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2
Jorge Araya Poblete
LA VARA
2015
3
“La Vara” por Jorge Araya Poblete se encuentra bajo una Licencia
Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0
Unported.
Permitida su distribución gratuita como archivo digital íntegro.
Prohibida su distribución parcial.
Prohibida su impresión por cualquier medio sin permiso escrito
del autor.
Prohibida su comercialización por cualquier medio sin permiso
escrito del autor.
©2015 Jorge Araya Poblete.
Todos los derechos reservados.
4
Presentación
Una serie de homicidios acaecidos en Santiago en un
lapso de dos años tiene a la fiscalía y a la Policía de
Investigaciones tratando de encontrar a un asesino que no
deja huellas, y que ultima a sus víctimas golpeándolas en la
cabeza con una vara de madera. Un accidente en uno de
los homicidios les da una pequeña pista para acercarse al
asesino, la que deja al descubierto un extraño error de
identificación del sospechoso, quien según su acta de
nacimiento tiene a la fecha ciento cuarenta y cuatro años
de edad. Desde ese instante los detectives Saldías y
Guzmán, a cargo del caso, hacen uso de todo lo que tienen
a mano para intentar capturar al homicida, viéndose
envueltos en una extraña historia que a cada instante se
aleja más de una investigación convencional.
Esta novela de bolsillo se enmarca en el género policial
esotérico, mezclando diversos elementos para lograr
entretener y sorprender al lector. Que la disfruten.
Jorge Araya Poblete
Octubre de 2015
5
6
I
El joven abogado manejaba algo desconcentrado su todo
terreno esa fría mañana de junio. Antes de salir de su
departamento había discutido con su esposa, por lo que
ambos iban en silencio en el vehículo, escuchando una
lista de reproducción musical aleatoria del gusto de los
dos, para evitar nuevos roces. Ambos creían tener la razón,
por lo que decidieron dejar el tema en espera a la hora de
salida de sus respectivos trabajos, para poder conversar
con calma y no interferir en sus actividades laborales; mal
que mal, la discusión se generó por diferencias en relación
a qué parte de Europa viajar en las vacaciones venideras, y
ambos sabían que tarde o temprano lograrían un consenso
que dejara a los dos felices.
A esas alturas de la mañana todos los vehículos corrían a
gran velocidad, muy por encima del límite legal, pese a lo
cual las posibilidades de ser infraccionados eran bajas,
pues a esa hora las policías se encontraban resolviendo
sórdidos crímenes relacionados con narcotráfico en los
barrios bajos de la capital, y rescatando a algunos
conductores ebrios que horas antes habían estrellado sus
vehículos contra postes, personas u otros vehículos; así,
nadie se preocupaba mayormente de controlar la velocidad
de quienes iban a sus trabajos en ese pudiente sector de la
ciudad.
El abogado seguía el trayecto memorizado para ir a dejar a
su esposa a su oficina, y luego dirigirse a la suya justo a
7
tiempo como para conseguir un estacionamiento no tan
escondido del mundo. Mientras pensaba en cómo ganar la
discusión de la noche, no se dio cuenta que cien metros
delante de él iba un vehículo pequeño y sin luces a baja
velocidad; pese a todos los recursos mecánicos e
informáticos de su moderno todo terreno le fue imposible
evitar el choque por alcance, lanzando al viejo vehículo
varios metros hacia adelante, mientras sus gastados
neumáticos intentaban adherirse al húmedo pavimento
para detener su descontrolada marcha. El abogado se bajó
iracundo, sin siquiera preguntarle a su esposa si le había
pasado algo, y con espanto vio que su parachoques, luces
delanteras y capó estaban casi completamente destruidos.
Al darse cuenta que el costo de la reparación sería mayor
que el valor del vehículo al que había chocado, y a
sabiendas que el seguro lo expulsaría en cuanto le pagaran
las reparaciones, decidió ir a cobrar venganza donde el
conductor que había terminado de echarle a perder la
mañana.
La esposa del abogado estaba algo mareada, pues tampoco
alcanzó a ver a tiempo al pequeño vehículo, por lo que no
pudo reaccionar, y al no activarse los air bags, sufrió los
efectos del latigazo propios de la desaceleración brusca del
móvil. Mientras lograba volver a enfocar la vista sin que
todo girara a su alrededor, vio a su marido iracundo patear
el parachoques del todo terreno, y dirigirse raudo hacia la
cabina del pequeño vehículo al que habían chocado. La
mujer veía nerviosa cómo su marido, un hombre joven,
alto y corpulento, caminaba a grandes zancadas hacia un
automóvil de más de dos décadas, en el que
definitivamente cabría con dificultad. Su marido tomó
8
con violencia la puerta y la abrió, y de un tirón sacó del
asiento del conductor a un hombre pequeño y enjuto, que
parecía tener un defecto en su pierna derecha, pues se veía
bastante más gruesa e inmóvil que la izquierda. De
improviso el abogado, sin mediar provocación, le lanzó
una especie de bofetada al pequeño hombre, quien
trastabilló y logró detener la caída afirmándose en su
vehículo. Cuando el corpulento profesional quiso
abalanzarse sobre el pequeño hombre, éste bajó su mano
derecha hacia su pierna, dejando helado al abogado.
La joven profesional no entendía qué estaba pasando. Su
marido de pronto se detuvo y levantó las manos; en ese
instante la mujer vio con espanto cómo la pierna gruesa
del enjuto hombre perdía parte de su grosor, y en la mano
derecha el hombre blandía una larga vara, aparentemente
de madera. En una fracción de segundo el conductor del
viejo vehículo abrió su brazo, y plásticamente lo abanicó,
descargando un certero golpe en la sien del abogado quien
cayó desplomado al instante. La esposa del profesional
bajó del vehículo gritando descontrolada, para llegar al
lado del cuerpo de su marido que yacía en el suelo con los
ojos fijos en el cielo y una gran herida abierta en su
cráneo, que sangraba profusamente y dejaba ver el cerebro
del abogado asesinado. Antes de desmayarse, la joven vio
con espanto al enjuto hombre mirar casi con placer el
arma de madera.
9
II
Aparicio caminaba cabizbajo por la calle. La mezcla de
sensaciones no le permitía saber cómo sentirse, y como
nunca había aprendido a manejar esa parte de su vida,
simplemente miraba el suelo esperando a que todo
decantara y terminara quedando a flote lo realmente
importante. Casi siempre sucedía lo mismo, y al final era
la satisfacción del deber cumplido lo que terminaba
primando, pero Aparicio nunca estaba seguro que aquello
siguiera siempre del mismo modo; además en esos
instantes aún estaba siendo gobernado por la rabia de
haber perdido su querido vehículo por culpa de un
gigantón a bordo de un jeep acorde a su tamaño, que
luego sin desearlo había ayudado a Aparicio a cumplir su
misión de ese mes.
Las calles en esa zona de la ciudad eran amplias, con áreas
verdes, árboles y una adecuada iluminación; el pavimento
por su parte era bastante liso, sin que siquiera las raíces de
los árboles hubieran logrado solevantarlo en los
alrededores de sus bien cuidadas tazas de riego. Ello
permitía a Aparicio caminar rápidamente pese al palo
escondido en la pierna derecha de su pantalón, y con la
seguridad de no encontrarse con alguna sorpresa
desagradable. Sin embargo, esa fría y oscura mañana
parecía tener más vicisitudes reservadas para el pequeño
hombre.
10
Ocultos en la sombra de un sauce llorón, dos ladrones
esperaban a algún transeúnte para asaltar y tener dinero
para comprar pasta base para el desayuno. El barrio alto
era el lugar ideal para conseguir alguna billetera abultada y
uno que otro celular de última generación, que les
permitiría comprar droga para un par de días, o al menos
para una jornada de consumo desmedido y desapegada de
la realidad. Ambos jóvenes tenían antecedentes penales,
por lo que debían cuidarse de no ser capturados ni caer en
las garras de algún policía encubierto o peor aún, de un
ciudadano decidido o con entrenamiento en artes
marciales, lo que terminaría con ellos, aparte de detenidos,
en un servicio de urgencias. Cuando ya quedaba poca
oscuridad y las posibilidades de ser detenidos aumentaban,
los jóvenes delincuentes escucharon pasos fuertes y
acelerados, señal inequívoca de la hora de actuar.
Aparicio seguía su vertiginosa marcha. De pronto detrás
de un árbol salió un muchacho que no aparentaba más de
veinte años a cortarle el paso; el hombre intentó dar la
vuelta, y se encontró de frente con otro joven de la misma
edad, con la misma mirada que ya había enfrentado en
numerosas ocasiones. Los delincuentes eran de sus
víctimas favoritas, pues le ayudaban a sentir que su misión,
al menos con ellos, tenía también una connotación útil
para la sociedad, al eliminar de la faz del planeta a parte
de la escoria que pululaba por doquier sin justificación
aparente. Con ellos, Aparicio no sentía remordimiento
alguno.
Los delincuentes rodearon al pequeño hombre algo
desanimados, pues su vestimenta no lo hacía parecer una
11
buena víctima; aparentemente no lograrían más que para
una dosis de pasta base, que deberían repartir y consumir
rápido para volver a las calles a conseguir más para
satisfacer sus necesidades. El hombre apenas superaba el
metro cincuenta de estatura, vestía ropa vieja y mal
cuidada, que lo hacía parecer algún tipo de empleado,
barrendero, limosnero o jardinero, y destacaba por una
notoria cojera en su pierna derecha. De pronto el hombre
se tomó la pierna, y del pantalón salió una larga vara de
madera que con dos movimientos acabó con los cráneos
de ambos asaltantes reventados, dejando sus cuerpos
inertes en el pavimento, sendos charcos de sangre y
líquido cefalorraquídeo oscureciendo la otrora limpia
vereda, y a Aparicio con una sonrisa que casi le
desencajaba la mandíbula. Sus ojos brillaban al ver la
madera empapada de restos humanos, que resbalaban
lentamente al sostener la gruesa vara en posición vertical.
Tal como siempre el enjuto hombre miró con evidente
placer los restos sobre el arma, contemplándolos con la
alegría de saber que pertenecían a dos delincuentes que
había eliminado de este mundo, y que ese acto había
cubierto su misión casi por tres meses, si es que decidía no
hacer nada más por un tiempo. Luego de cerciorarse que
la madera había quedado impregnada con los fluidos de
ambos jóvenes, al ver el sutil cambio de color de la
superficie de su arma, sin intentar limpiarla la colocó al
lado de su pierna derecha y la envolvió con la tela del
mismo, que convenientemente terminaba en una larga
huincha de velcro, que al cerrarla no permitía distinguir la
suerte de vaina de tela que contenía el mortal madero. De
inmediato y sin tocar los cadáveres, Aparicio se encorvó,
metió las manos en los bolsillos, y siguió caminando
12
cabizbajo y acelerado para llegar luego a su hogar y
completar la tarea que le permitiría concretar su misión
para los siguientes tres meses, a menos que alguien más se
cruzara en su camino y lo obligara a sacar su arma y a
tener una mayor reserva para lo que le quedaba de vida.
Recién a las tres cuadras de caminata escuchó los gritos
destemplados de una asesora del hogar que había salido a
barrer la calle justo donde había dado cuenta de los
delincuentes; sin embargo en su mente aún sonaba el
espantoso ruido del monstruoso todo terreno acabando
con la vida útil de su querido y viejo automóvil.
13
III
Daniel Saldías estaba empezando el turno de la mañana.
Un café muy cargado y sin azúcar, como le repetía a cada
rato su señora por órdenes de la nutricionista del centro
médico de la institución, era el encargado de despertarlo y
dejarlo listo para empezar sus funciones en el cuartel de la
Brigada de Homicidios de la Policía de Investigaciones de
Chile, conocida por todos por la sigla PDI, que había
buscado darle nuevos aires al organismo policial,
alejándolo del viejo nombre y la vieja imagen algo sórdida
y anticuada en que estaba inmersa antaño. Saldías
saboreaba el amargo café y miraba con desdén su abultado
abdomen: pese a llevar ya tres semanas siguiendo a medias
el régimen que la nutricionista le había indicado, no veía
resultados evidentes, lo que confirmaba en su mente que
su problema era genético y no de malos hábitos; sin
embargo, sabía que llevarle la contra a su esposa traería
peores consecuencias que el reto de la profesional en el
centro médico, así que a regañadientes se había alejado de
las cinco cucharadas de azúcar en cada taza de café, y de
los opulentos sándwiches a la hora de la colación,
reemplazándolos por escuálidas ensaladas con irrisorios
trozos de algo que a todas luces no parecía ser el pescado
ofrecido en el menú del casino. Una vez terminado el café,
y sin sentirse aún del todo despierto, encendió el
computador de su escritorio para leer su correo y ver las
noticias de la mañana sin tener que buscar un televisor.
14
—Buenos días Daniel, tenemos un llamado desde Las
Condes—dijo una voz tras la pantalla.
—¿Tan temprano, Tito?—preguntó el inspector al
detective—. Deja adivinar, los pacos...
—No, la fiscal de turno—interrumpió el detective.
—Ya, vamos—dijo el inspector, dejando de lado el
computador con el sitio web de un periódico abierto en la
sección deportiva.
El vehículo blanco de balizas azules se dirigió raudo a su
destino sin usar sirenas, gracias a la destreza del
conductor, quien parecía conocer todos los atajos
existentes en ese sector de la ciudad. Luego de quince
minutos de dar vueltas por pequeñas callejuelas, y algunas
salidas a congestionadas avenidas, el móvil se encontró
con el área acordonada por Carabineros. Luego de
estacionar, identificarse con el oficial a cargo, y dejarle a
éste la tediosa tarea de hablar con la prensa, el inspector y
el detective se dirigieron donde la fiscal de turno, quien
tenía un semblante pálido y algo desencajado.
—Buenos días señora fiscal, inspector Saldías y detective
Guzmán—dijo Saldías, apretando con suavidad la mano
de la fiscal.
—Buenos días, Marta Pérez—dijo escueta la mujer—.
Disculpe inspector, no me siento muy bien, dejaré que el
carabinero del cuadrante le cuente todo.
Saldías y Guzmán esperaron a que apareciera el sargento
de carabineros, quien estaba hablando por radio con la
central de comunicaciones. Saldías entre tanto empezó a
mirar el entorno para hacerse una idea de lo que estaba
15
pasando: dos vehículos destruidos por un choque, un
cuerpo cubierto por una lona al lado del auto viejo, una
mujer joven abrazada en el pavimento a los restos bajo la
lona. De improviso una voz lo sacó de sus cavilaciones y
lo devolvió a la realidad del momento, presentándose
como el sargento González, quien fue el primero en llegar
a la llamada de auxilio. Luego de contarle sucintamente la
versión de testigos que pasaban en sus vehículos a la hora
del homicidio, el inspector se acercó silenciosamente a la
viuda para tratar de obtener alguna información de su
parte; en cuanto se paró a su lado, la mujer empezó a
llorar desconsolada.
—Yo tengo la culpa, si no hubiera discutido con el gordo
lo del viaje esta mañana, nada hubiera sucedido—dijo la
mujer con voz apagada y entrecortada.
—Buenos días señora, mi nombre…
—Yo quería ir a España y él a Rusia… qué me costaba
decirle que sí, si yo ya conozco España… si no hubiera
salido de la casa enojado no habría manejado tan rápido,
no hubiera chocado con esa mugre…
—Señora, usted no es la culpable. En estos instantes usted
es la mejor testigo que tenemos para poder atrapar al
asesino de su esposo—dijo Saldías, ahora en cuclillas al
lado de la mujer y el cadáver.
—El gordito se bajó enojadísimo… todo es mi culpa—
repetía una y otra vez la mujer, con la cabeza a poyada a la
altura del pecho del cuerpo sin vida.
Saldías prefirió alejarse, en esas condiciones no lograría
ninguna información útil. Algunos minutos después
empezaron a llegar otros familiares de la pareja, que
16
fueron contenidos por los carabineros a cargo del
procedimiento, para luego acercarse al sitio del suceso y
lograr, no sin esfuerzo, llevarse a la mujer a otro vehículo
para abrigarla y acompañarla en el dolor que estaba
sufriendo. En cuando se alejaron lo suficiente, Saldías y
Guzmán se acercaron a la lona y la levantaron con cuidado
para no alterar la escena del crimen. Una mueca de asco se
dibujó en el rostro de Guzmán al ver el cráneo abierto de
la víctima, dejando expuesto su cerebro y una especie de
masa de piel, cabellos y sangre coagulada colgando de uno
de los bordes de la herida. Saldías examinó la herida,
fijándose de inmediato en lo alargado de la zona de
fractura: la herida le hizo pensar de inmediato en una
barra larga más que en un bate de béisbol. Sin embargo su
pensamiento debería ser confirmado primero por la
autopsia y por el laboratorio de criminalística antes de
poder usarlo como herramienta de análisis del caso. En el
intertanto, el sargento González discutía acaloradamente
con un carabinero raso a algunos metros del lugar.
—¿Algún problema, sargento?—preguntó Saldías cuando
el suboficial se acercó al lugar.
—Pasando un mal rato por gente que no sabe ni leer los
datos de un automóvil—refunfuñó el sargento, mientras
dictaba en voz alta por celular la patente y el modelo del
vehículo menor a la central, para obtener alguna
información. Un par de minutos después su rostro
palideció, y luego de preguntar tres veces si lo que le
estaban diciendo estaba confirmado, cortó la llamada.
—Parece que ahora sí pasó algo—dijo Saldías, justo
cuando la fiscal llegaba al lugar.
17
—Sargento, ¿consiguió la información del dueño del
vehículo?—preguntó de inmediato la mujer.
—Sí, pero hay un problema con la información señora
fiscal—dijo el sargento, algo complicado—. Le pedí a la
central que me la enviaran por pantalla, para que vea que
no es error mío. Ya debe estar disponible en la terminal
del cuartel móvil. Acompáñeme por favor.
Mientras la fiscal y el sargento se dirigían al cuartel móvil,
Saldías se acercó al personal del Servicio Médico Legal,
que había empezado a hacer el levantamiento del cadáver
en conjunto con el personal de criminalística, quienes
sacaron todas las fotografías posibles para documentar
una investigación que se veía bastante complicada. El
inspector estaba a cargo de una serie de homicidios que se
sucedían cada uno o dos meses desde hacía ya dos años.
Su oficio le había permitido mantenerse alejado de los
periodistas para no hacerse conocido, y así poder
investigar sin ser descubierto, y sin que la prensa
relacionara los casos y empezaran a interferir con su labor.
Sólo con ver el cadáver del abogado reconoció la lesión
que ya había visto en una veintena de cuerpos, y pese a
tener que esperar la confirmación del laboratorio, estaba
casi seguro de lo que encontrarían: nada. En ninguno de
los casos habían quedado residuos del objeto contundente,
por lo que era imposible saber con qué se había hecho. Sin
embargo, las pericias habían arrojado un dato que había
sido confirmado por los testigos de ese evento, y que
esperaba que la mujer pudiera corroborar en su
declaración, en cuanto la pudiera hacer: el ángulo de
impacto en los cráneos daba a entender que el homicida
era un hombre muy bajo, y la declaración de los testigos
18
había echado por tierra su creencia en la corpulencia del
agresor, por la cantidad de daño provocado con un solo
golpe. Todos los conductores que habían visto el
accidente y el homicidio coincidían en que el autor, aparte
de bajo, se veía extremadamente débil; lamentablemente
ninguno alcanzó a fijarse en otras características del
individuo, por lo que la identificación no podía ir por esa
vía, sino por el vehículo chocado y abandonado en el
lugar: era poco probable que fuera robado, pues nadie en
su sano juicio robaría un vehículo tan viejo y en mal
estado. En ese instante la fiscal apareció iracunda tras él,
seguida a lo lejos por el sargento González.
—Inspector, me dijeron que usted está a cargo de este
caso, que al parecer está en la línea investigativa de una
serie de homicidios que usted sigue hace un tiempo.
Tome, acá tiene el resultado de los datos del dueño del
vehículo. Cualquier duda pregúntele a Carabineros, ellos
se encargaron de conseguir… esto. Mi turno ya acabó, las
diligencias están ordenadas. Me voy a dormir o algo
parecido—dijo la fiscal entregándole una hoja recién
salida de la impresora del cuartel móvil.
Saldías miró la hoja, la leyó una y otra vez, se acercó a
mirar la patente y el modelo del vehículo, y luego se
acercó al sargento, quien aún no se había podido sacar el
casco.
—¿Por esto estaba discutiendo hace un rato, sargento?—
preguntó Saldías.
—Sí, por eso preferí imprimirla, para que la fiscal no
creyera que la estaba hueveando.
19
—Disculpe sargento… ¿cómo mierda es posible que este
tal… Aparicio del Carmen Pérez Gutiérrez tenga un acta
de nacimiento de… 1871?
20
IV
Saldías miraba hacia la nada a través del parabrisas del
vehículo policial. Guzmán manejaba con lentitud camino
al cuartel; luego de varios años trabajando con el
inspector, sabía que cuando fijaba su vista en el parabrisas
se vendría una jornada complicada, por lo que prefería
demorarse en llegar para atrasar un poco el inicio de la
debacle que se preveía.
—Debe ser un error del registro civil—dijo de pronto
Saldías, sin despegar su vista del parabrisas—, es el único
modo de explicar ese cagazo con la fecha de nacimiento
del dueño del vehículo.
—Por supuesto Daniel, si no debería llamarse Matusalem
y no Aparicio—respondió Guzmán, dibujando una leve
sonrisa en Saldías—. Habrá que buscar en el histórico de
infracciones, a ver si ahí hay más datos.
—Si el error es del registro civil estamos sonados Tito,
aparecerá la misma fecha en todos lados—respondió el
inspector—. Pero bueno, lo que importa es ir al domicilio
en que está registrado el vehículo. ¿Te dijeron los pacos si
había algo en el vehículo?
—No, el sargento me dijo que lo revisaron por completo
y no encontraron armas, drogas ni nada sospechoso en el
auto. Los de criminalística sacaron todas las huellas
habidas y por haber, en una de esas ellos encuentran algo
más. Supongo que después habrá que desarmarlo por si
21
hay alguna sorpresa oculta en la carrocería o el chasis de la
chatarra esa—dijo Guzmán, sin despegar la vista de la
avenida por la que se desplazaban.
—Ocho años…—dijo de pronto Saldías, para de
inmediato agregar—. Ocho años tenía cuando empezó la
guerra del Pacífico. Si esa fecha de nacimiento fuera
cierto, ese tipo estaba vivo cuando todos los héroes de la
guerra lo estaban… ¿te imaginas eso, Tito?
—Déjate de hablar huevadas Daniel—dijo casi sin pensar
Guzmán—, ese huevón no tiene ciento cuarenta y cuatro
años, es un error y punto. Hay que preocuparse de lo
importante, tenemos por fin un nombre y un domicilio.
—Tienes razón Tito, estoy puro hueveando—respondió
Saldías, suspirando—. Me tiene cansado estar dos años
detrás de un asesino de mierda como este, quiero pillarlo
luego y saber por qué ha muerto tanta gente.
Guzmán puso la música a mayor volumen para evitar
seguir conversando, pues si bien era cierto conocía hace
años a Saldías no le gustaba tutearlo, pese a que sabía que
a él no le molestaba. Cuando faltaban pocas cuadras para
llegar al cuartel, les avisaron por intercomunicador que
debían dirigirse a un domicilio a diez cuadras de donde
habían terminado el procedimiento, por el hallazgo de dos
cadáveres en la vía pública. Luego que el inspector
increpara duramente a la central por lo tardío del aviso y
por no enviar a otra unidad, Guzmán dio media vuelta
para tratar de usar los mismos atajos de la mañana y llegar
lo antes posible a la nueva localización. En cuanto vieron
el tumulto de gente estacionaron el vehículo y se
dirigieron donde el carabinero a cargo, quien los llevó de
inmediato a ver los cuerpos bajo las lonas.
22
—Mi sargento González me dijo que los llamara
expresamente a ustedes cuando le conté de las heridas de
los occisos—dijo el cabo tratando de usar todo el lenguaje
técnico que manejaba, mientras Saldías y Guzmán miraban
sorprendidos bajo ambas lonas de color—. A primera
vista no hay más heridas, y la data de muerte es de esta
mañana.
—Es el mismo homicida—dijo Saldías mirando los
cráneos de los cadáveres—. Este huevón nunca había
muerto a tres el mismo día…
—Inspector, me tomé la libertad de averiguar con la
central si los occisos tenían antecedentes, y ambos de
hecho tenían órdenes de detención pendientes por robo
con sorpresa y microtráfico—dijo el carabinero.
—Capaz que haya muerto a estos en defensa propia—dijo
Guzmán—, no se me ocurre otra cosa.
—De todos modos no nos sirve de mucho saberlo—
respondió Saldías—, si siguió el mismo modus operandi
no debe haber dejado huellas. Lo único tangible que
tenemos son los datos del auto.
—¿Hay testigos del homicidio, cabo?—preguntó
Guzmán.
—No. La asesora del hogar que encontró los cadáveres
dice que salió a la calle a barrer la vereda y se encontró
con los cuerpos frente a la muralla de la casa donde
trabaja. Según ella uno de los cuerpos aún se movía un
poco, pero cuando llegué estaban ambos inmóviles y sin
pulso ni respiración—respondió el cabo—. Llamé a
fiscalía y me dijeron que estaban haciendo cambio de
turno, que mantuviéramos todo como estaba, que por
23
mientras diera aviso al médico legal y a la PDI, y ahí mi
sargento me dijo que los llamara.
—Gracias por todo, cabo—dijo Saldías—. Ahora hay que
esperar al fiscal y a la gente del médico legal para hacer las
formalidades… ah, una cosa más, cuando llegue la prensa
usted queda a cargo de hablar con ellos. Preocúpese de
sólo mencionar los hechos referentes a este caso, y si
alguien le pregunta si hay relación con el homicidio de la
mañana, usted responde que no maneja esa información,
que eso depende de la fiscalía.
Luego de terminar el procedimiento, Saldías y Guzmán se
dirigieron nuevamente al cuartel, para saber si ya tenían
autorización del fiscal para acudir al domicilio donde
estaba registrado el vehículo, o si se decidiría hacer un
allanamiento, lo cual tomaría más tiempo para planificar
las acciones a seguir. Cuando estaban a dos cuadras de
arribar, Saldías recibió una llamada a su celular.
—Parece que nadie quiere que volvamos a la central.
Llegó la autorización del fiscal para ir al domicilio, sin
allanar—dijo Saldías, mientras se acomodaba en su
asiento para seguir mirando el parabrisas.
24
V
Aparicio pudo llegar a su hogar después de dos horas y
media caminando. Cada paso que daba le recordaba su fiel
vehículo destrozado, y el cansancio al final del viaje sólo
se compensaba con las tres víctimas conseguidas esa
mañana. Luego debería preocuparse de conseguir otro
vehículo viejo, que fuera barato y no llamara la atención
de nadie, salvo por lo destartalado; en esos momentos
necesitaba descansar, para más tarde cumplir con el ritual
que le había sido encomendado como estilo de vida. En
cuanto cerró la puerta con llave, sacó de la funda la larga
vara de madera de sauco, y la colgó con cuidado en un
atril de la misma madera fijado a la pared con tarugos y
cola fría, para poder doblar y extender su rodilla derecha y
así no perder movilidad. Cinco minutos después estaba en
el baño duchándose con agua caliente, para relajar su
musculatura y lavar cualquier residuo que quedara en su
piel, y que pudiera interferir con la ceremonia que
efectuaba cada vez que volvía a casa con la vara cargada de
sangre y restos humanos. En cuanto llegó a la pieza en que
estaba la vara terminó de secarse rápidamente, y dejó
botada la toalla: la vara había comenzado a vibrar en su
atril, signo inequívoco de la necesidad de empezar la
ceremonia.
Aparicio sacó de debajo de la mesa una caja de madera
vieja con bisagras grandes y oxidadas, y un seguro cerrado
25
con un candado redondeado, tan oxidado como el resto
de la quincallería de la caja, el que abrió con una llave que
llevaba colgando en una cadena al cuello. El enjuto
hombre colocó sobre la mesa el contenido de la caja: un
mantel negro opaco que extendió cubriendo el mueble casi
hasta el suelo, una olla con tres patas de fierro fundido
casi esférica sin tapa, y una fuente de aluminio también
con tres patas, llena de arena. Luego tomó del atril de la
pared la vara que no paraba de vibrar cada vez más fuerte,
y con delicadeza la colocó dentro de la olla, quedando la
zona impregnada de restos humanos hacia abajo: a partir
de ese momento, el enjuto hombre empezó a recitar en
voz baja una ininteligible oración.
La vara vibraba cada vez con más intensidad, provocando
un desagradable sonido al rebotar repetidas veces contra el
borde de la olla; de un momento a otro fue tal la
frecuencia de vibración, que el sonido de rebote se
transformó en un zumbido agudo continuo. En ese
momento Aparicio empezó a imitar con su voz el
zumbido, hasta lograr que sonara igual que la vara contra
el metal; luego de diez segundos al unísono, la vara dejó
de vibrar y la habitación quedó en silencio. Con la misma
delicadeza con que colocó la vara en la olla, el enjuto
hombre la sacó, y antes de devolverla a su atril la examinó
con detención, asegurándose que la madera hubiera
recuperado su color y textura originales, y que toda la
superficie estuviera homogénea.
Aparicio miró el contenido que había quedado en la olla
de acero. Pese a haber repetido el proceso en innumerables
ocasiones, le encantaba mirar lo que quedaba luego de la
26
ceremonia del madero. Una mezcla heterogénea de grises,
amarillos y rojos de diversas tonalidades, formaban una
especie de nube espesa casi líquida que decantaba en la
olla y parecía no tocar el metal. Muchas veces había
querido imaginar cómo se había fabricado esa olla para
sólo poder entender por qué el contenido no se pegaba a
sus paredes, pero ni siquiera era capaz de ello; así, nunca
había perdido tiempo en pensar en el resto de los
elementos que rodeaban lo que hacía. Su labor era hacer
todo metódicamente bien aunque no entendiera el
mecanismo, lo que aseguraba obtener lo que su extraña
existencia le había deparado. Había llegado el momento
de dejar de pensar, y preocuparse de terminar su labor.
Aparicio levantó con cuidado la pesada olla de fierro
fundido, sujetándola con fuerza de sus asas, y la acercó a
la fuente de aluminio con arena. El hombre empezó a
recitar una oración distinta a la que había usado al colocar
la vara en la olla, mientras la sostenía sobre la arena, y no
dejó de repetirla una y otra vez hasta que el contenido del
cazo se comenzó a iluminar. En ese instante Aparicio
inclinó levemente la olla hacia la arena, dejando caer su
contenido sobre ésta, y alejándose un par de metros no sin
antes cerciorarse que todo el contenido se hubiera vaciado.
La luminosa masa de plasma multicolor quedó un par de
segundos suspendida sobre la arena, para luego fusionarse
con ella en una especie de masa algo más opaca, densa y
grisácea que la original. Acto seguido, la arena en la fuente
de aluminio empezó a vibrar: desde ella se levantó
lentamente el plasma, ahora más transparente y menos
denso, adquiriendo la forma de un árbol al que le faltaban
innumerables trozos, el que luego de iluminarse se
27
desvaneció en el aire en forma de una explosión de
luminosidad enceguecedora.
Saldías y Guzmán estacionaron el vehículo institucional
frente al domicilio en que estaba registrado el vehículo del
asesino serial. La vieja edificación de un piso estaba
bastante descuidada, y tenía una entrada de autos cuyo
estacionamiento se encontraba vacío. Ambos hombres se
acercaron a la reja, no sin antes acomodar sus pistolas
calibre 9 milímetros en cartucheras ubicadas en la parte de
atrás de sus cinturones; Saldías además pasó el proyectil a
la recámara, y dejó su arma sin seguro, mientras Guzmán
golpeaba con fuerza la reja.
—Buenas tardes señor, somos de la PDI…
—¿Vienen por el auto?—preguntó un corpulento hombre
con cara de sueño que se acercó lentamente a la reja,
superando por varios centímetros la altura de ésta y de los
policías—. Carabineros ha venido un par de veces
también… pero bueno, supongo que ustedes no se hablan
con los pacos.
—¿Por qué supone que venimos por un auto?—preguntó
Saldías.
—Porque es lo único por lo que podrían venir—
respondió el imponente dueño de casa—. Ese cacharro
destartalado era de mi padre, y un maricón de mierda se lo
robó y lo dejó de brazos cruzados. Mi viejo lo usaba para
comprar y vender televisores en desuso; cuando le robaron
su cacharro el pobre viejo se deprimió, y cuando los
televisores empezaron a bajar tanto de precio y a salir esas
teles de LCD y plasma, mi viejo se fue a la mierda, y se
terminó muriendo de un día para otro. Esta era su casa, y
28
como el auto estaba registrado a su nombre, los pacos
venían para acá a decirle que no había novedades de vez en
cuando.
—¿Qué vehículo tenía su padre?—preguntó Saldías.
—Era un Charade azul marino—respondió sin pensar el
hombre—. Destartalado y todo el cacharro andaba bien y
gastaba poco.
—El vehículo fue chocado esta mañana, y resultó casi
completamente destruido—dijo Saldías—. Luego de
terminar el proceso de investigación, los restos quedarán
en el corral municipal, por si quiere rescatarlos o si
necesita recuperar algún recuerdo…
—El auto se lo robaron a mi padre hace como tres años, y
mi viejo se murió el año pasado—respondió
apesadumbrado el hombre—. No hay nada en lo que
quede de ese auto que me interese, se lo aseguro.
—Bueno, de todos modos le dejo los datos del corral
municipal y mi número de celular, por si cambia de
idea—dijo Saldías, despidiéndose de mano del hombre,
para luego volver junto a Guzmán al vehículo y retornar al
cuartel policial a hacer el informe del procedimiento.
El hombre miró con desdén desde la reja al vehículo
policial alejarse de su hogar. Mientras volvía al interior de
su casa, pensaba en lo afortunado que había sido al
alcanzar a terminar la ceremonia antes de la llegada de
esos intrusos. Ahora Aparicio debería pensar si era
prudente permanecer en el lugar, o buscar dónde mudarse
antes que su cuerpo volviera al estado en que se haría
reconocible por sus cancerberos.
29
VI
Héctor Guzmán manejaba en silencio el móvil camino al
cuartel. Luego de años de trabajar con el inspector Saldías,
sabía que el policía estaba intranquilo, con la vista pegada
en el parabrisas y la mente perdida en sí mismo o quizás
en qué lugar de la realidad. El caso de ese asesino serial lo
tenía cansado, desgastado, irritable, aislado en sus
pensamientos y alejado de todos quienes lo rodeaban: pese
a todos sus esfuerzos, al tiempo y a los recursos invertidos,
sólo el accidente de ese día les había entregado los
primeros datos reales acerca de las características físicas
del asesino. Ahora sabían que todos los análisis forenses
habían fallado, al encontrarse con un hombre de muy bajo
peso detrás del arma asesina, aparte de la baja estatura que
sí se había confirmado. Por otra parte, la frustrante visita
al domicilio registrado en la documentación del vehículo
había dejado más dudas que hechos concretos, y
definitivamente nada que pudiera aportar en algo a la
investigación.
—Vamos a necesitar una orden de allanamiento—dijo de
pronto Saldías—. No le creo nada al grandote ese.
—¿Crees que es cómplice del asesino?—preguntó
Guzmán.
—No sé, pero el tipo ese me dejó con la bala pasada…
—También en el mundo real—interrumpió Guzmán,
mientras Saldías caía en cuenta que llevaba su arma de
30
servicio con el proyectil en la recámara—. ¿Qué no te
convenció, que supiera a lo que íbamos, o su poco interés
por los restos del auto?
—Todo, no hay nada en esa historia que suene lógico—
respondió Saldías mientras sacaba el cargador de su arma,
retiraba el proyectil de la recámara y lo volvía a colocar en
el cargador.
En cuanto los policías llegaron al cuartel, Guzmán se
dirigió de inmediato a uno de los computadores para
acceder nuevamente a los datos del registro civil, a ver si se
había corregido la información de la fecha de nacimiento
del dueño del automóvil, y corroborar que efectivamente
hubiera fallecido, a ver si la historia del tipo al que habían
entrevistado era cierta; por su parte, Saldías empezó a
hacer gestiones para conseguir con el fiscal a cargo del
caso una orden de allanamiento para la casa que habían
visitado, luego de informarle lo que el dueño de casa les
había relatado. Justo al cortar la llamada, Guzmán se paró
a su lado con una especie de sonrisa dibujada en su rostro.
—¿Qué pasa Héctor?
—Parece que vamos a necesitar la orden de allanamiento
Daniel—dijo Guzmán—, la historia es más enredada de
lo que parece.
—Ya huevón, habla luego, tú no eres de sonrisa fácil así
que esta huevada no pinta bien.
—Efectivamente el auto fue denunciado por robo hace
tres años, tal como dijo el grandote—respondió
Guzmán—, pero la denuncia fue retirada a las dos
semanas. Estos últimos tres años el vehículo tiene sus
31
revisiones técnicas al día, a nombre de Aparicio Pérez
Gutiérrez.
—¿Estos últimos tres años?—preguntó Saldías—. ¿Eso
incluye este año?
—La última revisión es de hace tres meses, y seguía
apareciendo a nombre del dueño original del vehículo.
—Conchesumadre, el huevón nos metió el dedo en el
hocico y lo revolvió más encima—dijo iracundo el
inspector—. Con o sin orden ese pedazo de mierda me
debe una explicación.
—Falta más—dijo Guzmán, sin borrar la incipiente
sonrisa de su rostro—. En el registro civil no hay
certificado de defunción de ese tal Aparicio, y no hay
información de matrimonio o de hijos legítimamente
reconocidos. Además, hablé con el encargado de
informática, y me dijo que el año de nacimiento es el
correcto…
—¿Cómo va a ser correcto, creerá que somos huevones
acaso?—interrumpió iracundo Saldías—. Ya Tito, vamos,
esa mierda me sacó de quicio y me va a dar respuestas por
las malas o por las peores.
Veinte minutos más tarde, Guzmán y Saldías descendían
del vehículo policial con sus armas de servicio
desenfundadas. Guzmán tiró con suavidad el picaporte de
la reja que se encontraba sin llave, dando el paso a Saldías
quien atravesó raudo el estrecho antejardín, para girar el
pomo de la puerta de entrada de la casa que también se
encontraba sin llave; ambos policías recorrieron una a una
las habitaciones de la pequeña casa, sin encontrar a nadie
en ella.
32
—¿Qué hacemos?—preguntó Guzmán, enfundando su
arma.
—Yo le avisaré al fiscal que el sospechoso desapareció.
Tú pide al cuartel que manden a la gente del laboratorio,
necesitamos huellas, restos, lo que sea. Este huevón no
calza con la descripción de los testigos, pero si nos mintió
y se arrancó, es por algo—respondió Saldías, mientras
buscaba en los contactos de su celular el número del fiscal.
Cinco metros más abajo, Aparicio avanzaba lo más rápido
que podía por el viejo ducto que pasaba justo por debajo
de su casa; su única preocupación en ese instante es que la
policía se demorara en encontrar la entrada al subterráneo
de su casa, y la puerta que conectaba éste con el ducto que
daba a los colectores de agua lluvia construidos a
principios del siglo, y que le permitirían alejarse del lugar
sin ser descubierto. Atrás quedaban años de pasado
encerrados en su casa, que no tenían ninguna importancia
al lado de su misión, de su vara de madera, y del
contenido de la caja que su cuerpo rejuvenecido le
permitía trasladar sin mayores dificultades.
33
VII
La casa de Aparicio Pérez parecía el set de filmación de
alguna película policial o de ciencia ficción. Por fuera la
calle se encontraba cortada en dos puntos, bloqueada por
grandes camionetas policiales con sus balizas encendidas, y
con una especie de carpa cubriendo la reja de entrada y
todo el antejardín. Por dentro, varias personas enfundadas
en trajes blancos, antiparras y mascarillas, deambulaban
por todos los rincones de la vivienda, tomando muestras y
huellas de todos los lugares posibles, y revisando con
linternas ultravioletas todas las superficies en busca de
restos de fluidos orgánicos que pudieran aportar datos
relevantes a la investigación. Fuera de la casa, Saldías y
Guzmán miraban con algo de desdén los esfuerzos del
personal del laboratorio por encontrar el eslabón perdido
de esa extraña cadena de sucesos.
De pronto, un sedán negro apareció de la nada enfilando
su rumbo hacia la casa de Aparicio, siendo detenido por el
carabinero a cargo del control del tránsito en el lugar,
quien se dirigió al conductor para indicarle que debía dar
la vuelta y buscar una ruta alternativa; sin embargo,
bastaron veinte segundos de diálogo para que el
carabinero sacara el cono que bloqueaba el tránsito, y le
diera paso al vehículo.
34
—Mira quién viene ahí—dijo Guzmán, apuntando al
sedán que se estacionó justo a la entrada de la carpa.
—Lo imaginaba—respondió escueto Saldías, para luego
enderezarse e intentar alisar algo su ropa.
—Buenas tardes señores, parece que por fin tienen algo
nuevo que contar—dijo el hombre de pulcro terno negro
que descendió del automóvil.
—Buenas tardes señor fiscal—respondieron ambos
policías, a coro.
—¿Y este milagro es fruto de un esfuerzo investigativo, un
informante anónimo, qué?—preguntó el fiscal.
—De un golpe de suerte—dijo lisa y llanamente Guzmán,
mientras el fiscal sonreía al ver la cara algo desencajada de
Saldías.
Alejandro Gutiérrez era el fiscal a cargo del caso,
designado casi al mismo tiempo que Saldías tomaba las
riendas de los procedimientos policiales. Hombre
elegante, de gustos refinados, no lograba encajar en la
informalidad que parecía rodear a los policías con los que
debía trabajar; de hecho echaba de menos la época en que
era el terno riguroso y no la chaquetilla azul con letras
amarillas el uniforme de los investigadores. Peor aún, el
ver al personal del laboratorio vestidos de traje blanco
entero, lleno de elásticos en puños, tobillos y gorros, le
hacía dudar en presentarse en terreno; sin embargo, las
necesidades de la investigación y el innegable apego que
tenía por su trabajo, le facilitaban el soslayar tamañas
faltas al decoro.
—Saldías, ya me puso al tanto por teléfono para que le
diera su orden de allanamiento, ¿qué ha pasado en todo
35
este rato, aparte de los astronautas recogiendo pedacitos
de cosas?—preguntó Gutiérrez.
—Hasta ahora nada señor fiscal, con Guzmán recorrimos
la vivienda someramente, tratando de no alterar nada para
que la gente del laboratorio pudiera hacer bien su trabajo.
Supongo que las novedades las tendremos una vez que…
—¡Saldías, Guzmán, vengan a la cocina, rápido!—gritó
casi con voz en cuello uno de los hombres de traje blanco.
—Parece que tengo que llegar yo para que las cosas
pasen—dijo en tono irónico el fiscal.
Los tres hombres se dirigieron a la cocina, y se
encontraron con una puerta en el piso cubierta por las
mismas baldosas que conformaban el resto del piso del
lugar.
—¿Y esto?—preguntó Gutiérrez.
—Lo acabamos de encontrar señor fiscal—respondió el
investigador—. Estábamos buscando material biológico
cuando la lámpara ultravioleta dio con un surco más
ancho que las junturas normales entre baldosas. Una vez
que delimitamos el surco pensamos que podía ser una
puerta o una tapa de algo y bueno, finalmente dimos con
una especie de manilla oculta bajo una baldosa falsa.
—Van a tener que comprarse de esas linternas Saldías,
parece que son mágicas—dijo el fiscal.
—¿Ya bajó alguien a ver lo que hay debajo de la
cocina?—preguntó el inspector, sin tomar en cuenta el
comentario de Gutiérrez.
—No, preferí llamarte para que tú bajaras primero.
—Por favor inspector, bajen y cuéntenme qué hay en ese
subnivel—dijo Gutiérrez.
36
Saldías y Guzmán se armaron de un par de linternas
normales para iluminar la escalinata que se hundía en la
oscuridad del lugar, hasta que el detective logró dar con
un interruptor, que encendió numerosas luces
fluorescentes a ambos lados de la escalera, y en el
subterráneo de la casa. Luego de algunos minutos, ambos
policías subieron a la cocina; Saldías llevaba en su mano
un papel sucio y arrugado.
—Tu turno—le dijo Guzmán al hombre que había
encontrado la puerta al subterráneo, quien de inmediato
bajó al lugar, no sin antes apagar las luces fluorescentes, y
encender su linterna ultravioleta.
—¿Algo interesante, aparte del papelito?—preguntó
Gutiérrez.
—Nada. De hecho el lugar está vacío, lo único que había
era ese papel en el suelo—respondió Saldías, acercándolo
al fiscal quien lo leyó sin tocarlo—. Ya le sacamos fotos
con las cámaras de los teléfonos, así que tenemos el
nombre y la dirección.
—¿Quieren allanar de inmediato, o van a ir a mirar, como
con esta casa?—preguntó el fiscal.
—Déjenos ir a ver primero señor fiscal, no sabemos nada
de esta persona, puede que el sospechoso lo haya dejado
solamente para despistarnos, o ganar tiempo—respondió
Guzmán, mientras Saldías ponía con cuidado el papel en
una bolsa trasparente que sostenía otro miembro del
laboratorio.
—Está bien. ¿A qué te refieres con vacío, Saldías?—
pregunto Gutiérrez.
37
—Techo, suelo, paredes, sin mobiliario, pintura ni
revestimientos, salvo las baldosas en el piso, y cableado
eléctrico dentro de tubos de pvc fijados a la pared para
alimentar las luminarias, interruptores, y un par de toma
corrientes. Al parecer el sitio estaba en construcción o
remodelación…
—Disculpen que los interrumpa, ¿pueden bajar un
minuto?—dijo saliendo de la escalera del subterráneo el
investigador que había encontrado la puerta, mientras
volvía a encender las luces.
Saldías, Guzmán y Gutiérrez bajaron con cuidado por la
estrecha escalera. En cuanto el inspector llegó abajo, su
rostro pareció desencajarse del desconcierto y la rabia; por
su parte Guzmán y Gutiérrez sólo atinaron a sonreír, al
tiempo que cubrían sus narices y bocas con el antebrazo.
—En cuanto llegue a la fiscalía oficiaré a tu jefatura para
que les compre linternas ultravioletas, definitivamente
parecen ser la respuesta al estancamiento de este caso—
dijo Gutiérrez, mientras los tres hombres miraban la
puerta circular abierta en un rincón del subterráneo, que
daba acceso a una escala metálica que descendía a las
profundidades de la tierra, desde donde salía un
nauseabundo olor mezcla de humedad y aguas servidas.
38
VIII
Daniel Saldías había llegado media hora antes al cuartel
esa mañana. Luego de la ajetreada jornada en que se había
destrabado el caso, necesitaba completar los informes para
la fiscalía y sugerir las diligencias necesarias para encauzar
definitivamente la investigación. Ya habían pasado dos
días, y los primeros resultados de las pericias del
laboratorio estaban disponibles; pero tal y como ya era
costumbre, no se había logrado dar con una muestra
suficiente como para hacer algún análisis genético, y la
contaminación era tal que la validez de los resultados era
absolutamente cuestionable en cualquier tribunal. Ahora
que ya sabía que nada había cambiado más allá de los
últimos acontecimientos, estaba en condiciones de visitar
la dirección escrita en el papel que habían encontrado en
el subterráneo que lo había dejado en vergüenza en dos
ocasiones el mismo día, el cual como era esperable,
contenía un par de huellas digitales a cada lado, que se
correspondían con el índice y el pulgar derecho de
Aparicio Pérez.
Dentro de todos los informes que tenía a su disposición,
estaba el estudio del túnel que conectaba con el colector
de agua lluvia de dos metros de diámetro, construido a
principios del siglo XX bajo una avenida cubierta de
adoquines, que aún se mantenían en uso, dificultando el
tránsito de los vehículos en días lluviosos. Dicho túnel
39
tenía una data no mayor a cincuenta años, lo que coincidía
aproximadamente con la fecha de edificación de la casa.
Sin embargo, el empalme con el colector era tan perfecto
que parecía haber estado considerado en el diseño original
de la estructura más antigua; según los peritos que bajaron
por la escala metálica al túnel, la estructura nueva parecía
fluir dentro de la antigua, sin que se pudiera notar a
primera vista las diferencias esperables al haber cincuenta
años de diferencia entre una y otra construcción. Por
supuesto, y como era de esperar, la humedad del lugar y el
uso de piedras no porosas como elemento estructural,
hacía imposible encontrar huellas o restos útiles para
cualquier análisis forense. Pese al uso de todas las
tecnologías disponibles en el país, el túnel no había
entregado más información que la disponible en los
registros históricos albergados en un microfilm en alguna
biblioteca olvidada de la ciudad.
El cuartel de la PDI a esa hora de la mañana bullía en
voces por doquier. La entrega del turno convertía el lugar
en un sitio poco propicio para concentrarse y trabajar en
temas complejos, por lo que muchos inspectores usaban
ese horario para transcribir datos e informes y programar
las diligencias de la jornada, más que para dedicarse a
labores investigativas, a menos que el tribunal hubiera
ordenado alguna diligencia en algún horario de la
madrugada, actividad cada vez más frecuente dado el
aumento de las causas relacionadas con narcotráfico, que
requerían sorprender a carteles y bandas. Sin embargo, esa
mañana el ruido era simplemente ensordecedor, haciendo
que Saldías empezara a incomodarse cada vez más al no
poder avanzar a la velocidad que quería con su trabajo. En
40
ese instante Guzmán apareció corriendo frente al
escritorio del inspector.
—Daniel, ven rápido.
—Estoy ocupado Tito, necesito ponerme al día…
—Huevón, ven al tiro—interrumpió Guzmán, con ojos
desorbitados.
Saldías salió casi catapultado de su asiento detrás de
Guzmán, quien se dirigió a la oficina del prefecto,
esperando con la puerta abierta al inspector, y cerrándola
tras él en cuanto éste había entrado.
—Daniel, acaban de reportar el hallazgo de otro cadáver
en la vía pública, nuevamente en Las Condes. Según el
reporte de Carabineros, la lesión mortal es compatible con
el caso que ustedes siguen.
—¿Otro más y tan luego?—dijo sorprendido Saldías—.
Algo raro está pasando… cuando Gutiérrez sepa va a
poner el grito en el cielo.
—Daniel, el oficial a cargo del procedimiento me
comunicó que el homicidio fue frente a la propiedad de la
víctima—dijo el prefecto, algo nervioso—. La familia
identificó a la víctima como Alejandro Gutiérrez…
Saldías se dejó caer como peso muerto en la silla tras él.
Luego de dos años trabajando con el fiscal, se había
acostumbrado a sus hábitos y pesadeces, y mal que mal
habían logrado una relación de trabajo que de súbito se
veía truncada por su homicidio. Ahora se vendrían días
difíciles, en que se haría imposible evitar a los periodistas,
en que habría que esperar a que se designara un nuevo
41
fiscal que debería tomar conocimiento de todas las
diligencias ejecutadas y pendientes del caso, y en que
debería lidiar con la presión de los pares de Gutiérrez, que
obviamente exigirían resultados en el corto plazo. Lo
único que podía hacer en esos momentos era ir al lugar
para asegurarse que efectivamente la herida mortal
correspondiera con la que ya tantas veces había visto, y
que la familia no tuviera que sufrir el acoso de la prensa.
Guzmán manejó todo el trayecto en silencio. El detective
sabía que en esos momentos el cerebro de Saldías no
estaba para entablar una conversación, y que a lo más el
inspector lanzaría una o dos frases inconexas, que luego
serían ignoradas y olvidadas por ambos. Cuando estaban a
punto de llegar, apenas escuchó un resoplido de su
compañero: el lugar, tal como se podía esperar, estaba
repleto de cámaras de televisión y periodistas tratando de
conseguir alguna frase o reacción mejor que las que
obtuvieran sus colegas; Guzmán hizo gala de toda su
experiencia para evitar a los medios, logrando llegar al
lugar por una calle alejada, pero que desembocaba a
algunos metros de la escena del crimen. En cuanto
bajaron del vehículo, uno de los funcionarios del Servicio
Médico Legal les hizo señas para hablar con ellos.
—Albornoz, ¿qué pasa?—preguntó sin saludar el
inspector.
—Hay algo que no cuadra, Saldías—dijo el
funcionario—, tienen que ver el cuerpo y se darán cuenta
de inmediato que la herida no encaja perfectamente.
42
Guzmán y Saldías acompañaron a Albornoz a ver el
cadáver, cubierto como todos con una vistosa lona
impermeable. Rodeando el cuerpo, el resto los miembros
del equipo del servicio parecían algo nerviosos.
—El juez ya dio la orden de levantamiento, pero quise
esperar a que ustedes lo vieran—dijo Albornoz, para
levantar el extremo de la lona y exponer la cabeza del
cadáver.
Saldías y Guzmán miraron con detención el cadáver. Si
bien es cierto les costaba observar la cabeza destrozada de
quien trabajó con ellos por dos años, tenían claro que
Albornoz los había esperado por algo. De pronto la
mirada de Saldías se fijó en la oreja del cadáver de
Gutiérrez.
—No es el mismo asesino—dijo de pronto Saldías—, el
que asesinó al fiscal es más alto que nuestro sospechoso.
—Por eso quería que lo vieran antes de trasladar el
cuerpo—dijo Albornoz—. Con esto que hay que esperar
a que nombren un nuevo fiscal, el caso puede quedar
entrampado por mucho tiempo.
Guzmán miraba en silencio la cabeza rota de Gutiérrez;
mientras Saldías y Albornoz se solazaban mirando el
ángulo del golpe, que rozaba el borde superior de la oreja
paralelo al suelo con el cuerpo de pie, a diferencia del
resto de los casos en que describía una diagonal
ascendente de delante hacia atrás, el detective pensaba en
los familiares del fiscal, que a algunos metros del lugar
43
lloraban su pérdida e intentaban no mirar el estado en que
había quedado el cuerpo.
—¿Qué crees, Guzmán?—preguntó Albornoz, sacando de
sus cavilaciones al detective.
—Que ya puedes cubrir el cuerpo y autorizar su
traslado—respondió Guzmán, sin mirarlo.
—Por la estatura del fiscal, puede ser el tipo de la casa
que allanamos—dijo Saldías.
—No sabemos si Gutiérrez estaba inclinado hacia delante
o hacia atrás cuando recibió el golpe. De hecho sólo
suponemos que murió por el golpe en la cabeza—dijo
Guzmán, mientras miraba hacia la casa del fiscal.
—Tienes razón Tito, se nos calentó la cabeza con la
herida… Albornoz, trata de avisarme cuando esté lista la
autopsia para saber de qué murió el fiscal Gutiérrez—dijo
Saldías, cubriendo los restos del malogrado profesional.
Una vez que el personal del Servicio Médico Legal subió
el cadáver al vehículo y lo trasladó para hacer la autopsia,
y que Saldías y Guzmán se acercaron a dar las
condolencias a la familia, sin volver a preguntar lo que ya
les habían preguntado una docena de veces durante esa
mañana, los policías se dirigieron donde el fiscal de turno,
quien estaba a cargo de ese procedimiento.
—Buenos días señora fiscal—alcanzó a decir Saldías,
reconociendo a Marta Pérez, quien había hecho las
diligencias del asesinato posterior al accidente del vehículo
de Aparicio Pérez.
44
—Buenos… ah, ustedes de nuevo—dijo la fiscal, con los
ojos enrojecidos—. ¿Tienen alguna pista distinta a lo que
pasó hoy?
—Tenemos un nombre y un domicilio, encontrados en el
allanamiento a la casa de un sospechoso de ser cómplice
del asesinato que usted…
—Vayan, hagan todo lo necesario, yo después firmo lo
que sea—interrumpió la fiscal, notoriamente afectada—.
Mientras el tribunal no nombre a alguien como fiscal
exclusivo, tienen carta blanca para dar vuelta Santiago con
tal de encontrar al psicópata que hizo esto. Queremos a
ese hijo de perra encerrado de por vida por lo que le hizo
a Alejandro y su familia.
Sin siquiera despedirse, la fiscal se dirigió de inmediato
donde los familiares del fiscal Gutiérrez, fundiéndose en
un apretado abrazo con la viuda. Desde el vehículo
policial, ambos detectives contemplaban en silencio la
escena.
—¿Qué hacemos ahora, vamos al cuartel a llenar papeles o
a la dirección que encontraste en el allanamiento?—
preguntó Guzmán, encendiendo el motor.
—Vamos al domicilio—respondió Saldías, mirando el
parabrisas—, aprovechemos la carta blanca que nos
dieron, mientras dure.
45
IX
Aparicio caminaba a toda velocidad por el enorme
colector de agua lluvia que corría bajo la congestionada
avenida. Cada cierto tiempo se encontraba con un claro de
luz, producto de las rendijas que daban a la superficie y
que le permitían cerciorarse que su caja seguía indemne.
En esas circunstancias su vara de madera hacía las veces de
bastón en vez de arma, ayudándolo a evitar caídas en ese
ambiente oscuro y húmedo donde las piedras lisas por los
años de erosión del agua no daban estabilidad ni agarre
alguno a quien intentara avanzar rápido; mal que mal, el
colector no estaba construido pensando en hacer una
caminata a través de él, sino para que la gente en la
superficie pudiera deambular por calles no inundadas y
seguras.
Cada vez que pasaba por un claro de luz, Aparicio veía su
piel turgente y sin arrugas, la musculatura de sus brazos
marcada, y su sombra alta y ancha proyectada en el suelo
del colector. Nunca había sido capaz de entender a
cabalidad el proceso que lo rejuvenecía, simplemente lo
asumía como propio y sin cuestionamientos: era tal la
cantidad de gente que había muerto por su mano y su vara
de madera, que si existía algo más allá de la muerte, eso no
estaba reservado para él, no al menos como premio. Su
eternidad era física, ese era el trato que había convenido, y
ahora sólo le quedaba hacer todo lo que estuviera a su
46
alcance para cumplir su parte, seguir vivo, y no hacer
enojar a quien le había regalado esa especie de don, que a
veces parecía castigo, y otras casi una tortura.
Luego de una hora de marcha a toda velocidad, pudo ver
al fondo del túnel una luminosidad que se hacía cada vez
más enceguecedora, escuchar el sonido del agua correr, y
sentir el hedor de las aguas servidas y de los restos de
animales en descomposición: había llegado a la
desembocadura del colector, bajo uno de los puentes del
río Mapocho, cerca de la plaza Baquedano. El lugar estaba
lleno de desechos de todo tipo, producto de los indigentes
que usaban el lecho seco del río para pernoctar y para
hacer gran parte de sus vidas, y que utilizaban todo lo que
encontraban para facilitar en algo la existencia. Aparicio
intentaba hacerle el quite al cerro de desechos que había al
lado de la salida del colector, cuando de pronto tropezó
con un objeto metálico que casi le hizo dejar caer su caja;
justo cuando iba a devolverse para patear esa cosa, se dio
cuenta que se trataba de un marco de aluminio con un par
de viejas ruedas, que en su momento debía haber sido un
carro para hacer las compras, y que en esas circunstancias
serviría para facilitarle el traslado de la pesada caja, el
único bien que valía algo para él aparte de su bastón de
madera. Ahora debería decidir si quedarse a dormir un
par de noches bajo los puentes para pasar desapercibido, o
si buscaba algún lugar donde permanecer oculto; por
mientras, debería preocuparse de buscar qué comer, pues
faltaba bastante para la noche, y el sueño y la seguridad no
eran tema de importancia en su vida.
47
Tres días después, Aparicio caminaba lentamente por el
parque Balmaceda. Esa mañana había contactado a un
conocido que le prestaría una pieza al fondo de su casa
para que se quedara el tiempo necesario, hasta encontrarle
un nuevo rumbo a su vida. No era la primera vez que
Aparicio se encontraba en la disyuntiva de alargar su
identidad en algún lugar, o si debería desaparecer y
reaparecer en otro sitio donde nadie lo conociera, y
pudiera volver a armar una existencia medianamente
creíble para continuar su misión en la vida. El hombre no
se sentía demasiado presionado como para dejar todo de
lado, pues sólo había perdido la casa en que había vivido
cincuenta años, así que se daría el tiempo de decidir con
calma. Justo al llegar a un cruce peatonal se encontró con
un quiosco, donde todos los periódicos destacaban como
titular la muerte de un conocido fiscal a manos de un
desconocido que lo había asesinado de un golpe en la
cabeza la mañana anterior sin causa aparente; sin darle más
vueltas al asunto, cruzó la calle para salir del parque y
buscar un paradero para ir a la casa de su conocido a
acomodar su caja, su vara, y el resto de su vida presente.
48
X
Guzmán estacionó el vehículo a dos cuadras del domicilio
que figuraba en la fotografía del papel encontrado en el
allanamiento; él y Saldías se habían sacado las chaquetas
institucionales, y llevaban sus armas cubiertas por sus
vestimentas. Ambos hombres se acercaron al domicilio
mirando a todos lados, como si anduvieran buscando una
dirección. Cuando llegaron al lugar encontraron a un
hombre maduro entrando al antejardín de la casa, con un
bolso acolchado que parecía haber sido elaborado para
transportar con seguridad un computador portátil, pero
que se veía demasiado repleto como para sólo llevar el
aparato. En cuanto el hombre abrió la reja, Guzmán y
Saldías apuraron el paso, lo tomaron uno de cada brazo, y
mientras el detective le mostraba bajo la ropa su placa de
identificación, el inspector dejaba ver su arma de servicio
sujeta por su mano; el hombre los miró entre sorprendido
y asustado, y en silencio abrió la puerta de la casa para
entrar con ambos a la sala de estar.
—¿Qué… qué pasa… ehh… mi cabo?—dijo nervioso el
hombre, mientras Guzmán tomaba el bolso, lo ponía
sobre la mesa del comedor y empezaba a revisar su
contenido.
—¿Tengo cara de paco para que digai “mi cabo”,
ahuevonado?—dijo Saldías con cara de pocos amigos,
mientras empujaba por el hombro al dueño de casa para
49
sentarlo en una silla—. Inspector Saldías, PDI. Pásame tu
carnet de identidad, mierda.
El hombre metió nervioso la mano al bolsillo del
pantalón, mientras Saldías sostenía el arma en su mano.
Luego de abrir su billetera y buscar entre diversas tarjetas
de crédito, sacó una cédula de identidad plástica, medio
amarillenta y algo curvada por el resto del contenido del
gastado continente de un material que quiso imitar al
cuero.
—Está limpio—dijo de pronto Guzmán, luego de
desparramar todo el contenido de la maleta en la mesa—.
Un notebook, un cargador, otro para el celular, facturas,
una especie de manual de algún tipo de motor, lápices y
papeles sueltos.
—Gabriel Alberto Herrera Correa—dijo Saldías, leyendo
la identidad en el carnet—, ¿ese es tu nombre real, o tienes
más cédulas desparramadas por ahí?
—Ese es mi nombre… no tengo otro carnet… ¿puedo
saber qué pasa?—preguntó casi angustiado Herrera.
—Aparicio Pérez, ¿te suena?—dijo Saldías.
—Claro que me…
—Tu nombre y tu dirección estaban en un papel en un
subterráneo oculto bajo su casa—dijo Saldías.
—No, eso no puede ser…
—O sea que llegamos acá de pura suerte—interrumpió
Guzmán.
—No, no lo digo por lo del papel, es el nombre el que no
calza—dijo Herrera.
—¿Y por qué no calza el nombre?—preguntó Saldías.
50
—Porque esa persona murió en la revolución de 1891
como de veinte años… cuando se suicidó el presidente
Balmaceda—respondió Herrera, mirando extrañado a los
policías.
—¿Y por qué te suena el nombre entonces?—preguntó
Guzmán, tratando de ocultar su cara de sorpresa.
—Mi bisabuelo hablaba de él—dijo Herrera, algo menos
nervioso—. El tata decía que Aparicio Pérez le salvó la
vida a su padre, que gracias a él nuestra familia existía.
—¿Estás seguro de lo que estás hablando?—preguntó
Saldías—. Si es así, entonces este tipo es un descendiente
del Aparicio original. Y ello no explica por qué estaba tu
nombre y tu dirección en esa casa.
—No… lo del papel no sabría explicárselo… lo otro es
imposible, Aparicio Pérez murió sin dejar descendencia…
bueno, descendencia reconocida que mi bisabuelo haya
sabido.
—Ya, te voy a creer—dijo Guzmán en tono irónico—.
Hablemos de lo otro entonces. ¿Por qué había un papel
con tu nombre y dirección en el subterráneo oculto bajo la
cocina de la casa de un sospechoso de homicidio, sin
importar su nombre?
—¿Sospechoso de homicidio? Yo no… no tengo idea…
—Yo no te creo nada, huevón—dijo Saldías—. Vamos a
ver si la fiscal te cree algo cuando te interrogue.
—Disculpe… ¿dijo que el papel con mis datos estaba en
un subterráneo bajo una cocina?
—No vas a salir con la chiva que trabajas construyendo
subterráneos, huevón—dijo Guzmán—, si en tu maleta
hay un manual de un motor…
—De un extractor y renovador de aire industrial—
interrumpió casi tímidamente Herrera—, trabajo
51
instalando, manteniendo y reparando maquinaria
industrial de purificación de ambientes.
—Ya, y justo te compra un extractor de aire el huevón
que le salvó la vida a tu tatarabuelo—dijo de pronto
Saldías recordando el acta de nacimiento de Pérez,
mientras Guzmán y Herrera lo miraban con cara de
sorpresa.
—Señor, yo no hago ventas, yo instalo, reparo y
mantengo—dijo Herrera, asustado—. Las guías que hay
en mi maleta son los trabajos ejecutados y por ejecutar,
con la información que me entrega la empresa para la que
trabajo. A mí me las entregan por orden de prioridad, y yo
simplemente sigo ese orden. Además, es imposible que el
Aparicio Pérez que ustedes conocen sea el que le salvó…
—Saldías, acá está—dijo de pronto Guzmán,
interrumpiendo a Herrera para tratar de obviar el
comentario del inspector—. En las guías de pendientes
hay una con el domicilio que allanamos, para instalación
de un renovador de aire industrial, hay como nueve antes
de esa.
—¿Cuánto te demoras en instalar una de esas cosas?—
preguntó Saldías, impertérrito.
—Un día cada una, para dejarlas probadas, funcionando,
y para explicarle al dueño el funcionamiento básico y el
calendario de mantenciones—respondió Herrera.
—O sea que en dos semanas más tendrías que haber ido a
instalar el extractor… te ahorramos un viaje parece—dijo
Saldías, enfundando por fin su arma de servicio—.
¿Tienes pensado salir del país?
—Apenas salgo de Santiago una o dos veces al mes,
cuando hay que instalar algún aparato en los alrededores
de la capital—dijo Herrera.
52
—Probablemente la fiscal quiera interrogarte más
adelante, así que trata de estar ubicable—dijo Guzmán, en
tono más amable que el de su compañero.
—Tomen, acá están mis datos, y los de la empresa—dijo
Herrera, entregándole a cada detective una tarjeta—. Al
número de red fija pueden preguntar lo que quieran de mí,
y el número de celular es el que ando trayendo siempre. A
veces me llaman de noche, o los fines de semana, cuando
hay alguna emergencia que deba ser reparada en el acto, así
que ese teléfono no se apaga nunca.
Saldías y Guzmán volvieron al vehículo institucional, para
dirigirse de inmediato a la fiscalía; por culpa del
homicidio de Gutiérrez, ahora deberían reportar casi cada
paso que daban, para mantener tranquila a la nueva fiscal
y no tener problemas con la carta blanca que les habían
dado. En esos instantes, Germán Herrera ordenaba los
papeles de su maletín desparramados sobre la mesa, para
saber dónde le correspondería su siguiente instalación, y
dejaba doblada la guía correspondiente al trabajo en el
subterráneo de Aparicio Pérez, para dar aviso en su
empresa de la eventual cancelación de la instalación. En
cuanto tuvo todo listo, incluido el notebook de la empresa
en el bolso, metió la mano debajo de la mesa y sacó desde
un par de soportes metálicos una gruesa vara de olivo
lijada y pulida, con una mancha oscura en uno de sus
extremos. Mientras la manipulaba con lentitud, dijo en
voz baja:
—Aparicio… hasta que reapareciste, hijo de chacal…
53
XI
Marta Pérez llevaba una semana como fiscal subrogante.
Como todos los días de esa dolorosa semana, tenía la vista
fija en la pantalla de su computador, leyendo y releyendo
una y otra vez los escasos datos nuevos del expediente de
los homicidios ejecutados desde hacía ya dos años en la
capital, y que ahora engrosaba la muerte de su amigo y ex
fiscal con dedicación exclusiva Alejandro Gutiérrez. Tanto
ella como su marido, el asesinado fiscal y su viuda habían
sido compañeros en la universidad desde primer año de
derecho, por lo que el vínculo entre los cuatro era
extremadamente extenso y estrecho, y tal como habían
conversado varias veces en las largas noches de estudio
primero, y de juerga después, la única manera de separarlo
era con la muerte de alguno de ellos. Ahora la fiscal Pérez
intentaba ordenar las evidencias para entregarle a quien el
tribunal designara el caso lo más depurado posible, para
que el homicida cayera luego y empezara a pagar por
todos sus crímenes, y por romper uno de los vínculos más
preciados de su existencia. De pronto un par de suaves
golpes en su puerta la sacaron de su concentración, y la
volvieron a la cruda realidad.
—Buenas tardes señora fiscal—dijeron Guzmán y Saldías
casi a coro, al entrar a la oficina.
—Asiento señores, qué bueno que pudieron venir de
inmediato—respondió la fiscal Pérez, casi sin mirarlos—.
54
Estuve leyendo el expediente, y tengo muchas dudas que
aclarar con ustedes.
Desde esa frase, y por más de tres horas, la fiscal preguntó
por cada uno de los detalles de las pericias de los casos
previos al homicidio de Gutiérrez, intentando captar en la
conversación todo aquello que no logra ser descrito en
lenguaje técnico, y en ausencia de lenguaje corporal. Cada
gesto de incomodidad, sorpresa, desagrado, y hasta cada
intento de sonrisa socarrona, era leído por la fiscal quien
tomaba notas a lápiz y papel para tener algo nuevo sobre
lo cual poder armar el complejo rompecabezas que había
heredado.
—Detectives, tengo algo nuevo para ustedes—dijo de
pronto la fiscal dejando lápiz y papel de lado, para sacar
una delgada carpeta con el logo del Servicio Médico
Legal—. Acá está el informe de la autopsia del fiscal
Gutiérrez.
Guzmán y Saldías debieron contenerse para no
abalanzarse sobre el documento. Los dos policías leyeron
el documento a la par y en silencio, deteniéndose uno a
otro para indicar detalles de las descripciones forenses y
asentir en todas las ocasiones con la cabeza. Luego de
releer algunas veces la descripción de la lesión mortal y
mirar una y otra vez las evidencias fotográficas, cerraron la
carpeta y la devolvieron a la fiscal.
—Señora, el informe parece confirmar que don Alejandro
Gutiérrez fue asesinado por otra persona—dijo Saldías,
mirando fijamente a Pérez—. El homicidio es muy
55
similar, pero todos los otros son iguales, casi calcados. En
este caso son muchas las diferencias de modus operandi.
—Lo más notable de todo es la no ausencia de cuero
cabelludo—agregó Guzmán, provocando un
estremecimiento en la fiscal Pérez—. En todos los otros
casos los informes detallan expresamente la falta de alguna
porción de cuero cabelludo, en este caso se describe roto
pero completo.
—¿No podría ser el mismo homicida con un arma
diferente?—preguntó la fiscal, intentando encontrar otra
explicación que relacionara el último homicidio con el
resto de los casos.
—Señora, para serle sincero, lo único igual entre el último
caso y los otros, es la zona de impacto en la cabeza—
respondió Saldías—. Si usted me pregunta, yo le diría
directamente que son casos distintos.
—Maldición—dijo Pérez, visiblemente enrabiada—, o
sea que los pocos avances en el caso no servirían de nada
para encontrar al asesino de Alejandro… bueno, de todos
modos el hecho que quien lo haya muerto haya intentado
imitar al asesino de los otros casos, habla de alguien
relacionado directa o indirectamente con el homicida.
Quiero que ustedes sigan a cargo de las diligencias, por
ahora no separaré los expedientes.
—Gracias por la confianza, señora—respondió Saldías.
—Ahora quiero volver a un tema no resuelto que me tiene
demasiado incómoda, ¿qué diablos pasa en el Registro
Civil con los datos de nacimiento del sospechoso Aparicio
Pérez? Desde esa mañana en que el carabinero tomó el
procedimiento, cuando yo estaba de turno, es que insisten
en esa fecha de nacimiento irrisoria de 1871—dijo la
fiscal—. Además, recibí el informe del día que no pude
56
recibirlos, del interrogatorio informal que hicieron al
morador del domicilio que encontraron en la casa del
sospechoso, y esta persona menciona el nombre de
Aparicio Pérez como conocido de su tatarabuelo.
Necesito interrogar a esa persona, y que ustedes vayan al
Registro Civil a conseguir información real acerca del
sospechoso Pérez.
—En el informe dejamos los datos de contacto de Gabriel
Herrera, señora fiscal—dijo Guzmán.
—Mañana iremos temprano a la oficina central del
Registro Civil, a ver qué nos dicen—agregó Saldías.
—Bien señores, los dejo libres. En cuanto tengan la
información oficial de la identidad de Aparicio Pérez, me
ubican y me cuentan. Buenas tardes.
Mientras Saldías y Guzmán se dirigían al vehículo para
buscar dónde comer al paso, Marta Pérez volvió a abrir
los archivos del expediente, para seguir releyendo los
detalles del caso. Efectivamente en todos los informes de
autopsia se mencionaba expresamente en la zona de la
herida mortal de todas las víctimas, la falta de parte del
cuero cabelludo, lo que no se explicitaba en el caso de
Gutiérrez. Ello daba lugar a pensar en otro tipo de golpe,
otra fuerza aplicada, y otra arma capaz de causar un tipo
distinto de daño. Cada ver que la fiscal veía las fotos del
cadáver de Gutiérrez la pena y el odio la embargaban, y
debía luchar contra sus sentimientos para poder encontrar
al culpable de tan macabro crimen, y honrar la memoria
de su amigo; sin embargo, en esos instantes la carga
emocional fue incontrolable, por lo que decidió dejar todo
hasta ahí, y salir a tomar aire, caminar, comer, o distraer su
mente en cualquier cosa que le permitiera al día siguiente
57
volver a tener las fuerzas para continuar con su trabajo,
que en ese momento también se había convertido en su
cruzada.
58
XII
Gabriel Herrera estaba por llegar a su hogar a la hora del
almuerzo. Esa mañana había ido a su trabajo a una
reunión mensual de evaluación de metas, luego de la cual
tenía presupuestado almorzar en algún lugar a la rápida
para seguir a la tarde con la mantención de un par de
equipos; sin embargo, justo cuando terminó la reunión la
secretaria le avisó que se habían cancelado todas las
actividades programadas, y que podía esperar en su
domicilio por si había alguna urgencia que atender. Así,
Herrera esperaba por fin tener una tarde relajada, desde
que supo de la reaparición de Aparicio Pérez; en el
instante en que dobló la esquina para llegar a su hogar, vio
estacionados frente a su puerta un vehículo de la PDI,
desde donde descendieron Guzmán y Saldías, ahora con
sus chaquetas institucionales, y un automóvil negro desde
el cual descendió una mujer madura muy bien vestida, y
con un rostro marcadamente entristecido. Luego de las
presentaciones de rigor, los cuatro entraron a la casa de
Herrera, a conversar.
—Señor Herrera, antes que todo quiero aclararle que esta
es una conversación informal que no está obligado a
mantener—dijo la fiscal Pérez—. Yo pedí la ayuda de los
detectives Guzmán y Saldías para que me acompañaran,
pero si usted prefiere nos podemos retirar y hacer todo de
modo formal.
59
—No señora, por mí no hay problema, no tengo nada que
ocultar, y si algo de lo que yo sepa puede servirles para
atrapar a algún delincuente, estoy dispuesto a colaborar—
respondió Herrera con voz suave.
—Se lo agradezco. Los detectives me informaron que
usted sabe quién es… quién era Aparicio Pérez—dijo la
fiscal.
—Claro, tal como les conté a los detectives, Aparicio
Pérez fue el hombre que le salvó la vida a mi tatarabuelo
casi al final de la revolución de 1891. Ambos eran amigos
desde niños, iban a todas partes juntos, trabajaban de
estibadores en el puerto de Valparaíso. Cuando estalló la
revolución, los dos intentaron mantenerse alejados del
conflicto y seguir con sus trabajos y sus vidas, pero por el
mismo trabajo en el puerto terminaron siendo arrastrados
al bando de los adherentes a Balmaceda. Un par de
semanas antes del suicidio del presidente, un grupo de
soldados que andaban borrachos empezaron a molestar a
mi tatarabuelo y a Aparicio; de pronto uno de ellos
desenfundó su revólver y los apuntó: en ese instante
Aparicio se abalanzó sobre el soldado, recibiendo el
disparo en el abdomen, lo que terminó por hacer huir al
resto de ellos. Cuando mi tatarabuelo intentó ayudar a
Aparicio, le dijo que lo había hecho porque era soltero, y
mi tatarabuelo ya era padre de su primer hijo, por lo que
quiso protegerlo. Aparicio estuvo agonizando casi una
semana, y terminó muriendo por la infección de la herida
de bala que recibió—contó casi emocionado Herrera.
—Y ese hijo era el bisabuelo que te contó la historia—
dijo Saldías.
—No. Mi tatarabuelo tuvo doce hijos, y el menor de ellos
fue mi bisabuelo—corrigió Herrera—. La historia como
60
tal no me la contó mi bisabuelo, eso ha pasado casi como
un mantra de generación en generación por más de un
siglo en nuestra familia. Pero obviamente, cada vez que se
daba la oportunidad, el viejo la relataba de nuevo, del
mismo modo en que se las he contado.
—Entonces, y según esta historia, Aparicio Pérez no tuvo
descendencia conocida—dijo la fiscal—. ¿Sabe usted si
hay algún registro escrito de este relato de parte de algún
historiador, o algún documento que haya sido heredado
por su familia o alguien que permita corroborar estos
hechos?
—Que yo sepa no hay nada por escrito, porque Aparicio
fue sólo una víctima más de una revolución con miles de
muertos anónimos—respondió Herrera—. Lo que hay en
mi poder es un daguerrotipo donde aparecen mi
tatarabuelo y Aparicio Pérez, juntos.
—Tráigalo—dijo de inmediato Saldías, generando una
mirada de sorpresa en Guzmán y la fiscal Pérez.
Después de un par de minutos de hurgar en un viejo
mueble en el mismo comedor, dejando sobre éste platos,
floreros y uno que otro chiche viejo de porcelana, puso
sobre la mesa una caja de madera de la que sacó una
especie de cuaderno de tapas de cuero, que hacía las veces
de álbum de fotos. En la primera página había una imagen
nítida en blanco y negro de dos jóvenes con camisas
arremangadas y pantalones que parecían de dos o tres
tallas más grandes que las de ellos, sonriendo frente a un
barco, al lado de las amarras del muelle.
—Acá está—dijo Herrera pasándoles el álbum con
cuidado—. Mi familia dice que soy muy parecido a mi
61
tatarabuelo, así que por eso me dejaron este daguerrotipo
a mí.
—Es verdad señor Herrera, se parece muchísimo a uno de
los jóvenes de la foto, ¿no les parece, detectives?—dijo la
fiscal, mientras Guzmán y Saldías miraban paralizados la
imagen—. Saldías, Guzmán, ¿pasa algo?
—Este es el sospechoso, el de la casa que allanamos—dijo
Guzmán, mientras Saldías parecía no poder salir de su
asombro.
—Querrá decir que es muy parecido, detective—dijo la
fiscal—. Es imposible que…
—¿Le puedo sacar algunas fotos con el teléfono y sin
flash?—preguntó Saldías a Herrera, interrumpiendo a la
fiscal.
—Claro, no hay problema—respondió Herrera con cara
de sorpresa.
Saldías tomó cinco o seis fotos del daguerrotipo desde
distintos ángulos. Luego de revisar las imágenes en un
teléfono y respaldarlas vía correo electrónico, guardó el
aparato y se dirigió a la puerta.
—Detective, ¿dónde va?—preguntó molesta la fiscal.
—Tengo algo importante que hacer… Guzmán, explícale
tú, a la noche te llamo—dijo Saldías, para luego salir de la
casa de Herrera.
—Detective Guzmán, soy toda oídos—dijo la fiscal,
mirando fijamente al detective.
—Señora fiscal… cuando le dije que el joven del
daguerrotipo es el sospechoso de la casa allanada, no me
refería a que fuera parecido, o un descendiente—dijo
Guzmán, aún confundido—. La otra persona en la imagen
62
se parece bastante al señor Herrera, pero el tipo alto y
musculoso es el Aparicio Pérez que estamos buscando.
—Guzmán, ¿hace cuánto que no visita a un psiquiatra?—
dijo ofuscada la fiscal—. ¿Está intentando decirme que
nuestro sospechoso tiene más de ciento cuarenta años,
pero que sólo aparenta veinte?
—Señora, yo sólo le estoy diciendo lo que vi cuando
hablamos con el dueño de la casa allanada, y lo que estoy
viendo en esta foto. Si hubiéramos fotografiado ese día al
sospechoso y pusiéramos su foto al lado de ésta, serían
indistinguibles—respondió Guzmán—. Además, la
historia concuerda con la información del Registro Civil.
—¿Qué información del Registro Civil?—preguntó de
pronto Herrera.
—Es materia de investigación y está bajo secreto de
sumario—respondió la fiscal, poniéndose de pie—. Señor
Herrera, le agradezco su tiempo y voluntad para responder
mis preguntas. Es probable que en el corto plazo lo cite a
fiscalía para hacer una declaración formal, así que le
pediría que se mantuviera ubicable.
—Por supuesto señora fiscal, fue un gusto…
—Buenas tardes.
La fiscal Pérez y el detective Guzmán salieron del
domicilio, para dirigirse cada cual a su vehículo. Antes de
subir al suyo, la fiscal dijo:
—Guzmán, quiero a Saldías y a ti en mi oficina mañana a
las ocho en punto, sin peros.
63
La fiscal no esperó respuesta, y subió a su vehículo para
salir rauda del lugar, mientras Guzmán subía al vehículo
policial para llamar al celular de Saldías, sin que éste le
contestara. Luego de lanzarle un par de insultos al aparato,
encendió el motor y emprendió rumbo al cuartel policial.
Mientras tanto en su casa, Herrera guardaba con cuidado
el álbum en la caja de madera, para devolverlo a su lugar
de siempre, y cubrirlo con la loza y cubiertos con que lo
protegía. Una vez hubo terminado, se sentó a la mesa,
debajo de la cual seguía oculta su vara de olivo, la que sacó
para manipular y relajarse un rato. Mientras jugaba con
ella, dijo en voz baja y con la vista fija en el madero:
—Eso te pasó por vanidoso Aparicio, por querer verte
siempre joven, musculoso y bonito. Falta que el tira se
ponga a investigar un poquito, y nuestras historias
volverán a juntarse. Cuando eso pase, te cobraré todo lo
que me debes, hijo de chacal…
64
XIII
Aparicio Pérez caminaba raudo a su nuevo empleo. Con
su renovada condición física y experiencia, no le fue difícil
encontrar trabajo en un edificio en construcción en el
sector oriente de la capital, donde los edificios nuevos
parecían sembrarse más que edificarse. Aparicio sabía que
en cualquier momento sus fuerzas empezarían a decaer y
su físico a deteriorarse visiblemente, por lo que debería
aprovechar su tiempo antes de volver a matar y seguir
regenerando su anatomía. A veces Aparicio se detenía a
pensar en el significado de la palabra “alma”, y si ello
también le tocaba a él: pero tal como no era capaz de
entender por qué le pasaba lo que le pasaba después de
hacer la ceremonia de la sangre, tampoco su mente era
capaz de ver más allá de la muerte. La muerte para él era
casi inexistente, y más que una certeza en su existencia, se
había convertido en su motor de vida. Tal vez era ello, el
tener que matar para seguir vivo, lo que había limitado su
cerebro a las necesidades básicas: comer, beber, respirar,
matar, y rejuvenecer después de la ceremonia.
Cinco para las ocho de la mañana, la fiscal Marta Pérez
salía del ascensor en el edificio de la fiscalía para dirigirse
a su oficina. En cuanto entró al pasillo vio dos de los
asientos ocupados: Guzmán y Saldías la esperaban, el
detective mirando su celular, y el inspector a la pared
65
frente a él. En cuanto abrió su oficina y los hizo pasar,
empezó el interrogatorio.
—Supongo que lo importante que tenía que hacer ayer
tenía relación absoluta con el caso, Saldías—dijo
directamente la fiscal, mirando fríamente al inspector.
—Acá está todo lo que hice ayer, señora fiscal—dijo
Saldías, poniendo sobre la mesa un dispositivo de
memoria USB.
—Un pendrive… veamos lo importante que hizo ayer—
respondió la fiscal Pérez, conectando el dispositivo en uno
de los puertos USB de su notebook, el que al escanearlo
reconoció una galería de imágenes numeradas, y sugirió
usar un reproductor de imágenes, a lo que Saldías asintió
en cuanto la fiscal lo miró, sin decir palabra alguna.
—Las primeras seis imágenes son las fotografías que tomé
al daguerrotipo de Herrera, ampliadas a la máxima
resolución posible, sin que alcanzaran a pixelarse—dijo el
inspector—. Como puede ver, en las seis fotografías se
logra una excelente resolución, y gracias a la calidad del
daguerrotipo, es posible apreciar todos los rasgos
fisonómicos del rostro.
—Debo reconocer que la calidad es casi profesional
Saldías, parece que la cámara de su teléfono es mejor que
la del mío—dijo la fiscal, para luego pasar a la séptima
imagen.
—La séptima imagen es la fotografía del Registro Civil de
Aparicio del Carmen Pérez Gutiérrez—dijo Saldías,
obviando el comentario de la fiscal—. La fotografía es de
hace ocho años atrás, con la resolución fotográfica propia
de una imagen digital. En este caso solicité la imagen en
blanco y negro original del archivo del Registro, por tanto
66
no usé ningún filtro computacional externo para lograr la
escala de grises.
—Ahora entiendo la sorpresa de ustedes al ver el
daguerrotipo, es increíble el parecido de esta fotografía
con la imagen del Aparicio Pérez original—dijo la fiscal,
mientras se desplazaba entre las seis fotografías tomadas
por Saldías, y la del Registro Civil.
—La octava imagen es una captura de pantalla del
software comparativo de imágenes en uso en la PDI para
verificar la identidad de las personas vía fotográfica—
continuó Saldías—. El programa se basa en la
comparación de puntos anatómicos reconocidos y
establecidos por consensos internacionales de expertos en
anatomía y fisonomía facial, y dependiendo de la cantidad
de coincidencias, asigna porcentajes de certeza de
identidad. En esta imagen se pueden ver la fotografía del
Registro Civil junto con la fotografía más nítida tomada
al daguerrotipo.
—Inspector Saldías…
—La novena imagen muestra los puntos aplicados por el
programa sobre ambas fotografías, para establecer la
comparación—prosiguió Saldías, interrumpiendo a la
fiscal—. Como puede ver, todos los puntos están en
correspondencia entre una y otra imagen, y es en este
punto en que el programa hace el análisis comparativo y
asigna los porcentajes de coincidencias.
—Se ven todos iguales a simple vista—dijo la fiscal,
sorprendida—. Si no se viera el sello del Registro Civil,
me costaría adivinar cuál es cuál…
—La décima imagen contiene las imágenes procesadas—
dijo Saldías—. En el recuadro de la esquina inferior
67
derecha aparece el porcentaje de coincidencias de ambas
fotografías.
—¿Cuántas veces corriste el programa, Daniel?—dijo
Guzmán, sorprendido.
—No lo corrí yo, lo hizo la gente del laboratorio. Como
no quedaron conformes con el primer resultado, corrieron
el programa cinco veces, y siempre dio el mismo
resultado—respondió Saldías, esperando la reacción de la
fiscal.
—Inspector Saldías, ¿cuántas veces le ha tocado ver un
resultado del cien por ciento?—preguntó la fiscal.
—Nunca señora, por eso la gente del laboratorio corrió
varias veces el programa—respondió satisfecho Saldías—.
Bueno, antes que lo pregunte, los otros cinco archivos son
las otras cinco fotografías comparadas con la del Registro
Civil. Como puede ver…
—Todas arrojan un cien por ciento de coincidencia—dijo
la fiscal, mientras miraba una y otra vez los puntos
proyectados sobre las imágenes, y los resultados arrojados
por el programa de reconocimiento.
La fiscal Pérez miraba una y otra vez las imágenes que le
había traído Saldías. Obviamente ese día lo dedicaría a
contactar expertos en el tema para tener más opiniones al
respecto; sin embargo estaba casi segura que todos le
dirían lo mismo, pues Saldías, pese a su extraña
personalidad, era un profesional dedicado y responsable,
capaz de hacer más allá de lo necesario para cumplir con
su deber. Guzmán entre tanto miraba a su compañero,
quien no intentaba siquiera ocultar su sonrisa triunfal
luego de haber demostrado con pruebas tangibles su
teoría, que no podía ser más extraña e increíble sólo por la
68
posibilidad de error de parte del Registro Civil, quienes
seguían insistiendo en la veracidad de la fecha de
nacimiento de Aparicio.
—Bien señora fiscal, ¿qué diligencias va a dictar ahora?—
preguntó Saldías en tono irónico.
—Por ahora ninguna, inspector—respondió la fiscal
Pérez, que de pronto pareció haber recordado algo—.
Detectives, necesito que le avisen al prefecto de su unidad
que tengo que hablar algo urgente con él, que por favor
venga a verme, en lo posible hoy. Buenos días.
Guzmán y Saldías salieron algo confundidos de la oficina
de la fiscal, en especial Saldías, que sentía que su pequeño
triunfo parecía empezar a volverse en su contra. Sin
embargo, lo único realmente importante era detener al
asesino serial lo antes posible.
Algunos kilómetros al oriente, Aparicio Pérez estaba ya en
la faena de construcción. A esa hora ya estaba en el piso en
edificación, ayudando a llevar material para que los
enfierradores armaran el esqueleto del edificio. Sus colegas
estaban sorprendidos al ver la fuerza del recién llegado,
que parecía poder cargar casi el doble que el más grande
de ellos, sin quejarse ni cansarse. Aparicio no los tomaba
en cuenta, pues tenía problemas reales de los cuales
preocuparse: la manga de su camiseta dejaba algunos
milímetros entre su piel y la tela, pese a que una semana
antes le quedaba totalmente ajustada.
69
XIV
—Guzmán, Saldías, el prefecto los espera en su oficina de
inmediato. Parece que se mandaron un condoro del porte
de un buque—dijo la secretaria en cuanto ambos
detectives llegaron al cuartel.
Los detectives se dirigieron de inmediato a la oficina, sin
saber bien qué les esperaba, pues luego de darle el recado
de la fiscal Pérez, no habían sabido nada más de él en
todo el día. En cuanto entraron a la oficina vieron en sus
facciones desencajadas que una tormenta se les vendría
encima.
—¿Qué mierda tienen en las cabezas el par de
huevones?—dijo el prefecto Arnoldo Oyanedel, sin
saludar a los detectives—. ¿Saben para qué chucha me
llamó la loca esa de fiscal que dejaron en el caso?
—Prefecto, nosotros…
—¿Desde cuándo nos dedicamos a la brujería o a
cazafantasmas en la PDI, Daniel?, ¿desde cuándo somos
cazadores de zombies, Héctor?—bramó el prefecto, sin
dejar hablar a los detectives.
—No sé a qué se refiere, jefe—dijo Saldías lo más rápido
que pudo.
—¿No sabes a qué me refiero? ¿Reconoces esto,
ahuevonado?—gritó el prefecto, lanzando sobre su
escritorio el pendrive.
70
—Jefe, si usted revisa el set de…
—¿En qué crees que estuve toda la puta tarde en la
fiscalía, huevón? Ya me sé esas mierdas de fotos de
memoria—dijo el prefecto.
—Aún no nos dice el problema, jefe—dijo Guzmán en
voz baja.
—El problema, detective Guzmán, es que la fiscal Pérez
ordenó por oficio la intervención de una asesora externa
de la PDI en la investigación—dijo el prefecto, imitando
el tono de voz de Guzmán.
—¿Y cuál es el problema de trabajar con una asesora
externa, jefe?—preguntó Saldías—. Eso lo hacemos
regularmente según lo requiera el caso.
—El problema se llama María Condemarín, detectives—
dijo el prefecto con cara de agotado.
—¿Qué, la Maruja?—dijo Guzmán, sorprendido.
—¿Para qué queremos una psíquica, si no hay cadáveres
desaparecidos en este caso?—agregó Saldías.
—La fiscal supone que necesitamos ayuda de alguien que
sepa de estas cosas, gracias a la tozudez del Registro Civil
que se niega a corregir el error con la fecha de nacimiento
del sospechoso, y a ti que te dio por demostrarle a la fiscal
que tú tenías razón—dijo el prefecto, aún molesto—. Y
ahora gracias a tu informe, tendremos que aguantar a esa
loca en el cuartel. Pero esta vez ustedes se hacen cargo de
la loca, no la quiero en mi cuartel hueveando con mi aura
color no sé qué. Ahora vayan a esperarla, y no la dejen
pasar a mi oficina bajo ninguna circunstancia.
Los detectives salieron en el momento en que María
Condemarín iba entrando al pasillo central del cuartel. La
mujer que aparentaba unos sesenta años, era una vidente
71
que se había hecho conocida a nivel nacional por dar
pistas por televisión para encontrar los cadáveres de un
matrimonio que había desaparecido sin dejar huellas, y
luego el de un joven andinista que se suponía había tenido
un accidente en una excursión, pero que en realidad había
sido asesinado y enterrado en el patio de su propia casa.
Desde ese entonces, la mujer había sido contactada por la
PDI a sugerencia de uno de los altos mandos de la
institución, para obtener ayuda en aquellos casos en que el
clamor popular o las líneas investigativas requirieran
medidas desesperadas para obtener respuestas, o a veces
sólo para bajar un poco las revoluciones y proseguir con el
trabajo científico.
—Espero que estés contento Daniel, ahora no nos
sacaremos más a esta loca de encima—dijo Guzmán en
voz baja mientras se acercaban a la mujer.
—Dale al menos el beneficio de la duda, en una de esas la
loca nos da alguna sorpresa—respondió Saldías,
acercándose a la mujer y saludándola efusivamente.
—Hola Daniel, ¿cómo estás?—dijo la mujer, abrazando
con fuerza a Saldías.
—Hola Maruja, ¿qué ha sido de tu vida, sigues
encontrando tesoros escondidos o cadáveres perdidos?—
dijo el inspector, para luego soltar una sonora carcajada.
—Sigues igual de malulo que siempre, Daniel—dijo
Condemarín, para luego ir a abrazar a Guzmán, quien
correspondió el saludo con un abrazo más suave pero más
prolongado—. Héctor, ¿cómo estás mi niño?
—Hola Marujita, he estado bien, lo único malo es tener
que soportar a Daniel día tras día.
72
—No seas mentiroso Héctor, eres demasiado amoroso
para pensar mal de Danielito—dijo Condemarín, para
luego colgarse de un brazo de cada detective—. Ya hijos
queridos, vamos a conversar, supongo que Arnoldo no me
mandó llamar para saber de mí, o para que de una vez por
todas limpie su aura.
Los detectives llevaron a la vidente a su oficina, le
sirvieron un café, y le contaron someramente el caso en
que trabajaban, y con lujo de detalles lo que sabían de
Aparicio Pérez. La mujer los escuchó con atención, para
luego suspirar ruidosamente.
—Pucha mis niños, no sé en qué los podría ayudar en este
caso—dijo Condemarín—. Yo sé que ustedes no creen en
mis poderes, y que me llaman casi por descarte. El asunto
es que mis capacidades son limitadas, yo puedo captar las
vibraciones de objetos o familiares de gente desaparecida,
y con ello intentar captar vibraciones similares emitidas
por sus restos. En el mejor de los casos yo puedo
contactar las almas en pena de estas víctimas, para que
ellas me den pistas de donde están sus cuerpos o quién
puede haber sido quien los mató… de verdad que no sé
en qué podría ayudarlos.
—La fiscal cree que tú nos puedes ayudar a entender
cómo es que el sospechoso tiene más de ciento cuarenta
años, sigue vivo, y aparenta no más de veinte—dijo desde
la puerta el prefecto Oyanedel.
—Arnoldo, qué gusto verte—dijo Condemarín,
poniéndose de pie y abrazando casi con ternura al
prefecto, quien correspondió acariciando el pelo de la
73
mujer—. Le explicaba a mis niños que esto no es lo que
yo hago Arnoldo, y tú lo sabes.
—María, en estos momentos tus niños y yo necesitamos
de cualquier idea o información que nos puedas dar.
Nosotros no sabemos nada del tema, y puede que alguno
de tus conocidos sepa algo de esta locura—dijo Oyanedel,
tratando de no fijar su mirada en los ojos de Condemarín.
—Arnoldo, si tú y mis niños me necesitan, haré todo lo
que pueda y más. Denme un par de días, contactaré a
viejos conocidos y a conocidos viejos, y averiguaré en qué
consiste este misterio—dijo la mujer, tomando con
suavidad las manos del prefecto, para luego despedirse de
beso de los tres hombres y salir rauda del cuartel.
—Aprendan estúpidos, así se convence a una madre
postiza—dijo el prefecto, para luego volver a su oficina
sin esperar respuesta.
74
XV
Marta Pérez estaba agotada. El exceso de causas en la
fiscalía la tenía estresada, y sentía que la investigación del
homicidio del fiscal Gutiérrez y el caso del asesino serial
no presentaba avances. Había pasado una semana desde
que había hablado con el prefecto Oyanedel, y desde ese
entonces no había recibido retroalimentación de parte de
los detectives a cargo de la investigación. Esa mañana
debía presentarse en una audiencia de formalización de
cargos, y apenas había alcanzado a leer el expediente esa
mañana; el caso no parecía presentar un gran desafío pues
el imputado tenía un par de órdenes de detención
pendientes, pero no debía desconcentrarse: la imagen
pública del poder judicial en general y de los fiscales en
particular no era de las mejores, y había que esmerarse en
mejorar eso, tanto en los casos de repercusión pública,
como en el día a día en tribunales. Justo antes de entrar a
la audiencia, un secretario se le acercó y le entregó un
sobre sellado, cuyo contenido le alegró el día en cuanto
tuvo tiempo de leerlo, terminada la formalización una
media hora después.
Daniel Saldías terminaba de redactar un informe de
pericias relacionadas con un homicidio ocurrido dos días
atrás. Los antecedentes del caso daban a entender que se
trataba de un ajuste de cuentas entre narcotraficantes, por
la cantidad de heridas a bala que presentaba el cadáver, y
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  • 1.
  • 3. 3 “La Vara” por Jorge Araya Poblete se encuentra bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 3.0 Unported. Permitida su distribución gratuita como archivo digital íntegro. Prohibida su distribución parcial. Prohibida su impresión por cualquier medio sin permiso escrito del autor. Prohibida su comercialización por cualquier medio sin permiso escrito del autor. ©2015 Jorge Araya Poblete. Todos los derechos reservados.
  • 4. 4 Presentación Una serie de homicidios acaecidos en Santiago en un lapso de dos años tiene a la fiscalía y a la Policía de Investigaciones tratando de encontrar a un asesino que no deja huellas, y que ultima a sus víctimas golpeándolas en la cabeza con una vara de madera. Un accidente en uno de los homicidios les da una pequeña pista para acercarse al asesino, la que deja al descubierto un extraño error de identificación del sospechoso, quien según su acta de nacimiento tiene a la fecha ciento cuarenta y cuatro años de edad. Desde ese instante los detectives Saldías y Guzmán, a cargo del caso, hacen uso de todo lo que tienen a mano para intentar capturar al homicida, viéndose envueltos en una extraña historia que a cada instante se aleja más de una investigación convencional. Esta novela de bolsillo se enmarca en el género policial esotérico, mezclando diversos elementos para lograr entretener y sorprender al lector. Que la disfruten. Jorge Araya Poblete Octubre de 2015
  • 5. 5
  • 6. 6 I El joven abogado manejaba algo desconcentrado su todo terreno esa fría mañana de junio. Antes de salir de su departamento había discutido con su esposa, por lo que ambos iban en silencio en el vehículo, escuchando una lista de reproducción musical aleatoria del gusto de los dos, para evitar nuevos roces. Ambos creían tener la razón, por lo que decidieron dejar el tema en espera a la hora de salida de sus respectivos trabajos, para poder conversar con calma y no interferir en sus actividades laborales; mal que mal, la discusión se generó por diferencias en relación a qué parte de Europa viajar en las vacaciones venideras, y ambos sabían que tarde o temprano lograrían un consenso que dejara a los dos felices. A esas alturas de la mañana todos los vehículos corrían a gran velocidad, muy por encima del límite legal, pese a lo cual las posibilidades de ser infraccionados eran bajas, pues a esa hora las policías se encontraban resolviendo sórdidos crímenes relacionados con narcotráfico en los barrios bajos de la capital, y rescatando a algunos conductores ebrios que horas antes habían estrellado sus vehículos contra postes, personas u otros vehículos; así, nadie se preocupaba mayormente de controlar la velocidad de quienes iban a sus trabajos en ese pudiente sector de la ciudad. El abogado seguía el trayecto memorizado para ir a dejar a su esposa a su oficina, y luego dirigirse a la suya justo a
  • 7. 7 tiempo como para conseguir un estacionamiento no tan escondido del mundo. Mientras pensaba en cómo ganar la discusión de la noche, no se dio cuenta que cien metros delante de él iba un vehículo pequeño y sin luces a baja velocidad; pese a todos los recursos mecánicos e informáticos de su moderno todo terreno le fue imposible evitar el choque por alcance, lanzando al viejo vehículo varios metros hacia adelante, mientras sus gastados neumáticos intentaban adherirse al húmedo pavimento para detener su descontrolada marcha. El abogado se bajó iracundo, sin siquiera preguntarle a su esposa si le había pasado algo, y con espanto vio que su parachoques, luces delanteras y capó estaban casi completamente destruidos. Al darse cuenta que el costo de la reparación sería mayor que el valor del vehículo al que había chocado, y a sabiendas que el seguro lo expulsaría en cuanto le pagaran las reparaciones, decidió ir a cobrar venganza donde el conductor que había terminado de echarle a perder la mañana. La esposa del abogado estaba algo mareada, pues tampoco alcanzó a ver a tiempo al pequeño vehículo, por lo que no pudo reaccionar, y al no activarse los air bags, sufrió los efectos del latigazo propios de la desaceleración brusca del móvil. Mientras lograba volver a enfocar la vista sin que todo girara a su alrededor, vio a su marido iracundo patear el parachoques del todo terreno, y dirigirse raudo hacia la cabina del pequeño vehículo al que habían chocado. La mujer veía nerviosa cómo su marido, un hombre joven, alto y corpulento, caminaba a grandes zancadas hacia un automóvil de más de dos décadas, en el que definitivamente cabría con dificultad. Su marido tomó
  • 8. 8 con violencia la puerta y la abrió, y de un tirón sacó del asiento del conductor a un hombre pequeño y enjuto, que parecía tener un defecto en su pierna derecha, pues se veía bastante más gruesa e inmóvil que la izquierda. De improviso el abogado, sin mediar provocación, le lanzó una especie de bofetada al pequeño hombre, quien trastabilló y logró detener la caída afirmándose en su vehículo. Cuando el corpulento profesional quiso abalanzarse sobre el pequeño hombre, éste bajó su mano derecha hacia su pierna, dejando helado al abogado. La joven profesional no entendía qué estaba pasando. Su marido de pronto se detuvo y levantó las manos; en ese instante la mujer vio con espanto cómo la pierna gruesa del enjuto hombre perdía parte de su grosor, y en la mano derecha el hombre blandía una larga vara, aparentemente de madera. En una fracción de segundo el conductor del viejo vehículo abrió su brazo, y plásticamente lo abanicó, descargando un certero golpe en la sien del abogado quien cayó desplomado al instante. La esposa del profesional bajó del vehículo gritando descontrolada, para llegar al lado del cuerpo de su marido que yacía en el suelo con los ojos fijos en el cielo y una gran herida abierta en su cráneo, que sangraba profusamente y dejaba ver el cerebro del abogado asesinado. Antes de desmayarse, la joven vio con espanto al enjuto hombre mirar casi con placer el arma de madera.
  • 9. 9 II Aparicio caminaba cabizbajo por la calle. La mezcla de sensaciones no le permitía saber cómo sentirse, y como nunca había aprendido a manejar esa parte de su vida, simplemente miraba el suelo esperando a que todo decantara y terminara quedando a flote lo realmente importante. Casi siempre sucedía lo mismo, y al final era la satisfacción del deber cumplido lo que terminaba primando, pero Aparicio nunca estaba seguro que aquello siguiera siempre del mismo modo; además en esos instantes aún estaba siendo gobernado por la rabia de haber perdido su querido vehículo por culpa de un gigantón a bordo de un jeep acorde a su tamaño, que luego sin desearlo había ayudado a Aparicio a cumplir su misión de ese mes. Las calles en esa zona de la ciudad eran amplias, con áreas verdes, árboles y una adecuada iluminación; el pavimento por su parte era bastante liso, sin que siquiera las raíces de los árboles hubieran logrado solevantarlo en los alrededores de sus bien cuidadas tazas de riego. Ello permitía a Aparicio caminar rápidamente pese al palo escondido en la pierna derecha de su pantalón, y con la seguridad de no encontrarse con alguna sorpresa desagradable. Sin embargo, esa fría y oscura mañana parecía tener más vicisitudes reservadas para el pequeño hombre.
  • 10. 10 Ocultos en la sombra de un sauce llorón, dos ladrones esperaban a algún transeúnte para asaltar y tener dinero para comprar pasta base para el desayuno. El barrio alto era el lugar ideal para conseguir alguna billetera abultada y uno que otro celular de última generación, que les permitiría comprar droga para un par de días, o al menos para una jornada de consumo desmedido y desapegada de la realidad. Ambos jóvenes tenían antecedentes penales, por lo que debían cuidarse de no ser capturados ni caer en las garras de algún policía encubierto o peor aún, de un ciudadano decidido o con entrenamiento en artes marciales, lo que terminaría con ellos, aparte de detenidos, en un servicio de urgencias. Cuando ya quedaba poca oscuridad y las posibilidades de ser detenidos aumentaban, los jóvenes delincuentes escucharon pasos fuertes y acelerados, señal inequívoca de la hora de actuar. Aparicio seguía su vertiginosa marcha. De pronto detrás de un árbol salió un muchacho que no aparentaba más de veinte años a cortarle el paso; el hombre intentó dar la vuelta, y se encontró de frente con otro joven de la misma edad, con la misma mirada que ya había enfrentado en numerosas ocasiones. Los delincuentes eran de sus víctimas favoritas, pues le ayudaban a sentir que su misión, al menos con ellos, tenía también una connotación útil para la sociedad, al eliminar de la faz del planeta a parte de la escoria que pululaba por doquier sin justificación aparente. Con ellos, Aparicio no sentía remordimiento alguno. Los delincuentes rodearon al pequeño hombre algo desanimados, pues su vestimenta no lo hacía parecer una
  • 11. 11 buena víctima; aparentemente no lograrían más que para una dosis de pasta base, que deberían repartir y consumir rápido para volver a las calles a conseguir más para satisfacer sus necesidades. El hombre apenas superaba el metro cincuenta de estatura, vestía ropa vieja y mal cuidada, que lo hacía parecer algún tipo de empleado, barrendero, limosnero o jardinero, y destacaba por una notoria cojera en su pierna derecha. De pronto el hombre se tomó la pierna, y del pantalón salió una larga vara de madera que con dos movimientos acabó con los cráneos de ambos asaltantes reventados, dejando sus cuerpos inertes en el pavimento, sendos charcos de sangre y líquido cefalorraquídeo oscureciendo la otrora limpia vereda, y a Aparicio con una sonrisa que casi le desencajaba la mandíbula. Sus ojos brillaban al ver la madera empapada de restos humanos, que resbalaban lentamente al sostener la gruesa vara en posición vertical. Tal como siempre el enjuto hombre miró con evidente placer los restos sobre el arma, contemplándolos con la alegría de saber que pertenecían a dos delincuentes que había eliminado de este mundo, y que ese acto había cubierto su misión casi por tres meses, si es que decidía no hacer nada más por un tiempo. Luego de cerciorarse que la madera había quedado impregnada con los fluidos de ambos jóvenes, al ver el sutil cambio de color de la superficie de su arma, sin intentar limpiarla la colocó al lado de su pierna derecha y la envolvió con la tela del mismo, que convenientemente terminaba en una larga huincha de velcro, que al cerrarla no permitía distinguir la suerte de vaina de tela que contenía el mortal madero. De inmediato y sin tocar los cadáveres, Aparicio se encorvó, metió las manos en los bolsillos, y siguió caminando
  • 12. 12 cabizbajo y acelerado para llegar luego a su hogar y completar la tarea que le permitiría concretar su misión para los siguientes tres meses, a menos que alguien más se cruzara en su camino y lo obligara a sacar su arma y a tener una mayor reserva para lo que le quedaba de vida. Recién a las tres cuadras de caminata escuchó los gritos destemplados de una asesora del hogar que había salido a barrer la calle justo donde había dado cuenta de los delincuentes; sin embargo en su mente aún sonaba el espantoso ruido del monstruoso todo terreno acabando con la vida útil de su querido y viejo automóvil.
  • 13. 13 III Daniel Saldías estaba empezando el turno de la mañana. Un café muy cargado y sin azúcar, como le repetía a cada rato su señora por órdenes de la nutricionista del centro médico de la institución, era el encargado de despertarlo y dejarlo listo para empezar sus funciones en el cuartel de la Brigada de Homicidios de la Policía de Investigaciones de Chile, conocida por todos por la sigla PDI, que había buscado darle nuevos aires al organismo policial, alejándolo del viejo nombre y la vieja imagen algo sórdida y anticuada en que estaba inmersa antaño. Saldías saboreaba el amargo café y miraba con desdén su abultado abdomen: pese a llevar ya tres semanas siguiendo a medias el régimen que la nutricionista le había indicado, no veía resultados evidentes, lo que confirmaba en su mente que su problema era genético y no de malos hábitos; sin embargo, sabía que llevarle la contra a su esposa traería peores consecuencias que el reto de la profesional en el centro médico, así que a regañadientes se había alejado de las cinco cucharadas de azúcar en cada taza de café, y de los opulentos sándwiches a la hora de la colación, reemplazándolos por escuálidas ensaladas con irrisorios trozos de algo que a todas luces no parecía ser el pescado ofrecido en el menú del casino. Una vez terminado el café, y sin sentirse aún del todo despierto, encendió el computador de su escritorio para leer su correo y ver las noticias de la mañana sin tener que buscar un televisor.
  • 14. 14 —Buenos días Daniel, tenemos un llamado desde Las Condes—dijo una voz tras la pantalla. —¿Tan temprano, Tito?—preguntó el inspector al detective—. Deja adivinar, los pacos... —No, la fiscal de turno—interrumpió el detective. —Ya, vamos—dijo el inspector, dejando de lado el computador con el sitio web de un periódico abierto en la sección deportiva. El vehículo blanco de balizas azules se dirigió raudo a su destino sin usar sirenas, gracias a la destreza del conductor, quien parecía conocer todos los atajos existentes en ese sector de la ciudad. Luego de quince minutos de dar vueltas por pequeñas callejuelas, y algunas salidas a congestionadas avenidas, el móvil se encontró con el área acordonada por Carabineros. Luego de estacionar, identificarse con el oficial a cargo, y dejarle a éste la tediosa tarea de hablar con la prensa, el inspector y el detective se dirigieron donde la fiscal de turno, quien tenía un semblante pálido y algo desencajado. —Buenos días señora fiscal, inspector Saldías y detective Guzmán—dijo Saldías, apretando con suavidad la mano de la fiscal. —Buenos días, Marta Pérez—dijo escueta la mujer—. Disculpe inspector, no me siento muy bien, dejaré que el carabinero del cuadrante le cuente todo. Saldías y Guzmán esperaron a que apareciera el sargento de carabineros, quien estaba hablando por radio con la central de comunicaciones. Saldías entre tanto empezó a mirar el entorno para hacerse una idea de lo que estaba
  • 15. 15 pasando: dos vehículos destruidos por un choque, un cuerpo cubierto por una lona al lado del auto viejo, una mujer joven abrazada en el pavimento a los restos bajo la lona. De improviso una voz lo sacó de sus cavilaciones y lo devolvió a la realidad del momento, presentándose como el sargento González, quien fue el primero en llegar a la llamada de auxilio. Luego de contarle sucintamente la versión de testigos que pasaban en sus vehículos a la hora del homicidio, el inspector se acercó silenciosamente a la viuda para tratar de obtener alguna información de su parte; en cuanto se paró a su lado, la mujer empezó a llorar desconsolada. —Yo tengo la culpa, si no hubiera discutido con el gordo lo del viaje esta mañana, nada hubiera sucedido—dijo la mujer con voz apagada y entrecortada. —Buenos días señora, mi nombre… —Yo quería ir a España y él a Rusia… qué me costaba decirle que sí, si yo ya conozco España… si no hubiera salido de la casa enojado no habría manejado tan rápido, no hubiera chocado con esa mugre… —Señora, usted no es la culpable. En estos instantes usted es la mejor testigo que tenemos para poder atrapar al asesino de su esposo—dijo Saldías, ahora en cuclillas al lado de la mujer y el cadáver. —El gordito se bajó enojadísimo… todo es mi culpa— repetía una y otra vez la mujer, con la cabeza a poyada a la altura del pecho del cuerpo sin vida. Saldías prefirió alejarse, en esas condiciones no lograría ninguna información útil. Algunos minutos después empezaron a llegar otros familiares de la pareja, que
  • 16. 16 fueron contenidos por los carabineros a cargo del procedimiento, para luego acercarse al sitio del suceso y lograr, no sin esfuerzo, llevarse a la mujer a otro vehículo para abrigarla y acompañarla en el dolor que estaba sufriendo. En cuando se alejaron lo suficiente, Saldías y Guzmán se acercaron a la lona y la levantaron con cuidado para no alterar la escena del crimen. Una mueca de asco se dibujó en el rostro de Guzmán al ver el cráneo abierto de la víctima, dejando expuesto su cerebro y una especie de masa de piel, cabellos y sangre coagulada colgando de uno de los bordes de la herida. Saldías examinó la herida, fijándose de inmediato en lo alargado de la zona de fractura: la herida le hizo pensar de inmediato en una barra larga más que en un bate de béisbol. Sin embargo su pensamiento debería ser confirmado primero por la autopsia y por el laboratorio de criminalística antes de poder usarlo como herramienta de análisis del caso. En el intertanto, el sargento González discutía acaloradamente con un carabinero raso a algunos metros del lugar. —¿Algún problema, sargento?—preguntó Saldías cuando el suboficial se acercó al lugar. —Pasando un mal rato por gente que no sabe ni leer los datos de un automóvil—refunfuñó el sargento, mientras dictaba en voz alta por celular la patente y el modelo del vehículo menor a la central, para obtener alguna información. Un par de minutos después su rostro palideció, y luego de preguntar tres veces si lo que le estaban diciendo estaba confirmado, cortó la llamada. —Parece que ahora sí pasó algo—dijo Saldías, justo cuando la fiscal llegaba al lugar.
  • 17. 17 —Sargento, ¿consiguió la información del dueño del vehículo?—preguntó de inmediato la mujer. —Sí, pero hay un problema con la información señora fiscal—dijo el sargento, algo complicado—. Le pedí a la central que me la enviaran por pantalla, para que vea que no es error mío. Ya debe estar disponible en la terminal del cuartel móvil. Acompáñeme por favor. Mientras la fiscal y el sargento se dirigían al cuartel móvil, Saldías se acercó al personal del Servicio Médico Legal, que había empezado a hacer el levantamiento del cadáver en conjunto con el personal de criminalística, quienes sacaron todas las fotografías posibles para documentar una investigación que se veía bastante complicada. El inspector estaba a cargo de una serie de homicidios que se sucedían cada uno o dos meses desde hacía ya dos años. Su oficio le había permitido mantenerse alejado de los periodistas para no hacerse conocido, y así poder investigar sin ser descubierto, y sin que la prensa relacionara los casos y empezaran a interferir con su labor. Sólo con ver el cadáver del abogado reconoció la lesión que ya había visto en una veintena de cuerpos, y pese a tener que esperar la confirmación del laboratorio, estaba casi seguro de lo que encontrarían: nada. En ninguno de los casos habían quedado residuos del objeto contundente, por lo que era imposible saber con qué se había hecho. Sin embargo, las pericias habían arrojado un dato que había sido confirmado por los testigos de ese evento, y que esperaba que la mujer pudiera corroborar en su declaración, en cuanto la pudiera hacer: el ángulo de impacto en los cráneos daba a entender que el homicida era un hombre muy bajo, y la declaración de los testigos
  • 18. 18 había echado por tierra su creencia en la corpulencia del agresor, por la cantidad de daño provocado con un solo golpe. Todos los conductores que habían visto el accidente y el homicidio coincidían en que el autor, aparte de bajo, se veía extremadamente débil; lamentablemente ninguno alcanzó a fijarse en otras características del individuo, por lo que la identificación no podía ir por esa vía, sino por el vehículo chocado y abandonado en el lugar: era poco probable que fuera robado, pues nadie en su sano juicio robaría un vehículo tan viejo y en mal estado. En ese instante la fiscal apareció iracunda tras él, seguida a lo lejos por el sargento González. —Inspector, me dijeron que usted está a cargo de este caso, que al parecer está en la línea investigativa de una serie de homicidios que usted sigue hace un tiempo. Tome, acá tiene el resultado de los datos del dueño del vehículo. Cualquier duda pregúntele a Carabineros, ellos se encargaron de conseguir… esto. Mi turno ya acabó, las diligencias están ordenadas. Me voy a dormir o algo parecido—dijo la fiscal entregándole una hoja recién salida de la impresora del cuartel móvil. Saldías miró la hoja, la leyó una y otra vez, se acercó a mirar la patente y el modelo del vehículo, y luego se acercó al sargento, quien aún no se había podido sacar el casco. —¿Por esto estaba discutiendo hace un rato, sargento?— preguntó Saldías. —Sí, por eso preferí imprimirla, para que la fiscal no creyera que la estaba hueveando.
  • 19. 19 —Disculpe sargento… ¿cómo mierda es posible que este tal… Aparicio del Carmen Pérez Gutiérrez tenga un acta de nacimiento de… 1871?
  • 20. 20 IV Saldías miraba hacia la nada a través del parabrisas del vehículo policial. Guzmán manejaba con lentitud camino al cuartel; luego de varios años trabajando con el inspector, sabía que cuando fijaba su vista en el parabrisas se vendría una jornada complicada, por lo que prefería demorarse en llegar para atrasar un poco el inicio de la debacle que se preveía. —Debe ser un error del registro civil—dijo de pronto Saldías, sin despegar su vista del parabrisas—, es el único modo de explicar ese cagazo con la fecha de nacimiento del dueño del vehículo. —Por supuesto Daniel, si no debería llamarse Matusalem y no Aparicio—respondió Guzmán, dibujando una leve sonrisa en Saldías—. Habrá que buscar en el histórico de infracciones, a ver si ahí hay más datos. —Si el error es del registro civil estamos sonados Tito, aparecerá la misma fecha en todos lados—respondió el inspector—. Pero bueno, lo que importa es ir al domicilio en que está registrado el vehículo. ¿Te dijeron los pacos si había algo en el vehículo? —No, el sargento me dijo que lo revisaron por completo y no encontraron armas, drogas ni nada sospechoso en el auto. Los de criminalística sacaron todas las huellas habidas y por haber, en una de esas ellos encuentran algo más. Supongo que después habrá que desarmarlo por si
  • 21. 21 hay alguna sorpresa oculta en la carrocería o el chasis de la chatarra esa—dijo Guzmán, sin despegar la vista de la avenida por la que se desplazaban. —Ocho años…—dijo de pronto Saldías, para de inmediato agregar—. Ocho años tenía cuando empezó la guerra del Pacífico. Si esa fecha de nacimiento fuera cierto, ese tipo estaba vivo cuando todos los héroes de la guerra lo estaban… ¿te imaginas eso, Tito? —Déjate de hablar huevadas Daniel—dijo casi sin pensar Guzmán—, ese huevón no tiene ciento cuarenta y cuatro años, es un error y punto. Hay que preocuparse de lo importante, tenemos por fin un nombre y un domicilio. —Tienes razón Tito, estoy puro hueveando—respondió Saldías, suspirando—. Me tiene cansado estar dos años detrás de un asesino de mierda como este, quiero pillarlo luego y saber por qué ha muerto tanta gente. Guzmán puso la música a mayor volumen para evitar seguir conversando, pues si bien era cierto conocía hace años a Saldías no le gustaba tutearlo, pese a que sabía que a él no le molestaba. Cuando faltaban pocas cuadras para llegar al cuartel, les avisaron por intercomunicador que debían dirigirse a un domicilio a diez cuadras de donde habían terminado el procedimiento, por el hallazgo de dos cadáveres en la vía pública. Luego que el inspector increpara duramente a la central por lo tardío del aviso y por no enviar a otra unidad, Guzmán dio media vuelta para tratar de usar los mismos atajos de la mañana y llegar lo antes posible a la nueva localización. En cuanto vieron el tumulto de gente estacionaron el vehículo y se dirigieron donde el carabinero a cargo, quien los llevó de inmediato a ver los cuerpos bajo las lonas.
  • 22. 22 —Mi sargento González me dijo que los llamara expresamente a ustedes cuando le conté de las heridas de los occisos—dijo el cabo tratando de usar todo el lenguaje técnico que manejaba, mientras Saldías y Guzmán miraban sorprendidos bajo ambas lonas de color—. A primera vista no hay más heridas, y la data de muerte es de esta mañana. —Es el mismo homicida—dijo Saldías mirando los cráneos de los cadáveres—. Este huevón nunca había muerto a tres el mismo día… —Inspector, me tomé la libertad de averiguar con la central si los occisos tenían antecedentes, y ambos de hecho tenían órdenes de detención pendientes por robo con sorpresa y microtráfico—dijo el carabinero. —Capaz que haya muerto a estos en defensa propia—dijo Guzmán—, no se me ocurre otra cosa. —De todos modos no nos sirve de mucho saberlo— respondió Saldías—, si siguió el mismo modus operandi no debe haber dejado huellas. Lo único tangible que tenemos son los datos del auto. —¿Hay testigos del homicidio, cabo?—preguntó Guzmán. —No. La asesora del hogar que encontró los cadáveres dice que salió a la calle a barrer la vereda y se encontró con los cuerpos frente a la muralla de la casa donde trabaja. Según ella uno de los cuerpos aún se movía un poco, pero cuando llegué estaban ambos inmóviles y sin pulso ni respiración—respondió el cabo—. Llamé a fiscalía y me dijeron que estaban haciendo cambio de turno, que mantuviéramos todo como estaba, que por
  • 23. 23 mientras diera aviso al médico legal y a la PDI, y ahí mi sargento me dijo que los llamara. —Gracias por todo, cabo—dijo Saldías—. Ahora hay que esperar al fiscal y a la gente del médico legal para hacer las formalidades… ah, una cosa más, cuando llegue la prensa usted queda a cargo de hablar con ellos. Preocúpese de sólo mencionar los hechos referentes a este caso, y si alguien le pregunta si hay relación con el homicidio de la mañana, usted responde que no maneja esa información, que eso depende de la fiscalía. Luego de terminar el procedimiento, Saldías y Guzmán se dirigieron nuevamente al cuartel, para saber si ya tenían autorización del fiscal para acudir al domicilio donde estaba registrado el vehículo, o si se decidiría hacer un allanamiento, lo cual tomaría más tiempo para planificar las acciones a seguir. Cuando estaban a dos cuadras de arribar, Saldías recibió una llamada a su celular. —Parece que nadie quiere que volvamos a la central. Llegó la autorización del fiscal para ir al domicilio, sin allanar—dijo Saldías, mientras se acomodaba en su asiento para seguir mirando el parabrisas.
  • 24. 24 V Aparicio pudo llegar a su hogar después de dos horas y media caminando. Cada paso que daba le recordaba su fiel vehículo destrozado, y el cansancio al final del viaje sólo se compensaba con las tres víctimas conseguidas esa mañana. Luego debería preocuparse de conseguir otro vehículo viejo, que fuera barato y no llamara la atención de nadie, salvo por lo destartalado; en esos momentos necesitaba descansar, para más tarde cumplir con el ritual que le había sido encomendado como estilo de vida. En cuanto cerró la puerta con llave, sacó de la funda la larga vara de madera de sauco, y la colgó con cuidado en un atril de la misma madera fijado a la pared con tarugos y cola fría, para poder doblar y extender su rodilla derecha y así no perder movilidad. Cinco minutos después estaba en el baño duchándose con agua caliente, para relajar su musculatura y lavar cualquier residuo que quedara en su piel, y que pudiera interferir con la ceremonia que efectuaba cada vez que volvía a casa con la vara cargada de sangre y restos humanos. En cuanto llegó a la pieza en que estaba la vara terminó de secarse rápidamente, y dejó botada la toalla: la vara había comenzado a vibrar en su atril, signo inequívoco de la necesidad de empezar la ceremonia. Aparicio sacó de debajo de la mesa una caja de madera vieja con bisagras grandes y oxidadas, y un seguro cerrado
  • 25. 25 con un candado redondeado, tan oxidado como el resto de la quincallería de la caja, el que abrió con una llave que llevaba colgando en una cadena al cuello. El enjuto hombre colocó sobre la mesa el contenido de la caja: un mantel negro opaco que extendió cubriendo el mueble casi hasta el suelo, una olla con tres patas de fierro fundido casi esférica sin tapa, y una fuente de aluminio también con tres patas, llena de arena. Luego tomó del atril de la pared la vara que no paraba de vibrar cada vez más fuerte, y con delicadeza la colocó dentro de la olla, quedando la zona impregnada de restos humanos hacia abajo: a partir de ese momento, el enjuto hombre empezó a recitar en voz baja una ininteligible oración. La vara vibraba cada vez con más intensidad, provocando un desagradable sonido al rebotar repetidas veces contra el borde de la olla; de un momento a otro fue tal la frecuencia de vibración, que el sonido de rebote se transformó en un zumbido agudo continuo. En ese momento Aparicio empezó a imitar con su voz el zumbido, hasta lograr que sonara igual que la vara contra el metal; luego de diez segundos al unísono, la vara dejó de vibrar y la habitación quedó en silencio. Con la misma delicadeza con que colocó la vara en la olla, el enjuto hombre la sacó, y antes de devolverla a su atril la examinó con detención, asegurándose que la madera hubiera recuperado su color y textura originales, y que toda la superficie estuviera homogénea. Aparicio miró el contenido que había quedado en la olla de acero. Pese a haber repetido el proceso en innumerables ocasiones, le encantaba mirar lo que quedaba luego de la
  • 26. 26 ceremonia del madero. Una mezcla heterogénea de grises, amarillos y rojos de diversas tonalidades, formaban una especie de nube espesa casi líquida que decantaba en la olla y parecía no tocar el metal. Muchas veces había querido imaginar cómo se había fabricado esa olla para sólo poder entender por qué el contenido no se pegaba a sus paredes, pero ni siquiera era capaz de ello; así, nunca había perdido tiempo en pensar en el resto de los elementos que rodeaban lo que hacía. Su labor era hacer todo metódicamente bien aunque no entendiera el mecanismo, lo que aseguraba obtener lo que su extraña existencia le había deparado. Había llegado el momento de dejar de pensar, y preocuparse de terminar su labor. Aparicio levantó con cuidado la pesada olla de fierro fundido, sujetándola con fuerza de sus asas, y la acercó a la fuente de aluminio con arena. El hombre empezó a recitar una oración distinta a la que había usado al colocar la vara en la olla, mientras la sostenía sobre la arena, y no dejó de repetirla una y otra vez hasta que el contenido del cazo se comenzó a iluminar. En ese instante Aparicio inclinó levemente la olla hacia la arena, dejando caer su contenido sobre ésta, y alejándose un par de metros no sin antes cerciorarse que todo el contenido se hubiera vaciado. La luminosa masa de plasma multicolor quedó un par de segundos suspendida sobre la arena, para luego fusionarse con ella en una especie de masa algo más opaca, densa y grisácea que la original. Acto seguido, la arena en la fuente de aluminio empezó a vibrar: desde ella se levantó lentamente el plasma, ahora más transparente y menos denso, adquiriendo la forma de un árbol al que le faltaban innumerables trozos, el que luego de iluminarse se
  • 27. 27 desvaneció en el aire en forma de una explosión de luminosidad enceguecedora. Saldías y Guzmán estacionaron el vehículo institucional frente al domicilio en que estaba registrado el vehículo del asesino serial. La vieja edificación de un piso estaba bastante descuidada, y tenía una entrada de autos cuyo estacionamiento se encontraba vacío. Ambos hombres se acercaron a la reja, no sin antes acomodar sus pistolas calibre 9 milímetros en cartucheras ubicadas en la parte de atrás de sus cinturones; Saldías además pasó el proyectil a la recámara, y dejó su arma sin seguro, mientras Guzmán golpeaba con fuerza la reja. —Buenas tardes señor, somos de la PDI… —¿Vienen por el auto?—preguntó un corpulento hombre con cara de sueño que se acercó lentamente a la reja, superando por varios centímetros la altura de ésta y de los policías—. Carabineros ha venido un par de veces también… pero bueno, supongo que ustedes no se hablan con los pacos. —¿Por qué supone que venimos por un auto?—preguntó Saldías. —Porque es lo único por lo que podrían venir— respondió el imponente dueño de casa—. Ese cacharro destartalado era de mi padre, y un maricón de mierda se lo robó y lo dejó de brazos cruzados. Mi viejo lo usaba para comprar y vender televisores en desuso; cuando le robaron su cacharro el pobre viejo se deprimió, y cuando los televisores empezaron a bajar tanto de precio y a salir esas teles de LCD y plasma, mi viejo se fue a la mierda, y se terminó muriendo de un día para otro. Esta era su casa, y
  • 28. 28 como el auto estaba registrado a su nombre, los pacos venían para acá a decirle que no había novedades de vez en cuando. —¿Qué vehículo tenía su padre?—preguntó Saldías. —Era un Charade azul marino—respondió sin pensar el hombre—. Destartalado y todo el cacharro andaba bien y gastaba poco. —El vehículo fue chocado esta mañana, y resultó casi completamente destruido—dijo Saldías—. Luego de terminar el proceso de investigación, los restos quedarán en el corral municipal, por si quiere rescatarlos o si necesita recuperar algún recuerdo… —El auto se lo robaron a mi padre hace como tres años, y mi viejo se murió el año pasado—respondió apesadumbrado el hombre—. No hay nada en lo que quede de ese auto que me interese, se lo aseguro. —Bueno, de todos modos le dejo los datos del corral municipal y mi número de celular, por si cambia de idea—dijo Saldías, despidiéndose de mano del hombre, para luego volver junto a Guzmán al vehículo y retornar al cuartel policial a hacer el informe del procedimiento. El hombre miró con desdén desde la reja al vehículo policial alejarse de su hogar. Mientras volvía al interior de su casa, pensaba en lo afortunado que había sido al alcanzar a terminar la ceremonia antes de la llegada de esos intrusos. Ahora Aparicio debería pensar si era prudente permanecer en el lugar, o buscar dónde mudarse antes que su cuerpo volviera al estado en que se haría reconocible por sus cancerberos.
  • 29. 29 VI Héctor Guzmán manejaba en silencio el móvil camino al cuartel. Luego de años de trabajar con el inspector Saldías, sabía que el policía estaba intranquilo, con la vista pegada en el parabrisas y la mente perdida en sí mismo o quizás en qué lugar de la realidad. El caso de ese asesino serial lo tenía cansado, desgastado, irritable, aislado en sus pensamientos y alejado de todos quienes lo rodeaban: pese a todos sus esfuerzos, al tiempo y a los recursos invertidos, sólo el accidente de ese día les había entregado los primeros datos reales acerca de las características físicas del asesino. Ahora sabían que todos los análisis forenses habían fallado, al encontrarse con un hombre de muy bajo peso detrás del arma asesina, aparte de la baja estatura que sí se había confirmado. Por otra parte, la frustrante visita al domicilio registrado en la documentación del vehículo había dejado más dudas que hechos concretos, y definitivamente nada que pudiera aportar en algo a la investigación. —Vamos a necesitar una orden de allanamiento—dijo de pronto Saldías—. No le creo nada al grandote ese. —¿Crees que es cómplice del asesino?—preguntó Guzmán. —No sé, pero el tipo ese me dejó con la bala pasada… —También en el mundo real—interrumpió Guzmán, mientras Saldías caía en cuenta que llevaba su arma de
  • 30. 30 servicio con el proyectil en la recámara—. ¿Qué no te convenció, que supiera a lo que íbamos, o su poco interés por los restos del auto? —Todo, no hay nada en esa historia que suene lógico— respondió Saldías mientras sacaba el cargador de su arma, retiraba el proyectil de la recámara y lo volvía a colocar en el cargador. En cuanto los policías llegaron al cuartel, Guzmán se dirigió de inmediato a uno de los computadores para acceder nuevamente a los datos del registro civil, a ver si se había corregido la información de la fecha de nacimiento del dueño del automóvil, y corroborar que efectivamente hubiera fallecido, a ver si la historia del tipo al que habían entrevistado era cierta; por su parte, Saldías empezó a hacer gestiones para conseguir con el fiscal a cargo del caso una orden de allanamiento para la casa que habían visitado, luego de informarle lo que el dueño de casa les había relatado. Justo al cortar la llamada, Guzmán se paró a su lado con una especie de sonrisa dibujada en su rostro. —¿Qué pasa Héctor? —Parece que vamos a necesitar la orden de allanamiento Daniel—dijo Guzmán—, la historia es más enredada de lo que parece. —Ya huevón, habla luego, tú no eres de sonrisa fácil así que esta huevada no pinta bien. —Efectivamente el auto fue denunciado por robo hace tres años, tal como dijo el grandote—respondió Guzmán—, pero la denuncia fue retirada a las dos semanas. Estos últimos tres años el vehículo tiene sus
  • 31. 31 revisiones técnicas al día, a nombre de Aparicio Pérez Gutiérrez. —¿Estos últimos tres años?—preguntó Saldías—. ¿Eso incluye este año? —La última revisión es de hace tres meses, y seguía apareciendo a nombre del dueño original del vehículo. —Conchesumadre, el huevón nos metió el dedo en el hocico y lo revolvió más encima—dijo iracundo el inspector—. Con o sin orden ese pedazo de mierda me debe una explicación. —Falta más—dijo Guzmán, sin borrar la incipiente sonrisa de su rostro—. En el registro civil no hay certificado de defunción de ese tal Aparicio, y no hay información de matrimonio o de hijos legítimamente reconocidos. Además, hablé con el encargado de informática, y me dijo que el año de nacimiento es el correcto… —¿Cómo va a ser correcto, creerá que somos huevones acaso?—interrumpió iracundo Saldías—. Ya Tito, vamos, esa mierda me sacó de quicio y me va a dar respuestas por las malas o por las peores. Veinte minutos más tarde, Guzmán y Saldías descendían del vehículo policial con sus armas de servicio desenfundadas. Guzmán tiró con suavidad el picaporte de la reja que se encontraba sin llave, dando el paso a Saldías quien atravesó raudo el estrecho antejardín, para girar el pomo de la puerta de entrada de la casa que también se encontraba sin llave; ambos policías recorrieron una a una las habitaciones de la pequeña casa, sin encontrar a nadie en ella.
  • 32. 32 —¿Qué hacemos?—preguntó Guzmán, enfundando su arma. —Yo le avisaré al fiscal que el sospechoso desapareció. Tú pide al cuartel que manden a la gente del laboratorio, necesitamos huellas, restos, lo que sea. Este huevón no calza con la descripción de los testigos, pero si nos mintió y se arrancó, es por algo—respondió Saldías, mientras buscaba en los contactos de su celular el número del fiscal. Cinco metros más abajo, Aparicio avanzaba lo más rápido que podía por el viejo ducto que pasaba justo por debajo de su casa; su única preocupación en ese instante es que la policía se demorara en encontrar la entrada al subterráneo de su casa, y la puerta que conectaba éste con el ducto que daba a los colectores de agua lluvia construidos a principios del siglo, y que le permitirían alejarse del lugar sin ser descubierto. Atrás quedaban años de pasado encerrados en su casa, que no tenían ninguna importancia al lado de su misión, de su vara de madera, y del contenido de la caja que su cuerpo rejuvenecido le permitía trasladar sin mayores dificultades.
  • 33. 33 VII La casa de Aparicio Pérez parecía el set de filmación de alguna película policial o de ciencia ficción. Por fuera la calle se encontraba cortada en dos puntos, bloqueada por grandes camionetas policiales con sus balizas encendidas, y con una especie de carpa cubriendo la reja de entrada y todo el antejardín. Por dentro, varias personas enfundadas en trajes blancos, antiparras y mascarillas, deambulaban por todos los rincones de la vivienda, tomando muestras y huellas de todos los lugares posibles, y revisando con linternas ultravioletas todas las superficies en busca de restos de fluidos orgánicos que pudieran aportar datos relevantes a la investigación. Fuera de la casa, Saldías y Guzmán miraban con algo de desdén los esfuerzos del personal del laboratorio por encontrar el eslabón perdido de esa extraña cadena de sucesos. De pronto, un sedán negro apareció de la nada enfilando su rumbo hacia la casa de Aparicio, siendo detenido por el carabinero a cargo del control del tránsito en el lugar, quien se dirigió al conductor para indicarle que debía dar la vuelta y buscar una ruta alternativa; sin embargo, bastaron veinte segundos de diálogo para que el carabinero sacara el cono que bloqueaba el tránsito, y le diera paso al vehículo.
  • 34. 34 —Mira quién viene ahí—dijo Guzmán, apuntando al sedán que se estacionó justo a la entrada de la carpa. —Lo imaginaba—respondió escueto Saldías, para luego enderezarse e intentar alisar algo su ropa. —Buenas tardes señores, parece que por fin tienen algo nuevo que contar—dijo el hombre de pulcro terno negro que descendió del automóvil. —Buenas tardes señor fiscal—respondieron ambos policías, a coro. —¿Y este milagro es fruto de un esfuerzo investigativo, un informante anónimo, qué?—preguntó el fiscal. —De un golpe de suerte—dijo lisa y llanamente Guzmán, mientras el fiscal sonreía al ver la cara algo desencajada de Saldías. Alejandro Gutiérrez era el fiscal a cargo del caso, designado casi al mismo tiempo que Saldías tomaba las riendas de los procedimientos policiales. Hombre elegante, de gustos refinados, no lograba encajar en la informalidad que parecía rodear a los policías con los que debía trabajar; de hecho echaba de menos la época en que era el terno riguroso y no la chaquetilla azul con letras amarillas el uniforme de los investigadores. Peor aún, el ver al personal del laboratorio vestidos de traje blanco entero, lleno de elásticos en puños, tobillos y gorros, le hacía dudar en presentarse en terreno; sin embargo, las necesidades de la investigación y el innegable apego que tenía por su trabajo, le facilitaban el soslayar tamañas faltas al decoro. —Saldías, ya me puso al tanto por teléfono para que le diera su orden de allanamiento, ¿qué ha pasado en todo
  • 35. 35 este rato, aparte de los astronautas recogiendo pedacitos de cosas?—preguntó Gutiérrez. —Hasta ahora nada señor fiscal, con Guzmán recorrimos la vivienda someramente, tratando de no alterar nada para que la gente del laboratorio pudiera hacer bien su trabajo. Supongo que las novedades las tendremos una vez que… —¡Saldías, Guzmán, vengan a la cocina, rápido!—gritó casi con voz en cuello uno de los hombres de traje blanco. —Parece que tengo que llegar yo para que las cosas pasen—dijo en tono irónico el fiscal. Los tres hombres se dirigieron a la cocina, y se encontraron con una puerta en el piso cubierta por las mismas baldosas que conformaban el resto del piso del lugar. —¿Y esto?—preguntó Gutiérrez. —Lo acabamos de encontrar señor fiscal—respondió el investigador—. Estábamos buscando material biológico cuando la lámpara ultravioleta dio con un surco más ancho que las junturas normales entre baldosas. Una vez que delimitamos el surco pensamos que podía ser una puerta o una tapa de algo y bueno, finalmente dimos con una especie de manilla oculta bajo una baldosa falsa. —Van a tener que comprarse de esas linternas Saldías, parece que son mágicas—dijo el fiscal. —¿Ya bajó alguien a ver lo que hay debajo de la cocina?—preguntó el inspector, sin tomar en cuenta el comentario de Gutiérrez. —No, preferí llamarte para que tú bajaras primero. —Por favor inspector, bajen y cuéntenme qué hay en ese subnivel—dijo Gutiérrez.
  • 36. 36 Saldías y Guzmán se armaron de un par de linternas normales para iluminar la escalinata que se hundía en la oscuridad del lugar, hasta que el detective logró dar con un interruptor, que encendió numerosas luces fluorescentes a ambos lados de la escalera, y en el subterráneo de la casa. Luego de algunos minutos, ambos policías subieron a la cocina; Saldías llevaba en su mano un papel sucio y arrugado. —Tu turno—le dijo Guzmán al hombre que había encontrado la puerta al subterráneo, quien de inmediato bajó al lugar, no sin antes apagar las luces fluorescentes, y encender su linterna ultravioleta. —¿Algo interesante, aparte del papelito?—preguntó Gutiérrez. —Nada. De hecho el lugar está vacío, lo único que había era ese papel en el suelo—respondió Saldías, acercándolo al fiscal quien lo leyó sin tocarlo—. Ya le sacamos fotos con las cámaras de los teléfonos, así que tenemos el nombre y la dirección. —¿Quieren allanar de inmediato, o van a ir a mirar, como con esta casa?—preguntó el fiscal. —Déjenos ir a ver primero señor fiscal, no sabemos nada de esta persona, puede que el sospechoso lo haya dejado solamente para despistarnos, o ganar tiempo—respondió Guzmán, mientras Saldías ponía con cuidado el papel en una bolsa trasparente que sostenía otro miembro del laboratorio. —Está bien. ¿A qué te refieres con vacío, Saldías?— pregunto Gutiérrez.
  • 37. 37 —Techo, suelo, paredes, sin mobiliario, pintura ni revestimientos, salvo las baldosas en el piso, y cableado eléctrico dentro de tubos de pvc fijados a la pared para alimentar las luminarias, interruptores, y un par de toma corrientes. Al parecer el sitio estaba en construcción o remodelación… —Disculpen que los interrumpa, ¿pueden bajar un minuto?—dijo saliendo de la escalera del subterráneo el investigador que había encontrado la puerta, mientras volvía a encender las luces. Saldías, Guzmán y Gutiérrez bajaron con cuidado por la estrecha escalera. En cuanto el inspector llegó abajo, su rostro pareció desencajarse del desconcierto y la rabia; por su parte Guzmán y Gutiérrez sólo atinaron a sonreír, al tiempo que cubrían sus narices y bocas con el antebrazo. —En cuanto llegue a la fiscalía oficiaré a tu jefatura para que les compre linternas ultravioletas, definitivamente parecen ser la respuesta al estancamiento de este caso— dijo Gutiérrez, mientras los tres hombres miraban la puerta circular abierta en un rincón del subterráneo, que daba acceso a una escala metálica que descendía a las profundidades de la tierra, desde donde salía un nauseabundo olor mezcla de humedad y aguas servidas.
  • 38. 38 VIII Daniel Saldías había llegado media hora antes al cuartel esa mañana. Luego de la ajetreada jornada en que se había destrabado el caso, necesitaba completar los informes para la fiscalía y sugerir las diligencias necesarias para encauzar definitivamente la investigación. Ya habían pasado dos días, y los primeros resultados de las pericias del laboratorio estaban disponibles; pero tal y como ya era costumbre, no se había logrado dar con una muestra suficiente como para hacer algún análisis genético, y la contaminación era tal que la validez de los resultados era absolutamente cuestionable en cualquier tribunal. Ahora que ya sabía que nada había cambiado más allá de los últimos acontecimientos, estaba en condiciones de visitar la dirección escrita en el papel que habían encontrado en el subterráneo que lo había dejado en vergüenza en dos ocasiones el mismo día, el cual como era esperable, contenía un par de huellas digitales a cada lado, que se correspondían con el índice y el pulgar derecho de Aparicio Pérez. Dentro de todos los informes que tenía a su disposición, estaba el estudio del túnel que conectaba con el colector de agua lluvia de dos metros de diámetro, construido a principios del siglo XX bajo una avenida cubierta de adoquines, que aún se mantenían en uso, dificultando el tránsito de los vehículos en días lluviosos. Dicho túnel
  • 39. 39 tenía una data no mayor a cincuenta años, lo que coincidía aproximadamente con la fecha de edificación de la casa. Sin embargo, el empalme con el colector era tan perfecto que parecía haber estado considerado en el diseño original de la estructura más antigua; según los peritos que bajaron por la escala metálica al túnel, la estructura nueva parecía fluir dentro de la antigua, sin que se pudiera notar a primera vista las diferencias esperables al haber cincuenta años de diferencia entre una y otra construcción. Por supuesto, y como era de esperar, la humedad del lugar y el uso de piedras no porosas como elemento estructural, hacía imposible encontrar huellas o restos útiles para cualquier análisis forense. Pese al uso de todas las tecnologías disponibles en el país, el túnel no había entregado más información que la disponible en los registros históricos albergados en un microfilm en alguna biblioteca olvidada de la ciudad. El cuartel de la PDI a esa hora de la mañana bullía en voces por doquier. La entrega del turno convertía el lugar en un sitio poco propicio para concentrarse y trabajar en temas complejos, por lo que muchos inspectores usaban ese horario para transcribir datos e informes y programar las diligencias de la jornada, más que para dedicarse a labores investigativas, a menos que el tribunal hubiera ordenado alguna diligencia en algún horario de la madrugada, actividad cada vez más frecuente dado el aumento de las causas relacionadas con narcotráfico, que requerían sorprender a carteles y bandas. Sin embargo, esa mañana el ruido era simplemente ensordecedor, haciendo que Saldías empezara a incomodarse cada vez más al no poder avanzar a la velocidad que quería con su trabajo. En
  • 40. 40 ese instante Guzmán apareció corriendo frente al escritorio del inspector. —Daniel, ven rápido. —Estoy ocupado Tito, necesito ponerme al día… —Huevón, ven al tiro—interrumpió Guzmán, con ojos desorbitados. Saldías salió casi catapultado de su asiento detrás de Guzmán, quien se dirigió a la oficina del prefecto, esperando con la puerta abierta al inspector, y cerrándola tras él en cuanto éste había entrado. —Daniel, acaban de reportar el hallazgo de otro cadáver en la vía pública, nuevamente en Las Condes. Según el reporte de Carabineros, la lesión mortal es compatible con el caso que ustedes siguen. —¿Otro más y tan luego?—dijo sorprendido Saldías—. Algo raro está pasando… cuando Gutiérrez sepa va a poner el grito en el cielo. —Daniel, el oficial a cargo del procedimiento me comunicó que el homicidio fue frente a la propiedad de la víctima—dijo el prefecto, algo nervioso—. La familia identificó a la víctima como Alejandro Gutiérrez… Saldías se dejó caer como peso muerto en la silla tras él. Luego de dos años trabajando con el fiscal, se había acostumbrado a sus hábitos y pesadeces, y mal que mal habían logrado una relación de trabajo que de súbito se veía truncada por su homicidio. Ahora se vendrían días difíciles, en que se haría imposible evitar a los periodistas, en que habría que esperar a que se designara un nuevo
  • 41. 41 fiscal que debería tomar conocimiento de todas las diligencias ejecutadas y pendientes del caso, y en que debería lidiar con la presión de los pares de Gutiérrez, que obviamente exigirían resultados en el corto plazo. Lo único que podía hacer en esos momentos era ir al lugar para asegurarse que efectivamente la herida mortal correspondiera con la que ya tantas veces había visto, y que la familia no tuviera que sufrir el acoso de la prensa. Guzmán manejó todo el trayecto en silencio. El detective sabía que en esos momentos el cerebro de Saldías no estaba para entablar una conversación, y que a lo más el inspector lanzaría una o dos frases inconexas, que luego serían ignoradas y olvidadas por ambos. Cuando estaban a punto de llegar, apenas escuchó un resoplido de su compañero: el lugar, tal como se podía esperar, estaba repleto de cámaras de televisión y periodistas tratando de conseguir alguna frase o reacción mejor que las que obtuvieran sus colegas; Guzmán hizo gala de toda su experiencia para evitar a los medios, logrando llegar al lugar por una calle alejada, pero que desembocaba a algunos metros de la escena del crimen. En cuanto bajaron del vehículo, uno de los funcionarios del Servicio Médico Legal les hizo señas para hablar con ellos. —Albornoz, ¿qué pasa?—preguntó sin saludar el inspector. —Hay algo que no cuadra, Saldías—dijo el funcionario—, tienen que ver el cuerpo y se darán cuenta de inmediato que la herida no encaja perfectamente.
  • 42. 42 Guzmán y Saldías acompañaron a Albornoz a ver el cadáver, cubierto como todos con una vistosa lona impermeable. Rodeando el cuerpo, el resto los miembros del equipo del servicio parecían algo nerviosos. —El juez ya dio la orden de levantamiento, pero quise esperar a que ustedes lo vieran—dijo Albornoz, para levantar el extremo de la lona y exponer la cabeza del cadáver. Saldías y Guzmán miraron con detención el cadáver. Si bien es cierto les costaba observar la cabeza destrozada de quien trabajó con ellos por dos años, tenían claro que Albornoz los había esperado por algo. De pronto la mirada de Saldías se fijó en la oreja del cadáver de Gutiérrez. —No es el mismo asesino—dijo de pronto Saldías—, el que asesinó al fiscal es más alto que nuestro sospechoso. —Por eso quería que lo vieran antes de trasladar el cuerpo—dijo Albornoz—. Con esto que hay que esperar a que nombren un nuevo fiscal, el caso puede quedar entrampado por mucho tiempo. Guzmán miraba en silencio la cabeza rota de Gutiérrez; mientras Saldías y Albornoz se solazaban mirando el ángulo del golpe, que rozaba el borde superior de la oreja paralelo al suelo con el cuerpo de pie, a diferencia del resto de los casos en que describía una diagonal ascendente de delante hacia atrás, el detective pensaba en los familiares del fiscal, que a algunos metros del lugar
  • 43. 43 lloraban su pérdida e intentaban no mirar el estado en que había quedado el cuerpo. —¿Qué crees, Guzmán?—preguntó Albornoz, sacando de sus cavilaciones al detective. —Que ya puedes cubrir el cuerpo y autorizar su traslado—respondió Guzmán, sin mirarlo. —Por la estatura del fiscal, puede ser el tipo de la casa que allanamos—dijo Saldías. —No sabemos si Gutiérrez estaba inclinado hacia delante o hacia atrás cuando recibió el golpe. De hecho sólo suponemos que murió por el golpe en la cabeza—dijo Guzmán, mientras miraba hacia la casa del fiscal. —Tienes razón Tito, se nos calentó la cabeza con la herida… Albornoz, trata de avisarme cuando esté lista la autopsia para saber de qué murió el fiscal Gutiérrez—dijo Saldías, cubriendo los restos del malogrado profesional. Una vez que el personal del Servicio Médico Legal subió el cadáver al vehículo y lo trasladó para hacer la autopsia, y que Saldías y Guzmán se acercaron a dar las condolencias a la familia, sin volver a preguntar lo que ya les habían preguntado una docena de veces durante esa mañana, los policías se dirigieron donde el fiscal de turno, quien estaba a cargo de ese procedimiento. —Buenos días señora fiscal—alcanzó a decir Saldías, reconociendo a Marta Pérez, quien había hecho las diligencias del asesinato posterior al accidente del vehículo de Aparicio Pérez.
  • 44. 44 —Buenos… ah, ustedes de nuevo—dijo la fiscal, con los ojos enrojecidos—. ¿Tienen alguna pista distinta a lo que pasó hoy? —Tenemos un nombre y un domicilio, encontrados en el allanamiento a la casa de un sospechoso de ser cómplice del asesinato que usted… —Vayan, hagan todo lo necesario, yo después firmo lo que sea—interrumpió la fiscal, notoriamente afectada—. Mientras el tribunal no nombre a alguien como fiscal exclusivo, tienen carta blanca para dar vuelta Santiago con tal de encontrar al psicópata que hizo esto. Queremos a ese hijo de perra encerrado de por vida por lo que le hizo a Alejandro y su familia. Sin siquiera despedirse, la fiscal se dirigió de inmediato donde los familiares del fiscal Gutiérrez, fundiéndose en un apretado abrazo con la viuda. Desde el vehículo policial, ambos detectives contemplaban en silencio la escena. —¿Qué hacemos ahora, vamos al cuartel a llenar papeles o a la dirección que encontraste en el allanamiento?— preguntó Guzmán, encendiendo el motor. —Vamos al domicilio—respondió Saldías, mirando el parabrisas—, aprovechemos la carta blanca que nos dieron, mientras dure.
  • 45. 45 IX Aparicio caminaba a toda velocidad por el enorme colector de agua lluvia que corría bajo la congestionada avenida. Cada cierto tiempo se encontraba con un claro de luz, producto de las rendijas que daban a la superficie y que le permitían cerciorarse que su caja seguía indemne. En esas circunstancias su vara de madera hacía las veces de bastón en vez de arma, ayudándolo a evitar caídas en ese ambiente oscuro y húmedo donde las piedras lisas por los años de erosión del agua no daban estabilidad ni agarre alguno a quien intentara avanzar rápido; mal que mal, el colector no estaba construido pensando en hacer una caminata a través de él, sino para que la gente en la superficie pudiera deambular por calles no inundadas y seguras. Cada vez que pasaba por un claro de luz, Aparicio veía su piel turgente y sin arrugas, la musculatura de sus brazos marcada, y su sombra alta y ancha proyectada en el suelo del colector. Nunca había sido capaz de entender a cabalidad el proceso que lo rejuvenecía, simplemente lo asumía como propio y sin cuestionamientos: era tal la cantidad de gente que había muerto por su mano y su vara de madera, que si existía algo más allá de la muerte, eso no estaba reservado para él, no al menos como premio. Su eternidad era física, ese era el trato que había convenido, y ahora sólo le quedaba hacer todo lo que estuviera a su
  • 46. 46 alcance para cumplir su parte, seguir vivo, y no hacer enojar a quien le había regalado esa especie de don, que a veces parecía castigo, y otras casi una tortura. Luego de una hora de marcha a toda velocidad, pudo ver al fondo del túnel una luminosidad que se hacía cada vez más enceguecedora, escuchar el sonido del agua correr, y sentir el hedor de las aguas servidas y de los restos de animales en descomposición: había llegado a la desembocadura del colector, bajo uno de los puentes del río Mapocho, cerca de la plaza Baquedano. El lugar estaba lleno de desechos de todo tipo, producto de los indigentes que usaban el lecho seco del río para pernoctar y para hacer gran parte de sus vidas, y que utilizaban todo lo que encontraban para facilitar en algo la existencia. Aparicio intentaba hacerle el quite al cerro de desechos que había al lado de la salida del colector, cuando de pronto tropezó con un objeto metálico que casi le hizo dejar caer su caja; justo cuando iba a devolverse para patear esa cosa, se dio cuenta que se trataba de un marco de aluminio con un par de viejas ruedas, que en su momento debía haber sido un carro para hacer las compras, y que en esas circunstancias serviría para facilitarle el traslado de la pesada caja, el único bien que valía algo para él aparte de su bastón de madera. Ahora debería decidir si quedarse a dormir un par de noches bajo los puentes para pasar desapercibido, o si buscaba algún lugar donde permanecer oculto; por mientras, debería preocuparse de buscar qué comer, pues faltaba bastante para la noche, y el sueño y la seguridad no eran tema de importancia en su vida.
  • 47. 47 Tres días después, Aparicio caminaba lentamente por el parque Balmaceda. Esa mañana había contactado a un conocido que le prestaría una pieza al fondo de su casa para que se quedara el tiempo necesario, hasta encontrarle un nuevo rumbo a su vida. No era la primera vez que Aparicio se encontraba en la disyuntiva de alargar su identidad en algún lugar, o si debería desaparecer y reaparecer en otro sitio donde nadie lo conociera, y pudiera volver a armar una existencia medianamente creíble para continuar su misión en la vida. El hombre no se sentía demasiado presionado como para dejar todo de lado, pues sólo había perdido la casa en que había vivido cincuenta años, así que se daría el tiempo de decidir con calma. Justo al llegar a un cruce peatonal se encontró con un quiosco, donde todos los periódicos destacaban como titular la muerte de un conocido fiscal a manos de un desconocido que lo había asesinado de un golpe en la cabeza la mañana anterior sin causa aparente; sin darle más vueltas al asunto, cruzó la calle para salir del parque y buscar un paradero para ir a la casa de su conocido a acomodar su caja, su vara, y el resto de su vida presente.
  • 48. 48 X Guzmán estacionó el vehículo a dos cuadras del domicilio que figuraba en la fotografía del papel encontrado en el allanamiento; él y Saldías se habían sacado las chaquetas institucionales, y llevaban sus armas cubiertas por sus vestimentas. Ambos hombres se acercaron al domicilio mirando a todos lados, como si anduvieran buscando una dirección. Cuando llegaron al lugar encontraron a un hombre maduro entrando al antejardín de la casa, con un bolso acolchado que parecía haber sido elaborado para transportar con seguridad un computador portátil, pero que se veía demasiado repleto como para sólo llevar el aparato. En cuanto el hombre abrió la reja, Guzmán y Saldías apuraron el paso, lo tomaron uno de cada brazo, y mientras el detective le mostraba bajo la ropa su placa de identificación, el inspector dejaba ver su arma de servicio sujeta por su mano; el hombre los miró entre sorprendido y asustado, y en silencio abrió la puerta de la casa para entrar con ambos a la sala de estar. —¿Qué… qué pasa… ehh… mi cabo?—dijo nervioso el hombre, mientras Guzmán tomaba el bolso, lo ponía sobre la mesa del comedor y empezaba a revisar su contenido. —¿Tengo cara de paco para que digai “mi cabo”, ahuevonado?—dijo Saldías con cara de pocos amigos, mientras empujaba por el hombro al dueño de casa para
  • 49. 49 sentarlo en una silla—. Inspector Saldías, PDI. Pásame tu carnet de identidad, mierda. El hombre metió nervioso la mano al bolsillo del pantalón, mientras Saldías sostenía el arma en su mano. Luego de abrir su billetera y buscar entre diversas tarjetas de crédito, sacó una cédula de identidad plástica, medio amarillenta y algo curvada por el resto del contenido del gastado continente de un material que quiso imitar al cuero. —Está limpio—dijo de pronto Guzmán, luego de desparramar todo el contenido de la maleta en la mesa—. Un notebook, un cargador, otro para el celular, facturas, una especie de manual de algún tipo de motor, lápices y papeles sueltos. —Gabriel Alberto Herrera Correa—dijo Saldías, leyendo la identidad en el carnet—, ¿ese es tu nombre real, o tienes más cédulas desparramadas por ahí? —Ese es mi nombre… no tengo otro carnet… ¿puedo saber qué pasa?—preguntó casi angustiado Herrera. —Aparicio Pérez, ¿te suena?—dijo Saldías. —Claro que me… —Tu nombre y tu dirección estaban en un papel en un subterráneo oculto bajo su casa—dijo Saldías. —No, eso no puede ser… —O sea que llegamos acá de pura suerte—interrumpió Guzmán. —No, no lo digo por lo del papel, es el nombre el que no calza—dijo Herrera. —¿Y por qué no calza el nombre?—preguntó Saldías.
  • 50. 50 —Porque esa persona murió en la revolución de 1891 como de veinte años… cuando se suicidó el presidente Balmaceda—respondió Herrera, mirando extrañado a los policías. —¿Y por qué te suena el nombre entonces?—preguntó Guzmán, tratando de ocultar su cara de sorpresa. —Mi bisabuelo hablaba de él—dijo Herrera, algo menos nervioso—. El tata decía que Aparicio Pérez le salvó la vida a su padre, que gracias a él nuestra familia existía. —¿Estás seguro de lo que estás hablando?—preguntó Saldías—. Si es así, entonces este tipo es un descendiente del Aparicio original. Y ello no explica por qué estaba tu nombre y tu dirección en esa casa. —No… lo del papel no sabría explicárselo… lo otro es imposible, Aparicio Pérez murió sin dejar descendencia… bueno, descendencia reconocida que mi bisabuelo haya sabido. —Ya, te voy a creer—dijo Guzmán en tono irónico—. Hablemos de lo otro entonces. ¿Por qué había un papel con tu nombre y dirección en el subterráneo oculto bajo la cocina de la casa de un sospechoso de homicidio, sin importar su nombre? —¿Sospechoso de homicidio? Yo no… no tengo idea… —Yo no te creo nada, huevón—dijo Saldías—. Vamos a ver si la fiscal te cree algo cuando te interrogue. —Disculpe… ¿dijo que el papel con mis datos estaba en un subterráneo bajo una cocina? —No vas a salir con la chiva que trabajas construyendo subterráneos, huevón—dijo Guzmán—, si en tu maleta hay un manual de un motor… —De un extractor y renovador de aire industrial— interrumpió casi tímidamente Herrera—, trabajo
  • 51. 51 instalando, manteniendo y reparando maquinaria industrial de purificación de ambientes. —Ya, y justo te compra un extractor de aire el huevón que le salvó la vida a tu tatarabuelo—dijo de pronto Saldías recordando el acta de nacimiento de Pérez, mientras Guzmán y Herrera lo miraban con cara de sorpresa. —Señor, yo no hago ventas, yo instalo, reparo y mantengo—dijo Herrera, asustado—. Las guías que hay en mi maleta son los trabajos ejecutados y por ejecutar, con la información que me entrega la empresa para la que trabajo. A mí me las entregan por orden de prioridad, y yo simplemente sigo ese orden. Además, es imposible que el Aparicio Pérez que ustedes conocen sea el que le salvó… —Saldías, acá está—dijo de pronto Guzmán, interrumpiendo a Herrera para tratar de obviar el comentario del inspector—. En las guías de pendientes hay una con el domicilio que allanamos, para instalación de un renovador de aire industrial, hay como nueve antes de esa. —¿Cuánto te demoras en instalar una de esas cosas?— preguntó Saldías, impertérrito. —Un día cada una, para dejarlas probadas, funcionando, y para explicarle al dueño el funcionamiento básico y el calendario de mantenciones—respondió Herrera. —O sea que en dos semanas más tendrías que haber ido a instalar el extractor… te ahorramos un viaje parece—dijo Saldías, enfundando por fin su arma de servicio—. ¿Tienes pensado salir del país? —Apenas salgo de Santiago una o dos veces al mes, cuando hay que instalar algún aparato en los alrededores de la capital—dijo Herrera.
  • 52. 52 —Probablemente la fiscal quiera interrogarte más adelante, así que trata de estar ubicable—dijo Guzmán, en tono más amable que el de su compañero. —Tomen, acá están mis datos, y los de la empresa—dijo Herrera, entregándole a cada detective una tarjeta—. Al número de red fija pueden preguntar lo que quieran de mí, y el número de celular es el que ando trayendo siempre. A veces me llaman de noche, o los fines de semana, cuando hay alguna emergencia que deba ser reparada en el acto, así que ese teléfono no se apaga nunca. Saldías y Guzmán volvieron al vehículo institucional, para dirigirse de inmediato a la fiscalía; por culpa del homicidio de Gutiérrez, ahora deberían reportar casi cada paso que daban, para mantener tranquila a la nueva fiscal y no tener problemas con la carta blanca que les habían dado. En esos instantes, Germán Herrera ordenaba los papeles de su maletín desparramados sobre la mesa, para saber dónde le correspondería su siguiente instalación, y dejaba doblada la guía correspondiente al trabajo en el subterráneo de Aparicio Pérez, para dar aviso en su empresa de la eventual cancelación de la instalación. En cuanto tuvo todo listo, incluido el notebook de la empresa en el bolso, metió la mano debajo de la mesa y sacó desde un par de soportes metálicos una gruesa vara de olivo lijada y pulida, con una mancha oscura en uno de sus extremos. Mientras la manipulaba con lentitud, dijo en voz baja: —Aparicio… hasta que reapareciste, hijo de chacal…
  • 53. 53 XI Marta Pérez llevaba una semana como fiscal subrogante. Como todos los días de esa dolorosa semana, tenía la vista fija en la pantalla de su computador, leyendo y releyendo una y otra vez los escasos datos nuevos del expediente de los homicidios ejecutados desde hacía ya dos años en la capital, y que ahora engrosaba la muerte de su amigo y ex fiscal con dedicación exclusiva Alejandro Gutiérrez. Tanto ella como su marido, el asesinado fiscal y su viuda habían sido compañeros en la universidad desde primer año de derecho, por lo que el vínculo entre los cuatro era extremadamente extenso y estrecho, y tal como habían conversado varias veces en las largas noches de estudio primero, y de juerga después, la única manera de separarlo era con la muerte de alguno de ellos. Ahora la fiscal Pérez intentaba ordenar las evidencias para entregarle a quien el tribunal designara el caso lo más depurado posible, para que el homicida cayera luego y empezara a pagar por todos sus crímenes, y por romper uno de los vínculos más preciados de su existencia. De pronto un par de suaves golpes en su puerta la sacaron de su concentración, y la volvieron a la cruda realidad. —Buenas tardes señora fiscal—dijeron Guzmán y Saldías casi a coro, al entrar a la oficina. —Asiento señores, qué bueno que pudieron venir de inmediato—respondió la fiscal Pérez, casi sin mirarlos—.
  • 54. 54 Estuve leyendo el expediente, y tengo muchas dudas que aclarar con ustedes. Desde esa frase, y por más de tres horas, la fiscal preguntó por cada uno de los detalles de las pericias de los casos previos al homicidio de Gutiérrez, intentando captar en la conversación todo aquello que no logra ser descrito en lenguaje técnico, y en ausencia de lenguaje corporal. Cada gesto de incomodidad, sorpresa, desagrado, y hasta cada intento de sonrisa socarrona, era leído por la fiscal quien tomaba notas a lápiz y papel para tener algo nuevo sobre lo cual poder armar el complejo rompecabezas que había heredado. —Detectives, tengo algo nuevo para ustedes—dijo de pronto la fiscal dejando lápiz y papel de lado, para sacar una delgada carpeta con el logo del Servicio Médico Legal—. Acá está el informe de la autopsia del fiscal Gutiérrez. Guzmán y Saldías debieron contenerse para no abalanzarse sobre el documento. Los dos policías leyeron el documento a la par y en silencio, deteniéndose uno a otro para indicar detalles de las descripciones forenses y asentir en todas las ocasiones con la cabeza. Luego de releer algunas veces la descripción de la lesión mortal y mirar una y otra vez las evidencias fotográficas, cerraron la carpeta y la devolvieron a la fiscal. —Señora, el informe parece confirmar que don Alejandro Gutiérrez fue asesinado por otra persona—dijo Saldías, mirando fijamente a Pérez—. El homicidio es muy
  • 55. 55 similar, pero todos los otros son iguales, casi calcados. En este caso son muchas las diferencias de modus operandi. —Lo más notable de todo es la no ausencia de cuero cabelludo—agregó Guzmán, provocando un estremecimiento en la fiscal Pérez—. En todos los otros casos los informes detallan expresamente la falta de alguna porción de cuero cabelludo, en este caso se describe roto pero completo. —¿No podría ser el mismo homicida con un arma diferente?—preguntó la fiscal, intentando encontrar otra explicación que relacionara el último homicidio con el resto de los casos. —Señora, para serle sincero, lo único igual entre el último caso y los otros, es la zona de impacto en la cabeza— respondió Saldías—. Si usted me pregunta, yo le diría directamente que son casos distintos. —Maldición—dijo Pérez, visiblemente enrabiada—, o sea que los pocos avances en el caso no servirían de nada para encontrar al asesino de Alejandro… bueno, de todos modos el hecho que quien lo haya muerto haya intentado imitar al asesino de los otros casos, habla de alguien relacionado directa o indirectamente con el homicida. Quiero que ustedes sigan a cargo de las diligencias, por ahora no separaré los expedientes. —Gracias por la confianza, señora—respondió Saldías. —Ahora quiero volver a un tema no resuelto que me tiene demasiado incómoda, ¿qué diablos pasa en el Registro Civil con los datos de nacimiento del sospechoso Aparicio Pérez? Desde esa mañana en que el carabinero tomó el procedimiento, cuando yo estaba de turno, es que insisten en esa fecha de nacimiento irrisoria de 1871—dijo la fiscal—. Además, recibí el informe del día que no pude
  • 56. 56 recibirlos, del interrogatorio informal que hicieron al morador del domicilio que encontraron en la casa del sospechoso, y esta persona menciona el nombre de Aparicio Pérez como conocido de su tatarabuelo. Necesito interrogar a esa persona, y que ustedes vayan al Registro Civil a conseguir información real acerca del sospechoso Pérez. —En el informe dejamos los datos de contacto de Gabriel Herrera, señora fiscal—dijo Guzmán. —Mañana iremos temprano a la oficina central del Registro Civil, a ver qué nos dicen—agregó Saldías. —Bien señores, los dejo libres. En cuanto tengan la información oficial de la identidad de Aparicio Pérez, me ubican y me cuentan. Buenas tardes. Mientras Saldías y Guzmán se dirigían al vehículo para buscar dónde comer al paso, Marta Pérez volvió a abrir los archivos del expediente, para seguir releyendo los detalles del caso. Efectivamente en todos los informes de autopsia se mencionaba expresamente en la zona de la herida mortal de todas las víctimas, la falta de parte del cuero cabelludo, lo que no se explicitaba en el caso de Gutiérrez. Ello daba lugar a pensar en otro tipo de golpe, otra fuerza aplicada, y otra arma capaz de causar un tipo distinto de daño. Cada ver que la fiscal veía las fotos del cadáver de Gutiérrez la pena y el odio la embargaban, y debía luchar contra sus sentimientos para poder encontrar al culpable de tan macabro crimen, y honrar la memoria de su amigo; sin embargo, en esos instantes la carga emocional fue incontrolable, por lo que decidió dejar todo hasta ahí, y salir a tomar aire, caminar, comer, o distraer su mente en cualquier cosa que le permitiera al día siguiente
  • 57. 57 volver a tener las fuerzas para continuar con su trabajo, que en ese momento también se había convertido en su cruzada.
  • 58. 58 XII Gabriel Herrera estaba por llegar a su hogar a la hora del almuerzo. Esa mañana había ido a su trabajo a una reunión mensual de evaluación de metas, luego de la cual tenía presupuestado almorzar en algún lugar a la rápida para seguir a la tarde con la mantención de un par de equipos; sin embargo, justo cuando terminó la reunión la secretaria le avisó que se habían cancelado todas las actividades programadas, y que podía esperar en su domicilio por si había alguna urgencia que atender. Así, Herrera esperaba por fin tener una tarde relajada, desde que supo de la reaparición de Aparicio Pérez; en el instante en que dobló la esquina para llegar a su hogar, vio estacionados frente a su puerta un vehículo de la PDI, desde donde descendieron Guzmán y Saldías, ahora con sus chaquetas institucionales, y un automóvil negro desde el cual descendió una mujer madura muy bien vestida, y con un rostro marcadamente entristecido. Luego de las presentaciones de rigor, los cuatro entraron a la casa de Herrera, a conversar. —Señor Herrera, antes que todo quiero aclararle que esta es una conversación informal que no está obligado a mantener—dijo la fiscal Pérez—. Yo pedí la ayuda de los detectives Guzmán y Saldías para que me acompañaran, pero si usted prefiere nos podemos retirar y hacer todo de modo formal.
  • 59. 59 —No señora, por mí no hay problema, no tengo nada que ocultar, y si algo de lo que yo sepa puede servirles para atrapar a algún delincuente, estoy dispuesto a colaborar— respondió Herrera con voz suave. —Se lo agradezco. Los detectives me informaron que usted sabe quién es… quién era Aparicio Pérez—dijo la fiscal. —Claro, tal como les conté a los detectives, Aparicio Pérez fue el hombre que le salvó la vida a mi tatarabuelo casi al final de la revolución de 1891. Ambos eran amigos desde niños, iban a todas partes juntos, trabajaban de estibadores en el puerto de Valparaíso. Cuando estalló la revolución, los dos intentaron mantenerse alejados del conflicto y seguir con sus trabajos y sus vidas, pero por el mismo trabajo en el puerto terminaron siendo arrastrados al bando de los adherentes a Balmaceda. Un par de semanas antes del suicidio del presidente, un grupo de soldados que andaban borrachos empezaron a molestar a mi tatarabuelo y a Aparicio; de pronto uno de ellos desenfundó su revólver y los apuntó: en ese instante Aparicio se abalanzó sobre el soldado, recibiendo el disparo en el abdomen, lo que terminó por hacer huir al resto de ellos. Cuando mi tatarabuelo intentó ayudar a Aparicio, le dijo que lo había hecho porque era soltero, y mi tatarabuelo ya era padre de su primer hijo, por lo que quiso protegerlo. Aparicio estuvo agonizando casi una semana, y terminó muriendo por la infección de la herida de bala que recibió—contó casi emocionado Herrera. —Y ese hijo era el bisabuelo que te contó la historia— dijo Saldías. —No. Mi tatarabuelo tuvo doce hijos, y el menor de ellos fue mi bisabuelo—corrigió Herrera—. La historia como
  • 60. 60 tal no me la contó mi bisabuelo, eso ha pasado casi como un mantra de generación en generación por más de un siglo en nuestra familia. Pero obviamente, cada vez que se daba la oportunidad, el viejo la relataba de nuevo, del mismo modo en que se las he contado. —Entonces, y según esta historia, Aparicio Pérez no tuvo descendencia conocida—dijo la fiscal—. ¿Sabe usted si hay algún registro escrito de este relato de parte de algún historiador, o algún documento que haya sido heredado por su familia o alguien que permita corroborar estos hechos? —Que yo sepa no hay nada por escrito, porque Aparicio fue sólo una víctima más de una revolución con miles de muertos anónimos—respondió Herrera—. Lo que hay en mi poder es un daguerrotipo donde aparecen mi tatarabuelo y Aparicio Pérez, juntos. —Tráigalo—dijo de inmediato Saldías, generando una mirada de sorpresa en Guzmán y la fiscal Pérez. Después de un par de minutos de hurgar en un viejo mueble en el mismo comedor, dejando sobre éste platos, floreros y uno que otro chiche viejo de porcelana, puso sobre la mesa una caja de madera de la que sacó una especie de cuaderno de tapas de cuero, que hacía las veces de álbum de fotos. En la primera página había una imagen nítida en blanco y negro de dos jóvenes con camisas arremangadas y pantalones que parecían de dos o tres tallas más grandes que las de ellos, sonriendo frente a un barco, al lado de las amarras del muelle. —Acá está—dijo Herrera pasándoles el álbum con cuidado—. Mi familia dice que soy muy parecido a mi
  • 61. 61 tatarabuelo, así que por eso me dejaron este daguerrotipo a mí. —Es verdad señor Herrera, se parece muchísimo a uno de los jóvenes de la foto, ¿no les parece, detectives?—dijo la fiscal, mientras Guzmán y Saldías miraban paralizados la imagen—. Saldías, Guzmán, ¿pasa algo? —Este es el sospechoso, el de la casa que allanamos—dijo Guzmán, mientras Saldías parecía no poder salir de su asombro. —Querrá decir que es muy parecido, detective—dijo la fiscal—. Es imposible que… —¿Le puedo sacar algunas fotos con el teléfono y sin flash?—preguntó Saldías a Herrera, interrumpiendo a la fiscal. —Claro, no hay problema—respondió Herrera con cara de sorpresa. Saldías tomó cinco o seis fotos del daguerrotipo desde distintos ángulos. Luego de revisar las imágenes en un teléfono y respaldarlas vía correo electrónico, guardó el aparato y se dirigió a la puerta. —Detective, ¿dónde va?—preguntó molesta la fiscal. —Tengo algo importante que hacer… Guzmán, explícale tú, a la noche te llamo—dijo Saldías, para luego salir de la casa de Herrera. —Detective Guzmán, soy toda oídos—dijo la fiscal, mirando fijamente al detective. —Señora fiscal… cuando le dije que el joven del daguerrotipo es el sospechoso de la casa allanada, no me refería a que fuera parecido, o un descendiente—dijo Guzmán, aún confundido—. La otra persona en la imagen
  • 62. 62 se parece bastante al señor Herrera, pero el tipo alto y musculoso es el Aparicio Pérez que estamos buscando. —Guzmán, ¿hace cuánto que no visita a un psiquiatra?— dijo ofuscada la fiscal—. ¿Está intentando decirme que nuestro sospechoso tiene más de ciento cuarenta años, pero que sólo aparenta veinte? —Señora, yo sólo le estoy diciendo lo que vi cuando hablamos con el dueño de la casa allanada, y lo que estoy viendo en esta foto. Si hubiéramos fotografiado ese día al sospechoso y pusiéramos su foto al lado de ésta, serían indistinguibles—respondió Guzmán—. Además, la historia concuerda con la información del Registro Civil. —¿Qué información del Registro Civil?—preguntó de pronto Herrera. —Es materia de investigación y está bajo secreto de sumario—respondió la fiscal, poniéndose de pie—. Señor Herrera, le agradezco su tiempo y voluntad para responder mis preguntas. Es probable que en el corto plazo lo cite a fiscalía para hacer una declaración formal, así que le pediría que se mantuviera ubicable. —Por supuesto señora fiscal, fue un gusto… —Buenas tardes. La fiscal Pérez y el detective Guzmán salieron del domicilio, para dirigirse cada cual a su vehículo. Antes de subir al suyo, la fiscal dijo: —Guzmán, quiero a Saldías y a ti en mi oficina mañana a las ocho en punto, sin peros.
  • 63. 63 La fiscal no esperó respuesta, y subió a su vehículo para salir rauda del lugar, mientras Guzmán subía al vehículo policial para llamar al celular de Saldías, sin que éste le contestara. Luego de lanzarle un par de insultos al aparato, encendió el motor y emprendió rumbo al cuartel policial. Mientras tanto en su casa, Herrera guardaba con cuidado el álbum en la caja de madera, para devolverlo a su lugar de siempre, y cubrirlo con la loza y cubiertos con que lo protegía. Una vez hubo terminado, se sentó a la mesa, debajo de la cual seguía oculta su vara de olivo, la que sacó para manipular y relajarse un rato. Mientras jugaba con ella, dijo en voz baja y con la vista fija en el madero: —Eso te pasó por vanidoso Aparicio, por querer verte siempre joven, musculoso y bonito. Falta que el tira se ponga a investigar un poquito, y nuestras historias volverán a juntarse. Cuando eso pase, te cobraré todo lo que me debes, hijo de chacal…
  • 64. 64 XIII Aparicio Pérez caminaba raudo a su nuevo empleo. Con su renovada condición física y experiencia, no le fue difícil encontrar trabajo en un edificio en construcción en el sector oriente de la capital, donde los edificios nuevos parecían sembrarse más que edificarse. Aparicio sabía que en cualquier momento sus fuerzas empezarían a decaer y su físico a deteriorarse visiblemente, por lo que debería aprovechar su tiempo antes de volver a matar y seguir regenerando su anatomía. A veces Aparicio se detenía a pensar en el significado de la palabra “alma”, y si ello también le tocaba a él: pero tal como no era capaz de entender por qué le pasaba lo que le pasaba después de hacer la ceremonia de la sangre, tampoco su mente era capaz de ver más allá de la muerte. La muerte para él era casi inexistente, y más que una certeza en su existencia, se había convertido en su motor de vida. Tal vez era ello, el tener que matar para seguir vivo, lo que había limitado su cerebro a las necesidades básicas: comer, beber, respirar, matar, y rejuvenecer después de la ceremonia. Cinco para las ocho de la mañana, la fiscal Marta Pérez salía del ascensor en el edificio de la fiscalía para dirigirse a su oficina. En cuanto entró al pasillo vio dos de los asientos ocupados: Guzmán y Saldías la esperaban, el detective mirando su celular, y el inspector a la pared
  • 65. 65 frente a él. En cuanto abrió su oficina y los hizo pasar, empezó el interrogatorio. —Supongo que lo importante que tenía que hacer ayer tenía relación absoluta con el caso, Saldías—dijo directamente la fiscal, mirando fríamente al inspector. —Acá está todo lo que hice ayer, señora fiscal—dijo Saldías, poniendo sobre la mesa un dispositivo de memoria USB. —Un pendrive… veamos lo importante que hizo ayer— respondió la fiscal Pérez, conectando el dispositivo en uno de los puertos USB de su notebook, el que al escanearlo reconoció una galería de imágenes numeradas, y sugirió usar un reproductor de imágenes, a lo que Saldías asintió en cuanto la fiscal lo miró, sin decir palabra alguna. —Las primeras seis imágenes son las fotografías que tomé al daguerrotipo de Herrera, ampliadas a la máxima resolución posible, sin que alcanzaran a pixelarse—dijo el inspector—. Como puede ver, en las seis fotografías se logra una excelente resolución, y gracias a la calidad del daguerrotipo, es posible apreciar todos los rasgos fisonómicos del rostro. —Debo reconocer que la calidad es casi profesional Saldías, parece que la cámara de su teléfono es mejor que la del mío—dijo la fiscal, para luego pasar a la séptima imagen. —La séptima imagen es la fotografía del Registro Civil de Aparicio del Carmen Pérez Gutiérrez—dijo Saldías, obviando el comentario de la fiscal—. La fotografía es de hace ocho años atrás, con la resolución fotográfica propia de una imagen digital. En este caso solicité la imagen en blanco y negro original del archivo del Registro, por tanto
  • 66. 66 no usé ningún filtro computacional externo para lograr la escala de grises. —Ahora entiendo la sorpresa de ustedes al ver el daguerrotipo, es increíble el parecido de esta fotografía con la imagen del Aparicio Pérez original—dijo la fiscal, mientras se desplazaba entre las seis fotografías tomadas por Saldías, y la del Registro Civil. —La octava imagen es una captura de pantalla del software comparativo de imágenes en uso en la PDI para verificar la identidad de las personas vía fotográfica— continuó Saldías—. El programa se basa en la comparación de puntos anatómicos reconocidos y establecidos por consensos internacionales de expertos en anatomía y fisonomía facial, y dependiendo de la cantidad de coincidencias, asigna porcentajes de certeza de identidad. En esta imagen se pueden ver la fotografía del Registro Civil junto con la fotografía más nítida tomada al daguerrotipo. —Inspector Saldías… —La novena imagen muestra los puntos aplicados por el programa sobre ambas fotografías, para establecer la comparación—prosiguió Saldías, interrumpiendo a la fiscal—. Como puede ver, todos los puntos están en correspondencia entre una y otra imagen, y es en este punto en que el programa hace el análisis comparativo y asigna los porcentajes de coincidencias. —Se ven todos iguales a simple vista—dijo la fiscal, sorprendida—. Si no se viera el sello del Registro Civil, me costaría adivinar cuál es cuál… —La décima imagen contiene las imágenes procesadas— dijo Saldías—. En el recuadro de la esquina inferior
  • 67. 67 derecha aparece el porcentaje de coincidencias de ambas fotografías. —¿Cuántas veces corriste el programa, Daniel?—dijo Guzmán, sorprendido. —No lo corrí yo, lo hizo la gente del laboratorio. Como no quedaron conformes con el primer resultado, corrieron el programa cinco veces, y siempre dio el mismo resultado—respondió Saldías, esperando la reacción de la fiscal. —Inspector Saldías, ¿cuántas veces le ha tocado ver un resultado del cien por ciento?—preguntó la fiscal. —Nunca señora, por eso la gente del laboratorio corrió varias veces el programa—respondió satisfecho Saldías—. Bueno, antes que lo pregunte, los otros cinco archivos son las otras cinco fotografías comparadas con la del Registro Civil. Como puede ver… —Todas arrojan un cien por ciento de coincidencia—dijo la fiscal, mientras miraba una y otra vez los puntos proyectados sobre las imágenes, y los resultados arrojados por el programa de reconocimiento. La fiscal Pérez miraba una y otra vez las imágenes que le había traído Saldías. Obviamente ese día lo dedicaría a contactar expertos en el tema para tener más opiniones al respecto; sin embargo estaba casi segura que todos le dirían lo mismo, pues Saldías, pese a su extraña personalidad, era un profesional dedicado y responsable, capaz de hacer más allá de lo necesario para cumplir con su deber. Guzmán entre tanto miraba a su compañero, quien no intentaba siquiera ocultar su sonrisa triunfal luego de haber demostrado con pruebas tangibles su teoría, que no podía ser más extraña e increíble sólo por la
  • 68. 68 posibilidad de error de parte del Registro Civil, quienes seguían insistiendo en la veracidad de la fecha de nacimiento de Aparicio. —Bien señora fiscal, ¿qué diligencias va a dictar ahora?— preguntó Saldías en tono irónico. —Por ahora ninguna, inspector—respondió la fiscal Pérez, que de pronto pareció haber recordado algo—. Detectives, necesito que le avisen al prefecto de su unidad que tengo que hablar algo urgente con él, que por favor venga a verme, en lo posible hoy. Buenos días. Guzmán y Saldías salieron algo confundidos de la oficina de la fiscal, en especial Saldías, que sentía que su pequeño triunfo parecía empezar a volverse en su contra. Sin embargo, lo único realmente importante era detener al asesino serial lo antes posible. Algunos kilómetros al oriente, Aparicio Pérez estaba ya en la faena de construcción. A esa hora ya estaba en el piso en edificación, ayudando a llevar material para que los enfierradores armaran el esqueleto del edificio. Sus colegas estaban sorprendidos al ver la fuerza del recién llegado, que parecía poder cargar casi el doble que el más grande de ellos, sin quejarse ni cansarse. Aparicio no los tomaba en cuenta, pues tenía problemas reales de los cuales preocuparse: la manga de su camiseta dejaba algunos milímetros entre su piel y la tela, pese a que una semana antes le quedaba totalmente ajustada.
  • 69. 69 XIV —Guzmán, Saldías, el prefecto los espera en su oficina de inmediato. Parece que se mandaron un condoro del porte de un buque—dijo la secretaria en cuanto ambos detectives llegaron al cuartel. Los detectives se dirigieron de inmediato a la oficina, sin saber bien qué les esperaba, pues luego de darle el recado de la fiscal Pérez, no habían sabido nada más de él en todo el día. En cuanto entraron a la oficina vieron en sus facciones desencajadas que una tormenta se les vendría encima. —¿Qué mierda tienen en las cabezas el par de huevones?—dijo el prefecto Arnoldo Oyanedel, sin saludar a los detectives—. ¿Saben para qué chucha me llamó la loca esa de fiscal que dejaron en el caso? —Prefecto, nosotros… —¿Desde cuándo nos dedicamos a la brujería o a cazafantasmas en la PDI, Daniel?, ¿desde cuándo somos cazadores de zombies, Héctor?—bramó el prefecto, sin dejar hablar a los detectives. —No sé a qué se refiere, jefe—dijo Saldías lo más rápido que pudo. —¿No sabes a qué me refiero? ¿Reconoces esto, ahuevonado?—gritó el prefecto, lanzando sobre su escritorio el pendrive.
  • 70. 70 —Jefe, si usted revisa el set de… —¿En qué crees que estuve toda la puta tarde en la fiscalía, huevón? Ya me sé esas mierdas de fotos de memoria—dijo el prefecto. —Aún no nos dice el problema, jefe—dijo Guzmán en voz baja. —El problema, detective Guzmán, es que la fiscal Pérez ordenó por oficio la intervención de una asesora externa de la PDI en la investigación—dijo el prefecto, imitando el tono de voz de Guzmán. —¿Y cuál es el problema de trabajar con una asesora externa, jefe?—preguntó Saldías—. Eso lo hacemos regularmente según lo requiera el caso. —El problema se llama María Condemarín, detectives— dijo el prefecto con cara de agotado. —¿Qué, la Maruja?—dijo Guzmán, sorprendido. —¿Para qué queremos una psíquica, si no hay cadáveres desaparecidos en este caso?—agregó Saldías. —La fiscal supone que necesitamos ayuda de alguien que sepa de estas cosas, gracias a la tozudez del Registro Civil que se niega a corregir el error con la fecha de nacimiento del sospechoso, y a ti que te dio por demostrarle a la fiscal que tú tenías razón—dijo el prefecto, aún molesto—. Y ahora gracias a tu informe, tendremos que aguantar a esa loca en el cuartel. Pero esta vez ustedes se hacen cargo de la loca, no la quiero en mi cuartel hueveando con mi aura color no sé qué. Ahora vayan a esperarla, y no la dejen pasar a mi oficina bajo ninguna circunstancia. Los detectives salieron en el momento en que María Condemarín iba entrando al pasillo central del cuartel. La mujer que aparentaba unos sesenta años, era una vidente
  • 71. 71 que se había hecho conocida a nivel nacional por dar pistas por televisión para encontrar los cadáveres de un matrimonio que había desaparecido sin dejar huellas, y luego el de un joven andinista que se suponía había tenido un accidente en una excursión, pero que en realidad había sido asesinado y enterrado en el patio de su propia casa. Desde ese entonces, la mujer había sido contactada por la PDI a sugerencia de uno de los altos mandos de la institución, para obtener ayuda en aquellos casos en que el clamor popular o las líneas investigativas requirieran medidas desesperadas para obtener respuestas, o a veces sólo para bajar un poco las revoluciones y proseguir con el trabajo científico. —Espero que estés contento Daniel, ahora no nos sacaremos más a esta loca de encima—dijo Guzmán en voz baja mientras se acercaban a la mujer. —Dale al menos el beneficio de la duda, en una de esas la loca nos da alguna sorpresa—respondió Saldías, acercándose a la mujer y saludándola efusivamente. —Hola Daniel, ¿cómo estás?—dijo la mujer, abrazando con fuerza a Saldías. —Hola Maruja, ¿qué ha sido de tu vida, sigues encontrando tesoros escondidos o cadáveres perdidos?— dijo el inspector, para luego soltar una sonora carcajada. —Sigues igual de malulo que siempre, Daniel—dijo Condemarín, para luego ir a abrazar a Guzmán, quien correspondió el saludo con un abrazo más suave pero más prolongado—. Héctor, ¿cómo estás mi niño? —Hola Marujita, he estado bien, lo único malo es tener que soportar a Daniel día tras día.
  • 72. 72 —No seas mentiroso Héctor, eres demasiado amoroso para pensar mal de Danielito—dijo Condemarín, para luego colgarse de un brazo de cada detective—. Ya hijos queridos, vamos a conversar, supongo que Arnoldo no me mandó llamar para saber de mí, o para que de una vez por todas limpie su aura. Los detectives llevaron a la vidente a su oficina, le sirvieron un café, y le contaron someramente el caso en que trabajaban, y con lujo de detalles lo que sabían de Aparicio Pérez. La mujer los escuchó con atención, para luego suspirar ruidosamente. —Pucha mis niños, no sé en qué los podría ayudar en este caso—dijo Condemarín—. Yo sé que ustedes no creen en mis poderes, y que me llaman casi por descarte. El asunto es que mis capacidades son limitadas, yo puedo captar las vibraciones de objetos o familiares de gente desaparecida, y con ello intentar captar vibraciones similares emitidas por sus restos. En el mejor de los casos yo puedo contactar las almas en pena de estas víctimas, para que ellas me den pistas de donde están sus cuerpos o quién puede haber sido quien los mató… de verdad que no sé en qué podría ayudarlos. —La fiscal cree que tú nos puedes ayudar a entender cómo es que el sospechoso tiene más de ciento cuarenta años, sigue vivo, y aparenta no más de veinte—dijo desde la puerta el prefecto Oyanedel. —Arnoldo, qué gusto verte—dijo Condemarín, poniéndose de pie y abrazando casi con ternura al prefecto, quien correspondió acariciando el pelo de la
  • 73. 73 mujer—. Le explicaba a mis niños que esto no es lo que yo hago Arnoldo, y tú lo sabes. —María, en estos momentos tus niños y yo necesitamos de cualquier idea o información que nos puedas dar. Nosotros no sabemos nada del tema, y puede que alguno de tus conocidos sepa algo de esta locura—dijo Oyanedel, tratando de no fijar su mirada en los ojos de Condemarín. —Arnoldo, si tú y mis niños me necesitan, haré todo lo que pueda y más. Denme un par de días, contactaré a viejos conocidos y a conocidos viejos, y averiguaré en qué consiste este misterio—dijo la mujer, tomando con suavidad las manos del prefecto, para luego despedirse de beso de los tres hombres y salir rauda del cuartel. —Aprendan estúpidos, así se convence a una madre postiza—dijo el prefecto, para luego volver a su oficina sin esperar respuesta.
  • 74. 74 XV Marta Pérez estaba agotada. El exceso de causas en la fiscalía la tenía estresada, y sentía que la investigación del homicidio del fiscal Gutiérrez y el caso del asesino serial no presentaba avances. Había pasado una semana desde que había hablado con el prefecto Oyanedel, y desde ese entonces no había recibido retroalimentación de parte de los detectives a cargo de la investigación. Esa mañana debía presentarse en una audiencia de formalización de cargos, y apenas había alcanzado a leer el expediente esa mañana; el caso no parecía presentar un gran desafío pues el imputado tenía un par de órdenes de detención pendientes, pero no debía desconcentrarse: la imagen pública del poder judicial en general y de los fiscales en particular no era de las mejores, y había que esmerarse en mejorar eso, tanto en los casos de repercusión pública, como en el día a día en tribunales. Justo antes de entrar a la audiencia, un secretario se le acercó y le entregó un sobre sellado, cuyo contenido le alegró el día en cuanto tuvo tiempo de leerlo, terminada la formalización una media hora después. Daniel Saldías terminaba de redactar un informe de pericias relacionadas con un homicidio ocurrido dos días atrás. Los antecedentes del caso daban a entender que se trataba de un ajuste de cuentas entre narcotraficantes, por la cantidad de heridas a bala que presentaba el cadáver, y