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BT. Templo palabra. Antenas, ARMH, seminario TF o Gavil: me parecen magníficas
iniciativas, en tanto suponen que allí donde el Padre-Estado, protector, hace aguas, se
recupera la iniciativa ciudadana.
Mi rol: catalizar...
El tema que he elegido, la diferencia sexual, constituye –a escala civilizatoria- un
PROBLEMA: No sabemos cómo abordarlo, cómo estructurar la diferencia sexual: si se
quiere decir así, no sabemos qué acomodo social darle: hacer, por ejemplo, con la
solicitud de los homosexuales de fundar matrimonios; o la de tener los mismos derechos
que las parejas heterosexuales de cara a la adopción. Parece que como sociedad tenemos
crecientes problemas para vivir la diferencia sexual (aunque si somos estrictos, este
problema es consustancial al ser humano, tan antiguo como éste: articular el deseo está
relacionado con la constitución de la persona) Pero en parte esta aniquilación de la
diferencia sexual (garante de la aceptación del Otro, con mayúscula, como intentaremos
justificar) tal vez esté en nuestros días en la base de esa lacra que constituye la violencia
llamada de género.
Para guiar este análisis vamos a apoyarnos como espacio de reflexión en un texto
artístico, fílmico: el cine desarrolla un discurso basado en la analogía, en las imágenes,
lo cual le aproxima al funcionamiento del inconsciente. Desde luego no vamos a hablar
de características autoriales, sino a tomar el texto artístico como un espacio de
interrogación, como un lugar que nos interpela, que tiende un puente intersubjetivo.
Como decía Heidegger, el arte nos permite “percibir lo tóxico de la realidad”
José Luis Castrillón, Choche, en el 5º nº de TyF escribió un magnífico artículo sobre el
papel de la comedia clásica: Easy Living, la comedia clásica y el punto de ignición, que
yo desde luego os recomiendo. No vamos a descubrir nada nuevo señalando las
concomitancias entre la comedia o la risa y algunas de las pulsiones inconscientes: el
chiste comparte con el lapsus, con la asociación y en el fondo con toda obra de arte un
fallo en la palabra, que permite liberar aquello que desde el INCONSCIENTE pugna
por ser dicho, escapando a la estructura de la represión. Apurando un poco la cuestión
podríamos incluso traer a colación esos estudios que han demostrado la similitud de
efectos sobre el cerebro, constatado en pruebas estrictamente neurobiológicas, que
provocan la risa y el orgasmo. En todo caso, la comedia es especialmente capaz a la
hora de crear un espacio de alteridad: un contexto en el que se puede enunciar aquello
que en el orden de otros discursos más sensatos, que el enunciador identifica como
suyos, acepta como suyos, difícilmente sería capaz de decir: esto es: la comedia instaura
un orden lógico, un universo discursivo en donde se da por sentado que aquello que se
dice no pertenece al discurso propio (en el fondo, nada más falso) Tal vez por eso,
merezca la pena efectuar este tipo de análisis sobre el género.
Cuando hablo de un espacio de alteridad o de extrañamiento en que se funda la
experiencia artística, me refiero a esa posición narrativa en la que se instala el niño que
en su casa refiere experiencias del tipo “en mi clase a un niño muy malo que pega a las
mujeres”, para referirse a sí mismo. Proyectamos en unos supuestos otros aquello de
nosotros mismos de lo que queremos y no queremos al mismo tiempo dar cuenta,
reconocer, experimentar
La comedia clásica (esta película no lo es: es una obra manierista) implementa un
esquema de CONQUISTA del derecho a ser nombrado (es decir, a ser civilizado)
Porque no basta con tener un nombre: hay que ganarse el derecho a que sea reconocido:
inscrito. Parte del caos inicial, de la confusión respecto al nombre propio: Pensemos,
por ejemplo, en Un hombre tranquilo: aborda el proceso de ganar, de inscribirse en un
apellido; operación que lleva pareja, por cierto, el derecho a la tierra y a la procreación.
El protagonista es rechazado porque todavía no tiene un nombre: tiene una cama,
enorme, y una gran en-verga-dura, expresión que ha empleado Requena en un artículo:
pero carece de fecundidad simbólica: es la mujer la única que posee un patrimonio
simbólico, su humilde ajuar (de escaso valor de uso, pero de elevado valor de cambio)
Pero, como metáfora de este nacimiento simbólico, el protagonista de la comedia clásica
ha de cursar un cauce de estrecheces, en donde impera el caos –risible- derivado de la
imposibilidad de decir, de ser entendido: como sujeto deseante, por ejemplo.
Centrémonos en una hipótesis desde la que abordaremos el análisis de Con faldas y a lo
loco. Hipótesis que se puede enunciar así: nadie nace hombre o mujer. El cuerpo es una
marca, pero en ningún caso un símbolo de género, una garantía de género, al menos por
sí mismo. Acabamos de ver un ejemplo, de forma incidental: la gran envergadura del
protagonista de Un hombre tranquilo (metaforizada en esa gigantesca cama que trae al
hogar familiar) no significa haber ganado el derecho a ejercer la masculinidad.
La diferencia sexual, entonces, es una conquista que ha de ser practicada y reiterada,
incluso podría decirse que puede salir bien o no, porque nada en el orden biológico (y
por tanto tampoco la cirugía o la viagra) la garantiza, la sirve de sostén. Incluso
podemos constatar el fracaso o la insuficiencia en ese intento de definición de lo
masculino como la posición “activa”, y lo femenino como la posición “pasiva”,
metáfora un tanto burda de la relación esperma-óvulo: insisto, NO hay ninguna
esencialidad natural capaz de resolver qué es lo masculino y qué lo femenino.
“Precio”, señala la segunda premisa, o “coste”: el derivado de soportar, de reconocer
que hay en uno una falta, un vacío: algo que tienen el Otro (aunque esta presunción sea
idealizada: por eso el amor se inscribe en el plano de lo imaginario, de lo que uno
desearía                  que                 fuera                real).
Reconocer la existencia del Otro como diferente (y eso es el fondo, y antes que otra
cosa, la diferencia sexual) implica saberlo provisto de sus propios deseos: y por tanto
aceptar la limitación del deseo propio.
Reconocer al Otro implica así la ruptura de esa ilusión narcisista, que aspira a una
felicidad absoluta que en nuestra experiencia cotidiana sabemos que no existe. Implica
también saber de lo Real, de lo transitado por una falta
Operadores simbólicos, refiere la tercera premisa: el matrimonio, tradicionalmente
depósito de buena parte de estos operadores transitivos de la operación de encuentro
sexual, hoy es vivido como algo postizo, poco creíble. Sin embargo, a cambio de
reconocerlo como impostura, ningún otro rito simboliza lo que de Real hay en el
encuentro sexual, lo cual implica un estado inerme frente a esa costosa conquista. Tal
vez la crisis del mundo contemporáneo es en el fondo un déficit de simbolización.
En la inscripción (pues como proceso gradual y no predeterminado hay que concebirlo)
en la sexualidad, podríamos definir tres instancias en juego: el cuerpo, como marca, tal
como hemos dicho; la identificación: esto es, el conjunto de estigmas sociales,
culturales (por supuesto, convencionalizados, y no necesariamente explícitos), de los
que se inviste el género, que se hace corresponder a cada uno de los géneros, y que
actúan como referentes de las taxonomías del sujeto; y, el goce, sobredeterminado, digo,
en tanto que no es elegido cómo y cuánto se goza: el goce depende de las experiencias,
y muy especialmente de las primeras experiencias familiares, del papel del padre real,
que implanta una ley y por tanto una prohibición, del Edipo (con sus vaivenes: el Edipo
inverso importa una fase de identificación sexual con el progenitor del mismo sexo,
dentro de una sexualidad infantil polimorfa)
La película Con faldas y a lo loco gravita alrededor del saber o no querer saber de la
diferencia de sexos. La que reproducimos en esta diapositiva es una de las citas más
emblemáticas y fecundas de Jacque Lacan, en la que postula que el saber de la
diferencia sexual es una lucha que se sostiene pagando un alto precio: todo lo contrario
aquello de lo que hace gala la cultura posmoderna, para la cual el saber sexual deviene
en pura gimnasia (esto es, pura semántica, que puede ser enseñada, formulada en
palabras, como moneda de cambio); es gratuito, y no compromete ni con-promete a la
radicalidad del sujeto, a lo que del sujeto está sujeto, es decir, castrado.
Es interesante, por cierto, la última parte de la cita: las máquinas, los ordenadores, son
incapaces de saber nada de lo Real: por ejemplo, no pueden generar verdadero azar: les
pasa lo mismo que a los ángeles de Cielo sobre Berlin, de Wender.
La diferencia sexual requiere para su construcción de la implementación del Edipo,
cuya narrativa todos conocemos, provisto de un doble aspecto: prohibición y promesa
(DE AHÍ QUE hallamos aludido a Con-promiso). Prohíbe al hijo yacer con la madre, y
a la madre reintegrar a sí misma a su hijo; y funda una promesa: ofrece a los hombres la
posibilidad postergada de acceso a otras mujeres: sólo en cuanto a castrado, puede un
hombre dirigirse un hombre a una mujer y hacerla objetivo de su deseo. ¿Y a las
mujeres, qué las promete? ¿Qué ofrece a cambio de su renuncia al deseo? ¿Ese hijo?
Sólo en cuanto a castrada puede una mujer dirigirse a un hombre y, dándole la
atribución fálica, esperar de él un hijo sin que en ello se agote su deseo; porque la
maternidad es todo menos natural, en contra del tópico circulante. La inexistencia del
falo es lo produce un nexo asimétrico entre el hombre y la mujer, una posición desigual,
de cuya diferencia deriva, según Lacan, “la lucha de sexos”
La anterior cita de Lacan, pero todo la experiencia cotidiana, avalan este enunciado: el
deseo, como circuito, sólo puede implementarse en términos de entropía. Freud, a lo
largo de su obra, mostró el deseo que de el psicoanálisis fuera una ciencia natural,
adoptase paradigmas propios de las ciencias naturales, y por tanto empleó
constantemente modelos provenientes de la física, como el de la entropía, que conecto
con la teoría de las pulsiones: la mencionó en 1918, en “De la historia de una neurosis
infantil”, y en 1937 en “Análisis terminable e interminable”
El deseo, en esta acepción entrópica que proponemos, podría definirse como esa
diferencia de potencial devenida de la asunción de posiciones energéticamente dispares,
de polaridades intercomplementarias (siquiera en el plano de la idealidad formuladas
como tales): ¿lo “masculino”?; ¿lo “femenino”?; por mí, podéis llamarlo también así, o
el Yan y el Yan, o como mejor aparezca. Pero esas diferencias deben ser trabajadas,
“energizadas”. La segunda ley de la termodinámica también puede ser aplicada al
análisis de Con faldas y a lo loco: recordemos, los sistemas se desorganizan si no son
alimentados regularmente con energía.
Y tal vez aquí estriba el gran fracaso de la asunción de la diferencia sexual: estar
dispuestos a soportar, a re-construir ese circuito deseante, permanentemente degradable/
degradado): no estar dispuesto a reconocer ese deseo emparentado con reconocer una
falta.
Fuera de la diferencia sexual, y así lo reconoce la formulación lingüística, sólo hay... la
indiferencia sexual.
Por supuesto, esta consideración debe ser puesta al margen del carácter
homosexual/heterosexual de los sujetos.
El fotograma, que posteriormente pondremos en su verdadero contexto narrativo, evoca
una escena de indiferencia sexual, que tiene algo de espejismo narcisista.
A partir de una determinada temprana edad, el sujeto se ve impelido a operar ese
proceso de represión de las modalidades perversas y polimorfas propias de la sexualidad
infantil (que están representadas en el fotograma de la diapositiva, por cierto), o bien
instalarse en la perversión (una definición: re-negar o negar en segundo grado el saber
de la diferencia sexual, como sucede la Dafne del fotograma); renegar la alteridad:
confiar en que esa madre que se pretende omnipotente, madre-fálica, sea suficiente
como para satisfacer el total del goce, sin necesidad de reconocer al Otro. Pero lo
paradójico es que el desobedecer una Ley, la que instaura el Edipo, implica caer bajo
dependencia de una ley, compendiada inconscientemente, que no impele, sino que
obliga a gozar eternamente: el psicópata tampoco es dueño absoluto de su goce, que le
viene sobreimpuesto.
Recapitulemos: la identidad sexual no depende de atributos corporales (de esto nada
quiere oír la posición derechista homófoba), sin que su valor sea nulo: tiene una relativa
importancia como referente de la diferencia sexual (esta es la parte menos grata a la
estética posmoderna, aniquiladora de toda diferencia corporal masculino-femenino)
La focalización del deseo es fundamental en el proceso de construcción de la identidad
¿Por qué? Porque el no-sujeto (el todavía no-sujeto) es, a decir de Lacan, una colección
incoherente de deseos, no focalizados.
Intentar eludir la diferencia sexual está del lado de la perversión.
1- Alusión al encuentro sexual, metaforizada en esa mirada deseante, en un contexto en
el que los instrumentos musicales apelan a esa relación sexual originaria, primitiva –no
exenta de cierta inscripción de la marca de la madre: lo que se chupa, el cuerpo sinuoso
del violonchelo...-, dibujada por un torbellino de brazos (cuerpo fragmentado), en el que
los hombres-niño adoptan una posición de inmobilidad frente a la actividad de la mirada
(pulsión escópica frente a inmadurez motriz, que perfilan un deseo imaginarizado) La
cámara dispone desde el punto de vista narrativo un espacio envolvente, lo que presta su
significado a la circularidad del deseo
2- Piernas: cuerpo fragmentado. Al otro lado del escenario, guardando una notable
simetría con la mirada de los protagonistas, se deja ver un personaje reconocible como
“padre”, sí, pero un padre no se interpone. El humo que irrumpe en escena actúa –
también en otros momentos de la película- como signo del deseo puesto en circulación.
3- La posición de lo masculino se revela como el espacio de lo postizo: algo chirría en
la secuencia: allí donde lo hipermasculino parece asegurado (hombres duros, que no nos
cuesta imaginar relacionados con lo Real, con la muerte), y más precisamente en su
centro, se configura ese espacio de lo femenino al que aluden las flores y el ataúd, la
caja. Permitidme una definición: lo masculino: aquello que se yergue como reto ante lo
real: por ejemplo, el pene que se yergue contra la rey de la gravedad. Pero pronto se
desvela que la palabra, fundadora de la ley, está del otro lado, en el otro coche, el de los
policías: el cuerpo de la mujer, el ataúd, a su vez lleno de botellas sinuosas, no tiene
para ellos nada de sagrado, puede ser profanado.
4- En nada protege lo masculino de lo Real (de la muerte): uno de los protagonistas
aparece entregado al voyerismo, a la contemplación gozosa y malsana de lo que de Real
hay en la muerte; en tanto el otro histéricamente cierra los ojos.
Me voy a permitir una consideración totalmente subjetiva, sin pretensiones
determinista: lo femenino, la mujer, parece dispuesta, preparada a soportar eso que de
encuentro inevitablemente traumático tiene la maternidad (lo Real en estado puro: ¿en
qué momento “ESO” que era parte de sí, que creció en su vientre, dejo de ser el cuerpo
suyo y pasó a ser otro? Ser madre es empezar a morir: percibir que hay alguo de ella
que la trrasciende, pero que ya no es ella. ¿La mujer es más cobarde?: tal vez más cauta
frente a lo Real, a la muerte, en tanto sabe más de ella: ¿no pagan menos en los seguros
de coches?; mientras el papel de lo masculino es proteger frente a lo Real. ¿Valiente?:
tal vez idiota, como los ángeles de Cielo sobre Berlín, porque poco o nada sabe de lo
Real.
 -No somos conscientes de los efectos simbólicos de la ruptura de la correspondencia
biunívoca entre procreación y sexualidad y familia. Realmente un cerrojo ha saltado, y
las consecuencias de la elisión de ese orden simbólico que el matrimonio y la
procreación brindaban y blindaban respecto al sexo están aún por determinarse: como
mínimo tendríamos que decir que la sexualidad aparece desplazada hacia un terreno en
el que acaso todavía no haya encontrado acomodo simbólico. [[[Ya Lovejoy reflexionó
sobre los efectos provocados por la prolongación en los homínidos del estro, que
desencadenara en el patrón evolutivo del hombre una cascada de cambios en cadena:
necesidad de acortar el periodo de estancia intrauterina y, a cambio, prolongación de la
niñez (destinado a realizar una aportó en el orden de las vivencias edípicas),
reforzamiento de los sentimientos de identificación colectiva, y muchos otros ubicados
en la línea de la civilización de la especie. Sin embargo, los efectos de este cambio
(esta primera ruptura respecto a la sexualidad animal) no ha sido tan rotundos como los
derivados de la institución de un orden sexual plenamente independiente del ámbito
familiar-procreativo en el que milenariamente estuvo inscrito. Se aducirá que control de
natalidad hubo en todo momento histórico: sin embargo, se trataba de un control
“parcial”, con finalidades muy próximas a la necesidad de supervivencia del núcleo
familiar.. Si el argumento va a ser bien entendido, no podríamos tampoco pasar por alto
el carácter que “transgresión” al orden normalizado que para muchos homosexuales
tiene el matrimonio: constituye una especie de negación de su valor, de neutralización
de ese orden consagrador de la diferencia sexual que es el matrimonio, de derisión del
matrimonio (especialmente en el caso de las parejas de hombres homosexuales:
reivindicar entrar en el matrimonio viene a ser una transgresión de segundo grado; burla
que también se da en el caso del travestismo y su exageración de los atributos sexuales:
la mujer es exaltada y atacada al mismo tiempo, en un proceso fetichista que afirma la
posibilidad del falismo de la madre: por tanto, proceso que niega la herida creada por el
Edipo, por la castración, por el falo, a la plenitud narcista. Herida necesaria.
1- La sacralización aparece como pura pantomima: la conmemoración sacramental es
pura hendidura, puro vacío, impostura, tras cuya doblez se encuentra justamente lo
contrario: el reino del caos, de la elisión de la palabra, de la ley
2- La escena no puede evocar más directamente una boda; y, sin embargo, una boda
burda, vista desde debajo de las faldas de la mesa, desde un vestuario y ademanes un
tanto infantil (y algo de inquietantemente incestuoso: el niño que mira bajo las faldas de
la novia-madre, por más que la huella de lo masculino –el novio, el padre- esté por
todas partes)
Hay una cierta diferencia entre el travestismo, que niega a la mujer al tiempo que la
exalta, como decíamos, y la transexualidad: la mayoría de los transexuales muestran un
desinvestimento de la sexualidad y de lo real de la diferencia de ambos sexos, por lo que
se ubican más del lado de la psicosis (inventar una realidad que sustituya a aquella que
no pueden tolerar)
Evidentemente, muchos momentos de la película abordan esa transmutación exagerada
de los protagonistas en mujeres. ¿Un simple disfraz? Desde el punto de vista de la
verosimilitud del argumento de la película, no podemos admitir que sea “simplemente”
un disfraz: pues, todo lo contrario, la hipérbole apunta a esa (im)posible fusión de sexos,
a ese falismo materno al que nos hemos referido. A esa confusión sexual que se avecina,
gozosamente risible como todo caos, como todo fallo en la palabra.
2- En cambio, la verdadera mujer sí provoca esa corriente de vapor –de nuevo el deseo-,
proveniente esta vez ni más ni menos que de esa potente máquina que pita, el tren, justo
en el momento en el que en el lugar del tren irrumpe una figura masculina uniformada
(el uniforme equivale a la desnudez, en cuanto a renuncia a vestir un traje particular)
3- Y, al contrario: la posición de masculinidad es ostentada por el personaje femenino.
No es el cuerpo lo que determina el valor sexual, la posición sexual.
4- La representación del hombre comienza por mostrarse como una impostura: hombre-
trampa. Nótese el paralelismo con la secuencia anterior, en la que Suggar saca de su liga
un petaca con alcohol, o la analogía con ese otro personaje masculino forcluido, el
marido de la directora de la orquesta, como luego diremos
La contemporaneidad impone un modelo sexual totalmente escindido de la finalidad
procreativa. Y también nuevos modelos de familia distintos a la heterosexual.
Llegándose al debate sobre los enlaces matrimoniales entre homosexuales, y al todavía
más candente sobre posibilidad de adopción
Es obvio que el problema puede contemplarse desde perspectivas muy distintas: el
primer lugar, el derecho de los homosexuales a saldar esa deuda simbólica que todo
humano puede sentir respecto a la vida que le ha sido gratuitamente entregada. Llámese
“instinto maternal” o “paternal”, o como se quiera. Tampoco vamos a obviar el punto de
vista del adoptado: yo soy docente de enseñanza secundaria, y en el transcurso de mi
profesión con frecuencia he encontrado alumnos de familias completamente
desestructuradas, aniquiladoras desde el punto de vista del orden simbólico, pero
perfectamente heterosexuales, familias canónicamente establecidas. Eso por no hablar
ya del tipo de orden anclaje simbólico que un orfanato, por ejemplo, puede proporcinar
al niño: ¿es mejor alguna de estas dos soluciones que las adopciones de homosexuales?
Sin embargo, no podemos dejar de reconocer que sabemos muy poco de los efectos que
puede provocar sobre la identidad sexual del niño, sobre su vivencia edípica, el tener
“dos padres” o “dos madres”. En todos los idiomas “papá” y “mamá” son dos términos
que se establecen como una relación fonética, al modo de una rima, lo que sin duda
permite al niño saber de una cierta correspondencia mutua; que, desde luego, no se da,
al menos identificada de forma tan clara, en otras estructuras familiares. La
identificación con los progenitores de ambos sexos, con su proceso oscilante, permite al
niño experimentar con la posición masculina y feminina, antes de proceder a un
definitivo posicionamiento sexual (identidad sexual) ¿En qué medida el matrimonio
homosexual puedo o no brindar el mismo campo de experiencia simbólica? Y otra
interrogante, ésta en sentido contrario: ¿es que hay una pareja homesexual que más o
menos sea tan estable como para soportar el largo período de los trámites de adopción
en la que no se construya una diferencia sexual, por lo demás análoga a la de las parejas
heterosexuales? Y otra pregunta: una vez contemplados los derechos de los
homosexuales: ¿no podría comenzar a contemplarse los derechos de las personas cuya
sexualidad les inclina a los tríos, o los conjuntos de cardinal enésimo; y dotarles por
tanto de los mismos derechos sociales y sobre la adopción que a los matrimonios más
convencionales? Como intento apuntar, ni la opción supuestamente “progre”, que
otorga al matrimonio homosexual el mismo estatus que al matrimonio heterosexual, ni
la opción ultramontana-homófoba parecen tener argumentos suficientemente sólidos
para anular sus contrarios: nos tendremos que conformar con señalar que no tenemos
una idea suficientemente justificada de los efectos simbólicos que provocan sobre el
niño adoptado una familia homosexual: y posiblemente se halle tan alejada del blanco y
negro de las posturas conservadoras como de las posturas “progres”
En ausencia del padre real, sin esa necesaria operación de cortocircuito del deseo de
goce absoluto, propio del estadio narcisista, que establece el Edipo, el deseo va a ser
imposible de articular. Graduemos la escena:
1- El padre: ese postizo. Aquel llamado –así lo manifiesta de forma inequívoca la
iconografía- a ser el padre, resulta un personaje sumamente femenino, que se mueve
bajo la batuta de esa mujer-fálica. Movimientos un tanto femeninos: la disposción del
campo-contracampo refuerza esa analogía con los personajes falsamente femeninos que
se dibujan sobre el tren (metáfora en tantas películas del deseo: en El Sur, de Erice, sin
ir más lejos...)
2- Un universo femenino; pero algo más: un universo, cerrado, “enclaustrado” diríamos,
en el que todo apunta a la madre, a la intimidad de la madre; de una madre que aparece
desdoblada en varias mujeres excesivamente iguales (un espacio de fragmentación del
cuerpo de la madre, que realidad corresponde con ese delirio de fragmentación del
cuerpo propio que durante el estadio narcisista amenaza al niño. El personaje falsamente
femenino e infantilizado goza de la impunidad de aparente su in-diferencia sexual, en
medio de un laberinto en el cual permanece invisible a los ojos de la/s madre/s. Todo
parece concitarse para recrear ese espacio de incestuosa voluptuosidad, de impune
voluptuosidad. Pues ninguna ley interrumpe ese deseo, pone coto a esa pulsión
escópica. A su alrededor, el espacio físico parece desdibujarse: pues pronto va a
configurarse como un espacio de espejismo (nótese la estructura compositiva del
encuadre de ese pasillo donde los gestos femeninos parecen reflejos de una misma
figura)
3- ¿Dónde está el padre, o el tercero? Porque la estructura dual y disimétrica del anterior
plano parecía requerir de un tercero que reequilibre. Y por fin aparece el padre,
igualmente dispuesto como un espejo (porque es un padre especular, falso) ¿Dónde
estaba el padre, decía? Pues aquí lo tenemos: numerosos atributos parecen señalarle
como el padre: disposición de una cadena de edad -¿alusión a la transmisión simbólica,
al “nombre del padre” que es legado como estructura de anclaje del sujeto?-; leyendo el
periódico (¿es él quien sabe de la realidad, pero más aún, quien funda sobre ésta un
orden y una ley: pues parece en posesión de la palabra?). Pero de pronto se nos revela
como una cadena infinita de un mismo gesto (esto es: presentado como espejismo,
como postizo) Nada en él se yergue: todo lo contrario, nada parece capaz a levantarse.
Es blando, desprovisto, como decía Requena en un artículo, de en-verga-dura. Nada
protege en ellos: precisamente en ellos, parapetados bajo sombreros, bajo gafas de sol,
bajo un gigantesco quitasol: vulnerables a ese sol abrasador ante el cual de pronto se
quitan las gafas: el deseo. Deseo ante el cual no tienen ninguna palabra, ningún
parapeto: abren la boca bobaliconamente.
4- Para que la vida tenga sentido, o más aún, para crear un sentido, hablando desde el
punto estrictamente topológico, es preciso un origen, una coordenada inicial. En el caso
de la experiencia humana, tan dado a abismarse ante esa pregunta radical de “¿por qué
estoy en el mundo?”, este origen sólo lo asegura un acto fundacional, que, por resumir,
lo podríamos referir como “estar atravesado por el nombre del padre”, por la palabra del
padre, que instaura una prohibición pero también una promesa de futuro: un sentido.
Evidentemente, en este espacio de deconstrucción de lo masculino, el padre (vestido, no
lo despreciemos como aspecto analítico, como una figura de orden, un almirante, aquel
que se arroga el mando, la ley y la capacidad de conducir los destinos) no es capaz ni de
distinguir el adelante del atrás: va de culo
5- Y parece presto a estallar el goce incestuoso: comiditas, bebidas, hasta una bolsa de
agua caliente: todo ello muy en el orden del signïficante “madre”, y desde luego en el
rango del festín . Sólo que allí ninguna palabra que apele al deseo masculino puede ser
dicha. Ninguna transacción efectuada. Se cumple ineroxablemente, como antes
apuntábamos, la segunda ley de la termodinámica: porque no hay diferencia sexual, no
hay energía potencial con la que alimentar al sistema del circuito deseante: y ya
sabemos lo que ineroxablemente acarrea esto: el desorden del sistema, su
descomposición: la irrupción de nuevo del delirio de la fragmentación: brazos, piernas,
rostros... Dispuestos en un caos en el que ninguna palabra puede ser dicha, ningún deseo
articulado: literalmente Dafne desaparece en ese laberinto del deseo.
5- Amenaza de la desintegración: delirio del cuerpo fragmentado: no hay espacio de
alteridad: no hay otro que garantice la unidad del yo (como mecanismo en espejo),
porque el deseo apunta a TODO ilimitado que no existe. No hay Otro, con mayúscula,
porque no se ha aceptado el recorte del goce. Lo que hay, a falta del Otro es un
espejismo narcisista, donde, como en el mito griego, uno corre el peligro de ahogarse en
su propio deseo. O, si lo preferimos decir así, corre el peligro de perder el deseo, de
percibir lo vacío de esa inscripción imaginaria: lo digpo porque un deseo que apunta
hacia el todo es tanto como un deseo que apunta a la nada.
 Secuencia, ésta, por lo demás, que nos devuelve a aquellas bailarinas-todo piernas del
principio de la película-
6- Y, por último, un “frenazo”. En la concepción lacaniana, el orgasmo es aquello que
nos protege de lo que de infinito y peligroso puede haber en el goce absoluto: una
barrera, una defensa, un freno. Hay quien afirma que se puede morir de orgasmo: pero
resulta que es justamente al contrario: se puede morir si éste no llega a tiempo. En
secuencia que comentamos, esa irrupción chirriante, ese “frenazo” marca el necesario
final de un deseo desbocado, no constriñido a moral alguna (que, desde luego, se
sustenta en la inmoralidad de esa impunidad con la que Dafne ha puesto su deseo en
liza): no ha querido saber de la diferencia sexual; es decir, pagar ese precio inevitable
“beau-coût” del que nos hablaba la anterior cita de Lacan. Lo violento de su
cortocircuito, lo chirriante de sus ejecución es proporcional a la peligrosidad de ese
desbocado y nocivo deseo (el tren, el tren como metáfora tantas veces puesta en juego
del deseo, ya lo hemos dicho...). Es lo real del deseo, metaforizado por lo máterico del
metal en bruto (ruedas, vías) lo que chirría. La madre, sus fragmentos, salta de la cama
imaginaria.
Decíamos: el deseo no es articulable en ese espacio psicótico. Hay un nexo evidente –en
la vidal, pero desde luego también en el texto artistico que analizamos- entre la
forclusión del padre real y la imposibilidad de un goce tolerable: esto es, limitado. El
lugar de ese goce absoluto nos confronta con la vacuidad del deseo, con su carácter
postizo (en última instancia, el deseo no es más que una trampa de la Naturaleza para
obligarnos a seguir viviendo, decía con razón Heidegger). Es un lugar, éste del Goce
absoluto del Otro, que no existe, como indica el psicoanalista José David Nascio::::::>
Una recapitulación conceptual:
El goce, entiéndase como el goce ilimitado, es una ilusión quimérica, narcisista, de un
placer absoluto, que se alimenta de una fantasía fusionista (el regreso al útero materno),
muy al estilo de esa con-fusión que la escena que hemos analizado recrea.
El sujeto, para que haya sujeto, resulta del recorte de ese goce: deviene así un sujeto que
admite que nada puede ser infinito, absoluto, que hay una falta, una falla en la esencia
misma de su ser: que le falta, si se quiere decir así, algo que en el Otro existe (por eso,
Lacan insiste en el carácter alineado, extrañado también podríamos decir, de la
adquisición de identidad) A eso que nos falta en el otro (es decir, que construye el
Otro), lo podemos llamar “falo”, a condición de que no pensemos que es algo que viene
naturalmente sobredeterminado.
El falo es la limitación del goce, que impone el padre real (no necesariamente un
hombre; ni siquiera un solo hombre: y por eso tal podríamos decir “que impone la
función simbólica paterna” ) Función, desde luego, que no siempre resulta puesta en
acción en nuestra sociedad: por ahí tal vez pueda entenderse el drama social de los
malos tratos: en la ilimitación del goce, en la falta de admisión de la existencia de un
Otro
No estoy descubriendo nada nuevo: Lacan relacionó, como intento justificar en las
últimas citas, la relación entre esa “neurosis contemporánea” y la declinación, el ocaso
del “padre real”; que, por lo demás, también ubica en las raíces del propio psicoanáliis
como disciplina, como discurso.
Diálogo de besugos: porque para que Joe pueda ser interpelado como sujeto de deseo; o,
mejor dicho, para que sus palabras sean interpretadas como objeto de un deseo
masculino, debe previamente desprenderse de su narcisismo, de su sexualidad polimorfa
y absolutista: dejarse interpelar por un falo. Lo polisémico de su discurso, con palabras
como “sorpresa”, “molestando” “a gusto”, etc., requiere un posicionamiento sexual
clarificador: una identificación, un decantarse: un aceptar el falo y sus límites. Porque
contemplado desde la posición femenina que impostura, su discurso en nada atraviesa el
deseo de Suggar: no lo concita, no lo reta (¿”reta” a qué?: a ejecutar el saber de esa
diferencia sexual, de esa gozosa aunque costosa energía polarizada que puede ser puesta
en flujo, en circulación)
La película, por cierto, guarda muchas concomitancias con Un perro andaluz, en lo que
se refiere al posicionamiento sexual.
Un final un tanto desolador, un tanto manierista, aunque desternillante, por ese elemento
de circularidad del relato que introduce: Parece que tendremos que volver a cruzar esa
travesía en el desierto de la indiferencia sexual, porque nada se ha aprendido, a pesar de
todo.
 Nadie es perfecto, en efecto. Saber aceptarlo, afrontar entonces la diferencia sexual, es
un requisito para que el goce, limitado, pueda articularse.

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  • 1. BT. Templo palabra. Antenas, ARMH, seminario TF o Gavil: me parecen magníficas iniciativas, en tanto suponen que allí donde el Padre-Estado, protector, hace aguas, se recupera la iniciativa ciudadana. Mi rol: catalizar... El tema que he elegido, la diferencia sexual, constituye –a escala civilizatoria- un PROBLEMA: No sabemos cómo abordarlo, cómo estructurar la diferencia sexual: si se quiere decir así, no sabemos qué acomodo social darle: hacer, por ejemplo, con la solicitud de los homosexuales de fundar matrimonios; o la de tener los mismos derechos que las parejas heterosexuales de cara a la adopción. Parece que como sociedad tenemos crecientes problemas para vivir la diferencia sexual (aunque si somos estrictos, este problema es consustancial al ser humano, tan antiguo como éste: articular el deseo está relacionado con la constitución de la persona) Pero en parte esta aniquilación de la diferencia sexual (garante de la aceptación del Otro, con mayúscula, como intentaremos justificar) tal vez esté en nuestros días en la base de esa lacra que constituye la violencia llamada de género. Para guiar este análisis vamos a apoyarnos como espacio de reflexión en un texto artístico, fílmico: el cine desarrolla un discurso basado en la analogía, en las imágenes, lo cual le aproxima al funcionamiento del inconsciente. Desde luego no vamos a hablar de características autoriales, sino a tomar el texto artístico como un espacio de interrogación, como un lugar que nos interpela, que tiende un puente intersubjetivo. Como decía Heidegger, el arte nos permite “percibir lo tóxico de la realidad” José Luis Castrillón, Choche, en el 5º nº de TyF escribió un magnífico artículo sobre el papel de la comedia clásica: Easy Living, la comedia clásica y el punto de ignición, que yo desde luego os recomiendo. No vamos a descubrir nada nuevo señalando las concomitancias entre la comedia o la risa y algunas de las pulsiones inconscientes: el chiste comparte con el lapsus, con la asociación y en el fondo con toda obra de arte un fallo en la palabra, que permite liberar aquello que desde el INCONSCIENTE pugna por ser dicho, escapando a la estructura de la represión. Apurando un poco la cuestión podríamos incluso traer a colación esos estudios que han demostrado la similitud de efectos sobre el cerebro, constatado en pruebas estrictamente neurobiológicas, que provocan la risa y el orgasmo. En todo caso, la comedia es especialmente capaz a la hora de crear un espacio de alteridad: un contexto en el que se puede enunciar aquello que en el orden de otros discursos más sensatos, que el enunciador identifica como suyos, acepta como suyos, difícilmente sería capaz de decir: esto es: la comedia instaura un orden lógico, un universo discursivo en donde se da por sentado que aquello que se dice no pertenece al discurso propio (en el fondo, nada más falso) Tal vez por eso, merezca la pena efectuar este tipo de análisis sobre el género. Cuando hablo de un espacio de alteridad o de extrañamiento en que se funda la experiencia artística, me refiero a esa posición narrativa en la que se instala el niño que en su casa refiere experiencias del tipo “en mi clase a un niño muy malo que pega a las mujeres”, para referirse a sí mismo. Proyectamos en unos supuestos otros aquello de nosotros mismos de lo que queremos y no queremos al mismo tiempo dar cuenta, reconocer, experimentar La comedia clásica (esta película no lo es: es una obra manierista) implementa un esquema de CONQUISTA del derecho a ser nombrado (es decir, a ser civilizado) Porque no basta con tener un nombre: hay que ganarse el derecho a que sea reconocido: inscrito. Parte del caos inicial, de la confusión respecto al nombre propio: Pensemos, por ejemplo, en Un hombre tranquilo: aborda el proceso de ganar, de inscribirse en un apellido; operación que lleva pareja, por cierto, el derecho a la tierra y a la procreación. El protagonista es rechazado porque todavía no tiene un nombre: tiene una cama,
  • 2. enorme, y una gran en-verga-dura, expresión que ha empleado Requena en un artículo: pero carece de fecundidad simbólica: es la mujer la única que posee un patrimonio simbólico, su humilde ajuar (de escaso valor de uso, pero de elevado valor de cambio) Pero, como metáfora de este nacimiento simbólico, el protagonista de la comedia clásica ha de cursar un cauce de estrecheces, en donde impera el caos –risible- derivado de la imposibilidad de decir, de ser entendido: como sujeto deseante, por ejemplo. Centrémonos en una hipótesis desde la que abordaremos el análisis de Con faldas y a lo loco. Hipótesis que se puede enunciar así: nadie nace hombre o mujer. El cuerpo es una marca, pero en ningún caso un símbolo de género, una garantía de género, al menos por sí mismo. Acabamos de ver un ejemplo, de forma incidental: la gran envergadura del protagonista de Un hombre tranquilo (metaforizada en esa gigantesca cama que trae al hogar familiar) no significa haber ganado el derecho a ejercer la masculinidad. La diferencia sexual, entonces, es una conquista que ha de ser practicada y reiterada, incluso podría decirse que puede salir bien o no, porque nada en el orden biológico (y por tanto tampoco la cirugía o la viagra) la garantiza, la sirve de sostén. Incluso podemos constatar el fracaso o la insuficiencia en ese intento de definición de lo masculino como la posición “activa”, y lo femenino como la posición “pasiva”, metáfora un tanto burda de la relación esperma-óvulo: insisto, NO hay ninguna esencialidad natural capaz de resolver qué es lo masculino y qué lo femenino. “Precio”, señala la segunda premisa, o “coste”: el derivado de soportar, de reconocer que hay en uno una falta, un vacío: algo que tienen el Otro (aunque esta presunción sea idealizada: por eso el amor se inscribe en el plano de lo imaginario, de lo que uno desearía que fuera real). Reconocer la existencia del Otro como diferente (y eso es el fondo, y antes que otra cosa, la diferencia sexual) implica saberlo provisto de sus propios deseos: y por tanto aceptar la limitación del deseo propio. Reconocer al Otro implica así la ruptura de esa ilusión narcisista, que aspira a una felicidad absoluta que en nuestra experiencia cotidiana sabemos que no existe. Implica también saber de lo Real, de lo transitado por una falta Operadores simbólicos, refiere la tercera premisa: el matrimonio, tradicionalmente depósito de buena parte de estos operadores transitivos de la operación de encuentro sexual, hoy es vivido como algo postizo, poco creíble. Sin embargo, a cambio de reconocerlo como impostura, ningún otro rito simboliza lo que de Real hay en el encuentro sexual, lo cual implica un estado inerme frente a esa costosa conquista. Tal vez la crisis del mundo contemporáneo es en el fondo un déficit de simbolización. En la inscripción (pues como proceso gradual y no predeterminado hay que concebirlo) en la sexualidad, podríamos definir tres instancias en juego: el cuerpo, como marca, tal como hemos dicho; la identificación: esto es, el conjunto de estigmas sociales, culturales (por supuesto, convencionalizados, y no necesariamente explícitos), de los que se inviste el género, que se hace corresponder a cada uno de los géneros, y que actúan como referentes de las taxonomías del sujeto; y, el goce, sobredeterminado, digo, en tanto que no es elegido cómo y cuánto se goza: el goce depende de las experiencias, y muy especialmente de las primeras experiencias familiares, del papel del padre real, que implanta una ley y por tanto una prohibición, del Edipo (con sus vaivenes: el Edipo inverso importa una fase de identificación sexual con el progenitor del mismo sexo, dentro de una sexualidad infantil polimorfa) La película Con faldas y a lo loco gravita alrededor del saber o no querer saber de la diferencia de sexos. La que reproducimos en esta diapositiva es una de las citas más emblemáticas y fecundas de Jacque Lacan, en la que postula que el saber de la diferencia sexual es una lucha que se sostiene pagando un alto precio: todo lo contrario
  • 3. aquello de lo que hace gala la cultura posmoderna, para la cual el saber sexual deviene en pura gimnasia (esto es, pura semántica, que puede ser enseñada, formulada en palabras, como moneda de cambio); es gratuito, y no compromete ni con-promete a la radicalidad del sujeto, a lo que del sujeto está sujeto, es decir, castrado. Es interesante, por cierto, la última parte de la cita: las máquinas, los ordenadores, son incapaces de saber nada de lo Real: por ejemplo, no pueden generar verdadero azar: les pasa lo mismo que a los ángeles de Cielo sobre Berlin, de Wender. La diferencia sexual requiere para su construcción de la implementación del Edipo, cuya narrativa todos conocemos, provisto de un doble aspecto: prohibición y promesa (DE AHÍ QUE hallamos aludido a Con-promiso). Prohíbe al hijo yacer con la madre, y a la madre reintegrar a sí misma a su hijo; y funda una promesa: ofrece a los hombres la posibilidad postergada de acceso a otras mujeres: sólo en cuanto a castrado, puede un hombre dirigirse un hombre a una mujer y hacerla objetivo de su deseo. ¿Y a las mujeres, qué las promete? ¿Qué ofrece a cambio de su renuncia al deseo? ¿Ese hijo? Sólo en cuanto a castrada puede una mujer dirigirse a un hombre y, dándole la atribución fálica, esperar de él un hijo sin que en ello se agote su deseo; porque la maternidad es todo menos natural, en contra del tópico circulante. La inexistencia del falo es lo produce un nexo asimétrico entre el hombre y la mujer, una posición desigual, de cuya diferencia deriva, según Lacan, “la lucha de sexos” La anterior cita de Lacan, pero todo la experiencia cotidiana, avalan este enunciado: el deseo, como circuito, sólo puede implementarse en términos de entropía. Freud, a lo largo de su obra, mostró el deseo que de el psicoanálisis fuera una ciencia natural, adoptase paradigmas propios de las ciencias naturales, y por tanto empleó constantemente modelos provenientes de la física, como el de la entropía, que conecto con la teoría de las pulsiones: la mencionó en 1918, en “De la historia de una neurosis infantil”, y en 1937 en “Análisis terminable e interminable” El deseo, en esta acepción entrópica que proponemos, podría definirse como esa diferencia de potencial devenida de la asunción de posiciones energéticamente dispares, de polaridades intercomplementarias (siquiera en el plano de la idealidad formuladas como tales): ¿lo “masculino”?; ¿lo “femenino”?; por mí, podéis llamarlo también así, o el Yan y el Yan, o como mejor aparezca. Pero esas diferencias deben ser trabajadas, “energizadas”. La segunda ley de la termodinámica también puede ser aplicada al análisis de Con faldas y a lo loco: recordemos, los sistemas se desorganizan si no son alimentados regularmente con energía. Y tal vez aquí estriba el gran fracaso de la asunción de la diferencia sexual: estar dispuestos a soportar, a re-construir ese circuito deseante, permanentemente degradable/ degradado): no estar dispuesto a reconocer ese deseo emparentado con reconocer una falta. Fuera de la diferencia sexual, y así lo reconoce la formulación lingüística, sólo hay... la indiferencia sexual. Por supuesto, esta consideración debe ser puesta al margen del carácter homosexual/heterosexual de los sujetos. El fotograma, que posteriormente pondremos en su verdadero contexto narrativo, evoca una escena de indiferencia sexual, que tiene algo de espejismo narcisista. A partir de una determinada temprana edad, el sujeto se ve impelido a operar ese proceso de represión de las modalidades perversas y polimorfas propias de la sexualidad infantil (que están representadas en el fotograma de la diapositiva, por cierto), o bien instalarse en la perversión (una definición: re-negar o negar en segundo grado el saber de la diferencia sexual, como sucede la Dafne del fotograma); renegar la alteridad: confiar en que esa madre que se pretende omnipotente, madre-fálica, sea suficiente
  • 4. como para satisfacer el total del goce, sin necesidad de reconocer al Otro. Pero lo paradójico es que el desobedecer una Ley, la que instaura el Edipo, implica caer bajo dependencia de una ley, compendiada inconscientemente, que no impele, sino que obliga a gozar eternamente: el psicópata tampoco es dueño absoluto de su goce, que le viene sobreimpuesto. Recapitulemos: la identidad sexual no depende de atributos corporales (de esto nada quiere oír la posición derechista homófoba), sin que su valor sea nulo: tiene una relativa importancia como referente de la diferencia sexual (esta es la parte menos grata a la estética posmoderna, aniquiladora de toda diferencia corporal masculino-femenino) La focalización del deseo es fundamental en el proceso de construcción de la identidad ¿Por qué? Porque el no-sujeto (el todavía no-sujeto) es, a decir de Lacan, una colección incoherente de deseos, no focalizados. Intentar eludir la diferencia sexual está del lado de la perversión. 1- Alusión al encuentro sexual, metaforizada en esa mirada deseante, en un contexto en el que los instrumentos musicales apelan a esa relación sexual originaria, primitiva –no exenta de cierta inscripción de la marca de la madre: lo que se chupa, el cuerpo sinuoso del violonchelo...-, dibujada por un torbellino de brazos (cuerpo fragmentado), en el que los hombres-niño adoptan una posición de inmobilidad frente a la actividad de la mirada (pulsión escópica frente a inmadurez motriz, que perfilan un deseo imaginarizado) La cámara dispone desde el punto de vista narrativo un espacio envolvente, lo que presta su significado a la circularidad del deseo 2- Piernas: cuerpo fragmentado. Al otro lado del escenario, guardando una notable simetría con la mirada de los protagonistas, se deja ver un personaje reconocible como “padre”, sí, pero un padre no se interpone. El humo que irrumpe en escena actúa – también en otros momentos de la película- como signo del deseo puesto en circulación. 3- La posición de lo masculino se revela como el espacio de lo postizo: algo chirría en la secuencia: allí donde lo hipermasculino parece asegurado (hombres duros, que no nos cuesta imaginar relacionados con lo Real, con la muerte), y más precisamente en su centro, se configura ese espacio de lo femenino al que aluden las flores y el ataúd, la caja. Permitidme una definición: lo masculino: aquello que se yergue como reto ante lo real: por ejemplo, el pene que se yergue contra la rey de la gravedad. Pero pronto se desvela que la palabra, fundadora de la ley, está del otro lado, en el otro coche, el de los policías: el cuerpo de la mujer, el ataúd, a su vez lleno de botellas sinuosas, no tiene para ellos nada de sagrado, puede ser profanado. 4- En nada protege lo masculino de lo Real (de la muerte): uno de los protagonistas aparece entregado al voyerismo, a la contemplación gozosa y malsana de lo que de Real hay en la muerte; en tanto el otro histéricamente cierra los ojos. Me voy a permitir una consideración totalmente subjetiva, sin pretensiones determinista: lo femenino, la mujer, parece dispuesta, preparada a soportar eso que de encuentro inevitablemente traumático tiene la maternidad (lo Real en estado puro: ¿en qué momento “ESO” que era parte de sí, que creció en su vientre, dejo de ser el cuerpo suyo y pasó a ser otro? Ser madre es empezar a morir: percibir que hay alguo de ella que la trrasciende, pero que ya no es ella. ¿La mujer es más cobarde?: tal vez más cauta frente a lo Real, a la muerte, en tanto sabe más de ella: ¿no pagan menos en los seguros de coches?; mientras el papel de lo masculino es proteger frente a lo Real. ¿Valiente?: tal vez idiota, como los ángeles de Cielo sobre Berlín, porque poco o nada sabe de lo Real. -No somos conscientes de los efectos simbólicos de la ruptura de la correspondencia biunívoca entre procreación y sexualidad y familia. Realmente un cerrojo ha saltado, y las consecuencias de la elisión de ese orden simbólico que el matrimonio y la
  • 5. procreación brindaban y blindaban respecto al sexo están aún por determinarse: como mínimo tendríamos que decir que la sexualidad aparece desplazada hacia un terreno en el que acaso todavía no haya encontrado acomodo simbólico. [[[Ya Lovejoy reflexionó sobre los efectos provocados por la prolongación en los homínidos del estro, que desencadenara en el patrón evolutivo del hombre una cascada de cambios en cadena: necesidad de acortar el periodo de estancia intrauterina y, a cambio, prolongación de la niñez (destinado a realizar una aportó en el orden de las vivencias edípicas), reforzamiento de los sentimientos de identificación colectiva, y muchos otros ubicados en la línea de la civilización de la especie. Sin embargo, los efectos de este cambio (esta primera ruptura respecto a la sexualidad animal) no ha sido tan rotundos como los derivados de la institución de un orden sexual plenamente independiente del ámbito familiar-procreativo en el que milenariamente estuvo inscrito. Se aducirá que control de natalidad hubo en todo momento histórico: sin embargo, se trataba de un control “parcial”, con finalidades muy próximas a la necesidad de supervivencia del núcleo familiar.. Si el argumento va a ser bien entendido, no podríamos tampoco pasar por alto el carácter que “transgresión” al orden normalizado que para muchos homosexuales tiene el matrimonio: constituye una especie de negación de su valor, de neutralización de ese orden consagrador de la diferencia sexual que es el matrimonio, de derisión del matrimonio (especialmente en el caso de las parejas de hombres homosexuales: reivindicar entrar en el matrimonio viene a ser una transgresión de segundo grado; burla que también se da en el caso del travestismo y su exageración de los atributos sexuales: la mujer es exaltada y atacada al mismo tiempo, en un proceso fetichista que afirma la posibilidad del falismo de la madre: por tanto, proceso que niega la herida creada por el Edipo, por la castración, por el falo, a la plenitud narcista. Herida necesaria. 1- La sacralización aparece como pura pantomima: la conmemoración sacramental es pura hendidura, puro vacío, impostura, tras cuya doblez se encuentra justamente lo contrario: el reino del caos, de la elisión de la palabra, de la ley 2- La escena no puede evocar más directamente una boda; y, sin embargo, una boda burda, vista desde debajo de las faldas de la mesa, desde un vestuario y ademanes un tanto infantil (y algo de inquietantemente incestuoso: el niño que mira bajo las faldas de la novia-madre, por más que la huella de lo masculino –el novio, el padre- esté por todas partes) Hay una cierta diferencia entre el travestismo, que niega a la mujer al tiempo que la exalta, como decíamos, y la transexualidad: la mayoría de los transexuales muestran un desinvestimento de la sexualidad y de lo real de la diferencia de ambos sexos, por lo que se ubican más del lado de la psicosis (inventar una realidad que sustituya a aquella que no pueden tolerar) Evidentemente, muchos momentos de la película abordan esa transmutación exagerada de los protagonistas en mujeres. ¿Un simple disfraz? Desde el punto de vista de la verosimilitud del argumento de la película, no podemos admitir que sea “simplemente” un disfraz: pues, todo lo contrario, la hipérbole apunta a esa (im)posible fusión de sexos, a ese falismo materno al que nos hemos referido. A esa confusión sexual que se avecina, gozosamente risible como todo caos, como todo fallo en la palabra. 2- En cambio, la verdadera mujer sí provoca esa corriente de vapor –de nuevo el deseo-, proveniente esta vez ni más ni menos que de esa potente máquina que pita, el tren, justo en el momento en el que en el lugar del tren irrumpe una figura masculina uniformada (el uniforme equivale a la desnudez, en cuanto a renuncia a vestir un traje particular) 3- Y, al contrario: la posición de masculinidad es ostentada por el personaje femenino. No es el cuerpo lo que determina el valor sexual, la posición sexual.
  • 6. 4- La representación del hombre comienza por mostrarse como una impostura: hombre- trampa. Nótese el paralelismo con la secuencia anterior, en la que Suggar saca de su liga un petaca con alcohol, o la analogía con ese otro personaje masculino forcluido, el marido de la directora de la orquesta, como luego diremos La contemporaneidad impone un modelo sexual totalmente escindido de la finalidad procreativa. Y también nuevos modelos de familia distintos a la heterosexual. Llegándose al debate sobre los enlaces matrimoniales entre homosexuales, y al todavía más candente sobre posibilidad de adopción Es obvio que el problema puede contemplarse desde perspectivas muy distintas: el primer lugar, el derecho de los homosexuales a saldar esa deuda simbólica que todo humano puede sentir respecto a la vida que le ha sido gratuitamente entregada. Llámese “instinto maternal” o “paternal”, o como se quiera. Tampoco vamos a obviar el punto de vista del adoptado: yo soy docente de enseñanza secundaria, y en el transcurso de mi profesión con frecuencia he encontrado alumnos de familias completamente desestructuradas, aniquiladoras desde el punto de vista del orden simbólico, pero perfectamente heterosexuales, familias canónicamente establecidas. Eso por no hablar ya del tipo de orden anclaje simbólico que un orfanato, por ejemplo, puede proporcinar al niño: ¿es mejor alguna de estas dos soluciones que las adopciones de homosexuales? Sin embargo, no podemos dejar de reconocer que sabemos muy poco de los efectos que puede provocar sobre la identidad sexual del niño, sobre su vivencia edípica, el tener “dos padres” o “dos madres”. En todos los idiomas “papá” y “mamá” son dos términos que se establecen como una relación fonética, al modo de una rima, lo que sin duda permite al niño saber de una cierta correspondencia mutua; que, desde luego, no se da, al menos identificada de forma tan clara, en otras estructuras familiares. La identificación con los progenitores de ambos sexos, con su proceso oscilante, permite al niño experimentar con la posición masculina y feminina, antes de proceder a un definitivo posicionamiento sexual (identidad sexual) ¿En qué medida el matrimonio homosexual puedo o no brindar el mismo campo de experiencia simbólica? Y otra interrogante, ésta en sentido contrario: ¿es que hay una pareja homesexual que más o menos sea tan estable como para soportar el largo período de los trámites de adopción en la que no se construya una diferencia sexual, por lo demás análoga a la de las parejas heterosexuales? Y otra pregunta: una vez contemplados los derechos de los homosexuales: ¿no podría comenzar a contemplarse los derechos de las personas cuya sexualidad les inclina a los tríos, o los conjuntos de cardinal enésimo; y dotarles por tanto de los mismos derechos sociales y sobre la adopción que a los matrimonios más convencionales? Como intento apuntar, ni la opción supuestamente “progre”, que otorga al matrimonio homosexual el mismo estatus que al matrimonio heterosexual, ni la opción ultramontana-homófoba parecen tener argumentos suficientemente sólidos para anular sus contrarios: nos tendremos que conformar con señalar que no tenemos una idea suficientemente justificada de los efectos simbólicos que provocan sobre el niño adoptado una familia homosexual: y posiblemente se halle tan alejada del blanco y negro de las posturas conservadoras como de las posturas “progres” En ausencia del padre real, sin esa necesaria operación de cortocircuito del deseo de goce absoluto, propio del estadio narcisista, que establece el Edipo, el deseo va a ser imposible de articular. Graduemos la escena: 1- El padre: ese postizo. Aquel llamado –así lo manifiesta de forma inequívoca la iconografía- a ser el padre, resulta un personaje sumamente femenino, que se mueve bajo la batuta de esa mujer-fálica. Movimientos un tanto femeninos: la disposción del campo-contracampo refuerza esa analogía con los personajes falsamente femeninos que
  • 7. se dibujan sobre el tren (metáfora en tantas películas del deseo: en El Sur, de Erice, sin ir más lejos...) 2- Un universo femenino; pero algo más: un universo, cerrado, “enclaustrado” diríamos, en el que todo apunta a la madre, a la intimidad de la madre; de una madre que aparece desdoblada en varias mujeres excesivamente iguales (un espacio de fragmentación del cuerpo de la madre, que realidad corresponde con ese delirio de fragmentación del cuerpo propio que durante el estadio narcisista amenaza al niño. El personaje falsamente femenino e infantilizado goza de la impunidad de aparente su in-diferencia sexual, en medio de un laberinto en el cual permanece invisible a los ojos de la/s madre/s. Todo parece concitarse para recrear ese espacio de incestuosa voluptuosidad, de impune voluptuosidad. Pues ninguna ley interrumpe ese deseo, pone coto a esa pulsión escópica. A su alrededor, el espacio físico parece desdibujarse: pues pronto va a configurarse como un espacio de espejismo (nótese la estructura compositiva del encuadre de ese pasillo donde los gestos femeninos parecen reflejos de una misma figura) 3- ¿Dónde está el padre, o el tercero? Porque la estructura dual y disimétrica del anterior plano parecía requerir de un tercero que reequilibre. Y por fin aparece el padre, igualmente dispuesto como un espejo (porque es un padre especular, falso) ¿Dónde estaba el padre, decía? Pues aquí lo tenemos: numerosos atributos parecen señalarle como el padre: disposición de una cadena de edad -¿alusión a la transmisión simbólica, al “nombre del padre” que es legado como estructura de anclaje del sujeto?-; leyendo el periódico (¿es él quien sabe de la realidad, pero más aún, quien funda sobre ésta un orden y una ley: pues parece en posesión de la palabra?). Pero de pronto se nos revela como una cadena infinita de un mismo gesto (esto es: presentado como espejismo, como postizo) Nada en él se yergue: todo lo contrario, nada parece capaz a levantarse. Es blando, desprovisto, como decía Requena en un artículo, de en-verga-dura. Nada protege en ellos: precisamente en ellos, parapetados bajo sombreros, bajo gafas de sol, bajo un gigantesco quitasol: vulnerables a ese sol abrasador ante el cual de pronto se quitan las gafas: el deseo. Deseo ante el cual no tienen ninguna palabra, ningún parapeto: abren la boca bobaliconamente. 4- Para que la vida tenga sentido, o más aún, para crear un sentido, hablando desde el punto estrictamente topológico, es preciso un origen, una coordenada inicial. En el caso de la experiencia humana, tan dado a abismarse ante esa pregunta radical de “¿por qué estoy en el mundo?”, este origen sólo lo asegura un acto fundacional, que, por resumir, lo podríamos referir como “estar atravesado por el nombre del padre”, por la palabra del padre, que instaura una prohibición pero también una promesa de futuro: un sentido. Evidentemente, en este espacio de deconstrucción de lo masculino, el padre (vestido, no lo despreciemos como aspecto analítico, como una figura de orden, un almirante, aquel que se arroga el mando, la ley y la capacidad de conducir los destinos) no es capaz ni de distinguir el adelante del atrás: va de culo 5- Y parece presto a estallar el goce incestuoso: comiditas, bebidas, hasta una bolsa de agua caliente: todo ello muy en el orden del signïficante “madre”, y desde luego en el rango del festín . Sólo que allí ninguna palabra que apele al deseo masculino puede ser dicha. Ninguna transacción efectuada. Se cumple ineroxablemente, como antes apuntábamos, la segunda ley de la termodinámica: porque no hay diferencia sexual, no hay energía potencial con la que alimentar al sistema del circuito deseante: y ya sabemos lo que ineroxablemente acarrea esto: el desorden del sistema, su descomposición: la irrupción de nuevo del delirio de la fragmentación: brazos, piernas, rostros... Dispuestos en un caos en el que ninguna palabra puede ser dicha, ningún deseo articulado: literalmente Dafne desaparece en ese laberinto del deseo.
  • 8. 5- Amenaza de la desintegración: delirio del cuerpo fragmentado: no hay espacio de alteridad: no hay otro que garantice la unidad del yo (como mecanismo en espejo), porque el deseo apunta a TODO ilimitado que no existe. No hay Otro, con mayúscula, porque no se ha aceptado el recorte del goce. Lo que hay, a falta del Otro es un espejismo narcisista, donde, como en el mito griego, uno corre el peligro de ahogarse en su propio deseo. O, si lo preferimos decir así, corre el peligro de perder el deseo, de percibir lo vacío de esa inscripción imaginaria: lo digpo porque un deseo que apunta hacia el todo es tanto como un deseo que apunta a la nada. Secuencia, ésta, por lo demás, que nos devuelve a aquellas bailarinas-todo piernas del principio de la película- 6- Y, por último, un “frenazo”. En la concepción lacaniana, el orgasmo es aquello que nos protege de lo que de infinito y peligroso puede haber en el goce absoluto: una barrera, una defensa, un freno. Hay quien afirma que se puede morir de orgasmo: pero resulta que es justamente al contrario: se puede morir si éste no llega a tiempo. En secuencia que comentamos, esa irrupción chirriante, ese “frenazo” marca el necesario final de un deseo desbocado, no constriñido a moral alguna (que, desde luego, se sustenta en la inmoralidad de esa impunidad con la que Dafne ha puesto su deseo en liza): no ha querido saber de la diferencia sexual; es decir, pagar ese precio inevitable “beau-coût” del que nos hablaba la anterior cita de Lacan. Lo violento de su cortocircuito, lo chirriante de sus ejecución es proporcional a la peligrosidad de ese desbocado y nocivo deseo (el tren, el tren como metáfora tantas veces puesta en juego del deseo, ya lo hemos dicho...). Es lo real del deseo, metaforizado por lo máterico del metal en bruto (ruedas, vías) lo que chirría. La madre, sus fragmentos, salta de la cama imaginaria. Decíamos: el deseo no es articulable en ese espacio psicótico. Hay un nexo evidente –en la vidal, pero desde luego también en el texto artistico que analizamos- entre la forclusión del padre real y la imposibilidad de un goce tolerable: esto es, limitado. El lugar de ese goce absoluto nos confronta con la vacuidad del deseo, con su carácter postizo (en última instancia, el deseo no es más que una trampa de la Naturaleza para obligarnos a seguir viviendo, decía con razón Heidegger). Es un lugar, éste del Goce absoluto del Otro, que no existe, como indica el psicoanalista José David Nascio::::::> Una recapitulación conceptual: El goce, entiéndase como el goce ilimitado, es una ilusión quimérica, narcisista, de un placer absoluto, que se alimenta de una fantasía fusionista (el regreso al útero materno), muy al estilo de esa con-fusión que la escena que hemos analizado recrea. El sujeto, para que haya sujeto, resulta del recorte de ese goce: deviene así un sujeto que admite que nada puede ser infinito, absoluto, que hay una falta, una falla en la esencia misma de su ser: que le falta, si se quiere decir así, algo que en el Otro existe (por eso, Lacan insiste en el carácter alineado, extrañado también podríamos decir, de la adquisición de identidad) A eso que nos falta en el otro (es decir, que construye el Otro), lo podemos llamar “falo”, a condición de que no pensemos que es algo que viene naturalmente sobredeterminado. El falo es la limitación del goce, que impone el padre real (no necesariamente un hombre; ni siquiera un solo hombre: y por eso tal podríamos decir “que impone la función simbólica paterna” ) Función, desde luego, que no siempre resulta puesta en acción en nuestra sociedad: por ahí tal vez pueda entenderse el drama social de los malos tratos: en la ilimitación del goce, en la falta de admisión de la existencia de un Otro No estoy descubriendo nada nuevo: Lacan relacionó, como intento justificar en las últimas citas, la relación entre esa “neurosis contemporánea” y la declinación, el ocaso
  • 9. del “padre real”; que, por lo demás, también ubica en las raíces del propio psicoanáliis como disciplina, como discurso. Diálogo de besugos: porque para que Joe pueda ser interpelado como sujeto de deseo; o, mejor dicho, para que sus palabras sean interpretadas como objeto de un deseo masculino, debe previamente desprenderse de su narcisismo, de su sexualidad polimorfa y absolutista: dejarse interpelar por un falo. Lo polisémico de su discurso, con palabras como “sorpresa”, “molestando” “a gusto”, etc., requiere un posicionamiento sexual clarificador: una identificación, un decantarse: un aceptar el falo y sus límites. Porque contemplado desde la posición femenina que impostura, su discurso en nada atraviesa el deseo de Suggar: no lo concita, no lo reta (¿”reta” a qué?: a ejecutar el saber de esa diferencia sexual, de esa gozosa aunque costosa energía polarizada que puede ser puesta en flujo, en circulación) La película, por cierto, guarda muchas concomitancias con Un perro andaluz, en lo que se refiere al posicionamiento sexual. Un final un tanto desolador, un tanto manierista, aunque desternillante, por ese elemento de circularidad del relato que introduce: Parece que tendremos que volver a cruzar esa travesía en el desierto de la indiferencia sexual, porque nada se ha aprendido, a pesar de todo. Nadie es perfecto, en efecto. Saber aceptarlo, afrontar entonces la diferencia sexual, es un requisito para que el goce, limitado, pueda articularse.