3. DEL MIEDO Y OTRAS HIERBAS
INDICE:
RETORNO
MODELO
RAQUEL
NOVIA
ADICCION
TROFEO FINAL
ALMA
VENGANZA
ASALTO
ESQUELETO
PISTOLERO
SEIS
FRANCOTIRADOR
NOEMI
VIRUS
CALABAZA
IDEAL
DROGA
SEGUIMIENTO
PABLO Y PEDRO
PEQUEÑITA
DORIS
MARCOS
COMANDO
MAQUILLAJE
TOÑITO
CLASE
HERENCIA
COCINERA
SACRIFICIO
COCINA
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Retorno
—¿Qué será de nosotros mañana?
—No hay nosotros, no hay mañana.
La mujer se puso de pie, y sin atisbo de sentimiento alguno
sacó de entre sus ropas su revólver calibre .38 y le disparó a
la cabeza al hombre que por siempre había amado.
Media hora después la mujer había limpiado la sangre y los
restos de cerebro, piel y hueso que habían quedado
esparcidos por doquier, había lavado la piel y el cabello del
cuerpo, y había dejado todo inmaculado, a la espera que el
tiempo siguiera su curso, y el destino su plan establecido. La
mujer imaginaba todas las historias que intentaban explicar el
paso del alma del cuerpo terrenal al plano más allá de los
sentidos, y cual más, cual menos, todas describían un viaje,
basados en la historia y raíces de cada civilización y cultura.
Luego de dejar todo como estaba antes del homicidio, la
mujer preparó algo de comer, cenó, leyó un rato, y finalmente
presa del cansancio, se acostó a dormir, al lado del cadáver de
su amado.
Cinco horas más tarde el reloj despertador le recordó que la
vida debía seguir. La mujer se duchó, se secó, y se sentó a
esperar al lado del cuerpo. Justo a los treinta minutos sonó
una nueva alarma.
La cabeza del cadáver empezó a crujir. Una serie de
vibraciones hicieron presa del cuerpo, mientras el cráneo
parecía expandirse y contraerse ruidosamente, mientras
abundante sangre coagulada escapaba por los agujeros de
entrada y de salida del proyectil, misma que la mujer
limpiaba con paciencia y esmero. De pronto empezó a
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formarse hueso, que cubrió los agujeros, sobre los cuales de
inmediato empezó a crecer piel y pelo.
A los pocos segundos un espasmo recorrió el cuerpo
completo, partiendo por la cabeza y extendiéndose
bruscamente hasta los pies del hombre, quien de improviso
abrió los ojos, volviendo a la vida. En cuanto vio a su
compañera al lado, el hombre la abrazó, la acarició y la besó,
para luego dar rienda suelta a todos los deseos que parecían
haber vuelto con él a la vida.
El hombre dormía plácidamente. La mujer, luego de
despertar, sacó comida para ambos del refrigerador y la
calentó en el microondas; cuando él despertó, comieron
juntos, para luego acostarse a reposar abrazados.
Una hora más tarde, la mujer se sentó en la cama, llorando.
Con rabia abrió el velador y metió en la recámara de su
revólver la bala que debería utilizar media hora después para
matar a su eterno retorno. En la única oportunidad en que se
negó a cumplir con su deber, más de treinta inocentes
terminaron despedazados por el monstruo en que se
convertía su amado luego de veinticuatro horas de haber
muerto. La naturaleza le había enseñado por las malas que el
costo de la vida eterna, era eterno.
—¿Qué será de nosotros mañana?
7. 7
Modelo
Gruesas gotas rodaban presurosas por su rostro, cayendo al
vacío luego de recorrer sus mejillas y su mentón. A esa hora
no sabía si la lluvia o sus lágrimas eran el principal afluente
de ese húmedo torrente, que en nada se lograba comparar con
el descontrolado vendaval de ideas que se acumulaban en su
cabeza. Cuando pasó una de sus manos por su rostro para
secarlo, el líquido rojo que vio en ella le aclaró el origen de lo
que estaba sintiendo.
La joven modelo había sido contratada para promocionar
vehículos del año en una automotora de lujo, ubicada dentro
de un centro comercial de varios niveles. La muchacha
destacaba, además de su belleza, por su gran estatura, que se
veía mayor aún gracias a los tacos de quince centímetros que
iban incluidos en la tenida facilitada por la compañía. Su
trabajo era pararse frente al vehículo sin cansarse, y cuando
aparecieran las cámaras, sentarse al volante y mostrar el
tablero y los interiores del mismo; pese a que lo suyo era la
pasarela, no le incomodaba participar en esos eventos, más
aún a sabiendas del sueldo que recibiría.
Faltando diez minutos para la presentación del vehículo, la
modelo empezó a retocar su maquillaje y a reordenar su
peinado. En cuanto vio que el espejo se movía con una suave
pero persistente cadencia, se dio cuenta que estaba
temblando, y prefirió salir de la sala de maquillaje por si el
movimiento aumentaba mucho de intensidad. En la sala de
exhibición se notaba el nerviosismo en unos cuantos, que se
acercaron de inmediato a las escaleras para asegurarse una vía
de escape, mientras otros seguían con sus actividades,
ignorando el leve temblor.
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Un par de minutos después el temblor seguía igual de leve
que al principio, pero sin detenerse. De pronto un guardia se
acercó nervioso al organizador del evento, y le comentó a viva
voz que fuera del centro comercial no temblaba, por lo que
había llamado a la policía y a sus jefes, quienes le ordenaron
suspender la actividad y evacuar a todos los asistentes y
público en general. De improviso las puertas de acceso al mal
se cerraron brusca y automáticamente, aislando el lugar. En
esos momentos el temblor aumentó su intensidad,
provocando una estampida del público hacia las salidas, que
sólo logró aplastar a los más veloces contra las infranqueables
puertas, presionados por los más lentos que luchaban como
todos desesperados por salir.
La joven modelo no entendía qué estaba sucediendo, y junto
con sus compañeras intentaba mantenerse alejada de puertas
y vidrios. De pronto el techo estalló en mil pedazos,
provocando una lluvia de líquido refrigerante de los sistemas
de aire acondicionado, agua de las cañerías, y miles de trozos
de vidrio templado de distintas formas y tamaños, que
empezaron a dar cuenta de algunos, y lesionar de diversa
gravedad a otros.
La muchacha limpiaba la sangre de su frente, producto de las
esquirlas que habían caído en su cuero cabelludo. Mientras
ella miraba para todos lados sin saber qué hacer, una brusca
explosión en el suelo, justo por debajo de donde se
encontraban los modelos del vehículo que se presentarían en
dicha ocasión, la lanzó a ella, los vehículos, y al resto de
quienes se encontraban en el lugar, a metros de distancia,
dejando a muchas gravemente heridas y al resto muertas. La
joven pudo incorporarse mareada, con la visión borrosa y los
oídos abombados. En el lugar en que estaba previamente, un
ser enorme de forma aparentemente humanoide y con una
presencia que espantaba per se, pulverizaba con su mente
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cada vehículo y a cada persona que llevara el nombre del
modelo en sus vestimentas. Instintivamente la joven se
desnudó, salvando su vida sin entender bien lo que estaba
sucediendo; entre los escombros, el diseñador de la marca
agonizaba, mientras recordaba a aquel amigo medio esotérico
que le repitió una y mil veces que no había peor idea que
utilizar el nombre del demonio B’aal para denominar una
creatura mecánica.
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Raquel
La niebla avanzaba rauda sobre la ciudad, ocultando miradas,
sonrisas, abusos y luces, dejando a la vida sumida en una
suerte de brillante y húmeda oscuridad, que a su vez parecía
suspender el tiempo en el segundo que cada cual estaba
sufriendo en ese instante. En cualquier parte de esa nube de
invisibilidad, Raquel caminaba paseando su coche cuna.
Raquel era una muchacha que se veía mucho menor y más
inocente que lo que la realidad afirmaba. Su rostro casi
angelical pero inexpresivo apuntaba siempre al frente, y sus
claros ojos parecían no tener vida; aquellos que se cruzaban
con ella en medio de la niebla, juraban haber visto un
fantasma.
La niebla a esas alturas de la noche parecía tener vida propia:
se movía entre edificios y arboledas, subía o bajaba
antojadizamente, se concentraba en un lado de la calle y se
disipaba en el otro, para luego cruzar e invertir la imagen,
dejando a los pocos que deambulaban a esa hora sin saber a
qué atenerse. Pero nada de ello parecía alterar a Raquel, quien
seguía caminando y paseando su coche cuna.
Sentado a un lado de la realidad, apoyado en la muralla y
comiendo un pan con algo, fruto de parte de las limosnas
obtenidas en un día entero de deambular por entre los
afortunados, un vagabundo descansaba sus hinchadas piernas
y miraba el mundo de noche, ese mismo que le había quitado
todas las oportunidades que alguna vez él había
desaprovechado, y se sentía satisfecho de todo lo que le había
sucedido, pues gracias a sus errores ahora dependía de la
generosidad de los mismos que directa o indirectamente le
habían cerrado las puertas alguna vez. Mientras devoraba
lentamente su pan, vio como de pronto una niebla invadió el
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lugar en que se encontraba, acortando su rango visual a
escasos metros, y sumiéndolo en un incómodo frío. En
medio de esa extraña y fría niebla, la silueta de una mujer
llevando un coche cuna casi lo paralizó, sin que la mujer
notara siquiera su presencia, tal como casi todo el resto de la
humanidad.
Raquel caminaba despreocupada llevando delante de ella el
coche cuna. Esa misma despreocupación la había hecho
cruzar en una esquina cincuenta años atrás, sin fijarse en el
camión que aplastó y arrastró por al menos una cuadra su
coche cuna y a su bebé de seis meses hacia la muerte y la
destrucción. Desde ese entonces la vida de Raquel dejó de
avanzar, dejándola congelada en los diecinueve años de vida,
y condenándose a pasear para siempre a su bebé muerto. El
vagabundo pudo ver, antes de huir despavorido, que la niebla
se fue junto con Raquel, y que a la distancia tenía una
inequívoca forma de un bebé gigante, revoloteando y
conteniendo a su sufriente madre.
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Novia
La mirada de la joven novia se perdía en el infinito, más allá
del altar, del cristo crucificado, de las alas de la iglesia llenas
de bancos de madera, y de los vitrales que adornaban la
ostentosa edificación. Su níveo traje ajustadísimo se apegaba
a su cuerpo, dificultándole por momentos la respiración, e
impidiéndole moverse con un mínimo de comodidad y
velocidad. La iglesia casi vacía en esos momentos parecía
reforzar cada ruido que se generaba en el lugar, en especial
los quejidos de quienes agonizaban desparramados por el
suelo, sin esperanza alguna de salvación.
La joven había vivido los nueve mejores meses de su vida,
luego de conocer y enamorarse de quien el destino le había
regalado como compañero. Luego de un breve tiempo de
conocerse y salir, se habían ido a vivir juntos, y habían
tomado la única decisión posible para un idilio tal: casarse,
para compartir sus vidas para siempre. Los recuerdos de sus
relaciones previas eran apenas leves sombras en el camino de
luz que había tomado, y ya no significaban ni importaban
nada al lado del prometedor futuro que tenía por delante.
Una semana antes de la boda, la feliz novia se encontraba de
compras, para darle una sorpresa a quien se convertiría en su
marido. Después de adquirir la lencería de fantasía que sabía
le gustaría a su compañero, decidió pasar a una cafetería a
beber alguna infusión, y a pensar en los sueños que tarde o
temprano llevarían a cabo de a dos. En ese instante una voz
conocida se escuchó a sus espaldas: el espejo de bolsillo le
devolvió la única imagen que podía perturbar su perfecto
idilio. En el local de al lado, de espaldas a ella y bebiendo un
vaso de su licor favorito, el hombre al que había dejado por
quien ahora era su novio, susurraba la canción que le había
dedicado una y mil veces.
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La muchacha no sabía qué hacer. En ese instante su mente
salió del embotamiento en que se encontraba, y se dio cuenta
que a aquel hombre también lo había amado con toda el
alma, y que sólo la oportuna aparición de su ahora novio
había precipitado el quiebre, con quien también había soñado
como compañero de vida, y que había decidido alejarse para
siempre al ver que la mujer que tanto amaba lo había echado
al olvido, pese a insistir una y otra vez por una última
oportunidad. De pronto la novia se encontró de frente con su
pasado y sus sentimientos, sin saber si lo que sentía por ese
hombre era real o sólo un cruel recuerdo, y decidió enfrentar
la situación para aclarar su mente y su corazón: apuró la
infusión, pagó la cuenta, y se fue a encarar al amor de su
pasado tal vez por última vez.
La joven quedó paralizada. El hombre al que tanto había
amado estaba demacrado, con la mirada fija en ninguna parte,
y no paraba de susurrar la canción de amor de ambos. La
joven se paró frente a él y le habló, sin que él pareciera
escuchar ni sentir nada: pese a ser el mismo cuerpo, en esos
momentos parecía tener el alma congelada. De pronto una
mano tocó suavemente su hombro: uno de los mozos del
lugar le contó que de un día para otro el hombre había
aparecido en el pub cada noche, a beber y susurrar una
canción que para todos era ininteligible; luego de un par de
horas de beber y susurrar, se iba en silencio para volver a la
noche siguiente, durante ya nueve meses, a repetir su
incomprensible rutina. La mujer se acercó a su otrora pareja,
se agachó a su lado, tomó una de sus manos y besó con
dulzura sus labios: la única sensación que recibió, fue un frío
triste y desesperanzado.
La mirada de la joven novia se perdía en el infinito. Sentada a
los pies del altar veía los cadáveres de su novio, el sacerdote,
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padrinos, familiares, y de los desgraciados que tuvieron la
mala fortuna de estar en la primera fila de la fallida
ceremonia, sin más dolor que el de su muñeca derecha, que
había tenido que aguantar la fuerza del golpe del machete
contra los cuellos de quienes la rodearon cuando se puso a
llorar desconsolada, al recordar que al día siguiente de su
reencuentro había vuelto al bar a ver a su antiguo amor, quien
había muerto atropellado esa misma noche. Ese día el mozo,
luego de contarle lo sucedido, le entregó una bolsa que el
hombre había dejado a su nombre, en donde había una rosa,
su flor favorita, y un machete, herramienta que su ahora
desaparecido amado había usado para empezar a desmalezar
el terreno que había comprado para hacer una casa para
ambos, lo que había ocupado gran parte de su tiempo, mismo
que el hombre con quien se iba a casar había usado para
conquistarla. Ahora la novia acariciaba la rosa, luego de
desmalezar su errada decisión, mientras se armaba de valor
para usar la herramienta con la única persona que quedaba
viva en el lugar.
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Adicción
Con los pulgares puestos en la garganta de su víctima, sus
pensamientos anclados en su pasado, y con su alma
apuntando a aquel futuro que nunca fue, Macarena apretaba
sostenidamente sus manos, esperando que los rasguños y los
espasmos se detuvieran de una vez y para siempre.
Macarena sabía lo que hacía, pues esa víctima no era la
primera. Su primer asesinato lo cometió a los doce años,
cuando logró tomar el cuchillo que el violador que la estaba
ultrajando había dejado en el suelo, e instintivamente lo
enterró en su tórax: el hombre cayó de lado presa del dolor,
empezó a hacer varios ruidos ininteligibles, para de pronto
quedar inmóvil y empezar a botar abundante sangre por la
boca. Luego de huir del lugar fue acogida por un
narcotraficante, que la usó para transportar droga a cambio
de protección, casa y comida. El mafioso le enseñó de a poco
a usar distintas armas para que pudiera defenderse y proteger
la mercancía, hasta el punto que la muchacha, a los catorce, se
hizo cargo de la protección de su protector hasta el día de su
muerte, un año después, en un tiroteo con la policía, mientras
la muchacha se encontraba bebiendo en un bar clandestino.
Luego de vengarlo, asesinando a todos los policías presentes
en el operativo, la quinceañera se hizo la fama de sicaria
dentro del mundo del hampa, empezando a ser contratada
por cualquiera dispuesto a pagar por sus servicios. Cuando la
chica contaba veinte años, ya llevaba decenas de asesinatos
por encargo a su haber, y una vida lo suficientemente
solventada como para no tener que volver a asesinar ni
conseguir un trabajo legal; en ese instante la mujer se dio
cuenta que aparte del dinero, se había hecho adicta a asesinar
gente, por lo cual no dejaría su oficio, y vería abultarse cada
vez más sus cuentas corrientes y ahorros.
16. 16
A los veintitrés, Macarena cometió un grave error: dejándose
llevar por su adicción al homicidio, aceptó un trabajo
encargado por un muchacho que no parecía ser mucho mayor
que ella, con cara de desesperación, que juntó todos sus
ahorros para encargar la muerte de un traficante menor, que
lo tenía amenazado de muerte por haber impedido a su
hermana adolescente acostarse con él. Sólo una vez ejecutado
el homicidio, la sicaria averiguó que su víctima era el
hermano menor de uno de los traficantes más poderosos del
país, y que quien le había encargado el homicidio no era otra
cosa que un policía de incógnito, infiltrado hacía poco en el
medio. Desde esa fecha, y por orden del hermano de su
víctima, nadie más le hizo encargos a Macarena, sumiéndola
en un cuadro depresivo que la llevó a buscar ayuda por todos
los medios existentes.
Macarena apretaba sostenidamente sus pulgares en el cuello
de su víctima. De pronto los rasguños y espasmos se
apagaron lenta y definitivamente, provocándole una sensación
de libertad que hasta ese instante no conocía. Luego de
deambular entre médicos, psicólogos, terapeutas alternativos
y toda suerte de personas capaces de ofrecerle ayuda, llegó a
la oficina de una bruja que le ofreció la cura definitiva a su
adicción y la posibilidad de asesinar por última vez, por el
mismo precio. Media hora después de beber la pócima que le
vendió la bruja, su alma salió de su cuerpo, y pudo
estrangularse para acabar de una vez y para siempre con su
adicción.
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Trofeo final
De las paredes colgaban trofeos, adornos, instrumentos
musicales, diplomas, títulos y distinciones varias. Nadie que
viera los muros de esa habitación por primera vez, creería que
todas las cosas eran de una sola persona.
Para el dueño de esos muros todo aquello era normal. Para él,
lo anormal era enfrascar toda la vida en una sola área y dejar
que el resto de las capacidades del cuerpo y del cerebro se
perdieran por desidia y abulia: si la vida era totipotencial,
había que explotar, aunque fuera mínimamente, un poquito
de todas esas potencialidades.
Al lado de una vieja guitarra acústica sujeta a la pared por un
atril atornillado, se veía un título profesional, bajo el cual
seguían el diploma de un magister, y más abajo, uno de
doctorado. Justo al lado de los certificados académicos,
terminaba el orden y empezaba la muestra de todos los
gustos y disgustos del dueño de casa. Sin orden lógico la
muralla empezaba a cubrirse de sombreros, cascos deportivos,
guantes de boxeo, relojes, calendarios, botas de vino, repisas
con aeromodelos, lámparas, espadas y cabezas humanas. Por
sobre todas las cosas, espadas y cabezas humanas.
El detective miraba casi embelesado las paredes de la casa.
No lograba salir del asombro al ver las cabezas humanas
deshidratadas, casi momificadas, fijadas a los muros por
especies de clavos de doble punta, una que penetraba el muro
y otra que entraba en cada cráneo por la nuca, dejando la cara
visible en todo su horroroso esplendor. Las cerca de treinta
cabezas se distribuían libremente en medio del resto de las
aficiones del dueño de casa. Por supuesto que lo que más le
interesaba eran las cabezas, y las espadas japonesas utilizadas
para separarlas de sus respectivos cuerpos, las que colgaban
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una al lado de cada trofeo humano: el dueño de casa, luego
de decapitar a alguien, colgaba la espada al lado de cada
cabeza, y no la volvía a utilizar. Las cabezas y sus espadas no
seguían ninguna distribución especial, sino simplemente
estaban desparramadas como parejas en medio de todas las
otras realidades del lugar. Nunca importaron los cuerpos,
ellos fueron apareciendo cada cierto tiempo en diversos sitios
eriazos, sin marcas ni nada que dejara pistas adecuadas para
encontrar al asesino. De pronto un roce en su hombro casi lo
paralizó: su compañera de trabajo lo sacó de golpe y porrazo
de sus cavilaciones, recordándole que estaban culminando
una investigación, y que debían centrarse en el hallazgo
principal de esa macabra casa: el autor de los homicidios.
El detective, su colega, y los miembros del laboratorio
forense miraban maravillados la escena. Era simplemente
imposible entender la genialidad del asesino para planificar el
final de su carrera. Cuatro horas antes el dueño de la
horrorosa casa había llamado a la policía, identificándose y
dando el domicilio en donde se encontraba, y donde estaban
todas las cabezas faltantes de los cadáveres encontrados.
Dada la larga lista de falsos datos, se envió un móvil con
apenas dos detectives para hacer reconocimiento del
domicilio como mera formalidad. Al llegar al lugar se
encontraron con la puerta semiabierta, lo que de inmediato
los llevó a desenfundar sus armas de servicio e identificarse a
viva voz: en cuanto entraron a la sala de estar, se encontraron
con la misma escena que ahora admiraban junto con todo el
resto del equipo.
Al medio del living, una tablet enfocaba su cámara hacia la
bizarra escena. En su memoria se encontraba un video que se
seguía grabando hasta la llegada de los detectives, y que fue
detenido por uno de los peritos para poder reproducirlo y
entender la intrincada y genial dinámica de los hechos. En la
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pantalla se veía a un hombre de contextura media, cabellera,
barba y ojos negros, que luego de encender la cámara y mirar
directamente a ella, se dirigió a una larga tabla que abarcaba
de sus pies hasta sus hombros, y que estaba fijada al piso
flotante por un par de grandes bisagras de acero. El hombre
se fijó a la tabla con correas de cuero, quedando sus manos
libres, las que tomó firmemente a sus espaldas, para luego
dejarse caer hacia adelante, siguiendo el arco de la tabla y sus
bisagras. Justo un par de centímetros por delante del borde
de la tabla en el piso, y fijada al mismo por sendos soportes
metálicos, una espada japonesa con el filo hacia arriba
esperaba, justo por delante de una rampa de madera con dos
barandas, que se acercaba al suelo en diagonal, y terminaba en
una plataforma cilíndrica de no más de tres centímetros de
altura. En cuanto la tabla llegó al suelo, la espada separó la
cabeza del hombre de su cuerpo, la cual rodó perfectamente
por la rampa y terminó afirmada en la plataforma de madera,
dejando ver una mueca de miedo peor que las de todas las
cabezas fijadas en los muros del ecléctico psicópata. En el
borde de la plataforma, bajo la cabeza y salpicada en sangre,
se lograba leer en bajorrelieve: “Trofeo final”.
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Alma
Dicen que el alcohol oculta los fantasmas. No sé si será
verdad, pues nunca he visto uno en mi vida; si así fuera, el
mundo estaría lleno de videntes cansados de su don, y los
bares serían verdaderos centros de sanación y reposo para esa
pobre gente. No, nunca he visto un fantasma en mi vida, tal
vez porque ya no estoy vivo.
Deambular como alma en pena en el mundo físico es
complicado; cuando morí no vi pasar mi vida entera ante mis
ojos, no vi ninguna luz, túnel, ángel, o lo que sea que debiera
haber visto. Recuerdo mi cadáver viejo, decrépito, casi seco
botado en la cama; recuerdo a mi familia, manga de zánganos
rodeando mi cadáver más como buitres que como deudos...
traílla de vagos, ojalá se vayan luego al infierno. ¿Y si esto es
el infierno?
Nunca he penado a nadie. Desde que morí nadie me ha
podido ver, al menos que yo sepa. Extrañamente tampoco he
visto otras almas dando vueltas por ahí, como se podría
pensar. De hecho he ido a casas que yo sabía en vida que
estaban embrujadas, y no encontré nada ni a nadie. ¿Y si soy
el único fantasma que queda en la tierra?
Estoy aburrido de estar muerto, estoy estancado en la nada,
peor que cuando estaba vivo... bueno, no al menos cuando era
joven. De joven fui un héroe de la patria, un soldado que
arriesgó la vida por acabar con el gobierno de turno que sólo
buscaba vender la patria y el poto a los enemigos de la
sociedad. Yo fui de aquellos obreros que luego del
pronunciamiento militar, trabajamos arduamente por
conseguir información de quienes eran detenidos en la lucha
por librar del cáncer ideológico a la patria. Hubo que hacer
sacrificios y a veces hasta traspasar los límites, pero todo fue
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por un bien mayor. Creo que el único temor real que tenía al
morir era ver las almas de alguno de los que murieron por mi
mano, pero hasta ahora no ha sucedido.
Dicen que el alcohol oculta los fantasmas. Cresta, desde que
morí no sé qué significa tomarse un trago, y ahora lo necesito
con urgencia. Jamás creí estar equivocado, y no me importaba
que así fuera, o al menos eso pregonaba en vida, cuando nos
juntábamos con algún colega en retiro que empezaba con
cosas raras. Pero hace un rato todo se fue a la mierda, o tal
vez más lejos aún: mientras pensaba en la nada como siempre,
algo se hizo presente en mi realidad, por primera vez en
todos los años que llevo de muerto: pese a haber rogado a
cada instante por saber de alguien en esta realidad, esto es lo
único que hubiera deseado que jamás ocurriera. Ese algo o
alguien habló en silencio a cada parte de mí, para darme el
peor mensaje que pudiera haber recibido: lo que vivo es la
antesala del infierno, como pago por mis pecados contra
otros humanos. Luego de innumerables milenios, recién
pasaré a la eternidad de castigo y sufrimiento, para ver si
alguna vez mi alma merece volver a reencarnar, donde sea y
en lo que sea...
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Venganza
Sergio yacía en el suelo, desangrándose y gritando presa de un
espantoso dolor. Mientras sentía que la vida se le iba
lentamente por la sangre que perdía a borbotones por la
pierna, una imagen fantasmagórica casi lo paralizó, e hizo que
su sufrimiento pareciera casi eterno.
Sergio era un afamado escritor, cuyas novelas ya habían
traspasado las barreras de país, continente e idiomas,
convirtiéndolo casi en una celebridad mundial, con todos los
pros y contras de dicha condición. Si bien es cierto tenía la
vida casi asegurada con las ganancias y contratos con su casa
editorial, su meteórico ascenso había despertado la envidia de
algunos de sus contemporáneos, que apenas lograban hacerse
un nombre a nivel local, a costa de un esfuerzo que
consideraban tanto o más valedero que el suyo. Pocos sabían
todos los sacrificios que habían permitido al ahora famoso
escritor, lograr vivir de un arte mal mirado, y apenas
considerado como oficio por quienes ostentaban algún título
profesional.
Sergio había sufrido un extraño accidente. Un día, mientras
paseaba tranquilamente por un parque, fue atropellado en un
cruce peatonal por un motorista, quien luego de derribarlo,
aplastó su tobillo con la rueda trasera para luego huir del
lugar, dejando al escritor con una fractura que debía ser
operada a la brevedad, según el veredicto del traumatólogo
que lo vio en la urgencia. Luego de consultar una segunda
opinión y confirmar el diagnóstico del primer galeno, el
escritor empezó a planificar sus tiempos para poder ser
operado lo antes posible.
Dos meses después, Sergio aún seguía en terapia de
rehabilitación, para mejorar la marcha, la estabilidad, y ganar
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masa muscular para los años que tenía por delante.
Extrañamente luego de la cirugía, el traumatólogo había
renunciado a la clínica y se había mudado de ciudad, dejando
el manejo posoperatorio en manos de un colega. Según le
había comentado el nuevo traumatólogo, su cirugía había
requerido el uso de un par de tornillos de titanio, que
deberían ser extraídos algunos años más tarde, una vez que
hubiera terminado la reparación y remodelación ósea.
Lentamente Sergio estaba empezando a ver su vida
normalizada, y tenía la esperanza de retomar su carrera
literaria en el corto plazo.
Sergio caminaba por el mismo parque en que había sido
atropellado hacía ya cuatro meses, tratando de conjurar sus
miedos. Al llegar al cruce esperó a que nada viniera cerca, y
pudo, pese a su cerebro, cruzar la calle sin que nada le
sucediera. Cuando había avanzado un par de metros y se
había atrevido a apurar la marcha, el ruido de una potente
explosión lo dejó ensordecido, y con un dolor
inconmensurable en su tobillo operado.
Sergio yacía en el suelo. En el lugar en que estaba su pie,
ahora no había más que jirones de músculos y piel quemada,
de los cuales manaba sangre a raudales. De pronto una
sombra apareció frente a él, dejándolo paralizado presa del
miedo y el estupor: el traumatólogo que lo había operado
estaba de pie, con una especie de detonador en su mano y un
libro en la otra, que arrojó en la cara del sufriente escritor.
Sólo en ese instante reconoció el nombre del autor de aquella
terrible novela que había destrozado con sus críticas, que no
era otro que el mismo cirujano. El despechado médico se
encargó de atropellar a Sergio, operarlo, y colocar tornillos de
titanio huecos, rellenos de un explosivo plástico de alto
poder, para poder detonarlos y llevar a cabo su cruenta
venganza. Justo cuando el escritor intentó suplicarle ayuda a
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su antojadizo enemigo, una segunda persona se dejó ver,
dejando a Sergio sin posibilidad de reaccionar: la esposa del
traumatólogo, una joven odontóloga, que había reemplazado
cuatro piezas dentales de Sergio por implantes de titanio para
poder llevar a cabo la cirugía del tobillo, le pasó a su esposo
el segundo detonador, aún sin activar.
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Asalto
El grupo de comandos de élite tenía todo listo para ejecutar
la misión encomendada. Luego de ubicar el objetivo a
eliminar en el vigésimo octavo piso de una torre de oficinas
localizada en pleno centro de la ciudad, los soldados
decidieron escalar la torre de noche para evitar ser vistos y no
causar mayor agitación en una ciudad que todavía no era
alcanzada por la guerra, y cuya ubicación estratégica era
apetecida por todos los bandos en conflicto. Había que
trabajar en las sombras y en silencio mientras fuera posible, y
así ganar posiciones derramando sólo la sangre de los
involucrados.
El asustado anciano miraba sorprendido por la pared de
vidrio templado del piso 28 hacia la calle. Aún no lograba
entender por qué estaba en ese lugar, ni por qué debían
protegerlo de un gobierno al que no conocía y quería acabar
con su vida. Su existencia se había complicado de un día para
otro por un comentario estúpido contra alguien poderoso, y
ahora debía pagar consecuencias que a todas luces parecerían
desproporcionadas para cualquiera que entendiera a cabalidad
el tenor de los hechos.
Los soldados a cargo de la seguridad del anciano habían
bloqueado ascensores y escaleras, dejando aislado el piso
desde arriba y abajo, de modo tal de dificultar cualquier
intento por asesinar a su protegido, y con un poder de fuego
tal capaz de contrarrestar cualquier ataque de comandos. De
pronto una serie de golpes secos en una de las paredes de
vidrio llamó la atención del vetusto hombre: sólo los reflejos
de uno de los guardias lo salvaron de una muerte segura.
El piloto de drones del grupo de élite era el único miembro
del equipo que no participaría del asalto como tal. Instalado
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en la parte posterior de una SUV modificada de vidrios
polarizados, era el encargado de hacer el ataque inicial
tendiente a distraer y asustar al objetivo, y si la suerte se lo
permitía, a llevar a cabo la parte más compleja de la misión.
Luego de ubicar en la pantalla el piso en cuestión, y de lograr
ver con la cámara térmica el desplazamiento esperable para
un grupo de custodios, abrió fuego con la ametralladora de
uno de sus drones, logrando destruir la pared de vidrio
templado, dejando a la vista al guardia que tironeaba con
fuerzas a un anciano de estrafalaria vestimenta: el objetivo.
De inmediato el operador mantuvo estacionario el primer
aparato, y con el segundo dron abrió fuego por la pared
lateral del mismo piso, logrando el mismo resultado y
dejando dos posibles frentes para el ataque del equipo. Justo
cuando se aprestaba a intentar introducir los drones al
edificio para tratar de eliminar el objetivo, dos explosiones
casi simultáneas dieron cuenta de ambas máquinas, que
terminaron destrozándose contra el pavimento, noventa
metros más abajo.
El anciano no entendía nada. Luego de escuchar los golpes
secos en el vidrio, alguien lo tomó por la ropa, y de un solo
tirón lo lanzó detrás de una suerte de barricada de mesas
armada justo frente a la salida del casino del piso, y cerca de
los ascensores. Mientras se incorporaba adolorido, vio a dos
soldados meter sendas granadas en los cargadores ubicados
bajo los cañones de sus ametralladoras, disparando casi al
mismo tiempo contra los aparatos que habían quebrado las
paredes de vidrio del lugar. El anciano vio que el lugar quedó
vulnerable por dos frentes, y pese a la molestia del encargado
de su seguridad, decidió usar su experiencia para colaborar
con la situación.
El grupo de comandos de élite subía a toda velocidad por
una de las paredes del edificio, mientras el operador de
27. 27
drones preparaba un tercer aparato de mayor envergadura
para atacar por el segundo flanco descubierto. Cuando
faltaban cerca de seis pisos para alcanzar su objetivo, vieron
volar a alta velocidad al dron cargado de ametralladoras y
lanza granadas, para distraer a las fuerzas de seguridad y
causar el mayor daño posible, mientras ellos llegaban para
acabar la misión. Cuando estaban a un piso de llegar,
descubrieron que lo que creyeron un disparate en su
momento, era la única verdad de toda la escaramuza.
El anciano trabajaba a toda velocidad, ayudado por uno de
los miembros de seguridad. Al sentirse culpable de todo ese
alboroto, había decidido tomar cartas en el asunto y asumir
su responsabilidad en la situación de asedio en que se
encontraban. Al no saber nada de tecnología, debió apoyarse
en su guardaespaldas para poder usar los hornos microondas
disponibles en el piso, y así poner su experiencia en pos de su
propia defensa, y de quienes luchaban por protegerlo. Luego
de algunos minutos esos aparatos maravillosos dejaron todo
listo para ejecutar su plan. De pronto el dron apareció por
una de las paredes rotas, siendo atacado por los guardias,
quienes descargaron todos sus proyectiles para derribar el
aparato. El anciano por su parte, ayudado por su
guardaespaldas, se encargó de la otra pared, pues obviamente
por ahí llegarían las tropas de élite a cargo del asalto. Por
culpa de su comentario estúpido el brujo de la corte lo envió
mil años hacia el futuro, no sin antes convencer al rey que
dejara un escrito que fuera abierto en esa fecha por su
descendencia, para acabar con el anciano. Por su culpa sus
descendientes debieron hacerse cargo de su seguridad,
desencadenando un conflicto entre dos naciones vecinas
cuyas repercusiones sólo se sabrían en otro futuro, más lejano
aún. Ahora por fin podría paliar en parte, usando su
experiencia en la defensa del castillo de su otrora señor, los
problemas que había desencadenado. En cuanto el
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guardaespaldas le avisó que la tropa de comandos estaba a
menos de tres metros de distancia, dejó caer sobre ellos el
contenido del fondo de aluminio: cincuenta litros de aceite
hirviendo, que quemaron e hicieron caer al vacío a los
atacantes, tal como lo hacía mil años atrás.
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Esqueleto
Tres de la mañana. La iglesia se encontraba vacía a esas horas,
por lo cual el avezado ladrón debía estar descalzo, cubriendo
sus pies sólo con gruesas calcetas, para que el eco de la
enorme estructura no fuera a despertar a nadie. El viejo
cuidador de autos, que en las noches hacía las veces de
guardia a cambio de un espacio tibio para dormir y dinero
suficiente para comer y beber, dormía plácidamente hacía ya
una hora producto de la caja de vino barato que había
bebido.
El ladrón había sido contratado por un excéntrico y
millonario traficante de objetos de arte, quien tenía una
macabra e inconclusa colección que rayaba en lo bizarro:
esqueletos de soldados del siglo XIX. Su motivación casi
parecía racional: no era lógico poner uniformes y armas de
época en maniquíes o vitrinas, si se podía utilizar los
esqueletos de aquellos que en vida utilizaron esas vestimentas
y esas armas. Su colección era exigua, por lo difícil de
conseguir esqueletos completos y en buen estado, y porque
debía recurrir a delincuentes avezados y de alta monta para
lograr conseguir nuevas piezas, lo que era exageradamente
caro por los riesgos involucrados si se era descubierto.
Además, era el mismo coleccionista el que debía conseguir
toda la información de la ubicación de las piezas: los ladrones
sólo se encargaban de robar sus encargos, no de encontrarlos.
El ladrón avanzaba silencioso por una de las alas laterales de
la iglesia. Su linterna le dejaba ver de tanto en tanto retablos
que marcaban las estaciones del via crucis; pese a que le
incomodaba notar que en todas las imágenes al menos una de
las caras representadas parecía estar mirándolo, debía fijarse
en ellas para encontrar el encargo que le habían hecho. Mal
que mal el robo por encargo de objetos arqueológicos y de
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arte era su oficio, y dependía de ello para subsistir. Luego de
ubicar el espacio que separaba la octava de la novena estación,
se dirigió a una serie de placas de mármol que marcaban la
presencia de la tumba de una dama de la sociedad y
benefactora de la iglesia hacía ya dos siglos; después de
algunos segundos de meter los dedos por los bordes de la
plancha en que estaba labrado el nombre de la mujer, logró
desplazarla, y hacerse de una especie de llave de piedra que
estaba escondida en un hueco en la pared. La información
que le había dado el coleccionista, al menos hasta ese
instante, era perfectamente precisa.
El ladrón cruzó hacia la otra ala de la iglesia. Justo frente a la
placa tras la cual se encontraba la llave de piedra, había un
ladrillo deslavado oculto por un paño que colgaba de la
imagen de un santo. Al descorrerlo y mover un poco el
ladrillo, apareció tras éste un espacio de la misma forma de la
llave de piedra, que obviamente funcionaba como cerradura.
Luego de girar la llave, un crujido le hizo saber que sólo le
faltaba empujar el muro para acceder al pedido de su cliente.
Tres y media de la mañana. El ladrón por fin pudo acceder a
la bóveda secreta donde se encontraba supuestamente el
esqueleto que le habían encargado. Con delicadeza, respeto
pero sin miedo, avanzó por el estrecho espacio alumbrando
con una potente linterna, que le permitió ver a un metro de
distancia un ataúd de metal; en ese instante el ladrón decidió
colocarse una mascarilla, pues sabía que en el siglo XIX
solían sepultar cadáveres con enfermedades infecciosas en
ataúdes metálicos para aislar el contagio, del cual no se
conocía la causa en ese entonces. Al acercarse al ataúd
descubrió de inmediato los seguros tipo mariposa que
sellaban las paredes del artilugio, los que procedió a soltar
luego de colocarse unos gruesos guantes de cuero. Cuando
estaba desatornillando la última mariposa sintió un crujido,
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que de inmediato desestimó al saberlo propio del rechinar del
metal contra metal.
Tres y treinta y tres de la mañana. Fuertes pasos se
escuchaban con un ensordecedor eco dentro de la parroquia.
El viejo cuidador despertó del efecto del vino, y corrió con
un bate de madera como arma en ristre hacia la gran puerta
de madera de la iglesia, la que encontró entreabierta, dejando
ver una pequeña luz en una de sus alas laterales. El viejo entró
con cuidado: en ese momento un enorme esqueleto de cerca
de dos metros de altura lo derribó de un empujón, no sin
antes ser alcanzado por el golpe de su bate. El sonido que
hizo el golpe y el reflejo de las luminarias en su superficie le
hicieron creer que había sido derribado por un esqueleto
metálico. El estado del cadáver del ladrón terminó por
confirmar su alocada sospecha.
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Pistolero
Una ridícula canción de amor. Un cepillo cilíndrico de cerdas
blandas. Un pote de grasa. Incontables pensamientos. Unos
cuantos sueños. Ningún deseo.
En la grabación, el cantante llevaba su voz a límites
insospechados gracias a varios filtros digitales usados por el
ingeniero de sonido en las distintas capas de la mezcla, para
hacer sonar al artista como un ser excepcional, sin ser más
que un simple humano. En la habitación el cepillo cilíndrico
era untado en grasa, para luego lubricar con lentitud y
parsimonia el cilindro para el cual fue fabricado. En su
cabeza los pensamientos se agolpaban para salir sin lograr su
objetivo. En su alma los sueños se apagaban en la medida que
la madrugada avanzaba. Su cuerpo simplemente le pedía
descanso, pero ya sin esperanzas.
La canción de amor terminó, junto con la lista de
reproducción, dejando la habitación en silencio. El cepillo
salió del cilindro casi sin grasa, quedando apoyado encima
del pote a medio cerrar. Los pensamientos se hacían cada vez
más bulliciosos y menos inteligibles. Los sueños
acompañaban a los deseos en el limbo. Había llegado el
momento de partir.
El hombre caminaba sin rumbo ni destino por la calle,
siguiendo cada semáforo que diera luz verde al llegar a algún
cruce, para no detenerse. En su cabeza hacía sonar el recuerdo
de las canciones románticas que había escuchado durante
toda la noche para no distraerse. En su alma el frío
gobernaba sobre sus sentimientos traicionados y sus
pulsiones liberadas. En su bolsillo el revólver recién
engrasado y cargado hacía bulto, dificultándole la marcha al
topar en su muslo a cada paso.
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Las luces de tránsito y la señalética lo guiaron a una calle sin
salida. El hombre avanzó por el medio de la calle carente de
tráfico vehicular, hasta dar con una reja y una puerta abiertas,
por las cuales entró luego de fijarse que ninguna otra casa
estuviera en la misma condición. El hombre avanzó hasta el
dormitorio principal, en donde se encontraba un anciano que
había recién terminado de vestirse, y que ahora luchaba
contra sus pantuflas para poder ponerse zapatos y salir a dar
una vuelta a la plaza. Luego de asegurarse que no había
ninguna puerta más que traspasar, y ante la mirada resignada
del anciano, el hombre sacó el revólver y sin titubear disparó
a la cabeza del dueño de casa, quien cayó inerte al piso con el
cráneo destrozado y medio cerebro desparramado sobre la
cama. El hombre guardó el revólver en su bolsillo, y se quedó
de pie al lado del cadáver esperando lo que debía suceder.
Desde el cráneo abierto del anciano salió lentamente una
esfera luminosa transparente que súbitamente tomó la forma
del cadáver, quedando de pie al lado de su viejo continente.
En ese preciso momento el asesino se desplomó, dejando
escapar el alma de una anciana que miró con pena el alma del
asesinado, para iniciar el camino al más allá. El alma del
recién asesinado anciano no entendía nada; de pronto, una
fuerza incontrolable lo atrajo con violencia hacia el cuerpo
del asesino, ocupando el envoltorio que había quedado
desocupado segundos antes.
Sin que el alma del anciano lograra entender lo que había
sucedido, inició una caminata casi automática desandando el
camino que lo había llevado al que otrora fuera su hogar,
hasta llegar al cuarto de un viejo y descuidado hotel, en
donde había una cama, un velador, y una pequeña mesa de
centro en donde pudo ver una caja casi llena de balas, un pote
de grasa y un engrasador cilíndrico para cañones de pistolas.
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En ese instante el alma del anciano pudo tomar control del
cuerpo del asesino, mientras en su cerebro una voz repetía:
“la puerta del más allá se abre con sangre, y sólo un alma pasa
cada vez”.
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Seis
“Cinco”. El número retumbaba en la cabeza de Mariana.
Nunca creyó que llegaría a contar hasta ese número en esas
circunstancias, y en ese momento no sabía si reír o llorar.
Mariana llevaba años escapando de sí misma. Encarcelada en
una sociedad de exitosos y felices, la muchacha era la
negación de todo lo socialmente correcto. La enfermedad de
la melancolía había sido dueña de su mente y de su alma
desde que tenía uso de razón, enseñándole que todo lo que
parecía malo era en realidad peor, y que la única esperanza de
acabar con el sufrimiento que significaba estar viva, era la
muerte.
“Uno”. Los recuerdos de infancia se agolpaban en su mente.
Los eternos días en que sus padres la obligaban a salir con
ellos y sus hermanos a andar en bicicleta, salir de camping,
hacer deportes o tocar un instrumento musical en familia,
apenas se veían compensados en las noches, cuando en la
soledad y la oscuridad de su habitación, podía llorar libre y
amargamente, cuidando de no sollozar lo suficientemente
fuerte como para llamar la atención de su madre, y poder
vivir su tristeza sin interrupciones.
“Dos”. El golpe metálico sordo le hizo abrir los ojos, y
volver desde el patio del colegio en que se encontraba, siendo
molestada por las niñas de su edad que veían cómo ella se
negaba sistemáticamente a jugar, y con el paso de los años, a
acercarse a los niños para intentar congeniar con el sexo
opuesto. Los únicos momentos buenos los pasaba en el baño,
con la puerta cerrada, mirando la estrecha habitación y
sintiéndose libre dentro de esa pequeña y hedionda cárcel.
36. 36
“Tres”. A mitad de camino de su camino, su mente se detuvo
en la graduación de enseñanza media. Si había algo más
terrible que caminar frente a todos sus compañeros y
familiares para recibir un trozo de cartón inútil que para ella
no significaba nada, era tener que ir obligada por sus padres a
una fiesta de graduación que no le interesaba, con alguien casi
desconocido, a sabiendas que si no se mantenía alejada de los
borrachos, podría hasta terminar violada a vista a paciencia
del resto de los borrachos y sus acompañantes.
“Cuatro”. Su mano empuñada y tensa llevó su mente a su
pasado reciente. Luego de recibirse de una carrera corta, que
sólo estudió para lograr la independencia económica para
poder irse de su casa a algún lugar que le permitiera vivir su
sufrimiento como ella decidiera, dejó los antidepresivos y
pudo por fin saber lo que de verdad sentía su mente. Desde
ese momento comprendió que ella estaba viva exclusivamente
para sufrir, y que no estaba dispuesta a aguantar tal nivel de
dolor y desesperación por mucho tiempo.
“Cinco”. El número retumbaba en la cabeza de Mariana. Esa
mañana fue la elegida por la joven para llevar a cabo su
decisión de dejar de sufrir de una vez por todas. Luego de
desayunar algo liviano, sacó el revólver que había comprado
un par de semanas antes, y tal como había leído en un foro de
internet, colocó una sola bala en una de las cámaras de la
nuez, para luego cerrarla y hacerla girar en repetidas
oportunidades, y así no saber cuándo el proyectil acabaría
con su tortuosa vida. Luego del quinto martillazo sin
explosión, y con su vida aún intacta, debería decidir
conscientemente si era capaz de contar hasta el seis.
37. 37
Francotirador
El francotirador apuntaba su rifle Barret al cuerpo del blanco
ordenado. A trescientos metros, el proyectil calibre .50 era
mortal, independiente de caer en la cabeza, el tórax, o el
abdomen de su objetivo; sin embargo, su experiencia lo
llevaba a apuntar algo por sobre la cabeza de su objetivo, para
que la gravedad hiciera que el proyectil lanzado impactara en
el cuello, provocando una muerte instantánea y sorpresiva.
Muchas veces su disparo favorito terminaba decapitando al
objetivo o destrozando la cabeza; sin embargo, eso era mejor
que disparar alto, destrozando el cráneo pero dejando el
centro vital de la base del cráneo intacto, lo que generaba un
sufrimiento innecesario, y si las circunstancias lo permitían,
obligándolo a un segundo disparo para acabar su misión.
De pronto varias campanadas interrumpieron el bullicio de la
calle, dando salida a una verdadera estampida de niñas y
jóvenes que trataban de huir luego del colegio de monjas en
que pasaban la mayor parte del día, para poder empezar sus
trayectos a casa, y olvidarse del estricto régimen educacional y
de disciplina en que se encontraban inmersas por decisión de
sus familias. No era extraño además que dentro del grupo de
estudiantes, algunas religiosas salieran entremezcladas, si es
que habían terminado sus labores docentes y necesitaban irse
más temprano que el resto de las profesoras. Justo en ese
momento, la tragedia se desató: un ruido seco, como el de un
martillazo contra una muralla se sintió en medio de las
escolares, para dejar al descubierto una imagen espantosa. El
cuerpo de una religiosa se desplomaba bruscamente en las
escaleras de acceso al colegio, en medio de un reguero
incontenible de sangre que manaba a raudales del sitio en que
segundos antes estuvo su cabeza, de la que sólo quedaba una
masa amorfa e irreconocible.
38. 38
Los gritos destemplados de las niñas dieron paso a una
avalancha de escolares corriendo y rodando escaleras abajo
para alejarse del cuerpo desfigurado de la religiosa, y de lo
que fuera que la hubiera dejado así. Apenas algunos segundos
después un segundo ruido seco, más fuerte que el anterior,
terminó con el cuerpo de otra de las religiosas casi
descabezado, cayendo inerte sobre el cemento de las escaleras,
al momento que un golpe dejó un agujero de diez
centímetros de diámetro en uno de los escalones. En los
siguientes treinta segundos, tres golpes más se escucharon, y
tres cuerpos de religiosas terminaron con sus cabezas
desfiguradas y sus cuerpos acostados en el acceso del colegio.
Para ese momento, ni escolares ni religiosas quedaban en el
lugar, salvo una añosa monja que se paseaba consternada,
yendo de un a otro cuerpo, haciendo repetidas veces sobre los
cuerpos una forma de cruz romana con una botellita que
parecía contener agua. Luego de terminar de pasar por los
cinco cadáveres, la monja se persignó y bajó las escalinatas,
para desaparecer justo antes de la llegada del primer vehículo
policial al sitio del suceso.
La añosa monja enfiló sus lentos pasos hacia una iglesia
ubicada a tres cuadras del colegio. Su lentitud contrastaba
con el vértigo con el cual el colegio fue rodeado por
vehículos policiales y de fuerzas especiales. Luego de esquivar
a intrusos y policías de a pie, la mujer logró entrar a la iglesia,
para dirigirse directamente al confesionario, para contarle a
su confesor su pecado: haber bendecido los restos de cinco
sacerdotisas consagradas a Satanás e infiltradas en la iglesia,
que habían sido ajusticiadas por un francotirador que le había
anticipado convenientemente sus planes, para permitirle a ella
cumplir con su obra de caridad. Con dificultad la monja se
arrodilló y esperó su turno: el confesor estaba ocupado en la
otra ventanilla del confesionario, absolviendo y bendiciendo
39. 39
al sacerdote que aún tenía su mano y mejilla derecha con el
inconfundible olor a pólvora quemada.
40. 40
Noemí
La pequeña Noemí corría feliz por el húmedo y bien cuidado
césped del parque. Su padre y su madre corrían tras la niña,
que inundaba el lugar con sus risas y sonrisas, distribuidas a
diestra y siniestra sin ninguna discreción. Algunos metros
atrás, sentada en un viejo banco de madera, la tía de Noemí,
Soledad, miraba a la niña correr con el juguete que recién le
había comprado, satisfecha.
Noemí era la hija menor de un joven matrimonio de
profesionales de primera generación. Las familias de sus
padres se habían dedicado a variados oficios, siendo ambos
los primeros en sus entornos que decidieron abandonar sus
respectivas tradiciones familiares, y buscar un futuro más
fácil de sustentar, más estable y más acorde con los tiempos;
así, era obvio que como almas gemelas, estaban destinados a
compartir sus realidades, y un futuro en común.
Tal como todos los retoños que ingresaban al clan, Noemí
era querida por ambas familias, quienes cuidaban de ella para
que nada le sucediera, y para que su existencia fuera lo más
feliz posible dentro de los límites humanos. Al ser la menor
de toda la familia, todos los tíos, tías y abuelos la mimaban y
hasta malcriaban, a lo que la pequeña respondía con su
inagotable felicidad; todos, salvo su tía Soledad.
Soledad era quien mejor llevaba su nombre. Mujer solitaria,
retraída y hasta mal genio, se dedicaba a mirar a todos sus
sobrinos a la distancia, enojada al ver que ninguno parecía
querer perpetuar alguno de los oficios que habían servido a
ambas familias para existir, crecer y desarrollarse. Para
Soledad, cualquiera de esos niños tenía la obligación moral
de hacerse cargo de la herencia cultural de la familia; sin
41. 41
embargo, no había ninguno que pareciera tener el interés ni
menos las condiciones para tamaña tarea.
Esa tarde, Soledad decidió acompañar a su hermano y su
cuñada al parque con la niña. Luego de todas las
frustraciones vividas, la mujer decidió dejar por un rato su
rabia de lado, y estar con su sobrina menor, quien la miraba
permanentemente con cara de sorpresa y curiosidad. La
pareja caminaba con la pequeña corriendo delante de ellos; de
pronto Soledad pareció desaparecer, para luego asomarse
saliendo de un puesto ambulante de regalos con una pequeña
bolsa. En cuanto Noemí vio a su extraña tía con una bolsa de
colores, corrió donde ella y le regaló su mejor sonrisa, la que
no halló respuesta en la amarga mujer, quien sólo estiró el
brazo y le entregó la bolsa a la pequeña. Los padres de la niña
miraron sorprendidos: era la primera vez que Soledad le
regalaba algo a alguien, sin que hubiera alguna fecha formal
de por medio.
La pequeña Noemí corría feliz por el húmedo y bien cuidado
césped del parque. Su padre y su madre corrían tras la niña,
que inundaba el lugar con sus risas y sonrisas, distribuidas a
diestra y siniestra sin ninguna discreción. La niña corría feliz
con la red atrapa sueños que su tía Soledad le había regalado,
moviéndola a diestra y siniestra, como si de verdad pudiera
atrapar los sueños de las personas con el adorno que ahora
hacía las veces de juguete. Algunos metros atrás, sentada en
un viejo banco de madera, la tía de Noemí, Soledad, miraba a
la niña correr con el juguete que recién le había comprado,
satisfecha. Cuando la niña lo sacó de la bolsa, instintivamente
cambió de posición tres piedras del arco, rotándolas además
en ciento ochenta grados. En ese momento Soledad supo que
su oficio tenía una poderosa heredera, quien no necesitó de
estudios para transformar una inútil red atrapa sueños en una
poderosa red atrapa demonios, que la pequeña movía con
42. 42
certera precisión para cazar todas las entidades que a esa hora
buscaban confiadas almas que poseer.
43. 43
Virus
La alarma del teléfono despertó a Catalina, quien
sobresaltada miró el reloj, y se dispuso a terminar lo que
tenía pendiente en el poco tiempo que le quedaba disponible.
Catalina era una bióloga, dedicada a la investigación de virus
para el Estado. Toda su vida profesional había tenido
relación con la clasificación y tipificación de diversos virus,
para ayudar en el desarrollo de vacunas para prevenir las
eventuales enfermedades derivadas de la infección de tan
incontrolables patógenos. Luego de varias irrupciones de
cepas provenientes de África, que algunos medios
irresponsables catalogaban como “inventos de laboratorios
para vender vacunas” o “armas experimentales yanquis”,
apareció en escena una extraña infección capaz de causar una
acelerada destrucción de la superficie de los hemisferios
cerebrales, y un brusco desarrollo de la corteza prefrontal, lo
que llevaba a los infectados a actuar de modo instintivo,
impulsivo, violento e irracional: no pasó mucho tiempo para
que la prensa denominara a la infección el “virus zombie”.
Catalina había llegado a la hora de costumbre al trabajo. Esa
mañana su jefe ya estaba sentado frente a la pantalla de
computador, revisando concentrado los patrones de RNA de
una serie de virus junto con la nueva cepa descubierta,
tratando de encontrar semejanzas que facilitaran su
clasificación, y por ende tener luces de cómo tratarlo, y de
cómo inmunizar a futuro a la población. Catalina decidió
servirse un café antes de empezar a trabajar, para estar un
poco más despierta a esa hora de la mañana; cuando llegó a la
cafetera, un violento tirón a su larga cabellera la hizo rodar
por el suelo, para luego sentir un agudísimo dolor en su
cuero cabelludo, seguido de una explosión, y el cese brusco
del dolor.
44. 44
En el suelo yacía el cuerpo de su jefe, aún convulsionando,
con el cráneo destrozado y un extraño contenido gelatinoso
desparramado por el piso, que no tenía relación alguna con
tejido cerebral; de pie a un par de metros estaba el viejo
guardia de seguridad del piso con su anticuado revólver
apuntando al cadáver del científico, cuyo cañón aún humeaba
producto del reciente disparo. Catalina vio cómo el viejo
hombre amartillaba el arma y la apuntaba directo a ella: en
ese instante la mujer se llevó la mano a la cabeza y se dio
cuenta que entre su cabello manaba sangre. Estaba claro, su
jefe se había contagiado con el virus, y la había contagiado al
morder su cuero cabelludo. La suerte estaba echada, y sólo le
quedaba intentar aprovechar el tiempo de vida que le
quedaba para aportar en algo a la cura de la maldita
enfermedad. Luego de algunos minutos apelando al tiempo
que se conocían y a sus capacidades profesionales, Catalina
logró convencer al guardia que la encerrara en el piso y
volviera en veinte horas, que era el tiempo estimado entre la
entrada del virus y la aparición de los primeros síntomas,
para que pasado ese lapso la matara, permitiéndole al menos
intentar avanzar con el estudio.
Catalina intentaba pensar. El computador de su jefe tenía
bastante información, pero que no era suficiente para darle
las respuestas que necesitaba. Luego de revisar uno por uno
los patrones desplegados en pantalla, se fijó en una diferencia
entre dos muestras que parecían tener el mismo origen, pero
que definitivamente no se parecían en nada. Decidida al
menos a aclarar esa duda, Catalina buscó las muestras, y
descubrió lo que hacía dicha diferencia: una de ellas era el
virus depurado, y el otro, mezclado con líquido
cefalorraquídeo. El contacto del virus con el fluido cerebral
era lo que activaba la enfermedad, pues la muestra de virus
extraído de la sangre no tenía diferencias de material genético
45. 45
con la muestra de virus aislado. La única opción posible era
generar una mutación en el código genérico del virus para
que no pudiera pasar de la sangre al fluido cerebral, y con
ello evitar su activación; luego de un par de horas de análisis,
Catalina ingresó los datos que creía correctos al secuenciador,
y no quedando nada más por hacer que esperar el resultado,
puso la alarma del reloj media hora antes del término del
proceso y se dispuso a dormir.
La alarma del teléfono despertó a Catalina, quien
sobresaltada miró el reloj, y se dispuso a terminar lo que
tenía pendiente en el poco tiempo que le quedaba disponible.
En cuanto miró la pantalla de control, se fijó en que todo
estaba saliendo a la perfección, y que aproximadamente
media hora antes de lo esperado, tendría el virus bloqueado
para la barrera hematoencefálica, lo que facilitaría el trabajo
del resto de los equipos científicos que trabajaban en esa
desesperada misión. De pronto un sonido seco se escuchó
tras Catalina: un par de fracciones de segundo después su
cráneo estallaba, su cerebro sano salía proyectado hacia la
pantalla del computador, y la pesada bala calibre .38 seguía
su trayecto para terminar destruyendo la evidencia del logro
de la bióloga, luego de haber acabado con su corta vida. De
pie tras ella, el viejo guardia enfundaba su viejo revólver,
mientras sus viejas manos escarbaban en los restos del cerebro
de Catalina, buscando algo para comer.
46. 46
Calabaza
El afilado cuchillo entraba con extrema facilidad a través de
la delgada cáscara de la calabaza. Pese a no ser una festividad
de su total agrado, la noche de brujas había entrado con
fuerza en las maleables mentes de los niños, obligando al
padre a jugar el juego de los dulces y los adornos para
complacer a sus hijos, de siete y cinco años, que alucinaban
con el día de disfrazarse y salir a pedir golosinas por el
barrio. Si bien era cierto el joven padre era capaz de transar
respecto de la festividad, en lo que no cejaría era en su
intento por evitar el comprar todo listo para ser instalado: no
soportaba los adornos plásticos y los disfraces comprados, si
es que él, su esposa y sus hijos eran capaces de hacer todo con
sus propias manos, a la medida, y a su propio gusto.
Para esta ocasión, a él le había tocado hacer los adornos para
la casa, y a su esposa los disfraces de todos, para poder salir a
buscar dulces en familia y pasar un rato agradable; sus hijos,
por su lado, estaban adornando las bolsas que esperaban
llenar de golosinas la anhelada noche. Luego de armar
guirnaldas, calaveras y fantasmas de papel, el hombre había
empezado con el trabajo más delicado: tallar las calabazas a la
usanza de las películas de terror, y una vez ahuecadas, colocar
dentro de ellas sendas velas negras que las iluminaran de
modo tal que causaran verdadero temor.
De pronto, un fuerte y ahogado grito lo asustó, corriendo
hacia la habitación en que se encontraba su esposa: la mujer
se distrajo un segundo mientras cosía, atravesando sin querer
su dedo índice con la aguja, sin atreverse a quitarla al ver que
la punta había salido por el otro lado del dedo. El hombre
tomó con cuidado el dedo de su esposa, y con un alicate
logró sacar la aguja sin mayores lesiones, mientras un
47. 47
pequeño chorrito de sangre cayó dentro de la calabaza que el
hombre no alcanzó a soltar al ir en auxilio de su esposa.
Esa noche la familia estaba lista para salir a cazar dulces.
Ataviados con sus disfraces y bolsas adornadas, todo estaba
dispuesto para disfrutar la fiesta en familia, y luego repartir
los dulces entre todos para fomentar en sus hijos el sentido
de la generosidad. Antes de salir, el padre encendió las velas
dentro de las calabazas a las afueras del hogar, para luego
unirse a su familia en la entretenida noche de recolección que
tenían por delante.
Una hora después, las bolsas de ambos niños estaban repletas
de golosinas, casi a punto de reventar. Camino a casa padre,
madre e hijos comieron unos cuantos dulces, para repartir el
grueso del tesoro en el hogar. La algarabía de la repartición
de los dulces dio paso a la modorra, luego de la larga
caminata y el exceso de azúcar y chocolate consumidos esa
larga noche. Sin que fuera necesario presionarlos ni
convencerlos, los niños partieron casi aturdidos a sus
dormitorios a dormir, luego de un necesario paso por el
cepillo de dientes.
A la mañana siguiente, los abuelos de los niños llegaron de
visita al hogar, a traer más golosinas y a compartir una
jornada familiar que ya se había convertido para ellos en una
tradición. Los padres de ambos padres se encontraban en la
puerta de la casa, bellamente decorada con sendas calabazas
talladas a mano; luego de tocar el timbre en varias ocasiones
sin obtener respuesta, uno de los adultos mayores decidió
golpear la puerta, la que se abrió de inmediato, dejando a
vista de los cuatro ancianos el cuadro más horroroso que
hubieran podido imaginar: en el suelo yacían los cuerpos de
ambos padres y sus hijos, con las caras talladas cual calabazas,
y con dichos agujeros labrados en sus irreconocibles rostros
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repletos de los dulces recolectados la noche anterior. En el
jardín, y al lado de la calabaza alimentada con la sangre de la
herida del dedo de la mujer, y traída a la vida por la llama de
la vela negra, se encontraba enterrado el cuchillo con que le
habían dado forma, y con el cual había devuelto el favor a los
humanos.
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Ideal
Por en medio de la acera Joaquín caminaba arrastrando su
bate de madera por el suelo. La tristeza y la desilusión eran
tales, que los gritos de quienes circulaban a esa hora por la
calle le eran indiferentes, llegando a costarle escuchar más allá
de su cabeza sus propios gemidos de dolor. De improviso
dos patrullas policiales se detuvieron bruscamente, una
delante de él y otra atrás, desde donde bajaron ocho policías
que en el acto apuntaron sus armas a su cabeza y le gritaron a
viva voz que se rindiera, o lo matarían. Era tal el sufrimiento,
que de inmediato el rendirse dejó de ser una alternativa.
Joaquín estaba enamorado. Esa tarde se encontraría de nuevo
con su amor, aquella joven que había conocido por internet y
que le había abierto su corazón y su vida a través de la
pantalla. Luego de semanas de conversaciones día y noche,
Joaquín supo que estaba enamorado, y que necesitaba
conocer en persona a ese avatar y esas frases que le habían
permitido soñar nuevamente con la felicidad. La joven era
todo lo que él podía esperar, imperfecta como todas, pero
que expresaba a cada rato que su único norte era ser feliz, sin
importar lo que rodeara aquella confusa definición; Joaquín
sabía que en cuanto se vieran sería amor a primera vista, y
que cualquier barrera quedaría de lado entre ellos en el acto.
Cuando se conocieron, Joaquín quedó sorprendido. La foto
de la muchacha era muy parecida a ella, pero no era fiel
representación de su imagen. Su voz no era la que había
creado para ella en su cabeza, sus gestos no se parecían a los
íconos que generaba a cada rato en la pantalla, y sus
expresiones le eran desconocidas; Joaquín sabía que ella era la
mujer que había conocido por internet, y pese a sentir que
sabía todo de ella, ahora creía estar hablando con una
desconocida.
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La noche de ese mismo día, cuando se conectó, apareció de
inmediato en pantalla el avatar del cual se había enamorado.
Bastaron apenas dos líneas de chat para reconocer al amor de
su vida, ese que le daba la seguridad y la tranquilidad para
seguir viviendo pese a los embates de la existencia, y que
definitivamente nada tenía que ver con la mujer que conoció
en el mundo real: tal como le habían dicho que sucedería, y
como temía que fuera cierto, ideal e irreal tenían rima
consonante más allá de la poesía. Pero el amor infinito que
sentía lo llevó a descubrir que todo tiene solución en la vida
excepto la muerte, más aún cuando ese todo estaba cubierto
por el manto de un sentimiento puro y mutuo.
Los policías seguían apuntando a la cabeza de Joaquín, quien
parecía no escucharlos. Su bate de madera con varios clavos
de seis pulgadas atravesándolo de un lado a otro se veía
extremadamente amenazador; pero era la sangre y el pequeño
bulto sanguinolento en una de sus puntas lo que tenía ocho
armas apuntando a su cabeza. Joaquín entendió que la
muchacha era el amor de su vida, pero que su cuerpo y su
mente impedían que él pudiera tener ese puro corazón a su
lado para siempre; así, no le fue difícil decidir que debía
desechar su envoltorio, para llevar consigo, ensartado en una
de las púas de acero de su arma, el corazón que tanto amaba,
y que ahora deambulaba libre junto a él.
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Droga
Alejandro estaba cansado. Su cerebro no lo dejaba en paz, y
necesitaba calmarlo con la droga para que no pensara más
locuras y lo terminara metiendo en problemas. Su adicción se
ponía peor a cada día, y no parecía tener salida: su cerebro
parecía no entender acerca de límites, y ello lo estaba
matando día tras día; más encima el dolor de espalda y sus
pulmones dañados lo tenían casi sumido en una depresión de
la que sólo lograba salir consumiendo más y más droga.
Esa noche Alejandro invitó a dos conocidos a la casa, para
consumir con ellos. A Alejandro no le resultaba consumir
solo, así es que siempre invitaba gente que conocía mientras
conseguía cocaína, para que todo se diera en un entorno
adecuado a su comodidad; a Alejandro no le importaba
compartir la cocaína, con tal de sentirse bien.
Un par de horas más tarde ambos conocidos estaban casi
intoxicados; ninguno de los dos jóvenes se podía poner de
pie, y uno de ellos había empezado a vomitar un par de
minutos antes. Alejandro pacientemente limpió el piso
mientras encendía el fuego para soportar el frío imperante a
esas horas de la noche. Los jóvenes sintieron el calor e
inmediatamente empezaron a sentirse mejor y a quedarse
dormidos.
A las 3 de la madrugada Alejandro decidió que era hora de
pedirle a sus visitantes que se retiraran, pues tenía cosas que
hacer. Los dos muchachos caminaron con dificultad hasta la
puerta de entrada, que se encontraba cerrada. Alejandro se
acercó al interruptor que abría la puerta, lo apretó, y luego
que la puerta se abriera y se cerrara, bajó al subterráneo a
seguir con sus cosas.
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Alejandro estaba cansado. Su cerebro no había parado de
exigirle droga durante esas cinco interminables horas, y ahora
por fin estaba próximo a satisfacerlo. La puerta que abría el
interruptor no era la de la entrada, sino una compuerta en el
piso que daba a un enorme fogón a gas, donde el par de
desgraciados muchachos cayeron para morir carbonizados.
Después de apagar el fuego y esperar a que se enfriara,
Alejandro entró casi desesperado al lugar: por fin podía
recoger las cenizas de los jóvenes carbonizados para seguir
jalándolas y mantener tranquilo a su esclavista cerebro.
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Seguimiento
Esa fría mañana de mayo, el detective Aguayo se encontraba
en su auto, frente a la puerta de un motel, esperando la salida
de uno de sus pasajeros para poder fotografiarlo junto a su
incidental pareja y cerrar de una vez por todas ese
seguimiento por infidelidad. La esposa del hombre era una
mujer muy extraña, silenciosa, que casi no dejaba ver su
rostro, pero que tenía los medios suficientes para financiar el
trabajo de Aguayo y su discreción. El detective estaba algo
aburrido con lo obsesiva que era su clienta, pues lo llamaba
todos los días para preguntar por avances en la investigación;
sin embargo, y pese a que le cobraba bastante más que la
tarifa habitual, la mujer pagaba sin reclamar, por lo que
Aguayo consideraba dentro del precio el derecho a llamarlo y
preguntarle lo que se le ocurriera.
Aguayo estaba terminando el tercer café de la madrugada.
Los amantes habían llegado cerca de las doce de la noche, así
que el detective esperaba que entre seis y media y siete de la
mañana abandonaran el lugar para ir a sus trabajos o a sus
domicilios. Justo cuando buscaba dónde dejar el vaso vacío y
pensaba en ir por algo para desayunar, la pareja salió del
motel: de inmediato Aguayo empezó a grabar un video con
una cámara digital disfrazada tras el parabrisas de su auto,
mientras él se hacía el dormido. Luego que la pareja se
despidiera con un apasionado beso y que cada cual siguiera su
camino, el detective detuvo la grabación y la revisó antes de
respaldarla: la evidencia era innegable, y con ese registro
podía dar por concluido el trabajo, para poder entregarle el
informe a su clienta.
Aguayo se dirigió a su oficina, en donde respaldó el video y
se dispuso a dormir unas tres horas: su clienta lo llamaba
puntualmente a las once de la mañana todos los días, así es
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que podría descansar a sabiendas que a esa hora podría darle
a la mujer la información que necesitaba, y así poder cobrar
el dinero que merecía por su trabajo. De pronto el teléfono
sonó y Aguayo, luego de desperezarse, preparó mentalmente
el discurso que usaría para darle a su clienta la mala noticia;
luego de un breve diálogo, la mujer le dijo que estaría en
media hora en su oficina, para ver las evidencias y pagarle el
resto de sus honorarios.
Exactamente treinta minutos después la mujer entró al lugar,
dejando sobre el escritorio un pequeño maletín, y
disponiéndose a ver lo que Aguayo tenía para ella. Luego de
ver el video, la mujer miró a Aguayo, quien guardaba un
respetuoso silencio, soltó los seguros del maletín, sonrió, para
de improviso empezar lentamente a desmaterializarse frente a
los ojos de aterrorizado detective, quien no atinó a
reaccionar. Sólo media hora después Aguayo fue capaz de
acercarse al maletín y abrirlo con sumo cuidado: en él estaba
todo el dinero que faltaba para pagar sus honorarios, y una
carta donde la mujer le contaba su verdad. La mujer había
muerto cinco años atrás, y por el apego y el inmenso amor
que le tenía a su marido, le fue imposible partir al más allá
sin asegurarse que alguien más lo cuidaría por el resto de su
vida. Una vez que se convenció de todo lo que sus ojos
habían visto, el hombre guardó en la caja fuerte la carta y la
copia del video de seguridad de su oficina donde aparecía el
registro de la mujer despareciendo en la nada, y se llevó el
maletín con el dinero al banco: por fin su caja fuerte tenía
algo de valor.
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Pablo y Pedro
Pablo huía despavorido por la oscura calle. El temor a ser
alcanzado por la horda de salvajes que los seguían era
suficiente como para superar el cansancio y las dificultades
que su cuerpo poseía, y seguir corriendo para lograr salvar su
vida. Pedro en cambio parecía estar a punto de rendirse: él
sabía, a diferencia de su hermano, que no importaba cuán
rápido corrieran, en algún instante los alcanzarían, y luego de
un indescriptible sufrimiento, todo acabaría.
Pablo y Pedro eran hermanos inseparables. Desde pequeños
se acostumbraron a hacer todo juntos, lo que al parecer no
era bien visto por la gente que los rodeaba, que desde siempre
parecieron odiar a los hermanos. Ambos jóvenes tenían
personalidades muy diferentes, pero que al final del día
terminaban complementándose: mientras Pablo era
aventurero, osado, valiente y a veces hasta algo inconsciente,
Pedro era mesurado, recatado, racional y bastante reservado.
Muchas veces Pedro había sido acosado sin ser capaz de
reaccionar frente a las agresiones, y Pablo había debido
intervenir para protegerlo y sacarlo del ambiente hostil; por
su parte Pablo en más de una ocasión se había metido en
problemas con gente adulta por su actuar algo arrebatado y
sin ser capaz de medir consecuencias, debiendo intervenir
Pedro para calmar las aguas y alejar a su hermano de
conflictos que no estaba en condiciones de enfrentar. Los
hermanos se entendían a la perfección, y ello estaba
generando cada vez más odio en el entorno que los rodeaba.
Esa mañana Pedro estaba siendo insultado por un bravucón,
acostumbrado a pasar por encima de todo y todos. El joven
prefería simplemente mirar al piso para dejar pasar las
barbaridades que el matón le decía; sin embargo Pablo no
estaba dispuesto a ver cómo su hermano era vapuleado sin
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razón por un estúpido que basaba su poder en su talla y su
violencia. Cuando el bravucón se acercó peligrosamente a
Pedro, Pablo aprovechó la oportunidad y golpeó con
violencia al agresor, quien cayó al suelo golpeándose la cabeza
y empezando a sangrar profusamente. Eso fue suficiente para
desatar la ira de los amigos del bravucón, y de todos aquellos
que por algún motivo odiaban a los hermanos; los
muchachos tendrían que huir rápido, pues la gente por fin
tenía el motivo que necesitaban para descargar su odio en
ellos.
Pablo y Pedro huían a toda velocidad de sus agresores. Pablo
sabía que si no se preocupaban de sus perseguidores podrían
salvarse; sin embargo Pedro ya no quería seguir dando la
pelea contra la vida que tanto los había maltratado. Pablo
estaba desesperándose por la actitud de su hermano, pues
ambos se necesitaban para sobrevivir: luego de un par de
insultos, logró que Pedro reaccionara y moviera rápido la
pierna derecha, para él hacerse cargo de mantener moviendo a
toda velocidad la izquierda, y así salvar a los siameses de una
muerte segura.
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Pequeñita
La pequeña niña no tenía con quién jugar. Pese a que la plaza
estaba llena de niños, ninguno de ellos parecía querer jugar
con ella, sumiéndola en una pena tan grande como la que
sintió cuando sus padres le dijeron que su perrito se había
ido al cielo luego de haber sido atropellado por un autobús.
La tristeza se había hecho presente en su vida en muchas
oportunidades, pese a apenas tener cinco años de vida.
La pequeña era hija de un matrimonio joven. Madre, padre e
hija solían salir a pasear a la plaza, donde siempre terminaban
regañándola por su costumbre de soltarse de la mano de su
madre y partir corriendo a buscar otros niños para jugar con
ellos. La pequeña era muy amistosa, y su gran sonrisa le
facilitaba interactuar con los niños que jugaban día tras día
en el lugar, por lo que siempre terminaba jugando con
alguien, mientras sus padres la miraban a distancia prudente,
cuidando que nada la ocurriera.
Esa tarde la pequeña había llegado temprano con sus padres,
y tal como de costumbre luego de caminar un par de metros
por el pasto se había soltado de la mano de su madre para ir
a buscar a sus incidentales compañeros de juego.
Extrañamente a esa hora no parecía haber nadie, y cuando los
niños aparecieron un rato más tarde, no parecían querer
tomar en cuenta a la pequeña. La niña se acercó a todos
sonriendo feliz, pero sólo cosechó indiferencia; con pena dio
la vuelta para ir a los brazos de sus padres, y en ese instante
comenzó su verdadero calvario: su madre, su padre y su
perrito no estaban.
La niña empezó desesperada a gritar el nombre de sus padres,
sin obtener respuesta alguna. El temor la invadió del todo
cuando recorrió por completo la plaza, sin encontrar a sus
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progenitores, y sin que ello pareciera preocupar a nadie, ni a
sus compañeros de juego de siempre ni a los adultos que los
acompañaban. Al poco rato el temor se había transformado
en angustia, mientras el hambre arreciaba y a nadie parecía
importarle.
La pequeña niña no tenía con quién jugar. Luego de horas de
búsqueda infructuosa, la niña se sentó en uno de los
columpios de la plaza, a ver si se le ocurría qué hacer, o se
acordaba de cómo volver a la casa. De pronto un niño más
grande que ella se acercó decidido al columpio, y antes que
ella pudiera reaccionarse se sentó en él, pasando a través del
cuerpo de la niña. Si la pequeña no se hubiera soltado de la
mano de su madre justo en el instante en que todos murieron
atropellados, su alma hubiera emprendido viaje junto con sus
padres al más allá. Ahora su alma sólo necesitaba entender
que estaba muerta para poder seguir el camino de su madre,
su padre, y su perrito.
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Doris
La pequeña niña de cinco años estaba parada frente a la
puerta del templo, llorando desconsolada. La niña no lograba
encontrar a sus padres, ya estaba anocheciendo y empezando
a hacer frío, y no entendía por qué había tantas luces de
automóviles intentando enceguecerla, por qué unos hombres
de uniforme le gritaban y le apuntaban con armas de fuego
como las de los video juegos de su hermano, ni menos por
qué de su mano derecha colgaba un machete para desmalezar,
cuya hoja estaba casi totalmente cubierta de sangre.
Doris era la hija menor de un matrimonio joven. Su hermano
de doce años era la persona a quien más quería de su familia,
pues desde que tenía uso de razón él había sido su
compañero de juegos y protector. Cada vez que sus padres la
retaban por algún error cometido, su hermano salía en su
defensa, siendo capaz hasta de culparse para que nadie
molestara a su hermanita. Doris era una niña feliz en una
familia feliz, y con alguien a quien quería y que la quería por
sobre todas las cosas.
Los padres de Doris llevaban dos semanas tratando con algo
de frialdad a la pequeña, por lo cual la niña se había
refugiado en el cariño de su hermano, el cual no la dejaba
nunca de lado. Pese a ello, a la pequeña no le faltaba nada, y
cada viernes por la tarde acompañaba a toda la familia al
templo donde consagraban sus almas a dios, luego de lo cual
partían todos juntos a comer algo rico a algún restorán del
sector. Cuando por fin llegó el viernes, Doris se sentía feliz,
pues sus padres volverían a hablarle y a sacarla a comer, y
recobraría al menos por algunas horas el cariño de siempre.
Doris y su familia llegaron a la hora de siempre al templo.
Extrañamente, a esa hora el lugar estaba demasiado oscuro, y
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todos en su interior estaban en silencio. De pronto un
hombre gordo y grande tomó a la pequeña por el brazo con
violencia y la separó de su familia; mientras su hermano
trataba de ir en su ayuda, sus padres lo sujetaban para que no
interviniera: el pastor, en un momento de iluminación, había
descubierto que la pequeña estaba poseída por una bruja, y
que el único modo de salvar a su familia del gran poder del
espíritu maligno, era asesinando a la niña. Pese a los gritos
desaforados del hermano de Doris, la pequeña fue acostada
sin problemas por el pastor en el altar, desde donde sacó un
enorme machete para liberar el alma de la inocente niña.
La pequeña niña de cinco años estaba parada frente a la
puerta del templo, llorando desconsolada. En el instante en
que el pastor descargaba con violencia la afilada hoja de acero
sobre el cuello de Doris, su hermano se liberó de los brazos
de sus padres y se lanzó al altar, muriendo casi decapitado en
el acto. Ello despertó la ira en el alma de la vieja bruja al ver
morir a su amante de ya cerca de treinta reencarnaciones,
dándole al cuerpo de la niña que guardaba su alma las fuerzas
necesarias para quitarle el machete al pastor, decapitarlo, y
luego degollar a todos quienes compartían el ancestral rito,
incluyendo a los padres de su continente. Luego de terminar
salió a la calle, escondiéndose en el corazón de la pequeña y
dejando que el alma de la niña retomara el mando de su
cuerpo. Una vez que le hicieran exámenes psiquiátricos y la
dieran en adopción, el alma de la bruja sólo debería esperar a
que el alma de su amante se apoderara del cuerpo de algún
cercano para seguir el camino que los unía en la maldad por
toda la eternidad.
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Marcos
Marcos se cansó de caminar. Esa mañana despertó en su
realidad de siempre, y se dio cuenta que nada era verdad.
Pasados los 50 años de vida, y algo más de 25 siendo su
propio sustento, cayó en cuenta que todo lo que parecía ser el
mundo real no era tal, sino su visión parcial y sesgada de la
verdad. Marcos quería seguir caminando, pero ya no había
camino delante de él.
Marcos estaba sentado frente a su computador, al que había
llegado por inercia ese día. Su pantalla arrojaba un flujo
imparable de ceros y unos, que era visto por sus compañeros
de trabajo como una fotografía de una bella playa como
fondo de pantalla. Las voces de quienes lo rodeaban eran
vibraciones que intentaban entrar por todo su cuerpo, sin
lograr encontrar sus oídos para seguir su curso natural. Y sus
cuerpos… sus cuerpos estaban desnudos, sin piel, con los
músculos y órganos a la vista. Sus translúcidos sistemas
digestivos dejaban ver todo lo que habían comido, y los
cuerpos de sus compañeras dejaban ver sus prótesis de
silicona y suturas cosméticas, del mismo modo que los
abultados abdómenes de algunos de sus compañeros se veían
comprimidos y contenidos por sendas fajas de variados
materiales. Marcos, por primera vez en su vida, era capaz de
ver la realidad.
A media mañana Marcos sintió una vibración que parecía
venir de una masa de plástico y alambres encima de su
escritorio. Al tomarlo y acercarlo a su oído sintió otra
vibración que parecía que correspondía con el sonido natural
de su nombre, por lo que se dirigió a la oficina de su jefe,
tratando de ir con la mayor amplitud de mente posible para
tratar de comprender lo que le dijera, y que su imagen no le
causara asco, como ya le había sucedido con otras personas.
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En cuanto golpeó el trozo de árbol con incrustaciones
metálicas que hacía las veces de puerta y entró, supo que su
capacidad de ver la verdad había subido otro escalón.
En el centro de la oficina no había un cuerpo despellejado ni
nada parecido; en su lugar, un animal con cuerpo de chacal y
cabeza de serpiente bramaba órdenes con una voz que
manifestaba odio a cada palabra. Con temor salió de la
oficina, para encontrarse con el nuevo panorama: las cosas
habían vuelto a tener su forma física, y las personas ahora
habían tomado la forma de la esencia que los identificaba.
Una araña viuda negra enorme se paseaba frente a un gran
puerco que se movía con dificultad, mientras una lagartija
con cabeza de paloma parecía entretenerse con el pelaje de
una leona; en un rincón, un robot miraba fijo su monitor y
escribía a gran velocidad. Marcos, sin saber qué hacer, salió
del lugar para no seguir viendo el patético espectáculo, a
caminar por las calles de la ciudad.
Marcos se cansó de caminar. Esa mañana despertó en su
realidad de siempre, y se dio cuenta que nada era verdad.
Luego de media hora caminando por la ciudad y viendo la
mezcla más extraña de verdades, decidió hacer lo que hasta
ese instante no había podido, ni querido. Temerosamente se
acercó a una vitrina que tenía un gran espejo a la venta.
Marcos miró en él, y quedó congelado ante el reflejo: ahí,
parado en su lugar pero del otro lado, el fantasma de un
anciano lo miraba con ojos sin vida.
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Comando
Avanzando con la espalda pegada al muro, el joven soldado
esperaba no ser sorprendido por el enemigo. Luego de días
escabulléndose por los rincones de la ciudad, sus rivales
parecían estar cada vez más cerca, lo cual ponía en serio
riesgo su misión, y su vida. Era en esos momentos en que
debía echar mano a todos sus conocimientos de guerrilla,
para tratar de pasar desapercibido y lograr dar el golpe que le
diera la ventaja a su ejército en esa escaramuza.
El joven soldado había decidido su futuro durante el servicio
militar. Durante su infancia y juventud había sido un
desadaptado, que parecía no encontrar su lugar en la
sociedad. Hijo de padres dedicados a la venta de artículos de
corte esotérico, y que promocionaban las virtudes de la magia
y la brujería, nunca recibió la disciplina que necesitaba para
darle un cierto orden a sus deseos e ideas, por lo cual se
convirtió en un niño problema y luego en un adolescente
conflictivo. Sus padres, sin tiempo ni ganas de dedicarle
tiempo a la crianza de su hijo, lo dejaron cometer todos los
errores que pudo, y al cumplir la mayoría de edad y no tener
nada que hacer, fue reclutado. Luego de un mes de recibir
todos los castigos existentes y las reprimendas posibles,
aprendió lo que significaba obedecer órdenes y que otras
personas decidieran por él; finalizada su instrucción
obligatoria, y luego de convertirse en el ejemplo a seguir por
el resto de los reclutas, postuló y de inmediato fue aceptado
para iniciar su carrera de soldado profesional. Los más felices
con esa decisión eran sus padres, pues podrían seguir con sus
ventas, promociones y estudios, con una boca menos que
alimentar y sin los problemas que traía un joven
problemático, desempleado y sin creencias; sin embargo, el
joven también había encontrado algo que podía llamar
familia, lejos de quienes lo engendraron y alimentaron
64. 64
durante su infancia y juventud. De todos modos, y por
sugerencia de sus superiores, no debía perder el contacto con
sus progenitores para no violar la consigna de “Dios, Patria y
Familia” que gobernaba al ejército como mantra y estandarte.
La lucha contra el tráfico de personas se había convertido en
un tema primordial para el país, de modo tal que no hubo
que esperar demasiado tiempo para que los poderes del
estado facultaran al ejército para intervenir en la situación.
Así, mientras los policías se encargaban de perseguir a
secuestradores y falsificadores encargados de facilitar la salida
del país de la gente raptada, el ejército debía infiltrar las redes
que mantenían secuestradas a las personas antes de sacarlas
fuera del territorio. Así, la compañía en que se desempeñaba
el joven soldado estaba a cargo de acabar con los jefes del
terreno donde mantenían por la fuerza a la gente. Dado su
valor y su capacidad de obedecer órdenes casi sin pensar, el
muchacho había sido enviado casi como punta de lanza del
asalto, para que en cuanto empezara el ataque, él y otros
cuantos soldados pudieran atacar desde dentro.
Avanzando con la espalda pegada al muro, el joven soldado
esperaba no ser sorprendido por el enemigo. En esos
momentos el silencio era su mejor aliado, pues se encontraba
en la misma habitación en que estaban los cabecillas de la
operación; en cualquier momento la tropa regular atacaría, y
su misión sería acabar con esos desgraciados. En cuanto se
escucharon las primeras explosiones los secuestradores
intentaron hacerse de sus armas y salir del lugar: justo en ese
instante el soldado salió de dentro de la muralla y acribilló a
todos, sin que alcanzaran a darse cuenta de lo que les había
sucedido. Sus superiores nuevamente habían tenido la razón,
gracias a mantener el contacto con sus padres y fortalecido el
vínculo, había conseguido una pócima que le permitía entrar
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al espesor de las murallas, lo que lo hacía totalmente
inubicable.
66. 66
Maquillaje
En las postrimerías de la vida, Raquel insistía en maquillarse
exageradamente. La mujer de 84 años podía pasar hambre,
tener sed, estar enferma, triste o sola, pero nada la sacaba de
su ritual de maquillaje matinal. Lápiz labial rojo brillante,
base rosada, sombra de ojos color casi celeste y delineador
grueso terminaban con su cara marcada como para un show
de rarezas de televisión, cosa que hacía extremadamente feliz
a la añosa mujer, quien se paseaba orgullosa por su casa y por
el barrio, cuando debía salir de compras al almacén de la
esquina. Ni los ruegos de su familia, ni los consejos del
sacerdote, ni las burlas de algunos desalmados lograban
convencer a la mujer de maquillarse de un modo más normal,
y de dejar de gastar casi un cuarto de su exigua jubilación en
maquillaje.
Esa tarde Raquel veía las noticias con tranquilidad, pues ya
estaba bien maquillada, y ese día el dinero le había alcanzado
para comprar un pan y una mermelada, así que hasta podría
almorzar. De pronto el noticiario anunció lo que todos
temían, y que ella sabía que tenía que ocurrir; luego de ver en
todos los canales y asegurarse que no había lugar a dudas,
partió a su dormitorio a buscar su maleta de maquillaje.
Raquel estaba sentada en la mesa del comedor, retocando su
maquillaje. El dolor en su abdomen se hacía cada vez más
insoportable, pero no podía morir sin retocar su maquillaje
por última vez. Luego de ver las noticias, sacó de su maleta
de maquillaje el veneno para ratones, lo mezcló con
mermelada y se lo comió con pan, para luego terminar de
tragar con el resto de paquete de mermelada. Raquel estaba
cada vez más débil y adolorida, pero no cejaba en su lucha
por maquillarse exageradamente como siempre; sólo cuando
el espejo mostró el rostro que ella quería ver, se pudo dejar
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caer al suelo para empezar a vomitar sangre y morir
finalmente asfixiada.
Cinco minutos más tarde, la debacle empezó. La puerta de la
casa de Raquel fue arrancada de cuajo; en cuanto vieron su
cadáver, todos se acercaron a ella, pero en el instante de
levantar su cabeza, los zombies se encontraron con el rostro
más horrible que podrían haber imaginado. Era tal el nivel de
terror que causó en todos los monstruos la bizarra mezcla de
colores, que ninguno se atrevió a devorar el cada vez más seco
cerebro de la horrible Raquel.
68. 68
Toñito
El frío calaba hondo a las cinco de la mañana en pleno
invierno. Bien lo sabía Toñito, el viejo vagabundo que llevaba
ya cerca de treinta de sus sesenta años de vida viviendo en la
calle; el viejo enflaquecido y con la piel curtida por las
inclemencias del tiempo intentaba conciliar el cada vez más
esquivo sueño, cubierto con cartones, un par de viejas
frazadas, y dos perros callejeros que lo escogieron como
compañero de andanzas esa gélida madrugada.
La calle es un hogar cruel pero que no discrimina, todo aquel
que no tiene un lugar en la sociedad establecida puede
empezar a vivir en la calle, y ella lo acogerá como a todos: sin
contemplaciones ni privilegios. Las historias acerca del
pasado de sus habitantes muchas veces rayaban en la leyenda;
sin embargo, la mayoría eran sólo personas que no fueron
capaces de insertarse en un sistema duro y descarnado, y
tuvieron que acostumbrarse a vivir con las sobras o la caridad
de quienes sí decidieron sacrificar su vida en pos del sistema.
Toñito era de la minoría: el delgado hombre tenía un pasado
hasta cumplidos los treinta años, que fue el que lo obligó a
abandonar todo. Toñito era conocido como El Grand
Antoine, hijo de uno de los más famosos magos del mundo, y
creador de uno de los trucos más fantásticos de la historia de
la magia: el huracán. En su truco, Toñito hacía aparecer un
huracán en medio del escenario que decía crear y controlar
con su mente; luego de subir a su pequeño hijo en el huracán
y hacerlo volar en él por el teatro, elegía a algún voluntario
del público para hacerlo levitar un par de metros y demostrar
la ausencia de ilusión y la presencia de magia pura. Al
cumplir los treinta, y poco después del cumpleaños número
diez de su primogénito, algo salió mal en el armado del truco,
y mientras su hijo se encontraba a más de veinte metros de
altura, se precipitó sobre las butacas muriendo en el acto, y
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matando a una niña de cinco años por el impacto de su
cabeza contra la de su hijo. Luego de la demanda, y de
algunos meses de cárcel, Toñito salió a la calle sin familia ni
sustento, y sin la chispa que necesitaba para seguir viviendo.
Toñito seguía intentando conciliar el sueño a las cinco de la
mañana. De improviso un fuerte puntapié en sus costillas lo
despertó del dolor y lo botó de la banca en que estaba
acostado. Uno de los perros que le servía de frazada
reaccionó atacando a sus agresores, siendo también pateado y
luego apaleado por tres hombres vestidos con ropa ajustada
de cuero y afeitados al rape. Toñito estaba desesperado, si no
hacía algo los tres salvajes tipos asesinarían al perro que lo
acompañaba a dormir de tanto en tanto. De pronto un ruido
de viento fuerte se dejó escuchar: los tres hombres vieron con
terror cómo un pequeño huracán los capturaba, los elevaba a
casi treinta metros de altura, para luego dejarlos caer como
peso muerto sobre el pavimento. Esa madrugada los dos
perros callejeros y otros compañeros tuvieron una suculenta
cena gratuita, mientras Toñito empezaba su marcha por la
ciudad para conseguir qué comer, y tratar de borrar el
recuerdo de su hijo, que volvía a su mente cada vez que la
vida lo obligaba a utilizar su fatídica magia.
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Clase
El auditorio estaba llenándose cada vez más y más, en espera
de la llegada de los profesores a cargo de la mesa redonda. Si
bien es cierto la actividad era completamente optativa y casi
extra curricular, el nivel de los docentes era tal, que perderse
una mesa redonda en que los cinco hombres compartieran y
debatieran sus ponencias, ideas, descubrimientos y sarcasmos,
era un despropósito para cualquiera que usara la vocación
como argumento para justificar sus estudios. Cuando
faltaban cinco minutos para el inicio de la mesa el auditorio
estaba lleno, y el barullo en él era tal que hacía imposible
concentrarse en alguna idea en particular. Justo en ese
momento los cinco docentes, sin parafernalia ni presentación
alguna entraron al anfiteatro, logrando por presencia que las
voces empezaran a acallarse.
En cuanto llegó la hora de inicio de la mesa redonda, los
cinco profesores tomaron cada uno una silla, y se sentaron en
ellas, dejando de lado las mesas, y quedando en silencio
frente a los asistentes, quienes no lograban comprender lo
que estaba sucediendo: frente a todos, las cinco mentes más
brillantes de la universidad en su especialidad, se sentaron en
silencio en un círculo sin hacer ni decir nada.
Pasados cinco minutos, algunos de los asistentes empezaron a
salir de la sala, unos en silencio, la mayoría murmurando,
unos pocos hablando en voz alta en contra de la poca
seriedad de los docentes. Un par de minutos más tarde
empezó el murmullo, que a los pocos minutos estaba
nuevamente convertido en un barullo ensordecedor.
Un rato después, una de las pocas asistentes que quedaban en
la sala se puso de pie y se acercó al escenario. Desde las
alturas del anfiteatro había notado que las cinco sillas no
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estaban dispuestas en un círculo, pues al unirlas con cinco
líneas rectas conformaban un pentágono perfecto. La joven se
acercó al grupo de profesores, y empezó a ver los detalles que
a la distancia nadie notaba: efectivamente los puntos estaban
unidos por líneas rectas pintadas en el suelo con algún
pigmento de un color muy camuflable con el de las tablas
que conformaban el suelo, además de haber un par de líneas
desde cada punto que se unía con todos los otros. Cuando la
muchacha descubrió la imagen, ya era demasiado tarde.
Uno de los profesores extendió su brazo, tomó con fuerza de
la muñeca a la muchacha, y la lanzó dentro de la estrella de
cinco puntas formado por las líneas por dentro del
pentágono; en el instante la muchacha empezó a arder,
transformándose su cuerpo en cenizas en menos de veinte
segundos. Los pocos asistentes que aún estaban en el lugar
salieron corriendo del auditorio, sin alcanzar a ver cómo los
cinco profesores untaban sus dedos en las cenizas del cuerpo,
para luego dibujar con dichas cenizas una estrella de cinco
puntas invertida en sus frentes, y desaparecer en el aire: no
había mejor catalizador para el viaje al reino de Hades que las
cenizas de la curiosidad.