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EL CUENTO MODERNISTA DE VALLE-INCLÁN
El cuento. Martha Vanbiesem de Burbridge (ed.),
Buenos Aires: Universidad Católica Argentina-Fundación María Teresa Maiorana,
1997, I, p. 47-60
– Tell us a story, sir.
– O, do, sir. A ghoststory
(Ullyses, part I, chap. 2).
Debido a su idiosincrasia, el Modernismo literario se inclina de modo preferencial hacia las
formas abiertas. Esto se puede observar de manera patente en los relatos de limitada extensión. Sin
duda alguna porque en estos microrrelatos, al igual que en la poesía breve, los escritores modernistas
encuentran un terreno especialmente apto para sus esbozos poéticos, campo amplio para su poética
abierta. Es algo que quiero demostrar en estas páginas centradas en una colección de cuentos que
Ramón del Valle-Inclán reunió en 1903 bajo el título de Jardín umbrío1.
El camino a seguir en esta pesquisa es el del cuestionamiento más profundo que quepa. Con
o sin puntos de interrogación, conviene preguntarse de manera continuada por qué Valle-Inclán
recurre al cuento. Una explicación plausible del primer punto nos dará un conocimiento superior
tanto del autor en sí como de algunas de las características del género elegido; como correlato de este
acercamiento, nos pondremos en una situación apta para poder apreciar, si no en toda su
profundidad, sí desde un paraje más elevado, la inquietud que anima al autor que produce estos
cuentos según unas coordenadas estéticas tan precisas y tan difusas al mismo tiempo como son las
del Modernismo.
Como punto de partida, cabe decir sin temor a cometer ningún desaguisado científico que los
cuentos se prestan de manera especial para conducir a Valle-Inclán por la vía del refinamiento
melancólico tan propio de su personalidad. Mucho más preciosista que la mayoría de sus
contemporáneos, nuestro autor busca sin descanso una forma que le permita desarrollar su proverbial
destreza lingüística. Al igual que la poesía, el cuento es ciertamente menos maleable que otras
estructuras largas como la novela: el material que lo compone exige un cuidado esmerado por parte
del autor. Sin duda alguna este condicionamiento supone, en casos como el que aquí nos concierne,
una paradójica ventaja. Así es, el microrrelato reclama un cuidado esmerado del mismo lenguaje que
él mismo limita. La densidad de las ideas se encuentra encorsetada en un marco estricto, de ahí que
el cuento, el cuento auténticamente literario, solo pueda adquirir la forma exquisita por dos caminos:
la extremada calidad de la dicción en prosa o la inconmensurable apertura de la hipótesis ilimitada.
1 La edición de referencia es la de sus Obras escogidas. Prosa, teatro y poesía, Madrid, Aguilar, 1961, 1305 p. Juan Ramón
Jiménez alude al título originario que el autor tenía previsto para esta colección de cuentos: “El título Ninfeas me lo cedió
Valle-Inclán, que lo tenía para él, impreso ya, con una aguafuerte de Ricardo Baroja, un jardín maeterlinkiano, y que luego
publicó en la cubierta de Jardín umbrío, título que ocupó el lugar de Ninfeas” (1962: 57). Dado el cariz de este congreso, no
está de más mentar la querencia del escritor por estas tierras de América; buena muestra de ello es el primer viaje que realizó,
con veintiséis años, a México y Cuba. Argentina encerraba también buen cúmulo de sus ideales políticos y estéticos. En el
campo literario, no podemos olvidar, por ejemplo, que fue en Buenos Aires donde comenzó, el 22 de abril de 1910, su gira
por el Nuevo Mundo. En esta ciudad pronunció cinco conferencias entre los meses de junio y julio y recibió el homenaje
del Círculo Tradicionalista. Esta debilidad por Argentina no cejó en momento alguno, como lo demuestra su publicación,
en 1929, de un bastardo de Narizotas en la revista bonaerense Caras y caretas.
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Sea como fuere, ambas posibilidades, sin trastornar el molde, le confieren unas virtualidades nada
desdeñables. El cuento se revela entonces especialmente apto para el tratamiento modernista.
Dos recursos, pues, de sublimar el relato hasta conferirle el estatuto poético. Incluso cabe
presentar el primero de ellos como un resultado poiético de la reactivación de las imágenes
conservadas en la memoria. El autor, en su lagar, las elabora una y otra vez, sometiéndolas a un
auténtico proceso de fermentación hasta que estas adquieren la proporción ideal en el momento de
la rememoración. El resultado de este auténtico tratamiento enológico es interesante por cuanto el
pasado es actualizado de manera que el lector lee y asimila el cuento en presente. Pero no contento
con este primer proceso, el autor proyecta este mismo pasado actualizado hacia la forma abierta
simbolizada por el futuro quintaesenciado en su disposición hipotética. Poco importa que este futuro
sea un futuro pretérito; es más, el futuro que ya fue pero que permanece envuelto en el halo de las
múltiples posibilidades es propiamente modernista por el resquebrajamiento de las categorías
tradicionales en pro del salto multisecular tan propio del indigenismo modernista.
A este propósito, no está de menos recordar la reflexión de Gullón: “Con frecuencia, el poeta
se refugia en el pretérito para oponerlo al mediocre presente, impulsado por la idea falaz de que
cualquier tiempo pasado fue mejor. (Espejismos de la nostalgia). Pero no se trata de comprobar si
quienes piensan así tienen razón, sino de reconocer la sinceridad de tal modo de sentir lo pasado,
embelleciéndolo involuntariamente y depurándolo, por instintiva omisión de los aspectos negativos,
hasta el punto de la idealización” (1963: 49). En Jardín umbrío todo se salva por la belleza, por la
idealización estética de un pasado o, como dice el subtítulo, de aquellas historias de santos, de almas en
pena, de duendes y ladrones. No está de más, por lo tanto, que ahondemos en la preterición, elemento
indispensable de la estética modernista. El pasado, como anclaje constitutivo del recuerdo, de lo que
pasó y que por lo tanto se ha alejado dejando la sombra del recuerdo, como en la rememoración de
Juan y Elvira en el Don Juan de Mañara de los Machado: “Luego…, el jardín se alejaba, / y, por el
campo sombrío, / yo al par de ti cabalgaba. / Después nos llevaba el río (1962: A. II, esc. 1, p. 362).
Campo sombrío, jardín umbrío, sombra balsámica de la Corticela de la catedral de Santiago de
Compostela… recuerdos de un alma vieja y cansada que anhela recuperar la indolencia de los faraones
sepultados en el fondo de las pirámides, momificados en el tranquilo recuerdo del narrador.
Jardín y sombra, por lo tanto. La utilización de ambos términos en un solo sintagma requiere
su explicación. Desde el punto de vista de la estética del momento, la importancia simbólica de los
jardines en un D’Annunzio, pongamos por caso, es evidente. Otro tanto ocurre con los que pintara
el mismo Santiago Rusiñol. En sus telas, independientemente de que la luz sea transparente, verduzca
o dorada, el pintor a sabido introducir la nota misteriosa y placentera del recuerdo mediante el recurso
a una estatua resquebrajada o de una vieja fuente, evocaciones, en definitiva, de la grandeza del pasado
de las mansiones y pazos junto a los que fueran construidas. Pero aún hay más. El jardín es un lugar
familiar por excelencia y, también por vía de excelencia, amplificado en la imaginación de cada niño:
“Même si, dans la réalité, il n’est le théâtre que de faits menus, il devient, sur le plan ludique, le lieu
où tout peut arriver. […]. Les contes se sont déposés dans la mémoire de l’auteur, semblables aux
feuilles qui, à l’automne, jonchent les allées des jardins abandonnés et ombreux”. Y aquí es donde
entroncamos con la sombra, clave indispensable para descifrar Jardín umbrío: “L’ombre joue, en effet,
un rôle essentiel. Il ne s’agit point de ces jardins où le soleil fait éclater la joie des couleurs et la vie.
Le bonheur et, de façon précise, l’amour, n’ont pas de place dans ces contes qui évoquent de
préférence tout ce qui est dans l’ombre, l’inconnu, le mystère qui effraie et attire l’homme tout à la
fois” (Lavaud, 1979: 308). Simbiosis perfecta de jardín y sombra que refleja otra simbiosis más
profunda aún: la del recuerdo con el misterio o, si se prefiere, la del pasado con el futuro.
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Dos recursos, repito, calidad de la dicción y apertura de la hipótesis ilimitada; y,
simultáneamente, dos coordenadas que los constituyen y que se pueden sintetizar en dos estadios del
tiempo, el pasado y el futuro, los que necesita Valle-Inclán para restaurar la belleza de cada instante
presente. Veamos más de cerca esta estética de Jardín umbrío.
El recuerdo en Jardín umbrío
Valle recuerda. Siguiendo el consejo de Basilisa mostrándole el cadáver de su madre para que
la bese, Valle rememora un pasado que ya no es pero que va a volver a ser. Su memoria se acuerda
con extraordinaria nitidez de las historias que él vivió de pequeño o que le contaba Micaela la Galana.
Quedaron entonces grabados en su mente retazos de una juventud tan pálida como la cara de su
hermana Antonia donde se dibujaba una sonrisa un poco triste. Evidentemente, Antonia murió,
murió porque tenía que morir. Más que el hecho positivamente verificable del fallecimiento de su
hermana mayor, lo importante es que Antonia ya no está físicamente y pasa a estar psíquicamente.
Su presencia se hace así más transcendente por cuanto su recuerdo ejerce ahora un papel vital y, sobre
todo, más literario que entonces: “¡cómo recuerdo su voz y su sonrisa y el hielo de su mano cuando
me llevaba por las tardes a la Catedral!” (cuento de Mi hermana Antonia, p. 554). De igual manera,
Micaela la Galana murió, pero su recuerdo sigue activo. Por mucho que algunos relatos perduren en
el presente, todo queda envuelto por el “murmullo de un viejo jardín abandonado”; una de las razones
es que a cada reactualización le sigue su correspondiente preterición. Así, la Rectoral de Santa Baya
“está [todavía] vecina de la iglesia” (Juan Quinto, p. 515), pero también está “en el fondo verde de un
atrio cubierto de sepulturas”, lugar propio de la materialidad humana que fue y que ya no es. No está
de más subrayar la reincidencia, a mi modo de ver enfermiza, en este primer motivo: la sepultura.
Coincide aquí con Víctor Hugo y Baudelaire, así como con la revitalización del mito donjuanesco en
la época romántica. Todos los grandes caballeros ya no están, y cuando están, están bajo tierra,
enterrados en sus tumbas, quizá ornamentadas con la estatua orante de guerreros (vid. p. 522). Todo
se lo han llevado las sepulturas, y lo han conservado en su seno con tal recelo que desde ese mundo
suprasensible amenazan a los vivientes. La huesa de Francisco Xavier Aguiar y Bendaña, por ejemplo,
no cesa de maldecir a cualquier retoño de su descendencia que se atreva a pagar lanzas y anatas a
cualquier rey ilegítimo. Y es tal la fuerza del pasado petrificado que su hija, llorosa, admira todavía
esta maldición que se levanta desde el fondo del sepulcro (vid. Beatriz, p. 531).
Una de las narraciones que no fueron contadas al joven por Micaela la Galana es la del Miedo.
En este caso, el narrador es Valle-Inclán, sin duda alguna porque él es el auténtico protagonista, no
solo desde una perspectiva fenomenológica, sino también por la experiencia intimista y subjetiva –
otra característica propia del Modernismo literario– que el autor vivió en lo más profundo de su ser.
Cabría esperar que este pasado lo invadiera todo, pero, muy al contrario, el presente se hilvana de
manera ininterrumpida con el pasado: “el verdadero escalofrío del miedo, solo lo he sentido una vez.
Fue hace muchos años, en aquel hermoso tiempo de los mayorazgos. […] Yo acababa de obtener los
cordones de Caballero Cadete. […] No recuerdo con certeza los años que hace, pero entonces apenas
me apuntaba el bozo y hoy ando cerca de ser un viejo caduco” (p. 521). Así, la primera oportunidad
que se le presenta para zafarse del pasado, el autor la desaprovecha prefiriendo desarrollar
morbosamente su depauperación presente. Es evidente que Valle-Inclán, movido por su cacoquimia,
recurre al pasado buscando una balsa de salvación (“aquel hermoso tiempo de los mayorazgos”, “¡qué
amorosa evocación tiene para mí aquel tiempo!”) que no encuentra en el instante actual. Esta
reincidencia es obsesiva. Una y otra vez, el pasado que remuerde la memoria del narrador borbota en
las escenas de sus personajes. Un pasado, tan hermoso como huidizo, hemos visto, pero no tan
huidizo como para impedir que su memoria lo haya olvidado. Así, la Condesa de Beatriz “vivía como
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una priora noble retirada en las estancias tristes y silenciosas de su palacio, con los ojos vueltos hacia
el pasado” (p. 530); y de nuevo el recuerdo positivo: “¡Ese pasado que los reyes de armas poblaron
de leyendas heráldicas!”.
Esta melancolía es incuestionable. La omnipresencia de lo que fue pero que ya no es, la angustia
de lo que es pero que dejará de ser es continua, pero además viene matizada por una curiosa simbiosis
del poeta con el ciclo astronómico: “la luz de la lámpara oscilaba. En lo alto mecíase la cortina de un
ventanal y las nubes pasaban sobre la luna y las estrellas se encendían y se apagaban como nuestras
vidas” (p. 523); en efecto, las estrellas, aunque sean focos de luz, parecen yacer dormidas en el fondo
de los ríos de modo que solo se ve la luna en los silencios del anochecer (vid. Un ejemplo, p. 611). Poco
importa que los caminos sean blancos: sobre ellos cae trémulo y melancólico el lunar (vid. El rey de la
máscara, p. 551). Es más, esta faceta melancólica sirve de punto de apoyo para apuntalar nuevos
motivos recurrentes del pasado. Pocas líneas más arriba he aludido a las estatuas, símbolo del pasado,
marmóreo y parnasiano por antonomasia. Estas esculturas cobran todo su esplendor al fondo de los
múltiples jardines que aparecen enmarcando muchos de los cuentos de la compilación. Como en
Beatriz, donde el narrador remonta su recuerdo a “un jardín señorial, lleno de noble recogimiento”.
Parece que entramos en el espacio uterino, donde reinan la paz y el sosiego. Las estatuas de los dioses
se yerguen en medio del jardín, pero pronto acaba la augusta bonanza porque hasta las mismas
estatuas están mutiladas; evidentemente, al igual que los mirtos, la frondosa naturaleza gallega exhala
los hálitos de la tristeza: “los cedros y los laureles cimbreaban con augusta melancolía sobre las fuentes
abandonadas” (p. 530). Salta a la vista que el paisaje exterior ya se confunde plenamente con el
sentimiento interior del poeta que se dispone a contarnos otro cuento fantasmagórico: “Algún tritón,
cubierto de hojas, borboteaba a intervalos su risa quimérica, y el agua temblaba en la sombra, con
latido de vida misteriosa y encantada”.
Si hubiera de apuntar un motivo recurrente que revista especial interés, sin duda alguna
indicaría el del atardecer. La caída del sol es el declinar del día como la vejez es el atardecer de la
persona que se acerca a su tumba antes de sumergirse en el inconmensurable mundo de los recuerdos
del pasado en las mentes de quienes continúan vivos sobre la tierra. La tarde incluso puede, mediante
el mecanismo de la prosopopeya, animarse en curiosa antítesis para morir a la par que la alegría del
poeta: “la tarde agonizaba y los rezos resonaban en la silenciosa oscuridad de la capilla, hondos, tristes
y augustos, como un eco de la Pasión” (El miedo, p. 522). Y si acaso la tarde viene recubierta de
claridad, esta luz es tenue, triste y otoñal hasta parecer llena de alma desesperanzada (vid. La misa de
San Electus, p. 547); todo concurre con vistas al impertérrito objetivo de la naturaleza que solo habla
al atardecer: momento privilegiado en el que los caminos, cubiertos de hojas secas en la caída de la
estación otoñal, flotan “en el rosado vapor de la puesta solar” (El rey de la máscara, p. 549). No es de
extrañar que el lector, ya desde el primer párrafo, sienta la desazón interior evocada por la curva
descendente de la tarde, de los senderos, de las hojas y de la vida humana. En El miedo los rezos de
las hermanas del protagonista traen a colación el eco de la agonía del Calvario, de aquella otra tarde
de un viernes en que agonizaba Cristo antes de morir: el clima no puede ser más propicio para la
escena que el narrador está preparando; por fin, el punto culminante llega de manera estrepitosa: “en
el sepulcro del guerrero se entrechocaban los huesos del esqueleto”. El protagonista, frente a este
cuadro macabro solo comparable a la escena del torreón de Corbus en el fantasmagórico poema de
Eviradnus en la Leyenda de los siglos de Víctor Hugo, apenas sabe qué hacer. Muy otra es la situación del
lector. Debido a la ley de las analogías, este último es consciente de la metamorfosis que se está
produciendo: a pesar de su corta edad, el joven está entrando en el mundo de los muertos y, por lo
tanto, estableciendo la ligazón necesaria que le enlaza irremediablemente con el pasado: es un joven
caduco.
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Todos los cuentos, sin excepción, alcanzan su punto culminante en la caída de la tarde que
agoniza, aunque sea pacientemente y bajo el emparrado de la vid (vid. Tragedia de ensueño, p. 525). Pero
esta tarde tiene también otra connotación: no solamente es la caída del día, sino momento privilegiado
en el que se puede observar de manera idónea, casi congelándolo, el paso del tiempo. Ciertamente,
otro momento privilegiado es la salida del sol, pero en vano lo buscaríamos en Jardín umbrío: tras
alborear, el sol ilumina el día y la luz que perciben los ojos penetra en el corazón del hombre. Algo
muy distinto ocurre cuando el sol se está poniendo: después, solo queda la oscuridad. Oscuridad
exterior y oscuridad interior. “¡Cómo la lluvia azotaba los cristales y cómo era triste la tarde en todas
las estancias!” (p 561). Oscuridad exterior que invitaba al pequeño a acercarse a la minúscula raya de
luz que entraba por los balcones entornados. “Apenas se veía en aquella sala de respeto, grande,
cerrada y sonora”: lógico era entonces que su madre le dijera que abriese más el balcón, pero cuando
el niño aprovechaba ese permiso para mirar el atrio, nos percatamos de que incluso aquellos rayos de
luz eran tenues pues afuera solo reinaba el crepúsculo (vid. Mi hermana Antonia, p. 558). No puede
extrañarnos, pues, que el viejo Valle recuerde para siempre a su madre, en un tiempo que se le antoja
como un día muy largo, en la luz triste de una habitación sin sol, que tiene las ventanas entornadas
(ibid., p. 563). Cabe la posibilidad de que la tarde reluzca como el sol, como en Un ejemplo, donde
Valle-Inclán describe a Cristo caminante por el mundo (vid. p. 609). Pero no nos dejemos llevar a
engaño: incluso entonces el crepúsculo reclama le sea reconocida la supremacía que, por otra parte,
nunca había perdido: baste recordar que Amaro, el santo ermitaño que se cruza con el Señor, apenas
pudo reconocerle debido a que el peregrino iba envuelto en los oros de la puesta solar y debido
también a su vista cansada –la oscuridad es en este caso la de sus propios ojos–.
Oscuridad interior en el jardín umbroso del malvado (Fray Ángel taimadamente obseso por
Beatriz, el estudiante enamorado de Antonia o Don Miguel de Montenegro enamorado de Rosarito),
y oscuridad interior en personajes como la abuela de la Tragedia de ensueño, ciega que no puede ver la
luz que irradia la hermosa cara del único nieto que le queda tras la muerte de sus siete hijos. El niño,
símbolo de la pureza como en Rousseau, Blake, Goethe, Espronceda y Hugo, yace ahora sobre su
cuna, durante todo el día, esperando, como bien imagina el lector desde el inicio, que al atardecer se
lo lleve su ángel.
Precisamente aquí, quizás de manera menos explícita pero no por ello menos enérgica,
volvemos a constatar que los niños, sin duda alguna porque están en el amanecer de la vida,
representan la auténtica esperanza. Por ende, cuando estos vienen a desaparecer, apenas tiene sentido
la vida de los poetas que en ellos depositaron el sentido de su futuro. Eso fue Léopoldine para Hugo,
eso es ahora Rosarito para su madre la condesa de Cela o el bebé para su abuela. Esperanza y pureza;
en realidad ambas se unen para explicar así la cualidad que solo los niños poseen: ver la verdad de las
cosas, el lado oculto de la vida, el que nosotros solo veremos cuando hayamos cruzado el umbral de
la muerte2. Aquí también se da, y lo terrible de algunos desarrollos de Valle-Inclán en estos cuentos
adquiere tonalidades vigorosamente crueles cuando esos mismos niños, emblema del futuro
esperanzador, acceden de modo inesperado al mundo del pasado donde solo moran los muertos que
“ven”. Así, cuando las amedrentadas jóvenes exclaman a propósito del bebé que yace en la cuna: “–
¡Qué blanco está!… ¡Pero no duerme, abuela! Tiene los ojos abiertos… Parece que mira una cosa que
no se ve…”, la ciega, adelantándose a Rilke, sublima el mundo de lo interpretado y responde: “¡Una
cosa que no se ve!… ¡Es la otra vida! […] Con [sus ojos] seguirá viendo lo mismo que antes veía. Es
2 He podido desarrollar ampliamente este tema en “La poética de la antítesis en Víctor Hugo”, De Baudelaire a Lorca,
José Manuel Losada, Kurt Reichenberger y Alfredo Rodríguez López-Vázquez (ed.), Kassel, Reichenberger, 2 vol., 1995-
1996.
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su alma blanca la que mira [y] sonríe a los ángeles” (p. 528). Pero hasta ahora la abuela hablaba como
podría hacerlo una iluminada: cuando se percate de la dura realidad, la vieja se volverá histérica al no
poder soportar la última muerte de su estirpe e invectivará desaforadamente a la muerte negra que
luego retomará Lorca porque le ha arrebatado el único cirio de blanca cera que le quedaba en la oscura
capilla de sus ojos cegados y de su alma en pena.
Leyendo entre líneas, es fácil comprender que todo ello no es sino un reflejo del mismo Valle-
Inclán en sus cuentos. De su infancia, tenue y pálida, solo le ha quedado el recuerdo, más presente
que cuando era niño, de la curva descendente, en ocaso de la tarde, de la luz de velas y cirios que
apenas alumbran y de la vida simbolizada por el aroma de las rosas marchitas (vid. p. 556, 558 y 565).
El misterio en Jardín umbrío
Quedaría cojo este análisis de los cuentos de Valle-Inclán si no estudiásemos otro elemento
fundamental que los fecunda: el misterio. Pero no se trata aquí de elucubrar sobre la importancia del
misterio, y menos aún de introducir al lector por la explicación esotérica tan interesante que se halla
en La lámpara maravillosa. Entre los múltiples aspectos de Jardín umbrío, hemos podido ver que el
recuerdo tiene un sentido especial por cuanto representa la evocación del pasado y por las grandes
posibilidades hermenéuticas que ofrece su consideración desde perspectivas tan variadas como las
del autor, narrador, lector y crítico.
Otro es el caso del misterio. Sin embargo, la crítica literaria, hasta fechas muy recientes, no
había abordado la producción de Valle según las pautas que mejor permiten apreciar el valor del
misterio. Se desconocía el “taller del escritor”, su manera de trabajar. Peor aún, la producción de
Valle-Inclán era estudiada exclusivamente desde la perspectiva herméutica de unas obras totalmente
acabadas. El resultado inmediato era que la exégesis de su obra se mostraba marcadamente limitada.
Grande ha sido la satisfacción que he experimentado al leer recientemente esta afirmación de Serrano
Alonso (cfr. 1994: 69), por cuanto venía a recalcar algo que ya pensaba pero que ahora venía
corroborado por un gran conocedor de la obra valleinclaniana. En efecto, si el misterio importa, es
por una razón fundamental: porque encierra el mundo apasionante de las posibilidades y de las
hipótesis. Escapándose a lo que pasó, a lo que es fruto de la realización irremediable, el misterio
adquiere preponderancia en la medida en que lo consideramos como expresión tanto de un pasado
que hoy desconocemos como de una virtualidad que también ignoramos. Es más, en el fondo de
estas dos vertientes, subyace el otro polo de la realización poiética del Jardín umbrío de Valle: el futuro.
Es evidente que la ignorancia actual de un pasado se convierte de manera inmediata en futuro con
respecto a dicho pasado; de igual manera, la virtualidad de los posibles es siempre cúmulo de
futuribles: en ambos casos nos encontramos en el polo opuesto que sirve de contrapeso temporal en
esta compilación de cuentos.
Por si fuera poco, la cualidad de lo misterioso es algo especialmente apreciado por los
modernistas que huyen del positivismo a ultranza. No está de más, por lo tanto, ahondar en este
mundo de los misterios tal y como se nos muestra en Jardín umbrío con el objeto de conocer aún más
el fenómeno epocal del Modernismo literario.
El misterio es polifacético en todas las actividades de los hombres. Para empezar, es obvio que
solo el hombre se puede confrontar –no enfrentar– con el misterio: ni Dios, ni los ángeles –relative
tantum–, ni los demonios, ni los animales, ni las plantas, ni las piedras, ni el aire conocen el misterio.
Aquí haré referencia a dos misterios que revisten estos cuentos de especial ornato modernista y les
confieren un carácter especialmente humano: la humanidad sin misterios dejaría de serlo. Me refiero
a dos misterios especialmente importantes por su tozudez en cada uno de los cuentos: el misterio de
los seres extraordinarios y el misterio del enigma narrativo.
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Seres extraordinarios son, como los del epígrafe de estas páginas, los fantasmas. Seres
extraordinarios son también aquellos que se salen de lo ordinario. Sería una falta de congruencia
denominar seres anormales a muchos seres extraordinarios que cumplen la norma o ley prefijada por
su Creador, y sin embargo no dejan por ello de ser extraordinarios. Pienso ahora en todos aquellos
que adquieren su carácter extraordinario debido a su escasez. Quizás por ello precisamente el mundo
los considera anormales aunque no lo sean. Estos son los clérigos y personajes que me permitiré
denominar anejos. Si no se tratara de Valle-Inclán, habría que hacer especial mención de seres
fantasmagóricos y personajes anejos como los clérigos. Sin embargo la preponderancia de los clérigos
permite considerar al resto de seres extraordinarios como apéndices de aquellos.
Apenas hay un solo cuento en el que no aparezcan clérigos y seres fantasmagóricos, y todos,
en sí o en lo que les rodea, encierran un misterio. Cinco grupos, pues, que podemos clasificar y
enumerar así: 1. Entre los clérigos y los personajes asimilados están el viejo exclaustrado de la Rectoral
de Santa Baya en Juan Quinto, el Prior de Brandeso en El miedo, el capellán Fray Ángel y el Señor
Penitenciario en Beatriz, el Señor Obispo de Orense en Un cabecilla, el abad de la Rectoral en La Misa
de San Electus, el cura de San Rosendo de Gondar y el abad de Bradomín en El rey de la máscara, Máximo
Bretal, el estudiante de las Órdenes Menores en Mi hermana Antonia, Don Benicio, el capellán del Pazo
en Rosarito, el falso ermitaño en Comedia de ensueño, Amaro, el santo ermitaño en Un ejemplo y el señor
Arcipreste de Céltigos en Nochebuena. 2. Entre los personajes extraordinarios que un enigma envuelve
están los Santos Reyes de La adoración de los Reyes, la abuela vidente en la Tragedia de ensueño, la
saludadora de Céltigos en Beatriz y el saludador de Cela en La Misa de San Electus. 3. Entre los seres
fantasmagóricos que suponen un enigma están el esqueleto de la capilla del Pazo en El miedo y el
fantasma del Alcaide Carcelero en Del misterio. 4. Es preciso dar cuenta también de las alusiones –
ciertas o fruto del escrúpulo– a los personajes endemoniados o hechizados en Beatriz, La Misa de San
Electus, Mi hermana Antonia, Del misterio, Comedia de ensueño, Milón de la Arnoya y Un ejemplo. 5. Vemos
que apenas hay una sola excepción a lo largo de todos los cuentos, pues aun cuando no aparece
ningún personaje determinadamente misterioso, la tradición popular o la imaginación del autor se
ocupa de atribuir ciertas acciones a seres sobrenaturales: el hijo del molinero es considerado como el
mismo Satanás en A medianoche, un ángel conduce a Don Manuel Bermúdez y Bolaño por los caminos
de Juno en Mi bisabuelo, Rosarito es un ángel para el incrédulo Don Miguel de Montenegro en el
cuento que lleva el título de la pequeña e incluso el mismo Jesucristo aparece en Un ejemplo.
Sería aburrido y de escaso interés didáctico estudiar de modo pormenorizado el papel
desempeñado por cada uno de estos personajes a lo largo de los diversos cuentos. Mucho más
importante aún es recalcar el fin perseguido por el autor. Con la presencia, explícita o implícita, real
o imaginaria, objetiva o subjetiva de todos estos seres extraordinarios, Valle-Inclán consigue un
primer objetivo: transportar al lector a un tiempo misterioso distinto del que vive durante la lectura.
Además de remachar así la sensación de pasado que atraía nuestra atención en la primera parte de
este estudio, consigue así crear una atmósfera marcadamente transcendente. Poco importa que las
historias se desarrollen en torno al hogar o entre los breñales, en la ciudad o en el campo, entre
campesinos o infanzones de noble abolengo; lo importante es que un hálito supernatural sobrevuela
por entre las páginas de cada relato. A ello se añade, ciertamente, la imaginación calenturienta del más
puro indigenismo: todo queda proyectado en un mundo ignoto pero no ignorado y que el folklore
popular se ha encargado de remedar conforme a un lento pero sólido proceso dominado por la
aprensión. Queda así excluido todo positivismo pragmático de tipo comtiano. Los relatos pueden
entonces discurrir por los cauces de la simbolización más pura, ésa que linda con las hadas y los
quiméricos mundos de los faunos y tritones. Como Maeterlinck, como Hugo, Baudelaire, Rimbaud
y Mallarmé, Valle-Inclán penetra entonces en el amplio mundo de la simbología. Cada cuento
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contiene como en gestación una única idea que el lector deberá colegir a partir de los datos, escuetos
por lo general y siempre difusos, que le ha sugerido el narrador.
Cabe que el lector, con razón, ponga reparos al narrador y reclame un mayor número de datos
o, cuando menos, una mayor precisión. Pero eso solo lo hacen los lectores poco avezados, los lectores
acostumbrados a las historias donde la madeja vuelve a ser lo que era y donde todo un conjunto de
hilos no espera sino ser enjaretado. En definitiva, es buena señal de que este lector que se queda a la
espera del mundo interpretado no ha comprendido la esencia del simbolismo y, por tanto, sus huellas
en el modernismo literario intersecular. En una palabra, los cuentos de Jardín umbrío no son mera
aglomeración de seres extraordinarios –primer misterio al que arriba aludía– sino también la
paradójica fijación del enigma narrativo –segundo misterio que nos permite conferir toda su
estabilidad a este estudio y, por ende, a la poética de los cuentos modernistas de Valle-Inclán.
El enigma narrativo es también polifacético. Puede desarrollarse en el tiempo, en el espacio,
en la mente del autor, del narrador, del lector e incluso del crítico. Pero todo enigma narrativo conlleva
una característica de la que no puede desembarazarse: la parquedad. A su vez, esta parquedad puede
hacer referencia a los datos proporcionados en las sucesivas descripciones exteriores al sujeto; es lo
habitual en la literatura de corte romántico. Pero también cabe otra parquedad, típica por antonomasia
del simbolismo y sublimada por el modernismo: la ausencia de resultado final. Con ello entroncamos
con el modelo de tantos romances hispánicos y portugueses, con no pocos lieds y gran número de
baladas europeas. Algo que más tarde será tomado por la novelística inacabada y a menudo tildada
con el feliz o infeliz nombre de opera aperta. En cualquier caso, se trata del fenómeno, viejo como la
literatura, de la fragmentación, del rompimiento del esquema clásico caracterizado por un comienzo,
un nudo y un desenlace. Quizás aquí es donde resida en toda su profundidad la bifurcación del
romanticismo y del simbolismo; y ello aun con todos los moldes clásicos que el romanticismo haya
conseguido echar por tierra. Este tipo de configuraciones logró mantenerse en pie, perduró en el
realismo, el parnasianismo y el naturalismo. Solo el simbolismo comenzó a triturarlo de manera
contundente mediante una fórmula tan sencilla como la del desprecio; o, si se prefiere, mediante una
fórmula tan potente como la pronunciada en su día por Mallarmé: “Suggérer! voilà le rêve”.
Es algo que quisiera abordar en esta última parte del estudio sobre los cuentos de Valle-Inclán.
Sin dar la lista pormenorizada de los cuentos en los que el autor procede mediante el recurso al enigma
narrativo, también es posible detenernos en algunos donde la sugerencia voluntaria sea decisiva.
El procedimiento merece una explicación. La construcción de una casa no está concluida hasta
que se pone el techo; esta evidencia no admite, hoy por hoy, duda alguna. Es más, habitualmente los
planos de una casa se realizan independientemente del techado; más adelante, la cobertura habrá de
adaptarse a los cimientos, a la estructura y a las dimensiones de los muros. Si acaso algunas
condiciones del techo, como por ejemplo las que son resultado de determinado clima, pueden
modelar en cierto sentido la disposición de algunos tabiques. Cabe sin embargo la posibilidad de que
algunos arquitectos ideen en primer lugar el techo y solo después realicen los planos del resto de la
casa. El resultado de la misma está, por consiguiente, en función del techo y no a la inversa. Algo
semejante ha operado Valle en muchos de sus cuentos, si no en todos. Sin desdeñar los cimientos o
la introducción, todo lo ha ejecutado sabiamente en función del final; y no digo de la conclusión
porque los cuentos modernistas son, por lo general, deliberadamente inconclusos. Salta a la vista la
riqueza de incalculables sugerencias que permiten todos ellos. Con los elementos que el autor le
proporciona, cada lector puede elaborar a su gusto y según sus preferencias un sinfín de
continuaciones, todas ellas válidas si respetan las coordenadas básicas del problema. Huelga decir que
en esta libertad otorgada al lector, subyace cierto constreñimiento intelectual: él no puede hacer todo
lo que le venga en gana dado que el autor se ha cuidado muy mucho de proporcionarle, en ocasiones
9
de manera harto subrepticia, unas pautas de ambientación que, a su debido tiempo, regirán las diversas
conclusiones elegidas por el lector. Lectura condicionada, ciertamente, pero no ausenta de libertad;
de este modo el lector se convierte a su vez en narrador sin por ello eliminar al narrador originario.
El modernismo literario supone, pues, la superposición de diferentes narradores en una cadena
infinita que inicia su andadura precisamente cuando concluye la última hipótesis proporcionada por
el texto impreso.
Este enigma aparece en numerosas ocasiones solapado y en otras explícito. En las primeras, la
historia concluye, o más bien parece concluir: tras el desenlace, el narrador aprovecha un párrafo para
comunicar la impresión que el relato de Micaela la Galana ha dejado en su memoria; el joven quedó
indeleblemente marcado tal y como se deja ver en algunas fórmulas marmóreas. Así, en El miedo,
cuento del que él mismo fuera protagonista. Su madre, siguiendo la tradición, había querido que
recibiera la confesión antes de entrar como granadero en el Regimiento del Rey. Para ello hizo venir
al Prior del Pazo; tras la malaventurada escena del miedo provocado por el ruido de los huesos del
esqueleto en su sepultura, el clérigo pronuncia estertóreamente su negativa: “–Señor Granadero del
Rey, no hay absolución… ¡Yo no absuelvo a los cobardes!”. Aquí podía haber concluido el cuento,
pero el narrador remacha: “Y con el rudo empaque salió, sin recoger el vuelo de sus blancos hábitos
talares. Las palabras del Prior de Brandeso resonaron mucho tiempo en mis oídos. Resuenan aún.
¡Tal vez por ellas he sabido, más tarde, sonreír a la muerte como a una mujer!…” (p. 524). Idéntico
recurso se puede observar en Un cabecilla, donde el viejo molinero Urbino Pimentel, antiguo
guerrillero, mató a su mujer por desvelar su guarida a la autoridad. Tras el homicidio, el molinero se
dio a la fuga no sin antes columbrar los tricornios enfundados de los Guardias Civiles. Una nueva
apostilla impide el final de corte realista: “Confieso que cuando el buen Urbino Pimentel me contó
en Viana esta historia terrible, temblé recordando la manera violenta y feudal con que despedí en la
Venta de Brandeso al antiguo faccioso, harto de acatar la voluntad solapada y granítica de aquella
esfinge tallada en viejo y lustroso roble” (p. 546).
En ocasiones el final es menos subjetivo, pero no por ello deja de suscitar desazón en el lector;
intranquilidad fruto de inefables evocaciones. Así, en Tragedia de ensueño, que podía haber concluido
con los sollozos de la abuela que ha perdido a su nieto; pero el narrador apostilla: “Con los brazos
extendidos, entra en la casa desierta, seguida de la oveja. Bajo el techado resuenan sus gritos. Y el
viento anda a batir las puertas” (p. 529).
Uno de los relatos donde quizás se vea con mayor precisión la sensación de enigma que el
narrador quiere provocar en el lector es Mi hermana Antonia. El amor que la belleza de Antonia
despertara en el estudiante Máximo Bretal fue causa de que muriera la madre del narrador y de que
toda la familia hubiese de trasladarse con la abuela a San Clemente de Brandeso. Pero lo importante
es que, contrariamente a las expectativas del lector, aquí no acaba la historia. Cuando ya se disponen
a salir para el pueblo de la abuela, la comitiva se percató de que su hermana Antonia había
desaparecido. Tras veintiún episodios, ahora que solo faltan dos, comienza otra historia. Pero no hay
tiempo; Valle-Inclán quiere que no haya tiempo en dos cortísimos episodios, razón por la cual tan
solo nos da una mínima información. “andaba el viento a batir las puertas y las voces gritando por
mi hermana. Desde la puerta de la Catedral, una beata la descubrió, desmayada, en el tejado. La
llamamos, y abrió los ojos bajo el sol matinal, asustada como si despertase de un mal sueño. Para
bajarla del tejado, un sacristán con sotana y en mangas de camisa saca una larga escalera. Y cuando
partíamos, se apareció en el atrio, con la capa revuelta por el viento, el estudiante de Bretal. Llevaba
a la cara una venda negra, y bajo ella creí ver el recorte sangriento de las orejas rebanadas a cercén”
(p. 570). Este final es enigmático, tanto más cuanto que hace alusión a unas orejas que habían
aparecido en el episodio XVII, y que la criada Basilisa, saliendo de la alcoba de la madre del niño recién
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fallecida, decía que eran las orejas del gato. El último episodio, el XXIII, resume dejando al lector
inmerso en la incertidumbre del enigma: “En Santiago de Galicia, como ha sido uno de los santuarios
del mundo, las almas todavía conservan los ojos abiertos para el milagro”.
El mismo título del cuento titulado Del misterio habla por sí mismo; incluso la primera frase:
“¡Hay también un demonio familiar!”. Poco importa ahora la historia en sí, la fuga de su padre, preso
por legitimista en la cárcel de Santiago. Sí importa, y mucho, la exclamación de Doña Soledad,
elevando sus quejas al cielo porque el niño había sido testigo de un homicidio; y este niño, ahora
narrador, concluye así el cuento: “Mis ojos de niño conservaron mucho tiempo el espanto de lo que
entonces vieron, y mis oídos han vuelto a sentir muchas veces las pisadas del fantasma que camina a
mi lado, implacable y funesto, sin dejar que mi alma, toda llena de angustia, toda rendida al peso de
torvas pasiones y anhelos purísimos, se asome fuera de la torre, donde sueña cautiva hace treinta
años. ¡Ahora mismo estoy oyendo las silenciosas pisadas del Alcaide Carcelero!” (p. 574). En esta
historia, de la que también el narrador es protagonista, queda la impresión de un enigma: el paradero
del fugitivo y, más importante aún, del nuevo preso, el narrador mismo, que aquel relato dejó en su
memoria: el alma de un niño que soñaría cautiva dentro de la torre durante al menos treinta años.
Todo, porque Doña Soledad, con voz de sibila, como bien recalca Valle-Inclán, anunció que la sangre
del difunto caería gota a gota sobre la cabeza inocente. La profetisa no se percataba entonces de que
anunciaba no una muerte física sino una muerte más terrible aún, la del enclaustramiento de un alma
en pena. ¡Cuántas veces las pitonisas revelan sin poder interpretar! El enigma se escondía en el tiempo:
solo este pudo desvelar que la profecía se cumplió misteriosamente pero no como ella lo anunciara.
A medianoche merece también una mención especial. Los datos de que disponemos son escasos:
“corren jinete y espolique entre una nube de polvo. […] La hora, el sitio y lo solitario del camino
ayudan al misterio de aquellas sombras fugitivas” (p. 574). De nuevo el misterio; no hay más datos,
no hacen falta porque de lo que se trata es de una rauda travesía por el monte, picando para alcanzar
antes del alba la otra ladera. La noche cae, solo alumbra la penosa luna, un salteador sale de la sombra,
pide la bolsa a cambio de la vida y un fogonazo ilumina con azulada vislumbre el rostro zaino y
barbinegro de un hombre. Luego, el caballero y el espolique siguen su camino, divisan a la madre del
salteador que han dejado muerto camino atrás; ella espera, sin saber, el regreso de su hijo. Tampoco
nosotros sabemos más, ni siquiera cuando el caballero ordena al espolique: “–‘¡Te va la vida en callar!’
Y con esto arrendóse el encubierto, para dejarle paso, un dedo puesto sobre los labios. Al verse solo,
se santiguó devotamente. ¿Adónde iba? ¿Quién era? Tal vez fuese un emigrado. Tal vez, un cabecilla
que volvía de Portugal. Pero de las viejas historias, de los viejos caminos, nunca se sabe el fin” (p.
578). Es curioso que al final de una historia, Valle-Inclán nos remache que de las historias nunca se
sabe el fin: no hace con ello sino confirmarnos que apenas se sabe nada porque nos faltan datos y
porque era voluntad suya, desde el principio, no ofrecérnoslos. El enigma persiste, sin duda alguna
para que el anhelo de desenmascararlo cubra de inquietud la mente del frío lector.
Algo semejante ocurre en Rosarito, aquella nieta de la Condesa de Cela que dejó la vida de este
mundo como dejaba su Pazo Don Miguel de Montenegro. Apenas hubo intercambio entre los dos
personajes, solo sabemos que el mayorazgo de la linajuda y antigua familia de los Cela se presentó
una noche pidiendo hospitalidad a su prima la Condesa. Ella, a pesar de sus reticencias debido a la
vida del libertino conspirador, acabó ceciendo. Si hubo intercambio de palabras, fue con el clérigo
Don Benicio, que acostumbraba a pasar algunas tardes en el Pazo. Pero los intentos del tonsurado
por meter en vereda al sarcástico volterianista fueron vanos. Ya he comentado una de las frases que
el entenebrecido y taciturno Don Miguel dirigió a Rosarito: “– ¡No temas, hija mía! Si no creo en
Dios, amo a los ángeles…” (p. 591). Pero ahí quedó todo. Ya entrada la noche, el primo Don Miguel
pidió un caballo para, según dijo que era su cometido, llevar a la mañana siguiente socorros a la
11
huérfana de un pobre emigrado al que habían asesinado los estudiantes de Coímbra. Pero todo eran
inconvenientes. En el fondo, como luego descubriera la Condesa, su primo venía huyendo y
necesitaba un caballo para repasar al día la siguiente la frontera. Aun con la verdad manifiesta,
tampoco se encontraba un caballo; y no lo hubiera habido si Rosarito, en su candidez, no suspirara
tímidamente: “– Abuelita, el Sumiller tiene un caballo que no se atreve a montar”. Luego se cubrió el
rostro de rubor: Don Miguel le infundía un miedo sugestivo y fascinador. Más tarde la niña abogaría
de nuevo por el primo de la Condesa. Las horas siguientes fueron lentas, muy lentas nos las dibuja el
narrador. Esperaban el caballo, la abuela asignaba a su primo la habitación que, según las crónicas,
ocupara Fray Diego de Cádiz cuando pasara por el Pazo… Rosarito seguía contemplando, llena de
pavor y fascinación, a Don Miguel. En un momento determinado, el mayorazgo sonrió a la rubia y
delicada cabeza de Rosarito y le dijo: “– ¡Mírame, hija mía! ¡Tus ojos me recuerdan otros ojos que
han llorado por mí!”. Este gesto romántico, tan propio de Lord Byron, personaje antaño conocido
por Don Miguel, era una frase siniestra propia también del más romántico Don Juan. La niña quedó
entonces pálida y triste, tanto, que, según comenta el narrador, no era posible contemplarla un
instante sin sentir anegado el corazón por la idea de la muerte. Luego, cada uno fue a recogerse a su
cámara. Aquella noche, la anciana Condesa oyó un grito, luego otro, y se dirigió, temblando, a la
estancia donde había dormido Fray Diego de Cádiz. Pasados los primeros instantes de alucinaciones,
al ver que alguien ha huido por el jardín misterioso y oscuro deslizándose desde la ventana que ha
quedado abierta, la Condesa de Cela “se acerca al lecho, separa las cortinas y mira… ¡Rosarito está
allí, inanimada, yerta, blanca! […] El alfilerón de oro que momentos antes aún sujetaba la trenza de
la niña está bárbaramente clavado en su pecho, sobre el corazón. La rubia cabellera extiéndese por la
almohada, trágica, magdalénica” (p. 600).
¿Qué ha ocurrido? Una parte del interrogante se presta a una rápida respuesta: Don Miguel de
Montenegro ha matado a Rosarito y se ha dado a la fuga; pero eso no basta. ¿Por qué? Precisamente
aquel que al atardecer dirigiera miradas fascinadoras a la pequeña, la ha matado. Valle-Inclán no nos
dice más. Caben todas las elucubraciones posibles, incluso algunas de ellas pueden conducirnos a una
explicación convincente: no se trata de una violación carnal sino de un homicidio religioso. En efecto,
las alucinaciones que sufre la vieja al entrar en la alcoba, aquella “mancha negra”, que se tomaría “por
la sombra de un pájaro gigantesco”, es un ser extraño, diabólico, que todavía se mueve, corre, vuela,
se cuelga de los muros antes de encontrar la salida que le ofrece la ventana. Esta interpretación nos
ayuda a vislumbrar mejor la pregunta que, en dos ocasiones, Don Miguel hiciera a Rosarito antes de
acostarse: “– Si viniesen a prenderme, ¿tú qué harías?”, y más tarde: “– Si viniesen a prenderme, yo
me haría matar. […] Y aquí tus manos piadosas me amortajarían!…”. De modo que las promesas de
la pequeña – “¡Yo haré una novena a la Virgen para que le saque a usted con bien de tantos peligros!”–
no tuvieron sino un efecto contraproducente; y ahora entendemos que el diablo que había poseído a
Don Miguel se revolcaría en su interior al oír estas palabras candorosas, aparejando ya el homicidio
que solo pocas horas después había de perpetrar sirviéndose de la astucia y las manos del mayorazgo.
Cuando este saltó al jardín, solo quedó la mancha negra del diablo, aquella que vio la Condesa de
Cela. Es una interpretación entre otras, la que me parece más convincente, pero sin duda no es la
única. Todo, porque Valle-Inclán ha preferido sugerir; al lector le toca proseguir la historia a partir
del enigma propuesto.
La Comedia de ensueño y Milón de la Arnoya contienen semejantes desarrollos: un cabecilla
subyugado por el hechizo de una hermosa mano cortada a no se sabe qué rica joven en una de sus
correrías, una moza de pelo fosco y ojos ardientes que padece cautividad a manos de un
endemoniado. En ambos casos, las explicaciones son variadas, múltiples y todas fruto de la
ambigüedad; porque Valle no ha querido proporcionarnos suficientes datos. Dicho de otra manera,
12
el autor solo nos ha proporcionado los datos necesarios para que, al concluir el cuento, comiencen
nuestras cavilaciones, y lo consigue porque ni sabemos el desenlace del errar de aquel capitán ni
tampoco el de la privada. Si aquel abandona a sus secuaces y parte a la búsqueda de la doncella
entonces encantada y ahora manca, esta, según cuentan las gentes, se retiró de nuevo al monte con el
Iscariote Milón; en el aire solo se sentía el aleteo de las alas de Satanás. Quisiéramos saber más, pero
no nos será dado conocer el final. Nos basta, piensa Valle-Inclán, con oír los murmullos del resto de
los forajidos y las voces del pueblo. Todos sugieren, todos afirman, pero ninguno sabe a ciencia cierta,
tampoco nosotros lo sabemos, porque el auténtico desenlace, si existe, solo es el que queramos darle
en este mundo del relativismo modernista.
Conclusiones
Ahora que hemos podido ver el papel desempeñado por el pasado y el misterio en varios de
los cuentos, cabe preguntarnos qué busca en definitiva el autor. Pienso que él mismo es el más
indicado para responder a este interrogante. Lo hizo en un texto titulado Modernismo. Allí salía al paso
de no pocas desviaciones que habían provocado dudas en los lectores debido al lugar común en que
había venido a parar el término. En pocas palabras, Valle-Inclán dice que “la condición necesaria de
todo el arte moderno […] es una tendencia a refinar las sensaciones” (1991: 18). Esto es, en definitiva,
lo que ha procurado en todas y cada una de las remembranzas del pasado. Recordándolo desde su
perspectiva de viejo poeta caduco, le ha conferido un refinamiento tildado de intenciones alquimistas.
La memoria traía terror y la página lo refina hasta convertirlo en oro. Respecto al misterio, también
sirven de mucho las palabras que siguen a esta última declaración de Modernismo: “[refinar las
sensaciones] y acrecentarlas en el número y en la intensidad”. Así lo ha hecho: frente al terrorífico
enigma, el lector se siente impotente, invadido por el miedo de los mismos relatos, y procura zafarse,
esconderse entre las enmarañados setos de los jardines que aparecen en los relatos; y desde allí, sin
ser observado, observar porque, como muchos de los personajes, ha quedado fascinado y quiere
saber. Aunque sabe que nunca sabrá.
Al márgen del estudio de Jardín umbrío y de la estrategia utilizada –recurso al pasado y al
misterio–, dos conclusiones parecen perfilarse de cuanto arriba queda dicho. La primera es que estos
cuentos son, llanamente, el espejo del autor. Remembrando los acontecimientos de su juventud o los
relatos de Micaela la Galana, Valle-Inclán convierte magistralmente su propia biografía en obra de
arte, en tema de leyenda. De hecho, su propia vida se quita sus velos y aparece, desnuda, como la más
primigenia y perfecta de todas sus creaciones. Erraríamos no obstante si creyésemos que todo lo
narrado forma parte de la historia del autor. El aristócrata de la poetambre modernista que fue Valle-
Inclán construye su propia mentira artística de su misma vida porque para él, como para Oscar Wilde
o D’Annunzio, el Arte es el valor supremo y la Leyenda está por encima de la Historia (cfr. Aznar,
1994: 9, 11 y 31). Esto encierra un interés marcadamente importante por cuanto nos ayuda a descubrir
las potencialidades que encierra el cuento literario. De esta manera percibimos con claridad meridiana
que el cuento puede apropiarse prerrogativas del género autobiográfico. Pero, como decía al
principio, nunca hemos de olvidar que estamos hablando de un determinado tipo de cuento: el cuento
modernista: intimista como pocos, el cuento adquiere potencialidades de leyenda y, por ello, confiere
carácter legendario al autor que, de narrador, pasa después a ser protagonista para terminar siendo
lector con los lectores al tiempo que estos se convierten en nuevos narradores.
Una segunda conclusión es el talante poiético del cuento. No ha de extrañarnos que el
resultado de estos recuerdos de Jardín umbrío sea otro jardín, más oscuro todavía que el descrito en
Rosarito: “el follaje se abría susurrando y penetraba el blanco rayo de la luna, que se quebraba en algún
asiento de piedra, oculto hasta entonces en sombra clandestina. El jardín cargado de aromas y aquellas
13
notas de la noche, impregnadas de voluptuosidad y de pereza, y aquel rayo de luna, y aquella soledad,
y aquel misterio, traían como una evocación romántica de citas de amor en siglos trovadores” (p.
595). Quizás sea esta la descripción más cercana a los sucesivos jardines interiores del poeta donde
se han desarrollado cada una de las historias narradas por Valle-Inclán. Entonces, al escribirlas, les
confería nueva vida y simultáneamente él también tomaba más conciencia de su propia vida. Los veía,
recién escritos por su cálamo, renacer del olvido. Por un instante Valle creyó que estos cuentos le
devolverían el perfume ideal de las manos de Micaela la Galana; pero, desesperanzado, confiesa que
sus propias manos, frías en la reluctante espera de la muerte, apenas pueden volver a perfumar las
historias que oyera de pequeño (vid. p. 616). Ahora, noventa años después, nos llegan los murmullos
y aromas de un tiempo revivido en el ocaso de su vejez, de una época modernista –ha habido muchas
otras–, en la que el pasado, aun tenue y triste, podía proporcionar el sentido misterioso de la vida y
del quehacer poético.
Bibliografía
AZNAR SOLER, Manuel, “Estética, ideología y política en Valle-Inclán”, en Ramón del Valle-Inclán. Un proyecto
estético: modernismo y esperpento, n monográfico de Anthropos, 158 / 159, julio-agosto 1994, p. 9-37.
GULLÓN, Ricardo, Direcciones del Modernismo, Madrid, Gredos, coll. “Campo abierto”, 1963. UCM BG Ed. A:
S-L 860.09 “18 / 19” GUL.
JIMÉNEZ, Juan Ramón, El Modernismo. Notas de un curso (1953), Ricardo Gullón y Eugenio Fernández Méndez
ed., México, Aguilar, 1962. UCM BG Ed. A: 82 “18 / 19” JIM, UdM LSH 861.609 J61m
JOYCE, James, Ulysses. The corrected Text, Harmondsworth, Middlesex, Penguin Books / The Bodley Head,
1986. UCM BIF 820 JOY j 7 uly.
LAVAUD, Éliane, Valle-Inclán. Du journal au roman (1888-1915), París, Klincksieck, col. “Témoins de l’Espagne”,
n 9, 1979.
LOSADA, José Manuel, “La poética de la antítesis en Víctor Hugo”, De Baudelaire a Lorca, José Manuel Losada,
Kurt Reichenberger y Alfredo Rodríguez López-Vázquez (ed.), Kassel, Reichenberger, 2 vol., 1995-
1996.
MACHADO, Manuel y Antonio, Don Juan de Mañara, drama en tres actos y en verso, en Obras completas de Manuel y
Antonio Machado, Madrid, Editorial Plenitud, 4ª ed., 1962. UdM LSH 861.6 M149 1962.
SERRANO ALONSO, Javier, “La estrategia de la escritura en Valle-Inclán: la historia textual de Beatriz”, en
Ramón del Valle-Inclán. Un proyecto estético: modernismo y esperpento, n monográfico de Anthropos, 158 / 159,
julio-agosto 1994, p. 69-74.
VALLE-INCLÁN, Ramón María del, Obras escogidas. Prosa, teatro y poesía, Madrid, Aguilar, 1961.
– Modernismo, en El Modernismo, Lily Litvak ed., Madrid, Taurus, col. “El escritor y la crítica”, n 81, 1991 (1ª ed.
1975).

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El cuento modernista de Valle-Inclán

  • 1. 1 EL CUENTO MODERNISTA DE VALLE-INCLÁN El cuento. Martha Vanbiesem de Burbridge (ed.), Buenos Aires: Universidad Católica Argentina-Fundación María Teresa Maiorana, 1997, I, p. 47-60 – Tell us a story, sir. – O, do, sir. A ghoststory (Ullyses, part I, chap. 2). Debido a su idiosincrasia, el Modernismo literario se inclina de modo preferencial hacia las formas abiertas. Esto se puede observar de manera patente en los relatos de limitada extensión. Sin duda alguna porque en estos microrrelatos, al igual que en la poesía breve, los escritores modernistas encuentran un terreno especialmente apto para sus esbozos poéticos, campo amplio para su poética abierta. Es algo que quiero demostrar en estas páginas centradas en una colección de cuentos que Ramón del Valle-Inclán reunió en 1903 bajo el título de Jardín umbrío1. El camino a seguir en esta pesquisa es el del cuestionamiento más profundo que quepa. Con o sin puntos de interrogación, conviene preguntarse de manera continuada por qué Valle-Inclán recurre al cuento. Una explicación plausible del primer punto nos dará un conocimiento superior tanto del autor en sí como de algunas de las características del género elegido; como correlato de este acercamiento, nos pondremos en una situación apta para poder apreciar, si no en toda su profundidad, sí desde un paraje más elevado, la inquietud que anima al autor que produce estos cuentos según unas coordenadas estéticas tan precisas y tan difusas al mismo tiempo como son las del Modernismo. Como punto de partida, cabe decir sin temor a cometer ningún desaguisado científico que los cuentos se prestan de manera especial para conducir a Valle-Inclán por la vía del refinamiento melancólico tan propio de su personalidad. Mucho más preciosista que la mayoría de sus contemporáneos, nuestro autor busca sin descanso una forma que le permita desarrollar su proverbial destreza lingüística. Al igual que la poesía, el cuento es ciertamente menos maleable que otras estructuras largas como la novela: el material que lo compone exige un cuidado esmerado por parte del autor. Sin duda alguna este condicionamiento supone, en casos como el que aquí nos concierne, una paradójica ventaja. Así es, el microrrelato reclama un cuidado esmerado del mismo lenguaje que él mismo limita. La densidad de las ideas se encuentra encorsetada en un marco estricto, de ahí que el cuento, el cuento auténticamente literario, solo pueda adquirir la forma exquisita por dos caminos: la extremada calidad de la dicción en prosa o la inconmensurable apertura de la hipótesis ilimitada. 1 La edición de referencia es la de sus Obras escogidas. Prosa, teatro y poesía, Madrid, Aguilar, 1961, 1305 p. Juan Ramón Jiménez alude al título originario que el autor tenía previsto para esta colección de cuentos: “El título Ninfeas me lo cedió Valle-Inclán, que lo tenía para él, impreso ya, con una aguafuerte de Ricardo Baroja, un jardín maeterlinkiano, y que luego publicó en la cubierta de Jardín umbrío, título que ocupó el lugar de Ninfeas” (1962: 57). Dado el cariz de este congreso, no está de más mentar la querencia del escritor por estas tierras de América; buena muestra de ello es el primer viaje que realizó, con veintiséis años, a México y Cuba. Argentina encerraba también buen cúmulo de sus ideales políticos y estéticos. En el campo literario, no podemos olvidar, por ejemplo, que fue en Buenos Aires donde comenzó, el 22 de abril de 1910, su gira por el Nuevo Mundo. En esta ciudad pronunció cinco conferencias entre los meses de junio y julio y recibió el homenaje del Círculo Tradicionalista. Esta debilidad por Argentina no cejó en momento alguno, como lo demuestra su publicación, en 1929, de un bastardo de Narizotas en la revista bonaerense Caras y caretas.
  • 2. 2 Sea como fuere, ambas posibilidades, sin trastornar el molde, le confieren unas virtualidades nada desdeñables. El cuento se revela entonces especialmente apto para el tratamiento modernista. Dos recursos, pues, de sublimar el relato hasta conferirle el estatuto poético. Incluso cabe presentar el primero de ellos como un resultado poiético de la reactivación de las imágenes conservadas en la memoria. El autor, en su lagar, las elabora una y otra vez, sometiéndolas a un auténtico proceso de fermentación hasta que estas adquieren la proporción ideal en el momento de la rememoración. El resultado de este auténtico tratamiento enológico es interesante por cuanto el pasado es actualizado de manera que el lector lee y asimila el cuento en presente. Pero no contento con este primer proceso, el autor proyecta este mismo pasado actualizado hacia la forma abierta simbolizada por el futuro quintaesenciado en su disposición hipotética. Poco importa que este futuro sea un futuro pretérito; es más, el futuro que ya fue pero que permanece envuelto en el halo de las múltiples posibilidades es propiamente modernista por el resquebrajamiento de las categorías tradicionales en pro del salto multisecular tan propio del indigenismo modernista. A este propósito, no está de menos recordar la reflexión de Gullón: “Con frecuencia, el poeta se refugia en el pretérito para oponerlo al mediocre presente, impulsado por la idea falaz de que cualquier tiempo pasado fue mejor. (Espejismos de la nostalgia). Pero no se trata de comprobar si quienes piensan así tienen razón, sino de reconocer la sinceridad de tal modo de sentir lo pasado, embelleciéndolo involuntariamente y depurándolo, por instintiva omisión de los aspectos negativos, hasta el punto de la idealización” (1963: 49). En Jardín umbrío todo se salva por la belleza, por la idealización estética de un pasado o, como dice el subtítulo, de aquellas historias de santos, de almas en pena, de duendes y ladrones. No está de más, por lo tanto, que ahondemos en la preterición, elemento indispensable de la estética modernista. El pasado, como anclaje constitutivo del recuerdo, de lo que pasó y que por lo tanto se ha alejado dejando la sombra del recuerdo, como en la rememoración de Juan y Elvira en el Don Juan de Mañara de los Machado: “Luego…, el jardín se alejaba, / y, por el campo sombrío, / yo al par de ti cabalgaba. / Después nos llevaba el río (1962: A. II, esc. 1, p. 362). Campo sombrío, jardín umbrío, sombra balsámica de la Corticela de la catedral de Santiago de Compostela… recuerdos de un alma vieja y cansada que anhela recuperar la indolencia de los faraones sepultados en el fondo de las pirámides, momificados en el tranquilo recuerdo del narrador. Jardín y sombra, por lo tanto. La utilización de ambos términos en un solo sintagma requiere su explicación. Desde el punto de vista de la estética del momento, la importancia simbólica de los jardines en un D’Annunzio, pongamos por caso, es evidente. Otro tanto ocurre con los que pintara el mismo Santiago Rusiñol. En sus telas, independientemente de que la luz sea transparente, verduzca o dorada, el pintor a sabido introducir la nota misteriosa y placentera del recuerdo mediante el recurso a una estatua resquebrajada o de una vieja fuente, evocaciones, en definitiva, de la grandeza del pasado de las mansiones y pazos junto a los que fueran construidas. Pero aún hay más. El jardín es un lugar familiar por excelencia y, también por vía de excelencia, amplificado en la imaginación de cada niño: “Même si, dans la réalité, il n’est le théâtre que de faits menus, il devient, sur le plan ludique, le lieu où tout peut arriver. […]. Les contes se sont déposés dans la mémoire de l’auteur, semblables aux feuilles qui, à l’automne, jonchent les allées des jardins abandonnés et ombreux”. Y aquí es donde entroncamos con la sombra, clave indispensable para descifrar Jardín umbrío: “L’ombre joue, en effet, un rôle essentiel. Il ne s’agit point de ces jardins où le soleil fait éclater la joie des couleurs et la vie. Le bonheur et, de façon précise, l’amour, n’ont pas de place dans ces contes qui évoquent de préférence tout ce qui est dans l’ombre, l’inconnu, le mystère qui effraie et attire l’homme tout à la fois” (Lavaud, 1979: 308). Simbiosis perfecta de jardín y sombra que refleja otra simbiosis más profunda aún: la del recuerdo con el misterio o, si se prefiere, la del pasado con el futuro.
  • 3. 3 Dos recursos, repito, calidad de la dicción y apertura de la hipótesis ilimitada; y, simultáneamente, dos coordenadas que los constituyen y que se pueden sintetizar en dos estadios del tiempo, el pasado y el futuro, los que necesita Valle-Inclán para restaurar la belleza de cada instante presente. Veamos más de cerca esta estética de Jardín umbrío. El recuerdo en Jardín umbrío Valle recuerda. Siguiendo el consejo de Basilisa mostrándole el cadáver de su madre para que la bese, Valle rememora un pasado que ya no es pero que va a volver a ser. Su memoria se acuerda con extraordinaria nitidez de las historias que él vivió de pequeño o que le contaba Micaela la Galana. Quedaron entonces grabados en su mente retazos de una juventud tan pálida como la cara de su hermana Antonia donde se dibujaba una sonrisa un poco triste. Evidentemente, Antonia murió, murió porque tenía que morir. Más que el hecho positivamente verificable del fallecimiento de su hermana mayor, lo importante es que Antonia ya no está físicamente y pasa a estar psíquicamente. Su presencia se hace así más transcendente por cuanto su recuerdo ejerce ahora un papel vital y, sobre todo, más literario que entonces: “¡cómo recuerdo su voz y su sonrisa y el hielo de su mano cuando me llevaba por las tardes a la Catedral!” (cuento de Mi hermana Antonia, p. 554). De igual manera, Micaela la Galana murió, pero su recuerdo sigue activo. Por mucho que algunos relatos perduren en el presente, todo queda envuelto por el “murmullo de un viejo jardín abandonado”; una de las razones es que a cada reactualización le sigue su correspondiente preterición. Así, la Rectoral de Santa Baya “está [todavía] vecina de la iglesia” (Juan Quinto, p. 515), pero también está “en el fondo verde de un atrio cubierto de sepulturas”, lugar propio de la materialidad humana que fue y que ya no es. No está de más subrayar la reincidencia, a mi modo de ver enfermiza, en este primer motivo: la sepultura. Coincide aquí con Víctor Hugo y Baudelaire, así como con la revitalización del mito donjuanesco en la época romántica. Todos los grandes caballeros ya no están, y cuando están, están bajo tierra, enterrados en sus tumbas, quizá ornamentadas con la estatua orante de guerreros (vid. p. 522). Todo se lo han llevado las sepulturas, y lo han conservado en su seno con tal recelo que desde ese mundo suprasensible amenazan a los vivientes. La huesa de Francisco Xavier Aguiar y Bendaña, por ejemplo, no cesa de maldecir a cualquier retoño de su descendencia que se atreva a pagar lanzas y anatas a cualquier rey ilegítimo. Y es tal la fuerza del pasado petrificado que su hija, llorosa, admira todavía esta maldición que se levanta desde el fondo del sepulcro (vid. Beatriz, p. 531). Una de las narraciones que no fueron contadas al joven por Micaela la Galana es la del Miedo. En este caso, el narrador es Valle-Inclán, sin duda alguna porque él es el auténtico protagonista, no solo desde una perspectiva fenomenológica, sino también por la experiencia intimista y subjetiva – otra característica propia del Modernismo literario– que el autor vivió en lo más profundo de su ser. Cabría esperar que este pasado lo invadiera todo, pero, muy al contrario, el presente se hilvana de manera ininterrumpida con el pasado: “el verdadero escalofrío del miedo, solo lo he sentido una vez. Fue hace muchos años, en aquel hermoso tiempo de los mayorazgos. […] Yo acababa de obtener los cordones de Caballero Cadete. […] No recuerdo con certeza los años que hace, pero entonces apenas me apuntaba el bozo y hoy ando cerca de ser un viejo caduco” (p. 521). Así, la primera oportunidad que se le presenta para zafarse del pasado, el autor la desaprovecha prefiriendo desarrollar morbosamente su depauperación presente. Es evidente que Valle-Inclán, movido por su cacoquimia, recurre al pasado buscando una balsa de salvación (“aquel hermoso tiempo de los mayorazgos”, “¡qué amorosa evocación tiene para mí aquel tiempo!”) que no encuentra en el instante actual. Esta reincidencia es obsesiva. Una y otra vez, el pasado que remuerde la memoria del narrador borbota en las escenas de sus personajes. Un pasado, tan hermoso como huidizo, hemos visto, pero no tan huidizo como para impedir que su memoria lo haya olvidado. Así, la Condesa de Beatriz “vivía como
  • 4. 4 una priora noble retirada en las estancias tristes y silenciosas de su palacio, con los ojos vueltos hacia el pasado” (p. 530); y de nuevo el recuerdo positivo: “¡Ese pasado que los reyes de armas poblaron de leyendas heráldicas!”. Esta melancolía es incuestionable. La omnipresencia de lo que fue pero que ya no es, la angustia de lo que es pero que dejará de ser es continua, pero además viene matizada por una curiosa simbiosis del poeta con el ciclo astronómico: “la luz de la lámpara oscilaba. En lo alto mecíase la cortina de un ventanal y las nubes pasaban sobre la luna y las estrellas se encendían y se apagaban como nuestras vidas” (p. 523); en efecto, las estrellas, aunque sean focos de luz, parecen yacer dormidas en el fondo de los ríos de modo que solo se ve la luna en los silencios del anochecer (vid. Un ejemplo, p. 611). Poco importa que los caminos sean blancos: sobre ellos cae trémulo y melancólico el lunar (vid. El rey de la máscara, p. 551). Es más, esta faceta melancólica sirve de punto de apoyo para apuntalar nuevos motivos recurrentes del pasado. Pocas líneas más arriba he aludido a las estatuas, símbolo del pasado, marmóreo y parnasiano por antonomasia. Estas esculturas cobran todo su esplendor al fondo de los múltiples jardines que aparecen enmarcando muchos de los cuentos de la compilación. Como en Beatriz, donde el narrador remonta su recuerdo a “un jardín señorial, lleno de noble recogimiento”. Parece que entramos en el espacio uterino, donde reinan la paz y el sosiego. Las estatuas de los dioses se yerguen en medio del jardín, pero pronto acaba la augusta bonanza porque hasta las mismas estatuas están mutiladas; evidentemente, al igual que los mirtos, la frondosa naturaleza gallega exhala los hálitos de la tristeza: “los cedros y los laureles cimbreaban con augusta melancolía sobre las fuentes abandonadas” (p. 530). Salta a la vista que el paisaje exterior ya se confunde plenamente con el sentimiento interior del poeta que se dispone a contarnos otro cuento fantasmagórico: “Algún tritón, cubierto de hojas, borboteaba a intervalos su risa quimérica, y el agua temblaba en la sombra, con latido de vida misteriosa y encantada”. Si hubiera de apuntar un motivo recurrente que revista especial interés, sin duda alguna indicaría el del atardecer. La caída del sol es el declinar del día como la vejez es el atardecer de la persona que se acerca a su tumba antes de sumergirse en el inconmensurable mundo de los recuerdos del pasado en las mentes de quienes continúan vivos sobre la tierra. La tarde incluso puede, mediante el mecanismo de la prosopopeya, animarse en curiosa antítesis para morir a la par que la alegría del poeta: “la tarde agonizaba y los rezos resonaban en la silenciosa oscuridad de la capilla, hondos, tristes y augustos, como un eco de la Pasión” (El miedo, p. 522). Y si acaso la tarde viene recubierta de claridad, esta luz es tenue, triste y otoñal hasta parecer llena de alma desesperanzada (vid. La misa de San Electus, p. 547); todo concurre con vistas al impertérrito objetivo de la naturaleza que solo habla al atardecer: momento privilegiado en el que los caminos, cubiertos de hojas secas en la caída de la estación otoñal, flotan “en el rosado vapor de la puesta solar” (El rey de la máscara, p. 549). No es de extrañar que el lector, ya desde el primer párrafo, sienta la desazón interior evocada por la curva descendente de la tarde, de los senderos, de las hojas y de la vida humana. En El miedo los rezos de las hermanas del protagonista traen a colación el eco de la agonía del Calvario, de aquella otra tarde de un viernes en que agonizaba Cristo antes de morir: el clima no puede ser más propicio para la escena que el narrador está preparando; por fin, el punto culminante llega de manera estrepitosa: “en el sepulcro del guerrero se entrechocaban los huesos del esqueleto”. El protagonista, frente a este cuadro macabro solo comparable a la escena del torreón de Corbus en el fantasmagórico poema de Eviradnus en la Leyenda de los siglos de Víctor Hugo, apenas sabe qué hacer. Muy otra es la situación del lector. Debido a la ley de las analogías, este último es consciente de la metamorfosis que se está produciendo: a pesar de su corta edad, el joven está entrando en el mundo de los muertos y, por lo tanto, estableciendo la ligazón necesaria que le enlaza irremediablemente con el pasado: es un joven caduco.
  • 5. 5 Todos los cuentos, sin excepción, alcanzan su punto culminante en la caída de la tarde que agoniza, aunque sea pacientemente y bajo el emparrado de la vid (vid. Tragedia de ensueño, p. 525). Pero esta tarde tiene también otra connotación: no solamente es la caída del día, sino momento privilegiado en el que se puede observar de manera idónea, casi congelándolo, el paso del tiempo. Ciertamente, otro momento privilegiado es la salida del sol, pero en vano lo buscaríamos en Jardín umbrío: tras alborear, el sol ilumina el día y la luz que perciben los ojos penetra en el corazón del hombre. Algo muy distinto ocurre cuando el sol se está poniendo: después, solo queda la oscuridad. Oscuridad exterior y oscuridad interior. “¡Cómo la lluvia azotaba los cristales y cómo era triste la tarde en todas las estancias!” (p 561). Oscuridad exterior que invitaba al pequeño a acercarse a la minúscula raya de luz que entraba por los balcones entornados. “Apenas se veía en aquella sala de respeto, grande, cerrada y sonora”: lógico era entonces que su madre le dijera que abriese más el balcón, pero cuando el niño aprovechaba ese permiso para mirar el atrio, nos percatamos de que incluso aquellos rayos de luz eran tenues pues afuera solo reinaba el crepúsculo (vid. Mi hermana Antonia, p. 558). No puede extrañarnos, pues, que el viejo Valle recuerde para siempre a su madre, en un tiempo que se le antoja como un día muy largo, en la luz triste de una habitación sin sol, que tiene las ventanas entornadas (ibid., p. 563). Cabe la posibilidad de que la tarde reluzca como el sol, como en Un ejemplo, donde Valle-Inclán describe a Cristo caminante por el mundo (vid. p. 609). Pero no nos dejemos llevar a engaño: incluso entonces el crepúsculo reclama le sea reconocida la supremacía que, por otra parte, nunca había perdido: baste recordar que Amaro, el santo ermitaño que se cruza con el Señor, apenas pudo reconocerle debido a que el peregrino iba envuelto en los oros de la puesta solar y debido también a su vista cansada –la oscuridad es en este caso la de sus propios ojos–. Oscuridad interior en el jardín umbroso del malvado (Fray Ángel taimadamente obseso por Beatriz, el estudiante enamorado de Antonia o Don Miguel de Montenegro enamorado de Rosarito), y oscuridad interior en personajes como la abuela de la Tragedia de ensueño, ciega que no puede ver la luz que irradia la hermosa cara del único nieto que le queda tras la muerte de sus siete hijos. El niño, símbolo de la pureza como en Rousseau, Blake, Goethe, Espronceda y Hugo, yace ahora sobre su cuna, durante todo el día, esperando, como bien imagina el lector desde el inicio, que al atardecer se lo lleve su ángel. Precisamente aquí, quizás de manera menos explícita pero no por ello menos enérgica, volvemos a constatar que los niños, sin duda alguna porque están en el amanecer de la vida, representan la auténtica esperanza. Por ende, cuando estos vienen a desaparecer, apenas tiene sentido la vida de los poetas que en ellos depositaron el sentido de su futuro. Eso fue Léopoldine para Hugo, eso es ahora Rosarito para su madre la condesa de Cela o el bebé para su abuela. Esperanza y pureza; en realidad ambas se unen para explicar así la cualidad que solo los niños poseen: ver la verdad de las cosas, el lado oculto de la vida, el que nosotros solo veremos cuando hayamos cruzado el umbral de la muerte2. Aquí también se da, y lo terrible de algunos desarrollos de Valle-Inclán en estos cuentos adquiere tonalidades vigorosamente crueles cuando esos mismos niños, emblema del futuro esperanzador, acceden de modo inesperado al mundo del pasado donde solo moran los muertos que “ven”. Así, cuando las amedrentadas jóvenes exclaman a propósito del bebé que yace en la cuna: “– ¡Qué blanco está!… ¡Pero no duerme, abuela! Tiene los ojos abiertos… Parece que mira una cosa que no se ve…”, la ciega, adelantándose a Rilke, sublima el mundo de lo interpretado y responde: “¡Una cosa que no se ve!… ¡Es la otra vida! […] Con [sus ojos] seguirá viendo lo mismo que antes veía. Es 2 He podido desarrollar ampliamente este tema en “La poética de la antítesis en Víctor Hugo”, De Baudelaire a Lorca, José Manuel Losada, Kurt Reichenberger y Alfredo Rodríguez López-Vázquez (ed.), Kassel, Reichenberger, 2 vol., 1995- 1996.
  • 6. 6 su alma blanca la que mira [y] sonríe a los ángeles” (p. 528). Pero hasta ahora la abuela hablaba como podría hacerlo una iluminada: cuando se percate de la dura realidad, la vieja se volverá histérica al no poder soportar la última muerte de su estirpe e invectivará desaforadamente a la muerte negra que luego retomará Lorca porque le ha arrebatado el único cirio de blanca cera que le quedaba en la oscura capilla de sus ojos cegados y de su alma en pena. Leyendo entre líneas, es fácil comprender que todo ello no es sino un reflejo del mismo Valle- Inclán en sus cuentos. De su infancia, tenue y pálida, solo le ha quedado el recuerdo, más presente que cuando era niño, de la curva descendente, en ocaso de la tarde, de la luz de velas y cirios que apenas alumbran y de la vida simbolizada por el aroma de las rosas marchitas (vid. p. 556, 558 y 565). El misterio en Jardín umbrío Quedaría cojo este análisis de los cuentos de Valle-Inclán si no estudiásemos otro elemento fundamental que los fecunda: el misterio. Pero no se trata aquí de elucubrar sobre la importancia del misterio, y menos aún de introducir al lector por la explicación esotérica tan interesante que se halla en La lámpara maravillosa. Entre los múltiples aspectos de Jardín umbrío, hemos podido ver que el recuerdo tiene un sentido especial por cuanto representa la evocación del pasado y por las grandes posibilidades hermenéuticas que ofrece su consideración desde perspectivas tan variadas como las del autor, narrador, lector y crítico. Otro es el caso del misterio. Sin embargo, la crítica literaria, hasta fechas muy recientes, no había abordado la producción de Valle según las pautas que mejor permiten apreciar el valor del misterio. Se desconocía el “taller del escritor”, su manera de trabajar. Peor aún, la producción de Valle-Inclán era estudiada exclusivamente desde la perspectiva herméutica de unas obras totalmente acabadas. El resultado inmediato era que la exégesis de su obra se mostraba marcadamente limitada. Grande ha sido la satisfacción que he experimentado al leer recientemente esta afirmación de Serrano Alonso (cfr. 1994: 69), por cuanto venía a recalcar algo que ya pensaba pero que ahora venía corroborado por un gran conocedor de la obra valleinclaniana. En efecto, si el misterio importa, es por una razón fundamental: porque encierra el mundo apasionante de las posibilidades y de las hipótesis. Escapándose a lo que pasó, a lo que es fruto de la realización irremediable, el misterio adquiere preponderancia en la medida en que lo consideramos como expresión tanto de un pasado que hoy desconocemos como de una virtualidad que también ignoramos. Es más, en el fondo de estas dos vertientes, subyace el otro polo de la realización poiética del Jardín umbrío de Valle: el futuro. Es evidente que la ignorancia actual de un pasado se convierte de manera inmediata en futuro con respecto a dicho pasado; de igual manera, la virtualidad de los posibles es siempre cúmulo de futuribles: en ambos casos nos encontramos en el polo opuesto que sirve de contrapeso temporal en esta compilación de cuentos. Por si fuera poco, la cualidad de lo misterioso es algo especialmente apreciado por los modernistas que huyen del positivismo a ultranza. No está de más, por lo tanto, ahondar en este mundo de los misterios tal y como se nos muestra en Jardín umbrío con el objeto de conocer aún más el fenómeno epocal del Modernismo literario. El misterio es polifacético en todas las actividades de los hombres. Para empezar, es obvio que solo el hombre se puede confrontar –no enfrentar– con el misterio: ni Dios, ni los ángeles –relative tantum–, ni los demonios, ni los animales, ni las plantas, ni las piedras, ni el aire conocen el misterio. Aquí haré referencia a dos misterios que revisten estos cuentos de especial ornato modernista y les confieren un carácter especialmente humano: la humanidad sin misterios dejaría de serlo. Me refiero a dos misterios especialmente importantes por su tozudez en cada uno de los cuentos: el misterio de los seres extraordinarios y el misterio del enigma narrativo.
  • 7. 7 Seres extraordinarios son, como los del epígrafe de estas páginas, los fantasmas. Seres extraordinarios son también aquellos que se salen de lo ordinario. Sería una falta de congruencia denominar seres anormales a muchos seres extraordinarios que cumplen la norma o ley prefijada por su Creador, y sin embargo no dejan por ello de ser extraordinarios. Pienso ahora en todos aquellos que adquieren su carácter extraordinario debido a su escasez. Quizás por ello precisamente el mundo los considera anormales aunque no lo sean. Estos son los clérigos y personajes que me permitiré denominar anejos. Si no se tratara de Valle-Inclán, habría que hacer especial mención de seres fantasmagóricos y personajes anejos como los clérigos. Sin embargo la preponderancia de los clérigos permite considerar al resto de seres extraordinarios como apéndices de aquellos. Apenas hay un solo cuento en el que no aparezcan clérigos y seres fantasmagóricos, y todos, en sí o en lo que les rodea, encierran un misterio. Cinco grupos, pues, que podemos clasificar y enumerar así: 1. Entre los clérigos y los personajes asimilados están el viejo exclaustrado de la Rectoral de Santa Baya en Juan Quinto, el Prior de Brandeso en El miedo, el capellán Fray Ángel y el Señor Penitenciario en Beatriz, el Señor Obispo de Orense en Un cabecilla, el abad de la Rectoral en La Misa de San Electus, el cura de San Rosendo de Gondar y el abad de Bradomín en El rey de la máscara, Máximo Bretal, el estudiante de las Órdenes Menores en Mi hermana Antonia, Don Benicio, el capellán del Pazo en Rosarito, el falso ermitaño en Comedia de ensueño, Amaro, el santo ermitaño en Un ejemplo y el señor Arcipreste de Céltigos en Nochebuena. 2. Entre los personajes extraordinarios que un enigma envuelve están los Santos Reyes de La adoración de los Reyes, la abuela vidente en la Tragedia de ensueño, la saludadora de Céltigos en Beatriz y el saludador de Cela en La Misa de San Electus. 3. Entre los seres fantasmagóricos que suponen un enigma están el esqueleto de la capilla del Pazo en El miedo y el fantasma del Alcaide Carcelero en Del misterio. 4. Es preciso dar cuenta también de las alusiones – ciertas o fruto del escrúpulo– a los personajes endemoniados o hechizados en Beatriz, La Misa de San Electus, Mi hermana Antonia, Del misterio, Comedia de ensueño, Milón de la Arnoya y Un ejemplo. 5. Vemos que apenas hay una sola excepción a lo largo de todos los cuentos, pues aun cuando no aparece ningún personaje determinadamente misterioso, la tradición popular o la imaginación del autor se ocupa de atribuir ciertas acciones a seres sobrenaturales: el hijo del molinero es considerado como el mismo Satanás en A medianoche, un ángel conduce a Don Manuel Bermúdez y Bolaño por los caminos de Juno en Mi bisabuelo, Rosarito es un ángel para el incrédulo Don Miguel de Montenegro en el cuento que lleva el título de la pequeña e incluso el mismo Jesucristo aparece en Un ejemplo. Sería aburrido y de escaso interés didáctico estudiar de modo pormenorizado el papel desempeñado por cada uno de estos personajes a lo largo de los diversos cuentos. Mucho más importante aún es recalcar el fin perseguido por el autor. Con la presencia, explícita o implícita, real o imaginaria, objetiva o subjetiva de todos estos seres extraordinarios, Valle-Inclán consigue un primer objetivo: transportar al lector a un tiempo misterioso distinto del que vive durante la lectura. Además de remachar así la sensación de pasado que atraía nuestra atención en la primera parte de este estudio, consigue así crear una atmósfera marcadamente transcendente. Poco importa que las historias se desarrollen en torno al hogar o entre los breñales, en la ciudad o en el campo, entre campesinos o infanzones de noble abolengo; lo importante es que un hálito supernatural sobrevuela por entre las páginas de cada relato. A ello se añade, ciertamente, la imaginación calenturienta del más puro indigenismo: todo queda proyectado en un mundo ignoto pero no ignorado y que el folklore popular se ha encargado de remedar conforme a un lento pero sólido proceso dominado por la aprensión. Queda así excluido todo positivismo pragmático de tipo comtiano. Los relatos pueden entonces discurrir por los cauces de la simbolización más pura, ésa que linda con las hadas y los quiméricos mundos de los faunos y tritones. Como Maeterlinck, como Hugo, Baudelaire, Rimbaud y Mallarmé, Valle-Inclán penetra entonces en el amplio mundo de la simbología. Cada cuento
  • 8. 8 contiene como en gestación una única idea que el lector deberá colegir a partir de los datos, escuetos por lo general y siempre difusos, que le ha sugerido el narrador. Cabe que el lector, con razón, ponga reparos al narrador y reclame un mayor número de datos o, cuando menos, una mayor precisión. Pero eso solo lo hacen los lectores poco avezados, los lectores acostumbrados a las historias donde la madeja vuelve a ser lo que era y donde todo un conjunto de hilos no espera sino ser enjaretado. En definitiva, es buena señal de que este lector que se queda a la espera del mundo interpretado no ha comprendido la esencia del simbolismo y, por tanto, sus huellas en el modernismo literario intersecular. En una palabra, los cuentos de Jardín umbrío no son mera aglomeración de seres extraordinarios –primer misterio al que arriba aludía– sino también la paradójica fijación del enigma narrativo –segundo misterio que nos permite conferir toda su estabilidad a este estudio y, por ende, a la poética de los cuentos modernistas de Valle-Inclán. El enigma narrativo es también polifacético. Puede desarrollarse en el tiempo, en el espacio, en la mente del autor, del narrador, del lector e incluso del crítico. Pero todo enigma narrativo conlleva una característica de la que no puede desembarazarse: la parquedad. A su vez, esta parquedad puede hacer referencia a los datos proporcionados en las sucesivas descripciones exteriores al sujeto; es lo habitual en la literatura de corte romántico. Pero también cabe otra parquedad, típica por antonomasia del simbolismo y sublimada por el modernismo: la ausencia de resultado final. Con ello entroncamos con el modelo de tantos romances hispánicos y portugueses, con no pocos lieds y gran número de baladas europeas. Algo que más tarde será tomado por la novelística inacabada y a menudo tildada con el feliz o infeliz nombre de opera aperta. En cualquier caso, se trata del fenómeno, viejo como la literatura, de la fragmentación, del rompimiento del esquema clásico caracterizado por un comienzo, un nudo y un desenlace. Quizás aquí es donde resida en toda su profundidad la bifurcación del romanticismo y del simbolismo; y ello aun con todos los moldes clásicos que el romanticismo haya conseguido echar por tierra. Este tipo de configuraciones logró mantenerse en pie, perduró en el realismo, el parnasianismo y el naturalismo. Solo el simbolismo comenzó a triturarlo de manera contundente mediante una fórmula tan sencilla como la del desprecio; o, si se prefiere, mediante una fórmula tan potente como la pronunciada en su día por Mallarmé: “Suggérer! voilà le rêve”. Es algo que quisiera abordar en esta última parte del estudio sobre los cuentos de Valle-Inclán. Sin dar la lista pormenorizada de los cuentos en los que el autor procede mediante el recurso al enigma narrativo, también es posible detenernos en algunos donde la sugerencia voluntaria sea decisiva. El procedimiento merece una explicación. La construcción de una casa no está concluida hasta que se pone el techo; esta evidencia no admite, hoy por hoy, duda alguna. Es más, habitualmente los planos de una casa se realizan independientemente del techado; más adelante, la cobertura habrá de adaptarse a los cimientos, a la estructura y a las dimensiones de los muros. Si acaso algunas condiciones del techo, como por ejemplo las que son resultado de determinado clima, pueden modelar en cierto sentido la disposición de algunos tabiques. Cabe sin embargo la posibilidad de que algunos arquitectos ideen en primer lugar el techo y solo después realicen los planos del resto de la casa. El resultado de la misma está, por consiguiente, en función del techo y no a la inversa. Algo semejante ha operado Valle en muchos de sus cuentos, si no en todos. Sin desdeñar los cimientos o la introducción, todo lo ha ejecutado sabiamente en función del final; y no digo de la conclusión porque los cuentos modernistas son, por lo general, deliberadamente inconclusos. Salta a la vista la riqueza de incalculables sugerencias que permiten todos ellos. Con los elementos que el autor le proporciona, cada lector puede elaborar a su gusto y según sus preferencias un sinfín de continuaciones, todas ellas válidas si respetan las coordenadas básicas del problema. Huelga decir que en esta libertad otorgada al lector, subyace cierto constreñimiento intelectual: él no puede hacer todo lo que le venga en gana dado que el autor se ha cuidado muy mucho de proporcionarle, en ocasiones
  • 9. 9 de manera harto subrepticia, unas pautas de ambientación que, a su debido tiempo, regirán las diversas conclusiones elegidas por el lector. Lectura condicionada, ciertamente, pero no ausenta de libertad; de este modo el lector se convierte a su vez en narrador sin por ello eliminar al narrador originario. El modernismo literario supone, pues, la superposición de diferentes narradores en una cadena infinita que inicia su andadura precisamente cuando concluye la última hipótesis proporcionada por el texto impreso. Este enigma aparece en numerosas ocasiones solapado y en otras explícito. En las primeras, la historia concluye, o más bien parece concluir: tras el desenlace, el narrador aprovecha un párrafo para comunicar la impresión que el relato de Micaela la Galana ha dejado en su memoria; el joven quedó indeleblemente marcado tal y como se deja ver en algunas fórmulas marmóreas. Así, en El miedo, cuento del que él mismo fuera protagonista. Su madre, siguiendo la tradición, había querido que recibiera la confesión antes de entrar como granadero en el Regimiento del Rey. Para ello hizo venir al Prior del Pazo; tras la malaventurada escena del miedo provocado por el ruido de los huesos del esqueleto en su sepultura, el clérigo pronuncia estertóreamente su negativa: “–Señor Granadero del Rey, no hay absolución… ¡Yo no absuelvo a los cobardes!”. Aquí podía haber concluido el cuento, pero el narrador remacha: “Y con el rudo empaque salió, sin recoger el vuelo de sus blancos hábitos talares. Las palabras del Prior de Brandeso resonaron mucho tiempo en mis oídos. Resuenan aún. ¡Tal vez por ellas he sabido, más tarde, sonreír a la muerte como a una mujer!…” (p. 524). Idéntico recurso se puede observar en Un cabecilla, donde el viejo molinero Urbino Pimentel, antiguo guerrillero, mató a su mujer por desvelar su guarida a la autoridad. Tras el homicidio, el molinero se dio a la fuga no sin antes columbrar los tricornios enfundados de los Guardias Civiles. Una nueva apostilla impide el final de corte realista: “Confieso que cuando el buen Urbino Pimentel me contó en Viana esta historia terrible, temblé recordando la manera violenta y feudal con que despedí en la Venta de Brandeso al antiguo faccioso, harto de acatar la voluntad solapada y granítica de aquella esfinge tallada en viejo y lustroso roble” (p. 546). En ocasiones el final es menos subjetivo, pero no por ello deja de suscitar desazón en el lector; intranquilidad fruto de inefables evocaciones. Así, en Tragedia de ensueño, que podía haber concluido con los sollozos de la abuela que ha perdido a su nieto; pero el narrador apostilla: “Con los brazos extendidos, entra en la casa desierta, seguida de la oveja. Bajo el techado resuenan sus gritos. Y el viento anda a batir las puertas” (p. 529). Uno de los relatos donde quizás se vea con mayor precisión la sensación de enigma que el narrador quiere provocar en el lector es Mi hermana Antonia. El amor que la belleza de Antonia despertara en el estudiante Máximo Bretal fue causa de que muriera la madre del narrador y de que toda la familia hubiese de trasladarse con la abuela a San Clemente de Brandeso. Pero lo importante es que, contrariamente a las expectativas del lector, aquí no acaba la historia. Cuando ya se disponen a salir para el pueblo de la abuela, la comitiva se percató de que su hermana Antonia había desaparecido. Tras veintiún episodios, ahora que solo faltan dos, comienza otra historia. Pero no hay tiempo; Valle-Inclán quiere que no haya tiempo en dos cortísimos episodios, razón por la cual tan solo nos da una mínima información. “andaba el viento a batir las puertas y las voces gritando por mi hermana. Desde la puerta de la Catedral, una beata la descubrió, desmayada, en el tejado. La llamamos, y abrió los ojos bajo el sol matinal, asustada como si despertase de un mal sueño. Para bajarla del tejado, un sacristán con sotana y en mangas de camisa saca una larga escalera. Y cuando partíamos, se apareció en el atrio, con la capa revuelta por el viento, el estudiante de Bretal. Llevaba a la cara una venda negra, y bajo ella creí ver el recorte sangriento de las orejas rebanadas a cercén” (p. 570). Este final es enigmático, tanto más cuanto que hace alusión a unas orejas que habían aparecido en el episodio XVII, y que la criada Basilisa, saliendo de la alcoba de la madre del niño recién
  • 10. 10 fallecida, decía que eran las orejas del gato. El último episodio, el XXIII, resume dejando al lector inmerso en la incertidumbre del enigma: “En Santiago de Galicia, como ha sido uno de los santuarios del mundo, las almas todavía conservan los ojos abiertos para el milagro”. El mismo título del cuento titulado Del misterio habla por sí mismo; incluso la primera frase: “¡Hay también un demonio familiar!”. Poco importa ahora la historia en sí, la fuga de su padre, preso por legitimista en la cárcel de Santiago. Sí importa, y mucho, la exclamación de Doña Soledad, elevando sus quejas al cielo porque el niño había sido testigo de un homicidio; y este niño, ahora narrador, concluye así el cuento: “Mis ojos de niño conservaron mucho tiempo el espanto de lo que entonces vieron, y mis oídos han vuelto a sentir muchas veces las pisadas del fantasma que camina a mi lado, implacable y funesto, sin dejar que mi alma, toda llena de angustia, toda rendida al peso de torvas pasiones y anhelos purísimos, se asome fuera de la torre, donde sueña cautiva hace treinta años. ¡Ahora mismo estoy oyendo las silenciosas pisadas del Alcaide Carcelero!” (p. 574). En esta historia, de la que también el narrador es protagonista, queda la impresión de un enigma: el paradero del fugitivo y, más importante aún, del nuevo preso, el narrador mismo, que aquel relato dejó en su memoria: el alma de un niño que soñaría cautiva dentro de la torre durante al menos treinta años. Todo, porque Doña Soledad, con voz de sibila, como bien recalca Valle-Inclán, anunció que la sangre del difunto caería gota a gota sobre la cabeza inocente. La profetisa no se percataba entonces de que anunciaba no una muerte física sino una muerte más terrible aún, la del enclaustramiento de un alma en pena. ¡Cuántas veces las pitonisas revelan sin poder interpretar! El enigma se escondía en el tiempo: solo este pudo desvelar que la profecía se cumplió misteriosamente pero no como ella lo anunciara. A medianoche merece también una mención especial. Los datos de que disponemos son escasos: “corren jinete y espolique entre una nube de polvo. […] La hora, el sitio y lo solitario del camino ayudan al misterio de aquellas sombras fugitivas” (p. 574). De nuevo el misterio; no hay más datos, no hacen falta porque de lo que se trata es de una rauda travesía por el monte, picando para alcanzar antes del alba la otra ladera. La noche cae, solo alumbra la penosa luna, un salteador sale de la sombra, pide la bolsa a cambio de la vida y un fogonazo ilumina con azulada vislumbre el rostro zaino y barbinegro de un hombre. Luego, el caballero y el espolique siguen su camino, divisan a la madre del salteador que han dejado muerto camino atrás; ella espera, sin saber, el regreso de su hijo. Tampoco nosotros sabemos más, ni siquiera cuando el caballero ordena al espolique: “–‘¡Te va la vida en callar!’ Y con esto arrendóse el encubierto, para dejarle paso, un dedo puesto sobre los labios. Al verse solo, se santiguó devotamente. ¿Adónde iba? ¿Quién era? Tal vez fuese un emigrado. Tal vez, un cabecilla que volvía de Portugal. Pero de las viejas historias, de los viejos caminos, nunca se sabe el fin” (p. 578). Es curioso que al final de una historia, Valle-Inclán nos remache que de las historias nunca se sabe el fin: no hace con ello sino confirmarnos que apenas se sabe nada porque nos faltan datos y porque era voluntad suya, desde el principio, no ofrecérnoslos. El enigma persiste, sin duda alguna para que el anhelo de desenmascararlo cubra de inquietud la mente del frío lector. Algo semejante ocurre en Rosarito, aquella nieta de la Condesa de Cela que dejó la vida de este mundo como dejaba su Pazo Don Miguel de Montenegro. Apenas hubo intercambio entre los dos personajes, solo sabemos que el mayorazgo de la linajuda y antigua familia de los Cela se presentó una noche pidiendo hospitalidad a su prima la Condesa. Ella, a pesar de sus reticencias debido a la vida del libertino conspirador, acabó ceciendo. Si hubo intercambio de palabras, fue con el clérigo Don Benicio, que acostumbraba a pasar algunas tardes en el Pazo. Pero los intentos del tonsurado por meter en vereda al sarcástico volterianista fueron vanos. Ya he comentado una de las frases que el entenebrecido y taciturno Don Miguel dirigió a Rosarito: “– ¡No temas, hija mía! Si no creo en Dios, amo a los ángeles…” (p. 591). Pero ahí quedó todo. Ya entrada la noche, el primo Don Miguel pidió un caballo para, según dijo que era su cometido, llevar a la mañana siguiente socorros a la
  • 11. 11 huérfana de un pobre emigrado al que habían asesinado los estudiantes de Coímbra. Pero todo eran inconvenientes. En el fondo, como luego descubriera la Condesa, su primo venía huyendo y necesitaba un caballo para repasar al día la siguiente la frontera. Aun con la verdad manifiesta, tampoco se encontraba un caballo; y no lo hubiera habido si Rosarito, en su candidez, no suspirara tímidamente: “– Abuelita, el Sumiller tiene un caballo que no se atreve a montar”. Luego se cubrió el rostro de rubor: Don Miguel le infundía un miedo sugestivo y fascinador. Más tarde la niña abogaría de nuevo por el primo de la Condesa. Las horas siguientes fueron lentas, muy lentas nos las dibuja el narrador. Esperaban el caballo, la abuela asignaba a su primo la habitación que, según las crónicas, ocupara Fray Diego de Cádiz cuando pasara por el Pazo… Rosarito seguía contemplando, llena de pavor y fascinación, a Don Miguel. En un momento determinado, el mayorazgo sonrió a la rubia y delicada cabeza de Rosarito y le dijo: “– ¡Mírame, hija mía! ¡Tus ojos me recuerdan otros ojos que han llorado por mí!”. Este gesto romántico, tan propio de Lord Byron, personaje antaño conocido por Don Miguel, era una frase siniestra propia también del más romántico Don Juan. La niña quedó entonces pálida y triste, tanto, que, según comenta el narrador, no era posible contemplarla un instante sin sentir anegado el corazón por la idea de la muerte. Luego, cada uno fue a recogerse a su cámara. Aquella noche, la anciana Condesa oyó un grito, luego otro, y se dirigió, temblando, a la estancia donde había dormido Fray Diego de Cádiz. Pasados los primeros instantes de alucinaciones, al ver que alguien ha huido por el jardín misterioso y oscuro deslizándose desde la ventana que ha quedado abierta, la Condesa de Cela “se acerca al lecho, separa las cortinas y mira… ¡Rosarito está allí, inanimada, yerta, blanca! […] El alfilerón de oro que momentos antes aún sujetaba la trenza de la niña está bárbaramente clavado en su pecho, sobre el corazón. La rubia cabellera extiéndese por la almohada, trágica, magdalénica” (p. 600). ¿Qué ha ocurrido? Una parte del interrogante se presta a una rápida respuesta: Don Miguel de Montenegro ha matado a Rosarito y se ha dado a la fuga; pero eso no basta. ¿Por qué? Precisamente aquel que al atardecer dirigiera miradas fascinadoras a la pequeña, la ha matado. Valle-Inclán no nos dice más. Caben todas las elucubraciones posibles, incluso algunas de ellas pueden conducirnos a una explicación convincente: no se trata de una violación carnal sino de un homicidio religioso. En efecto, las alucinaciones que sufre la vieja al entrar en la alcoba, aquella “mancha negra”, que se tomaría “por la sombra de un pájaro gigantesco”, es un ser extraño, diabólico, que todavía se mueve, corre, vuela, se cuelga de los muros antes de encontrar la salida que le ofrece la ventana. Esta interpretación nos ayuda a vislumbrar mejor la pregunta que, en dos ocasiones, Don Miguel hiciera a Rosarito antes de acostarse: “– Si viniesen a prenderme, ¿tú qué harías?”, y más tarde: “– Si viniesen a prenderme, yo me haría matar. […] Y aquí tus manos piadosas me amortajarían!…”. De modo que las promesas de la pequeña – “¡Yo haré una novena a la Virgen para que le saque a usted con bien de tantos peligros!”– no tuvieron sino un efecto contraproducente; y ahora entendemos que el diablo que había poseído a Don Miguel se revolcaría en su interior al oír estas palabras candorosas, aparejando ya el homicidio que solo pocas horas después había de perpetrar sirviéndose de la astucia y las manos del mayorazgo. Cuando este saltó al jardín, solo quedó la mancha negra del diablo, aquella que vio la Condesa de Cela. Es una interpretación entre otras, la que me parece más convincente, pero sin duda no es la única. Todo, porque Valle-Inclán ha preferido sugerir; al lector le toca proseguir la historia a partir del enigma propuesto. La Comedia de ensueño y Milón de la Arnoya contienen semejantes desarrollos: un cabecilla subyugado por el hechizo de una hermosa mano cortada a no se sabe qué rica joven en una de sus correrías, una moza de pelo fosco y ojos ardientes que padece cautividad a manos de un endemoniado. En ambos casos, las explicaciones son variadas, múltiples y todas fruto de la ambigüedad; porque Valle no ha querido proporcionarnos suficientes datos. Dicho de otra manera,
  • 12. 12 el autor solo nos ha proporcionado los datos necesarios para que, al concluir el cuento, comiencen nuestras cavilaciones, y lo consigue porque ni sabemos el desenlace del errar de aquel capitán ni tampoco el de la privada. Si aquel abandona a sus secuaces y parte a la búsqueda de la doncella entonces encantada y ahora manca, esta, según cuentan las gentes, se retiró de nuevo al monte con el Iscariote Milón; en el aire solo se sentía el aleteo de las alas de Satanás. Quisiéramos saber más, pero no nos será dado conocer el final. Nos basta, piensa Valle-Inclán, con oír los murmullos del resto de los forajidos y las voces del pueblo. Todos sugieren, todos afirman, pero ninguno sabe a ciencia cierta, tampoco nosotros lo sabemos, porque el auténtico desenlace, si existe, solo es el que queramos darle en este mundo del relativismo modernista. Conclusiones Ahora que hemos podido ver el papel desempeñado por el pasado y el misterio en varios de los cuentos, cabe preguntarnos qué busca en definitiva el autor. Pienso que él mismo es el más indicado para responder a este interrogante. Lo hizo en un texto titulado Modernismo. Allí salía al paso de no pocas desviaciones que habían provocado dudas en los lectores debido al lugar común en que había venido a parar el término. En pocas palabras, Valle-Inclán dice que “la condición necesaria de todo el arte moderno […] es una tendencia a refinar las sensaciones” (1991: 18). Esto es, en definitiva, lo que ha procurado en todas y cada una de las remembranzas del pasado. Recordándolo desde su perspectiva de viejo poeta caduco, le ha conferido un refinamiento tildado de intenciones alquimistas. La memoria traía terror y la página lo refina hasta convertirlo en oro. Respecto al misterio, también sirven de mucho las palabras que siguen a esta última declaración de Modernismo: “[refinar las sensaciones] y acrecentarlas en el número y en la intensidad”. Así lo ha hecho: frente al terrorífico enigma, el lector se siente impotente, invadido por el miedo de los mismos relatos, y procura zafarse, esconderse entre las enmarañados setos de los jardines que aparecen en los relatos; y desde allí, sin ser observado, observar porque, como muchos de los personajes, ha quedado fascinado y quiere saber. Aunque sabe que nunca sabrá. Al márgen del estudio de Jardín umbrío y de la estrategia utilizada –recurso al pasado y al misterio–, dos conclusiones parecen perfilarse de cuanto arriba queda dicho. La primera es que estos cuentos son, llanamente, el espejo del autor. Remembrando los acontecimientos de su juventud o los relatos de Micaela la Galana, Valle-Inclán convierte magistralmente su propia biografía en obra de arte, en tema de leyenda. De hecho, su propia vida se quita sus velos y aparece, desnuda, como la más primigenia y perfecta de todas sus creaciones. Erraríamos no obstante si creyésemos que todo lo narrado forma parte de la historia del autor. El aristócrata de la poetambre modernista que fue Valle- Inclán construye su propia mentira artística de su misma vida porque para él, como para Oscar Wilde o D’Annunzio, el Arte es el valor supremo y la Leyenda está por encima de la Historia (cfr. Aznar, 1994: 9, 11 y 31). Esto encierra un interés marcadamente importante por cuanto nos ayuda a descubrir las potencialidades que encierra el cuento literario. De esta manera percibimos con claridad meridiana que el cuento puede apropiarse prerrogativas del género autobiográfico. Pero, como decía al principio, nunca hemos de olvidar que estamos hablando de un determinado tipo de cuento: el cuento modernista: intimista como pocos, el cuento adquiere potencialidades de leyenda y, por ello, confiere carácter legendario al autor que, de narrador, pasa después a ser protagonista para terminar siendo lector con los lectores al tiempo que estos se convierten en nuevos narradores. Una segunda conclusión es el talante poiético del cuento. No ha de extrañarnos que el resultado de estos recuerdos de Jardín umbrío sea otro jardín, más oscuro todavía que el descrito en Rosarito: “el follaje se abría susurrando y penetraba el blanco rayo de la luna, que se quebraba en algún asiento de piedra, oculto hasta entonces en sombra clandestina. El jardín cargado de aromas y aquellas
  • 13. 13 notas de la noche, impregnadas de voluptuosidad y de pereza, y aquel rayo de luna, y aquella soledad, y aquel misterio, traían como una evocación romántica de citas de amor en siglos trovadores” (p. 595). Quizás sea esta la descripción más cercana a los sucesivos jardines interiores del poeta donde se han desarrollado cada una de las historias narradas por Valle-Inclán. Entonces, al escribirlas, les confería nueva vida y simultáneamente él también tomaba más conciencia de su propia vida. Los veía, recién escritos por su cálamo, renacer del olvido. Por un instante Valle creyó que estos cuentos le devolverían el perfume ideal de las manos de Micaela la Galana; pero, desesperanzado, confiesa que sus propias manos, frías en la reluctante espera de la muerte, apenas pueden volver a perfumar las historias que oyera de pequeño (vid. p. 616). Ahora, noventa años después, nos llegan los murmullos y aromas de un tiempo revivido en el ocaso de su vejez, de una época modernista –ha habido muchas otras–, en la que el pasado, aun tenue y triste, podía proporcionar el sentido misterioso de la vida y del quehacer poético. Bibliografía AZNAR SOLER, Manuel, “Estética, ideología y política en Valle-Inclán”, en Ramón del Valle-Inclán. Un proyecto estético: modernismo y esperpento, n monográfico de Anthropos, 158 / 159, julio-agosto 1994, p. 9-37. GULLÓN, Ricardo, Direcciones del Modernismo, Madrid, Gredos, coll. “Campo abierto”, 1963. UCM BG Ed. A: S-L 860.09 “18 / 19” GUL. JIMÉNEZ, Juan Ramón, El Modernismo. Notas de un curso (1953), Ricardo Gullón y Eugenio Fernández Méndez ed., México, Aguilar, 1962. UCM BG Ed. A: 82 “18 / 19” JIM, UdM LSH 861.609 J61m JOYCE, James, Ulysses. The corrected Text, Harmondsworth, Middlesex, Penguin Books / The Bodley Head, 1986. UCM BIF 820 JOY j 7 uly. LAVAUD, Éliane, Valle-Inclán. Du journal au roman (1888-1915), París, Klincksieck, col. “Témoins de l’Espagne”, n 9, 1979. LOSADA, José Manuel, “La poética de la antítesis en Víctor Hugo”, De Baudelaire a Lorca, José Manuel Losada, Kurt Reichenberger y Alfredo Rodríguez López-Vázquez (ed.), Kassel, Reichenberger, 2 vol., 1995- 1996. MACHADO, Manuel y Antonio, Don Juan de Mañara, drama en tres actos y en verso, en Obras completas de Manuel y Antonio Machado, Madrid, Editorial Plenitud, 4ª ed., 1962. UdM LSH 861.6 M149 1962. SERRANO ALONSO, Javier, “La estrategia de la escritura en Valle-Inclán: la historia textual de Beatriz”, en Ramón del Valle-Inclán. Un proyecto estético: modernismo y esperpento, n monográfico de Anthropos, 158 / 159, julio-agosto 1994, p. 69-74. VALLE-INCLÁN, Ramón María del, Obras escogidas. Prosa, teatro y poesía, Madrid, Aguilar, 1961. – Modernismo, en El Modernismo, Lily Litvak ed., Madrid, Taurus, col. “El escritor y la crítica”, n 81, 1991 (1ª ed. 1975).