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SHERWOOD ANDERSON
LOS CUENTOS DE WINESBURG, OHIO
Lenguaje y forma
[...] Mi propio vocabulario era reducido. No sabía latín, ni griego ni francés. Cuando quería llegar a algo como
matices delicados de significado en mi escritura tenía que hacerlo con mi muy limitado vocabulario propio.
Ni siquiera mis lecturas habían mejorado mi vocabulario. Ah, cuántas palabras conocía en los libros
que no podría pronunciar.
¿Pero debería utilizar en mi escritura palabras que no eran parte de lo que yo decía todos los días,
de mi propio pensamiento cotidiano?
Yo creía que no.
"No”, me había estado diciendo a mí mismo durante mucho tiempo, "tú te tendrás que quedar donde
te has puesto”. Había el lenguaje de las calles, de los pueblos y las ciudades norteamericanas, el lenguaje
de las fábricas y los almacenes donde yo había trabajado, de las casas de los obreros, los bares, las
granjas.
“Es mi propio lenguaje, así de limitado. Tendré que aprender a trabajar con él. Había una especie de
poesía que estaba buscando en mi prosa, cada palabra junto a la otra en una cierta forma, una especie de
color de las la otra en una cierta forma, una especie de color de las palabras, una marcha de palabras y
oraciones, el color surgiendo de palabras simples, una simple construcción de oraciones." Exactamente
cuánto de todo lo que he escrito aquí lo había pensado, no lo sé. Lo que sí sé es que estaba consciente de
las limitaciones que tenía que enfrentar; mi sensación de que la escritura, el acto de contar historias se había
alejado de la manera como los hombres de aquel tiempo estábamos viviendo nuestras vidas. (Memorias.)
Los cuentos tenían que estar juntos. Yo sentía que, tomados en conjunto, formaban algo así como
una novela, una historia completa. Yo consideraba entonces, como lo considero ahora, que mis primeras
historias, las de mis novelas Windy McPherson, y al menos durante la escritura, las de Marching Men,
habían sido el resultado no tanto de mi propio sentimiento acerca de la vida sino de haber leído las novelas
de otros. Había sido demasiado de H.G. Wells, esa clase de cosas. Estaba siendo demasiado heroico. Me
bajé de mi percha. A veces hasta he pensado que la novela como forma literaria no es adecuada para un
escritor norteamericano, que es una forma que ha sido traída de otra parte. Lo que se quiere es una nueva
soltura; y en Winesburg yo la había hecho mi propia forma. Ahí había historias individuales, pero todas eran
sobre vidas que estaban conectadas de alguna manera. Por medio de este método tuve éxito, pienso, para
dar la sensación de la vida de un muchacho que está creciendo en un pueblo. La vida es una cosa suelta,
flotante. En la vida no hay historias con un argumento central. (Memorias.) Nuestros escritores, nuestros
cuentistas, al envolver la vida en pequeños paquetes sólo estaban traicionando la vida. (Cartas.)
Mis cuentos obviamente fueron escritos por alguien que no conocía las respuestas. Había simples
pequeñas historias acerca de sucesos, cosas observadas y sentidas. No había vaqueros o atrevidos
cazadores de animales salvajes. Ninguna de las personas en los cuentos se perdió en desiertos ardientes o
salió a buscar el Polo Norte. (Cartas.)
Winesburg y su gente
[...] Winesburg, por supuesto, no era un pueblo en particular. Era un pueblo mítico. Era gente. Había
obtenido los personajes del libro por todas partes alrededor de mí, en pueblos en los que había vivido, en el
ejército, en fábricas y oficinas. Cuando le di al libro su título no tenía idea de que realmente había en Ohio un
pueblo con ese nombre. Hasta consulté una lista de pueblos, pero debió haber sido una lista de los pueblos
que estaban sobre las vías del tren. (Memorias.)
En mis cuentos simplemente me quedaba en casa, entre mi propia gente... Pienso que, muy
temprano me debí haber convencido de que éste era mi ambiente, es decir, las vidas comunes de todos los
días. Las creencias ordinarias de la gente acerca de mí, acerca de que el amor es eterno, acerca de que el
éxito significa felicidad, simplemente no me parecían verdaderas. (Cartas.)
Había todo este raquítico aspecto de la vida de tan pequeño pueblo norteamericano. Tal vez incluso
era suficientemente vanidoso para pensar que estos cuentos, al final, tendrían el efecto de romper un poco
las curiosas separaciones que hay en muchas partes de nuestras vidas, los muros que construimos
alrededor de nosotros. (Memorias.)
Si Winesburg, Ohio trató de contar la historia de las figuras vencidas de la vida individualista de un
pequeño y viejo pueblo norteamericano, entonces mis libros posteriores no han sido sino un intento de llevar
a esta misma gente hacia adelante, hacia la nueva vida norteamericana, hacia el interior del torbellino y el
rugir de las maquinarias modernas. (Memorias.)
1
Recepción
[...] El libro fue rechazado por varios editores. Uno de ellos, a quien yo llamé, me envió una copia de
una novela escrita por un autor angloamericano a quien él estaba promoviendo en esos días. "Lea esto y
aprenda cómo escribir", dijo.
Después de eso un domingo, un día frío y con viento, esperé en la esquina de la calle Cincuenta y
Nueve y el Parque en Nueva York. Había recibido una carta de Ben Huebsch, que ahora es gerente editorial
de Viking Press, pero que entonces hacia negocios por su cuenta. Escribió que lo viera en mi siguiente visita
a Nueva York, y pocas semanas después, al estar en, Nueva York, lo llamé por teléfono. Me dijo dónde
encontrarlo, en la esquina que yo creí entender era la esquina de Central Park, íbamos a dirigirnos hacia
cierto restaurante.
"Lo voy a encontrar en esa esquina a las cuatro", había dicho por teléfono, y pienso que debí haber
llegado, a donde creí que era el lugar de la cita, desde las tres.
Estuve esperando y él no llegó. Las horas pasaron. Dieron las cuatro, después las cinco, después
las seis. Estoy seguro de que será difícil para mí hacer entender al lector cómo me sentí.
Hay que tener en mente que para ese entonces mis cuentos habían estado dando muchas vueltas
durante tres o cuatro años. Yo había sido tierno hacia las personas que aparecen en mis cuentos, había
deseado ternura y comprensión para ellas; y ya me había ocurrido con los hombres con los que yo contaba,
que cuando les había mostrado los cuentos los habían rechazado.
Ahí estaba yo, en la ciudad, en esa tarde de domingo, esperando en la esquina de una calle, y el día
estaba frío, y mi corazón estaba frío. Tenía la sensación de que el Sr. Huebsch, como muchos otros
editores, no deseaba mis cuentos.
¡Qué miserable truco me había jugado! "¿Por qué", me pregunté entonces, "él tenía que haberme
dado esperanzas?".
[...] Al menos otros editores, a los que había enviado el libro, habían sido francamente fríos. No
habían despertado mis esperanzas. Regresé a mi hotel y me tiré sobre la cama. Ahora todo parece muy
tonto, pero en el cuarto de aquel hotel, con las lágrimas saliendo de mis ojos...
Ocasionalmente dejaba de llorar para maldecir, enviando a todos los editores al carajo, reservando
un lugar especial en el infierno para el pobre Ben Huebsch... esa tarde yo estaba más desesperado que
nunca antes en mi vida.
Y entonces, al fin... debieron ser como las nueve... mi teléfono sonó y era el Sr. Huebsch, y yo traté
de controlarme mientras me decía que, mientras yo había estado en una esquina esperándolo él había
estado en la otra esperándome. Había habido un simple malentendido, y en lo que respecta al libro, él dijo
que no tenía ninguna objeción.
--Sí --dijo por teléfono--, yo quiero el libro. Sólo quería encontrarme con usted para platicar acerca de
los detalles --dijo.
--¿Y usted no quiere cortar o cambiar mis cuentos, o decirme cómo piensa que deberían estar
escritos? --Estoy seguro de que mi voz debió temblar al hacer esta pregunta--. ¿Usted no quiere decirme
que éstos no son cuentos?
--No, por supuesto que no --dijo. (Memorias.)
Bueno, pues se publicaron. E inmediatamente hubo una extraña reacción, una extraña recepción.
Para hacer justicia debo hablar acerca del hecho de que la crítica se había desparramado por sobre todos
mis contemporáneos de Chicago desde un principio. Teníamos la noción de que el sexo tenía que ver con
las vidas de las personas, y había sido escasamente mencionado en la escritura norteamericana hasta antes
de ese momento. Nadie parecía haber empleado una palabra profana. Y al traer al sexo de regreso a donde
nos parecía su lugar normal en la imagen de la vida, se nos llamaba obsesionados por el sexo.
Sin embargo, la recepción de Winesburg me sorprendió y me confundió. El libro fue ampliamente
condenado, la mayoría de los críticos lo llamaron desagradable y sucio. Tardó más de dos años para vender
sus primeros cinco mil ejemplares. El libro había sido tan personal para mí que, cuando las reseñas
empezaron a aparecer y encontré que, en su mayor parte, estaba siendo tomado como el resultado de una
mente pervertida... en reseña tras reseña el libro era llamado "una cloaca" y el hombre, que lo había escrito
era considerado como un hombre extrañamente obsesionado por el sexo... me llegó una especie de
enfermedad, una enfermedad que duró meses.
Es muy extraño pensar, ahora que me siento a escribir, que este libro, que ahora es usado en
muchas universidades como un libro de texto para estudiar el cuento corto, fue tan mal interpretado cuando
se publicó hace veinte años. Yo me había sentido peculiarmente limpio y sano mientras estaba trabajando
en él.
"¿Cuál puede ser el problema conmigo?”, empecé a preguntarme. Es cierto que hoy en día
constantemente me encuentro con hombres que me cuentan el efecto que tuvo sobre ellos el libro cuando
2
llegó por primera vez a sus manos, y en algunas ocasiones algún hombre declara que cuando el libro se
publicó lo alabó, pero si tal alabanza existió durante ese período, escapó a mi conocimiento.
El hecho de que el libro no se vendiera no me preocupó para nada. El abuso sí. Había el abuso del
público, la condena, el uso de palabras desagradables, y también, al mismo tiempo, una curiosa especie de
abuso privado.
Mi correspondencia se llenó de cartas, muchas de ellas muy extrañas. Siguió y siguió durante
semanas y meses. En muchas de las cartas se empleaban palabras sucias. Era como si, por esos simples
cuentos yo hubiera, por decirlo así, abierto las puertas a muchas vidas oscuras y con frecuencia extrañas.
Eso no les gustó. Me escribían las cartas y, con frecuencia, en las cartas arrojaban algo así como veneno.
Y durante un tiempo eso me envenenó.
Por ejemplo... Una carta de una mujer, la esposa un conocido, Su esposo era un banquero. Alguna
vez había sentado en su mesa y me escribió para decir que, habiéndose sentado cerca de mí en la mesa, y
habiéndose leído mi libro, sentía que nunca, mientras viera, podría ser limpia de nuevo.
Por ejemplo... había un amigo que estaba pasando unas semanas en un pueblo de Nueva Inglaterra.
Salía del pueblo una mañana en el tren local y, al caminar hacia la estación, pasó por un pequeño parque.
En el parque, temprano por la mañana, había un pequeño grupo de gente, dos hombres, dijo, y tres
mujeres y estaban inclinados sobre una pequeña fogata. Él dijo que su curiosidad se despertó y se
aproximó.
"Había tres ejemplares de tu libro", dijo. El pequeño grupo de habitantes de Nueva Inglaterra,
hombres y mujeres... pensó que debían tener más de cincuenta años... habló de las delgadas caras
parecidas a Calvin Coolidge... "eran el comité de la biblioteca del pueblo”.
Habían traído tres ejemplares de mi libro y los estaban quemando. Mi amigo que vio todo esto pensó
que debía presentar una queja. Dijo que habló al grupo reunido en la plazuela frente al edificio de la
biblioteca del pueblo... y que una mujer del grupo respondió a su pregunta.
Él dijo que ella hizo una mueca amarga.
“¡Uf!", dijo ella. "Las cosas sucias, las cosas sucias."
Por ejemplo... Una bien conocida escritora de Nueva Orleáns. Ella habló a un amigo mío que le
preguntó si había visto el libro.
"Tengo pinzas gruesas”, dijo. "Leí uno de los cuentos y, después de eso, no lo volvería a tocar con
mis manos. Con las pinzas lo llevé al sótano. Lo puse en el horno. Sabía que debía sentirme sucia mientras
estuviera en mi casa." (Memorias.)
Y los habitantes del verdadero Winesburg protestaron. Declararon al libro inmoral y que los
habitantes del verdadero Winesburg eran un pueblo altamente moral... Ciertamente las personas de mi libro,
que habían vivido sus pequeños fragmentos de vidas en mi imaginación, no eran especialmente inmorales.
Eran simplemente gente y... si la gente del Winesburg real era tan decente como los de mi pueblo
imaginario, entonces el Winesburg real debió ser un pueblo muy decente para vivir en él.
Y aquí hay algo muy curioso. El libro se ha convertido en una especie de clásico norteamericano, y
muchos críticos han dicho que ha iniciado una especie de revolución en la escritura de los cuentos
norteamericanos. Y las historias mismas que en 1919 fueron casi universalmente condenadas como
inmorales, hoy podrían ser casi publicadas en Ladies’ Home Journal, así de inocentes parecen. Toda esa
nueva franqueza acerca de la vida mientras un bebé recién nacido está creciendo hasta alcanzar la edad
para votar. (Memorias.)
Lauro Zavala (editor): “Sherwood Anderson”, Teorías del cuento II. La escritura del cuento. Universidad
Nacional Autónoma de México, Coordinación de Difusión Cultural, México, 1995, pp. 143-151.
3
LA FORMA DEL CUENTO
Me cuesta mucho trabajo contar un cuento después de haberlo imaginado. Tras captar el tono de una historia (durante
una conversación o de cualquier otra forma) me ocurre lo que a una mujer recién embarazada: algo crece en mi interior.
En las noches, metido en mi cama, siento las patadas del cuento contra mi cuerpo. Muchas veces llego a oír claramente
cada una de sus palabras, pero apenas me levanto a escribirlas, desaparecen.
Estoy obligado a explorar terrenos desconocidos para mí. Otros han sentido lo que yo siento, han visto lo
mismo, pero ¿cómo han vencido las dificultades? Cuando contaba sus cuentos, mi padre recorría el cuarto de arriba
abajo, frente a su público. Disparaba frasecitas provocativas y vigilaba a los oyentes. Podía haber un viejo granjero de
aspecto estólido sentado en un rincón. Papá no le quitaba los ojos de encima. “No se me escapa”, pensaba, mirando al
tipo a los ojos. Si la frase que había soltado no causaba efecto, lanzaba otra y otra. Tenía una gran ventaja: podía
actuar, expresar todo lo que no cabía en las palabras: fruncía el ceño, agitaba los puños, sonreía, lanzaba miradas de
dolor o perplejidad. Yo he tenido que renunciar a todas esas ventajas al decidir escribir mis cuentos en vez de contarlos.
Y cuántas veces he maldecido mi suerte.
¡Qué significativas han llegado a ser las palabras para mí! Más o menos en esa época, una paisana que vivía
en París, Gertrude Stein, había publicado un libro que llegó a mis manos: Tender Buttons. Me fascinó. Era
completamente experimental, un intento de liberar las palabras de sus significados, al menos en el sentido más trivial de
la palabra. Este experimento seguramente había tentado a muchos poetas, pensé. ¿Me servirá de algo a mí? Decidí
intentarlo.
Uno o dos años antes, otro compatriota, el pintor Félix Russman, me había llevado a visitar su estudio y me
había mostrado sus pigmentos. Los puso en una mesa frente a mí y luego salió durante un rato, porque su esposa lo
había llamado. Fue un momento emocionante. Di vueltas a las pequeñas muestras de color, puse una junto a la otra.
Las miré de lejos y de cerca. Quizá por primera vez en mi vida, intuí cómo es el mundo interno de los pintores. Varias
veces me había preguntado por qué algunos cuadros de los antiguos maestros, colgados en el Instituto de Arte de
Chicago, tenían tan extraños efectos sobre mí. Ahora, por primera vez, lo entendí. El verdadero pintor se revela a sí
mismo en cada pincelada. Tiziano hace sentir intensamente el esplendor de su ser, Fra Angélico y Sandro Botticelli
irradian una honda ternura que puede llenar los ojos de lágrimas; la morbosidad de Bouguereau aflora a pesar de su
admirable técnica, mientras Leonardo hace sentir todo el poder de su mente, de la misma forma que Balzac transmite a
sus lectores la universalidad de la suya y su capacidad de asombro.
Así pues, las palabras usadas por el cuentista son como los colores del pintor. La forma es otra cosa. Surge de
la materia del cuento y de las reacciones del narrador hacia ella. El cuento que busca su forma es lo que patalea dentro
del cuentista mientras trata de dormir.
Pero las palabras son algo más. Son la superficie, el disfraz del cuento. Por fin empezaba a ver claro. Sonreí un
poco al comprender qué pocas palabras nativas habían sido usadas hasta entonces por nuestros cuentistas. Si les
interesaba el color local recurrían al slang. Sin duda nosotros, meros escribas autóctonos, habíamos pagado cara la
sangre inglesa que aún corría por nuestras venas. Los ingleses habían metido sus libros en nuestras escuelas y sus
ideas sobre la corrección seguían grabadas en nuestras mentes. Las palabras, tal como normalmente aparecían en
nuestros escritos, eran un ejército que marchaba en cierta formación, y los generales que estaban al mando seguían
siendo ingleses. Las había visto desfilar, siempre con aire de palabras escritas, y había acabado por pensar en ellas de
la misma forma: escritas.
Pero si se trataba de contar un cuento a unos publicistas sentados en un bar de Chicago o a un grupo de
obreros junto a la puerta de su fábrica en Indiana, instintivamente licenciaba al ejército. Había lugar para lo que nuestros
escritores más correctos han llamado siempre “palabras impublicables”. Aquí y allá podía causar sensación con un poco
de irreverencia. Sin pensarlo, usaba el vocabulario de quienes me rodeaban, estaba obligado a hacerlo si quería lograr
algún efecto. Porque el cuento que estaba contando era solamente la historia de un tipo llamado Smoky Pete y de cómo
había metido la pata en su propia trampa. 0 tal vez era la historia de Mama Geigans. Diablos. ¿Qué tenían que ver las
palabras de un cuento así con las de Thackeray o Fielding? Los cuates a quienes se los estaba contando conocían a
veinte Smoky Petes y Mama Geigans. Si hubiera incurrido en los clásicos moldes ingleses habría escuchado un rugido:
¡Basta! ¡No nos presumas tus palabras domingueras!
Y claro que no siempre quería hacer reír a mis oyentes. A veces quería conmoverlos o que se identificaran con
lo que estaban oyendo. 0 tal vez quería proyectar una nueva luz sobre alguna historia que ya conocían.
¿Lo lograrían las palabras comunes y corrientes que usamos en las tiendas y en las oficinas? Sin duda los
paisanos con quienes conversaba habían sentido todo lo que sintieron los griegos y los ingleses. Les llegaba la muerte,
y las jugarretas del destino asaltaban sus vidas. Estaba seguro de que ninguno de ellos vivía, sentía ni hablaba como
pretende la mayoría de nuestras novelas. Y era indudable que no había ningún cuento parecido a los que publicaban las
revistas (hijos bastardos de Maupassant, Poe y O'Henry) en las vidas que yo conocía.
Lauro Zavala (comp): “Sherwood Anderson”, Teorías del cuento I. Teorías de los cuentistas. Universidad
Nacional Autónoma de México, Coordinación de Difusión Cultural, México, 1995, pp. 125-128.
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Los cuentos de w. la forma del cuento

  • 1. SHERWOOD ANDERSON LOS CUENTOS DE WINESBURG, OHIO Lenguaje y forma [...] Mi propio vocabulario era reducido. No sabía latín, ni griego ni francés. Cuando quería llegar a algo como matices delicados de significado en mi escritura tenía que hacerlo con mi muy limitado vocabulario propio. Ni siquiera mis lecturas habían mejorado mi vocabulario. Ah, cuántas palabras conocía en los libros que no podría pronunciar. ¿Pero debería utilizar en mi escritura palabras que no eran parte de lo que yo decía todos los días, de mi propio pensamiento cotidiano? Yo creía que no. "No”, me había estado diciendo a mí mismo durante mucho tiempo, "tú te tendrás que quedar donde te has puesto”. Había el lenguaje de las calles, de los pueblos y las ciudades norteamericanas, el lenguaje de las fábricas y los almacenes donde yo había trabajado, de las casas de los obreros, los bares, las granjas. “Es mi propio lenguaje, así de limitado. Tendré que aprender a trabajar con él. Había una especie de poesía que estaba buscando en mi prosa, cada palabra junto a la otra en una cierta forma, una especie de color de las la otra en una cierta forma, una especie de color de las palabras, una marcha de palabras y oraciones, el color surgiendo de palabras simples, una simple construcción de oraciones." Exactamente cuánto de todo lo que he escrito aquí lo había pensado, no lo sé. Lo que sí sé es que estaba consciente de las limitaciones que tenía que enfrentar; mi sensación de que la escritura, el acto de contar historias se había alejado de la manera como los hombres de aquel tiempo estábamos viviendo nuestras vidas. (Memorias.) Los cuentos tenían que estar juntos. Yo sentía que, tomados en conjunto, formaban algo así como una novela, una historia completa. Yo consideraba entonces, como lo considero ahora, que mis primeras historias, las de mis novelas Windy McPherson, y al menos durante la escritura, las de Marching Men, habían sido el resultado no tanto de mi propio sentimiento acerca de la vida sino de haber leído las novelas de otros. Había sido demasiado de H.G. Wells, esa clase de cosas. Estaba siendo demasiado heroico. Me bajé de mi percha. A veces hasta he pensado que la novela como forma literaria no es adecuada para un escritor norteamericano, que es una forma que ha sido traída de otra parte. Lo que se quiere es una nueva soltura; y en Winesburg yo la había hecho mi propia forma. Ahí había historias individuales, pero todas eran sobre vidas que estaban conectadas de alguna manera. Por medio de este método tuve éxito, pienso, para dar la sensación de la vida de un muchacho que está creciendo en un pueblo. La vida es una cosa suelta, flotante. En la vida no hay historias con un argumento central. (Memorias.) Nuestros escritores, nuestros cuentistas, al envolver la vida en pequeños paquetes sólo estaban traicionando la vida. (Cartas.) Mis cuentos obviamente fueron escritos por alguien que no conocía las respuestas. Había simples pequeñas historias acerca de sucesos, cosas observadas y sentidas. No había vaqueros o atrevidos cazadores de animales salvajes. Ninguna de las personas en los cuentos se perdió en desiertos ardientes o salió a buscar el Polo Norte. (Cartas.) Winesburg y su gente [...] Winesburg, por supuesto, no era un pueblo en particular. Era un pueblo mítico. Era gente. Había obtenido los personajes del libro por todas partes alrededor de mí, en pueblos en los que había vivido, en el ejército, en fábricas y oficinas. Cuando le di al libro su título no tenía idea de que realmente había en Ohio un pueblo con ese nombre. Hasta consulté una lista de pueblos, pero debió haber sido una lista de los pueblos que estaban sobre las vías del tren. (Memorias.) En mis cuentos simplemente me quedaba en casa, entre mi propia gente... Pienso que, muy temprano me debí haber convencido de que éste era mi ambiente, es decir, las vidas comunes de todos los días. Las creencias ordinarias de la gente acerca de mí, acerca de que el amor es eterno, acerca de que el éxito significa felicidad, simplemente no me parecían verdaderas. (Cartas.) Había todo este raquítico aspecto de la vida de tan pequeño pueblo norteamericano. Tal vez incluso era suficientemente vanidoso para pensar que estos cuentos, al final, tendrían el efecto de romper un poco las curiosas separaciones que hay en muchas partes de nuestras vidas, los muros que construimos alrededor de nosotros. (Memorias.) Si Winesburg, Ohio trató de contar la historia de las figuras vencidas de la vida individualista de un pequeño y viejo pueblo norteamericano, entonces mis libros posteriores no han sido sino un intento de llevar a esta misma gente hacia adelante, hacia la nueva vida norteamericana, hacia el interior del torbellino y el rugir de las maquinarias modernas. (Memorias.) 1
  • 2. Recepción [...] El libro fue rechazado por varios editores. Uno de ellos, a quien yo llamé, me envió una copia de una novela escrita por un autor angloamericano a quien él estaba promoviendo en esos días. "Lea esto y aprenda cómo escribir", dijo. Después de eso un domingo, un día frío y con viento, esperé en la esquina de la calle Cincuenta y Nueve y el Parque en Nueva York. Había recibido una carta de Ben Huebsch, que ahora es gerente editorial de Viking Press, pero que entonces hacia negocios por su cuenta. Escribió que lo viera en mi siguiente visita a Nueva York, y pocas semanas después, al estar en, Nueva York, lo llamé por teléfono. Me dijo dónde encontrarlo, en la esquina que yo creí entender era la esquina de Central Park, íbamos a dirigirnos hacia cierto restaurante. "Lo voy a encontrar en esa esquina a las cuatro", había dicho por teléfono, y pienso que debí haber llegado, a donde creí que era el lugar de la cita, desde las tres. Estuve esperando y él no llegó. Las horas pasaron. Dieron las cuatro, después las cinco, después las seis. Estoy seguro de que será difícil para mí hacer entender al lector cómo me sentí. Hay que tener en mente que para ese entonces mis cuentos habían estado dando muchas vueltas durante tres o cuatro años. Yo había sido tierno hacia las personas que aparecen en mis cuentos, había deseado ternura y comprensión para ellas; y ya me había ocurrido con los hombres con los que yo contaba, que cuando les había mostrado los cuentos los habían rechazado. Ahí estaba yo, en la ciudad, en esa tarde de domingo, esperando en la esquina de una calle, y el día estaba frío, y mi corazón estaba frío. Tenía la sensación de que el Sr. Huebsch, como muchos otros editores, no deseaba mis cuentos. ¡Qué miserable truco me había jugado! "¿Por qué", me pregunté entonces, "él tenía que haberme dado esperanzas?". [...] Al menos otros editores, a los que había enviado el libro, habían sido francamente fríos. No habían despertado mis esperanzas. Regresé a mi hotel y me tiré sobre la cama. Ahora todo parece muy tonto, pero en el cuarto de aquel hotel, con las lágrimas saliendo de mis ojos... Ocasionalmente dejaba de llorar para maldecir, enviando a todos los editores al carajo, reservando un lugar especial en el infierno para el pobre Ben Huebsch... esa tarde yo estaba más desesperado que nunca antes en mi vida. Y entonces, al fin... debieron ser como las nueve... mi teléfono sonó y era el Sr. Huebsch, y yo traté de controlarme mientras me decía que, mientras yo había estado en una esquina esperándolo él había estado en la otra esperándome. Había habido un simple malentendido, y en lo que respecta al libro, él dijo que no tenía ninguna objeción. --Sí --dijo por teléfono--, yo quiero el libro. Sólo quería encontrarme con usted para platicar acerca de los detalles --dijo. --¿Y usted no quiere cortar o cambiar mis cuentos, o decirme cómo piensa que deberían estar escritos? --Estoy seguro de que mi voz debió temblar al hacer esta pregunta--. ¿Usted no quiere decirme que éstos no son cuentos? --No, por supuesto que no --dijo. (Memorias.) Bueno, pues se publicaron. E inmediatamente hubo una extraña reacción, una extraña recepción. Para hacer justicia debo hablar acerca del hecho de que la crítica se había desparramado por sobre todos mis contemporáneos de Chicago desde un principio. Teníamos la noción de que el sexo tenía que ver con las vidas de las personas, y había sido escasamente mencionado en la escritura norteamericana hasta antes de ese momento. Nadie parecía haber empleado una palabra profana. Y al traer al sexo de regreso a donde nos parecía su lugar normal en la imagen de la vida, se nos llamaba obsesionados por el sexo. Sin embargo, la recepción de Winesburg me sorprendió y me confundió. El libro fue ampliamente condenado, la mayoría de los críticos lo llamaron desagradable y sucio. Tardó más de dos años para vender sus primeros cinco mil ejemplares. El libro había sido tan personal para mí que, cuando las reseñas empezaron a aparecer y encontré que, en su mayor parte, estaba siendo tomado como el resultado de una mente pervertida... en reseña tras reseña el libro era llamado "una cloaca" y el hombre, que lo había escrito era considerado como un hombre extrañamente obsesionado por el sexo... me llegó una especie de enfermedad, una enfermedad que duró meses. Es muy extraño pensar, ahora que me siento a escribir, que este libro, que ahora es usado en muchas universidades como un libro de texto para estudiar el cuento corto, fue tan mal interpretado cuando se publicó hace veinte años. Yo me había sentido peculiarmente limpio y sano mientras estaba trabajando en él. "¿Cuál puede ser el problema conmigo?”, empecé a preguntarme. Es cierto que hoy en día constantemente me encuentro con hombres que me cuentan el efecto que tuvo sobre ellos el libro cuando 2
  • 3. llegó por primera vez a sus manos, y en algunas ocasiones algún hombre declara que cuando el libro se publicó lo alabó, pero si tal alabanza existió durante ese período, escapó a mi conocimiento. El hecho de que el libro no se vendiera no me preocupó para nada. El abuso sí. Había el abuso del público, la condena, el uso de palabras desagradables, y también, al mismo tiempo, una curiosa especie de abuso privado. Mi correspondencia se llenó de cartas, muchas de ellas muy extrañas. Siguió y siguió durante semanas y meses. En muchas de las cartas se empleaban palabras sucias. Era como si, por esos simples cuentos yo hubiera, por decirlo así, abierto las puertas a muchas vidas oscuras y con frecuencia extrañas. Eso no les gustó. Me escribían las cartas y, con frecuencia, en las cartas arrojaban algo así como veneno. Y durante un tiempo eso me envenenó. Por ejemplo... Una carta de una mujer, la esposa un conocido, Su esposo era un banquero. Alguna vez había sentado en su mesa y me escribió para decir que, habiéndose sentado cerca de mí en la mesa, y habiéndose leído mi libro, sentía que nunca, mientras viera, podría ser limpia de nuevo. Por ejemplo... había un amigo que estaba pasando unas semanas en un pueblo de Nueva Inglaterra. Salía del pueblo una mañana en el tren local y, al caminar hacia la estación, pasó por un pequeño parque. En el parque, temprano por la mañana, había un pequeño grupo de gente, dos hombres, dijo, y tres mujeres y estaban inclinados sobre una pequeña fogata. Él dijo que su curiosidad se despertó y se aproximó. "Había tres ejemplares de tu libro", dijo. El pequeño grupo de habitantes de Nueva Inglaterra, hombres y mujeres... pensó que debían tener más de cincuenta años... habló de las delgadas caras parecidas a Calvin Coolidge... "eran el comité de la biblioteca del pueblo”. Habían traído tres ejemplares de mi libro y los estaban quemando. Mi amigo que vio todo esto pensó que debía presentar una queja. Dijo que habló al grupo reunido en la plazuela frente al edificio de la biblioteca del pueblo... y que una mujer del grupo respondió a su pregunta. Él dijo que ella hizo una mueca amarga. “¡Uf!", dijo ella. "Las cosas sucias, las cosas sucias." Por ejemplo... Una bien conocida escritora de Nueva Orleáns. Ella habló a un amigo mío que le preguntó si había visto el libro. "Tengo pinzas gruesas”, dijo. "Leí uno de los cuentos y, después de eso, no lo volvería a tocar con mis manos. Con las pinzas lo llevé al sótano. Lo puse en el horno. Sabía que debía sentirme sucia mientras estuviera en mi casa." (Memorias.) Y los habitantes del verdadero Winesburg protestaron. Declararon al libro inmoral y que los habitantes del verdadero Winesburg eran un pueblo altamente moral... Ciertamente las personas de mi libro, que habían vivido sus pequeños fragmentos de vidas en mi imaginación, no eran especialmente inmorales. Eran simplemente gente y... si la gente del Winesburg real era tan decente como los de mi pueblo imaginario, entonces el Winesburg real debió ser un pueblo muy decente para vivir en él. Y aquí hay algo muy curioso. El libro se ha convertido en una especie de clásico norteamericano, y muchos críticos han dicho que ha iniciado una especie de revolución en la escritura de los cuentos norteamericanos. Y las historias mismas que en 1919 fueron casi universalmente condenadas como inmorales, hoy podrían ser casi publicadas en Ladies’ Home Journal, así de inocentes parecen. Toda esa nueva franqueza acerca de la vida mientras un bebé recién nacido está creciendo hasta alcanzar la edad para votar. (Memorias.) Lauro Zavala (editor): “Sherwood Anderson”, Teorías del cuento II. La escritura del cuento. Universidad Nacional Autónoma de México, Coordinación de Difusión Cultural, México, 1995, pp. 143-151. 3
  • 4. LA FORMA DEL CUENTO Me cuesta mucho trabajo contar un cuento después de haberlo imaginado. Tras captar el tono de una historia (durante una conversación o de cualquier otra forma) me ocurre lo que a una mujer recién embarazada: algo crece en mi interior. En las noches, metido en mi cama, siento las patadas del cuento contra mi cuerpo. Muchas veces llego a oír claramente cada una de sus palabras, pero apenas me levanto a escribirlas, desaparecen. Estoy obligado a explorar terrenos desconocidos para mí. Otros han sentido lo que yo siento, han visto lo mismo, pero ¿cómo han vencido las dificultades? Cuando contaba sus cuentos, mi padre recorría el cuarto de arriba abajo, frente a su público. Disparaba frasecitas provocativas y vigilaba a los oyentes. Podía haber un viejo granjero de aspecto estólido sentado en un rincón. Papá no le quitaba los ojos de encima. “No se me escapa”, pensaba, mirando al tipo a los ojos. Si la frase que había soltado no causaba efecto, lanzaba otra y otra. Tenía una gran ventaja: podía actuar, expresar todo lo que no cabía en las palabras: fruncía el ceño, agitaba los puños, sonreía, lanzaba miradas de dolor o perplejidad. Yo he tenido que renunciar a todas esas ventajas al decidir escribir mis cuentos en vez de contarlos. Y cuántas veces he maldecido mi suerte. ¡Qué significativas han llegado a ser las palabras para mí! Más o menos en esa época, una paisana que vivía en París, Gertrude Stein, había publicado un libro que llegó a mis manos: Tender Buttons. Me fascinó. Era completamente experimental, un intento de liberar las palabras de sus significados, al menos en el sentido más trivial de la palabra. Este experimento seguramente había tentado a muchos poetas, pensé. ¿Me servirá de algo a mí? Decidí intentarlo. Uno o dos años antes, otro compatriota, el pintor Félix Russman, me había llevado a visitar su estudio y me había mostrado sus pigmentos. Los puso en una mesa frente a mí y luego salió durante un rato, porque su esposa lo había llamado. Fue un momento emocionante. Di vueltas a las pequeñas muestras de color, puse una junto a la otra. Las miré de lejos y de cerca. Quizá por primera vez en mi vida, intuí cómo es el mundo interno de los pintores. Varias veces me había preguntado por qué algunos cuadros de los antiguos maestros, colgados en el Instituto de Arte de Chicago, tenían tan extraños efectos sobre mí. Ahora, por primera vez, lo entendí. El verdadero pintor se revela a sí mismo en cada pincelada. Tiziano hace sentir intensamente el esplendor de su ser, Fra Angélico y Sandro Botticelli irradian una honda ternura que puede llenar los ojos de lágrimas; la morbosidad de Bouguereau aflora a pesar de su admirable técnica, mientras Leonardo hace sentir todo el poder de su mente, de la misma forma que Balzac transmite a sus lectores la universalidad de la suya y su capacidad de asombro. Así pues, las palabras usadas por el cuentista son como los colores del pintor. La forma es otra cosa. Surge de la materia del cuento y de las reacciones del narrador hacia ella. El cuento que busca su forma es lo que patalea dentro del cuentista mientras trata de dormir. Pero las palabras son algo más. Son la superficie, el disfraz del cuento. Por fin empezaba a ver claro. Sonreí un poco al comprender qué pocas palabras nativas habían sido usadas hasta entonces por nuestros cuentistas. Si les interesaba el color local recurrían al slang. Sin duda nosotros, meros escribas autóctonos, habíamos pagado cara la sangre inglesa que aún corría por nuestras venas. Los ingleses habían metido sus libros en nuestras escuelas y sus ideas sobre la corrección seguían grabadas en nuestras mentes. Las palabras, tal como normalmente aparecían en nuestros escritos, eran un ejército que marchaba en cierta formación, y los generales que estaban al mando seguían siendo ingleses. Las había visto desfilar, siempre con aire de palabras escritas, y había acabado por pensar en ellas de la misma forma: escritas. Pero si se trataba de contar un cuento a unos publicistas sentados en un bar de Chicago o a un grupo de obreros junto a la puerta de su fábrica en Indiana, instintivamente licenciaba al ejército. Había lugar para lo que nuestros escritores más correctos han llamado siempre “palabras impublicables”. Aquí y allá podía causar sensación con un poco de irreverencia. Sin pensarlo, usaba el vocabulario de quienes me rodeaban, estaba obligado a hacerlo si quería lograr algún efecto. Porque el cuento que estaba contando era solamente la historia de un tipo llamado Smoky Pete y de cómo había metido la pata en su propia trampa. 0 tal vez era la historia de Mama Geigans. Diablos. ¿Qué tenían que ver las palabras de un cuento así con las de Thackeray o Fielding? Los cuates a quienes se los estaba contando conocían a veinte Smoky Petes y Mama Geigans. Si hubiera incurrido en los clásicos moldes ingleses habría escuchado un rugido: ¡Basta! ¡No nos presumas tus palabras domingueras! Y claro que no siempre quería hacer reír a mis oyentes. A veces quería conmoverlos o que se identificaran con lo que estaban oyendo. 0 tal vez quería proyectar una nueva luz sobre alguna historia que ya conocían. ¿Lo lograrían las palabras comunes y corrientes que usamos en las tiendas y en las oficinas? Sin duda los paisanos con quienes conversaba habían sentido todo lo que sintieron los griegos y los ingleses. Les llegaba la muerte, y las jugarretas del destino asaltaban sus vidas. Estaba seguro de que ninguno de ellos vivía, sentía ni hablaba como pretende la mayoría de nuestras novelas. Y era indudable que no había ningún cuento parecido a los que publicaban las revistas (hijos bastardos de Maupassant, Poe y O'Henry) en las vidas que yo conocía. Lauro Zavala (comp): “Sherwood Anderson”, Teorías del cuento I. Teorías de los cuentistas. Universidad Nacional Autónoma de México, Coordinación de Difusión Cultural, México, 1995, pp. 125-128. 4