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Jorge Araya Poblete
Los Soldados
2012
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Los Soldados por Jorge Araya Poblete se encuentra bajo una Licencia
Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported.
Permitida su distribución gratuita como archivo digital íntegro.
Prohibida su distribución parcial.
Prohibida su impresión por cualquier medio sin permiso escrito del autor.
Prohibida su comercialización por cualquier medio sin permiso escrito del autor.
©2012 Jorge Araya Poblete. Todos los derechos reservados.
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Presentación
Una vez terminado mi proyecto anterior, “Vilú, la renovación de los
tiempos”, me vi enfrentado a una disyuntiva: luego de años de dedicarme
a los cuentos de terror, había terminado de escribir una nivola de
aventuras, y mis dos novelas previas, si bien es cierto estaban inspiradas
en personajes relacionados con el terror, se basaban en conflictos más
relacionados con la esfera filosófica. Es por ello que me di a la tarea de
escribir una nivola de terror puro partiendo desde cero, sin más norte que
asustar por todos los medios posibles. Cinco meses después llega a
ustedes mi nueva creación, “Los Soldados”.
“Los Soldados” es una nivola de terror, en que se ven mezclados el
suspenso, la ciencia y la brujería, todo dentro de un entorno gore. En ella
los protagonistas juegan en los límites de la crueldad y la maldad, inclusive
quienes intentan lograr un bien superior. Ambientada en Santiago de Chile,
en un tiempo similar al presente, con un lenguaje adecuado a las brutales
circunstancias que deben vivir todos sus personajes, no está ajena a la
tristeza y amargura que resultan de la crudeza de su desarrollo. Esta
nivola está pensada en lectores con criterio formado que gusten del terror
y de las sorpresas en el contexto de una lectura rápida, no exenta de
detalles que permiten darle sentido a la historia. Ojalá la disfruten, tal
como yo disfruté al idearla y escribirla. Y si quedan con ganas de más
terror y suspenso, sigan mis cuentos en mi blog de siempre, Doctor Blood:
http://doctorblood.blogspot.com
Jorge Araya Poblete
Junio de 2012
4
5
I
Miguel Cáceres era cartero por herencia. Su progenitor había sido cartero, y era lo
único que supo hacer medianamente bien en la vida, pues como padre con suerte
funcionaba apenas como proveedor. Mujeriego, bebedor y violento, su aporte a la
crianza de su hijo fue llevarlo a los quince años a la oficina de correos a que
aprendiera el oficio, pues ya en el colegio no lo recibirían más, fruto de sus
malísimas calificaciones y las violentas reacciones para con sus compañeros de
curso: aquellas golpizas que recibía desde que tenía uso de razón le enseñaron
que los problemas se solucionaban a golpes. Luego de un lapsus de dos años, de
los dieciocho a los veinte para hacer el servicio militar, donde a golpes le
enseñaron que los golpes no eran la solución ni las respuestas a las visicitudes de
la existencia sino sólo una herramienta a usar en casos extremos, Miguel volvió al
correo para convertirse definitivamente en cartero. Ahora su padre estaba
jubilado, y Miguel hacía todo lo posible por no ser como quien le dio la vida y el
oficio.
La madre de Miguel era una mujer abnegada. Madre de vocación y profesión,
poco pudo hacer para evitar que sus hijos sufrieran las agresiones de su padre,
salvo cruzarse en su camino repetidas veces y recibir golpes que no iban dirigidos
a ella en ese momento. La mujer ayudaba al sustento del hogar haciendo costuras
menores, zurcidos y adornos en tela para las fiestas, oficio que de alguna manera
inculcó a sus hijos, que pese a ser hombres supieron usar de algún modo en sus
vidas. El hermano mayor se dedicó a zapatero, por lo que las lecciones de su
madre tuvieron utilidad en su destino; por su parte Miguel usó dichos
conocimientos para ayudarse en el regimiento al poder coser los botones y las
rasgaduras del uniforme, y en su oficio para reparar repetidas veces su bolso sin
tener que andar pidiendo alguno de repuesto o quedando a merced de la buena
voluntad de sus compañeros.
Los arranques de violencia de su padre y el servicio militar hicieron de Miguel un
hombre rudo. Luego de terminados los dos años en el ejército se encontró con
que en su hogar nada había cambiado, salvo él. En cuanto vio a su padre volver a
insultar a su madre y amenazarla le dijo que no lo volviera a hacer pues él no
toleraría que las cosas siguieran así; a la media hora, cuando encontró a la mujer
con la cara hinchada y los dedos de su padre nítidamente dibujados en su piel,
buscó al viejo cartero y le quebró la mano de un pisotón, luego de golpearlo hasta
que sus puños quedaran adoloridos, dejándole en claro que si lo denunciaba o si
le hacía algo en venganza a su madre no lo mataría, sino que lo dejaría en silla de
ruedas por el resto de sus días. Desde ese día en adelante su hogar nunca fue lo
mismo: quien ahora inculcaba el temor era él, pero ya no por acción sino sólo por
presencia.
Pasado el tiempo Miguel tenía un nombre hecho en la oficina de correos: el
“guapo”, no por lo agraciado sino por lo valiente y decidido. Miguel no andaba
buscando peleas ni amenazando gente, pero a diferencia de su padre que era
violento en su casa y un cobarde fuera de ella, no se dejaba amenazar ni agredir,
y defendía sin miedo a sus colegas y amigos. Las primeras veces debió hacer la
diferencia entre él y su padre con los más viejos, luego poner en su lugar a los
agresivos y finalmente defender sus derechos frente a la jefatura. En todas esas
6
ocasiones se portó educado pero firme, con lo cual de a poco entendieron que
estaban frente a una generación diferente y a una persona que valía como tal.
Sólo en una ocasión debió usar la fuerza, cuando un par de jóvenes menores que
él intentaron robarle la vieja bicicleta de su padre que ahora él usaba para poder
venderla y comprar algo de droga; si no hubiera sido por un colega que venía de
vuelta a pie a media cuadra del intento de asalto nadie se hubiera enterado, pues
no le interesaba vanagloriarse de lastimar a nadie, sin importar el motivo. De
todas maneras estaba seguro que su colega había exagerado: si bien es cierto
golpeó a los dos y los dejó aturdidos sin mucho esfuerzo, no tenía certeza de
haberlos elevado del piso al golpearlos. De todos modos desde ese día todos
quienes lo rodeaban empezaron a tratarlo con más respeto que de costumbre.
7
II
Tres años después Miguel seguía trabajando en la misma empresa de correos. Su
padre ya no vivía con su madre, y su hermano mayor junto a su esposa eran
quienes vivían con la mujer y se preocupaban de cuidarla y darle una vejez digna
dentro de lo posible, ayudados en algo con el aporte sacado del exiguo sueldo de
cartero que recibía; Miguel se había casado hacía pocos meses, así que tampoco
contaba con tantos medios como para compartirlos con la familia. Ana, su mujer,
también trabajaba en el correo, atendiendo público en la misma oficina que hacía
las veces de central para Miguel; habían decidido no tener hijos por ahora, en
espera de un futuro mejor, o de al menos la estabilidad suficiente como para darle
a sus hijos una niñez mejor que la que ellos tuvieron. La vida transcurría sin
mayores sobresaltos, en espera que las cosas se dieran de una vez por todas
para empezar a convertir proyectos en realidades.
Una tarde cualquiera de otoño, Miguel iba en su destartalada bicicleta por la
vereda haciendo su ruta de siempre, esquivando peatones y perros con la pericia
que le daba la experiencia. Los tiempos habían cambiado bastante y el oficio de
cartero no había quedado ajeno a dichos cambios. En la era de Internet y del
correo electrónico, la correspondencia estaba reducida a cuentas, promociones,
revistas, suscripciones y una que otra carta de persona a persona, cosa que no se
veía a veces en meses. Pero además la imagen del cartero estaba mal
considerada, ya no era respetada como antaño; dos días atrás grupo de seis de
jóvenes con poleras de club deportivo le preguntaron por una dirección, y en un
descuido lo derribaron y le quitaron su bicicleta recién comprada; pese a sus
habilidades apenas logró rescatar el bolso con las cartas y golpear a los cuatro
que no se pudieron montar en su vehículo; gracias a eso, ahora tenía que usar
nuevamente la que tenía en desuso en su casa, trayendo de vuelta todos los
recuerdos que quería dejar en el pasado, y la rabia de tener que pagar las cuotas
de la bicicleta nueva que le habían robado.
Miguel iba dando la vuelta en una esquina no muy concurrida de su ruta de
costumbre. Muchos temían ese sector por ser un conocido barrio de
narcotraficantes; sin embargo Miguel simplemente los ignoraba, si tenía que
dejarles alguna correspondencia lo hacía tal como con cualquier domicilio, sin
pensar si en el sobre que llevaba iba una carta, una cuenta, dinero o algo ilegal.
De hecho la peligrosidad del lugar no radicaba en los peces grandes sino en los
pequeños, que a veces tenían sangrientas disputas por media cuadra de
“territorio”; cuando eso ocurría, Miguel daba la vuelta, seguía por otro sector, y
una vez hubieran recogido a heridos y muertos él hacía su trabajo. De hecho el
robo que sufrió fue en la ruta alternativa que tuvo que tomar para evitar una
balacera de “soldados” de los traficantes mayores. Ahora de vuelta en su ruta de
siempre se sentía más seguro, aunque de todos modos igual ansiaba encontrarse
en algún momento con los dos que le escaparon durante el robo, no ya para
recuperar su bicicleta nueva, sino para incrustrales la vieja en alguna parte oculta
de sus cuerpos.
Justo cuando pasaba al lado de un frondoso árbol de grueso tronco y de enormes
raíces que ya estaban levantando el pavimento, un sujeto de dimensiones
descomunales se cruza en su camino y lo derriba. A diferencia de la vez anterior
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ahora era uno solo, lo que le parecía más justo y según él le daba alguna
posibilidad de repeler el ataque; pero el tipo que lo había derribado no era un tipo
común y corriente, de hecho ni siquiera era del barrio. Nunca había visto a alguien
de ese tamaño y con esa fuerza, parecía sacado de algún espectáculo de lucha
libre americana, pero con fuerza y agresividad de verdad. En diez segundos le
lanzó desde el suelo toda la artillería de golpes que conocía, logrando solamente
lastimarse manos y pies.
El miedo se apoderó del cartero cuando vio que el individuo monstruoso sacó una
cuerda sucia medio amarillenta con una marca roja hecha al parecer con pintura
por lo desteñida; sin mayor esfuerzo el gigantón estiró a Miguel en el suelo cuan
largo era, y puso la cuerda sobre su cuerpo: luego de eso, simplemente lo dejó
botado y siguió su camino. Miguel quedó casi petrificado en el pavimento sin
saber bien qué había sucedido, no creía que existiera gente así ni entendía por
qué no le había robado nada o por qué lo había dejado vivo. De pronto vio
aparecer un carabinero que venía hacia ellos por la misma acera doblando la
esquina, al parecer sin haber notado lo de la agresión. El cartero intentó pararse
para avisar al suboficial, pero ni siquiera logró incorporarse cuando vio desde el
suelo que el tipo, sin mediar provocación, tomó del cuello al policía, lo levantó a
más de un metro de la superficie sin dificultad para luego azotarlo contra el
pavimento con una violencia digna de un adicto que no consumía drogas por
varios días. El gigantón metió la mano a uno de sus bolsillos y volvió a sacar la
cuerda sucia con la marca: al ver que la estatura del carabinero medio mareado
correspondía exactamente con el largo del cordel hasta la pintura roja, descargó
un certero puñetazo en su frente que azotó su cabeza contra el piso, haciéndole
perder el conocimiento.
Mientras Miguel se lograba poner de pie apoyado en el árbol en que se ocultaba
el asaltante, fue testigo de un espectáculo macabro: de entre sus ropas el tipo
sacó una especie de espada de forma extraña y visiblemente muy afilada por la
opacidad y el desgaste de la hoja, medianamente corta y que en manos del
gigante se veía casi como un cuchillo, y la pasó por el cuerpo del policía de la
cabeza a los pies, dividiéndolo en dos mitades y dejando un charco de sangre en
el cemento que crecía rápidamente segundo tras segundo. Casi al borde de los
vómitos y el desmayo el cartero vio que de pronto apareció una camioneta vieja,
llena de abolladuras y aparentemente modificada por el estruendoso ruido de su
motor y tubo de escape; en la parte trasera el gigante lanzó las dos mitades del
cadáver del desafortunado policía con la misma facilidad con que lo levantó antes
de partirlo a la mitad. Cuando el tipo se aprestaba a huir con sus eventuales
cómplices, se dio vuelta y miró al cartero casi sin expresión, luego de lo cual se
subió a la parte de atrás al parecer evitando aplastar las mitades del cuerpo del
policía, desapareciendo en el vehículo a una altísima velocidad. Miguel estaba en
shock: la muerte del carabinero lo descompensó, pero la imagen del asesino,
cuya mitad derecha era diferente a la izquierda, lo dejó paralizado.
9
III
Miguel estaba sentado en uno de los asientos traseros del furgón policial
habilitado como cuartel móvil. Un par de minutos después de la huida de la
camioneta había llegado el compañero del carabinero asesinado, quien encontró
su gorra partida a la mitad en el suelo sobre el charco de cerca de cuatro litros de
sangre que había en el pavimento; seis metros más allá vio a Miguel apoyado en
un árbol, una desvencijada bicicleta y un bolso de cuero en el suelo. Cuando se
acercó a hablarle no reciibó respuesta: el cartero estaba en shock, pegado contra
el tronco con todas sus fuerzas. Fueron necesarios cuatro carabineros para lograr
separarlo del árbol y subirlo al furgón, junto con su bicicleta y su bolso. Llevaba
cerca de media hora sentado inmóvil en el asiento del vehículo policial, sin saber
qué decir: sabía que más que testigo era el principal sospechoso, así que debía
medir con cuidado sus palabras si quería pasar lo que quedaba del día y la noche
en su casa o en un hospital y no en un calabozo.
A los pocos minutos llegó una ambulancia, de donde bajaron dos paramédicos y
un kinesiólogo quienes evaluaron su estado de salud y determinaron que salvo el
miedo y las magulladuras en sus nudillos, estaba en óptimas condiciones. Media
hora más tarde, cuando ya estaban terminando de tomar muestras por doquier el
personal de criminalística de investigaciones y del servicio médico legal, apareció
un hombre bajo en un vehículo fiscal que saludó a todo mundo de mano y
escuchó de aquellos que se le acercaban todos los detalles que cada cual
manejaba. Luego de terminar esa suerte de ronda se acercó al furgón donde se
encontraba el cartero, se sentó frente a él y luego de saludarlo de mano se
presentó.
– Buenas tardes, Pedro Gómez, fiscal a cargo del caso.
– Buenas tardes señor, soy Miguel...
– Miguel Cáceres, veinticuatro años, cartero de Correos de Chile, suboficial de
reserva del Ejército de Chile, casado, sin hijos, sin antecedentes penales– recitó
el fiscal mientras leía un documento que recién le habían entregado– . ¿Qué fue
lo que pasó aquí?
– Señor Gómez... es que... yo no hice...
– Señor Cáceres, no lo estoy acusando de nada, quiero escuchar de sus labios
qué fue lo que vio– dijo el fiscal.
– Señor fiscal... no sé... no sé cómo explicarle... no sé si me podrá creer...
– A ver Cáceres, a mi no me sobra el tiempo. Sea lo que sea, cuénteme de una
vez con sus palabras qué mierda pasó acá– dijo ofuscado el fiscal.
Miguel miraba asuatado al hombre. Pese a su estatura y a su pobre estado físico,
imponía respeto en cuanto empezaba a hablar. A sabiendas que estaba en un
problema mayor, y que probablemente no tendría ninguna posibilidad de salvarse
de que le achacaran la responsabilidad de lo que había ocurrido aunque dijera la
verdad, se decidió y le relató con todos los detalles que fue capaz de recordar lo
ocurrido al fiscal. Terminada la historia, y luego que Gómez lo escuchara
atentamente, Miguel miró al piso del vehículo esperando que al menos le hubiera
creído la parte creíble de la historia: que andaba en su bicicleta repartiendo
cartas.
10
– ¿Eso es todo, está seguro que no omitió nada?– preguntó el fiscal.
– No señor, por loco que parezca eso es todo lo que ocurrió.
– Bien.
– ¿Bien?– dijo en tono de interrogación Miguel.
– Sí, bien. Ahora escúchame huevoncito, y escúchame bien. Te vas a bajar del
furgón, te vas a ir en tu bicicleta a la oficina de correos, le vas a decir a tu jefe que
tuviste un accidente de trayecto y te vas a ir a tu casa. En tu casa le vas a decir a
tu esposa lo mismo que a tu jefe. Te vas a bañar, vas a comer y a dormir, y
cuando despiertes mañana te vas a olvidar de lo que pasó hoy. Nadie te va a
culpar de nada porque no hiciste nada, pero el precio de tu tranquilidad se llama
silencio, ¿estamos?– dijo a media voz pero con el mismo tono enérgico el fiscal,
mientras Miguel lo miraba con ojos desorbitados– . ¿Qué parte no te quedó clara,
huevón?
– Pero señor...
– ¿Qué parte no te quedó clara? ¿O quieres que vayamos a la comisaría y que
mañana en las noticias aparezca tu cuerpo sobre la poza de sangre de ese paco?
Pesca tus mugres y has lo que te digo.
Miguel no entendía nada, salvo que el fiscal hablaba como un oficial militar al que
había que obedecer como se hacía en la milicia: sin cuestionar. De inmediato
sacó su bicicleta, recogió el bolso con las cartas que quedaban, se montó en ella
y empezó a pedalear hacia la oficina de correos sin mirar atrás. No entendía nada,
no quería entender nada, sólo quería alejarse de esa pesadilla que había vivido
por accidente y tratar de olvidar lo más rápido posible. Tal como le ordenaron
cumplió el itinerario, y a la mañana siguiente estaba nuevamente en su trabajo
listo a seguir repartiendo cartas, sin poder borrar de su cabeza la imagen del
carabinero partido a la mitad, y la cara del asesino que parecía haber sido armado
de dos hombres diferentes.
11
IV
Medianoche. Miguel miraba el techo de su habitación mientras Ana dormía
plácidamente. Miguel temía dormir, hacía seis días que se había enfrentado a esa
especie de monstruo, y llevaba cinco noches de pesadillas e insomnio. Por más
que había intentado sacar de su cabeza todo lo que había visto y vivido, o al
menos dejarlo en un rincón lo suficientemente oculto como para que no interfiriera
con su vida, le era imposible seguir funcionando. Lo peor de todo fue la amenaza
del supuesto fiscal, que con cada análisis de sus palabras se acercaba más a la
definición de oficial de alto rango de alguna fuerza armada: el precio de la
tranquilidad era el silencio. Su esposa lo había notado extraño esos días, pero él
había hecho todo lo posible por desviar su atención hacia problemas laborales y
así no sentir la presión de ocultar todo lo que pasó esa tarde, o que por error algo
se le escapara frente a ella y eso la hiciera correr un riesgo que no le
correspondía. Sabía que debía guardar silencio y lo haría, pero probablemente
buscaría en algún momento y de alguna forma las respuestas que necesitaba
para recuperar su paz interior.
Miguel había pedido cambio de ruta al menos por un mes, necesitaba alejarse
físicamente de lo que le había tocado vivir, y si seguía recorriendo el mismo
trayecto jornada tras jornada terminaría volviéndose loco. Su jefe lo destinó a un
acomodado barrio de la capital, donde no conocía a nadie ni vería los mismos
rostros de costumbre, y hasta donde la calidad de la correspondencia que le
tocaría despachar era diferente. De hecho el primer día lo pasó bastante mal al
recorrer las calles en la desvencijada bicicleta que perteneció a su padre, y ver
que todas las personas que trabajaban en la comuna usaban al menos bicicletas
del año: el resto usaba motos de diversos tamaños y hasta automóviles los que
llevaban más tiempo en el lugar. Esa tarde habló con su jefe y consiguió que por
lo menos le prestaran una moto tipo scooter en desuso, la que se dedicó a
arreglar y dejar brillante esa misma noche.
Miguel andaba haciendo su nueva ruta sin mayores contratiempos. Esa semana
había sido relativamente movida, pues habían llegado una gran cantidad de
catálogos de tiendas del extranjero, por lo cual tenía que hacer entregas casi casa
por medio. Las casas del sector eran enormes, con grandes y altos muros
perimetrales que impedían ver al interior, debiendo dejar la correspondencia en
alguna gaveta incrustada en la pared, en espera que a fin de mes le dieran su
pago; inclusive en algunas de ellas un guardia recibía la correspondencia y le
cancelaba de inmediato cada entrega, esperando a que se alejara para abrir la
puerta y entrar a la casa. Era algo extraño para él ese mundo, donde la gente
tenía todo lo que quería tener y más, pero vivían con miedo a que el resto supiera
qué tenían en verdad; a veces Miguel pensaba que el miedo era más bien a que
el resto viera que pese a tener de todo seguían siendo tan infelices como los que
tenían menos, o como antes de llegar adonde estaban en ese momento.
El cartero iba llegando a una esquina bastante transitada por vehículos último
modelo. En general era una calle bastante bien mantenida, pero hacía un par de
semanas que se había empezado a construir un nuevo condominio, por lo cual los
grandes camiones usados para la movilización de los materiales habían roto en
varias partes el pavimento, haciendo más peligroso que de costumbre el tránsito
12
en dicha zona. Cuando vio un claro entre un todo terreno y un camión aceleró su
moto para pasar, logrando reventar el neumático delantero del scooter. De
inmediato se subió a la vereda y sacó la cámara de repuesto que traía para hacer
rápido el cambio y seguir su recorrido. Esa esquina estaba convertida en un
desastre, el ruido de las bocinas era ensordecedor; sin embargo esa mañana los
bocinazos eran más destemplados y continuos que de costumbre, lo que
empezaba a molestar en demasía a quienes estaban al principio de la fila y que
no podían avanzar. La curiosidad lo hizo acercarse al borde de la acera para ver
qué pasaba; al parecer había un accidente o un asalto, por la conmoción que se
notaba varias cuadras atrás. Justo cuando se disponía a encadenar la moto para
ir a ver si podía ayudar en algo se escuchó un fuerte golpe y el típico sonido
cuando dos vehículos se rozan lateralmente; en ese instante una camioneta se
subió a la vereda y empezó a avanzar con rapidez, atropellando a cuando peatón
encontraba a su paso. Miguel vio cómo la camioneta se venía encima suyo a gran
velocidad; luego de esquivarla sin mayor dificultad decidió jugársela y saltar a la
parte de atrás a ver si podía hacer algo para detener al desquiciado que manejaba
asesinando peatones por doquier. Cuando cayó en la superficie metálica se apoyó
en algo líquido, caliente y viscoso; al mirar vio a su lado una imagen ya conocida,
pero más espeluznante aún que la primera vez: a menos de diez centímetros de
su mano yacía el cuerpo de un macizo hombre con ropa deportiva, partido a la
mitad de arriba abajo, tal como el carabinero de la primera ocasión.
Miguel aguantó las náuseas e intentó acercarse a la cabina para meter la mano
por el vidrio del conductor, a ver si lograba detener su marcha y obtener alguna
respuesta, o al menos impedir que siguiera atropellando inocentes. Cuando ya se
había puesto justo detrás, estaba metiendo la mano por la ventanilla y había
rozado la cabellera del conductor, un fuerte golpe tras él lo desestabilizó; de
inmediato lo dieron vuelta de un tirón en el hombro, quedando frente a frente con
quien había partido a la mitad minutos antes al deportista. Su sorpresa fue
enorme al ver que el tipo, al igual que el del primer asesinato que presenció,
parecía estar hecho de dos mitades de dos individuos distintos pero de la misma
talla. Un par de segundos antes de recibir un descomunal puñetazo en la cara y
ser arrojado al pavimento desde el vehículo en movimiento, logró reconocer en la
mitad izquierda del asesino las facciones del carabinero y la placa de
identificación en su pecho.
Media hora más tarde, Miguel estaba siendo examinado en la parte de atrás de
una ambulancia del SAMU, cuando de improviso la puerta fue abierta por un
carabinero, permitiendo que subiera al vehículo otra cara conocida por él, quien
pidió al paramédico que los dejara a solas un par de minutos para poder agilizar el
procedimiento judicial. Una vez se cerró la puerta la desagradable voz de Gómez
resonó en los oídos de Miguel.
– Una de dos, o tienes mala suerte o eres un huevón profesional. ¿No te dije el
otro día que te alejaras de esto?
– Sí mi coronel– respondió con seguridad Miguel adivinando el rango de Gómez
por su edad y su forma de ser, causando un breve desconcierto en el falso fiscal.
– Veo que no eres huevón. Entonces tienes mala suerte, demasiada para mi
gusto.
– Mire coronel, no tengo idea de qué pasa acá. Lo que sé es que pedí cambio de
13
ruta y me encontré con este loco de la camioneta que andaba atropellando gente
como si nada. Intenté pescarlo pero un nuevo asesino fabricado con la mitad del
carabinero y la de otro tipo me atacó y me tiró abajo.
– ¿Estás seguro que una de las mitades del asesino era del carabinero?–
preguntó preocupado el coronel Gómez– . Mierda, esto es peor de lo que creía.
– ¿Eso es malo? O sea... no sé cómo preguntar.
– Lo mejor es que no preguntes. Trata de seguir tu vida y de no meterte en
problemas. Ojalá no nos veamos de nuevo. Si eso pasa te regalo un sahumerio,
porque ya serías el rey de la mala cueva.
– Coronel, disculpe pero... ¿está seguro que no puedo ayudar?– preguntó
tímidamente Miguel.
– Tal vez podrías pero no debes. Esto no es nada de lo que puedas imaginar o
llegar a creer. Ahora bájate de esta huevada de ambulancia.
Miguel se bajó de la ambulancia y partió a recoger la moto y su bolso con
correspondencia. Al parecer no era tanta su mala suerte como decía el ya
descubierto coronel Gómez: alguien le había cambiado el neumático pinchado a
su moto, ahorrándole ese problema, tal vez como agradecimiento por su intento
de salvar a los peatones. Desde ese día en adelante, su ruta se hizo un poco más
grata, y vio cómo los guardias de las mansiones lo miraban con un poco más de
respeto y un par de ellos con algo que asemejaba admiración.
14
V
Miguel llevaba un par de meses en la nueva ruta. Desde el último incidente en que
su imagen cambió para mucha de la gente que trabajaba en el sector, nada había
vuelto a ocurrir; al parecer la mala suerte que le había atribuido el coronel Gómez
no era tal, sino sólo un par de desafortunadas coincidencias. Ahora el cartero
hacía su recorrido con total tranquilidad, sólo preocupado de entregar la
correspondencia a tiempo y en buenas condiciones, para así recibir buenas
propinas y poder darle un mejor pasar a su familia. Por fin estaba empezando a
sentir algo de agrado en su oficio.
Cuando llegó a la oficina a buscar todo lo que tendría que repartir esa mañana, se
encontró de sorpresa con su jefe, que parecía estar esperándolo con un
voluminoso paquete que debería ser entregado, por su tamaño, por uno de los
vehículos encargados de traslados mayores.
– Buenos días Cáceres, tengo un encargo especial para usted.
– Buenos días jefe. Dígame.
– Necesito que deje para más tarde sus entregas normales y lleve primero esta
encomienda al domicilio. Tenemos con licencia médica al conductor de turno y con
día administrativo a su reemplazante, así que necesito que despache en la moto
esta caja, y cuando se desocupe venga a buscar la correspondencia normal del
día.
– No hay problema jefe.
Miguel sabía que ese “necesito” era el modo formal que usaba su jefe para dar
órdenes, así que no se haría problemas con intentar cuestionar o discutir la
entrega. Además, era lógico que si no había quién despachara dicha encomienda,
lo hiciera el que hacía la ruta regularmente. Luego de intentar infructuosamente
colgar de algún lugar de la moto el bolso con la correspondencia para evitar tener
que hacer dos viajes, acomodó la encomienda y partió a entregarla lo antes
posible para no atrasarse tanto con sus entregas habituales. Veinte minutos más
tarde había dado con la dirección, llegando a una típica mansión de dimensiones
colosales al pie de los cerros del sector y rodeada por un par de canchas de golf,
una de un club de campo y la otra, al parecer, parte del mismo domicilio. Luego de
tocar el citófono varias veces durante tres o cuatro minutos, se escuchó una voz
de hombre añoso reclamando que nadie lo escuchaba ni tomaba en cuenta
mientras se acercaba con lentitud al casi infranqueable portón metálico. Un par de
minutos después se escuchó una voz desde adentro.
– ¿Quién es?
– El cartero– respondió Miguel.
– ¿Qué, aún existen los carteros?
– Sí señor, traigo una encomienda– al notar la desconfianza en la voz del
hombre, y viendo que el tiempo pasaba rápidamente atrasando su trabajo, decidió
cambiar su discurso – . Señor, si desea puedo volver mañana y dejarla con el
personal a cargo, no hay problema.
Justo cuando Miguel terminaba de hablar, el sonido de una llave en la cerradura y
el crujido de las bisagras metálicas dejaban ver al dueño de casa, un hombre viejo
15
y con la espalda bastante curvada, pese a lo cual aún llegaba a la estatura del
cartero con la espalda recta.
– No es ese el problema joven, es que creí que con todo esto de la modernidad ya
no habían carteros en Chile. ¿Qué trae ahí? Ah, ya veo, mi encargo que hice por
internet. Yo creí que por haberlo pedido por el computador lo traería un robot o
algo así– dijo el anciano, luego de lo cual lanzó una estruendosa carcajada – .
¿Lo puedo molestar y pedirle que la entre usted? Se ve bastante pesada y el
doctor me dijo que por mi columna no puedo levantar cosas pesadas. Deje su
moto adentro, así estará más tranquilo.
– Por supuesto señor– respondió contrariado Miguel, a sabiendas que ahora sí
que perdería tiempo; al menos esperaba que no se tratara de un viejo tacaño y le
diera alguna propina que valiera la pena, y no sólo una perorata de aquellas.
– ¿Y hace cuánto que es cartero? Parece demasiado joven para hacer un oficio
tan viejo– preguntó el anciano, mientras avanzaba con dificultad hacia la casa
situada doscientos metros más allá de la reja, separada de ella por un
espectacular jardín de rosas de todos los colores, y con una senda pavimentada
para el movimiento de vehículos, los cuales no estaban a la vista en ese momento
– . Disculpe que pregunte y hable tanto, pero en esta casa parezco más bien en
una cárcel con aislamiento, no converso con nadie más que con los guardias,
jardineros y personal de mantención de este elefante blanco.
– No se preocupe, no es molestia señor. Tengo veinticuatro años y soy cartero
oficialmente hace cuatro, desde que terminé el servicio militar. Llegué a este oficio
por mi padre, que era cartero también.
– Vaya, tradición familiar. Yo también seguí los pasos de mi padre, soy militar
retirado, y tal como él luego de retirarme decidí hacer carrera diplomática. Fui
agregado militar y cultural en varias embajadas de Chile en el mundo– comentó
el anciano – . ¿Y pretende que alguno de sus hijos también sea cartero?
– No tengo hijos señor, y la verdad es que no, no me gustaría que tuvieran este
trabajo.
– Vaya, qué coincidencia, yo tampoco quise que mis hijos siguieran mis pasos.
Tuve tres hijos, y me preocupé que ninguno hiciera carrera militar, los tres son
profesionales universitarios, y si han salido del país, ha sido de vacaciones– dijo
el anciano tratando de apurar en algo su cansino caminar – . Pero claro, con
veinticuatro años está joven aún como para tener hijos... disculpe joven, debo
estar aburriéndolo con tanta conversa, el problema es que, como le decía, estoy
acostumbrado a hablarle siempre a la misma gente, y ya se saben todas mis
historias al revés y al derecho. De hecho temo haberlas contado más de una vez
al mes, esta maldita memoria que se me quedó en alguna parte de mi vida...
– No hay problema señor– respondió cordialmente Miguel, mientras seguían
acercándose a la mansión – . ¿Y pasó algo especial para que lo dejaron solo?
– No, fue un error de coordinación que cometí. Como mi secretario personal está
de vacaciones y es él quien ordena mi agenda, estaba medio perdido con la
organización de la casa. Por eso no me di cuenta, y casi toda la gente pidió
permiso para hacer trámites hoy en la mañana. Lo más probable es que llegue
una avalancha de gente a mediodía, y que más de alguno ponga cara de culpa
por dejar botado al viejo a su suerte. El único personal que no salió es la señora
Marta, la cocinera, pero ella tiene como diez años más que yo, y estoy seguro que
no escuchó el timbre, y aunque lo hubiera escuchado se hubiera demorado el
doble del tiempo en atender la puerta, y hartos minutos y gritos más en
16
escucharlo– dijo el anciano, soltando otra sonora risotada – . Bueno, al fin
llegamos, pase por favor, y deje esa caja en el suelo.
Cuando Miguel entró a la mansión detrás del dueño, entendió por fin el celo de
algunos guardias al esperar a que se alejara para entrar a entregar la
correspondencia: el nivel de lujo era tal, que bien valía la pena cualquier inversión
en seguridad. Mármol en pisos, escaleras y muros, pinturas aparentemente
antiguas, y esculturas extrañas por doquier adornaban el salón de entrada de la
portentosa mansión donde habitaba el anciano.
– Déjela ahí no más, en un rato empezará a volver el personal y ellos se
encargarán de dejarla donde corresponde– dijo el dueño de casa– . Veo que le
gustaron mis chiches. Todas estas cosas las traje desde los lugares en que estuve
trabajando fuera del país. Vamos, pregunte no más, cada cosa en esta casa tiene
historia... pero claro, si está muy apurado...
– No... no tanto– respondió Miguel, a sabiendas que debía dar por perdida la
mañana completa.
– Mire lo que quiera, sé que muchas cosas le llamarán la atención. Venga, en este
muro tengo más chucherías colgadas para que mire.
Miguel entendía la suerte de obsesión del viejo por mostrarle la casa. Si era cierto
lo que decía, debía ser muy aburrida y triste su vida, rodeado de objetos pero sin
nadie a su alrededor; aunque lo más probable es que no fuera tan así, y que el
anciano y su familia tuvieran una movida vida social. De todos modos no lo
dañaría tanto mirar un poco en ese pedazo de mundo que para él era otro mundo.
El muro que el anciano le había recomendado era efectivamente el más
entretenido de ver, pues tenía una variedad incontable de armas de todos los
tamaños fijadas a la pared. De pronto los ojos del cartero quedaron pegados en
una extraña espada que le parecía muy familiar. Cuando llegó al lado de ella casi
se desmayó: era la misma que había visto en manos de los dos asesinos con que
se había topado.
– Vaya, sabía que mi pieza favorita le llamaría la atención. Y es una gran
coincidencia, pues tiene mucho que ver con la encomienda que acaba de traerme.
17
VI
“Entonces tienes mala suerte, demasiada para mi gusto”. Las palabras del coronel
Gómez retumbaban casi con eco en la cabeza de Miguel, luego de ver en la pared
de la mansión del anciano la misma espada con la que había visto partir a la mitad
a una persona, y que había sido responsable de la vivisección de otra muy cerca
suyo. Parecía que todo se hubiera confabulado para que él llegara a ese lugar: la
enfermedad del conductor del vehículo de reparto y el permiso de su
reemplazante por un lado, la enfermedad del secretario y el permiso equivocado
del personal de la mansión por el otro. Al parecer la suerte estaba jugando a su
antojo con él, y aún no había querido internalizar la relación de los asesinatos con
el anciano, y con la encomienda que había traído. De todos modos debía irse con
cuidado, suponer que el anciano tenía alguna culpa respecto de lo sucedido era al
menos aventurado. Mientras tanto el anciano lo miraba ávido, esperando su
primera pregunta para poder explayarse.
– Ehh... esa espada es preciosa... pero está muy arriba como para poder admirar
sus detalles– dijo juiciosamente Miguel,empezando a tantear el terreno.
– Veo que es muy detallista, joven.
– Es que dan ganas de verla más de cerca, ¿de dónde viene?
– Esa espada es un alfanje, un tipo de espada cuya historia parte en China, con
un arma llamada dao. De ahí pasó a India y luego a oriente medio donde fue
adoptada por los musulmanes. Es una especie de sable corto curvado en su tercio
extremo, con filo en un solo borde.
– Es bellísimo. Yo recuerdo haber leído algo alguna vez de las espadas
musulmanas, pero creo que no se llamaban así. Bueno, además en las fotos se
veían más largas– comentó Miguel, esperando no haber dicho alguna estupidez.
– Qué bien, por fin encuentro a alguien que entiende algo de lo que hablo, y que
no aparenta un falso interés– dijo casi emocionado el anciano– . Lo que usted vio
se llama cimitarra, es la espada original de los musulmanes, que tenía casi un
carácter sagrado para ellos. El alfanje es una derivación de las cimitarras, es más
corto, y además tiene más enanchado el extremo de ataque, que es la única parte
con doble filo. De hecho hasta en Chile existe un derivado de este tipo de armas.
– ¿Qué, acá en Chile?– dijo algo asustado Miguel, pensando en que tal vez ya
era demasiado tarde para detener lo que estaba sucediendo – . ¿Y de dónde
salieron esos alfanjes chilenos?
– Lo más seguro es que alguna vez haya visto uno, o inclusive que haya pasado
uno por sus manos, dependiendo de dónde le tocó hacer el servicio militar... ¿o es
que acaso en el ejército ya no se usa el corvo?
Cuando Miguel escuchó la palabra “corvo”, sintió que su alma volvía a su cuerpo.
Era lógico, los corvos tienen el tercio de ataque curvado y con doble filo. Al
parecer había que seguir escuchando al anciano antes de saber qué tenía que ver
con los asesinatos.
– Sí, aún se usa pero a mi no me tocó... pero cuénteme más de la forma de ese
alfanje.
– Bueno, sí, dejemos de lado la curiosidad del corvo. Estos alfanjes son
españoles, del siglo XIII de nuestra era, de casi un siglo antes que terminara la
edad de oro de los musulmanes en la península ibérica, que duró cerca de
18
ochocientos años. Ellos llevaron todo su arte y su cultura a Andalucía, haciéndose
fuertes principalmente en Granada. Allí, un maestro armero forjó este tipo de
espada basado en las cimitarras pero con variantes. Como puede ver desde acá
el tercio de ataque es del doble del ancho del resto de la hoja, el ángulo es algo
mayor dándole una forma de quiebre más brusco, no tiene filo sino sólo en el
tercio de ataque y por ambos lados. Además como ya notó es más corta, mide
alrededor de unos setenta centímetros más la empuñadura. Ah, eso me faltaba, el
maestro armero le agregó un cubremano bastante más grande que el original.
– Es sencillamente espectacular este alfanje, y más aún la historia de cómo se
creó.
– ¿Cierto?– dijo el anciano, feliz con el interés de su incidental huésped– . Lo
triste fue que este maestro logró crear este portento demasiado viejo, y sólo
alcanzó a fabricar doce de estas espadas, aparte del modelo original. Cuando
murió, su hijo mayor que heredó su taller y sus conocimientos, debió deshacerse
de los alfanjes.
– ¿Y eso por qué?
– Pasa que en esa época, en las postrimerías del siglo XIII, el reino nazarí de
Granada ya convivía con los reyes castellanos, por ende la influencia católica se
hacía sentir con fuerza en los territorios que limitaban con los de los musulmanes.
Cuando el armero falleció, su hijo se mudó a Aragón, donde mostró los alfanjes a
la clase militar y a la realeza del lugar. Lamentablemente en dicha exposición
también estaba presente un prominente miembro de la curia local, quien exigió
que las espadas fueran destruidas dado su evidente carácter maléfico. El joven
armero se retiró indignado, y en vez de destruirlas las ocultó convenientemente en
el doble fondo de un baúl. Así, luego de siglos de dar vueltas por todos lados y de
pasar por quien sabe cuántas manos, el baúl llegó a mis manos cuando me
desempeñaba como agregado militar en España. De hecho fue un regalo de un
general español por mi notable desempeño en dicho cargo. Sólo cuando estuve
en mi casa en Chile, y después de haberme retirado, me dio por empezar a
intrusear en todas los obsequios que recibí durante mi carrera militar y
diplomática, y di con el doble fondo del pesado baúl y con esas maravillosas
armas.
Miguel estaba impresionado, la memoria del anciano era envidiable, y su
capacidad para mantener entretenido a alguien con sus relatos era casi de otro
mundo. Pero aún quedaban un par de cabos sueltos por atar.
– De verdad le agradezco el tiempo que se ha tomado en contarme la historia de
ese alfanje. No quiero ser imprudente pero hay un par de detalles que no me
quedan claros. Por ejemplo, ¿por qué el sacerdote aragonés dijo que las espadas
eran maléficas?
– Se nota que le interesa mucho la historia de esta joya, joven. El sacerdote dijo
que los alfanjes era maléficos por dos razones, bastante obvias para su forma de
pensar en aquella época por lo demás. La primera era que estaban hechas en
base a modelos musulmanes, o sea herejes. La segunda era su número: trece
espadas.
– Pero usted dijo que eran doce... ¿y qué tiene de maléfico el trece para la iglesia
católica?
– Tal vez para la de hoy no mucho, pero recuerde que a la mesa de la última cena
había trece comensales, Jesús y los doce apóstoles; no creo que deba insinuarle
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el carácter maléfico del número habiendo dicho esto. Lo otro es que parece que
no me prestó la suficiente atención– dijo con un dejo de sarcasmo el anciano,
aparentemente feliz por haber atrapado al joven– . Efectivamente las espadas que
el maestro fabricó fueron doce, pero a ellas debe sumar el original: ahí están sus
trece espadas.
– Ya veo, por eso es que en la pared hay doce pares de soportes, para colgar las
doce espadas... ¿eso quiere decir que la que está en la pared es la original?
– Así es, esa que queda en la pared es la primera que hizo el maestro armero, y
que usó de modelo para fabricar las otras doce.
– ¿Y qué pasó con las otras doce espadas, si es que se puede saber?– preguntó
con algo de temor Miguel, tratando de no tocar directamente el asunto que le
interesaba averiguar.
– Ese fue un episodio que me desagrada demasiado, y que le costó la cabeza a
todos los guardias– al escuchar las palabras del anciano, Miguel palideció– . Sí,
sé que es malo dejar cesantes a tantas personas a la vez, pero lo merecían.
– Ah claro, no es una decisión fácil– respondió más tranquilo Miguel.
– Fue en enero de este año que entraron a robar. Nunca habían entrado a robar a
mi casa... bueno, una vez, pero eso fue en otra casa, y el pobre desgraciado aún
debe estar arrancando de miedo cuando me vio aparecer de uniforme y con un
fusil de guerra... pero bueno. En enero yo estaba de vacaciones en el campo. De
pronto recibí un telefonazo en la mañana de mi secretario, contándome que la
noche anterior habían entrado a robar a la casa. Cuando llegué, me enteré que
estos mal nacidos no robaron dinero ni especies, sino sólo las doce espadas. Los
malditos deben haber estado dateados, vinieron sólo a eso. Si tan solo hubiera
estado aquí para haberlos enfrentado a balazos...
Miguel empezó a atar cabos. Si había un coronel de ejército metido en la
investigación, tenía relación con el grado de oficial en retiro del anciano, y con el
especial robo que sufrió. Lo más probable es que los asesinatos se hubieran
cometido con algunas, o quizás con todas las espadas robadas: el que él
conociera de dos crímenes no quería decir nada, y si empezaba a sacar la cuenta
del número de asesinos multiplicado por dos, llegaría eventualmente a una
cantidad al menos desagradable. Ahora sólo le quedaba una pregunta, que debía
hacer rápido antes que llegara el personal de la mansión.
– Lo bueno es que a usted y a su secretario no les pasó nada con el asalto,
bueno, por lo menos a su secretario que estaba acá.
– Sí, es cierto, la vida y la salud son bienes más altos que cualquier espada...
– Bueno, le agradezco el tiempo que se tomó en explicarme esta historia, pero
aún me queda una última pregunta, si no es impertinente de mi parte seguir
molestándolo.
– Moleste no más joven, cuando lleguen mis guardias y el resto del personal esto
se pondrá tan aburrido como siempre.
– Si recuerdo bien, usted me dijo que el alfanje tenía que ver con la encomienda...
– Ah, eso. Por favor, ¿podría poner la caja encima de esa mesa y abrirla?
– Por supuesto.
Miguel tomó la encomienda y la colocó encima de la mesa que el anciano le
indicó. Con cuidado sacó un cuchillo cartonero que usaba para cortar nudos y
cintas de embalaje, para que su anfitrión no desconfiara de él, y luego de cortar
20
las cintas y cordones que protegían el paquete, logró sacar la tapa de grueso
cartón acolchado con espuma plástica por dentro. Ahí, dentro de la caja, habían
doce espadas idénticas a la que estaba colgada en el muro del anciano.
– ¿Qué demonios...?
– No, no crea que recuperé las originales. Estas son doce réplicas de la original,
las mandé hacer a España, donde los descendientes del armero que las creó
hace ocho siglos atrás. El hijo del armero que heredó estos alfanjes, antes de
ocultar las piezas en el baúl, dibujó todos los diseños del modelo original y los
guardó en los archivos de su armería. A petición mía los buscaron y recrearon
estas maravillosas piezas. De hecho les gustó tanto el modelo cuando lo
encontraron y fabricaron que decidieron agregarlo a su catálogo por internet.
– Así que por fin podrá reponer las espadas en sus soportes... ojalá alguna vez
pueda recuperar las originales– dijo Miguel, luego de aclarar todas sus dudas y
poder contemplar a corta distancia una de esas maravillosas reproducciones– .
Bueno, creo que no le quitaré más tiempo, le agradezco por toda la paciencia que
tuvo para contarme la historia de esas espadas. Que le vaya bien, y cuídese.
– Qué pena que tenga que volver a trabajar... espere aquí, le debo la propina por
traer la encomienda, por ayudarme a subirla y abrirla, y por escuchar las historias
de un viejo que no tiene a quién aburrir con sus recuerdos– dijo el anciano
mientras iba lo más rápido que podía a un gran escritorio que había en la
habitación contigua. Al volver, traía en una mano un billete de veinte mil pesos
completamente estirado y nuevo, casi como luciéndolo, y una bolsa de tela negra.
– Señor, no es necesario tanto dinero...
– Vamos, perdió mucho tiempo de su trabajo conmigo, lo justo es justo. Tome y
guárdelo para que no se lo roben. Y por favor sostenga esta bolsa abierta por mi.
Miguel recibió el dinero a regañadientes, guardándolo en su vieja billetera. Luego
sostuvo la bolsa negra por el borde, y vio como el anciano sacaba de la caja una
de las espadas, la depositaba con cuidado en su interior, amarraba el extremo
abierto con una gruesa cuerda negra y la ponía en sus manos.
– ¿Dónde quiere que la deje?– preguntó Miguel, pensando que de todos modos
quedaría un par de soportes en la pared sin ocupar.
– En su casa, colgada en su living, o donde a usted le parezca. Es suya.
– ¿Qué? No, por ningún motivo, no puedo...
– Mire joven, soy un hombre viejo cuyo único patrimonio cierto en la vida es el
conocimiento. Usted ha sido el único que se dio el tiempo de aprender de mi.
Tranquilamente podría haber dejado la caja a la entrada de la puerta y haberse
ido a repartir cartas al resto del barrio. En vez de eso me permitió regalarle un
trocito de historia, que tal vez no le sirva para repartir cartas, pero que de una u
otra forma cambió o cambiará en algo su vida. Ahora, yo entiendo que el
conocimiento es intangible, cosa poco entendible en nuestra sociedad actual;
entonces, para hacer tangible el trocito de historia que me permitió entregarle,
también le doy la forma física de lo conversado: una réplica del alfanje. Llévelo
con cuidado, es acero 440C con filo real, si la manipula mal puede herirse o herir
a alguien.
– Yo... nadie me había regalado nada como esto, no sé cómo agradecerle–
respondió Miguel, asiendo con cuidado la empuñadura del regalo por sobre el
saco de tela.
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– ¿No sabe cómo? Diga “gracias”... vamos, dígalo.
– Gracias.
– De nada. Ah, y no se preocupe por la colección, no me costará mucho pedir una
nueva réplica, tengo los medios de sobra para hacerlo. Además el armero me
contaba por correo electrónico, que hace un par de meses empezaron a aumentar
los pedidos de este modelo desde Chile, así que no me extrañaría que el alfanje
de reposición me llegue de cortesía.
22
VII
Miguel avanzaba con lentitud en su moto por el barrio. Después de salir de la
mansión del anciano se devolvió a la oficina de correos a buscar su bolso. Al
terminar las entregas del día, por curiosidad decidió pasar de nuevo por la
mansión que visitó en la mañana; a esa hora tres grandes vehículos negros
dificultaban el tránsito vehicular haciendo las veces de barreras, y sendas rejas
metálicas portátiles obligaban a los pocos peatones que circulaban por el lugar a
cruzar a la acera del frente, o a identificarse para poder pasar ese verdadero
cerco de seguridad tras el cual estaba la reja de entrada, franqueada por un
guardia tanto o más alto que el primer asesino que vio en el barrio en el que hacía
entregas antes. Si no hubiera sido por la cadena de sucesos gatillados en la
mañana, jamás hubiera podido siquiera ver de cerca la reja externa, y acercarse
aunque fuera un poco al origen del misterio de los asesinatos. Pero no sacaba
nada con darle vueltas al asunto de la suerte que tuvo ese día, lo más
preocupante de todo fue la frase final del anciano: hacía un par de meses los
pedidos de ese alfanje iban en aumento, y todos venían desde Chile. Parece que
tendría que echar mano a su trabajo para ver si lograba averiguar algo acerca de
quién o quiénes pedían esas magníficas espadas.
Miguel iba de vuelta a la oficina de correos, ya había terminado sus entregas del
día y ahora debía devolver en la sucursal donde trabajaba algunas cartas que
fueron rechazadas por quienes vivían en los domicilios y no conocían a quienes
iban dirigidas. Era habitual tener algunos rechazos diarios, lo que enlentecía el
proceso de entrega y alargaba un poco la jornada de la tarde, pero estaba dentro
de lo previsible; la única diferencia era que en esos instantes llevaba firmemente
atada al marco de la moto la gruesa bolsa de tela negra que guardaba en su
interior el maravilloso regalo tangible que le había hecho el anciano por la
mañana. Aún no había decidido si la escondería, si se la mostraría a Ana y luego
la guardaría o si la pondría en alguna suerte de atril o soporte en la pared en su
casa; tal vez usaría soportes similares a los que tenía en su mansión el anciano,
obviamente de menor calidad y de un precio accesible a su bolsillo. Cuando iba a
mitad de camino, y justo después que el semáforo diera verde en el cruce de una
importante avenida y se disponía a reanudar su marcha, un fuerte impacto lo
derribó sobre su lado derecho, dejándolo tendido en el pavimento pero sin soltar
el manillar de su vehículo. Luego de ello vendría para Miguel una historia ya
conocida.
Miguel sujetaba instintivamente el manillar de la moto. Por su izquierda apareció
una nueva creatura hecha por dos mitades distintas, esta vez de hombres con una
gran diferencia de edad, lo que no parecía presentar alguna merma en la fuerza
del monstruo. De entre sus ropas sacó el ya característico cordel amarillo con la
marca roja con el cual lo midió: la medida que portaba daba exacto con la talla de
Miguel, el cual alcanzó a darse cuenta cuando el ser enrollaba la cuerda en su
mano y se aprestaba a aturdirlo. En ese momento el cartero echó mano a lo único
que lo podría salvar de la muerte segura que lo esperaba a manos de la creatura:
con su mano derecha desató el lazo que cerraba la bolsa negra y sacó la réplica
que le habían regalado esa mañana, a sabiendas que era lo único que podía
hacer, sin tener alguna certeza de qué sucedería, mientras con su mano izquierda
tapaba los ojos de la bestia.
23
Cuando el ser sacó de su cara la mano de su víctima, vio con extrañeza que ésta
usaba una espada como la suya. La incertidumbre lo dejó paralizado, pues no
sabía qué hacer frente a alguien con el cuerpo entero que usaba un arma igual a
la que le habían entregado. Miguel aprovechó esos breves segundos de
desconcierto de la bestia para lanzar con todas sus fuerzas un golpe con el filo de
la espada hacia el cuello de su atacante. La perfectamente bien trabajada hoja de
acero cortó sin dificultad el cuello del monstruo hasta llegar a la mitad del cuerpo,
donde pareció chocar contra una barrera extremadamente dura que hizo rebotar
el arma y salir por donde había entrado. La bestia se llevó la mano izquierda hacia
el cuello mientras caía sentado pesadamente en el pavimento, sin entender qué le
había sucedido; parecía que la herida no había sido suficiente como para terminar
con él, pero sí como para darle tiempo a Miguel para arrastrar su moto, ponerse
de pie y partir. En ese momento Miguel vio lo indefenso que parecía el pobre
desgraciado sentado en el piso y pensó en cortar la mitad derecha de su cuello,
así tal vez lograba decapitarlo y terminar con el sufrimiento que debía estar
padeciendo con medio cuello cercenado; de paso también libraba al mundo de
una de esas bestias asesinas y hasta aprendía el punto débil de esas creaturas.
Cuando se aprestaba a cortar la mitad indemne del cuello, un ya familiar derrapar
de neumáticos lo hizo desistir y subir a su moto para alejarse del lugar y ver lo que
habría de pasar. A una cuadra de distancia vio detenerse la vieja camioneta
modificada, encargada de recoger a las víctimas y a los victimarios, y que luego
pasarían a engrosar las filas de ese extraño grupo; del destartalado vehículo se
bajó corriendo el acompañante del conductor, que resultó ser también una
creatura, quien sin mayor esfuerzo tomó con una mano de una pierna al herido y
lo lanzó a la parte de atrás de la camioneta, para luego subir a la cabina y
desaparecer, dejando un rastro de humo y huellas de neumáticos en el pavimento.
Miguel estaba impresionado con la espada, aparte de su belleza era de una
calidad increíble, pues casi no sintió en su antebrazo el golpe que le dio a su rival,
y no requirió de demasiada fuerza para llegar hasta la mitad del cuello; si no
hubiera sido por ese tope invisible que hizo rebotar la hoja y hacerla salir por
donde entró, probablemente hubiera decapitado a la creatura. Al revisar el filo se
dio cuenta que estaba intacto, y la hoja había quedado apenas humedecida por
algo gelatinoso que a primera vista no tenía consistencia ni color de sangre. Sin
perder tiempo sacó de su bolsillo un pañuelo, con el que limpió la espada para
guardarla inmediatamente en la bolsa de tela donde venía: no quería tener que
darle explicaciones a los carabineros de por qué andaba blandiendo una espada
en el cruce de dos avenidas en pleno barrio alto de Santiago. Cuando ya tenía
envuelta el arma, y se aprestaba a encender su moto para seguir su camino hacia
la oficina de correos, otro fuerte empellón lo volvió a derribar con vehículo y todo;
en cuanto se vio en el piso intentó volver a sacar la espada, pero en el acto un
pesado zapato aplastó su cara contra el pavimento y sintió el característico sonido
del pasar bala de una pistola de alto calibre que luego se apoyó en su sien, a la
vez que una ya conocida voz se hacía escuchar por su oído no aplastado.
– Espero que tengas una buena explicación para esto, huevoncito.
24
VIII
Pedro Gómez apuntaba a la cabeza al cartero. Hasta ese instante había sido
bastante condescendiente con el muchacho, pero al parecer el tipo estaba metido
hasta el cuello en todo ese asunto, o bien era un tipo con un sino realmente de
temer. Si no obtenía las respuestas que quería, probablemente se desharía de él
de inmediato: no pensaba seguir perdiendo su tiempo mientras seguían
ocurriendo asesinatos a diestra y siniestra. Con un rápido movimiento separó la
bolsa de la moto sin dejar de apuntar a Miguel; un par de minutos después una
van apareció para llevarse a ambos hombres a bordo, mientras que una
camioneta de doble cabina se hacía cargo de llevar su scooter. Una vez lo
sentaron dentro del vehículo esposado a la espalda, ambos móviles emprendieron
viaje con rumbo incierto.
– Ya cartero, empieza a hablar, ¿desde cuándo estás metido en esta cuestión?
– Mi coronel...
– No me hagas la pata mierda, ni intentes hacerte el vivo conmigo, esa espada
tiene más años que la cresta, y sólo una persona era dueña de todas esas armas.
¿Estuviste metido en esto desde el principio?
– Coronel Gómez, si me deja explicar...
– Córtala, me vas a dar las respuestas que quiero por las malas o por las peores.
¿Estuviste metido en el robo de principios de año? Por tu bien responde lo que te
pregunto, mierda.
– No coronel, no tuve que ver con el robo de las espadas originales.
– Entonces ¿cómo y cuándo conseguiste esa...?– de pronto Gómez cayó en
cuenta de la frase que dijo Miguel– . A ver, para, ¿qué dijiste?
– Dije que no tuve que ver con el robo de las espadas originales– contestó Miguel
mirando al piso de la van, a sabiendas que algunos interrogadores se ponían más
violentos cuando los miraban a los ojos.
– ¿De dónde sacaste que esta no es una espada original?
– Porque venía en una caja de encomienda que entregué esta mañana en un
domicilio de Vitacura.
– ¿Y cómo supiste que en esa caja iba esa espada?– preguntó Gómez con voz
neutra.
– No sabía. Después de conversar con el dueño de la casa donde entregué...
– ¿Qué?– interrumpió Gómez, denotando rabia en sus palabras– , ¿de nuevo
tratas de hacerte el huevón conmigo? Sé exactamente de dónde vienen esas
espadas, así que no juegues conmigo mierda.
– No estoy jugando a nada, el anciano dueño de casa...
– ¿Qué te dije, huevón?– gritó Gómez completamente descontrolado, poniendo la
pistola en la frente de Miguel y amartillando el arma– . Deja de hacerte el tonto
conmigo y empieza a hablar, antes que tenga que mandar a cambiarle el tapiz a
esta camioneta.
– ¡Por favor, no dispares! ¡El anciano me dijo que se había confundido su
secretario personal, y le habían dado permiso a todos los guardias por error, por
eso estaba solo con una cocinera sorda!– gritó desesperado Miguel con los ojos
cerrados, rogando porque el coronel le creyera la extraña historia. De un momento
a otro dejó de sentir el cañón del arma en su frente y la respiración del militar en
su cara. Cuando abrió los ojos Pedro Gómez estaba afirmado en el asiento de la
van.
25
– La Marta está sorda como tapia hace años... voy a hacer una llamada huevón, si
no me responden lo que me dijiste la bala que está en la recámara terminará en tu
cabeza– en esos momentos Miguel no entendía nada, no sabía cómo el coronel
Gómez sabía el nombre de la cocinera. Mientras tanto el militar sacó su celular,
buscó un número en la memoria y lo marcó.
– Aló, tío Gabriel, ¿cómo está? Oiga tío, ¿cómo es eso de que estuvo solo en la
mañana? Ah... ya... oiga, ¿y le llegó la caja que pidió por internet? Qué bien, o sea
que ya tiene las doce espadas... Ah... ¿y por qué tiene una menos?– desde esa
última pregunta pasaron cinco minutos en que Gómez sólo movía su cabeza
asintiendo, como si su interlocutor lo pudiera ver– . Ah ya... ¿y cómo va a...? Ah
claro... ya tío Gabriel, qué rico que ya tiene sus chiches para colgar. Cuídese
mucho, adiós.
Con sumo cuidado Pedro Gómez le sacó el cargador a la pistola, corrió el carro y
sacó la bala que estaba en la recámara, para luego colocar nuevamente el
proyectil en el cargador y devolverlo al arma, la cual guardó en su espalda.
Después sacó una pequeña llave de su bolsillo y le quitó las esposas a Miguel,
para finalmente apoyarse con calma en el respaldo del asiento.
– Te debo un sahumerio parece– dijo Gómez mirando al cartero– . De verdad no
entiendo cómo sales de una y caes en otra... ¿siempre has sido así?
– No coronel. Y no creo tener mala suerte por lo que me ha pasado en estas
últimas semanas, simplemente las cosas se han dado así.
– Espera un poco– Gómez golpeó la ventanilla de la van para hablar con el
conductor– . Te vamos a dejar a un par de cuadras de tu pega, con tu moto, sano
y salvo, y aquí no ha pasado nada.
– Supongo que le llevará de vuelta la espada a su tío.
– No, esa réplica es tuya, cualquiera que aguante a mi tío contar sus historias
merece el regalo que él le haya dado. Ya, llegamos, bájate.
– Coronel, ¿le puedo pedir un favor inmenso?– preguntó Miguel sin mirar a
Gómez.
– ¿Qué quieres?
– ¿Me podría dar algún número de celular? En una de esas mi suerte me ayuda y
logro encontrar algo útil para usted, uno nunca sabe...
– Ya, esa es mi tarjeta, ahí está mi número. Es privado, si empiezan a aparecer
llamadas de desconocidos sabré que eres tú y...
– Sí, ya sé. Gracias coronel.
– Bájate huevón. Y cómprate ese puto sahumerio...
Miguel vio alejarse la van y la otra camioneta. Mientras reacomodaba la espada
en el marco de la moto pensaba en el juego de coincidencias que le habían
salvado la vida aquella tarde, y que casi se la habían quitado al mismo tiempo.
Había llegado el momento de adelantarse a los hechos, y empezar a buscar el
origen de esos monstruos que día tras día mataban gente para engrosar sus filas,
de incierto pero posiblemente nefasto propósito. Pero antes había que llegar a la
oficina a entregar las cartas rechazadas: no podía arriesgar su trabajo pese a lo
intrascendente de este y a lo vital de su incipiente investigación.
26
IX
Miguel llegó a la oficina de correos una hora después de lo habitual. Al entrar se
encontró con Ana y su jefe. Su esposa se levantó de inmediato, al ver que el
cartero tenía marcada en la cara la huella de un zapato, y en la sien y en medio
de la frente unas marcas redondas idénticas.
– Dios mío Miguel, ¿qué te pasó, estás bien?– preguntó asustada la joven,
mientras acariciaba las marcas de su marido y limpiaba las huellas de tierra.
– ¿Te sientes bien Miguel? Parece que te hubieran pisado la cara. ¿Tuviste un
accidente acaso?– agregó su jefe.
– Me asaltaron– inventó Miguel, tratando de pensar lo más rápido posible, para
hilar una historia medianamente coherente, mientras en su cabeza seguía dando
vueltas aquella verdad que no podría contar– . Estos desgraciados me esperaron
a la salida de la casa donde entregué la encomienda para robarme la propina. Me
botaron y me pisaron la cara para amedrentarme.
– Supongo que le entregaste la plata a esos tipos...– preguntó nerviosa Ana.
– ¿O te hiciste el valiente como siempre?– dijo el jefe.
– Para suerte mía y mala suerte de esos desgraciados, el dueño de casa me
había regalado una espada de fantasía, pero metálica. Cuando la saqué, tiraron
sus cuchillos y salieron corriendo a perderse los hijos de perra– terminó de
inventar Miguel, feliz de haber incorporado todos los elementos a su cuento.
– Pero ¿cómo se te ocurre...? A veces se te olvida que no eres solo, parece– lo
recriminó Ana– , ¿qué hubiera pasado si alguno hubiera sacado una pistola, le
hubieras pegado con la espada?
– Por supuesto que lo hubiera hecho, con lo loco que es– intervino el jefe– .
Bueno, al menos sólo te llegó un susto y un pisotón en la cara, la sacaste barata.
Pero por favor trata de no confiarte, eres un buen empleado y baleado no me
sirves.
– Está bien jefe, trataré de no correr más riesgos. Hasta mañana, nos vemos.
Ana y Miguel subieron a la moto. Mientras hacían en silencio el viaje a casa, Ana
pensaba en lo loco y arriesgado que era su marido, y que debería tratar de
apaciguar sus ánimos antes de los treinta, para que en el futuro no terminara
siendo el típico viejo verde que toma un segundo aire y cambia a su pareja por
una más joven; por su parte Miguel rogaba por que su historia hubiera sido
convincente, pues ahora necesitaría de toda su astucia para conseguir que su
mujer lo ayudara sin saberlo. En cuanto llegaron al edificio donde vivían y
guardaron la moto, Miguel desató la bolsa negra del marco del vehículo y subieron
al departamento, para que su esposa pudiera verla con detención.
– Bien, este es el juguete con el que asusté a los asaltantes, ¿impresionante,
cierto?– empezó diciendo Miguel mientras desenfundaba la espada.
– Es preciosa, pero algo me asusta– dijo Ana al ver la espada en manos de su
esposo– . ¿Y por qué te regaló algo tan caro el caballero ese, oye?
– Es una historia extraña pero bonita– dijo Miguel, luego de lo cual relató todo lo
que pasó en la mansión del anciano, desde la perspectiva de ese hombre para
evitar dejar escapar algún detalle revelador. Cuando terminó, Ana estaba como
petrificada.
– Vaya, qué increíble la historia de la espada... ¿así que es importada de España?
27
– Así dijo este caballero.
– Oye, parece que me estás mintiendo– dijo de pronto Ana, con la espada en sus
manos– , me dijiste en la oficina que la espada era de fantasía pero esta cosa
tiene filo, y harto mejor que el del cuchillo que usamos para los asados, ¿o acaso
las fantasías vienen con filo ahora?
– Tuve que decir eso para que el jefe no empezara a molestar con que la mostrara
en la oficina– mintió Miguel– , ¿te imaginas si entra un cliente despistado, el
sustito que se hubiera llevado?
– Eso es verdad... oye, ¿me dijiste que esta espada es nueva?
– Sí, por lo menos la sacamos de la caja que entregué, ¿por qué lo preguntas?–
dijo Miguel, algo preocupado por la excesiva curiosidad de su esposa.
– Porque esta cosa está usada– sentenció Ana – . Mira acá, en la parte del filo se
ve como un poco romo o abollado, y más atrás está como sucia o rallada. Estos
españoles están vendiendo espadas usadas, o mal terminadas.
Miguel palideció, su esposa fue capaz de notar la zona en que la hoja cortó el
cuello del monstruo y el lugar exacto donde rebotó al llegar a la división de los dos
cuerpos. De pronto se le ocurrió cómo podría aprovechar ese comentario a su
favor.
– Chucha, tienes razón... capaz que estén enviando espadas de segunda mano o
de mala calidad para acá, y quizás cuánto cobraron por cada una.
– Es una lata, importarlas ya es caro para que más encima los perjudiquen
vendiéndoles usadas por nuevas.
– Mmm... oye, se me estaba ocurriendo algo, ¿tienes acceso al registro de las
direcciones de las encomiendas, cierto?– dijo Miguel, empezando a armar su
plan.
– Claro, está todo registrado en el computador... ¿en qué estás pensando?
– En que podrías buscar a qué direcciones han llegado encomiendas de ese
remitente, para que yo pueda pasar de una carrera a preguntarle a los
destinatarios sobre la calidad de las espadas, en una de esas hasta se pueden
poner de acuerdo para reclamar en grupo– terminó Miguel, esperando por la
respuesta de Ana.
– Bueno, de poder puedo... oye, ¿no estás metido en nada raro, cierto? Con la
plata que ganamos es suficiente, no hay para qué...
– Ana, no hay nada raro de por medio, es que de verdad me gustaría saber por
qué estas espadas tan raras y caras vienen falladas. No vamos a gastar ni un
peso en hacerlo, y en una de esas hasta nos llega alguna propina, que nunca está
de más.
– Sí, y por último ayudamos a algunas personas entre medio... está bien, mañana
sacaré la guía de la encomienda para buscar la dirección del remitente de esa
caja, y de ahí revisaré en la base de datos nacional si es que han llegado otros
pedidos. En cuanto tenga los domicilios de los receptores te pasaré la lista para
empezar a limpiarla y ver a quién más le han llegado espadas usadas o de mala
calidad.
– Gracias amor, te pasaste– dijo Miguel, para luego besar a su esposa. Gracias a
lo aparentemente lógico de la historia, había logrado que ella lo ayudara sin saber
en qué, y por ende sin hacerle correr algún riesgo. El cartero sólo esperaba que
cuando tuviera las direcciones no fuera demasiado tarde como para detener la ola
de asesinatos.
28
X
Ana Villagrán era una mujer sencilla pero feliz. Hija de un matrimonio de
empleados públicos, había hecho varios cursos técnicos después de salir del
colegio para tratar de obtener un mejor trabajo que el de vendedora de
multitienda. El destino la llevó hasta esa oficina de correos donde haría una
práctica no remunerada, para que le dieran el certificado de aprobación del curso;
fue tal el empeño que puso en hacer las cosas bien desde un principio, que en
cuanto terminó el período por el cual iba enviada por el instituto, fue contratada
para reemplazar a una funcionaria que acababa de jubilar. Llevaba cerca de seis
meses trabajando cuando conoció a Miguel, quien era dos años mayor que ella, y
que había entrado a trabajar más o menos en la misma fecha. Desde el principio
fue tema de conversación el hecho de estar medio año trabajando en el mismo
lugar sin siquiera haberse visto, y que luego de verse por primera vez se hicieran
casi inseparables. Luego de casarse y arrendar un pequeño departamento, se
habían dedicado a ahorrar, para tratar de forjarse un futuro que les permitiera
cumplir con las leyes de la vida: tener hijos, criarlos, guiarlos, y entregarlos al
mundo para que ellos hicieran su propio destino y su pequeño aporte al futuro de
la humanidad. Con el accidente que había obligado al cambio de comuna de
Miguel, las propinas habían mejorado notoriamente, y todo ese dinero estaba
yendo al fondo de ahorro. Y ahora que investigarían lo de las espadas falladas,
era probable que el destino les sonriera aún más temprano, permitiéndoles de una
vez por todas empezar a cumplir los sueños que la sociedad les había asignado.
Miguel venía de vuelta de sus entregas de la tarde. Ese día no había quedado
correspondencia sobrante así que terminaría a la hora y podría irse con Ana, sin
tener que hacerla esperar hasta desocuparse. Cuando terminó de poner al día la
bitácora de entregas, su esposa lo esperaba arreglada a la salida de oficina con
cara de apurada; el viaje fue igual de tranquilo de siempre, pero más silencioso.
Cuando llegaron al edificio y después de guardar la moto, ambos subieron al
departamento sin cruzar palabras. En cuanto entraron y cerraron la puerta Miguel
le habló a Ana, algo preocupado por su actitud.
– ¿Pasa algo amor? ¿Por qué no me dirigiste la palabra esta tarde?– dijo Miguel.
Ana sin responder le entregó un papel con una dirección y una gran sonrisa– .
¿Qué es esto?
– Lo que me pediste. Crucé datos y encontré una sola dirección adonde habían
recibido correspondencia y encomiendas desde el remitente de España. Nadie
más ha enviado o recibido nada de esa empresa española, que no sea el
domicilio del caballero que te regaló la espada fallada, y esta. ¿Fácil, cierto?
– Amor, eres increíble, de verdad creí que te demorarías varios días en encontrar
el dato. En cuanto tenga tiempo iré a ver si esta persona también recibió alguna
espada fallada, para ponerla en contacto con el señor que conocí, a ver si quieren
hacer algo contra los españoles.
Mientras abrazaba a su esposa, Miguel pensaba en lo desagradable pero
necesario que era en ese instante mentirle: si por algún motivo se enterara de
todas las implicancias del asunto, de ninguna manera lo dejaría involucrarse.
Ahora sólo faltaba organizar su trabajo para algún día disponer del tiempo
necesario para ir al domicilio, y saber quiénes eran los asesinos. Por supuesto
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que para dicha ocasión debería prepararse, no podía llegar a tocar la puerta y
esperar a que salieran los asesinos a entregarse por las buenas, más aún si se
trataba de esas creaturas hechas de mitades de personas y que tenían fuerza
sobrehumana. Lo más seguro es que tendría que ir en más de una ocasión,
primero a mirar y luego a hacer algo para detener esa barbarie; para eso tenía a
mano el teléfono de Pedro Gómez, quien estaría dispuesto a ayudarlo si eso le
permitía acabar con esa ralea de monstruos, y más encima recuperar las espadas
de su tío Gabriel. Lo mejor era no dilatar más la situación: trataría de hacerse un
tiempo al día siguiente para ir a ubicar la dirección, y ver si podía obtener algo de
información útil.
Al día siguiente, Miguel llegó a la oficina de correos con Ana, y de inmediato fue a
ver el recorrido que debería hacer. La suerte, esa que según el coronel Gómez le
era esquiva, en esos momentos le mostraba una leve sonrisa: el listado de
direcciones era algo más breve que el de un día común, y muchos de ellos
correspondían a departamentos y condominios, los que le cancelaban a fin de
mes la cuota de correspondencia. Si bien es cierto era bastante exigua en relación
a las propinas que le daban en las mansiones, para ese día era lo que necesitaba,
así se podría desocupar más temprano y tendría el tiempo suficiente como para
llegar al domicilio que había encontrado Ana, que quedaba al otro lado de la
capital, en Maipú. Así, sin darle más vueltas al asunto, salió con su bolso cargado
para entregar todo lo antes que pudiera, para hacer el viaje que le interesaba
concretar en esa jornada. Si todo salía como lo tenía pensado, cerca de las once
de la mañana habría terminado las entregas, y podría dedicar el resto de la
mañana y la hora de colación para ir a su esperado destino.
A las diez y media Miguel iba en su moto rumbo a Maipú. A mitad de mañana las
calles estaban relativamente expeditas, así que no sería mayor problema hacer el
viaje de ida; lo más seguro es que ese día se quedaría sin almorzar y saldría más
tarde del trabajo, pues no tendría la misma suerte en el periplo de vuelta, pero el
eventual resultado bien valía la pena. El problema se podría presentar en
encontrar la dirección, pues quien va por primera vez a Maipú tiende a perderse
en su intrincada red de calles y pasajes; sin embargo la ya no tan esquiva diosa
fortuna le volvía a sonreír: cuando llegó a la plaza de la comuna y sacó su vieja
revista con los planos de Santiago para intentar ubicar la calle, un colega suyo
que llevaba años trabajando en la zona lo vio con cara de perdido, y le dio las
indicaciones para llegar sin mayores dificultades a su objetivo. A ese paso, y si se
seguían dando las cosas, era probable que ni siquiera tuviera que renunciar a su
almuerzo, pues cinco minutos después de despedirse de su colega dio con el
domicilio.
El número correspondía a una vieja y deslavada casona de adobe, que casi
parecía sacada de un libro de historia, al ver en la cuadra siguiente una serie de
pequeños edificios de departamentos de reciente construcción y vivos colores,
característicos de los programas de vivienda del estado para familias de escasos
recursos y emergentes. Era frecuente en esa comuna hacer ese tipo de
construcciones, lo que llevaba a que cada vez quedaran más casas viejas en el
recuerdo de sus antiguos moradores, y debajo de alguna retroexcavadora o
bulldozer. Por el momento esa cuadra completa se salvaba, y la vieja casa
destacaba dentro del conjunto como la más vieja y descuidada entre las viejas
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descuidadas. La casa era típica de principios del siglo XX: sin antejardín, muro de
un solo color de más de tres metros de altura, puerta al centro y dos ventanas
laterales, dando a entender un pasillo central que servía de distribuidor a los
dormitorios que se alineaban a cada lado del corredor, que hacía las veces de
columna vertebral de la edificación. Generalmente esas casonas de adobe tenían
un patio al fondo, cuyo muro trasero colindaba con el muro trasero de la casa que
daba a la cuadra siguiente. Nunca se podía saber el tamaño de esas casas
mirando el frente, pues el fondo podía ser de entre cuatro a diez veces la
extensión de la fachada, y eso justamente les daba un aire de misterio y hasta de
grandeza en algunos casos, dependiendo del cuidado que se les diera. En esas
condiciones, el único sentimiento que generaba la edificación era lástima.
Ahora que Miguel había dado con la ubicación, debía decidir cómo acercarse; tal
vez lo mejor era llegar como cartero extraviado, y pedir ayuda para ubicar una
dirección, apelando a lo complicado que era encontrar un domicilio para alguien
nuevo en la comuna. Por supuesto, para ello debería conseguir un arma de fuego,
o andar con la espada en el marco de la moto para defenderse. De todos modos
algo no le gustaba: esas casas no tenían estacionamiento, y si no había dónde
guardar la camioneta destartalada era mu probable que no fuera el único lugar
donde se guarecían los monstruos. Cuando Miguel se aprestaba a acercarse a la
vieja casona, a ver si lograba ver algo a través de los sucios vidrios, un fuerte
golpe en su nuca lo aturdió.
Miguel lentamente empezó a reaccionar luego del golpe en la nuca, con un dolor
continuo en dicha zona, y aún algo de dificultad para moverse. Ya sabía que en
cuanto despertara se encontraría nuevamente con Gómez apuntándole a la
cabeza, probablemente con un fusil o algo peor, pues ahora no estaba en el piso
de un vehículo. Al abrir los ojos se encontró en lo que parecía un dormitorio de
casa, similar a la que estaba vigilando: por un instante creyó haber sido capturado
por los monstruos, y estar a punto de ser asesinado o partido a la mitad. Sus ojos
empezaron a recorrer el lugar, y de pronto se toparon con una desvencijada silla
de madera donde estaba sentado un viejo flaco de brazos marcados, con cara de
pocos amigos y un bate de madera en sus manos.
– Eres muy tonto, pendejo. Si no te hubiera aturdido y arrastrado a mi casa, ya
estarías muerto o tal vez algo mucho peor– dijo con voz de cigarro recién
apagado.
– ¿Quién es usted, y cómo sabe lo que me hubiera pasado en esa casa?–
preguntó Miguel mientras pensaba en cómo escapar sin que el el viejo lo matara a
palos.
– Soy un viejo que lleva hartos años más que tú en esta tierra, que pega harto
más fuerte de lo que parece, y que sabe harto más que tú de espadas y
monstruos hechos de mitades de personas.
31
XI
Miguel miraba distraído la habitación donde se encontraba. El dolor de cabeza por
un lado, y las palabras del viejo musculoso por el otro, lo tenían mareado y le
dificultaban fijarse en los detalles para ver cómo diablos escapar de esa casa. De
pronto cayó en cuenta que no estaba retenido, pues no tenía ninguna amarra y la
puerta que daba al pasillo estaba abierta; el problema era que el solo intentar girar
sentado en el suelo lo mareaba, así que las posibilidades de ponerse de pie
siquiera eran mínimas en ese instante. Un par de minutos después apareció el
viejo con una bolsa con hielo y sin el madero; el viejo le pasó la bolsa a Miguel
para que se la pusiera en la nuca para el dolor, y se volvió a sentar en su crujiente
silla.
– ¿Qué querías hacer pendejo, dártelas de superhéroe entrando a esa casa
maldita?– preguntó el viejo con voz de cigarro– , ¿y qué ibas a hacer dentro,
agarrar a balazos a esos monstruos?
– No ando armado...
– Entonces eres huevón... ¿sabes a qué te ibas a enfrentar, pendejo?
– Miguel... me llamo Miguel, no “pendejo”, “viejo”. ¿Tienes nombre?
– Ah perdón, olvidé mi manual de Carreño– dijo el viejo cambiando la voz de
cigarro por una de cigarro irónico– . Estimado don Miguel, mi nombre es
Esteban... ¿ahora me vas a decir qué mierda ibas a hacer en esa casa?
– Esteban... don Esteban... ya he visto a esos monstruos antes, los he visto matar
gente partiéndolos a la mitad cuan largos son. Inclusive vi al que asesinaron la
primera vez convertido en un nuevo monstruo... bueno, su mitad. La última vez
que me los encontré, uno de ellos me midió con un cordel y di con la medida
exacta... si no hubiera sido porque andaba trayendo una réplica de las espadas
que ellos usan con la cual lo herí, ya estaría muerto, o formando parte de un
nuevo monstruo...
– ¿Qué? ¿Réplicas de espadas, de qué diablos estás hablando? A ver, cuéntame
lo que te pasó y lo que sepas o creas saber de estos engendros.
El viejo se paró, a los pocos segundos volvió con otra vieja silla y un vaso de
agua. De un tirón paró a Miguel y lo sentó en la silla, pasándole en la mano libre el
vaso de agua. Miguel sintió como su cabeza giraba descontroladamente luego del
brusco cambio de posición, el que lentamente empezó a ceder. Después de
tomarse medio vaso de un solo trago le contó con lujo de detalles la historia a
Esteban. Terminado el relato, el viejo se tomó la cabeza y la movió entre sus
manos con una mueca de decepción.
– Sonamos. Ándate a tu casa mejor, y espera a que te maten de noche, o que te
pillen de improviso. Si están empezando a usar espadas nuevas quieren decir que
descubrieron cómo modificar la maldición... parece que ya no hay nada que hacer.
– ¿Maldición, qué maldición?– preguntó extrañado Miguel.
– Da lo mismo, ya no vale la pena que te cuente la historia de estos engendros,
llegaste demasiado tarde.
– Pero si voy a morir si o si, por lo menos merezco saber a qué me estoy
enfrentando.
– ¿Tienes tiempo?– preguntó Esteban luego de lanzar un cansado suspiro que
impregnó el aire con olor a cigarro de mala calidad.
32
– Por supuesto Esteban, si pude escuchar la historia de las espadas puedo
escuchar la suya.
– Bueno, qué más da, ya no importa que pierda mi tiempo contigo– dijo
apesadumbrado el viejo– . Estas creaturas son una mezcla de dos trabajos tan
geniales como malévolos, el de un científico y el de un brujo.
– ¿Qué, pero no dijo que era una maldición o algo así?
– El asunto no es tan sencillo. Hay un desgraciado ambicioso que sueña con
apoderarse del planeta. Primero empezó por la política, luego con el tráfico de
drogas y armas; ambas cosas lo enriquecieron, pero a la vez le enseñaron que
había miles de cerdos más ambiciosos y poderosos que él delante de la fila de
potenciales dueños del planeta, así que si quería cumplir su pesadilla debía
buscar por otro lado. Con la plata y los contactos logrados con sus carteles de
armas y drogas, y con el manejo de gente corrupta gracias a su carrera política, el
desgraciado este empezó a buscar por áreas en las que nunca se había metido.
Gracias a sus contactos llegó a sus oídos la existencia de un científico, que
estaba hace años trabajando clandestinamente en experimentos acerca de la vida
eterna y la fuerza sobrehumana.
– Vaya, yo creí que eso pasaba en las películas no más– comentó Miguel.
– No, estos hijos de perra son peores que los de las películas. Los experimentos
de ese tipo siempre se han hecho, los más publicitados fueron los de los nazis en
las décadas del treinta y el cuarenta. Cuando terminó la segunda guerra mundial,
esos científicos no fueron enjuiciados, encarcelados o ejecutados, sino que
reclutados por instituciones de gobierno de Europa y Norteamérica, donde
siguieron desarrollando sus aberraciones. Por supuesto que estos malnacidos
entrenaron a la siguiente generación de malnacidos, para perpetuar sus
aberraciones y que alguien tuviera la sangre fría de terminar lo que ellos
empezaron. Uno de estos hijos de hiena es el que fue contratado por el traficante
con delirio de grandeza.
A Miguel le costaba creer todo lo que Esteban le contaba. Era difícil imaginar que
un científico fuera capaz de crear algo así, pero él era testigo presencial y casi
víctima de esas creaturas. Luego de tragar un poco de saliva, el viejo continuó.
– Este alumno de los carniceros nazis empezó a desarrollar su propia teoría en
monos, apostando a que lograría hacer un animal más poderoso mezclando
genes mejorados, gracias a repetidas cruzas de sus animales. De hecho logró
mejores monos, pero ninguno espectacular. Cuando ya estaba pensando en botar
todo a la basura por sus magros resultados, encontró un documento de uno de
sus tutores, que hablaba acerca de reimplantación de miembros en soldados
accidentados recientes. El documento del mentor de este demente describía
cómo amputaba miembros a prisioneros de guerra, y después intentaba
reimplantárselos. Dentro de sus pruebas había relatos de intentos de trasplante
de miembros de un prisionero a otro, logrando malos resultados por eso que
hablan ahora del rechazo, pero que en su época no se sabía mucho al parecer. El
asunto es que en algunos casos resultó, y en uno en particular pasó algo raro: en
aquel pobre desgraciado en que probaron cortando más arriba, o sea donde le
cortaron el brazo casi desde la base del cuello y agarrando un pedazo de tórax, y
luego le implantaron lo mismo pero cortado a otro pobre prisionero, el brazo
pegado terminó teniendo más fuerza que la que tenía alguno de esos dos tipos.
Se suponía que el experimento después se sumaría a los esfuerzos por crear el
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supersoldado o über soldat, pero justo terminó la guerra y todo pasó al olvido.
– ¿O sea que hace más de sesenta años ya se sabía de algo como eso?– dijo
sorprendido Miguel.
– Sí, y todo ese conocimiento pasó a los países triunfadores, quienes los
siguieron mejorando. Los resultados de ese tipo se usaron para las cirugías de
reimplante de accidentados, que era el objetivo original, y terminaron sirviendo de
mucho en la medicina moderna. Bueno, el asunto es que este otro científico, el
que siguió la huella del nazi, se fijó en el detalle de la extensión de la amputación
e hizo la prueba con sus monos, logrando al tercer intento que pasara lo mismo: el
brazo implantado en el mono desarrolló más fuerza que la de los dos monos
originales.
– Chucha, qué increíble, esto es una locura– intervino Miguel.
– Claro... bueno, una vez que le resultó, empezó a probar ampliando más la zona
amputada, hasta que un día se decidió: eligió dos monos gemelos idénticos, del
mismo peso y la misma estatura, partió a ambos a la mitad y se dispuso a intentar
unirlos. Uno de los dos engendros sobrevivió, y tal como él esperaba el resultado
fue un mono con una fuerza que parecía como de seis.
– Qué espantoso, por culpa de ese loco de mierda está quedando la grande
ahora– reflexionó en voz alta Miguel.
– En parte. El problema que tuvo este maniático es que los engendros tenían
demasiada fuerza y agresividad, y por ello eran incontrolables, de hecho hubo que
matarlos a todos después que asesinaron al cuidador que los alimentaba, al que
adoraban antes de ser divididos y reimplantados. Bueno, después de eso el
científico terminó con el proyecto, y cuando estaba buscando alguna vieja nueva
idea para desarrollar de ahí en adelante,
pero esta vez más inclinada hacia el lado de la vida eterna, fue contactado por el
megalómano millonario, quien lo contrató para seguir con su idea original. Cuando
el científico le contó a este loco lo que había pasado con los monos y su cambio
de temperamento, el millonario le sugirió la posibilidad de experimentar con seres
humanos, lo que el científico aceptó de inmediato.
– O sea que ese par de hijos de perra son culpables de todo esto... ¿y de dónde
sacó cuerpos para experimentar ese loco?– preguntó Miguel, cada vez más
asqueado con la situación.
– En un principio usó a traficantes menores, vendedores de droga de poca monta
y adictos en mal estado, a los que raptó y le llevó al científico loco. Más adelante,
cuando empezó a hacerse notorio el descenso de los dealers locales, el
desgraciado contactó a quienes le compraban armas, y le pidió que le regalaran
prisioneros de guerra condenados a muerte, o los que tuvieran a mano.
– Esto es... no tiene nombre.
– Sí lo tiene, pero es muy feo... en fin, este gallo, el científico, tuvo hartos
problemas, no había cómo diablos cortar los cuerpos a la mitad, tenía que usar
una sierra como de aserradero porque hacerlo como cirugía era demasiado lento
y todos morían desangrados a mitad del procedimiento. Pasados varios meses, y
cuando por fin logró depurar el proceso y más encima encontrar gente de la
misma talla para lograr una unión medianamente pasable, en cuanto terminaba de
unirlos e intentaba reanimarlos, el corazón latía un par de minutos y se detenía
para siempre. De ahí en adelante estuvo dos o tres años experimentando, y cada
vez pasaba lo mismo. De hecho mejoró hasta llevar casi a la perfección el
procedimiento quirúrgico, pero nadie sobrevivía.
– ¿Dos o tres años? ¿A cuánta gente mataron para experimentar estos
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psicópatas?
– Te aseguro que no quieres saberlo... bueno, el asunto es que el científico se dio
por vencido: el procedimiento funcionaba en monos pero no en humanos, y no
había una causa científica para ello.
– Bueno y entonces, ¿por qué ahora estamos siendo invadidos y atacados por
estos engendros?
– Porque el megalómano entendió que si no había causa científica para que la
unión no funcionara, había que buscar por otro lado.
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XII
Esteban Ramírez miraba de reojo a Miguel, quien seguía con la bolsa de hielo en
la nuca, para que se le quitara luego el dolor por el golpe que le dio. Cuando lo vio
intruseando en la casa maldita supo que debía detenerlo a como diera lugar, o
terminaría muerto como todos los que se acercaban a ese lugar. No tenía idea
que el joven sabía algo respecto de lo que pasaba, ni tampoco acerca de las
réplicas de las espadas. Ahora le estaba contando el origen de todo lo que estaba
sucediendo, a sabiendas que el muchacho podría tener algo que hacer al
respecto. Miguel se sacó la bolsa de hielo de la nuca para enderezarse, y tratar de
seguir el hilo de lo que Esteban le estaba contando.
– ¿A qué te refieres con buscar por otro lado, al brujo que nombraste al
principio?– preguntó Miguel, concentrado en la conversación pese al dolor.
– Sí. El millonario loco es bastante obsesivo para sus cosas. Dentro de todo lo
que leyó, se dio cuenta que los nazis, sus musos inspiradores, usaban a magos y
brujos para sus experimentos, e inclusive tenían una división de estudios
paranormales, que dependía directamente de Hitler. Así que este tipo usó sus
influencias y su dinero, para encontrar a alguien que pudiera darle una respuesta
primero, y una eventual solución después. Por supuesto llegaron muchos
charlatanes tratando de sacarle plata: lo único que ganaron fue un balazo en la
cabeza.
– ¿O sea que este tipo dispara primero y pregunta después? ¿Se cree pistolero
de película acaso?– interrumpió algo abrumado por la liviandad con la que
algunos enfrentan la muerte humana.
– Se nota que no tienes ni idea al nivel que trabajan los traficantes de armas y
drogas de talla mundial, para ellos existe el “yo” y nada más. Cualquier cosa que
limite sus caprichos se elimina y punto, sin remordimientos ni sentimientos raros–
respondió secamente Esteban.
– O sea que estos monstruos se diferencian de sus creadores exclusivamente por
el laboratorio por el que pasaron– concluyó Miguel.
– No, el asunto es mucho más complejo, y tiene que ver con la solución al
problema que tenía el científico– retrucó Esteban– . Luego de muchos intentos
fallidos y charlatanes asesinados, apareció un tipo mezcla de brujo y
parapsicólogo, que llegó por su cuenta donde el traficante. El tipo irrumpió en un
restaurante, donde el traficante almorzaba despreocupado con algunos cabecillas
de otros carteles de armas, sin haber sido notado por ninguno de los
guardaespaldas de los comensales, lo que provocó la ira de quienes estaban a la
mesa. En cuanto se paró al lado del megalómano, seis pistolas apuntaron a su
cabeza; el tipo le dijo al oído al loco dos o tres detalles de su vida que nadie vivo
conocía, y le dijo que tenía la solución a su problema. El loco lo miró, dio por
terminado el almuerzo, mató a sus guardaespaldas por ineptos, y partió en la
limusina hacia su mansión sin decir nada en todo el viaje. Cuando llegaron a la
casa, el traficante se encerró con este tipo en su estudio, y se pusieron a hablar
acerca de la solución del problema del científico.
– Vaya, esto cada vez se ve más feo. ¿Y cuál era el problema según este tipo?–
preguntó Miguel, algo ansioso por saber de una vez por todas la solución del
enigma.
– El alma– respondió Esteban.
– ¿Qué, cuál alma?– preguntó confundido Miguel.
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– El alma humana. Según este tipo, los animales tienen una especie de alma
grupal, en que cada uno tiene un pedazo o parte del alma total de cada especie, a
diferencia del humano que tiene un alma individual.
– No entiendo nada Esteban.
– Deja ver si te lo puedo explicar– dijo el viejo impregnando el todo con su aliento
a cigarro– . Cuando el científico unía las mitades de dos animales, el trozo de
alma grupal permanecía tal cual en el nuevo cuerpo, pues al no ser individual,
puede fraccionarse sin perder su integridad esencial. Con el humano no pasa eso,
al partir el cuerpo, el científico no podía partir el alma, así que ésta se liberaba
causando la muerte del cuerpo.
– Ahora entiendo, y hasta suena lógico– respondió Miguel sin separar la bolsa de
hielo de su nuca– . Supongo que esa respuesta satisfizo al millonario traficante...
y bueno, ¿qué solución traía este brujo para ese problema?
– Partir el alma– respondió con simpleza Esteban.
– ¿Qué?– exclamó Miguel sacando la bolsa de su cuello y mirando fijamente a
Esteban con cara de confusión– , ¿no acabas de decirme que el alma humana no
se podía partir?
– No, te dije que el científico no puede, pero este brujo sí.
Miguel estaba espantado con los ribetes que estaba tomando la conversación,
una cosa era partir cuerpos y generar monstruos sin alma, y otra muy distinta era
dotar de almas a esos engendros. Pero si más encima las almas eran partidas, la
situación se ponía sencillamente espeluznante.
– Mierda... ¿pero cómo...?
– Este brujo es uno de los más poderosos del planeta. Su poder casi ilimitado
viene del infierno...
– Espera... ¿del infierno?
– El brujo tiene pacto con el diablo, de ahí viene su poder. El asunto es que este
tipo conoce un... cómo decirlo... procedimiento para partir el alma humana en dos
mitades, y para unir dos de esas mitades en un alma nueva.
– Ehh... esto es tremendo... es que... ¿y qué pasa con la otra mitad... con las dos
mitades sobrantes?– preguntó Miguel, tratando de darle algún orden lógico a su
mente, algo descontrolada con la revelación de Esteban.
– Vamos por partes. El brujo este descubrió unos manuscritos antiguos, hechos
por satanistas arcanos, que recibieron de boca de demonios poderosos un
conjuro que era capaz de robarle el alma a aquellos que estaban a punto de morir
y que habían sido excomulgados, o no habían alcanzado a recibir la
extremaunción. Estos satanistas empezaron a experimentar con el conjuro,
logrando que, siendo grabado en un objeto material, en este caso un medallón,
hiciera las veces de recitación de dicho conjuro.
– ¿Y para qué querían un conjuro así, para apoderarse de esas almas al
momento de su muerte?– preguntó asustado Miguel.
– Exacto. El asunto es que algunos años después otro demonio, satisfecho con la
ocurrencia de los satanistas de la época, les entregó un conjuro acortado que
hacía la misma tarea, y les ordenó que lo grabaran en un cuchillo de doble filo.
– Ya veo, supongo que así les podría servir no sólo con moribundos, sino tal vez
con infieles vivos– sugirió el cartero.
– No, según el escrito no era esa la idea– retrucó Esteban– . La idea era que
podían usar el arma para defenderse de los religiosos, que organizaban cacerías
37
contra los infieles y los satanistas de la época.
– ¿La inquisición?
– Exacto, ya había empezado lo de la inquisición. Bueno, el asunto es que uno de
los satanistas conoció en España, en lo que se llamaba reino de Aragón, al hijo
del armero que había fabricado las espadas esas de las que tienes una réplica.
Cuando supo que las espadas habían sido hechas en tierra pagana, con forma
pagana, y al ver la rabia del joven armero al tener que esconder sus armas y no
poder usarlas ni menos fabricarlas o venderlas, le ofreció el conjuro para que las
grabara y así fueran armas contra los católicos. El joven aceptó, pero por respeto
a su padre grabó todas las espadas excepto la original, que quedó intacta.
– Por eso es que no la robaron, porque no les servía– dedujo Miguel.
– Correcto– respondió Esteban– . Bueno, luego que escondieran las espadas,
todos estos satanistas se hicieron de algún arma blanca para poder usarla como
talismán de defensa contra las huestes de dios. Cada cual, dependiendo de su
oficio, gusto o capacidad, grabó el conjuro con sus propias manos para poder
defenderse si es que fuera necesario. Cuentan que uno de los malditos era
soldado, y decidió tallar la frase maldita en su espada. Una noche, luego de haber
bebido sin control, se enfrascó en una riña con otro militar que también estaba
ebrio, y terminaron yéndose a las armas. En el fragor de la disputa el maldito le
lanzó un golpe al hombro a su rival con lo que quedó descubierto, con lo cual le
pudo cortar la cabeza. Dicen que la muerte fue tan violenta que luego que cayó el
cuerpo al suelo el alma quedó de pie, pero le faltaba una parte.
– ¿La cabeza?– preguntó Miguel.
– La cabeza– reafirmó Esteban– . El conjuro era tan poderoso, que fue capaz de
cortar el alma justo donde el soldado hizo el corte. El pobre maldito se dio cuenta
de lo que había hecho de inmediato, así que botó la espada, huyó a un convento,
confesó todo y se quedó a vivir una vida de penitencia para tratar de salvar su
alma.
– Qué horrible... ¿pero cómo un alma puede quedar descabezada? De verdad
que no lo logro imaginar– dijo Miguel, entre triste y asustado con el cariz que
tomaba el relato.
– Por supuesto. Dice la leyenda que el alma sin cabeza vagó un tiempo por el
mundo, hasta que la divinidad se apiadó de él y le devolvió su cabeza para que
pudiera encontrar su camino al más allá; como el pobre desgraciado era católico,
de inmediato se le abrieron las puertas del cielo. El asunto es que este evento no
pasó desapercibido en ese mundo oculto en que se desenvuelven los verdaderos
guerreros del bien y del mal, pero en esos momentos este descubrimiento pasó
casi al olvido.
– ¿A qué te refieres con los verdaderos guerreros? ¿Acaso los de la inquisición no
lo eran?– preguntó algo extrañado Miguel.
– Primero responde esta pregunta– dijo Esteban– , ¿de verdad crees que algún
brujo o bruja puede ser quemado por fuego físico? ¿Podrías decirme que crees
que alguno de los que terminaron en la hoguera tenía algún poder especial o
sobrenatural, y no lo usó para escapar de la tortura y la muerte?
– Chucha, jamás lo había pensado– respondió dubitativo el cartero– . Si lo pones
desde ese punto de vista claro, suena extraño que alguien con algún poder venido
del infierno, del demonio, o de como se llame, pueda sufrir tortura y morir tan fácil
sin usar sus poderes para defenderse o hasta vengarse.
– Te aseguro que ningún brujo o bruja murió a manos de la inquisición. Los
verdaderos guerreros del bien y del mal luchan sus batallas entre ellos, tienen sus
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  • 2. Jorge Araya Poblete Los Soldados 2012 2
  • 3. Los Soldados por Jorge Araya Poblete se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported. Permitida su distribución gratuita como archivo digital íntegro. Prohibida su distribución parcial. Prohibida su impresión por cualquier medio sin permiso escrito del autor. Prohibida su comercialización por cualquier medio sin permiso escrito del autor. ©2012 Jorge Araya Poblete. Todos los derechos reservados. 3
  • 4. Presentación Una vez terminado mi proyecto anterior, “Vilú, la renovación de los tiempos”, me vi enfrentado a una disyuntiva: luego de años de dedicarme a los cuentos de terror, había terminado de escribir una nivola de aventuras, y mis dos novelas previas, si bien es cierto estaban inspiradas en personajes relacionados con el terror, se basaban en conflictos más relacionados con la esfera filosófica. Es por ello que me di a la tarea de escribir una nivola de terror puro partiendo desde cero, sin más norte que asustar por todos los medios posibles. Cinco meses después llega a ustedes mi nueva creación, “Los Soldados”. “Los Soldados” es una nivola de terror, en que se ven mezclados el suspenso, la ciencia y la brujería, todo dentro de un entorno gore. En ella los protagonistas juegan en los límites de la crueldad y la maldad, inclusive quienes intentan lograr un bien superior. Ambientada en Santiago de Chile, en un tiempo similar al presente, con un lenguaje adecuado a las brutales circunstancias que deben vivir todos sus personajes, no está ajena a la tristeza y amargura que resultan de la crudeza de su desarrollo. Esta nivola está pensada en lectores con criterio formado que gusten del terror y de las sorpresas en el contexto de una lectura rápida, no exenta de detalles que permiten darle sentido a la historia. Ojalá la disfruten, tal como yo disfruté al idearla y escribirla. Y si quedan con ganas de más terror y suspenso, sigan mis cuentos en mi blog de siempre, Doctor Blood: http://doctorblood.blogspot.com Jorge Araya Poblete Junio de 2012 4
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  • 6. I Miguel Cáceres era cartero por herencia. Su progenitor había sido cartero, y era lo único que supo hacer medianamente bien en la vida, pues como padre con suerte funcionaba apenas como proveedor. Mujeriego, bebedor y violento, su aporte a la crianza de su hijo fue llevarlo a los quince años a la oficina de correos a que aprendiera el oficio, pues ya en el colegio no lo recibirían más, fruto de sus malísimas calificaciones y las violentas reacciones para con sus compañeros de curso: aquellas golpizas que recibía desde que tenía uso de razón le enseñaron que los problemas se solucionaban a golpes. Luego de un lapsus de dos años, de los dieciocho a los veinte para hacer el servicio militar, donde a golpes le enseñaron que los golpes no eran la solución ni las respuestas a las visicitudes de la existencia sino sólo una herramienta a usar en casos extremos, Miguel volvió al correo para convertirse definitivamente en cartero. Ahora su padre estaba jubilado, y Miguel hacía todo lo posible por no ser como quien le dio la vida y el oficio. La madre de Miguel era una mujer abnegada. Madre de vocación y profesión, poco pudo hacer para evitar que sus hijos sufrieran las agresiones de su padre, salvo cruzarse en su camino repetidas veces y recibir golpes que no iban dirigidos a ella en ese momento. La mujer ayudaba al sustento del hogar haciendo costuras menores, zurcidos y adornos en tela para las fiestas, oficio que de alguna manera inculcó a sus hijos, que pese a ser hombres supieron usar de algún modo en sus vidas. El hermano mayor se dedicó a zapatero, por lo que las lecciones de su madre tuvieron utilidad en su destino; por su parte Miguel usó dichos conocimientos para ayudarse en el regimiento al poder coser los botones y las rasgaduras del uniforme, y en su oficio para reparar repetidas veces su bolso sin tener que andar pidiendo alguno de repuesto o quedando a merced de la buena voluntad de sus compañeros. Los arranques de violencia de su padre y el servicio militar hicieron de Miguel un hombre rudo. Luego de terminados los dos años en el ejército se encontró con que en su hogar nada había cambiado, salvo él. En cuanto vio a su padre volver a insultar a su madre y amenazarla le dijo que no lo volviera a hacer pues él no toleraría que las cosas siguieran así; a la media hora, cuando encontró a la mujer con la cara hinchada y los dedos de su padre nítidamente dibujados en su piel, buscó al viejo cartero y le quebró la mano de un pisotón, luego de golpearlo hasta que sus puños quedaran adoloridos, dejándole en claro que si lo denunciaba o si le hacía algo en venganza a su madre no lo mataría, sino que lo dejaría en silla de ruedas por el resto de sus días. Desde ese día en adelante su hogar nunca fue lo mismo: quien ahora inculcaba el temor era él, pero ya no por acción sino sólo por presencia. Pasado el tiempo Miguel tenía un nombre hecho en la oficina de correos: el “guapo”, no por lo agraciado sino por lo valiente y decidido. Miguel no andaba buscando peleas ni amenazando gente, pero a diferencia de su padre que era violento en su casa y un cobarde fuera de ella, no se dejaba amenazar ni agredir, y defendía sin miedo a sus colegas y amigos. Las primeras veces debió hacer la diferencia entre él y su padre con los más viejos, luego poner en su lugar a los agresivos y finalmente defender sus derechos frente a la jefatura. En todas esas 6
  • 7. ocasiones se portó educado pero firme, con lo cual de a poco entendieron que estaban frente a una generación diferente y a una persona que valía como tal. Sólo en una ocasión debió usar la fuerza, cuando un par de jóvenes menores que él intentaron robarle la vieja bicicleta de su padre que ahora él usaba para poder venderla y comprar algo de droga; si no hubiera sido por un colega que venía de vuelta a pie a media cuadra del intento de asalto nadie se hubiera enterado, pues no le interesaba vanagloriarse de lastimar a nadie, sin importar el motivo. De todas maneras estaba seguro que su colega había exagerado: si bien es cierto golpeó a los dos y los dejó aturdidos sin mucho esfuerzo, no tenía certeza de haberlos elevado del piso al golpearlos. De todos modos desde ese día todos quienes lo rodeaban empezaron a tratarlo con más respeto que de costumbre. 7
  • 8. II Tres años después Miguel seguía trabajando en la misma empresa de correos. Su padre ya no vivía con su madre, y su hermano mayor junto a su esposa eran quienes vivían con la mujer y se preocupaban de cuidarla y darle una vejez digna dentro de lo posible, ayudados en algo con el aporte sacado del exiguo sueldo de cartero que recibía; Miguel se había casado hacía pocos meses, así que tampoco contaba con tantos medios como para compartirlos con la familia. Ana, su mujer, también trabajaba en el correo, atendiendo público en la misma oficina que hacía las veces de central para Miguel; habían decidido no tener hijos por ahora, en espera de un futuro mejor, o de al menos la estabilidad suficiente como para darle a sus hijos una niñez mejor que la que ellos tuvieron. La vida transcurría sin mayores sobresaltos, en espera que las cosas se dieran de una vez por todas para empezar a convertir proyectos en realidades. Una tarde cualquiera de otoño, Miguel iba en su destartalada bicicleta por la vereda haciendo su ruta de siempre, esquivando peatones y perros con la pericia que le daba la experiencia. Los tiempos habían cambiado bastante y el oficio de cartero no había quedado ajeno a dichos cambios. En la era de Internet y del correo electrónico, la correspondencia estaba reducida a cuentas, promociones, revistas, suscripciones y una que otra carta de persona a persona, cosa que no se veía a veces en meses. Pero además la imagen del cartero estaba mal considerada, ya no era respetada como antaño; dos días atrás grupo de seis de jóvenes con poleras de club deportivo le preguntaron por una dirección, y en un descuido lo derribaron y le quitaron su bicicleta recién comprada; pese a sus habilidades apenas logró rescatar el bolso con las cartas y golpear a los cuatro que no se pudieron montar en su vehículo; gracias a eso, ahora tenía que usar nuevamente la que tenía en desuso en su casa, trayendo de vuelta todos los recuerdos que quería dejar en el pasado, y la rabia de tener que pagar las cuotas de la bicicleta nueva que le habían robado. Miguel iba dando la vuelta en una esquina no muy concurrida de su ruta de costumbre. Muchos temían ese sector por ser un conocido barrio de narcotraficantes; sin embargo Miguel simplemente los ignoraba, si tenía que dejarles alguna correspondencia lo hacía tal como con cualquier domicilio, sin pensar si en el sobre que llevaba iba una carta, una cuenta, dinero o algo ilegal. De hecho la peligrosidad del lugar no radicaba en los peces grandes sino en los pequeños, que a veces tenían sangrientas disputas por media cuadra de “territorio”; cuando eso ocurría, Miguel daba la vuelta, seguía por otro sector, y una vez hubieran recogido a heridos y muertos él hacía su trabajo. De hecho el robo que sufrió fue en la ruta alternativa que tuvo que tomar para evitar una balacera de “soldados” de los traficantes mayores. Ahora de vuelta en su ruta de siempre se sentía más seguro, aunque de todos modos igual ansiaba encontrarse en algún momento con los dos que le escaparon durante el robo, no ya para recuperar su bicicleta nueva, sino para incrustrales la vieja en alguna parte oculta de sus cuerpos. Justo cuando pasaba al lado de un frondoso árbol de grueso tronco y de enormes raíces que ya estaban levantando el pavimento, un sujeto de dimensiones descomunales se cruza en su camino y lo derriba. A diferencia de la vez anterior 8
  • 9. ahora era uno solo, lo que le parecía más justo y según él le daba alguna posibilidad de repeler el ataque; pero el tipo que lo había derribado no era un tipo común y corriente, de hecho ni siquiera era del barrio. Nunca había visto a alguien de ese tamaño y con esa fuerza, parecía sacado de algún espectáculo de lucha libre americana, pero con fuerza y agresividad de verdad. En diez segundos le lanzó desde el suelo toda la artillería de golpes que conocía, logrando solamente lastimarse manos y pies. El miedo se apoderó del cartero cuando vio que el individuo monstruoso sacó una cuerda sucia medio amarillenta con una marca roja hecha al parecer con pintura por lo desteñida; sin mayor esfuerzo el gigantón estiró a Miguel en el suelo cuan largo era, y puso la cuerda sobre su cuerpo: luego de eso, simplemente lo dejó botado y siguió su camino. Miguel quedó casi petrificado en el pavimento sin saber bien qué había sucedido, no creía que existiera gente así ni entendía por qué no le había robado nada o por qué lo había dejado vivo. De pronto vio aparecer un carabinero que venía hacia ellos por la misma acera doblando la esquina, al parecer sin haber notado lo de la agresión. El cartero intentó pararse para avisar al suboficial, pero ni siquiera logró incorporarse cuando vio desde el suelo que el tipo, sin mediar provocación, tomó del cuello al policía, lo levantó a más de un metro de la superficie sin dificultad para luego azotarlo contra el pavimento con una violencia digna de un adicto que no consumía drogas por varios días. El gigantón metió la mano a uno de sus bolsillos y volvió a sacar la cuerda sucia con la marca: al ver que la estatura del carabinero medio mareado correspondía exactamente con el largo del cordel hasta la pintura roja, descargó un certero puñetazo en su frente que azotó su cabeza contra el piso, haciéndole perder el conocimiento. Mientras Miguel se lograba poner de pie apoyado en el árbol en que se ocultaba el asaltante, fue testigo de un espectáculo macabro: de entre sus ropas el tipo sacó una especie de espada de forma extraña y visiblemente muy afilada por la opacidad y el desgaste de la hoja, medianamente corta y que en manos del gigante se veía casi como un cuchillo, y la pasó por el cuerpo del policía de la cabeza a los pies, dividiéndolo en dos mitades y dejando un charco de sangre en el cemento que crecía rápidamente segundo tras segundo. Casi al borde de los vómitos y el desmayo el cartero vio que de pronto apareció una camioneta vieja, llena de abolladuras y aparentemente modificada por el estruendoso ruido de su motor y tubo de escape; en la parte trasera el gigante lanzó las dos mitades del cadáver del desafortunado policía con la misma facilidad con que lo levantó antes de partirlo a la mitad. Cuando el tipo se aprestaba a huir con sus eventuales cómplices, se dio vuelta y miró al cartero casi sin expresión, luego de lo cual se subió a la parte de atrás al parecer evitando aplastar las mitades del cuerpo del policía, desapareciendo en el vehículo a una altísima velocidad. Miguel estaba en shock: la muerte del carabinero lo descompensó, pero la imagen del asesino, cuya mitad derecha era diferente a la izquierda, lo dejó paralizado. 9
  • 10. III Miguel estaba sentado en uno de los asientos traseros del furgón policial habilitado como cuartel móvil. Un par de minutos después de la huida de la camioneta había llegado el compañero del carabinero asesinado, quien encontró su gorra partida a la mitad en el suelo sobre el charco de cerca de cuatro litros de sangre que había en el pavimento; seis metros más allá vio a Miguel apoyado en un árbol, una desvencijada bicicleta y un bolso de cuero en el suelo. Cuando se acercó a hablarle no reciibó respuesta: el cartero estaba en shock, pegado contra el tronco con todas sus fuerzas. Fueron necesarios cuatro carabineros para lograr separarlo del árbol y subirlo al furgón, junto con su bicicleta y su bolso. Llevaba cerca de media hora sentado inmóvil en el asiento del vehículo policial, sin saber qué decir: sabía que más que testigo era el principal sospechoso, así que debía medir con cuidado sus palabras si quería pasar lo que quedaba del día y la noche en su casa o en un hospital y no en un calabozo. A los pocos minutos llegó una ambulancia, de donde bajaron dos paramédicos y un kinesiólogo quienes evaluaron su estado de salud y determinaron que salvo el miedo y las magulladuras en sus nudillos, estaba en óptimas condiciones. Media hora más tarde, cuando ya estaban terminando de tomar muestras por doquier el personal de criminalística de investigaciones y del servicio médico legal, apareció un hombre bajo en un vehículo fiscal que saludó a todo mundo de mano y escuchó de aquellos que se le acercaban todos los detalles que cada cual manejaba. Luego de terminar esa suerte de ronda se acercó al furgón donde se encontraba el cartero, se sentó frente a él y luego de saludarlo de mano se presentó. – Buenas tardes, Pedro Gómez, fiscal a cargo del caso. – Buenas tardes señor, soy Miguel... – Miguel Cáceres, veinticuatro años, cartero de Correos de Chile, suboficial de reserva del Ejército de Chile, casado, sin hijos, sin antecedentes penales– recitó el fiscal mientras leía un documento que recién le habían entregado– . ¿Qué fue lo que pasó aquí? – Señor Gómez... es que... yo no hice... – Señor Cáceres, no lo estoy acusando de nada, quiero escuchar de sus labios qué fue lo que vio– dijo el fiscal. – Señor fiscal... no sé... no sé cómo explicarle... no sé si me podrá creer... – A ver Cáceres, a mi no me sobra el tiempo. Sea lo que sea, cuénteme de una vez con sus palabras qué mierda pasó acá– dijo ofuscado el fiscal. Miguel miraba asuatado al hombre. Pese a su estatura y a su pobre estado físico, imponía respeto en cuanto empezaba a hablar. A sabiendas que estaba en un problema mayor, y que probablemente no tendría ninguna posibilidad de salvarse de que le achacaran la responsabilidad de lo que había ocurrido aunque dijera la verdad, se decidió y le relató con todos los detalles que fue capaz de recordar lo ocurrido al fiscal. Terminada la historia, y luego que Gómez lo escuchara atentamente, Miguel miró al piso del vehículo esperando que al menos le hubiera creído la parte creíble de la historia: que andaba en su bicicleta repartiendo cartas. 10
  • 11. – ¿Eso es todo, está seguro que no omitió nada?– preguntó el fiscal. – No señor, por loco que parezca eso es todo lo que ocurrió. – Bien. – ¿Bien?– dijo en tono de interrogación Miguel. – Sí, bien. Ahora escúchame huevoncito, y escúchame bien. Te vas a bajar del furgón, te vas a ir en tu bicicleta a la oficina de correos, le vas a decir a tu jefe que tuviste un accidente de trayecto y te vas a ir a tu casa. En tu casa le vas a decir a tu esposa lo mismo que a tu jefe. Te vas a bañar, vas a comer y a dormir, y cuando despiertes mañana te vas a olvidar de lo que pasó hoy. Nadie te va a culpar de nada porque no hiciste nada, pero el precio de tu tranquilidad se llama silencio, ¿estamos?– dijo a media voz pero con el mismo tono enérgico el fiscal, mientras Miguel lo miraba con ojos desorbitados– . ¿Qué parte no te quedó clara, huevón? – Pero señor... – ¿Qué parte no te quedó clara? ¿O quieres que vayamos a la comisaría y que mañana en las noticias aparezca tu cuerpo sobre la poza de sangre de ese paco? Pesca tus mugres y has lo que te digo. Miguel no entendía nada, salvo que el fiscal hablaba como un oficial militar al que había que obedecer como se hacía en la milicia: sin cuestionar. De inmediato sacó su bicicleta, recogió el bolso con las cartas que quedaban, se montó en ella y empezó a pedalear hacia la oficina de correos sin mirar atrás. No entendía nada, no quería entender nada, sólo quería alejarse de esa pesadilla que había vivido por accidente y tratar de olvidar lo más rápido posible. Tal como le ordenaron cumplió el itinerario, y a la mañana siguiente estaba nuevamente en su trabajo listo a seguir repartiendo cartas, sin poder borrar de su cabeza la imagen del carabinero partido a la mitad, y la cara del asesino que parecía haber sido armado de dos hombres diferentes. 11
  • 12. IV Medianoche. Miguel miraba el techo de su habitación mientras Ana dormía plácidamente. Miguel temía dormir, hacía seis días que se había enfrentado a esa especie de monstruo, y llevaba cinco noches de pesadillas e insomnio. Por más que había intentado sacar de su cabeza todo lo que había visto y vivido, o al menos dejarlo en un rincón lo suficientemente oculto como para que no interfiriera con su vida, le era imposible seguir funcionando. Lo peor de todo fue la amenaza del supuesto fiscal, que con cada análisis de sus palabras se acercaba más a la definición de oficial de alto rango de alguna fuerza armada: el precio de la tranquilidad era el silencio. Su esposa lo había notado extraño esos días, pero él había hecho todo lo posible por desviar su atención hacia problemas laborales y así no sentir la presión de ocultar todo lo que pasó esa tarde, o que por error algo se le escapara frente a ella y eso la hiciera correr un riesgo que no le correspondía. Sabía que debía guardar silencio y lo haría, pero probablemente buscaría en algún momento y de alguna forma las respuestas que necesitaba para recuperar su paz interior. Miguel había pedido cambio de ruta al menos por un mes, necesitaba alejarse físicamente de lo que le había tocado vivir, y si seguía recorriendo el mismo trayecto jornada tras jornada terminaría volviéndose loco. Su jefe lo destinó a un acomodado barrio de la capital, donde no conocía a nadie ni vería los mismos rostros de costumbre, y hasta donde la calidad de la correspondencia que le tocaría despachar era diferente. De hecho el primer día lo pasó bastante mal al recorrer las calles en la desvencijada bicicleta que perteneció a su padre, y ver que todas las personas que trabajaban en la comuna usaban al menos bicicletas del año: el resto usaba motos de diversos tamaños y hasta automóviles los que llevaban más tiempo en el lugar. Esa tarde habló con su jefe y consiguió que por lo menos le prestaran una moto tipo scooter en desuso, la que se dedicó a arreglar y dejar brillante esa misma noche. Miguel andaba haciendo su nueva ruta sin mayores contratiempos. Esa semana había sido relativamente movida, pues habían llegado una gran cantidad de catálogos de tiendas del extranjero, por lo cual tenía que hacer entregas casi casa por medio. Las casas del sector eran enormes, con grandes y altos muros perimetrales que impedían ver al interior, debiendo dejar la correspondencia en alguna gaveta incrustada en la pared, en espera que a fin de mes le dieran su pago; inclusive en algunas de ellas un guardia recibía la correspondencia y le cancelaba de inmediato cada entrega, esperando a que se alejara para abrir la puerta y entrar a la casa. Era algo extraño para él ese mundo, donde la gente tenía todo lo que quería tener y más, pero vivían con miedo a que el resto supiera qué tenían en verdad; a veces Miguel pensaba que el miedo era más bien a que el resto viera que pese a tener de todo seguían siendo tan infelices como los que tenían menos, o como antes de llegar adonde estaban en ese momento. El cartero iba llegando a una esquina bastante transitada por vehículos último modelo. En general era una calle bastante bien mantenida, pero hacía un par de semanas que se había empezado a construir un nuevo condominio, por lo cual los grandes camiones usados para la movilización de los materiales habían roto en varias partes el pavimento, haciendo más peligroso que de costumbre el tránsito 12
  • 13. en dicha zona. Cuando vio un claro entre un todo terreno y un camión aceleró su moto para pasar, logrando reventar el neumático delantero del scooter. De inmediato se subió a la vereda y sacó la cámara de repuesto que traía para hacer rápido el cambio y seguir su recorrido. Esa esquina estaba convertida en un desastre, el ruido de las bocinas era ensordecedor; sin embargo esa mañana los bocinazos eran más destemplados y continuos que de costumbre, lo que empezaba a molestar en demasía a quienes estaban al principio de la fila y que no podían avanzar. La curiosidad lo hizo acercarse al borde de la acera para ver qué pasaba; al parecer había un accidente o un asalto, por la conmoción que se notaba varias cuadras atrás. Justo cuando se disponía a encadenar la moto para ir a ver si podía ayudar en algo se escuchó un fuerte golpe y el típico sonido cuando dos vehículos se rozan lateralmente; en ese instante una camioneta se subió a la vereda y empezó a avanzar con rapidez, atropellando a cuando peatón encontraba a su paso. Miguel vio cómo la camioneta se venía encima suyo a gran velocidad; luego de esquivarla sin mayor dificultad decidió jugársela y saltar a la parte de atrás a ver si podía hacer algo para detener al desquiciado que manejaba asesinando peatones por doquier. Cuando cayó en la superficie metálica se apoyó en algo líquido, caliente y viscoso; al mirar vio a su lado una imagen ya conocida, pero más espeluznante aún que la primera vez: a menos de diez centímetros de su mano yacía el cuerpo de un macizo hombre con ropa deportiva, partido a la mitad de arriba abajo, tal como el carabinero de la primera ocasión. Miguel aguantó las náuseas e intentó acercarse a la cabina para meter la mano por el vidrio del conductor, a ver si lograba detener su marcha y obtener alguna respuesta, o al menos impedir que siguiera atropellando inocentes. Cuando ya se había puesto justo detrás, estaba metiendo la mano por la ventanilla y había rozado la cabellera del conductor, un fuerte golpe tras él lo desestabilizó; de inmediato lo dieron vuelta de un tirón en el hombro, quedando frente a frente con quien había partido a la mitad minutos antes al deportista. Su sorpresa fue enorme al ver que el tipo, al igual que el del primer asesinato que presenció, parecía estar hecho de dos mitades de dos individuos distintos pero de la misma talla. Un par de segundos antes de recibir un descomunal puñetazo en la cara y ser arrojado al pavimento desde el vehículo en movimiento, logró reconocer en la mitad izquierda del asesino las facciones del carabinero y la placa de identificación en su pecho. Media hora más tarde, Miguel estaba siendo examinado en la parte de atrás de una ambulancia del SAMU, cuando de improviso la puerta fue abierta por un carabinero, permitiendo que subiera al vehículo otra cara conocida por él, quien pidió al paramédico que los dejara a solas un par de minutos para poder agilizar el procedimiento judicial. Una vez se cerró la puerta la desagradable voz de Gómez resonó en los oídos de Miguel. – Una de dos, o tienes mala suerte o eres un huevón profesional. ¿No te dije el otro día que te alejaras de esto? – Sí mi coronel– respondió con seguridad Miguel adivinando el rango de Gómez por su edad y su forma de ser, causando un breve desconcierto en el falso fiscal. – Veo que no eres huevón. Entonces tienes mala suerte, demasiada para mi gusto. – Mire coronel, no tengo idea de qué pasa acá. Lo que sé es que pedí cambio de 13
  • 14. ruta y me encontré con este loco de la camioneta que andaba atropellando gente como si nada. Intenté pescarlo pero un nuevo asesino fabricado con la mitad del carabinero y la de otro tipo me atacó y me tiró abajo. – ¿Estás seguro que una de las mitades del asesino era del carabinero?– preguntó preocupado el coronel Gómez– . Mierda, esto es peor de lo que creía. – ¿Eso es malo? O sea... no sé cómo preguntar. – Lo mejor es que no preguntes. Trata de seguir tu vida y de no meterte en problemas. Ojalá no nos veamos de nuevo. Si eso pasa te regalo un sahumerio, porque ya serías el rey de la mala cueva. – Coronel, disculpe pero... ¿está seguro que no puedo ayudar?– preguntó tímidamente Miguel. – Tal vez podrías pero no debes. Esto no es nada de lo que puedas imaginar o llegar a creer. Ahora bájate de esta huevada de ambulancia. Miguel se bajó de la ambulancia y partió a recoger la moto y su bolso con correspondencia. Al parecer no era tanta su mala suerte como decía el ya descubierto coronel Gómez: alguien le había cambiado el neumático pinchado a su moto, ahorrándole ese problema, tal vez como agradecimiento por su intento de salvar a los peatones. Desde ese día en adelante, su ruta se hizo un poco más grata, y vio cómo los guardias de las mansiones lo miraban con un poco más de respeto y un par de ellos con algo que asemejaba admiración. 14
  • 15. V Miguel llevaba un par de meses en la nueva ruta. Desde el último incidente en que su imagen cambió para mucha de la gente que trabajaba en el sector, nada había vuelto a ocurrir; al parecer la mala suerte que le había atribuido el coronel Gómez no era tal, sino sólo un par de desafortunadas coincidencias. Ahora el cartero hacía su recorrido con total tranquilidad, sólo preocupado de entregar la correspondencia a tiempo y en buenas condiciones, para así recibir buenas propinas y poder darle un mejor pasar a su familia. Por fin estaba empezando a sentir algo de agrado en su oficio. Cuando llegó a la oficina a buscar todo lo que tendría que repartir esa mañana, se encontró de sorpresa con su jefe, que parecía estar esperándolo con un voluminoso paquete que debería ser entregado, por su tamaño, por uno de los vehículos encargados de traslados mayores. – Buenos días Cáceres, tengo un encargo especial para usted. – Buenos días jefe. Dígame. – Necesito que deje para más tarde sus entregas normales y lleve primero esta encomienda al domicilio. Tenemos con licencia médica al conductor de turno y con día administrativo a su reemplazante, así que necesito que despache en la moto esta caja, y cuando se desocupe venga a buscar la correspondencia normal del día. – No hay problema jefe. Miguel sabía que ese “necesito” era el modo formal que usaba su jefe para dar órdenes, así que no se haría problemas con intentar cuestionar o discutir la entrega. Además, era lógico que si no había quién despachara dicha encomienda, lo hiciera el que hacía la ruta regularmente. Luego de intentar infructuosamente colgar de algún lugar de la moto el bolso con la correspondencia para evitar tener que hacer dos viajes, acomodó la encomienda y partió a entregarla lo antes posible para no atrasarse tanto con sus entregas habituales. Veinte minutos más tarde había dado con la dirección, llegando a una típica mansión de dimensiones colosales al pie de los cerros del sector y rodeada por un par de canchas de golf, una de un club de campo y la otra, al parecer, parte del mismo domicilio. Luego de tocar el citófono varias veces durante tres o cuatro minutos, se escuchó una voz de hombre añoso reclamando que nadie lo escuchaba ni tomaba en cuenta mientras se acercaba con lentitud al casi infranqueable portón metálico. Un par de minutos después se escuchó una voz desde adentro. – ¿Quién es? – El cartero– respondió Miguel. – ¿Qué, aún existen los carteros? – Sí señor, traigo una encomienda– al notar la desconfianza en la voz del hombre, y viendo que el tiempo pasaba rápidamente atrasando su trabajo, decidió cambiar su discurso – . Señor, si desea puedo volver mañana y dejarla con el personal a cargo, no hay problema. Justo cuando Miguel terminaba de hablar, el sonido de una llave en la cerradura y el crujido de las bisagras metálicas dejaban ver al dueño de casa, un hombre viejo 15
  • 16. y con la espalda bastante curvada, pese a lo cual aún llegaba a la estatura del cartero con la espalda recta. – No es ese el problema joven, es que creí que con todo esto de la modernidad ya no habían carteros en Chile. ¿Qué trae ahí? Ah, ya veo, mi encargo que hice por internet. Yo creí que por haberlo pedido por el computador lo traería un robot o algo así– dijo el anciano, luego de lo cual lanzó una estruendosa carcajada – . ¿Lo puedo molestar y pedirle que la entre usted? Se ve bastante pesada y el doctor me dijo que por mi columna no puedo levantar cosas pesadas. Deje su moto adentro, así estará más tranquilo. – Por supuesto señor– respondió contrariado Miguel, a sabiendas que ahora sí que perdería tiempo; al menos esperaba que no se tratara de un viejo tacaño y le diera alguna propina que valiera la pena, y no sólo una perorata de aquellas. – ¿Y hace cuánto que es cartero? Parece demasiado joven para hacer un oficio tan viejo– preguntó el anciano, mientras avanzaba con dificultad hacia la casa situada doscientos metros más allá de la reja, separada de ella por un espectacular jardín de rosas de todos los colores, y con una senda pavimentada para el movimiento de vehículos, los cuales no estaban a la vista en ese momento – . Disculpe que pregunte y hable tanto, pero en esta casa parezco más bien en una cárcel con aislamiento, no converso con nadie más que con los guardias, jardineros y personal de mantención de este elefante blanco. – No se preocupe, no es molestia señor. Tengo veinticuatro años y soy cartero oficialmente hace cuatro, desde que terminé el servicio militar. Llegué a este oficio por mi padre, que era cartero también. – Vaya, tradición familiar. Yo también seguí los pasos de mi padre, soy militar retirado, y tal como él luego de retirarme decidí hacer carrera diplomática. Fui agregado militar y cultural en varias embajadas de Chile en el mundo– comentó el anciano – . ¿Y pretende que alguno de sus hijos también sea cartero? – No tengo hijos señor, y la verdad es que no, no me gustaría que tuvieran este trabajo. – Vaya, qué coincidencia, yo tampoco quise que mis hijos siguieran mis pasos. Tuve tres hijos, y me preocupé que ninguno hiciera carrera militar, los tres son profesionales universitarios, y si han salido del país, ha sido de vacaciones– dijo el anciano tratando de apurar en algo su cansino caminar – . Pero claro, con veinticuatro años está joven aún como para tener hijos... disculpe joven, debo estar aburriéndolo con tanta conversa, el problema es que, como le decía, estoy acostumbrado a hablarle siempre a la misma gente, y ya se saben todas mis historias al revés y al derecho. De hecho temo haberlas contado más de una vez al mes, esta maldita memoria que se me quedó en alguna parte de mi vida... – No hay problema señor– respondió cordialmente Miguel, mientras seguían acercándose a la mansión – . ¿Y pasó algo especial para que lo dejaron solo? – No, fue un error de coordinación que cometí. Como mi secretario personal está de vacaciones y es él quien ordena mi agenda, estaba medio perdido con la organización de la casa. Por eso no me di cuenta, y casi toda la gente pidió permiso para hacer trámites hoy en la mañana. Lo más probable es que llegue una avalancha de gente a mediodía, y que más de alguno ponga cara de culpa por dejar botado al viejo a su suerte. El único personal que no salió es la señora Marta, la cocinera, pero ella tiene como diez años más que yo, y estoy seguro que no escuchó el timbre, y aunque lo hubiera escuchado se hubiera demorado el doble del tiempo en atender la puerta, y hartos minutos y gritos más en 16
  • 17. escucharlo– dijo el anciano, soltando otra sonora risotada – . Bueno, al fin llegamos, pase por favor, y deje esa caja en el suelo. Cuando Miguel entró a la mansión detrás del dueño, entendió por fin el celo de algunos guardias al esperar a que se alejara para entrar a entregar la correspondencia: el nivel de lujo era tal, que bien valía la pena cualquier inversión en seguridad. Mármol en pisos, escaleras y muros, pinturas aparentemente antiguas, y esculturas extrañas por doquier adornaban el salón de entrada de la portentosa mansión donde habitaba el anciano. – Déjela ahí no más, en un rato empezará a volver el personal y ellos se encargarán de dejarla donde corresponde– dijo el dueño de casa– . Veo que le gustaron mis chiches. Todas estas cosas las traje desde los lugares en que estuve trabajando fuera del país. Vamos, pregunte no más, cada cosa en esta casa tiene historia... pero claro, si está muy apurado... – No... no tanto– respondió Miguel, a sabiendas que debía dar por perdida la mañana completa. – Mire lo que quiera, sé que muchas cosas le llamarán la atención. Venga, en este muro tengo más chucherías colgadas para que mire. Miguel entendía la suerte de obsesión del viejo por mostrarle la casa. Si era cierto lo que decía, debía ser muy aburrida y triste su vida, rodeado de objetos pero sin nadie a su alrededor; aunque lo más probable es que no fuera tan así, y que el anciano y su familia tuvieran una movida vida social. De todos modos no lo dañaría tanto mirar un poco en ese pedazo de mundo que para él era otro mundo. El muro que el anciano le había recomendado era efectivamente el más entretenido de ver, pues tenía una variedad incontable de armas de todos los tamaños fijadas a la pared. De pronto los ojos del cartero quedaron pegados en una extraña espada que le parecía muy familiar. Cuando llegó al lado de ella casi se desmayó: era la misma que había visto en manos de los dos asesinos con que se había topado. – Vaya, sabía que mi pieza favorita le llamaría la atención. Y es una gran coincidencia, pues tiene mucho que ver con la encomienda que acaba de traerme. 17
  • 18. VI “Entonces tienes mala suerte, demasiada para mi gusto”. Las palabras del coronel Gómez retumbaban casi con eco en la cabeza de Miguel, luego de ver en la pared de la mansión del anciano la misma espada con la que había visto partir a la mitad a una persona, y que había sido responsable de la vivisección de otra muy cerca suyo. Parecía que todo se hubiera confabulado para que él llegara a ese lugar: la enfermedad del conductor del vehículo de reparto y el permiso de su reemplazante por un lado, la enfermedad del secretario y el permiso equivocado del personal de la mansión por el otro. Al parecer la suerte estaba jugando a su antojo con él, y aún no había querido internalizar la relación de los asesinatos con el anciano, y con la encomienda que había traído. De todos modos debía irse con cuidado, suponer que el anciano tenía alguna culpa respecto de lo sucedido era al menos aventurado. Mientras tanto el anciano lo miraba ávido, esperando su primera pregunta para poder explayarse. – Ehh... esa espada es preciosa... pero está muy arriba como para poder admirar sus detalles– dijo juiciosamente Miguel,empezando a tantear el terreno. – Veo que es muy detallista, joven. – Es que dan ganas de verla más de cerca, ¿de dónde viene? – Esa espada es un alfanje, un tipo de espada cuya historia parte en China, con un arma llamada dao. De ahí pasó a India y luego a oriente medio donde fue adoptada por los musulmanes. Es una especie de sable corto curvado en su tercio extremo, con filo en un solo borde. – Es bellísimo. Yo recuerdo haber leído algo alguna vez de las espadas musulmanas, pero creo que no se llamaban así. Bueno, además en las fotos se veían más largas– comentó Miguel, esperando no haber dicho alguna estupidez. – Qué bien, por fin encuentro a alguien que entiende algo de lo que hablo, y que no aparenta un falso interés– dijo casi emocionado el anciano– . Lo que usted vio se llama cimitarra, es la espada original de los musulmanes, que tenía casi un carácter sagrado para ellos. El alfanje es una derivación de las cimitarras, es más corto, y además tiene más enanchado el extremo de ataque, que es la única parte con doble filo. De hecho hasta en Chile existe un derivado de este tipo de armas. – ¿Qué, acá en Chile?– dijo algo asustado Miguel, pensando en que tal vez ya era demasiado tarde para detener lo que estaba sucediendo – . ¿Y de dónde salieron esos alfanjes chilenos? – Lo más seguro es que alguna vez haya visto uno, o inclusive que haya pasado uno por sus manos, dependiendo de dónde le tocó hacer el servicio militar... ¿o es que acaso en el ejército ya no se usa el corvo? Cuando Miguel escuchó la palabra “corvo”, sintió que su alma volvía a su cuerpo. Era lógico, los corvos tienen el tercio de ataque curvado y con doble filo. Al parecer había que seguir escuchando al anciano antes de saber qué tenía que ver con los asesinatos. – Sí, aún se usa pero a mi no me tocó... pero cuénteme más de la forma de ese alfanje. – Bueno, sí, dejemos de lado la curiosidad del corvo. Estos alfanjes son españoles, del siglo XIII de nuestra era, de casi un siglo antes que terminara la edad de oro de los musulmanes en la península ibérica, que duró cerca de 18
  • 19. ochocientos años. Ellos llevaron todo su arte y su cultura a Andalucía, haciéndose fuertes principalmente en Granada. Allí, un maestro armero forjó este tipo de espada basado en las cimitarras pero con variantes. Como puede ver desde acá el tercio de ataque es del doble del ancho del resto de la hoja, el ángulo es algo mayor dándole una forma de quiebre más brusco, no tiene filo sino sólo en el tercio de ataque y por ambos lados. Además como ya notó es más corta, mide alrededor de unos setenta centímetros más la empuñadura. Ah, eso me faltaba, el maestro armero le agregó un cubremano bastante más grande que el original. – Es sencillamente espectacular este alfanje, y más aún la historia de cómo se creó. – ¿Cierto?– dijo el anciano, feliz con el interés de su incidental huésped– . Lo triste fue que este maestro logró crear este portento demasiado viejo, y sólo alcanzó a fabricar doce de estas espadas, aparte del modelo original. Cuando murió, su hijo mayor que heredó su taller y sus conocimientos, debió deshacerse de los alfanjes. – ¿Y eso por qué? – Pasa que en esa época, en las postrimerías del siglo XIII, el reino nazarí de Granada ya convivía con los reyes castellanos, por ende la influencia católica se hacía sentir con fuerza en los territorios que limitaban con los de los musulmanes. Cuando el armero falleció, su hijo se mudó a Aragón, donde mostró los alfanjes a la clase militar y a la realeza del lugar. Lamentablemente en dicha exposición también estaba presente un prominente miembro de la curia local, quien exigió que las espadas fueran destruidas dado su evidente carácter maléfico. El joven armero se retiró indignado, y en vez de destruirlas las ocultó convenientemente en el doble fondo de un baúl. Así, luego de siglos de dar vueltas por todos lados y de pasar por quien sabe cuántas manos, el baúl llegó a mis manos cuando me desempeñaba como agregado militar en España. De hecho fue un regalo de un general español por mi notable desempeño en dicho cargo. Sólo cuando estuve en mi casa en Chile, y después de haberme retirado, me dio por empezar a intrusear en todas los obsequios que recibí durante mi carrera militar y diplomática, y di con el doble fondo del pesado baúl y con esas maravillosas armas. Miguel estaba impresionado, la memoria del anciano era envidiable, y su capacidad para mantener entretenido a alguien con sus relatos era casi de otro mundo. Pero aún quedaban un par de cabos sueltos por atar. – De verdad le agradezco el tiempo que se ha tomado en contarme la historia de ese alfanje. No quiero ser imprudente pero hay un par de detalles que no me quedan claros. Por ejemplo, ¿por qué el sacerdote aragonés dijo que las espadas eran maléficas? – Se nota que le interesa mucho la historia de esta joya, joven. El sacerdote dijo que los alfanjes era maléficos por dos razones, bastante obvias para su forma de pensar en aquella época por lo demás. La primera era que estaban hechas en base a modelos musulmanes, o sea herejes. La segunda era su número: trece espadas. – Pero usted dijo que eran doce... ¿y qué tiene de maléfico el trece para la iglesia católica? – Tal vez para la de hoy no mucho, pero recuerde que a la mesa de la última cena había trece comensales, Jesús y los doce apóstoles; no creo que deba insinuarle 19
  • 20. el carácter maléfico del número habiendo dicho esto. Lo otro es que parece que no me prestó la suficiente atención– dijo con un dejo de sarcasmo el anciano, aparentemente feliz por haber atrapado al joven– . Efectivamente las espadas que el maestro fabricó fueron doce, pero a ellas debe sumar el original: ahí están sus trece espadas. – Ya veo, por eso es que en la pared hay doce pares de soportes, para colgar las doce espadas... ¿eso quiere decir que la que está en la pared es la original? – Así es, esa que queda en la pared es la primera que hizo el maestro armero, y que usó de modelo para fabricar las otras doce. – ¿Y qué pasó con las otras doce espadas, si es que se puede saber?– preguntó con algo de temor Miguel, tratando de no tocar directamente el asunto que le interesaba averiguar. – Ese fue un episodio que me desagrada demasiado, y que le costó la cabeza a todos los guardias– al escuchar las palabras del anciano, Miguel palideció– . Sí, sé que es malo dejar cesantes a tantas personas a la vez, pero lo merecían. – Ah claro, no es una decisión fácil– respondió más tranquilo Miguel. – Fue en enero de este año que entraron a robar. Nunca habían entrado a robar a mi casa... bueno, una vez, pero eso fue en otra casa, y el pobre desgraciado aún debe estar arrancando de miedo cuando me vio aparecer de uniforme y con un fusil de guerra... pero bueno. En enero yo estaba de vacaciones en el campo. De pronto recibí un telefonazo en la mañana de mi secretario, contándome que la noche anterior habían entrado a robar a la casa. Cuando llegué, me enteré que estos mal nacidos no robaron dinero ni especies, sino sólo las doce espadas. Los malditos deben haber estado dateados, vinieron sólo a eso. Si tan solo hubiera estado aquí para haberlos enfrentado a balazos... Miguel empezó a atar cabos. Si había un coronel de ejército metido en la investigación, tenía relación con el grado de oficial en retiro del anciano, y con el especial robo que sufrió. Lo más probable es que los asesinatos se hubieran cometido con algunas, o quizás con todas las espadas robadas: el que él conociera de dos crímenes no quería decir nada, y si empezaba a sacar la cuenta del número de asesinos multiplicado por dos, llegaría eventualmente a una cantidad al menos desagradable. Ahora sólo le quedaba una pregunta, que debía hacer rápido antes que llegara el personal de la mansión. – Lo bueno es que a usted y a su secretario no les pasó nada con el asalto, bueno, por lo menos a su secretario que estaba acá. – Sí, es cierto, la vida y la salud son bienes más altos que cualquier espada... – Bueno, le agradezco el tiempo que se tomó en explicarme esta historia, pero aún me queda una última pregunta, si no es impertinente de mi parte seguir molestándolo. – Moleste no más joven, cuando lleguen mis guardias y el resto del personal esto se pondrá tan aburrido como siempre. – Si recuerdo bien, usted me dijo que el alfanje tenía que ver con la encomienda... – Ah, eso. Por favor, ¿podría poner la caja encima de esa mesa y abrirla? – Por supuesto. Miguel tomó la encomienda y la colocó encima de la mesa que el anciano le indicó. Con cuidado sacó un cuchillo cartonero que usaba para cortar nudos y cintas de embalaje, para que su anfitrión no desconfiara de él, y luego de cortar 20
  • 21. las cintas y cordones que protegían el paquete, logró sacar la tapa de grueso cartón acolchado con espuma plástica por dentro. Ahí, dentro de la caja, habían doce espadas idénticas a la que estaba colgada en el muro del anciano. – ¿Qué demonios...? – No, no crea que recuperé las originales. Estas son doce réplicas de la original, las mandé hacer a España, donde los descendientes del armero que las creó hace ocho siglos atrás. El hijo del armero que heredó estos alfanjes, antes de ocultar las piezas en el baúl, dibujó todos los diseños del modelo original y los guardó en los archivos de su armería. A petición mía los buscaron y recrearon estas maravillosas piezas. De hecho les gustó tanto el modelo cuando lo encontraron y fabricaron que decidieron agregarlo a su catálogo por internet. – Así que por fin podrá reponer las espadas en sus soportes... ojalá alguna vez pueda recuperar las originales– dijo Miguel, luego de aclarar todas sus dudas y poder contemplar a corta distancia una de esas maravillosas reproducciones– . Bueno, creo que no le quitaré más tiempo, le agradezco por toda la paciencia que tuvo para contarme la historia de esas espadas. Que le vaya bien, y cuídese. – Qué pena que tenga que volver a trabajar... espere aquí, le debo la propina por traer la encomienda, por ayudarme a subirla y abrirla, y por escuchar las historias de un viejo que no tiene a quién aburrir con sus recuerdos– dijo el anciano mientras iba lo más rápido que podía a un gran escritorio que había en la habitación contigua. Al volver, traía en una mano un billete de veinte mil pesos completamente estirado y nuevo, casi como luciéndolo, y una bolsa de tela negra. – Señor, no es necesario tanto dinero... – Vamos, perdió mucho tiempo de su trabajo conmigo, lo justo es justo. Tome y guárdelo para que no se lo roben. Y por favor sostenga esta bolsa abierta por mi. Miguel recibió el dinero a regañadientes, guardándolo en su vieja billetera. Luego sostuvo la bolsa negra por el borde, y vio como el anciano sacaba de la caja una de las espadas, la depositaba con cuidado en su interior, amarraba el extremo abierto con una gruesa cuerda negra y la ponía en sus manos. – ¿Dónde quiere que la deje?– preguntó Miguel, pensando que de todos modos quedaría un par de soportes en la pared sin ocupar. – En su casa, colgada en su living, o donde a usted le parezca. Es suya. – ¿Qué? No, por ningún motivo, no puedo... – Mire joven, soy un hombre viejo cuyo único patrimonio cierto en la vida es el conocimiento. Usted ha sido el único que se dio el tiempo de aprender de mi. Tranquilamente podría haber dejado la caja a la entrada de la puerta y haberse ido a repartir cartas al resto del barrio. En vez de eso me permitió regalarle un trocito de historia, que tal vez no le sirva para repartir cartas, pero que de una u otra forma cambió o cambiará en algo su vida. Ahora, yo entiendo que el conocimiento es intangible, cosa poco entendible en nuestra sociedad actual; entonces, para hacer tangible el trocito de historia que me permitió entregarle, también le doy la forma física de lo conversado: una réplica del alfanje. Llévelo con cuidado, es acero 440C con filo real, si la manipula mal puede herirse o herir a alguien. – Yo... nadie me había regalado nada como esto, no sé cómo agradecerle– respondió Miguel, asiendo con cuidado la empuñadura del regalo por sobre el saco de tela. 21
  • 22. – ¿No sabe cómo? Diga “gracias”... vamos, dígalo. – Gracias. – De nada. Ah, y no se preocupe por la colección, no me costará mucho pedir una nueva réplica, tengo los medios de sobra para hacerlo. Además el armero me contaba por correo electrónico, que hace un par de meses empezaron a aumentar los pedidos de este modelo desde Chile, así que no me extrañaría que el alfanje de reposición me llegue de cortesía. 22
  • 23. VII Miguel avanzaba con lentitud en su moto por el barrio. Después de salir de la mansión del anciano se devolvió a la oficina de correos a buscar su bolso. Al terminar las entregas del día, por curiosidad decidió pasar de nuevo por la mansión que visitó en la mañana; a esa hora tres grandes vehículos negros dificultaban el tránsito vehicular haciendo las veces de barreras, y sendas rejas metálicas portátiles obligaban a los pocos peatones que circulaban por el lugar a cruzar a la acera del frente, o a identificarse para poder pasar ese verdadero cerco de seguridad tras el cual estaba la reja de entrada, franqueada por un guardia tanto o más alto que el primer asesino que vio en el barrio en el que hacía entregas antes. Si no hubiera sido por la cadena de sucesos gatillados en la mañana, jamás hubiera podido siquiera ver de cerca la reja externa, y acercarse aunque fuera un poco al origen del misterio de los asesinatos. Pero no sacaba nada con darle vueltas al asunto de la suerte que tuvo ese día, lo más preocupante de todo fue la frase final del anciano: hacía un par de meses los pedidos de ese alfanje iban en aumento, y todos venían desde Chile. Parece que tendría que echar mano a su trabajo para ver si lograba averiguar algo acerca de quién o quiénes pedían esas magníficas espadas. Miguel iba de vuelta a la oficina de correos, ya había terminado sus entregas del día y ahora debía devolver en la sucursal donde trabajaba algunas cartas que fueron rechazadas por quienes vivían en los domicilios y no conocían a quienes iban dirigidas. Era habitual tener algunos rechazos diarios, lo que enlentecía el proceso de entrega y alargaba un poco la jornada de la tarde, pero estaba dentro de lo previsible; la única diferencia era que en esos instantes llevaba firmemente atada al marco de la moto la gruesa bolsa de tela negra que guardaba en su interior el maravilloso regalo tangible que le había hecho el anciano por la mañana. Aún no había decidido si la escondería, si se la mostraría a Ana y luego la guardaría o si la pondría en alguna suerte de atril o soporte en la pared en su casa; tal vez usaría soportes similares a los que tenía en su mansión el anciano, obviamente de menor calidad y de un precio accesible a su bolsillo. Cuando iba a mitad de camino, y justo después que el semáforo diera verde en el cruce de una importante avenida y se disponía a reanudar su marcha, un fuerte impacto lo derribó sobre su lado derecho, dejándolo tendido en el pavimento pero sin soltar el manillar de su vehículo. Luego de ello vendría para Miguel una historia ya conocida. Miguel sujetaba instintivamente el manillar de la moto. Por su izquierda apareció una nueva creatura hecha por dos mitades distintas, esta vez de hombres con una gran diferencia de edad, lo que no parecía presentar alguna merma en la fuerza del monstruo. De entre sus ropas sacó el ya característico cordel amarillo con la marca roja con el cual lo midió: la medida que portaba daba exacto con la talla de Miguel, el cual alcanzó a darse cuenta cuando el ser enrollaba la cuerda en su mano y se aprestaba a aturdirlo. En ese momento el cartero echó mano a lo único que lo podría salvar de la muerte segura que lo esperaba a manos de la creatura: con su mano derecha desató el lazo que cerraba la bolsa negra y sacó la réplica que le habían regalado esa mañana, a sabiendas que era lo único que podía hacer, sin tener alguna certeza de qué sucedería, mientras con su mano izquierda tapaba los ojos de la bestia. 23
  • 24. Cuando el ser sacó de su cara la mano de su víctima, vio con extrañeza que ésta usaba una espada como la suya. La incertidumbre lo dejó paralizado, pues no sabía qué hacer frente a alguien con el cuerpo entero que usaba un arma igual a la que le habían entregado. Miguel aprovechó esos breves segundos de desconcierto de la bestia para lanzar con todas sus fuerzas un golpe con el filo de la espada hacia el cuello de su atacante. La perfectamente bien trabajada hoja de acero cortó sin dificultad el cuello del monstruo hasta llegar a la mitad del cuerpo, donde pareció chocar contra una barrera extremadamente dura que hizo rebotar el arma y salir por donde había entrado. La bestia se llevó la mano izquierda hacia el cuello mientras caía sentado pesadamente en el pavimento, sin entender qué le había sucedido; parecía que la herida no había sido suficiente como para terminar con él, pero sí como para darle tiempo a Miguel para arrastrar su moto, ponerse de pie y partir. En ese momento Miguel vio lo indefenso que parecía el pobre desgraciado sentado en el piso y pensó en cortar la mitad derecha de su cuello, así tal vez lograba decapitarlo y terminar con el sufrimiento que debía estar padeciendo con medio cuello cercenado; de paso también libraba al mundo de una de esas bestias asesinas y hasta aprendía el punto débil de esas creaturas. Cuando se aprestaba a cortar la mitad indemne del cuello, un ya familiar derrapar de neumáticos lo hizo desistir y subir a su moto para alejarse del lugar y ver lo que habría de pasar. A una cuadra de distancia vio detenerse la vieja camioneta modificada, encargada de recoger a las víctimas y a los victimarios, y que luego pasarían a engrosar las filas de ese extraño grupo; del destartalado vehículo se bajó corriendo el acompañante del conductor, que resultó ser también una creatura, quien sin mayor esfuerzo tomó con una mano de una pierna al herido y lo lanzó a la parte de atrás de la camioneta, para luego subir a la cabina y desaparecer, dejando un rastro de humo y huellas de neumáticos en el pavimento. Miguel estaba impresionado con la espada, aparte de su belleza era de una calidad increíble, pues casi no sintió en su antebrazo el golpe que le dio a su rival, y no requirió de demasiada fuerza para llegar hasta la mitad del cuello; si no hubiera sido por ese tope invisible que hizo rebotar la hoja y hacerla salir por donde entró, probablemente hubiera decapitado a la creatura. Al revisar el filo se dio cuenta que estaba intacto, y la hoja había quedado apenas humedecida por algo gelatinoso que a primera vista no tenía consistencia ni color de sangre. Sin perder tiempo sacó de su bolsillo un pañuelo, con el que limpió la espada para guardarla inmediatamente en la bolsa de tela donde venía: no quería tener que darle explicaciones a los carabineros de por qué andaba blandiendo una espada en el cruce de dos avenidas en pleno barrio alto de Santiago. Cuando ya tenía envuelta el arma, y se aprestaba a encender su moto para seguir su camino hacia la oficina de correos, otro fuerte empellón lo volvió a derribar con vehículo y todo; en cuanto se vio en el piso intentó volver a sacar la espada, pero en el acto un pesado zapato aplastó su cara contra el pavimento y sintió el característico sonido del pasar bala de una pistola de alto calibre que luego se apoyó en su sien, a la vez que una ya conocida voz se hacía escuchar por su oído no aplastado. – Espero que tengas una buena explicación para esto, huevoncito. 24
  • 25. VIII Pedro Gómez apuntaba a la cabeza al cartero. Hasta ese instante había sido bastante condescendiente con el muchacho, pero al parecer el tipo estaba metido hasta el cuello en todo ese asunto, o bien era un tipo con un sino realmente de temer. Si no obtenía las respuestas que quería, probablemente se desharía de él de inmediato: no pensaba seguir perdiendo su tiempo mientras seguían ocurriendo asesinatos a diestra y siniestra. Con un rápido movimiento separó la bolsa de la moto sin dejar de apuntar a Miguel; un par de minutos después una van apareció para llevarse a ambos hombres a bordo, mientras que una camioneta de doble cabina se hacía cargo de llevar su scooter. Una vez lo sentaron dentro del vehículo esposado a la espalda, ambos móviles emprendieron viaje con rumbo incierto. – Ya cartero, empieza a hablar, ¿desde cuándo estás metido en esta cuestión? – Mi coronel... – No me hagas la pata mierda, ni intentes hacerte el vivo conmigo, esa espada tiene más años que la cresta, y sólo una persona era dueña de todas esas armas. ¿Estuviste metido en esto desde el principio? – Coronel Gómez, si me deja explicar... – Córtala, me vas a dar las respuestas que quiero por las malas o por las peores. ¿Estuviste metido en el robo de principios de año? Por tu bien responde lo que te pregunto, mierda. – No coronel, no tuve que ver con el robo de las espadas originales. – Entonces ¿cómo y cuándo conseguiste esa...?– de pronto Gómez cayó en cuenta de la frase que dijo Miguel– . A ver, para, ¿qué dijiste? – Dije que no tuve que ver con el robo de las espadas originales– contestó Miguel mirando al piso de la van, a sabiendas que algunos interrogadores se ponían más violentos cuando los miraban a los ojos. – ¿De dónde sacaste que esta no es una espada original? – Porque venía en una caja de encomienda que entregué esta mañana en un domicilio de Vitacura. – ¿Y cómo supiste que en esa caja iba esa espada?– preguntó Gómez con voz neutra. – No sabía. Después de conversar con el dueño de la casa donde entregué... – ¿Qué?– interrumpió Gómez, denotando rabia en sus palabras– , ¿de nuevo tratas de hacerte el huevón conmigo? Sé exactamente de dónde vienen esas espadas, así que no juegues conmigo mierda. – No estoy jugando a nada, el anciano dueño de casa... – ¿Qué te dije, huevón?– gritó Gómez completamente descontrolado, poniendo la pistola en la frente de Miguel y amartillando el arma– . Deja de hacerte el tonto conmigo y empieza a hablar, antes que tenga que mandar a cambiarle el tapiz a esta camioneta. – ¡Por favor, no dispares! ¡El anciano me dijo que se había confundido su secretario personal, y le habían dado permiso a todos los guardias por error, por eso estaba solo con una cocinera sorda!– gritó desesperado Miguel con los ojos cerrados, rogando porque el coronel le creyera la extraña historia. De un momento a otro dejó de sentir el cañón del arma en su frente y la respiración del militar en su cara. Cuando abrió los ojos Pedro Gómez estaba afirmado en el asiento de la van. 25
  • 26. – La Marta está sorda como tapia hace años... voy a hacer una llamada huevón, si no me responden lo que me dijiste la bala que está en la recámara terminará en tu cabeza– en esos momentos Miguel no entendía nada, no sabía cómo el coronel Gómez sabía el nombre de la cocinera. Mientras tanto el militar sacó su celular, buscó un número en la memoria y lo marcó. – Aló, tío Gabriel, ¿cómo está? Oiga tío, ¿cómo es eso de que estuvo solo en la mañana? Ah... ya... oiga, ¿y le llegó la caja que pidió por internet? Qué bien, o sea que ya tiene las doce espadas... Ah... ¿y por qué tiene una menos?– desde esa última pregunta pasaron cinco minutos en que Gómez sólo movía su cabeza asintiendo, como si su interlocutor lo pudiera ver– . Ah ya... ¿y cómo va a...? Ah claro... ya tío Gabriel, qué rico que ya tiene sus chiches para colgar. Cuídese mucho, adiós. Con sumo cuidado Pedro Gómez le sacó el cargador a la pistola, corrió el carro y sacó la bala que estaba en la recámara, para luego colocar nuevamente el proyectil en el cargador y devolverlo al arma, la cual guardó en su espalda. Después sacó una pequeña llave de su bolsillo y le quitó las esposas a Miguel, para finalmente apoyarse con calma en el respaldo del asiento. – Te debo un sahumerio parece– dijo Gómez mirando al cartero– . De verdad no entiendo cómo sales de una y caes en otra... ¿siempre has sido así? – No coronel. Y no creo tener mala suerte por lo que me ha pasado en estas últimas semanas, simplemente las cosas se han dado así. – Espera un poco– Gómez golpeó la ventanilla de la van para hablar con el conductor– . Te vamos a dejar a un par de cuadras de tu pega, con tu moto, sano y salvo, y aquí no ha pasado nada. – Supongo que le llevará de vuelta la espada a su tío. – No, esa réplica es tuya, cualquiera que aguante a mi tío contar sus historias merece el regalo que él le haya dado. Ya, llegamos, bájate. – Coronel, ¿le puedo pedir un favor inmenso?– preguntó Miguel sin mirar a Gómez. – ¿Qué quieres? – ¿Me podría dar algún número de celular? En una de esas mi suerte me ayuda y logro encontrar algo útil para usted, uno nunca sabe... – Ya, esa es mi tarjeta, ahí está mi número. Es privado, si empiezan a aparecer llamadas de desconocidos sabré que eres tú y... – Sí, ya sé. Gracias coronel. – Bájate huevón. Y cómprate ese puto sahumerio... Miguel vio alejarse la van y la otra camioneta. Mientras reacomodaba la espada en el marco de la moto pensaba en el juego de coincidencias que le habían salvado la vida aquella tarde, y que casi se la habían quitado al mismo tiempo. Había llegado el momento de adelantarse a los hechos, y empezar a buscar el origen de esos monstruos que día tras día mataban gente para engrosar sus filas, de incierto pero posiblemente nefasto propósito. Pero antes había que llegar a la oficina a entregar las cartas rechazadas: no podía arriesgar su trabajo pese a lo intrascendente de este y a lo vital de su incipiente investigación. 26
  • 27. IX Miguel llegó a la oficina de correos una hora después de lo habitual. Al entrar se encontró con Ana y su jefe. Su esposa se levantó de inmediato, al ver que el cartero tenía marcada en la cara la huella de un zapato, y en la sien y en medio de la frente unas marcas redondas idénticas. – Dios mío Miguel, ¿qué te pasó, estás bien?– preguntó asustada la joven, mientras acariciaba las marcas de su marido y limpiaba las huellas de tierra. – ¿Te sientes bien Miguel? Parece que te hubieran pisado la cara. ¿Tuviste un accidente acaso?– agregó su jefe. – Me asaltaron– inventó Miguel, tratando de pensar lo más rápido posible, para hilar una historia medianamente coherente, mientras en su cabeza seguía dando vueltas aquella verdad que no podría contar– . Estos desgraciados me esperaron a la salida de la casa donde entregué la encomienda para robarme la propina. Me botaron y me pisaron la cara para amedrentarme. – Supongo que le entregaste la plata a esos tipos...– preguntó nerviosa Ana. – ¿O te hiciste el valiente como siempre?– dijo el jefe. – Para suerte mía y mala suerte de esos desgraciados, el dueño de casa me había regalado una espada de fantasía, pero metálica. Cuando la saqué, tiraron sus cuchillos y salieron corriendo a perderse los hijos de perra– terminó de inventar Miguel, feliz de haber incorporado todos los elementos a su cuento. – Pero ¿cómo se te ocurre...? A veces se te olvida que no eres solo, parece– lo recriminó Ana– , ¿qué hubiera pasado si alguno hubiera sacado una pistola, le hubieras pegado con la espada? – Por supuesto que lo hubiera hecho, con lo loco que es– intervino el jefe– . Bueno, al menos sólo te llegó un susto y un pisotón en la cara, la sacaste barata. Pero por favor trata de no confiarte, eres un buen empleado y baleado no me sirves. – Está bien jefe, trataré de no correr más riesgos. Hasta mañana, nos vemos. Ana y Miguel subieron a la moto. Mientras hacían en silencio el viaje a casa, Ana pensaba en lo loco y arriesgado que era su marido, y que debería tratar de apaciguar sus ánimos antes de los treinta, para que en el futuro no terminara siendo el típico viejo verde que toma un segundo aire y cambia a su pareja por una más joven; por su parte Miguel rogaba por que su historia hubiera sido convincente, pues ahora necesitaría de toda su astucia para conseguir que su mujer lo ayudara sin saberlo. En cuanto llegaron al edificio donde vivían y guardaron la moto, Miguel desató la bolsa negra del marco del vehículo y subieron al departamento, para que su esposa pudiera verla con detención. – Bien, este es el juguete con el que asusté a los asaltantes, ¿impresionante, cierto?– empezó diciendo Miguel mientras desenfundaba la espada. – Es preciosa, pero algo me asusta– dijo Ana al ver la espada en manos de su esposo– . ¿Y por qué te regaló algo tan caro el caballero ese, oye? – Es una historia extraña pero bonita– dijo Miguel, luego de lo cual relató todo lo que pasó en la mansión del anciano, desde la perspectiva de ese hombre para evitar dejar escapar algún detalle revelador. Cuando terminó, Ana estaba como petrificada. – Vaya, qué increíble la historia de la espada... ¿así que es importada de España? 27
  • 28. – Así dijo este caballero. – Oye, parece que me estás mintiendo– dijo de pronto Ana, con la espada en sus manos– , me dijiste en la oficina que la espada era de fantasía pero esta cosa tiene filo, y harto mejor que el del cuchillo que usamos para los asados, ¿o acaso las fantasías vienen con filo ahora? – Tuve que decir eso para que el jefe no empezara a molestar con que la mostrara en la oficina– mintió Miguel– , ¿te imaginas si entra un cliente despistado, el sustito que se hubiera llevado? – Eso es verdad... oye, ¿me dijiste que esta espada es nueva? – Sí, por lo menos la sacamos de la caja que entregué, ¿por qué lo preguntas?– dijo Miguel, algo preocupado por la excesiva curiosidad de su esposa. – Porque esta cosa está usada– sentenció Ana – . Mira acá, en la parte del filo se ve como un poco romo o abollado, y más atrás está como sucia o rallada. Estos españoles están vendiendo espadas usadas, o mal terminadas. Miguel palideció, su esposa fue capaz de notar la zona en que la hoja cortó el cuello del monstruo y el lugar exacto donde rebotó al llegar a la división de los dos cuerpos. De pronto se le ocurrió cómo podría aprovechar ese comentario a su favor. – Chucha, tienes razón... capaz que estén enviando espadas de segunda mano o de mala calidad para acá, y quizás cuánto cobraron por cada una. – Es una lata, importarlas ya es caro para que más encima los perjudiquen vendiéndoles usadas por nuevas. – Mmm... oye, se me estaba ocurriendo algo, ¿tienes acceso al registro de las direcciones de las encomiendas, cierto?– dijo Miguel, empezando a armar su plan. – Claro, está todo registrado en el computador... ¿en qué estás pensando? – En que podrías buscar a qué direcciones han llegado encomiendas de ese remitente, para que yo pueda pasar de una carrera a preguntarle a los destinatarios sobre la calidad de las espadas, en una de esas hasta se pueden poner de acuerdo para reclamar en grupo– terminó Miguel, esperando por la respuesta de Ana. – Bueno, de poder puedo... oye, ¿no estás metido en nada raro, cierto? Con la plata que ganamos es suficiente, no hay para qué... – Ana, no hay nada raro de por medio, es que de verdad me gustaría saber por qué estas espadas tan raras y caras vienen falladas. No vamos a gastar ni un peso en hacerlo, y en una de esas hasta nos llega alguna propina, que nunca está de más. – Sí, y por último ayudamos a algunas personas entre medio... está bien, mañana sacaré la guía de la encomienda para buscar la dirección del remitente de esa caja, y de ahí revisaré en la base de datos nacional si es que han llegado otros pedidos. En cuanto tenga los domicilios de los receptores te pasaré la lista para empezar a limpiarla y ver a quién más le han llegado espadas usadas o de mala calidad. – Gracias amor, te pasaste– dijo Miguel, para luego besar a su esposa. Gracias a lo aparentemente lógico de la historia, había logrado que ella lo ayudara sin saber en qué, y por ende sin hacerle correr algún riesgo. El cartero sólo esperaba que cuando tuviera las direcciones no fuera demasiado tarde como para detener la ola de asesinatos. 28
  • 29. X Ana Villagrán era una mujer sencilla pero feliz. Hija de un matrimonio de empleados públicos, había hecho varios cursos técnicos después de salir del colegio para tratar de obtener un mejor trabajo que el de vendedora de multitienda. El destino la llevó hasta esa oficina de correos donde haría una práctica no remunerada, para que le dieran el certificado de aprobación del curso; fue tal el empeño que puso en hacer las cosas bien desde un principio, que en cuanto terminó el período por el cual iba enviada por el instituto, fue contratada para reemplazar a una funcionaria que acababa de jubilar. Llevaba cerca de seis meses trabajando cuando conoció a Miguel, quien era dos años mayor que ella, y que había entrado a trabajar más o menos en la misma fecha. Desde el principio fue tema de conversación el hecho de estar medio año trabajando en el mismo lugar sin siquiera haberse visto, y que luego de verse por primera vez se hicieran casi inseparables. Luego de casarse y arrendar un pequeño departamento, se habían dedicado a ahorrar, para tratar de forjarse un futuro que les permitiera cumplir con las leyes de la vida: tener hijos, criarlos, guiarlos, y entregarlos al mundo para que ellos hicieran su propio destino y su pequeño aporte al futuro de la humanidad. Con el accidente que había obligado al cambio de comuna de Miguel, las propinas habían mejorado notoriamente, y todo ese dinero estaba yendo al fondo de ahorro. Y ahora que investigarían lo de las espadas falladas, era probable que el destino les sonriera aún más temprano, permitiéndoles de una vez por todas empezar a cumplir los sueños que la sociedad les había asignado. Miguel venía de vuelta de sus entregas de la tarde. Ese día no había quedado correspondencia sobrante así que terminaría a la hora y podría irse con Ana, sin tener que hacerla esperar hasta desocuparse. Cuando terminó de poner al día la bitácora de entregas, su esposa lo esperaba arreglada a la salida de oficina con cara de apurada; el viaje fue igual de tranquilo de siempre, pero más silencioso. Cuando llegaron al edificio y después de guardar la moto, ambos subieron al departamento sin cruzar palabras. En cuanto entraron y cerraron la puerta Miguel le habló a Ana, algo preocupado por su actitud. – ¿Pasa algo amor? ¿Por qué no me dirigiste la palabra esta tarde?– dijo Miguel. Ana sin responder le entregó un papel con una dirección y una gran sonrisa– . ¿Qué es esto? – Lo que me pediste. Crucé datos y encontré una sola dirección adonde habían recibido correspondencia y encomiendas desde el remitente de España. Nadie más ha enviado o recibido nada de esa empresa española, que no sea el domicilio del caballero que te regaló la espada fallada, y esta. ¿Fácil, cierto? – Amor, eres increíble, de verdad creí que te demorarías varios días en encontrar el dato. En cuanto tenga tiempo iré a ver si esta persona también recibió alguna espada fallada, para ponerla en contacto con el señor que conocí, a ver si quieren hacer algo contra los españoles. Mientras abrazaba a su esposa, Miguel pensaba en lo desagradable pero necesario que era en ese instante mentirle: si por algún motivo se enterara de todas las implicancias del asunto, de ninguna manera lo dejaría involucrarse. Ahora sólo faltaba organizar su trabajo para algún día disponer del tiempo necesario para ir al domicilio, y saber quiénes eran los asesinos. Por supuesto 29
  • 30. que para dicha ocasión debería prepararse, no podía llegar a tocar la puerta y esperar a que salieran los asesinos a entregarse por las buenas, más aún si se trataba de esas creaturas hechas de mitades de personas y que tenían fuerza sobrehumana. Lo más seguro es que tendría que ir en más de una ocasión, primero a mirar y luego a hacer algo para detener esa barbarie; para eso tenía a mano el teléfono de Pedro Gómez, quien estaría dispuesto a ayudarlo si eso le permitía acabar con esa ralea de monstruos, y más encima recuperar las espadas de su tío Gabriel. Lo mejor era no dilatar más la situación: trataría de hacerse un tiempo al día siguiente para ir a ubicar la dirección, y ver si podía obtener algo de información útil. Al día siguiente, Miguel llegó a la oficina de correos con Ana, y de inmediato fue a ver el recorrido que debería hacer. La suerte, esa que según el coronel Gómez le era esquiva, en esos momentos le mostraba una leve sonrisa: el listado de direcciones era algo más breve que el de un día común, y muchos de ellos correspondían a departamentos y condominios, los que le cancelaban a fin de mes la cuota de correspondencia. Si bien es cierto era bastante exigua en relación a las propinas que le daban en las mansiones, para ese día era lo que necesitaba, así se podría desocupar más temprano y tendría el tiempo suficiente como para llegar al domicilio que había encontrado Ana, que quedaba al otro lado de la capital, en Maipú. Así, sin darle más vueltas al asunto, salió con su bolso cargado para entregar todo lo antes que pudiera, para hacer el viaje que le interesaba concretar en esa jornada. Si todo salía como lo tenía pensado, cerca de las once de la mañana habría terminado las entregas, y podría dedicar el resto de la mañana y la hora de colación para ir a su esperado destino. A las diez y media Miguel iba en su moto rumbo a Maipú. A mitad de mañana las calles estaban relativamente expeditas, así que no sería mayor problema hacer el viaje de ida; lo más seguro es que ese día se quedaría sin almorzar y saldría más tarde del trabajo, pues no tendría la misma suerte en el periplo de vuelta, pero el eventual resultado bien valía la pena. El problema se podría presentar en encontrar la dirección, pues quien va por primera vez a Maipú tiende a perderse en su intrincada red de calles y pasajes; sin embargo la ya no tan esquiva diosa fortuna le volvía a sonreír: cuando llegó a la plaza de la comuna y sacó su vieja revista con los planos de Santiago para intentar ubicar la calle, un colega suyo que llevaba años trabajando en la zona lo vio con cara de perdido, y le dio las indicaciones para llegar sin mayores dificultades a su objetivo. A ese paso, y si se seguían dando las cosas, era probable que ni siquiera tuviera que renunciar a su almuerzo, pues cinco minutos después de despedirse de su colega dio con el domicilio. El número correspondía a una vieja y deslavada casona de adobe, que casi parecía sacada de un libro de historia, al ver en la cuadra siguiente una serie de pequeños edificios de departamentos de reciente construcción y vivos colores, característicos de los programas de vivienda del estado para familias de escasos recursos y emergentes. Era frecuente en esa comuna hacer ese tipo de construcciones, lo que llevaba a que cada vez quedaran más casas viejas en el recuerdo de sus antiguos moradores, y debajo de alguna retroexcavadora o bulldozer. Por el momento esa cuadra completa se salvaba, y la vieja casa destacaba dentro del conjunto como la más vieja y descuidada entre las viejas 30
  • 31. descuidadas. La casa era típica de principios del siglo XX: sin antejardín, muro de un solo color de más de tres metros de altura, puerta al centro y dos ventanas laterales, dando a entender un pasillo central que servía de distribuidor a los dormitorios que se alineaban a cada lado del corredor, que hacía las veces de columna vertebral de la edificación. Generalmente esas casonas de adobe tenían un patio al fondo, cuyo muro trasero colindaba con el muro trasero de la casa que daba a la cuadra siguiente. Nunca se podía saber el tamaño de esas casas mirando el frente, pues el fondo podía ser de entre cuatro a diez veces la extensión de la fachada, y eso justamente les daba un aire de misterio y hasta de grandeza en algunos casos, dependiendo del cuidado que se les diera. En esas condiciones, el único sentimiento que generaba la edificación era lástima. Ahora que Miguel había dado con la ubicación, debía decidir cómo acercarse; tal vez lo mejor era llegar como cartero extraviado, y pedir ayuda para ubicar una dirección, apelando a lo complicado que era encontrar un domicilio para alguien nuevo en la comuna. Por supuesto, para ello debería conseguir un arma de fuego, o andar con la espada en el marco de la moto para defenderse. De todos modos algo no le gustaba: esas casas no tenían estacionamiento, y si no había dónde guardar la camioneta destartalada era mu probable que no fuera el único lugar donde se guarecían los monstruos. Cuando Miguel se aprestaba a acercarse a la vieja casona, a ver si lograba ver algo a través de los sucios vidrios, un fuerte golpe en su nuca lo aturdió. Miguel lentamente empezó a reaccionar luego del golpe en la nuca, con un dolor continuo en dicha zona, y aún algo de dificultad para moverse. Ya sabía que en cuanto despertara se encontraría nuevamente con Gómez apuntándole a la cabeza, probablemente con un fusil o algo peor, pues ahora no estaba en el piso de un vehículo. Al abrir los ojos se encontró en lo que parecía un dormitorio de casa, similar a la que estaba vigilando: por un instante creyó haber sido capturado por los monstruos, y estar a punto de ser asesinado o partido a la mitad. Sus ojos empezaron a recorrer el lugar, y de pronto se toparon con una desvencijada silla de madera donde estaba sentado un viejo flaco de brazos marcados, con cara de pocos amigos y un bate de madera en sus manos. – Eres muy tonto, pendejo. Si no te hubiera aturdido y arrastrado a mi casa, ya estarías muerto o tal vez algo mucho peor– dijo con voz de cigarro recién apagado. – ¿Quién es usted, y cómo sabe lo que me hubiera pasado en esa casa?– preguntó Miguel mientras pensaba en cómo escapar sin que el el viejo lo matara a palos. – Soy un viejo que lleva hartos años más que tú en esta tierra, que pega harto más fuerte de lo que parece, y que sabe harto más que tú de espadas y monstruos hechos de mitades de personas. 31
  • 32. XI Miguel miraba distraído la habitación donde se encontraba. El dolor de cabeza por un lado, y las palabras del viejo musculoso por el otro, lo tenían mareado y le dificultaban fijarse en los detalles para ver cómo diablos escapar de esa casa. De pronto cayó en cuenta que no estaba retenido, pues no tenía ninguna amarra y la puerta que daba al pasillo estaba abierta; el problema era que el solo intentar girar sentado en el suelo lo mareaba, así que las posibilidades de ponerse de pie siquiera eran mínimas en ese instante. Un par de minutos después apareció el viejo con una bolsa con hielo y sin el madero; el viejo le pasó la bolsa a Miguel para que se la pusiera en la nuca para el dolor, y se volvió a sentar en su crujiente silla. – ¿Qué querías hacer pendejo, dártelas de superhéroe entrando a esa casa maldita?– preguntó el viejo con voz de cigarro– , ¿y qué ibas a hacer dentro, agarrar a balazos a esos monstruos? – No ando armado... – Entonces eres huevón... ¿sabes a qué te ibas a enfrentar, pendejo? – Miguel... me llamo Miguel, no “pendejo”, “viejo”. ¿Tienes nombre? – Ah perdón, olvidé mi manual de Carreño– dijo el viejo cambiando la voz de cigarro por una de cigarro irónico– . Estimado don Miguel, mi nombre es Esteban... ¿ahora me vas a decir qué mierda ibas a hacer en esa casa? – Esteban... don Esteban... ya he visto a esos monstruos antes, los he visto matar gente partiéndolos a la mitad cuan largos son. Inclusive vi al que asesinaron la primera vez convertido en un nuevo monstruo... bueno, su mitad. La última vez que me los encontré, uno de ellos me midió con un cordel y di con la medida exacta... si no hubiera sido porque andaba trayendo una réplica de las espadas que ellos usan con la cual lo herí, ya estaría muerto, o formando parte de un nuevo monstruo... – ¿Qué? ¿Réplicas de espadas, de qué diablos estás hablando? A ver, cuéntame lo que te pasó y lo que sepas o creas saber de estos engendros. El viejo se paró, a los pocos segundos volvió con otra vieja silla y un vaso de agua. De un tirón paró a Miguel y lo sentó en la silla, pasándole en la mano libre el vaso de agua. Miguel sintió como su cabeza giraba descontroladamente luego del brusco cambio de posición, el que lentamente empezó a ceder. Después de tomarse medio vaso de un solo trago le contó con lujo de detalles la historia a Esteban. Terminado el relato, el viejo se tomó la cabeza y la movió entre sus manos con una mueca de decepción. – Sonamos. Ándate a tu casa mejor, y espera a que te maten de noche, o que te pillen de improviso. Si están empezando a usar espadas nuevas quieren decir que descubrieron cómo modificar la maldición... parece que ya no hay nada que hacer. – ¿Maldición, qué maldición?– preguntó extrañado Miguel. – Da lo mismo, ya no vale la pena que te cuente la historia de estos engendros, llegaste demasiado tarde. – Pero si voy a morir si o si, por lo menos merezco saber a qué me estoy enfrentando. – ¿Tienes tiempo?– preguntó Esteban luego de lanzar un cansado suspiro que impregnó el aire con olor a cigarro de mala calidad. 32
  • 33. – Por supuesto Esteban, si pude escuchar la historia de las espadas puedo escuchar la suya. – Bueno, qué más da, ya no importa que pierda mi tiempo contigo– dijo apesadumbrado el viejo– . Estas creaturas son una mezcla de dos trabajos tan geniales como malévolos, el de un científico y el de un brujo. – ¿Qué, pero no dijo que era una maldición o algo así? – El asunto no es tan sencillo. Hay un desgraciado ambicioso que sueña con apoderarse del planeta. Primero empezó por la política, luego con el tráfico de drogas y armas; ambas cosas lo enriquecieron, pero a la vez le enseñaron que había miles de cerdos más ambiciosos y poderosos que él delante de la fila de potenciales dueños del planeta, así que si quería cumplir su pesadilla debía buscar por otro lado. Con la plata y los contactos logrados con sus carteles de armas y drogas, y con el manejo de gente corrupta gracias a su carrera política, el desgraciado este empezó a buscar por áreas en las que nunca se había metido. Gracias a sus contactos llegó a sus oídos la existencia de un científico, que estaba hace años trabajando clandestinamente en experimentos acerca de la vida eterna y la fuerza sobrehumana. – Vaya, yo creí que eso pasaba en las películas no más– comentó Miguel. – No, estos hijos de perra son peores que los de las películas. Los experimentos de ese tipo siempre se han hecho, los más publicitados fueron los de los nazis en las décadas del treinta y el cuarenta. Cuando terminó la segunda guerra mundial, esos científicos no fueron enjuiciados, encarcelados o ejecutados, sino que reclutados por instituciones de gobierno de Europa y Norteamérica, donde siguieron desarrollando sus aberraciones. Por supuesto que estos malnacidos entrenaron a la siguiente generación de malnacidos, para perpetuar sus aberraciones y que alguien tuviera la sangre fría de terminar lo que ellos empezaron. Uno de estos hijos de hiena es el que fue contratado por el traficante con delirio de grandeza. A Miguel le costaba creer todo lo que Esteban le contaba. Era difícil imaginar que un científico fuera capaz de crear algo así, pero él era testigo presencial y casi víctima de esas creaturas. Luego de tragar un poco de saliva, el viejo continuó. – Este alumno de los carniceros nazis empezó a desarrollar su propia teoría en monos, apostando a que lograría hacer un animal más poderoso mezclando genes mejorados, gracias a repetidas cruzas de sus animales. De hecho logró mejores monos, pero ninguno espectacular. Cuando ya estaba pensando en botar todo a la basura por sus magros resultados, encontró un documento de uno de sus tutores, que hablaba acerca de reimplantación de miembros en soldados accidentados recientes. El documento del mentor de este demente describía cómo amputaba miembros a prisioneros de guerra, y después intentaba reimplantárselos. Dentro de sus pruebas había relatos de intentos de trasplante de miembros de un prisionero a otro, logrando malos resultados por eso que hablan ahora del rechazo, pero que en su época no se sabía mucho al parecer. El asunto es que en algunos casos resultó, y en uno en particular pasó algo raro: en aquel pobre desgraciado en que probaron cortando más arriba, o sea donde le cortaron el brazo casi desde la base del cuello y agarrando un pedazo de tórax, y luego le implantaron lo mismo pero cortado a otro pobre prisionero, el brazo pegado terminó teniendo más fuerza que la que tenía alguno de esos dos tipos. Se suponía que el experimento después se sumaría a los esfuerzos por crear el 33
  • 34. supersoldado o über soldat, pero justo terminó la guerra y todo pasó al olvido. – ¿O sea que hace más de sesenta años ya se sabía de algo como eso?– dijo sorprendido Miguel. – Sí, y todo ese conocimiento pasó a los países triunfadores, quienes los siguieron mejorando. Los resultados de ese tipo se usaron para las cirugías de reimplante de accidentados, que era el objetivo original, y terminaron sirviendo de mucho en la medicina moderna. Bueno, el asunto es que este otro científico, el que siguió la huella del nazi, se fijó en el detalle de la extensión de la amputación e hizo la prueba con sus monos, logrando al tercer intento que pasara lo mismo: el brazo implantado en el mono desarrolló más fuerza que la de los dos monos originales. – Chucha, qué increíble, esto es una locura– intervino Miguel. – Claro... bueno, una vez que le resultó, empezó a probar ampliando más la zona amputada, hasta que un día se decidió: eligió dos monos gemelos idénticos, del mismo peso y la misma estatura, partió a ambos a la mitad y se dispuso a intentar unirlos. Uno de los dos engendros sobrevivió, y tal como él esperaba el resultado fue un mono con una fuerza que parecía como de seis. – Qué espantoso, por culpa de ese loco de mierda está quedando la grande ahora– reflexionó en voz alta Miguel. – En parte. El problema que tuvo este maniático es que los engendros tenían demasiada fuerza y agresividad, y por ello eran incontrolables, de hecho hubo que matarlos a todos después que asesinaron al cuidador que los alimentaba, al que adoraban antes de ser divididos y reimplantados. Bueno, después de eso el científico terminó con el proyecto, y cuando estaba buscando alguna vieja nueva idea para desarrollar de ahí en adelante, pero esta vez más inclinada hacia el lado de la vida eterna, fue contactado por el megalómano millonario, quien lo contrató para seguir con su idea original. Cuando el científico le contó a este loco lo que había pasado con los monos y su cambio de temperamento, el millonario le sugirió la posibilidad de experimentar con seres humanos, lo que el científico aceptó de inmediato. – O sea que ese par de hijos de perra son culpables de todo esto... ¿y de dónde sacó cuerpos para experimentar ese loco?– preguntó Miguel, cada vez más asqueado con la situación. – En un principio usó a traficantes menores, vendedores de droga de poca monta y adictos en mal estado, a los que raptó y le llevó al científico loco. Más adelante, cuando empezó a hacerse notorio el descenso de los dealers locales, el desgraciado contactó a quienes le compraban armas, y le pidió que le regalaran prisioneros de guerra condenados a muerte, o los que tuvieran a mano. – Esto es... no tiene nombre. – Sí lo tiene, pero es muy feo... en fin, este gallo, el científico, tuvo hartos problemas, no había cómo diablos cortar los cuerpos a la mitad, tenía que usar una sierra como de aserradero porque hacerlo como cirugía era demasiado lento y todos morían desangrados a mitad del procedimiento. Pasados varios meses, y cuando por fin logró depurar el proceso y más encima encontrar gente de la misma talla para lograr una unión medianamente pasable, en cuanto terminaba de unirlos e intentaba reanimarlos, el corazón latía un par de minutos y se detenía para siempre. De ahí en adelante estuvo dos o tres años experimentando, y cada vez pasaba lo mismo. De hecho mejoró hasta llevar casi a la perfección el procedimiento quirúrgico, pero nadie sobrevivía. – ¿Dos o tres años? ¿A cuánta gente mataron para experimentar estos 34
  • 35. psicópatas? – Te aseguro que no quieres saberlo... bueno, el asunto es que el científico se dio por vencido: el procedimiento funcionaba en monos pero no en humanos, y no había una causa científica para ello. – Bueno y entonces, ¿por qué ahora estamos siendo invadidos y atacados por estos engendros? – Porque el megalómano entendió que si no había causa científica para que la unión no funcionara, había que buscar por otro lado. 35
  • 36. XII Esteban Ramírez miraba de reojo a Miguel, quien seguía con la bolsa de hielo en la nuca, para que se le quitara luego el dolor por el golpe que le dio. Cuando lo vio intruseando en la casa maldita supo que debía detenerlo a como diera lugar, o terminaría muerto como todos los que se acercaban a ese lugar. No tenía idea que el joven sabía algo respecto de lo que pasaba, ni tampoco acerca de las réplicas de las espadas. Ahora le estaba contando el origen de todo lo que estaba sucediendo, a sabiendas que el muchacho podría tener algo que hacer al respecto. Miguel se sacó la bolsa de hielo de la nuca para enderezarse, y tratar de seguir el hilo de lo que Esteban le estaba contando. – ¿A qué te refieres con buscar por otro lado, al brujo que nombraste al principio?– preguntó Miguel, concentrado en la conversación pese al dolor. – Sí. El millonario loco es bastante obsesivo para sus cosas. Dentro de todo lo que leyó, se dio cuenta que los nazis, sus musos inspiradores, usaban a magos y brujos para sus experimentos, e inclusive tenían una división de estudios paranormales, que dependía directamente de Hitler. Así que este tipo usó sus influencias y su dinero, para encontrar a alguien que pudiera darle una respuesta primero, y una eventual solución después. Por supuesto llegaron muchos charlatanes tratando de sacarle plata: lo único que ganaron fue un balazo en la cabeza. – ¿O sea que este tipo dispara primero y pregunta después? ¿Se cree pistolero de película acaso?– interrumpió algo abrumado por la liviandad con la que algunos enfrentan la muerte humana. – Se nota que no tienes ni idea al nivel que trabajan los traficantes de armas y drogas de talla mundial, para ellos existe el “yo” y nada más. Cualquier cosa que limite sus caprichos se elimina y punto, sin remordimientos ni sentimientos raros– respondió secamente Esteban. – O sea que estos monstruos se diferencian de sus creadores exclusivamente por el laboratorio por el que pasaron– concluyó Miguel. – No, el asunto es mucho más complejo, y tiene que ver con la solución al problema que tenía el científico– retrucó Esteban– . Luego de muchos intentos fallidos y charlatanes asesinados, apareció un tipo mezcla de brujo y parapsicólogo, que llegó por su cuenta donde el traficante. El tipo irrumpió en un restaurante, donde el traficante almorzaba despreocupado con algunos cabecillas de otros carteles de armas, sin haber sido notado por ninguno de los guardaespaldas de los comensales, lo que provocó la ira de quienes estaban a la mesa. En cuanto se paró al lado del megalómano, seis pistolas apuntaron a su cabeza; el tipo le dijo al oído al loco dos o tres detalles de su vida que nadie vivo conocía, y le dijo que tenía la solución a su problema. El loco lo miró, dio por terminado el almuerzo, mató a sus guardaespaldas por ineptos, y partió en la limusina hacia su mansión sin decir nada en todo el viaje. Cuando llegaron a la casa, el traficante se encerró con este tipo en su estudio, y se pusieron a hablar acerca de la solución del problema del científico. – Vaya, esto cada vez se ve más feo. ¿Y cuál era el problema según este tipo?– preguntó Miguel, algo ansioso por saber de una vez por todas la solución del enigma. – El alma– respondió Esteban. – ¿Qué, cuál alma?– preguntó confundido Miguel. 36
  • 37. – El alma humana. Según este tipo, los animales tienen una especie de alma grupal, en que cada uno tiene un pedazo o parte del alma total de cada especie, a diferencia del humano que tiene un alma individual. – No entiendo nada Esteban. – Deja ver si te lo puedo explicar– dijo el viejo impregnando el todo con su aliento a cigarro– . Cuando el científico unía las mitades de dos animales, el trozo de alma grupal permanecía tal cual en el nuevo cuerpo, pues al no ser individual, puede fraccionarse sin perder su integridad esencial. Con el humano no pasa eso, al partir el cuerpo, el científico no podía partir el alma, así que ésta se liberaba causando la muerte del cuerpo. – Ahora entiendo, y hasta suena lógico– respondió Miguel sin separar la bolsa de hielo de su nuca– . Supongo que esa respuesta satisfizo al millonario traficante... y bueno, ¿qué solución traía este brujo para ese problema? – Partir el alma– respondió con simpleza Esteban. – ¿Qué?– exclamó Miguel sacando la bolsa de su cuello y mirando fijamente a Esteban con cara de confusión– , ¿no acabas de decirme que el alma humana no se podía partir? – No, te dije que el científico no puede, pero este brujo sí. Miguel estaba espantado con los ribetes que estaba tomando la conversación, una cosa era partir cuerpos y generar monstruos sin alma, y otra muy distinta era dotar de almas a esos engendros. Pero si más encima las almas eran partidas, la situación se ponía sencillamente espeluznante. – Mierda... ¿pero cómo...? – Este brujo es uno de los más poderosos del planeta. Su poder casi ilimitado viene del infierno... – Espera... ¿del infierno? – El brujo tiene pacto con el diablo, de ahí viene su poder. El asunto es que este tipo conoce un... cómo decirlo... procedimiento para partir el alma humana en dos mitades, y para unir dos de esas mitades en un alma nueva. – Ehh... esto es tremendo... es que... ¿y qué pasa con la otra mitad... con las dos mitades sobrantes?– preguntó Miguel, tratando de darle algún orden lógico a su mente, algo descontrolada con la revelación de Esteban. – Vamos por partes. El brujo este descubrió unos manuscritos antiguos, hechos por satanistas arcanos, que recibieron de boca de demonios poderosos un conjuro que era capaz de robarle el alma a aquellos que estaban a punto de morir y que habían sido excomulgados, o no habían alcanzado a recibir la extremaunción. Estos satanistas empezaron a experimentar con el conjuro, logrando que, siendo grabado en un objeto material, en este caso un medallón, hiciera las veces de recitación de dicho conjuro. – ¿Y para qué querían un conjuro así, para apoderarse de esas almas al momento de su muerte?– preguntó asustado Miguel. – Exacto. El asunto es que algunos años después otro demonio, satisfecho con la ocurrencia de los satanistas de la época, les entregó un conjuro acortado que hacía la misma tarea, y les ordenó que lo grabaran en un cuchillo de doble filo. – Ya veo, supongo que así les podría servir no sólo con moribundos, sino tal vez con infieles vivos– sugirió el cartero. – No, según el escrito no era esa la idea– retrucó Esteban– . La idea era que podían usar el arma para defenderse de los religiosos, que organizaban cacerías 37
  • 38. contra los infieles y los satanistas de la época. – ¿La inquisición? – Exacto, ya había empezado lo de la inquisición. Bueno, el asunto es que uno de los satanistas conoció en España, en lo que se llamaba reino de Aragón, al hijo del armero que había fabricado las espadas esas de las que tienes una réplica. Cuando supo que las espadas habían sido hechas en tierra pagana, con forma pagana, y al ver la rabia del joven armero al tener que esconder sus armas y no poder usarlas ni menos fabricarlas o venderlas, le ofreció el conjuro para que las grabara y así fueran armas contra los católicos. El joven aceptó, pero por respeto a su padre grabó todas las espadas excepto la original, que quedó intacta. – Por eso es que no la robaron, porque no les servía– dedujo Miguel. – Correcto– respondió Esteban– . Bueno, luego que escondieran las espadas, todos estos satanistas se hicieron de algún arma blanca para poder usarla como talismán de defensa contra las huestes de dios. Cada cual, dependiendo de su oficio, gusto o capacidad, grabó el conjuro con sus propias manos para poder defenderse si es que fuera necesario. Cuentan que uno de los malditos era soldado, y decidió tallar la frase maldita en su espada. Una noche, luego de haber bebido sin control, se enfrascó en una riña con otro militar que también estaba ebrio, y terminaron yéndose a las armas. En el fragor de la disputa el maldito le lanzó un golpe al hombro a su rival con lo que quedó descubierto, con lo cual le pudo cortar la cabeza. Dicen que la muerte fue tan violenta que luego que cayó el cuerpo al suelo el alma quedó de pie, pero le faltaba una parte. – ¿La cabeza?– preguntó Miguel. – La cabeza– reafirmó Esteban– . El conjuro era tan poderoso, que fue capaz de cortar el alma justo donde el soldado hizo el corte. El pobre maldito se dio cuenta de lo que había hecho de inmediato, así que botó la espada, huyó a un convento, confesó todo y se quedó a vivir una vida de penitencia para tratar de salvar su alma. – Qué horrible... ¿pero cómo un alma puede quedar descabezada? De verdad que no lo logro imaginar– dijo Miguel, entre triste y asustado con el cariz que tomaba el relato. – Por supuesto. Dice la leyenda que el alma sin cabeza vagó un tiempo por el mundo, hasta que la divinidad se apiadó de él y le devolvió su cabeza para que pudiera encontrar su camino al más allá; como el pobre desgraciado era católico, de inmediato se le abrieron las puertas del cielo. El asunto es que este evento no pasó desapercibido en ese mundo oculto en que se desenvuelven los verdaderos guerreros del bien y del mal, pero en esos momentos este descubrimiento pasó casi al olvido. – ¿A qué te refieres con los verdaderos guerreros? ¿Acaso los de la inquisición no lo eran?– preguntó algo extrañado Miguel. – Primero responde esta pregunta– dijo Esteban– , ¿de verdad crees que algún brujo o bruja puede ser quemado por fuego físico? ¿Podrías decirme que crees que alguno de los que terminaron en la hoguera tenía algún poder especial o sobrenatural, y no lo usó para escapar de la tortura y la muerte? – Chucha, jamás lo había pensado– respondió dubitativo el cartero– . Si lo pones desde ese punto de vista claro, suena extraño que alguien con algún poder venido del infierno, del demonio, o de como se llame, pueda sufrir tortura y morir tan fácil sin usar sus poderes para defenderse o hasta vengarse. – Te aseguro que ningún brujo o bruja murió a manos de la inquisición. Los verdaderos guerreros del bien y del mal luchan sus batallas entre ellos, tienen sus 38