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Bilbaşar Kemal Bilbaşar

in octavo
2015
La venta de
Saltanat
—
Sumbul
Este libro se publica y ofrece gratuitamente a
los suscriptores de In Octavo, con el único
propósito de su puesta a disposición, en el mis-
mo sentido en que lo haría una biblioteca
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es absolutamente ilegal.
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La venta de Saltanat
—
Sumbul
Kemal Bilbaşar

in octavo
2015
4
Noticia
Estos dos cuentos aparecen aquí juntos por lo que
tienen en común y lo que tienen de distinto. Uno se
desarrolla en una aldea campesina, el otro ocurre en
un ambiente más urbano. Uno presenta a una mu-
chacha, Saltanat, que despierta a la vida; el otro a
una anciana, Sumbul, en vísperas de abandonarse a
su largo sueño. En uno predomina la acción, en el
otro la interioridad psicológica. Los dos están prota-
gonizados por mujeres, pero ni Saltanat ni Sumbul
han puesto en marcha los sucesos que las envuelven,
y cuyas consecuencias viven en carne propia. Ambos
relatos, finalmente, tienen por escenario la estepa de
Anatolia, en el este de Turquía, allí donde el país,
que roza con Europa por el oeste, se encuentra con
Asia.
Kemal Bilbaşar (1910-1983) es uno de los escritores
turcos más reconocidos del siglo XX. Maestro, histo-
riador, violinista aficionado, produjo varias coleccio-
nes de cuentos y casi una decena de novelas, casi to-
das ambientadas en la Anatolia, de cuyos personajes
ásperos y sufridos, su paisaje duro, su lengua colori-
da y sus costumbres dejó un retrato único por su mi-
rada comprensiva y compasiva, por su realismo sin
concesiones, aunque suavizado por un humor piado-
so y no distorsionado por las convicciones políticas.
“Mi propósito al escribir —declaró— ha sido siempre
el de mostrar las vidas de aldeanos y campesinos, vi-
5
das de trabajo duro y escasa felicidad, de llevarlas a
un cierto nivel de conciencia. Siempre he sido socia-
lista en lo ideológico y realista en lo artístico. Creo
que sólo escribiendo de la manera más realista posi-
ble puede uno revelar las penurias de nuestro pueblo
y las amargas realidades de nuestra sociedad, y su-
gerir una solución.”
Algunos críticos de su país han querido encasillarlo
dentro de la llamada “literatura de aldea”, pero de-
bieron reconocer que su novela Cemo (1966), por la
que obtuvo al año siguiente el premio nacional de li-
teratura, fue la primera en romper el silencio sobre
la minoría kurda y colocarla en el escenario de la
cultura turca. Cemo es el nombre de una ficticia
heroína kurda, cuya historia de lucha contra los an-
tiguos jefes tribales el autor inscribe en las campa-
ñas modernizadoras emprendidas por Mustafá Ke-
mal Atatürk en las primeras décadas del siglo XX.
La personalidad y la literatura de Bilbaşar no son
demasiado conocidas en el resto del mundo, excepto
quizás en Alemania, debido a la numerosa inmigra-
ción turca. En 1976 la UNESCO publicó una tra-
ducción al inglés de Cemo, en una colección de obras
representativas de la literatura universal. La venta
de Saltanat (Saltanatın Satılışı, 1962) era hasta
ahora el único texto de este autor conocido en caste-
llano.
El editor
6
Índice
La venta de Saltanat
Sumbul
La venta de Saltanat
 La venta de Saltanat
8
Saltanat, la hija del molinero, se hizo mujer
cuando apenas tenía doce años. Hasta no hacía mu-
cho parecía una ramita sin hojas; la decisiva femi-
neidad de su cuerpo llegó de improviso, y la chica
florecía como un capullo en primavera.
Mientras contemplaba cómo las bolsas de trigo
se amontonaban en pilas más altas que nunca, Has-
so, su padre, pensaba ese día que la cosecha iba a
ser muy abundante. Si no hubiese sido por los dos
muchachos que se pelearon por Saltanat, Hasso ni
se habría enterado de la repentina madurez de su
hija. Uno de esos jóvenes había reparado en el cuer-
po fresco y redondeado de Saltanat mientras ella la-
vaba una camisa del padre en el arroyo que movía el
molino y, atraído por su hermosura, como enajena-
do, quiso llevársela arrastrándola por el pelo. Fue
entonces cuando intervino el otro, que advirtió lo
que ocurría mientras cargaba su burro con bolsas de
trigo; quiso defender a la chica, y los dos muchachos
se trabaron en lucha.
 La venta de Saltanat
9
Al oír sus gritos y sus jadeos, los chillidos de Sal-
tanat y los ladridos de Karakurt, que desesperada-
mente trataba de librarse de su soga, Hasso y todos
los campesinos que esperaban su trigo se precipita-
ron al patio. El molinero comprendió todo de un vis-
tazo: la causa de la pelea era evidente. Saltanat te-
nía las manos en las mejillas, como si enmarcara
sus ojos negros, agrandados todavía más por el mie-
do, mientras la blusa fuera de lugar dejaba ver uno
de sus hombros, terso y torneado.
Las tupidas cejas de Hasso se distendieron, y
una sonrisa le iluminó la cara. Caramba... ¡la mu-
chacha había llegado a la edad de ser vendida! Ya
tenía los años como para convertir a su padre en
suegro. La miró de pies a cabeza y se sintió muy sa-
tisfecho; él solo había criado a su hija, sin la ayuda
de una madre. ¡Y qué ojos tenía! ¡Por suerte no se
parecían en nada a los suyos!
En ese momento, uno de los luchadores lograba
arrojar al agua al otro; la satisfacción de Hasso dejó
lugar a una sonora carcajada, y la risa del molinero
contagió a todos. El alborozo general puso punto fi-
nal a la pelea, y los dos chicos se incorporaron. Uno
de ellos se restañaba la sangre de la nariz, mientras
Saltanat buscaba refugio en la casa, movida por una
vergüenza que no alcanzaba a explicarse.
—¡Bribones! —exclamó Hasso—. ¡Bribones! ¿Aca-
so no tiene padre la chica? ¿Ya se olvidaron de cómo
se hacen las cosas? ¿Por qué se empeñan en molerse
 La venta de Saltanat
10
a golpes en vez de comportarse como es debido y pe-
dirme que se la venda?
Los dos muchachos agacharon la cabeza, recono-
ciendo su error, mientras el molinero continuaba vo-
ciferando y mostrándose furioso.
—¡Lo que ustedes necesitan, como que hay Dios,
es una buena tunda! ¿O acaso pretendo demasiado?
¿No sabe todos que yo no soy de los que se aprove-
chan de una buena persona? Si Saltanat ha llegado
a la edad de ser vendida, eso es lo que voy a hacer. Y
lo voy a hacer así: ¡quien la pretenda, deberá estar
dispuesto a demostrar su valentía en el llano de
Karga, el primer día que nieve!
La propuesta corrió como reguero de pólvora y al
anochecer eran varios los jóvenes de los tres pobla-
dos más cercanos que se consideraban perdidamente
enamorados de la hermosa molinera. Pero en el áni-
mo de todos ellos brotó de pronto una inquietud:
¿qué clase de valentía pretendía Hasso para su hija?
El enigma dominó pronto las conversaciones en las
tabernas del pueblo, y cada día surgían nuevas su-
gerencias sobre la prueba de valor que Hasso exigi-
ría a quien aspirase a conseguir la mano de su hija.
La mayoría se inclinaba a pensar que debía tra-
tarse de un robo: suponían que Hasso les obligaría a
robar un caballo en cualquiera de los poblados veci-
nos, y a recortarle las crines y la cola para que su
dueño no pudiera reconocerlo si llegaba a seguirle el
rastro hasta el pueblo. Suponían que Hasso iba a
 La venta de Saltanat
11
vender posteriormente el caballo y cobrarse de ese
modo la venta de Saltanat. O tal vez pretendiese el
oro de la dentadura de un ricachón que había sido
enterrado en el cementerio hacía poco tiempo...
Con el correr de los días se imaginaron otras cla-
ses de proezas, más parecidas a las que protagoni-
zan los héroes de los cuentos infantiles. Alguien re-
cordó la escasez de agua que el molino padecía en
verano, y llevó las suposiciones a su más alto punto
de creatividad al aventurar que tal vez Hasso pre-
miara al que le proveyera agua de las montañas.
Hasso, sin embargo, no había dado hasta el mo-
mento una señal ni dicho una palabra. Continuaba
moliendo día y noche el trigo, la avena, la cebada,
afilando cada tres jornadas las muelas del molino, y
no quería saber nada que se refiriera a la prueba
prometida. Lo único que había hecho era aumentar-
le la ración a su perro Karakurt. En cada comida,
cortaba un buen trozo de pan, lo desmenuzaba en
un balde de agua, y se lo daba al animal. A medida
que engordaba, el pelaje de Karakurt relucía con
más brillo, y el perro ladraba con creciente energía y
ferocidad a los campesinos que acudían a moler, a
sus asnos y mulas, y trataba de atacar a todos, for-
cejeando con la cadena que ahora lo sujetaba.
Cuando la niebla se aposentó sobre el monte Si-
pan y la nieve se posó en sus faldas, cubriéndolas de
blancura, los lobos bajaron a la llanura de Karga y
los campesinos debieron suspender durante tres
días sus labores cotidianas.
 La venta de Saltanat
12
Una mañana los despertó un blanco resplande-
ciente. Los chicos estaban encantados porque podían
deslizarse por las primeras nieves, y los grandes por-
que había llegado el día del torneo. A poco de salido
el sol, una voz fue rebotando de tejado en tejado:
—¡Ahí vienen los Hasso!
Abandonando la leche y las tarjanas, hombres,
mujeres y niños salieron a la calle. Hasso aparecía
ya por el sendero del molino. Bien abrigado con su
campera de piel de oveja, montado en su burro, fu-
maba en pipa y parecía sumamente complacido. Sal-
tanat le seguía, con una piel de lobo a modo de abri-
go y calzada con botas de caña alta. Un chal de lana
de un rojo vivo le envolvía la cabeza, y tenía las mu-
ñecas y los brazos protegidos por bandas de fieltro.
Llevaba a Karakurt sujeto con una correa, y el perro
avanzaba ansioso, tirando de ella; una lengua in-
quieta asomaba entre sus dientes afilados.
La pequeña comitiva se detuvo en la plaza del
pueblo, y Hasso pasó revista con la mirada a la gen-
te que los observaba desde portales, ventanas y teja-
dos. Hizo bocina con una mano y gritó:
—¡Atención, muchachos! Voy a llevar a mi hija al
llano. ¡Quien esté muy seguro de su valentía, que
venga por ella!
Y, sin esperar respuesta, Hasso, Saltanat y el pe-
rro abandonaron la plaza y se dirigieron hacia la lla-
nura de Karga, aplastando con sus pasos la nieve
del camino.
 La venta de Saltanat
13
Todos comprendieron por fin lo que durante tan-
to tiempo los había tenido intrigados: quien quisiera
a Saltanat tendría que separarla de su perro.
La fiebre de la competencia se extendió por la
llanura de Karga. Confiados en sus propios canes,
los jóvenes pusieron manos a la obra: se envolvieron
los brazos con trapos, les colocaron carlancas a los
perros, y se encaminaron orgullosos al escenario de
la justa, seguido cada uno de ellos por un tropel de
amigos y parientes.
Hacia el mediodía, las altas botas verdes, rojas,
amarillas, y los pantalones bombachos aflojaron el
paso, y los espectadores se acomodaron para obser-
var el torneo.
Mientras sujetaba a Karakurt en un claro sin
nieve, Saltanat esperaba al valiente joven que ob-
tendría su mano. Karakurt alzó la cabeza y ende-
rezó las orejas. Impaciente, arañó el suelo con las
patas. Los jóvenes que iban a competir se sentaron
en cuclillas bajo los árboles que salpicaban la llanu-
ra. Sus perros habían sido reunidos en un lugar
aparte, y no ladraban ni reñían entre sí.
Uno a uno, los muchachos se fueron acercando a
Saltanat. Antes de que llegara el momento de lan-
zar a su perro al ataque, muchos comprendieron que
se trataba de una batalla perdida. Y no tanto por los
furiosos arranques de Karakurt sino por el miedo
que infundía a los perros la piel de lobo de Saltanat,
cuyo olor les hacía esconder el rabo y retroceder con
 La venta de Saltanat
14
las orejas gachas. Así, y pese a los insultantes gritos
de los espectadores, los jóvenes se fueron retirando
del terreno del combate. Ni siquiera el hijo de Alí
Agha, el señor de la hacienda, ni Kuyruksuz, su fa-
moso perro pastor que tantas veces había luchado
contra los lobos, consiguieron separar a Saltanat de
Karakurt. Sangrando en el cuello y las patas, Kuy-
ruksuz también abandonó la lucha, y Hasso se le rió
en la cara con ganas al hijo de Alí Agha.
Todos los jóvenes derrotados se sintieron humi-
llados al oír sus palabras:
—¡Bribones, qué vergüenza! Van a dejar a esta
muchacha sin marido. ¡Ya no quedan valientes en la
llanura de Karga!
La gente escuchó en silencio al molinero, y los
parientes de los vencidos apretaron los dientes y se
deshicieron en maldiciones contra ellos y su derrota.
Abatidos, se aprestaban a emprender el regreso
al pueblo cuando, de repente, un aullido y un relin-
cho resonaron desde un monte que se encontraba so-
bre el lado derecho de la llanura. Los murmullos y
los movimientos de la gente cesaron como por en-
canto, y todos miraron hacia la arboleda. Mem de
Van, criado de Alí Agha, apareció al momento,
arrastrando una loba que traía asegurada con una
cadena.
Mem había tomado su decisión apenas supo qué
clase de prueba les proponía Hasso. Sin perder un
momento, saltó entonces a su caballo y cabalgó
 La venta de Saltanat
15
hacia el bosque donde resonaban los aullidos de los
lobos. Amedrentó con su fusil a los integrantes de
una manada, apartó del grupo a una loba y la acosó
hasta que la fiera cayó al suelo exhausta. Mem se le
acercó, le rodeó el cuello con una cadena, esquivan-
do sus tarascones, y la condujo hacia la llanura.
El molinero, que ya no reía ni gritaba, clavó los
ojos en Mem. El airoso salto con que Mem descendió
de su cabalgadura y la firmeza con que sujetaba a la
loba, usando la cadena como un látigo, le hizo pali-
decer: ese joven no se parecía a los demás. Saltanat,
por su lado, se paralizó al ver cómo Mem arrastraba
la loba hacia el terreno de combate.
Y Karakurt enderezó las orejas como si estuviera
viendo algo poco común; sus ojos mostraban más cu-
riosidad que fiereza.
La loba vio a Karakurt, su brillante pelo negro,
sus pupilas encendidas, y empezó a aullar y a ense-
ñar los dientes, mientras sus ojos relumbraban con
chispas blancas.
Esto alentó entre la gente la expectativa de que
la loba huyese, no tanto porque fueran partidarios
de Karakurt, sino porque no querían que la mucha-
cha y la fama de valiente fueran para un criado co-
mo Mem. Comenzaron entonces a alentar al perro y,
como si los entendiera, Karakurt arañó nuevamente
la tierra con las patas y ladró enérgicamente. Sin
embargo, al ladrar no mostraba los dientes. Se iba
aproximando muy despacio a la loba, como un ma-
 La venta de Saltanat
16
cho que ventea a la hembra, cuidando de no asustar-
la. Sin embargo, no consiguió evitar que se alarma-
ra. Como si supiera que no tenía a nadie a su favor,
que estaba sola, y que la detestaban, la loba arqueó
el lomo. Pero no se movió.
Mientras eso ocurría, Saltanat y Mem se mira-
ban a los ojos. Las oscuras pupilas del muchacho
habían tocado el corazón de Saltanat, lo habían
hecho estremecerse de miedo y, junto al miedo, de
una sensación desconocida para ella. Quería huir de
aquel joven y, al mismo tiempo, deseaba reclinar la
cabeza sobre su pecho y llorar. Una confiada sonrisa
iluminaba ahora la cara de Mem.
Ya muy cerca de la loba, Karakurt empezó a hus-
mearla moviendo suavemente la cola. La loba enten-
dió que el perro no traía intenciones agresivas y dejó
de enseñarle los dientes, permitiéndole que olis-
queara su cuerpo mientras gruñía sordamente. Los
dos animales continuaron olfateándose uno a otro,
pese a los gritos de la concurrencia:
—¡Vamos, Kara, vamos! ¡Muérdela!
Con la cola entre las patas, la loba proclamó fi-
nalmente su rendición. El público advirtió el nervio-
so jadeo de ambos animales, y a nadie se le ocurrió
entones gritarle a Saltanat que azuzara a su perro.
Mem y la muchacha también continuaban estu-
diándose uno al otro, y los ojos de él parecían haber-
se dulcificado. Saltanat se sintió algo más tranquila,
y enseguida una extraña dicha sustituyó a sus te-
 La venta de Saltanat
17
mores. Casi sin darse cuenta, los dos jóvenes solta-
ron las ataduras con que sujetaban sus respectivos
animales.
Apenas se sintió libre, la loba echó a correr, se-
guida muy de cerca por Karakurt; los dos emitían
extraños ruidos mientras corrían hacia el monte. La
loba trotaba con la cabeza vuelta hacia atrás, como
para ver si el perro continuaba siguiéndola; Kara-
kurt, por su parte, rastreaba a la hembra, saltando
de un lado a otro.
Mem y Saltanat se demoraron un instante con-
templando a ambos animales, e intercambiaron una
sonrisa. Mem, después, tomó la mano de la mucha-
cha, quien se dejó conducir de buen grado hacia su
brioso caballo.
Sumbul
 Sumbul
19
Bajo su gorro judío de terciopelo negro, una tier-
na sonrisa le iluminaba la cara arrugada y le aclara-
ba la mirada. Sentada frente a su puerta, secando
semillas de sandía sobre un pequeño brasero de es-
taño, parecía una pintura flamenca. Por la mañana,
cuando la saludaban las costureras, los vendedores
con sus burros, los hombres que iban al trabajo, la
sonrisa se le ensanchaba.
—Shukur, shukur 1 —les respondía.
Cuando terminaba la jornada escolar, chicos y
chicas se dispersaban por las calles como golondri-
nas. Algunos corrían a su casa para comprar cua-
renta centavos de orejones, semillas de sandía tosta-
das o chupetines. Los que no tenían monedas obte-
nían su parte a cambio de un cuaderno usado. Con-
tinuamente, los chicos gorjeaban su nombre con
alegría:
—¡Sumbul, Sumbul!
1 Invocación a Dios, generalmente de agradecimiento, pero que
Sumbul emplea en toda ocasión.
 Sumbul
20
—Me lo pagarán cuando tengan dinero —decía,
encantando a los chicos pobres que miraban ansio-
sos a sus amigos pudientes.
Después de haber servido al último de sus clien-
tes, que llegaban a una hora precisa del día, se que-
daba mirando con las manos en jarro hacia las ca-
lles por las que escapaban los chiquillos, movía la
cabeza, y murmuraba con un suspiro:
—¡Shukur, shukur!
Entonces cargaba la bandeja de semillas tosta-
das y el pequeño brasero, y se metía en el sótano
húmedo y oscuro donde vivía. Se sentaba en su ca-
mastro de madera y contaba el dinero que había ga-
nado ese día. Apartaba una porción para sus gastos
diarios. Quince kurus iban a parar a la lata donde
ahorraba para el alquiler mensual de tres liras. Al-
gunos kurus serían para la asignación que entrega-
ba a su nieta el sábado. El resto lo envolvía en proli-
jos paquetes. Separaba una buena parte de ellos pa-
ra enviárselos a su hijo que estaba en París.
Cuando terminaba esta faena, contenta, se recos-
taba y miraba los dos retratos que colgaban en la
pared junto a su cama. Uno de ellos era su marido,
una fotografía juvenil de Avram, con quien había
compartido en ese cuarto los momentos más felices y
más amargos de la vida, y a quien había atado la
barbilla en la muerte. Bajo el cuadro colgaba la
Torá, envuelta en su funda de cuero sagrado. El li-
bro ya no se usaba para las oraciones. Mientras mi-
raba el cuadro, sonreía y murmuraba:
 Sumbul
21
—Shukur, shukur, Avramiko, no falta mucho.
El otro retrato era el de su hijo que se había ca-
sado y establecido en Francia. Le había sido tomado
con sus ropas militares, pero el joven parecía in-
cómodo dentro del uniforme.
—La guerra sigue, shukur, shukur. ¿Te convoca-
ron también a tí, Shimoniko? Ya no me escribes. Y
la oficina de correos ya no me acepta el dinero.
El temor y la desesperanza cubrían de sombras
su expresión tierna mientras le hablaba a su hijo.
Incapaz de seguir en la cama, se levantaba entonces
y comenzaba a preparar la cena simplemente por
hacer algo.
La vieja caja de zapatero de su marido era ahora
su mesa. Nunca vendió su yunque ni su martillo.
¿Por qué no había querido su hijo esas herramientas
que nunca los habían dejado en la miseria? Se había
ido a Francia para hacerse rico, y Francia estaba
ahora en ruinas. Y además, el yunque y el martillo
se habían oxidado.
—Shukur, shukur, ¡la guerra es terrible!
También habían alistado al marido de su hija.
Ahora ella vendía semillas tostadas en el otro extre-
mo de la calle. Celosa de las ventas de su madre,
había reñido con ella y desde entonces dejaron de
hablarse. Nunca venía a su casa. Cuando Sumbul
iba a visitarla, la echaba. Con todo, Sumbul espera-
ba cada día que su hija le hiciese llegar un palabra
 Sumbul
22
para hacer las paces. Pero cada día, su hija la de-
fraudaba.
Sumbul se sentaba a la entrada de su habitación
subterránea hasta que dejaba de oírse la voz de la
hija regañando a su crío al otro extremo de la calle.
Mientras los paseantes la saludaban con un bonsoir,
ella ocultaba sus lágrimas secándolas con la palma
de la mano.
Cuando la noche extendía sus alas sobre el ve-
cindario, echaba el cerrojo a la puerta y se metía en
la cama. Desde cada rincón del cuarto volvían a ella
los viejos días. ¡Qué buenos habían sido esos días!
Los niños eran pequeños, no había guerras, no ha-
bía muerte y la vida era muy dulce. Ese clavo... su
marido lo había martillado en la pared para colgar
el farol la noche en que nació Shimon. El dibujo so-
bre esa otra pared era de cuando su hija iba a la es-
cuela. Esa mancha de grasa... fue esa vez cuando su
marido, completamente borracho, arrojó el plato
contra la pared.
A diferencia de su familia, que parecían aves mi-
gratorias, Sumbul estaba adherida a ese cuarto co-
mo un mejillón a la roca, y había pasado a formar
parte de él. Siempre decía que iba a morir allí. Su
mayor deseo era morir mirando a los ojos de su ma-
rido y de su hijo, rodeada por los recuerdos acumu-
lados a lo largo de los años. Pero no iba a ser ese su
destino. Al tercer año de guerra, la arrancaron del
lugar.
 Sumbul
23
Ocurrió un par de semanas después de que dos
hombres visitaran la casa. Uno era gordo y de cejas
espesas, voz estentórea, y manos tomadas a la es-
palda. El otro, un tipo esmirriado que hacía discur-
sos sobre la solidez de la casa y la calidad del vecin-
dario, y sostenía que “por esa plata no se compra ni
un gallinero”, mientras se restregaba las manos y se
reía a cada rato sin razón alguna, un verdadero
adulón.
Al principio Sumbul no entendió de qué habla-
ban. Estaba acostumbrada a los continuos cambios
de inquilinos en los pisos superiores y a sus ruidosas
trifulcas. Pero ninguno de los inquilinos había dicho
cosas como las que dijeron esos dos. Esta vez se usa-
ron palabras como comprar y vender. Y para peor,
Yousef, el propietario a quien conocía desde hacía
años, se comportaba de la misma manera que el
hombre esmirriado. También él trataba de compla-
cer al de las cejas espesas. Y a cada rato hablaba de
la guerra, la propiedad, los impuestos, como si qui-
siera despertar la compasión del hombre.
Esas conversaciones la perturbaron durante toda
la noche. Por primera vez se sentía solitaria y extra-
ña en ese cuarto. Sufría como si todos sus recuerdos,
los retratos, el dibujo en la pared, le fueran arreba-
tados. Se acurrucó asustada en la cama.
—Shukur, shukur, Avramiko, ¿por qué me dejas-
te sola en este mundo malvado? —murmuró.
* * *
 Sumbul
24
No habían pasado diez días cuando los inquilinos
de arriba se mudaron. La casa fue fregada, limpiada
y pintada. Varios días después reapareció el hombre
gordo. Llegaron camiones y muebles, vinieron muje-
res y niños.
Sumbul se había retirado de su umbral. Quería
ocultarse por razones que no comprendía del todo.
Una de las mujeres descubrió su celda subterrá-
nea.
—¿Qué demonios es esto? ¡Mira, no quiero nada
de esto debajo de mi casa! ¡Me va a complicar la vi-
da...! ¡Dios mío, algo huele muy mal...! ¿Qué es lo
que está tostando así?
Tapándose la nariz, se inclinó para echar un vis-
tazo:
—Este será un buen lugar donde almacenar
carbón para el invierno. ¡Sácame cuanto antes a es-
ta judía de aquí!
El gordo refunfuñó levemente, evidenciando una
debilidad habitual frente a semejante determina-
ción.
* * *
Sumbul imploró sucesivamente al hombre gordo,
a la mujer irritable, a los chicos:
—Aquí nací, aquí crecí..., shukur, shukur aquí
me casé, crié a mis hijos, los casé y los eché a volar.
Por favor, apiádense de mí. No me echen... Les pa-
garé todo el alquiler que quieran. Mi esposo murió
 Sumbul
25
aquí, déjenme morir aquí también a mí. Tengo bas-
tante más de setenta, shukur, shukur no tendrán
que esperar mucho tiempo. Déjenme quedarme,
¿acaso puede un pez vivir fuera del agua?
Las lágrimas corrían por las arrugas de su ros-
tro, que nada perdía de su luminosidad aun en esa
profunda tristeza. No la escucharon, le dijeron que
se buscara un lugar y se mudara en pocos días. Po-
día irse a vivir con su hija, le dijeron, no tenía senti-
do que estuviera molestando a los demás. Si insistía
en quedarse, iban a arrojar sus pertenencias a la ca-
lle con ayuda de la policía.
* * *
Cuando se mudó a otro sótano, lloró como nunca
había llorado en su vida, ni siquiera cuando murió
su marido. Todos los que se habían ido habían deja-
do algo detrás. En cambio ella abandonaba todos
sus recuerdos, su infancia, su noviazgo, los días
amargos y dulces que le había tocado vivir.
Acarició por última vez las paredes, el piso de
madera; conocía ese cuarto hasta los más pequeños
agujeritos de los nudos de la madera. Sus vecinos
tuvieron que retirarla del lugar con la misma difi-
cultad con la que se desarraiga un viejo árbol.
Sumbul se arrojó sobre el colchón en su nueva
celda y allí se quedó. Lloró un llanto interminable.
Al caer la noche, la gente que había estado calmán-
dola y reconfortándola la dejó en esa habitación
 Sumbul
26
húmeda, oscura, tenuemente iluminada por una
lámpara de aceite.
Sumbul se despertó en medio de la noche. La ca-
beza le ardía de fiebre. Tenía cerca de la nariz un
suelo húmedo y oscuro. Gusanos y cucarachas le ca-
minaban por encima. De pronto, la pena se esfumó
de su rostro, reemplazada por una sonrisa más dul-
ce que nunca. Las arrugas se le suavizaron.
—Shukur, shukur, Avramiko, ¡así que otra vez
estamos juntos! —dijo.
Bajo la tenue luz de la lámpara de aceite, Avram
le sonreía entusiasmado como lo había hecho en su
noche de bodas, y movía la cabeza como si la llamara.
* * *
A la mañana siguiente, la colocaron en un largo
coche fúnebre negro. Pasó frente a la casa que hasta
ayer había sido su hogar, frente a los chicos que gol-
peaban a la puerta, gorjeando su nombre:
—Sumbul, Sumbul.
La venta de Saltanat / Sumbul
por Kemal Bilbaşar
Títulos originales
Saltanatın Satılışı / Sümbül
Traducción, revisión y edición electrónica
© In Octavo, 2015

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Kemal bilbasar - cuentos

  • 1. Bilbaşar Kemal Bilbaşar  in octavo 2015 La venta de Saltanat — Sumbul
  • 2. Este libro se publica y ofrece gratuitamente a los suscriptores de In Octavo, con el único propósito de su puesta a disposición, en el mis- mo sentido en que lo haría una biblioteca pública. Esto no significa en modo alguno que su contenido haya sido librado al dominio público. Los propietarios de los derechos perti- nentes están debidamente consignados. Cual- quier uso alternativo, comercial o no, que se haga de esta versión digital o se derive de ella es absolutamente ilegal. In Octavo inoctavo.com.ar
  • 3. La venta de Saltanat — Sumbul Kemal Bilbaşar  in octavo 2015
  • 4. 4 Noticia Estos dos cuentos aparecen aquí juntos por lo que tienen en común y lo que tienen de distinto. Uno se desarrolla en una aldea campesina, el otro ocurre en un ambiente más urbano. Uno presenta a una mu- chacha, Saltanat, que despierta a la vida; el otro a una anciana, Sumbul, en vísperas de abandonarse a su largo sueño. En uno predomina la acción, en el otro la interioridad psicológica. Los dos están prota- gonizados por mujeres, pero ni Saltanat ni Sumbul han puesto en marcha los sucesos que las envuelven, y cuyas consecuencias viven en carne propia. Ambos relatos, finalmente, tienen por escenario la estepa de Anatolia, en el este de Turquía, allí donde el país, que roza con Europa por el oeste, se encuentra con Asia. Kemal Bilbaşar (1910-1983) es uno de los escritores turcos más reconocidos del siglo XX. Maestro, histo- riador, violinista aficionado, produjo varias coleccio- nes de cuentos y casi una decena de novelas, casi to- das ambientadas en la Anatolia, de cuyos personajes ásperos y sufridos, su paisaje duro, su lengua colori- da y sus costumbres dejó un retrato único por su mi- rada comprensiva y compasiva, por su realismo sin concesiones, aunque suavizado por un humor piado- so y no distorsionado por las convicciones políticas. “Mi propósito al escribir —declaró— ha sido siempre el de mostrar las vidas de aldeanos y campesinos, vi-
  • 5. 5 das de trabajo duro y escasa felicidad, de llevarlas a un cierto nivel de conciencia. Siempre he sido socia- lista en lo ideológico y realista en lo artístico. Creo que sólo escribiendo de la manera más realista posi- ble puede uno revelar las penurias de nuestro pueblo y las amargas realidades de nuestra sociedad, y su- gerir una solución.” Algunos críticos de su país han querido encasillarlo dentro de la llamada “literatura de aldea”, pero de- bieron reconocer que su novela Cemo (1966), por la que obtuvo al año siguiente el premio nacional de li- teratura, fue la primera en romper el silencio sobre la minoría kurda y colocarla en el escenario de la cultura turca. Cemo es el nombre de una ficticia heroína kurda, cuya historia de lucha contra los an- tiguos jefes tribales el autor inscribe en las campa- ñas modernizadoras emprendidas por Mustafá Ke- mal Atatürk en las primeras décadas del siglo XX. La personalidad y la literatura de Bilbaşar no son demasiado conocidas en el resto del mundo, excepto quizás en Alemania, debido a la numerosa inmigra- ción turca. En 1976 la UNESCO publicó una tra- ducción al inglés de Cemo, en una colección de obras representativas de la literatura universal. La venta de Saltanat (Saltanatın Satılışı, 1962) era hasta ahora el único texto de este autor conocido en caste- llano. El editor
  • 6. 6 Índice La venta de Saltanat Sumbul
  • 7. La venta de Saltanat
  • 8.  La venta de Saltanat 8 Saltanat, la hija del molinero, se hizo mujer cuando apenas tenía doce años. Hasta no hacía mu- cho parecía una ramita sin hojas; la decisiva femi- neidad de su cuerpo llegó de improviso, y la chica florecía como un capullo en primavera. Mientras contemplaba cómo las bolsas de trigo se amontonaban en pilas más altas que nunca, Has- so, su padre, pensaba ese día que la cosecha iba a ser muy abundante. Si no hubiese sido por los dos muchachos que se pelearon por Saltanat, Hasso ni se habría enterado de la repentina madurez de su hija. Uno de esos jóvenes había reparado en el cuer- po fresco y redondeado de Saltanat mientras ella la- vaba una camisa del padre en el arroyo que movía el molino y, atraído por su hermosura, como enajena- do, quiso llevársela arrastrándola por el pelo. Fue entonces cuando intervino el otro, que advirtió lo que ocurría mientras cargaba su burro con bolsas de trigo; quiso defender a la chica, y los dos muchachos se trabaron en lucha.
  • 9.  La venta de Saltanat 9 Al oír sus gritos y sus jadeos, los chillidos de Sal- tanat y los ladridos de Karakurt, que desesperada- mente trataba de librarse de su soga, Hasso y todos los campesinos que esperaban su trigo se precipita- ron al patio. El molinero comprendió todo de un vis- tazo: la causa de la pelea era evidente. Saltanat te- nía las manos en las mejillas, como si enmarcara sus ojos negros, agrandados todavía más por el mie- do, mientras la blusa fuera de lugar dejaba ver uno de sus hombros, terso y torneado. Las tupidas cejas de Hasso se distendieron, y una sonrisa le iluminó la cara. Caramba... ¡la mu- chacha había llegado a la edad de ser vendida! Ya tenía los años como para convertir a su padre en suegro. La miró de pies a cabeza y se sintió muy sa- tisfecho; él solo había criado a su hija, sin la ayuda de una madre. ¡Y qué ojos tenía! ¡Por suerte no se parecían en nada a los suyos! En ese momento, uno de los luchadores lograba arrojar al agua al otro; la satisfacción de Hasso dejó lugar a una sonora carcajada, y la risa del molinero contagió a todos. El alborozo general puso punto fi- nal a la pelea, y los dos chicos se incorporaron. Uno de ellos se restañaba la sangre de la nariz, mientras Saltanat buscaba refugio en la casa, movida por una vergüenza que no alcanzaba a explicarse. —¡Bribones! —exclamó Hasso—. ¡Bribones! ¿Aca- so no tiene padre la chica? ¿Ya se olvidaron de cómo se hacen las cosas? ¿Por qué se empeñan en molerse
  • 10.  La venta de Saltanat 10 a golpes en vez de comportarse como es debido y pe- dirme que se la venda? Los dos muchachos agacharon la cabeza, recono- ciendo su error, mientras el molinero continuaba vo- ciferando y mostrándose furioso. —¡Lo que ustedes necesitan, como que hay Dios, es una buena tunda! ¿O acaso pretendo demasiado? ¿No sabe todos que yo no soy de los que se aprove- chan de una buena persona? Si Saltanat ha llegado a la edad de ser vendida, eso es lo que voy a hacer. Y lo voy a hacer así: ¡quien la pretenda, deberá estar dispuesto a demostrar su valentía en el llano de Karga, el primer día que nieve! La propuesta corrió como reguero de pólvora y al anochecer eran varios los jóvenes de los tres pobla- dos más cercanos que se consideraban perdidamente enamorados de la hermosa molinera. Pero en el áni- mo de todos ellos brotó de pronto una inquietud: ¿qué clase de valentía pretendía Hasso para su hija? El enigma dominó pronto las conversaciones en las tabernas del pueblo, y cada día surgían nuevas su- gerencias sobre la prueba de valor que Hasso exigi- ría a quien aspirase a conseguir la mano de su hija. La mayoría se inclinaba a pensar que debía tra- tarse de un robo: suponían que Hasso les obligaría a robar un caballo en cualquiera de los poblados veci- nos, y a recortarle las crines y la cola para que su dueño no pudiera reconocerlo si llegaba a seguirle el rastro hasta el pueblo. Suponían que Hasso iba a
  • 11.  La venta de Saltanat 11 vender posteriormente el caballo y cobrarse de ese modo la venta de Saltanat. O tal vez pretendiese el oro de la dentadura de un ricachón que había sido enterrado en el cementerio hacía poco tiempo... Con el correr de los días se imaginaron otras cla- ses de proezas, más parecidas a las que protagoni- zan los héroes de los cuentos infantiles. Alguien re- cordó la escasez de agua que el molino padecía en verano, y llevó las suposiciones a su más alto punto de creatividad al aventurar que tal vez Hasso pre- miara al que le proveyera agua de las montañas. Hasso, sin embargo, no había dado hasta el mo- mento una señal ni dicho una palabra. Continuaba moliendo día y noche el trigo, la avena, la cebada, afilando cada tres jornadas las muelas del molino, y no quería saber nada que se refiriera a la prueba prometida. Lo único que había hecho era aumentar- le la ración a su perro Karakurt. En cada comida, cortaba un buen trozo de pan, lo desmenuzaba en un balde de agua, y se lo daba al animal. A medida que engordaba, el pelaje de Karakurt relucía con más brillo, y el perro ladraba con creciente energía y ferocidad a los campesinos que acudían a moler, a sus asnos y mulas, y trataba de atacar a todos, for- cejeando con la cadena que ahora lo sujetaba. Cuando la niebla se aposentó sobre el monte Si- pan y la nieve se posó en sus faldas, cubriéndolas de blancura, los lobos bajaron a la llanura de Karga y los campesinos debieron suspender durante tres días sus labores cotidianas.
  • 12.  La venta de Saltanat 12 Una mañana los despertó un blanco resplande- ciente. Los chicos estaban encantados porque podían deslizarse por las primeras nieves, y los grandes por- que había llegado el día del torneo. A poco de salido el sol, una voz fue rebotando de tejado en tejado: —¡Ahí vienen los Hasso! Abandonando la leche y las tarjanas, hombres, mujeres y niños salieron a la calle. Hasso aparecía ya por el sendero del molino. Bien abrigado con su campera de piel de oveja, montado en su burro, fu- maba en pipa y parecía sumamente complacido. Sal- tanat le seguía, con una piel de lobo a modo de abri- go y calzada con botas de caña alta. Un chal de lana de un rojo vivo le envolvía la cabeza, y tenía las mu- ñecas y los brazos protegidos por bandas de fieltro. Llevaba a Karakurt sujeto con una correa, y el perro avanzaba ansioso, tirando de ella; una lengua in- quieta asomaba entre sus dientes afilados. La pequeña comitiva se detuvo en la plaza del pueblo, y Hasso pasó revista con la mirada a la gen- te que los observaba desde portales, ventanas y teja- dos. Hizo bocina con una mano y gritó: —¡Atención, muchachos! Voy a llevar a mi hija al llano. ¡Quien esté muy seguro de su valentía, que venga por ella! Y, sin esperar respuesta, Hasso, Saltanat y el pe- rro abandonaron la plaza y se dirigieron hacia la lla- nura de Karga, aplastando con sus pasos la nieve del camino.
  • 13.  La venta de Saltanat 13 Todos comprendieron por fin lo que durante tan- to tiempo los había tenido intrigados: quien quisiera a Saltanat tendría que separarla de su perro. La fiebre de la competencia se extendió por la llanura de Karga. Confiados en sus propios canes, los jóvenes pusieron manos a la obra: se envolvieron los brazos con trapos, les colocaron carlancas a los perros, y se encaminaron orgullosos al escenario de la justa, seguido cada uno de ellos por un tropel de amigos y parientes. Hacia el mediodía, las altas botas verdes, rojas, amarillas, y los pantalones bombachos aflojaron el paso, y los espectadores se acomodaron para obser- var el torneo. Mientras sujetaba a Karakurt en un claro sin nieve, Saltanat esperaba al valiente joven que ob- tendría su mano. Karakurt alzó la cabeza y ende- rezó las orejas. Impaciente, arañó el suelo con las patas. Los jóvenes que iban a competir se sentaron en cuclillas bajo los árboles que salpicaban la llanu- ra. Sus perros habían sido reunidos en un lugar aparte, y no ladraban ni reñían entre sí. Uno a uno, los muchachos se fueron acercando a Saltanat. Antes de que llegara el momento de lan- zar a su perro al ataque, muchos comprendieron que se trataba de una batalla perdida. Y no tanto por los furiosos arranques de Karakurt sino por el miedo que infundía a los perros la piel de lobo de Saltanat, cuyo olor les hacía esconder el rabo y retroceder con
  • 14.  La venta de Saltanat 14 las orejas gachas. Así, y pese a los insultantes gritos de los espectadores, los jóvenes se fueron retirando del terreno del combate. Ni siquiera el hijo de Alí Agha, el señor de la hacienda, ni Kuyruksuz, su fa- moso perro pastor que tantas veces había luchado contra los lobos, consiguieron separar a Saltanat de Karakurt. Sangrando en el cuello y las patas, Kuy- ruksuz también abandonó la lucha, y Hasso se le rió en la cara con ganas al hijo de Alí Agha. Todos los jóvenes derrotados se sintieron humi- llados al oír sus palabras: —¡Bribones, qué vergüenza! Van a dejar a esta muchacha sin marido. ¡Ya no quedan valientes en la llanura de Karga! La gente escuchó en silencio al molinero, y los parientes de los vencidos apretaron los dientes y se deshicieron en maldiciones contra ellos y su derrota. Abatidos, se aprestaban a emprender el regreso al pueblo cuando, de repente, un aullido y un relin- cho resonaron desde un monte que se encontraba so- bre el lado derecho de la llanura. Los murmullos y los movimientos de la gente cesaron como por en- canto, y todos miraron hacia la arboleda. Mem de Van, criado de Alí Agha, apareció al momento, arrastrando una loba que traía asegurada con una cadena. Mem había tomado su decisión apenas supo qué clase de prueba les proponía Hasso. Sin perder un momento, saltó entonces a su caballo y cabalgó
  • 15.  La venta de Saltanat 15 hacia el bosque donde resonaban los aullidos de los lobos. Amedrentó con su fusil a los integrantes de una manada, apartó del grupo a una loba y la acosó hasta que la fiera cayó al suelo exhausta. Mem se le acercó, le rodeó el cuello con una cadena, esquivan- do sus tarascones, y la condujo hacia la llanura. El molinero, que ya no reía ni gritaba, clavó los ojos en Mem. El airoso salto con que Mem descendió de su cabalgadura y la firmeza con que sujetaba a la loba, usando la cadena como un látigo, le hizo pali- decer: ese joven no se parecía a los demás. Saltanat, por su lado, se paralizó al ver cómo Mem arrastraba la loba hacia el terreno de combate. Y Karakurt enderezó las orejas como si estuviera viendo algo poco común; sus ojos mostraban más cu- riosidad que fiereza. La loba vio a Karakurt, su brillante pelo negro, sus pupilas encendidas, y empezó a aullar y a ense- ñar los dientes, mientras sus ojos relumbraban con chispas blancas. Esto alentó entre la gente la expectativa de que la loba huyese, no tanto porque fueran partidarios de Karakurt, sino porque no querían que la mucha- cha y la fama de valiente fueran para un criado co- mo Mem. Comenzaron entonces a alentar al perro y, como si los entendiera, Karakurt arañó nuevamente la tierra con las patas y ladró enérgicamente. Sin embargo, al ladrar no mostraba los dientes. Se iba aproximando muy despacio a la loba, como un ma-
  • 16.  La venta de Saltanat 16 cho que ventea a la hembra, cuidando de no asustar- la. Sin embargo, no consiguió evitar que se alarma- ra. Como si supiera que no tenía a nadie a su favor, que estaba sola, y que la detestaban, la loba arqueó el lomo. Pero no se movió. Mientras eso ocurría, Saltanat y Mem se mira- ban a los ojos. Las oscuras pupilas del muchacho habían tocado el corazón de Saltanat, lo habían hecho estremecerse de miedo y, junto al miedo, de una sensación desconocida para ella. Quería huir de aquel joven y, al mismo tiempo, deseaba reclinar la cabeza sobre su pecho y llorar. Una confiada sonrisa iluminaba ahora la cara de Mem. Ya muy cerca de la loba, Karakurt empezó a hus- mearla moviendo suavemente la cola. La loba enten- dió que el perro no traía intenciones agresivas y dejó de enseñarle los dientes, permitiéndole que olis- queara su cuerpo mientras gruñía sordamente. Los dos animales continuaron olfateándose uno a otro, pese a los gritos de la concurrencia: —¡Vamos, Kara, vamos! ¡Muérdela! Con la cola entre las patas, la loba proclamó fi- nalmente su rendición. El público advirtió el nervio- so jadeo de ambos animales, y a nadie se le ocurrió entones gritarle a Saltanat que azuzara a su perro. Mem y la muchacha también continuaban estu- diándose uno al otro, y los ojos de él parecían haber- se dulcificado. Saltanat se sintió algo más tranquila, y enseguida una extraña dicha sustituyó a sus te-
  • 17.  La venta de Saltanat 17 mores. Casi sin darse cuenta, los dos jóvenes solta- ron las ataduras con que sujetaban sus respectivos animales. Apenas se sintió libre, la loba echó a correr, se- guida muy de cerca por Karakurt; los dos emitían extraños ruidos mientras corrían hacia el monte. La loba trotaba con la cabeza vuelta hacia atrás, como para ver si el perro continuaba siguiéndola; Kara- kurt, por su parte, rastreaba a la hembra, saltando de un lado a otro. Mem y Saltanat se demoraron un instante con- templando a ambos animales, e intercambiaron una sonrisa. Mem, después, tomó la mano de la mucha- cha, quien se dejó conducir de buen grado hacia su brioso caballo.
  • 19.  Sumbul 19 Bajo su gorro judío de terciopelo negro, una tier- na sonrisa le iluminaba la cara arrugada y le aclara- ba la mirada. Sentada frente a su puerta, secando semillas de sandía sobre un pequeño brasero de es- taño, parecía una pintura flamenca. Por la mañana, cuando la saludaban las costureras, los vendedores con sus burros, los hombres que iban al trabajo, la sonrisa se le ensanchaba. —Shukur, shukur 1 —les respondía. Cuando terminaba la jornada escolar, chicos y chicas se dispersaban por las calles como golondri- nas. Algunos corrían a su casa para comprar cua- renta centavos de orejones, semillas de sandía tosta- das o chupetines. Los que no tenían monedas obte- nían su parte a cambio de un cuaderno usado. Con- tinuamente, los chicos gorjeaban su nombre con alegría: —¡Sumbul, Sumbul! 1 Invocación a Dios, generalmente de agradecimiento, pero que Sumbul emplea en toda ocasión.
  • 20.  Sumbul 20 —Me lo pagarán cuando tengan dinero —decía, encantando a los chicos pobres que miraban ansio- sos a sus amigos pudientes. Después de haber servido al último de sus clien- tes, que llegaban a una hora precisa del día, se que- daba mirando con las manos en jarro hacia las ca- lles por las que escapaban los chiquillos, movía la cabeza, y murmuraba con un suspiro: —¡Shukur, shukur! Entonces cargaba la bandeja de semillas tosta- das y el pequeño brasero, y se metía en el sótano húmedo y oscuro donde vivía. Se sentaba en su ca- mastro de madera y contaba el dinero que había ga- nado ese día. Apartaba una porción para sus gastos diarios. Quince kurus iban a parar a la lata donde ahorraba para el alquiler mensual de tres liras. Al- gunos kurus serían para la asignación que entrega- ba a su nieta el sábado. El resto lo envolvía en proli- jos paquetes. Separaba una buena parte de ellos pa- ra enviárselos a su hijo que estaba en París. Cuando terminaba esta faena, contenta, se recos- taba y miraba los dos retratos que colgaban en la pared junto a su cama. Uno de ellos era su marido, una fotografía juvenil de Avram, con quien había compartido en ese cuarto los momentos más felices y más amargos de la vida, y a quien había atado la barbilla en la muerte. Bajo el cuadro colgaba la Torá, envuelta en su funda de cuero sagrado. El li- bro ya no se usaba para las oraciones. Mientras mi- raba el cuadro, sonreía y murmuraba:
  • 21.  Sumbul 21 —Shukur, shukur, Avramiko, no falta mucho. El otro retrato era el de su hijo que se había ca- sado y establecido en Francia. Le había sido tomado con sus ropas militares, pero el joven parecía in- cómodo dentro del uniforme. —La guerra sigue, shukur, shukur. ¿Te convoca- ron también a tí, Shimoniko? Ya no me escribes. Y la oficina de correos ya no me acepta el dinero. El temor y la desesperanza cubrían de sombras su expresión tierna mientras le hablaba a su hijo. Incapaz de seguir en la cama, se levantaba entonces y comenzaba a preparar la cena simplemente por hacer algo. La vieja caja de zapatero de su marido era ahora su mesa. Nunca vendió su yunque ni su martillo. ¿Por qué no había querido su hijo esas herramientas que nunca los habían dejado en la miseria? Se había ido a Francia para hacerse rico, y Francia estaba ahora en ruinas. Y además, el yunque y el martillo se habían oxidado. —Shukur, shukur, ¡la guerra es terrible! También habían alistado al marido de su hija. Ahora ella vendía semillas tostadas en el otro extre- mo de la calle. Celosa de las ventas de su madre, había reñido con ella y desde entonces dejaron de hablarse. Nunca venía a su casa. Cuando Sumbul iba a visitarla, la echaba. Con todo, Sumbul espera- ba cada día que su hija le hiciese llegar un palabra
  • 22.  Sumbul 22 para hacer las paces. Pero cada día, su hija la de- fraudaba. Sumbul se sentaba a la entrada de su habitación subterránea hasta que dejaba de oírse la voz de la hija regañando a su crío al otro extremo de la calle. Mientras los paseantes la saludaban con un bonsoir, ella ocultaba sus lágrimas secándolas con la palma de la mano. Cuando la noche extendía sus alas sobre el ve- cindario, echaba el cerrojo a la puerta y se metía en la cama. Desde cada rincón del cuarto volvían a ella los viejos días. ¡Qué buenos habían sido esos días! Los niños eran pequeños, no había guerras, no ha- bía muerte y la vida era muy dulce. Ese clavo... su marido lo había martillado en la pared para colgar el farol la noche en que nació Shimon. El dibujo so- bre esa otra pared era de cuando su hija iba a la es- cuela. Esa mancha de grasa... fue esa vez cuando su marido, completamente borracho, arrojó el plato contra la pared. A diferencia de su familia, que parecían aves mi- gratorias, Sumbul estaba adherida a ese cuarto co- mo un mejillón a la roca, y había pasado a formar parte de él. Siempre decía que iba a morir allí. Su mayor deseo era morir mirando a los ojos de su ma- rido y de su hijo, rodeada por los recuerdos acumu- lados a lo largo de los años. Pero no iba a ser ese su destino. Al tercer año de guerra, la arrancaron del lugar.
  • 23.  Sumbul 23 Ocurrió un par de semanas después de que dos hombres visitaran la casa. Uno era gordo y de cejas espesas, voz estentórea, y manos tomadas a la es- palda. El otro, un tipo esmirriado que hacía discur- sos sobre la solidez de la casa y la calidad del vecin- dario, y sostenía que “por esa plata no se compra ni un gallinero”, mientras se restregaba las manos y se reía a cada rato sin razón alguna, un verdadero adulón. Al principio Sumbul no entendió de qué habla- ban. Estaba acostumbrada a los continuos cambios de inquilinos en los pisos superiores y a sus ruidosas trifulcas. Pero ninguno de los inquilinos había dicho cosas como las que dijeron esos dos. Esta vez se usa- ron palabras como comprar y vender. Y para peor, Yousef, el propietario a quien conocía desde hacía años, se comportaba de la misma manera que el hombre esmirriado. También él trataba de compla- cer al de las cejas espesas. Y a cada rato hablaba de la guerra, la propiedad, los impuestos, como si qui- siera despertar la compasión del hombre. Esas conversaciones la perturbaron durante toda la noche. Por primera vez se sentía solitaria y extra- ña en ese cuarto. Sufría como si todos sus recuerdos, los retratos, el dibujo en la pared, le fueran arreba- tados. Se acurrucó asustada en la cama. —Shukur, shukur, Avramiko, ¿por qué me dejas- te sola en este mundo malvado? —murmuró. * * *
  • 24.  Sumbul 24 No habían pasado diez días cuando los inquilinos de arriba se mudaron. La casa fue fregada, limpiada y pintada. Varios días después reapareció el hombre gordo. Llegaron camiones y muebles, vinieron muje- res y niños. Sumbul se había retirado de su umbral. Quería ocultarse por razones que no comprendía del todo. Una de las mujeres descubrió su celda subterrá- nea. —¿Qué demonios es esto? ¡Mira, no quiero nada de esto debajo de mi casa! ¡Me va a complicar la vi- da...! ¡Dios mío, algo huele muy mal...! ¿Qué es lo que está tostando así? Tapándose la nariz, se inclinó para echar un vis- tazo: —Este será un buen lugar donde almacenar carbón para el invierno. ¡Sácame cuanto antes a es- ta judía de aquí! El gordo refunfuñó levemente, evidenciando una debilidad habitual frente a semejante determina- ción. * * * Sumbul imploró sucesivamente al hombre gordo, a la mujer irritable, a los chicos: —Aquí nací, aquí crecí..., shukur, shukur aquí me casé, crié a mis hijos, los casé y los eché a volar. Por favor, apiádense de mí. No me echen... Les pa- garé todo el alquiler que quieran. Mi esposo murió
  • 25.  Sumbul 25 aquí, déjenme morir aquí también a mí. Tengo bas- tante más de setenta, shukur, shukur no tendrán que esperar mucho tiempo. Déjenme quedarme, ¿acaso puede un pez vivir fuera del agua? Las lágrimas corrían por las arrugas de su ros- tro, que nada perdía de su luminosidad aun en esa profunda tristeza. No la escucharon, le dijeron que se buscara un lugar y se mudara en pocos días. Po- día irse a vivir con su hija, le dijeron, no tenía senti- do que estuviera molestando a los demás. Si insistía en quedarse, iban a arrojar sus pertenencias a la ca- lle con ayuda de la policía. * * * Cuando se mudó a otro sótano, lloró como nunca había llorado en su vida, ni siquiera cuando murió su marido. Todos los que se habían ido habían deja- do algo detrás. En cambio ella abandonaba todos sus recuerdos, su infancia, su noviazgo, los días amargos y dulces que le había tocado vivir. Acarició por última vez las paredes, el piso de madera; conocía ese cuarto hasta los más pequeños agujeritos de los nudos de la madera. Sus vecinos tuvieron que retirarla del lugar con la misma difi- cultad con la que se desarraiga un viejo árbol. Sumbul se arrojó sobre el colchón en su nueva celda y allí se quedó. Lloró un llanto interminable. Al caer la noche, la gente que había estado calmán- dola y reconfortándola la dejó en esa habitación
  • 26.  Sumbul 26 húmeda, oscura, tenuemente iluminada por una lámpara de aceite. Sumbul se despertó en medio de la noche. La ca- beza le ardía de fiebre. Tenía cerca de la nariz un suelo húmedo y oscuro. Gusanos y cucarachas le ca- minaban por encima. De pronto, la pena se esfumó de su rostro, reemplazada por una sonrisa más dul- ce que nunca. Las arrugas se le suavizaron. —Shukur, shukur, Avramiko, ¡así que otra vez estamos juntos! —dijo. Bajo la tenue luz de la lámpara de aceite, Avram le sonreía entusiasmado como lo había hecho en su noche de bodas, y movía la cabeza como si la llamara. * * * A la mañana siguiente, la colocaron en un largo coche fúnebre negro. Pasó frente a la casa que hasta ayer había sido su hogar, frente a los chicos que gol- peaban a la puerta, gorjeando su nombre: —Sumbul, Sumbul.
  • 27. La venta de Saltanat / Sumbul por Kemal Bilbaşar Títulos originales Saltanatın Satılışı / Sümbül Traducción, revisión y edición electrónica © In Octavo, 2015