Este documento presenta un resumen de 3 oraciones del libro "El Psicópata de la Sangre" por Jorge Araya Poblete. Describe una serie de asesinatos cometidos contra mujeres jóvenes en Santiago donde el asesino se lleva la sangre de las víctimas. Los detectives Guzmán y Jiménez investigan el caso y buscan interrogar a la única sobreviviente en el hospital, pero el psicópata ataca la clínica matando a la sobreviviente y a una doctora.
4. 3
Presentación
Una serie de homicidios contra mujeres jóvenes cometidos
en Santiago mantiene a la ciudadanía en vilo al divulgarse
por la prensa que el asesino degüella y desangra a sus
víctimas, llevándose la sangre para algún desconocido
propósito. Los detectives Guzmán y Jiménez de la PDI a
cargo del caso deben extremar recursos para dar con el
homicida al descubrir que la siguiente víctima es la fiscal
designada, quien se niega a dejar la investigación. En el
intertanto, los policías recibirán la inesperada ayuda de un
oficial del GOPE de Carabineros, quien aportará sus
conocimientos y arrojo al enfrentarse a un homicida cuya
fuerza escapa de los cánones humanos.
Esta novela es la tercera parte y final de la trilogía policial
esotérica compuesta por “La Vara” y “El Ángel Negro”.
Que la disfruten.
Jorge Araya Poblete
Enero de 2017
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I
El cuerpo de la joven mujer se desangraba lentamente.
Con la conciencia de estar viviendo los últimos instantes
de su vida, y de no poder hacer nada para revertirlo, la
pena se apoderó de su cada vez más apagada mente. El
dolor por el corte en el cuello ya era intrascendente, tal
como el de las amarras en sus tobillos de los cuales pendía
enganchada a una cadena fijada a alguna parte de un techo
que nunca fue capaz de ver; en esos eternos segundos era
la pena de no haber podido despedirse de sus seres
amados, y del sufrimiento que cargarían al encontrar sus
restos, lo que realmente la lastimaba. La sangre caliente
chorreando por su cada vez más fría mejilla derecha
parecía ser la única prueba de que aún no había muerto: en
un principio fue el dolor, luego el ruido de la sangre
golpeando el recipiente metálico en que era acopiada, y
ahora la sensación de calor entibiando su cara. De pronto
la sensación de tibieza empezó a apagarse junto con su
conciencia, sumiéndola en la irreversible oscuridad de la
muerte.
La conciencia de la mujer empezó a viajar a la nada. Su
alma libre al fin buscaba algún norte a seguir para
encaminarse a lo que fuera que pasara una vez que el
continente liberaba su precioso contenido. De pronto un
torrente arrollador de sensaciones empezaron a
bombardear su conciencia, haciendo que se sintiera
abrumada al no ser capaz de procesar lo que estaba
sintiendo, y tratando de interpretar si lo que le estaba
sucediendo era más parecido a la concepción de cielo o
infierno.
7. 6
La conciencia de la mujer parecía estar en un viaje eterno
sin rumbo ni destino. La sensación de indefensión que
sentía en esos momentos era apenas comparable con lo
sufrido al morir, por lo que las pocas expectativas que
tuvo en vida del más allá se habían derrumbado desde el
principio de su experiencia. El fluir por fluir parecía ser la
tónica, y no sabía de qué modo lograr quebrar esa
realidad.
La conciencia de la mujer seguía su eterno y oscuro viaje.
De improviso todo su entorno empezó a iluminarse
suavemente, devolviéndole la esperanza de acercarse a
algún tipo de destino. La luz de las que todos hablaban
estaba apareciendo, y bastaba sólo con encontrarla para
dar el paso siguiente al más allá. Sin embargo, en cuanto
empezó a aparecer la claridad, su conciencia empezó a
reproducir los dolores que tuvo al morir, algunos de los
cuales inclusive parecían ser más intensos que lo que había
padecido mientras era asesinada. De pronto la luz inundó
todo: había llegado a su destino.
—Las pupilas recuperaron su reactividad, por fin está
saliendo del coma—se escuchó una voz tras la luz.
—¿Cuándo cree que pueda sacarle ese tubo de la boca y
todos esos cables?—preguntó otra voz, desde la nada.
—Está recién reaccionando—dijo la voz tras la luz, con
cierto tono de obviedad—. Sólo una vez que tengamos la
certeza que no necesita el ventilador mecánico y la
intubación, los retiraremos.
—Cuide a la paciente doctora, es la única testigo que
tenemos para cazar al maldito psicópata ese—dijo la otra
8. 7
voz, mientras la linterna se apagaba, dejando ver el techo
de la UCI de la clínica en donde lograron salvarle la vida
luego de un mes en coma.
9. 8
II
El inspector de la PDI Héctor Guzmán se paseaba
incómodo por el pasillo de la clínica. Nunca le habían
gustado los servicios de urgencia ni los hospitales públicos
o privados, así que cada vez que tenía que hacer alguna
diligencia intentaba delegar esa parte en su compañero, el
detective Carlos Jiménez. Sin embargo, en esta ocasión
necesitaba interrogar en persona a la sobreviviente del
nuevo psicópata de turno, pues no dudaba que los
médicos le darían un tiempo mínimo con la mujer, y no
podía perder la oportunidad de escuchar de primera
fuente algún detalle que le ayudara a aclarar el caso lo
antes posible. De improviso la puerta de acceso de la UCI
se abrió: un paramédico le hizo señas a Guzmán para que
entrara a ponerse una bata clínica desechable sobre su
tenida para poder ingresar a la sala donde se encontraba la
víctima del psicópata que había logrado sobrevivir luego
de una horrible tortura.
Guzmán entró a la exageradamente iluminada sala. Al lado
de la cama de la sobreviviente, una columna de pantallas
sonaban y se movían coordinadamente, mostrando
información que era completamente incomprensible para
el policía, y para cualquiera que no estuviera familiarizado
con el trabajo en una unidad de tratamiento intensivo. La
mujer se veía extremadamente pálida, y la ausencia del
tubo en su boca y de la hinchazón en su rostro permitían
apreciar sus facciones, que pasaban desapercibidas frente a
la expresión de temor que no dejaba de manifestarse a
cada segundo. La médico de turno estaba de pie al lado de
la cama de la paciente, y todo el resto del personal debió
10. 9
abandonar la habitación para no escuchar lo que la mujer
pudiera o quisiera decir respecto de lo que le había
sucedido. Guzmán se acercó a la pálida mujer, y le habló
en voz baja, según las indicaciones de la profesional a
cargo.
—Hola Carmen, ¿cómo está?
—No sé… ¿quién es usted?
—Inspector Guzmán de la PDI…
—No… no quiero hablar con usted ni con nadie de la
policía, no quiero que me pase nada…
—Sólo necesito que me cuente lo que quiera contarme, lo
que sea, no la voy a interrogar ni la voy a obligar a hablar.
—No… no quiero…
—Bien, la dejo descansar entonces.
—Yo nunca le he hecho daño a nadie, ¿por qué me
hicieron todo esto?—dijo la mujer cuando Guzmán ya
había enfilado hacia la puerta.
—Mala suerte, no tengo otra explicación—respondió
Guzmán, afirmado de la manilla de la puerta—. Estaba en
el lugar y hora equivocados.
—Si le cuento todo… ¿promete meterlo preso o matarlo?
—Si me cuenta lo que quiera prometo usar lo que me
cuente para buscarlo. Si lo logro encontrar, ya veremos.
—Necesito que me prometa que lo va a matar o a meter
preso—insistió la mujer.
—No puedo prometer algo que no sé si pueda cumplir,
Carmen—replicó Guzmán.
—Entonces no me sirve…
La mujer volvió a mirar al techo en silencio, mientras dos
de las pantallas empezaban a encender alarmas luminosas
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y la doctora le hacía señas para que saliera del lugar.
Guzmán se retiró de la habitación en silencio, frustrado
por no haber conseguido nada, y pensando que tal vez
hubiera sido necesario mentirle a la mujer con tal de
obtener información del psicópata.
Terminado su turno Guzmán se fue raudo a casa a
descansar, pues pensaba levantarse temprano al día
siguiente a seguir intentando obtener alguna información
de parte de Carmen. Cerca de las tres de la mañana su
teléfono empezó a sonar, apareciendo en pantalla la
identificación del número de origen registrado en su
memoria.
—Carlos, ¿viste la hora que es?—preguntó Guzmán sin
siquiera saludar a su compañero.
—Héctor, voy a buscarte en el móvil, tenemos que estar
en la clínica lo antes posible—respondió Jiménez.
—¿Me vas a pagar las cinco horas extras, acaso? Déjame
dormir, lo que sea puede esperar.
—Héctor, te aseguro que esto no puede esperar. Estoy
estacionado fuera de tu edificio, vístete y baja luego por
favor.
—Espero que valga la pena levantarme a esta hora, por tu
bien Carlos—dijo Guzmán, levantándose a regañadientes.
Cinco minutos más tarde el vehículo de la PDI viajaba
raudo a la clínica donde Guzmán había intentado
interrogar a la única víctima sobreviviente del psicópata
que ya había desangrado casi totalmente a cuatro mujeres
en el transcurso de un año, causando una suerte de histeria
colectiva en la ciudadanía, y había alimentado a la prensa
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sensacionalista, quienes habían elucubrado toda suerte de
explicaciones psicológicas y parapsicológicas para explicar
lo inexplicable. Cuando faltaban cien metros para llegar,
Guzmán comprendió lo acertado de la decisión de
Jiménez.
La entrada de la clínica se encontraba rodeada de
vehículos policiales, incluida una camioneta con vidrios
polarizados con el logo del grupo de operaciones
especiales de Carabineros, que se encontraba con las
puertas abiertas, sin ocupantes, y custodiada por un
carabinero inexpresivo. Justo cuando el vehículo de
Guzmán y Jiménez se estacionó donde quedaba espacio, el
contingente de funcionarios del GOPE salían ordenados
de la clínica en dirección a su vehículo, excepto el oficial a
cargo quien luego de un par de preguntas se dirigió de
inmediato donde los detectives.
—Detectives Guzmán y Jiménez, buenas noches, capitán
Gebauer a cargo de la unidad de asalto del GOPE.
Acompáñenme por favor—dijo casi automáticamente el
uniformado que sin dificultad superaba en diez
centímetros de estatura a ambos miembros de la PDI.
El oficial caminaba con lentitud pero con pasos largos, lo
que obligaba a los detectives a apurar la marcha para no
quedar retrasados.
—Recibimos un llamado a la una de la mañana de
seguridad de la clínica y del carabinero del plan cuadrante
a cargo del procedimiento—dijo el capitán en el
ascensor—. Nuestra unidad revisó por completo el
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edificio, sin encontrar a ningún sospechoso ni rastros
fuera de los presentes en el sitio del suceso.
—Disculpe capitán, no sé a qué procedimiento,
sospechoso o sitio del suceso se refiere—dijo Guzmán,
recibiendo de vuelta una mirada de sorpresa de parte del
oficial.
—Bueno, llegamos al sitio del suceso—dijo Gebauer
mientras se abría la puerta del ascensor—. Supongo que
ya que están a cargo de la investigación, lo que verán no
les será demasiado novedoso.
En cuanto se asomaron al pasillo del ascensor, se
encontraron con un grupo de paramédicos y enfermeras
llorando abrazadas tratando de consolarse unas a otras,
algunas de las cuales parecían estar en estado de shock. La
puerta de entrada de la UCI se encontraba abierta hasta
atrás, y los seguros de la puerta habían sido rotos por la
fuerza; a través de ella se veía el pasillo que parecía haber
sido trapeado con sangre, pues se veían largos trazos rojos
esparcidos por todos lados. Justo frente a donde se
encontraba la cama de Carmen se hallaba el cadáver de la
doctora fijado a la pared por el cuello por una larga pinza
de acero, que la había atravesado por completo de delante
hacia atrás hasta el muro con tal fuerza, que el cuerpo
estaba suspendido por el artilugio metálico. Al llegar a la
entrada de la habitación, una mueca de desánimo se
apoderó del rostro de Guzmán: tirado sobre la cama a lo
ancho yacía el cuerpo sin vida de la mujer, con la cabeza y
el torso colgando, la herida del cuello abierta, y tal como
el resto de las víctimas con la poca sangre que había
quedado en su cabeza luego de ser desangrada lentamente.
14. 13
III
En el subterráneo de una vieja casa del sector oriente de la
capital, en que parecía que el mundo giraba a la mitad de
la velocidad que el resto de la comuna, cinco baldes de
cobre con sendas tapas atornilladas y reforzadas con
tuercas tipo mariposa del mismo material descansaban en
el suelo. En un rincón del subterráneo el dueño de los
baldes y sus contenidos los miraba ansioso, esperando el
momento adecuado para seguir con su tarea. Sólo le
faltaban dos baldes por llenar, pero pasaría un tiempo
antes de encontrar a la siguiente donadora involuntaria:
había gastado el doble de energía con la última mujer al
deber escapar para salvar su tarea de ser interrumpida por
su captura, y luego tener que atacar en la clínica donde
quedó internada recuperándose con todo el esfuerzo y los
riesgos que ello significó, incluyendo el enfrentamiento
con la doctora que intentó interponerse en su camino.
Además, las donadoras no aparecían mágicamente, había
que buscarlas cuidadosamente para encontrar quien
cumpliera con todos los requisitos, y ese proceso tomaba a
veces meses, pues iba de la mano con la recuperación de
sus fuerzas. Lo único que le quedaba por hacer era seguir
descansando para regenerarse luego, y matar el tiempo
libre sacándole brillo a los dos baldes vacíos para que
estuvieran listos cuando llegara el momento de usarlos.
La UCI estaba convertida en un caos. El director de la
clínica y el jefe de la unidad discutían acaloradamente con
la fiscal a cargo del caso para tratar de establecer un plazo
prudente para reabrir el lugar, pues luego del ataque los
pacientes fueron evacuados a habitaciones individuales que
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no contaban con todos los medios que la complejidad de
sus cuadros requerían; por otra parte existía de parte del
personal de turno el miedo a que el ataque se repitiera, por
lo que exigían a la autoridad los resguardos necesarios
para estar a salvo del asesino que los había agredido, y
transmitir dicha tranquilidad a sus pacientes y familiares.
Mientras ello ocurría, el equipo del laboratorio de
criminalística de la PDI recogía todas las muestras y
evidencias posibles y hacía un levantamiento del sitio del
suceso, y el personal de turno permanecía fuera del lugar,
aterrados aún por la irracionalidad de lo ocurrido, e
intentando relatar a los detectives lo que habían visto: de
la nada un individuo pequeño y macizo con una
voluminosa mochila a cuestas derribó las puertas del lugar,
atropelló con su cuerpo a quienes se cruzaron en su
camino y se dirigió a buscar a la paciente que había salido
recientemente del coma, y que ya no tenía protección
policial. Cuando la jefa del turno se interpuso en su
camino, el individuó miró a su alrededor, y en un carro de
transporte de materiales vio una pinza larga metálica
utilizada para procedimientos quirúrgicos que usó para
clavarla en el cuello de la doctora, quien quedó ensartada
al muro donde se encontraba apoyada para empezar a
desangrarse y asfixiarse mientras el individuo buscaba a su
objetivo en el cuarto adyacente. Luego de escucharse un
grito de terror, Carmen salió corriendo de la habitación
con la herida del cuello abierta; justo antes de llegar a la
puerta de salida fue interceptada por el individuo, quien la
tomó de un pie y la arrastró de vuelta a la cama, donde
nunca más se escuchó ruido alguno. Algunos minutos
después los guardias del recinto dieron aviso a carabineros,
llegando un motorista quien se dirigió arma en ristre a la
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habitación de la mujer, encontrándola muerta y
desangrada sobre la cama y con la ventana abierta, para de
inmediato dar aviso a la central desde donde se despachó
un grupo de asalto del GOPE para buscar al asesino
dentro del recinto.
Guzmán y Jiménez habían dividido al personal en dos
grupos, e interrogaron a quienes estaban en condiciones de
responder coherentemente, dejando citados a quienes aún
no lograban superar todo lo visto y sufrido durante esa
extraña noche para otra ocasión en el cuartel de la Brigada
de Homicidios y así tener todos los testimonios para
sumarlos a la carpeta de antecedentes y ver si
correspondían con los cuatro homicidios previos. Después
de terminar, ambos policías bajaron al primer piso de la
clínica y se dirigieron al casino a tomar el café más
cargado que fuera posible para desperezarse y empezar a
revisar los testimonios, a ver si encontraban un número
suficiente de coincidencias coherentes como para
establecer el transcurso de los hechos. Algunos minutos
más tarde, una voz cansada y disfónica se escuchó a sus
espaldas.
—No sé cómo se saluda a las cuatro de la madrugada,
¿buenas noches, buenos días?
—¿Cómo está, señora fiscal?—preguntó Guzmán,
poniéndose de pie y saludando de mano a Albertina
Riveros, fiscal con dedicación exclusiva a cargo de los
homicidios.
—Desesperada por fumarme un pucho a esta hora… pero
bueno, supongo que ni yo puedo fumarme un cigarro en
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una clínica—respondió Riveros, resignada—. ¿Ustedes
están de turno, o les avisaron?
—Una colega me avisó señora fiscal, y por la gravedad de
la situación pasé a buscar al inspector para que nos
hiciéramos cargo de las diligencias—respondió Jiménez.
—Menos mal, prefiero tratar con gente conocida. ¿Alguna
novedad respecto a lo que ya sabemos, detectives?
—Por fin tenemos una mínima descripción del
sospechoso—dijo Guzmán—. Todos los testimonios
coinciden en que el individuo que cometió los dos
homicidios en la UCI es un hombre que no pasa del
metro cincuenta de estatura, muy fornido, torso
exageradamente ancho, de alrededor de cien kilos de peso,
y que portaba una gran mochila a cuestas.
—Ese detalle de la mochila puede tergiversar un poco las
dimensiones del sospechoso—dijo Riveros.
—Nosotros pensamos lo mismo en un principio señora
fiscal, pero dado que los testigos son en su totalidad
personal que trabaja en salud, podrían tener una mejor
percepción del peso de las personas—respondió
Jiménez—. Lo otro en que todos los testimonios
coincidieron, es que nadie fue capaz de verle el rostro.
—O no fueron capaces de fijarse en ello o de recordarlo,
luego de la debacle que dejó ese tipo—dijo la fiscal—.
¿Existe alguna posibilidad que el sospechoso haya estado
agachado o doblado?
—Una de las testigos alcanzó a ver cuando el sospechoso
asesinó a la doctora con esa pinza de acero—dijo
Jiménez—. Por lo que describe la testigo, el individuo
debió enderezarse y levantar un poco el brazo para
clavarlo en el cuello de la profesional, lo que es lógico si
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alguien de un metro cincuenta de estatura agrede a alguien
de un metro setenta y con tacos.
—El sospechoso debe ser de pelo oscuro y corto—dijo de
pronto Guzmán, de la nada—. Ninguna testigo dijo algo
respecto de gorro o capucha o pelo largo o tomado, y el
pelo rubio o colorín es demasiado notorio como para no
comentarlo. Y si la descripción física es acertada, podemos
estar en presencia de un fisicoculturista o un halterofilista.
—Creo entender a qué quiere llegar con esto inspector—
dijo la fiscal—. ¿Sabe acaso cuántos gimnasios hay en
Santiago, como para empezar a hacer un catastro de ellos?
Eso, claro está, pensando en que el sospechoso practique
actualmente su deporte, o que lo hace efectivamente en un
gimnasio, y no de modo informal en su casa. Está bien, un
culturista o levantador de pesas de un metro cincuenta y
cien kilos es poco frecuente, pero en una ciudad como
Santiago, puede pasar desapercibido.
—Lo sé señora fiscal, sólo pensaba en voz alta—
respondió Guzmán, mientras Jiménez lo miraba de reojo.
—Bueno detectives, los dejo, debo hablar con el
encargado del laboratorio para que me informe si
terminaron de recolectar las evidencias. La gente de la
clínica está impaciente porque les devuelva su UCI
operativa, y parece que los dueños tienen buenos
contactos, ya me llamó el fiscal regional para que apure los
procedimientos. Buenos días—dijo la fiscal, dejando a los
detectives en silencio en el casino.
—Tú no piensas en voz alta Héctor, ¿qué pasa?—dijo de
la nada Jiménez.
—¿Conoces al pela’o Gutiérrez?—preguntó de vuelta
Guzmán.
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—¿El conductor de vehículos policiales? Claro, con lo
enorme y conversador que es, es imposible no conocerlo.
—Ese gallo levanta pesas, mide como uno noventa y pesa
como ciento veinte kilos—dijo Guzmán.
—¿Y eso qué tiene que ver con el asesino que
buscamos?—preguntó Jiménez.
—Una vez lo vi fanfarroneando en el baño del cuartel,
apostando a lo que era capaz de hacer. Uno de los
detectives que lo ubicaba de antes le pasó un
destornillador de punta de esos largos, y le apostó veinte
lucas a que no era capaz de clavarlo en la pared más de un
centímetro, y le ganó las veinte lucas pese a que el pela’o
atacó la muralla con todas sus fuerzas, y hasta con
vuelo—respondió Guzmán.
—¿Qué quieres decir, que no se puede clavar a alguien a la
muralla tal como vimos que pasó?
—No, estoy diciendo que la fuerza necesaria para hacer
eso no es humana. Parece que volvemos a las andanzas
raras, Carlos—dijo Guzmán, llevando su mano derecha
hacia la vara plegada oculta bajo su vestimenta.
20. 19
IV
Guzmán tenía el caos en su escritorio. Decenas de hojas de
informes desparramadas sobre la mesa, otras tantas
convertidas en bolas de papel en el canasto de la basura, la
pantalla del computador mostrando varios íconos activos
minimizados y dos abiertos a la vez, y una sensación de
frustración indescriptible que se había apoderado de su
mente desde que ocurrió el primer homicidio, y que ahora
se veía acrecentada con el asalto del asesino en la UCI de
la clínica, y la imposibilidad de encontrar un hilo
conductor en las cinco muertes; a todo ello se sumaba la
convicción de la imposibilidad que un ser humano común
fuera capaz de hacer lo que el asesino hizo con la doctora,
sin contar el que el asesino haya huido de carabineros por
la ventana de la habitación ubicada en el cuarto piso de la
clínica, y que personal del GOPE y del laboratorio no
hubiera encontrado rastro alguno del homicida fuera de
las instalaciones de la UCI.
—Espero que su cabeza no esté tan desordenada como su
escritorio, inspector—dijo una voz a sus espaldas.
—Mi escritorio está ordenado en relación a mi cabeza,
señora fiscal—respondió Guzmán, saludando de mano a
Riveros.
—Este caso nos está sacando de quicio a todos, por lo
que veo. Aún no logro encontrar hacia dónde mirar en
este caso inspector, ¿encontró o se le ocurrió algo que nos
pueda servir como línea investigativa?—preguntó Riveros.
—Nada señora fiscal, estoy casi igual que cuando apareció
el segundo cadáver. Ahora el detective Jiménez está
empezando a buscar detalles que nos puedan servir
21. 20
respecto de las víctimas, a ver si encontramos algún factor
común aparte de ser mujeres menores de 45 años, cosa
que por lo demás no nos dice demasiado—respondió
Guzmán, al tiempo que Jiménez entraba a la oficina con
una delgada carpeta en una de sus manos.
—Señora fiscal, buenos días, no esperaba encontrarla por
acá—dijo algo sorprendido Jiménez.
—Este caso se está haciendo muy mediático detective,
necesito tener alguna respuesta luego—respondió la
fiscal—. ¿Qué lleva en esa carpeta?
—Eh... verá, anteayer estuvimos conversando con Guzmán
acerca de tratar de hacer un perfil psicológico de las
víctimas. Como no encontré demasiados antecedentes,
pensé que no sería mala idea… pedir ayuda externa—dijo
Jiménez, mirando de reojo a Guzmán.
—¿Qué tipo de ayuda externa, detective?—preguntó
Riveros.
—Pensé que no sería demasiado descabellado… consultar
con una grafóloga—dijo Jiménez, incómodo.
—Me parece bien detective, ya he trabajado con peritos
en grafología y en general su ayuda es bastante acertada
para establecer perfiles psicológicos—dijo la fiscal,
devolviéndole el alma al cuerpo a Jiménez—. La carpeta,
aún no me dice qué tiene.
—Cierto… conseguí con los familiares cualquier cosa
manuscrita que tuvieran… no me fue muy bien que
digamos, lo único que conseguí son firmas en cheques o
documentos legales—respondió Jiménez, pasándole la
carpeta a la fiscal.
—No sé si sirva de algo detectives, pero encontré un
factor común en las firmas—dijo la fiscal, luego de mirar
22. 21
detenidamente cada documento, para luego entregarle la
carpeta a Guzmán.
—Las firmas están todas como en diagonal—dijo
Guzmán—. ¿Qué podría significar eso, señora fiscal?
—Eran zurdas—respondió Riveros, sonriendo mientras
se ponía de pie para irse—. Todos los zurdos firmamos
en diagonal, si es que no podemos poner la hoja en
diagonal, inspector. Pero bueno, que la grafóloga les dé
información útil, esto no pasa de ser un dato trivial.
—En cuanto la perito nos entregue el informe se lo haré
llegar, señora fiscal—dijo Guzmán.
—Apúrense con la investigación detectives, miren que
ahora el caso tomó otro cariz para mí—dijo Riveros,
provocando una mueca de incomprensión en los
detectives—. Soy zurda, mujer y menor de 45,
técnicamente soy una potencial víctima. Buenos días,
señores.
Jiménez empezó a mirar con detención los documentos
que había recolectado, tratando de notar lo que la fiscal
había descubierto.
—Tiene buena vista la fiscal—dijo Jiménez.
—Y más encima se cree humorista—respondió Guzmán.
—Bueno, iré a dejarle esta carpeta a la perito en
grafología, a ver qué nos puede decir de las víctimas.
—Supongo que le sacaste fotocopia o escaneaste todos los
documentos y dejaste copia o respaldo para nosotros,
Carlos—dijo Guzmán, haciendo que Jiménez se dirigiera
de inmediato a la fotocopiadora de la unidad.
23. 22
Media hora más tarde Jiménez estaba de vuelta en la
oficina, mientras Guzmán miraba absorto las copias de las
firmas que había respaldado su compañero.
—¿En qué estás Héctor, tratando de encontrar algo que la
fiscal no haya visto?—preguntó Jiménez.
—¿Sabías que en la Edad Media ser mujer y zurda era tan
terrible como ser un gato negro?
—No te entiendo Héctor.
—Un gato negro era considerado una representación del
demonio en la Edad Media. Un hombre zurdo era tildado
de sirviente del demonio, y una mujer zurda tenía que ser
una bruja—dijo Guzmán, sin dejar de mirar las firmas—.
Es posible que nuestro psicópata sobrehumano sepa eso, y
sea un factor importante en la elección de las víctimas, no
por nada el tipo se atrevió a atacar una clínica privada, con
todos los riesgos y dificultades que ello conlleva.
—¿Y crees que sea el factor común principal en este
caso?—preguntó Jiménez.
—No, tiene que haber algo más que aún no hemos sido
capaces de detectar. Hay que seguir investigando hasta
encontrar qué se nos ha pasado por alto.
—No es por llevarte la contra, pero si estamos pensando
en un psicópata que desangra a sus víctimas debería ser el
factor común principal. Piénsalo Héctor, ¿qué podría ser
más útil en la mente de un enajenado mental que litros de
sangre de bruja? Capaz que el loco se bañe en ella para
adquirir sus poderes…
—Estás elucubrando demasiado Carlos—interrumpió
Guzmán—. Te concedo que la idea de desangrar una
bruja suena bien en la mente de un loco, e inclusive si lo
llevamos al plano paranormal suena hasta lógico… pero
24. 23
me niego a pensar que cualquier mujer zurda menor de 45
años está en la mira de este tipo.
—Si así fuera no tenemos posibilidad alguna de
anticiparnos a este loco—dijo Jiménez.
—¿Sabes? Puede que este sea el último homicidio—dijo
de pronto Guzmán, luego de un breve silencio.
—¿Tú optimista? No lo puedo creer.
—Estoy hablando en serio—replicó el inspector—. Si lo
vemos desde el prisma paranormal, este fue el quinto
homicidio, y uno de los números principales dentro del
satanismo es el cinco. Sería medianamente lógico pensar
en cinco víctimas, probablemente para hacer algo de cinco
puntas o de cinco lados.
—¿Y no hay más números de esos?—preguntó Jiménez.
—Podrían ser siete, pero ese número está más bien
relacionado a la cábala que al satanismo… pero claro,
depende de qué lado estemos mirando.
—Creo que me abocaré a buscar todo lo que tenga que
ver con la investigación formal, pensando que es un
psicópata común y corriente, y te dejaré a ti estas cosas
raras Héctor. Claro está, si te parece—dijo Jiménez.
—Por supuesto Carlos, yo me haré cargo de lo raro, sigue
con la grafóloga y el perfil psicológico de las víctimas—
dijo Guzmán, mientras volvía a mirar las firmas en las
fotocopias, tratando de desentrañar algún secreto en esas
líneas.
25. 24
V
Héctor Guzmán dormitaba en la silla de su oficina. Tres
cafés cargados no habían sido suficientes para poder
quitarle el cansancio luego del procedimiento de la noche
anterior en que tuvieron que intervenir en una quitada de
drogas, que había terminado en una balacera con dos de
sus colegas heridos y un traficante muerto. El inspector
debió acudir luego que miembros de la brigada de
narcóticos encontrara en el domicilio un subterráneo
hechizo donde yacían dos cadáveres con una data de
muerte no mayor a tres días, y que parecían corresponder
a una pareja de burreros bolivianos aparentemente
secuestrados, de los que obviamente nadie había dado
aviso, como todo secuestro entre bandas de traficantes.
Según podía ver el caso no le acarrearía mayores
diligencias, salvo tratar de lograr que el Servicio Médico
Legal evacuara luego el informe de autopsia para
determinar causa de muerte, pues ninguno tenía lesiones
visibles externas que explicaran sus decesos, y que peritos
dactilográficos lograran las huellas necesarias para obtener
la identidad de los cuerpos y relacionarlos con la balacera
recién acaecida. Sin darse cuenta el inspector se quedó
profundamente dormido, y empezó a soñar con los
procedimientos pendientes. De pronto, y desde el más
allá, una voz empezó a llenar el todo.
—Inspector… inspector Guzmán, despierte.
—Disculpe señora fiscal—dijo Guzmán, al abrir los ojos
y encontrarse de frente con el rostro de Riveros—. Estuve
en una diligencia desde la madrugada y me venció el
sueño.
26. 25
—Espero que al menos en ese caso se logre avanzar algo,
no como en el nuestro, en que ya llevamos dos meses
estancados nuevamente—dijo Riveros, evidentemente
molesta—. ¿Se da cuenta que los únicos avances que
logramos son cadáveres nuevos, inspector?
—Lo sé señora, y entiendo que se sienta frustrada.
Lamentablemente ni la grafóloga nos pudo dar
información útil respecto de las víctimas, ni nosotros
hemos logrado encontrar algún hilo conductor que nos
ayude a apurar la causa—respondió Guzmán, incómodo
con las palabras de Riveros.
—¿Sabe por qué vine hoy, inspector?
—Sí señora, porque hoy se cumplen setenta días desde el
último homicidio, y el patrón demuestra que terminado
ese plazo otro homicidio está por ocurrir—dijo Guzmán,
sorprendiendo a la fiscal.
—Veo que ha hecho su trabajo inspector.
—Pero pese a ello no hemos avanzado nada aún.
En ese momento, en un subterráneo del sector oriente de
la capital, el dueño de los baldes de cobre despertaba
cansado luego de una noche en que había dado por fin
con su siguiente objetivo. Había llegado la hora de dejar
de pulir el balde, y ponerlo dentro de su mochila de
transporte, junto al resto de sus instrumentos.
La teniente Guillermina Sáez iba llegando a su casa luego
de completar su turno en el GOPE de Carabineros. Desde
el día que les tocó revisar la clínica luego del doble
homicidio acaecido en la UCI, no había tenido que
participar en ningún procedimiento mayor, por lo que
ahora estaba pasando por uno de esos extraños períodos
27. 26
de tranquilidad laboral, en espera que sus servicios fueran
nuevamente requeridos y sus capacidades y conocimientos
puestos a prueba. Su vida personal pasaba por un muy mal
período gracias a la separación de su pareja y al juicio por
la tuición de su hijo, pues su ex marido que también era
carabinero tenía más grado que ella, por lo que no tenía
nada seguro desde el punto de vista legal. En ese momento
lo único que deseaba era entrar a su casa, ducharse,
cambiarse ropa, e ir a buscar a su hijo a la casa de la madre
de su ex marido, quien se encargaba de cuidarlo en sus
turnos y con quien aún mantenía una buena relación. En
el instante en que la teniente buscaba la llave de la puerta
de entrada en su bolso, un poderoso empujón la azotó
contra ésta, derribando la hoja de madera con la cerradura
destrozada por la fuerza del impacto, y lanzándola al
menos unos tres metros dentro de su comedor.
Instintivamente la oficial sacó su arma de servicio para
apuntar a su incidental atacante, recibiendo una violenta
patada en su mano izquierda haciendo que el arma volara
lejos, para luego recibir un puñetazo en la frente más duro
que cualquier trauma recibido durante su entrenamiento,
que terminó por azotar su nuca contra el suelo haciéndola
perder el conocimiento. En cuanto su atacante se
convenció que la oficial estaba aturdida pero viva, la
arrastró por uno de sus tobillos hacia el dormitorio,
mientras se sacaba la mochila de la espalda.
28. 27
VI
Augusto Gebauer se paseaba iracundo frente a la entrada
de la casa de la teniente Guillermina Sáez. Las venas de su
frente parecían estar por estallar, y su boina hacía las veces
de vendaje para evitar que ello ocurriera. En cuanto el
vehículo blanco con balizas azules se estacionó frente a la
casa, se dirigió raudo a encarar a sus ocupantes que
descendían apurados del móvil.
—Supongo que ahora sabes qué es sitio del suceso,
huevón—gritó voz en cuello el capitán Gebauer en la cara
de Guzmán—. ¿Qué ha hecho el par de pajeros culiaos los
últimos dos meses? Nada, por eso la teniente está muerta,
par de hijos de puta.
—Cálmese capitán—dijo tras el oficial del GOPE la
fiscal Riveros—. Los detectives dependen…
—¿Y quién te tiró maní a ti, puta de mierda?—
interrumpió el capitán—. Por culpa de vagos como
ustedes tengo a la teniente muerta y torturada en su casa.
—Vamos a revisar el sitio del suceso para…
—Ninguno de ustedes va a entrar a la casa de la teniente
mierda, aunque tenga que correrles bala—interrumpió
Gebauer esta vez a Jiménez, mientras llevaba la mano a su
pistolera.
En ese instante Guzmán se abalanzó sobre él, lo tomó de
la muñeca y del cuello y lo apretó contra la puerta del
móvil, sin que el capitán entendiera cómo alguien tan bajo
pudiera lograr lo que nadie le había hecho en toda su vida
profesional.
29. 28
—Escúchame huevón, vine a hacer mi pega con mi
compañero por órdenes de la señora fiscal—dijo Guzmán
sin dejar de apretar el cuello y la mano de Gebauer—. No
te tengo miedo, ni a tu entrenamiento, ni a tu boina. Y si
vuelves a amenazar a mi compañero o a la señora fiscal,
atente a las consecuencias.
Guzmán soltó a Gebauer, quien cayó al suelo casi
asfixiado. Luego de ello y sin mirar a su alrededor, se
dirigió a la casa de la teniente, sin que nadie se atreviera a
interponerse en su camino o dirigirle la palabra.
El hogar de la oficial era una casa modesta pero bien
cuidada y con decenas de detalles. Fotos familiares y de
distintas etapas de su formación profesional, decenas de
adornos ordenadamente ubicados en vitrinas y repisas,
réplicas de armas y proyectiles le daban entorno al
comedor y la sala de estar. Los detectives y la fiscal
siguieron de largo hasta la habitación de la dueña de casa:
pese a haber visto los cuerpos de los cinco homicidios
previos, aún era estremecedora la escena que estaban por
ver.
El dormitorio de la teniente, a diferencia del comedor y la
sala de estar era bastante minimalista. Un televisor
empotrado en la pared, el closet, un par de cajoneras, un
escritorio pequeño con un notebook sobre él y la cama
eran todo el mobiliario. En el techo de la habitación y a
los pies de la cama se encontraba una especie de estaca
metálica que había sido clavada por la fuerza en dicho
lugar, de la cual sólo quedaba visible una argolla gruesa a
través de la cual pasaba una cadena corta, cuyos dos
30. 29
extremos terminaban en correas de cuero grueso que se
adelgazaban en sus extremos para poder ser amarradas. De
dichas correas amarradas colgaba desde los tobillos el
cuerpo de la teniente Sáez, con los brazos descubiertos y
un corte limpio en el lado derecho de su cuello, desde
donde salía un rastro de sangre ya coagulada pegada a su
mejilla y sien derechas; la piel de sus brazos y cuello se
veía bastante pálida, y su cabeza había tomado una
coloración violácea oscura, que empeoraba con la
acumulación de fluidos en la piel del cadáver. Salvo los
bordes del corte en el cuello y la marca coagulada en su
mejilla, no había sangre visible en el suelo o en algún otro
lugar de la habitación, o de la casa.
—Es el mismo patrón—dijo Guzmán en voz alta,
mientras entraba a la habitación el personal del
laboratorio a recoger muestras y hacer levantamiento
fotográfico del lugar —. Es el mismo asesino.
—¿Está seguro, inspector?—preguntó desde la puerta la
fiscal, con la boca tapada por un pañuelo para aguantar las
náuseas.
—Mujer, menor de 45 años según dejan ver las fechas de
las fotografías del comedor, zurda—respondió
Guzmán—. Y el modus operandi es el mismo, a menos
que la autopsia esta vez arroje algunas huellas, cosa que
por lo demás dudo que ocurra.
—Quiero ayudar—dijo de pronto tras ellos la voz de
Gebauer, quien ahora hablaba en voz algo más baja.
—Capitán, creo que no es adecuado…
—Disculpe señora fiscal—interrumpió a Riveros el
inspector Guzmán, para luego dirigirse a Gebauer—.
Capitán, ¿podría hacer un perfil de todas las actividades de
31. 30
la teniente, de su rutina en el GOPE y en su vida diaria?
Nos serviría mucho conocer todos los detalles posibles,
para ver si hay alguna cosa que la relacione a ella con las
cinco otras víctimas.
—Cuente con ello inspector—respondió Gebauer,
girando sobre sus talones y saliendo del lugar con paso
marcial.
—¿Crees que nos sirva de algo esa información,
Héctor?—preguntó Jiménez.
—El tipo tiene cerebro de militar, no nos dará un perfil
sino una bitácora de las actividades de la teniente. Es la
mejor posibilidad de obtener todos los detalles posibles de
la vida de una de las víctimas, y con ello podremos buscar
cruces de información que hoy en día nos son imposibles,
o casi inverosímiles—dijo Guzmán.
—Manténganme al tanto detectives—dijo Riveros
mientras sacaba su teléfono celular y empezaba a dar
instrucciones para apurar las diligencias en el domicilio.
A las siete y cuarenta y cinco de la mañana del día
siguiente, mientras Guzmán y Jiménez recién llegaban a la
brigada del crimen, el capitán Gebauer ya los esperaba en
la puerta de la oficina del inspector, de pie y con una
carpeta con el logo de Carabineros en una esquina. En
cuanto lo vieron los detectives apuraron el paso.
—Buenos días inspector, buenos días detective—dijo
Gebauer, cuadrándose frente a los detectives—. Acá está
toda la información que pude recabar de la teniente,
ordenada cronológicamente, y separadas por actividades
recurrentes y esporádicas. En la última página incluí el
número de mi celular personal, cuando tengan alguna
32. 31
información que yo pueda saber, o si hay algo más en que
los pueda ayudar, avísenme. Buenos días.
—Este gallo parece milico más que paco—dijo en voz
baja Jiménez, mientras veían a Gebauer alejarse con paso
marcial hacia la salida de la brigada.
Algunos minutos después, los detectives revisaban el
informe que les había dejado Gebauer.
—Te dije que nos haría una bitácora—dijo Guzmán—, el
nivel de detalle es impresionante, le faltó poner los
minutos a cada horario no más.
—Capaz que hayan sido amantes—comentó Jiménez.
—Eso no tiene nada que ver con la investigación Carlos,
no nos meteremos en eso—dijo Guzmán, serio—. El tipo
nos ayudó con lo que le pedí, ahora tenemos harta
información para investigar, y su vida privada no es una de
ellas.
—Oye, parece que estos tipos no tienen gimnasios
propios o buenos convenios, la teniente iba a un gimnasio
al otro lado de Santiago—dijo Jiménez, leyendo los datos.
—Tienes razón, esa dirección no queda cerca de su casa ni
de su trabajo…—dijo Guzmán, quedando de inmediato
en silencio. De pronto el inspector reaccionó, tomó la
carpeta investigativa y se dedicó algunos minutos a llamar
a distintos números que aparecían en diversas páginas.
—¿Qué pasa Héctor?—preguntó Jiménez, una vez que
Guzmán dejó en la mesa la carpeta y apagó la pantalla de
su celular.
—Encontraste el factor común que nos faltaba Carlos.
Llamé a familiares cercanos de cada víctima, todas iban al
mismo gimnasio, y a todas les quedaba a trasmano de sus
33. 32
casas y trabajos. Gracias a lo obsesivo de Gebauer y tu
revisión, tenemos algo que no es trivial ni azaroso—
respondió Guzmán casi sonriendo, mientras copiaba el
nombre del gimnasio, la dirección y los teléfonos para
investigarlos.
—Buenos días detectives—dijo de improviso la fiscal
Riveros, asomándose a la puerta de la oficina—. Qué
bueno verlos entusiasmados tan temprano en la mañana, y
apenas un día después de una jornada maldita como la de
ayer. Me encontré hace un rato con el capitán Gebauer,
me saludó muy marcial y respetuoso… ¿hay alguna
novedad?
—Sí, el capitán Gebauer nos dejó la información que le
pedí ayer—respondió Guzmán.
—Supongo que el dato del gimnasio es para usted,
Jiménez—dijo de pronto Riveros—. Después de cómo
controló el inspector al capitán del GOPE, dudo que
necesite más entrenamiento.
—No señora, la verdad es que…
—No hay problema detective, es bueno hacer actividad
física—interrumpió la fiscal—. Además es un excelente
gimnasio, yo voy ahí hace años…
34. 33
VII
Una bolsa plástica llena de guaipe tirada en el suelo era
uno de los tesoros más preciados de esa casa a esa hora del
día. Era increíble que esa masa heterogénea de hilos
sueltos y enredados fuera capaz de dejar tan brillante el
balde de cobre que quedaba vacío en el suelo de la
habitación subterránea. El dueño de los baldes frotaba casi
en éxtasis el último continente aún vacío, y se regocijaba
cada vez que su vista se despegaba de su trabajo de pulido
y sus ojos se fijaban en la fila de seis baldes llenos de
sangre, que parecían esperar a que se les uniera su último
compañero lo antes posible para poder concretar su
objetivo. El dueño de los baldes sabía que necesitaba
descansar y regenerarse antes de encontrar y dar caza a la
víctima final; sin embargo, le costaba controlar las ansias
por apurar todo, y sólo lo hacía a sabiendas que un paso
en falso a esas alturas del proceso podía ser irreversible y
totalmente catastrófico.
La fiscal Riveros seguía sin poder convencerse de la
evidencia que tenía ante sus ojos. Había leído varias veces
el expediente y nunca se había consignado ese dato, al
parecer por lo aparentemente irrelevante; sólo después de
llamar personalmente a cada familia para corroborar la
información conseguida por el inspector Guzmán, pudo
aceptar que era cierto, y que tal como había dicho como
broma en su momento, ahora se había convertido en una
potencial víctima del psicópata.
35. 34
—De verdad que no puedo creer esta coincidencia—dijo
Riveros, sentada en una de las sillas de la oficina de
Guzmán, mientras bebía un café.
—No es coincidencia señora fiscal, es la parte que nos
faltaba del patrón característico de las víctimas—dijo el
inspector—. Supongo que se comunicará con el fiscal
regional para dejar la investigación en manos de algún
colega y pedir protección policial.
—¿Está loco inspector? A mí no me amedrenta ese
psicópata, y más aún ahora que me siento más motivada
para capturarlo lo antes posible. Además, usted y yo
sabemos que no hay sitio que se resista a los ataques de
este tipo—respondió Riveros.
—No le voy a faltar el respeto discutiendo su decisión
señora fiscal, pero si alguna vez necesita algo, tiene mi
número y el del detective Jiménez—dijo Guzmán.
—Se lo agradezco inspector. Necesito que vaya hoy al
gimnasio a ver qué logra encontrar; no creo que sirva de
mucho mi visión al respecto por el tiempo que llevo en el
lugar—dijo Riveros.
—¿Qué tiene de especial ese gimnasio como para atravesar
medio Santiago para ir allá?—preguntó Jiménez.
—La verdad detective es que no lo sé. Desde que me
interesé por hacer actividad física voy para allá, de hecho
no recuerdo por qué lo elegí—dijo Riveros, para luego
quedar pensativa—. Si lo pienso bien, no sé por qué sigo
yendo, cada día el trayecto se hace más y más complicado,
con tacos de ida y vuelta…
—¿Y tiene ganas de ir?—preguntó de improviso Guzmán.
—Sí—respondió la fiscal sin pensar—. Dios santo, ¿qué
me está pasando?
36. 35
—Señora fiscal, le sugiero que asigne a alguien de su
confianza para que le impida ir al gimnasio, aunque usted
misma ordene lo contrario. Nosotros vamos de inmediato
a ese lugar a ver qué tiene de especial, o de extraño—dijo
Guzmán.
Guzmán y Jiménez iniciaron el trayecto hacia el sector
oriente de la capital, siguiendo las instrucciones del GPS y
de la propia fiscal. El viaje fue bastante más largo de lo
que parecía, el gimnasio se encontraba en una vieja casona
modificada para dichos fines, que estaba ubicada en una
pequeña calle de difícil acceso, de un solo sentido, por lo
que el camino de vuelta era diferente al de ida. Cuando
entraron, los policías se encontraron con una
infraestructura anticuada pero funcional y bien cuidada,
bastante amplia, con sectores ocupados con máquinas y
otros espacios abiertos como practicar algún deporte o
actividad grupal. A la hora a la que llegaron, aún no había
usuarios en el lugar, y sólo se encontraba un hombre joven
en la recepción, que se mostró sorprendido al ver entrar a
los detectives con indumentaria institucional y las placas
colgando al cuello.
—Buenos días, ¿en qué los puedo ayudar?
—Necesitamos hablar con el administrador—dijo
Guzmán, algo incómodo.
—Yo soy, soy hijo del dueño del gimnasio y me encargo
de las labores de administración hace un par de años—
respondió el joven—. Me llamo Cristián Echaurren, igual
que mi padre, y que el gimnasio.
—¿Hace cuántos años está el gimnasio acá?—preguntó
Jiménez.
37. 36
—Mi padre lo inauguró con mis abuelos hace como
sesenta años. Todos en mi familia eran deportistas, tanto
por parte de madre como de padre; los abuelos habían
recorrido el mundo entero y veían que acá en Chile casi no
había gimnasios, salvo clubes de boxeo, y decidieron
jugársela y convertir la casa destinada para disfrutar su
vejez en un negocio familiar. Afortunadamente la jugada
les resultó, mis abuelos tuvieron un muy buen pasar hasta
el final de sus días, y esto se convirtió en la herencia y la
tradición de la familia.
—¿Cómo consiguen clientes para que esto se sustente
como negocio?—preguntó Guzmán, mientras dos mujeres
jóvenes llegaban en autos del año directo al sector de las
máquinas.
—No conseguimos clientes, llegan solos—respondió
Echaurren, recibiendo una mirada incómoda de parte de
los policías—. Verán, la mayoría de la gente que viene acá
son de la comuna, y son familiares o descendientes de los
primeros clientes; de hecho algunas tardes viene mi padre
y se encuentra con gente de su edad y sus hijos, y más que
hacer gimnasia se dedican a hacer vida social, en esa
cafetería que hay allá al fondo. Otros, que vienen de más
lejos, han llegado recomendados por los clientes de
siempre. Desde que tengo uso de razón no recuerdo que
hayamos hecho alguna campaña publicitaria, y los dos
años en que me ha tocado administrar el negocio, nunca
hemos invertido un peso en difusión del gimnasio.
—Y clientes no les faltan—dijo Jiménez.
—Para nada. Gracias a dios siempre llega gente nueva, y
una vez que llegan rara vez se van. El lugar les gusta
porque cuidamos los detalles desde la perspectiva del
negocio familiar, más que el enfoque del deporte de moda
38. 37
o la tendencia deportiva en boga. Siempre nos
actualizamos, pero como le decía recién, no hacemos
publicidad—respondió Echaurren.
—¿Ustedes manejan fichas o registros de sus clientes?—
preguntó Guzmán—. Necesitamos revisar lo que tengan
de siete clientes, por orden de la fiscalía oriente.
—Claro, no hay problema, los datos que manejamos son
escasos pero están a su disposición de inmediato—
respondió Echaurren—. Cuando me hice cargo de la
administración lo primero que hice fue digitalizar la
información, así que pueden revisar lo que necesiten en esa
terminal, sólo con los números de carnet de identidad de
los usuarios inscritos. Y bueno, si necesitan llevarse el
computador tampoco es problema, tengo todo respaldado
en un disco externo.
Jiménez se sentó frente a la terminal del computador y
empezó a revisar al azar las fichas de los clientes, hasta dar
con la base de datos central, donde pudo tener una visión
general del número de usuarios, sexo, horarios,
anotaciones, domicilios, y otros datos consignados en
claves sin referencias. Con el mismo software hizo cruces
de información para caracterizar en grupos a los clientes, y
una vez que tuvo una idea general a la vista y la pudo
imprimir, buscó las fichas de las víctimas del psicópata,
además de los datos disponibles de la fiscal Riveros.
Finalmente copió en un pendrive la base de datos y los
informes evacuados, para seguir trabajando con ellos en la
brigada de homicidios, y con ayuda del personal de la
brigada del cibercrimen buscar aquellos detalles ocultos a
la vista de un aficionado como él.
39. 38
—Pareces en tu salsa, Carlos—dijo de pronto Guzmán.
—Estuve jugando un rato con los datos antes de
copiarlos—respondió Jiménez—. El administrador se
esmeró en esta pega, parece que es lo que estudió porque
la base es bastante completa. Debo preguntarle por
algunas letras que hay en algunos casilleros dentro de la
planilla al lado del nombre de cada usuario. Hay varios
fáciles de entender, horarios de entrada y salida, fechas de
pago, atrasos, moras, pero hay otras que son sólo letras
que se repiten en varios de los clientes.
—Mientras tú jugabas en el computador ese, me di una
vuelta por las instalaciones—dijo Guzmán, aún con cara
de incomodidad—. Esta cosa es enorme, hacia el fondo
hay piscina, multicanchas, canchas de tenis, unas casitas
con muros de vidrio con viejas haciendo yoga. Si hasta un
dojo de artes marciales tienen al lado del muro colindante.
—Oye, antes que se me olvide, ¿qué…
—¿Cómo les fue, detectives?—dijo el administrador,
interrumpiendo a Jiménez.
—Bien para empezar, aunque ya tengo algunas preguntas
que hacerle—respondió Jiménez, girando la pantalla hacia
un sorprendido Echaurren al ver su base de datos
desplegada—. Hay mucha información que es fácil de
interpretar, fechas, montos, plazos, horarios, pero no sé
qué significan esas letras que se repiten en los clientes.
—Esas son claves que asignó mi padre—dijo
Echaurren—. Se refieren a las diversas actividades que se
realizan acá. Algunas llevan una sola letra cuando la inicial
de la actividad es única, por ejemplo “f” de futbolito,
otras las dos primeras si la inicial es compartida, como ve
acá en “pe” de pesas y “pi” de piscina. Las de la siguiente
columna se refieren a características de personalidad de los
40. 39
usuarios que nos son útiles para facilitar la interacción de
nuestros empleados con los clientes, y a veces para evitar
roces entre clientes. Ese que está marcado con “o” es
odioso, estos que aparecen con “s” son los solitarios,
aquellas que están con “c” son conversadoras. No sé de
dónde sacó la idea, pero al menos acá en la sala de pesas,
máquinas y entrenamiento funcional, los solitarios
agradecen estar agrupados consigo mismos, y las
conversadoras ya llegan y se van juntas. Supongo que le
idea debe ser importada de algún gimnasio de otra parte
del mundo.
—Qué interesante idea, y qué raro que no se las hayan
copiado—dijo Guzmán.
—Señor Echaurren, ¿qué significa en esta columna la
“b”?—preguntó Jiménez, dejando desconcertado al
administrador.
—Ehh… no me había fijado en esa clave… ni idea qué
significará, deberé preguntarle a mi padre cuando lo vea…
no, no se me ocurre qué pueda ser—dijo Echaurren—.
Pero son pocas fichas, menos de diez por lo que alcanzo a
ver.
—Le agradeceré que en cuanto tenga el dato me lo
informe—dijo Jiménez.
—Señor Echaurren, gracias por la información, cuando
tengamos alguna duda nos comunicaremos con usted, acá
están nuestros números telefónicos. Buenos días—dijo
Guzmán, saliendo a toda prisa del lugar.
Los detectives volvieron al móvil. Antes de encender el
motor, Jiménez miró fijamente a Guzmán.
41. 40
—De nuevo y antes que se me olvide, a ti te pasó algo en
ese gimnasio, ¿fue esa cosa del mal olor de la gente
mala?—preguntó Jiménez.
—Sí, pero no era de ninguna persona en especial. Recorrí
todo el terreno, y sólo hasta que pasamos la reja
desapareció el mal olor—respondió Guzmán, pensativo.
42. 41
VIII
Dos días después, los peritos de informática de la PDI
tenían una caracterización total de la base de datos del
gimnasio. Dentro de todo, destacaba que no había más
factores comunes en las fichas de las seis fallecidas que la
edad, que en ninguna parte aparecía estipulado que eran
zurdas, y que sólo en sus columnas de datos aparecía la
misteriosa letra “b”. Jiménez había tenido la precaución de
quitar de la base de datos la información de la fiscal, para
que nadie salvo ellos se enterara que también en su
casillero aparecía dicha letra. Salvo ello, sus domicilios,
profesiones, historias familiares, económicas y personales
eran demasiado divergentes para establecer un patrón útil
a seguir; sin embargo, ambos policías tenían claro que la
siguiente víctima sería Riveros, así que tenían que ver de
qué modo proteger a la fiscal para poder seguir con cierta
tranquilidad las pericias y ubicar al asesino antes que
subiera el número de víctimas, y que la prensa tuviera
ahora a una suerte de mártir en el poder judicial, y a un
chivo expiatorio en la PDI. Justo en ese momento la fiscal
apareció en la puerta, con una maleta con su notebook.
—¿Cómo están detectives, han avanzado algo en su
trabajo?—preguntó Riveros.
—Buenos días señora fiscal—respondió Guzmán—. Ya
recibimos el informe de informática, y llegamos a la
conclusión casi con cien por ciento de certeza que la
siguiente víctima es usted.
—Yo también creo lo mismo, detectives—dijo la fiscal,
sorprendiendo a los policías—. Yo también hice mi parte
en la investigación, y encontré algo más rebuscado que ser
43. 42
zurda menor de 45 años e ir a un gimnasio alejado de
todas partes.
—¿Más rebuscado que tener una letra “b” en su ficha y
que nadie sepa qué significa?—preguntó Jiménez.
—Tanto así, que tengo una teoría acerca del significado
de esa inicial—respondió Riveros, dejando perplejos a los
policías—. Verán, después de ver las pocas cosas que
tenemos en común y la enormidad de cosas en que no nos
parecemos en nada con las víctimas, empecé a investigar
detalles raros, a ver si existía otra regla general. Pues bien,
lo primero con que di, es que incluyéndome, ninguna de
las víctimas seguía alguna religión.
—¿Todas ateas?—preguntó Jiménez, intrigado.
—No tan solo respecto de religiones occidentales
tradicionales, sino de ninguna religión o pensamiento
filosófico oriental o de origen poco conocido—respondió
Riveros—. De hecho al entrevistar a algunos familiares,
me dijeron que tampoco pertenecían a alguna secta o
grupo de pensamiento esotérico, ni de ninguna índole.
—¿Y eso no ocasiona problemas en el entorno
familiar?—preguntó Guzmán—. No sé si en su caso
pueda ser distinto, señora fiscal.
—Pregunté lo mismo en todos los casos, justamente
pensando en mi historia familiar, y ahí surgió otra
coincidencia más—dijo Riveros—. Ninguna de las
familias ha tenido religión, al menos hasta donde tienen
memoria. De hecho en tres casos las personas con que me
contacté preguntaron a sus abuelos, y ninguno tenía
memoria de haber ido o visto ir a algún familiar a algún
tipo de culto o ceremonia. Para terminar de convencerme
llamé a la abuela que me queda viva, y la señora me
aseguró que ni sus padres ni sus abuelos tenían religión, y
44. 43
que salvo curas intrusos, nunca se tocó el tema en la
familia.
—Eso igual debe haber generado conflictos al querer
casarse, o en la crianza de los hijos—dijo Jiménez.
—Bueno, no sé si fue algo espontáneo, conversado, o
decidido, pero no hay religiosidad en ninguno de los
antepasados, detective—dijo la fiscal—. No es una sola
línea familiar, son todas. Nuestros árboles genealógicos
son ateos en su totalidad desde tiempos inmemoriales.
—Como si se hubieran buscado para mantener la falta de
religiosidad en la familia—dijo Guzmán—. De todos
modos, si pensamos que la religión casi siempre se hereda,
no es raro que la tradición atea también pueda pasar de
generación en generación. Es más raro que heredar la
religión, pero no suena tremendamente improbable.
—Matemáticamente es casi una locura—comentó
Jiménez—. La víctima, dos padres, cuatro abuelos, ocho
bisabuelos, dieciséis tatarabuelos y así hacia atrás… me
falta gente o me sobran generaciones.
—No había pensado en eso detective, buen punto, tal vez
deba investigar un poco más dónde se originó todo esto,
tal vez sea un par de siglos, no más…—dijo la fiscal,
pensativa.
—De todos modos queda claro que no es coincidencia,
que es otro factor común más dentro del patrón de las
víctimas, y que siguiendo dicho patrón la siguiente
persona en la lista sea la fiscal—dijo Guzmán—. Señora
Riveros, necesito volver a pedirle que delegue el caso en
otro profesional para velar por su seguridad.
—Gracias por la preocupación inspector, pero ya
hablamos el tema—respondió Riveros, poniéndose de
pie—. Debo seguir revisando los cabos sueltos de las
45. 44
historias familiares, a ver con qué otra sorpresa me
encuentro. Por mientras necesito que sigan investigando el
gimnasio y a sus dueños, siento que algo nos falta por
aclarar en ese lugar, que haya hecho confluir a todas las
víctimas en el lugar.
—Señora fiscal, disculpe la indiscreción—dijo de
improviso Jiménez—. Usted dijo cuando llegó que tenía
una teoría respecto del significado de la letra “b” en los
casilleros de sus datos, y no me puedo quedar con la duda,
¿qué cree usted que significa?
—Bruja—respondió a secas Riveros
—Bruja—repitió de inmediato Guzmán, quedando de
blanco de las miradas de Jiménez y Riveros—. No hay
ninguna otra palabra que englobe mejor a una mujer,
zurda y atea, para una mentalidad fundamentalista
religiosa de tres siglos atrás, cuando la iglesia gobernaba
medio mundo. Lamentablemente no es explicable en una
planilla informática de un procesador del siglo XXI.
—¿Tiene otra teoría acaso, inspector?—preguntó Riveros.
—No, estoy completamente de acuerdo con usted—
respondió Guzmán, cabizbajo—. Ese es el problema.
46. 45
IX
Albertina Riveros descansaba tomando un baño caliente
con sales aromáticas en la tina de su baño. Ese fin de
semana su hijo estaba con su ex esposo, por lo que ella
podía darse el escaso lujo de disfrutar del silencio y la
tranquilidad en su propio hogar. Su mente seguía
divagando en los avances de la investigación, que habían
sido exiguos las últimas semanas, pero que habían servido
para confirmar sus sospechas. Luego de recurrir a peritos
bibliotecólogos e historiadores, logró dar con un
antecedente sorprendente: en todas las líneas familiares de
las víctimas, durante el siglo XVIII y principios del siglo
XIX, había habido sospechas de brujería en al menos una
de las mujeres del árbol genealógico; inclusive en dos de
los casos hubo procesos instruidos por la inquisición, que
no llegaron a ninguna sentencia. Por su parte ella investigó
por sus medios a su propia familia, encontrando en una de
las mujeres el mismo antecedente, sin que hubiera en ese
caso registro de proceso, sino sólo denuncias en una
iglesia en 1801 que nunca fueron investigadas por el
tribunal eclesiástico. Para Riveros no había lugar a dudas,
el psicópata debía saber eso, y por eso las buscaba tan
directamente: necesitaba la sangre de descendientes de
brujas sin relación con ninguna religión. Ahora les faltaba
encontrar para qué quería toda esa sangre, y cuál era la
relación con el gimnasio, que era a lo que estaban
abocados Guzmán y Jiménez. En ese instante la
temperatura del agua, la sensación de las sales en su piel y
en su nariz y el silencio casi absoluto de su departamento
empezaron a hacer efecto en su estado de conciencia.
47. 46
Riveros despertó bruscamente en su tina, asustada por un
golpe que sintió en la puerta de entrada. Cuando
empezaba a incorporarse en el baño para poder cubrirse
con una toalla y salir a ver qué pasaba, la puerta del lugar
se abrió violentamente, y una mano se apoderó de su
cuello, asfixiándola rápidamente al punto de hacerla
perder las fuerzas y parcialmente el conocimiento, cayendo
de espaldas a la tina y dejando su cabeza totalmente
sumergida; unos pocos segundos después, sintió una fuerte
presión en uno de sus tobillos y un incómodo roce en su
espalda: estaba siendo arrastrada a su dormitorio.
Mientras yacía en el suelo alfombrado de su habitación y
su mente intentaba reconectarse con la realidad, alcanzó a
divisar una silueta baja, muy ancha, con una gran joroba
en su espalda, que de improviso desapareció, para luego
dejar en el suelo una especie de balde que resplandecía con
la luz de una de sus lámparas. De su espalda sacó ahora
una especie de estaca metálica opaca larga con una cadena
y cordones colgando de sus extremos, y sin mediar
esfuerzo aparente saltó hacia el techo y clavó la estaca
metálica completa, dejando sólo visible la argolla con la
cadena y las amarras: ahora que su cabeza estaba más
activa, comprendió que estaba ad portas del final de su
camino.
La silueta se acercó a Riveros y la tomó por uno de sus
tobillos, sin que la mujer intentara oponer resistencia. De
pronto tres golpes secos se escucharon a sus espaldas,
haciendo que la silueta la soltara y girara rápidamente,
para abalanzarse sobre alguien que se encontraba en la
puerta de entrada del dormitorio. La mujer logró
48. 47
enderezarse y apoyar su espalda contra el muro,
alcanzando a distinguir al capitán Gebauer siendo
golpeado con ira por el pequeño atacante, quien aguantaba
estoico la interminable golpiza. De pronto, Gebauer logró
hacerse de nuevo de su pistola gracias a la correa que lo
ataba a ella, y percutó dos tiros que no hirieron a la
silueta, pero que lo descompensaron sobremanera: las dos
balas provocaron cuatro perforaciones en el balde de
cobre, dejándolo inutilizado. En ese instante la silueta se
descontroló, levantó en el aire a Gebauer y lo lanzó contra
uno de los muros de la habitación, dejándose oír una
especie de crujido y un quejido ahogado de boca del
capitán; en el instante en que la silueta se disponía a atacar
de nuevo al capitán, un golpe como de madera se escuchó
a sus espaldas, seguida de un grito de dolor indescriptible
y de la huida de la silueta, no sin antes recuperar su balde
y su mochila. Antes de desmayarse, Riveros vio cómo
alguien de ropa azul cubría su aún desnudo cuerpo con
una frazada.
Poco antes de terminar el turno del viernes, Guzmán y
Jiménez seguían tratando de armar el rompecabezas en
que se había convertido el caso del psicópata. A esas
alturas de la investigación, el sentimiento que los
embargaba era de frustración, pues la fiscal había logrado
grandes avances respecto del descubrimiento de
antecedentes históricos fidedignos de la historia familiar
de todas las víctimas con mujeres sindicadas en su
momento como brujas, y ellos no habían logrado ningún
avance que explicara cuál era el papel del gimnasio o sus
clientes en los sucesos acaecidos. Guzmán estaba
particularmente molesto, al saber que algo malo había en
49. 48
el lugar y no poder identificarlo: un par de veces se había
dado el trabajo de ir de madrugada al lugar y entrar
burlando el precario sistema de alarmas, y en ambas
oportunidades la sensación de mal olor aparecía en cuanto
entraba a los límites del terreno y desaparecía al salir de
éste. Por su parte, pese a la certeza del significado de la
letra “b” en las fichas del gimnasio, habían vuelto a
consultar al administrador, quien se había comunicado
con su padre que andaba de viaje en Europa y no
recordaba el significado de la letra; en esos momentos la
esperanza que les quedaba era interrogar al dueño del
negocio cuando volviera al país, a ver si en persona
lograban conseguir información útil respecto de la letra y
del origen de la casa.
—Héctor, no creo que con leer de nuevo los papeles de la
propiedad encuentres algo que hayas pasado por alto—
dijo Jiménez.
—Sé que tenemos que haber pasado por alto algún detalle
Carlos—respondió Guzmán—. Es todo demasiado
normal para el olor de ese terreno, algo tiene que haber.
—Pero si no está en los documentos del conservador de
bienes raíces, ¿dónde más puede estar, en archivos
nacionales?
—Si esa es la opción que queda, habrá que hacerlo. Tal
vez haga lo mismo que la fiscal, consultar bibliotecólogos
o historiadores a ver si hay algún registro del origen de ese
terreno que date del siglo XIX—dijo Guzmán.
En ese instante el celular de Guzmán sonó una vez, y de
inmediato el llamado se traspasó al teléfono de la oficina,
tal como había programado que sucediera cuando se
50. 49
encontrara en la brigada. Guzmán apretó el contestador
con altavoz, y antes de alcanzar a saludar se escuchó la voz
agitada del capitán Gebauer:
—Guzmán, un sospechoso con todas las características
conocidas del psicópata acaba de entrar al edificio de la
fiscal Riveros y de golpear al conserje, quien perdió el
conocimiento. Necesito apoyo urgente.
Guzmán y Jiménez salieron raudos en el móvil con balizas
y sirenas encendidas, esquivando vehículos a una velocidad
vertiginosa para tratar de salvar a la fiscal, y de paso evitar
que desde el punto de vista mediático el caso se les
escapara de las manos. En cuatro minutos los detectives
llegaron al edificio, en donde dos o tres residentes
trataban de reanimar al aturdido conserje en la portería del
lugar; sin fijarse demasiado, ambos policías tomaron el
ascensor, dentro del cual Jiménez sacó su arma de servicio,
pasando de inmediato la bala a la recámara, mientras
Guzmán hacía lo propio y a la vez sacaba y extendía su
vara.
—Mantente detrás de mí, si Gebauer no volvió a avisar, es
porque el sospechoso se le fue en collera—dijo el
inspector, al momento que se abría la puerta del ascensor.
Los detectives no necesitaron buscar el número del
departamento, pues al fondo del pasillo había una puerta
arrancada de cuajo desde donde se dejaban oír ruidos de
golpes y quejidos. Justo a mitad de trayecto entre ascensor
y puerta, dos disparos de pistola semiautomática se
oyeron, haciendo que ambos detectives apuraran el paso
51. 50
apegados a uno de los muros. Al entrar, Guzmán vio una
silueta de no más de un metro sesenta en la puerta del
dormitorio del departamento, distinguiéndose al fondo el
cuerpo de un uniformado con su arma en la mano al lado
de una mujer desnuda. Casi sin pensar el inspector se
lanzó sobre la silueta con la vara en su brazo flectado,
descargando un violento golpe con todas sus fuerzas en el
flanco derecho del torso, que hizo que la silueta gritara y
se retorciera de dolor, y que de inmediato corriera a
rescatar un balde de cobre que había en el suelo para luego
lanzarse por la ventana al vacío. Mientras Jiménez tomaba
una frazada de la cama para cubrir el cuerpo de la fiscal
Riveros, quien justo en ese instante se desmayó, Guzmán
miró a la calle sin ver rastros del esperable cuerpo que
debería verse en el suelo luego de tamaña caída, para luego
ir a revisar a Gebauer, quien parecía no poder moverse y
respiraba con evidente dificultad. Antes de perder el
conocimiento presa del dolor, y mientras se escuchaban de
fondo las sirenas de ambulancias, carabineros y PDI, el
capitán, susurró:
—Nos salvaste la vida, rati huevón…
52. 51
X
Albertina Riveros despertó bruscamente en la habitación;
sólo después de algunos segundos se dio cuenta que no
estaba en su departamento ni con su ropa, que la botonera
y el barandal de su cama correspondían a un catre clínico,
y que su vida no corría peligro inmediato. Luego de
adecuar su vista a la baja luminosidad del lugar, descubrió
dónde encender una luz para poder encontrar el botón
para que alguien fuera a verla y avisar que estaba
consciente. A los veinte segundos de tocar el timbre, la
puerta se abrió lentamente, dejando ver un policía armado
hasta los dientes como custodio, quien dejó pasar al
personal que revisó sus signos vitales y su nivel de
consciencia, para autorizar el paso de los detectives y
avisar a su familia que se encontraba en buenas
condiciones generales.
—Guzmán, Jiménez, qué bueno verlos, me salvaron la
vida—dijo Riveros con voz baja producto de los
tranquilizantes y analgésicos.
—El capitán Gebauer fue el verdadero héroe de la jornada
señora fiscal—dijo Guzmán—. Gracias a lo obsesivo que
es y a su deseo de venganza, se dedicó a vigilar sus pasos y
estuvo en el momento y lugar adecuado. Si no fuera por
él…
—Aún recuerdo a Gebauer siendo golpeado por esa
bestia… luego lo lanzó contra la muralla y el pobre igual
quería seguir defendiéndome… por favor, díganme que
está bien…
—Por lo que nos dijeron salió de pabellón hace poco,
tuvieron que reparar varias fracturas—dijo Jiménez—. El
53. 52
tipo tiene un aguante increíble, el psicópata le quebró
huesos que ni sabíamos que existían.
—¿Qué haremos ahora?—preguntó Riveros.
—Haremos es mucha gente—respondió Guzmán—.
Usted está oficialmente fuera del caso, pasó a ser víctima y
testigo, así que el fiscal regional designó a alguien con
dedicación exclusiva. La mantendremos informada del
caso, pero de modo extraoficial. Su trabajo es recuperarse
y seguir las instrucciones del equipo de seguridad que le
asignaron, señora Riveros.
Guzmán y Jiménez salieron de la habitación. Justo en ese
instante una cara conocida apareció frente a ellos.
—¿Ustedes otra vez? ¿Acaso no hay más detectives en la
brigada del crimen?—dijo el fiscal con dedicación
exclusiva Patricio Ortega—. ¿Detrás de qué están ahora,
un fantasma, un elefante rosado, qué?
—Un psicópata que lleva seis homicidios consumados, y
uno frustrado contra una fiscal de la república y un
capitán del GOPE de Carabineros—respondió Guzmán al
fiscal con que habían investigado el caso conocido como
el “ángel negro”.
—Conozco el caso Guzmán, sólo quería hacerles una
broma, pero parece que el humor no es uno de sus mejores
sentidos—dijo Ortega—. Ya tengo en mi poder la carpeta
investigativa, supongo que en un par de días me reuniré
con ustedes para que me aclaren algunas dudas y
empecemos a trabajar como corresponde. Buenas noches
señores.
54. 53
Guzmán caminó cabizbajo hacia la salida del piso, para
dirigirse a la UCI a ver si lograba obtener información del
estado de salud de Gebauer. Jiménez caminaba a su lado
en silencio.
—¿Qué te parece que asignaran a Ortega al caso, crees que
nos dará problemas?
—No me interesa Ortega, me interesa que no maten a
Riveros y que Gebauer nos cuente qué onda con la bestia
que casi lo mató—respondió Guzmán—. Ortega es
conocido, le gusta resolver los casos rápido y sin meterse
en lo que no entiende. Creo que dentro de los males, él es
el menor.
Luego de un par de consultas y de conversar con el
comandante a cargo de la seguridad de la UCI y con el
médico tratante, Guzmán consiguió autorización para
hablar un par de palabras con Gebauer. Cuando entró a la
habitación, encontró al capitán con varias gasas pegadas a
distintas partes de su cuerpo, la ropa de cama levantada
con algún tipo de armazón para que no rozara su piel, y
sendos yesos en ambos brazos.
—Ese huevón tiene más fuerza que tú, Guzmán—dijo de
la nada Gebauer—. Nunca en mi puta vida, ni para el
entrenamiento, ni en alguna misión, ni en peleas de
borrachos me habían sacado la chucha del modo en que lo
hizo ese petiso de mierda. Me duele hasta el pelo.
—¿Viste algo que nos pueda servir para identificar al
psicópata?—preguntó Guzmán.
—Entré disparando… estoy seguro que acerté los tres
tiros en su espalda, debe haber llevado chaleco antibalas o
55. 54
algo así… ¿sabes? , no lo calificaría como psicópata, era
como una bestia salvaje sin control, fuerza descontrolada,
instintivo más que pensante, por eso me fracturó los
brazos y las piernas, logré bloquear todos los golpes con
las extremidades.
—¿Cómo se te ocurrió lo de dispararle al balde, Gebauer?
Eso fue una genialidad—dijo Guzmán.
—Fue desesperación—respondió el capitán—. Logré de
suerte recuperar el arma con la correa de seguridad, y
como los primeros tres tiros no le hicieron nada, no se me
ocurrió otra cosa que darle a esa huevada que tanto
protege esa mierda… chucha, ese azote contra la muralla
sí que me cagó, me pegué en el borde del marco de la
puerta del clóset en plena espalda, y me paralizó varios
segundos, casi no podía ni respirar.
—Eres rudo Gebauer—comentó Guzmán—. Ahora trata
de recuperarte, siempre es útil tener a alguien rudo y bien
entrenado de nuestro lado.
—Oye rati, no te hagas el huevón—dijo Gebauer, cuando
Guzmán se acercó a la puerta para salir—. ¿Con qué le
diste a esa bestia para que chillara como niñita y arrancara
sin dar más pelea?
—Con un palo—respondió Guzmán.
—Sí claro, resiste tres balazos y arranca por un palo, te lo
creo—dijo Gebauer, recostando su cabeza en la almohada.
—Mejórate luego, paco porfiado—dijo Guzmán, para
luego agregar—. Ah, por si te sirve para el ego los peritos
encontraron cinco vainas en la alfombra y sólo dos
proyectiles en la puerta del closet, efectivamente acertaste
los tres disparos que le hiciste.
56. 55
Guzmán salió de la UCI nuevamente cabizbajo, la
investigación no estaba arrojando frutos, y si el psicópata
decidía atacar el hospital institucional, la cantidad de bajas
sería enorme. Ahora sólo le quedaba esperar que la
reparación del balde le tomara un tiempo al asesino, y que
el golpe en las costillas le hubiera causado algo más que
simple dolor. Antes de despachar a Jiménez para que se
fuera a descansar, revisó su inflamada muñeca derecha,
resentida luego de golpear a la bestia.
En un subterráneo del sector oriente de Santiago, la ira
contenida enrarecía el aire. Seis baldes de cobre brillante
esperaban en fila a que el séptimo estuviera lleno para
poder hacer aquello para lo que se les había fabricado. Al
otro lado de la habitación, el dueño de los baldes
calentaba una pequeña fragua para tratar de cerrar los
cuatro agujeros que le habían hecho a punta de bala al
continente vacío y por ahora inutilizable, a punta de
martillo y yunque al cobre caliente. Si quería que todo
resultara bien no podía agregar otro metal al material
original, pues ello lo dejaría inútil para siempre, y sin
posibilidad de concretar su misión al no existir reemplazo
posible. En cuanto empezó a martillar el metal al rojo vivo
sobre el yunque, recordó que había algo que no se podría
reparar sino hasta que todo estuviera consumado; por
mientras, no le quedaba más que aprender a convivir con
el primer dolor físico de su vida que no había sido capaz
de controlar ni superar, sin siquiera tratar de entender
cómo un humano había sido capaz de provocárselo con
algo que parecía una simple vara de madera.
57. 56
XI
Dos días después del ataque a la fiscal Riveros, la brigada
del crimen de la PDI y el fiscal Ortega trataban de
mantener el caso bajo otro rótulo para los medios de
prensa y así evitar el juego de especulaciones, y la
posibilidad que el sospechoso se enterara por televisión de
eventuales avances en el caso. Los detectives sentían que
tendrían algo de tiempo para seguir ordenando la historia,
pues Ortega se había comunicado con ellos para avisarles
que no alcanzaría a leer todo el expediente en menos de
una semana, y era casi seguro que el psicópata no sería
capaz de atacar en el Hospital de Carabineros a Riveros,
máxime con el balde inutilizado y con la lesión que le
provocó Guzmán en el enfrentamiento. Si todo seguía un
curso ideal, tendrían cinco días para dedicarse a aclarar sus
dudas respecto del gimnasio, y uno o dos meses antes que
el psicópata volviera a atacar.
Jiménez revisaba nuevamente los papales de la propiedad,
a ver si encontraba algún registro que les sirviera para
descubrir algo que les aclarara la relación de las víctimas
con ese lugar. Hasta donde había logrado averiguar, el
terreno había sido heredado por la familia desde el siglo
XIX, pues todos los registros a partir del 1900 ya venían
con el apellido Echaurren. Esa mañana el detective se
dirigió nuevamente al conservador de bienes raíces para
ver si existían registros anteriores que se relacionaran con
los antepasados de las víctimas, y así descubrir algo que
sirviera para encontrar al psicópata antes que volviera a
atacar.
58. 57
Guzmán se encontraba a mediodía en un restaurante a
pocas cuadras de la brigada, almorzando en una mesa al
fondo del local con una sola silla, pues necesitaba algo de
soledad al menos una vez al día para tratar de limpiar su
mente del trabajo y de la vida diaria. Cuando se aprestaba
a pedir la cuenta, Jiménez apareció con una silla para
sentarse rápidamente a su lado.
—Ya conozco tu escondite secreto—dijo Jiménez,
sonriendo.
—Que no tiene nada de secreto—respondió Guzmán—.
¿Encontraste algo nuevo, Carlos?
—Más bien algo viejo. Me metí a los archivos históricos
del conservador, y me encontré con que el terreno le fue
traspasado a la familia Echaurren en 1884 por un señor de
apellido Intzaurren, terrateniente de origen vasco cuya
familia llegó a Chile en 1820, una vez acabadas las
hostilidades con España por la guerra de independencia.
Por lo que logré averiguar, esta familia no proviene de la
parte actualmente española de las provincias vascas, sino
del nororiente de los Pirineos, en Francia. Tal vez por eso
no hubo problemas a su llegada en esa fecha.
—¿Conseguiste alguna copia de esos papeles?—preguntó
Guzmán mientras pagaba.
—Son documentos antiguos digitalizados, conseguí una
copia en pdf que cargué en un par de pendrives de todos
los registros existentes de esa familia—respondió
Jiménez—. Vengo de la brigada, así que ya está todo
respaldado en el disco duro de nuestros computadores.
—¿Nuestros? ¿Y cómo se supone que accediste al mío si
está con clave?
59. 58
—Héctor, te he dicho una y mil veces que tus iniciales y
tu año de nacimiento no son una buena clave—respondió
el detective.
Media hora más tarde ambos detectives revisaban los
detalles del documento digitalizado. De tanto en tanto
alguna sonrisa escapaba de sus rostros al ver los cambios
ortográficos y gramaticales en poco menos de ciento
cincuenta años, y se sorprendían al ver la calidad del
trabajo caligráfico de ese entonces.
—Acá hay algo interesante—dijo de pronto Guzmán—.
El documento no menciona montos en ninguna parte, y
efectivamente como dijiste define la transacción como
“traspaso”.
—¿Y qué tiene de raro? Tal vez había una deuda entre
ellos y el terreno sirvió como parte de pago, recuerda que
en esa época la palabra empeñada valía—dijo Jiménez, sin
dejar de leer.
—Si así fuera, hubiera quedado estipulado en alguna
parte. Además, el terreno es enorme, no es algo que
regalarías, y si fuera por una deuda, sería realmente alguna
cantidad exagerada… dame un segundo, deja revisar algo
por internet, tengo una corazonada respecto del apellido
del dueño—dijo Guzmán, para luego empezar a digitar
algunas palabras en su teclado; pasados algunos segundos,
empezó a sonreír en silencio.
—Parece que le achuntaste a la corazonada, ¿qué pasó con
el traspaso?—preguntó Jiménez.
—Al parecer no hubo tal traspaso, sino más bien una
herencia—respondió Guzmán, dejando algo perplejo a
Jiménez—. Según encontré en internet, Echaurren es una
60. 59
castellanización de Intzaurren. Al parecer es el mismo
apellido.
—¿Y por qué lo habrán castellanizado?
—Tal vez para despistar u ocultar algo—dijo Guzmán—.
Lo que pasa con ese terreno tiene algo que ver con el
terrateniente vasco.
Guzmán y Jiménez aprovecharon los tres días restantes
antes de la entrevista con el fiscal para reunir toda la
información que pudieran acerca de la historia de los
apellidos vascos con que se habían topado. Los resultados
de la investigación dejaron a ambos detectives
sorprendidos y complicados, al tener que explicarle el
tema a un fiscal que rehuía todo aquello que no tuviera
explicación lógica; sin embargo, las conclusiones a las que
llegaron seguían la lógica de los descubrimientos previos,
por lo cual sólo debían cuidar la interpretación que le
darían a los datos. Justo en la fecha comprometida, el
fiscal Ortega llegaba a las ocho de la mañana en punto a la
brigada del crimen para interiorizarse de las novedades
que se deberían incorporar a la carpeta investigativa.
—Buenos días detectives. Antes de comenzar quiero
informarles que la fiscal Riveros ya fue dada de alta, y que
se encuentra en un lugar protegido con custodia policial
las 24 horas del día hasta que demos con el asesino. Por
otro lado el capitán Gebauer fue derivado a su domicilio,
y según me informó él mismo, estará enyesado durante un
mes, luego de lo cual iniciará su rehabilitación. Interrogué
a ambos ayer y anteayer, y les envié a sus mails la
transcripción de dichas declaraciones, por si las necesitan
para el trabajo que estamos desarrollando. Estuve leyendo
61. 60
los últimos apuntes de la fiscal Riveros, y me encontré con
factores comunes a las seis víctimas que parecían tener que
ver con casos de brujería en sus árboles genealógicos de
hace un par de siglos atrás. Obviamente decidí excluir
dichos factores por hallarlos fuera de todo orden respecto
de la investigación actual, hasta que pericié el computador
de la propia fiscal, y me encontré con una serie de archivos
que confirman fehacientemente que ella encaja
perfectamente en el perfil de las víctimas, incluyendo
dichos datos. ¿Ustedes estaban al tanto de esto?
—Sí señor, está dentro de la información que
manejamos—respondió Guzmán—. Es por ello que
consideramos a este asesino como un psicópata, por lo
rebuscado en la elección de las víctimas y por el modus
operandi. Creemos que la extracción de casi la totalidad
de la sangre de todas las víctimas y el antecedente de la
presencia de mujeres sindicadas como brujas en sus
antepasados tendría que ver con la utilización de dicha
sangre en alguna suerte de ritual, con algún objetivo que
aún no somos capaces de dilucidar.
—Suena racional en el contexto de la irracionalidad de
estos homicidios—comentó Ortega—. Hay un dato que
aún me hace ruido en la declaración de Gebauer, y tiene
que ver con la reacción del sospechoso cuando el capitán
le disparó al balde donde recogería la sangre.
—Pensamos que ello está dentro del ritual que sigue el
psicópata—dijo Jiménez.
—¿No han pensado en que el sospechoso puede
pertenecer a la comunidad gitana?—preguntó Ortega,
dejando en silencio a los detectives—. Piénsenlo, los
gitanos son expertos en trabajar el cobre, y ellos creen en
esto de la magia y la brujería.
62. 61
—Nosotros avanzamos en la investigación respecto del
gimnasio al que todas las víctimas asistían, y encontramos
alguna información que va por otra línea—respondió
Guzmán, pensativo.
—Bueno, los escucho—dijo Ortega, mientras se servía un
café.
—Estuvimos investigando la historia de los dueños de la
propiedad donde está el gimnasio, y nos encontramos con
que hubo una situación anómala en 1840—empezó a
relatar Guzmán—. En esa fecha aparece un traspaso de los
derechos de la propiedad que no resultó ser tal, sino una
herencia con cambio de apellido del heredero o receptor
del terreno, quien castellanizó su apellido real de
ascendencia vasca por el actual de la familia. A partir de
ahí buscamos información respecto de los orígenes de
dicho grupo familiar, y nos encontramos con una serie de
procesos eclesiásticos formales e informales en la nación
vasca entre los siglos XVI y XVII, algunos de los cuales
están documentados por la inquisición, y otros que sólo
figuran en registros históricos y actas de iglesias locales,
relacionados con actividad de presuntas brujas.
—Que salen de nuevo al baile—comentó Ortega, con
cara de desagrado.
—Tal es la importancia de la historia de la llamada
“brujería vasca” por algunos historiadores, que la palabra
aquelarre es de origen vasco—dijo Jiménez—. Según las
fuentes que investigamos, viene de “akerra” que es macho
cabrío, y “larra” que significa prado.
—El prado del macho cabrío—concluyó Ortega.
—Y como usted debe saber, el macho cabrío es una de las
manifestaciones culturales más conocidas del demonio—
agregó Guzmán—. Bueno, como habrá visto en el
63. 62
expediente, uno de los factores comunes a todas las
víctimas es la ausencia de tendencias religiosas; pues bien,
descubrimos que esta familia Echaurren tampoco tiene
relación con religiones formales.
—¿Por qué dijo religiones formales, inspector? ¿Acaso sí
tienen historia de alguna secta o algo parecido?—preguntó
de inmediato Ortega, atento al relato.
—Lo que descubrimos es que hasta antes del viaje de los
abuelos del administrador por el mundo, la casa que
construyeron en el terreno se ocupaba para hacer
reuniones nocturnas los fines de semana—respondió
Guzmán—. Según registros policiales, hubo muchas
denuncias respecto de desaparición de mascotas de los
vecinos del sector por allá por 1948, que nunca pudieron
relacionarse con la familia Echaurren. Junto con ello,
también hubo denuncias por ruidos molestos, que no
pasaron a mayores. En 1954, un año antes que se
inaugurara el gimnasio, hubo una denuncia muy extraña,
anónima, acerca de la casa de los Echaurren. En ella una
persona relataba que las reuniones de los fines de semana
eran algo así como misas satánicas dirigidas por el abuelo
del administrador actual del gimnasio, que en ellas
regularmente se sacrificaban animales del sector o traídos
por los asistentes…
—Qué conveniente la relación de los hechos—
interrumpió Ortega, en tono sarcástico.
—Falta la guinda de la torta, señor fiscal—agregó
Guzmán—. Dicha persona relató que durante seis años
seguidos, entre 1948 y 1953, al menos una vez al año se
hicieron sacrificios humanos en el lugar, que todas las
sacrificadas eran niñas, hijas de algunos de los asistentes a
las misas. Además declaró que hizo la denuncia porque su
64. 63
hija debía ser la séptima víctima, cosa a la cual obviamente
se negó. El caso terminó archivado porque al interrogar a
los padres de las supuestas seis víctimas todos negaron los
hechos, afirmando que las reuniones eran simplemente
fiestas de amigos; sin embargo, uno de los policías
involucrado en la investigación dejó registrado que pese a
no haber pruebas ni denuncias, efectivamente las seis
familias mencionadas habían perdido hijas menores de
edad en años consecutivos, todas con causa de muerte no
especificada.
—¿Y qué pasó con las reuniones o misas negras, o lo que
sea que hicieran?—preguntó Ortega.
—Luego de la denuncia las reuniones dejaron de
efectuarse, y al año después estaba inaugurando el
gimnasio. De ahí en más los abuelos del administrador se
dejaron estar, muriendo doce años después de causas
naturales—dijo Guzmán.
—Como puede ver señor fiscal, la correlación va por el
lado del origen vasco de la familia Echaurren, nada tienen
que ver los gitanos en esto, pese al elaborado trabajo del
cobre en los baldes—dijo Jiménez.
—Como siempre cualquier caso en manos de ustedes
termina en algo raro. Bueno, me llevaré la información
para ver si vale la pena allanar las dependencias del
gimnasio, a ver si encontramos algo oculto que nos sirva
para conseguir a alguien de quien sospechar—dijo Ortega,
poniéndose de pie—. Ah, por cierto, los gitanos sí tienen
que ver.
—¿Cómo así señor fiscal?—preguntó Guzmán.
—En la zona de los Pirineos existen algunas poblaciones
que hablan el erromintxela, una lengua mixta entre el
euskera, que es el idioma de los vascos y el romani, la
65. 64
lengua de los gitanos. Ellos llegaron a esa zona en el siglo
XV, un siglo antes que empezaran esos procesos que
ustedes nombraron hace un rato contra la brujería vasca,
así que es probable que los gitanos hayan sido los
portadores de esa brujería—dijo el fiscal, dejando
boquiabiertos a ambos detectives—. Por cierto, nunca les
conté que mi abuelo materno era vasco, y que vivió con
Alzheimer sus últimos diez años de vida. Les aseguro que
uno termina memorizando una historia que escucha al
menos una vez al mes durante diez años.
66. 65
XII
En un subterráneo del sector oriente de la capital, un alma
en pena en un cuerpo hipertrofiado terminaba de preparar
su vieja mochila. Estaca de acero con cadenas y correas,
navaja plegable de mango de hueso y hoja de acero
ancestralmente afilada, y un balde de cobre restaurado a
punta de fragua, martillo, yunque y dolor. Luego de dos
meses de trabajo metalúrgico heredado por generaciones, y
de una dolorosa e inconclusa regeneración física, todo
estaba dispuesto para salir a cazar a la última descendiente
de bruja para robar su sangre y cumplir la razón por la que
estaba vivo. Ya no cabía posibilidad de error, y estaba
dispuesto a todo con tal de terminar de una vez por todas
con lo que la vida le había encargado.
La brigada de homicidios de la PDI y el GOPE de
Carabineros estaban en alerta máxima. El plazo de dos
meses entre un homicidio y otra se estaba cumpliendo, por
lo que la vida de la fiscal Riveros estaba en riesgo. Luego
del alta, Riveros fue ubicada en una instalación secreta de
carabineros con custodia permanente y sin autorización
para recibir visitas. El fiscal Ortega ordenó un
allanamiento del gimnasio que no dio resultados positivos,
pues aparte de las instalaciones comerciales y
administrativas del lugar, no se encontró nada anómalo ni
posible de relacionar con el caso. Así, la fiscalía y las
policías seguían disponiendo de una cada vez más
completa carpeta de antecedentes históricos que no
servían de nada a la hora de definir los pasos a seguir.
67. 66
Esa mañana Guzmán y Jiménez habían llegado temprano,
para seguir buscando antecedentes que les permitieran
encontrar al asesino antes que saliera a la caza de la fiscal
Riveros. Mientras se servían el primer café de la mañana,
una silueta enorme apareció en la puerta de la oficina.
—Capitán Gebauer, ¿cómo está, se recuperó de todo?—
dijo Jiménez, sorprendido.
—Detective, inspector… no del todo, pero ya puedo
funcionar casi al ochenta por ciento—respondió el oficial,
esbozando una sonrisa—. Venía a agradecerles la ayuda
de aquella vez, y a saber si ahora yo los puedo ayudar en
algo.
—La mejor ayuda es cuidarse para estar al cien por ciento
para cuando nuestro amigo ataque de nuevo—respondió
Guzmán—. Va a tener que buscar en su unidad un traje
mejor que el anterior, por lo visto no sirvió de mucho la
tenida oficial.
—No era armadura de fuerzas especiales, andaba sólo con
el chaleco antibalas extendido y las armas… dudo que
hubiera servido de algo el casco y la armadura, por como
me pegó ese animal. Pero ya tengo una idea de qué usar
para no volver a convertirme en víctima para la próxima
ocasión—dijo Gebauer.
—¿Usted conoce la ubicación de la casa de seguridad
donde está Riveros?—preguntó Jiménez.
—Negativo, por más que usé mis contactos no logré
averiguar nada—respondió el capitán—. De todos modos
tengo algo así como un comodín, que me contactará si
pasa algo y me dará la ubicación para actuar si fuera
necesario. Por lo menos el equipo designado es del más
alto nivel, con la información que le di al encargado
68. 67
formó un grupo con tiradores expertos e instructores de
combate cuerpo a cuerpo. Si ellos no son capaces de
detenerlo, nadie podrá hacerlo.
—Confiaremos en su palabra capitán—dijo Guzmán,
esbozando una leve sonrisa.
—Bueno señores, los dejo, tengo una sesión pendiente de
rehabilitación con el kinesiólogo, y a la tarde con mi
entrenador personal. Estamos en contacto—dijo Gebauer,
para luego de cuadrarse seguir su itinerario del día.
—¿Qué crees que pasará ahora, el psicópata será capaz de
encontrar a la fiscal?—preguntó Jiménez.
—Lo más probable es que sí, ese monstruo no tiene
problemas en llegar donde sea con tal de cumplir lo que
sea que esté buscando cumplir—respondió Guzmán—. Es
muy probable que utilice el olfato como yo para reconocer
en este caso a sus víctimas; si es así, sólo es cosa de tiempo
para que localice a Riveros donde sea que la tengan
escondida.
—Lo que me extraña es que no haya habido cadáveres o
restos de los sacrificios humanos en el terreno del
gimnasio, ¿por qué sientes ese mal olor entonces?—
preguntó Jiménez.
—No soy un sabueso Carlos, no identifico olores de
cadáveres. El olor que siento es el del mal, y ello tiene que
ver con que el lugar se usó para fines satánicos.
—Oye, ¿y el administrador no tiene ese olor a malo?—
preguntó de pronto Jiménez.
—No. Me tomé el tiempo de hacerle un seguimiento un
par de días después de nuestra primera visita, lo seguí a su
domicilio, pasé al lado de su vehículo sin que lo notara y
no tenía el olor característico del mal ni nada que
pareciera estar ocultándolo—respondió Guzmán—.
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Lamentablemente creo que terminaremos nuevamente
actuando frente a hechos consumados y no previniendo
un nuevo homicidio.
Tres de la mañana. En la habitación de un céntrico hotel
de cuatro estrellas de la capital, Albertina Riveros dormía
plácidamente. El piso entero había sido aislado y
destinado a la seguridad de la fiscal, dejando una
habitación para ella y las otras para el personal policial a
cargo de su custodia. El ascensor había sido bloqueado de
modo tal que se saltara ese piso, por lo que todos los
movimientos se hacían desde el piso inferior por escalera,
para facilitar las funciones de seguridad por medio de una
barricada en la caja de escaleras. El turno de noche llevaba
siete horas, restándoles cinco más de aburrimiento y
estado de alerta máxima al equipo del GOPE, en espera
que el peligro para la vida de la fiscal pasara y pudieran
volver a sus procedimientos habituales de rescate a campo
traviesa.
Tres y diez de la mañana. La fiscal Riveros despertó
sobresaltada, pues de la nada se empezaron a escuchar
ruidos apagados de decenas de disparos, gritos y golpes
secos, que poco a poco empezaron a bajas en frecuencia
hasta desaparecer y dejar todo en el mismo silencio de
antes. La mujer se levantó de la cama y se metió al clóset,
desde donde sacó un revólver calibre .44 para luego cerrar
la puerta y apuntar a media altura, tal como le había
indicado uno de sus celadores. El arma temblaba en
manos de la mujer quien no sabía si sería capaz de
utilizarla, o si ello le permitiría salvar su vida; de pronto y
tal como dos meses atrás un violento golpe derribó la
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puerta de la habitación, y una silueta se abalanzó sobre la
puerta de donde se encontraba escondida. En cuanto la
silueta derribó la puerta, la mujer percutó dos veces el
arma, impactando de lleno a la silueta, quien sin emitir
ruido alguno golpeó el arma para arrebatarla de manos de
la mujer, para luego darle un puñetazo en el pecho que la
dejó sin respiración y con su espalda contra el muro
posterior. Tal como dos meses atrás la mujer se sintió
arrastrada de un tobillo al centro del dormitorio, vio
cómo su verdugo clavaba sin dificultad la estaca con las
cadenas y las correas al techo del lugar, y sin que ahora
nada lo detuviera, la tomó con un brazo por la cintura con
los pies hacia arriba, y subiendo a los pies de la cama,
amarró sus tobillos a las correas dejándola colgando de
cabeza. La silueta salió un instante del dormitorio para
asegurarse que nadie hubiera cerca que pudiera detener su
misión, para después sacar ceremoniosamente el balde de
la mochila y colocarlo justo bajo la cabeza de la mujer;
finalmente la silueta sacó desde el fondo de la mochila una
pieza rectangular alargada y algo curvada de un material
indeterminado de color claro, que extendió con sus dedos
dejando ver una hoja de brillante acero con un borde
opaco y con signos de desgaste del mismo largo que el
mango de hueso del cuchillo. La silueta recitó en voz baja
algunas frases ininteligibles para luego girar hacia la mujer
y descubrir el lado derecho de su cuello. Riveros cerró los
ojos en espera del corte que acabara con su lucha por
seguir viva contra el designio que heredó por generaciones;
en ese instante un golpe desplazó la puerta y a su verdugo,
y antes de desmayarse por la sangre acumulada en su
cabeza alcanzó a ver una silueta alta y voluminosa ataviada
de verde oliva abalanzarse sobre su captor.