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LOS TEATROS FRANCÉS Y ESPAÑOL EN EL SIGLO XVII
Artículo escrito en colaboración con José Antonio Millán.
Historia del teatro español. Javier Huerta Calvo (dir.),
Madrid: Gredos, 2003, t. I, p. 1393-1412.
ISBN: 84-249-2392-8.
A la hora de abordar un examen de los teatros francés y español durante el siglo XVII, es preciso
señalar que el estudio de estas relaciones, pese a la gran cantidad de literatura acumulada al respecto
a lo largo del tiempo, solo se ha llevado a cabo sistemáticamente a partir de fechas no muy lejanas.
Las causas de este hecho son múltiples y se deben en gran medida al desarrollo de la literatura
comparada como disciplina de estudio literario, así como a un cambio de la mentalidad francesa
respecto de su gran siglo de oro. Este cambio es, asimismo, bastante reciente, y tiene en buena parte
su origen en la influencia ejercida en el mundo universitario francés de la época por los escritos de
Eugenio d’Ors sobre lo barroco y en los estudios sobre esta misma cuestión desarrollados por autores
de primer orden, franceses y no franceses. La escuela nacionalista francesa fomentó una falsa
oposición que privilegiaba el clasicismo en contra del barroco, tratado de forma marginal y sentido
como extranjero por su origen (España). De la idea tradicional por la cual Racine, Molière, La
Fontaine –con veleidades independentistas respecto del gran poder de la corte– y Boileau elaboran y
aplican en sus obras una doctrina clásica fundamentada en el imperio de la razón y en la imitación de
los antiguos, hoy ya no queda casi nada. Poder diferenciar con nitidez clasicismo y barroco durante
el siglo XVII en Francia es tarea en principio condenada al fracaso –incluso cabe preguntarse si un
movimiento como el preciosismo no tiene un equivalente español en el conceptismo–, porque ambas
tendencias cohabitan amalgamadas en las obras de los más diversos autores. ¿Son Racine y Molière
autores clásicos, o barrocos? No queda más remedio que decir que las dos cosas a la vez. Pocas obras
como el Tartufo de Molière expresan con tanta claridad la visión del mundo barroca; el fundamento
mismo de la obra reposa en la extrema dificultad que se encuentra a la hora de “saber mirar” sin
equivocarse, de poder diferenciar el error de la verdad, la ilusión del engaño en un mundo en el que
la máscara (falso devoto) se ajusta tan perfectamente al rostro que ya no se sabe cuál es el rostro y
cuál es la máscara. Su misma estructura interna funciona sobre la creación de parejas de contrarios
tan propias del teatro y del universo barroco. Y sin embargo, hay al mismo tiempo en ella una defensa
a ultranza del clasicismo basada en la condena del exceso y en la reivindicación de un equilibrio
procedente del imperio de la razón.
Por lo que atañe a la influencia del teatro francés en España, y debido a una serie de causas
políticas, ideológicas y literarias, la influencia del teatro francés sobre el español no empieza a ser
considerable hasta ya bien entrado el siglo. Es cierto que la despoblación que sufre la Península,
resultado de las guerras europeas y el atractivo de Indias, provoca una ingente afluencia de
trabajadores franceses: la mano de obra está bien pagada y los impuestos son menores que en su país.
Pero esta coyuntura demográfica no implica una mayor relación en otros órdenes. En el terreno
político, debido a la guerra de los Treinta Años (1635-1659), las transacciones comerciales se ven
claramente mermadas. En el plano ideológico, los índices de libros prohibidos (1620, 1640 y 1667)
excluyen de la importación legal obras de Bartas, Moulin, Nostradamus… Sin duda alguna las
producciones dramáticas sufrieron los daños colaterales de esta medida. Por último, en el ámbito
literario no hay que perder de vista que la floración de la gran literatura española es anterior en un
siglo a la francesa: cuando aquella declina esta asciende. De ahí que la gran influencia tenga lugar a
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partir del siglo XVIII. De hecho, hasta bien entrado el siglo XVII no se conocen traducciones del teatro
francés. Sí hay, en cambio, algunos originales en las bibliotecas de grandes señores; el marqués de
Monte Alegre, por ejemplo, disponía en su biblioteca de nueve volúmenes de piezas francesas.
Ramírez de Prado cuenta con las tragedias sagradas de Nicolas Caussin: Solyme, Nabuchodonosor,
Felicitas, Theodoricus y Hermenegildus.
Estos motivos explican que un estudio centrado en las relaciones francoespañolas del siglo
XVII preste especial atención a la acogida que la literatura gala hizo de la hispánica. Su análisis puede
ser enfocado a través de los tres principales géneros dramatúrgicos del momento: la comedia, la
tragicomedia y la tragedia.
La Comedia
De una manera general, pueden clasificarse las piezas en formas breves y en las formas de la
“gran comedia” (vid. Sternberg). Las primeras proceden del origen mismo del género, como cabe ver
por su escasa consistencia interna y por la relación directa mantenida entre actores y espectadores; la
segunda presenta, en cambio, unas mayores dimensiones en lo tocante a su estructura interna y a sus
ambiciones literarias.
Formas breves
Las formas breves de la comedia pueden agruparse en cuatro corrientes estéticas dominantes:
el théâtre des tréteaux, la farsa, la commedia dell’arte y la comedia en un solo acto. La presencia española
en estas formas es poco pronunciada por diversos motivos: de modo general, recurren a la inventiva
popular de autores y actores ambulantes (especialmente en los espectáculos de las ferias: théâtre de la
foire), haciendo hincapié en la vertiente cómica (farce) y en la improvisación (commedia dell’arte): estos
procedimientos no se prestan fácilmente a una adaptación del teatro español. Entre las comedias de
un acto ocupan un lugar fundamental los saynètes, comedias bufonas que la crítica emparenta con los
sainetes y entremeses españoles, y la petite comédie, cuyo ejemplo más significativo es Les Précieuses
ridicules, de Molière (1659).
La gran comedia
La gran comedia se remonta a las representaciones de la antigua Grecia, particularmente de
Menandro, quien construye sus piezas según la progresión habitual del género trágico: exposición,
nudo y desenlace. Tras su paso por Roma (Plauto y Terencio), la comedia había caído en desuso. En
su lectura de los clásicos, el siglo XVI le da nuevo impulso, reafirmando su estructura primigenia (los
cinco actos) y ambición literaria (diferencia esencial respecto a las formas breves). La influencia
española en este caso es muy grande, hasta el punto de crear un nuevo subgénero que en Francia se
conoce bajo el nombre de comédie à l’espagnole.
Otros subgéneros de especial relieve son la comedia de intriga y la comedia de caracteres. El
interés de la primera radica en los aspectos cómicos, provocados principalmente por la rapidez e
imprevisión de los acontecimientos; el interés de la segunda radica en la tipología de los personajes y
en un ritmo más pausado, proclive a la profundización de orden psicológico. No obstante, en la
práctica no existen comedias francesas de intriga que no desarrollen de algún modo los elementos de
las comedias de caracteres, y viceversa. Así, por ejemplo, L’Avare (1668) de Molière, enfocada al
estudio del avaricioso, aprovecha la comicidad paródica de las quejas estentóreas de un avaro que ha
perdido su caja de caudales.
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La comedia a la española
La comedia a la española en Francia alcanza su apogeo entre los años 1640 y 1660. En su
adaptación a la escena francesa, esta comedia pierde, evidentemente, la carga nacional de la comedia
española. Pero no es ése su objeto, sino el de representar el universo español enfatizando una doble
tematología fundamental: el honor y el amor.
El trasvase de la escena española a la francesa no es algo inmediato, sino que requiere una
adaptación doble, externa e interna. La primera se refiere directamente al público; la segunda a las
reglas. Además, toda adaptación lleva consigo la asimilación de elementos estructurales y
tematológicos de la literatura de origen.
Adaptación externa
Entre el español y el francés existen diferencias esenciales: cultura, tradición, gustos… La obra
ha de ser debidamente adaptada, por ejemplo, en nombres de personajes y referencias a lugares. Esto
no va en contra del lógico color local: la moda española se había impuesto y los espectadores acudían
al teatro para ser transportados a un país cercano y lejano a un tiempo, prestigioso por la belleza de
sus ciudades y sus mujeres, y célebre por el proverbial apasionamiento de sus habitantes. Por eso los
escritores galos sitúan sus comedias en localidades españolas; otro tanto ocurre con los nombres de
sus personajes. Cotéjense, por ejemplo, Le Feint Astrologue (1651), de Thomas Corneille, Les Coups de
l’Amour et de la Fortune (1655), de Quinault, y Les Apparences trompeuses (1656), de Boisrobert. Ni el
autor francés sentía el mayor reparo en utilizar antropónimos, apellidos, patronímicos, gentilicios y
topónimos españoles, ni el público se escandalizaba al oírlos.
En ocasiones, los dramaturgos franceses se permiten operar leves modificaciones. Así,
substituyen Ocaña por Madrid (Boisrobert, L’Inconnue, 1655) o Denia por Alba (Scarron, La Fausse
Apparence, 1663), sin duda con el deseo de ofrecer lugares más familiares, aun dentro de su exotismo,
para el público francés.
No se pueden obviar las modificaciones de mayor calibre. En este punto, lo más sobresaliente
es la substitución de ciudades españolas por francesas (Madrid por París, sobre todo), como acaece
en Jodelet astrologue (1646) y L’Esprit follet (1642), ambas de Le Métel d’Ouville, imitando El astrólogo
fingido y La dama duende respectivamente. En otras ocasiones esta aclimatación concierne a personajes
extraescénicos, como por ejemplo los astrólogos a los que se refieren los protagonistas: Juan Bautista
Porta y Ginés de Rocamora (El astrólogo fingido) han sido reemplazados por Nostradamus (Le Feint
Astrologue, de Thomas Corneille) y Himbert de Billy (Jodelet astrologue, de Le Métel d’Ouville).
Adaptación interna
Además de estas modificaciones externas es preciso que la obra francesa resultante se amolde
a una serie de condiciones de adaptación internas. Entre ellas sobresale la conformidad de las piezas
francesas con las reglas clásicas. Pero una conformidad plena es imposible, a menos de cambiar
totalmente la trama original. Esto explica que, por lo general, las piezas francesas basadas en comedias
españolas, prefieran seguir el modelo y solo efectúen las adaptaciones doctrinarias indispensables, al
menos de cara a los críticos eruditos del momento. Esta es también la tónica general, con algunas
modificaciones, de las tragicomedias. Un caso muy distinto es el de la tragedia, del que nos ocupamos
más adelante.
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Adaptación estructural
Toda adaptación supone la asimilación de elementos ajenos: estructurales y tematológicos. La
representación del universo español no aparece sola, sino que es fruto de la combinación de temas y
recursos estructurales en los que la comedia española había destacado: la intriga y la comicidad. El
espectador acude a estas piezas para presenciar las mil y una peripecias de amantes y criados; aquí el
canon de la verosimilitud pasa a un segundo plano, en favor siempre de situaciones comprometidas;
se difumina la regla de las unidades de tiempo y lugar en razón de las conveniencias del caso; también
desaparece la profundización en el carácter de los personajes, convertidos ahora en meros tipos –
padre o hermano celoso, hija o hermana enamoradiza, galán apasionado–, en pro de la aventura
amorosa. Como en Les Engagements du hasard, de Thomas Corneille, las mujeres recurren a todo tipo
de estratagemas para burlar la guarda a la que están sometidas por los hombres de su familia: las cartas
y misivas circulan con tanta celeridad como discreción, los encuentros tienen lugar al alba o al caer la
tarde, la iglesia se convierte en lugar propicio para las conversaciones amorosas, el amante no duda
en asomarse a la reja de la habitación de la amada que lo espera transida de sentimientos novelescos.
Dos personajes típicamente españoles aseguran la comicidad de la comedia a la española: el
gracioso y el figurón, y, en determinadas piezas, un procedimiento lingüístico: lo burlesco. Frente al
discurso de los jóvenes, distinguido en la expresión e idealista en su contenido, contrasta el del
gracioso, bajo en la forma y realista en el fondo: aquí descansa en gran medida la fuerza cómica de
estas comedias. Por lo que atañe al figurón, su discurso noble contrasta con las locuras y veleidades del
ridículo personaje. El figurón de las tablas españolas atraviesa los Pirineos vestido de Don Japhet
d’Arménie (1651), de Paul Scarron, y de Don Bertrand de Cigarral (1652), de Thomas Corneille
(adaptaciones respectivas de El marqués de Cigarral, de Castillo Solórzano y de Entre Bobos anda el juego,
de Rojas Zorrilla). El fantoche no duda en desenvainar para infligir al galán enamorado el justo castigo
que merece su rivalidad, no sin antes disponerse a recitar al criado uno de sus interminables poemas.
El procedimiento lingüístico de lo burlesco tiene en Scarron su mayor representante.
Fantasioso discurso de la sobreabundancia, la burla lingüística francesa (ajena a la burla temática del
Don Juan español) hunde sus raíces cómicas en el contrasentido: los temas evocados reclaman un
registro noble, en clara discrepancia con la bajeza del estilo utilizado por el personaje (vid. Sternberg
y Bar). Frente al personaje cómico, el personaje burlesco se ríe de todo, y especialmente de los asuntos
serios, como son el amor y el honor; de ahí que se granjee las críticas de los eruditos y moralistas
(como por ejemplo Adrian Baillet en sus Jugements des savants sur les principaux ouvrages des auteurs).
Principal ejemplo es el Jodelet, ou le maître valet (1645), de Scarron. Dos son las modificaciones
principales respecto a la pieza original española: Donde hay agravios no hay celos, y Amo criado, de Rojas
Zorrilla. En primer lugar, en lo relativo a los personajes, el criado ocupa el lugar principal, en claro
detrimento de su amo, cuyo carácter serio no conviene para la comicidad de la obra. En segundo
lugar, en lo relativo al lenguaje, donde lo burlesco reemplaza el lirismo de algunas escenas españolas.
Don Jean d’Alvarade se hace pasar por su propio criado, Jodelet, para conocer los verdaderos
sentimientos de su prometida, Isabelle de Rochas. Jodelet ha de desempeñar el papel de su amo,
adoptando maneras de un personaje rico y grotesco a la vez: nada mejor para poner a prueba la futura
esposa. Ahora bien, contrariamente a su amo, imbuido de caballerosidad y heroísmo, Jodelet siente
mayor inclinación por la filosofía del interés egoísta. El problema sobreviene cuando el primo de
Isabelle, debido a un malentendido sobre un homicidio, le conmina a batirse en duelo. Una escena
nos lo presenta cantando una canción mientras se limpia los dientes con un palillo: “Limpiáos bien,
dientes míos, el honor os lo ordena. […] Más prefiero, a decir verdad, el ajo a la cebolla. […] Bendito
seáis, Dios mío, por hacerme un miserable que prefiere el ajo al honor. […] ¿Cómo es posible que
cinco dedos, puestos sobre la cara, sean ofensa suficiente para emplazar en duelo a un hombre?
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Limpiáos bien, dientes míos, el honor os lo ordena. […] Un barbero, burro y villano, te pone sin más
la mano, y cuando te afeita, te estropea la cara; pues ¿por qué no te vas a batir en duelo, tú que tanto
te acaloras, por un simple bofetón? Más vale abofeteado que muerto. Limpiáos bien, dientes míos…”
(acto IV, escena II). Esta canción prepara al espectador para el momento burlesco por antonomasia:
el del duelo. El futuro suegro, Don Fernando, conmina a Jodelet –tomándole por el amo–, a batirse
en duelo con Don Louis, quien ha matado por la noche a su propio hermano. Lejos de aprestarse
para el enfrentamiento que el honor reclama, el supuesto yerno le echa en cara le informe “de una
ofensa, que ni sabía ni quería saber”, que si el rival ha matado a su hermano en la oscuridad, antes le
matará a él a pleno día, etc. Queda claro que el criado no comprende la dialéctica del duelo por honor:
no es su incomprensión lo importante en este caso, sino provocar, por el contraste entre dos
mentalidades, la risa entre los espectadores; máxime cuando la representación de este “Don Jodelet,
natural de Segovia” viene acompañada por los gestos y el habla gangosa del histórico actor Julien
Bedeau.
Adaptación tematológica
Toda adaptación implica, en fin, la asimilación de elementos tematológicos ajenos. A pesar de
las resistencias que el barroco encontró al otro lado de los Pirineos, tarde o temprano la comedia
francesa acabó asimilando diversos temas de la mentalidad española: las leyes tiránicas del honor, una
particular concepción del destino –combinación del fatum pagano y la casualidad–, y el desenlace feliz
de la dramaturgia española.
En lo que concierne al honor, hay dos leyes implacables: el honor del padre recae sobre el hijo,
y el honor los hombres reposa sobre la conducta femenina. Es el caso de Les Illustres Ennemis (1657),
pieza de Thomas Corneille, donde Don Lope y Don Alvar deben renunciar a sus amores respectivos,
Jacinte y Cassandre, por motivos familiares.
Los autores franceses, menos inclinados al tipo de honor que reposa sobre la conducta de la
mujer, adaptaron en cambio a la perfección el honor intransigente sobre las leyes y los deberes: “Todo
depende del azar, y la vida no es sino un juego” (Rotrou, Don Bernard de Cabrère, 1647). El destino es
otro elemento característico de la comedia; en Francia conocerá –no en vano contaba con una amplia
tradición– un desarrollo espectacular en el terreno de la tragedia. Esta concepción de la vida, del
mundo como un gran teatro, donde todo cambia al albur, ya había sido expuesta por Calderón en
dos obras de primera categoría: El gran teatro del mundo y La vida es sueño, ambas escritas antes de 1636.
El azar parece encarnizado en la “comedia” de Molière titulada Le Festin de Pierre (1665), primer gran
Don Juan francés: Dom Carlos se queja de su “destino cruel” al enterarse de que Dom Juan sea a un
tiempo su salvador y su peor enemigo (acto III, escena 3). Situaciones semejantes se repiten en un
número considerable de comedias a la española. En ellas los personajes se preguntan cómo afrontar
un dilema, aparentemente insoluble, entre los deberes contrapuestos del honor y la sangre; algo
semejante ocurre en L’Écolier de Salamanque, donde Don Pèdre se queja de su rivalidad con el hermano
de su amante (acto VI, escena 7), en Les Engagements du hasard, donde Isabelle se lamenta de la
enemistad entre su padre y su amante (acto V, escena 8), en Jodelet, ou le maître valet, donde Don Fernand
protesta de la hostilidad entre su sobrino y su futuro yerno (acto III, escena 3).
Pero el origen español de estas comedias asegura un final feliz. Una explicación in extremis da
lugar a un desenlace positivo: suprimido el malentendido, los amantes pueden prometerse en
matrimonio, y los padres olvidan las disputas con los jóvenes. Ciertamente, puede parecer mentira
que una aclaración disipe todas las desavenencias; sin embargo, esto era precisamente lo que el
público francés iba buscando en la comedia a la española: la explosión de un honor desenfrenado que
concluye en una armonía inesperada.
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La “comédie-ballet”
Considerada en ocasiones como un género ocasional, la comedia ballet nace del encuentro
fortuito de la comedia con la danza de la corte real: durante la fiesta de inauguración del castillo de
Vaux-le-Vicomte en 1661, Molière da su primera representación de Les Fâcheux. Oigámosle hablar:
“Antes de que se levantara el telón, uno de los actores, que bien pudiera ser yo mismo, apareció en
el escenario en traje de ciudad y, dirigiéndose al rey con aire sorprendido, presentó confusamente
unas excusas por encontrarse allí solo, y porque le faltaba tiempo y actores para ofrecer a su majestad
el divertimento que parecía esperar. En ese mismo instante, en medio de veinte surtidores naturales, se
abrió aquella concha que todos vieron, y la náyade que surgió de dentro se adelantó hasta el borde
del escenario y, con aire heroico, pronunció los versos que siguen”. Teatro dentro del teatro,
desdoblamientos de contrarios, juegos mitológicos, no cuesta mucho imaginar la celebración de un
ballet en la corte de Versalles, donde los juegos de máscaras y luces se mezclan con el movimiento
del agua de fuentes y surtidores en una amalgama de formas sin otro dueño que la ilusión.
Desgraciadamente, también estaba previsto ofrecer un ballet. Desgraciadamente, no había suficientes
bailarines para los muchos papeles que debían representar; con el fin de darles tiempo a que se
cambiaran de traje, se decidió entonces intercalar sus interpretaciones entre los diversos actos de la
pieza de Molière (vid. Sternberg, 1999: 22). El resultado de esta combinación agregaba una
considerable carga de espectacularidad a la obra en su conjunto; el éxito fue grande, hasta el punto
que se multiplicaron las representaciones semejantes, ideadas ya desde un principio con este
cometido. Era de esperar que este subgénero evolucionase: en su origen, los intermedios de danza no
tenían ligazón alguna con la intriga de la pieza; a medida que avanzan los años, estos intermedios van
a guardar una relación, mayoritariamente burlesca, con la comedia que los enmarca; es el caso de Le
Malade imaginaire, de Molière, publicado por primera vez en las Œuvres del autor (1674). Algunos
críticos también le atribuyen el Ballet royal des Muses (1666) –en este caso no se trata de una comedia–
, uno de cuyos números fue la Mascarade espagnole, en la que intervinieron varios cómicos españoles.
Un ejemplo directamente relacionado con la comedia española es La Princesse d’Élide. Comédie
mêlée de danse et de musique, obra de Molière que apareció publicada en Les Plaisirs de l’île enchantée (1665).
Se trata de una adaptación de la comedia de Moreto El desdén con el desdén, publicada en la Primera parte
de sus comedias. La pieza francesa es considerada como una copia deslucida de la obra española. El
autor achacó los errores de su comedia al escaso tiempo que el rey le concedió para escribirla; eso
explica que la obra, comenzada a redactar en verso, se convierte súbitamente en prosa a partir de la
primera escena del segundo acto, una prosa que en muchos puntos se reduce a una mera traducción.
Esta precipitación produjo también defectos en el acabado de determinadas escenas. En un ambiente
típico de la fiesta barroca, con sus máscaras y su gusto por la apariencia, sin preocupación alguna por
la verosimilitud, desentonan la racionalidad y la sobriedad propias de Molière. El autor francés
suprime gongorismos y otras complicaciones del original, que, por lo demás, respeta con bastante
fidelidad; donde sí se permitió varias licencias fue en los “entremeses” musicales y el desenlace.
Tragicomedia
El término de tragicomedia procede de la segunda mitad del siglo XVI; tras una serie de
tentativas de diverso valor, se asienta definitivamente como género gracias a la Bradamante (1582) de
Robert Garnier.
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Principales autores
Sin duda alguna el gran difusor de estas representaciones en Francia es Alexandre Hardy; de
las 600 obras que asegura haber escrito, apenas se conservan una veintena: las editadas en su Théâtre
(1624-1628). Los temas de sus tragicomedias son novelescos, amenizados con numerosas aventuras;
escaso el respeto de las reglas –lugares diversos, duración extendida, trato entre nobles y plebeyos–,
y el desenlace, siempre feliz. Todo ello explica que algunas de sus obras estén inspiradas en comedias
españolas (vid. cuadro II). Con más o menos adaptaciones, este es el modelo general que va a seguir
el género en Francia durante las próximas décadas.
Sus sucesores son numerosos: Mairet, Auvray, Pichou (sus Folies de Cardénio, 1630, son una
adaptación del Quijote), Jean de Schelandre (cuyo Tyr et Sidon, 1628, viene precedido de un célebre
prefacio de François Ogier, cruel invectiva contra las reglas), Pierre du Ryer, Boisrobert (que adapta
varias comedias españolas) y, sobre todo, Jean Rotrou. Un buen número de obras de este último están
inspiradas en la literatura española (vid. cuadro II); entre ellas destaca Vesceslas (1648), muy cerca ya
de la tragedia. Estas piezas continúan en la senda marcada por sus predecesores, si bien hacen mayor
hincapié en las situaciones novelescas y sentimentales, en la intriga inverosímil, en el quid pro quo y
el malentendido, en las imprevistas situaciones que depara el azar. Destaca en ellas la fidelidad
inconmovible de los amantes, que no reparan en medios para hacerse amar o para recuperar a la
persona amada.
Quizá el último gran escritor de tragicomedias sea Philippe Quinault: entre 1654 y 1662 escribe
ocho; dos de ellas sufren la influencia española: Les Coups de l’amour et de la fortune y Le Fantôme amoureux.
Tras él, el género comienza un declive debido al ascenso imparable de la tragedia, de la que algunos
de estos autores –como Thomas Corneille y Quinault, pero, sobre todo, Racine– son los principales
representantes.
La tragicomedia de inspiración española
Estas tragicomedias suelen estar ambientadas en ciudades de España: Madrid, Barcelona,
Toledo, Sevilla… Sus personajes tienen nombres españoles, a menudo afrancesados: Don Alvar,
Rodrigue, Chimène. Pero la influencia española no termina en el color local: las innumerables
peripecias de las aventuras guardan una relación con la intriga de las comedias del Siglo de Oro. Las
impredecibles fuerzas del destino, y las implacables del honor muestran aquí mucha más vehemencia
que en la comedia. Por lo general, los sentimientos son elevados, y el tono, serio, sin llegar, excepto
en contados casos, a la sublimidad de la tragedia. Con todo, no suelen faltar elementos cómicos –si
bien en menor medida que en el teatro español–, que anuncian de algún modo el desenlace feliz,
condición indispensable de toda tragicomedia.
En la España barroca, el azar era tan pronto positivo como negativo; en la Francia del mismo
tinte, el azar se presenta más a menudo en su vertiente negativa, la heredada del fatum pagano. A este
propósito, es sintomático que de las dos piezas complementarias de Mira de Amescua (La adversa
fortuna de Don Bernardo de Cabrera y La próspera fortuna de Don Bernardo de Cabrera), solo la primera haya
conocido una adaptación en Francia: Don Bernard de Cabrère, de Rotrou: es una prueba fehaciente de
la diversa visión cosmonómica de los autores de ambos países.
El destino es causante de rivalidades desgarradoras. En Don Lope de Cardone (1652), de Rotrou,
una respuesta equívoca de la infanta enfrenta a Don Sanche y Don Lope, hasta entonces íntimos
amigos. Antes de dirigirse al lugar del duelo, el primero exclama: “el destino, fatídico contra mi
esperanza, / hace de mi mejor amigo mi más directo rival” (acto III, escena 3). Esta combinación de
destino y desesperanza no es española; procede del mundo clásico. Rara vez un personaje de comedia
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habría proferido esta queja de Astolphe: “Ved a mi padre y el destino contra mí conjurados”
(Boisrobert, Cassandre, comtesse de Barcelone, acto I, escena 2).
Otro tema, ciertamente menos importante, es el suicidio. Los personajes de las comedias
apenas piensan en esta situación extrema, en parte por la moral cristiana, en parte también por el
menor arraigo de la dramartugia clásica. Aunque tímidamente, el suicidio aparece en la tragicomedia
francesa; no se lleva a cabo, pero son numerosas las ocasiones en las que el héroe lo contempla como
la mejor salida a su situación. Es el caso de Don Lope, quien, al saber que la infanta Théodore prefiere
a su rival Don Sanche, desenvaina la espada con la intención de darse muerte (Rotrou, Don Lope de
Cardone, acto IV, escena 7; también hay ejemplos semejantes en Les Coups… de Quinault, en Dom
Garcie de Navarre, de Molière y en Le Cid de Pierre Corneille).
Pierre Corneille
Mención aparte merece este último autor. Se estrena en la tragicomedia con Clitandre (1632),
sucesión de aventuras inverosímiles propias del espíritu barroco. Cinco años más tarde publica Le
Cid, obra de extraordinaria repercusión en la época, inspirada en Las mocedades del Cid, de Guillén de
Castro, que desarrolla la trama de su amor impedido por un honor conflictivo. La pieza aparece en
un primer momento enmarcada dentro de este género: en una atmósfera cortesana, los personajes
nobles (rey, infanta, caballeros, héroe y heroína) desarrollan una acción caballeresca y novelesca que
no aspira a la dignidad de la tragedia: en ningún momento ven comprometido su destino más íntimo.
A partir de 1648 el autor la denomina “tragedia”: la pasión se opone a las leyes del deber y los lazos
de la sangre, el dilema de la situación y el notable esfuerzo de los protagonistas en aras del honor y
del amor adquieren los matices del trágico heroísmo de lo sublime (vid. Guichemerre, 1981: 34-35).
Corneille no solo utiliza Las mocedades del Cid, sino que también cita, en español, el texto
correspondiente de Mariana y conoce la existencia de un Romancero del Cid. Mucho se ha escrito sobre
la comparación de estas dos piezas; el resultado de estos juicios de valor es inoperante, pero sí cabe
dar dos opiniones más o menos fundadas. En cuanto a la imagen nacional, el autor francés hace de
su héroe un personaje menos marcado por su sangre española, le confiere un carácter más universal.
En cuanto a la estructura, la de Guillén de Castro es más conflictiva, frente a la de Corneille, más
dialéctica. En la comedia española, todo es un bloque compacto: podría ser representado por una
línea recta; en la tragicomedia francesa, todo es duda y deliberación: el movimiento rectilíneo se muda
en pendular: “Corneille es más barroco que Guillén de Castro” (Cioranescu, 1983: 365).
Esta obra desarrolla aún con mayor énfasis los dos temas fundamentales de las comedias a la
española: el honor y el amor, pero lo hace ya con la tensión propia de la tragedia. Don Diègue ha sido
nombrado maestro del príncipe. Corroído por la envidia, el conde lo injuria y le da un bofetón. Tras
un desesperado monólogo (“¿Morir sin venganza, o vivir en la infamia?” (acto I, escena 4), decide
buscar venganza a través de su hijo Rodrigue, amante de Chimène, hija del conde. Comienza así el
gran dilema insoluble, propio del más puro estilo trágico: “Tan cerca estaba de lograr mi amor, / ¡Oh,
Dios mío, extraña pena!, / ¡que el ofendido sea mi padre, / y el ofensor el padre de Jimena!” (acto I,
escena 6). Triunfa la ley del honor, y Rodrigue reta en duelo al conde. Chimène no reprime una
rebelión contra la tiranía del honor: “¡Ambición maldita, detestable manía, / a los más nobles impones
tu tiranía! / ¡Honor despiadado con mis deseos agradables, ¡cuántos lloros y suspiros habrás de
costarme!” (acto II, escena 3). Simultáneamente, es consciente de que no puede pedirle que perdone
a su padre en nombre del amor que les une: “Si no me obedece, ¡que dolor el mío! / Y, si me obedece,
¿qué dirán de él?” (ibid.). Esta disyuntiva es la quintaesencia del teatro francés. El duelo tiene lugar y
muere el conde; Rodrigue acude entonces a presentar su espada y su cabeza a los pies de Chimène:
solo así ella recuperará su honor (acto III, escena 4). Pero la amante, reacia a tomar la venganza por
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su mano, decide perseguirle mediante un valedor hasta recobrar su honor perdido. Rodrigo vence
una tentativa de invasión de los moros y regresa victorioso. Ante los requerimientos del rey, Jimena
se compromete a casarse en matrimonio con el vencedor de otro duelo, protagonizado esta vez por
Rodrigue y Don Arias. Vence su amante, y el rey anuncia una futura boda que tendrá lugar cuando el
héroe regrese de sus próximos combates con los moros.
Una “comedia heroica” de este mismo autor debe insertarse entre la lista de tragicomedias
francesas: Don Sanche d’Aragon (1650), inspirada en El palacio confuso, de Mira de Amescua. Un soldado
desconocido es objeto del amor de dos princesas, diferendo que se soluciona al hacerse pública su
verdadera identidad. A pesar de este tema novelesco, la atmósfera de la pieza es netamente heroica y
desarrolla igualmente las “tristes leyes del honor” (acto III, escena 6).
Don Juan
Merece la pena tener aquí en cuenta una serie de obras en torno al mito de Don Juan, español
en cuanto al origen de sus manifestaciones literarias modernas. Dorimond y Villiers dieron a la escena,
en 1659 y 1660 respectivamente, las dos primeras versiones auténticamente francesas del Don Juan:
Le Festin de Pierre, ou le fils criminel; ambas llevan idéntico título, mención de “tragicomedias” y están
adaptadas o “traducidas” de representaciones italianas en París pocos años antes: L’ateista fulminato, Il
convitato di pietra. Diez años más tarde aparece otra de Rosimond: Le Nouveau Festin de Pierre. Molière
hizo representar su célebre Dom Juan, ou le Festin de Pierre en 1666; pero el escándalo que se produjo
provocó su inmediata retirada de cartel; la obra, censurada, fue editada por primera vez en 1682.
Thomas Corneille publicó al año siguiente una versión en verso “suavizada”, sin las expresiones que
habían herido a los “escrupulosos”. Molière titula su obra “comedia”, sin duda alguna debido a su
propio carácter: sus intentos de entrar en el género heroico no habían dado ningún éxito, como
demostró el fiasco de Dom Garcie de Navarre, inspirada en Le gelosie fortunate del principe Rodrigo, de
Giacinto Andrea Cicognini y representada en 1661. Aun con todo, el Dom Juan de Molière está
salpicado de numerosas intervenciones cómicas del criado Sganarelle, diálogos transidos de patetismo
y la consabida dosis de elementos sobrenaturales.
Tragedia
Los tres elementos técnicos principales de la dramaturgia –la tradición literaria, las reglas
teóricas y las condiciones de representación– adquieren especial relieve en el mundo de la tragedia.
En el caso de Francia, donde no hubo un fenómeno revolucionario similar al de la comedia nueva
española, estos elementos desempeñan un papel preponderante. Si este fuera un estudio histórico o
sociológico, haríamos hincapié en la tradición o en las condiciones de representación; aquí nos
centraremos en las reglas teóricas (que, por otra parte, tanto han influido en el teatro español del siglo
XVIII).
A diferencia de lo que ocurre en la comedia y, en menor medida, en la tragicomedia, en la
tragedia las peripecias de la intriga pasan a un segundo plano: la sorpresa es sustituida por la reflexión
personal. Los criados desaparecen, y su papel es asumido por los confidentes: el ingenio es
reemplazado por el genio; lo cómico deja su lugar al discurso severo. Se abandonan los recursos
espectaculares: bailes, música, efectos especiales son eliminados en beneficio de la progresión lineal
de la pieza.
En el fondo de todo este cambio se encuentran una serie de reglas, en su mayoría legadas por
los clásicos, relativas a las unidades y a su adaptación al público, a los personajes, exposición,
obstáculos, intriga y desenlace; en última instancia, todo se reduce a las tres unidades –tiempo, espacio
y lugar– exigidas por una determinada concepción de la verosimilitud. Estas reglas también afectan a
10
la comedia y a la tragicomedia, pero en la tragedia alcanzan una importancia mucho mayor y los
eruditos de la época, por lo general, se muestran inflexibles al respecto.
Unidad de tiempo
La primera regla exige que los acontecimientos representados se desarrollen en un período de
tiempo limitado. No importa tanto el cómputo de horas (doce, veinticuatro, treinta y seis), como el
principio del límite. Esta idea proviene de Aristóteles, según el cual “la tragedia se esfuerza lo más
posible por atenerse a una revolución del sol o excederla poco” (Poética, 1449b). Los renacentistas
italianos la transmiten a Francia. La época preclásica hizo, sin embargo, caso omiso de esta opción
teatral; por eso a principios del siglo XVII se concibe la acción como la reproducción de una serie de
elementos complejos cuyo desarrollo, por consiguiente, requiere mucho tiempo (Scherer, 1973: 111-
112). El argumento se desarrolla en journées –las jornadas que perdurarán en España–, más largas
cuanto mayores y más complicados sean los acontecimientos de la acción; es el caso del “poema
dramático” Les Chastes et loyales amours de Théagène et Cariclée (1601) de Hardy, pieza dividida en ocho
jornadas, es decir, cuarenta actos. Esto no impide el caso contrario: la condensación de mucho tiempo
en pocas escenas.
Según los teóricos clasicistas, este acercamiento “barroco” no tiene en cuenta ni la
verosimilitud temporal ni la verosimilitud interna o emocional. En función de la primera, debe haber
una correspondencia entre el tiempo de la acción representada y el tiempo de la representación. Lo
contrario les parece inverosímil, cuando no ridículo. Hablando de las décadas pasadas, Sarrasin afirma
en su Discours de la tragédie (1939): “el pueblo se asombraba al ver que los actores se hacían viejos en
la misma tragedia”; años más tarde, Boileau, en su Art poétique (1674), señala a propósito de las piezas
españolas: “En ellas a menudo, el héroe de un espectáculo grosero / es niño en el primer acto y viejo
en el postrero”. Hay que respetar, además, una verosimilitud interna. Según l’abbé Nadal, “una razón
conforme a la naturaleza ha obligado a los maestros a concentrar la tragedia en un espacio de tiempo
corto: en efecto, se trata de un poema en el que las pasiones deben ser reinas, y las emociones violentas
no pueden durar mucho” (Observations sur la tragédie ancienne et moderne). El caso es que, a partir de los
años veinte, se empieza a imponer la unidad de tiempo, y la pieza debe representar un acontecimiento
de una duración aproximada de veinticuatro horas –la “revolución” solar de la que habla Aristóteles.
Un ejemplo en este sentido es Sophonisbe (1634), de Mairet. Pero quizá sea Cinna (1641), de Pierre
Corneille, la pieza más emblemática: el mismo autor sostiene que en ella nada ha sido forzado “por
la unidad de un día”. El resto de sus tragedias respetan estos criterios (Horace, Polyeucte, Rodogune,
Nicomède…): la unidad de tiempo está íntimamente ligada a la acción entendida como crisis
psicológica.
Unidad de lugar
Aristóteles no habla en lugar alguno de la unidad de lugar, lo que quizá explique parcialmente
las dificultades de esta regla para llegar a imponerse. La razón de ser de esta unidad está íntimamente
ligada a dos factores: la evolución misma del teatro en Francia y las exigencias de la verosimilitud. En
lo que respecta al primero, la progresiva primacía de la representación sobre la lectura de las piezas,
por un lado, y la simplicidad rigurosa sobre el espectáculo, por otro, reclaman esta unidad; a ello se
añade la carencia de telón: el lugar único resulta necesario para evitar la imprecisión de un decorado
simultáneo. Por lo que atañe al segundo factor, hay que señalar que la unidad de lugar depende
directamente de la de tiempo: la escena no puede representar más que los lugares a los que puedan ir
los personajes durante el tiempo que dura la acción (Scherer, 1973: 183). Esta subordinación del lugar
11
al tiempo y a la acción explica las dificultades que encuentra a lo largo de todo el siglo XVII; son
numerosas las quejas de los autores por una imposición tan rigurosa que con frecuencia traicionan.
En una primera época, los autores ignoran esta regla. Los héroes de Hardy mudan de país y
región con toda libertad; otro tanto hacen los de Mareschal y du Ryer. Años más tarde, ni Sarrasin
(Discours de la tragédie, 1639), ni d’Aubignac (La Pratique du théâtre, 1657), ni Scudéry (Œuvres, 1658)
perdonarán a Hardy y a sus sucesores las licencias que se tomaron entonces, y no es raro que incluyan
en sus diatribas a los autores españoles. En una segunda época, esta unidad excluye la representación
de lugares excesivamente alejados entre sí: no se admiten, por lo tanto, los viajes. El máximo
representante de estas tragedias es Jean Mairet; no en vano, su tragicomedia La Sylvanire, publicada
en 1631, contiene un “Discurso poético” en el que se recomienda el uso de las reglas. Poco más tarde,
el éxito sin precedentes de su tragedia Sophonisbe (1635) contribuye en gran medida al establecimiento
de esta ley; sus ocho piezas siguientes transcurren en lugares de una sola ciudad o comarca. Unos
años más tarde, La Mesnardière expone de modo definitivo el ideal de la unidad de lugar (Poétique,
1639). La tercera época es aún más exigente: el lugar representado en escena debe reproducir
exactamente el lugar único y preciso donde se supone que la acción se desarrolla (d’Aubignac, La
Pratique du théâtre, 1657). Pierre Corneille muestra sus reticencias, pero acaba adaptándose, mediante
una ficción teatral: debe haber un único lugar para todos, una especie de sala a la que conducen las
puertas de donde provienen los distintos personajes en escenas sucesivas (Discours… sur les trois unités,
1660). Racine es un ejemplo de respeto a esta regla: en su Thébaïde (1664), un observador cuenta desde
lo alto de las murallas el combate, mientras el resto de la acción transcurre en el palacio de Étéocle.
Pero ni siquiera durante la época clásica la unidad de lugar consigue imponerse: Le Comte d’Essex
(1678), de Thomas Corneille, conoce un gran éxito a pesar de ignorar esta regla; y tampoco la respeta
Judith (1695), del académico Boyer.
Unidad de acción
La acción de una obra dramática se define por la reacción de los personajes frente a los
obstáculos que se les presentan y que encuentran solución en el desenlace. Aun cuando esta regla
solo requiere la unidad, a lo largo del siglo XVII llega a confundirse con la simplicidad. Horacio lo
había recomendado (“simplex et unum”) y Boileau lo defiende en su Art Poétique (1674): “Que en un
lugar y en un día, un solo acontecimiento llene el teatro del principio al fin”. Cuatro condiciones
aseguran el respeto de esta unidad: inmovilidad (ningún elemento puede ser suprimido sin implicar
la incomprensión de la pieza), continuidad (todos los elementos útiles deben estar presentes de
principio a fin), necesidad (todos ellos deben encadenarse verosímil o necesariamente) y primacía (las
intrigas subordinadas deben resultar de la acción principal). Racine es uno de los más acérrimos
defensores de la tragedia así concebida. Su Bérénice (1670) desarrolla con asombrosa sencillez la
separación del emperador Titus y Bérénice por razón de Estado; otro ejemplo es su Phèdre (1677),
donde a la acción principal (la desesperanza y suicidio de la heroína) está subordinada la intriga
secundaria (los celos de su rival Aricie). Con todo, este ideal de la tragedia “sencilla” apenas se
encuentra en el teatro francés; los mismos críticos de la época, como Pierre Corneille en su Examen
de Horace, y d’Aubignac en la Pratique du théâtre, señalan la dificultad que supone.
Comedia española y tragedia francesa
El respeto de las reglas de las tres unidades, unido al de la verosimilitud y el decoro –concebido
según las reglas dramáticas francesas–, explica la impermeabilidad de esta tragedia: prácticamente no
existen tragedias francesas traducidas, adaptadas o imitadas del teatro español, y son contadas las
excepciones: la tragedia Le Traître puni (1700), de Lesage, tiene su modelo en La traición busca el castigo,
12
de Rojas Zorrilla; hoy continúan las dudas sobre la originalidad de Héraclius (1647), de Pierre Corneille.
Sí cabe, pese a todo, hablar de una influencia indirecta por contaminación: las técnicas utilizadas
indican una presencia más o menos implícita de las técnicas propias de la comedia (vid. Cioranescu,
1983: 379-388). En Phalante (1642), de La Calprenède, un enamorado pide a su amigo interceda ante
su amante, amigo que resulta estar, a su vez, enamorado de la misma mujer. La misma situación se
produce en Mithridate (1673), de Racine: la tercería del amigo amante es una técnica muy conocida en
la comedia. En Tite (1660), de Magnon, Bérénice llega a Roma disfrazada simulando ser príncipe de
Iberia, pero, en realidad, llega en búsqueda de su amante el emperador. Esta persecución amorosa
también es común en la comedia (p. ej., La villana de Vallecas o Don Gil de las calzas verdes). En Agrippa
(1663), de Quinault, el protagonista suplanta al difunto rey Tiberinus, cuya muerte desconocen sus
súbditos: esta substitución, favorecida por el parecido físico, es proverbial en la comedia española (p.
ej., La ventura con el nombre, de Tirso). Los ejemplos podrían multiplicarse. No faltan críticos partidarios
de una inspiración más directa: Timocrate, de Thomas Corneille (1656), sería imitación de El alcaide de
sí mismo o de Efectos de odio y amor, de Calderón, y conserva elementos de Los ramilletes de Madrid, de
Lope de Vega. Aun cuando la demostración es imposible, e incluso improbable, estas sugerencias
muestran que la comedia española y la tragedia francesa no fueron géneros absolutamente
indiferentes entre sí.
Conclusión
La época de mayor influencia de la literatura española en Francia es anterior a 1650. En este
período, en las comedias y tragicomedias galas predominan los elementos barrocos: inestabilidad,
movilidad, metamorfosis y predominio del decorado. Es cierto que los teóricos del momento abogan
en favor de unas reglas y critican las prácticas heterodoxas de los dramaturgos; estos, en cambio,
suelen hacer caso omiso de las incipientes admoniciones. Podría pensarse que con el advenimiento
del clasicismo el panorama es muy distinto. No es así: aunque las técnicas barrocas ceden
progresivamente el paso a las clásicas, el espíritu del teatro precedente recorre casi todo el siglo XVII.
En la tragedia, especialmente al final del siglo, también hay espectáculo, y su representación de las
inconstancias de la fortuna no es menos barroca que clásica. Con todo, la tragedia francesa se
configura como un género propio gracias a unos criterios específicos: respeto de las reglas de la
unidad (tiempo, lugar y acción), austeridad de la representación y sublimidad de sus personajes.
Bibliografía
Obras citadas
Estos cuadros contienen una serie de correspondencias entre obras españolas (novelas, novelas
cortas y comedias) y obras francesas. La relación entre ellas es muy variada: adaptación en sentido
lato, inspiración, imitación, traducción parcial… En pocos casos existe la traducción completa. En
algunas ocasiones, las piezas genuinamente francesas contienen elementos temáticos o formales
importados de España. En fin, no son raros los casos en que idénticos motivos aparecen en obras
españolas y francesas, sin que por ello se pueda deducir automáticamente que ha habido adaptación,
sino simple coincidencia de recursos literarios. Para una labor de análisis prudente e individualizada
cada lector deberá leer conjuntamente estas obras, otras francesas y de otras literaturas (especialmente
latina e italiana), y tener en cuenta la bibliografía crítica correspondiente.
13
Cuadro I
Obras españolas Comedias francesas
Calderón, El alcaide de sí mismo Thomas Corneille, Le Geôlier de soi-même (1656)
Calderón, El astrólogo fingido Le Métel d’Ouville, Jodelet astrologue (1646)
Thomas Corneille, Le Feint Astrologue (1651)
Calderón, La banda y la flor Lambert, Les Sœurs jalouses, ou l’écharpe… (1661)
Calderón, Casa con dos puertas… Le Métel d’Ouville, Les Fausses Vérités (1643)
Boisrobert, L’Inconnue (1655)
Th. Corneille, Les Engagements du hasard (1657)
Calderón, Los empeños de un acaso
Calderón, La dama duende Hauteroche, L’Esprit follet (1678)
Le Métel d’Ouville, L’Esprit follet (1642)
Calderón, No siempre lo peor es cierto Scarron, La Fausse Apparence (1663)
Calderón, Peor está que estaba Boisrobert, Les Apparences trompeuses (1656)
Brosse, Les Innocents coupables (1645)
Castillo Solórz., El marqués de Cigarral Paul Scarron, Don Japhet d’Arménie (1651)
Moreto y Cabaña, El desdén con el desdén Molière, La Princesse d’Élide (1654)
Rojas Zorrilla, Donde hay agravios Paul Scarron, Jodelet, ou le maître valet (1645)
Rojas Zorrilla, Entre Bobos anda el juego Thomas Corneille, Don Bertrand de Cigarral (1652)
Rojas Zorrilla, Obligados y ofendidos… Paul Scarron, L’Écolier de Salamanque (1655)
Thomas Corneille, Les Illustres Ennemis (1657)
Tirso de Molina (?), El burlador de Sevilla Molière, Le Festin de Pierre (vid. “tragicomedias”)
Molière, L’Avare (1668)
Molière, La Princesse d’Élide (1665)
Molière, Le Tartuffe (1664)
14
Cuadro II
Obras españolas Tragicomedias francesas
Ágreda y Vargas, La resistencia premiada Alexandre Hardy, Frégonde (1624-1628)
Ágreda y Vargas, El hermano indiscreto Alexandre Hardy, Le Frère indiscret (1624-1628)
Alemán (Mateo), Guzmán de Alfarache Alexandre Hardy, Ozmin (obra perdida)
Amadís de Gaula Jean Rotrou, Agésilan de Colchos (1637)
Calderón, Lances de amor y fortuna Boisrobert, Les Coups d’amour et de fortune (1656)
Quinault, Les Coups de l’Amour… (1655)
Calderón, El galán fantasma Quinault, Le Fantôme amoureux (1657)
Castro (G. de), Las mocedades del Cid Pierre Corneille, Le Cid (1637)
Cervantes, Don Quijote de la Mancha Pichou, Les Folies de Cardénio (1630)
Cervantes, La fuerza de la sangre Alexandre Hardy, La Force du sang (1624-1628)
Cervantes, La gitanilla Alexandre Hardy, La Belle Égyptienne (1624-1628)
Cervantes, La señora Cornelia Alexandre Hardy, Cornélie (1624-1628)
Cervantes, Las dos doncellas Jean Rotrou, Les Deux Pucelles (1939)
Mira de Amescua, La adversa fortuna… Jean Rotrou, Dom Bernard de Cabrère (1647)
Mira de Amescua, La próspera fortuna…
Mira de Amescua, El palacio confuso
[Félix de Juvénel, Dom Pélage, 1645]
Pierre Corneille, Dom Sanche d’Aragon (1650)
Rojas Zorrilla, No hay ser padre siendo… Jean Rotrou, Venceslas (1648)
Rojas Zorrilla, Obligados y ofendidos Boisrobert, Les Généreux Ennemis (1655)
Tirso de Molina (?), El burlador de Sevilla Dorimond, Le Festin de Pierre (1659)
Villiers, Le Festin de Pierre (1660)
Molière, Dom Juan, ou le festin de Pierre (1666)
Rosimond, Le Nouveau Festin de Pierre (1670)
Vega, Lope de, El peregrino en su patria Alexandre Hardy, Lucrèce (1624-1628)
Vega, Lope de, Don Lope de Cardona Jean Rotrou, Dom Lope de Cardone (1652)
Vega, Lope de, Laura perseguida Jean Rotrou, Laure persécutée (1639)
Vega, Lope de, La ocasión perdida Jean Rotrou, Les Occasions perdues (1636)
Vega, Lope de, Mirad a quién alabáis Jean Rotrou, L’Heureuse Constance (1636)
Vega, Lope de, El poder vencido
Villegas, El marido de su hermana Boisrobert, Cassandre, comt. de Barcelone (1654)
15
Cuadro III
Obras españolas Tragedias francesas
Boyer, Judith (1695)
Corneille (Pierre), Cinna (1641)
Calderón, En esta vida, todo es verdad… Corneille (Pierre), Héraclius (1647)
Mira de Amescua, La rueda de la fortuna
Corneille (Thomas), Le Comte d’Essex (1678)
Corneille (Thomas), Timocrate (1656)
Hardy, Théagène et Cariclée (1601; poema dramát.)
La Calprenède, Phalante (1642)
Rojas Zorrilla, La traición busca el castigo Lesage, Le Traître puni (1700)
Magnon, Tite (1660)
Mairet, Sophonisbe (1634)
Quinault, Agrippa (1663)
Racine, Bérénice (1670)
Racine, La Thébaïde (1664)
Racine, Mithridate (1673)
Estudios
BAR (Francis), Le Genre burlesque en France au XVIIe
siècle. Étude de style, París: d’Artrey, 1960.
CIORANESCU (Alexandre), “Calderón y el teatro clásico francés”, Estudios de literatura española y comparada (La
Laguna: Publicaciones de la Universidad de la Laguna, 1954): 137-195.
– Le Masque et le visage. Du baroque espagnol au classicisme français, Ginebra: Droz, 1983.
GUICHEMERRE (Roger), La Comédie avant Molière, (1640-1660), París: Armand Colin, 1972.
– La Comédie classique en France, París: Presses Universitaires de France, 1978.
– La Tragi-comédie, París: Presses Universitaires de France, 1981.
GUTIÉRREZ (Asensio), La France et les Français dans la littérature espagnole. Un aspect de la xenophobie en
Espagne (1598-1665), Saint-Étienne: Publications de l’Université de Saint-Étienne, 1977.
LOSADA (José Manuel), L’Honneur au théâtre, París: Klincksieck, 1994.
– Bibliographie critique de la littérature espagnole en France au XVIIe
siècle, Ginebra: Droz, 1999.
– “Calderón en Francia en el siglo XVII. Problemática de la adaptación”, Calderón en Europa, Javier Huerta éd.
[en prensa].
ROUSSET (Jean), La Littérature de l’âge baroque en France, París: José Corti, 1995.
SCHERER (Jacques), La Dramaturgie classique en France, París: Nizet, 1973.
STERNBERG (Véronique), La Poétique de la comédie, París: SEDES / HER, 1999.

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  • 1. 1 LOS TEATROS FRANCÉS Y ESPAÑOL EN EL SIGLO XVII Artículo escrito en colaboración con José Antonio Millán. Historia del teatro español. Javier Huerta Calvo (dir.), Madrid: Gredos, 2003, t. I, p. 1393-1412. ISBN: 84-249-2392-8. A la hora de abordar un examen de los teatros francés y español durante el siglo XVII, es preciso señalar que el estudio de estas relaciones, pese a la gran cantidad de literatura acumulada al respecto a lo largo del tiempo, solo se ha llevado a cabo sistemáticamente a partir de fechas no muy lejanas. Las causas de este hecho son múltiples y se deben en gran medida al desarrollo de la literatura comparada como disciplina de estudio literario, así como a un cambio de la mentalidad francesa respecto de su gran siglo de oro. Este cambio es, asimismo, bastante reciente, y tiene en buena parte su origen en la influencia ejercida en el mundo universitario francés de la época por los escritos de Eugenio d’Ors sobre lo barroco y en los estudios sobre esta misma cuestión desarrollados por autores de primer orden, franceses y no franceses. La escuela nacionalista francesa fomentó una falsa oposición que privilegiaba el clasicismo en contra del barroco, tratado de forma marginal y sentido como extranjero por su origen (España). De la idea tradicional por la cual Racine, Molière, La Fontaine –con veleidades independentistas respecto del gran poder de la corte– y Boileau elaboran y aplican en sus obras una doctrina clásica fundamentada en el imperio de la razón y en la imitación de los antiguos, hoy ya no queda casi nada. Poder diferenciar con nitidez clasicismo y barroco durante el siglo XVII en Francia es tarea en principio condenada al fracaso –incluso cabe preguntarse si un movimiento como el preciosismo no tiene un equivalente español en el conceptismo–, porque ambas tendencias cohabitan amalgamadas en las obras de los más diversos autores. ¿Son Racine y Molière autores clásicos, o barrocos? No queda más remedio que decir que las dos cosas a la vez. Pocas obras como el Tartufo de Molière expresan con tanta claridad la visión del mundo barroca; el fundamento mismo de la obra reposa en la extrema dificultad que se encuentra a la hora de “saber mirar” sin equivocarse, de poder diferenciar el error de la verdad, la ilusión del engaño en un mundo en el que la máscara (falso devoto) se ajusta tan perfectamente al rostro que ya no se sabe cuál es el rostro y cuál es la máscara. Su misma estructura interna funciona sobre la creación de parejas de contrarios tan propias del teatro y del universo barroco. Y sin embargo, hay al mismo tiempo en ella una defensa a ultranza del clasicismo basada en la condena del exceso y en la reivindicación de un equilibrio procedente del imperio de la razón. Por lo que atañe a la influencia del teatro francés en España, y debido a una serie de causas políticas, ideológicas y literarias, la influencia del teatro francés sobre el español no empieza a ser considerable hasta ya bien entrado el siglo. Es cierto que la despoblación que sufre la Península, resultado de las guerras europeas y el atractivo de Indias, provoca una ingente afluencia de trabajadores franceses: la mano de obra está bien pagada y los impuestos son menores que en su país. Pero esta coyuntura demográfica no implica una mayor relación en otros órdenes. En el terreno político, debido a la guerra de los Treinta Años (1635-1659), las transacciones comerciales se ven claramente mermadas. En el plano ideológico, los índices de libros prohibidos (1620, 1640 y 1667) excluyen de la importación legal obras de Bartas, Moulin, Nostradamus… Sin duda alguna las producciones dramáticas sufrieron los daños colaterales de esta medida. Por último, en el ámbito literario no hay que perder de vista que la floración de la gran literatura española es anterior en un siglo a la francesa: cuando aquella declina esta asciende. De ahí que la gran influencia tenga lugar a
  • 2. 2 partir del siglo XVIII. De hecho, hasta bien entrado el siglo XVII no se conocen traducciones del teatro francés. Sí hay, en cambio, algunos originales en las bibliotecas de grandes señores; el marqués de Monte Alegre, por ejemplo, disponía en su biblioteca de nueve volúmenes de piezas francesas. Ramírez de Prado cuenta con las tragedias sagradas de Nicolas Caussin: Solyme, Nabuchodonosor, Felicitas, Theodoricus y Hermenegildus. Estos motivos explican que un estudio centrado en las relaciones francoespañolas del siglo XVII preste especial atención a la acogida que la literatura gala hizo de la hispánica. Su análisis puede ser enfocado a través de los tres principales géneros dramatúrgicos del momento: la comedia, la tragicomedia y la tragedia. La Comedia De una manera general, pueden clasificarse las piezas en formas breves y en las formas de la “gran comedia” (vid. Sternberg). Las primeras proceden del origen mismo del género, como cabe ver por su escasa consistencia interna y por la relación directa mantenida entre actores y espectadores; la segunda presenta, en cambio, unas mayores dimensiones en lo tocante a su estructura interna y a sus ambiciones literarias. Formas breves Las formas breves de la comedia pueden agruparse en cuatro corrientes estéticas dominantes: el théâtre des tréteaux, la farsa, la commedia dell’arte y la comedia en un solo acto. La presencia española en estas formas es poco pronunciada por diversos motivos: de modo general, recurren a la inventiva popular de autores y actores ambulantes (especialmente en los espectáculos de las ferias: théâtre de la foire), haciendo hincapié en la vertiente cómica (farce) y en la improvisación (commedia dell’arte): estos procedimientos no se prestan fácilmente a una adaptación del teatro español. Entre las comedias de un acto ocupan un lugar fundamental los saynètes, comedias bufonas que la crítica emparenta con los sainetes y entremeses españoles, y la petite comédie, cuyo ejemplo más significativo es Les Précieuses ridicules, de Molière (1659). La gran comedia La gran comedia se remonta a las representaciones de la antigua Grecia, particularmente de Menandro, quien construye sus piezas según la progresión habitual del género trágico: exposición, nudo y desenlace. Tras su paso por Roma (Plauto y Terencio), la comedia había caído en desuso. En su lectura de los clásicos, el siglo XVI le da nuevo impulso, reafirmando su estructura primigenia (los cinco actos) y ambición literaria (diferencia esencial respecto a las formas breves). La influencia española en este caso es muy grande, hasta el punto de crear un nuevo subgénero que en Francia se conoce bajo el nombre de comédie à l’espagnole. Otros subgéneros de especial relieve son la comedia de intriga y la comedia de caracteres. El interés de la primera radica en los aspectos cómicos, provocados principalmente por la rapidez e imprevisión de los acontecimientos; el interés de la segunda radica en la tipología de los personajes y en un ritmo más pausado, proclive a la profundización de orden psicológico. No obstante, en la práctica no existen comedias francesas de intriga que no desarrollen de algún modo los elementos de las comedias de caracteres, y viceversa. Así, por ejemplo, L’Avare (1668) de Molière, enfocada al estudio del avaricioso, aprovecha la comicidad paródica de las quejas estentóreas de un avaro que ha perdido su caja de caudales.
  • 3. 3 La comedia a la española La comedia a la española en Francia alcanza su apogeo entre los años 1640 y 1660. En su adaptación a la escena francesa, esta comedia pierde, evidentemente, la carga nacional de la comedia española. Pero no es ése su objeto, sino el de representar el universo español enfatizando una doble tematología fundamental: el honor y el amor. El trasvase de la escena española a la francesa no es algo inmediato, sino que requiere una adaptación doble, externa e interna. La primera se refiere directamente al público; la segunda a las reglas. Además, toda adaptación lleva consigo la asimilación de elementos estructurales y tematológicos de la literatura de origen. Adaptación externa Entre el español y el francés existen diferencias esenciales: cultura, tradición, gustos… La obra ha de ser debidamente adaptada, por ejemplo, en nombres de personajes y referencias a lugares. Esto no va en contra del lógico color local: la moda española se había impuesto y los espectadores acudían al teatro para ser transportados a un país cercano y lejano a un tiempo, prestigioso por la belleza de sus ciudades y sus mujeres, y célebre por el proverbial apasionamiento de sus habitantes. Por eso los escritores galos sitúan sus comedias en localidades españolas; otro tanto ocurre con los nombres de sus personajes. Cotéjense, por ejemplo, Le Feint Astrologue (1651), de Thomas Corneille, Les Coups de l’Amour et de la Fortune (1655), de Quinault, y Les Apparences trompeuses (1656), de Boisrobert. Ni el autor francés sentía el mayor reparo en utilizar antropónimos, apellidos, patronímicos, gentilicios y topónimos españoles, ni el público se escandalizaba al oírlos. En ocasiones, los dramaturgos franceses se permiten operar leves modificaciones. Así, substituyen Ocaña por Madrid (Boisrobert, L’Inconnue, 1655) o Denia por Alba (Scarron, La Fausse Apparence, 1663), sin duda con el deseo de ofrecer lugares más familiares, aun dentro de su exotismo, para el público francés. No se pueden obviar las modificaciones de mayor calibre. En este punto, lo más sobresaliente es la substitución de ciudades españolas por francesas (Madrid por París, sobre todo), como acaece en Jodelet astrologue (1646) y L’Esprit follet (1642), ambas de Le Métel d’Ouville, imitando El astrólogo fingido y La dama duende respectivamente. En otras ocasiones esta aclimatación concierne a personajes extraescénicos, como por ejemplo los astrólogos a los que se refieren los protagonistas: Juan Bautista Porta y Ginés de Rocamora (El astrólogo fingido) han sido reemplazados por Nostradamus (Le Feint Astrologue, de Thomas Corneille) y Himbert de Billy (Jodelet astrologue, de Le Métel d’Ouville). Adaptación interna Además de estas modificaciones externas es preciso que la obra francesa resultante se amolde a una serie de condiciones de adaptación internas. Entre ellas sobresale la conformidad de las piezas francesas con las reglas clásicas. Pero una conformidad plena es imposible, a menos de cambiar totalmente la trama original. Esto explica que, por lo general, las piezas francesas basadas en comedias españolas, prefieran seguir el modelo y solo efectúen las adaptaciones doctrinarias indispensables, al menos de cara a los críticos eruditos del momento. Esta es también la tónica general, con algunas modificaciones, de las tragicomedias. Un caso muy distinto es el de la tragedia, del que nos ocupamos más adelante.
  • 4. 4 Adaptación estructural Toda adaptación supone la asimilación de elementos ajenos: estructurales y tematológicos. La representación del universo español no aparece sola, sino que es fruto de la combinación de temas y recursos estructurales en los que la comedia española había destacado: la intriga y la comicidad. El espectador acude a estas piezas para presenciar las mil y una peripecias de amantes y criados; aquí el canon de la verosimilitud pasa a un segundo plano, en favor siempre de situaciones comprometidas; se difumina la regla de las unidades de tiempo y lugar en razón de las conveniencias del caso; también desaparece la profundización en el carácter de los personajes, convertidos ahora en meros tipos – padre o hermano celoso, hija o hermana enamoradiza, galán apasionado–, en pro de la aventura amorosa. Como en Les Engagements du hasard, de Thomas Corneille, las mujeres recurren a todo tipo de estratagemas para burlar la guarda a la que están sometidas por los hombres de su familia: las cartas y misivas circulan con tanta celeridad como discreción, los encuentros tienen lugar al alba o al caer la tarde, la iglesia se convierte en lugar propicio para las conversaciones amorosas, el amante no duda en asomarse a la reja de la habitación de la amada que lo espera transida de sentimientos novelescos. Dos personajes típicamente españoles aseguran la comicidad de la comedia a la española: el gracioso y el figurón, y, en determinadas piezas, un procedimiento lingüístico: lo burlesco. Frente al discurso de los jóvenes, distinguido en la expresión e idealista en su contenido, contrasta el del gracioso, bajo en la forma y realista en el fondo: aquí descansa en gran medida la fuerza cómica de estas comedias. Por lo que atañe al figurón, su discurso noble contrasta con las locuras y veleidades del ridículo personaje. El figurón de las tablas españolas atraviesa los Pirineos vestido de Don Japhet d’Arménie (1651), de Paul Scarron, y de Don Bertrand de Cigarral (1652), de Thomas Corneille (adaptaciones respectivas de El marqués de Cigarral, de Castillo Solórzano y de Entre Bobos anda el juego, de Rojas Zorrilla). El fantoche no duda en desenvainar para infligir al galán enamorado el justo castigo que merece su rivalidad, no sin antes disponerse a recitar al criado uno de sus interminables poemas. El procedimiento lingüístico de lo burlesco tiene en Scarron su mayor representante. Fantasioso discurso de la sobreabundancia, la burla lingüística francesa (ajena a la burla temática del Don Juan español) hunde sus raíces cómicas en el contrasentido: los temas evocados reclaman un registro noble, en clara discrepancia con la bajeza del estilo utilizado por el personaje (vid. Sternberg y Bar). Frente al personaje cómico, el personaje burlesco se ríe de todo, y especialmente de los asuntos serios, como son el amor y el honor; de ahí que se granjee las críticas de los eruditos y moralistas (como por ejemplo Adrian Baillet en sus Jugements des savants sur les principaux ouvrages des auteurs). Principal ejemplo es el Jodelet, ou le maître valet (1645), de Scarron. Dos son las modificaciones principales respecto a la pieza original española: Donde hay agravios no hay celos, y Amo criado, de Rojas Zorrilla. En primer lugar, en lo relativo a los personajes, el criado ocupa el lugar principal, en claro detrimento de su amo, cuyo carácter serio no conviene para la comicidad de la obra. En segundo lugar, en lo relativo al lenguaje, donde lo burlesco reemplaza el lirismo de algunas escenas españolas. Don Jean d’Alvarade se hace pasar por su propio criado, Jodelet, para conocer los verdaderos sentimientos de su prometida, Isabelle de Rochas. Jodelet ha de desempeñar el papel de su amo, adoptando maneras de un personaje rico y grotesco a la vez: nada mejor para poner a prueba la futura esposa. Ahora bien, contrariamente a su amo, imbuido de caballerosidad y heroísmo, Jodelet siente mayor inclinación por la filosofía del interés egoísta. El problema sobreviene cuando el primo de Isabelle, debido a un malentendido sobre un homicidio, le conmina a batirse en duelo. Una escena nos lo presenta cantando una canción mientras se limpia los dientes con un palillo: “Limpiáos bien, dientes míos, el honor os lo ordena. […] Más prefiero, a decir verdad, el ajo a la cebolla. […] Bendito seáis, Dios mío, por hacerme un miserable que prefiere el ajo al honor. […] ¿Cómo es posible que cinco dedos, puestos sobre la cara, sean ofensa suficiente para emplazar en duelo a un hombre?
  • 5. 5 Limpiáos bien, dientes míos, el honor os lo ordena. […] Un barbero, burro y villano, te pone sin más la mano, y cuando te afeita, te estropea la cara; pues ¿por qué no te vas a batir en duelo, tú que tanto te acaloras, por un simple bofetón? Más vale abofeteado que muerto. Limpiáos bien, dientes míos…” (acto IV, escena II). Esta canción prepara al espectador para el momento burlesco por antonomasia: el del duelo. El futuro suegro, Don Fernando, conmina a Jodelet –tomándole por el amo–, a batirse en duelo con Don Louis, quien ha matado por la noche a su propio hermano. Lejos de aprestarse para el enfrentamiento que el honor reclama, el supuesto yerno le echa en cara le informe “de una ofensa, que ni sabía ni quería saber”, que si el rival ha matado a su hermano en la oscuridad, antes le matará a él a pleno día, etc. Queda claro que el criado no comprende la dialéctica del duelo por honor: no es su incomprensión lo importante en este caso, sino provocar, por el contraste entre dos mentalidades, la risa entre los espectadores; máxime cuando la representación de este “Don Jodelet, natural de Segovia” viene acompañada por los gestos y el habla gangosa del histórico actor Julien Bedeau. Adaptación tematológica Toda adaptación implica, en fin, la asimilación de elementos tematológicos ajenos. A pesar de las resistencias que el barroco encontró al otro lado de los Pirineos, tarde o temprano la comedia francesa acabó asimilando diversos temas de la mentalidad española: las leyes tiránicas del honor, una particular concepción del destino –combinación del fatum pagano y la casualidad–, y el desenlace feliz de la dramaturgia española. En lo que concierne al honor, hay dos leyes implacables: el honor del padre recae sobre el hijo, y el honor los hombres reposa sobre la conducta femenina. Es el caso de Les Illustres Ennemis (1657), pieza de Thomas Corneille, donde Don Lope y Don Alvar deben renunciar a sus amores respectivos, Jacinte y Cassandre, por motivos familiares. Los autores franceses, menos inclinados al tipo de honor que reposa sobre la conducta de la mujer, adaptaron en cambio a la perfección el honor intransigente sobre las leyes y los deberes: “Todo depende del azar, y la vida no es sino un juego” (Rotrou, Don Bernard de Cabrère, 1647). El destino es otro elemento característico de la comedia; en Francia conocerá –no en vano contaba con una amplia tradición– un desarrollo espectacular en el terreno de la tragedia. Esta concepción de la vida, del mundo como un gran teatro, donde todo cambia al albur, ya había sido expuesta por Calderón en dos obras de primera categoría: El gran teatro del mundo y La vida es sueño, ambas escritas antes de 1636. El azar parece encarnizado en la “comedia” de Molière titulada Le Festin de Pierre (1665), primer gran Don Juan francés: Dom Carlos se queja de su “destino cruel” al enterarse de que Dom Juan sea a un tiempo su salvador y su peor enemigo (acto III, escena 3). Situaciones semejantes se repiten en un número considerable de comedias a la española. En ellas los personajes se preguntan cómo afrontar un dilema, aparentemente insoluble, entre los deberes contrapuestos del honor y la sangre; algo semejante ocurre en L’Écolier de Salamanque, donde Don Pèdre se queja de su rivalidad con el hermano de su amante (acto VI, escena 7), en Les Engagements du hasard, donde Isabelle se lamenta de la enemistad entre su padre y su amante (acto V, escena 8), en Jodelet, ou le maître valet, donde Don Fernand protesta de la hostilidad entre su sobrino y su futuro yerno (acto III, escena 3). Pero el origen español de estas comedias asegura un final feliz. Una explicación in extremis da lugar a un desenlace positivo: suprimido el malentendido, los amantes pueden prometerse en matrimonio, y los padres olvidan las disputas con los jóvenes. Ciertamente, puede parecer mentira que una aclaración disipe todas las desavenencias; sin embargo, esto era precisamente lo que el público francés iba buscando en la comedia a la española: la explosión de un honor desenfrenado que concluye en una armonía inesperada.
  • 6. 6 La “comédie-ballet” Considerada en ocasiones como un género ocasional, la comedia ballet nace del encuentro fortuito de la comedia con la danza de la corte real: durante la fiesta de inauguración del castillo de Vaux-le-Vicomte en 1661, Molière da su primera representación de Les Fâcheux. Oigámosle hablar: “Antes de que se levantara el telón, uno de los actores, que bien pudiera ser yo mismo, apareció en el escenario en traje de ciudad y, dirigiéndose al rey con aire sorprendido, presentó confusamente unas excusas por encontrarse allí solo, y porque le faltaba tiempo y actores para ofrecer a su majestad el divertimento que parecía esperar. En ese mismo instante, en medio de veinte surtidores naturales, se abrió aquella concha que todos vieron, y la náyade que surgió de dentro se adelantó hasta el borde del escenario y, con aire heroico, pronunció los versos que siguen”. Teatro dentro del teatro, desdoblamientos de contrarios, juegos mitológicos, no cuesta mucho imaginar la celebración de un ballet en la corte de Versalles, donde los juegos de máscaras y luces se mezclan con el movimiento del agua de fuentes y surtidores en una amalgama de formas sin otro dueño que la ilusión. Desgraciadamente, también estaba previsto ofrecer un ballet. Desgraciadamente, no había suficientes bailarines para los muchos papeles que debían representar; con el fin de darles tiempo a que se cambiaran de traje, se decidió entonces intercalar sus interpretaciones entre los diversos actos de la pieza de Molière (vid. Sternberg, 1999: 22). El resultado de esta combinación agregaba una considerable carga de espectacularidad a la obra en su conjunto; el éxito fue grande, hasta el punto que se multiplicaron las representaciones semejantes, ideadas ya desde un principio con este cometido. Era de esperar que este subgénero evolucionase: en su origen, los intermedios de danza no tenían ligazón alguna con la intriga de la pieza; a medida que avanzan los años, estos intermedios van a guardar una relación, mayoritariamente burlesca, con la comedia que los enmarca; es el caso de Le Malade imaginaire, de Molière, publicado por primera vez en las Œuvres del autor (1674). Algunos críticos también le atribuyen el Ballet royal des Muses (1666) –en este caso no se trata de una comedia– , uno de cuyos números fue la Mascarade espagnole, en la que intervinieron varios cómicos españoles. Un ejemplo directamente relacionado con la comedia española es La Princesse d’Élide. Comédie mêlée de danse et de musique, obra de Molière que apareció publicada en Les Plaisirs de l’île enchantée (1665). Se trata de una adaptación de la comedia de Moreto El desdén con el desdén, publicada en la Primera parte de sus comedias. La pieza francesa es considerada como una copia deslucida de la obra española. El autor achacó los errores de su comedia al escaso tiempo que el rey le concedió para escribirla; eso explica que la obra, comenzada a redactar en verso, se convierte súbitamente en prosa a partir de la primera escena del segundo acto, una prosa que en muchos puntos se reduce a una mera traducción. Esta precipitación produjo también defectos en el acabado de determinadas escenas. En un ambiente típico de la fiesta barroca, con sus máscaras y su gusto por la apariencia, sin preocupación alguna por la verosimilitud, desentonan la racionalidad y la sobriedad propias de Molière. El autor francés suprime gongorismos y otras complicaciones del original, que, por lo demás, respeta con bastante fidelidad; donde sí se permitió varias licencias fue en los “entremeses” musicales y el desenlace. Tragicomedia El término de tragicomedia procede de la segunda mitad del siglo XVI; tras una serie de tentativas de diverso valor, se asienta definitivamente como género gracias a la Bradamante (1582) de Robert Garnier.
  • 7. 7 Principales autores Sin duda alguna el gran difusor de estas representaciones en Francia es Alexandre Hardy; de las 600 obras que asegura haber escrito, apenas se conservan una veintena: las editadas en su Théâtre (1624-1628). Los temas de sus tragicomedias son novelescos, amenizados con numerosas aventuras; escaso el respeto de las reglas –lugares diversos, duración extendida, trato entre nobles y plebeyos–, y el desenlace, siempre feliz. Todo ello explica que algunas de sus obras estén inspiradas en comedias españolas (vid. cuadro II). Con más o menos adaptaciones, este es el modelo general que va a seguir el género en Francia durante las próximas décadas. Sus sucesores son numerosos: Mairet, Auvray, Pichou (sus Folies de Cardénio, 1630, son una adaptación del Quijote), Jean de Schelandre (cuyo Tyr et Sidon, 1628, viene precedido de un célebre prefacio de François Ogier, cruel invectiva contra las reglas), Pierre du Ryer, Boisrobert (que adapta varias comedias españolas) y, sobre todo, Jean Rotrou. Un buen número de obras de este último están inspiradas en la literatura española (vid. cuadro II); entre ellas destaca Vesceslas (1648), muy cerca ya de la tragedia. Estas piezas continúan en la senda marcada por sus predecesores, si bien hacen mayor hincapié en las situaciones novelescas y sentimentales, en la intriga inverosímil, en el quid pro quo y el malentendido, en las imprevistas situaciones que depara el azar. Destaca en ellas la fidelidad inconmovible de los amantes, que no reparan en medios para hacerse amar o para recuperar a la persona amada. Quizá el último gran escritor de tragicomedias sea Philippe Quinault: entre 1654 y 1662 escribe ocho; dos de ellas sufren la influencia española: Les Coups de l’amour et de la fortune y Le Fantôme amoureux. Tras él, el género comienza un declive debido al ascenso imparable de la tragedia, de la que algunos de estos autores –como Thomas Corneille y Quinault, pero, sobre todo, Racine– son los principales representantes. La tragicomedia de inspiración española Estas tragicomedias suelen estar ambientadas en ciudades de España: Madrid, Barcelona, Toledo, Sevilla… Sus personajes tienen nombres españoles, a menudo afrancesados: Don Alvar, Rodrigue, Chimène. Pero la influencia española no termina en el color local: las innumerables peripecias de las aventuras guardan una relación con la intriga de las comedias del Siglo de Oro. Las impredecibles fuerzas del destino, y las implacables del honor muestran aquí mucha más vehemencia que en la comedia. Por lo general, los sentimientos son elevados, y el tono, serio, sin llegar, excepto en contados casos, a la sublimidad de la tragedia. Con todo, no suelen faltar elementos cómicos –si bien en menor medida que en el teatro español–, que anuncian de algún modo el desenlace feliz, condición indispensable de toda tragicomedia. En la España barroca, el azar era tan pronto positivo como negativo; en la Francia del mismo tinte, el azar se presenta más a menudo en su vertiente negativa, la heredada del fatum pagano. A este propósito, es sintomático que de las dos piezas complementarias de Mira de Amescua (La adversa fortuna de Don Bernardo de Cabrera y La próspera fortuna de Don Bernardo de Cabrera), solo la primera haya conocido una adaptación en Francia: Don Bernard de Cabrère, de Rotrou: es una prueba fehaciente de la diversa visión cosmonómica de los autores de ambos países. El destino es causante de rivalidades desgarradoras. En Don Lope de Cardone (1652), de Rotrou, una respuesta equívoca de la infanta enfrenta a Don Sanche y Don Lope, hasta entonces íntimos amigos. Antes de dirigirse al lugar del duelo, el primero exclama: “el destino, fatídico contra mi esperanza, / hace de mi mejor amigo mi más directo rival” (acto III, escena 3). Esta combinación de destino y desesperanza no es española; procede del mundo clásico. Rara vez un personaje de comedia
  • 8. 8 habría proferido esta queja de Astolphe: “Ved a mi padre y el destino contra mí conjurados” (Boisrobert, Cassandre, comtesse de Barcelone, acto I, escena 2). Otro tema, ciertamente menos importante, es el suicidio. Los personajes de las comedias apenas piensan en esta situación extrema, en parte por la moral cristiana, en parte también por el menor arraigo de la dramartugia clásica. Aunque tímidamente, el suicidio aparece en la tragicomedia francesa; no se lleva a cabo, pero son numerosas las ocasiones en las que el héroe lo contempla como la mejor salida a su situación. Es el caso de Don Lope, quien, al saber que la infanta Théodore prefiere a su rival Don Sanche, desenvaina la espada con la intención de darse muerte (Rotrou, Don Lope de Cardone, acto IV, escena 7; también hay ejemplos semejantes en Les Coups… de Quinault, en Dom Garcie de Navarre, de Molière y en Le Cid de Pierre Corneille). Pierre Corneille Mención aparte merece este último autor. Se estrena en la tragicomedia con Clitandre (1632), sucesión de aventuras inverosímiles propias del espíritu barroco. Cinco años más tarde publica Le Cid, obra de extraordinaria repercusión en la época, inspirada en Las mocedades del Cid, de Guillén de Castro, que desarrolla la trama de su amor impedido por un honor conflictivo. La pieza aparece en un primer momento enmarcada dentro de este género: en una atmósfera cortesana, los personajes nobles (rey, infanta, caballeros, héroe y heroína) desarrollan una acción caballeresca y novelesca que no aspira a la dignidad de la tragedia: en ningún momento ven comprometido su destino más íntimo. A partir de 1648 el autor la denomina “tragedia”: la pasión se opone a las leyes del deber y los lazos de la sangre, el dilema de la situación y el notable esfuerzo de los protagonistas en aras del honor y del amor adquieren los matices del trágico heroísmo de lo sublime (vid. Guichemerre, 1981: 34-35). Corneille no solo utiliza Las mocedades del Cid, sino que también cita, en español, el texto correspondiente de Mariana y conoce la existencia de un Romancero del Cid. Mucho se ha escrito sobre la comparación de estas dos piezas; el resultado de estos juicios de valor es inoperante, pero sí cabe dar dos opiniones más o menos fundadas. En cuanto a la imagen nacional, el autor francés hace de su héroe un personaje menos marcado por su sangre española, le confiere un carácter más universal. En cuanto a la estructura, la de Guillén de Castro es más conflictiva, frente a la de Corneille, más dialéctica. En la comedia española, todo es un bloque compacto: podría ser representado por una línea recta; en la tragicomedia francesa, todo es duda y deliberación: el movimiento rectilíneo se muda en pendular: “Corneille es más barroco que Guillén de Castro” (Cioranescu, 1983: 365). Esta obra desarrolla aún con mayor énfasis los dos temas fundamentales de las comedias a la española: el honor y el amor, pero lo hace ya con la tensión propia de la tragedia. Don Diègue ha sido nombrado maestro del príncipe. Corroído por la envidia, el conde lo injuria y le da un bofetón. Tras un desesperado monólogo (“¿Morir sin venganza, o vivir en la infamia?” (acto I, escena 4), decide buscar venganza a través de su hijo Rodrigue, amante de Chimène, hija del conde. Comienza así el gran dilema insoluble, propio del más puro estilo trágico: “Tan cerca estaba de lograr mi amor, / ¡Oh, Dios mío, extraña pena!, / ¡que el ofendido sea mi padre, / y el ofensor el padre de Jimena!” (acto I, escena 6). Triunfa la ley del honor, y Rodrigue reta en duelo al conde. Chimène no reprime una rebelión contra la tiranía del honor: “¡Ambición maldita, detestable manía, / a los más nobles impones tu tiranía! / ¡Honor despiadado con mis deseos agradables, ¡cuántos lloros y suspiros habrás de costarme!” (acto II, escena 3). Simultáneamente, es consciente de que no puede pedirle que perdone a su padre en nombre del amor que les une: “Si no me obedece, ¡que dolor el mío! / Y, si me obedece, ¿qué dirán de él?” (ibid.). Esta disyuntiva es la quintaesencia del teatro francés. El duelo tiene lugar y muere el conde; Rodrigue acude entonces a presentar su espada y su cabeza a los pies de Chimène: solo así ella recuperará su honor (acto III, escena 4). Pero la amante, reacia a tomar la venganza por
  • 9. 9 su mano, decide perseguirle mediante un valedor hasta recobrar su honor perdido. Rodrigo vence una tentativa de invasión de los moros y regresa victorioso. Ante los requerimientos del rey, Jimena se compromete a casarse en matrimonio con el vencedor de otro duelo, protagonizado esta vez por Rodrigue y Don Arias. Vence su amante, y el rey anuncia una futura boda que tendrá lugar cuando el héroe regrese de sus próximos combates con los moros. Una “comedia heroica” de este mismo autor debe insertarse entre la lista de tragicomedias francesas: Don Sanche d’Aragon (1650), inspirada en El palacio confuso, de Mira de Amescua. Un soldado desconocido es objeto del amor de dos princesas, diferendo que se soluciona al hacerse pública su verdadera identidad. A pesar de este tema novelesco, la atmósfera de la pieza es netamente heroica y desarrolla igualmente las “tristes leyes del honor” (acto III, escena 6). Don Juan Merece la pena tener aquí en cuenta una serie de obras en torno al mito de Don Juan, español en cuanto al origen de sus manifestaciones literarias modernas. Dorimond y Villiers dieron a la escena, en 1659 y 1660 respectivamente, las dos primeras versiones auténticamente francesas del Don Juan: Le Festin de Pierre, ou le fils criminel; ambas llevan idéntico título, mención de “tragicomedias” y están adaptadas o “traducidas” de representaciones italianas en París pocos años antes: L’ateista fulminato, Il convitato di pietra. Diez años más tarde aparece otra de Rosimond: Le Nouveau Festin de Pierre. Molière hizo representar su célebre Dom Juan, ou le Festin de Pierre en 1666; pero el escándalo que se produjo provocó su inmediata retirada de cartel; la obra, censurada, fue editada por primera vez en 1682. Thomas Corneille publicó al año siguiente una versión en verso “suavizada”, sin las expresiones que habían herido a los “escrupulosos”. Molière titula su obra “comedia”, sin duda alguna debido a su propio carácter: sus intentos de entrar en el género heroico no habían dado ningún éxito, como demostró el fiasco de Dom Garcie de Navarre, inspirada en Le gelosie fortunate del principe Rodrigo, de Giacinto Andrea Cicognini y representada en 1661. Aun con todo, el Dom Juan de Molière está salpicado de numerosas intervenciones cómicas del criado Sganarelle, diálogos transidos de patetismo y la consabida dosis de elementos sobrenaturales. Tragedia Los tres elementos técnicos principales de la dramaturgia –la tradición literaria, las reglas teóricas y las condiciones de representación– adquieren especial relieve en el mundo de la tragedia. En el caso de Francia, donde no hubo un fenómeno revolucionario similar al de la comedia nueva española, estos elementos desempeñan un papel preponderante. Si este fuera un estudio histórico o sociológico, haríamos hincapié en la tradición o en las condiciones de representación; aquí nos centraremos en las reglas teóricas (que, por otra parte, tanto han influido en el teatro español del siglo XVIII). A diferencia de lo que ocurre en la comedia y, en menor medida, en la tragicomedia, en la tragedia las peripecias de la intriga pasan a un segundo plano: la sorpresa es sustituida por la reflexión personal. Los criados desaparecen, y su papel es asumido por los confidentes: el ingenio es reemplazado por el genio; lo cómico deja su lugar al discurso severo. Se abandonan los recursos espectaculares: bailes, música, efectos especiales son eliminados en beneficio de la progresión lineal de la pieza. En el fondo de todo este cambio se encuentran una serie de reglas, en su mayoría legadas por los clásicos, relativas a las unidades y a su adaptación al público, a los personajes, exposición, obstáculos, intriga y desenlace; en última instancia, todo se reduce a las tres unidades –tiempo, espacio y lugar– exigidas por una determinada concepción de la verosimilitud. Estas reglas también afectan a
  • 10. 10 la comedia y a la tragicomedia, pero en la tragedia alcanzan una importancia mucho mayor y los eruditos de la época, por lo general, se muestran inflexibles al respecto. Unidad de tiempo La primera regla exige que los acontecimientos representados se desarrollen en un período de tiempo limitado. No importa tanto el cómputo de horas (doce, veinticuatro, treinta y seis), como el principio del límite. Esta idea proviene de Aristóteles, según el cual “la tragedia se esfuerza lo más posible por atenerse a una revolución del sol o excederla poco” (Poética, 1449b). Los renacentistas italianos la transmiten a Francia. La época preclásica hizo, sin embargo, caso omiso de esta opción teatral; por eso a principios del siglo XVII se concibe la acción como la reproducción de una serie de elementos complejos cuyo desarrollo, por consiguiente, requiere mucho tiempo (Scherer, 1973: 111- 112). El argumento se desarrolla en journées –las jornadas que perdurarán en España–, más largas cuanto mayores y más complicados sean los acontecimientos de la acción; es el caso del “poema dramático” Les Chastes et loyales amours de Théagène et Cariclée (1601) de Hardy, pieza dividida en ocho jornadas, es decir, cuarenta actos. Esto no impide el caso contrario: la condensación de mucho tiempo en pocas escenas. Según los teóricos clasicistas, este acercamiento “barroco” no tiene en cuenta ni la verosimilitud temporal ni la verosimilitud interna o emocional. En función de la primera, debe haber una correspondencia entre el tiempo de la acción representada y el tiempo de la representación. Lo contrario les parece inverosímil, cuando no ridículo. Hablando de las décadas pasadas, Sarrasin afirma en su Discours de la tragédie (1939): “el pueblo se asombraba al ver que los actores se hacían viejos en la misma tragedia”; años más tarde, Boileau, en su Art poétique (1674), señala a propósito de las piezas españolas: “En ellas a menudo, el héroe de un espectáculo grosero / es niño en el primer acto y viejo en el postrero”. Hay que respetar, además, una verosimilitud interna. Según l’abbé Nadal, “una razón conforme a la naturaleza ha obligado a los maestros a concentrar la tragedia en un espacio de tiempo corto: en efecto, se trata de un poema en el que las pasiones deben ser reinas, y las emociones violentas no pueden durar mucho” (Observations sur la tragédie ancienne et moderne). El caso es que, a partir de los años veinte, se empieza a imponer la unidad de tiempo, y la pieza debe representar un acontecimiento de una duración aproximada de veinticuatro horas –la “revolución” solar de la que habla Aristóteles. Un ejemplo en este sentido es Sophonisbe (1634), de Mairet. Pero quizá sea Cinna (1641), de Pierre Corneille, la pieza más emblemática: el mismo autor sostiene que en ella nada ha sido forzado “por la unidad de un día”. El resto de sus tragedias respetan estos criterios (Horace, Polyeucte, Rodogune, Nicomède…): la unidad de tiempo está íntimamente ligada a la acción entendida como crisis psicológica. Unidad de lugar Aristóteles no habla en lugar alguno de la unidad de lugar, lo que quizá explique parcialmente las dificultades de esta regla para llegar a imponerse. La razón de ser de esta unidad está íntimamente ligada a dos factores: la evolución misma del teatro en Francia y las exigencias de la verosimilitud. En lo que respecta al primero, la progresiva primacía de la representación sobre la lectura de las piezas, por un lado, y la simplicidad rigurosa sobre el espectáculo, por otro, reclaman esta unidad; a ello se añade la carencia de telón: el lugar único resulta necesario para evitar la imprecisión de un decorado simultáneo. Por lo que atañe al segundo factor, hay que señalar que la unidad de lugar depende directamente de la de tiempo: la escena no puede representar más que los lugares a los que puedan ir los personajes durante el tiempo que dura la acción (Scherer, 1973: 183). Esta subordinación del lugar
  • 11. 11 al tiempo y a la acción explica las dificultades que encuentra a lo largo de todo el siglo XVII; son numerosas las quejas de los autores por una imposición tan rigurosa que con frecuencia traicionan. En una primera época, los autores ignoran esta regla. Los héroes de Hardy mudan de país y región con toda libertad; otro tanto hacen los de Mareschal y du Ryer. Años más tarde, ni Sarrasin (Discours de la tragédie, 1639), ni d’Aubignac (La Pratique du théâtre, 1657), ni Scudéry (Œuvres, 1658) perdonarán a Hardy y a sus sucesores las licencias que se tomaron entonces, y no es raro que incluyan en sus diatribas a los autores españoles. En una segunda época, esta unidad excluye la representación de lugares excesivamente alejados entre sí: no se admiten, por lo tanto, los viajes. El máximo representante de estas tragedias es Jean Mairet; no en vano, su tragicomedia La Sylvanire, publicada en 1631, contiene un “Discurso poético” en el que se recomienda el uso de las reglas. Poco más tarde, el éxito sin precedentes de su tragedia Sophonisbe (1635) contribuye en gran medida al establecimiento de esta ley; sus ocho piezas siguientes transcurren en lugares de una sola ciudad o comarca. Unos años más tarde, La Mesnardière expone de modo definitivo el ideal de la unidad de lugar (Poétique, 1639). La tercera época es aún más exigente: el lugar representado en escena debe reproducir exactamente el lugar único y preciso donde se supone que la acción se desarrolla (d’Aubignac, La Pratique du théâtre, 1657). Pierre Corneille muestra sus reticencias, pero acaba adaptándose, mediante una ficción teatral: debe haber un único lugar para todos, una especie de sala a la que conducen las puertas de donde provienen los distintos personajes en escenas sucesivas (Discours… sur les trois unités, 1660). Racine es un ejemplo de respeto a esta regla: en su Thébaïde (1664), un observador cuenta desde lo alto de las murallas el combate, mientras el resto de la acción transcurre en el palacio de Étéocle. Pero ni siquiera durante la época clásica la unidad de lugar consigue imponerse: Le Comte d’Essex (1678), de Thomas Corneille, conoce un gran éxito a pesar de ignorar esta regla; y tampoco la respeta Judith (1695), del académico Boyer. Unidad de acción La acción de una obra dramática se define por la reacción de los personajes frente a los obstáculos que se les presentan y que encuentran solución en el desenlace. Aun cuando esta regla solo requiere la unidad, a lo largo del siglo XVII llega a confundirse con la simplicidad. Horacio lo había recomendado (“simplex et unum”) y Boileau lo defiende en su Art Poétique (1674): “Que en un lugar y en un día, un solo acontecimiento llene el teatro del principio al fin”. Cuatro condiciones aseguran el respeto de esta unidad: inmovilidad (ningún elemento puede ser suprimido sin implicar la incomprensión de la pieza), continuidad (todos los elementos útiles deben estar presentes de principio a fin), necesidad (todos ellos deben encadenarse verosímil o necesariamente) y primacía (las intrigas subordinadas deben resultar de la acción principal). Racine es uno de los más acérrimos defensores de la tragedia así concebida. Su Bérénice (1670) desarrolla con asombrosa sencillez la separación del emperador Titus y Bérénice por razón de Estado; otro ejemplo es su Phèdre (1677), donde a la acción principal (la desesperanza y suicidio de la heroína) está subordinada la intriga secundaria (los celos de su rival Aricie). Con todo, este ideal de la tragedia “sencilla” apenas se encuentra en el teatro francés; los mismos críticos de la época, como Pierre Corneille en su Examen de Horace, y d’Aubignac en la Pratique du théâtre, señalan la dificultad que supone. Comedia española y tragedia francesa El respeto de las reglas de las tres unidades, unido al de la verosimilitud y el decoro –concebido según las reglas dramáticas francesas–, explica la impermeabilidad de esta tragedia: prácticamente no existen tragedias francesas traducidas, adaptadas o imitadas del teatro español, y son contadas las excepciones: la tragedia Le Traître puni (1700), de Lesage, tiene su modelo en La traición busca el castigo,
  • 12. 12 de Rojas Zorrilla; hoy continúan las dudas sobre la originalidad de Héraclius (1647), de Pierre Corneille. Sí cabe, pese a todo, hablar de una influencia indirecta por contaminación: las técnicas utilizadas indican una presencia más o menos implícita de las técnicas propias de la comedia (vid. Cioranescu, 1983: 379-388). En Phalante (1642), de La Calprenède, un enamorado pide a su amigo interceda ante su amante, amigo que resulta estar, a su vez, enamorado de la misma mujer. La misma situación se produce en Mithridate (1673), de Racine: la tercería del amigo amante es una técnica muy conocida en la comedia. En Tite (1660), de Magnon, Bérénice llega a Roma disfrazada simulando ser príncipe de Iberia, pero, en realidad, llega en búsqueda de su amante el emperador. Esta persecución amorosa también es común en la comedia (p. ej., La villana de Vallecas o Don Gil de las calzas verdes). En Agrippa (1663), de Quinault, el protagonista suplanta al difunto rey Tiberinus, cuya muerte desconocen sus súbditos: esta substitución, favorecida por el parecido físico, es proverbial en la comedia española (p. ej., La ventura con el nombre, de Tirso). Los ejemplos podrían multiplicarse. No faltan críticos partidarios de una inspiración más directa: Timocrate, de Thomas Corneille (1656), sería imitación de El alcaide de sí mismo o de Efectos de odio y amor, de Calderón, y conserva elementos de Los ramilletes de Madrid, de Lope de Vega. Aun cuando la demostración es imposible, e incluso improbable, estas sugerencias muestran que la comedia española y la tragedia francesa no fueron géneros absolutamente indiferentes entre sí. Conclusión La época de mayor influencia de la literatura española en Francia es anterior a 1650. En este período, en las comedias y tragicomedias galas predominan los elementos barrocos: inestabilidad, movilidad, metamorfosis y predominio del decorado. Es cierto que los teóricos del momento abogan en favor de unas reglas y critican las prácticas heterodoxas de los dramaturgos; estos, en cambio, suelen hacer caso omiso de las incipientes admoniciones. Podría pensarse que con el advenimiento del clasicismo el panorama es muy distinto. No es así: aunque las técnicas barrocas ceden progresivamente el paso a las clásicas, el espíritu del teatro precedente recorre casi todo el siglo XVII. En la tragedia, especialmente al final del siglo, también hay espectáculo, y su representación de las inconstancias de la fortuna no es menos barroca que clásica. Con todo, la tragedia francesa se configura como un género propio gracias a unos criterios específicos: respeto de las reglas de la unidad (tiempo, lugar y acción), austeridad de la representación y sublimidad de sus personajes. Bibliografía Obras citadas Estos cuadros contienen una serie de correspondencias entre obras españolas (novelas, novelas cortas y comedias) y obras francesas. La relación entre ellas es muy variada: adaptación en sentido lato, inspiración, imitación, traducción parcial… En pocos casos existe la traducción completa. En algunas ocasiones, las piezas genuinamente francesas contienen elementos temáticos o formales importados de España. En fin, no son raros los casos en que idénticos motivos aparecen en obras españolas y francesas, sin que por ello se pueda deducir automáticamente que ha habido adaptación, sino simple coincidencia de recursos literarios. Para una labor de análisis prudente e individualizada cada lector deberá leer conjuntamente estas obras, otras francesas y de otras literaturas (especialmente latina e italiana), y tener en cuenta la bibliografía crítica correspondiente.
  • 13. 13 Cuadro I Obras españolas Comedias francesas Calderón, El alcaide de sí mismo Thomas Corneille, Le Geôlier de soi-même (1656) Calderón, El astrólogo fingido Le Métel d’Ouville, Jodelet astrologue (1646) Thomas Corneille, Le Feint Astrologue (1651) Calderón, La banda y la flor Lambert, Les Sœurs jalouses, ou l’écharpe… (1661) Calderón, Casa con dos puertas… Le Métel d’Ouville, Les Fausses Vérités (1643) Boisrobert, L’Inconnue (1655) Th. Corneille, Les Engagements du hasard (1657) Calderón, Los empeños de un acaso Calderón, La dama duende Hauteroche, L’Esprit follet (1678) Le Métel d’Ouville, L’Esprit follet (1642) Calderón, No siempre lo peor es cierto Scarron, La Fausse Apparence (1663) Calderón, Peor está que estaba Boisrobert, Les Apparences trompeuses (1656) Brosse, Les Innocents coupables (1645) Castillo Solórz., El marqués de Cigarral Paul Scarron, Don Japhet d’Arménie (1651) Moreto y Cabaña, El desdén con el desdén Molière, La Princesse d’Élide (1654) Rojas Zorrilla, Donde hay agravios Paul Scarron, Jodelet, ou le maître valet (1645) Rojas Zorrilla, Entre Bobos anda el juego Thomas Corneille, Don Bertrand de Cigarral (1652) Rojas Zorrilla, Obligados y ofendidos… Paul Scarron, L’Écolier de Salamanque (1655) Thomas Corneille, Les Illustres Ennemis (1657) Tirso de Molina (?), El burlador de Sevilla Molière, Le Festin de Pierre (vid. “tragicomedias”) Molière, L’Avare (1668) Molière, La Princesse d’Élide (1665) Molière, Le Tartuffe (1664)
  • 14. 14 Cuadro II Obras españolas Tragicomedias francesas Ágreda y Vargas, La resistencia premiada Alexandre Hardy, Frégonde (1624-1628) Ágreda y Vargas, El hermano indiscreto Alexandre Hardy, Le Frère indiscret (1624-1628) Alemán (Mateo), Guzmán de Alfarache Alexandre Hardy, Ozmin (obra perdida) Amadís de Gaula Jean Rotrou, Agésilan de Colchos (1637) Calderón, Lances de amor y fortuna Boisrobert, Les Coups d’amour et de fortune (1656) Quinault, Les Coups de l’Amour… (1655) Calderón, El galán fantasma Quinault, Le Fantôme amoureux (1657) Castro (G. de), Las mocedades del Cid Pierre Corneille, Le Cid (1637) Cervantes, Don Quijote de la Mancha Pichou, Les Folies de Cardénio (1630) Cervantes, La fuerza de la sangre Alexandre Hardy, La Force du sang (1624-1628) Cervantes, La gitanilla Alexandre Hardy, La Belle Égyptienne (1624-1628) Cervantes, La señora Cornelia Alexandre Hardy, Cornélie (1624-1628) Cervantes, Las dos doncellas Jean Rotrou, Les Deux Pucelles (1939) Mira de Amescua, La adversa fortuna… Jean Rotrou, Dom Bernard de Cabrère (1647) Mira de Amescua, La próspera fortuna… Mira de Amescua, El palacio confuso [Félix de Juvénel, Dom Pélage, 1645] Pierre Corneille, Dom Sanche d’Aragon (1650) Rojas Zorrilla, No hay ser padre siendo… Jean Rotrou, Venceslas (1648) Rojas Zorrilla, Obligados y ofendidos Boisrobert, Les Généreux Ennemis (1655) Tirso de Molina (?), El burlador de Sevilla Dorimond, Le Festin de Pierre (1659) Villiers, Le Festin de Pierre (1660) Molière, Dom Juan, ou le festin de Pierre (1666) Rosimond, Le Nouveau Festin de Pierre (1670) Vega, Lope de, El peregrino en su patria Alexandre Hardy, Lucrèce (1624-1628) Vega, Lope de, Don Lope de Cardona Jean Rotrou, Dom Lope de Cardone (1652) Vega, Lope de, Laura perseguida Jean Rotrou, Laure persécutée (1639) Vega, Lope de, La ocasión perdida Jean Rotrou, Les Occasions perdues (1636) Vega, Lope de, Mirad a quién alabáis Jean Rotrou, L’Heureuse Constance (1636) Vega, Lope de, El poder vencido Villegas, El marido de su hermana Boisrobert, Cassandre, comt. de Barcelone (1654)
  • 15. 15 Cuadro III Obras españolas Tragedias francesas Boyer, Judith (1695) Corneille (Pierre), Cinna (1641) Calderón, En esta vida, todo es verdad… Corneille (Pierre), Héraclius (1647) Mira de Amescua, La rueda de la fortuna Corneille (Thomas), Le Comte d’Essex (1678) Corneille (Thomas), Timocrate (1656) Hardy, Théagène et Cariclée (1601; poema dramát.) La Calprenède, Phalante (1642) Rojas Zorrilla, La traición busca el castigo Lesage, Le Traître puni (1700) Magnon, Tite (1660) Mairet, Sophonisbe (1634) Quinault, Agrippa (1663) Racine, Bérénice (1670) Racine, La Thébaïde (1664) Racine, Mithridate (1673) Estudios BAR (Francis), Le Genre burlesque en France au XVIIe siècle. Étude de style, París: d’Artrey, 1960. CIORANESCU (Alexandre), “Calderón y el teatro clásico francés”, Estudios de literatura española y comparada (La Laguna: Publicaciones de la Universidad de la Laguna, 1954): 137-195. – Le Masque et le visage. Du baroque espagnol au classicisme français, Ginebra: Droz, 1983. GUICHEMERRE (Roger), La Comédie avant Molière, (1640-1660), París: Armand Colin, 1972. – La Comédie classique en France, París: Presses Universitaires de France, 1978. – La Tragi-comédie, París: Presses Universitaires de France, 1981. GUTIÉRREZ (Asensio), La France et les Français dans la littérature espagnole. Un aspect de la xenophobie en Espagne (1598-1665), Saint-Étienne: Publications de l’Université de Saint-Étienne, 1977. LOSADA (José Manuel), L’Honneur au théâtre, París: Klincksieck, 1994. – Bibliographie critique de la littérature espagnole en France au XVIIe siècle, Ginebra: Droz, 1999. – “Calderón en Francia en el siglo XVII. Problemática de la adaptación”, Calderón en Europa, Javier Huerta éd. [en prensa]. ROUSSET (Jean), La Littérature de l’âge baroque en France, París: José Corti, 1995. SCHERER (Jacques), La Dramaturgie classique en France, París: Nizet, 1973. STERNBERG (Véronique), La Poétique de la comédie, París: SEDES / HER, 1999.