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A MIS AMIGOS
DE ITALIA,
A LA CIUDAD DE MILÁN
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Il ne suffit pas d'étre un homme;
il faut étre un système.
BALZAC.
[No basta con ser un hombre;
hay que ser un sistema.
BALZAC.]
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I
Stoppa se detuvo en la puerta, antes de salir de la iglesia de San Francesco da
Paola, y lanzó una mirada emocionada al conjunto de la nave central.
—Está hermosa ahora —exclamó con orgullo.
—Parece que no nos habíamos dado cuenta, todavía. A fuerza de verla no nos
detenemos a contemplarla. Cuando vamos a Roma recorremos todos los templos,
sin apreciar los que aquí tenemos.
Quien así hablaba era la mujer de Stoppa.
Él sonrió. Ella, como buena milanesa, encontraba en todo la ocasión para
marcar la rivalidad con Roma. No era necesario comparar. Milán se gana todos
los días su existencia. Roma está siempre justificada. Las iglesias de Milán,
generalmente pequeñas, son el recuerdo conmovedor de un arte lombardo
—bárbaro y espiritual— que se mantiene obstinadamente al paso de los siglos.
Iglesias cuyo interior, débilmente iluminado, ofrece cálido refugio a la
meditación. Externamente, la piedra o el ladrillo, cuyo color ha sido
delicadamente debilitado por los años. Campaniles poco frágiles, pero
asomándose al cielo con graciosa humildad. Campanas que todavía suenan al
amanecer como relojes que, indiferentes al tiempo, marcan sólo la aparición del
día. Un espacio para un jardín en el que sólo hay piedras abandonadas entre el
césped y el musgo. Así aparecen las más representativas iglesias de Milán. Así
las veía Stoppa que, milanés, amaba también su ciudad, pero no como negación
de Roma, sino como complemento.
Él amaba, más que admiraba, la iglesia de San
Francesco da Paola, ya que no pertenecía a los viejos templos milaneses. Pero era
asiduo a la misa que en ella se oficiaba los días festivos a media mañana,
concurrida y frecuentada por la mayoría de sus amistades, porque le daba un
ambiente tan familiar que a veces creía que todo lo que allí se celebraba y decía
estaba destinado exclusivamente para él. Por otra parte, respondía tan
generosamente a cualquier petición, que la miraba en ocasiones, como le sucedía
aquella mañana, como si fuera algo de su propiedad. Se sentía orgulloso de su
iglesia, porque era una iglesia verdaderamente de ricos: cálida, revestida de
ornamentos, cubiertas las paredes de imágenes y, en aquella mañana
—1 de noviembre de 1964— tan regada de incienso, por ser día de Todos los
Santos, que parecía estar sumergida en una suave niebla perfumada.
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Le gustaba, además, porque estaba en vía Manzoni y él había crecido en torno a
aquel núcleo ciudadano. Calles estrechas y breves, con un gracioso quite a la
línea recta, lo cual, si bien dejaba sin perspectivas a la ciudad, le daba el encanto
de los inesperados encuentros, de los ambientes diversos que surgían bajo la
influencia de los viejos palacios con nobles jardines poblados de árboles con
sabor de romanticismo. En ellas había vivido Manzoni, Stendhal. Los nombres de
vía Bigli, Spiga, Montenapoleone, Pietro Verri y Sant'Andrea, estaban grabados
en el corazón de Stoppa. Y en aquellas calles estaba también, resistiendo a todas
las crisis económicas, la más importante de las tiendas de Stoppa, tiendas que se
esparcían por todas las esquinas de la ciudad para abastecerla de panetones.
Stoppa tenía la costumbre de ir a misa acompañado de su mujer y de su hija
Sandra, víctima, a pesar de sus dieciocho años, de un reumatismo articular
que la tenía postrada durante largos períodos. El clima de Milán, húmedo y turbio
por la niebla, contribuía a agravar la enfermedad. Pero, salvo ausencia o grave
contratiempo, los tres se presentaban en la iglesia los días de precepto y
avanzaban, a paso lento, por la nave central de San Francesco, hasta situarse en el
lugar elegido: un primer banco del lado de la Epístola. Stoppa sentía, desde el
momento en que entraba en la iglesia, como si estuviera cargado con el dolor que
le producía la enfermedad de su hija y, sabiéndose contemplado por todos los
conocidos, realizaba aquel recorrido tratando de despertar una compasión que le
producía confortamiento, porque era una compasión sentida por seres
arrepentidos de la envidia que despertaba su riqueza. Stoppa parecía decirles:
“¿Por qué envidiáis mi riqueza si nada puede contra el dolor? Conformaos
con aquello que poseéis”.
El argumento era tan arbitrario como poco consolador, pero Stoppa quería
pagar con ello e1 tributo de su riqueza.
Aquel primero de noviembre, el sacerdote que oficiaba la misa dijo ciertas
cosas, al hacer el comentario litúrgico, que Stoppa retuvo con atención. Se había
referido al profesor Moscatti —cuya canonización estaba en trámite—, como un
ejemplo de espíritu religioso observante porque, cuando era requerido para asistir
a un enfermo, no lo hacía hasta que no hubiera sido previamente preparado por
un sacerdote. Y se justificaba así: “No puedo ocuparme en poner bien el cuerpo,
si antes no está sana el alma”.
Stoppa meditó con cierta ironía esta frase y comprendía que, si bien podía
constituir una verdad, aplicada al caso de su hija carecía de su completa validez.
Si el profesor Moscatti hubiera sido solicitado para curar a Sandra, hubiera
debido sanar antes el alma de Stoppa. Rebuscaba en ella y no podía verla con
demasiada nitidez. Le afluía el remordimiento de las diversiones prohibidas con
la sospecha de que las consecuencias no habían afectado solamente a una
generación. Ahora, su cuerpo estaba sano y el de su hija cargaba con una
enfermedad que no le pertenecía. A Stoppa esta situación le alteraba su
conciencia. Recordaba del Diario de un cura rural, al sacerdote que tiene el
estómago podrido a pesar de una vida de abstinencia. “Otros, le dice el médico al
diagnosticar, han bebido por usted”. También Stoppa había consumido parte de
la vida de su descendiente, además de la suya propia.
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La exuberancia de la vida y de los seres había sido una tentación a participar
activamente en la gran fiesta humana. Una humanidad fácil de usar para Stoppa,
con seres que ofrecían todos ellos algo que resultaba comestible para su hambre
insaciable. Porque es lo cierto que todos en el mundo poseen una cualidad, una
cualidad apetecible, y que sólo tiene valor en tanto es aceptada por los demás.
Todo depende del modo de tomarla y de ofrecerla.
Stoppa no había sabido tomar de los demás en reciprocidad. Simplemente,
había comprado, como se hace en todo tráfico. Pero ahora la juventud ya
había terminado y Stoppa dominaba plenamente el gobierno de sus sentidos. En
medio del tráfago de sus años mozos Stoppa aún había podido iniciar la creación
de una familia, una familia perfecta de la que nada se decía salvo cuando se
alababa su esplendidez o se hacían conjeturas sobre su fortuna, porque el placer
de las familias burguesas es que no se sepa todo el dinero que poseen, frente a las
familias aristocráticas que cuentan siempre todo lo que tienen.
La mujer de Stoppa era hija de un famoso editor y había aportado al
matrimonio no sólo dinero sino un círculo de amistades que ampliaron
considerablemente el mundo social de Stoppa, hasta entonces exclusivamente
mercantil. Políticos y escritores comenzaron a frecuentar su casa y en ella, su
mujer, que poseía una belleza claramente milanesa, cargada, por otro lado, de un
hechizo mágico, venía a ser el punto de unión de dos mundos no muy diferentes
o, por lo menos, fáciles de unir.
El hijo de Stoppa, Paolo, acababa de terminar la carrera de ingeniero. Su padre
1o esperaba todo de él: la continuidad en su obra —de la misma manera que él la
había seguido a la muerte de su padre—, la ampliación en la red de grandes
tiendas por la ciudad y por Europa que le diera carácter internacional a la gran
empresa en torno a la cual la familia Stoppa iba convirtiéndose en una estirpe.
Era el mismo proceso por el cual los grandes reyes de los Estados medievales
habían ido formando los Estados nacionales y luego los imperios. Ahora era el
momento de la economía y Stoppa tenía que hacer comprender a su hijo que
debía ser el realizador del imperio de los panetones, dulces y helados Stoppa.
A la hija pensaba Stoppa dejarla entretenida en el cultivo de las artes, la música
y las antigüedades. Su salud no le permitía aspirar a más, y una buena editorial
junto a una sala de exposiciones, podría llenar ampliamente su vida.
Todo esto lo pensaba Stoppa en la iglesia porque era el único momento de paz
que podía encontrar en todo el día y, además, porque no eran pensamientos
solamente profanos, sino de íntima meditación y preocupación. Y, así, una vez
que veía asegurada a su descendencia, Stoppa se sentía satisfecho de su posición.
Tenía motivos para estar agradecido. ¿A Dios? Allí en la iglesia, por un momento
sintió orgullo y luego turbación. La verdad es que Dios no podía distinguirle de
los demás hasta ese punto. Stoppa era, ciertamente, rico, pero lo era porque le
gustaba serlo, porque de verdad se sentía feliz con el solo hecho de ser rico.
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Tal satisfacción se debía a un estado de ánimo burgués, cómodo, tal vez a un
modo de ser o, mejor, a una costumbre. Había nacido rico y era lo único que
había pedido seriamente al destino: continuar siendo rico. No se lo había pedido a
Dios, porque le parecía una incongruencia, pues Stoppa era creyente, por lo que
pedía a Dios todas las cosas dignas de clemencia y confiaba al destino todos sus
deseos. Aunque muchas cosas de las que encargaba al destino no eran muy
dignas, no por eso confundía al destino con el diablo, sino que se lo tenía como
un dios fortuna, una figura loca que anota nuestras peticiones y un día las
satisface, si bien ese día a veces es demasiado tarde o demasiado pronto. Por esta
razón, seguro Stoppa de la versatilidad del destino al cual había pedido ser rico,
había acompañado su petición dedicándole un trabajo asiduo a sus negocios, la
inteligencia, el acierto, la audacia. Sí, había que ser audaz para ser gran hombre
de negocios. Cuando se quiere solamente ahorrar, amontonar dinero, basta ser
prudentes; pero cuando se quiere fundar un imperio hay que ser audaces,
generosos, despilfarradores, dar golpes de escena. Una cosa es la propiedad y
otra la riqueza. Aquella es un sentimiento, la segunda es una ilusión. Por esta
razón le aburría mucho a Stoppa la declaración de Guicciardi, su amigo íntimo y
confidente —el servicial amigo que se encuentra en todas las casas grandes—,
quien le había dicho en una ocasión que el dinero no era importante por lo que
proporcionaba sino por lo que evitaba. Stoppa había retenido aquella frase como
la opinión de un pobre, porque para él el dinero era sólo importante por lo que
proporcionaba, por el poder que emana de la riqueza, por el esplendor y la
belleza de la misma.
Stoppa no ignoraba que vivía en un mundo en el que hasta la riqueza resultaba
proletaria, lo cual chocaba tanto más con sus gustos que eran la necesidad de
expresar rotundamente su capacidad de ser rico, su inclinación a un nuevo
mecenazgo que deseaba imponer a sus empleados, que Stoppa consideraba como
súbditos. ¿No era, en definitiva, la riqueza la que movía el mundo? Los
intelectuales creen que son las ideas las que empujan el curso de la historia, los
políticos piensan que es la política, pero Stoppa sabía que era sólo el dinero.
Además, ¿no era gracias a los ricos, por lo que las ciudades resultaban hermosas?
Comercios, palacios, museos y jardines ¿no estaban hechos por ellos y para
ellos? Los barrios donde vivían las gentes de dinero eran siempre los más
hermosos, los más atractivos, los peor comunicados, porque esto último era una
garantía contra la invasión de las masas.
Milán mismo ofrecía un ejemplo con sus calles y jardines privados, los grandes
edificios de cemento y cristal, como rascacielos que se pliegan a todas las formas
geométricas y en medio de los cuales circulan calles privadas bordeadas por un
diminuto jardín cubierto de césped, un árbol —magnolia japonesa— que en
primavera se cubre de flores color violeta y una pequeña piscina en recuerdo del
viejo surtidor de los jardines burgueses. Todo un esquema de naturaleza
domesticada por la ciudad. Allí los palacios antiguos, si bien conservaban su
fachada artística, estaban completamente modernizados en su interior, lo cual los
actualizaba sin hacerles perder el contacto con la tradición. Milán se presentaba
como una gran ciudad nacida al impulso de cada generación, prestando un doble
servicio a la vida y a la historia.
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Stoppa sentía que Milán era el lugar ideal, el punto de partida de sus
conquistas. Su posición estratégica en el centro de Europa, su proximidad a los
grandes centros industriales y artísticos, el equilibrio entre el Oriente y el
Occidente, la presencia de múltiples minorías procedentes del Este que formaban
una mayoría utilizable, convertían a la espléndida ciudad en una puerta abierta al
tráfico, a la unión, al comercio. Todos aquellos espíritus emprendedores jugaban
con los espacios de la ciudad y los multiplicaban hasta el infinito, ensanchando
sus horizontes.
Terminada la misa —ocasión de estas meditaciones—, a Stoppa le agradaba la
idea de que al salir de la iglesia los amigos le rodearan complacientes y
preguntaran a su hija por su salud, le hicieran a él y su esposa grandes cumplidos
—algunos debidos solamente a su posición económica y en razón a la misma— y
les acompañaran hasta el coche, que el mecánico había aparcado previamente
ante la puerta de la iglesia de San Francesco.
Una vez en su automóvil, Stoppa no podía evitar el placer infantil de que le
gustase que su mecánico Pasquale, siciliano, hiciera gran ruido al poner el motor
en marcha, exactamente como si fuera el relincho de un animal azotado, y que
partiese silenciosamente —para que se apreciara la excelencia del motor— y a
gran velocidad hacia su casa, que estaba en la calle de al lado, lo cual no le
impedía hacer un largo recorrido en virtud de la colocación de los semáforos.
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15
II
Casi todo el personal de servicio de la casa de Stoppa era siciliano, el resto era
español. Eran el producto de la aventura y de la pobreza y vivían la más penosa
de las emigraciones, porque no iban en busca de la riqueza sino de ejercer una
función: la de servir a unos señores, cuyo círculo se va haciendo cada vez más
estrecho en Europa. En Milán, aquella gente del sur dejaba ver su lado serio, su
resistencia en el trabajo, su eficacia. Eran gentes que habían perdido la sonrisa,
pero conservado el instinto de la secreta asociación en la defensa de sus
puestos de trabajo, más que de sus intereses. Fácilmente se les reconocía, entre
las variadas minorías que integran Milán, por su aspecto enjuto, sus ojos
ardientes de mirada pasiva, el pelo negro que hace más oscura su piel y el
sombrero de ala ancha que llevan los hombres en Sicilia y que es más adecuado
para protegerse del sol de aquella isla que de las lluvias de Milán. Se notaba que
los españoles y los italianos descienden de una rama común. Pero mientras los
españoles son como esas familias en las que todos los descendientes parecen
haber conservado sólo los rasgos del padre, incluso las mujeres, los italianos
parecen conservar sólo los caracteres de la madre, incluso los hombres.
El martes era el día en que Stoppa invitaba a sus amigos a cenar, que era un
pretexto para reunirles en su casa y hablar de economía y de política. ¿De qué
otras cosas podía interesarle hablar con los demás? También se hablaba, es cierto,
de cacerías y de viajes, de fiestas celebradas en las nuevas ciudades de África o
en los Alpes, pero a Stoppa le molestaba la conversación de los cazadores porque
está hecha de imaginación y de aventuras no vividas, con la particularidad de
relatar un tipo de emoción, tan personal, que nadie puede compartir. La
conversación del cazador no es un diálogo, es un cuento que necesita un público
profano que esté dispuesto a escuchar. Stoppa invitaba a pocos cazadores a su
mesa, pero no podía evitar infiltraciones y entonces les colocaba al lado de
alguien a quien le gustara solamente escuchar.
Los martes la servidumbre se vestía de uniforme para recibir a los amigos de la
casa. Se confeccionaban platos según normas de la cocina toscana o véneta, y se
bebían vinos de Cerdeña o Sicilia. Los Stoppa vivían en una ciudad donde es
norma comer con refinamiento.
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Aquel primer martes de noviembre los invitados de Stoppa —en la
conversación que se desarrolló después de la cena—, no pudieron ocultar su
inquietud ante dos hechos de singular importancia: la crisis económica que
amenazaba el país y las elecciones municipales que habían de celebrarse en
Milán el día 22.
—Las crisis —dijo Stoppa para observar a sus amigos, alguno de los cuales
estaba en apurada situación— son saludables, purifican la economía de un país.
La crisis es una pausa que se toma la economía para mirar en torno suyo y ver si
es bueno el camino que sigue antes de continuar adelante. Todo aquello que,
durante esta pausa, entra en crisis significa que es aquello que debe desaparecer,
destruirse.
Piselli, cuya industria atravesaba un mal momento, preguntó a Stoppa:
—¿Quieres decir que mi fabricación no es interesante, necesaria?
—Tu crisis es de otra naturaleza, es una crisis falsa, de administración
solamente. Prueba de que considero imprescindible tus creaciones es que estoy
dispuesto a ayudarte si lo deseas.
Piselli le miró con desprecio y amargura. Comprendía por qué había sido
invitado por Stoppa. Era una vieja táctica que ya le conocía: la de dar créditos
para luego retirarlos en el momento adecuado, a fin de obligar a declararse en
bancarrota y quedarse con las propiedades. Así le respondió:
—Creo que podré seguir adelante sin tu ayuda. Pero mi próxima inversión será
fabricar artículos alimenticios, porque la gente, mientras tenga un céntimo, lo
dedicará a comer y divertirse. Reconozco, Stoppa, que tienes el negocio ideal,
sólo te falta que instales algunos night-clubs.
—Es cierto que la gente, en los momentos de crisis, sólo compra aquello que
necesita, mientras en los momentos de plétora compra todo aquello que, además,
no le hace falta. Y eso conduce siempre a la inflación. El día en que se produzca
solamente aquello que la gente debe adquirir, no habrá jamás crisis económicas.
—Eso es una solución que traerá el comunismo.
—Por el contrario, —dijo Stoppa— esa solución la impondrá el capitalismo.
Rusia, con su austeridad, es como un triunfo de pobreza colectiva e interminable.
Y añadiría que innecesaria.
—Me alegra que alguien tenga tanta fe en el papel que desempeñará el
capitalismo en el mundo del futuro.
—Es el mismo que desempeña en el mundo de hoy, sólo que ampliada y
mejorada.
—No olvidéis el comunismo, sentenció Bartoli.
—En realidad ya es sólo el comunismo el que se olvida del comunismo. Casi
ya no hay nada que temer, sobre todo el día en que todos sean comunistas.
—En Italia está la Santa Sede. Tampoco esto se debe olvidar.
—Es imposible olvidarlo. Se ve en todo.
—No quisiera —insistió Stoppa, que no podía olvidar, como todos los
presentes, sus antecedentes fascistas—, que fuéramos ingratos. Todo lo que la
Italia actual no le debe a Mussolini se lo debe a la Santa Sede.
—Todo lo que tenemos actualmente lo hubiéramos tenido igual, aunque no
hubiera estado en el gobierno Mussolini.
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—No, no es cierto, el éxito de nuestras industrias, el triunfo de nuestro
capitalismo se debe al hecho de que hemos aplicado los principios del fascismo
a la economía: la dirección única, el propietario único, la autoridad y la jerarquía
en la obediencia.
—¿Y las huelgas?
Stoppa comenzó a reír:
—¿Las huelgas? Es casi la única diversión que les hemos dejado a los obreros,
junto con la democracia cristiana.
—Ella ha sido nuestra ruina.
—Ha sido solamente la ruina de sí misma. Las democracias débiles necesitan
partidos fuertes para poder subsistir. Nos interesa la palabra democracia en el
Gobierno y el capitalismo como fuerza, como disciplina, como orden.
—Ha desaparecido una parte de los sistemas políticos que han conmovido al
mundo, nazismo y fascismo, pero a medida que pasan los años se puede
apreciar cómo han triunfado y se imponen bajo formas y apariencias diversas. El
predominio de Alemania —aún dividida y demócrata—, ¿no es un triunfo de su
fuerza desaparecida?
—Inglaterra ha tenido la táctica de imponer a sus vencidos un cambio de
régimen porque sabe que nada arruina tanto a un país como cambiar de sistema
de gobierno; le destroza más que la misma guerra. Así le impusieron a Alemania
la pérdida de la monarquía en 1919 y la desaparición del nazismo en 1945. El
resultado es que acabaron por darle la forma de gobierno más moderna, mientras
ella conserva todavía un sistema que, si es vigente para Inglaterra, resulta
inadaptado al mundo.
—Alemania se engrandece con cualquier sistema político y tiene la
particularidad de imponerlo al resto de Europa.
—Nuestro sistema ahora es lograr lo que no pudo nuestra política. La industria
alemana es la más potente, pero nosotros, imitando sus productos y haciéndolos
más baratos, estamos logrando mercados cada día más numerosos. Que
construyan ellos las maquinarias de nuestras fábricas y abastezcamos nosotros
al mundo con sus productos fabricados por nosotros.
—Nuestros supermercados, la presentación de nuestros géneros alimenticios, el
mantenimiento en buen estado durante varios meses de productos como la leche,
la mantequilla, los helados...
—Todos los pequeños descubrimientos alemanes.
—Aprovechados por nosotros, vulgarizados. Somos nosotros los que tenemos
la capacidad de penetrar en otros pueblos con la belleza de nuestras creaciones y
la utilidad de sus inventos. La belleza de nuestro papel de envolver es irresistible.
—Hagamos la unión.
—Vendrá por sí sola. Dejémosles trabajar y organicemos nuestra sociedad en
torno a la industria.
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El mozo de comedor de Stoppa era un viejecito que, como los criados de hace
algunos años, servía para todo. Era, a la vez, mayordomo y secretario íntimo, su
confidente. El que escuchaba las conversaciones de todos y luego se las contaba a
su señor. En aquel momento revoloteaba por el salón en torno a Piselli que
hablaba con otro invitado y, sin duda, comentaba el ofrecimiento de Stoppa de
financiar su industria. Piselli tenía razón al suponer que Stoppa quería acelerar su
ruina por el deseo de adueñarse de sus fabricaciones y, para Stoppa, era sólo
cuestión de averiguar el tiempo que podría resistir Piselli sin recibir créditos de
los bancos.
En otro ángulo del salón hablaban la mujer de Guicciardi y Paolo, el hijo de
Stoppa, mientras la mujer de Stoppa charlaba con la esposa de Abraham, cónsul
honorario de una república sudamericana y muy estimado por Stoppa.
—Prestémosles a los alemanes nuestros trabajadores y que nos presten ellos su
capital —observó Abraham.
—Consigamos mejor que se revalorice su moneda —dijo Piselli—. Nosotros
no podemos competir con ellos, en el mercado mundial, más que con la baratura
de nuestros productos.
Abraham y Stoppa escucharon con desprecio la propuesta de Piselli, que en
definitiva no era más que la petición de un hombre en vísperas de arruinarse. Por
tal declaración dedujo Stoppa la inminencia de la crisis económica de las
industrias Piselli. Frente a Piselli el pensamiento del judío Abraham se ofrecía a
Stoppa con clara nitidez. Muchas veces le había solicitado consejo y siempre
había encontrado en él la solución oportuna a sus problemas. En esta ocasión
—frente a la vulgaridad del pensamiento de Piselli— la idea de Abraham carecía
de piedad, pero encerraba un valor no despreciable desde el punto de vista
comercial y diplomático. Só1o un cónsul honorario podía ser capaz de
semejantes sutilezas.
—Hagamos un buen uso del Mercado Común impidiendo la competencia entre
nosotros y fomentándola en las naciones que no pertenecen al mismo. Los
alemanes en esto nos son de gran utilidad. Alemania tiene el poder de crear cosas
y necesita a Europa como su escudo frente al mundo. Pero Italia sabe comerciar,
negociar y puede hacerlo con el resto del mundo. Productos frágiles, sutiles, la
economía ligera. Para nosotros, italianos, Europa es un almacén con cuyos
objetos podemos conquistar el mundo: la mejor de las conquistas, aquella en que
se subyuga sin vencer. Hagamos que los alemanes conviertan en técnicos a
nuestros obreros, en gentes disciplinadas. Ellos, con su democracia, sabrán
hacerlo mejor que Mussolini con su fascismo.
—Nuestros obreros allí no son más que unos exiliados, sin ideas, sin
pensamiento.
—Ellos los proveerán de ideas, de pensamientos. Alemania tiene para cada
época de la historia su sistema intelectual.
—Sí, y luego nuestros obreros traerán aquí ese pensamiento para hacer en su
casa la revolución. Y entonces ¿qué?
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—No habrá tal revolución, de momento. Los ateos de cualquier religión, y que
son siempre los tontos del sistema, la retrasarán todavía muchos años. Y al
final están los judíos, que ganan siempre.
Paolo miró a Abraham, que se sobresaltó en su sillón con un gesto de placer.
—¿Y el dinero americano? —preguntó Paolo, el hijo de Stoppa—. ¿Acaso no
tiene nada que decirse sobre él y su función en Europa?
—América sólo exporta soldados, porque es un pueblo rico, e importa sabios,
por la misma razón. Hagamos que éstos, en nuestro suelo, no nos lleven a
destruirnos y que los sabios, en aquella tierra, cuando tengan el poder en sus
manos, no olviden su origen.
—Un sabio tiene sólo en sus manos una entelequia de poder.
—Como siempre —afirmó Abraham—, cada uno valdrá por aquello que posee.
Para nosotros será preciosa la organización más perfecta. Esa será nuestra
defensa.
—Se me ocurre —terció el hijo de Stoppa— que de la misma manera que
existe una Sociedad de Naciones debería existir una Asociación de Pueblos que
les defendiera de los gobiernos arbitrarios, de la incompetencia administrativa de
sus gobernantes, del influjo de élites molestas. Si el Tribunal Russell juzga de la
actuación de un Estado contra un pueblo, creo que podría ser un buen comienzo
para empezar a difundir la idea de esta defensa de los pueblos entre sí. Los
científicos, los intelectuales, los economistas, están en manos de un poder, de
una máquina infernal manejada por un grupo de dirigentes que se transmite el
manejo de las llaves de este poder, sin que puedan ser otra cosa que servidores.
Stoppa escuchó a su hijo con estupefacción. ¿Era una boutade o una creencia?
Y esto lo soltaba su hijo justamente en el momento en que iba a hacer ante
aquella reunión una declaración que él juzgaba sensacional, la revelación de una
vieja idea que había ido elaborando al paso de los años y que era justamente la
aplicación, a nivel de un poder personal, de la misma organización con la que
manejan los Estados a sus súbditos. Stoppa no contestó a su hijo; dejó pasar unos
instantes de conversación trivial, y sin turbarse por más tiempo, empezó así:
—Voy a aprovechar vuestra presencia para daros a conocer oficialmente, si
puedo decirlo así, un proyecto de importancia y sobre el que me gustaría
conocer vuestro parecer.
Acudieron en torno a Stoppa todos los invitados, quienes esperaron la
declaración con curiosidad.
—Voy a construir una ciudad, que nacerá en torno a nuestra gran industria del
panetone, y que se llamará Panetolandia o Panetópolis. ¿Qué os gusta más?
Abraham le miró asombrado, con sus ojos redondos y salientes, como de
alguien acostumbrado a contemplar escenas bíblicas, ojos que miran los
progroms o la vida a través de los ghettos. No podía creer que Stoppa no le
hubiera consultado sobre hecho tan importante antes de hacerlo público.
La mujer de Guicciardi se inclinó por Panetolandia, mientras el mismo Stoppa
dudaba acerca de si la denominaría Panetópolis, siguiendo con ello una tendencia
ya iniciada en la pequeña ciudad de Metanópolis.
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Paolo guardó silencio. Era un deber filial y una exigencia ante la continuidad
de la estirpe industrial.
—Será la ciudad en la que vivirán nuestros empleados, ayudantes,
colaboradores. Casas, jardines, cines, teatros, salas de espectáculos, todo se
ofrecerá gratuitamente a quienes trabajen en nuestra empresa.
—Esta es la versión del comunismo vista por el capitalismo —dijo Piselli.
—Es el mejor modo de controlar a las masas: que reciban todo lo que desean
por aquellos a quienes no quieren, los cuales les dan incluso aquello que no
necesitan, con lo cual abastecen también su imaginación, que pone una nota de
fantasía en sus demandas absolutamente proletarias. Poco a poco el hombre se
convierte en un animal de consumo, que tiene una fiebre por adquirir cosas que
pueda rápidamente destruir, agotar con el uso constante, con lo cual satisface el
ansia destructora del hombre a la vez que produce para consumir. Después
se da cuenta de que sólo les gusta la propiedad y que mucho de lo que les hace
infelices es desear solamente cosas superfluas e inaccesibles.
—Cincuenta años de comunismo no han bastado a Rusia para desterrar esta
idea de propiedad. He leído que el Gobierno ruso ha dado recientemente la orden
de acabar con todos los perros en las ciudades. Y la Sociedad de Escritores, si
bien protestando de la medida, ha pedido que se respeten al menos aquellos canes
que tienen un dueño. No se puede llegar a un balance más desconsolador después
de haber estado bombardeando al mundo con ideas sobre el reparto de la
propiedad y la igualdad de los seres. Resulta, al final y a pesar del paso de
generaciones educadas en el comunismo, que —como todos los seres humanos—
también ellos sólo son capaces de defender lo que les pertenece y de amar a
aquellos que conocen.
—El cristianismo ha llegado mucho más lejos, tan lejos, que es difícil llegar
hasta él: amar a todos los seres, ser justos, ser honestos.
—No es una idea, es una religión.
—De todos modos, el desconocimiento de la realidad, del sistema de la vida, es
lo que ha equivocado al comunismo. Ahora nosotros debemos rectificar sobre
estos errores y los nuestros. No es la propiedad lo que hay que destruir, ni
repartir, sino la riqueza producida por el capital puesto en acción, sometido a
pleno rendimiento. Pongamos un ejemplo —añadió Stoppa, a quien seguía
atentamente en sus explicaciones Abraham—: Supongamos una cafetera que
hace café. No es lo interesante discutir o negar la propiedad de esa cafetera, sino
que quien la posea esté obligado a producir café hasta el límite de las
posibilidades de la cafetera, y para todos.
—¿Incluso para aquellos que no 1o pueden tragar? —preguntó Piselli.
—Ese sería el ideal —repuso el hijo de Stoppa.
—Imaginemos —continuó Piselli— otro ejemplo: Un fabricante de panetones,
¿está dispuesto a darlos a quien no los pueda comprar?
21
—¿Y por qué no? Si el que compra está dispuesto a pagar, conmigo, por el que
no puede, yo cedo mi parte de ganancias, mientras los demás me ayudan a pagar
el precio de coste del que no puede adquirir. Pero 1a obligación de un fabricante
de panetones —dijo riendo Stoppa— es fabricar muchos para que resulten lo más
baratos posible y que sean accesibles a todos. Mas el crear un nivel de vida
que permita a todos el poderlos adquirir, eso es una obligación del Estado. Por
esto hay que obligar a todos los que tienen una propiedad a que la exploten, a que
produzca, en su funcionamiento, el máximo. La propiedad debe generar la
riqueza, y mientras ésta debe beneficiar a todos y es, digamos que repartible,
aquélla no. Pero las pequeñas industrias, las mal administradas, las que producen
artículos que resultan antieconómicos o pasados de moda, deben desaparecer.
Piselli miró a Stoppa con rencor. Sabía que era un ataque a su industria y que
toda su teoría estaba dirigida a justificar el deseo de Stoppa de adueñarse de la
fabricación de Piselli. Por lo que éste le añadió:
—Veo que has tomado todas las medidas, incluso teóricamente, para asegurar
la continuidad de tu riqueza.
—De la riqueza en general. Es siempre así. Bajo tu nombre o el mío, la
propiedad, de la mano de la riqueza, continuará su camino. Es ella la que triunfa.
Pero hay que creer, creer siempre. De lo contrario, todo se desvanece. A veces
pienso que todo cuanto poseo no existe, que no es más que un sueño, una fantasía
en la que solamente creo yo. En economía hay que ser genial, sublime,
despilfarrador. Lo contrario no es más que la pobreza o la avaricia.
—Siempre habrá pobres y arruinados —lamentó Piselli.
—Pero no son los ricos quienes les arruinan, sino ellos mismos. La pobreza es
un modo de ser: es una debilidad, diría que es una enfermedad.
Piselli miró a Stoppa. Estaba a punto de ceder. Sabía que en sus manos su
industria recobraría un nuevo vigor. Pero Piselli sólo poseía el arte de pactar, no
el de negociar.
—Hay climas —dijo Piselli melancólicamente— que permiten vidas
superfluas, a causa de la benignidad de los días. De la misma manera que hay
mares que albergan a ballenas y otros a sardinas. Bien, tú eres una ballena. Yo no
soy más que una sardina y me limitaré a navegar entre las aguas donde una
ballena no me pueda tragar.
Paolo se acercó a su padre. E interrumpió la conversación con Piselli.
—¿Quién creéis que ganará las próximas elecciones?
—El partido que representa la riqueza: el partido liberal.
—La democracia cristiana —dijo Piselli.
—Quienquiera que triunfe no tiene otro camino posible a seguir: respetar el
sistema occidental de la vida: la riqueza y el nombre del cristianismo.
—¿Incluso el comunismo?
—Incluso el comunismo. Aunque momentáneamente se disloque el poder
—hoy Italia carece de forma de gobierno—, siempre será una garantía tener unos
cuerpos constituidos —magistrados, profesores, banca, ejército, funcionarios,
etc.—, que tienen en sus manos parte del poder y un código de comportamiento y
saben cumplir con su obligación. Desmontar una sociedad así organizada no es
nada fácil. El comunismo triunfa en aquellos países que están desorganizados,
que comienzan a vivir: Rusia, China y el Tercer Mundo.
22
—A pesar de todo, a mí me da miedo el comunismo —dijo la mujer de
Abraham.
El hijo de Stoppa la miró sonriendo después de esta ingenua confesión.
—Aunque triunfe el comunismo —dijo Stoppa consolador—, acabará por ser
nuestro partido. No porque nosotros nos amoldemos a él, sino porque él se
acoplará a nosotros. No lo olvidéis: la democracia empezó siendo revolucionaria
y hoy ya es cristiana. Y el comunismo acabará siendo cristiano. Hoy es la
amenaza que impulsa todo el movimiento social de nuestra política.
—Por eso ya la democracia cristiana no es un partido, es una organización. Y
así le sucederá al comunismo en Occidente cuando se cristianice.
—Ese es el grave peligro que hoy vive la Santa Sede.
—Para la Santa Sede eso no es más que una crisis. El peligro lo corre el
comunismo. Dejadle en paz y mirémosle en sus revoluciones, crisis, encuentros,
mientras se está purificando antes de occidentalizarse. Ahora es aún demasiado
bárbaro. Aquí hay que traerlo como en España se entregan los toros al matador:
picados y desbravados.
—Sin embargo, algo habrá que rectificar en nuestra sociedad para acoplarnos a
ese mundo.
—Poca cosa, porque ya no creemos en casi nada. La democracia ya no existe,
es la técnica, pero una técnica aún no reconocida y sin servidores especializados.
Antes bastaba con afiliarse a un partido para beneficiarse o perjudicarse del
mismo. Afiliarse a la técnica significa obtener un título, un diploma, seguir unos
estudios. La religión es otra cosa. Es el encuentro de cada uno con Dios. No es un
partido, es una fe. Pero lo grande en una religión y lo que la hace universal es
que, además, ese Dios sea el Dios de todos, y eso es lo más humano y lo más
sagrado: cuando no solamente somos nosotros y Dios, sino que somos todos y
Dios. Pero son las ideas y los pensadores quienes más gritan, porque la cultura ha
venido a ser el refugio de todos los defraudados de la política. Y esos falsos
intelectuales, con todos los medios de difusión a su servicio, pueden hacer mucho
daño si no los controlamos nosotros. Debemos hacer que produzcan, que creen
dentro de los límites del arte y nosotros lanzar sus productos siempre que sean
buenos.
El pintor Salvatore, que se encontraba en la reunión, escuchó entre dolorido y
convencido esta declaración de Stoppa, que, no por más brutal, resultaba menos
verdadera. El sabía, por propia experiencia, que sus cuadros se vendían porque el
marchante Chios, que trabajaba para Stoppa, le tenía acaparada su producción
con objeto de darle un valor de cotización en bolsa.
¿Hasta dónde llegaba el poder de Stoppa? Difícil averiguarlo. Salvatore,
entorpecida en aquel momento su imaginación por lo que acababa de escuchar,
se sintió todavía más dolorido al oír el final del discurso de Stoppa, que decía:
—La burguesía ha conseguido algo muy importante y ha sido crear la red de
dificultades que obstaculiza a los demás para saber el dinero que tenemos. Los
bancos, ésa ha sido nuestra gran creación, para custodia de nuestro capital y el
manejo de los créditos. Dar, tomar, aceptar y retirar en el momento oportuno.
23
No saber qué hay en el fondo, porque nuestra gran fuerza es el secreto. De los
aristócratas se ha sabido siempre el dinero que poseían. En los burgueses ha sido
un misterio. Las fortunas de esta clase no se sabe si son inmensas o ficticias. Los
bancos son nuestros museos, infinitamente mejor conservados y custodiados que
los que contienen obras de arte, porque son museos de cosas vivientes.
24
25
III
El hijo de Stoppa, Paolo, se presentaba a las elecciones municipales como
concejal entre los candidatos del partido liberal. Era el partido más moderno con
el nombre más antiguo, porque la denominación de liberalismo resultaba
completamente equívoca. Era el nombre al cual habían tenido que recurrir las
naciones que habían salido de la dictadura y tenían que hacerse perdonar su
pasado al entrar en el camino de las democracias. Por lo demás, liberal, era un
modo de ser más que un partido, y Paolo se sentía completamente liberal.
En cuanto a la política, no se le escapaba que había llegado el momento de
pensar en nuevos partidos, en nuevas formas que expresaran adecuadamente la
sociedad. Las nuevas generaciones resultaban apolíticas y buscaban otras
libertades frente a tradiciones ya caducadas. Libertad en las costumbres, libertad
en el modo de afrontar las relaciones humanas, libertad en las consecuencias que
debía aceptar por entero una sociedad acomodaticia, libertad en las relaciones
sexuales. Las huelgas en pro de peticiones formularias eran cada vez más escasas
y se expresaban sin convicción. Porque en todo el movimiento huelguístico de
Italia había más un deseo de reposo, de solicitud de vacación, que de beneficio
material, del cual empezaban a sentirse cada día más los beneficios en más
amplios sectores. En cuanto a los estudiantes, difícilmente se rebelaban por un
líder, por una personalidad o por una idea. Se movían por intereses, por
peticiones muy concretas y reales que les afectasen directamente y hablaban de
libertad sin ver en ella toda la evocación romántica de quienes, desde el siglo
pasado, habían comenzado a morir por ella. Ahora querían, solamente, vivir de
ella.
Para Paolo Stoppa, nuevos partidos, todavía sin nombre, hacían su aparición en
el horizonte de su país, que, portador de grandes movimientos de cuya aceptación
nadie podía dudar, sentía con fuerza un presente cargado de presagios históricos.
La técnica, la economía, la administración, ésas eran las tres columnas de la
nueva sociedad, ésas tenían que ser las directrices de la política moderna.
Mientras tanto, no había más remedio que seguir los cauces de unos partidos
viejos cuyos nombres y teorías tenían ya poco que ver con la realidad:
democracia cristiana, liberalismo y socialismo-comunismo, seguir en ellos hasta
que un día, formada la piel nueva del pensamiento humano, la vieja cediera sin
resistencia y muriera a sus pies.
26
Paolo, de los tres nuevos intentos que preveía, se inclinaba por la fuerza que
encerraba la administración. Si bien en el mundo se han realizado dos grandes
revoluciones, una política como la francesa, y otra social como la rusa, lo cierto
era que ambas se habían malogrado en gran parte porque no habían ido
acompañadas de la revolución administrativa. Esta era, según Paolo, la tercera
gran revolución que le quedaba al mundo por hacer, revolución —a la inversa de
las anteriores—, de orden, de disciplina, de mente organizada y a la cual sólo se
podría llegar una vez que el mundo hubiera superado la crisis técnico-económica
que atravesaba.
Paolo Stoppa pensaba que esta revolución sólo el pueblo italiano estaba en
condiciones de hacerla siempre que se impusiera Milán como capital del mundo
económico europeo. Su dinamismo, la velocidad de sus actuaciones, la agilidad
de movimientos y de penetración, su situación geográfica, le daba un puesto de
privilegio en aquel todavía incierto porvenir. Tenía fe en Milán. Era la ciudad
abierta a Europa, la puerta que Italia presentaba al norte, puerta que estaba
abierta de par en par. En ella se podían encontrar todas las posibilidades, todas las
razas de la vieja Europa, pero rejuvenecidas, todos los intereses y todas las
indiferencias. La disciplina y la anarquía en respetuosa convivencia. Era meta y
punto de partida. Representaba el interés humano y el desprecio. La juventud de
los sentimientos y el cansancio de todas las pasiones ya satisfechas. Era una
nueva Europa, una Europa para los encuentros, para los acuerdos, para el
lanzamiento de las ideas económicas que dirigían el mundo de hoy. Sabía
perfectamente en qué hora de la historia se encontraba y la hacía sonar para todo
el mundo. Lo importante era que ya el mundo la escuchaba. Su pasión de milanés
no le impedía valorar la importancia del resto de Italia y de Europa, y si la tardía
unidad de su país aún no había amalgamado muchas cosas, era un ejemplo
reciente que podía servir para otra nueva unidad europea. Milán podía aportar a
la misma, no sólo su fuerza y dinamismo, sino el peso del resto del país: Roma y
su historia, la Santa Sede, el sur, aquel especial mezzogiorno. Es el camino de un
mundo europeo que no puede reñir con nadie.
Y la nueva revolución administrativa respondía al estilo funcional que, iniciado
de una manera tosca por el fascismo, estaba adquiriendo la belleza necesaria que
justifica el triunfo y lo hace aceptable. Era una revolución que, con el máximo
cuidado, debía acabar con lo superfluo. De la misma manera que la reforma
electoral inglesa acabó con los burgos podridos, la nueva revolución
administrativa debía acabar con las mesas muertas, las mesas paralizadas por la
inacción, por la interrupción del control de un trabajo que debía solucionarse de
un modo automático, seguro, inaplazable. Dar a todos una función en el
engranaje, una función esencial en la que lo sencillo de la misma, por humilde,
no debía disminuir la importancia de su cometido. De este modo consideraba
Paolo que mientras los franceses, como buenos cartesianos, hicieron una
27
revolución intelectual en que hablaron de derechos humanos, igualdad y
fraternidad, y los rusos —locos y fantásticos— han realizado una revolución
apasionada, emocional, en la que todos sus principios son peligrosamente
atractivos y a la vez disparatados y cuya anarquía del pensamiento exige la
disciplina de la dictadura, los italianos estaban preparados para la síntesis, para la
reducción de lo ampuloso a lo estrictamente necesario. El mundo necesitaba un
orden que no era un orden político —que lo llevaba a la dictadura—, ni un orden
social —que lo llevaba a la igualdad—, sino un orden administrativo que,
regulando toda su organización, le dejaba la máxima libertad de expresión para
aquellas cosas que divierten al hombre: la cultura, las artes, los deportes. La
política estaba tan amenazada que ni siquiera se podría conservar ni como
diversión.
El slogan publicitario que había preparado Paolo para su campaña política era
el de ¡No más mesas muertas! En recuerdo de los burgos podridos, pensando en
célebres desamortizaciones llevadas a cabo en el pasado, Paolo no olvidaba el
efecto que produce en toda Administración el encuentro de un funcionario
parapetado tras una mesa en la que hace morir todos los asuntos que requieren
una marcha rápida. El slogan era un tanto singular y se podía dudar de su acierto
porque requería una sustancial explicación, pero Paolo contaba para ello con la
experiencia del jefe de relaciones públicas de la empresa de su padre, el
insustituible Bertini, pieza fundamental en las conquistas de los Stoppa.
Fue Bertini quien preparó a Paolo una conferencia de prensa. Los periodistas
invitados recibieron unas carpetas que contenían, en útiles folletos, todos los
principios políticos que animaban al aspirante a concejal. Cada carpeta contenía,
como un obsequio al que no se daba demasiada importancia y que nunca podría
ser considerado como un compromiso para el que 1o recibía, un bolígrafo de oro.
Paolo discutió con Bertini sobre la oportunidad de hablar después del cóctel
que había que ofrecer a la prensa. Pero el criterio de aquel experto que era Bertini
prevaleció, en el sentido de que era mejor someterse antes al interrogatorio para
después proceder a esa comunicación que se produce ante una mesa bien servida.
Llevado bajo la batuta de Bertini, Paolo se enfrentó con los periodistas en la
sala de reuniones de la casa de su padre. Tras haber expuesto sus ideas, uno de
los informadores le preguntó:
—Con ideas tan completamente nuevas ¿por qué no se presenta como fundador
de un nuevo partido?
—Los partidos ya no existen y tampoco los movimientos como fuerzas
políticas que el Occidente ha tratado de oponer a las revoluciones. Abordar ahora
la preocupación de fundar un nuevo movimiento cuando todos nuestros esfuerzos
se reducen a tratar de olvidar el último que pusimos en marcha hace cuarenta
años, no parece lo más oportuno. Por lo demás, mis ideas no son políticas, sino
técnicas, no son una revolución sino una evolución natural.
—En tal caso —le preguntó otro periodista—, ¿por qué se presenta a concejal y
quiere jugar a político?
28
—No hay otro sistema para llegar a la administración del Estado o la
municipal. Por otra parte, me interesa más esta última que la primera. El Estado
es casi una entelequia, pero el municipio es una realidad. Una buena
administración municipal es la que puede hacer más rápidamente felices a los
hombres.
—Si pretende ganar, ¿por qué no se presenta como candidato de la democracia
cristiana, en vez de hacerlo por el Partido liberal?
—Es indiferente —repuso confusamente Paolo porque no quería declarar que
usaba el liberalismo como una plataforma avanzada de la democracia cristiana,
pero sin jugar a socialista, de la misma manera que muchos comunistas jugaban a
socialistas para poder participar en el gobierno—. En general —siguió diciendo
Paolo—, las democracias usan a sus hombres públicos hasta quemarlos, porque
los quieren hacer gobernar con los ideales en vez de las realidades. Ahora se trata
más de una coordinación sobre las mesas de conferencias que de movimientos,
de ideas.
—¿No teme que suceda lo mismo que con el fascismo? Nacido en Italia,
copiado por Alemania, acabamos por parecer sus imitadores.
—El fascismo no fue un sistema, fue una persona, luego varias personas. Ahora
es un sistema para cuya aplicación se requiere toda la filosofía alemana.
—¿Desconfía del sur?
—El sur no ha producido ningún sistema sólido.
—¿Duda del mío? —dijo riendo Paolo—. La solidez de los sistemas políticos
dura lo que una generación. Todos los sistemas filosóficos alemanes deben ser
renovados cada generación, de ahí la abundancia de filósofos, que deben
proporcionar a cada generación el suyo. De manera que los sistemas serán
sólidos pero no resistentes. El sur, ciertamente, no ha creado tan grandes
sistemas, se ha limitado a describir la vida y le ha dejado la libertad de expresión
que tanto le favorece para seguir conservando su gracia.
—Debemos liberarnos de estas grandes mezclas que nos vienen de lejos y que
nos confunden a todos: la ideología y la necesidad, la temporal y la
intemporal —siguió diciendo Paolo.
Un periodista le preguntó:
—¿Cuándo cree que se podrá conseguir todo eso?
—Cuando cada uno haya alcanzado el grado de educación que puede soportar.
Paolo se estaba divirtiendo en aquella conferencia de prensa. Trataba con
cortesía a los periodistas, convencido de lo que representan y dándoles, con sus
atenciones, la impresión del miedo que inspiran. Pero, en el fondo, sonreía
porque aquellos informadores iban luego a pasar por la redacción y su padre, el
gran Stoppa, dominaba con su dinero tantas redacciones y tantos consejos de
administración, que estaba seguro de que, aunque se produjera cualquier
indiscreción, nada sucedería en los periódicos. Sin embargo, había que darles la
impresión de una gran libertad, aunque ésta fuera limitada.
Una anciana periodista allí convocada le dijo:
29
—¿Le veremos pronto diputado?
—¿Qué otra cosa puede empezar a ser un político?
—¡Diputado! —exclamó soñadoramente un anciano periodista, que cojeaba y
había figurado en las filas musolinianas en los últimos años del fascismo y había
pertenecido a la redacción de Avanti! desde cuando dirigía dicho periódico el
hermano de Musolini.
—Suena a pasado, a Risorgimento.
—El Risorgimento está presente todavía.
—Nuestro Risorgimento es ahora Europa.
La conversación se fue haciendo más íntima, más confidencial una vez que
todos los presentes habían empezado a hacerse una breve composición sobre
aquello que tendrían que decir en sus respectivos periódicos. Y mientras Paolo se
quedaba rodeado de unos viejos periodistas amigos de su padre, que le orientaban
más que le escuchaban, Bertini iba dirigiendo a los demás hacia el buffet, donde
figuraban todas las exquisiteces comestibles que producía la casa Stoppa y que
Bertini quería aprovechar la ocasión de ofrecer como una primicia a la prensa
antes que fueran presentadas al público en el recinto de la Feria.
Ante ellos tuvo ocasión Bertini de hacer patente todos los esfuerzos de la casa
Stoppa en el montaje de los laboratorios químicos con la utilización de los
polímeros para la creación de toda clase de alimentos que servirían al género
humano, modificando las formas usuales, el colorido e incluso el sabor. Había
que empezar a adueñarse del paladar del hombre y ofrecerle una gama de nuevos
sabores. Si el arte había entrado en todo género de abstracciones y otras formas
revelaban al hombre sensaciones diferentes, ¿por qué razón había que servir la
carne en forma de filete y el pollo en forma de pechuga o de muslo? Bertini se
extendió ante los periodistas en sus discursos mágicos sobre el porvenir de la
química en la alimentación, de los éxitos del profesor Nesmeianov y sus
alumnos, uno de los cuales —cuyo nombre no quería revelar— trabajaba en los
laboratorios Stoppa.
Mientras se extendía Bertini en estas consideraciones ante la sorprendida
conferencia de prensa, y los periodistas satisfechos con la comprobación de
aquellos deliciosos preparados no recordaban casi el motivo de aquella reunión,
Paolo seguía, desde un ángulo, y asombrado, la utilidad que Bertini estaba
obteniendo y cómo ya la política, ante los éxitos de la ciencia, no era más que un
pretexto, un pasatiempo o un fastidio. El triunfador era Bertini que con sus
fantasías encantaba a los periodistas diciéndoles cómo, en el futuro, no sería
necesaria la explotación sistemática de la naturaleza y el hombre, en vez de
trabajar duramente en ella, no tendría más misión que la de contemplarla y hasta
para ello no necesitaría salir de la ciudad, porque la nueva arquitectura le
compensaría de todo. Sí, todos escuchaban a Bertini, porque era como un mago.
30
Pero no solamente se refería Bertini al origen de los alimentos, sino a la
evolución de los mismos, ya que con los nuevos sistemas Stoppa de
conservación, se avecinaba una auténtica revolución, pues las amas de casa
podrían ahorrar enormes cantidades de tiempo al tener la posibilidad de
almacenar comida durante períodos de varios meses con toda la garantía de los
alimentos frescos y fragantes. Esto se traduciría indirectamente en una
transformación laboral, pues las empresas tendrían que pagar los sueldos
trimestral o semestralmente, a fin de disponer de fondos para adquirir a largo
plazo. Todo ello era un evidente ahorro de tiempo y de trabajo, pues era insensato
la repetición semanal o mensual de aquellas operaciones que se tienen que hacer
de una forma necesaria.
Deslizándose Bertini por el sendero de las fantasías realizables habló a los
periodistas de inmediatos proyectos de alimentos que permitieran al hombre
sostenerse en forma durante varios días sin necesidad de tomar alimentos, por
medio de dosis con efectos retardados. De este modo el cuerpo humano podría
tener más posibilidades de movimientos, ya que la necesidad de alimentarse con
tanta frecuencia le esclaviza de un modo tiránico frente a cualquier eventualidad
o imposibilidad de aprovisionamiento. Liberar al hombre de esta dependencia era
la próxima conquista que se proponían los productos Stoppa, y a tal fin las
instalaciones de laboratorios y la contratación de investigadores de primer rango
permitían pensar con optimismo en el futuro.
Sí, todo aquello, según Bertini, lo podría realizar la casa Stoppa. El cuerpo
humano podría ser el frigorífico de sí mismo.
31
IV
Indiferente a la crisis económica, incrédulo acerca de las nuevas ideas políticas
del hijo, Stoppa seguía su plan, su sistema, el único que tenía valor para él porque
le había conducido al triunfo personal en una sociedad en la que también otros,
por el mismo sistema, habían conseguido éxitos parecidos.
De momento aquella crisis le producía grandes beneficios, puesto que le había
permitido adquirir propiedades a bajo precio, propiedades y acciones que, en
tiempo normal, ni siquiera hubiera podido adquirir por un precio superior a su
valor. El secreto del triunfo en una crisis era poder esperar y saber esperar.
Stoppa podía hacer las dos cosas y por esta razón, en cierta manera, Stoppa
disfrutaba de que de cuando en cuando Milán sufriera graves crisis económicas
porque salía de ellas robustecido, engrandecido. Resistirla era una demostración
de su riqueza. Provocarla era muchas veces una necesidad, porque purifican la
economía de un país. Por otra parte, el mundo industrial estaba corriendo a una
velocidad que los otros sectores de la sociedad no podían alcanzar. La
agricultura, la enseñanza, la cultura, no estaban al mismo nivel y se corría el
riesgo de un desnivel de tal clase que podría ser perjudicial para la misma
industria que se nutría de todos ellos. La crisis, pues, en cierto modo, no era de la
industria, sino imputable a aquellos desniveles y atrasos por los cuales era
necesario hacer un alto en el camino.
Mientras tanto, Stoppa se organizaba. Había que tornar precauciones y
convertir su gran empresa en internacional. Tenía decidido que su hijo Paolo se
trasladara a Suiza para estudiar la instalación de una casa filial, con 1o cual
estaría justificada la evasión de capital, asegurada e internacionalizada su fortuna
y en cuanto a los trabajadores podía contratar a los italianos allí residentes, que
no hacían huelgas por ser emigrados.
Era una medida para asegurar su triunfo industrial. No bastaba tener asegurado
un mercado nacional aún sirviéndole productos alimenticios de fácil
consumición, era necesario extenderse por otros países. Stoppa no lo confesaba,
32
pero una cosa era hablar a sus amigos y otra actuar. A aquéllos les decía que
había que tener fe, pero él necesitaba una amplia base para cimentar sus creencias
de hombre de negocios. Ciertamente que el malestar económico se había
producido por una falta de fe, ya que esta actitud había provocado la retirada de
los créditos por parte de los bancos, los particulares tenían miedo a invertir sus
capitales y se los llevaban sigilosamente a Suiza; estaba parada la construcción
de viviendas mientras no disminuía el precio de los alquileres; la preocupación en
los efectos de contratación de personal y la limitación del mismo dentro de las
empresas obligaba a la emigración; se habían producido en exceso artículos que
la gente se abstenía de comprar. Y Milán, como toda ciudad industrial, sólo
podía vivir por un milagro de la fe, por e1 movimiento constante. Era necesario
producir, comprar, vender. Poner en movimiento la ciudad nacida por un esfuerzo
de la voluntad humana, mantenida por la necesidad, por la imaginación. Y había
que seguir manteniendo aquel invento que debía convertirse en la capital del
Mercado Común Europeo. ¿Cómo?
El hijo de Stoppa, de acuerdo con los planes de su padre, emprendió viaje a
Suiza. Eligió para el viaje un elegante tren europeo, silencioso, confortable,
donde a fuerza de ser el transporte de los elegidos, resulta fácil atravesar las
aduanas en la frontera suiza, tan meticulosa en materia de averiguaciones con los
trenes populares repletos de público mediocre que sólo pretende pasar cigarrillos,
chocolate, café y algunas medicinas. Paolo había sido testigo de innumerables
retenciones de equipajes humildes, y Dios sabe si sólo por esto, sospechosos.
¿Había algo más sospechoso que la humildad? Era igualmente molesto ir por
carretera, pues la pérdida de tiempo era igualmente lamentable. Aquel tren
reunía muchos atractivos. Por un precio relativamente elevado un viajero se
encontraba en un ambiente automáticamente seleccionado, aséptico,
incomunicado. Se deslizaba suavemente empujado por la velocidad, y cruzaba
lagos, montañas y ríos, con insuperable facilidad, con la fuerza de una
maquinaria potente y perfecta. Una voz invisible comunicaba, a través de un
altavoz, las noticias de necesaria información. Una vez cruzada la línea fronteriza
con Suiza, el paisaje se fue atrincherando entre montañas, valles estrechos,
funiculares. Restos de nieve permanecían en lo alto de las montañas y en las
laderas de las mismas; el otoño resultaba un esfuerzo de equilibrio inestable.
Muy pronto todo rasgo de melancolía sería borrado bruscamente.
A Paolo le gustaba Suiza. En el fondo se alegraba de la decisión de su padre.
Suiza era enormemente reposante, una invitación a divertirse uno por sí mismo,
con sus propios recursos. Había estudiado en Suiza, iba con frecuencia por
razones personales, para esquiar, para negociar. Y siempre se sentía a gusto en
aquel ambiente entre campesino y ciudadano, rígido y libre a la vez. Allí cada
uno podía tener la seguridad de su independencia, pero sin proclamarla.
33
Allí cualquiera podía decir que era comunista sin correr peligro, sólo que no
podía demostrar su creencia. Suiza siente la indiferencia ante las palabras y los
pensamientos y ejerce la más extremada vigilancia sobre las conductas. Por esto
era ideal para los jubilados, para los enfermos, para los millonarios, para todos
aquellos que tienen algo que conservar y que no se debe mover, todos aquellos
que soportan las cosas como una carga.
En aquel país de las bancas sólidamente constituidas, de industrias poderosas
como la relojería y la química, era necesario que los Stoppa introdujeran el
panetone para que se hiciera también trascendental. Paolo pensó en interesar a
algún joyero relojero —todas las joyerías de Suiza eran relojerías en razón a su
industria y a su sentido de la utilidad en todo— para que hiciera un reloj en forma
de panetone. ¿No había visto acaso en una tienda la figura de Cristo convertida
en reloj? Lo importante era popularizar, divulgar, extender el panetone. Aquí
entraba la técnica publicitaria de la que Milán podía ofrecer los más perfectos
maestros. Y Paolo tenía sus atisbos geniales en materia de publicidad. La idea de
divulgar el panetone por medio de una propaganda relojera era extraordinaria y
pensaba que había de gustar sumamente a su padre. Una vez conseguido el
triunfo podrían hacerse panetones en forma de reloj, de la misma manera que se
hacían imitando el Duomo de Milán. Más tarde se pensaría en la colocación de
máquinas callejeras que pudieran suministrar automáticamente la mercancía,
como era frecuente en Suiza y en todos los países de gente fácilmente controlada.
El trabajo de Paolo era encontrar el lugar adecuado a la persona que pudiera allí
regentar los primeros enlaces, efectuar la contratación de personal adecuado. Sin
duda alguna, Ginebra ofrecía todas estas cualidades. Cuando el tren se detuvo
unos minutos en aquella ciudad, Paolo descendió del mismo para dirigirse a un
hotel en las orillas del lago. Una muchedumbre de obreros, particularmente
italianos y españoles, pululaban por la estación. Procedentes de pequeñas
ciudades cuya única diversión consistía en pasear por la estación, seguían
practicando aquella costumbre como un recuerdo ancestral, de un modo
automático, sin proceder a hacer averiguaciones, ni cambiar su sistema de vida.
La estación o el café eran los lugares preferidos, porque no solamente era una
diversión, sino una esperanza de encontrar a gente conocida, de ver a alguien que
llegara o que se fuera. Paolo veía de cerca aquel indecente trasiego humano y
más joven, creyendo tener ideas más modernas y humanas, pensaba que de
aquel tráfico iba a salir una nueva raza, una nueva clase europea. En todo caso no
quería pensar que servían solamente para el tráfico de su capital, como
justificación de la evasión de divisas, o por miedo a ellos, para tener dominada a
la clase obrera por medio da la emigración en que quedaban desprovistos de
derechos, aislados de sus familias, convertidos en mercenarios o en la más triste
condición humana: la de emigrante, la de expatriado. Stoppa veía en ello la
aparición de los grandes imperios comerciales y todo estaba justificado. Su hijo,
Paolo, creía ver la aparición también de una nueva clase. El libro de Curzio
Malaparte, publicado entonces, Diario d'uno straniero a Parigi, hablaba de esa
nueva raza europea, y la llamaba precisamente la raza marxista.
34
Recordaba las palabras de1 escritor: “Se está realmente formando una raza
europea: una raza joven, nerviosa, más bella, más sana y más delicada al mismo
tiempo, y que se encuentra tanto en los países democráticos como en los que
hasta hace poco fueron fascistas. Es la misma raza que se encuentra en Moscú,
Berlín, Roma, París o Londres, y que yo llamaría la raza marxista, porque es el
producto, no tanto de cruzamientos, como de una mejor alimentación, del
deporte, de la difusión de la higiene, de la lenta evolución de las ideas sociales y
de los sentimientos, porque las ideas y los sentimientos influyen en lo físico en la
misma medida que el deporte, la higiene y la alimentación.”
Como siempre, Malaparte había adivinado el futuro más que haberlo visto y
aquella nueva raza estaba todavía en sus comienzos, en pequeños grupos que
sentían igualmente la emoción de ese futuro común de los europeos. De
momento, Suiza, que había sido siempre el centro de un cosmopolitismo de la
clase privilegiada, comenzaba a ser también el mundo de los emigrados, que se
resistía a la universalización, porque veía en la misma la muerte de sus pequeños
privilegios duramente conseguidos al par que la nacionalidad, la pérdida de los
sentimientos humanos y familiares que resultaban tan costosos de mantener, la
renuncia al clima y a cambio de todos estos valores que se perdían adquiría
simplemente una compensación material de dudosa duración, de difícil
aprovechamiento y de una nueva conciencia cuyos resultados no podían ser más
inciertos. Este era el contraste real en Suiza: cosmopolitas y emigrados, el
reducto del capitalismo y la concentración obrera sin sindicatos, sin huelgas,
sin reclamaciones, sin derechos.
¿Cómo era posible todo ello? Porque la disciplina, en la nueva sociedad, ya no
estaba en el Estado, sino en la sociedad, en la gente más interesada que el propio
Estado en mantener el orden, la seguridad, la estabilidad.
Paolo seguía las instrucciones de su padre, pero no acertaba a comprender las
razones íntimas que le empujaban a tomar tales determinaciones. Su padre había
vivido el derrumbamiento del mundo fascista y había encontrado en Suiza la
salvación, por haber podido refugiarse allí los primeros momentos de la
postguerra. Luego, superado el momento del revanchismo, había regresado a su
patria. Había empezado la reconstrucción y todo el mundo, afanado en su
quehacer, trataba de olvidar el pasado, de no mencionar el nombre de Mussolini
ni del fascismo, como si fuera una peligrosa jettatura, y se iban creando nuevos
intereses cuyo provecho hacía olvidar anteriores actividades. De este modo,
personalidades notables durante el fascismo continuaron siendo notables en el
partido de la democracia cristiana y hasta en el socialista. El afán por proyectar el
presente en el futuro era como un vertiginoso deseo de no recordar. Sobre la
generación del padre de Paolo pesaban grandes crímenes, venganzas y
remordimientos. Pero ¿qué tenía que ver Paolo con todo esto? ¿No era su trabajo
conocer? Él podía mirar sin temor hacia el pasado, pronunciar nombres
maldecidos que adquirían un nuevo significado para su generación y pensar en
nuevas fórmulas para la sociedad que no residieran en el simple hecho de olvidar,
silenciar y mantener el orden.
35
En realidad, el mismo problema de Italia había sido el vivido por Alemania y la
mayoría de los pueblos europeos. ¿Cómo se explicaba que políticos que habían
alcanzado puestos de responsabilidad en el Estado se averiguase de repente que
tenían un pasado con aficiones totalitarias? ¿Y cómo habían llegado a los más
altos puestos sin que supieran tan reprobable pasado? Por el mismo factor en que
se movía la Europa apagada; la conjuración de los silenciosos y la conjuración de
los denunciantes.
Paolo sabía que todo eso había de ser superado, vencido. Que si su padre
pensaba en Suiza para la salvación de su mundo capitalista y que fuera el punto
de partida de su imperio económico, Paolo quería luchar para que fuera a la vez
la ocasión de favorecer el nacimiento de una clase internacional
predominantemente europea, con seguridades valederas más allá de las fronteras
de la patria. Y al contemplar aquel mundo obrero, desperdigado en los andenes de
la estación de Ginebra, sentía que aquello podía ser el comienzo de sus sueños.
Paolo se instaló en el hotel cuya servidumbre hablaba italiano o español. En la
habitación, cuya ventana daba al lago, le esperaba una bienvenida de
chocolatinas suizas, con una tarjeta de “buenas noches” escrita en todos los
idiomas. Era aún el atardecer, un crepúsculo otoñal casi sin brumas, lo cual
permitía divisar las cumbres del Mont Blanc. Los árboles de oscuro follaje tenían
ese recogimiento de la naturaleza ante la noche. Sobre las aguas del lago caía
incesante el chorro del surtidor gigante que se eleva hasta la altura de la colina
sobre la que se levanta la vieja Ginebra. Es como una cascada al revés. Es una
demostración del método francés, ordenado, inmutable, logrado, porque Ginebra
es una ciudad fundamentalmente francesa. Frente al método francés, que dio
origen a Descartes, Alemania —representada en la otra orilla oriental de Suiza—
podía ofrecer el sistema.
Paolo meditó sobre el significado de esta nueva apreciación: el método es de
naturaleza francesa y el sistema es alemán. ¿Por cuál decidirse? Toda Europa
giraba en torno a ellos. El método es el orden y la conservación, mientras el
sistema es rígido, agresivo, cambiante. ¿Qué papel desempeñaría entre los
dos la tendencia anarquizante del sur? ¡Si no fuera por el Mediterráneo! La
industria Stoppa podía ser una penetración, en el corazón de aquellos dos
imperios, de un nuevo estilo de vida.
Llamaron a la puerta de su habitación. Un criado italiano, hablando un correcto
francés, le entregó un telegrama.
Esto es lo que eran italianos y españoles allí: los criados, en sustitución de unas
máquinas todavía imperfectas. Pero Paolo sintió que él todavía era el señor, un
patricio mercantil. ¿Qué hacer?
Abandonó el hotel camino del restaurante español y allí, en la planta baja, a la
usanza popular, un mundo de gentes sin raíces se acumulaba en torno a platos
que recordaban cocinas de otros paisajes. Atravesó la sala y alcanzó el primer
piso, en cuyo reducido salón cenó en compañía de la princesa D. frente a la mesa
de un maharajá que se hacía acompañar por un joven criado blanco.
36
El amanecer resultó turbio. La niebla no dejaba ver la otra orilla del lago, por lo
que la sensación de mar quedaba acentuada. Su amiga de la noche anterior, la
princesa D., le llevó en su coche hasta Lausana. A medida que se alejaban de
Ginebra la niebla se iba haciendo más transparente y al fin, al entrar en la
residencial e industriosa ciudad, el sol pálido de un otoño entre montañas
comenzó a dominar. Lausana resultaba más acogedora que Ginebra, como más
humana, tal vez porque no era tan hermosa. Pero el clima más suave y la
ausencia de un mundo oficial que da a Ginebra esa apariencia internacional, con
otras muy diversas presencias, convertían a Lausana en la ciudad ideal para el
establecimiento de la industria de los panetones.
La verdad es que no había podido eludir la presencia de la princesa D. Su padre
le había insistido en que fuera a verla, mas no creía que sus consejos pudieran
serle imprescindibles para su empresa comercial. Pero, una vez conocida su
presencia en Suiza, la princesa D. se creyó en la obligación de servirle de
compañía. En realidad, a Paolo la situación se le hacía embarazosa porque no
desconocía las relaciones íntimas que ligaban a su padre con la princesa, ni —por
otra parte— la afectada cordialidad con que era tratada por su propia madre, sin
que nunca en su familia se hubiera pronunciado una sola palabra que pudiese
poner al descubierto la naturaleza de tal relación. Y tal actitud por parte de
todos los de su casa no había dejado de resultarle turbadora por cuanto no sabía
hasta qué punto estaba obligado a fingir ni a soportar. Pero lo cierto es que
almorzó nuevamente con la princesa, a la cual le había referido brevemente la
naturaleza de su misión, y al término de la comida le llevó a casa de unos amigos
que muy rápidamente ofrecieron soluciones aceptables y hasta tentadoras para la
realización de sus proyectos industriales en Suiza.
Paolo sintió un profundo desagrado, porque comprendió que su padre, bajo la
apariencia de una infinita confianza en sus actuaciones, le mandaba a negociar
una vez que había tendido previamente los hilos invisibles, pero seguros, del
camino que no tendría más remedio que seguir. Resignado aceptó el juego de su
padre, y de la misma manera que trataba de ignorar las relaciones de su padre con
la princesa D., aseguró a los amigos de la misma que tomaba buena nota de la
oferta de la instalación y se la haría conocer a su padre, que estaba seguro sería
aceptada.
37
V
Aquel día se veían las montañas en Milán. Una rara curiosidad era ver en la
línea de horizonte la silueta del Monte Rosa sobre el cielo azul. Aún sin nieblas,
no era frecuente la buena visibilidad y cuando podían distinguirse las montañas
parecía deberse a un fenómeno de espejismo, a una mano mágica que hubiese
barrido la llanura lombarda y purificado el aire que aparecía límpido,
milagrosamente transparente. No es extraño que el propio Manzoni, extasiado
ante la maravilla de tan insospechados días, llegase a decir que no había cielo
más azul que el de Milán, cuando estaba azul.
Aquel día era un regalo del otoño milanés. Un otoño que se iba, porque el otoño
no es como la primavera que viene, sino que es la estación que se va. Hay otoños
de hojas secas y otoños de hojas podridas. El de Milán, por su clima húmedo, era
de estos últimos. Pero apenas se ven hojas en la ciudad casi sin árboles.
Solamente en los jardines privados los árboles dejan a sus pies las hojas secas y,
ateridos en su desnudez, parecen retorcidos por el remordimiento, como si
hubieran matado algo cuyo espíritu —acusándoles al ser alcanzados por el sol—
iluminara su ascética figura con un color solitario, ardiente, indefinible.
Paolo recordó los días otoñales vividos en Suiza, dulce y dorada, las hojas
secas que se quedaban en los árboles como pergaminos transparentes en los que
es posible leer los jeroglíficos que los árboles han escrito en ellas, la historia de
su vida, sus secretos, como un mensaje lírico. Había hojas que se morían al pie
del árbol en el cual habían vivido. Otras, en cambio, se iban como locas,
arrastradas por el viento y murmuraban pequeñas palabras a la tierra.
Llegaba a Milán el otoño prematuro, y las hojas, con su vida breve, dejaban la
sutil fragancia de las vidas frágiles, que se van por la calle, anónimas, cansadas
de vivir. No se sabe de dónde llegan las hojas a la ciudad de asfalto, casi sin
árboles. Hojas movidas por el viento, como pájaros inánimes, levantados por un
milagroso fenómeno de levitación.
Pasaban rápidamente los días y la vida de Milán recobraba toda su animación
preparándose para la inauguración de la temporada de ópera en el Scala.
38
Llegó, finalmente, el 7 de diciembre, San Ambrosio, patrón de Milán. De todas
las ciudades de la Lombardía, cercanas a la capital, acudieron las gentes a pasar
el día visitando la ciudad, el Duomo y las funciones religiosas que tenían lugar en
la catedral calentada por altas estufas de gas que se elevaban como semáforos en
la nave central. Las cabezas de los fieles acababan por recalentarse, pero luego
daban un paseo por la parte externa de la catedral y recorriendo los estrechos
senderos de piedra de su fachada alcanzaban lo más alto del Duomo. Desde allí
se veía bien Milán, como se la veía también desde la torre de hierro del Parque, y
se descubría su arquitectura maciza, sólida, resistente al paso de los años y los
ataques de la lluvia, y se veían los palacios de otros tiempos románticos con sus
pequeños jardines que asomaban como plantas gigantes distribuidas
armoniosamente por la ciudad. Allí estaban las iglesias y los rascacielos como
una mole vertical, y en medio, la pausada arquitectura horizontal que da a las
ciudades que la conservan ese tono de paz, de reposo, de intimidad. Sí, era un
espectáculo atrayente para los habitantes de los pueblos vecinos contemplar
Milán desde lo alto y resultaba difícil comprender que tantos suicidas hacían
el recorrido de aquellas escaleras de mármol hasta el Duomo para lanzarse desde
allí al abismo de la nada. Pero así era.
Mas en el día de San Ambrosio todo resultaba divertido: recorrer la catedral,
pasear por la plaza, discutir en la Gallería, dar de comer a las palomas
silvestres —dóciles, pacientes, numerosas—, almorzar en un snack-bar o en un
restaurante típico de la ciudad, y admirar su crecimiento cada día más notable,
con el peso que esto significaba en la vida política del país.
Mientras los Stoppa acudieron a su iglesia, San Francesco da Paola, en vía
Manzoni, en el barrio tradicional y renovado de la ciudad, su hijo Paolo se fue a
la iglesia de San Ambrosio, donde la misa adquiría en tal día caracteres de gran
representación y le gustaba atravesar el breve jardín, el pequeño claustro, el atrio
cubierto de césped y penetrar en la desnuda nave de la gran iglesia que
conservaba un profundo recuerdo longobardo mantenido en aquel histórico barrio
de Milán.
La noche de ese día tenía lugar la inauguración oficial de la temporada de
ópera. Las grandes figuras ya no acudían a la cita, porque el Scala las crea para
lanzarlas por el mundo, pero estaba allí el gran público de siempre, el que
mantiene una tradición. Y la familia Stoppa, como correspondía a una buena
familia milanesa, tenía su palco en el Scala. Todo aquel mundo centroeuropeo era
el que ofrecía el espectáculo. Los representantes de los apellidos más cotizados
en el mundo internacional se daban cita en Milán aquella noche, pues apostados
en la Costa Azul o en Suiza, o bien en la Riviera ligur para esperar allí el paso del
invierno, les era fácil alcanzar en pocas horas la capital lombarda y hacerse ver,
ante los corresponsales de todo el mundo, en tan buena oportunidad. Las
portadoras de bikinis lucían los vestidos de la alta moda de París o Roma o
Florencia y las alhajas modernas o antiguas, pero siempre valiosas.
39
Sí, aquella era la gran noche para Milán, y había que participar en ella. El
programa de ópera era lo de menos. Se inauguraba con el “Nabuco”, como
abreviadamente llamaban al Nabucodonosor los familiarizados con las
representaciones del Scala. Los intérpretes eran jóvenes que esperaban aquella
noche la gran oportunidad. La mujer de Stoppa, dentro del círculo influyente de
aquella sociedad, estaba particularmente interesada aquella noche por cuanto la
intérprete femenina era una protegida suya a la cual, por medio de presiones
sabiamente ejercidas, se la había podido imponer frente a otra rival de no
escasos méritos. Los intérpretes era ya casi el único placer que quedaba a los
amantes de la ópera, la cual, con los mismos repertorios del siglo pasado y con
una dificultad de renovación del género, no tenía más atractivo que la
representación de obras casi inéditas o el deseo de oír la diferente versión que de
las mismas ofrecían los divos de la escena. Era una necesidad reunirse al término
de cada representación y prolongar la velada discutiendo y recordando:
—Sí, la Scotto ha estado muy bien, pero ¿recuerdas la noche en que cantó la
Friné?
—Indiscutiblemente nadie ha superado todavía a la Callas.
—Porque es una actriz.
—¿Crees, acaso, que es una circunstancia despreciable?
—Al contrario, la favorece mucho.
—Sin embargo, aquel mes de enero que cantó la Renata ¿lo habéis olvidado?
—En cambio ahora en el Metropolitán no ha gustado.
—Ahora, claro, pero ¡entonces! Nadie la ha igualado.
—Eso es mucho decir. Además no se canta igual en el Scala que en el
Metropolitán. Aquí se empieza y allí se termina. Comprenderás que la diferencia
es grande.
—¿Y qué se puede esperar ya de la ópera?
—Es como los clásicos. Gustan siempre. Lo importante es la intérprete.
—En Milán nos gustan demasiado los espectáculos. Esto es decadente.
—Al contrario, eso es riqueza, es crecimiento, perfeccionamiento. ¡Ah, no! No
pensemos que la diversión es pecado. Cuando los romanos se hundieron no fue
por los espectáculos que se hacían representar sino por los que daban.
—Además, Milán no es Roma.
Y con estas frases, poco más o menos, se continuaba una discusión que seguía
otros derroteros: la comparación con Roma.
La noche de San Ambrosio, Milán se convertía en una ciudad íntima, cordial,
profunda. No existía el tiempo, se borraban las barreras, y las calles eran como
un gran salón que ofrecía la ciudad para discutir, alegrarse, apasionarse. La niebla
acompañaba tantas veces la noche milanesa y envuelta por la luz era como una
nube mágica que se posaba sobre los seres borrando las aristas y convirtiéndolos
en sombras oscuras que navegaban entre la niebla iluminada que apagaba todos
los ruidos y todo lo hacía suave y amoroso.
40
Los Stoppa estaban abonados a un palco y acudía allí la familia acompañada de
algún amigo. Solamente Paolo asistía a la representación inaugural de la
temporada en compañía de un amigo, el cual, a última hora, pudo conseguir las
butacas de un revendedor siciliano, pues no había nada tan difícil como adquirir
una localidad en el Scala directamente de la taquilla. Parecía con esto que Paolo
rompía la tradición del palco familiar, pero no quería romper la tradición de la
costumbre milanesa y a él le gustaba aquel Teatro della Scala, pequeño, íntimo,
forrado de rojo, con una disposición interna que era a la vez sencilla y funcional.
Y luego el foyer poco solemne, donde se mezclaban en los entreactos, dando a la
elegancia rebuscada la nota popular de aquellos que se inventaban por sí mismos
—entre su escaso ropero— el vestuario más adecuado. Y le gustaban aquellos
acomodadores, vestidos de chambelanes con collares que recordaban
condecoraciones ya extinguidas.
A Paolo le divertían las condecoraciones. Aquella noche, en el palco de su
padre, deferentemente colocado junto a su hermana, estaba Abraham que
ostentaba una condecoración conseguida para él por su padre, del Estado que
representaba como cónsul. Y en otro palco, no lejano al de su familia, estaba el
viejo judío, con otra condecoración parecida a la de los acomodadores vestidos
de chambelanes, porque los nuevos Estados tienen esa exuberancia vital que
contrasta con el cansancio expresivo de las viejas sociedades. Sobre el pecho de
aquel viejo señor, entre mercader y falso diplomático, la condecoración tenía la
particularidad de revitalizarle con la banda de colores chillones, que tienen
también los países de reciente creación. Paolo estaba convencido de que a su
padre le gustaba, y había influido en la elección del yerno, la posición consular
de su futuro pariente político, la matrícula diplomática de su coche —con lo que
podía permitirse e1 lujo de que fuera un viejo modelo que todo el mundo
conocía—, la relación que ello le obligaba a sostener con el embajador de aquel
país en Roma y las negociaciones comerciales sostenidas bajo una apariencia
diplomática. ¿Cuánto dinero tendría el conocido judío? Paolo no podía remediar
el que, como buen milanés, la pregunta le asomara a los labios cada vez que
pensaba en él o le veía. Porque allí donde el dinero es el término de toda
valoración, lo utilizaba Paolo para establecer la comparación entre las dos
familias.
A un cierto punto, comenzada ya la representación, vino a estallar el agitado
movimiento que Paolo había podido observar en el público de aquella noche y
cuya excitación no se debía solamente al hecho de ser una noche de estreno. El
público de estudiantes y profesores tenía sus localidades en los pisos superiores y
ellos eran, sin duda, los que deseaban la renovación del Scala, a fin de que no se
convirtiera en una momia clásica. Ellos tenían a sus partidarios entre los
intérpretes y los compositores, y el triunfo de que cantase la protegida de su
madre, junto con otras muchas damas de su mismo grupo social, hacía que la
pasión de los “de arriba” por su oponente, se manifestase en la noche del estreno.
41
La campaña, bien orquestada por un grupo de periodistas, de maestros del canto
—figuras antaño bien conocidas y cuyas enseñanzas eran buscadas por los
nuevos intérpretes—, comenzó a manifestarse con siseos cada vez más ruidosos,
octavillas que fueron cayendo sobre el escenario y las protestas irritadas se
convirtieron en voces sonoras.
Paolo observaba a su madre que, agitada, hablaba con su padre mientras
buscaba la mirada de aprobación de la mujer de Abraham que —por no participar
en todas estas cuestiones— sonreía en silencio satisfecha del fracaso de la noche,
porque creía un fracaso de su futura familia política. Pero, en definitiva, ¿no eran
los grandes escándalos del Scala los que preparaban los grandes triunfos? Era el
teatro de los éxitos, la única escuela de ópera del mundo, en donde querían cantar
todos los jóvenes para conseguir una consagración que fuese un pasaporte válido
para todo el mundo. Por esa razón sus honorarios eran los más bajos, porque eran
el precio de la gloria y su actuación allí constituía la mejor página de la vida de
los grandes intérpretes. Si no fuera así, ¿qué capítulos interesantes podía ofrecer
la biografía de seres que de hecho carecen de biografía?
Las dos grandes rivales que se disputaban aquella noche las glorias del Scala
representaban, como siempre había sucedido, distintas voces humanas. Una era
como un torrente recién nacido en una selva de árboles jóvenes y discurría como
una fuerza salvaje y joven que cantaba la libertad. Tenía sonidos de naturaleza
indómita y expresiones de virtuosismo acabado. La otra era una voz de
civilización, llena de sensualismos y de impurezas, pero impurezas que eran
dominadas por una voluntad artística que extraía de las mismas las más perfectas
sutilezas cautivadoras. Era un demonio y, como todos los demonios, dominaba
las voluntades. La otra voz era limpia, pura, noble.
Aquel espectáculo era para Milán el preludio de la noche. Era el momento de la
comunicación, la hora de unirse en comunidad por medio de las más acabadas
representaciones. Porque luego llegaba la noche, la hora de la soledad o la hora
del amor, en que se crean las generaciones futuras.
Pero, en definitiva, lo que más le preocupaba aquella noche a Paolo era la
mujer de Abraham. En el fondo sabía que si no había querido ir con su familia al
palco era para poder contemplar mejor a Linda desde el patio de butacas. Ella
estaba en su palco, acompañada por el viejo marido, serena, apacible, disfrutando
con éxtasis su envidiable posición. Pero aquella aparente indiferencia a cuanto la
rodeaba resultaba tanto más atractiva cuanto que ella era muy sensible a aquel
mundo. A Paolo le había asombrado siempre el aplomo de Linda y los
movimientos de su cabeza, inclinándose con gentileza bien a uno u otro lugar. Se
colocaba con discreción los anteojos para, una vez dirigidos hacia su blanco,
mirar con impertinencia, casi con insolencia. En una de las ocasiones, durante
aquella noche, le miró a él, y sonrió levantándole la mano con un saludo que
a Paolo le pareció una caricia. Y después de todo, ¿no se habían acariciado más
de una vez?
42
A Paolo comenzó a turbarle el recuerdo de aquella relación que, a fuerza de
imprevista, le había impedido tomarse el tiempo necesario para considerarla en
toda su magnitud.
Paolo Stoppa recordó de momento, y nuevamente, todo e1 proceso que le había
llevado a ella. El comienzo de su juventud que se inició de un modo
particularmente decepcionante porque había tenido una niñez ilusionada, casi
emocionante. Estaba habituado a que sus padres rieran con él sus gracias, sus
pequeños descubrimientos, sus averiguaciones del mundo y que le explicaran las
deficiencias e irregularidades de su imaginación, de su infantil capacidad
creadora. Pero luego, cuando sus preguntas se hicieron penosas, casi
desagradables, y las implicaciones ni bastaban ni satisfacían a nadie, antes
fastidiaban a todos, se fue alejando, y apartado, se quedó solo frente a1 mundo en
un momento en que más hubiera necesitado la ayuda de sus padres. Se sintió
como abandonado y acudió —como siempre sucede— a los amigos que, en este
caso, fue la amiga de su madre y de la misma edad que ella, y madre a la vez de
su amigo. Al principio le pareció natural, pero luego comenzó a ver en ello algo
monstruoso, pero era ya el único camino que tenía a su alcance.
Le producía una mortificación y a la vez un éxtasis el que en su propia casa y
delante de su madre, le besara como a su hijo y se riera todavía de su edad
inocente y luego, a solas, fueran amantes. Para ella él era un amante al que
parecía que había que enseñarle minuciosamente todas las cosas, porque era
incapaz de imaginarlas y adoptaba aquel aire entre maternal y profesional que
tanto le hizo sufrir. El hecho de que le diera consejos a su madre acerca de cómo
debía ejercer la vigilancia de su hijo, ya que era la edad en que más fácilmente se
extravían —razón por la que recomendaba la compañía de su hijo— y que luego,
a solas, cuando practicaba con él el amor, le dijera que lo hacía para evitarle
malsanas inclinaciones, le produjo una alteración del orden de los valores
humanos. Bien es verdad que a causa de aquel amor, Paolo se había visto libre de
visitar las casas de tolerancia, pero su espíritu estaba deshecho por tanta
hipocresía. Fue demasiado tarde cuando pudo comprender la punzante aberración
que anidaba en el espíritu de aquella mujer, el capricho de sus sentidos, la
glotonería de juventud que sentía, la avidez con que la absorbía y se servía de
ella como de una alimentación nueva, inesperada.
Lento fue el camino de aquellas enseñanzas, largo e interminable el aprendizaje
de los servicios que se rindieron mutuamente. Y de aquella prueba, Paolo salió
renovado.
La había amado a pesar de su vejez o, tal vez, por eso mismo. Amaba su cuerpo
cálido, sensible, casi sin estremecimientos sexuales. Lo amaba porque aquel
cuerpo era tan absolutamente de ella, que no sabría decir si realmente le había
pertenecido a él alguna vez. El cuerpo de una mujer joven tiene tanta vida, que
no es suyo, necesita darlo, y sólo cuando ya se ha expresado el cuerpo adquiere
esa paz, esa serenidad de las cosas que al fin se controlan. Linda tenía el sentido
justo de lo vital, de lo que aún vibra y sabe por qué vibra, de lo que aún siente y
lo siente porque quiere y para quien quiere, sin ofuscaciones, sin turbaciones, sin
esas pasiones inexplicables y confusas que tienen tantas derivaciones ocultas y
oscuras.
43
Por otra parte, Linda sabía amar, conocía el relieve de las caricias, su justo
límite, su sabor delicado que no llega— que no lo dejaba llegar— al
desbordamiento; sabía de todas las exquisiteces de los sentimientos. Amar con
ella y a ella era seguir un paciente curso, ameno en el discurrir, de segura
plenitud en su final. Dejaba siempre el deseo de la continuidad, como de algo no
logrado todavía, si bien se hubieran recorrido los distintos surcos del cuerpo
humano.
Sus músculos no eran tensos ni duros, pues aún se mantenían elásticos. Su
pecho no era fláccido todavía y aún estaba repleto de calor. Su boca, lisa ya por
los años, era sensible y acoplante justamente a la medida de la de Paolo.
La vida era al fin de Linda y la administraba según sus propios deseos, sin
necesidad de explicaciones enojosas a personas que, por otra parte, habían
tomado de la misma y a su debido tiempo, según todas las reglas de la humanidad
vigentes, aquello que habían podido. Por esta razón su inclinación hacia Paolo le
había parecido más auténtica.
La amaba mucho antes de haberle oído decir en conversación con su madre
—ella no sabía que Paolo la estaba escuchando— que le preocupaba el porvenir
amoroso de sus hijos, la ineducación sexual de la juventud, que se debatía entre
el desconocimiento, el miedo a enfrentarse con la responsabilidad del futuro y el
instinto, lo que hacía el choque mucho más brutal cuando se llegaba como
un derecho o una conquista que justificaba cualquier aberración cometida.
Parecía estar Linda en posesión de una filosofía del amor que lo ennoblecía en
su práctica, y así había sido en realidad, ¿pero dónde estaba la moral de la misma
desde el momento en que había sido su discípulo o su amante?
Y al contemplarla en la plenitud de su dominio social aquella noche de San
Ambrosio, en su palco del Scala, comprendió que su pasión no estaba extinguida,
sino amortecida por no practicada. Y Paolo tenía la certeza de que cualquier
ocasión bastaría para volverla a poner en funcionamiento.
Sólo que también aquella noche, mientras la miraba en su palco y viendo el de
su propia familia, comenzó a apreciar la medida de aquel abismo como de algo
que prefería no recordar.
44
45
VI
Stoppa padre se había ido a un safari al África. En realidad no le importaba la
caza como deporte, sino como necesidad social. La burguesía había heredado esta
costumbre real y cortesana y había que practicarla antes que entrase en
decadencia bien por agotamiento de las reservas, bien por desuso. Pero como la
caza se había generalizado tanto, apenas había piezas que cazar en Europa y era
de buen tono ir a África, cobrar un ejemplar raro y escribir un libro sobre tales
hazañas. Tanto para una como para la otra gestión, Stoppa se había procurado
acompañantes: un buen tirador y un amigo periodista. La verdadera razón, que no
confiaba ni a su íntimo Bertini, era buscar en África mercados para sus panetones
o para la industria de la alimentación conservada por procedimientos adecuados y
para un tiempo indefinido.
Se iniciaba un nuevo colonialismo: el que cada país libre y nuevo iba a ofrecer
a las naciones que más simpatía le inspirasen o más facilidades concedieran.
Stoppa sabía que, además de estos factores, entraba otro muy importante, y era el
de la oportunidad: presentar en el momento adecuado la solución necesaria. El
que se encontrase allí en aquel momento sería el ganador. Y Stoppa quería estar
allí en aquel momento. Más de cuarenta mil italianos vivían ya en África del Sur,
y por su habilidad y rapidez en los negocios, eran definidos como “los japoneses
de Europa”. Había que alimentarlos con productos Stoppa.
Se había llevado Stoppa conservas de todo tipo, helados cuya duración
alcanzaba un período superior a los noventa días, como las letras; chocolates,
venecianas y panetones. ¡Vender!, esa era su misión. Pero ¿quién podía comprar
en África? Había que crear allí la riqueza, había que convertir al hombre en un
animal de consumo y Europa quedarse con el privilegio de producir, crear,
suministrar. Por esto había que acudir a zonas en donde la riqueza estuviese a flor
de tierra, en donde el petróleo, las pieles, los minerales, estuviesen al alcance del
hombre elemental. Él, Stoppa, les ofrecía la manutención.
46
Mientras tanto, Paolo se había quedado en Milán. Tenía la misión específica de
buscar el lugar para la instalación de Panetolandia, para emprender las obras
apenas regresara su padre de África. Pero Paolo no compartía los pensamientos
del padre: le molestaba la idea de poseer una ciudad en donde se instalaran todos
sus obreros con el único objeto de tenerles en sus manos, de disponer de ellos por
todos los medios coercitivos puestos al alcance del capitalismo: el sueldo, la
vivienda, la comida, las aspiraciones. Aquel nuevo capitalismo ejercía sobre el
hombre el más brutal de los controles al ofrecerle las más seguras garantías de
existencia y de porvenir. El hombre se convertía así en un eslabón que, apenas
perdía su puesto en el engranaje de aquella terrible cadena humana, se convertía
en un meteoro que vagaba como un extraño por la sociedad sin defensa posible.
Tenía que ser, para poder vivir, el hombre del economato que compraba
alimentos hechos por la empresa, el hombre del apartamento propiedad de la
empresa, el que pasaba las vacaciones en el lugar buscado por los jefes de
relaciones públicas de la empresa, que les llevaban todos los años a un lugar
determinado por la agencia de viajes propiedad de la empresa, el hombre cuyas
enfermedades serían tratadas por el psiquiatra de la empresa de una manera
colectiva, el que recibía las enseñanzas en el club de la empresa y pasaba las
veladas en el centro cultural de la empresa con profesores pagados por la
empresa.
Aquel hombre-pieza de un engranaje era al que se le ofrecían ventajas
abrumadoras en las que ni siquiera había pensado, pero que respondían a la
necesidad del sistema para tenerle debidamente atendido y a la vez explotado.
Paolo comenzó a comprender el movimiento hippi de rebeldía no-violenta. Se
ciaba cuenta de que aquella resistencia a participar en la sociedad era el
comienzo de un movimiento político de alcance insospechado: significaba la
liberación de todas las trabas, la ruptura con todas las consideraciones e
hipocresías sociales.
¿Podría un hippi amar a Linda en la forma y secreto que él lo había hecho?
Paolo no lo sabía. Pero presentía que aquel nuevo idealismo hippi, en cuyo
origen veía —a pesar de situar su aparición en Norteamérica— todas las
características del nuevo idealismo alemán, hubiera repudiado su conducta y
aplaudirlo su deseo hacia Linda. Amar no era un pecado, sino una necesidad,
y una necesidad privada pero a la vez pública también. Pero ¿cómo hubiera
podido decir a todos que había practicado el amor con Linda?
Los hippies eran los precursores de un movimiento de alcance indudable dentro
de una sociedad demasiado esquematizada. De una parte estaba el comunismo
haciendo las mismas cosas que el capitalismo, pero tomando al Estado como
centro de toda propiedad; del otro lado el capitalismo, haciendo las mismas cosas
que el comunismo, pero desde el punto de vista de la propiedad privada.
Los hippies, con su suciedad, sus melenas largas, sus trajes estrafalarios,
estaban insultando a una época aséptica, vitaminada, descreída, cómoda, envuelta
en papel de celofán. Ellos lo despreciaban todo, incluso la vida. Les faltaba el
jefe, estaban esperando a su conductor, que les diese la disciplina y entonces se
convertirían, de masas vagabundas y errantes, en ejércitos uniformados,
disciplinados, fanáticos, amantes de su vida y despreciativos de la ajena.
¿Encontrarán al dictador que les ponga una camisa con estrellas?
EL SISTEMA (1970) Carmen Llorca
EL SISTEMA (1970) Carmen Llorca
EL SISTEMA (1970) Carmen Llorca
EL SISTEMA (1970) Carmen Llorca
EL SISTEMA (1970) Carmen Llorca
EL SISTEMA (1970) Carmen Llorca
EL SISTEMA (1970) Carmen Llorca
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EL SISTEMA (1970) Carmen Llorca
EL SISTEMA (1970) Carmen Llorca
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EL SISTEMA (1970) Carmen Llorca
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EL SISTEMA (1970) Carmen Llorca
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  • 1.
  • 2. 2
  • 3. 3
  • 4. 4
  • 5. 5 A MIS AMIGOS DE ITALIA, A LA CIUDAD DE MILÁN
  • 6. 6
  • 7. 7 Il ne suffit pas d'étre un homme; il faut étre un système. BALZAC. [No basta con ser un hombre; hay que ser un sistema. BALZAC.]
  • 8. 8
  • 9. 9 I Stoppa se detuvo en la puerta, antes de salir de la iglesia de San Francesco da Paola, y lanzó una mirada emocionada al conjunto de la nave central. —Está hermosa ahora —exclamó con orgullo. —Parece que no nos habíamos dado cuenta, todavía. A fuerza de verla no nos detenemos a contemplarla. Cuando vamos a Roma recorremos todos los templos, sin apreciar los que aquí tenemos. Quien así hablaba era la mujer de Stoppa. Él sonrió. Ella, como buena milanesa, encontraba en todo la ocasión para marcar la rivalidad con Roma. No era necesario comparar. Milán se gana todos los días su existencia. Roma está siempre justificada. Las iglesias de Milán, generalmente pequeñas, son el recuerdo conmovedor de un arte lombardo —bárbaro y espiritual— que se mantiene obstinadamente al paso de los siglos. Iglesias cuyo interior, débilmente iluminado, ofrece cálido refugio a la meditación. Externamente, la piedra o el ladrillo, cuyo color ha sido delicadamente debilitado por los años. Campaniles poco frágiles, pero asomándose al cielo con graciosa humildad. Campanas que todavía suenan al amanecer como relojes que, indiferentes al tiempo, marcan sólo la aparición del día. Un espacio para un jardín en el que sólo hay piedras abandonadas entre el césped y el musgo. Así aparecen las más representativas iglesias de Milán. Así las veía Stoppa que, milanés, amaba también su ciudad, pero no como negación de Roma, sino como complemento. Él amaba, más que admiraba, la iglesia de San Francesco da Paola, ya que no pertenecía a los viejos templos milaneses. Pero era asiduo a la misa que en ella se oficiaba los días festivos a media mañana, concurrida y frecuentada por la mayoría de sus amistades, porque le daba un ambiente tan familiar que a veces creía que todo lo que allí se celebraba y decía estaba destinado exclusivamente para él. Por otra parte, respondía tan generosamente a cualquier petición, que la miraba en ocasiones, como le sucedía aquella mañana, como si fuera algo de su propiedad. Se sentía orgulloso de su iglesia, porque era una iglesia verdaderamente de ricos: cálida, revestida de ornamentos, cubiertas las paredes de imágenes y, en aquella mañana —1 de noviembre de 1964— tan regada de incienso, por ser día de Todos los Santos, que parecía estar sumergida en una suave niebla perfumada.
  • 10. 10 Le gustaba, además, porque estaba en vía Manzoni y él había crecido en torno a aquel núcleo ciudadano. Calles estrechas y breves, con un gracioso quite a la línea recta, lo cual, si bien dejaba sin perspectivas a la ciudad, le daba el encanto de los inesperados encuentros, de los ambientes diversos que surgían bajo la influencia de los viejos palacios con nobles jardines poblados de árboles con sabor de romanticismo. En ellas había vivido Manzoni, Stendhal. Los nombres de vía Bigli, Spiga, Montenapoleone, Pietro Verri y Sant'Andrea, estaban grabados en el corazón de Stoppa. Y en aquellas calles estaba también, resistiendo a todas las crisis económicas, la más importante de las tiendas de Stoppa, tiendas que se esparcían por todas las esquinas de la ciudad para abastecerla de panetones. Stoppa tenía la costumbre de ir a misa acompañado de su mujer y de su hija Sandra, víctima, a pesar de sus dieciocho años, de un reumatismo articular que la tenía postrada durante largos períodos. El clima de Milán, húmedo y turbio por la niebla, contribuía a agravar la enfermedad. Pero, salvo ausencia o grave contratiempo, los tres se presentaban en la iglesia los días de precepto y avanzaban, a paso lento, por la nave central de San Francesco, hasta situarse en el lugar elegido: un primer banco del lado de la Epístola. Stoppa sentía, desde el momento en que entraba en la iglesia, como si estuviera cargado con el dolor que le producía la enfermedad de su hija y, sabiéndose contemplado por todos los conocidos, realizaba aquel recorrido tratando de despertar una compasión que le producía confortamiento, porque era una compasión sentida por seres arrepentidos de la envidia que despertaba su riqueza. Stoppa parecía decirles: “¿Por qué envidiáis mi riqueza si nada puede contra el dolor? Conformaos con aquello que poseéis”. El argumento era tan arbitrario como poco consolador, pero Stoppa quería pagar con ello e1 tributo de su riqueza. Aquel primero de noviembre, el sacerdote que oficiaba la misa dijo ciertas cosas, al hacer el comentario litúrgico, que Stoppa retuvo con atención. Se había referido al profesor Moscatti —cuya canonización estaba en trámite—, como un ejemplo de espíritu religioso observante porque, cuando era requerido para asistir a un enfermo, no lo hacía hasta que no hubiera sido previamente preparado por un sacerdote. Y se justificaba así: “No puedo ocuparme en poner bien el cuerpo, si antes no está sana el alma”. Stoppa meditó con cierta ironía esta frase y comprendía que, si bien podía constituir una verdad, aplicada al caso de su hija carecía de su completa validez. Si el profesor Moscatti hubiera sido solicitado para curar a Sandra, hubiera debido sanar antes el alma de Stoppa. Rebuscaba en ella y no podía verla con demasiada nitidez. Le afluía el remordimiento de las diversiones prohibidas con la sospecha de que las consecuencias no habían afectado solamente a una generación. Ahora, su cuerpo estaba sano y el de su hija cargaba con una enfermedad que no le pertenecía. A Stoppa esta situación le alteraba su conciencia. Recordaba del Diario de un cura rural, al sacerdote que tiene el estómago podrido a pesar de una vida de abstinencia. “Otros, le dice el médico al diagnosticar, han bebido por usted”. También Stoppa había consumido parte de la vida de su descendiente, además de la suya propia.
  • 11. 11 La exuberancia de la vida y de los seres había sido una tentación a participar activamente en la gran fiesta humana. Una humanidad fácil de usar para Stoppa, con seres que ofrecían todos ellos algo que resultaba comestible para su hambre insaciable. Porque es lo cierto que todos en el mundo poseen una cualidad, una cualidad apetecible, y que sólo tiene valor en tanto es aceptada por los demás. Todo depende del modo de tomarla y de ofrecerla. Stoppa no había sabido tomar de los demás en reciprocidad. Simplemente, había comprado, como se hace en todo tráfico. Pero ahora la juventud ya había terminado y Stoppa dominaba plenamente el gobierno de sus sentidos. En medio del tráfago de sus años mozos Stoppa aún había podido iniciar la creación de una familia, una familia perfecta de la que nada se decía salvo cuando se alababa su esplendidez o se hacían conjeturas sobre su fortuna, porque el placer de las familias burguesas es que no se sepa todo el dinero que poseen, frente a las familias aristocráticas que cuentan siempre todo lo que tienen. La mujer de Stoppa era hija de un famoso editor y había aportado al matrimonio no sólo dinero sino un círculo de amistades que ampliaron considerablemente el mundo social de Stoppa, hasta entonces exclusivamente mercantil. Políticos y escritores comenzaron a frecuentar su casa y en ella, su mujer, que poseía una belleza claramente milanesa, cargada, por otro lado, de un hechizo mágico, venía a ser el punto de unión de dos mundos no muy diferentes o, por lo menos, fáciles de unir. El hijo de Stoppa, Paolo, acababa de terminar la carrera de ingeniero. Su padre 1o esperaba todo de él: la continuidad en su obra —de la misma manera que él la había seguido a la muerte de su padre—, la ampliación en la red de grandes tiendas por la ciudad y por Europa que le diera carácter internacional a la gran empresa en torno a la cual la familia Stoppa iba convirtiéndose en una estirpe. Era el mismo proceso por el cual los grandes reyes de los Estados medievales habían ido formando los Estados nacionales y luego los imperios. Ahora era el momento de la economía y Stoppa tenía que hacer comprender a su hijo que debía ser el realizador del imperio de los panetones, dulces y helados Stoppa. A la hija pensaba Stoppa dejarla entretenida en el cultivo de las artes, la música y las antigüedades. Su salud no le permitía aspirar a más, y una buena editorial junto a una sala de exposiciones, podría llenar ampliamente su vida. Todo esto lo pensaba Stoppa en la iglesia porque era el único momento de paz que podía encontrar en todo el día y, además, porque no eran pensamientos solamente profanos, sino de íntima meditación y preocupación. Y, así, una vez que veía asegurada a su descendencia, Stoppa se sentía satisfecho de su posición. Tenía motivos para estar agradecido. ¿A Dios? Allí en la iglesia, por un momento sintió orgullo y luego turbación. La verdad es que Dios no podía distinguirle de los demás hasta ese punto. Stoppa era, ciertamente, rico, pero lo era porque le gustaba serlo, porque de verdad se sentía feliz con el solo hecho de ser rico.
  • 12. 12 Tal satisfacción se debía a un estado de ánimo burgués, cómodo, tal vez a un modo de ser o, mejor, a una costumbre. Había nacido rico y era lo único que había pedido seriamente al destino: continuar siendo rico. No se lo había pedido a Dios, porque le parecía una incongruencia, pues Stoppa era creyente, por lo que pedía a Dios todas las cosas dignas de clemencia y confiaba al destino todos sus deseos. Aunque muchas cosas de las que encargaba al destino no eran muy dignas, no por eso confundía al destino con el diablo, sino que se lo tenía como un dios fortuna, una figura loca que anota nuestras peticiones y un día las satisface, si bien ese día a veces es demasiado tarde o demasiado pronto. Por esta razón, seguro Stoppa de la versatilidad del destino al cual había pedido ser rico, había acompañado su petición dedicándole un trabajo asiduo a sus negocios, la inteligencia, el acierto, la audacia. Sí, había que ser audaz para ser gran hombre de negocios. Cuando se quiere solamente ahorrar, amontonar dinero, basta ser prudentes; pero cuando se quiere fundar un imperio hay que ser audaces, generosos, despilfarradores, dar golpes de escena. Una cosa es la propiedad y otra la riqueza. Aquella es un sentimiento, la segunda es una ilusión. Por esta razón le aburría mucho a Stoppa la declaración de Guicciardi, su amigo íntimo y confidente —el servicial amigo que se encuentra en todas las casas grandes—, quien le había dicho en una ocasión que el dinero no era importante por lo que proporcionaba sino por lo que evitaba. Stoppa había retenido aquella frase como la opinión de un pobre, porque para él el dinero era sólo importante por lo que proporcionaba, por el poder que emana de la riqueza, por el esplendor y la belleza de la misma. Stoppa no ignoraba que vivía en un mundo en el que hasta la riqueza resultaba proletaria, lo cual chocaba tanto más con sus gustos que eran la necesidad de expresar rotundamente su capacidad de ser rico, su inclinación a un nuevo mecenazgo que deseaba imponer a sus empleados, que Stoppa consideraba como súbditos. ¿No era, en definitiva, la riqueza la que movía el mundo? Los intelectuales creen que son las ideas las que empujan el curso de la historia, los políticos piensan que es la política, pero Stoppa sabía que era sólo el dinero. Además, ¿no era gracias a los ricos, por lo que las ciudades resultaban hermosas? Comercios, palacios, museos y jardines ¿no estaban hechos por ellos y para ellos? Los barrios donde vivían las gentes de dinero eran siempre los más hermosos, los más atractivos, los peor comunicados, porque esto último era una garantía contra la invasión de las masas. Milán mismo ofrecía un ejemplo con sus calles y jardines privados, los grandes edificios de cemento y cristal, como rascacielos que se pliegan a todas las formas geométricas y en medio de los cuales circulan calles privadas bordeadas por un diminuto jardín cubierto de césped, un árbol —magnolia japonesa— que en primavera se cubre de flores color violeta y una pequeña piscina en recuerdo del viejo surtidor de los jardines burgueses. Todo un esquema de naturaleza domesticada por la ciudad. Allí los palacios antiguos, si bien conservaban su fachada artística, estaban completamente modernizados en su interior, lo cual los actualizaba sin hacerles perder el contacto con la tradición. Milán se presentaba como una gran ciudad nacida al impulso de cada generación, prestando un doble servicio a la vida y a la historia.
  • 13. 13 Stoppa sentía que Milán era el lugar ideal, el punto de partida de sus conquistas. Su posición estratégica en el centro de Europa, su proximidad a los grandes centros industriales y artísticos, el equilibrio entre el Oriente y el Occidente, la presencia de múltiples minorías procedentes del Este que formaban una mayoría utilizable, convertían a la espléndida ciudad en una puerta abierta al tráfico, a la unión, al comercio. Todos aquellos espíritus emprendedores jugaban con los espacios de la ciudad y los multiplicaban hasta el infinito, ensanchando sus horizontes. Terminada la misa —ocasión de estas meditaciones—, a Stoppa le agradaba la idea de que al salir de la iglesia los amigos le rodearan complacientes y preguntaran a su hija por su salud, le hicieran a él y su esposa grandes cumplidos —algunos debidos solamente a su posición económica y en razón a la misma— y les acompañaran hasta el coche, que el mecánico había aparcado previamente ante la puerta de la iglesia de San Francesco. Una vez en su automóvil, Stoppa no podía evitar el placer infantil de que le gustase que su mecánico Pasquale, siciliano, hiciera gran ruido al poner el motor en marcha, exactamente como si fuera el relincho de un animal azotado, y que partiese silenciosamente —para que se apreciara la excelencia del motor— y a gran velocidad hacia su casa, que estaba en la calle de al lado, lo cual no le impedía hacer un largo recorrido en virtud de la colocación de los semáforos.
  • 14. 14
  • 15. 15 II Casi todo el personal de servicio de la casa de Stoppa era siciliano, el resto era español. Eran el producto de la aventura y de la pobreza y vivían la más penosa de las emigraciones, porque no iban en busca de la riqueza sino de ejercer una función: la de servir a unos señores, cuyo círculo se va haciendo cada vez más estrecho en Europa. En Milán, aquella gente del sur dejaba ver su lado serio, su resistencia en el trabajo, su eficacia. Eran gentes que habían perdido la sonrisa, pero conservado el instinto de la secreta asociación en la defensa de sus puestos de trabajo, más que de sus intereses. Fácilmente se les reconocía, entre las variadas minorías que integran Milán, por su aspecto enjuto, sus ojos ardientes de mirada pasiva, el pelo negro que hace más oscura su piel y el sombrero de ala ancha que llevan los hombres en Sicilia y que es más adecuado para protegerse del sol de aquella isla que de las lluvias de Milán. Se notaba que los españoles y los italianos descienden de una rama común. Pero mientras los españoles son como esas familias en las que todos los descendientes parecen haber conservado sólo los rasgos del padre, incluso las mujeres, los italianos parecen conservar sólo los caracteres de la madre, incluso los hombres. El martes era el día en que Stoppa invitaba a sus amigos a cenar, que era un pretexto para reunirles en su casa y hablar de economía y de política. ¿De qué otras cosas podía interesarle hablar con los demás? También se hablaba, es cierto, de cacerías y de viajes, de fiestas celebradas en las nuevas ciudades de África o en los Alpes, pero a Stoppa le molestaba la conversación de los cazadores porque está hecha de imaginación y de aventuras no vividas, con la particularidad de relatar un tipo de emoción, tan personal, que nadie puede compartir. La conversación del cazador no es un diálogo, es un cuento que necesita un público profano que esté dispuesto a escuchar. Stoppa invitaba a pocos cazadores a su mesa, pero no podía evitar infiltraciones y entonces les colocaba al lado de alguien a quien le gustara solamente escuchar. Los martes la servidumbre se vestía de uniforme para recibir a los amigos de la casa. Se confeccionaban platos según normas de la cocina toscana o véneta, y se bebían vinos de Cerdeña o Sicilia. Los Stoppa vivían en una ciudad donde es norma comer con refinamiento.
  • 16. 16 Aquel primer martes de noviembre los invitados de Stoppa —en la conversación que se desarrolló después de la cena—, no pudieron ocultar su inquietud ante dos hechos de singular importancia: la crisis económica que amenazaba el país y las elecciones municipales que habían de celebrarse en Milán el día 22. —Las crisis —dijo Stoppa para observar a sus amigos, alguno de los cuales estaba en apurada situación— son saludables, purifican la economía de un país. La crisis es una pausa que se toma la economía para mirar en torno suyo y ver si es bueno el camino que sigue antes de continuar adelante. Todo aquello que, durante esta pausa, entra en crisis significa que es aquello que debe desaparecer, destruirse. Piselli, cuya industria atravesaba un mal momento, preguntó a Stoppa: —¿Quieres decir que mi fabricación no es interesante, necesaria? —Tu crisis es de otra naturaleza, es una crisis falsa, de administración solamente. Prueba de que considero imprescindible tus creaciones es que estoy dispuesto a ayudarte si lo deseas. Piselli le miró con desprecio y amargura. Comprendía por qué había sido invitado por Stoppa. Era una vieja táctica que ya le conocía: la de dar créditos para luego retirarlos en el momento adecuado, a fin de obligar a declararse en bancarrota y quedarse con las propiedades. Así le respondió: —Creo que podré seguir adelante sin tu ayuda. Pero mi próxima inversión será fabricar artículos alimenticios, porque la gente, mientras tenga un céntimo, lo dedicará a comer y divertirse. Reconozco, Stoppa, que tienes el negocio ideal, sólo te falta que instales algunos night-clubs. —Es cierto que la gente, en los momentos de crisis, sólo compra aquello que necesita, mientras en los momentos de plétora compra todo aquello que, además, no le hace falta. Y eso conduce siempre a la inflación. El día en que se produzca solamente aquello que la gente debe adquirir, no habrá jamás crisis económicas. —Eso es una solución que traerá el comunismo. —Por el contrario, —dijo Stoppa— esa solución la impondrá el capitalismo. Rusia, con su austeridad, es como un triunfo de pobreza colectiva e interminable. Y añadiría que innecesaria. —Me alegra que alguien tenga tanta fe en el papel que desempeñará el capitalismo en el mundo del futuro. —Es el mismo que desempeña en el mundo de hoy, sólo que ampliada y mejorada. —No olvidéis el comunismo, sentenció Bartoli. —En realidad ya es sólo el comunismo el que se olvida del comunismo. Casi ya no hay nada que temer, sobre todo el día en que todos sean comunistas. —En Italia está la Santa Sede. Tampoco esto se debe olvidar. —Es imposible olvidarlo. Se ve en todo. —No quisiera —insistió Stoppa, que no podía olvidar, como todos los presentes, sus antecedentes fascistas—, que fuéramos ingratos. Todo lo que la Italia actual no le debe a Mussolini se lo debe a la Santa Sede. —Todo lo que tenemos actualmente lo hubiéramos tenido igual, aunque no hubiera estado en el gobierno Mussolini.
  • 17. 17 —No, no es cierto, el éxito de nuestras industrias, el triunfo de nuestro capitalismo se debe al hecho de que hemos aplicado los principios del fascismo a la economía: la dirección única, el propietario único, la autoridad y la jerarquía en la obediencia. —¿Y las huelgas? Stoppa comenzó a reír: —¿Las huelgas? Es casi la única diversión que les hemos dejado a los obreros, junto con la democracia cristiana. —Ella ha sido nuestra ruina. —Ha sido solamente la ruina de sí misma. Las democracias débiles necesitan partidos fuertes para poder subsistir. Nos interesa la palabra democracia en el Gobierno y el capitalismo como fuerza, como disciplina, como orden. —Ha desaparecido una parte de los sistemas políticos que han conmovido al mundo, nazismo y fascismo, pero a medida que pasan los años se puede apreciar cómo han triunfado y se imponen bajo formas y apariencias diversas. El predominio de Alemania —aún dividida y demócrata—, ¿no es un triunfo de su fuerza desaparecida? —Inglaterra ha tenido la táctica de imponer a sus vencidos un cambio de régimen porque sabe que nada arruina tanto a un país como cambiar de sistema de gobierno; le destroza más que la misma guerra. Así le impusieron a Alemania la pérdida de la monarquía en 1919 y la desaparición del nazismo en 1945. El resultado es que acabaron por darle la forma de gobierno más moderna, mientras ella conserva todavía un sistema que, si es vigente para Inglaterra, resulta inadaptado al mundo. —Alemania se engrandece con cualquier sistema político y tiene la particularidad de imponerlo al resto de Europa. —Nuestro sistema ahora es lograr lo que no pudo nuestra política. La industria alemana es la más potente, pero nosotros, imitando sus productos y haciéndolos más baratos, estamos logrando mercados cada día más numerosos. Que construyan ellos las maquinarias de nuestras fábricas y abastezcamos nosotros al mundo con sus productos fabricados por nosotros. —Nuestros supermercados, la presentación de nuestros géneros alimenticios, el mantenimiento en buen estado durante varios meses de productos como la leche, la mantequilla, los helados... —Todos los pequeños descubrimientos alemanes. —Aprovechados por nosotros, vulgarizados. Somos nosotros los que tenemos la capacidad de penetrar en otros pueblos con la belleza de nuestras creaciones y la utilidad de sus inventos. La belleza de nuestro papel de envolver es irresistible. —Hagamos la unión. —Vendrá por sí sola. Dejémosles trabajar y organicemos nuestra sociedad en torno a la industria.
  • 18. 18 El mozo de comedor de Stoppa era un viejecito que, como los criados de hace algunos años, servía para todo. Era, a la vez, mayordomo y secretario íntimo, su confidente. El que escuchaba las conversaciones de todos y luego se las contaba a su señor. En aquel momento revoloteaba por el salón en torno a Piselli que hablaba con otro invitado y, sin duda, comentaba el ofrecimiento de Stoppa de financiar su industria. Piselli tenía razón al suponer que Stoppa quería acelerar su ruina por el deseo de adueñarse de sus fabricaciones y, para Stoppa, era sólo cuestión de averiguar el tiempo que podría resistir Piselli sin recibir créditos de los bancos. En otro ángulo del salón hablaban la mujer de Guicciardi y Paolo, el hijo de Stoppa, mientras la mujer de Stoppa charlaba con la esposa de Abraham, cónsul honorario de una república sudamericana y muy estimado por Stoppa. —Prestémosles a los alemanes nuestros trabajadores y que nos presten ellos su capital —observó Abraham. —Consigamos mejor que se revalorice su moneda —dijo Piselli—. Nosotros no podemos competir con ellos, en el mercado mundial, más que con la baratura de nuestros productos. Abraham y Stoppa escucharon con desprecio la propuesta de Piselli, que en definitiva no era más que la petición de un hombre en vísperas de arruinarse. Por tal declaración dedujo Stoppa la inminencia de la crisis económica de las industrias Piselli. Frente a Piselli el pensamiento del judío Abraham se ofrecía a Stoppa con clara nitidez. Muchas veces le había solicitado consejo y siempre había encontrado en él la solución oportuna a sus problemas. En esta ocasión —frente a la vulgaridad del pensamiento de Piselli— la idea de Abraham carecía de piedad, pero encerraba un valor no despreciable desde el punto de vista comercial y diplomático. Só1o un cónsul honorario podía ser capaz de semejantes sutilezas. —Hagamos un buen uso del Mercado Común impidiendo la competencia entre nosotros y fomentándola en las naciones que no pertenecen al mismo. Los alemanes en esto nos son de gran utilidad. Alemania tiene el poder de crear cosas y necesita a Europa como su escudo frente al mundo. Pero Italia sabe comerciar, negociar y puede hacerlo con el resto del mundo. Productos frágiles, sutiles, la economía ligera. Para nosotros, italianos, Europa es un almacén con cuyos objetos podemos conquistar el mundo: la mejor de las conquistas, aquella en que se subyuga sin vencer. Hagamos que los alemanes conviertan en técnicos a nuestros obreros, en gentes disciplinadas. Ellos, con su democracia, sabrán hacerlo mejor que Mussolini con su fascismo. —Nuestros obreros allí no son más que unos exiliados, sin ideas, sin pensamiento. —Ellos los proveerán de ideas, de pensamientos. Alemania tiene para cada época de la historia su sistema intelectual. —Sí, y luego nuestros obreros traerán aquí ese pensamiento para hacer en su casa la revolución. Y entonces ¿qué?
  • 19. 19 —No habrá tal revolución, de momento. Los ateos de cualquier religión, y que son siempre los tontos del sistema, la retrasarán todavía muchos años. Y al final están los judíos, que ganan siempre. Paolo miró a Abraham, que se sobresaltó en su sillón con un gesto de placer. —¿Y el dinero americano? —preguntó Paolo, el hijo de Stoppa—. ¿Acaso no tiene nada que decirse sobre él y su función en Europa? —América sólo exporta soldados, porque es un pueblo rico, e importa sabios, por la misma razón. Hagamos que éstos, en nuestro suelo, no nos lleven a destruirnos y que los sabios, en aquella tierra, cuando tengan el poder en sus manos, no olviden su origen. —Un sabio tiene sólo en sus manos una entelequia de poder. —Como siempre —afirmó Abraham—, cada uno valdrá por aquello que posee. Para nosotros será preciosa la organización más perfecta. Esa será nuestra defensa. —Se me ocurre —terció el hijo de Stoppa— que de la misma manera que existe una Sociedad de Naciones debería existir una Asociación de Pueblos que les defendiera de los gobiernos arbitrarios, de la incompetencia administrativa de sus gobernantes, del influjo de élites molestas. Si el Tribunal Russell juzga de la actuación de un Estado contra un pueblo, creo que podría ser un buen comienzo para empezar a difundir la idea de esta defensa de los pueblos entre sí. Los científicos, los intelectuales, los economistas, están en manos de un poder, de una máquina infernal manejada por un grupo de dirigentes que se transmite el manejo de las llaves de este poder, sin que puedan ser otra cosa que servidores. Stoppa escuchó a su hijo con estupefacción. ¿Era una boutade o una creencia? Y esto lo soltaba su hijo justamente en el momento en que iba a hacer ante aquella reunión una declaración que él juzgaba sensacional, la revelación de una vieja idea que había ido elaborando al paso de los años y que era justamente la aplicación, a nivel de un poder personal, de la misma organización con la que manejan los Estados a sus súbditos. Stoppa no contestó a su hijo; dejó pasar unos instantes de conversación trivial, y sin turbarse por más tiempo, empezó así: —Voy a aprovechar vuestra presencia para daros a conocer oficialmente, si puedo decirlo así, un proyecto de importancia y sobre el que me gustaría conocer vuestro parecer. Acudieron en torno a Stoppa todos los invitados, quienes esperaron la declaración con curiosidad. —Voy a construir una ciudad, que nacerá en torno a nuestra gran industria del panetone, y que se llamará Panetolandia o Panetópolis. ¿Qué os gusta más? Abraham le miró asombrado, con sus ojos redondos y salientes, como de alguien acostumbrado a contemplar escenas bíblicas, ojos que miran los progroms o la vida a través de los ghettos. No podía creer que Stoppa no le hubiera consultado sobre hecho tan importante antes de hacerlo público. La mujer de Guicciardi se inclinó por Panetolandia, mientras el mismo Stoppa dudaba acerca de si la denominaría Panetópolis, siguiendo con ello una tendencia ya iniciada en la pequeña ciudad de Metanópolis.
  • 20. 20 Paolo guardó silencio. Era un deber filial y una exigencia ante la continuidad de la estirpe industrial. —Será la ciudad en la que vivirán nuestros empleados, ayudantes, colaboradores. Casas, jardines, cines, teatros, salas de espectáculos, todo se ofrecerá gratuitamente a quienes trabajen en nuestra empresa. —Esta es la versión del comunismo vista por el capitalismo —dijo Piselli. —Es el mejor modo de controlar a las masas: que reciban todo lo que desean por aquellos a quienes no quieren, los cuales les dan incluso aquello que no necesitan, con lo cual abastecen también su imaginación, que pone una nota de fantasía en sus demandas absolutamente proletarias. Poco a poco el hombre se convierte en un animal de consumo, que tiene una fiebre por adquirir cosas que pueda rápidamente destruir, agotar con el uso constante, con lo cual satisface el ansia destructora del hombre a la vez que produce para consumir. Después se da cuenta de que sólo les gusta la propiedad y que mucho de lo que les hace infelices es desear solamente cosas superfluas e inaccesibles. —Cincuenta años de comunismo no han bastado a Rusia para desterrar esta idea de propiedad. He leído que el Gobierno ruso ha dado recientemente la orden de acabar con todos los perros en las ciudades. Y la Sociedad de Escritores, si bien protestando de la medida, ha pedido que se respeten al menos aquellos canes que tienen un dueño. No se puede llegar a un balance más desconsolador después de haber estado bombardeando al mundo con ideas sobre el reparto de la propiedad y la igualdad de los seres. Resulta, al final y a pesar del paso de generaciones educadas en el comunismo, que —como todos los seres humanos— también ellos sólo son capaces de defender lo que les pertenece y de amar a aquellos que conocen. —El cristianismo ha llegado mucho más lejos, tan lejos, que es difícil llegar hasta él: amar a todos los seres, ser justos, ser honestos. —No es una idea, es una religión. —De todos modos, el desconocimiento de la realidad, del sistema de la vida, es lo que ha equivocado al comunismo. Ahora nosotros debemos rectificar sobre estos errores y los nuestros. No es la propiedad lo que hay que destruir, ni repartir, sino la riqueza producida por el capital puesto en acción, sometido a pleno rendimiento. Pongamos un ejemplo —añadió Stoppa, a quien seguía atentamente en sus explicaciones Abraham—: Supongamos una cafetera que hace café. No es lo interesante discutir o negar la propiedad de esa cafetera, sino que quien la posea esté obligado a producir café hasta el límite de las posibilidades de la cafetera, y para todos. —¿Incluso para aquellos que no 1o pueden tragar? —preguntó Piselli. —Ese sería el ideal —repuso el hijo de Stoppa. —Imaginemos —continuó Piselli— otro ejemplo: Un fabricante de panetones, ¿está dispuesto a darlos a quien no los pueda comprar?
  • 21. 21 —¿Y por qué no? Si el que compra está dispuesto a pagar, conmigo, por el que no puede, yo cedo mi parte de ganancias, mientras los demás me ayudan a pagar el precio de coste del que no puede adquirir. Pero 1a obligación de un fabricante de panetones —dijo riendo Stoppa— es fabricar muchos para que resulten lo más baratos posible y que sean accesibles a todos. Mas el crear un nivel de vida que permita a todos el poderlos adquirir, eso es una obligación del Estado. Por esto hay que obligar a todos los que tienen una propiedad a que la exploten, a que produzca, en su funcionamiento, el máximo. La propiedad debe generar la riqueza, y mientras ésta debe beneficiar a todos y es, digamos que repartible, aquélla no. Pero las pequeñas industrias, las mal administradas, las que producen artículos que resultan antieconómicos o pasados de moda, deben desaparecer. Piselli miró a Stoppa con rencor. Sabía que era un ataque a su industria y que toda su teoría estaba dirigida a justificar el deseo de Stoppa de adueñarse de la fabricación de Piselli. Por lo que éste le añadió: —Veo que has tomado todas las medidas, incluso teóricamente, para asegurar la continuidad de tu riqueza. —De la riqueza en general. Es siempre así. Bajo tu nombre o el mío, la propiedad, de la mano de la riqueza, continuará su camino. Es ella la que triunfa. Pero hay que creer, creer siempre. De lo contrario, todo se desvanece. A veces pienso que todo cuanto poseo no existe, que no es más que un sueño, una fantasía en la que solamente creo yo. En economía hay que ser genial, sublime, despilfarrador. Lo contrario no es más que la pobreza o la avaricia. —Siempre habrá pobres y arruinados —lamentó Piselli. —Pero no son los ricos quienes les arruinan, sino ellos mismos. La pobreza es un modo de ser: es una debilidad, diría que es una enfermedad. Piselli miró a Stoppa. Estaba a punto de ceder. Sabía que en sus manos su industria recobraría un nuevo vigor. Pero Piselli sólo poseía el arte de pactar, no el de negociar. —Hay climas —dijo Piselli melancólicamente— que permiten vidas superfluas, a causa de la benignidad de los días. De la misma manera que hay mares que albergan a ballenas y otros a sardinas. Bien, tú eres una ballena. Yo no soy más que una sardina y me limitaré a navegar entre las aguas donde una ballena no me pueda tragar. Paolo se acercó a su padre. E interrumpió la conversación con Piselli. —¿Quién creéis que ganará las próximas elecciones? —El partido que representa la riqueza: el partido liberal. —La democracia cristiana —dijo Piselli. —Quienquiera que triunfe no tiene otro camino posible a seguir: respetar el sistema occidental de la vida: la riqueza y el nombre del cristianismo. —¿Incluso el comunismo? —Incluso el comunismo. Aunque momentáneamente se disloque el poder —hoy Italia carece de forma de gobierno—, siempre será una garantía tener unos cuerpos constituidos —magistrados, profesores, banca, ejército, funcionarios, etc.—, que tienen en sus manos parte del poder y un código de comportamiento y saben cumplir con su obligación. Desmontar una sociedad así organizada no es nada fácil. El comunismo triunfa en aquellos países que están desorganizados, que comienzan a vivir: Rusia, China y el Tercer Mundo.
  • 22. 22 —A pesar de todo, a mí me da miedo el comunismo —dijo la mujer de Abraham. El hijo de Stoppa la miró sonriendo después de esta ingenua confesión. —Aunque triunfe el comunismo —dijo Stoppa consolador—, acabará por ser nuestro partido. No porque nosotros nos amoldemos a él, sino porque él se acoplará a nosotros. No lo olvidéis: la democracia empezó siendo revolucionaria y hoy ya es cristiana. Y el comunismo acabará siendo cristiano. Hoy es la amenaza que impulsa todo el movimiento social de nuestra política. —Por eso ya la democracia cristiana no es un partido, es una organización. Y así le sucederá al comunismo en Occidente cuando se cristianice. —Ese es el grave peligro que hoy vive la Santa Sede. —Para la Santa Sede eso no es más que una crisis. El peligro lo corre el comunismo. Dejadle en paz y mirémosle en sus revoluciones, crisis, encuentros, mientras se está purificando antes de occidentalizarse. Ahora es aún demasiado bárbaro. Aquí hay que traerlo como en España se entregan los toros al matador: picados y desbravados. —Sin embargo, algo habrá que rectificar en nuestra sociedad para acoplarnos a ese mundo. —Poca cosa, porque ya no creemos en casi nada. La democracia ya no existe, es la técnica, pero una técnica aún no reconocida y sin servidores especializados. Antes bastaba con afiliarse a un partido para beneficiarse o perjudicarse del mismo. Afiliarse a la técnica significa obtener un título, un diploma, seguir unos estudios. La religión es otra cosa. Es el encuentro de cada uno con Dios. No es un partido, es una fe. Pero lo grande en una religión y lo que la hace universal es que, además, ese Dios sea el Dios de todos, y eso es lo más humano y lo más sagrado: cuando no solamente somos nosotros y Dios, sino que somos todos y Dios. Pero son las ideas y los pensadores quienes más gritan, porque la cultura ha venido a ser el refugio de todos los defraudados de la política. Y esos falsos intelectuales, con todos los medios de difusión a su servicio, pueden hacer mucho daño si no los controlamos nosotros. Debemos hacer que produzcan, que creen dentro de los límites del arte y nosotros lanzar sus productos siempre que sean buenos. El pintor Salvatore, que se encontraba en la reunión, escuchó entre dolorido y convencido esta declaración de Stoppa, que, no por más brutal, resultaba menos verdadera. El sabía, por propia experiencia, que sus cuadros se vendían porque el marchante Chios, que trabajaba para Stoppa, le tenía acaparada su producción con objeto de darle un valor de cotización en bolsa. ¿Hasta dónde llegaba el poder de Stoppa? Difícil averiguarlo. Salvatore, entorpecida en aquel momento su imaginación por lo que acababa de escuchar, se sintió todavía más dolorido al oír el final del discurso de Stoppa, que decía: —La burguesía ha conseguido algo muy importante y ha sido crear la red de dificultades que obstaculiza a los demás para saber el dinero que tenemos. Los bancos, ésa ha sido nuestra gran creación, para custodia de nuestro capital y el manejo de los créditos. Dar, tomar, aceptar y retirar en el momento oportuno.
  • 23. 23 No saber qué hay en el fondo, porque nuestra gran fuerza es el secreto. De los aristócratas se ha sabido siempre el dinero que poseían. En los burgueses ha sido un misterio. Las fortunas de esta clase no se sabe si son inmensas o ficticias. Los bancos son nuestros museos, infinitamente mejor conservados y custodiados que los que contienen obras de arte, porque son museos de cosas vivientes.
  • 24. 24
  • 25. 25 III El hijo de Stoppa, Paolo, se presentaba a las elecciones municipales como concejal entre los candidatos del partido liberal. Era el partido más moderno con el nombre más antiguo, porque la denominación de liberalismo resultaba completamente equívoca. Era el nombre al cual habían tenido que recurrir las naciones que habían salido de la dictadura y tenían que hacerse perdonar su pasado al entrar en el camino de las democracias. Por lo demás, liberal, era un modo de ser más que un partido, y Paolo se sentía completamente liberal. En cuanto a la política, no se le escapaba que había llegado el momento de pensar en nuevos partidos, en nuevas formas que expresaran adecuadamente la sociedad. Las nuevas generaciones resultaban apolíticas y buscaban otras libertades frente a tradiciones ya caducadas. Libertad en las costumbres, libertad en el modo de afrontar las relaciones humanas, libertad en las consecuencias que debía aceptar por entero una sociedad acomodaticia, libertad en las relaciones sexuales. Las huelgas en pro de peticiones formularias eran cada vez más escasas y se expresaban sin convicción. Porque en todo el movimiento huelguístico de Italia había más un deseo de reposo, de solicitud de vacación, que de beneficio material, del cual empezaban a sentirse cada día más los beneficios en más amplios sectores. En cuanto a los estudiantes, difícilmente se rebelaban por un líder, por una personalidad o por una idea. Se movían por intereses, por peticiones muy concretas y reales que les afectasen directamente y hablaban de libertad sin ver en ella toda la evocación romántica de quienes, desde el siglo pasado, habían comenzado a morir por ella. Ahora querían, solamente, vivir de ella. Para Paolo Stoppa, nuevos partidos, todavía sin nombre, hacían su aparición en el horizonte de su país, que, portador de grandes movimientos de cuya aceptación nadie podía dudar, sentía con fuerza un presente cargado de presagios históricos. La técnica, la economía, la administración, ésas eran las tres columnas de la nueva sociedad, ésas tenían que ser las directrices de la política moderna. Mientras tanto, no había más remedio que seguir los cauces de unos partidos viejos cuyos nombres y teorías tenían ya poco que ver con la realidad: democracia cristiana, liberalismo y socialismo-comunismo, seguir en ellos hasta que un día, formada la piel nueva del pensamiento humano, la vieja cediera sin resistencia y muriera a sus pies.
  • 26. 26 Paolo, de los tres nuevos intentos que preveía, se inclinaba por la fuerza que encerraba la administración. Si bien en el mundo se han realizado dos grandes revoluciones, una política como la francesa, y otra social como la rusa, lo cierto era que ambas se habían malogrado en gran parte porque no habían ido acompañadas de la revolución administrativa. Esta era, según Paolo, la tercera gran revolución que le quedaba al mundo por hacer, revolución —a la inversa de las anteriores—, de orden, de disciplina, de mente organizada y a la cual sólo se podría llegar una vez que el mundo hubiera superado la crisis técnico-económica que atravesaba. Paolo Stoppa pensaba que esta revolución sólo el pueblo italiano estaba en condiciones de hacerla siempre que se impusiera Milán como capital del mundo económico europeo. Su dinamismo, la velocidad de sus actuaciones, la agilidad de movimientos y de penetración, su situación geográfica, le daba un puesto de privilegio en aquel todavía incierto porvenir. Tenía fe en Milán. Era la ciudad abierta a Europa, la puerta que Italia presentaba al norte, puerta que estaba abierta de par en par. En ella se podían encontrar todas las posibilidades, todas las razas de la vieja Europa, pero rejuvenecidas, todos los intereses y todas las indiferencias. La disciplina y la anarquía en respetuosa convivencia. Era meta y punto de partida. Representaba el interés humano y el desprecio. La juventud de los sentimientos y el cansancio de todas las pasiones ya satisfechas. Era una nueva Europa, una Europa para los encuentros, para los acuerdos, para el lanzamiento de las ideas económicas que dirigían el mundo de hoy. Sabía perfectamente en qué hora de la historia se encontraba y la hacía sonar para todo el mundo. Lo importante era que ya el mundo la escuchaba. Su pasión de milanés no le impedía valorar la importancia del resto de Italia y de Europa, y si la tardía unidad de su país aún no había amalgamado muchas cosas, era un ejemplo reciente que podía servir para otra nueva unidad europea. Milán podía aportar a la misma, no sólo su fuerza y dinamismo, sino el peso del resto del país: Roma y su historia, la Santa Sede, el sur, aquel especial mezzogiorno. Es el camino de un mundo europeo que no puede reñir con nadie. Y la nueva revolución administrativa respondía al estilo funcional que, iniciado de una manera tosca por el fascismo, estaba adquiriendo la belleza necesaria que justifica el triunfo y lo hace aceptable. Era una revolución que, con el máximo cuidado, debía acabar con lo superfluo. De la misma manera que la reforma electoral inglesa acabó con los burgos podridos, la nueva revolución administrativa debía acabar con las mesas muertas, las mesas paralizadas por la inacción, por la interrupción del control de un trabajo que debía solucionarse de un modo automático, seguro, inaplazable. Dar a todos una función en el engranaje, una función esencial en la que lo sencillo de la misma, por humilde, no debía disminuir la importancia de su cometido. De este modo consideraba Paolo que mientras los franceses, como buenos cartesianos, hicieron una
  • 27. 27 revolución intelectual en que hablaron de derechos humanos, igualdad y fraternidad, y los rusos —locos y fantásticos— han realizado una revolución apasionada, emocional, en la que todos sus principios son peligrosamente atractivos y a la vez disparatados y cuya anarquía del pensamiento exige la disciplina de la dictadura, los italianos estaban preparados para la síntesis, para la reducción de lo ampuloso a lo estrictamente necesario. El mundo necesitaba un orden que no era un orden político —que lo llevaba a la dictadura—, ni un orden social —que lo llevaba a la igualdad—, sino un orden administrativo que, regulando toda su organización, le dejaba la máxima libertad de expresión para aquellas cosas que divierten al hombre: la cultura, las artes, los deportes. La política estaba tan amenazada que ni siquiera se podría conservar ni como diversión. El slogan publicitario que había preparado Paolo para su campaña política era el de ¡No más mesas muertas! En recuerdo de los burgos podridos, pensando en célebres desamortizaciones llevadas a cabo en el pasado, Paolo no olvidaba el efecto que produce en toda Administración el encuentro de un funcionario parapetado tras una mesa en la que hace morir todos los asuntos que requieren una marcha rápida. El slogan era un tanto singular y se podía dudar de su acierto porque requería una sustancial explicación, pero Paolo contaba para ello con la experiencia del jefe de relaciones públicas de la empresa de su padre, el insustituible Bertini, pieza fundamental en las conquistas de los Stoppa. Fue Bertini quien preparó a Paolo una conferencia de prensa. Los periodistas invitados recibieron unas carpetas que contenían, en útiles folletos, todos los principios políticos que animaban al aspirante a concejal. Cada carpeta contenía, como un obsequio al que no se daba demasiada importancia y que nunca podría ser considerado como un compromiso para el que 1o recibía, un bolígrafo de oro. Paolo discutió con Bertini sobre la oportunidad de hablar después del cóctel que había que ofrecer a la prensa. Pero el criterio de aquel experto que era Bertini prevaleció, en el sentido de que era mejor someterse antes al interrogatorio para después proceder a esa comunicación que se produce ante una mesa bien servida. Llevado bajo la batuta de Bertini, Paolo se enfrentó con los periodistas en la sala de reuniones de la casa de su padre. Tras haber expuesto sus ideas, uno de los informadores le preguntó: —Con ideas tan completamente nuevas ¿por qué no se presenta como fundador de un nuevo partido? —Los partidos ya no existen y tampoco los movimientos como fuerzas políticas que el Occidente ha tratado de oponer a las revoluciones. Abordar ahora la preocupación de fundar un nuevo movimiento cuando todos nuestros esfuerzos se reducen a tratar de olvidar el último que pusimos en marcha hace cuarenta años, no parece lo más oportuno. Por lo demás, mis ideas no son políticas, sino técnicas, no son una revolución sino una evolución natural. —En tal caso —le preguntó otro periodista—, ¿por qué se presenta a concejal y quiere jugar a político?
  • 28. 28 —No hay otro sistema para llegar a la administración del Estado o la municipal. Por otra parte, me interesa más esta última que la primera. El Estado es casi una entelequia, pero el municipio es una realidad. Una buena administración municipal es la que puede hacer más rápidamente felices a los hombres. —Si pretende ganar, ¿por qué no se presenta como candidato de la democracia cristiana, en vez de hacerlo por el Partido liberal? —Es indiferente —repuso confusamente Paolo porque no quería declarar que usaba el liberalismo como una plataforma avanzada de la democracia cristiana, pero sin jugar a socialista, de la misma manera que muchos comunistas jugaban a socialistas para poder participar en el gobierno—. En general —siguió diciendo Paolo—, las democracias usan a sus hombres públicos hasta quemarlos, porque los quieren hacer gobernar con los ideales en vez de las realidades. Ahora se trata más de una coordinación sobre las mesas de conferencias que de movimientos, de ideas. —¿No teme que suceda lo mismo que con el fascismo? Nacido en Italia, copiado por Alemania, acabamos por parecer sus imitadores. —El fascismo no fue un sistema, fue una persona, luego varias personas. Ahora es un sistema para cuya aplicación se requiere toda la filosofía alemana. —¿Desconfía del sur? —El sur no ha producido ningún sistema sólido. —¿Duda del mío? —dijo riendo Paolo—. La solidez de los sistemas políticos dura lo que una generación. Todos los sistemas filosóficos alemanes deben ser renovados cada generación, de ahí la abundancia de filósofos, que deben proporcionar a cada generación el suyo. De manera que los sistemas serán sólidos pero no resistentes. El sur, ciertamente, no ha creado tan grandes sistemas, se ha limitado a describir la vida y le ha dejado la libertad de expresión que tanto le favorece para seguir conservando su gracia. —Debemos liberarnos de estas grandes mezclas que nos vienen de lejos y que nos confunden a todos: la ideología y la necesidad, la temporal y la intemporal —siguió diciendo Paolo. Un periodista le preguntó: —¿Cuándo cree que se podrá conseguir todo eso? —Cuando cada uno haya alcanzado el grado de educación que puede soportar. Paolo se estaba divirtiendo en aquella conferencia de prensa. Trataba con cortesía a los periodistas, convencido de lo que representan y dándoles, con sus atenciones, la impresión del miedo que inspiran. Pero, en el fondo, sonreía porque aquellos informadores iban luego a pasar por la redacción y su padre, el gran Stoppa, dominaba con su dinero tantas redacciones y tantos consejos de administración, que estaba seguro de que, aunque se produjera cualquier indiscreción, nada sucedería en los periódicos. Sin embargo, había que darles la impresión de una gran libertad, aunque ésta fuera limitada. Una anciana periodista allí convocada le dijo:
  • 29. 29 —¿Le veremos pronto diputado? —¿Qué otra cosa puede empezar a ser un político? —¡Diputado! —exclamó soñadoramente un anciano periodista, que cojeaba y había figurado en las filas musolinianas en los últimos años del fascismo y había pertenecido a la redacción de Avanti! desde cuando dirigía dicho periódico el hermano de Musolini. —Suena a pasado, a Risorgimento. —El Risorgimento está presente todavía. —Nuestro Risorgimento es ahora Europa. La conversación se fue haciendo más íntima, más confidencial una vez que todos los presentes habían empezado a hacerse una breve composición sobre aquello que tendrían que decir en sus respectivos periódicos. Y mientras Paolo se quedaba rodeado de unos viejos periodistas amigos de su padre, que le orientaban más que le escuchaban, Bertini iba dirigiendo a los demás hacia el buffet, donde figuraban todas las exquisiteces comestibles que producía la casa Stoppa y que Bertini quería aprovechar la ocasión de ofrecer como una primicia a la prensa antes que fueran presentadas al público en el recinto de la Feria. Ante ellos tuvo ocasión Bertini de hacer patente todos los esfuerzos de la casa Stoppa en el montaje de los laboratorios químicos con la utilización de los polímeros para la creación de toda clase de alimentos que servirían al género humano, modificando las formas usuales, el colorido e incluso el sabor. Había que empezar a adueñarse del paladar del hombre y ofrecerle una gama de nuevos sabores. Si el arte había entrado en todo género de abstracciones y otras formas revelaban al hombre sensaciones diferentes, ¿por qué razón había que servir la carne en forma de filete y el pollo en forma de pechuga o de muslo? Bertini se extendió ante los periodistas en sus discursos mágicos sobre el porvenir de la química en la alimentación, de los éxitos del profesor Nesmeianov y sus alumnos, uno de los cuales —cuyo nombre no quería revelar— trabajaba en los laboratorios Stoppa. Mientras se extendía Bertini en estas consideraciones ante la sorprendida conferencia de prensa, y los periodistas satisfechos con la comprobación de aquellos deliciosos preparados no recordaban casi el motivo de aquella reunión, Paolo seguía, desde un ángulo, y asombrado, la utilidad que Bertini estaba obteniendo y cómo ya la política, ante los éxitos de la ciencia, no era más que un pretexto, un pasatiempo o un fastidio. El triunfador era Bertini que con sus fantasías encantaba a los periodistas diciéndoles cómo, en el futuro, no sería necesaria la explotación sistemática de la naturaleza y el hombre, en vez de trabajar duramente en ella, no tendría más misión que la de contemplarla y hasta para ello no necesitaría salir de la ciudad, porque la nueva arquitectura le compensaría de todo. Sí, todos escuchaban a Bertini, porque era como un mago.
  • 30. 30 Pero no solamente se refería Bertini al origen de los alimentos, sino a la evolución de los mismos, ya que con los nuevos sistemas Stoppa de conservación, se avecinaba una auténtica revolución, pues las amas de casa podrían ahorrar enormes cantidades de tiempo al tener la posibilidad de almacenar comida durante períodos de varios meses con toda la garantía de los alimentos frescos y fragantes. Esto se traduciría indirectamente en una transformación laboral, pues las empresas tendrían que pagar los sueldos trimestral o semestralmente, a fin de disponer de fondos para adquirir a largo plazo. Todo ello era un evidente ahorro de tiempo y de trabajo, pues era insensato la repetición semanal o mensual de aquellas operaciones que se tienen que hacer de una forma necesaria. Deslizándose Bertini por el sendero de las fantasías realizables habló a los periodistas de inmediatos proyectos de alimentos que permitieran al hombre sostenerse en forma durante varios días sin necesidad de tomar alimentos, por medio de dosis con efectos retardados. De este modo el cuerpo humano podría tener más posibilidades de movimientos, ya que la necesidad de alimentarse con tanta frecuencia le esclaviza de un modo tiránico frente a cualquier eventualidad o imposibilidad de aprovisionamiento. Liberar al hombre de esta dependencia era la próxima conquista que se proponían los productos Stoppa, y a tal fin las instalaciones de laboratorios y la contratación de investigadores de primer rango permitían pensar con optimismo en el futuro. Sí, todo aquello, según Bertini, lo podría realizar la casa Stoppa. El cuerpo humano podría ser el frigorífico de sí mismo.
  • 31. 31 IV Indiferente a la crisis económica, incrédulo acerca de las nuevas ideas políticas del hijo, Stoppa seguía su plan, su sistema, el único que tenía valor para él porque le había conducido al triunfo personal en una sociedad en la que también otros, por el mismo sistema, habían conseguido éxitos parecidos. De momento aquella crisis le producía grandes beneficios, puesto que le había permitido adquirir propiedades a bajo precio, propiedades y acciones que, en tiempo normal, ni siquiera hubiera podido adquirir por un precio superior a su valor. El secreto del triunfo en una crisis era poder esperar y saber esperar. Stoppa podía hacer las dos cosas y por esta razón, en cierta manera, Stoppa disfrutaba de que de cuando en cuando Milán sufriera graves crisis económicas porque salía de ellas robustecido, engrandecido. Resistirla era una demostración de su riqueza. Provocarla era muchas veces una necesidad, porque purifican la economía de un país. Por otra parte, el mundo industrial estaba corriendo a una velocidad que los otros sectores de la sociedad no podían alcanzar. La agricultura, la enseñanza, la cultura, no estaban al mismo nivel y se corría el riesgo de un desnivel de tal clase que podría ser perjudicial para la misma industria que se nutría de todos ellos. La crisis, pues, en cierto modo, no era de la industria, sino imputable a aquellos desniveles y atrasos por los cuales era necesario hacer un alto en el camino. Mientras tanto, Stoppa se organizaba. Había que tornar precauciones y convertir su gran empresa en internacional. Tenía decidido que su hijo Paolo se trasladara a Suiza para estudiar la instalación de una casa filial, con 1o cual estaría justificada la evasión de capital, asegurada e internacionalizada su fortuna y en cuanto a los trabajadores podía contratar a los italianos allí residentes, que no hacían huelgas por ser emigrados. Era una medida para asegurar su triunfo industrial. No bastaba tener asegurado un mercado nacional aún sirviéndole productos alimenticios de fácil consumición, era necesario extenderse por otros países. Stoppa no lo confesaba,
  • 32. 32 pero una cosa era hablar a sus amigos y otra actuar. A aquéllos les decía que había que tener fe, pero él necesitaba una amplia base para cimentar sus creencias de hombre de negocios. Ciertamente que el malestar económico se había producido por una falta de fe, ya que esta actitud había provocado la retirada de los créditos por parte de los bancos, los particulares tenían miedo a invertir sus capitales y se los llevaban sigilosamente a Suiza; estaba parada la construcción de viviendas mientras no disminuía el precio de los alquileres; la preocupación en los efectos de contratación de personal y la limitación del mismo dentro de las empresas obligaba a la emigración; se habían producido en exceso artículos que la gente se abstenía de comprar. Y Milán, como toda ciudad industrial, sólo podía vivir por un milagro de la fe, por e1 movimiento constante. Era necesario producir, comprar, vender. Poner en movimiento la ciudad nacida por un esfuerzo de la voluntad humana, mantenida por la necesidad, por la imaginación. Y había que seguir manteniendo aquel invento que debía convertirse en la capital del Mercado Común Europeo. ¿Cómo? El hijo de Stoppa, de acuerdo con los planes de su padre, emprendió viaje a Suiza. Eligió para el viaje un elegante tren europeo, silencioso, confortable, donde a fuerza de ser el transporte de los elegidos, resulta fácil atravesar las aduanas en la frontera suiza, tan meticulosa en materia de averiguaciones con los trenes populares repletos de público mediocre que sólo pretende pasar cigarrillos, chocolate, café y algunas medicinas. Paolo había sido testigo de innumerables retenciones de equipajes humildes, y Dios sabe si sólo por esto, sospechosos. ¿Había algo más sospechoso que la humildad? Era igualmente molesto ir por carretera, pues la pérdida de tiempo era igualmente lamentable. Aquel tren reunía muchos atractivos. Por un precio relativamente elevado un viajero se encontraba en un ambiente automáticamente seleccionado, aséptico, incomunicado. Se deslizaba suavemente empujado por la velocidad, y cruzaba lagos, montañas y ríos, con insuperable facilidad, con la fuerza de una maquinaria potente y perfecta. Una voz invisible comunicaba, a través de un altavoz, las noticias de necesaria información. Una vez cruzada la línea fronteriza con Suiza, el paisaje se fue atrincherando entre montañas, valles estrechos, funiculares. Restos de nieve permanecían en lo alto de las montañas y en las laderas de las mismas; el otoño resultaba un esfuerzo de equilibrio inestable. Muy pronto todo rasgo de melancolía sería borrado bruscamente. A Paolo le gustaba Suiza. En el fondo se alegraba de la decisión de su padre. Suiza era enormemente reposante, una invitación a divertirse uno por sí mismo, con sus propios recursos. Había estudiado en Suiza, iba con frecuencia por razones personales, para esquiar, para negociar. Y siempre se sentía a gusto en aquel ambiente entre campesino y ciudadano, rígido y libre a la vez. Allí cada uno podía tener la seguridad de su independencia, pero sin proclamarla.
  • 33. 33 Allí cualquiera podía decir que era comunista sin correr peligro, sólo que no podía demostrar su creencia. Suiza siente la indiferencia ante las palabras y los pensamientos y ejerce la más extremada vigilancia sobre las conductas. Por esto era ideal para los jubilados, para los enfermos, para los millonarios, para todos aquellos que tienen algo que conservar y que no se debe mover, todos aquellos que soportan las cosas como una carga. En aquel país de las bancas sólidamente constituidas, de industrias poderosas como la relojería y la química, era necesario que los Stoppa introdujeran el panetone para que se hiciera también trascendental. Paolo pensó en interesar a algún joyero relojero —todas las joyerías de Suiza eran relojerías en razón a su industria y a su sentido de la utilidad en todo— para que hiciera un reloj en forma de panetone. ¿No había visto acaso en una tienda la figura de Cristo convertida en reloj? Lo importante era popularizar, divulgar, extender el panetone. Aquí entraba la técnica publicitaria de la que Milán podía ofrecer los más perfectos maestros. Y Paolo tenía sus atisbos geniales en materia de publicidad. La idea de divulgar el panetone por medio de una propaganda relojera era extraordinaria y pensaba que había de gustar sumamente a su padre. Una vez conseguido el triunfo podrían hacerse panetones en forma de reloj, de la misma manera que se hacían imitando el Duomo de Milán. Más tarde se pensaría en la colocación de máquinas callejeras que pudieran suministrar automáticamente la mercancía, como era frecuente en Suiza y en todos los países de gente fácilmente controlada. El trabajo de Paolo era encontrar el lugar adecuado a la persona que pudiera allí regentar los primeros enlaces, efectuar la contratación de personal adecuado. Sin duda alguna, Ginebra ofrecía todas estas cualidades. Cuando el tren se detuvo unos minutos en aquella ciudad, Paolo descendió del mismo para dirigirse a un hotel en las orillas del lago. Una muchedumbre de obreros, particularmente italianos y españoles, pululaban por la estación. Procedentes de pequeñas ciudades cuya única diversión consistía en pasear por la estación, seguían practicando aquella costumbre como un recuerdo ancestral, de un modo automático, sin proceder a hacer averiguaciones, ni cambiar su sistema de vida. La estación o el café eran los lugares preferidos, porque no solamente era una diversión, sino una esperanza de encontrar a gente conocida, de ver a alguien que llegara o que se fuera. Paolo veía de cerca aquel indecente trasiego humano y más joven, creyendo tener ideas más modernas y humanas, pensaba que de aquel tráfico iba a salir una nueva raza, una nueva clase europea. En todo caso no quería pensar que servían solamente para el tráfico de su capital, como justificación de la evasión de divisas, o por miedo a ellos, para tener dominada a la clase obrera por medio da la emigración en que quedaban desprovistos de derechos, aislados de sus familias, convertidos en mercenarios o en la más triste condición humana: la de emigrante, la de expatriado. Stoppa veía en ello la aparición de los grandes imperios comerciales y todo estaba justificado. Su hijo, Paolo, creía ver la aparición también de una nueva clase. El libro de Curzio Malaparte, publicado entonces, Diario d'uno straniero a Parigi, hablaba de esa nueva raza europea, y la llamaba precisamente la raza marxista.
  • 34. 34 Recordaba las palabras de1 escritor: “Se está realmente formando una raza europea: una raza joven, nerviosa, más bella, más sana y más delicada al mismo tiempo, y que se encuentra tanto en los países democráticos como en los que hasta hace poco fueron fascistas. Es la misma raza que se encuentra en Moscú, Berlín, Roma, París o Londres, y que yo llamaría la raza marxista, porque es el producto, no tanto de cruzamientos, como de una mejor alimentación, del deporte, de la difusión de la higiene, de la lenta evolución de las ideas sociales y de los sentimientos, porque las ideas y los sentimientos influyen en lo físico en la misma medida que el deporte, la higiene y la alimentación.” Como siempre, Malaparte había adivinado el futuro más que haberlo visto y aquella nueva raza estaba todavía en sus comienzos, en pequeños grupos que sentían igualmente la emoción de ese futuro común de los europeos. De momento, Suiza, que había sido siempre el centro de un cosmopolitismo de la clase privilegiada, comenzaba a ser también el mundo de los emigrados, que se resistía a la universalización, porque veía en la misma la muerte de sus pequeños privilegios duramente conseguidos al par que la nacionalidad, la pérdida de los sentimientos humanos y familiares que resultaban tan costosos de mantener, la renuncia al clima y a cambio de todos estos valores que se perdían adquiría simplemente una compensación material de dudosa duración, de difícil aprovechamiento y de una nueva conciencia cuyos resultados no podían ser más inciertos. Este era el contraste real en Suiza: cosmopolitas y emigrados, el reducto del capitalismo y la concentración obrera sin sindicatos, sin huelgas, sin reclamaciones, sin derechos. ¿Cómo era posible todo ello? Porque la disciplina, en la nueva sociedad, ya no estaba en el Estado, sino en la sociedad, en la gente más interesada que el propio Estado en mantener el orden, la seguridad, la estabilidad. Paolo seguía las instrucciones de su padre, pero no acertaba a comprender las razones íntimas que le empujaban a tomar tales determinaciones. Su padre había vivido el derrumbamiento del mundo fascista y había encontrado en Suiza la salvación, por haber podido refugiarse allí los primeros momentos de la postguerra. Luego, superado el momento del revanchismo, había regresado a su patria. Había empezado la reconstrucción y todo el mundo, afanado en su quehacer, trataba de olvidar el pasado, de no mencionar el nombre de Mussolini ni del fascismo, como si fuera una peligrosa jettatura, y se iban creando nuevos intereses cuyo provecho hacía olvidar anteriores actividades. De este modo, personalidades notables durante el fascismo continuaron siendo notables en el partido de la democracia cristiana y hasta en el socialista. El afán por proyectar el presente en el futuro era como un vertiginoso deseo de no recordar. Sobre la generación del padre de Paolo pesaban grandes crímenes, venganzas y remordimientos. Pero ¿qué tenía que ver Paolo con todo esto? ¿No era su trabajo conocer? Él podía mirar sin temor hacia el pasado, pronunciar nombres maldecidos que adquirían un nuevo significado para su generación y pensar en nuevas fórmulas para la sociedad que no residieran en el simple hecho de olvidar, silenciar y mantener el orden.
  • 35. 35 En realidad, el mismo problema de Italia había sido el vivido por Alemania y la mayoría de los pueblos europeos. ¿Cómo se explicaba que políticos que habían alcanzado puestos de responsabilidad en el Estado se averiguase de repente que tenían un pasado con aficiones totalitarias? ¿Y cómo habían llegado a los más altos puestos sin que supieran tan reprobable pasado? Por el mismo factor en que se movía la Europa apagada; la conjuración de los silenciosos y la conjuración de los denunciantes. Paolo sabía que todo eso había de ser superado, vencido. Que si su padre pensaba en Suiza para la salvación de su mundo capitalista y que fuera el punto de partida de su imperio económico, Paolo quería luchar para que fuera a la vez la ocasión de favorecer el nacimiento de una clase internacional predominantemente europea, con seguridades valederas más allá de las fronteras de la patria. Y al contemplar aquel mundo obrero, desperdigado en los andenes de la estación de Ginebra, sentía que aquello podía ser el comienzo de sus sueños. Paolo se instaló en el hotel cuya servidumbre hablaba italiano o español. En la habitación, cuya ventana daba al lago, le esperaba una bienvenida de chocolatinas suizas, con una tarjeta de “buenas noches” escrita en todos los idiomas. Era aún el atardecer, un crepúsculo otoñal casi sin brumas, lo cual permitía divisar las cumbres del Mont Blanc. Los árboles de oscuro follaje tenían ese recogimiento de la naturaleza ante la noche. Sobre las aguas del lago caía incesante el chorro del surtidor gigante que se eleva hasta la altura de la colina sobre la que se levanta la vieja Ginebra. Es como una cascada al revés. Es una demostración del método francés, ordenado, inmutable, logrado, porque Ginebra es una ciudad fundamentalmente francesa. Frente al método francés, que dio origen a Descartes, Alemania —representada en la otra orilla oriental de Suiza— podía ofrecer el sistema. Paolo meditó sobre el significado de esta nueva apreciación: el método es de naturaleza francesa y el sistema es alemán. ¿Por cuál decidirse? Toda Europa giraba en torno a ellos. El método es el orden y la conservación, mientras el sistema es rígido, agresivo, cambiante. ¿Qué papel desempeñaría entre los dos la tendencia anarquizante del sur? ¡Si no fuera por el Mediterráneo! La industria Stoppa podía ser una penetración, en el corazón de aquellos dos imperios, de un nuevo estilo de vida. Llamaron a la puerta de su habitación. Un criado italiano, hablando un correcto francés, le entregó un telegrama. Esto es lo que eran italianos y españoles allí: los criados, en sustitución de unas máquinas todavía imperfectas. Pero Paolo sintió que él todavía era el señor, un patricio mercantil. ¿Qué hacer? Abandonó el hotel camino del restaurante español y allí, en la planta baja, a la usanza popular, un mundo de gentes sin raíces se acumulaba en torno a platos que recordaban cocinas de otros paisajes. Atravesó la sala y alcanzó el primer piso, en cuyo reducido salón cenó en compañía de la princesa D. frente a la mesa de un maharajá que se hacía acompañar por un joven criado blanco.
  • 36. 36 El amanecer resultó turbio. La niebla no dejaba ver la otra orilla del lago, por lo que la sensación de mar quedaba acentuada. Su amiga de la noche anterior, la princesa D., le llevó en su coche hasta Lausana. A medida que se alejaban de Ginebra la niebla se iba haciendo más transparente y al fin, al entrar en la residencial e industriosa ciudad, el sol pálido de un otoño entre montañas comenzó a dominar. Lausana resultaba más acogedora que Ginebra, como más humana, tal vez porque no era tan hermosa. Pero el clima más suave y la ausencia de un mundo oficial que da a Ginebra esa apariencia internacional, con otras muy diversas presencias, convertían a Lausana en la ciudad ideal para el establecimiento de la industria de los panetones. La verdad es que no había podido eludir la presencia de la princesa D. Su padre le había insistido en que fuera a verla, mas no creía que sus consejos pudieran serle imprescindibles para su empresa comercial. Pero, una vez conocida su presencia en Suiza, la princesa D. se creyó en la obligación de servirle de compañía. En realidad, a Paolo la situación se le hacía embarazosa porque no desconocía las relaciones íntimas que ligaban a su padre con la princesa, ni —por otra parte— la afectada cordialidad con que era tratada por su propia madre, sin que nunca en su familia se hubiera pronunciado una sola palabra que pudiese poner al descubierto la naturaleza de tal relación. Y tal actitud por parte de todos los de su casa no había dejado de resultarle turbadora por cuanto no sabía hasta qué punto estaba obligado a fingir ni a soportar. Pero lo cierto es que almorzó nuevamente con la princesa, a la cual le había referido brevemente la naturaleza de su misión, y al término de la comida le llevó a casa de unos amigos que muy rápidamente ofrecieron soluciones aceptables y hasta tentadoras para la realización de sus proyectos industriales en Suiza. Paolo sintió un profundo desagrado, porque comprendió que su padre, bajo la apariencia de una infinita confianza en sus actuaciones, le mandaba a negociar una vez que había tendido previamente los hilos invisibles, pero seguros, del camino que no tendría más remedio que seguir. Resignado aceptó el juego de su padre, y de la misma manera que trataba de ignorar las relaciones de su padre con la princesa D., aseguró a los amigos de la misma que tomaba buena nota de la oferta de la instalación y se la haría conocer a su padre, que estaba seguro sería aceptada.
  • 37. 37 V Aquel día se veían las montañas en Milán. Una rara curiosidad era ver en la línea de horizonte la silueta del Monte Rosa sobre el cielo azul. Aún sin nieblas, no era frecuente la buena visibilidad y cuando podían distinguirse las montañas parecía deberse a un fenómeno de espejismo, a una mano mágica que hubiese barrido la llanura lombarda y purificado el aire que aparecía límpido, milagrosamente transparente. No es extraño que el propio Manzoni, extasiado ante la maravilla de tan insospechados días, llegase a decir que no había cielo más azul que el de Milán, cuando estaba azul. Aquel día era un regalo del otoño milanés. Un otoño que se iba, porque el otoño no es como la primavera que viene, sino que es la estación que se va. Hay otoños de hojas secas y otoños de hojas podridas. El de Milán, por su clima húmedo, era de estos últimos. Pero apenas se ven hojas en la ciudad casi sin árboles. Solamente en los jardines privados los árboles dejan a sus pies las hojas secas y, ateridos en su desnudez, parecen retorcidos por el remordimiento, como si hubieran matado algo cuyo espíritu —acusándoles al ser alcanzados por el sol— iluminara su ascética figura con un color solitario, ardiente, indefinible. Paolo recordó los días otoñales vividos en Suiza, dulce y dorada, las hojas secas que se quedaban en los árboles como pergaminos transparentes en los que es posible leer los jeroglíficos que los árboles han escrito en ellas, la historia de su vida, sus secretos, como un mensaje lírico. Había hojas que se morían al pie del árbol en el cual habían vivido. Otras, en cambio, se iban como locas, arrastradas por el viento y murmuraban pequeñas palabras a la tierra. Llegaba a Milán el otoño prematuro, y las hojas, con su vida breve, dejaban la sutil fragancia de las vidas frágiles, que se van por la calle, anónimas, cansadas de vivir. No se sabe de dónde llegan las hojas a la ciudad de asfalto, casi sin árboles. Hojas movidas por el viento, como pájaros inánimes, levantados por un milagroso fenómeno de levitación. Pasaban rápidamente los días y la vida de Milán recobraba toda su animación preparándose para la inauguración de la temporada de ópera en el Scala.
  • 38. 38 Llegó, finalmente, el 7 de diciembre, San Ambrosio, patrón de Milán. De todas las ciudades de la Lombardía, cercanas a la capital, acudieron las gentes a pasar el día visitando la ciudad, el Duomo y las funciones religiosas que tenían lugar en la catedral calentada por altas estufas de gas que se elevaban como semáforos en la nave central. Las cabezas de los fieles acababan por recalentarse, pero luego daban un paseo por la parte externa de la catedral y recorriendo los estrechos senderos de piedra de su fachada alcanzaban lo más alto del Duomo. Desde allí se veía bien Milán, como se la veía también desde la torre de hierro del Parque, y se descubría su arquitectura maciza, sólida, resistente al paso de los años y los ataques de la lluvia, y se veían los palacios de otros tiempos románticos con sus pequeños jardines que asomaban como plantas gigantes distribuidas armoniosamente por la ciudad. Allí estaban las iglesias y los rascacielos como una mole vertical, y en medio, la pausada arquitectura horizontal que da a las ciudades que la conservan ese tono de paz, de reposo, de intimidad. Sí, era un espectáculo atrayente para los habitantes de los pueblos vecinos contemplar Milán desde lo alto y resultaba difícil comprender que tantos suicidas hacían el recorrido de aquellas escaleras de mármol hasta el Duomo para lanzarse desde allí al abismo de la nada. Pero así era. Mas en el día de San Ambrosio todo resultaba divertido: recorrer la catedral, pasear por la plaza, discutir en la Gallería, dar de comer a las palomas silvestres —dóciles, pacientes, numerosas—, almorzar en un snack-bar o en un restaurante típico de la ciudad, y admirar su crecimiento cada día más notable, con el peso que esto significaba en la vida política del país. Mientras los Stoppa acudieron a su iglesia, San Francesco da Paola, en vía Manzoni, en el barrio tradicional y renovado de la ciudad, su hijo Paolo se fue a la iglesia de San Ambrosio, donde la misa adquiría en tal día caracteres de gran representación y le gustaba atravesar el breve jardín, el pequeño claustro, el atrio cubierto de césped y penetrar en la desnuda nave de la gran iglesia que conservaba un profundo recuerdo longobardo mantenido en aquel histórico barrio de Milán. La noche de ese día tenía lugar la inauguración oficial de la temporada de ópera. Las grandes figuras ya no acudían a la cita, porque el Scala las crea para lanzarlas por el mundo, pero estaba allí el gran público de siempre, el que mantiene una tradición. Y la familia Stoppa, como correspondía a una buena familia milanesa, tenía su palco en el Scala. Todo aquel mundo centroeuropeo era el que ofrecía el espectáculo. Los representantes de los apellidos más cotizados en el mundo internacional se daban cita en Milán aquella noche, pues apostados en la Costa Azul o en Suiza, o bien en la Riviera ligur para esperar allí el paso del invierno, les era fácil alcanzar en pocas horas la capital lombarda y hacerse ver, ante los corresponsales de todo el mundo, en tan buena oportunidad. Las portadoras de bikinis lucían los vestidos de la alta moda de París o Roma o Florencia y las alhajas modernas o antiguas, pero siempre valiosas.
  • 39. 39 Sí, aquella era la gran noche para Milán, y había que participar en ella. El programa de ópera era lo de menos. Se inauguraba con el “Nabuco”, como abreviadamente llamaban al Nabucodonosor los familiarizados con las representaciones del Scala. Los intérpretes eran jóvenes que esperaban aquella noche la gran oportunidad. La mujer de Stoppa, dentro del círculo influyente de aquella sociedad, estaba particularmente interesada aquella noche por cuanto la intérprete femenina era una protegida suya a la cual, por medio de presiones sabiamente ejercidas, se la había podido imponer frente a otra rival de no escasos méritos. Los intérpretes era ya casi el único placer que quedaba a los amantes de la ópera, la cual, con los mismos repertorios del siglo pasado y con una dificultad de renovación del género, no tenía más atractivo que la representación de obras casi inéditas o el deseo de oír la diferente versión que de las mismas ofrecían los divos de la escena. Era una necesidad reunirse al término de cada representación y prolongar la velada discutiendo y recordando: —Sí, la Scotto ha estado muy bien, pero ¿recuerdas la noche en que cantó la Friné? —Indiscutiblemente nadie ha superado todavía a la Callas. —Porque es una actriz. —¿Crees, acaso, que es una circunstancia despreciable? —Al contrario, la favorece mucho. —Sin embargo, aquel mes de enero que cantó la Renata ¿lo habéis olvidado? —En cambio ahora en el Metropolitán no ha gustado. —Ahora, claro, pero ¡entonces! Nadie la ha igualado. —Eso es mucho decir. Además no se canta igual en el Scala que en el Metropolitán. Aquí se empieza y allí se termina. Comprenderás que la diferencia es grande. —¿Y qué se puede esperar ya de la ópera? —Es como los clásicos. Gustan siempre. Lo importante es la intérprete. —En Milán nos gustan demasiado los espectáculos. Esto es decadente. —Al contrario, eso es riqueza, es crecimiento, perfeccionamiento. ¡Ah, no! No pensemos que la diversión es pecado. Cuando los romanos se hundieron no fue por los espectáculos que se hacían representar sino por los que daban. —Además, Milán no es Roma. Y con estas frases, poco más o menos, se continuaba una discusión que seguía otros derroteros: la comparación con Roma. La noche de San Ambrosio, Milán se convertía en una ciudad íntima, cordial, profunda. No existía el tiempo, se borraban las barreras, y las calles eran como un gran salón que ofrecía la ciudad para discutir, alegrarse, apasionarse. La niebla acompañaba tantas veces la noche milanesa y envuelta por la luz era como una nube mágica que se posaba sobre los seres borrando las aristas y convirtiéndolos en sombras oscuras que navegaban entre la niebla iluminada que apagaba todos los ruidos y todo lo hacía suave y amoroso.
  • 40. 40 Los Stoppa estaban abonados a un palco y acudía allí la familia acompañada de algún amigo. Solamente Paolo asistía a la representación inaugural de la temporada en compañía de un amigo, el cual, a última hora, pudo conseguir las butacas de un revendedor siciliano, pues no había nada tan difícil como adquirir una localidad en el Scala directamente de la taquilla. Parecía con esto que Paolo rompía la tradición del palco familiar, pero no quería romper la tradición de la costumbre milanesa y a él le gustaba aquel Teatro della Scala, pequeño, íntimo, forrado de rojo, con una disposición interna que era a la vez sencilla y funcional. Y luego el foyer poco solemne, donde se mezclaban en los entreactos, dando a la elegancia rebuscada la nota popular de aquellos que se inventaban por sí mismos —entre su escaso ropero— el vestuario más adecuado. Y le gustaban aquellos acomodadores, vestidos de chambelanes con collares que recordaban condecoraciones ya extinguidas. A Paolo le divertían las condecoraciones. Aquella noche, en el palco de su padre, deferentemente colocado junto a su hermana, estaba Abraham que ostentaba una condecoración conseguida para él por su padre, del Estado que representaba como cónsul. Y en otro palco, no lejano al de su familia, estaba el viejo judío, con otra condecoración parecida a la de los acomodadores vestidos de chambelanes, porque los nuevos Estados tienen esa exuberancia vital que contrasta con el cansancio expresivo de las viejas sociedades. Sobre el pecho de aquel viejo señor, entre mercader y falso diplomático, la condecoración tenía la particularidad de revitalizarle con la banda de colores chillones, que tienen también los países de reciente creación. Paolo estaba convencido de que a su padre le gustaba, y había influido en la elección del yerno, la posición consular de su futuro pariente político, la matrícula diplomática de su coche —con lo que podía permitirse e1 lujo de que fuera un viejo modelo que todo el mundo conocía—, la relación que ello le obligaba a sostener con el embajador de aquel país en Roma y las negociaciones comerciales sostenidas bajo una apariencia diplomática. ¿Cuánto dinero tendría el conocido judío? Paolo no podía remediar el que, como buen milanés, la pregunta le asomara a los labios cada vez que pensaba en él o le veía. Porque allí donde el dinero es el término de toda valoración, lo utilizaba Paolo para establecer la comparación entre las dos familias. A un cierto punto, comenzada ya la representación, vino a estallar el agitado movimiento que Paolo había podido observar en el público de aquella noche y cuya excitación no se debía solamente al hecho de ser una noche de estreno. El público de estudiantes y profesores tenía sus localidades en los pisos superiores y ellos eran, sin duda, los que deseaban la renovación del Scala, a fin de que no se convirtiera en una momia clásica. Ellos tenían a sus partidarios entre los intérpretes y los compositores, y el triunfo de que cantase la protegida de su madre, junto con otras muchas damas de su mismo grupo social, hacía que la pasión de los “de arriba” por su oponente, se manifestase en la noche del estreno.
  • 41. 41 La campaña, bien orquestada por un grupo de periodistas, de maestros del canto —figuras antaño bien conocidas y cuyas enseñanzas eran buscadas por los nuevos intérpretes—, comenzó a manifestarse con siseos cada vez más ruidosos, octavillas que fueron cayendo sobre el escenario y las protestas irritadas se convirtieron en voces sonoras. Paolo observaba a su madre que, agitada, hablaba con su padre mientras buscaba la mirada de aprobación de la mujer de Abraham que —por no participar en todas estas cuestiones— sonreía en silencio satisfecha del fracaso de la noche, porque creía un fracaso de su futura familia política. Pero, en definitiva, ¿no eran los grandes escándalos del Scala los que preparaban los grandes triunfos? Era el teatro de los éxitos, la única escuela de ópera del mundo, en donde querían cantar todos los jóvenes para conseguir una consagración que fuese un pasaporte válido para todo el mundo. Por esa razón sus honorarios eran los más bajos, porque eran el precio de la gloria y su actuación allí constituía la mejor página de la vida de los grandes intérpretes. Si no fuera así, ¿qué capítulos interesantes podía ofrecer la biografía de seres que de hecho carecen de biografía? Las dos grandes rivales que se disputaban aquella noche las glorias del Scala representaban, como siempre había sucedido, distintas voces humanas. Una era como un torrente recién nacido en una selva de árboles jóvenes y discurría como una fuerza salvaje y joven que cantaba la libertad. Tenía sonidos de naturaleza indómita y expresiones de virtuosismo acabado. La otra era una voz de civilización, llena de sensualismos y de impurezas, pero impurezas que eran dominadas por una voluntad artística que extraía de las mismas las más perfectas sutilezas cautivadoras. Era un demonio y, como todos los demonios, dominaba las voluntades. La otra voz era limpia, pura, noble. Aquel espectáculo era para Milán el preludio de la noche. Era el momento de la comunicación, la hora de unirse en comunidad por medio de las más acabadas representaciones. Porque luego llegaba la noche, la hora de la soledad o la hora del amor, en que se crean las generaciones futuras. Pero, en definitiva, lo que más le preocupaba aquella noche a Paolo era la mujer de Abraham. En el fondo sabía que si no había querido ir con su familia al palco era para poder contemplar mejor a Linda desde el patio de butacas. Ella estaba en su palco, acompañada por el viejo marido, serena, apacible, disfrutando con éxtasis su envidiable posición. Pero aquella aparente indiferencia a cuanto la rodeaba resultaba tanto más atractiva cuanto que ella era muy sensible a aquel mundo. A Paolo le había asombrado siempre el aplomo de Linda y los movimientos de su cabeza, inclinándose con gentileza bien a uno u otro lugar. Se colocaba con discreción los anteojos para, una vez dirigidos hacia su blanco, mirar con impertinencia, casi con insolencia. En una de las ocasiones, durante aquella noche, le miró a él, y sonrió levantándole la mano con un saludo que a Paolo le pareció una caricia. Y después de todo, ¿no se habían acariciado más de una vez?
  • 42. 42 A Paolo comenzó a turbarle el recuerdo de aquella relación que, a fuerza de imprevista, le había impedido tomarse el tiempo necesario para considerarla en toda su magnitud. Paolo Stoppa recordó de momento, y nuevamente, todo e1 proceso que le había llevado a ella. El comienzo de su juventud que se inició de un modo particularmente decepcionante porque había tenido una niñez ilusionada, casi emocionante. Estaba habituado a que sus padres rieran con él sus gracias, sus pequeños descubrimientos, sus averiguaciones del mundo y que le explicaran las deficiencias e irregularidades de su imaginación, de su infantil capacidad creadora. Pero luego, cuando sus preguntas se hicieron penosas, casi desagradables, y las implicaciones ni bastaban ni satisfacían a nadie, antes fastidiaban a todos, se fue alejando, y apartado, se quedó solo frente a1 mundo en un momento en que más hubiera necesitado la ayuda de sus padres. Se sintió como abandonado y acudió —como siempre sucede— a los amigos que, en este caso, fue la amiga de su madre y de la misma edad que ella, y madre a la vez de su amigo. Al principio le pareció natural, pero luego comenzó a ver en ello algo monstruoso, pero era ya el único camino que tenía a su alcance. Le producía una mortificación y a la vez un éxtasis el que en su propia casa y delante de su madre, le besara como a su hijo y se riera todavía de su edad inocente y luego, a solas, fueran amantes. Para ella él era un amante al que parecía que había que enseñarle minuciosamente todas las cosas, porque era incapaz de imaginarlas y adoptaba aquel aire entre maternal y profesional que tanto le hizo sufrir. El hecho de que le diera consejos a su madre acerca de cómo debía ejercer la vigilancia de su hijo, ya que era la edad en que más fácilmente se extravían —razón por la que recomendaba la compañía de su hijo— y que luego, a solas, cuando practicaba con él el amor, le dijera que lo hacía para evitarle malsanas inclinaciones, le produjo una alteración del orden de los valores humanos. Bien es verdad que a causa de aquel amor, Paolo se había visto libre de visitar las casas de tolerancia, pero su espíritu estaba deshecho por tanta hipocresía. Fue demasiado tarde cuando pudo comprender la punzante aberración que anidaba en el espíritu de aquella mujer, el capricho de sus sentidos, la glotonería de juventud que sentía, la avidez con que la absorbía y se servía de ella como de una alimentación nueva, inesperada. Lento fue el camino de aquellas enseñanzas, largo e interminable el aprendizaje de los servicios que se rindieron mutuamente. Y de aquella prueba, Paolo salió renovado. La había amado a pesar de su vejez o, tal vez, por eso mismo. Amaba su cuerpo cálido, sensible, casi sin estremecimientos sexuales. Lo amaba porque aquel cuerpo era tan absolutamente de ella, que no sabría decir si realmente le había pertenecido a él alguna vez. El cuerpo de una mujer joven tiene tanta vida, que no es suyo, necesita darlo, y sólo cuando ya se ha expresado el cuerpo adquiere esa paz, esa serenidad de las cosas que al fin se controlan. Linda tenía el sentido justo de lo vital, de lo que aún vibra y sabe por qué vibra, de lo que aún siente y lo siente porque quiere y para quien quiere, sin ofuscaciones, sin turbaciones, sin esas pasiones inexplicables y confusas que tienen tantas derivaciones ocultas y oscuras.
  • 43. 43 Por otra parte, Linda sabía amar, conocía el relieve de las caricias, su justo límite, su sabor delicado que no llega— que no lo dejaba llegar— al desbordamiento; sabía de todas las exquisiteces de los sentimientos. Amar con ella y a ella era seguir un paciente curso, ameno en el discurrir, de segura plenitud en su final. Dejaba siempre el deseo de la continuidad, como de algo no logrado todavía, si bien se hubieran recorrido los distintos surcos del cuerpo humano. Sus músculos no eran tensos ni duros, pues aún se mantenían elásticos. Su pecho no era fláccido todavía y aún estaba repleto de calor. Su boca, lisa ya por los años, era sensible y acoplante justamente a la medida de la de Paolo. La vida era al fin de Linda y la administraba según sus propios deseos, sin necesidad de explicaciones enojosas a personas que, por otra parte, habían tomado de la misma y a su debido tiempo, según todas las reglas de la humanidad vigentes, aquello que habían podido. Por esta razón su inclinación hacia Paolo le había parecido más auténtica. La amaba mucho antes de haberle oído decir en conversación con su madre —ella no sabía que Paolo la estaba escuchando— que le preocupaba el porvenir amoroso de sus hijos, la ineducación sexual de la juventud, que se debatía entre el desconocimiento, el miedo a enfrentarse con la responsabilidad del futuro y el instinto, lo que hacía el choque mucho más brutal cuando se llegaba como un derecho o una conquista que justificaba cualquier aberración cometida. Parecía estar Linda en posesión de una filosofía del amor que lo ennoblecía en su práctica, y así había sido en realidad, ¿pero dónde estaba la moral de la misma desde el momento en que había sido su discípulo o su amante? Y al contemplarla en la plenitud de su dominio social aquella noche de San Ambrosio, en su palco del Scala, comprendió que su pasión no estaba extinguida, sino amortecida por no practicada. Y Paolo tenía la certeza de que cualquier ocasión bastaría para volverla a poner en funcionamiento. Sólo que también aquella noche, mientras la miraba en su palco y viendo el de su propia familia, comenzó a apreciar la medida de aquel abismo como de algo que prefería no recordar.
  • 44. 44
  • 45. 45 VI Stoppa padre se había ido a un safari al África. En realidad no le importaba la caza como deporte, sino como necesidad social. La burguesía había heredado esta costumbre real y cortesana y había que practicarla antes que entrase en decadencia bien por agotamiento de las reservas, bien por desuso. Pero como la caza se había generalizado tanto, apenas había piezas que cazar en Europa y era de buen tono ir a África, cobrar un ejemplar raro y escribir un libro sobre tales hazañas. Tanto para una como para la otra gestión, Stoppa se había procurado acompañantes: un buen tirador y un amigo periodista. La verdadera razón, que no confiaba ni a su íntimo Bertini, era buscar en África mercados para sus panetones o para la industria de la alimentación conservada por procedimientos adecuados y para un tiempo indefinido. Se iniciaba un nuevo colonialismo: el que cada país libre y nuevo iba a ofrecer a las naciones que más simpatía le inspirasen o más facilidades concedieran. Stoppa sabía que, además de estos factores, entraba otro muy importante, y era el de la oportunidad: presentar en el momento adecuado la solución necesaria. El que se encontrase allí en aquel momento sería el ganador. Y Stoppa quería estar allí en aquel momento. Más de cuarenta mil italianos vivían ya en África del Sur, y por su habilidad y rapidez en los negocios, eran definidos como “los japoneses de Europa”. Había que alimentarlos con productos Stoppa. Se había llevado Stoppa conservas de todo tipo, helados cuya duración alcanzaba un período superior a los noventa días, como las letras; chocolates, venecianas y panetones. ¡Vender!, esa era su misión. Pero ¿quién podía comprar en África? Había que crear allí la riqueza, había que convertir al hombre en un animal de consumo y Europa quedarse con el privilegio de producir, crear, suministrar. Por esto había que acudir a zonas en donde la riqueza estuviese a flor de tierra, en donde el petróleo, las pieles, los minerales, estuviesen al alcance del hombre elemental. Él, Stoppa, les ofrecía la manutención.
  • 46. 46 Mientras tanto, Paolo se había quedado en Milán. Tenía la misión específica de buscar el lugar para la instalación de Panetolandia, para emprender las obras apenas regresara su padre de África. Pero Paolo no compartía los pensamientos del padre: le molestaba la idea de poseer una ciudad en donde se instalaran todos sus obreros con el único objeto de tenerles en sus manos, de disponer de ellos por todos los medios coercitivos puestos al alcance del capitalismo: el sueldo, la vivienda, la comida, las aspiraciones. Aquel nuevo capitalismo ejercía sobre el hombre el más brutal de los controles al ofrecerle las más seguras garantías de existencia y de porvenir. El hombre se convertía así en un eslabón que, apenas perdía su puesto en el engranaje de aquella terrible cadena humana, se convertía en un meteoro que vagaba como un extraño por la sociedad sin defensa posible. Tenía que ser, para poder vivir, el hombre del economato que compraba alimentos hechos por la empresa, el hombre del apartamento propiedad de la empresa, el que pasaba las vacaciones en el lugar buscado por los jefes de relaciones públicas de la empresa, que les llevaban todos los años a un lugar determinado por la agencia de viajes propiedad de la empresa, el hombre cuyas enfermedades serían tratadas por el psiquiatra de la empresa de una manera colectiva, el que recibía las enseñanzas en el club de la empresa y pasaba las veladas en el centro cultural de la empresa con profesores pagados por la empresa. Aquel hombre-pieza de un engranaje era al que se le ofrecían ventajas abrumadoras en las que ni siquiera había pensado, pero que respondían a la necesidad del sistema para tenerle debidamente atendido y a la vez explotado. Paolo comenzó a comprender el movimiento hippi de rebeldía no-violenta. Se ciaba cuenta de que aquella resistencia a participar en la sociedad era el comienzo de un movimiento político de alcance insospechado: significaba la liberación de todas las trabas, la ruptura con todas las consideraciones e hipocresías sociales. ¿Podría un hippi amar a Linda en la forma y secreto que él lo había hecho? Paolo no lo sabía. Pero presentía que aquel nuevo idealismo hippi, en cuyo origen veía —a pesar de situar su aparición en Norteamérica— todas las características del nuevo idealismo alemán, hubiera repudiado su conducta y aplaudirlo su deseo hacia Linda. Amar no era un pecado, sino una necesidad, y una necesidad privada pero a la vez pública también. Pero ¿cómo hubiera podido decir a todos que había practicado el amor con Linda? Los hippies eran los precursores de un movimiento de alcance indudable dentro de una sociedad demasiado esquematizada. De una parte estaba el comunismo haciendo las mismas cosas que el capitalismo, pero tomando al Estado como centro de toda propiedad; del otro lado el capitalismo, haciendo las mismas cosas que el comunismo, pero desde el punto de vista de la propiedad privada. Los hippies, con su suciedad, sus melenas largas, sus trajes estrafalarios, estaban insultando a una época aséptica, vitaminada, descreída, cómoda, envuelta en papel de celofán. Ellos lo despreciaban todo, incluso la vida. Les faltaba el jefe, estaban esperando a su conductor, que les diese la disciplina y entonces se convertirían, de masas vagabundas y errantes, en ejércitos uniformados, disciplinados, fanáticos, amantes de su vida y despreciativos de la ajena. ¿Encontrarán al dictador que les ponga una camisa con estrellas?