl
I v f
demagogo atiza e pasiones en el pueblo. El adulador del
--. _ O -C> -.ixe..-- —- -..... i «n.,.. ..
pueblo opone el bienestar al bien, la facilidad a la reali-
dad, el presente al porvenir, las emociones e intereses pri-
marios a los intereses sociales, elecciones que son siempre
éticas. El medio popular, ¿está más dominado por sus pa-
siones particulares que la élite? Esa idea oligárquica sigue
viva, tenazmente, en el seno mismo de la democracia.
..
El populismo recurre a la demagogia, pero de un
modo totalmente distinto, como veremos.
Hace un siglo el populismo no era un insulto, sino un
término que designaba a un partido o a un grupo político
específico, en Estados Unidos o en Rusia. La palabra tomó
su acepción peyorativa a principios del siglo xxi. Entre
los dos sentidos se produjo un cambio importante: el mo­
vimiento emancipador de la Ilustración perdió en gran
parte el apoyo popular. Y esa pérdida se vio como una
traición. Lenin ya había sufrido una decepción de este
tipo, al darse cuenta de que el pueblo ruso quería algo
distinto a hacer la revolución, cosa que le condujo a utili­
zar el terror. Hoy en día asistimos a ese mismo fenómeno:
la izquierda tiene la sensación, bastante justa, de haber
perdido al pueblo.
¿Ycómo lo ha perdido? El elemento propiamente po­
pular no se adhiere ya a las convicciones de la izquierda,
de ahí el populismo, una palabra despectiva que respon­
de a la traición del pueblo a sus defensores.
Igual que el pueblo ruso se oponía a Lenin porque se
aferraba a su tierra, a su religión y a sus tradiciones, el
elemento popular europeo se opone hoy en día a la ideo-
l<>gi;i moderna a la cual se adhiere la opinión dominante,
considerando (pie la globalización va demasiado lejos,
(pie la liberalización de las costumbres va demasiado le­
jos, que el cosmopolitismo va demasiado lejos. Se convier­
te por tanto en el adversario número uno, el wantedde la
época contemporánea, en razón de su peligrosa irreduc-
tibilidad a la visión elitista de la emancipación de la Ilus­
tración.
Lo opuesto a la emancipación de la Ilustración es el
arraigo en lo particular (tradiciones, ritos, creencias, gru­
pos restringidos). La clase popular tiene la sensación de
que la élite ha llevado demasiado lejos la emancipación,
desde todos los puntos de vista y en el sentido de una in­
diferencia hacia los principios y las costumbres de los gru­
pos restringidos. Por eso se irrita y por eso se convierte en
un adversario para la élite. La élite no responde mediante
argumentos, sino con desconsideración: describe al parti­
cular como un rematado idiota, con el fin de camuflar su
estatus de enemigo ideológico. Dice que no entiende
nada, pero solo para no tener que argumentar contra su
opinión inoportuna.
Dicho de otro modo, una parte del elemento popular
defiende el arraigo, en oposición a la emancipación pos­
moderna. Y la élite, descontenta coa.semejante traición,
interpreta esa defensa del arraigo como simple egoísmo.
Por ejemplo: si la gente sencilla anuncia que prefiere conser­
var sus tradiciones propias, en lugar de que se le impongan
las de una cultura extranjera (enviar a sus hijos a escuelas
donde sus compañeros hablen francés), se deduce que
son egoístas y xenófobos. O en otras palabras, que son idio-
tes, particulares incapaces de elevarse a lo universal, y por
tanto malos ciudadanos, a la vez imbéciles (no compren­
den el universalismo cosmopolita) y unos cabrones (no
aman a los demás). En realidad no son ni una cosa ni otra,
por lo general: sencillamente, estiman que la emancipa­
ción que abole las fronteras ha ido demasiado lejos, ya qtte
(odos tenemos necesidad de fronteras y de diferencias, y
< le basarnos en particularidades.
Sobre esa asimilación voluntaria reposa el populismo
de hoy en día. El particularismo era en los antiguos una
insuficiencia cultural; ahora se ha convertido en un cues-
tionamiento ideológico. Y como los partidarios de la
emancipación de la Ilustración consideran que su pensa
miento representa el bien absoluto y no soporta ningún
debate, ven a los contradictores como unos tarados y unos
viciosos.
Así es como el populismo del siglo xtx en Rusia, en
América, visto objetivamente como una corriente política
entre otras, se ha convertido hoy en día en un insulto. Así
es como lo «popular» se ha convertido en adversario.
Estas observaciones nos conducirán a precisar aquí la
oposición entre el pensamiento del arraigo y el pensa­
miento de la emancipación. La necesidad que tienen las
sociedades humanas de conseguir un equilibrio, siempre
frágil, entre esos dos polos, nos indica hasta qué punto los
«populismos» remiten a, exigencias fundacionales, y no
solamente a los caprichos de unos tontos o a unos deseos
cínicos. Es posible que los populismos de hoy en día no
hagan más que sacar a la superficie, aunque de manera
simplista e mócente, las terribles lagunas de la posmoder­
nidad.
Y finalmente llegaremos a intentar comprender por
qué, sin que la realidad cambie, la izquierda es popular y
la derecha populista. Y de qué forma se explica ese me­
nosprecio, a través de un campo léxico impresionante: el
del ensimismamiento, la frustración y la tontería.
Ea obsesión contemporánea por el populismo denota el
aspecto más pernicioso del pensamiento contemporá­
neo. El menosprecio de clase es tan odioso, a su mane­
ra, como el menosprecio de raza, y sin embargo en Europa,
mientras esto último es un crimen declarado, lo primero
es un deporte nacional.
Capítulo i
Origen: el idiota y lo común
Los primeros «populistas» de nuestra historia son sin
duda los numerosos tiranos que tomaron el poder en las
ciudades griegas de tiempos arcaicos, es decir, entre los
siglos vil y vi antes de nuestra era. Si observamos su com­
portamiento, su manera de acceder a las funciones supre­
mas, se constata una analogía sorprendente con el fenó­
meno populista contemporáneo. Por otra parte, sobre
este tema, el pensamiento platónico representa un prelu­
dio a losj.uicie«íCOTitemporáneos.
El. tirano griego mantiene con la multitud una com-
plicidad_apaskmada--y venenosa. Es ella quien le lleva al
poder; él la halaga y ella le aplaude. En la época, las ciu­
dades estaban gobernadas por potentes oligarquías que
hacían poco caso a una población esencialmente rural.
Hasta tal punto que, en determinadas ciudades, los oligar­
cas prestaban, al asumir sus cargos, este espantoso jura­
mento: «Seré el adversario del pueblo, y haré al Consejo
todo el daño que pueda».1 No es de extrañar, por tanto, que
se diera el caso de que algunos aventureros, en general
buenos oradores, arengasen a las multitudes y les prome­
tieran mejorar su suerte.
Los tiranos griegos generalmente surgían de ese pue­
blo <il que defendían. Giges de Lidia, el primer tirano co­
nocido, según la leyenda fue antes esclavo; Ortágoras de
Sición era hijo de un carnicero, Cípselo de Corinto de un
alfarero, Denis de Siracusa de un arriero... Esos hombres,
que a veces incluso conseguían fundar dinastías tiránicas,
tomaron el poder aprovechando crisis alimenticias o peli­
gros exteriores, cuya importancia exageraban para fun­
dar en ellos su legitimidad. Sería excesivo concederles
únicamente y en todos los casos el mérito de las estrate­
gias cínicas de la astucia. Sus intenciones eran ambivalen-
tes, como sin duda vio bien Aristóteles, que escribió: «El
tirano sale del pueblo y de la multitud para protegerla
contra los notables, de modo que el pueblo no sufra nin-
guna opresión por su parte», y hablajusto después de los
«demagogos que han conseguido la confianza del pueblo
criticando a los notables».2
Ya sea sincero el tirano o ya utilice al pueblo como
un simple medio (el enorme número de tiranías en esta
época hace imposible la generalización), los antiguos
siempre se muestran severos frente a ese hombre sin edu­
cación, que predice calamidades, promete reformas in­
sensatas, distribuye tierras, aumenta la paga de los solda­
dos y maltrata a los acreedores. Por otra parte, rodeado
de gente insignificante, se deja aconsejar por picaros:
«Timofanes recorría la plaza pública acompañado por
gente de la peor fama».3 Al final la multitud será la perde­
dora y la engañada: el tirano, después de haber suprimi­
do a las élites, gobernará en contra de ella. Se cuenta aquí
la historia de una gran pasión y de una gran superchería,
unidas en el fragmento lacónico del poeta Alceo, hablan­
do de Pitaco: «Todos reunidos para aclamarlo, lo nom­
braron tirano de esa ciudad bondadosa e infortunada».4
Son los aristócratas los que cuentan la historia, todo hay
que decirlo. Y si los aristócratas a veces pueden amar al
18
pueblo, detestan sobre todo y por encima de todo a los
advenedizos.
¿No deberíamos adjudicar a los oligarcas confusos la
misma duplicidad que al tirano, es decir, pensar que criti­
can menos la impostura tiránica que la pérdida de su pro­
pio poder? Las circunstancias de múltiples relatos lo dejan
entender así, evidentemente. Sin embargo, no es eso lo
que nos interesa aquí, sino más bien la cuestión siguiente:
¿por qué hay que considerar catastrófico el hecho de que
un hombre, aunque sea más bien inculto, se incline hacia
el pueblo y hacia sus miserias? Los escritos más tardíos,
contemporáneos de la democracia ateniense, continúan
vilipendiando a ese sinvergüenza triunfante, hasta el punto
de hacer de su régimen «la últíma enfermedad del Estado».
¿Qué diferencia hay entonces entre la democracia que as­
pira al bien del pueblo y la tiranía que aspira al bien del
pueblo? ¿Por qué se alaba una y se denigra la otra, siempre
en nombre del pueblo? Hoy en día nos haríamos esta pre­
gunta similar: ¿por qué hay que honrar a Lenin e injuriar a
Chávez? ¿No se proponían acaso tanto el uno como el otro
defender al pueblo, aunque ese generoso propósito no se
viera en absoluto seguido por los efectos previstos?
El tirano, muy a menudo, comienza su carrera como
jefe del partido más popular, como escribe Aristóteles a
propósito de Pisístrato: «Pisístrato erajefe del partido po­
pular y estratega cuando se convirtió en tirano», y antes
de tomar el poder, «se consideraba a Pisístrato el más en­
tregado a la democracia».5 El personaje del demagogo
está extremadamente presente en los escritos griegos de
los siglos v y vi, como si constituyera un aspecto habitual,
aunque desacreditado, de la democracia. Tiranía y demo­
cracia mantienen relaciones turbulentas, sobre todo dado
que la primera, al abolir las aristocracias, prepara el lugar
para la segunda.
19
Por (auto, una mala utilización de la defensa del pue-
I>lo hará aparecer esa fot nía original de populismo como
una degradación cíe la democracia. Así, Tucídides descri­
be al verdadero demócrata, Pericles, frente a sus suceso­
res demagogos: «No era de esos que se dejan dirigir por
el pueblo en lugar de dirigirlo ellos, ya que, no buscando
aumentar su poder por medios condenables, no le dirigía
jamás palabras dictadas por la complacencia. Tal era el
crédito del que gozaba, que incluso llegaba a provocar su
cólera oponiéndose a sus deseos. [...] Entre sus sucesores,
ninguno pudo afirmar una verdadera superioridad sobre
los demás. Deseando todos alcanzar el primer lugar, para
complacer al pueblo dejaron en sus manos la dirección
—- -
(le todos los asuntos».0
Para los griegos, tanto la tiranía como la democracia
decadente están entregadas a los aduladores. El tirano
vive rodeado de lisonjeros, y el pueblo mal dirigido está
rodeado de demagogos." Aristófanes, para el cual los de­
magogos representan uno de los blancos principales, su­
braya hasta qué punto es fácil engañar al pueblo median­
te halagos: «¡Oh Demos, qué bello es tu imperio! [...] Es
fácil manipularte: te encanta que te halaguen y te enga­
ñen, siempre escuchando a los charlatanes, con la boca
abierta».8
Jacqueline de Romilly afirma que «la palabra misma
demagogo, que en su origen quería decir jefe del pueblo,
tomó así, en el curso del siglo quinto, el sentido desfavo­
rable que le es propio hoy en día».9
Se sabe desde siempre lo fácil que es engañar a una
multitud. Herodoto decía, a propósito de la historia de
Aristágoras: «Es mucho más fácil, según parece, engañar
a muchos hombres que a uno solo».10 Es necesario que el
pueblo sea débil para que los demagogos puedan fácil­
mente «aprovechar su cólera para extraviarlo».11
20
El líder de multitudes
La cuestión de ¡a tiranía y después de la demagogia en el
seno de la democracia naciente, ¿sería una cuestión de
multitudes? ¿Es un problema relacionado con la masifica-
ción? Encontramos los inicios de una psicología de la
multitud en los antiguos. Ya en Homero se describe a la mul­
titud como un mar agitado, una masa imprevisible y vio­
lenta, capaz de llevárselo todo a su paso: «un mar estruen­
doso»,12 dice el poema. Cuando Aristóteles cuenta la
historia de Solón, pone de relieve la dificultad principal
de la tarea del legislador: «contener al pueblo», y compa­
ra a este último con unajauría de perros. Desde la pri­
mera democracia, se sabe que es más probable que los
individuos reunidos acaben entregándose a sus pasiones
que si estuvieran solos o en grupos pequeños: «Cada uno
de vosotros aisladamente sigue la huella del zorro, pero
todos juntos tenéis el alma boquiabierta», escribe Solón.
YAristófanes, en Los caballeros: «¡Estoy perdido! Ese viejo,
en su casa, es el más agudo de los hombres, pero en cuan­
to se sienta en esa piedra (en la asamblea del pueblo) se
queda con la boca abierta, como si se estuviera atiborran­
do de higos secos»?4
Encontramos en estos textos lo esencial de los análi­
sis que se llevarán a cabo en cada época desde «la época
de las masas». La democracia griega funcionaba con natu­
ralidad a partir de una multitud, un conjunto de varios
miles de hombres reunidos en un solo lugar, y las reglas
de la psicología de las multitudes se encontraban ya allí
con su verdad más sórdida. Cuando se reúne un gran nú­
mero de personas, cada uno tiende a perder entre los de­
más su capacidad de razonar y de juzgar con cordura,
como si la conciencia individual, a la vez inteligencia de
las situaciones y capacidad moral, se diluyese. En medio
21
(le la multitud siempre es la pasión la primera que habla:
esa exaltación de partir al combate, sin reflexionar sobre
los riesgos y lo que está en juego, por ejemplo, de la que
habla Tucídides a propósito de la expedición de Sicilia,
hasta el punto de que los espíritus más lúcidos toman la
decisión de callar, «temiendo pasar por malos patriotas»
si desaprueban en público el ardor fanático de la multi­
tud que los rodea. Yla pasión, como sabemos, se expre­
sa en el preciso instante que la nutre, de ahí la versatili­
dad de las multitudes, su capacidad de cambiar de opinión
de un momento a otro, como por ejemplo entre los ate­
nienses descontentos que imponen una multa a Pericles y
después lo reeligen estratega, «con esa inconstancia que
acostumbran a tener las muchedumbres».16 La multitud
es olvidadiza, pasa de la indulgencia extrema a la severi­
dad extrema, del fervor a la negligencia, de la cólera al
desánimo, de modo que resulta incapaz de llevar una po­
lítica verdadera, que exige la reflexión a largo plazo y evi­
ta la espontaneidad peligrosa.
Cuando Platón habla del «enorme animal» constitui­
do por el pueblo de la democracia, se trata de una multi­
tud: «Juntos vienen, multitud compacta, a ocupar el lugar
en la Asamblea, en el tribunal, teatro, campo, en toda
concurrencia o reunión de población».1" La masa patalea
y emite a diestro y siniestro juicios mordaces, tan excesi­
vos como contradictorios. Platón describe con su finura
habitual cómo observan los manipuladores de multitudes
a ese animal enorme y terrorífico, estudian sus reaccio­
nes, acechan sus debilidades y descubren su talón de
Aquiles, y después, con la audacia de los domadores, le
hacen frente y lo domestican, llevándolo adonde quieren,
sin que él se dé cuenta. Describe también aljoven educa­
do, perdido en esa multitud, petrificado ante ese impulso
que le desborda, y que pronto se dejará llevar por la co­
22
i tiente. Ya está montado el decorado: la multitud, a la vez
। nivada de conciencia y dotada de poderes, aplastando en
si i seno la conciencia individual enloquecida, y el domador
que la amaestra, siguiendo hábilmente los meandros de
sus pasiones fluctuantes.
Sin embargo, sea cual sea la lucidez de los clásicos en
<1 aspecto de la psicología de las multitudes, la presencia
del demagogo, ese antepasado del populista, depende de
factores más profundos, y no es solamente, ni mucho me­
nos, el agrupamiento de la gente lo que permite y nutre
sn desvío. Los individuos no pierden la razón únicamente
porque estén reunidos. Aparte de las circunstancias que
los muestran reunidos, carecen de juicio naturalmente.
Y ahí es donde abordamos el verdadero problema demo-
ciático.
Los numerosos y los algunos
En la atmósfera de la democracia griega aparece una ex­
presión que, aunque sencilla y presente en toda sociedad
humana, se revestirá aquí de un significado esencial: los
numerosos. Se trata de designar, de una manera en princi­
pio trivial, la masa de habitantes de la ciudad, sean ciuda­
danos o no; la suma de todos los hombres de la calle, indi­
viduos grises, todos y nadie en particular. No se trata de
una multitud reunida, sino de una serie de gente dispersa
que vive aquí, que vive bajo estas instituciones, obedece a
estas leyes, practica esta cultura y esta forma de vivir. Nom­
brar así a un conjunto hace pensar que se le puede distin­
guir de otro grupo, ya que no se le nombra más que con
relación a otra cosa. Los numerosos no son la masa de los
habitantes de Atenas, con relación a los de otras ciudades
o con relación a los vecinos bárbaros. Los numerosos se dis-
23
(ingiien de los algunos en el seno de la misma ciudad. Se
caracterizan por una cierta manera de comportarse. En la
ciudad, los algunos que piensan realmente miran a los nu­
merosos, los identifican y los designan. Por el contrario, los
numerosos no definen a los algunos, ni se definen ellos mis-
mos. En la ciudad democrática aparece una diferencia,
aparentemente muy poco democrática, entre una masa
observada y un pequeño grupo que observa a la masa.
Los numerosos son, por definición, superiores en can-
tidad a los algunos, pero inferiores en calidad. Queda esta­
blecida, por tanto, la certeza de la existencia de una élite
cuyos criterios hay que definir. Esos criterios no se pare­
cen a los de la oligarquía. Su especificidad representa el
núcleo original que permite la aparición del populismo
en una democracia.
Los numerosos están apegados a sus deseos propios.
Carecen de visión de conjunto para conceptualizar y que­
rer el bien común. Aristóteles se acerca al tirano del pue­
blo retenido por sus bajos instintos. Ni uno ni otro con­
templan el bien común, sino que se regodean en el placer
del instante. Al principio, dice, los Treinta se portaban
bien, y por ejemplo «ejecutaban a los sicofantes y los mal­
vados que hablaban al pueblo contra sus verdaderos inte­
reses, solo por agradarle».18 Se ve al demagogo como
aquel que mantiene la tentación, tan extendida, de vivir
solo para uno mismo, descuidando el bien de todos.
Parece que hay dos factores vinculados entre sí que
caracterizan a aquellos a los que llamamos los numerosos:
el apego al principio del placer y el desconocimiento del
Cl apego ai principio oei piacei y ei oescoiiocimieino oei
largo plazo.
Todo el anahsts griego de la demagogia, antepasada
de nuestro populismo, deja entrever la diferencia entre el
principio de placer y el principio de realidad, el primero
ligado al instante, el segundo al largo plazo. Lo propio
24
<!<•! demagogo es complacer en el ¡lisiante, pretendiendo
que todo es fácil y que se: puede obtener cualquier cosa, y
disimulando las dificultades y los esfuerzos esenciales. Se
ti.ua, por tanto, de preferir lo agradable, en detrimento
del bien. O si se quiere, de prometer el bienestar, la como­
didad del instante, en detrimento del bien, que expresa
más bien una elevación del ser en el tiempo.
Los demagogos manifiestan el comportamiento fácil
de la complacencia, donde uno obtiene la adhesión con­
tando con la expresión espontánea del deseo. En Las su-
l>licantes de Eurípides, los aduladores «hacen hoy las deli­
cias del pueblo, y su desgracia mañana»."1
Así, aun cuando no se haya reunido formando una
multitud, el pueblo se caracteriza por una afectividad que
se impone y excluye el juicio recto, por la explosión es­
pontánea de los afectos que rechaza la visión del porve­
nir; por una credulidad excesiva, que revela una falta de
distancia peligrosa; por una incapacidad de prever que
engendra la irresponsabilidad; por una exigencia de la
posesión que denigra el peso de la necesidad. En resu­
men, los numerosos, como veremos más adelante, están
privados de la razón (naos) de la cual se valen los algunos.
Aristóteles es el único pensador griego que no desca­
lifica a los numerosos. Al contrario, explica que la masa del
pueblo tiene todas las oportunidades de llegar a juicios
mejores que algunos particulares, aunque estén bien do­
tados. En efecto, cada uno aporta, por así decirlo, su cuo­
ta de lucidez, y las lucideces se suman,20 aunque el autor
admite que esta superioridad es discutible, y que determi­
nadas multitudes son menos lúcidas que otras. Cuenta
que el rico Cimón construyó su notoriedad manteniendo
una numerosa clientela: «Cada uno de los Lacíadas (la
gente de su demos) podía acudir cada día a verlo y obte­
ner de él con qué proveer su subsistencia; además, ningu­
25
na de sus propiedades tenía vallas, a fin de que quien qui­
siera pudiera aprovecharse del fruto de sus cosechas».2'
Sin embargo, Feríeles no podía rivalizar con él, a falta
de fortuna, e instituyó por tanto sistemas de asignación de
gastos para los jueces. ¿No es eso comprar al pueblo? ¿Y
cómo es posible que se pudiera comprar con tanta facili­
dad? Asimismo, «los algunos, más que los numerosos, son
accesibles a la corrupción por el dinero o por los favo­
res».22 Esas afirmaciones suponen un postulado subya­
cente: todos son capaces de una cierta sabiduría. Y eso
aunque el Estagirita es perfectamente consciente del peli­
gro que los demagogos hacen correr a la ciudad, favore­
ciendo en la conciencia popular los instintos más bajos.
Aristóteles, que funda el gobierno en la prudencia y la
sabiduría humana, y la cree compartida, es el único de­
mócrata auténtico de Atenas.
Los numerosos, como ya hemos visto, son peligrosos
porque están reunidos en multitudes, pero también por
su debilidad congénita. No son más que hombres sin autén­
tica educación, guiados por sus instintos. Pero esa infe­
rioridad no es el único escollo en la sociedad en la que
reinan los numerosos. El otro fallo es la multiplicidad, que de­
nuncia Platón. La libertad democrática permite expresar-
se a todo el mundo, y vivir como les parece. Así, la socie-
. -................ - I . .
.........
dad libre estará llena de deseos contradictorios, y Platón
les presta irónicamente una belleza carnavalesca: «Hay
oportunidades, digo, de que de todos los regímenes sea
"este el más bello: igual que un manto en el que se han
mezclado todos los colores, ese régimen parecerá tam­
bién el más bello, en tanto que mezcla todo tipo de hu­
mores. Seguramente es probable que, como ocurre con los
niños y las mujeres cuando ven objetos de muchos colo­
res, ese régimen seajuzgado por muchos el más bello de
todos».23
26
Así, la multiplicidad misma (sin prejuzgar las inclina-
' *
' ,IICS l)l,enas ° ’nalas que pueda suscitar) es condenable,
porque halaga las inclinaciones más infantiles del alma
humana: el deseo de expresarse espontáneamente y ser
I iI >rc. La alegría y la explosiónjubilosa de la multiplicidad
tienen algo de inmaduro, de inacabado, y a eso se debe
une guste a loé seres inacabados: las mujeres, los pinos.
La crítica platónica de la democracia se apoya en la
discordancia que producirá infaliblemente la libertad de
ser aquello que se quiere: «En todas partes donde exista el
derecho, manifiestamente cada ciudadano ordenará en
lo privado su propia existencia, según la ordenanza que le
convenga».24Platón utiliza la palabra griega idiov, la parti-
cularidad.
Platón opera un desplazamiento discutible. Tan pron-
to habla de la tentación genuinamente humana de que­
rer la realización de los caprichos propios y gobernarse
por los deseos propios como habla de la diferencia entre
los hombres, diferencia de estilo de vida o de opinión,
que necesariamente se despliega en el régimen democrá­
tico. Pero confunde constantemente ambos. Dicho de
otra manera: para él, la multiplicidad no puede venir más
que de los deseos y las pasiones. No habría, por ejemplo,
una multiplicidad de opiniones sensatas. Y por eso la de­
mocracia es una farsa. Porque la razón no puede ser más
que una. No existen, por tanto, múltiples opiniones razo­
nables. Las opiniones variopintas de la democracia se asi­
milan a pasiones, a deseos, a caprichos. Ese régimen es el
más fácil, complace a todo el mundo y sobre todo a la
gente sencilla, que se impacienta para que se acceda a sus
deseos. En realidad, la democracia es sencillamente una
N—'■
*
-
*
- “ ... -.I»».._ .. , ... ............... -
demagogia, es decir, un populismo precursor, porque con­
siste en complacer a cualquier niño o imbécil que se pre­
sente.
La identificación de la multiplicidad con la mediocri­
dad, su identificación con el caos, desvelan un elitismo
que rechaza toda tentativa o esperanza de tener en cuen­
ta la expresión popular. Solo un puñado de individuos
detentan la verdad. Como sabemos, Platón apoya aquí su
teoría en la experiencia de su vida, sobre todo: el desen­
gaño democrático.
Esa visión de Platón anuncia unos puntos de vista ac­
tuales sobre el populismo: hoy en día, si la opinión del
pueblo no corresponde con el discurso de los derechos
del hombre contemplados de una manera específica, esa
opinión se identifica con una dispersión de caprichos y
pasiones, y el que le presta atención, con un_demagogo.
Sin embargo, hay que situar a Platón en su propio
tiempo. La sociedad bolista antigua aceptaba con dificul­
tad la multiplicidad de puntos de vista, y Aristóteles, al
defender la armonía en lugar del unísono,25 es increíble­
mente moderno. Pero en las sociedades individualistas
contemporáneas, la identificación de la multiplicidad
con la anomia, ¿no nos suena a falso?
¿Por qué la particularidad se considera nefasta? ¿Por qué
lo múltiple vale menos que lo único?
El pensamiento busca la verdad. Que es única, aun­
que ignoremos (e ignoraremos siempre, sin duda) cuál
es. Las teorías de la «doble verdad», elaboradas por ma­
rrullerías e imposturas intelectuales para servir a determi­
nadas ideologías, no convencen a nadie. Dos proposicio­
nes contradictorias no pueden ser verdaderas al mismo
tiempo.
«Mientras el discurso auténtico es universal, los nume­
rosos viven teniendo el pensamiento como una cosa par­
ticular»: el célebre fragmento de Heráclito26 muestra la
28
contradicción entre el xunos, es decir, lo universal, que
por otra parte los griegos llaman a menudo koinos, y el
¡dios, es decir, lo particular. Los numerosos expresan cada
uno su verdad, o incluso su opinión. Pero esa multiplici­
dad no tiene sentido, no es más que dispersión. Solo la
verdad común a todos, única, tiene sentido. Pero los nu­
merosos lo ignoran, y toman su pensamiento particular por
verdad única. Heráclito expresa la misma idea en el frag­
mento 9: «Para los despiertos hay un mundo único y co­
mún, pero cada uno de los durmientes se vuelve a un lado
y otro en un mundo particular».2? Aquí, los numerosos se
identifican con espíritus aletargados, como los durmien­
tes, cada uno sumido en su propio sueño, y en cambio el
sabio, o el filósofo, se compara al hombre despierto, que
ve el mundo común expuesto a la mirada de todos, el
mismo mundo.
La inteligencia o la razón, el noos, es esa facultad que
consiste en poder buséar y considerar no lo que es par-
_ ... 1 -MShííft»- A X
ticular, sino lo que es común a todos. De esa facultad na-
} 1 MW
die se ve privado, y sin embargo, la mayor parte no hacen
uso de ella: solo se interesan por la particularidad, y aun-
que se les presente el logps, el discurso universal, no lo ven
o se apartan de él.
Se comprende por consiguiente el nexo entre el idio-
tesy el idiota, y por qué el simple particular aparece desde
su origen como un imbécil. Es aquel que podría hacer
uso de su inteligencia para elevarse al mundo común,
pero que sin embargo sigue en su mundo particular. To­
dos conocemos a individuos muy sutiles que no utilizan
su inteligencia más que para defender su particularidad
en detrimento de todo lo demás: argumentar para tener
razón y no para buscar la verdad, defender sus propios
intereses con mala fe, hacerse valer mediante mil artifi­
cios, etc. Esa actitud es indignante, porque siempre tene-
29
lijos la sensación de (pie la inteligenciadebería utilizarse
para alcanzar la objetividad, lo universal, la verdad, la
comprensión de los demás. Yese sentimiento compartido
es de un valor incalculable para comprender el odio al
populismo.
Ese desplazamiento del idiotes al idiota, de la particu­
laridad a la imbecilidad, no puede producirse más que a
partir de un postulado quizá ya presente en Heráclito,28 y
en todo caso bien enraizado en Platón: el vínculo estre­
cho y la casi identificación entre la reflexión filosófica y la
práctica política. La filosofía consiste en buscar, detrás de
la mezcolanza de opiniones y la multiplicidad de objetos
relativos, el logos o palabra universal, la verdad que existe
para todos. Si la política debe tener como objetivo buscar
la verdad común a toda la ciudad o incluso a todos los
hombres, naturalmente, las múltiples costumbres, opinio­
nes, ideales temporales e históricos aparecerán como ma­
nifestaciones particulares destinadas a eclipsarse detrás
de la inteligencia filosófica. Pero la política... ¿tiene como-
objetivo lo universal? ¿No es más bien una práctica, inscri­
ta siempre en la historia, y aprisionada en consideracio­
nes relativas? Y en ese caso, el individuo particular puede
defender también el interés general de su ciudad, inspira­
do por valores históricos necesariamente relativos sin ser
filósofo, o perseguir el universal del logos. En este caso, el
idiotes no es un idiota, sino un hombre encarnado en una
particularidad humana como tantas otras.
La identificación operada por Platón entre el logos
filosófico y la finalidad política encuentra una imagen
concordante con la época contemporánea: hoy en día,
una verdad moral única impone a la política sus finalida­
des, tachando de idiotas a aquellos que querrían defen­
der las particularidades frente a ese universal impuesto.
Como en Platón, la opinión dominante contemporánea
se niega a diferenciar a los numerosos que, agitados por
pasiones y deseos personales, rechazan el bien común, y
los numerosos que, armados de prudencia para tomar las
decisiones siempre singulares, rechazan una verdad dada
de entrada, más allá de toda particularidad. El populismo
surge de esa identificación.
Pobres y malos a la vez
Esa apropiación de la política por la filosofía da por sen­
tada la distinción entre dos tipos de hombres. Los textos
utilizan para nombrarlos sus adjetivos preferidos.
La élite se distingue de los numerosos por característi­
cas de comprensión y por características morales. De una
manera general, se oponen los mejores (aristoi) a los nu­
merosos, entendiendo por «mejor» tanto más inteligente
como virtuoso.
Bajo las aristocracias que preceden en Grecia a la de­
mocracia, los aristócratas se designan ellos mismos los
mejores, representando la belleza y la bondad, el ideal del
kaloskagathos, el hombre bello y bueno.
Los mejores son instruidos: el tema de la ignorancia
vuelve sin cesar cuando se trata de estigmatizar a los nume­
rosos que educa la democracia. Son innumerables los tex­
tos en los que aparece ridiculizada la cultura de la masa,
mucho más ridicula cuando se encuentrajustamente en
el poder. Tucídides cuenta por ejemplo que cuando los
atenienses decidieron emprender la expedición de Sici­
lia, «en general estaban mal informados sobre la exten­
sión de ese país y el número de sus habitantes».29
Pero es raro que se trate la ignorancia aparte. Casi
siempre cohabita con la inmoralidad, e incluso con la
maldad. Por ejemplo, en Aristófanes, donde se convence
31
al chaicmcio de (pie, cuanío más ignorante sea, más do­
tado estará para gobernar: «Para gobernar al pueblo no
hace falta un hombre provisto de buena cultura y educa­
ción. Hace falta un ignorante que además sea un picaro».:
* 0
En el pseudo-Jenofonte de La república de los atenienses, se
establece un vínculo de causalidad entre la ignorancia y la
inmoralidad: «En todo país, los mejores son contrarios a
la democracia, ya que entre los mejores se encuentra menos
licencia e injusticia y más grande aplicación a todo lo que
es digno de un hombre honrado; en el pueblo, por el con­
trario, es donde se encuentra la mayor ignorancia, turbu­
lencia y maldad, porque se ve arrastrado más bien a actos
vergonzosos por la pobreza, por carencia de educación y
por ignorancia, que para algunos es consecuencia de la
falta de dinero».-5*
'
Casualidad amarga: la pobreza engendra la ignoran­
cia, que por su parte empuja a la inmoralidad. Así, los nu­
merosos se encuentran provistos de todos los males a la
vez. Si hay algo de cierto en esta lógica, se puede situar en
la aprehensión del tiempo. La pobreza obliga a vivir en el
presente. La ignorancia impide las visiones de conjunto,
íen el espacio y en el tiempo. Así, el pueblo tiene la ten­
dencia a verlo todo a corto plazo. Y como el gobierno de
una sociedad exige las visiones a largo plazo, se puede
decir que el engreimiento del instante (el placer del mo­
mento, el capricho) es inmoral en los asuntos políticos.
Idea ya presente en Heráclito: «Toman una cosa a cambio
de todas, los mejores: la gloria imperecedera a cambio de
cosas mortales; pero los numerosos son alimentados como
si fueran ganado».32 Los numerosos son comparados aquí
a animales, incapaces de pensar más allá del bocado que
están rumiando, mientras que los mejores sueñan con la
inmortalidad... De ahí ese peligro de ver a la multitud to­
mar decisiones sin visión para un largo plazo, como dice
32
<•1 defensor de la oligarquía en I lerodoto: «El tirano sabe
lo que hace, pero la muchedumbre no es capaz. ¿Cómo lo
va a ser, si no ha recibido jamás instrucción, no ha visto
nada bello por sí misma, y se entrega atolondradamente a
los asuntos a toda prisa, como un torrente en plena creci­
da?».33 El defecto esencial de los numerosos es identificar
su bienestar del instante con el bien común de la ciudad,
y quizá no haya, en esa literatura, frase más dura que la de
Jenofonte evocando una ampliación dramática del dere-^
cho de voto, si la villa estuviera gobernada por «los escla-
vos y los necesitados, que venderían toda la ciudad por un
dracma».34
Los mejores son gente instruida, competente, capaz
por tanto de ver a largo plazo, y por encima de su coto
privado y particular. Por eso los griegos tienen tendencia
a pensar que los ociosos son los mejores gobernantes, ya
que sus propios deseos no pueden contaminar su búsque­
da del bien común.
De una manera general, los mejores, aquellos que se
distinguen, en el sentido en que se habla de gente distin­
guida, están pulidos por la instrucción y la educación, que
les confiere a la vez competencia y sentido moral. Cultura
y civilización van de la mano. Así, Aristóteles establece la
diferencia entre «los cualquiera» y la «gente honrada»,35
remarcando bien que la honradez no es natural, sino que
por el contrario es fruto de un aprendizaje, y que todo
hombre sin educación es todavía un bárbaro.
El sentido del tiempo está ligado a la meditación so­
bre el logos, en el cual el pueblo no tiene parte: la medita­
ción sobre lo que es bueno en sí, no para mí, para este
instante o para este lugar determinado. Cuando Platón
imagina, con preocupación pedagógica, la célebre com­
petición entre el cocinero y el médico, no describe so­
lamente un jurado de niños, sino «de hombres tan poco
33
razonables como los niños»,1,(1 y está claro en ese caso que
se trata de los numerosos, de los que dice en La Repúbliea
que cuando se ponen ajuzgar el arte o la política, losjui­
cios que emiten son «absolutamente risibles». Ya que los
numerosos no conocen más que los casos particulares, e
ignoran la unidad del logos,^ y por eso no perciben el bien
común de la ciudad.
Eso no significa que sea fácil trazar la frontera entre
los numerosos y los mejores. Al contrario. Cuanto más se
siente la diferencia, menos se la puede designar concreta­
mente. Cuando, en el punto de unión entre el siglo v y
el iv, los atenienses quieren instaurar una oligarquía, las
dudas son visibles: «Queriendo llamar al poder a la gente
honrada, no llamaron más que a tres mil personas, como
si el mérito se limitara a ese número»,38 escribe Aristóte­
les. ¿Cuántas son las personas capaces, y cómo diferen­
ciarlas de las demás?
La ciudad pertenece a los peores granujas
Si contemplamos el logos con respecto a la ciudad, a la vida
política, se convierte en nomos. O dicho de otra manera:
lo universal (el koinoso xunos en Heráclito) para el pensa­
miento equivale a la ley para la sociedad política.39 La ley
es lo que une, lo que vale para todos, y por tanto lo que
permite a los muchos vivir no solamente uno junto al
otro, sino en buena inteligencia, sin la amenaza perpetua
de la división y de la guerra. La ley esjusticia, permitiendo
dar a cada uno según lo que se le debe. Es concordia, y
permite instituir entre los ciudadanos una amistad cívica
donde las voluntades se unen, las finalidades se entrecru­
zan, los ideales se comparten. No hay concordia sin justi­
cia, porque hace falta igualdad para que haya amistad.
34
La ley formaliza esta exigencia para cada ciudadano,
l.i de dejar su interés particular detrás del interés general,
< .ill.tr sus deseos propios y sus pasiones particulares para
< lint t etar las condiciones de la concordia. La vida políti-
, ,i no se resume en la ley, sino más bien en esa exigencia
misma, que puede también expresarse en las decisiones
inmunes, en los casos concretos que la ley no prevé.
( ,< mío cuando los atenienses decidieron borrar el pasado
y renunciar a la venganza, después de la caída de los
I i cinta tiranos: «Los atenienses, en particular y en con­
junto, parece que han adoptado la conducta más bella y
mas cívica a propósito de las desgracias precedentes»,4°
cs< t ibe Aristóteles.
En la reflexión filosófica, la particularidad perjudi-
< i.tl es la que consiste en tomar las opiniones propias
como verdad única. En la ciudad, la particularidad más
perjudicial es la que consiste en servir a sus propios de­
seos, en lugar de servir al interés general. Es curioso ob­
servar que en los textos griegos estas dos particularidades
eslán identificadas, haciendo aparecer al idiotes a la vez
como un espíritu corto de luces y un corazón egoísta, cosa
que en realidad no es lo mismo.
Y la degradación de la ciudad se define también por
esos dos factores vinculados: la extensión que ha adquiri­
do la demagogia y la falta de respeto a las leyes.
Aristóteles data ese declive en el gobierno de Peri-
cles: «La pasión de los demagogos trajo consigo un relaja­
miento en las costumbres políticas».41 El Estagirita descri­
be la escalada a la que se entregan los gobernantes para
servir al pueblo subsidios cada vez más importantes, y a
partir de ahí la diligencia de la hez del pueblo para ocu­
parse de los asuntos. En realidad, los hombres menos
educados son los que se compran. Yvemos a un tal Cleón,
jefe del partido democrático, «que fue el primero que gri-
35
ló en la Iribmia, y empleó insultos, y habló todo desaliña
do, mientras los demás oradores mantenían una actitud
decorosa».-!2 Antes, los jefes del partido popular eran
hombres educados, surgidos de medios superiores. Pero
a partir de entonces todos los hombres del partido popu­
lar son hombres del pueblo y demagogos, y Aristóteles
subraya que la característica de su política es no contem­
plar otra cosa que el momento presente: sometidos a la
masa, se entregan a su impulsividad.
La llegada al poder de todo tipo de gente vulgar y
mal educada coincide con la disposición cada vez más ha­
bitual a escapar de la ley. Las infracciones a la ley quedan
a partir de entonces muy a menudo sin castigo, o bien, si
sigue una condena, no se aplica. Este será uno de los te­
mas más importantes en la obra de Demóstenes. Este des­
cribe una suerte de letargía, de debilidad, de complacen­
cia, que impide ir hasta el final de la aplicación de las
leyes: «Las reglas del derecho en nuestra ciudad están in­
vertidas: en los procesos, es el acusador quien se defien­
de, y el defensor quien acusa».43
Platón y Tucídides describieron muy bien ese clima
amoral que se apoderó de la democracia cansada, des­
pués de la guerra del Peloponeso, la epidemia de peste y
la muerte de Pericles. En un célebre texto, Tucídides de­
muestra que las palabras cambian de sentido, permitien­
do a los vicios aparecer como virtudes, y postula que: «En
el origen de todos esos males estaba el apetito de poder
que inspiran la codicia y la ambición personal».44 Es de­
cir, que se produce una disgregación del vínculo social
mediante el desplegamiento del amor a sí mismo. O más
bien lo que ocurre es que el amor a sí mismo llega más fá­
cilmente al poder, gracias a la influencia de los demago­
gos. La desvinculación social no proviene de la deprava­
ción de los ciudadanos, que antiguamente eran honrados,
o(5
.IIK» (le la llegada al poder de los «cualquiera»A'’los que
II,unamos «del montón». «Todo está abolido, abierto,
iiastortiado, la ciudad pertenece a los más picaros y a los
mas desvergonzados», i(l escribe Demóstenes.
Una forma de decir que el respeto a las leyes es un
laiuto de educación, ya que el instinto manda, por el
< oiiti ario, servarse a sí mismo sin cortapisas.
La democracia ateniense no impidió la superviven-
i ia de las opiniones contrarias. A lo largo de la historia de
l,i ciudad, el partido democrático tuvo que contar con la
(ompetencia del partido de los oligarcas. La pujanza de
Esparta, ciudad aristocrática, añadió su influencia. Los ar­
gumentos elitistas, por tanto, siempre estuvieron presen-
íes en los pretorios y en los textos, sobre todo porque la
democracia se presta a los sarcasmos. La ciudad es demo-
< i ática, sí, pero siempre hay que preguntarse si los numero-
sos pueden gobernar verdaderamente, y en qué condicio­
nes.
La crisis que fue en aumento desde finales del siglo v
se debió, según múltiples testimonios, a un exceso demo­
lí ático. Se concedió el estatus de ciudadano a individuos
ignorantes del bien común. En 411 y en 404 se designa­
ron respectivamente una lista de 5.000 y después de 3.000
ciudadanos, a los cuales se deseaba conferir un poder oli­
gárquico, y a los que se llamaba «los atenienses más capa­
ces de servir al Estado». Esas listas no fueron publicadas
jamás, y las oligarquías no duraron tampoco, aunque los
comentaristas subrayan que fueron gobiernos más que
aceptables. Más tarde, temiendo la demagogia y la incom­
petencia, se hizo todo lo posible para no aumentar dema­
siado el número de ciudadanos, y se alabaron cada vez
más las ventajas del régimen mixto, compuesto de demo­
cracia y oligarquía, que Aristóteles llamaba politeia.^
Vemos hasta qué punto la demagogia aparecía no solo
37
como una perversión de la democracia, sino como una de
sns expresiones familiares, muy difíciles de erradicar.
La razón antigua y la razón moderna
Dicho de otra manera: la primera manifestación de lo
que se convertirá luego en populismo reposa ya en una
distinción entre el pueblo inculto y la élite educada. Y la
inferioridad del pueblo depende de su visión particular
de las cosas, mientras que la élite contempla el mundo
desde el punto de vista del logas, de ahí su capacidad de
aspirar al bien común.
Nuestra visión del populismo es muy cercana a la de
los atenienses de la época: el populista de nuestros tiem­
pos es el jefe de partido, a veces gobernante, que halaga
no solamente las pasiones del pueblo en masa, sino sobre
todo la tendencia del ciudadano corriente a permanecer
anclado en su particularidad. Todavía es el lagos lo que
defendemos cuando nos oponemos a los populistas de
hoy en día.
Sin embargo, ese logas, ese lenguaje universal, entre
los griegos era algo muy distinto de aquello en lo que se
ha convertido, aunque la genealogía los acerque. Esa me­
tamorfosis, como veremos, exige al mismo tiempo trans­
formar la mirada que tenemos sobre el populismo.
El logos de los griegos es una verdad todavía no halla­
da, y quizá imposible de encontrar. Siempre está en espe­
ra, es un ideal. El espíritu busca la verdad única por medio
de la dialéctica. Es una carrera de obstáculos, donde no se
localizan más que algunos fragmentos, y aun así, evanes­
centes. El diálogo es una aventura, un vagabundeo. Recha­
za el deseo, que desvirtúa los argumentos, y quiere poner
a prueba las opiniones recibidas. Se sabe que la verdad
38
> r.ic (la cosa misma, lo bello o lo bueno en sí mismo),
i" 10 no la poseemos, sino que la buscamos a través de un
-I- bale sin fin. En cuanto a la verdad política o la com-
। -trusión del contenido del bien común, surge también de
mi diálogo.
Así, para los griegos de la época democrática, el idio­
ta es aquel que no está en condiciones de participar en el
-li.tlogo para la búsqueda de la verdad. No es aquel que se
mega a aceptar una verdad definitiva, sino el que se niega
। buscar una verdad que hay que descubrir juntos y se
- leja cegar por sus deseos y sus prejuicios.
1 ,o que los filósofos griegos reprochan al idiotes es que
no utilice esta facultad común a todos los hombres, la ra­
zón. No es que la utilización de la razón les hiciera ver la
verdad que la élite habría descubierto ya, pero les permi­
tiría acceder a esa larga búsqueda de lo universal, hacien­
do de ellos hombres completos... si es que se puede ha­
blar en esos términos, ya que el hombre completo es
precisamente el que está en marcha, y por tanto se sabe
inacabado. Lo que los griegos reprochan al idiotes, y como
< onsecuencia al demagogo que lo halaga, es que se satis­
faga con una particularidad primaria, insuficiente con
respecto al hombre que por naturaleza tiene necesidad
< le sobrepasarla.
Se trata pues de desear el desarrollo del hombre, al
mismo tiempo que el bien de la ciudad. La ciudad solo la
gobiernan bien hombres que se elevan por encima de ellos
mismos, que despliegan su naturaleza por encima de las
particularidades a las que los ha arrojado su nacimiento.
Los reproches que nutren la crítica de la demagogia
entre los griegos son estos: se mantiene a los ciudadanos
en su situación de idiotes y la ciudad acaba mal gobernada.
Se trata pues, a la vez, de una cuestión moral y de una
cuestión política, ambas vinculadas entre sí. La búsqueda
39
del bien (oiiniii exigen unos ciudadanos dispuestos a des
plegar su humanidad, en lo posible. Yeso no significa que
el bien común esté definido por anticipado, sino al con-
trario. Solo el ciudadano que abandona el pedestal segu-
ro, pero estrecho, de su particularidad, que se atreve a
escapar hacia los espacios del cuestionamiento, podrá en-
trar en la aventura dialéctica y acercarse al bien común de
la ciudad.
Ya vemos que la razón de los griegos no es exactamen-
te la nuestra, aunque haya contribuido a su engendra-
miento.Jean-Pierre Vernant ha demostrado que la interro-
gación sobre los orígenes griegos de la razón «desmiente
una cierta concepción de la razón, inmutable, eterna, ab-
soluta, que reina todavía, según creo, en muchos círculos
racionalistas. [...] Interrogándola sobre sus orígenes, rein-
traducimos la razón en la historia; de ese modo la tratamos
de entrada como un fenómeno humano, y en consecuen-
í
' cia relativo, sometido a condiciones históricas definidas y
variable en sus condiciones»d8 No se trata solo aquí de ese
relativismo que introduce forzosamente el estudio de una
noción sobre el largo plazo de la historia. Más adelante
observaremos, analizando la historia de la razón desde los
griegos hasta nuestra época, de qué manera se ha transfor­
mado. La razón interrogativa, espontánea, escapándose
siempre de las certezas en las cuales se la querría encerrar,
esperando el absoluto como realidad todavía innominada,
se ha convertido en la Razón que extingue, a medida que
avanza, las tinieblas de la ignorancia, y designa las verda­
des iluminadas, que todos a partir de entonces deben
aceptar como tales. La razón griega, que era una de las
piezas fundamentales de una antropología, se ha converti­
do, en la época moderna, en una ideología. El paso de la
demagogia antigua al populismo moderno se afianza pre­
cisamente en esa metamorfosis.
4°
Capítulo 2
La traición del pueblo
Entre la antigüedad democrática y el periodo contempo­
ráneo, la figura del líder del pueblo no ocupó mucho lu­
gar en la reflexión política. Naturalmente, desde Esparta-
co, en la mayor parte de las insurrecciones y revueltas
campesinas o urbanas, políticas o religiosas, se encuen-
(ran unos jefes más o menos carismáticos. Pero el com­
portamiento que se denominará «populista»jno tiene auten­
tico sentido más que bajo un régimen democrático, ya se
trate del antiguo o del moderno. La complicidad que sub­
yace entre eljefe y el pueblo se vuelve peligrosa cuando el
pueblo detenta un poder, que puede conferir a un gober­
nante para que le represente. Espartaco recibió del pue­
blo de los esclavos una legitimidad, y esta espantó sufi­
cientemente a los gobernantes en activo corno para dirigir
contra él una guerra feroz, poniendo al final en práctica
el castigo que ya conocemos. Pero él no habría podido
entrar en la legalidad, porque las instituciones no lo ha­
brían permitido. El carácter inquietante del populismo
procede del poder que la muchedumbre puede conceder
a sus cabecillas: el poder legítimo y a la vez legal.
El populismo moderno aparece naturalmente con la
democracia, allí donde un jefe, mediante su complicidad
con la masa, puede llevar a cabo de alguna manera un
secuestro del poder legal. ¿Ypor (pié hablamos de secues’
tro? Porque el populista seduce a un pueblo mediante
argumentos malsanos o mediante el encanto de sus argu-
mentos, y esa seducción nociva consigue obtener lo que
en principio solo conquista la razón. Es un desvío del sis-
tema racional-legal, un desvío que se apoya en su mismo
fundamento: la soberanía popular. De ahí su aspecto de
deshonestidad innata, tanto más indigno cuanto que en-
gaña a las instituciones que se basan en la confianza, y no
viven más que de ella. Cuando se instaura una democra­
cia, la existencia misma de elecciones demuestra, o cree
demostrar, la extrema dignidad conferida a los goberna­
dos, y cualquier golpe bajo asestado a la institución se
convierte en una falta ética. La democracia es un régimen
por el pueblo y para el pueblo: este no puede lamentarse
de ser abandonado, y quien pretenda venir en auxilio del
pueblo contra los gobernantes electos, es un impostor.
Sin embargo, este razonamiento fundacional presu­
pone que el sistema democrático debe mantenerse cons­
tantemente a la altura de sus expectativas. Y ese no es el
caso para ninguna organización humana. Más bien hay
que comprender que los populismos contemporáneos
aparecenjustamente en los déficits de la democracia. Ob-
tienen su éxito a la medida de la decepción: la democra-
cia ha prometido mucho, su nombre en sí representa una
esperanza, pero a menudo no consigue honrar sus pro­
mesas.
Como la democracia moderna no puede ser directa,
como los intereses populares exigen representantes que
se vayan turnando, esa mediación será rechazada natural­
mente en caso de descontento. De ahí el vínculo entre el
pueblo y sujefe, a menudo carismático.
A finales del siglo xtx en Francia, la aventura delge-í
42
"■ i.il Boulangerrepresentó un episodio más cercano a la
imple demagogia que al populismo contemporáneo. Se
,l« -.arrolló con el fondo de una guerra perdida, del de-
■„ mpleo y de los escándalos políticos. Animoso, poco edu-
, ado y con mucha labia, es decir, ideal para complacer
ilrsde las cabañas hasta los palacios, el general se aprove-
< ho de la estupidez de un gobierno que le retiró anticipa­
damente, y de la posibilidad que existía en aquella época
<lc ser elegido en diversas circunscripciones a la vez. La
historia acabó mal. Siempre ha pasado lo mismo, desde
los (iracos. De ello sacamos una constatación aún desco­
nocida: el pueblo no siempre tiene la sensación de ser
defendido por la democracia, que sin embargo está he-
< ha para él. A veces, tiene la sensación de que se apro­
vechan de él para traicionarle mejor: los gobernantes
halagan su buena conciencia pretendiendo dedicarse al
। >i icblo, y de esa afirmación extraen todas las buenas razo­
nes para decidir a su gusto, pero en realidad no trabajan
más que para ellos mismos. Las buenas intenciones de la
democracia se vuelven contra ella misma. Cree que es ca-
। >az de expresar las decisiones del pueblo, hacerlo verda­
deramente amo de su destino, y en ese sentido, atenuar la
tragedia política, que enfrenta siempre entre sí a gober­
nados y gobernantes, y sin embargo lo que hace es resti­
tuir el enfrentamiento trágico, y el abismo entre goberna­
dos y gobernantes. Aunque es cierto que los primeros han
elegido a los segundos, estos pronto se les escapan... al
menos, en esa certeza se basa el populismo. Y la amargura
es tanto mayor dado que el pueblo que se siente abando­
nado y engañado es dueño institucional de su destino.
1 ,as desgracias que le acontecen pueden serle imputadas
directamente a él, ya que ha elegido a aquellos que le go­
biernan.
Según la opinión habitual, el populismo contempo-
43
raneo nace de ese doble rencor: el (anebló se siente insí i u
mentalizado por la democracia, la democracia se siente
traicionada por un hombre que va al pueblo directainen
te, sin transitar por el aparato racional-legal. El populis
mo pone de manifiesto los problemas de la democracia.
¡En realidad, es mucho más que eso. La mejor manera de
descubrir su especificidad contemporánea es comparar
los motivos populistas antes y después de que se exprese
una verdadera conciencia popular.
La defensa del pueblo real
En el siglo xx, en la misma época y en dos países muy
distintos, aparecieron dos movimientos que se calificaron
especialmente de «populistas», sin que a ese término se ,
uniera entonces ninguna acepción peyorativa. Nacieron
en la Rusia zarista y en la América descrita por Tocquevil-
le. Aunque se trataba siempre de defender al pueblo, el
significado era distinto en cada caso, y esa diferencia pue-
de permitirnos comprender mejor la actualidad del voca-
blo. Solo el populismo americano de esa época puede
aparecer como una expresión embrionaria de aquel al
que nos referimos en el presente. Pero el populismo ruso
actualizó, en el momento de su aparición, el verdadero
significado de las cuestiones contemporáneas.
La abolición de la segunda servidumbre databa de princi­
pios del decenio de los años sesenta del siglo xix. Pero, ya
fuera siervo o no, el ruso gemía bajo el yugo de la opre­
sión política. Naturalmente, era la gente del campo, anal­
fabetay desposeída, la que pagaba las consecuencias de lo
arbitrario, en todos los aspectos. Los Narodniki rusos ex-
44
i- । iiih litaban gran fascinación por irse pueblo desprecia-
i . un gran ardor al defenderlo contra sus opresores, de
। . nales estaban dispuestos a liberar la tierra por todos los
nu ।Ims. Mezcla curiosa de amor y de odio, maniqueísmo
h puesto al terror de una élite nutrida de ideas abstrac-
। . ion una atracción irresistible hacia la intolerancia y el
■ i, apuaíismo.
I'.ii sus Memorias de un revolucionario, Piotr Kropotkin
■ ex tiende largamente sobre la vida miserable que se des-
nn.iba a los siervos, los maltratos inhumanos que se les
luí ligian y el corazón leal y generoso de esos condenados
. I. I.i tierra. «Los obreros revolucionarios —dice— con-
ii mplan su acción militante como un sacerdocio, vincu-
I mdo su dedicación total aúnas reglas de vida moral cuya
ni'.iet idad produce admiración.»1 Los Narodniki de los
i|ii< formaba parte, primeros «populistas» históricos, iban
il pueblo como uno se acerca a Dios. En el movimiento
V Narod», [«hacia el pueblo»], los jóvenes anarquistas
i< ( oi rían los pueblos distribuyendo folletos que incita­
ban a la revuelta.
1 .as ideas de los Narodniki, al menos antes de que se
las apropiaran y las corrompieran los bolcheviques, se limi­
taban más o menos a unas exigencias inmediatas y banales.
A pesar de su profundo irrealismo (eranjóvenes ciudadanos
atiborrados de lecturas y que no sabían nada del pueblo
del que hablaban), los Narodniki seguían la inclinación
u.ilural del espíritu eslavófilo y deseaban liberar al pueblo
de su yugo, sin quitarle por otra parte su mundo propio.
No defendían el Estado, sino la comuna. Querían la liber­
tad, pero de una forma comunitaria, más que individua­
lista. En el fondo, en su revolución, eran unos conservado­
res. Sin embargo, su diversidad era tal que no se les puede
meter a todos en el mismo saco. Sistemáticos o anti-sis-
temáticos (como Hertzen, el padre del movimiento), místi-
45
raneo nace <le esc doble rencor: el pueblo se siente instrii-
mcntalizado por la democracia, la democracia se siente
traicionada por un hombre que va al pueblo directamen-
ite, sin transitar por el aparato racional-legal. El populis­
mo pone de manifiesto los problemas de la democracia.
¡En realidad, es mucho más que eso. La mejor manera de
descubrir su especificidad contemporánea es comparar
los motivos populistas antes y después de que se exprese
¡una verdadera conciencia popular.
La defensa del pueblo real
En el siglo xx, en la misma época y en dos países muy
distintos, aparecieron dos movimientos que se calificaron
especialmente de «populistas», sin que a ese término se ”
uniera entonces ninguna acepción peyorativa. Nacieron
en la Rusia zarista y en la América descrita poi' Tocquevil-
le. Aunque se trataba siempre de defender al pueblo, el
significado era distinto en cada caso, y esa diferencia pue­
de permitirnos comprender mejor la actualidad del voca-
blo. Solo el populismo americano de esa época puede
aparecer como una expresión embrionaria de aquel al
que nos referimos en el presente. Pero el populismo ruso
actualizó, en el momento de su aparición, el verdadero
significado de las cuestiones contemporáneas.
La abolición de la segunda servidumbre databa de princi­
pios del decenio de los años sesenta del siglo xix. Pero, ya
fuera siervo o no, el ruso gemía bajo el yugo de la opre­
sión política. Naturalmente, era la gente del campo, anal­
fabeta y desposeída, la que pagaba las consecuencias de lo
arbitrario, en todos los aspectos. Los Narodniki rusos ex-
44
।><i ¡mentaban gran fascinación por ese pueblo desprecia-
Jo, ni) gran ardor al defenderlo contra sus opresores, de
los cuales estaban dispuestos a liberar la tierra por todos los
medios. Mezcla curiosa de. amor y de odio, maniqueísmo
dispuesto al terror de una élite nutrida de ideas abstrac­
to, con una atracción irresistible hacia la intolerancia y el
dogmatismo.
En sus Memorias de un revolucionario, Piotr Kropotkin
m- extiende largamente sobre la vida miserable que se des­
uñaba a los siervos, los maltratos inhumanos que se les
infligían y el corazón leal y generoso de esos condenados
de la tierra. «Los obreros revolucionarios —dice— con-
lemplan su acción militante como un sacerdocio, vincu­
lando su dedicación total a unas reglas de vida moral cuya
austeridad produce admiración.»1 Los Narodniki de los
que formaba parte, primeros «populistas» históricos, iban
al pueblo como uno se acerca a Dios. En el movimiento
«V Narod», [«hacia el pueblo»], los jóvenes anarquistas
recorrían los pueblos distribuyendo folletos que incita­
ban a la revuelta.
Las ideas de los Narodniki, al menos antes de que se
las apropiaran y las corrompieran los bolcheviques, se limi­
taban más o menos a unas exigencias inmediatas y banales.
A pesar de su profundo irrealismo (eranjóvenes ciudadanos
atiborrados de lecturas y que no sabían nada del pueblo
del que hablaban), los Narodniki seguían la inclinación
natural del espíritu eslavófilo y deseaban liberar al pueblo
de su yugo, sin quitarle por otra parte su mundo propio.
No defendían el Estado, sino la comuna. Querían la liber­
tad, pero de una forma comunitaria, más que individua­
lista. En el fondo, en su revolución, eran unos conservado­
res. Sin embargo, su diversidad era tal que no se les puede
meter a todos en el mismo saco. Sistemáticos o anti-sis-
temáticos (como Hertzen, el padre del movimiento), místi-
45
eos o ateos, socialistas o nihilistas, románticos o lacionalis
tas, reformistas o anarquistas, coincidían en una pasión
sufriente por el pueblo ruso afligido, una apología del do
lor redentor, el amor a lajusticia social y la exaltación en
ferniiza y el gusto por el exceso en todo.
En este asunto, los «populistas» pensaban por el pue­
blo y en su nombre, cosa que siempre resulta un poco
inquietante, pero defendían para el pueblo una felicidad
sencilla, o, si se prefiere así, el derecho a vivir como los
campesinos rusos, trabajando la tierra sin que les robasen
los productos unas instancias discrecionales, y practican­
do la solidaridad del pueblo que se encuentra en todos los
lugares del mundo. Naturalmente, creemos que si hubie­
ran tomado el poder, habrían sido incapaces de llevar a
cabo ninguna reforma sensata, por su desconocimiento
de los problemas y porque la buena voluntad fanáticaja­
más reemplaza al discernimiento indispensable para la
acción política. Pero la gran masa de campesinos rusos se
parecía más a su visión bucólica y comunitaria que a la
visión leninista del proletariado, libre de todas sus atadu­
ras y dispuesto a abandonar a su familia para sembrar por
el mundo una Ilustración de la cual no había empezado a
ver siquiera ninguna ventaja. A pesar de su ignorancia ro­
mántica de las realidades, los Narodniki se encontraban
más cercanos al pueblo que los vencedores definitivos de
la revolución roja.
Las características de los Narodniki recuerdan a Michelet
y su amor enternecido por el pueblo, es decir, esa vasta
parte de la sociedad que se ganaba el pan con el sudor de
su frente, y vivía bajo la autoridad de las élites. En nombre
del pueblo se consiguen las rupturas, y así termina Miche­
let su Historia de la Revolución francesa', esa historia, dice,
46
>l< sdc la primera página hasta la última |... | no ha teni-
• l>» masque un héroe: el pueblo»? La obra de Michelet, El
l'iii-hh), es un abecedario de la servidumbre y el odio, do­
minado por la gran admiración y la enorme ternura que
pioíesa al pueblo, sencillo y activo, dotado de discerni-
।m<-nlo y de una profundidad cuyo uso la élite ya ha per­
dido. El pueblo de Michelet está idealizado, desde luego,
|i< to se trata todavía de hombres presentes, de hombres
> l< aquí y ahora, que desearían comer carne más a menu­
do o poder defenderse frente a sus patronos.
Aquí y allá, las reivindicaciones expresadas en nom-
I >i <• del pueblo cubren la subsistencia y el bienestar. No se
ve que un «populismo» como el de los Narodniki haya
quedado relegado en los libros de historia al capítulo de
las demagogias, imposturas que se nutren de la desgracia
ilc los humildes.
El Partido del Pueblo americano, llamado de los Gran-
gcrs (pequeños granjeros), apareció también brevemente
en la misma época, a finales del siglo xix. Legalista y ape­
gado a los valores americanos, se constituyó contra los dos
partidos oficiales, republicano y demócrata. Conseguiría,
de manera efímera, obtener un cierto número de esca­
ños, hasta que los grandes partidos lo acabaron laminan­
do y captando su discurso. La aventura de los Grangers
demuestra que las ideas enunciadas por una minoría, que
los dos grandes partidos acordaron guardar en el cajón,
acabaron finalmente recuperadas por los mismos parti­
dos que las combatían. Cosa que puede suscitar diversas
reflexiones. En primer lugar, los impulsos populistas re­
cogen ideas que nadie quiere, pero que son sustentadas
por un parte de la población. A continuación, los partidos
oficiales no quieren que los plebeyos reclamen su parte
47
del poder, y preíicren por lanío adoptar una parle de su
programa para acallar sus veleidades de participación en
el gobierno. En un combate de ideas no existen más que
dos medios de desembarazarse de un adversario: elimi­
narlo o adoptar subsidiariamente sus tesis.
El partido de los Grangers populistas americanos esta­
ba constituido por una pequeña burguesía plebeya y pro­
pietaria, en general, aferrada a unos valores religiosos. Sus
reivindicaciones apuntaban a una renovación moral, casi
más que material. En ese sentido, el populismo americano
pone de relieve tanto los problemas de funcionamiento de­
mocrático como los temas contemporáneos del populismo.
La defensa del pueblo ideal
La revolución de 1917, como se sabe, tropezó ya desde un
principio con la cuestión del pueblo: sí, había que hacer
la revolución para el pueblo, pero ¿qué pueblo? ¿El que
existía entonces, con sus preocupaciones y sus esperan­
zas, o aquel que se esperaba formar? Porque no se pare­
cían absolutamente en nada. O para plantear de otro
modo la cuestión: ¿había que escuchar las aspiraciones
del pueblo o bien trabajar en su lugar, en su nombre y
para su bien, cuyo rostro él mismo ignoraba?
A principios del siglo xx, la época en que Lenin ela­
boró su acción revolucionaria, apareció con estrépito la
cuestión que engendraría el populismo contemporáneo.
El debate se inscribe en la historia como una querella
de capillas, una guerra picrocholina,
* enésimo episodio de
* Picrocholina: adjetivo referido al personaje Picrochole de la
obra Gargantúa Pantagruel de Francois Rabelais, y que se aplica a
una guerra absurda y ridicula. (N. de la t.)
48
Iik has ideológicas a las que se entregaron las (acciones
tevolucionarías antes de que Lenin se impusiera y estable-
(icra la preponderancia de su doctrina durante setenta
,nios. Argumentos tan olvidados que la obra que los rela-
i.i, ¿(¿wc hacer?, ya no se lee apenas en Europa, hoy en día.
I ryendo esas páginas a veces injuriosas y siempre inteli­
gentes, imaginamos esas reuniones grupusculares de riva­
les que se destrozan entre sí para saber cómo se tomará el
poder, entre arrestos y exilios. La cuestión que se plantea
en ese momento no es anodina, sin embargo. Expresa,
por el contrario, lo que se convertiría en un eslabón esen­
cial de nuestra relación con la política: ¿quiere el pueblo
su propio bien? ¿Lo conoce? Yen consecuencia, ¿hay que
escucharlo?
Como sabemos, Lenin formaba parte originariamen­
te de la corriente de los Narodniki, es decir, de los popu­
listas. Para renovar Rusia, se trataba pues de «ir al pueblo», o
dicho de otra manera, de dar un paso nuevo, de entender
las quejas y las voluntades de un pueblo menosprecia­
do, aplastado y humillado desde hacía mucho tiempo. La
teoría marxista había planteado en principio que los opre­
sores tenían ante ellos un futuro muy bueno, mientras el
pueblo no se despertase, mientras no diese cuenta de su
propia alienación. Hasta entonces, estaba alienado sin
darse cuenta, y casi satisfecho de estarlo, por una especie
de perpetuación de las costumbres ancestrales. Un opri­
mido que se despierta percibe de repente la injusticia de
aquel que le aplasta. Lenin y sus compañeros, en el seno
del movimiento llamado entonces «social democracia», se
adjudicaban la tarea de despertarlos. En tanto intelectua­
les, aportaban una doctrina: la descripción de un orden
justo, que debía reemplazar al otro. Era necesario además
que la gente quisiera una transformación, y que se hiciera
cómplice. Si no, no habría revolución.
49
Pero se produjo un fenómeno inesperado. Lenin es
cribía: «Un descubrimiento sorprendente amenaza con
derrocar todas las ideas preconcebidas».3 Esta era la sor
presa: cuando las masas se expresan, no emiten la misma
voluntad que el partido que trabaja para ellas. El proleta­
riado industrial reclama poder defenderse contra sus pa­
tronos, es sindicalista, desea aumentar su salario, vivir y
trabajar en condiciones decentes. El partido por su parte
quiere abolir el sistema capitalista, y por consiguiente la
noción misma de salario. Los campesinos, y este sería uno
de los problemas más graves con los que tropezaría Le­
nin, dado su número, seguían deseando vivir en el seno
mismo de sus tradiciones y sus costumbres comunitarias,
mientras el partido quería abolir las tradiciones y sacrifi­
car la religión. Conclusión amarga: el pueblo soñaba con
volverse pequeñó-burgués, categoría que el partido que-
lía suprimir, precisamente. Allí donde Lenin esperaba
batallones de descamisados revolucionarios, dispuestos a
todo para cambiar el mundo, encontró cohortes de pro-
■■........ •” *
' 1 ■■ - - 4. ~ '
* 1 1 ■ 11 —- ■ ---------- । . x__
gresistas y conservadores.~Decepcion.
Así surgió la diferencia entre «conciencia» y «espon­
taneidad». ¿Diferencia jesuítica? No. Sencillamente, ha­
bía que explicar por qué el pueblo sindicalista estaba
equivocado, y cómo es que el partido seguía siendo popu-
lista/popular. La espontaneidad hace aparecer los ele­
mentos instintivos de la revuelta, cuando ha tenido lugar
el despertar, pero carece todavía de razón.
Por el contrario la conciencia, de la cual están dota-
dos los intelectuales, expresa la verdadera voluntad del
porvenir. Solo la espontaneidad de las masas se opone al
partido. Pero cuando las masas sean conscientes, estarán
de acuerdo con él, ya que el paso de la espontaneidad a
la conciencia, en principio se trata de una cuestión de
grado, y no de naturaleza. Así Lenin se esforzaba por de­
50
mostrar (pie si el [meólo permanecía en el estadio primi­
tivo de la espontaneidad era porque los combatientes del
partido carecían todavía de organización y de tropas. Sin
embargo, la manzana ya tenía su gusano, y el argumento
mi (ontradicción: Lenin explicaba al mismo tiempo que
l.i «conciencia» no puede venir al pueblo más que desde
(i icra, es decir, por la aportación de los intelectuales. Es-
t < >s definen la doctrina a la cual el pueblo no aspiraría por
si solo. Se vuelve legítimo imponer al pueblo esa cons­
ciencia, y esa sería la base de la querella con Plcjanov. La
revolución rusa resultó de la victoria de un ideólogo ilu-
minado, Lenin, dispuesto a hacer la felicidad del pueblo
<pte confiaba en los deseos del pueblo.
Podemos preguntarnos cuáles eran lasjustificaciones
de la doctrina social-demócrata, es decir, en la época,
inarxista, porque esa doctrina no debía servir más que
para rehabilitar al pueblo, aunque este no quisiera ese
tipo de rehabilitación. La respuesta: nos encontramos
frente a un dogma habitado por la verdad universal, con­
tra la cual no tiene valor ninguna aspiración popular. El
pueblo, en sus deseos miserables, será el que resulte me­
nospreciado: esclavo del economismo, dice Lenin. El
hombre real, que desea simplemente vivir, se sacrifica a
Im 'hombre imaginario dispuesto a borrar su existencia
Ttrrte la tarea dé"Ia revolución total. Lo más interesante es
^constatar que los adversarios de Lenin, a los que él cita­
ba con indignación, analizaron claramente ese triunfo del
concepto sobre la vida, esa desvalorización de los hom­
bres presentes en provecho de futuros e hipotéticos su­
perhombres, lo que llamaban «la sobrestimación de la
ideología». Lenin les reprochaba hacer pasar la esponta;
neidad por delante de la conciencia, es decir, escuchar al
pueblo en su buen sentido instintivo. Llegó a decir inclu­
5J
so que el pueblo, por sí misino, es incapaz, de acceder,
más allá de la espontaneidad, a la conciencia, de ahí la
teoría del intelectual que está en vanguardia de la lucha,
que dicta al pueblo débil la vía de su verdadera felicidad,
El intelectual está armado, por su parte, de un conocí
miento científico, bien distinto de la experiencia cotidia
na del hombre medio. Nada bueno puede proceder de la
espontaneidad popular, ya que el pueblo no quiere más
que proseguir su vida y mejorar bajo los contornos qiir
adopta la realidad. Esa realidad hay que romperla.
Haciendo tal cosa, Lenin no tenía conciencia de per­
judicar una figura fundamental de lo humano, ya que no
creía que el hombre tuviera figura. Solo veía al hombre
como formado por conceptos, y para él, si el obrero recla­
ma convertirse en pequeño-burgués, es que la ideología
burguesa ha tomado la delantera a la hora de influir en
las mentalidades. Cuando la ideología comunista hubiera
superado su retraso histórico, en cuanto hubiera insufla­
do suficientemente sus argumentos y su propaganda, el
obrero querría la revolución. No se trataba para Lenin del
combate de un concepto contra la realidad, que no exis-
tía, sino de la lucha entre dos conceptos. Por ese motivo
el bolchevismo se convirtió en un despotismo ilustrado:
los bolcheviques creían que el pueblo no podía saber nada
por sí mismo porque, en sentido estricto, no existía, no
era más que aquello que construían losjdeólogos. Encon­
traremos de nuevo esa certeza íntima, más amortiguada y
no atreviéndose a teorizar, en muchas de las élites con­
temporáneas: la espontaneidad del pueblo no vale nada,
ya que todo está construido. Si una parte del pueblo con­
sidera que una sociedad no puede asimilar una población
extranjera por encima de un cierto umbral no es porque
obedezca al sentido común de la experiencia secular, sino
porque esa franja se ha visto influida por una ideología
52
t ii । .1.1, porque en realidad no existe ningún mundo lui-
i(l mi», ninguna coherencia interna, ningún postulado na-
ihi il lodo es concepto, incluso aquello que, inconscien-
h mi ule, obedece a un concepto oculto. ParaLenin, tener
ii । nenia la espontaneidad popular era hacer oportunis­
mo, es decir, no escuchar la voz de una existencia humana
luí id.«lora, sino dar vueltas como una veleta a merced de
i< utos contrarios, trabajar con el capricho del instante.
I h l.i misma manera, la élite de nuestra época tiene ten­
dí o
* ia a menudo a considerar que el pragmatismo es ni­
hilismo, porque no hay ningún concepto debajo de él. La
11 alidad carecería de legitimidad.
1.1 pueblo infiel
l .s pues a principios del siglo xx cuando se produce la
111 ptura estrepitosa. Plejanov, para no citar más que a esta
11 gura emblemática, es el primer populista contémpora-_
neo: se coloca del lado del pueblo, que reclama sindica-
i* ’S libertades y parlamentos. En ese sentido aparecqxomo.
un reaccionario, aceptando la validez de este mundo, aun-
<iiie desee mejorarlo marginalmente.
La diferencia crucial entre la espontaneidad y la con­
ciencia, que marca la separación existente entre la vida y
el concepto, suscita para el movimiento comunista una
dificultad permanente, al menos allí donde hay que con­
vencer, antes de tomar el poder, ya que una vez detenta el
poder, ya no se vuelve a preocupar por la voluntad del
pueblo. Cuando se ve obligado ajugar aljuego democrá­
tico, en una sociedad libre, el comuñismo debe tener en
cuenta las necesidades sencillas y cotidianas de sus electo­
res, porque el pueblo no aceptaría dedicarse a un concep-
•SM" .-■WSW'." ■ ... ■■
to. De modo que el partido comunista entra en el juego
53
(le los sindicatos, y contribuye durante todo el siglo xx,
en los países desarrollados, a mejorar la suerte de las «ma
¡
sas laboriosas», a fin de revalorizar a sus ojos su imagen.
Yal hacer esto, corta, por decirlo así, la misma rama en la
que está sentado: 1.a comodidad aleja de la revolución, y el
. í partido acaba por sacrificar su porvenir a sus con
presentes. La Francia de los «treinta gloriosos»,
* converti-
da en una sociedad de pequeños burgueses, rechazará
* Treinta gloriosos: época que abarca unos treinta años y que se
considera la edad de oro del capitalismo, desde el final de la Segunda
Guerra Mundial (1945) hasta la crisis del petróleo (1973). (N. de la t.)
poco a poco a los comunistas hasta la marginalización.
El caso es que el pueblo al cual el comunismo había
convertido en beneficiario único de sus actos no estuvo a
la altura de las esperanzas de aquellos que velaban amoro­
samente por él. Al menos así es como entendió las cosas
la élite. En realidad esta vivía de ilusiones, no sobre las
capacidades del pueblo, sino sobre la verdad de sus pro­
pias doctrinas. Pero ella lo ignoraba. Solo veía a un pue-
blo que desertó. Que le traicionó. Que se negaba a acep­
tar con agradecimiento la nueva vida confeccionada para
él. Que reprochaba a la ideología que le hubiera confisca­
do sus aspiraciones legítimas. Ahí se encuentra el princi­
pio de la historia del populismo.
Observemos la historia del populismo fracasado de
Lenin y la historia de los Grangers americanos. Según los
distintos grados de desarrollo, se oyen sobre todo dos mo­
tivos sucesivos. Cuando el pueblo se halla todavía en sitúa-
cion de miseria y de opresión, no espera mas que una
cosa: el fin de la humillación arbitraria y el desarrollo
de su bienestar material, salvaguardando sus costumbres.
Frente a estas reivindicaciones se encuentra Lenin (del
mismo modo que estuvieron los revolucionarios franceses
54
de finales del siglo xvm). Cuando el pueblo se encuentra
ya en un Estado de derecho y liberado del hambre y de la
inseguridad cotidianas, no espera más que una cosa: con­
servar sus valores fundadores, su identidad, la solidaridad
< le sus comunidades de pertenencia. Este es el llamamien-
lo de los Grangers. Generalmente, el pueblo, si pode­
mos nombrar así a un conjunto tan fluctuante, quiere un
bienestar suficiente y la continuidad de sus creencias.
Así es como, en el curso del siglo xx, los defensores
del pueblo cambian de rostro. Al principio son revolucio­
narios, que se desaniman rápidamente al tomar concien­
cia del hecho de que los pueblos no aceptan la transfor­
mación radical que se les propone. Después (y llegamos
al momento presente), son conservadores, hombres que
reconocen como suyas las aspiraciones del pueblo. Para
adoptar una terminología francesa, los defensores"dél
pueblo fueron en primer lugar hombres de izquierdas, y
después hombres de derechas, y la historia de los Gran-
gers atestigua por primera vez esa metamorfosis. La eos-
tumbre lingüística ha calificado a los primeros de popula-
res y a los segundos de populistas, cosa que indica en el
primer caso una generosidad solidaria, y en el último la
demagogia más vulgar e hipócrita. Pero ese es otro asun­
to, que trataré un poco más adelante.
55
Capítulo 3
El discurso populista
El hecho mismo de que en la época contemporánea solo
llamen «populista» a una corriente sus adversarios, y ella
misma prácticamente nunca se denomine como tal (hay
un polaco, Lepper, que reclama para sí el populismo,
pero es una excepción), demuestra que se trata de un
grupo político identificado por el odio que suscita. Adop­
tado de nuevo hace poco para añadir un matiz a la pano­
plia de lo insoportable en política, el populismo sigue
siendo antes que nada un insulto, y debido a este hecho,
parece impedir que se investiguen cuáles son los auténti­
cos límites. Pero que sea un insulto también significa algo,
a condición de examinar las características comunes de
todos los grupos vilipendiados. La definición que damos
aquí no empieza por el examen de la idea, imposible de
acotar porque carece de objetividad, sino por la localiza­
ción de todo aquello que se designa de ese modo.
Como la democracia representa ahora mismo el único ré­
gimen aceptable, el comportamiento populista se consi­
dera antidemocrático. Me parece que se trata de un pro­
ceso malo. No se le detesta porque sea antidemocrático,
57
sino más bien ;il contrario, como es detestado, se lo colora
aparte de la democracia. Ya volveré a ello más adelante.
El populismo y la demagogia se suelen confundir ha
bitualmente, pero el populismo no se reduce a una mam-
ra de correr al encuentro de los deseos presentes del pin­
ólo. de prometerle el objeto de sus envidias. Si no, habría
que preguntarse por qué se trata a Perón de populista poi
haberpromulgado, entre otras cósasela ley de las vacado
nes pagadas, y en cambiojamás a Léon Blum. O más aún:
habría que tratar de populistas a la mayor parte de los
gobiernos contemporáneos, que no saben presentarse
ante los electores sin imaginar algún derecho nuevo: ¿qué
candidato propondría abolir un derecho que se haya
vuelto superfino o dañino? Ninguno se atrevería. En la
democracia mediática del sufragio universal, una dosis de
demagogia se ha convertido casi en una necesidad, aun-
que luego se lamente.
El candidato populista, pues, ¿es aquel que va a bus­
car sus votos en los medios populares? ¿Aquel cuyo pro­
yecto político va al encuentro de las exigencias del pueblo?
Pero ¿no es ese precisamente el objetivo de la democra­
cia? ¿Existe un pueblo malo, un pueblo que no tenga más
que caprichos, y jamás ideas? A través de ese desprecio
inaceptable, el populismo encuentra sus falsas defini­
ciones.
Las corrientes populistas son «contra». P. A. Taguieff
ha delimitado una versión del populismo «protestataria».1
Pero esa protesta no es tan heteróclita como se podría
creer, ya que no se trata de populistas a las corrientes eco­
logistas, trotskistas, bovistas o antiglobalización, a pesar
de algunas propuestas de inscribirlas también en ese mar­
co.2 La protesta no basta pues para definir la idea. Los
«populismos de izquierdas» son excepciones, por ejem-
pío el de Stambolijski a principios del siglo xx en Bulga-
iia, que defendía la reforma agraria fuera de lodo nacio­
nalismo, y se autoproclamaba pacifista.
Se trata pues en primer lugar de dibujar los perfiles
del populismo a través del discurso propio de aquellos
que lo han diseñado así. A través de su manera de conside-
i ¡ir la sociedad, su visión del destino común. Dentro de los
diversos programas europeos llamados populistas se en-
i uentran un cierto número de constantes. Sin pretender
ser exhaustivos, se pueden subrayar las más importantes.
Identidad y moralismo
1 ,as corrientes llamadas populistas critican el individualis­
mo moderno y defienden los valores comunitarios de la
familia, la empresa y la vida cívica. Defienden el trabajo
como valor, lamentando que un cierto número de ciuda­
danos que se han vuelto consumidores de subsidios ha­
gan todo lo posible por escapar al empleo. Haider deplo­
ra la desaparición de las solidaridades en la sociedad
posmoderna, el egoísmo que se deriva de la disolución de
la familia. El movimiento Fono, Italia propugna los valores
de la responsabilidad personal y la ayuda mutua entre
grupos, frente al deseo de protección por parte del Esta­
do. Ese tipo de discurso está anclado de forma natural en
la tradición religiosa, en los países donde esta conserva
su importancia, como en Polonia. La demanda de una
solidaridad de persona a persona, o de grupo a grupo,
corresponde al rechazo de la excesiva amplitud del Esta­
do-providencia. Para los populistas escandinavos, el Estado-
providencia alimenta a los aprovechados, y ahí es don­
de se ve la deriva. Los populistas se oponen a la burocracia
estatal, igual que hicieron los partidarios franceses del
poujadismo, que representó el nacimiento del populismo
59
contemporáneo en Francia. Forza Halla reclama la reduc­
ción de los impuestos y de la protección social. Es lógico
que la crítica del Estado omnipotente y la del individualis­
mo vayan a la par, ya que uno engendra al otro, al respon-
derle. Dentro de las corrientes populistas se halla un de­
seo de volver a las ^relaciones humanas concretas y a la
virtud de la vecindad. Aquí encontramos el romanticismo
de la solidaridad perdida con la modernidad.
Pero la crítica al poder del Estado no significa que las
corrientes populistas sean económicamente liberales: al­
gunas lo son, como en Suiza, y otras no, como en Francia.
Los populistas hacen alarde de un combate moral, inclu­
so edificante. Yen ese sentido, la protesta de esas corrien-,
es se inscribe casi siempre en el sentido de una moraliza- .
ción de la política y sus costumbres. En Varsovia, el partido
de los gemelos Kaczynski, que se llama Ley yjusticia, puso
en funcionamiento una oficina de lucha contra la corrup­
ción que adoptó como primera medida la tarea de en-
frentarse a los corruptos del antiguo régimen. Esa protes­
ta se inscribía en la crítica de la élite, responsable de las
perversiones morales, de la venalidad y de los chanchu­
llos políticos. Se puede uno extrañar de ver hasta qué
punto nuestra época, tan moralizante, rechaza la morali­
zación del populismo, pero es que solo nos parece legíti­
ma la moralización de los derechos humanos, emotiva y
compasiva, mientras que aquí solo tenemos ante la vista la
del espíritu tradicional, fría y marcial. En esta ocasión se
exaltan valores muy distintos. Los populistas defienden
los valores de la fidelidad, la solidaridad, la honestidad.
La opinión dominante defiende los valores de la igualdad
y la apertura. Mientras la antigua moral del heroísmo ha
dejado su lugar a una moral de la victimización, los gru-
•« »s populistas conlinúan deíéndiemlo el heroísmo, y eso
¡hs confiere un carácter marcial inapropiado para nuestra
h pora.
I ,as corrientes que se llaman populistas valoran mu-|
1110 la identidad de la nación o del grupo de pertenencia;
Manifiestan una conciencia fuerte de oposición entre
i insóleos» y «los otros». Por eso desconfían de la integra-
ll
Icion del país dentro de un conjunto mas amplio, en este
)i .iso de Europa, de la porosidad de las fronteras y del de-
tolio de la emigración. Según el caso, pueden apelar a
la independencia del país o lamentar la soberanía perdi­
da, a menudo son violentamente hostiles a América en
i.izon de la hegemonía que perpetúa, y naturalmente,
son antiglobalización. Pero su antiglobalización es la in­
versa de los de extrema izquierda: esta critica la compe­
le! icia y la desigualdad engendradas por la globalización,
y querría que se pudiera nivelar, por ejemplo, el derecho
.11 trabajo en toda la tierra; los populistas en cambio con­
denan la uniformización provocada por la multiplicidad
de contactos. Así, los primeros responden a la globaliza­
ción mediante una voluntad de establecer una igualdad
universal, los otros pidiendo que se protejan las particula-
i idades.
Christopher Blocher, cuya postura es preponderan-
le, está considerado un populista y un fascista porque ha
contribuido a una fuerte disminución de la inmigración
en Suiza, y porque defiende la independencia y la sobe­
ranía suizas frente a los organismos internacionales y a
Europa. El antieuropeísmo de Haider está menos claro,
pero su política de emigración sí que lo está, así como su
actitud ante las minorías: Austria y los austríacos son lo
primero. En Bulgaria, Volen Siderov se enfrentó al presi­
dente saliendo en la segunda vuelta de las elecciones pre­
sidenciales de 2006, en una configuración parecida a la
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  • 1. POPULISMOS UNA DEFENSA DE LO INDEFENDIBLE CHANTAL DELSOL
  • 2. Catalogar a alguien de populista es hoy una injuria. Populismo es un insulto que se utiliza de forma sistemática para menospreciar a partidos de izquierda y de derecha por igual, ya sea Syriza, Podemos o el Frente Nacional, y cuyos votantes son considerados poco menos que tarados o idiotas. Este es sin embargo un fenómeno nuevo, pues históricamente el populismo albergaba las esperanzas de las clases populares por ver sus ¡deas y demandas representadas en un espacio político copado por las élites. Chantal Delsol, intelectual de reconocido prestigio, se ha propuesto hallar las causas del ostracismo al que ha sido condenado el populismo y analizar qué relación tiene ello con los graves problemas de desafección política. La autora incide así en los lazos existentes entre el pueblo y el arraigo, entre las élites y la emancipación, porque es donde anidan las razones del repudio a los movimientos populistas. Esta constante estigmatización no es más que el claro ejemplo de la enfermedad de una democracia que, lejos de aceptar su pluralismo inherente, utiliza el desprestigio para rechazar aquellas ¡deas que son contrarias a las de la élite dominante. «La audacia de este libro reside más en su fondo que en su forma. Todo está en él: el conocimiento del asunto tratado, la cultura clásica, la perspectiva histórica, el rigor intelectual y una moderación argumenta! que no sirve de obstáculo para la defensa apasionada de su punto de vista filosófico y político.» Le Fígaro CREATIVE COMMONS CC
  • 3. k Sólo páginas 1 - 97 Los contenidos de este libro pueden ser reproducidos en todo o en parte, siempre y cuando se cite la fuente y se haga con fines académicos y no comerciales
  • 4. POPULISMOS UNA DEFENSA DE LO INDEFENDIBLE CHANTAL DELSOL
  • 5. Obra editada en colaboración con Editorial Planeta - España Título original: Populismo. Les demeurés de l’Histom © 2015, Les éditions du Rocher © 2015, María Morés, de la traducción Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo y propiedad de la traducción: © 2015, Editorial Planeta, S.A. - Barcelona, España Editorial Ariel es un sello editorial de Editorial Planeta, S.A. © 2016, Ediciones Culturales Paidós, S.A. de C.V. Bajo el sello editorial ARIEL M.R. Avenida Presidente Masarik núm. 111, Piso 2 Colonia Polanco V Sección Deleg. Miguel Hidalgo C.P. 11560, México, D.F. www.planetadelibros.com.mx www.paidos.com.mx Primera edición impresa en España: septiembre de 2015 ISBN: 978-84-344-2269-8 Primera edición impresa en México: marzo de 2016 ISBN: 978-607-747-156-1 Impreso en los talleres de Litográfica Ingramex, S.A. de C.V. Centeno núm. 162-1, colonia Granjas Esmeralda, México, D.F. Impreso en México - Printed in México Licencia Creative Commons 4.0 Internacional (Atribución-No comercial-Compartir igual)
  • 6. índice Introducción.................................................................. 11 CAPÍTULO 1 Origen: el idiota y lo común..................................... 17 El líder de multitudes............................................ 21 Los numerosos y los algunos................................... 23 Pobres y malos a la vez.......................................... 31 La ciudad pertenece a los peores granujas........ 34 La razón antigua y la razón moderna................. 38 capítulo 2 La traición del pueblo................................................ 41 La defensa del pueblo real. . ................................. 44 La defensa del pueblo ideal................................. 48 El pueblo infiel...................................................... 53 capítulo 3 El discurso populista.................................................. 57 Identidad y moralismo.......................................... 59 La palabra obscena................................................ 63
  • 7. < :a pí i oí o <| Una dogmática universalista..................................... 69 La emancipación erigida en dogmática ............ 70 Rechazo del concepto............................................ 75 Los medios populistas y el arraigo....................... 79 Un debate prohibido............................................ 84 capítulo 5 El idiota del populismo no es un ciudadano........ 87 Definición contemporánea de ciudadano ........ 88 La sacudida del sentido................... ................ 93 capítulo 6 La perversión del particularismo............................. 97 El idiota y el criminal............................................ 98 Amistades peligrosas.............................................. 103 Las asimilaciones insultantes............................... 108 CAPÍTULO 7 El populismo frente a la democracia contemporánea.......................................................... 113 Disimulo y revuelta................................................ 117 La utilización del carisma..................................... 122 capítulo 8 Desprecio y odio al pueblo........................................ 129 El campo de la brutalidad................................... 131 El campo de la tontería........................................ 133 El campo del «ensimismamiento»....................... 134 El campo de la frustración................................... 137 Los retrasados........................................................ 138
  • 8. CAPI J ULO C) Expresiones de desamor............................................ 143 Capitales y provincias............................................ 146 Centros y periferias................................................ 149 Los retrasados de Europa..................................... 153 «Sociedades frías» y «sociedades cálidas».......... 156 Dos pueblos en lugar de uno............................... 158 CAPÍTULO 10 Morir por la patria, o la metamorfosis del ciudadano............................................................ 163 ¿Quién es ciudadano?............................................ 165 Un bien público unlversalizado........................... 169 Sentido de la educación democrática................. 171 Conclusión..................................................................... 175 Notas................................... 179
  • 9.
  • 10. Introducción El término «populismo» es, en primer lugar, un insulto: hoy en día hace mención a aquellos partidos o movimien­ tos políticos que se considera que están compuestos por gente idiota, imbécil o incluso tarada. De tal modo que si detrás de ellos hubiera un programa o unas ideas (y de todo esto vamos a hablar aquí), serían por tanto unas ideas idiotas, o un programa idiota. Hablamos de idiota en su doble acepción: moderna (un espíritu estúpido) y antigua (un espíritu engreído por sus propias particularidades). En la comprensión del fenómeno populista, una y otra acepción dialogan y se superponen de una manera carac­ terística. Se nos hace un poco raro, la verdad, definir una co­ rriente política por su imbecilidad, sobre todo en demo­ cracia, donde en principio reinan el pluralismo y la tole­ rancia entre las diversas opiniones. En la designación de «populismo» hay, por tanto, un cierto rechazo de la de­ mocracia. Ese es el tema de este libro: ¿por qué motivo se ponen en cuestión nuestras democracias, en esta ocasión? ¿Qué tienen tan grave los movimientos acusados de popu­ lismo como para tener que excluirlos de la tolerancia co­ mún, tan cara a la democracia? 11
  • 11. Rcsiilla obvio el interés de intentar comprender nn fenó­ meno así <le curioso. En el presente se tiene la costumbre de designar con el término de «populistas» a todo tipo de movimientos o partidos distintos, por el único motivo de que nos desagradan. Pero hay que saber por qué desa­ gradan tanto, y entonces es cuando nos damos cuenta de que esos movimientos tienen todos unas características comunes. El populismo tiene una historia que coincide con la de la democracia moderna, de la cual representa a la vez el remordimiento, el insulto y la nostalgia, en una alquimia contradictoria y misteriosa. De una manera general, será difícil atribuir una defi­ nición al populismo, ya que se trata de un insulto, antes que un sustantivo. Para la gente civilizada que se supone que somos designa en primer lugar lo execrable. Dicho de otra manera: antes de definir las características hay que asumir su mala reputación. Ese paso nos permitirá apren­ der mucho sobre nuestra época. El populismo contemporáneo nos será mucho más fácil de comprender si partimos de la demagogia antigua y del vocabulario griego relativo a la idiocia. En su sentido antiguo y etimológico, un idiota era un particular, es decir, alguien que pertenece a un grupo pe- queño y ve el mundo a partir de su propia mirada, care­ ciendo de objetividad y desconfiando de lo universal. El ciudadano se caracteriza por su universalidad, su capaci­ dad de contemplar la sociedad desde el punto de vista de lo común, y no desde un punto de vista personal. Es decir, su capacidad de dejar a un lado el prisma propio. La de­ mocracia está fundada sobre la idea de que todos, gracias al sentido común y a la educación, podemos acceder a ese punto de vista universal, que es el que forma al ciudadano. Pero ya en las antiguas democracias, la élite recelaba del pueblo y a veces incluso lo acusaba, a todo el pueblo ente- 12
  • 12. demasiado pendientes de sus propias pasiones e intereses particulares en detrimento de lo común. El ue llamamosl I v f demagogo atiza e pasiones en el pueblo. El adulador del --. _ O -C> -.ixe..-- —- -..... i «n.,.. .. pueblo opone el bienestar al bien, la facilidad a la reali- dad, el presente al porvenir, las emociones e intereses pri- marios a los intereses sociales, elecciones que son siempre éticas. El medio popular, ¿está más dominado por sus pa- siones particulares que la élite? Esa idea oligárquica sigue viva, tenazmente, en el seno mismo de la democracia. .. El populismo recurre a la demagogia, pero de un modo totalmente distinto, como veremos. Hace un siglo el populismo no era un insulto, sino un término que designaba a un partido o a un grupo político específico, en Estados Unidos o en Rusia. La palabra tomó su acepción peyorativa a principios del siglo xxi. Entre los dos sentidos se produjo un cambio importante: el mo­ vimiento emancipador de la Ilustración perdió en gran parte el apoyo popular. Y esa pérdida se vio como una traición. Lenin ya había sufrido una decepción de este tipo, al darse cuenta de que el pueblo ruso quería algo distinto a hacer la revolución, cosa que le condujo a utili­ zar el terror. Hoy en día asistimos a ese mismo fenómeno: la izquierda tiene la sensación, bastante justa, de haber perdido al pueblo. ¿Ycómo lo ha perdido? El elemento propiamente po­ pular no se adhiere ya a las convicciones de la izquierda, de ahí el populismo, una palabra despectiva que respon­ de a la traición del pueblo a sus defensores. Igual que el pueblo ruso se oponía a Lenin porque se aferraba a su tierra, a su religión y a sus tradiciones, el elemento popular europeo se opone hoy en día a la ideo-
  • 13. l<>gi;i moderna a la cual se adhiere la opinión dominante, considerando (pie la globalización va demasiado lejos, (pie la liberalización de las costumbres va demasiado le­ jos, que el cosmopolitismo va demasiado lejos. Se convier­ te por tanto en el adversario número uno, el wantedde la época contemporánea, en razón de su peligrosa irreduc- tibilidad a la visión elitista de la emancipación de la Ilus­ tración. Lo opuesto a la emancipación de la Ilustración es el arraigo en lo particular (tradiciones, ritos, creencias, gru­ pos restringidos). La clase popular tiene la sensación de que la élite ha llevado demasiado lejos la emancipación, desde todos los puntos de vista y en el sentido de una in­ diferencia hacia los principios y las costumbres de los gru­ pos restringidos. Por eso se irrita y por eso se convierte en un adversario para la élite. La élite no responde mediante argumentos, sino con desconsideración: describe al parti­ cular como un rematado idiota, con el fin de camuflar su estatus de enemigo ideológico. Dice que no entiende nada, pero solo para no tener que argumentar contra su opinión inoportuna. Dicho de otro modo, una parte del elemento popular defiende el arraigo, en oposición a la emancipación pos­ moderna. Y la élite, descontenta coa.semejante traición, interpreta esa defensa del arraigo como simple egoísmo. Por ejemplo: si la gente sencilla anuncia que prefiere conser­ var sus tradiciones propias, en lugar de que se le impongan las de una cultura extranjera (enviar a sus hijos a escuelas donde sus compañeros hablen francés), se deduce que son egoístas y xenófobos. O en otras palabras, que son idio- tes, particulares incapaces de elevarse a lo universal, y por tanto malos ciudadanos, a la vez imbéciles (no compren­ den el universalismo cosmopolita) y unos cabrones (no aman a los demás). En realidad no son ni una cosa ni otra,
  • 14. por lo general: sencillamente, estiman que la emancipa­ ción que abole las fronteras ha ido demasiado lejos, ya qtte (odos tenemos necesidad de fronteras y de diferencias, y < le basarnos en particularidades. Sobre esa asimilación voluntaria reposa el populismo de hoy en día. El particularismo era en los antiguos una insuficiencia cultural; ahora se ha convertido en un cues- tionamiento ideológico. Y como los partidarios de la emancipación de la Ilustración consideran que su pensa miento representa el bien absoluto y no soporta ningún debate, ven a los contradictores como unos tarados y unos viciosos. Así es como el populismo del siglo xtx en Rusia, en América, visto objetivamente como una corriente política entre otras, se ha convertido hoy en día en un insulto. Así es como lo «popular» se ha convertido en adversario. Estas observaciones nos conducirán a precisar aquí la oposición entre el pensamiento del arraigo y el pensa­ miento de la emancipación. La necesidad que tienen las sociedades humanas de conseguir un equilibrio, siempre frágil, entre esos dos polos, nos indica hasta qué punto los «populismos» remiten a, exigencias fundacionales, y no solamente a los caprichos de unos tontos o a unos deseos cínicos. Es posible que los populismos de hoy en día no hagan más que sacar a la superficie, aunque de manera simplista e mócente, las terribles lagunas de la posmoder­ nidad. Y finalmente llegaremos a intentar comprender por qué, sin que la realidad cambie, la izquierda es popular y la derecha populista. Y de qué forma se explica ese me­ nosprecio, a través de un campo léxico impresionante: el del ensimismamiento, la frustración y la tontería.
  • 15. Ea obsesión contemporánea por el populismo denota el aspecto más pernicioso del pensamiento contemporá­ neo. El menosprecio de clase es tan odioso, a su mane­ ra, como el menosprecio de raza, y sin embargo en Europa, mientras esto último es un crimen declarado, lo primero es un deporte nacional.
  • 16. Capítulo i Origen: el idiota y lo común Los primeros «populistas» de nuestra historia son sin duda los numerosos tiranos que tomaron el poder en las ciudades griegas de tiempos arcaicos, es decir, entre los siglos vil y vi antes de nuestra era. Si observamos su com­ portamiento, su manera de acceder a las funciones supre­ mas, se constata una analogía sorprendente con el fenó­ meno populista contemporáneo. Por otra parte, sobre este tema, el pensamiento platónico representa un prelu­ dio a losj.uicie«íCOTitemporáneos. El. tirano griego mantiene con la multitud una com- plicidad_apaskmada--y venenosa. Es ella quien le lleva al poder; él la halaga y ella le aplaude. En la época, las ciu­ dades estaban gobernadas por potentes oligarquías que hacían poco caso a una población esencialmente rural. Hasta tal punto que, en determinadas ciudades, los oligar­ cas prestaban, al asumir sus cargos, este espantoso jura­ mento: «Seré el adversario del pueblo, y haré al Consejo todo el daño que pueda».1 No es de extrañar, por tanto, que se diera el caso de que algunos aventureros, en general buenos oradores, arengasen a las multitudes y les prome­ tieran mejorar su suerte. Los tiranos griegos generalmente surgían de ese pue­
  • 17. blo <il que defendían. Giges de Lidia, el primer tirano co­ nocido, según la leyenda fue antes esclavo; Ortágoras de Sición era hijo de un carnicero, Cípselo de Corinto de un alfarero, Denis de Siracusa de un arriero... Esos hombres, que a veces incluso conseguían fundar dinastías tiránicas, tomaron el poder aprovechando crisis alimenticias o peli­ gros exteriores, cuya importancia exageraban para fun­ dar en ellos su legitimidad. Sería excesivo concederles únicamente y en todos los casos el mérito de las estrate­ gias cínicas de la astucia. Sus intenciones eran ambivalen- tes, como sin duda vio bien Aristóteles, que escribió: «El tirano sale del pueblo y de la multitud para protegerla contra los notables, de modo que el pueblo no sufra nin- guna opresión por su parte», y hablajusto después de los «demagogos que han conseguido la confianza del pueblo criticando a los notables».2 Ya sea sincero el tirano o ya utilice al pueblo como un simple medio (el enorme número de tiranías en esta época hace imposible la generalización), los antiguos siempre se muestran severos frente a ese hombre sin edu­ cación, que predice calamidades, promete reformas in­ sensatas, distribuye tierras, aumenta la paga de los solda­ dos y maltrata a los acreedores. Por otra parte, rodeado de gente insignificante, se deja aconsejar por picaros: «Timofanes recorría la plaza pública acompañado por gente de la peor fama».3 Al final la multitud será la perde­ dora y la engañada: el tirano, después de haber suprimi­ do a las élites, gobernará en contra de ella. Se cuenta aquí la historia de una gran pasión y de una gran superchería, unidas en el fragmento lacónico del poeta Alceo, hablan­ do de Pitaco: «Todos reunidos para aclamarlo, lo nom­ braron tirano de esa ciudad bondadosa e infortunada».4 Son los aristócratas los que cuentan la historia, todo hay que decirlo. Y si los aristócratas a veces pueden amar al 18
  • 18. pueblo, detestan sobre todo y por encima de todo a los advenedizos. ¿No deberíamos adjudicar a los oligarcas confusos la misma duplicidad que al tirano, es decir, pensar que criti­ can menos la impostura tiránica que la pérdida de su pro­ pio poder? Las circunstancias de múltiples relatos lo dejan entender así, evidentemente. Sin embargo, no es eso lo que nos interesa aquí, sino más bien la cuestión siguiente: ¿por qué hay que considerar catastrófico el hecho de que un hombre, aunque sea más bien inculto, se incline hacia el pueblo y hacia sus miserias? Los escritos más tardíos, contemporáneos de la democracia ateniense, continúan vilipendiando a ese sinvergüenza triunfante, hasta el punto de hacer de su régimen «la últíma enfermedad del Estado». ¿Qué diferencia hay entonces entre la democracia que as­ pira al bien del pueblo y la tiranía que aspira al bien del pueblo? ¿Por qué se alaba una y se denigra la otra, siempre en nombre del pueblo? Hoy en día nos haríamos esta pre­ gunta similar: ¿por qué hay que honrar a Lenin e injuriar a Chávez? ¿No se proponían acaso tanto el uno como el otro defender al pueblo, aunque ese generoso propósito no se viera en absoluto seguido por los efectos previstos? El tirano, muy a menudo, comienza su carrera como jefe del partido más popular, como escribe Aristóteles a propósito de Pisístrato: «Pisístrato erajefe del partido po­ pular y estratega cuando se convirtió en tirano», y antes de tomar el poder, «se consideraba a Pisístrato el más en­ tregado a la democracia».5 El personaje del demagogo está extremadamente presente en los escritos griegos de los siglos v y vi, como si constituyera un aspecto habitual, aunque desacreditado, de la democracia. Tiranía y demo­ cracia mantienen relaciones turbulentas, sobre todo dado que la primera, al abolir las aristocracias, prepara el lugar para la segunda. 19
  • 19. Por (auto, una mala utilización de la defensa del pue- I>lo hará aparecer esa fot nía original de populismo como una degradación cíe la democracia. Así, Tucídides descri­ be al verdadero demócrata, Pericles, frente a sus suceso­ res demagogos: «No era de esos que se dejan dirigir por el pueblo en lugar de dirigirlo ellos, ya que, no buscando aumentar su poder por medios condenables, no le dirigía jamás palabras dictadas por la complacencia. Tal era el crédito del que gozaba, que incluso llegaba a provocar su cólera oponiéndose a sus deseos. [...] Entre sus sucesores, ninguno pudo afirmar una verdadera superioridad sobre los demás. Deseando todos alcanzar el primer lugar, para complacer al pueblo dejaron en sus manos la dirección —- - (le todos los asuntos».0 Para los griegos, tanto la tiranía como la democracia decadente están entregadas a los aduladores. El tirano vive rodeado de lisonjeros, y el pueblo mal dirigido está rodeado de demagogos." Aristófanes, para el cual los de­ magogos representan uno de los blancos principales, su­ braya hasta qué punto es fácil engañar al pueblo median­ te halagos: «¡Oh Demos, qué bello es tu imperio! [...] Es fácil manipularte: te encanta que te halaguen y te enga­ ñen, siempre escuchando a los charlatanes, con la boca abierta».8 Jacqueline de Romilly afirma que «la palabra misma demagogo, que en su origen quería decir jefe del pueblo, tomó así, en el curso del siglo quinto, el sentido desfavo­ rable que le es propio hoy en día».9 Se sabe desde siempre lo fácil que es engañar a una multitud. Herodoto decía, a propósito de la historia de Aristágoras: «Es mucho más fácil, según parece, engañar a muchos hombres que a uno solo».10 Es necesario que el pueblo sea débil para que los demagogos puedan fácil­ mente «aprovechar su cólera para extraviarlo».11 20
  • 20. El líder de multitudes La cuestión de ¡a tiranía y después de la demagogia en el seno de la democracia naciente, ¿sería una cuestión de multitudes? ¿Es un problema relacionado con la masifica- ción? Encontramos los inicios de una psicología de la multitud en los antiguos. Ya en Homero se describe a la mul­ titud como un mar agitado, una masa imprevisible y vio­ lenta, capaz de llevárselo todo a su paso: «un mar estruen­ doso»,12 dice el poema. Cuando Aristóteles cuenta la historia de Solón, pone de relieve la dificultad principal de la tarea del legislador: «contener al pueblo», y compa­ ra a este último con unajauría de perros. Desde la pri­ mera democracia, se sabe que es más probable que los individuos reunidos acaben entregándose a sus pasiones que si estuvieran solos o en grupos pequeños: «Cada uno de vosotros aisladamente sigue la huella del zorro, pero todos juntos tenéis el alma boquiabierta», escribe Solón. YAristófanes, en Los caballeros: «¡Estoy perdido! Ese viejo, en su casa, es el más agudo de los hombres, pero en cuan­ to se sienta en esa piedra (en la asamblea del pueblo) se queda con la boca abierta, como si se estuviera atiborran­ do de higos secos»?4 Encontramos en estos textos lo esencial de los análi­ sis que se llevarán a cabo en cada época desde «la época de las masas». La democracia griega funcionaba con natu­ ralidad a partir de una multitud, un conjunto de varios miles de hombres reunidos en un solo lugar, y las reglas de la psicología de las multitudes se encontraban ya allí con su verdad más sórdida. Cuando se reúne un gran nú­ mero de personas, cada uno tiende a perder entre los de­ más su capacidad de razonar y de juzgar con cordura, como si la conciencia individual, a la vez inteligencia de las situaciones y capacidad moral, se diluyese. En medio 21
  • 21. (le la multitud siempre es la pasión la primera que habla: esa exaltación de partir al combate, sin reflexionar sobre los riesgos y lo que está en juego, por ejemplo, de la que habla Tucídides a propósito de la expedición de Sicilia, hasta el punto de que los espíritus más lúcidos toman la decisión de callar, «temiendo pasar por malos patriotas» si desaprueban en público el ardor fanático de la multi­ tud que los rodea. Yla pasión, como sabemos, se expre­ sa en el preciso instante que la nutre, de ahí la versatili­ dad de las multitudes, su capacidad de cambiar de opinión de un momento a otro, como por ejemplo entre los ate­ nienses descontentos que imponen una multa a Pericles y después lo reeligen estratega, «con esa inconstancia que acostumbran a tener las muchedumbres».16 La multitud es olvidadiza, pasa de la indulgencia extrema a la severi­ dad extrema, del fervor a la negligencia, de la cólera al desánimo, de modo que resulta incapaz de llevar una po­ lítica verdadera, que exige la reflexión a largo plazo y evi­ ta la espontaneidad peligrosa. Cuando Platón habla del «enorme animal» constitui­ do por el pueblo de la democracia, se trata de una multi­ tud: «Juntos vienen, multitud compacta, a ocupar el lugar en la Asamblea, en el tribunal, teatro, campo, en toda concurrencia o reunión de población».1" La masa patalea y emite a diestro y siniestro juicios mordaces, tan excesi­ vos como contradictorios. Platón describe con su finura habitual cómo observan los manipuladores de multitudes a ese animal enorme y terrorífico, estudian sus reaccio­ nes, acechan sus debilidades y descubren su talón de Aquiles, y después, con la audacia de los domadores, le hacen frente y lo domestican, llevándolo adonde quieren, sin que él se dé cuenta. Describe también aljoven educa­ do, perdido en esa multitud, petrificado ante ese impulso que le desborda, y que pronto se dejará llevar por la co­ 22
  • 22. i tiente. Ya está montado el decorado: la multitud, a la vez । nivada de conciencia y dotada de poderes, aplastando en si i seno la conciencia individual enloquecida, y el domador que la amaestra, siguiendo hábilmente los meandros de sus pasiones fluctuantes. Sin embargo, sea cual sea la lucidez de los clásicos en <1 aspecto de la psicología de las multitudes, la presencia del demagogo, ese antepasado del populista, depende de factores más profundos, y no es solamente, ni mucho me­ nos, el agrupamiento de la gente lo que permite y nutre sn desvío. Los individuos no pierden la razón únicamente porque estén reunidos. Aparte de las circunstancias que los muestran reunidos, carecen de juicio naturalmente. Y ahí es donde abordamos el verdadero problema demo- ciático. Los numerosos y los algunos En la atmósfera de la democracia griega aparece una ex­ presión que, aunque sencilla y presente en toda sociedad humana, se revestirá aquí de un significado esencial: los numerosos. Se trata de designar, de una manera en princi­ pio trivial, la masa de habitantes de la ciudad, sean ciuda­ danos o no; la suma de todos los hombres de la calle, indi­ viduos grises, todos y nadie en particular. No se trata de una multitud reunida, sino de una serie de gente dispersa que vive aquí, que vive bajo estas instituciones, obedece a estas leyes, practica esta cultura y esta forma de vivir. Nom­ brar así a un conjunto hace pensar que se le puede distin­ guir de otro grupo, ya que no se le nombra más que con relación a otra cosa. Los numerosos no son la masa de los habitantes de Atenas, con relación a los de otras ciudades o con relación a los vecinos bárbaros. Los numerosos se dis- 23
  • 23. (ingiien de los algunos en el seno de la misma ciudad. Se caracterizan por una cierta manera de comportarse. En la ciudad, los algunos que piensan realmente miran a los nu­ merosos, los identifican y los designan. Por el contrario, los numerosos no definen a los algunos, ni se definen ellos mis- mos. En la ciudad democrática aparece una diferencia, aparentemente muy poco democrática, entre una masa observada y un pequeño grupo que observa a la masa. Los numerosos son, por definición, superiores en can- tidad a los algunos, pero inferiores en calidad. Queda esta­ blecida, por tanto, la certeza de la existencia de una élite cuyos criterios hay que definir. Esos criterios no se pare­ cen a los de la oligarquía. Su especificidad representa el núcleo original que permite la aparición del populismo en una democracia. Los numerosos están apegados a sus deseos propios. Carecen de visión de conjunto para conceptualizar y que­ rer el bien común. Aristóteles se acerca al tirano del pue­ blo retenido por sus bajos instintos. Ni uno ni otro con­ templan el bien común, sino que se regodean en el placer del instante. Al principio, dice, los Treinta se portaban bien, y por ejemplo «ejecutaban a los sicofantes y los mal­ vados que hablaban al pueblo contra sus verdaderos inte­ reses, solo por agradarle».18 Se ve al demagogo como aquel que mantiene la tentación, tan extendida, de vivir solo para uno mismo, descuidando el bien de todos. Parece que hay dos factores vinculados entre sí que caracterizan a aquellos a los que llamamos los numerosos: el apego al principio del placer y el desconocimiento del Cl apego ai principio oei piacei y ei oescoiiocimieino oei largo plazo. Todo el anahsts griego de la demagogia, antepasada de nuestro populismo, deja entrever la diferencia entre el principio de placer y el principio de realidad, el primero ligado al instante, el segundo al largo plazo. Lo propio 24
  • 24. <!<•! demagogo es complacer en el ¡lisiante, pretendiendo que todo es fácil y que se: puede obtener cualquier cosa, y disimulando las dificultades y los esfuerzos esenciales. Se ti.ua, por tanto, de preferir lo agradable, en detrimento del bien. O si se quiere, de prometer el bienestar, la como­ didad del instante, en detrimento del bien, que expresa más bien una elevación del ser en el tiempo. Los demagogos manifiestan el comportamiento fácil de la complacencia, donde uno obtiene la adhesión con­ tando con la expresión espontánea del deseo. En Las su- l>licantes de Eurípides, los aduladores «hacen hoy las deli­ cias del pueblo, y su desgracia mañana»."1 Así, aun cuando no se haya reunido formando una multitud, el pueblo se caracteriza por una afectividad que se impone y excluye el juicio recto, por la explosión es­ pontánea de los afectos que rechaza la visión del porve­ nir; por una credulidad excesiva, que revela una falta de distancia peligrosa; por una incapacidad de prever que engendra la irresponsabilidad; por una exigencia de la posesión que denigra el peso de la necesidad. En resu­ men, los numerosos, como veremos más adelante, están privados de la razón (naos) de la cual se valen los algunos. Aristóteles es el único pensador griego que no desca­ lifica a los numerosos. Al contrario, explica que la masa del pueblo tiene todas las oportunidades de llegar a juicios mejores que algunos particulares, aunque estén bien do­ tados. En efecto, cada uno aporta, por así decirlo, su cuo­ ta de lucidez, y las lucideces se suman,20 aunque el autor admite que esta superioridad es discutible, y que determi­ nadas multitudes son menos lúcidas que otras. Cuenta que el rico Cimón construyó su notoriedad manteniendo una numerosa clientela: «Cada uno de los Lacíadas (la gente de su demos) podía acudir cada día a verlo y obte­ ner de él con qué proveer su subsistencia; además, ningu­ 25
  • 25. na de sus propiedades tenía vallas, a fin de que quien qui­ siera pudiera aprovecharse del fruto de sus cosechas».2' Sin embargo, Feríeles no podía rivalizar con él, a falta de fortuna, e instituyó por tanto sistemas de asignación de gastos para los jueces. ¿No es eso comprar al pueblo? ¿Y cómo es posible que se pudiera comprar con tanta facili­ dad? Asimismo, «los algunos, más que los numerosos, son accesibles a la corrupción por el dinero o por los favo­ res».22 Esas afirmaciones suponen un postulado subya­ cente: todos son capaces de una cierta sabiduría. Y eso aunque el Estagirita es perfectamente consciente del peli­ gro que los demagogos hacen correr a la ciudad, favore­ ciendo en la conciencia popular los instintos más bajos. Aristóteles, que funda el gobierno en la prudencia y la sabiduría humana, y la cree compartida, es el único de­ mócrata auténtico de Atenas. Los numerosos, como ya hemos visto, son peligrosos porque están reunidos en multitudes, pero también por su debilidad congénita. No son más que hombres sin autén­ tica educación, guiados por sus instintos. Pero esa infe­ rioridad no es el único escollo en la sociedad en la que reinan los numerosos. El otro fallo es la multiplicidad, que de­ nuncia Platón. La libertad democrática permite expresar- se a todo el mundo, y vivir como les parece. Así, la socie- . -................ - I . . ......... dad libre estará llena de deseos contradictorios, y Platón les presta irónicamente una belleza carnavalesca: «Hay oportunidades, digo, de que de todos los regímenes sea "este el más bello: igual que un manto en el que se han mezclado todos los colores, ese régimen parecerá tam­ bién el más bello, en tanto que mezcla todo tipo de hu­ mores. Seguramente es probable que, como ocurre con los niños y las mujeres cuando ven objetos de muchos colo­ res, ese régimen seajuzgado por muchos el más bello de todos».23 26
  • 26. Así, la multiplicidad misma (sin prejuzgar las inclina- ' * ' ,IICS l)l,enas ° ’nalas que pueda suscitar) es condenable, porque halaga las inclinaciones más infantiles del alma humana: el deseo de expresarse espontáneamente y ser I iI >rc. La alegría y la explosiónjubilosa de la multiplicidad tienen algo de inmaduro, de inacabado, y a eso se debe une guste a loé seres inacabados: las mujeres, los pinos. La crítica platónica de la democracia se apoya en la discordancia que producirá infaliblemente la libertad de ser aquello que se quiere: «En todas partes donde exista el derecho, manifiestamente cada ciudadano ordenará en lo privado su propia existencia, según la ordenanza que le convenga».24Platón utiliza la palabra griega idiov, la parti- cularidad. Platón opera un desplazamiento discutible. Tan pron- to habla de la tentación genuinamente humana de que­ rer la realización de los caprichos propios y gobernarse por los deseos propios como habla de la diferencia entre los hombres, diferencia de estilo de vida o de opinión, que necesariamente se despliega en el régimen democrá­ tico. Pero confunde constantemente ambos. Dicho de otra manera: para él, la multiplicidad no puede venir más que de los deseos y las pasiones. No habría, por ejemplo, una multiplicidad de opiniones sensatas. Y por eso la de­ mocracia es una farsa. Porque la razón no puede ser más que una. No existen, por tanto, múltiples opiniones razo­ nables. Las opiniones variopintas de la democracia se asi­ milan a pasiones, a deseos, a caprichos. Ese régimen es el más fácil, complace a todo el mundo y sobre todo a la gente sencilla, que se impacienta para que se acceda a sus deseos. En realidad, la democracia es sencillamente una N—'■ * - * - “ ... -.I»».._ .. , ... ............... - demagogia, es decir, un populismo precursor, porque con­ siste en complacer a cualquier niño o imbécil que se pre­ sente.
  • 27. La identificación de la multiplicidad con la mediocri­ dad, su identificación con el caos, desvelan un elitismo que rechaza toda tentativa o esperanza de tener en cuen­ ta la expresión popular. Solo un puñado de individuos detentan la verdad. Como sabemos, Platón apoya aquí su teoría en la experiencia de su vida, sobre todo: el desen­ gaño democrático. Esa visión de Platón anuncia unos puntos de vista ac­ tuales sobre el populismo: hoy en día, si la opinión del pueblo no corresponde con el discurso de los derechos del hombre contemplados de una manera específica, esa opinión se identifica con una dispersión de caprichos y pasiones, y el que le presta atención, con un_demagogo. Sin embargo, hay que situar a Platón en su propio tiempo. La sociedad bolista antigua aceptaba con dificul­ tad la multiplicidad de puntos de vista, y Aristóteles, al defender la armonía en lugar del unísono,25 es increíble­ mente moderno. Pero en las sociedades individualistas contemporáneas, la identificación de la multiplicidad con la anomia, ¿no nos suena a falso? ¿Por qué la particularidad se considera nefasta? ¿Por qué lo múltiple vale menos que lo único? El pensamiento busca la verdad. Que es única, aun­ que ignoremos (e ignoraremos siempre, sin duda) cuál es. Las teorías de la «doble verdad», elaboradas por ma­ rrullerías e imposturas intelectuales para servir a determi­ nadas ideologías, no convencen a nadie. Dos proposicio­ nes contradictorias no pueden ser verdaderas al mismo tiempo. «Mientras el discurso auténtico es universal, los nume­ rosos viven teniendo el pensamiento como una cosa par­ ticular»: el célebre fragmento de Heráclito26 muestra la 28
  • 28. contradicción entre el xunos, es decir, lo universal, que por otra parte los griegos llaman a menudo koinos, y el ¡dios, es decir, lo particular. Los numerosos expresan cada uno su verdad, o incluso su opinión. Pero esa multiplici­ dad no tiene sentido, no es más que dispersión. Solo la verdad común a todos, única, tiene sentido. Pero los nu­ merosos lo ignoran, y toman su pensamiento particular por verdad única. Heráclito expresa la misma idea en el frag­ mento 9: «Para los despiertos hay un mundo único y co­ mún, pero cada uno de los durmientes se vuelve a un lado y otro en un mundo particular».2? Aquí, los numerosos se identifican con espíritus aletargados, como los durmien­ tes, cada uno sumido en su propio sueño, y en cambio el sabio, o el filósofo, se compara al hombre despierto, que ve el mundo común expuesto a la mirada de todos, el mismo mundo. La inteligencia o la razón, el noos, es esa facultad que consiste en poder buséar y considerar no lo que es par- _ ... 1 -MShííft»- A X ticular, sino lo que es común a todos. De esa facultad na- } 1 MW die se ve privado, y sin embargo, la mayor parte no hacen uso de ella: solo se interesan por la particularidad, y aun- que se les presente el logps, el discurso universal, no lo ven o se apartan de él. Se comprende por consiguiente el nexo entre el idio- tesy el idiota, y por qué el simple particular aparece desde su origen como un imbécil. Es aquel que podría hacer uso de su inteligencia para elevarse al mundo común, pero que sin embargo sigue en su mundo particular. To­ dos conocemos a individuos muy sutiles que no utilizan su inteligencia más que para defender su particularidad en detrimento de todo lo demás: argumentar para tener razón y no para buscar la verdad, defender sus propios intereses con mala fe, hacerse valer mediante mil artifi­ cios, etc. Esa actitud es indignante, porque siempre tene- 29
  • 29. lijos la sensación de (pie la inteligenciadebería utilizarse para alcanzar la objetividad, lo universal, la verdad, la comprensión de los demás. Yese sentimiento compartido es de un valor incalculable para comprender el odio al populismo. Ese desplazamiento del idiotes al idiota, de la particu­ laridad a la imbecilidad, no puede producirse más que a partir de un postulado quizá ya presente en Heráclito,28 y en todo caso bien enraizado en Platón: el vínculo estre­ cho y la casi identificación entre la reflexión filosófica y la práctica política. La filosofía consiste en buscar, detrás de la mezcolanza de opiniones y la multiplicidad de objetos relativos, el logos o palabra universal, la verdad que existe para todos. Si la política debe tener como objetivo buscar la verdad común a toda la ciudad o incluso a todos los hombres, naturalmente, las múltiples costumbres, opinio­ nes, ideales temporales e históricos aparecerán como ma­ nifestaciones particulares destinadas a eclipsarse detrás de la inteligencia filosófica. Pero la política... ¿tiene como- objetivo lo universal? ¿No es más bien una práctica, inscri­ ta siempre en la historia, y aprisionada en consideracio­ nes relativas? Y en ese caso, el individuo particular puede defender también el interés general de su ciudad, inspira­ do por valores históricos necesariamente relativos sin ser filósofo, o perseguir el universal del logos. En este caso, el idiotes no es un idiota, sino un hombre encarnado en una particularidad humana como tantas otras. La identificación operada por Platón entre el logos filosófico y la finalidad política encuentra una imagen concordante con la época contemporánea: hoy en día, una verdad moral única impone a la política sus finalida­ des, tachando de idiotas a aquellos que querrían defen­ der las particularidades frente a ese universal impuesto. Como en Platón, la opinión dominante contemporánea
  • 30. se niega a diferenciar a los numerosos que, agitados por pasiones y deseos personales, rechazan el bien común, y los numerosos que, armados de prudencia para tomar las decisiones siempre singulares, rechazan una verdad dada de entrada, más allá de toda particularidad. El populismo surge de esa identificación. Pobres y malos a la vez Esa apropiación de la política por la filosofía da por sen­ tada la distinción entre dos tipos de hombres. Los textos utilizan para nombrarlos sus adjetivos preferidos. La élite se distingue de los numerosos por característi­ cas de comprensión y por características morales. De una manera general, se oponen los mejores (aristoi) a los nu­ merosos, entendiendo por «mejor» tanto más inteligente como virtuoso. Bajo las aristocracias que preceden en Grecia a la de­ mocracia, los aristócratas se designan ellos mismos los mejores, representando la belleza y la bondad, el ideal del kaloskagathos, el hombre bello y bueno. Los mejores son instruidos: el tema de la ignorancia vuelve sin cesar cuando se trata de estigmatizar a los nume­ rosos que educa la democracia. Son innumerables los tex­ tos en los que aparece ridiculizada la cultura de la masa, mucho más ridicula cuando se encuentrajustamente en el poder. Tucídides cuenta por ejemplo que cuando los atenienses decidieron emprender la expedición de Sici­ lia, «en general estaban mal informados sobre la exten­ sión de ese país y el número de sus habitantes».29 Pero es raro que se trate la ignorancia aparte. Casi siempre cohabita con la inmoralidad, e incluso con la maldad. Por ejemplo, en Aristófanes, donde se convence 31
  • 31. al chaicmcio de (pie, cuanío más ignorante sea, más do­ tado estará para gobernar: «Para gobernar al pueblo no hace falta un hombre provisto de buena cultura y educa­ ción. Hace falta un ignorante que además sea un picaro».: * 0 En el pseudo-Jenofonte de La república de los atenienses, se establece un vínculo de causalidad entre la ignorancia y la inmoralidad: «En todo país, los mejores son contrarios a la democracia, ya que entre los mejores se encuentra menos licencia e injusticia y más grande aplicación a todo lo que es digno de un hombre honrado; en el pueblo, por el con­ trario, es donde se encuentra la mayor ignorancia, turbu­ lencia y maldad, porque se ve arrastrado más bien a actos vergonzosos por la pobreza, por carencia de educación y por ignorancia, que para algunos es consecuencia de la falta de dinero».-5* ' Casualidad amarga: la pobreza engendra la ignoran­ cia, que por su parte empuja a la inmoralidad. Así, los nu­ merosos se encuentran provistos de todos los males a la vez. Si hay algo de cierto en esta lógica, se puede situar en la aprehensión del tiempo. La pobreza obliga a vivir en el presente. La ignorancia impide las visiones de conjunto, íen el espacio y en el tiempo. Así, el pueblo tiene la ten­ dencia a verlo todo a corto plazo. Y como el gobierno de una sociedad exige las visiones a largo plazo, se puede decir que el engreimiento del instante (el placer del mo­ mento, el capricho) es inmoral en los asuntos políticos. Idea ya presente en Heráclito: «Toman una cosa a cambio de todas, los mejores: la gloria imperecedera a cambio de cosas mortales; pero los numerosos son alimentados como si fueran ganado».32 Los numerosos son comparados aquí a animales, incapaces de pensar más allá del bocado que están rumiando, mientras que los mejores sueñan con la inmortalidad... De ahí ese peligro de ver a la multitud to­ mar decisiones sin visión para un largo plazo, como dice 32
  • 32. <•1 defensor de la oligarquía en I lerodoto: «El tirano sabe lo que hace, pero la muchedumbre no es capaz. ¿Cómo lo va a ser, si no ha recibido jamás instrucción, no ha visto nada bello por sí misma, y se entrega atolondradamente a los asuntos a toda prisa, como un torrente en plena creci­ da?».33 El defecto esencial de los numerosos es identificar su bienestar del instante con el bien común de la ciudad, y quizá no haya, en esa literatura, frase más dura que la de Jenofonte evocando una ampliación dramática del dere-^ cho de voto, si la villa estuviera gobernada por «los escla- vos y los necesitados, que venderían toda la ciudad por un dracma».34 Los mejores son gente instruida, competente, capaz por tanto de ver a largo plazo, y por encima de su coto privado y particular. Por eso los griegos tienen tendencia a pensar que los ociosos son los mejores gobernantes, ya que sus propios deseos no pueden contaminar su búsque­ da del bien común. De una manera general, los mejores, aquellos que se distinguen, en el sentido en que se habla de gente distin­ guida, están pulidos por la instrucción y la educación, que les confiere a la vez competencia y sentido moral. Cultura y civilización van de la mano. Así, Aristóteles establece la diferencia entre «los cualquiera» y la «gente honrada»,35 remarcando bien que la honradez no es natural, sino que por el contrario es fruto de un aprendizaje, y que todo hombre sin educación es todavía un bárbaro. El sentido del tiempo está ligado a la meditación so­ bre el logos, en el cual el pueblo no tiene parte: la medita­ ción sobre lo que es bueno en sí, no para mí, para este instante o para este lugar determinado. Cuando Platón imagina, con preocupación pedagógica, la célebre com­ petición entre el cocinero y el médico, no describe so­ lamente un jurado de niños, sino «de hombres tan poco 33
  • 33. razonables como los niños»,1,(1 y está claro en ese caso que se trata de los numerosos, de los que dice en La Repúbliea que cuando se ponen ajuzgar el arte o la política, losjui­ cios que emiten son «absolutamente risibles». Ya que los numerosos no conocen más que los casos particulares, e ignoran la unidad del logos,^ y por eso no perciben el bien común de la ciudad. Eso no significa que sea fácil trazar la frontera entre los numerosos y los mejores. Al contrario. Cuanto más se siente la diferencia, menos se la puede designar concreta­ mente. Cuando, en el punto de unión entre el siglo v y el iv, los atenienses quieren instaurar una oligarquía, las dudas son visibles: «Queriendo llamar al poder a la gente honrada, no llamaron más que a tres mil personas, como si el mérito se limitara a ese número»,38 escribe Aristóte­ les. ¿Cuántas son las personas capaces, y cómo diferen­ ciarlas de las demás? La ciudad pertenece a los peores granujas Si contemplamos el logos con respecto a la ciudad, a la vida política, se convierte en nomos. O dicho de otra manera: lo universal (el koinoso xunos en Heráclito) para el pensa­ miento equivale a la ley para la sociedad política.39 La ley es lo que une, lo que vale para todos, y por tanto lo que permite a los muchos vivir no solamente uno junto al otro, sino en buena inteligencia, sin la amenaza perpetua de la división y de la guerra. La ley esjusticia, permitiendo dar a cada uno según lo que se le debe. Es concordia, y permite instituir entre los ciudadanos una amistad cívica donde las voluntades se unen, las finalidades se entrecru­ zan, los ideales se comparten. No hay concordia sin justi­ cia, porque hace falta igualdad para que haya amistad. 34
  • 34. La ley formaliza esta exigencia para cada ciudadano, l.i de dejar su interés particular detrás del interés general, < .ill.tr sus deseos propios y sus pasiones particulares para < lint t etar las condiciones de la concordia. La vida políti- , ,i no se resume en la ley, sino más bien en esa exigencia misma, que puede también expresarse en las decisiones inmunes, en los casos concretos que la ley no prevé. ( ,< mío cuando los atenienses decidieron borrar el pasado y renunciar a la venganza, después de la caída de los I i cinta tiranos: «Los atenienses, en particular y en con­ junto, parece que han adoptado la conducta más bella y mas cívica a propósito de las desgracias precedentes»,4° cs< t ibe Aristóteles. En la reflexión filosófica, la particularidad perjudi- < i.tl es la que consiste en tomar las opiniones propias como verdad única. En la ciudad, la particularidad más perjudicial es la que consiste en servir a sus propios de­ seos, en lugar de servir al interés general. Es curioso ob­ servar que en los textos griegos estas dos particularidades eslán identificadas, haciendo aparecer al idiotes a la vez como un espíritu corto de luces y un corazón egoísta, cosa que en realidad no es lo mismo. Y la degradación de la ciudad se define también por esos dos factores vinculados: la extensión que ha adquiri­ do la demagogia y la falta de respeto a las leyes. Aristóteles data ese declive en el gobierno de Peri- cles: «La pasión de los demagogos trajo consigo un relaja­ miento en las costumbres políticas».41 El Estagirita descri­ be la escalada a la que se entregan los gobernantes para servir al pueblo subsidios cada vez más importantes, y a partir de ahí la diligencia de la hez del pueblo para ocu­ parse de los asuntos. En realidad, los hombres menos educados son los que se compran. Yvemos a un tal Cleón, jefe del partido democrático, «que fue el primero que gri- 35
  • 35. ló en la Iribmia, y empleó insultos, y habló todo desaliña do, mientras los demás oradores mantenían una actitud decorosa».-!2 Antes, los jefes del partido popular eran hombres educados, surgidos de medios superiores. Pero a partir de entonces todos los hombres del partido popu­ lar son hombres del pueblo y demagogos, y Aristóteles subraya que la característica de su política es no contem­ plar otra cosa que el momento presente: sometidos a la masa, se entregan a su impulsividad. La llegada al poder de todo tipo de gente vulgar y mal educada coincide con la disposición cada vez más ha­ bitual a escapar de la ley. Las infracciones a la ley quedan a partir de entonces muy a menudo sin castigo, o bien, si sigue una condena, no se aplica. Este será uno de los te­ mas más importantes en la obra de Demóstenes. Este des­ cribe una suerte de letargía, de debilidad, de complacen­ cia, que impide ir hasta el final de la aplicación de las leyes: «Las reglas del derecho en nuestra ciudad están in­ vertidas: en los procesos, es el acusador quien se defien­ de, y el defensor quien acusa».43 Platón y Tucídides describieron muy bien ese clima amoral que se apoderó de la democracia cansada, des­ pués de la guerra del Peloponeso, la epidemia de peste y la muerte de Pericles. En un célebre texto, Tucídides de­ muestra que las palabras cambian de sentido, permitien­ do a los vicios aparecer como virtudes, y postula que: «En el origen de todos esos males estaba el apetito de poder que inspiran la codicia y la ambición personal».44 Es de­ cir, que se produce una disgregación del vínculo social mediante el desplegamiento del amor a sí mismo. O más bien lo que ocurre es que el amor a sí mismo llega más fá­ cilmente al poder, gracias a la influencia de los demago­ gos. La desvinculación social no proviene de la deprava­ ción de los ciudadanos, que antiguamente eran honrados, o(5
  • 36. .IIK» (le la llegada al poder de los «cualquiera»A'’los que II,unamos «del montón». «Todo está abolido, abierto, iiastortiado, la ciudad pertenece a los más picaros y a los mas desvergonzados», i(l escribe Demóstenes. Una forma de decir que el respeto a las leyes es un laiuto de educación, ya que el instinto manda, por el < oiiti ario, servarse a sí mismo sin cortapisas. La democracia ateniense no impidió la superviven- i ia de las opiniones contrarias. A lo largo de la historia de l,i ciudad, el partido democrático tuvo que contar con la (ompetencia del partido de los oligarcas. La pujanza de Esparta, ciudad aristocrática, añadió su influencia. Los ar­ gumentos elitistas, por tanto, siempre estuvieron presen- íes en los pretorios y en los textos, sobre todo porque la democracia se presta a los sarcasmos. La ciudad es demo- < i ática, sí, pero siempre hay que preguntarse si los numero- sos pueden gobernar verdaderamente, y en qué condicio­ nes. La crisis que fue en aumento desde finales del siglo v se debió, según múltiples testimonios, a un exceso demo­ lí ático. Se concedió el estatus de ciudadano a individuos ignorantes del bien común. En 411 y en 404 se designa­ ron respectivamente una lista de 5.000 y después de 3.000 ciudadanos, a los cuales se deseaba conferir un poder oli­ gárquico, y a los que se llamaba «los atenienses más capa­ ces de servir al Estado». Esas listas no fueron publicadas jamás, y las oligarquías no duraron tampoco, aunque los comentaristas subrayan que fueron gobiernos más que aceptables. Más tarde, temiendo la demagogia y la incom­ petencia, se hizo todo lo posible para no aumentar dema­ siado el número de ciudadanos, y se alabaron cada vez más las ventajas del régimen mixto, compuesto de demo­ cracia y oligarquía, que Aristóteles llamaba politeia.^ Vemos hasta qué punto la demagogia aparecía no solo 37
  • 37. como una perversión de la democracia, sino como una de sns expresiones familiares, muy difíciles de erradicar. La razón antigua y la razón moderna Dicho de otra manera: la primera manifestación de lo que se convertirá luego en populismo reposa ya en una distinción entre el pueblo inculto y la élite educada. Y la inferioridad del pueblo depende de su visión particular de las cosas, mientras que la élite contempla el mundo desde el punto de vista del logas, de ahí su capacidad de aspirar al bien común. Nuestra visión del populismo es muy cercana a la de los atenienses de la época: el populista de nuestros tiem­ pos es el jefe de partido, a veces gobernante, que halaga no solamente las pasiones del pueblo en masa, sino sobre todo la tendencia del ciudadano corriente a permanecer anclado en su particularidad. Todavía es el lagos lo que defendemos cuando nos oponemos a los populistas de hoy en día. Sin embargo, ese logas, ese lenguaje universal, entre los griegos era algo muy distinto de aquello en lo que se ha convertido, aunque la genealogía los acerque. Esa me­ tamorfosis, como veremos, exige al mismo tiempo trans­ formar la mirada que tenemos sobre el populismo. El logos de los griegos es una verdad todavía no halla­ da, y quizá imposible de encontrar. Siempre está en espe­ ra, es un ideal. El espíritu busca la verdad única por medio de la dialéctica. Es una carrera de obstáculos, donde no se localizan más que algunos fragmentos, y aun así, evanes­ centes. El diálogo es una aventura, un vagabundeo. Recha­ za el deseo, que desvirtúa los argumentos, y quiere poner a prueba las opiniones recibidas. Se sabe que la verdad 38
  • 38. > r.ic (la cosa misma, lo bello o lo bueno en sí mismo), i" 10 no la poseemos, sino que la buscamos a través de un -I- bale sin fin. En cuanto a la verdad política o la com- । -trusión del contenido del bien común, surge también de mi diálogo. Así, para los griegos de la época democrática, el idio­ ta es aquel que no está en condiciones de participar en el -li.tlogo para la búsqueda de la verdad. No es aquel que se mega a aceptar una verdad definitiva, sino el que se niega । buscar una verdad que hay que descubrir juntos y se - leja cegar por sus deseos y sus prejuicios. 1 ,o que los filósofos griegos reprochan al idiotes es que no utilice esta facultad común a todos los hombres, la ra­ zón. No es que la utilización de la razón les hiciera ver la verdad que la élite habría descubierto ya, pero les permi­ tiría acceder a esa larga búsqueda de lo universal, hacien­ do de ellos hombres completos... si es que se puede ha­ blar en esos términos, ya que el hombre completo es precisamente el que está en marcha, y por tanto se sabe inacabado. Lo que los griegos reprochan al idiotes, y como < onsecuencia al demagogo que lo halaga, es que se satis­ faga con una particularidad primaria, insuficiente con respecto al hombre que por naturaleza tiene necesidad < le sobrepasarla. Se trata pues de desear el desarrollo del hombre, al mismo tiempo que el bien de la ciudad. La ciudad solo la gobiernan bien hombres que se elevan por encima de ellos mismos, que despliegan su naturaleza por encima de las particularidades a las que los ha arrojado su nacimiento. Los reproches que nutren la crítica de la demagogia entre los griegos son estos: se mantiene a los ciudadanos en su situación de idiotes y la ciudad acaba mal gobernada. Se trata pues, a la vez, de una cuestión moral y de una cuestión política, ambas vinculadas entre sí. La búsqueda 39
  • 39. del bien (oiiniii exigen unos ciudadanos dispuestos a des plegar su humanidad, en lo posible. Yeso no significa que el bien común esté definido por anticipado, sino al con- trario. Solo el ciudadano que abandona el pedestal segu- ro, pero estrecho, de su particularidad, que se atreve a escapar hacia los espacios del cuestionamiento, podrá en- trar en la aventura dialéctica y acercarse al bien común de la ciudad. Ya vemos que la razón de los griegos no es exactamen- te la nuestra, aunque haya contribuido a su engendra- miento.Jean-Pierre Vernant ha demostrado que la interro- gación sobre los orígenes griegos de la razón «desmiente una cierta concepción de la razón, inmutable, eterna, ab- soluta, que reina todavía, según creo, en muchos círculos racionalistas. [...] Interrogándola sobre sus orígenes, rein- traducimos la razón en la historia; de ese modo la tratamos de entrada como un fenómeno humano, y en consecuen- í ' cia relativo, sometido a condiciones históricas definidas y variable en sus condiciones»d8 No se trata solo aquí de ese relativismo que introduce forzosamente el estudio de una noción sobre el largo plazo de la historia. Más adelante observaremos, analizando la historia de la razón desde los griegos hasta nuestra época, de qué manera se ha transfor­ mado. La razón interrogativa, espontánea, escapándose siempre de las certezas en las cuales se la querría encerrar, esperando el absoluto como realidad todavía innominada, se ha convertido en la Razón que extingue, a medida que avanza, las tinieblas de la ignorancia, y designa las verda­ des iluminadas, que todos a partir de entonces deben aceptar como tales. La razón griega, que era una de las piezas fundamentales de una antropología, se ha converti­ do, en la época moderna, en una ideología. El paso de la demagogia antigua al populismo moderno se afianza pre­ cisamente en esa metamorfosis. 4°
  • 40. Capítulo 2 La traición del pueblo Entre la antigüedad democrática y el periodo contempo­ ráneo, la figura del líder del pueblo no ocupó mucho lu­ gar en la reflexión política. Naturalmente, desde Esparta- co, en la mayor parte de las insurrecciones y revueltas campesinas o urbanas, políticas o religiosas, se encuen- (ran unos jefes más o menos carismáticos. Pero el com­ portamiento que se denominará «populista»jno tiene auten­ tico sentido más que bajo un régimen democrático, ya se trate del antiguo o del moderno. La complicidad que sub­ yace entre eljefe y el pueblo se vuelve peligrosa cuando el pueblo detenta un poder, que puede conferir a un gober­ nante para que le represente. Espartaco recibió del pue­ blo de los esclavos una legitimidad, y esta espantó sufi­ cientemente a los gobernantes en activo corno para dirigir contra él una guerra feroz, poniendo al final en práctica el castigo que ya conocemos. Pero él no habría podido entrar en la legalidad, porque las instituciones no lo ha­ brían permitido. El carácter inquietante del populismo procede del poder que la muchedumbre puede conceder a sus cabecillas: el poder legítimo y a la vez legal. El populismo moderno aparece naturalmente con la democracia, allí donde un jefe, mediante su complicidad
  • 41. con la masa, puede llevar a cabo de alguna manera un secuestro del poder legal. ¿Ypor (pié hablamos de secues’ tro? Porque el populista seduce a un pueblo mediante argumentos malsanos o mediante el encanto de sus argu- mentos, y esa seducción nociva consigue obtener lo que en principio solo conquista la razón. Es un desvío del sis- tema racional-legal, un desvío que se apoya en su mismo fundamento: la soberanía popular. De ahí su aspecto de deshonestidad innata, tanto más indigno cuanto que en- gaña a las instituciones que se basan en la confianza, y no viven más que de ella. Cuando se instaura una democra­ cia, la existencia misma de elecciones demuestra, o cree demostrar, la extrema dignidad conferida a los goberna­ dos, y cualquier golpe bajo asestado a la institución se convierte en una falta ética. La democracia es un régimen por el pueblo y para el pueblo: este no puede lamentarse de ser abandonado, y quien pretenda venir en auxilio del pueblo contra los gobernantes electos, es un impostor. Sin embargo, este razonamiento fundacional presu­ pone que el sistema democrático debe mantenerse cons­ tantemente a la altura de sus expectativas. Y ese no es el caso para ninguna organización humana. Más bien hay que comprender que los populismos contemporáneos aparecenjustamente en los déficits de la democracia. Ob- tienen su éxito a la medida de la decepción: la democra- cia ha prometido mucho, su nombre en sí representa una esperanza, pero a menudo no consigue honrar sus pro­ mesas. Como la democracia moderna no puede ser directa, como los intereses populares exigen representantes que se vayan turnando, esa mediación será rechazada natural­ mente en caso de descontento. De ahí el vínculo entre el pueblo y sujefe, a menudo carismático. A finales del siglo xtx en Francia, la aventura delge-í 42
  • 42. "■ i.il Boulangerrepresentó un episodio más cercano a la imple demagogia que al populismo contemporáneo. Se ,l« -.arrolló con el fondo de una guerra perdida, del de- ■„ mpleo y de los escándalos políticos. Animoso, poco edu- , ado y con mucha labia, es decir, ideal para complacer ilrsde las cabañas hasta los palacios, el general se aprove- < ho de la estupidez de un gobierno que le retiró anticipa­ damente, y de la posibilidad que existía en aquella época <lc ser elegido en diversas circunscripciones a la vez. La historia acabó mal. Siempre ha pasado lo mismo, desde los (iracos. De ello sacamos una constatación aún desco­ nocida: el pueblo no siempre tiene la sensación de ser defendido por la democracia, que sin embargo está he- < ha para él. A veces, tiene la sensación de que se apro­ vechan de él para traicionarle mejor: los gobernantes halagan su buena conciencia pretendiendo dedicarse al । >i icblo, y de esa afirmación extraen todas las buenas razo­ nes para decidir a su gusto, pero en realidad no trabajan más que para ellos mismos. Las buenas intenciones de la democracia se vuelven contra ella misma. Cree que es ca- । >az de expresar las decisiones del pueblo, hacerlo verda­ deramente amo de su destino, y en ese sentido, atenuar la tragedia política, que enfrenta siempre entre sí a gober­ nados y gobernantes, y sin embargo lo que hace es resti­ tuir el enfrentamiento trágico, y el abismo entre goberna­ dos y gobernantes. Aunque es cierto que los primeros han elegido a los segundos, estos pronto se les escapan... al menos, en esa certeza se basa el populismo. Y la amargura es tanto mayor dado que el pueblo que se siente abando­ nado y engañado es dueño institucional de su destino. 1 ,as desgracias que le acontecen pueden serle imputadas directamente a él, ya que ha elegido a aquellos que le go­ biernan. Según la opinión habitual, el populismo contempo- 43
  • 43. raneo nace de ese doble rencor: el (anebló se siente insí i u mentalizado por la democracia, la democracia se siente traicionada por un hombre que va al pueblo directainen te, sin transitar por el aparato racional-legal. El populis mo pone de manifiesto los problemas de la democracia. ¡En realidad, es mucho más que eso. La mejor manera de descubrir su especificidad contemporánea es comparar los motivos populistas antes y después de que se exprese una verdadera conciencia popular. La defensa del pueblo real En el siglo xx, en la misma época y en dos países muy distintos, aparecieron dos movimientos que se calificaron especialmente de «populistas», sin que a ese término se , uniera entonces ninguna acepción peyorativa. Nacieron en la Rusia zarista y en la América descrita por Tocquevil- le. Aunque se trataba siempre de defender al pueblo, el significado era distinto en cada caso, y esa diferencia pue- de permitirnos comprender mejor la actualidad del voca- blo. Solo el populismo americano de esa época puede aparecer como una expresión embrionaria de aquel al que nos referimos en el presente. Pero el populismo ruso actualizó, en el momento de su aparición, el verdadero significado de las cuestiones contemporáneas. La abolición de la segunda servidumbre databa de princi­ pios del decenio de los años sesenta del siglo xix. Pero, ya fuera siervo o no, el ruso gemía bajo el yugo de la opre­ sión política. Naturalmente, era la gente del campo, anal­ fabetay desposeída, la que pagaba las consecuencias de lo arbitrario, en todos los aspectos. Los Narodniki rusos ex- 44
  • 44. i- । iiih litaban gran fascinación por irse pueblo desprecia- i . un gran ardor al defenderlo contra sus opresores, de । . nales estaban dispuestos a liberar la tierra por todos los nu ।Ims. Mezcla curiosa de amor y de odio, maniqueísmo h puesto al terror de una élite nutrida de ideas abstrac- । . ion una atracción irresistible hacia la intolerancia y el ■ i, apuaíismo. I'.ii sus Memorias de un revolucionario, Piotr Kropotkin ■ ex tiende largamente sobre la vida miserable que se des- nn.iba a los siervos, los maltratos inhumanos que se les luí ligian y el corazón leal y generoso de esos condenados . I. I.i tierra. «Los obreros revolucionarios —dice— con- ii mplan su acción militante como un sacerdocio, vincu- I mdo su dedicación total aúnas reglas de vida moral cuya ni'.iet idad produce admiración.»1 Los Narodniki de los i|ii< formaba parte, primeros «populistas» históricos, iban il pueblo como uno se acerca a Dios. En el movimiento V Narod», [«hacia el pueblo»], los jóvenes anarquistas i< ( oi rían los pueblos distribuyendo folletos que incita­ ban a la revuelta. 1 .as ideas de los Narodniki, al menos antes de que se las apropiaran y las corrompieran los bolcheviques, se limi­ taban más o menos a unas exigencias inmediatas y banales. A pesar de su profundo irrealismo (eranjóvenes ciudadanos atiborrados de lecturas y que no sabían nada del pueblo del que hablaban), los Narodniki seguían la inclinación u.ilural del espíritu eslavófilo y deseaban liberar al pueblo de su yugo, sin quitarle por otra parte su mundo propio. No defendían el Estado, sino la comuna. Querían la liber­ tad, pero de una forma comunitaria, más que individua­ lista. En el fondo, en su revolución, eran unos conservado­ res. Sin embargo, su diversidad era tal que no se les puede meter a todos en el mismo saco. Sistemáticos o anti-sis- temáticos (como Hertzen, el padre del movimiento), místi- 45
  • 45. raneo nace <le esc doble rencor: el pueblo se siente instrii- mcntalizado por la democracia, la democracia se siente traicionada por un hombre que va al pueblo directamen- ite, sin transitar por el aparato racional-legal. El populis­ mo pone de manifiesto los problemas de la democracia. ¡En realidad, es mucho más que eso. La mejor manera de descubrir su especificidad contemporánea es comparar los motivos populistas antes y después de que se exprese ¡una verdadera conciencia popular. La defensa del pueblo real En el siglo xx, en la misma época y en dos países muy distintos, aparecieron dos movimientos que se calificaron especialmente de «populistas», sin que a ese término se ” uniera entonces ninguna acepción peyorativa. Nacieron en la Rusia zarista y en la América descrita poi' Tocquevil- le. Aunque se trataba siempre de defender al pueblo, el significado era distinto en cada caso, y esa diferencia pue­ de permitirnos comprender mejor la actualidad del voca- blo. Solo el populismo americano de esa época puede aparecer como una expresión embrionaria de aquel al que nos referimos en el presente. Pero el populismo ruso actualizó, en el momento de su aparición, el verdadero significado de las cuestiones contemporáneas. La abolición de la segunda servidumbre databa de princi­ pios del decenio de los años sesenta del siglo xix. Pero, ya fuera siervo o no, el ruso gemía bajo el yugo de la opre­ sión política. Naturalmente, era la gente del campo, anal­ fabeta y desposeída, la que pagaba las consecuencias de lo arbitrario, en todos los aspectos. Los Narodniki rusos ex- 44
  • 46. ।><i ¡mentaban gran fascinación por ese pueblo desprecia- Jo, ni) gran ardor al defenderlo contra sus opresores, de los cuales estaban dispuestos a liberar la tierra por todos los medios. Mezcla curiosa de. amor y de odio, maniqueísmo dispuesto al terror de una élite nutrida de ideas abstrac­ to, con una atracción irresistible hacia la intolerancia y el dogmatismo. En sus Memorias de un revolucionario, Piotr Kropotkin m- extiende largamente sobre la vida miserable que se des­ uñaba a los siervos, los maltratos inhumanos que se les infligían y el corazón leal y generoso de esos condenados de la tierra. «Los obreros revolucionarios —dice— con- lemplan su acción militante como un sacerdocio, vincu­ lando su dedicación total a unas reglas de vida moral cuya austeridad produce admiración.»1 Los Narodniki de los que formaba parte, primeros «populistas» históricos, iban al pueblo como uno se acerca a Dios. En el movimiento «V Narod», [«hacia el pueblo»], los jóvenes anarquistas recorrían los pueblos distribuyendo folletos que incita­ ban a la revuelta. Las ideas de los Narodniki, al menos antes de que se las apropiaran y las corrompieran los bolcheviques, se limi­ taban más o menos a unas exigencias inmediatas y banales. A pesar de su profundo irrealismo (eranjóvenes ciudadanos atiborrados de lecturas y que no sabían nada del pueblo del que hablaban), los Narodniki seguían la inclinación natural del espíritu eslavófilo y deseaban liberar al pueblo de su yugo, sin quitarle por otra parte su mundo propio. No defendían el Estado, sino la comuna. Querían la liber­ tad, pero de una forma comunitaria, más que individua­ lista. En el fondo, en su revolución, eran unos conservado­ res. Sin embargo, su diversidad era tal que no se les puede meter a todos en el mismo saco. Sistemáticos o anti-sis- temáticos (como Hertzen, el padre del movimiento), místi- 45
  • 47. eos o ateos, socialistas o nihilistas, románticos o lacionalis tas, reformistas o anarquistas, coincidían en una pasión sufriente por el pueblo ruso afligido, una apología del do lor redentor, el amor a lajusticia social y la exaltación en ferniiza y el gusto por el exceso en todo. En este asunto, los «populistas» pensaban por el pue­ blo y en su nombre, cosa que siempre resulta un poco inquietante, pero defendían para el pueblo una felicidad sencilla, o, si se prefiere así, el derecho a vivir como los campesinos rusos, trabajando la tierra sin que les robasen los productos unas instancias discrecionales, y practican­ do la solidaridad del pueblo que se encuentra en todos los lugares del mundo. Naturalmente, creemos que si hubie­ ran tomado el poder, habrían sido incapaces de llevar a cabo ninguna reforma sensata, por su desconocimiento de los problemas y porque la buena voluntad fanáticaja­ más reemplaza al discernimiento indispensable para la acción política. Pero la gran masa de campesinos rusos se parecía más a su visión bucólica y comunitaria que a la visión leninista del proletariado, libre de todas sus atadu­ ras y dispuesto a abandonar a su familia para sembrar por el mundo una Ilustración de la cual no había empezado a ver siquiera ninguna ventaja. A pesar de su ignorancia ro­ mántica de las realidades, los Narodniki se encontraban más cercanos al pueblo que los vencedores definitivos de la revolución roja. Las características de los Narodniki recuerdan a Michelet y su amor enternecido por el pueblo, es decir, esa vasta parte de la sociedad que se ganaba el pan con el sudor de su frente, y vivía bajo la autoridad de las élites. En nombre del pueblo se consiguen las rupturas, y así termina Miche­ let su Historia de la Revolución francesa', esa historia, dice, 46
  • 48. >l< sdc la primera página hasta la última |... | no ha teni- • l>» masque un héroe: el pueblo»? La obra de Michelet, El l'iii-hh), es un abecedario de la servidumbre y el odio, do­ minado por la gran admiración y la enorme ternura que pioíesa al pueblo, sencillo y activo, dotado de discerni- ।m<-nlo y de una profundidad cuyo uso la élite ya ha per­ dido. El pueblo de Michelet está idealizado, desde luego, |i< to se trata todavía de hombres presentes, de hombres > l< aquí y ahora, que desearían comer carne más a menu­ do o poder defenderse frente a sus patronos. Aquí y allá, las reivindicaciones expresadas en nom- I >i <• del pueblo cubren la subsistencia y el bienestar. No se ve que un «populismo» como el de los Narodniki haya quedado relegado en los libros de historia al capítulo de las demagogias, imposturas que se nutren de la desgracia ilc los humildes. El Partido del Pueblo americano, llamado de los Gran- gcrs (pequeños granjeros), apareció también brevemente en la misma época, a finales del siglo xix. Legalista y ape­ gado a los valores americanos, se constituyó contra los dos partidos oficiales, republicano y demócrata. Conseguiría, de manera efímera, obtener un cierto número de esca­ ños, hasta que los grandes partidos lo acabaron laminan­ do y captando su discurso. La aventura de los Grangers demuestra que las ideas enunciadas por una minoría, que los dos grandes partidos acordaron guardar en el cajón, acabaron finalmente recuperadas por los mismos parti­ dos que las combatían. Cosa que puede suscitar diversas reflexiones. En primer lugar, los impulsos populistas re­ cogen ideas que nadie quiere, pero que son sustentadas por un parte de la población. A continuación, los partidos oficiales no quieren que los plebeyos reclamen su parte 47
  • 49. del poder, y preíicren por lanío adoptar una parle de su programa para acallar sus veleidades de participación en el gobierno. En un combate de ideas no existen más que dos medios de desembarazarse de un adversario: elimi­ narlo o adoptar subsidiariamente sus tesis. El partido de los Grangers populistas americanos esta­ ba constituido por una pequeña burguesía plebeya y pro­ pietaria, en general, aferrada a unos valores religiosos. Sus reivindicaciones apuntaban a una renovación moral, casi más que material. En ese sentido, el populismo americano pone de relieve tanto los problemas de funcionamiento de­ mocrático como los temas contemporáneos del populismo. La defensa del pueblo ideal La revolución de 1917, como se sabe, tropezó ya desde un principio con la cuestión del pueblo: sí, había que hacer la revolución para el pueblo, pero ¿qué pueblo? ¿El que existía entonces, con sus preocupaciones y sus esperan­ zas, o aquel que se esperaba formar? Porque no se pare­ cían absolutamente en nada. O para plantear de otro modo la cuestión: ¿había que escuchar las aspiraciones del pueblo o bien trabajar en su lugar, en su nombre y para su bien, cuyo rostro él mismo ignoraba? A principios del siglo xx, la época en que Lenin ela­ boró su acción revolucionaria, apareció con estrépito la cuestión que engendraría el populismo contemporáneo. El debate se inscribe en la historia como una querella de capillas, una guerra picrocholina, * enésimo episodio de * Picrocholina: adjetivo referido al personaje Picrochole de la obra Gargantúa Pantagruel de Francois Rabelais, y que se aplica a una guerra absurda y ridicula. (N. de la t.) 48
  • 50. Iik has ideológicas a las que se entregaron las (acciones tevolucionarías antes de que Lenin se impusiera y estable- (icra la preponderancia de su doctrina durante setenta ,nios. Argumentos tan olvidados que la obra que los rela- i.i, ¿(¿wc hacer?, ya no se lee apenas en Europa, hoy en día. I ryendo esas páginas a veces injuriosas y siempre inteli­ gentes, imaginamos esas reuniones grupusculares de riva­ les que se destrozan entre sí para saber cómo se tomará el poder, entre arrestos y exilios. La cuestión que se plantea en ese momento no es anodina, sin embargo. Expresa, por el contrario, lo que se convertiría en un eslabón esen­ cial de nuestra relación con la política: ¿quiere el pueblo su propio bien? ¿Lo conoce? Yen consecuencia, ¿hay que escucharlo? Como sabemos, Lenin formaba parte originariamen­ te de la corriente de los Narodniki, es decir, de los popu­ listas. Para renovar Rusia, se trataba pues de «ir al pueblo», o dicho de otra manera, de dar un paso nuevo, de entender las quejas y las voluntades de un pueblo menosprecia­ do, aplastado y humillado desde hacía mucho tiempo. La teoría marxista había planteado en principio que los opre­ sores tenían ante ellos un futuro muy bueno, mientras el pueblo no se despertase, mientras no diese cuenta de su propia alienación. Hasta entonces, estaba alienado sin darse cuenta, y casi satisfecho de estarlo, por una especie de perpetuación de las costumbres ancestrales. Un opri­ mido que se despierta percibe de repente la injusticia de aquel que le aplasta. Lenin y sus compañeros, en el seno del movimiento llamado entonces «social democracia», se adjudicaban la tarea de despertarlos. En tanto intelectua­ les, aportaban una doctrina: la descripción de un orden justo, que debía reemplazar al otro. Era necesario además que la gente quisiera una transformación, y que se hiciera cómplice. Si no, no habría revolución. 49
  • 51. Pero se produjo un fenómeno inesperado. Lenin es cribía: «Un descubrimiento sorprendente amenaza con derrocar todas las ideas preconcebidas».3 Esta era la sor presa: cuando las masas se expresan, no emiten la misma voluntad que el partido que trabaja para ellas. El proleta­ riado industrial reclama poder defenderse contra sus pa­ tronos, es sindicalista, desea aumentar su salario, vivir y trabajar en condiciones decentes. El partido por su parte quiere abolir el sistema capitalista, y por consiguiente la noción misma de salario. Los campesinos, y este sería uno de los problemas más graves con los que tropezaría Le­ nin, dado su número, seguían deseando vivir en el seno mismo de sus tradiciones y sus costumbres comunitarias, mientras el partido quería abolir las tradiciones y sacrifi­ car la religión. Conclusión amarga: el pueblo soñaba con volverse pequeñó-burgués, categoría que el partido que- lía suprimir, precisamente. Allí donde Lenin esperaba batallones de descamisados revolucionarios, dispuestos a todo para cambiar el mundo, encontró cohortes de pro- ■■........ •” * ' 1 ■■ - - 4. ~ ' * 1 1 ■ 11 —- ■ ---------- । . x__ gresistas y conservadores.~Decepcion. Así surgió la diferencia entre «conciencia» y «espon­ taneidad». ¿Diferencia jesuítica? No. Sencillamente, ha­ bía que explicar por qué el pueblo sindicalista estaba equivocado, y cómo es que el partido seguía siendo popu- lista/popular. La espontaneidad hace aparecer los ele­ mentos instintivos de la revuelta, cuando ha tenido lugar el despertar, pero carece todavía de razón. Por el contrario la conciencia, de la cual están dota- dos los intelectuales, expresa la verdadera voluntad del porvenir. Solo la espontaneidad de las masas se opone al partido. Pero cuando las masas sean conscientes, estarán de acuerdo con él, ya que el paso de la espontaneidad a la conciencia, en principio se trata de una cuestión de grado, y no de naturaleza. Así Lenin se esforzaba por de­ 50
  • 52. mostrar (pie si el [meólo permanecía en el estadio primi­ tivo de la espontaneidad era porque los combatientes del partido carecían todavía de organización y de tropas. Sin embargo, la manzana ya tenía su gusano, y el argumento mi (ontradicción: Lenin explicaba al mismo tiempo que l.i «conciencia» no puede venir al pueblo más que desde (i icra, es decir, por la aportación de los intelectuales. Es- t < >s definen la doctrina a la cual el pueblo no aspiraría por si solo. Se vuelve legítimo imponer al pueblo esa cons­ ciencia, y esa sería la base de la querella con Plcjanov. La revolución rusa resultó de la victoria de un ideólogo ilu- minado, Lenin, dispuesto a hacer la felicidad del pueblo <pte confiaba en los deseos del pueblo. Podemos preguntarnos cuáles eran lasjustificaciones de la doctrina social-demócrata, es decir, en la época, inarxista, porque esa doctrina no debía servir más que para rehabilitar al pueblo, aunque este no quisiera ese tipo de rehabilitación. La respuesta: nos encontramos frente a un dogma habitado por la verdad universal, con­ tra la cual no tiene valor ninguna aspiración popular. El pueblo, en sus deseos miserables, será el que resulte me­ nospreciado: esclavo del economismo, dice Lenin. El hombre real, que desea simplemente vivir, se sacrifica a Im 'hombre imaginario dispuesto a borrar su existencia Ttrrte la tarea dé"Ia revolución total. Lo más interesante es ^constatar que los adversarios de Lenin, a los que él cita­ ba con indignación, analizaron claramente ese triunfo del concepto sobre la vida, esa desvalorización de los hom­ bres presentes en provecho de futuros e hipotéticos su­ perhombres, lo que llamaban «la sobrestimación de la ideología». Lenin les reprochaba hacer pasar la esponta; neidad por delante de la conciencia, es decir, escuchar al pueblo en su buen sentido instintivo. Llegó a decir inclu­ 5J
  • 53. so que el pueblo, por sí misino, es incapaz, de acceder, más allá de la espontaneidad, a la conciencia, de ahí la teoría del intelectual que está en vanguardia de la lucha, que dicta al pueblo débil la vía de su verdadera felicidad, El intelectual está armado, por su parte, de un conocí miento científico, bien distinto de la experiencia cotidia na del hombre medio. Nada bueno puede proceder de la espontaneidad popular, ya que el pueblo no quiere más que proseguir su vida y mejorar bajo los contornos qiir adopta la realidad. Esa realidad hay que romperla. Haciendo tal cosa, Lenin no tenía conciencia de per­ judicar una figura fundamental de lo humano, ya que no creía que el hombre tuviera figura. Solo veía al hombre como formado por conceptos, y para él, si el obrero recla­ ma convertirse en pequeño-burgués, es que la ideología burguesa ha tomado la delantera a la hora de influir en las mentalidades. Cuando la ideología comunista hubiera superado su retraso histórico, en cuanto hubiera insufla­ do suficientemente sus argumentos y su propaganda, el obrero querría la revolución. No se trataba para Lenin del combate de un concepto contra la realidad, que no exis- tía, sino de la lucha entre dos conceptos. Por ese motivo el bolchevismo se convirtió en un despotismo ilustrado: los bolcheviques creían que el pueblo no podía saber nada por sí mismo porque, en sentido estricto, no existía, no era más que aquello que construían losjdeólogos. Encon­ traremos de nuevo esa certeza íntima, más amortiguada y no atreviéndose a teorizar, en muchas de las élites con­ temporáneas: la espontaneidad del pueblo no vale nada, ya que todo está construido. Si una parte del pueblo con­ sidera que una sociedad no puede asimilar una población extranjera por encima de un cierto umbral no es porque obedezca al sentido común de la experiencia secular, sino porque esa franja se ha visto influida por una ideología 52
  • 54. t ii । .1.1, porque en realidad no existe ningún mundo lui- i(l mi», ninguna coherencia interna, ningún postulado na- ihi il lodo es concepto, incluso aquello que, inconscien- h mi ule, obedece a un concepto oculto. ParaLenin, tener ii । nenia la espontaneidad popular era hacer oportunis­ mo, es decir, no escuchar la voz de una existencia humana luí id.«lora, sino dar vueltas como una veleta a merced de i< utos contrarios, trabajar con el capricho del instante. I h l.i misma manera, la élite de nuestra época tiene ten­ dí o * ia a menudo a considerar que el pragmatismo es ni­ hilismo, porque no hay ningún concepto debajo de él. La 11 alidad carecería de legitimidad. 1.1 pueblo infiel l .s pues a principios del siglo xx cuando se produce la 111 ptura estrepitosa. Plejanov, para no citar más que a esta 11 gura emblemática, es el primer populista contémpora-_ neo: se coloca del lado del pueblo, que reclama sindica- i* ’S libertades y parlamentos. En ese sentido aparecqxomo. un reaccionario, aceptando la validez de este mundo, aun- <iiie desee mejorarlo marginalmente. La diferencia crucial entre la espontaneidad y la con­ ciencia, que marca la separación existente entre la vida y el concepto, suscita para el movimiento comunista una dificultad permanente, al menos allí donde hay que con­ vencer, antes de tomar el poder, ya que una vez detenta el poder, ya no se vuelve a preocupar por la voluntad del pueblo. Cuando se ve obligado ajugar aljuego democrá­ tico, en una sociedad libre, el comuñismo debe tener en cuenta las necesidades sencillas y cotidianas de sus electo­ res, porque el pueblo no aceptaría dedicarse a un concep- •SM" .-■WSW'." ■ ... ■■ to. De modo que el partido comunista entra en el juego 53
  • 55. (le los sindicatos, y contribuye durante todo el siglo xx, en los países desarrollados, a mejorar la suerte de las «ma ¡ sas laboriosas», a fin de revalorizar a sus ojos su imagen. Yal hacer esto, corta, por decirlo así, la misma rama en la que está sentado: 1.a comodidad aleja de la revolución, y el . í partido acaba por sacrificar su porvenir a sus con presentes. La Francia de los «treinta gloriosos», * converti- da en una sociedad de pequeños burgueses, rechazará * Treinta gloriosos: época que abarca unos treinta años y que se considera la edad de oro del capitalismo, desde el final de la Segunda Guerra Mundial (1945) hasta la crisis del petróleo (1973). (N. de la t.) poco a poco a los comunistas hasta la marginalización. El caso es que el pueblo al cual el comunismo había convertido en beneficiario único de sus actos no estuvo a la altura de las esperanzas de aquellos que velaban amoro­ samente por él. Al menos así es como entendió las cosas la élite. En realidad esta vivía de ilusiones, no sobre las capacidades del pueblo, sino sobre la verdad de sus pro­ pias doctrinas. Pero ella lo ignoraba. Solo veía a un pue- blo que desertó. Que le traicionó. Que se negaba a acep­ tar con agradecimiento la nueva vida confeccionada para él. Que reprochaba a la ideología que le hubiera confisca­ do sus aspiraciones legítimas. Ahí se encuentra el princi­ pio de la historia del populismo. Observemos la historia del populismo fracasado de Lenin y la historia de los Grangers americanos. Según los distintos grados de desarrollo, se oyen sobre todo dos mo­ tivos sucesivos. Cuando el pueblo se halla todavía en sitúa- cion de miseria y de opresión, no espera mas que una cosa: el fin de la humillación arbitraria y el desarrollo de su bienestar material, salvaguardando sus costumbres. Frente a estas reivindicaciones se encuentra Lenin (del mismo modo que estuvieron los revolucionarios franceses 54
  • 56. de finales del siglo xvm). Cuando el pueblo se encuentra ya en un Estado de derecho y liberado del hambre y de la inseguridad cotidianas, no espera más que una cosa: con­ servar sus valores fundadores, su identidad, la solidaridad < le sus comunidades de pertenencia. Este es el llamamien- lo de los Grangers. Generalmente, el pueblo, si pode­ mos nombrar así a un conjunto tan fluctuante, quiere un bienestar suficiente y la continuidad de sus creencias. Así es como, en el curso del siglo xx, los defensores del pueblo cambian de rostro. Al principio son revolucio­ narios, que se desaniman rápidamente al tomar concien­ cia del hecho de que los pueblos no aceptan la transfor­ mación radical que se les propone. Después (y llegamos al momento presente), son conservadores, hombres que reconocen como suyas las aspiraciones del pueblo. Para adoptar una terminología francesa, los defensores"dél pueblo fueron en primer lugar hombres de izquierdas, y después hombres de derechas, y la historia de los Gran- gers atestigua por primera vez esa metamorfosis. La eos- tumbre lingüística ha calificado a los primeros de popula- res y a los segundos de populistas, cosa que indica en el primer caso una generosidad solidaria, y en el último la demagogia más vulgar e hipócrita. Pero ese es otro asun­ to, que trataré un poco más adelante. 55
  • 57.
  • 58. Capítulo 3 El discurso populista El hecho mismo de que en la época contemporánea solo llamen «populista» a una corriente sus adversarios, y ella misma prácticamente nunca se denomine como tal (hay un polaco, Lepper, que reclama para sí el populismo, pero es una excepción), demuestra que se trata de un grupo político identificado por el odio que suscita. Adop­ tado de nuevo hace poco para añadir un matiz a la pano­ plia de lo insoportable en política, el populismo sigue siendo antes que nada un insulto, y debido a este hecho, parece impedir que se investiguen cuáles son los auténti­ cos límites. Pero que sea un insulto también significa algo, a condición de examinar las características comunes de todos los grupos vilipendiados. La definición que damos aquí no empieza por el examen de la idea, imposible de acotar porque carece de objetividad, sino por la localiza­ ción de todo aquello que se designa de ese modo. Como la democracia representa ahora mismo el único ré­ gimen aceptable, el comportamiento populista se consi­ dera antidemocrático. Me parece que se trata de un pro­ ceso malo. No se le detesta porque sea antidemocrático, 57
  • 59. sino más bien ;il contrario, como es detestado, se lo colora aparte de la democracia. Ya volveré a ello más adelante. El populismo y la demagogia se suelen confundir ha bitualmente, pero el populismo no se reduce a una mam- ra de correr al encuentro de los deseos presentes del pin­ ólo. de prometerle el objeto de sus envidias. Si no, habría que preguntarse por qué se trata a Perón de populista poi haberpromulgado, entre otras cósasela ley de las vacado nes pagadas, y en cambiojamás a Léon Blum. O más aún: habría que tratar de populistas a la mayor parte de los gobiernos contemporáneos, que no saben presentarse ante los electores sin imaginar algún derecho nuevo: ¿qué candidato propondría abolir un derecho que se haya vuelto superfino o dañino? Ninguno se atrevería. En la democracia mediática del sufragio universal, una dosis de demagogia se ha convertido casi en una necesidad, aun- que luego se lamente. El candidato populista, pues, ¿es aquel que va a bus­ car sus votos en los medios populares? ¿Aquel cuyo pro­ yecto político va al encuentro de las exigencias del pueblo? Pero ¿no es ese precisamente el objetivo de la democra­ cia? ¿Existe un pueblo malo, un pueblo que no tenga más que caprichos, y jamás ideas? A través de ese desprecio inaceptable, el populismo encuentra sus falsas defini­ ciones. Las corrientes populistas son «contra». P. A. Taguieff ha delimitado una versión del populismo «protestataria».1 Pero esa protesta no es tan heteróclita como se podría creer, ya que no se trata de populistas a las corrientes eco­ logistas, trotskistas, bovistas o antiglobalización, a pesar de algunas propuestas de inscribirlas también en ese mar­ co.2 La protesta no basta pues para definir la idea. Los «populismos de izquierdas» son excepciones, por ejem- pío el de Stambolijski a principios del siglo xx en Bulga-
  • 60. iia, que defendía la reforma agraria fuera de lodo nacio­ nalismo, y se autoproclamaba pacifista. Se trata pues en primer lugar de dibujar los perfiles del populismo a través del discurso propio de aquellos que lo han diseñado así. A través de su manera de conside- i ¡ir la sociedad, su visión del destino común. Dentro de los diversos programas europeos llamados populistas se en- i uentran un cierto número de constantes. Sin pretender ser exhaustivos, se pueden subrayar las más importantes. Identidad y moralismo 1 ,as corrientes llamadas populistas critican el individualis­ mo moderno y defienden los valores comunitarios de la familia, la empresa y la vida cívica. Defienden el trabajo como valor, lamentando que un cierto número de ciuda­ danos que se han vuelto consumidores de subsidios ha­ gan todo lo posible por escapar al empleo. Haider deplo­ ra la desaparición de las solidaridades en la sociedad posmoderna, el egoísmo que se deriva de la disolución de la familia. El movimiento Fono, Italia propugna los valores de la responsabilidad personal y la ayuda mutua entre grupos, frente al deseo de protección por parte del Esta­ do. Ese tipo de discurso está anclado de forma natural en la tradición religiosa, en los países donde esta conserva su importancia, como en Polonia. La demanda de una solidaridad de persona a persona, o de grupo a grupo, corresponde al rechazo de la excesiva amplitud del Esta­ do-providencia. Para los populistas escandinavos, el Estado- providencia alimenta a los aprovechados, y ahí es don­ de se ve la deriva. Los populistas se oponen a la burocracia estatal, igual que hicieron los partidarios franceses del poujadismo, que representó el nacimiento del populismo 59
  • 61. contemporáneo en Francia. Forza Halla reclama la reduc­ ción de los impuestos y de la protección social. Es lógico que la crítica del Estado omnipotente y la del individualis­ mo vayan a la par, ya que uno engendra al otro, al respon- derle. Dentro de las corrientes populistas se halla un de­ seo de volver a las ^relaciones humanas concretas y a la virtud de la vecindad. Aquí encontramos el romanticismo de la solidaridad perdida con la modernidad. Pero la crítica al poder del Estado no significa que las corrientes populistas sean económicamente liberales: al­ gunas lo son, como en Suiza, y otras no, como en Francia. Los populistas hacen alarde de un combate moral, inclu­ so edificante. Yen ese sentido, la protesta de esas corrien-, es se inscribe casi siempre en el sentido de una moraliza- . ción de la política y sus costumbres. En Varsovia, el partido de los gemelos Kaczynski, que se llama Ley yjusticia, puso en funcionamiento una oficina de lucha contra la corrup­ ción que adoptó como primera medida la tarea de en- frentarse a los corruptos del antiguo régimen. Esa protes­ ta se inscribía en la crítica de la élite, responsable de las perversiones morales, de la venalidad y de los chanchu­ llos políticos. Se puede uno extrañar de ver hasta qué punto nuestra época, tan moralizante, rechaza la morali­ zación del populismo, pero es que solo nos parece legíti­ ma la moralización de los derechos humanos, emotiva y compasiva, mientras que aquí solo tenemos ante la vista la del espíritu tradicional, fría y marcial. En esta ocasión se exaltan valores muy distintos. Los populistas defienden los valores de la fidelidad, la solidaridad, la honestidad. La opinión dominante defiende los valores de la igualdad y la apertura. Mientras la antigua moral del heroísmo ha dejado su lugar a una moral de la victimización, los gru-
  • 62. •« »s populistas conlinúan deíéndiemlo el heroísmo, y eso ¡hs confiere un carácter marcial inapropiado para nuestra h pora. I ,as corrientes que se llaman populistas valoran mu-| 1110 la identidad de la nación o del grupo de pertenencia; Manifiestan una conciencia fuerte de oposición entre i insóleos» y «los otros». Por eso desconfían de la integra- ll Icion del país dentro de un conjunto mas amplio, en este )i .iso de Europa, de la porosidad de las fronteras y del de- tolio de la emigración. Según el caso, pueden apelar a la independencia del país o lamentar la soberanía perdi­ da, a menudo son violentamente hostiles a América en i.izon de la hegemonía que perpetúa, y naturalmente, son antiglobalización. Pero su antiglobalización es la in­ versa de los de extrema izquierda: esta critica la compe­ le! icia y la desigualdad engendradas por la globalización, y querría que se pudiera nivelar, por ejemplo, el derecho .11 trabajo en toda la tierra; los populistas en cambio con­ denan la uniformización provocada por la multiplicidad de contactos. Así, los primeros responden a la globaliza­ ción mediante una voluntad de establecer una igualdad universal, los otros pidiendo que se protejan las particula- i idades. Christopher Blocher, cuya postura es preponderan- le, está considerado un populista y un fascista porque ha contribuido a una fuerte disminución de la inmigración en Suiza, y porque defiende la independencia y la sobe­ ranía suizas frente a los organismos internacionales y a Europa. El antieuropeísmo de Haider está menos claro, pero su política de emigración sí que lo está, así como su actitud ante las minorías: Austria y los austríacos son lo primero. En Bulgaria, Volen Siderov se enfrentó al presi­ dente saliendo en la segunda vuelta de las elecciones pre­ sidenciales de 2006, en una configuración parecida a la 61