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Lección 13
El reino de Cristo
y la Ley
Sábado 21 de junio
La bendita esperanza de la segunda venida de Cristo, con sus so­
lemnes realidades, debe ser presentada a menudo a nuestro pueblo,
puesto que al pensar en la aparición de Jesús en gloria, las cosas te­
rrenales parecerán como nada, y los honores mundanos sin valor. El
verdadero creyente vive por encima de las cosas del mundo; su vista
está en el cielo y sabe que es peregrino y extranjero, pues su ciuda­
danía está en lo alto. Los rayos de la justicia de Cristo iluminan su
alma para que brille en medio de las tinieblas morales que cubren el
mundo. ¡Qué fe vigorosa, qué esperanza activa, qué amor ferviente y
qué celo consagrado pueden verse en su vida! ¡Qué distinción entre
él y el mundo! “Velad, pues, en todo tiempo orando que seáis tenidos
por dignos de escapar de todas estas cosas que vendrán, y de estar en
pie delante del Hijo del Hombre” (Lucas 21:36). “Velad, pues, por­
que no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor... Por tanto, tam­
bién vosotros estad preparados; porque el Hijo del Hombre vendrá a
la hora que no pensáis (Mateo 24:42, 44) (Folleto: An Appeal to Our
Ministers and Conference Committees, p. 40).
Domingo 22 de junio: El reino de Dios
Fue en este punto donde Satanás pensó vencer a Cristo. Pensó que
Cristo podía ser vencido fácilmente en su humanidad. “Le llevó el
diablo a un monte muy alto, y le mostró todos los reinos del mundo y
la gloria de ellos, y le dijo: Todo esto te daré, si postrado me ado­
rares” (Mateo 4:8, 9). Pero Cristo quedó inconmovible. Sintió la
fuerza de esa tentación, pero le hizo frente por nosotros y venció. Y
usó solo las armas que razonablemente pueden usar los seres huma­
nos: la Palabra de Aquel que es poderoso en consejo: “Escrito está”
(Mateo 4:4, 10).
¡Con qué intenso interés fue observada esta contienda por los án­
geles celestiales y los mundos no caídos, mientras estaba siendo vin­
dicado el honor de la ley! La controversia quedó definida para siem­
pre, no solo para este mundo, sino para el universo del cielo. La con­
federación de las tinieblas también estaba alerta esperando una apa­
riencia de oportunidad para triunfar sobre el Sustituto de la raza hu­
mana, divino y humano, a fin de que el apóstata pudiera exclamar:
“Victoria” y el mundo y sus habitantes fueran su reino para siempre.
Pero Satanás llegó solo al talón; no pudo tocar la cabeza. A la
muerte de Cristo, Satanás comprendió que había sido derrotado. Vio
que su verdadero carácter había sido revelado claramente a todo el
cielo, y que los seres celestiales y los mundos que había creado Dios
estarían plenamente de parte de Dios. Vio que quedarían definitiva­
mente cortadas sus perspectivas de futura influencia sobre ellos. La
humanidad de Cristo demostraría por los siglos eternos la cuestión
que definía la controversia (Mensajes selectos, tomo 1, pp. 298, 299).
En el desierto, Cristo enfrentó las grandes tentaciones que asal­
tarían al hombre. Allí, con las manos desnudas, se encontró con el
enemigo astuto y sutil y lo venció. La primera gran tentación fue
dirigida hacia el apetito; la segunda, hacia la presunción; la tercera,
hacia el amor al mundo. Los tronos y los reinos de este mundo y su
gloria fueron ofrecidos a Cristo. Satanás llevó el honor mundanal, las
riquezas y los placeres de la vida, y se los presentó bajo la luz más
atrayente a fin de tentarlo y engañarlo. “Todo esto te daré, si postra­
do me adorares”, le dijo. Sin embargo Cristo rechazó al astuto
enemigo y salió victorioso.
Los hombres nunca serán probados por tentaciones tan poderosas
como las que asaltaron a Cristo; y sin embargo Satanás consigue
éxito al asediarlos. “Todo este dinero, esta ganancia, estas tierras,
este poder, estos honores y riquezas, te daré”. ¿A cambio de qué?
Pocas veces se establece la condición con tanta claridad como ocu­
rrió con el caso de Cristo: “Si postrado me adorares”. Se conforma
con que se abandone la integridad y se adormezca la conciencia. Por
medio de la dedicación a los intereses mundanales él recibe toda la
honra que pide. La puerta es dejada abierta para que él entre cuando
le plazca, con su estela de impaciencia, amor al yo, orgullo, avaricia
y falta de honradez. El hombre es encantado y atraído traicionera­
mente hacia la ruina.
El ejemplo de Cristo está ante nosotros. El venció a Satanás y nos
mostró cómo nosotros también podemos vencerlo. Cristo resistió a
Satanás mediante las Escrituras. Pudo haber echado mano de su pro­
pio poder divino, y haber empleado sus propias palabras; pero dijo:
“Escrito está: No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra
que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4). Si los cristianos estudiaran
y obedecieran las Sagradas Escrituras, recibirían poder para hacer
frente a la tentación del astuto enemigo (Consejos sobre mayordomía
cristiana, pp. 221, 222).
Lunes 23 de junio: Ciudadanos del reino
Nuestra conversación, nuestro comportamiento, nuestros actos,
deben ser tales que convenzan a nuestra familia, a nuestros vecinos y
a todo el mundo que pronto esperamos ir a otra patria. Más que esto,
nuestro ejemplo piadoso debe hacerlos pensar en la preparación que
necesitan hacer para entrar en el hogar bendito. Nuestros actos deben
corresponder con nuestra fe, y nuestra fe se perfeccionará en ellos.
Nuestra preparación no debe considerarse un deber o una necesidad,
sino un privilegio que aceptamos con felicidad. Y si diariamente
confirmamos y fortalecemos nuestra fe con nuestras obras, sabremos
cómo controlar y restringir el apetito y los deseos ambiciosos, y ar­
monizar nuestros pensamientos y sentimientos con la voluntad divi­
na. No seremos esclavizados por el pecado ni negaremos nuestra fe
delante de tantos testigos, por imitar al mundo y sus costumbres. La
tierra a la que viajamos es más atractiva, en todo sentido, que lo que
fue la tierra de Canaán para los hijos de Israel (Review and Herald,
29 de noviembre de 1881).
Vivimos en medio de las escenas finales de la historia de este
mundo, y nuestra vida no puede asemejarse a la de una mariposa;
como siervos de Dios debemos ser fuertes y marcar un agudo con­
traste entre una vida vana y una vida llena de santo propósito. Recor­
demos que nuestra ciudadanía está en los cielos, no en las naciones
de la tierra. Buscamos una mejor, la celestial. Por eso se nos pide:
“Salid de entre ellos y separaos”. Solo debemos acercamos al mundo
para testificar con todo fervor por Cristo y darles la advertencia y la
invitación de prepararse. Y el Señor, que es la fuente de toda gracia,
nos capacitará para testificar por él con toda intrepidez. Cuando nos
consagramos a Dios, el Espíritu Santo nos impartirá el aceite dorado
para que nuestras lámparas se mantengan brillando (Review and He-
rald, 16 de mayo de 1899).
Los hijos de Dios, el verdadero Israel, aunque dispersados entre
todas las naciones, no son sino advenedizos en la tierra, y su ciuda­
danía está en los cielos. La condición para ser recibidos en la familia
del Señor es salir del mundo, separarse de todas sus influencias con­
taminadoras. El pueblo de Dios no debe tener vinculación alguna con
la idolatría bajo cualquiera de sus formas. Ha de alcanzar una norma
más elevada. Debemos distinguimos del mundo, y entonces Dios
dirá: “Os recibiré como miembros de mi familia real, hijos del Rey
celestial”. Como creyentes en la verdad debemos diferenciamos en
nuestras prácticas, del pecado y los pecadores. Nuestra ciudadanía
está en el cielo. Debiéramos comprender más claramente el valor de
las promesas que Dios nos ha hecho, y apreciar más profundamente
el honor que nos ha dado. Dios no puede dispensar mayor honor a los
mortales que el de adoptarlos en su familia, dándoles el privilegio de
llamarlo Padre {La maravillosa gracia de Dios, p. 57).
Martes 24 de junio: La fe y la Ley
Dios, en su amor y su justicia, ha provisto un único camino —uno
solo— para que el ser humano pueda ser salvado de la separación
eterna de Dios y del cielo: la fe en Cristo y, mediante él, la obedien­
cia a su ley. Cuando el Espíritu de Dios opera en el corazón humano,
nunca nos lleva a despreciar la ley de Jehová; por el contrario, ilumi­
nados por su divina influencia, veremos con reverencia la majestad
de sus requerimientos, lo terrible que es el pecado, y las inevitables
penalidades que caerán sobre el transgresor.
“Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a
Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1). Es a este refugio que el alma arre­
pentida se acerca para rogar por los méritos de la sangre del Salva­
dor. Sin embargo, aunque el pecador arrepentido encuentra salvación
por medio de la sangre de Cristo, él no excusa el pecado, y nadie
encontrará paz, seguridad, y esperanza genuina, si ignora los recia-
mos de la ley de Dios y la traspasa. Confiar en las buenas obras y
propósitos para salvarse sería una insensatez; suponer que unas pocas
obras de beneficencia o el cumplimiento de un deber pueden cancelar
una vida entera de pecado, sería aceptar una trampa satánica que
intenta nublar las percepciones morales y creer que el ser humano se
puede salvar por sus propios méritos (Signs o f the Times, 15 de di­
ciembre de 1887).
Mediante Jesús, la misericordia de Dios fue manifestada a los
hombres; pero la misericordia no pone a un lado la justicia. La ley
revela los atributos del carácter de Dios, y no podía cambiarse una
jota o un tilde de ella para ponerla al nivel del hombre en su condi­
ción caída. Dios no cambió su ley, pero se sacrificó, en Cristo, por la
redención del hombre. “Dios estaba en Cristo reconciliando el mun­
do a sí”.
La ley requiere justicia, una vida justa, un carácter perfecto; y esto
no lo tenía el hombre para darlo. No puede satisfacer los reque­
rimientos de la santa ley de Dios. Pero Cristo, viniendo a la tierra
como hombre, vivió una vida santa y desarrolló un carácter perfecto.
Ofrece éstos como don gratuito a todos los que quieran recibirlos. Su
vida reemplaza la vida de los hombres. Así tienen remisión de los
pecados pasados, por la paciencia de Dios. Más que esto, Cristo im­
parte a los hombres atributos de Dios. Edifica el carácter humano a la
semejanza del carácter divino y produce una hermosa obra espi­
ritualmente fuerte y bella. Así la misma justicia de la ley se cumple
en el que cree en Cristo. Dios puede ser “justo, y el que justifica al
que es de la fe de Jesús”.
El amor de Dios ha sido expresado en su justicia no menos que en
su misericordia. La justicia es el fundamento de su trono y el fruto de
su amor. Había sido el propósito de Satanás divorciar la misericordia
de la verdad y la justicia. Procuró demostrar que la justicia de la ley
de Dios es enemiga de la paz. Pero Cristo demuestra que en el plan
de Dios están indisolublemente unidas; la una no puede existir sin la
otra. “La misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz
se besaron
Por su vida y su muerte, Cristo demostró que la justicia de Dios
no destruye su misericordia, que el pecado podía ser perdonado, y
que la ley es justa y puede ser obedecida perfectamente. Las acu­
saciones de Satanás fueron refutadas. Dios había dado al hombre
evidencia inequívoca de su amor (El Deseado de todas las gentes,
pp. 710,711).
Miércoles 25 de junio: El reino eterno
No es algo liviano pecar contra Dios: erigir la perversa voluntad
del hombre en oposición a la voluntad de su Hacedor. Conviene a los
mejores intereses de los hombres, aun en este mundo, obedecer los
mandamientos de Dios. Y conviene, por cierto, a su eterno interés
someterse a Dios y estar en paz con él... Dios lo hizo un agente moral
libre, para obedecer o desobedecer. La recompensa de la vida eterna
—un eterno peso de gloria— se promete a los que hacen la voluntad
de Dios (Reflejemos a Jesús, p. 87).
Esta tierra es el lugar de preparación para el cielo. El tiempo que
pasamos aquí es el invierno del cristiano. Los vientos fríos de la
aflicción soplan sobre nosotros, y las olas de los problemas nos arro­
llan. Pero en un futuro cercano, cuando Cristo venga, las penas y los
lamentos habrán desaparecido para siempre. Entonces será el verano
del cristiano. Todas las pruebas habrán concluido, y no habrá más
enfermedad ni muerte. “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de
ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor;
porque las primeras cosas pasaron” (Apocalipsis 21:4) (Alza tus ojos,
p. 309).
En el hogar de los redimidos no habrá más lágrimas, ni cortejos
fúnebres, ni manifestaciones de duelo. “No dirá el morador: Estoy
enfermo; al pueblo que more en ella le será perdonada la iniquidad”
(Isaías 33:24). Una rica corriente de felicidad fluirá y se profundizará
a medida que transcurra la eternidad...
Consideremos más fervientemente las bendiciones del más allá.
Que nuestra fe atraviese todas las nubes de oscuridad y contemple al
que murió por los pecados del mundo. El ha abierto las puertas del
paraíso para todos los que lo reciben y creen en él... Permitamos que
las aflicciones que tan angustiosamente nos duelen, se conviertan en
lecciones instructivas que nos impulsen a avanzar hacia el premio de
nuestra soberana vocación en Cristo. Que seamos alentados por el
pensamiento de que el Señor viene pronto. Que esta esperanza alegre
nuestros corazones...
Estamos de regreso al hogar. Aquel que nos amó tanto que murió
por nosotros, nos ha edificado una ciudad. La nueva Jerusalén es
nuestro lugar de descanso. No habrá tristeza en la ciudad de Dios.
Jamás se oirán gemidos de dolor, ni endechas por las esperanzas des­
vanecidas y afectos sepultados. Muy pronto los vestidos de tristeza se
cambiarán por la vestidura de boda. Pronto seremos testigos de la
coronación de nuestro Rey. Aquellos cuyas vidas están escondidas en
Cristo, los que en esta tierra han peleado la buena batalla de la fe,
brillarán con la gloria del Redentor en el reino de Dios.
No pasará mucho hasta que veamos a Aquel en quien se centran
nuestras esperanzas de vida eterna. Y en su presencia, todas las prue­
bas y sufrimientos de esta vida serán como nada... Mirad hacia arri­
ba, mirad hacia arriba, y permitid que vuestra fe aumente continua­
mente. Que esta fe os guíe a lo largo del estrecho sendero que condu­
ce a través de las puertas de la ciudad de Dios hacia el gran más allá,
el futuro de gloria, amplio y sin límites, que es para los redimidos
(Dios nos cuida, p. 99).
Jueves 26 de junio: La Ley y el reino
La ley de Dios existía antes de que el hombre fuera creado. Estaba
adaptada a la condición de los seres santos; aun los ángeles eran go­
bernados por ella. Después de la caída, los principios de justicia que­
daron inmutables. Nada fue quitado de la ley; no podía ser mejorado
ninguno de sus santos preceptos. Y así como ha existido desde el
principio, así continuará existiendo a través de los incesantes siglos
de la eternidad. “Hace ya mucho que he entendido tus testimonios —
dice el salmista— que para siempre los has establecido” (Comentario
bíblico adventista, tomo 1, p. 1118).
“En medio de la calle de la ciudad, y a uno y otro lado del río, es­
taba el árbol de la vida, que produce doce frutos, dando cada mes su
fruto; y las hojas del árbol eran para la sanidad de las naciones”
(Apocalipsis 22:2).
El fruto del árbol de la vida que estaba en el jardín del Edén tenía
virtudes sobrenaturales. Comer de él significaba vivir para siempre.
Era el antídoto contra la muerte. Sus hojas servían para mantener la
vida y la inmortalidad... Después de la entrada del pecado, el Labra­
dor celestial lo trasladó al Paraíso que está en el cielo.
Los santos redimidos, que han amado a Dios y guardado sus man­
damientos aquí, entrarán por las puertas de la ciudad, y tendrán dere­
cho al árbol de la vida. Comerán de él con toda libertad tal como lo
hicieron nuestros primeros padres antes de su caída. Las hojas de ese
árbol inmortal y de amplia copa, serán para la sanidad de las nacio­
nes. Habrán desaparecido todos sus infortunios. Jamás volverán a
sentir los efectos de la enfermedad, la tristeza y la muerte, porque las
hojas del árbol de la vida los habrán sanado. Jesús verá el fruto del
trabajo de su alma y se sentirá satisfecho, cuando los redimidos, que
fueron objeto de angustias, fatigas y aflicciones, que gimieron bajo el
peso de las calamidades, se reúnan en tomo del árbol de la vida para
comer de su fruto inmortal, del que nuestros primeros padres perdie­
ron todo derecho por haber quebrantado los mandamientos de Dios.
Allí jamás habrá peligro de volver a perder el derecho al árbol de la
vida, porque el que condujo a la tentación y al pecado a nuestros
primeros padres será destruido en ocasión de la muerte segunda
(/Maranata: El Señor viene!, p. 323).
Viernes 27 de junio: Para estudiar y meditar
Palabras de vida del Gran Maestro, pp. 249-258

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Lección 13 | Notas de Elena | El Reino de Cristo y la Ley | Escuela Sabática

  • 1. Lección 13 El reino de Cristo y la Ley Sábado 21 de junio La bendita esperanza de la segunda venida de Cristo, con sus so­ lemnes realidades, debe ser presentada a menudo a nuestro pueblo, puesto que al pensar en la aparición de Jesús en gloria, las cosas te­ rrenales parecerán como nada, y los honores mundanos sin valor. El verdadero creyente vive por encima de las cosas del mundo; su vista está en el cielo y sabe que es peregrino y extranjero, pues su ciuda­ danía está en lo alto. Los rayos de la justicia de Cristo iluminan su alma para que brille en medio de las tinieblas morales que cubren el mundo. ¡Qué fe vigorosa, qué esperanza activa, qué amor ferviente y qué celo consagrado pueden verse en su vida! ¡Qué distinción entre él y el mundo! “Velad, pues, en todo tiempo orando que seáis tenidos por dignos de escapar de todas estas cosas que vendrán, y de estar en pie delante del Hijo del Hombre” (Lucas 21:36). “Velad, pues, por­ que no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor... Por tanto, tam­ bién vosotros estad preparados; porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora que no pensáis (Mateo 24:42, 44) (Folleto: An Appeal to Our Ministers and Conference Committees, p. 40). Domingo 22 de junio: El reino de Dios Fue en este punto donde Satanás pensó vencer a Cristo. Pensó que Cristo podía ser vencido fácilmente en su humanidad. “Le llevó el diablo a un monte muy alto, y le mostró todos los reinos del mundo y la gloria de ellos, y le dijo: Todo esto te daré, si postrado me ado­ rares” (Mateo 4:8, 9). Pero Cristo quedó inconmovible. Sintió la fuerza de esa tentación, pero le hizo frente por nosotros y venció. Y
  • 2. usó solo las armas que razonablemente pueden usar los seres huma­ nos: la Palabra de Aquel que es poderoso en consejo: “Escrito está” (Mateo 4:4, 10). ¡Con qué intenso interés fue observada esta contienda por los án­ geles celestiales y los mundos no caídos, mientras estaba siendo vin­ dicado el honor de la ley! La controversia quedó definida para siem­ pre, no solo para este mundo, sino para el universo del cielo. La con­ federación de las tinieblas también estaba alerta esperando una apa­ riencia de oportunidad para triunfar sobre el Sustituto de la raza hu­ mana, divino y humano, a fin de que el apóstata pudiera exclamar: “Victoria” y el mundo y sus habitantes fueran su reino para siempre. Pero Satanás llegó solo al talón; no pudo tocar la cabeza. A la muerte de Cristo, Satanás comprendió que había sido derrotado. Vio que su verdadero carácter había sido revelado claramente a todo el cielo, y que los seres celestiales y los mundos que había creado Dios estarían plenamente de parte de Dios. Vio que quedarían definitiva­ mente cortadas sus perspectivas de futura influencia sobre ellos. La humanidad de Cristo demostraría por los siglos eternos la cuestión que definía la controversia (Mensajes selectos, tomo 1, pp. 298, 299). En el desierto, Cristo enfrentó las grandes tentaciones que asal­ tarían al hombre. Allí, con las manos desnudas, se encontró con el enemigo astuto y sutil y lo venció. La primera gran tentación fue dirigida hacia el apetito; la segunda, hacia la presunción; la tercera, hacia el amor al mundo. Los tronos y los reinos de este mundo y su gloria fueron ofrecidos a Cristo. Satanás llevó el honor mundanal, las riquezas y los placeres de la vida, y se los presentó bajo la luz más atrayente a fin de tentarlo y engañarlo. “Todo esto te daré, si postra­ do me adorares”, le dijo. Sin embargo Cristo rechazó al astuto enemigo y salió victorioso. Los hombres nunca serán probados por tentaciones tan poderosas como las que asaltaron a Cristo; y sin embargo Satanás consigue éxito al asediarlos. “Todo este dinero, esta ganancia, estas tierras, este poder, estos honores y riquezas, te daré”. ¿A cambio de qué? Pocas veces se establece la condición con tanta claridad como ocu­ rrió con el caso de Cristo: “Si postrado me adorares”. Se conforma con que se abandone la integridad y se adormezca la conciencia. Por medio de la dedicación a los intereses mundanales él recibe toda la honra que pide. La puerta es dejada abierta para que él entre cuando
  • 3. le plazca, con su estela de impaciencia, amor al yo, orgullo, avaricia y falta de honradez. El hombre es encantado y atraído traicionera­ mente hacia la ruina. El ejemplo de Cristo está ante nosotros. El venció a Satanás y nos mostró cómo nosotros también podemos vencerlo. Cristo resistió a Satanás mediante las Escrituras. Pudo haber echado mano de su pro­ pio poder divino, y haber empleado sus propias palabras; pero dijo: “Escrito está: No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4). Si los cristianos estudiaran y obedecieran las Sagradas Escrituras, recibirían poder para hacer frente a la tentación del astuto enemigo (Consejos sobre mayordomía cristiana, pp. 221, 222). Lunes 23 de junio: Ciudadanos del reino Nuestra conversación, nuestro comportamiento, nuestros actos, deben ser tales que convenzan a nuestra familia, a nuestros vecinos y a todo el mundo que pronto esperamos ir a otra patria. Más que esto, nuestro ejemplo piadoso debe hacerlos pensar en la preparación que necesitan hacer para entrar en el hogar bendito. Nuestros actos deben corresponder con nuestra fe, y nuestra fe se perfeccionará en ellos. Nuestra preparación no debe considerarse un deber o una necesidad, sino un privilegio que aceptamos con felicidad. Y si diariamente confirmamos y fortalecemos nuestra fe con nuestras obras, sabremos cómo controlar y restringir el apetito y los deseos ambiciosos, y ar­ monizar nuestros pensamientos y sentimientos con la voluntad divi­ na. No seremos esclavizados por el pecado ni negaremos nuestra fe delante de tantos testigos, por imitar al mundo y sus costumbres. La tierra a la que viajamos es más atractiva, en todo sentido, que lo que fue la tierra de Canaán para los hijos de Israel (Review and Herald, 29 de noviembre de 1881). Vivimos en medio de las escenas finales de la historia de este mundo, y nuestra vida no puede asemejarse a la de una mariposa; como siervos de Dios debemos ser fuertes y marcar un agudo con­ traste entre una vida vana y una vida llena de santo propósito. Recor­ demos que nuestra ciudadanía está en los cielos, no en las naciones de la tierra. Buscamos una mejor, la celestial. Por eso se nos pide: “Salid de entre ellos y separaos”. Solo debemos acercamos al mundo
  • 4. para testificar con todo fervor por Cristo y darles la advertencia y la invitación de prepararse. Y el Señor, que es la fuente de toda gracia, nos capacitará para testificar por él con toda intrepidez. Cuando nos consagramos a Dios, el Espíritu Santo nos impartirá el aceite dorado para que nuestras lámparas se mantengan brillando (Review and He- rald, 16 de mayo de 1899). Los hijos de Dios, el verdadero Israel, aunque dispersados entre todas las naciones, no son sino advenedizos en la tierra, y su ciuda­ danía está en los cielos. La condición para ser recibidos en la familia del Señor es salir del mundo, separarse de todas sus influencias con­ taminadoras. El pueblo de Dios no debe tener vinculación alguna con la idolatría bajo cualquiera de sus formas. Ha de alcanzar una norma más elevada. Debemos distinguimos del mundo, y entonces Dios dirá: “Os recibiré como miembros de mi familia real, hijos del Rey celestial”. Como creyentes en la verdad debemos diferenciamos en nuestras prácticas, del pecado y los pecadores. Nuestra ciudadanía está en el cielo. Debiéramos comprender más claramente el valor de las promesas que Dios nos ha hecho, y apreciar más profundamente el honor que nos ha dado. Dios no puede dispensar mayor honor a los mortales que el de adoptarlos en su familia, dándoles el privilegio de llamarlo Padre {La maravillosa gracia de Dios, p. 57). Martes 24 de junio: La fe y la Ley Dios, en su amor y su justicia, ha provisto un único camino —uno solo— para que el ser humano pueda ser salvado de la separación eterna de Dios y del cielo: la fe en Cristo y, mediante él, la obedien­ cia a su ley. Cuando el Espíritu de Dios opera en el corazón humano, nunca nos lleva a despreciar la ley de Jehová; por el contrario, ilumi­ nados por su divina influencia, veremos con reverencia la majestad de sus requerimientos, lo terrible que es el pecado, y las inevitables penalidades que caerán sobre el transgresor. “Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1). Es a este refugio que el alma arre­ pentida se acerca para rogar por los méritos de la sangre del Salva­ dor. Sin embargo, aunque el pecador arrepentido encuentra salvación por medio de la sangre de Cristo, él no excusa el pecado, y nadie encontrará paz, seguridad, y esperanza genuina, si ignora los recia-
  • 5. mos de la ley de Dios y la traspasa. Confiar en las buenas obras y propósitos para salvarse sería una insensatez; suponer que unas pocas obras de beneficencia o el cumplimiento de un deber pueden cancelar una vida entera de pecado, sería aceptar una trampa satánica que intenta nublar las percepciones morales y creer que el ser humano se puede salvar por sus propios méritos (Signs o f the Times, 15 de di­ ciembre de 1887). Mediante Jesús, la misericordia de Dios fue manifestada a los hombres; pero la misericordia no pone a un lado la justicia. La ley revela los atributos del carácter de Dios, y no podía cambiarse una jota o un tilde de ella para ponerla al nivel del hombre en su condi­ ción caída. Dios no cambió su ley, pero se sacrificó, en Cristo, por la redención del hombre. “Dios estaba en Cristo reconciliando el mun­ do a sí”. La ley requiere justicia, una vida justa, un carácter perfecto; y esto no lo tenía el hombre para darlo. No puede satisfacer los reque­ rimientos de la santa ley de Dios. Pero Cristo, viniendo a la tierra como hombre, vivió una vida santa y desarrolló un carácter perfecto. Ofrece éstos como don gratuito a todos los que quieran recibirlos. Su vida reemplaza la vida de los hombres. Así tienen remisión de los pecados pasados, por la paciencia de Dios. Más que esto, Cristo im­ parte a los hombres atributos de Dios. Edifica el carácter humano a la semejanza del carácter divino y produce una hermosa obra espi­ ritualmente fuerte y bella. Así la misma justicia de la ley se cumple en el que cree en Cristo. Dios puede ser “justo, y el que justifica al que es de la fe de Jesús”. El amor de Dios ha sido expresado en su justicia no menos que en su misericordia. La justicia es el fundamento de su trono y el fruto de su amor. Había sido el propósito de Satanás divorciar la misericordia de la verdad y la justicia. Procuró demostrar que la justicia de la ley de Dios es enemiga de la paz. Pero Cristo demuestra que en el plan de Dios están indisolublemente unidas; la una no puede existir sin la otra. “La misericordia y la verdad se encontraron; la justicia y la paz se besaron Por su vida y su muerte, Cristo demostró que la justicia de Dios no destruye su misericordia, que el pecado podía ser perdonado, y que la ley es justa y puede ser obedecida perfectamente. Las acu­ saciones de Satanás fueron refutadas. Dios había dado al hombre
  • 6. evidencia inequívoca de su amor (El Deseado de todas las gentes, pp. 710,711). Miércoles 25 de junio: El reino eterno No es algo liviano pecar contra Dios: erigir la perversa voluntad del hombre en oposición a la voluntad de su Hacedor. Conviene a los mejores intereses de los hombres, aun en este mundo, obedecer los mandamientos de Dios. Y conviene, por cierto, a su eterno interés someterse a Dios y estar en paz con él... Dios lo hizo un agente moral libre, para obedecer o desobedecer. La recompensa de la vida eterna —un eterno peso de gloria— se promete a los que hacen la voluntad de Dios (Reflejemos a Jesús, p. 87). Esta tierra es el lugar de preparación para el cielo. El tiempo que pasamos aquí es el invierno del cristiano. Los vientos fríos de la aflicción soplan sobre nosotros, y las olas de los problemas nos arro­ llan. Pero en un futuro cercano, cuando Cristo venga, las penas y los lamentos habrán desaparecido para siempre. Entonces será el verano del cristiano. Todas las pruebas habrán concluido, y no habrá más enfermedad ni muerte. “Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá muerte, ni habrá más llanto, ni clamor, ni dolor; porque las primeras cosas pasaron” (Apocalipsis 21:4) (Alza tus ojos, p. 309). En el hogar de los redimidos no habrá más lágrimas, ni cortejos fúnebres, ni manifestaciones de duelo. “No dirá el morador: Estoy enfermo; al pueblo que more en ella le será perdonada la iniquidad” (Isaías 33:24). Una rica corriente de felicidad fluirá y se profundizará a medida que transcurra la eternidad... Consideremos más fervientemente las bendiciones del más allá. Que nuestra fe atraviese todas las nubes de oscuridad y contemple al que murió por los pecados del mundo. El ha abierto las puertas del paraíso para todos los que lo reciben y creen en él... Permitamos que las aflicciones que tan angustiosamente nos duelen, se conviertan en lecciones instructivas que nos impulsen a avanzar hacia el premio de nuestra soberana vocación en Cristo. Que seamos alentados por el pensamiento de que el Señor viene pronto. Que esta esperanza alegre nuestros corazones... Estamos de regreso al hogar. Aquel que nos amó tanto que murió
  • 7. por nosotros, nos ha edificado una ciudad. La nueva Jerusalén es nuestro lugar de descanso. No habrá tristeza en la ciudad de Dios. Jamás se oirán gemidos de dolor, ni endechas por las esperanzas des­ vanecidas y afectos sepultados. Muy pronto los vestidos de tristeza se cambiarán por la vestidura de boda. Pronto seremos testigos de la coronación de nuestro Rey. Aquellos cuyas vidas están escondidas en Cristo, los que en esta tierra han peleado la buena batalla de la fe, brillarán con la gloria del Redentor en el reino de Dios. No pasará mucho hasta que veamos a Aquel en quien se centran nuestras esperanzas de vida eterna. Y en su presencia, todas las prue­ bas y sufrimientos de esta vida serán como nada... Mirad hacia arri­ ba, mirad hacia arriba, y permitid que vuestra fe aumente continua­ mente. Que esta fe os guíe a lo largo del estrecho sendero que condu­ ce a través de las puertas de la ciudad de Dios hacia el gran más allá, el futuro de gloria, amplio y sin límites, que es para los redimidos (Dios nos cuida, p. 99). Jueves 26 de junio: La Ley y el reino La ley de Dios existía antes de que el hombre fuera creado. Estaba adaptada a la condición de los seres santos; aun los ángeles eran go­ bernados por ella. Después de la caída, los principios de justicia que­ daron inmutables. Nada fue quitado de la ley; no podía ser mejorado ninguno de sus santos preceptos. Y así como ha existido desde el principio, así continuará existiendo a través de los incesantes siglos de la eternidad. “Hace ya mucho que he entendido tus testimonios — dice el salmista— que para siempre los has establecido” (Comentario bíblico adventista, tomo 1, p. 1118). “En medio de la calle de la ciudad, y a uno y otro lado del río, es­ taba el árbol de la vida, que produce doce frutos, dando cada mes su fruto; y las hojas del árbol eran para la sanidad de las naciones” (Apocalipsis 22:2). El fruto del árbol de la vida que estaba en el jardín del Edén tenía virtudes sobrenaturales. Comer de él significaba vivir para siempre. Era el antídoto contra la muerte. Sus hojas servían para mantener la vida y la inmortalidad... Después de la entrada del pecado, el Labra­ dor celestial lo trasladó al Paraíso que está en el cielo. Los santos redimidos, que han amado a Dios y guardado sus man­
  • 8. damientos aquí, entrarán por las puertas de la ciudad, y tendrán dere­ cho al árbol de la vida. Comerán de él con toda libertad tal como lo hicieron nuestros primeros padres antes de su caída. Las hojas de ese árbol inmortal y de amplia copa, serán para la sanidad de las nacio­ nes. Habrán desaparecido todos sus infortunios. Jamás volverán a sentir los efectos de la enfermedad, la tristeza y la muerte, porque las hojas del árbol de la vida los habrán sanado. Jesús verá el fruto del trabajo de su alma y se sentirá satisfecho, cuando los redimidos, que fueron objeto de angustias, fatigas y aflicciones, que gimieron bajo el peso de las calamidades, se reúnan en tomo del árbol de la vida para comer de su fruto inmortal, del que nuestros primeros padres perdie­ ron todo derecho por haber quebrantado los mandamientos de Dios. Allí jamás habrá peligro de volver a perder el derecho al árbol de la vida, porque el que condujo a la tentación y al pecado a nuestros primeros padres será destruido en ocasión de la muerte segunda (/Maranata: El Señor viene!, p. 323). Viernes 27 de junio: Para estudiar y meditar Palabras de vida del Gran Maestro, pp. 249-258