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TERROR
Terror. Cuentos rojos y negros, Víctor Juan Guillot
© Ilustración de cubierta de Raúl Rosarivo extraída del volumen Terror.
Cuentos rojos y negros, Víctor Juan Guillot, Colección Escritores Argentinos
de hoy, Editorial Claridad, 1935.
© Estudio crítico “Palabras previas” de Martín Ortelli y Omar Lagraña.
© Diseño de tapa y contratapa: Mariano Buscaglia.
© Diseño y maquetación interior: Mariano Buscaglia.
Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723. Libro de edición argen-
tina. No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el al-
quiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o
por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digi-
talización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su in-
fracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.
Guillot, Víctor Juan
Terror : cuentos rojos y negros / Víctor Juan Guillot ; editado por María
Isabel Banchero ; Omar Lagraña ; Martín Ortelli. - 1a ed ilustrada. - San
Andrés : Ignotas, 2018.
180 p. ; 20 x 13 cm.
ISBN 978-987-45935-7-3
1. Cuentos de Terror. I. Banchero, María Isabel, ed. II. Lagraña, Omar, ed.
III. Ortelli, Martín, ed. IV. Título.
CDD A863
Víctor Juan Guillot
TERROR
CUENTOS ROJOS Y NEGROS
Edición al cuidado de:
Lic. María Isabel Banchero
Prof. Omar Lagraña
Lic. Martín Ortelli
OBRAS DEL AUTOR:
Heroísmo Civil
Historias sin Importancia — (Cuentos)
Cabildos coloniales
El alma en el pozo — (Cuentos)
La aventura del hombre — (Teatro)
El Vado — (Cuentos)
Paralelo 55 — (Agenda de un confinado)
ILUSTRACIÓN DE LOS CUENTOS:
“Terror”, por Balaoo
“El llamado” por Pedro Rojas
“El vado” por Gonzalez, Esteban Leonardo (alumno)
“Escalera Real” por Pedro Rojas
“Artículo 52” por Burgui, Francisco J. (alumno)
“Bajo la tormenta” por Juan Sorazabal.
“El especialista en divorcios” por Follis, Baian (alumno)
“Un mensaje del más allá” por Juan Sorazabal.
“El misterio de los tres suicidas”,
“El detective magnífico” por Paredes, Felix (alumno)
“Un bandido” por Alvarez, Lucas
PALABRAS PREVIAS
«A fines de Diciembre de 1930, lo conocí a Guillot
en la casona de la calle Dr. Carlos Pellegrini [473]…»
Elcio Alcides Sarli – 12-II-2013
Todo libro tiene una historia
T
odo libro tiene una historia detrás. Este libro no escapa
a esa regla. El 20 de septiembre de 2016, docentes de
la Escuela Técnica N° 1 de Concordia, por sugerencia
del rector de ese momento, Héctor Andrés Rousset, fuimos a
entrevistar a Elcio Alcides Sarli. Este hombre añoso, luego de
batallar largos años contra el olvido y la indolencia institucio-
nal o de los seres humanos, logró su objetivo: dar a conocer a
Víctor Juan Guillot, el precursor de la Escuela de Artes y Ofi-
cios de la Nación de Concordia. Su larga memoria de casi 100
años de vida nos permitió que descubriéramos que el concor-
diense Guillot había presentado, como Diputado Nacional por
la UCR Capital Federal, un proyecto de Ley el 8 de junio de
1927 para crear la Escuela de Artes y Oficios. Esta era recla-
mada por la comunidad de Concordia a través de instituciones
como el Centro de Comercio, Industria y Trabajo de la ciudad.
Dicho proyecto tuvo su feliz término el 26 de agosto de 1929
cuando la firma del Presidente Hipólito Yrigoyen lo convertía
en Ley.
A partir del referido descubrimiento comienza la historia de
este libro. Sorprendidos -por cierto- caímos en la cuenta que,
pese a los años que estamos en la Escuela, todos los 26 de
agosto festejábamos el aniversario de la institución sin saber
el origen de tal fecha. Ese impacto, con cierto sabor a injusti-
cia, provocó una investigación a fondo sobre todo lo referido
—7—
a Víctor Juan Guillot. Cada hora, cada día que pasaba, apare-
cían nuevos hallazgos que agrandaban la imagen de Guillot
y de Don Sarli, por supuesto. A mediados de diciembre del
año 2016, se produjo una segunda entrevista con Don Sarli.
Con placer le comentamos los descubrimientos. Nosotros,
visto a la distancia del tiempo, fuimos los entrevistados por
Don Sarli. El hombre experimentado escuchó atentamente, se-
renamente, lo que se le decía. Como un juego de imágenes
imprevisibles nos despedimos de Don Sarli sin imaginar si-
quiera que sería la última vez que lo veríamos. En marzo de
2017 falleció en la soledad de su finca. La muerte admite des-
pedidas en vida. Por ello la imagen de Sarli lejana, o aleján-
dose de las retinas, fue un emblema. La imagen despertó los
misterios de seguir investigando. La desazón humana puede
convertirse en la inacción más profunda o en la herramienta
que instiga a proyectar y a... los deseos de hacer justicia con la
memoria de aquellos que nos han dejado cosas bellas. Una es-
—8—
Palabras previas
cuela será siempre algo bello. Por eso este libro. Porque la
Muerte solo puede ser superada por actos justos hacia aque-
llos que ya no están. El libro está dedicado a Don Sarli y segu-
ramente, Guillot así lo hubiera querido.
La Historia se jacta de ser imparcial o, al menos, lo intenta.
Es una tarea mayor. Porque el objeto de estudio y el sujeto que
estudia son la misma cosa. Como investigadores nos volvimos
parciales sobre lo que se indagaba. Ahondar sobre un hombre
injustamente olvidado y que tanto tenía que ver con el lugar
donde desempeñamos nuestra labor resultó un fuerte im-
pacto. Los esfuerzos se volvieron tenaces y apuntalados por
la Memoria. También, en parte, por el olvido. En horas insóli-
tas y recónditas, intentamos reconstruir la vida de Víctor Juan
Guillot. De improviso nos volvimos difusores inesperados de
una persona excepcional. Acometimos un destino o un mani-
fiesto. La esperanza o el fracaso estaban al desnudo en la úl-
tima imagen que vimos de Don Sarli, entre las pedanías y
distritos, entre matecitos suaves a la vera de los recuerdos.
Hubo lágrimas. Fueron consumidas como energía. El 26 de
agosto del año 2017 marcaría a fuego nuestras vidas, y Guillot
se convertiría en una guía para desandar el camino de la en-
señanza.
Desde un tiempo atrás, habíamos comenzado a investigar
sobre la situación de la Educación Técnica en la Argentina.
Nuestro primer trabajo de investigación fue bastante acotado
a lo siguiente: los primeros pasos de la especialidad educativa
en la historia nacional hasta que la misma arribó a nuestra ciu-
dad. Lo investigado se expuso en formato de conferencia con
el apoyo de las TIC, en el contexto del aniversario número 87
de la escuela. Es decir, el día 26 de agosto de 2016 en la misma
institución educativa. Un mes después nos topamos con Don
Sarli y Guillot.
Luego se comenzó la conexión con todo lo que tuviera que
ver con Víctor Juan Guillot. El derrotero virtual, a través del
conocido buscador Google, nos dejó boquiabiertos. Guillot
había transitado la escena nacional desde principios del siglo
XX como periodista, poeta, funcionario público, cuentista, crí-
tico literario, dramaturgo, ensayista, confinado político y le-
—9—
Martín Ortelli-Omar Lagraña
gislador. Entre tantos sitios de internet, conocimos a Mariano
Buscaglia y sus Ediciones Ignotas. El señor Buscaglia editó, en
el año 2016, una compilación de cuentos de Guillot. Estos fue-
ron tomados de algunos de sus libros. En una segunda edición
le agrega una nouvelle: El alma en el pozo. Trabada la amistad
virtual con el prologuista José María Marcos, este nos sugiere
el contacto con Mariano Buscaglia : « Un verdadero fanático
de la obra literaria de Guillot…”. Luego de las presentaciones
de rigor, el editor referido nos regala 26 ejemplares de los li-
bros para la Escuela con el fin de que “los chicos conozcan a
quien tanto tuviera que ver con la institución…». Las palabras
de Mariano parecían copia calcada de las que nos dijera meses
antes don Elcio Alcides Sarli. ¿Coincidencia? ¿O mensaje del
más allá? Casi en simultáneo con la fecha que los libros llega-
ban a la Escuela se produce el deceso de Don Sarli.
Con los dientes apretados agitamos las flaquezas y las con-
vertimos en fortalezas. Proyectamos la orgullosamente deno-
minada Muestra Guillot 2017. Se urdió un Plan y comenzó una
especie de búsqueda de “víctimas”…, preferentemente del
Área Ciencias Sociales. Sin embargo, una presa inesperada
surgió del Departamento de Literatura: María Isabel Banchero.
Esta colega se destacó con sus alumnos y la apropiación de los
cuentos de Guilllot. Finalizado el año éramos un Equipo de
tres docentes, con un amplio apoyo institucional a través de
los Directivos, colegas y cerca de 20 de entusiastas alumnos.
Se realizaron charlas, conferencias y exposiciones durante
todo el año 2017 y lo que va transcurriendo del presente. En
Concordia, en Federación, en General Campos, los alumnos
que se habían “apropiado” de los cuentos del autor concor-
diense llevaban orgullosamente la Muestra Guillot Itinerante
y nos dejaban pensando sobre los próximos pasos a seguir.
¡Hay tantos! Uno de ellos es este libro. La edición de los ejem-
plares tendrá como fin la distribución gratuita de los libros a
más de treinta establecimientos educativos de nivel medio de
la ciudad de Concordia, como una forma de difundir la obra
de Guillot y permitir el intercambio de experiencias entre
alumnos de nuestra Escuela Técnica N° 1 con otros jóvenes.
También aclaramos que la financiación del presente libro corre
por nuestra cuenta y que se intentará una venta de ejemplares
—10—
Palabras previas
para recuperar parte de
nuestra inversión perso-
nal.
Víctor Juan
Guillot
Biografiar a Víctor
Juan Guillot es una
ardua tarea. Imagine el
lector que ubicar la
fecha verdadera de su
nacimiento nos de-
mandó 6 meses. Ha-
llazgo importantísimo
porque significó contex-
tualizar mejor su vida y
obra. La mayoría de la
información que circulaba sobre el tema ubicaba su natalicio
en 1899 o 1891, aunque todas coincidían en el año de su
muerte en 1940.
Nació en Concordia, Entre Ríos, el 5 de octubre de 1886. Sus
padres fueron José Guillot, francés, y Casimira Roca, de pro-
vincia de Buenos Aires, quienes contrajeron matrimonio en
Concordia el día 19 de marzo de 1870. Según la planilla del
Censo Nacional de 1895, para esa fecha, el matrimonio Guillot
– Roca había tenido 13 hijos y Víctor Juan era el décimo de
ellos. Para la fecha, del Censo, Doña Casimira era viuda y el
futuro escritor tenía 8 años. Hay datos interesantes que se
aprecian en el registro censal de la familia de Guillot: Casi-
mira, casada por 25 años, tuvo 13 hijos (encontramos en los
registros parroquiales de la Iglesia San Antonio Actas de bau-
tismos de 12 de ellos). Es alfabetizada al igual que los cinco
hijos que están con ella al momento de ser censados. Esto
cobra valor porque hacia 1895 el porcentaje de alfabetos a nivel
país apenas era el 50 % del total de la población. Además, Ca-
—11—
Martín Ortelli-Omar Lagraña
simira, ya en el Censo de 1869 en Concordia y con 18 años, fi-
gura como alfabetizada cuando el porcentaje de analfabetos
alcanza el guarismo de 70 %. En otras palabras, Víctor Juan
creció en un hogar de potenciales lectores. Cursó sus primeros
estudios en la Escuela Mixta Superior de Concordia y luego
prosiguió los mismos en el Colegio Nacional de Concepción
del Uruguay. Luego continuaría sus estudios de Derecho en
Buenos Aires. Contrajo matrimonio con Laura Alcira Monzón
Castagno, oriunda de Paraná. Tuvieron tres hijos: Carlos Fe-
derico (médico especializado en Dermatología), María Lucre-
cia y Horacio Víctor. Vivieron en la ciudad de Buenos Aires.
Inicialmente, es necesario mencionar que Guillot realizó va-
rias actividades. Por un lado, sus estudios de abogacía le per-
mitieron ejercer como profesor en los Colegios Moreno y
Pueyrredón de la ciudad de Buenos Aires. Entre 1922 y 1924
se desempeñó como Secretario del Consejo Nacional de Edu-
cación. Según Manuel Gálvez en su libro, Vida de Hipólito Yri-
goyen (El hombre del misterio), los datos más precisos e íntimos
de Hipólito Yrigoyen le fueron aportados por Guillot. Escribe
Gálvez: "... Coloco en primer lugar a Víctor Juan Guillot, cuyo pri-
mer libro había yo prologado. Guillot, ex empleado en la secretaría
presidencial, me contó cómo hablaba y trabajaba Yrigoyen. Multitud
de anécdotas. Me regaló, además, unas hojas en que había pegado
otras anécdotas, publicadas por él en un periódico de Concordia".
Por otro lado, su inclinación hacia las letras se puede situar
cuando aún no llega a los 20 años. A principios del siglo XX
trabaja como cronista y secretario de redacción del “Diario de
Concordia”, dirigido por el prestigioso Damián P. Garat. En el
año 1908 dirige, en Concordia, junto con Ramón Bergman la
revista literaria “Entre Nous” de enero de ese año y que en di-
ciembre pasa a denominarse “Ágora Bárbara”. En Catálogos de
la Biblioteca América – Catálogo alfabético de autores de folletos, fi-
guran libros editados por el concordiense Enrique de Mouliá
(sic) y entre ellos La Pirunga (Novela romántica). Con Prólogo
del Publicista Víctor Juan Guillot en el año 1912. Colabora
también con las revistas América de Tucumán y Vida intelectual
de Santa Fe. En su biográfico libro Paralelo 55, Guillot señala al
doctor Pedro Ciarlotti, como un “…compañero mío en La Razón,
—12—
Palabras previas
allá por el año 1908;…”. Su actividad periodística también la en-
contramos en el diario Sarmiento de José María Ramos Mejía
hacia 1910. En este diario publica con iniciales –según expone
el eximio Roberto Giusti (director junto a Alfredo Bianchi de
la revista Nosotros) de la siguiente manera: “[…] el señor Víc-
tor Juan Guillot, de Sarmiento, al cual pido perdón por haber desci-
frado sus iniciales,…”- notas literarias sobre algunos libros.
Precisamente Giusti, en su Crítica y Polémica de 1911, rebate a
su crítico por sus opiniones hacia su libro Nuestros Poetas Jóve-
nes. Este encontronazo literario entre los jóvenes Giusti y Gui-
llot no impedirá la excelente relación entre ambos. De hecho,
Guillot publicará más de 10 cuentos en Nosotros entre 1912 y
1936. Hacia 1913 forma parte del primer equipo de redacción
del diario Crítica de Natalio Botana. Años después es uno de
los editores responsables del diario La Época, vocero oficial de
la UCR y del gobierno encabezado por Hipólito Yrigoyen. Su
pasión periodística nunca lo abandonará y el conocimiento
real de la profesión lo llevará a presentar en la Cámara de Di-
putados de la Nación su proyecto de Ley de Protección del Pe-
riodista el 14 de julio de 1926 que fundamenta con palabras
como estas: Por otra parte, los salarios de hambre que se pagan hoy
en las categorías inferiores y aún superiores de las redacciones, el
mísero «standard of life» del periodista, alejan de la prensa a muchos
—13—
Martín Ortelli-Omar Lagraña
Víctor J. Guillot sentado en el tercer lugar a la izquierda.
Foto gentileza de Patricia Celia Faure.
hombres inteligentes, cultos y probos cuya incorporación a las acti-
vidades periodísticas elevaría el nivel de nuestra prensa y mejoraría
la composición del gremio.
Seguidamente, presenta un proyecto de ley sobre Caja de Ju-
bilaciones y Pensiones para periodistas, empleados y obreros de
empresas periodísticas el 28 de septiembre de 1926. En su fun-
damentación, Guillot, especifica que: “[…]Mucho debe el Estado
argentino, mucho debe la grandeza nacional, como mucho deben las
libertades públicas, a la labor anónima, patriótica y modesta de los
trabajadores de los diarios…”. .
Entre el año 1908 y 1910 se edita en Montevideo (ROU) Bo-
hemia – Revista de Arte fundada, entre otros, por Ernesto He-
rrera. Allí hallamos –hasta la fecha- los primeros escritos de
Guillot, cuando tiene entre 22 y 24 años. Escribe como colabo-
rador con 14 sonetos alejandrinos y 2 cuentos. En los escritos
figura, indistintamente, que fueron elaborados en Concordia
y Buenos Aires en los años indicados. Su incursión en el
mundo de la poesía fue breve y sin mayor trascendencia si se
compara con el nivel alcanzado como cuentista.
Se pueden señalar otras facetas del Guillot escritor como las
que se corresponden a los ensayos Heroísmo Civil y Cabildos
Coloniales que, lamentablemente, son inhallables. El primero
de ellos deviene de una conferencia desarrollada por el profe-
sor Guillot con motivo de los 100 años de la Declaración de la
Independencia en el Colegio Mariano Moreno de la Capital
Federal. Tratábase de aquel heroísmo de los hombres del Con-
greso en Tucumán en declarar la Independencia en los aciagos
momentos de la Revolución. El segundo es un trabajo sobre la
historia de los Cabildos, su funcionamiento y su importancia.
Combinando la actividad docente, la política, el periodismo
y la literatura editó los siguientes libros: Historias sin importan-
cia (Cuentos -1920 -1921 Segundo Premio en el Concurso Lite-
rario Municipal de Buenos Aires en 1923) – El alma en el pozo
(Cuentos 1925, Primer premio del certamen indicado) – La
aventura del Hombre y otras piezas irrepresentables (Teatro – 1936)
– El Vado (Cuentos – sin hallar y agotado) – Terror. Cuentos
Rojos y Negros (1936) – Paralelo 55 – Dietario de un confinado
—14—
Palabras previas
(1936) – Hacia una política demográfica – Préstamos de nupcialidad
e indemnizaciones familiares – Proyecto de Ley, Bs. As. 1939 (su
estudio y fundamento).
No cabe duda que la investigación sobre la vida de Víctor
Juan Guillot permite inferir su pasión por la política. Le con-
sagra sus mejores esfuerzos, iniciativas y convicciones. Y por
la política, que transita en la Década Infame, también muere
por mano propia. El suicidio del Diputado Guillot se enmarca
en el escándalo por la venta de tierras de El Palomar en 1938.
Otro escándalo dentro de la larga lista que recorre el período
indicado. Resumidamente se puede indicar que el Estado ar-
gentino pagó un sobreprecio en el valor de las mismas. Al
principio, la culpabilidad recayó en la aceptación del precio
inverosímil por parte de la Comisión de Presupuesto de la Cá-
mara de Diputados que Guillot presidía. Al momento de re-
alizarse la denuncia, en mayo de 1940, el Congreso organiza
una Comisión Investigadora con senadores nacionales y a
cuya frente designan al representante del socialismo, Alfredo
Palacios. Con el avance de la investigación del Senado y al sur-
gir supuestas responsabilidades de señores diputados, tam-
bién se organiza otra Comisión investigadora en la Cámara de
Diputados. Entre tantas culpabilidades consideradas, final-
mente, a Guillot se lo acusa de haber recibido Títulos Públicos
–emitidos para la compra de los terrenos- por un valor de
15.000 pesos a medias con el diputado radical Guillermo Ber-
totto. En las investigaciones se comprueba que Guillot fue
quien presentó a Bertotto al gerente del Banco Español del Río
de la Plata, el señor Eduardo Grané. Se trató de una venta de
Títulos que poseía Bertotto por el valor indicado y que al otro
día de la entrevista, intermediada por Guillot, realizó perso-
—15—
Martín Ortelli-Omar Lagraña
nalmente –ya sin la presencia de Guillot- con el gerente del
banco y en la que interviene el comisionista oficial de Bolsa,
Manuel Fernández Rivas. Entre las tantas ventas “irregulares”
de los Títulos Públicos figuran las hechas por una mujer cuyo
nombre verídico nunca se pudo comprobar: Ana Gómez. In-
vestigaciones posteriores a la muerte de Guillot, por parte de
algunos historiadores, establecieron una línea amorosa entre
el suicida y la misteriosa mujer. En otras investigaciones surge
que Guillot tenía una relación extramatrimonial con la hija de
un exdiputado que en su momento había “refugiado” a Gui-
llot cuando sufrió persecuciones políticas relacionadas con el
golpe de 1930. Cruzando diversas fuentes se podría afirmar
que, suponiendo la relación sentimental y descubierto el af-
faire, tal situación tuvo muchísimo peso en la decisión final de
Guillot. Cuando se analiza el Gran Cuadro del escándalo del
Palomar, la incidencia de Guillot en el mismo es insignificante
o menor en comparación con otros actores involucrados que
percibieron grandes sumas de dinero. Y máxime que poste-
riormente los acusados en su mayoría no sufrieron cárcel al-
guna y, finalmente, fueron exonerados por el gobierno de
Perón. Indudablemente que el escarnio público a través de la
prensa, la desazón –en
definitiva- de haber co-
metido un error insalva-
ble: “Guillot estaba muy
nervioso y, por lo que dijo,
yo saqué en conclusión que
nunca había intervenido en
un asunto sucio, que ésta
era la primera vez y por eso
se había pisado,...” dirá
años más tarde Vicente
Solano Lima, quien inte-
gró la Comisión Investi-
gadora de Diputados.
Esto y la presión interna
(Guillot sufría de insom-
nio) hicieron lo necesario
para que deviniera la
—16—
Palabras previas
decisión final en
aquella mañana del
23 de agosto de
1940.
No se trata de sal-
var ningún acto
deshonroso –si no
corresponde- en el
accionar de Víctor
Juan Guillot, pero
es menester contex-
tualizar el llamado
“Escándalo de El
Palomar”. El histo-
riador Félix Luna
escribe 3 libros bien
d o c u m e n t a d o s
sobre la época que
vive políticamente
Víctor Juan Guillot: Yrigoyen, Alvear y Ortiz. Reportaje a la Ar-
gentina opulenta. Por cierto, muchísimos investigadores más
han centrado su interés en el período desde, incluso, ideolo-
gías análogas. Todos coinciden en el espectro de corrupción
institucional que inicia el golpe militar de 1930. Además co-
rresponde, a una buena investigación, leer detenidamente los
informes de las dos comisiones investigadoras del Congreso
que están versionadas en los Diarios de Sesiones de ambos
cuerpos legislativos. Tomemos una sola cuestión –para no
abrumar al lector- referida a la compra del terreno. Nadie,
pero absolutamente nadie, de todos los entrevistados por las
Comisiones de investigación supo o pudo explicar porque en
el Presupuesto del año referido apareció un “misterioso”
papel sugiriendo la compra en el paquete presupuestario. Nin-
gún ministro, ningún funcionario, ni siquiera algún integrante
de la Comisión de Presupuesto o, al menos, algún legislador
supieron aclarar la subrepticia aparición de aquella esquela
que fue la semilla de todo lo sucedido después. Una lectura
entre líneas permite ver claramente aspectos de venganza o
ajustes de cuentas en los entramados políticos: antipersonalis-
—17—
Martín Ortelli-Omar Lagraña
tas, socialistas y conservadores contra los yrigoyenistas (Gui-
llot era un conspicuo partidario de Yrigoyen); también se
puede “apreciar” el vedetismo de ciertos políticos en sus for-
mas, maneras y discurso. Todas las palmas se las lleva Alfredo
Palacios. Todo el ambiente político está enrarecido desde el
golpe de 1930 y hay corrupción como moneda corriente, pero
este escándalo es la oportunidad para corregir –definitiva-
mente- los males de nuestro país. La magnitud del evento co-
rruptor es de tal alcance que arrastra al propio presidente
Ortiz a presentar su renuncia el 22 de agosto de 1940. En sus
palabras del sacrificio por hacer hay un “yo acuso”, hay tea-
tralidad. Hay actores en una gran obra de teatro que respon-
den la misiva presidencial en el Congreso en tono rogativo
para que no renuncie. Y en tono enjundioso, salvo un solo le-
gislador, rechazan la renuncia. Cae el telón y en esa pieza tea-
tral irrepresentable un actor menor, un hombre cumplirá su
acto final. Al otro día en calle Cangallo 2630 de la ciudad de
Buenos Aires a las 10 de la mañana pondrá fin a su largo in-
somnio. Guillot y su final se asemejan al El grito de Edward
Munch: un alarido único en busca de paz y redención entre
tanta perversión.
Antes de pegarse un tiro en el corazón deja señales de nece-
sitar comprensión y perdón. “Dios reciba mi alma; misericor-
dia”, dejará escrito en una vieja Biblia. Y en las cartas dirigidas
a su familia les asegura que “pueden vivir con la frente en alto,
jamás toque un solo peso”. Aquel disparo no sólo acabó la vida
de Guillot, probablemente también con su legado variado du-
rante largos años.
Este libro
El libro Terror. Cuentos rojos y negros es el último de cuentos
editado por Guillot bajo el auspicio de la Colección Claridad
en 1936. En los 12 cuentos que contiene se puede comprobar
a un autor maduro que mantiene cualidades que le son pro-
pias y que ya fueran exhibidas en sus anteriores producciones:
la originalidad, lo compacto –no olvidemos su estirpe de pe-
—18—
Palabras previas
riodista- y el clímax logrado en cada relato. El autor frecuenta
el terror, nos imbuye en el misterio, nos describe las aristas
costumbristas de nuestra antropología nacional, nos lleva –en
viaje cómodo- hacia los escenarios rurales (donde su Concor-
dia cobra presencia de segura remembranza como ocurre en
“Escalera real”, o en los deseos del moribundo de volver al
campo de su juventud en “El llamado” antes de partir). Ade-
más las imágenes logradas en su fina escritura también tienen
el sabor de lo policial y de todo lo que rodea al género, como
es el caso del presidio pérfido de Ushuaia que supo conocer
en 1934 en carácter de visitante en su período de confinado
político (1934). La variedad temática, sin embargo, no deja
lugar a dudas sobre la pluma de Guillot. La presentación di-
recta de la situación, la escasa pero precisa descripción del pai-
saje y una estructura narrativa atenida a un “momento” de la
vida como un todo. Guillot, en su prosa, transita con éxito
desde lo fantástico hasta lo irónico –sin nunca abandonar el
tinte misterioso- mediante narraciones ágiles con esa plástica
literaria que baña de sobriedad. Tampoco le resulta inasible a
su prosa lo policial –en este aspecto Román Setton, un estu-
dioso del género, coloca a Guillot entre los precursores y es-
pecialistas en la tarea apropiada de un autor del género en la
Argentina- como podrá apreciarse en este libro. Víctor Juan
Guillot, salvo pocas excepciones, ubica sus relatos en una re-
alidad nativa con escenarios argentinos. Ahonda en la íntima
relación que existe entre el alma de la naturaleza y la de los
personajes a través de encuentros de ambas en ciertos pasajes.
De los 12 cuentos del presente volumen, 7 fueron publicados
en la Revista Multicolor de los Sábados, suplemento del Diario
Crítica de Natalio Botana, entre septiembre de 1933 y abril de
1934. El Crítica -diario sensacionalista- rompió los moldes del
periodismo argentino de la época (apareció en 1913) que du-
rante aquel momento estaba comandado por La Nación, La
Razón y La Prensa. De hecho el concepto de estos diarios –
para los suplementos- era que "el hombre puede leer los do-
mingos..." y por ello sacaban los suplementos ese día de la
semana. Botana, hombre de extrema inteligencia, vastos cono-
cimientos literarios y astucia, contraataca ese concepto y el su-
plemento sale los sábados... Pero, además, esta Revista fue
—19—
Martín Ortelli-Omar Lagraña
dirigida por Jorge Luis Borges y Ulyses Petit de Murat durante
el período que salió: 12 de agosto de 1933 hasta el 6 de octubre
de 1934 con 61 ediciones. Los directores se encargaban de la
selección literaria, traducciones de autores extranjeros y de pu-
blicar determinados ensayos. El ya citado Román Setton y
María de los Ángeles Mascioto (en Cultura impresa y ficción en
la Revista Multicolor de los Sábados) sostienen que Guillot ante-
cede a Borges en determinadas estructuras del policial (que
también roza el fantástico) que para la década del 30, en el caso
argentino, el género, aún estaba diseminado y forjando su
identidad propia. Citamos un solo ejemplo: “El detective mag-
nífico" (20/10/1933) de Guillot, según Mascioto, podría ser un
claro antecedente de Seis problemas para Isidro Parodi de Borges
- Casares (1942).
No nos corresponde un análisis a fondo de cada cuento. Esta
introducción trata, simplemente, de contextualizar al autor
con la elaboración del libro Terror. Cuentos Rojos y Negros. Gui-
llot estuvo confinado junto a sus compañeros radicales en Us-
huaia y otros lugares desde fines de diciembre de 1933 hasta
junio de 1934. Envía sus cuentos a la Revista Multicolor de los
Sábados a partir de septiembre de 1933. En diciembre de ese
año comienza su Odisea de 170 días de confinado político.
Esta experiencia generó su libro Paralelo 55. Dietario de un con-
finado que da por finalizado el día 19 de junio de 1934. Se ex-
plica, indudablemente, que por su confinamiento a partir de
diciembre de 1933 y hasta su liberación solo enviara dos de
sus siete cuentos a la Revista indicada.
Asumimos un riesgo de interpretación o de vínculo con dos
cuentos su experiencia de confinamiento: Artículo 52 y Un ban-
dido. Guillot –luego de una larga meditación según su libro
Paralelo 55- visitó la cárcel de Ushuaia. Entrevistó y habló con
varios penados. Entre algunos con dos muy famosos en la his-
toria del crimen argentino: el Petiso Orejudo y Mateo Banks
(chacarero de Azul que asesinó a 8 personas). En el primer
cuento es sugerente que el perverso guardián Listoich –que
debe ser ejecutado por el vacilante penado N° 288- se parece
bastante al malvado Teniente Adolfo Cernadas, jefe del presi-
dio descripto en el libro Paralelo 55. Leemos en el segundo
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Palabras previas
cuento referido: “El odio es la única fortuna que capitaliza un pe-
nado”. O “El presidio es un infierno, lo conozco bien. Pero el re-
cuerdo es peor que el presidio hasta para un bandido como yo”. Al
igual que en otros cuentos, Guillot nos deja ver en sus perso-
najes humanidad y vivacidad más allá de lo que nos genera el
misterio o el terror tan propios de nuestra cotidianeidad.
Por último queremos agradecer a dos grandísimos escritores
coterráneos: Juan Meneguín y Fernando Belottini. El primero
nos abrió la clave literaria sobre la importancia de Guillot en
la literatura nacional y nos presentó a Fernando, quien nos
brindó todo el material disponible del distinguido concor-
diense y nos apoyó infinitamente en nuestras actividades.
También es nuestro deseo que las letras de Víctor Juan Guillot
sean las que hospeden nuestros sentimientos en comunión con
los lectores.
Martín Nicolás Ortelli
Omar Lagraña
Mayo del 2018, Concordia
—21—
Martín Ortelli-Omar Lagraña
TERROR
A
l caer la tarde, Corrales se dirigió al galpón de las he-
rramientas, donde estaba el catre del viejo Cetrini.
La verdad, solo como había quedado en la chacra y
con el trabajo en el tractor, no se acordó ni una vez del enfermo
durante las largas horas que corren desde el mediodía hasta
la oración. El día fue pesado y caluroso y el crepúsculo avan-
zaba cargado de nubarrones tormentosos. Hacia Colonia
América, por el lado de la Pampa, asomaba la luna, hinchada
y roja como un globo atado por invisible amarra a la línea del
horizonte. Más arriba, un dilatado celaje sombrío parecía ace-
charla. Todo hacía presumir la proximidad de un chubasco,
pero Corrales tenía sus dudas; habían pasado semanas sin que
una sola gota de agua cayese sobre la tierra sedienta. Los mai-
zales empobrecidos amarilleaban bajo la solana y por las tar-
des el viento arremolinaba altas polvaredas en los rastrojos,
revistiendo hombres y vegetales de esa fina pátina terrosa que
deposita la sequía sobre las campañas aridecidas.
En un rincón ya oscuro y zumbante de mosquitos, Cetrini
yacía asoporado por la fiebre. Ni se incorporó cuando sintió
acercarse a Corrales, limitándose a contemplarlo con esas mi-
radas frías y ausentes que asoman a los ojos de los enfermos.
Tal vez no se había dado cuenta del abandono en que lo deja-
ron durante la tarde; entre las ropas desordenadas de la cama,
su cuerpo enflaquecido exhalaba ese vaho acre y repelente del
sudor febril enfriado sobre las carnes.
—¿Se le ofrece algo? —preguntó Corrales sin mayor cordia-
lidad. Jamás tuvo simpatía por el viejo peón y ahora sentía
contra él una especie de sordo rencor por la ocurrencia de
venir a enfermar cuando se encontraba solo en las casas, lejos
de todo recurso y abrumado de trabajo.
—23—
El otro movió negativamente la cabeza, siempre con los ojos
fijos en algo, que debía otear muy adentro de sí mismo, en sus
recuerdos acaso, más allá del fulgor vítreo de aquellas pupilas
inexpresivas e indiferentes a todo lo que lo rodeaba.
— El hombre se va nomás" —pensó Corrales; y se le ocurrió
por un instante que convendría atar el sulky y allegarse hasta
San Justo para que en la estancia le diesen algún remedio; pu-
diera ser también que alguien se ofreciera a acompañarlo, si
había que velar al enfermo. Pero la yegua estaba suelta y era
un trabajo agarrarla a esa hora. A lo mejor, el otro no estaba
tan grave como parecía. De todos modos, tomó la resolución
de llevarlo al pueblo al día siguiente; en San Justo no le nega-
rían el Ford para aquel apuro y en compañía de Venancio, el
—24—
Víctor Juan Guillot
"chauffeur" de la estancia, conducirían el enfermo hasta Ville-
gas, entregándolo en el hospital.
Había oscurecido rápidamente. De un manotazo, Corrales se
aplastó un mosquito en el cogote. Hervían en aquel rincón ca-
liginoso, llenando el ambiente, pesado y húmedo, con el
rumor de sus agudos zumbidos. Por suerte —pensó—, el viejo
ni había de sentirlos.
Encendió una lamparita de querosene, cuya luz amarillenta
proyectó un círculo de claridad alrededor del camastro, ilu-
minando el gran armario adosado al tabique lateral, y algo
más lejos, hacia el centro de la pieza, un banco de carpintero
sobre el cual quedaran olvidados una lata vacía de nafta y al-
gunos zapallos de la huerta.
Como el enfermo hizo un movimiento, Corrales interrogó:
—¿Le molesta la luz?
No debía molestarlo, porque no respondió. Ahora se había
estirado en posición supina, la cara vuelta hacia arriba y los
ojos fijos en el techo. Lentamente, levantó primero una mano
sarmentosa y descarnada, después otra, cruzándolas por fin
sobre el huesudo tórax.
Por escrúpulo de conciencia, Corrales bajó la mecha de la
lámpara y disminuyó la luz. Después miró el jarro de lata co-
locado también sobre el cajón que servía de velador a la cabe-
cera de la cama. Casi no contenía agua; lo tomó, salió al patio
y acercándose al molino bombeó hasta hacer rebosar la vasija
de abundante líquido fresco.
Era ya de noche y el cielo descendía negro y opaco como em-
papado en tinta. A la distancia ladraban perros. Salvo el ma-
cilento resplandor que salía del galpón, ni un lampo clareaba
aquellas sombras profundas, que parecían asentarse pesada-
mente sobre la tierra.
Entró otra vez Corrales, dejó el agua y salió luego, atrave-
sando el patio en dirección a la cocina. Dos o tres perros se le
acercaron, olisqueándole las manos como si esperasen algo.
De un revés en el hocico alejó a uno y los otros no esperaron
su vez.
—25—
Terror
Ya en la cocina, avivó el rescoldo, echó algunos trozos de leña
y calentó un guiso de fideos, sobra de la comida de las doce.
Después comió con desgano, despaciosamente, sentado en un
banco al lado del fogón. Fuera, más allá de la puerta, apenas
distinguía —sombras escorzadas y movibles en la oscuridad
—a los canes reunidos en un grupo expectante. Dominado por
confuso malhumor, se puso de pie, descolgó de un gancho al-
gunos trozos de carne oreada y los arrojó al montón. Ense-
guida abandonó la cocina, caminando cansadamente hacia las
habitaciones principales, que cerraban el patio con su masa
opaca, bajo las ramas casi horizontales de los paraísos.
Con un fósforo en una mano y protegiéndolo con la otra con-
tra una posible ráfaga, franqueó los escalones de acceso al co-
rredor, cruzó por este y penetró en el dormitorio, encendiendo
la lamparita de la mesa de noche.
Cerradas las ventanas para que no entrase polvo, el aire clau-
surado era también cálido y bochornoso. Sin abrirlas, domi-
nado por inexplicable atonía, Corrales, despojándose de la
ropa, se tiró sobre la cama, revuelta aún como la dejó al levan-
tarse en la mañana. Encendió un cigarrillo, apagó la luz y
quedó fumando silenciosamente en la oscuridad.
* * *
Hacía una semana que la mujer y los dos chicos de Corrales
tomaron el tren para Buenos Aires, reclamados por la familia
de ella, a la cual alarmaron las noticias de la epidemia que aso-
laba el campo. Corrales quedó solo con los dos peones; pero
aquel día, por ser domingo, uno de ellos había salido tem-
prano para el pueblo y no estaría de retorno hasta la mañana
del lunes. Claro que si hubiera sospechado la gravedad del
viejo, no lo dejaba marchar; mas cuando advirtió el verdadero
estado del enfermo, el otro ya debía estar en Villegas.
Tendido en la cama, fumaba calladamente, mirando cómo el
puntito rojo del cigarro reflejábase en el espejo del lavatorio
arrimado a la pared frontera.
No quería confesarse el extraño desasosiego que lo intran-
quilizaba; el caso era, sin embargo, que nunca había sentido
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Víctor Juan Guillot
aquella aguda sensación de temor que lo asaltó en las primeras
sombras de la noche. ¿Nervios? Ganas tuvo de reírse a pesar
de su absurda congoja. ¡Un chacarero nervioso!, era cosa de
largar la carcajada. Aun cuando — reflexionaba — él, Corrales,
tenía tanto de agricultor como pudo considerarse periodista,
maestro de escuela o vendedor de automóviles en sus años de
andanzas por la campaña de Buenos Aires y la Pampa. Seis
meses atrás, aprovechando el ofrecimiento de un amigo que
lo encontró sin ocupación ni medios de procurársela, se vino
hasta General Villegas, instalándose en las ciento cincuenta
hectáreas que el amigo había comprado cerca de la estación
Laureles, sobre la línea del ferrocarril de trocha angosta. Lo
decidió, más que otra cosa, la vista del lindo pabellón de ma-
dera que servía de habitación al mayordomo cuando la chacra
formaba parte de la estancia lindera. En la casa sobraban co-
modidades para una familia y eso no era despreciable para un
hombre que no sabe ya dónde acomodar la suya. Y allí estaba,
luchando con la sequía y enterándose todos los días por los
diarios de la baja del maíz.
—Había corrido mucho —meditaba ahora Corrales, un poco
apiadado de aquel pobre cuerpo suyo, traqueteado por tantos
caminos, empujado siempre de pueblo en pueblo por el in-
quieto afán que lo inducía a descuidar el trabajo que tenía
entre manos ante la fantástica posibilidad de encontrar en otra
parte alguna cosa mejor. Ni siquiera el casamiento consiguió
fijar su irresistible propensión andariega; cuando la mujer
tuvo el segundo hijo en la Maternidad del Rivadavia, en Bue-
nos Aires, Corrales hacía de juez de paz en un distrito lejano
del territorio de Santa Cruz, gracias a la protección de un an-
tiguo condiscípulo aventajado en la vida por eventual favor
de la política.
¡Había corrido mundo, él! "Y lo que te rondaré, morena" —
pensó, no sin un dejo de íntima tristeza al recuerdo de la mujer
y los chicos, fatalmente ligados a las consecuencias de los al-
tibajos de su voluntad fatigada y versátil.
Dejó caer el pucho ya apagado y trató de dormirse. Pero no
podía conciliar el sueño, obsedido ahora por la inquietante
aprensión de silenciosas presencias en la casa solitaria y som-
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Terror
bría. Andaban muchos "lingheras" por los campos y no era ex-
traño hecho el salteamiento de alguna vivienda aislada, por
dos o tres de aquellos individuos que se acercaban a pedir hos-
pedaje con cara fosca y marcándoseles el bulto del grueso re-
vólver bajo las ropas. Ahora recordaba que el wínchester había
quedado fuera, contra un pilar de la galería, y tentado estuvo
de levantarse a buscarlo. ¿Para qué? En caso que descargara
la tormenta lo haría. Casi seguro, por lo demás, que la tor-
menta, como tantas veces, derivaría por el cielo hacía la Pata-
gonia, dejando burlada la ardiente ansiedad de la tierra.
Sobresaltado, Corrales se incorporó de pronto. Patente, había
oído el apagado ruido de pisadas por el corredor. Escuchó un
instante y dejó caer de nuevo la cabeza sobre la almohada. Se
habría adormecido y desconoció el rumor de hojas secas que
el viento arrastraba quedamente. Eso debía ser, aun cuando
era raro, porque no había escuchado el más leve soplo de brisa
en los árboles. Al contrario, cualquiera diría que la vida estaba
paralizada bajo la muda opacidad de la noche sofocante. Se
revolvió en la cama, buscando un poco de frescura para sus
miembros en el cambio de posición. Desde la distancia, como
si atravesaran penosamente el mutismo enigmático de los
campos entenebrecidos, llegaron hasta él prolongados gritos
humanos. ¿Gritos a esas horas? Alguna tropa de vacunos
arreada en busca de mejores pastos. Con la sequía, era ince-
sante el traslado de hacienda hacia el sur; para gloria de ca-
ranchos y chimangos, los caminos quedaban bordeados de
reses muertas y terneros entecos que no podían seguir la mar-
cha de la tropa.
Con todo, aquellos clamores nocturnos lo dejaron pensativo.
Allá en los Mojones, por el Montiel entrerriano, donde se
había criado, la gente del campo creía supersticiosamente que
ciertas noches, las almas de los hombres muertos violenta-
mente, dan en vagar, quejándose, a través de las tinieblas so-
litarias ¿Las ánimas? Tuvo un acceso de rabia. ¿Ahora iba a
tener miedo de las ánimas? Las cosas que se le ocurren a un
hombre cuando no logra pescar el sueño.
Por asociación inexplicable, su pensamiento volvió al viejo
Cetrini. ¿Y si se muriera esa noche? No sería la primera vez
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Víctor Juan Guillot
que él se viera enfrentado con la muerte; pero le infundía
cierto vago pavor la idea de que un cristiano se estuviera mu-
riendo ahí cerca, en la obscuridad, entre todas aquellas cosas
que integraban la vulgaridad cotidiana de la existencia. ¡Es
tremendo eso de morir! ¡Pensar que todo seguirá viviendo
mientras uno se acaba para siempre en la eternidad del
tiempo!... Dio otra vuelta en la cama y continuó arrastrado por
el galope vertiginoso de sus reflexiones. Para siempre, no. El
alma es inmortal — se afirmó, movilizando remotos y casi ol-
vidados residuos de fe religiosa —. El alma de los muertos se
aleja silenciosamente de los sitios donde el cuerpo ha vivido,
para emprender el vuelo hacia otra parte... Un pensamiento
le hizo correr algo frío por la espalda. Así que si el viejo Cetrini
se hubiese muerto, su alma en ese instante quizá...
Seca la boca, Corrales extendió el brazo para tomar el bote-
llón de agua colocado sobre la mesa; pero contuvo de golpe el
ademán, inmovilizado por un repentino alerta de sus nervios,
tensos hasta el dolor. Ahora sí, claros y precisos, avanzaban
pasos cautelosos hacia la puerta del cuarto. No lo engañaba el
crujido familiar de las maderas del piso, cediendo bajo la pre-
sión de un cuerpo que se desplazaba con sigilo. Latiéndole tu-
multuosamente el corazón, alzó la cabeza y escuchó, clavados
los ojos en el vano negro de la puerta abierta. ¿Se acercaba al-
guien realmente? Crujieron otra vez las tablas, igual que si
pies ligeros se deslizaran por ellas suavemente. Hubo un largo
silencio colmado de misteriosas sugestiones. En el cajón de la
mesita, el reloj de bolsillo hacía resonar fragorosamente el
ritmo acelerado de su marcha. Corrales tuvo la impresión es-
pantable de que alguien — ¿o algo, Señor? —lo acechaba tor-
vamente emboscado en la sombra. Con un esfuerzo
desesperado, en un movimiento que duró siglos, buscó a tien-
tas la caja de fósforos y raspó uno para ver.
Nada. Decidióse a bajar de la cama y se adelantó hasta la
puerta, alumbrando el pasillo hasta el comedor. — Natural-
mente, no podía estar nadie — pensó, un poco más seguro de
sí mismo; todo había sido alucinación de sus sentidos dese-
quilibrados por el insomnio. Con todo, lo impresionaba la ca-
llada soledad que transfigura durante la noche el decorado
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Terror
familiar de las cosas que encuadran los actos del diario vivir.
Como la llama le quemaba los dedos, dejó caer el cabo de la
cerilla y encendió apresuradamente otra.
—Era vergonzoso —se confesó mentalmente—, pero tenía
miedo. Un miedo inexplicable y angustioso que se le aden-
traba hasta el último repliegue de la conciencia como una to-
rrencial y silenciosa fluencia de sombras en la noche solitaria.
Volvió a la cama y prendió nuevamente la lámpara; trataría
de leer algo para entretener la rebelde vigilia hasta tomar de
sorpresa el sueño. Pero el querosene habíase agotado en el de-
pósito y la llama brilló solo un instante, consumiéndose des-
pués de hacer danzar en la habitación sus fantásticos
pantallazos. Corrales quedó postrado, tirantes los nervios en
la carne agitada por sutil rehílo, y cerrados rabiosamente los
párpados como un niño amedrentado. Alguna vez amanece-
ría.
Debió de dormir durante algún tiempo, porque recobró de
súbito la conciencia de sí mismo al trágico llamado de lasti-
mero plañir. Parecía resonar al lado mismo de la ventana, del
lado exterior.
Aullaban los perros en el patio. Primero uno, después todos
a coro, lanzaban el trágico ululato de los canes empavorecidos.
Hay hombres de temple capaces de resistir la sugestión enig-
mática que emana de lo ignorado en las tinieblas; son muy
pocos, sin embargo, los que pueden escuchar serenamente el
desgarrador lamento de un perro llorando en la obscuridad.
Corrales se incorporó ansioso, sintiendo en las manos temblo-
rosas el sudor frío del terror. ¿Por qué aullarían así los perros?
Si hubiera entrado gente extraña, atropellarían furiosos, en vez
de quejarse como lo hacían. Sin convicción y casi sin aliento,
se estiró hasta la ventana, gritando algo a través de la rendija;
— "¡Tigre! ¡Guardacasa! ¡Callarse, perros del diablo!"
Había intentado articular con energía, pero las palabras le
salieron lánguidas y apagadas de la boca. Sintió que se le es-
capaba el control de sus acciones, e hizo un supremo esfuerzo
para dominarse. Callados por un instante, los animales reanu-
daron su lúgubre apelación.
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Víctor Juan Guillot
Recuerdos confusos de esas historias terroríficas que los
hombres arrastran consigo desde la infancia, adormecidas en
los ángulos penumbrosos de la memoria, acudieron a la me-
moria de Corrales. Siempre había oído afirmar que los perros
aúllan cuando ven algo que no distinguen los sentidos huma-
nos. Es sabido que a la percepción de los irracionales no esca-
pan las criaturas invisibles del más allá. Los perros ven a la
muerte. ¿La muerte? Otra vez recordó al viejo Cetrini, aban-
donado en su camastro del galpón. ¿Sería verdad, entonces,
que la muerte viene por los agonizantes?
En el corredor, tan cerca que el animal debía estar pegado
contra la pared, ascendió de nuevo, sostenido y dramático, el
aullido de un can aterrorizado. Evidentemente, los perros re-
trocedían hacia la casa, buscando amparo contra algo. Le es-
tremeció el pensar lo que podía ser ese algo. Con las dos
manos, Corrales se apretó la cabeza; aquello era absurdo, lo-
camente absurdo.
Cuando muchacho le habían enseñado un procedimiento
para hacer callar a los perros que lloran. A tientas, buscó sus
alpargatas bajo la cama y las cruzó en el piso; era un conjuro
infalible, según decían.
Lo sería, porque instantáneamente se estranguló el horrendo
singulto en la garganta de los animales. Enmudecieron de
golpe, como si una poderosa mano invisible les hubiera ce-
rrado rudamente las fauces. Estremecido, Corrales sentía
ahora gravitar sobre su persona, como un negro compás im-
ponderable, la pausa enorme abierta en las tinieblas. Aquel si-
lencio era más pavoroso, más henchido de siniestras
reticencias que el trágico concierto anterior. Desesperada-
mente, anheló escuchar una voz, una sola palabra humana y
amiga en aquel aislamiento que lo acosaba como una torva
persecución.
Una contraventana se golpeó bruscamente en alguna parte
y el estrépito hizo saltar a Corrales sobre la cama. Debía ser
en el cuarto de huéspedes; sin duda quedó abierta por la tarde
y ahora la sacudía el primer empujón de la tempestad que ya
desencadenaba sus elementos. Porque esta vez la tormenta es-
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Terror
taba encima. Con el estampido de un trueno cercano, rachas
precursoras azotaron los árboles y aletearon como aves salva-
jes contra la casa. Menos mal.
De nuevo torearon los perros furiosamente en el patio y otra
vez el rabioso latido se transformó en el largo ulular de un
pavor irracional. Corrales oíales quejarse, tan inmediatos
como si estuvieran a su lado. Adivinábalos temblando, erizado
el pelo y llameantes de terror los ojos, estrecharse contra la
pared como hurtándose a la proximidad de una espantable vi-
sión. Entre uno y otro aullido, gemían bajito, de igual modo
que si los acosara la hipnótica sugestión de alguna presencia
demoníaca.
Una imprevista cesura cortó de un tajo el plañidero gemir.
Manos ignoradas, manos torpes y tenaces, movían queda-
mente el picaporte de la puerta. Alguien pretendía entrar.
Corrales no resistió más. Arrebatando los fósforos, se tiró de
la cama, lanzándose fuera de la habitación. ¡Cualquier cosa
era preferible a aquella espantosa espera de lo desconocido
rondando en las sombras como una diabólica amenaza del
misterio! Cruzó a oscuras el pasillo y su mano tocó la cerra-
dura. ¡Decir que del otro lado "aquello" aguardaba emboscado
en la noche! Frenético, encendió un fósforo. Rodó el trueno
largamente por los cielos alucinados y los perros respondieron
lanzando al aire su enloquecedora modulación. Abrió la
puerta. Su mano crispada descorrió el cerrojo y tiró la hoja
hacia el interior. Una racha huracanada le apagó la soflama
del fósforo y pareció precipitar hacia dentro las masas tene-
brosas acumuladas bajo el firmamento. Penosamente, Corrales
dio un paso y se atrevió a mirar. Nada. ¿Era posible? Nada.
Inútilmente sus miradas ansiosas trataron de perforar la es-
pesa densidad de las tinieblas nocturnas. Callaron una vez
más los perros, y Corrales sintiólos frotarse temblorosos contra
sus piernas. No se veía nada. Estaba parado sobre el mismo
umbral de la puerta, sujetando la hoja abierta con la mano.
Nada; y, sin embargo...
Se le heló la sangre en las arterias. Casi junto a su cabeza, ro-
zándola con su hálito gélido, alguien suspiró largamente. Más
—32—
Víctor Juan Guillot
que una respiración era el estertoroso jadeo de una laringe por
donde se evade el último soplo de una existencia. Aullaron
aterrados los perros y Corrales lanzó un clamor desesperado.
Al lado, contra el mismo parante de la puerta, una figura altí-
sima y envuelta en blancas telas, se doblaba, caía, ¡abatiéndose
como tocada por el dedo invisible de la muerte!
* * *
Al día siguiente, cuando el peón regresó de Villegas, encon-
tróse con un cuadro que lo hizo escapar medio enloquecido
hacia San Justo. En el corredor, tendido junto a la puerta, es-
taba el cadáver semidesnudo del viejo Cetrini, muerto hacía
muchas horas tal vez. Dentro, rodeado de los perros, revolcá-
base Corrales, hablando a gritos en el delirio de una fiebre bru-
tal.
—33—
Terror
CAZANDO NUTRIAS
H
abían salido temprano de las casas. Desde Corrien-
tes soplaba el viento norte, cargado de ese polvillo
rojizo que levanta en sus tierras ferruginosas para
repartirlo en forma de oftalmías entre los habitantes de la cam-
paña. Es el tiempo en que la gente de por allá saca las; antipa-
rras que guarda desde el verano anterior, para protegerse los
ojos ensangrentados por la conjuntivitis. Pesaba el bochorno
bajo el cielo plomizo y cercano, a través del cual tamizábase
la enceguecedora resolana de noviembre. Dilatábase el campo
en amarillentos espartillares, quemados por la abrasadora seca
que aridecía la tierra hasta los más lejanos confines. El aire
mismo parecía sediento en aquel ambiente de horno. A la dis-
tancia, acogidos al amparo precario de raleadas isletas de
monte, algunos vacunos inmóviles, tendido el flaco cuello, pa-
recían aguardar la llegada de la muerte.
Los hombres dejaron atrás el gran plato arcilloso de un lagu-
nón desecado, y avanzaron a paso lerdo, abrumados por la
doble fatiga de la calígine y los bártulos cargados a cuestas.
Eran dos; sucios y haraposos, enflaquecidas las caras bajo las
barbas atrasadas, terrosos desde las greñudas cabezas hasta
los pies calzados de reatadas alpargatas. Eran dos; alto, des-
carnado, vejancón, el uno. No debía tener más de veinte años
el muchachón que lo seguía, doblado el lomo bajo el peso de
una gran bolsa abultada de heterogéneas cosas.
Hicieron un alto para darse un resuello. Respiró profunda-
mente el viejo y levantó la cabeza, escrutando largamente el
campo, primero, y el cielo, después.
— Tiempo de langosta — murmuró con desgano.
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— A lo mejor, comienza de nuevo a pasar la voladora — res-
pondió el otro.
Callaron. El más joven echó al hombro el lío que porteaba y
el viejo empuñó la vieja escopeta que dejara caer entre los re-
secos pastos.
— ¿Vamo? — invitó.
— Vamo — aceptó el otro.
Y reanudaron la marcha.
— Las nutrias deben estar retozando en l'agüita — recordó
el más joven.
— Y los carpinchos — corroboró el viejo.
El monte tornábase más espeso y el gramillar verdeaba ahora
a la umbría del ramaje. Acercábanse al río y en la atmósfera
flotaba la frescura del agua evaporada. Ante sus ojos, grupos
de árboles lozanos y exuberantes anunciaban la inmediación
del cauce. Reanimados, los dos hombres exigieron más al tra-
sijado organismo y se pusieron sobre la barranca del Moco-
retá. Allá abajo relucía el agua fresca y sombría, deslizándose
lentamente entre los chañares y ceibales de la costa, poblada
de obscuros helechos. La transición entre la atmósfera cal-
deada del campo abierto y el aire frío del río encajonado fue
tan brusca que uno de ellos tiritó como si tuviera fiebre.
— Linda la fresca — habló el muchachón, al tiempo que ba-
jaba con precaución el declive barrancoso.
— No metas bulla, que s'espantan los bichitos — rezongó
malhumorado el viejo, poniendo también con cuidado los pies
en las toscas, que afloraban en la tierra como trozos fósiles de
la estructura interna del planeta.
Así llegaron hasta el ribazo, limpio, que descendía suave-
mente en playa, para prolongarse en el agua fina y azulada
hasta la cercana costa opuesta. Sentáronse en el punto en que
la barranca doblábase en ángulo sobre la línea de la playa. El
viejo sacó del pecho un pedazo de diario para tacos, y extrajo
de los bolsillos un tarro colorado de pólvora y un mugriento
pañuelo lleno de perdigones.
Víctor Juan Guillot
—36—
Entretanto, el otro cavaba rápidamente una hornalla en tierra
y amontonaba charamusca para el fuego. Prendió un fósforo
y a poco la ondulante llama subía; de la pequeña pira, casi in-
visible en la diáfana claridad del aire que lo rodeaba. Después
deshizo el lío, sacó la pava, clareó un tanto el agua de la resaca
que la cubría y la hundió en ella, levantándola rebosante y mo-
jada para colocarla enseguida sobre el fuego.
— Mientra, l´agua se va calentando — explicó quedamente.
El compañero asintió con un movimiento de cabeza. En ese
momento, sentado en tierra, medía un cuñete de pólvora para
volcarlo cuidadosamente en el cañón de la escopeta que sos-
tenía entre las piernas.
Los dos obraban con calma, haciendo cada uno lo suyo, con-
forme a costumbres de trabajo en común convertidas ya en in-
mutables prácticas. Cargada el arma, preguntó al otro:
— ¿Vos manejaj el garrote?
— Como quieras — aceptó el muchachón.
— Es mejor — afirmó el primero, quien hablaba como jefe —
. Yo soy más seguro pa meniar chumbo.
Quedaron un rato en silencio. Chasqueaban, ardiendo, las
ramas medio verdes; largos rizos de humo dispersábanse en
el espacio.
— Sí hoy agarramo diej, hacemo tre dosena de nutria —
habló, por fin, el joven.
Al otro le brillaron los ojos de codicia.
— Pagan bien este año la nutria.
El viejo movió la cabeza descontento:
— ¡Hum! ... Pagar bien, pagan bien en Güeno Saire; pero don
Batista...
Y se interrumpió, ceñudo.
Lo imitó el otro, agregando después: — Agarrau el
gringo.
Cazando nutrias
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Su compañero hizo un cansado gesto de indiferencia o
resignación.
— Así hacen plata lo jombre...
Al cabo de una pausa, obedeciendo a quién sabe qué asocia-
ciones mentales, o para desechar pensamientos desagradables,
se volvió, interrogante, al compañero:
— ¿Traiste la carne pal churrasco?
— La saqué del atado — respondió el muchacho.
Otra vez volvieron a su mutismo. Sentados, agachadas las
cabezas sobre las rodillas, miraban, pensativos, el agua. En los
árboles de enfrente se alzó agudamente el reclamo de un pá-
jaro: "¡Huan chivirr! ..." "¡Huan chivirr! ..."
El agua corría callada y tranquila. Cerca de la costa, al pie de
los macizos de ceibo, arremansábase, casi negra y metálica,
hasta quién sabe qué frías profundidades. Moscas de agua y
libélulas, jugueteaban en los claros soleados, deslizándose ve-
lozmente al hilo de la superficie y dejando tras de sí una leví-
sima estela. A medio río, sonoro como un enorme taponazo,
estalló un zambullón.
— Boga — comentó el de la escopeta.
— Si pescamoj una' l'asamo con papel di astrasa — comentó
su compañero con glotona expresión.
Callaron nuevamente. Pasó un rato.
Al fin, el más viejo explayó el tema de las meditaciones que
lo traían preocupado:
— ¿Noj habrán campiau de l'estancia? Loj otro día m'encon-
tré el mayordomo y mi amenazó con meterme plomo cuando
viniéramoj a nutriar p'uaquí. . .
El muchachón se encogió de hombros:
— El santafecino ese trai siempre mucha prosa — replicó —
. Habría que verlo en una di a pie pa saber...
— No; como hombre e jombre — corrígió el viejo.
Víctor Juan Guillot
—38—
— Todo somo jombre — rezongó el muchachón —. Y yo digo
que si uno quiera ganarse la vida casando bicho en l'agua nu
hay derecho e pribirle... El río es de todos.
— Pero el campo es de l'estancia — observó el viejo —. Y si
vienen.
— Y si vienen — balaqueó el mocetón — tengo esto y éste.
— Con una mano desenvainó el cuchillo, golpeando con la
otra las cachas del gran revólver que le abultaba en la cintura.
— Sería cosa fea pa nojotro — reflexionó el viejo.
Inquietos, escucharon un instante. Otra vez chilló el pájaro
en los árboles de la costa frontera. Por encima de sus cabezas
sopló el aliento cálido del viento norte que arreaba sus ráfagas
desde Corrientes.
Al cabo se resolvieron. A una seña del viejo pusiéronse de
pie. Con la escopeta el uno, empuñando un grueso palo el
otro, orillaron cautelosamente unos ochenta o cien metros.
Allí, un meandro del río curvaba la costa en una especie de
abra bordeada de árboles cuyas torcidas ramas empapábanse
en la corriente.
Arrastráronse hasta una tosca, hundida en el agua como un
gran diente roquizo, y espiaron. Primero una, después otra
afloraron dos cabezas bigotudas a pocos pasos. Los ojos de los
animales relucían, desconfiados entre la rojiza pelambre.
— Apróntate — cuchicheó el de la escopeta.
Las nutrias nadaron silenciosamente hacia la orilla. Simultá-
neamente sonaron el disparo de la escopeta y el garrotazo.
Cuando se aquietó el agua, dos cuerpos aparecieron flotando;
a su alrededor, largos hilos rojos se desleían en el agua.
El más joven tiró las alpargatas, arremangó las bombachas y
se metió a la corriente que le llegaba hasta las corvas. Salió en-
seguida con las dos presas.
— Vamoj a desollarla mientra se le pasa el susto a laj otra —
dispuso el viejo.
Sin pronunciar palabra, el otro sentóse en el suelo y procedió
Cazando nutrias
—39—
a la operación. De un tajo abrió un gran ojal en la parte trasera
de la nutria debajo de la cola. Después tiró de los bordes de la
abertura hacía atrás, ayudándose tan pronto con el cabo del
cuchillo como de la hoja, hasta dar vuelta la piel como un
guante, sobre el cuerpo sanguinolento del animal. Por fin, de
un solo tirón, arrancó la piel de la cabeza y la arrojó al suelo
como una bolsa húmeda y manchada de rojo. Después repitió
el procedimiento con el segundo roedor.
Entretanto, echado de boca sobre la tosca, el viejo observaba
el río.
— Arrimate — susurró.
Reptando cuidadosamente, en la diestra el garrote, el com-
pañero se colocó para operar.
De nuevo, sobre la napa elástica y movible asomaban algu-
nas cabezas grises que dejaban blanquear los colmillos bajo
los hirsutos mostachos.
Repitióse el ataque; pero en esta ocasión sólo quedó un
cuerpo flotando agitadamente entre las revueltas aguas.
— L'erraste el palo — gruñó el viejo.
Callado, el muchacho se metió al agua y sacó el animal to-
davía caliente y chorreando de la cabeza a la cola. De nuevo
empuñó el cuchillo y recomenzó el desuello.
Al cabo de tres horas había once pieles secándose a la som-
bra. Los dos hombres esperaron largamente sin que una sola
cabeza de roedor rompiese la superficie de la corriente.
— Tan asustadas — comenzó el mozo — -. Ya no salen más.
— Iremoj a la otr'oya — propuso el viejo —. Pero más tarde.
Ahora pítamo, tomamo mate y churrasquiamo, ¿te parece?
— Bueno — aceptó el compañero, poniéndose de píe —. ¿Y
esto?
— Lo dejamo que se oree.
Y terminó de cargar su arma, atacando concienzudamente la
carga con la baqueta.
Víctor Juan Guillot
—40—
Después, uno y otro liaron cigarros negros y empezaron a
echar humo con fruición. Estaban satisfechos. La mañana
había sido buena y todavía les restaba la otra guarida de nu-
trias para la tarde.
El muchachón miró a la barranca.
— Hast'aura — comentó jocosamente — no si hace presente
el santafecino ese. . .
— Más vale... — empezó el viejo, y la palabra se le cortó de
pronto, en la ansiosa expectación de la escucha.
— Me pareció oír... — reanudó pensativo.
— Anímale que bajarán a l'agua — explicó el otro.
— Tal vej, pero. . .
No pudo seguir. Al filo de la barranca, recortándose nítidos
contra el cielo triste y grisáceo, surgieron tres hombres.
— ¡Perra! ... — rezongó, rabioso, el viejo —. El santafecino
Llaga, Lima y Galarza.
— No aflojés, Crisanto — alcanzó a bisbisear el moceton —.
¡Tamíén somo jombre, qué caray!
Sin hablar, los otros se les vinieron encima, saltando por la
barranca. Delante de todos, revólver en mano, el mayordomo
de la estancia Mariano Loza, un hombrón alto, fornido y con
una cara resuelta como el diablo. Los otros dos le seguían,
también rascándose la cintura.
Debían haber desmontado a la distancia para asegurar la sor-
presa.
Vociferando, el santafecino se encaró con el viejo:
— No te he dicho, ¡hijo de tal!, que no quiero que vengás a
nutriar al río. ¡A balazos te voy a sacar de aquí!
Humilde, removiendo la tierra con la punta de la sucia al-
pargata, el viejo intentó una disculpa:
— Yo no hago daño a naides, don. Lo bichoj esto no son de
l’estancia...
Cazando nutrias
—41—
— Y a lo jombre no se loj insulta, ¡qué porra! — intervino, re-
zumando soberbia, el mocetón.
Como picado por una víbora, el otro se volvió, bramando:
— A vos, por cogotudo, no te va a quedar cuero pa darle
lugar a los lonjazos.
Y cambiando el revólver a la izquierda, empuñó la ancha
guacha de domar y avanzó sobre el muchachón, alzando el
brazo.
No pudo dar ni dos pasos. Tirando desde abajo, casi sin
mover la mano, el otro le hizo fuego dos veces seguidas. El
hombre cayó, escupiendo una amenaza; en el suelo tuvo coraje
para incorporarse y disparar a su vez. Al mismo tiempo tiró
también el viejo con la escopeta y descargaron sus armas los
dos acompañantes del recién llegado. Resonaron las detona-
ciones en la costa, dilatándose en el espacio cargado de elec-
tricidad. Malherido y tirando el revólver ya inservible, el
mocetón atropelló cuchillo en mano. Pisó sobre las pieles mo-
jadas y resbaló; en tierra, uno de los otros lo remató.
La escena había sido casi instantánea. De los recién llegados
quedaban en pie el llamado Lima y Galarza. Este último, su-
jetándose la cadera izquierda, de donde le brotaba la sangre a
chorros, acribillado hasta el vientre por la descarga de muni-
ción patera. En la orilla, con los pies dentro del agua, agoni-
zaba el viejo con tres balazos en el cuerpo. A su lado, humeaba
todavía el cigarro, cerca de la mano agitada por el temblor de
la muerte.
Lima se agachó sobre el mayordomo y levantóse enseguida,
pálido como un difunto. Volvióse entonces a su compañero,
que se iba desplomando lentamente.
— Ta muerto. . . ¿Y voj, hermano?
— Jo... robau pa toda la siega. Pero esos pagaron la nutriada
con el cuero...
Se desmayó. El otro lo miró un segundo y después agarró a
trepar la barranca en busca de socorro. Quedaron los cuatro
cuerpos tendidos sobre el ribazo. Al cabo de un rato, cantó un
Víctor Juan Guillot
—42—
pájaro en la orilla opuesta. Silenciosamente, primero una, des-
pués otra, asomaron algunas cabezas bigotudas a flor de agua.
Los ojos curiosos les brillaban entre la pelambre. El río corría
calladamente bajo el firmamento opaco y gris.
Cazando nutrias
—43—
EL LLAMADO
U
na ancha faja de luz atravesaba oblicuamente la sala,
desde la alta ventana hasta el piso, sobre cuyos lim-
pios mosaicos dispersábase la claridad intrusa con la
insolencia de un conquistador. El tiempo debía ser radioso allá
fuera, como lo es siempre en esos finales de invierno, que sue-
len lograr tibios y dorados anticipos de primavera. Adiviná-
base del lado exterior de los vidrios el latido vital de una
vibrante atmósfera, océano de aire que bañaría las cosas en las
honduras de sus soleados abismos transparentes.
Marchando suavemente, con ese andar que parece un desli-
zamiento, la Hermana de Caridad acercóse a una de las dos
camas que agotaban la capacidad de la pieza. Al pasar, arrojó
una rápida ojeada al gráfico sujeto a los pies del lecho, en los
barrotes de hierro del respaldar; con mano ligera aliñó ense-
guida el desordenado embozo de la sábana, escuchó un ins-
tante la respiración corta y acelerada del enfermo y se alejó de
nuevo a paso cauto, empleando esa diestra dulzura de movi-
mientos que parece privativa de las enfermeras. Lombardi la
siguió con la mirada mortecina e indiferente de los hospitali-
zados, en cuyas pupilas parece arremansarse la melancolía te-
diosa de las interminables horas de vigilia solitaria.
Había cerrado los ojos cuando se aproximó la hermana, para
sustraerse a las convencionales palabras de aliento que su pie-
dad ya rutinaria vertía indistintamente sobre los convalecien-
tes y los moribundos. Lo irritaban los consuelos, después de
dos meses largos de cama que habían disipado en su espíritu
hasta la más ligera esperanza de curación. Durante aquel
tiempo, había visto sucederse cuatro personas en el lecho co-
locado paralelamente al suyo, contra la pared frontera; y solo
una de ellas pudo despedirse de él, dado de alta por fin, mar-
—45—
chándose a convalecer en
su casa, lejos del ambiente
tétrico del hospital. A los
otros los habían sacado de
noche, mientras él dormía;
y no ignoraba Lombardi la
significación lúgubre de
esas cautelosas traslacio-
nes nocturnas. Ahora, la
cama contigua estaba libre
otra vez.
— No duraría mucho
tiempo así — pensó, sin-
tiendo un sutil estremeci-
miento de terror ante la
idea de que antes de que
otro viniera, la suya, qui-
zás, habría quedado tam-
bién vacante.
Su mirada, pesada y
lenta, se paseó ahora por
las paredes desoladora-
mente blancas y el piso
oliente a líquidos desinfec-
tantes; a esos mismos olo-
res de formol y éter que saturaban también el aire, mezclados
siempre con las emanaciones de carne macerada y dolorida
que flotan en el interior de todos los hospitales. Después miró
la cascada luminosa que descendía rectamente, como la dia-
gonal de un rectángulo, pasando sobre su cabeza a modo de
un leve puente derrumbado en uno de sus extremos.
— Lindo día — se dijo mentalmente —. Lindo día, al cabo de
tantas semanas en que la gris claridad de las jornadas lluviosas
filtraba su tristeza desde el arbolado patío exterior, o se arras-
traba por los fríos pasillos del edificio.
Cansadamente, hizo un cálculo.
— El había entrado... justo, hacía sesenta y ocho días, al prin-
Víctor Juan Guillot
—46—
cipiar el invierno. La primavera debía estar cercana, entonces.
Allá en el fondo de su cerebro repitió lentamente la palabra,
silabeándola con pausa, sorprendido por la extraña profundi-
dad que se le revelara en su sentido: "prima-ve-ra”...
Curioso, lo que le pasaba. Nunca ese vocablo le había dicho
nada; y ahora hablaba a su imaginación, con poderosa fuerza
evocativa, de vida potente, natural, coloreada y fresca. Le pa-
reció sentir alrededor un ascenso tumultuoso de savias que se
precipitaran en un mundo de formas plásticas y sonoras,
oreado por largas ráfagas impregnadas de tónicos sabores sa-
linos.
Deseó oiría de nuevo y la murmuró quedamente, en voz tan
baja, que pasó como un suspiro por los labios pálidos y rese-
cos: primavera..., primavera...
Bien abiertos los ojos hundidos en la profundidad de las
cuencas de un rostro demacrado por la consunción, Lombardí
contemplaba el tablón luminoso; y por él, su imaginación eva-
díase de la sala, escapaba del hospital, ardiente como un potro
fugitivo, galopando por los anchos espacios que el sol doraba,
muy lejos de aquella casa sombría, muy lejos de la ciudad vi-
brante de ansiedades y dolores, por los campos dilatados en
donde había corrido su infancia y madurado su mocedad.
Se sofocaba. Abrió la boca en una profunda inspiración que
fatigó hasta el dolor sus averiados pulmones. ¡Quién pudiera
volver a respirar aquel aire rico y oloroso como un vino, car-
gado de silvestres saturaciones, que a estas horas asentaríanse
blandamente sobre los temblorosos linares y los interminables
maizales de Santa Fe!
Nervioso, cambió de posición; sentíase tan ligero como si los
enflaquecidos miembros, inflados de éter imponderable, lo
elevaran insensiblemente en el espacio.
Como una obsesión, insistía el recuerdo de la tierra nativa.
Por allá, los rastrojos estarían transformándose en praderas
cubiertas de finos pastos color verde claro, por donde canta-
rían las perdices coloradas bajo el solazo de mediodía. Aun-
que, recordando bien, no era el tiempo. No, no era el tiempo
todavía.
El llamado
—47—
Él, Lombardi, tenía que saberlo bien, porque vivió en el
campo hasta que fuera mozo. Pero el recuerdo de las cosas y
de los hechos desvanecíasele en la debilitada memoria, como
imágenes huidizas, de sustancia inconsistente y contornos im-
precisos.
Fragmentariamente, a modo de aisladas viñetas de un trunco
pasado, acudían ciertos recuerdos. Reconocíase en aquel recio
mocetón que marchaba detrás del arado, alentando con enér-
gicas voces, dilatadas sonoramente en el espacio, a la pareja
de grandes caballos que cabeceaban lanzando nubes de humo
blanquecino por los abiertos ollares. El rocío escarchado entre
las hierbas crujía bajo sus pasos y en la tierra, ablandada por
lloviznas recientes, hundíase sin esfuerzo la reja reluciente y
filosa, abriendo ancho surco que dejaba escapar el hálito cálido
y acre de sus entrañas. Las aves revoloteaban en bandada al-
rededor de su cabeza, abatiéndose con avidez sobre las amel-
gas de tierra negra y sustanciosa, para levantarse luego,
chillando en la disputa de los insectos recogidos entre los te-
rrones.
A la distancia, en las casas, alguien hacía señas con los bra-
zos. Advertíase el llamado saliendo de su boca, pero el grito
llegaba mucho más tarde, como un trozo de sonido flotante
en el aire que se asentara por fin, fatigado, a sus mismos pies.
El aire matinal, todavía frío, le friccionaba el rostro con la as-
pereza de un puñado de mostaza...
* * *
Incorporóse trabajosamente en la cama, reclinando la descar-
nada espalda contra las almohadas. Lo asaltaba una desespe-
rada y orgánica urgencia de sentir otra vez contra la cara la
ruda comezón del viento mañanero que hace retozar alegre-
mente sus ráfagas sobre los campos. Llevóse una mano hasta
el rostro y palpó la pálida piel bajo la sombra sucia de las bar-
bas aborrascadas. ¡Oh! ¡Si pudiera sentir una vez más, sólo una
vez más, la fresca caricia del viento libre sobre su mísera carne
enferma!
— ¿Y por qué no, después de todo? — arguyó en su interior
una reanimada esperanza. También podría curarse, como tan-
Víctor Juan Guillot
—48—
tos, y volver entre su gente, perdida ya de vista en sus andan-
zas, para trabajar de nuevo como antes, bajo el sol y en pleno
contacto con la naturaleza. Porque, eso sí — prometíase en fe-
bril soliloquio —, si escapaba de esa, despediríase para siem-
pre de Buenos Aires. Realmente, asombrábale ahora la
fascinación que lo atrajo irresistiblemente hasta la gran ciudad.
Le parecían tan pobres, tan despreciables, aquellas aspiracio-
nes que lo fueron alejando de lo suyo, de la tierra campesina,
para incorporarlo a la falange desesperada de los que se de-
baten en el ambiente inhóspito de la urbe populosa y egoísta.
La verdad, él había soñado con muchas cosas y acariciado
múltiples ilusiones. ¿Para qué?
La claridad disminuía insensiblemente y leve penumbra iba
atenuando la agresividad de aquella blancura aséptica que lo
rodeaba. Afuera, el sol aún estaría alto y la tarde iría cobrando
esa serenidad que anuncia la silenciosa aproximación del cre-
púsculo. A lo sumo, debajo de los árboles, la sombra haríase
más fresca y en las ramas empezaría a bullir la impaciencia de
los pájaros que se aprestan para la velada nocturna.
Siempre le habían gustado los árboles — pensaba ahora
Lombardi. No era un hombre culto pero sentía hondamente
la sugestión del paisaje arbolado, cuya serena belleza esparcía
en su sensibilidad como una callada fluencia de sutiles emo-
ciones. Cuando muchacho, placíale tenderse bajo la umbría
del ramaje frondoso, fijos los ojos en la clara bóveda del fir-
mamento, escuchando esos rumores misteriosos con que la
vida se manifiesta en el cuerpo armonioso del árbol.
Al fondo de la chacra paterna, en los linderos del cuadro de
pastoreo, había una isleta compacta de talas y chañares. En el
centro, como un jefe entre sus tropas, erguía un Jacarandá fo-
ráneo su arrogante silueta cuajada de corolas azules. Era un
refugio escondido y sombrío, sobre cuyo suelo herboso el sol,
filtrado por el follaje, estampaba innumerables arabescos de
luz. De vez en cuando, como leves burbujas de bruma, la som-
bra fugitiva de un pájaro proyectábase desde la altura. A lo
lejos, bordeando el alambrado, una fila de álamos piramidales
empinaba sus temblorosas agujas.
El llamado
—49—
Tumbado en los pastos, masticando un jugoso cogollo, él de-
jaba correr las horas, soñando en cosas extravagantes, lán-
guido el cuerpo y adormecidos los sentidos bajo la caricia tibia
y fragante de la atmósfera. Arriba, los árboles crujían suave-
mente o dejaban resbalar entre sus hojas un lento susurro con-
fidencial. Las junturas de las grandes ramas chasqueaban
como las maderas de un barco filando sobre las aguas. Era un
ruidito seco y corto como un lenguaje monosilábico: ¡chqt!,
¡chqt! Habla de hombre, cortada y perentoria. La réplica del
follaje descendía como un sedoso deslizamiento del aire a tra-
vés de finas láminas y vibrantes pecíolos: ¡flsss!, ¡flsss! ... A
veces, alargábase en una suspirada emisión, recatada e insi-
nuante, como un llamado de mujer: ¡flflzzzz!, ¡flflzzzz!
Seguramente, allá fuera, en los árboles del patio, también dia-
logaban quedamente los gruesos tallos y las vibrátiles ramas
hojosas. Los unos, revestidos de rugosas cortezas, articularían
su varonil ¡chqt!, ¡chqt! ... Las otras modulaban la indecisa res-
puesta en el tímido cuchicheo de su aérea fronda: ¡flsss!, ¡flsss!
Interrumpió de golpe sus imaginerías. Decididamente, debía
haberle subido la fiebre. Sentía pesar sobre él un ambiente ca-
liginoso y ardiente. Al mismo tiempo experimentaba la sen-
sación de que la enflaquecida piel que le cubría los huesos,
estaba hinchada y densa como una edematía. En la sala iba
anocheciendo gradualmente: ya la franja de claridad era sólo
un resplandor dorado que se dispersaba desde los vidrios.
Dejóse caer sobre la cama, ansioso de una frescura que le ne-
gaban también las ropas calientes y húmedas por los trasudo-
res de la fiebre.
Entretanto — pensó otra vez — el aire tibio correría por sobre
los campos enverdecidos y la tierra vestiría su fertilidad en las
mil formas vegetales de la vida. Correría el agua clara y elás-
tica por los arroyos lejanos, el sol poniente prendería rojizas
luces en los flancos de los cerros y la caída de la tarde iría em-
bozando en silenciosa sombra las copas solemnes de la arbo-
leda.
Urgente y desesperado, retornó de nuevo el anhelo. ¡Ver una
vez más, oler una vez más, hundirse una vez más en aquella
Víctor Juan Guillot
—50—
naturaleza silvestre de sus días infantiles! Era seguro que se
moría; pero no quería morirse sin sentir otra vez, la última,
sus manos y su cara, todo el cuerpo desnudo, frotados por la
fronda suave y fresca de un ramaje; sin llenarse los pulmones
con las profundas respiraciones del monte virgen, sin sentir
en la cabeza la húmeda unción del relente nocturno sobre las
tierras labradas. ¡Si pudiera verse libre de aquel eterno y re-
pugnante olor a formol y éter que se le adhería a las paredes
internas de la boca y las narices, saturando su carne con pre-
gustos de muerte!...
* * *
Nuevamente apareció la hermana y se acercó en silencio a la
cama. Algo raro debió advertir en el enfermo, porque volvió
a salir con prisa, no tardando en regresar acompañada del in-
terno de guardia. Hundido en ese sopor siniestro que el cre-
púsculo deja caer sobre los moribundos, atisbándolos como a
cosa desconocida y extraña, Lombardi los escuchó cambiar al-
gunas palabras en voz baja. Ante las instancias de la hermana,
el practicante se encogió de hombros, retirándose enseguida
a grandes pasos, con la expresión de quien deja tras de sí una
solución definitiva.
¿Entraba la bruma vespertina por la ventana o era que la ti-
niebla de la muerte empezaba a condensarse frente a sus ojos?
No lo sabía Lombardi; ni le interesaba. ¿Se moría? Bueno. Allá
en lo profundo de su conciencia insinuábase la vaga noción
de que alguien íbase extinguiendo. De todos modos, la cosa
era igual.
Todo el resto de su vitalidad exhausta parecía concentrarse,
como la energía de una mano desesperada en el objeto que
empuña, en el anhelado pensamiento: ver un árbol..., un árbol.
A su lado, la monja pasaba las cuentas del rosario, mientras
su boca repetía las palabras rituales de la plegaria. Era una
mujer vieja y pálida que había rezado junto a la cama de in-
numerables agonizantes.
Con los ojos bien abiertos, Lombardi miraba delante de sí; su
vista se extendía más allá de la hermana, franqueaba los
El llamado
—51—
muros de la habitación, abarcando dilatados espacios por
donde corrían espumosos regatos entre frondosas masas ve-
getales calentadas por la dorada claridad solar.
— Un árbol. . . Un árbol. . .
La hermana notó el movimiento de los labios y los humede-
ció con un trozo de algodón empapado en agua. Los labios se-
guían murmurando algo inaudible. Ella creyó necesaria una
palabra de consuelo. Tenía experiencia de esas cosas y no creía
llegado el momento supremo todavía:
—Valor, hijito; ¿necesita algo?
El hombre dejó caer los párpados en leve signo afirmativo.
— ¿Necesita algo?
Y encorvándose sobre la cama, la monja pegó su oído a la
boca del enfermo; la gran cruz de cobre del rosario reposó por
un instante sobre el pecho de Lombardi. Hizo este un esfuerzo
y musitó, en una espiración apenas perceptible:
— Un árbol. . ., un árbol. . .
La hermana se incorporó, perpleja. El delirio de la fiebre, sin
duda. Con todo, era raro.
Y lo miró otra vez, lleno de piedad su arrugado rostro de vir-
gen envejecida. En los ojos del enfermo había tal expresión de
trágica ansiedad que la conmovió hasta lo más íntimo.
Entretanto los labios se movían siempre. Ella leía claramente
las palabras en la boca descolorida. Después de todo —-se dijo
—, aquello sería un alivio para el infeliz. En el patio había tan-
tas plantas...
Arrastrando con presteza las anchas faldas, salió de la sala.
Había oscurecido completamente. Al pasar, hizo girar el inte-
rruptor de la luz.
Lombardi cerró los ojos, herido por la cruda claridad que se
les volcó encima bruscamente. Reclinada la cabeza en la almo-
hada, acentuaba sus aristas la lúgubre flacura del rostro y el
cuello. Sus labios continuaban moviéndose tenuamente. Adi-
Víctor Juan Guillot
—52—
vinábase que el último anhelo iba escapando por ellos con la
vida.
Una fragante frescura vegetal invadió súbitamente la sala,
difundiéndose en imponderables ondas que cubrieron y des-
plazaron las químicas emanaciones de farmacopea. Llevando
en los brazos una mata entera, avanzó la hermana desde la
puerta, aproximándose al lecho con gozosa diligencia. Las raí-
ces de la planta estaban todavía cargadas de húmeda tierra y
las verdes hojas agrupábanse densamente en los tallos coro-
nados de aromadas inflorecencias. A su paso, la pieza llená-
base de silvestres olores, como si alguien hubiera abierto una
gran ventana al viento errante de la floresta.
— Tome, hijito.
Con maternal ternura, como quien deja un niño pequeño en
la cuna, la hermana depositó el arbusto al costado del en-
fermo, sobre el descarnado brazo extendido a lo largo del
cuerpo. Lombardi abrió los ojos. Las frondosas ramas bañá-
banle la macilenta cara con sus jugosas lozanías de planta. As-
piró largamente, como si sorbiera toda la naturaleza. Resbaló
El llamado
—53—
una mano, torpe ya, por sobre las hojas, a manera de una an-
siosa caricia de bienvenida. Bien sabía él que habría de curar
y volver a los campos... A dormitar dulcemente bajo los árbo-
les... La reja del arado abría la tierra tierna que ofrecía sus en-
trañas a la fecunda luz solar... Allá abajo, alguien lanzaba un
llamado que flotaba en el espacio como un trozo invisible de
sonido. Una ráfaga fresca soplaba desde el monte inmediato...
De rodillas al lado de la cama, la hermana pasaba las cuentas
del rosario.
Víctor Juan Guillot
—54—
EL VADO
H
undió el acelerador a fondo y el coche “coleó” sobre
el camino lodoso, resbalando hasta el zanjón que lo
bordeaba, convertido ya en torrente. Escapó apenas
a la volcadura gracias a una desesperada maniobra del vo-
lante. El hombre se llenó la boca de maldiciones. Había per-
dido la cadena de una rueda trasera, y la cubierta, lustrada por
el desgaste, patinaba entre las huellas pantanosas. Para mejor,
el agua se venía otra vez; casi lo cegó la lumbrarada con que
una descarga eléctrica incendió fugazmente la negrura del
cielo que aplastaba sobre la tierra la pesadumbre de sus nu-
barrones. Al estampido siguió el tronar del aguacero que se
precipitó desde el oeste, haciendo resonar sus goterones como
el millón de patas de una tropa disparada bajo el látigo del
temporal.
Y hasta Maquínchao faltaban cuarenta kilómetros de mal ca-
mino, siempre que fuese franqueable el vado del arroyo. En la
balsa, claro, no había que pensar.
El hombre apretó los dientes con rabia; sus ojos avizoraban
con cuidado el camino mal alumbrado por los faros. De vez
en cuando limpiaba con la mano el parabrisas, azotado por el
chaparrón que desleía en agua limosa el barro adherido por
las salpicaduras. Conocía bastante la ruta; pero no hay baquía
que valga cuando ha llovido seis horas seguidas sobre un ca-
mino en el Río Negro y si se viaja en la noche entenebrecida
por la tormenta. El auto no daría ahora más de doce por hora
y adelantaba pesadamente, haciendo estallar los aguazales for-
mados en la huella y levantando pelotones de lodo pegajoso
a cada vuelta de las ruedas. Sobre la capota chasqueaba el
agua, derribada desde arriba como un torrente flotante. En-
traba también por las mal ajustadas cortinas y ya había for-
—55—
mado charco entre las palancas. Chapaleaban las botas en cada
movimiento de los pies.
¡Cuarenta kilómetros! Y había que llegar. Apretó más la man-
díbula. Como para estimular su energía, echó por sobre el
hombro una mirada dentro del coche. ¡Con tal de que con los
truenos no se le asustara el chiquilín! Allí estaba, sobre el
asiento trasero, como un bulto arropado en la obscuridad. Es-
cuchó, inclinando hacia atrás la cabeza. Corta y sibilante, le
llegaba la respiración a través de una garganta casi estrangu-
lada por las membranas de la difteria. ¡La difteria! Asentó con
furia toda la suela sobre el acelerador y el auto atropello,
dando resbalones en las tinieblas que azotaba el aguacero em-
pujado desde las mesetas de Pilcaniyen.
* * *
Desde la oración, Linares y la mujer estuvieron al lado de la
cama del chico. Tenía fiebre alta y se quejaba de la garganta.
Al principio, creyeron en una angina gripal y le aplicaron tó-
picos calientes, haciéndole tragar un trocito de aspirina di-
suelta en agua, para combatir la temperatura. No comió
ninguno de los dos, sobrecogidos por un presentimiento de lo
Víctor Juan Guillot
—56—
que no querían confesarse. Al cabo de unas horas, el chico pa-
reció aliviado y se durmió, tranquilo, al parecer. Linares dis-
púsose a acostarse. Había sido día de arada y estaba
reventado. Para un chacarero nuevo, algunas horas sobre el
tractor, tirando del arado por un campo plagado de raigones,
resultan una jornada dura. Parecíale no tener hueso en su sitio
ni músculo sin largos dolores. Se tiraría en la pieza vecina
sobre un catre de tijera. Si pasaba algo, que lo despertaran.
—Pero no pasaría nada —tranquilizó a la mujer—
Seguro que el chico amanecería bien. En adelante habría que
cuidarlo un poco de las humedades que traían las lluvias de
enero. Dio unas vueltas y terminó por tumbarse, cayendo ins-
tantáneamente en un sueño de plomo.
Dos horas después se despertó, sacudido por los ti roñes de
la mujer. Tardó en volver a la vigilia. Estaba soñando que ju-
gaba a las escondidas en la isla del Tigre, donde se había
criado. Lo buscaban.
— ¡Linares! . . . ¡Linares! . . .
Que lo buscasen. El siempre supo esconderse bien.
— ¡Linares! ... El nene se muere. . .
— ¿Qué? — Incorporóse de un brinco, todavía nublada la
conciencia por la modorra y medio encandilado con el res-
plandor de la lámpara.
Sollozó la mujer, desencajada ya de espanto:
—El nene... Es difteria... Se ahoga. . .
Tenía ella ya veintiséis años, pero parecía una jovencita. Bajo
los cabellos revueltos y húmedos, por la cara de rasgos pueri-
les todavía, le bajaban silenciosas lágrimas, corriéndole en las
mejillas hasta entrarle por la boca. Daba una impresión de so-
ledad y desamparo que afligía.
Rudamente vuelto a la realidad y sin decir una palabra, co-
rrió Linares hasta el dormitorio:
— ¡Si el chico se llegaba a morir!. . . . Desde un principio lo
había hostigado la obsesión de la difteria. Allí estaba, dema-
El vado
—57—
crada la fina carita por dos hondas ojeras azulencas, en cuyo
fondo brillaban los ojos febriles. Por los labios entreabiertos
brotaba el balido de una laringe que obstruían siniestras ve-
getaciones.
— ¡La gran. . .! Claro que era difteria. El chico volvió hacia el
padre sus miradas suplicantes.
—Papito. . . Duele mucho... — gangueaba la vocecita, ati-
plada todavía más por el mimo. Intentó calmarlo.
—No es nada, mi hijito. . ., no es nada. Todo va a pasar ense-
guida con un remedio que le va a dar su papito.
También a él temblábale la voz, en la contención penosa del
llanto.
Frágil, blanco, dispersa la rizosa crencha rubia sobre la frente
sudorienta, el chico gimió lastimero:
—Papito. . ., duele. . . — Y se llevó las manos a la garganta,
obscureciéndosele los labios con el azul fúnebre de la cianosis.
El grito de la mujer provocó la irritación de Linares:
—Ahora sólo falta que te desmayes vos, Isabel. Dale un
cuarto de aspirina y yo voy a sacar el auto. Me lo llevo hasta
Maquinchao. La mujer lo miró, atemorizada por la salida.
—De noche y con este tiempo — objetó sin convicción.
Linares se encogió de hombros: —No iban a estar esperando
allí hasta que el chico se. . .
No se atrevió a seguir ante la mirada desesperada de la
mujer. Intentó tranquilizarla. Conocía bien el camino; y un
poco de agua y barro no lo iba a detener. A través de los res-
quicios de la puerta entró, como respuesta, la luz de los refu-
cilos. La arboleda que rodeaba la casa gimió bajo el rudo
empellón del viento huracanado.
—Arrópalo bien; ya vuelvo.
Y salió, con la linterna eléctrica en la mano, iluminando el
sendero enladrillado que cruzaba hasta el galpón habilitado
como garage.
Víctor Juan Guillot
—58—
Entretanto, renegaba interiormente contra la idea que tuvo
de venirse al Territorio con la mujer y el chiquilín. A estas
horas estaría tranquilo en Buenos Aires. Pero él siempre fue
así, alocado y caprichudo. Se le ocurrió hacerse rico con la fru-
ticultura y allí estaba hacía seis meses, en la soledad del de-
sierto, con un tren cada tres días a la estación más cercana; una
simple parada sin vecindario ni recurso alguno. Con todo, no
le disgustaba la cosa; e Isabel se adaptaba, la pobre, a aquella
vida. Empezaban a tener esperanzas de que el sacrificio no
fuese estéril. Y ahora venía el chico- a enfermarse. Y de qué,
Señor. . .
Largó una patada a un perro, al que le dio por torear, y sacó
el coche después de colocar las cortinas. Mientras forcejeaba,
ajustando cadenas en las ruedas traseras, se le apareció silen-
ciosamente la mujer, sobresaltándole con la imprevista inter-
pelación:
—Voy con vos. . .
—No.
Era bueno de sentimientos, pero de mal carácter. Las contra-
riedades lo exasperaban, volviéndole brutal.
—Que te acompañe, entonces, el peón, por si ocurre algo en
el camino. Puede encajarse el coche.
—Lo sé sacar; voy solo.
No insistió la mujer; lo conocía. El se daba cuenta de que era
injusto, pero en alguien tenía que desahogar su rabia.
—Cuando yo arrime a la galería salí vos con el chico. Ella
asintió en silencio y volvió a la casa. Linares volcó una lata de
nafta en el tanque, se ubicó en el asiento e hizo funcionar el
motor. Después miró el cielo; estaba encapotado, pero no tro-
naba y casi ni llovía.
—El camino debe estar tremendo —pensó—. Pero no ca-
yendo más agua, el vado no se presentaría tan bravo. Sabía
que la balsa no andaba, rota la maroma desde la última tor-
menta.
Acercó el coche y la mujer salió corriendo con el pequeño
El vado
—59—
cuerpo envuelto en mantas. Lo depositó amorosamente en el
interior, como a una cosita frágil que pudiera quebrarse.
—Pobrecito mi hijito — y la ahogó un sollozo.
Con un gesto de fastidio, Linares disimuló su lástima. Exten-
dió una mano y le hizo un leve cariño en el cabello.
—No llores, pavota... De aquí unos días lo traigo bien. En el
pueblo hay suero; con un par de inyecciones queda fuera de
peligro.
Arrancó el coche. Ella volvió a la galería, alumbrando con la
linterna. Lo vio tragado por la obscuridad, dispersos sobre la
arboleda los reflejos de los faros. Después oyó el rumor de la
tranquera que se abría y cerraba.
—Mi hijito. . . Se quedó sola con su' congoja y su miedo.
* * *
Con tiempo bueno, poníase en el vado en dos horas. Ahora
hacía tres que avanzaba penosamente y no podía calcular
cuánto faltaba todavía. A la luz de los relámpagos trataba de
orientarse, pero sólo entreveía la masa lóbrega del monte, ra-
leado a veces, y el interminable jarillar. Tal vez le quedaran
veinte kilómetros aún; por lo menos quince; a esa marcha no
podía esperarse más. Con las manos bien afirmadas en la di-
rección, no quitaba ojo de la tierra que los faros iban descu-
briendo delante del "capot". A través de la cortina de agua,
luminosa como raudal de cristales, precedíalo una movible
zona de claridad sobre la tierra encharcada. De vez en cuando,
alguna lechuza aleteaba contra los faroles para perderse en se-
guida en las sombras. Hasta una liebre despavorida quedó fu-
gazmente aprisionada en la ancha franja de luz, que la recortó
en claridad como una proyección cinematográfica. Habíase
apaciguado la ventolera; pero el aguacero proseguía cayendo,
espeso e infatigable. Dijérase que había llovido eternamente y
que seguiría lloviendo por siempre jamás. Desde la agreste so-
ledad circundante llegaban hasta Linares esos solemnes ru-
mores que ascienden de la tierra desplomada bajo el manto de
agua del diluvio. No era cobarde ni supersticioso, mas llevaba
Víctor Juan Guillot
—60—
un poco encogido el corazón. Además, a sus espaldas, el chico
iba muñéndosele, tal vez.
Tronó sordamente en la lejanía y alumbró el campo la luz di-
fusa de los relámpagos disueltos en el cielo. La masa tenebrosa
de las arboledas, fantásticamente encorvadas, se aclaró un
poco, permitiéndole fijar aproximada mente la posición.
Menos de seis kilómetros; aproximábase al trecho peor: un pe-
dazo arcilloso que se convertía en pantano con unas cuantas
gotas. ¡Cómo estaría con aquella lluvia! En fin, lo que Dios qui-
siera. Sorprendióse a sí mismo con la piadosa invocación.
¡Bah!, por si acaso. . .
Chapotearon ruidosamente las ruedas, advirtiendo que en-
traban en la embalsada. El camino resolvíase en bañado que
lo cubría a todo lo ancho. Frenó un instante para recapacitar;
la parte más sólida corría por el lado izquierdo. Había que ace-
lerar orillando, aunque corriera el riesgo de volcar en el zan-
jón. ¿Y si se quedaba? Aceleró, levantando olas de agua sucia
que le azotaban los faros y el parabrisas. El coche adelantó al-
gunos metros y se inclinó peligrosamente; alerta, Linares rec-
tificó de un golpe de volante y agarró más al medio, confiando
en la ligereza del vehículo.
Pero no pasó. Bramó el motor y las llantas patinaron en el ba-
rrizal del fondo, desparramando agua por todos lados. El
coche forcejeó, tropezó un poco y se quedó parado, mientras
del radiador ascendía una nubecita de vapor blanquecino. En
el mismo momento sintió lloriquear, espantada, a la criatura.
—Papito. . ., tengo miedo — Y se le hundió la voz en un ron-
quido trágico. Era para volverse loco. Lo primero, calmar al
chico. Volvióse hacía dentro, palmeándole con cariño:
—Calladito, nene, calladito. Aquí está papá; no tenga miedo.
Y la mano se suavizaba en ternezas sobre la cabecita.
Bajó al agua, bien envuelto en el capote impermeable. El di-
luvio le repitió su canción sobre el sombrero gacho y hundié-
ronsele los pies hasta más arriba de los tobillos en la tierra
viscosa y absorbente. Por suerte, el agua no había llegado al
motor.
El vado
—61—
Empujó. En su vida puso tan desesperado aliento en un es-
fuerzo. Chorreó el sudor caliente por su cara mojada y los
músculos de los brazos y de la espalda se le hincharon en la
tensión frenética. Abiertas las piernas, trataba de hacer pie en
la superficie blanduzca que se lo tragaba. Desencajáronse las
ruedas como arrancadas de un alvéolo. Empujó de nuevo y el
coche avanzó, más liviano ahora. Redobló el esfuerzo y lo di-
rigió per la orilla, penando como un forzado bajo la ducha del
aguacero que le colaba chorros por el cuello, haciéndoselos co-
rrer sobre la piel, bajo las empapadas ropas. Ahora, sí.
Instalóse otra vez en el asiento, mojado y transido de atroz
fatiga. Descansó un instante; detrás, el chico plañía, bajito y
lamentable. ¿Cuánto tiempo llevaba de viaje? Ni ganas tuvo
de mirar el reloj. De todos modos, con saber la hora no ganaba
nada. Puso en marcha el coche otra vez; la tierra le pareció más
firme y aceleró» Un rato más y estaría en el vado»
La noche se encapotaba alrededor del rastro de luz trazado
por los fanales. Era como si la negrura se hubiese convertido
en masa sólida y pesada en torno del vehículo en marcha.
Pensó en Isabel, allá sola con su zozobra. ¿Lo supondría lle-
gado ya? El recuerdo del vado lo agitó con una ráfaga de in-
quietud. Sacudióse el pensamiento como si fuera un
moscardón.
La pendiente en descenso le advirtió la proximidad del río.
Corría este entre barrancos, hondo y obscuro. Por un instante
lo iluminó la loca esperanza de que la balsa hubiera sido re-
compuesta. Aproximó despacio el coche, sorteando los acci-
dentes del terreno, alterado también por el correr del agua
llovida. Proyectó las luces sobre el río, tajando con sus dos cu-
chillas luminosas la compacta obscuridad que lo envolvía. Ni
sombra de la balsa. El río bajaba ancho y denso, unido como
una placa de metal fundido. En otras regiones, las riadas bajan
correntosas y sonoras, precipitándose como un tropel por el
cauca desbordado sobre ambas márgenes. Allí descendía
como una ola de fluido asfalto, lenta y silenciosa. Pero es me-
nester haber intentado un cruce para conocer el potente em-
puje de aquella masa de agua que avanza con espantable
calma, sin ruidos, como una lúgubre reptación de bestia pér-
Víctor Juan Guillot
—62—
fida y sombría. Herida al sesgo por la claridad de los faros, se
hinchaba la superficie movible y metálica.
La tormenta había respirado en una pausa y se arrojaba otra
vez sobre la tierra, descargándose en profundos truenos que
repercutían roncamente por las lejanías. Los relámpagos ilu-
minaron la ribera opuesta, donde las isletas de monte se aga-
zapaban en los terrenos adyacentes ya inundados. Arreció el
agua.
—Buen momento para intentar la pasada —pensó Linares—
. ¿Y si esperase el día? Miró dentro del coche y lo sobrecogió
el apagado rumor de un sopor estertoroso. Seguro que se es-
taba muriendo. . . Sintió frío en los huesos.
Echó pie a tierra, indiferente al agua y al barro y ya febril por
la mojadura. Gritó e hizo disparos de revólver, mirando an-
siosamente al otro lado. La espera fue angustiosa, pero vana.
Ni una luz ni señal de vida. Atropellada. Observó otra vez el
río, que se arrastraba, negro y torvo como un enemigo traidor.
Por un momento se distrajo contemplando el efecto raro del
aguacero que punteaba sus flechas líquidas en las zonas acla-
radas por los faros.
El vado
—63—
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Terror: Cuentos Rojos y Negros

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  • 4. Terror. Cuentos rojos y negros, Víctor Juan Guillot © Ilustración de cubierta de Raúl Rosarivo extraída del volumen Terror. Cuentos rojos y negros, Víctor Juan Guillot, Colección Escritores Argentinos de hoy, Editorial Claridad, 1935. © Estudio crítico “Palabras previas” de Martín Ortelli y Omar Lagraña. © Diseño de tapa y contratapa: Mariano Buscaglia. © Diseño y maquetación interior: Mariano Buscaglia. Queda hecho el depósito que establece la ley 11.723. Libro de edición argen- tina. No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el al- quiler, la transmisión o la transformación de este libro, en cualquier forma o por cualquier medio, sea electrónico o mecánico, mediante fotocopias, digi- talización u otros métodos, sin el permiso previo y escrito del editor. Su in- fracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446. Guillot, Víctor Juan Terror : cuentos rojos y negros / Víctor Juan Guillot ; editado por María Isabel Banchero ; Omar Lagraña ; Martín Ortelli. - 1a ed ilustrada. - San Andrés : Ignotas, 2018. 180 p. ; 20 x 13 cm. ISBN 978-987-45935-7-3 1. Cuentos de Terror. I. Banchero, María Isabel, ed. II. Lagraña, Omar, ed. III. Ortelli, Martín, ed. IV. Título. CDD A863
  • 5. Víctor Juan Guillot TERROR CUENTOS ROJOS Y NEGROS Edición al cuidado de: Lic. María Isabel Banchero Prof. Omar Lagraña Lic. Martín Ortelli
  • 6. OBRAS DEL AUTOR: Heroísmo Civil Historias sin Importancia — (Cuentos) Cabildos coloniales El alma en el pozo — (Cuentos) La aventura del hombre — (Teatro) El Vado — (Cuentos) Paralelo 55 — (Agenda de un confinado) ILUSTRACIÓN DE LOS CUENTOS: “Terror”, por Balaoo “El llamado” por Pedro Rojas “El vado” por Gonzalez, Esteban Leonardo (alumno) “Escalera Real” por Pedro Rojas “Artículo 52” por Burgui, Francisco J. (alumno) “Bajo la tormenta” por Juan Sorazabal. “El especialista en divorcios” por Follis, Baian (alumno) “Un mensaje del más allá” por Juan Sorazabal. “El misterio de los tres suicidas”, “El detective magnífico” por Paredes, Felix (alumno) “Un bandido” por Alvarez, Lucas
  • 7. PALABRAS PREVIAS «A fines de Diciembre de 1930, lo conocí a Guillot en la casona de la calle Dr. Carlos Pellegrini [473]…» Elcio Alcides Sarli – 12-II-2013 Todo libro tiene una historia T odo libro tiene una historia detrás. Este libro no escapa a esa regla. El 20 de septiembre de 2016, docentes de la Escuela Técnica N° 1 de Concordia, por sugerencia del rector de ese momento, Héctor Andrés Rousset, fuimos a entrevistar a Elcio Alcides Sarli. Este hombre añoso, luego de batallar largos años contra el olvido y la indolencia institucio- nal o de los seres humanos, logró su objetivo: dar a conocer a Víctor Juan Guillot, el precursor de la Escuela de Artes y Ofi- cios de la Nación de Concordia. Su larga memoria de casi 100 años de vida nos permitió que descubriéramos que el concor- diense Guillot había presentado, como Diputado Nacional por la UCR Capital Federal, un proyecto de Ley el 8 de junio de 1927 para crear la Escuela de Artes y Oficios. Esta era recla- mada por la comunidad de Concordia a través de instituciones como el Centro de Comercio, Industria y Trabajo de la ciudad. Dicho proyecto tuvo su feliz término el 26 de agosto de 1929 cuando la firma del Presidente Hipólito Yrigoyen lo convertía en Ley. A partir del referido descubrimiento comienza la historia de este libro. Sorprendidos -por cierto- caímos en la cuenta que, pese a los años que estamos en la Escuela, todos los 26 de agosto festejábamos el aniversario de la institución sin saber el origen de tal fecha. Ese impacto, con cierto sabor a injusti- cia, provocó una investigación a fondo sobre todo lo referido —7—
  • 8. a Víctor Juan Guillot. Cada hora, cada día que pasaba, apare- cían nuevos hallazgos que agrandaban la imagen de Guillot y de Don Sarli, por supuesto. A mediados de diciembre del año 2016, se produjo una segunda entrevista con Don Sarli. Con placer le comentamos los descubrimientos. Nosotros, visto a la distancia del tiempo, fuimos los entrevistados por Don Sarli. El hombre experimentado escuchó atentamente, se- renamente, lo que se le decía. Como un juego de imágenes imprevisibles nos despedimos de Don Sarli sin imaginar si- quiera que sería la última vez que lo veríamos. En marzo de 2017 falleció en la soledad de su finca. La muerte admite des- pedidas en vida. Por ello la imagen de Sarli lejana, o aleján- dose de las retinas, fue un emblema. La imagen despertó los misterios de seguir investigando. La desazón humana puede convertirse en la inacción más profunda o en la herramienta que instiga a proyectar y a... los deseos de hacer justicia con la memoria de aquellos que nos han dejado cosas bellas. Una es- —8— Palabras previas
  • 9. cuela será siempre algo bello. Por eso este libro. Porque la Muerte solo puede ser superada por actos justos hacia aque- llos que ya no están. El libro está dedicado a Don Sarli y segu- ramente, Guillot así lo hubiera querido. La Historia se jacta de ser imparcial o, al menos, lo intenta. Es una tarea mayor. Porque el objeto de estudio y el sujeto que estudia son la misma cosa. Como investigadores nos volvimos parciales sobre lo que se indagaba. Ahondar sobre un hombre injustamente olvidado y que tanto tenía que ver con el lugar donde desempeñamos nuestra labor resultó un fuerte im- pacto. Los esfuerzos se volvieron tenaces y apuntalados por la Memoria. También, en parte, por el olvido. En horas insóli- tas y recónditas, intentamos reconstruir la vida de Víctor Juan Guillot. De improviso nos volvimos difusores inesperados de una persona excepcional. Acometimos un destino o un mani- fiesto. La esperanza o el fracaso estaban al desnudo en la úl- tima imagen que vimos de Don Sarli, entre las pedanías y distritos, entre matecitos suaves a la vera de los recuerdos. Hubo lágrimas. Fueron consumidas como energía. El 26 de agosto del año 2017 marcaría a fuego nuestras vidas, y Guillot se convertiría en una guía para desandar el camino de la en- señanza. Desde un tiempo atrás, habíamos comenzado a investigar sobre la situación de la Educación Técnica en la Argentina. Nuestro primer trabajo de investigación fue bastante acotado a lo siguiente: los primeros pasos de la especialidad educativa en la historia nacional hasta que la misma arribó a nuestra ciu- dad. Lo investigado se expuso en formato de conferencia con el apoyo de las TIC, en el contexto del aniversario número 87 de la escuela. Es decir, el día 26 de agosto de 2016 en la misma institución educativa. Un mes después nos topamos con Don Sarli y Guillot. Luego se comenzó la conexión con todo lo que tuviera que ver con Víctor Juan Guillot. El derrotero virtual, a través del conocido buscador Google, nos dejó boquiabiertos. Guillot había transitado la escena nacional desde principios del siglo XX como periodista, poeta, funcionario público, cuentista, crí- tico literario, dramaturgo, ensayista, confinado político y le- —9— Martín Ortelli-Omar Lagraña
  • 10. gislador. Entre tantos sitios de internet, conocimos a Mariano Buscaglia y sus Ediciones Ignotas. El señor Buscaglia editó, en el año 2016, una compilación de cuentos de Guillot. Estos fue- ron tomados de algunos de sus libros. En una segunda edición le agrega una nouvelle: El alma en el pozo. Trabada la amistad virtual con el prologuista José María Marcos, este nos sugiere el contacto con Mariano Buscaglia : « Un verdadero fanático de la obra literaria de Guillot…”. Luego de las presentaciones de rigor, el editor referido nos regala 26 ejemplares de los li- bros para la Escuela con el fin de que “los chicos conozcan a quien tanto tuviera que ver con la institución…». Las palabras de Mariano parecían copia calcada de las que nos dijera meses antes don Elcio Alcides Sarli. ¿Coincidencia? ¿O mensaje del más allá? Casi en simultáneo con la fecha que los libros llega- ban a la Escuela se produce el deceso de Don Sarli. Con los dientes apretados agitamos las flaquezas y las con- vertimos en fortalezas. Proyectamos la orgullosamente deno- minada Muestra Guillot 2017. Se urdió un Plan y comenzó una especie de búsqueda de “víctimas”…, preferentemente del Área Ciencias Sociales. Sin embargo, una presa inesperada surgió del Departamento de Literatura: María Isabel Banchero. Esta colega se destacó con sus alumnos y la apropiación de los cuentos de Guilllot. Finalizado el año éramos un Equipo de tres docentes, con un amplio apoyo institucional a través de los Directivos, colegas y cerca de 20 de entusiastas alumnos. Se realizaron charlas, conferencias y exposiciones durante todo el año 2017 y lo que va transcurriendo del presente. En Concordia, en Federación, en General Campos, los alumnos que se habían “apropiado” de los cuentos del autor concor- diense llevaban orgullosamente la Muestra Guillot Itinerante y nos dejaban pensando sobre los próximos pasos a seguir. ¡Hay tantos! Uno de ellos es este libro. La edición de los ejem- plares tendrá como fin la distribución gratuita de los libros a más de treinta establecimientos educativos de nivel medio de la ciudad de Concordia, como una forma de difundir la obra de Guillot y permitir el intercambio de experiencias entre alumnos de nuestra Escuela Técnica N° 1 con otros jóvenes. También aclaramos que la financiación del presente libro corre por nuestra cuenta y que se intentará una venta de ejemplares —10— Palabras previas
  • 11. para recuperar parte de nuestra inversión perso- nal. Víctor Juan Guillot Biografiar a Víctor Juan Guillot es una ardua tarea. Imagine el lector que ubicar la fecha verdadera de su nacimiento nos de- mandó 6 meses. Ha- llazgo importantísimo porque significó contex- tualizar mejor su vida y obra. La mayoría de la información que circulaba sobre el tema ubicaba su natalicio en 1899 o 1891, aunque todas coincidían en el año de su muerte en 1940. Nació en Concordia, Entre Ríos, el 5 de octubre de 1886. Sus padres fueron José Guillot, francés, y Casimira Roca, de pro- vincia de Buenos Aires, quienes contrajeron matrimonio en Concordia el día 19 de marzo de 1870. Según la planilla del Censo Nacional de 1895, para esa fecha, el matrimonio Guillot – Roca había tenido 13 hijos y Víctor Juan era el décimo de ellos. Para la fecha, del Censo, Doña Casimira era viuda y el futuro escritor tenía 8 años. Hay datos interesantes que se aprecian en el registro censal de la familia de Guillot: Casi- mira, casada por 25 años, tuvo 13 hijos (encontramos en los registros parroquiales de la Iglesia San Antonio Actas de bau- tismos de 12 de ellos). Es alfabetizada al igual que los cinco hijos que están con ella al momento de ser censados. Esto cobra valor porque hacia 1895 el porcentaje de alfabetos a nivel país apenas era el 50 % del total de la población. Además, Ca- —11— Martín Ortelli-Omar Lagraña
  • 12. simira, ya en el Censo de 1869 en Concordia y con 18 años, fi- gura como alfabetizada cuando el porcentaje de analfabetos alcanza el guarismo de 70 %. En otras palabras, Víctor Juan creció en un hogar de potenciales lectores. Cursó sus primeros estudios en la Escuela Mixta Superior de Concordia y luego prosiguió los mismos en el Colegio Nacional de Concepción del Uruguay. Luego continuaría sus estudios de Derecho en Buenos Aires. Contrajo matrimonio con Laura Alcira Monzón Castagno, oriunda de Paraná. Tuvieron tres hijos: Carlos Fe- derico (médico especializado en Dermatología), María Lucre- cia y Horacio Víctor. Vivieron en la ciudad de Buenos Aires. Inicialmente, es necesario mencionar que Guillot realizó va- rias actividades. Por un lado, sus estudios de abogacía le per- mitieron ejercer como profesor en los Colegios Moreno y Pueyrredón de la ciudad de Buenos Aires. Entre 1922 y 1924 se desempeñó como Secretario del Consejo Nacional de Edu- cación. Según Manuel Gálvez en su libro, Vida de Hipólito Yri- goyen (El hombre del misterio), los datos más precisos e íntimos de Hipólito Yrigoyen le fueron aportados por Guillot. Escribe Gálvez: "... Coloco en primer lugar a Víctor Juan Guillot, cuyo pri- mer libro había yo prologado. Guillot, ex empleado en la secretaría presidencial, me contó cómo hablaba y trabajaba Yrigoyen. Multitud de anécdotas. Me regaló, además, unas hojas en que había pegado otras anécdotas, publicadas por él en un periódico de Concordia". Por otro lado, su inclinación hacia las letras se puede situar cuando aún no llega a los 20 años. A principios del siglo XX trabaja como cronista y secretario de redacción del “Diario de Concordia”, dirigido por el prestigioso Damián P. Garat. En el año 1908 dirige, en Concordia, junto con Ramón Bergman la revista literaria “Entre Nous” de enero de ese año y que en di- ciembre pasa a denominarse “Ágora Bárbara”. En Catálogos de la Biblioteca América – Catálogo alfabético de autores de folletos, fi- guran libros editados por el concordiense Enrique de Mouliá (sic) y entre ellos La Pirunga (Novela romántica). Con Prólogo del Publicista Víctor Juan Guillot en el año 1912. Colabora también con las revistas América de Tucumán y Vida intelectual de Santa Fe. En su biográfico libro Paralelo 55, Guillot señala al doctor Pedro Ciarlotti, como un “…compañero mío en La Razón, —12— Palabras previas
  • 13. allá por el año 1908;…”. Su actividad periodística también la en- contramos en el diario Sarmiento de José María Ramos Mejía hacia 1910. En este diario publica con iniciales –según expone el eximio Roberto Giusti (director junto a Alfredo Bianchi de la revista Nosotros) de la siguiente manera: “[…] el señor Víc- tor Juan Guillot, de Sarmiento, al cual pido perdón por haber desci- frado sus iniciales,…”- notas literarias sobre algunos libros. Precisamente Giusti, en su Crítica y Polémica de 1911, rebate a su crítico por sus opiniones hacia su libro Nuestros Poetas Jóve- nes. Este encontronazo literario entre los jóvenes Giusti y Gui- llot no impedirá la excelente relación entre ambos. De hecho, Guillot publicará más de 10 cuentos en Nosotros entre 1912 y 1936. Hacia 1913 forma parte del primer equipo de redacción del diario Crítica de Natalio Botana. Años después es uno de los editores responsables del diario La Época, vocero oficial de la UCR y del gobierno encabezado por Hipólito Yrigoyen. Su pasión periodística nunca lo abandonará y el conocimiento real de la profesión lo llevará a presentar en la Cámara de Di- putados de la Nación su proyecto de Ley de Protección del Pe- riodista el 14 de julio de 1926 que fundamenta con palabras como estas: Por otra parte, los salarios de hambre que se pagan hoy en las categorías inferiores y aún superiores de las redacciones, el mísero «standard of life» del periodista, alejan de la prensa a muchos —13— Martín Ortelli-Omar Lagraña Víctor J. Guillot sentado en el tercer lugar a la izquierda. Foto gentileza de Patricia Celia Faure.
  • 14. hombres inteligentes, cultos y probos cuya incorporación a las acti- vidades periodísticas elevaría el nivel de nuestra prensa y mejoraría la composición del gremio. Seguidamente, presenta un proyecto de ley sobre Caja de Ju- bilaciones y Pensiones para periodistas, empleados y obreros de empresas periodísticas el 28 de septiembre de 1926. En su fun- damentación, Guillot, especifica que: “[…]Mucho debe el Estado argentino, mucho debe la grandeza nacional, como mucho deben las libertades públicas, a la labor anónima, patriótica y modesta de los trabajadores de los diarios…”. . Entre el año 1908 y 1910 se edita en Montevideo (ROU) Bo- hemia – Revista de Arte fundada, entre otros, por Ernesto He- rrera. Allí hallamos –hasta la fecha- los primeros escritos de Guillot, cuando tiene entre 22 y 24 años. Escribe como colabo- rador con 14 sonetos alejandrinos y 2 cuentos. En los escritos figura, indistintamente, que fueron elaborados en Concordia y Buenos Aires en los años indicados. Su incursión en el mundo de la poesía fue breve y sin mayor trascendencia si se compara con el nivel alcanzado como cuentista. Se pueden señalar otras facetas del Guillot escritor como las que se corresponden a los ensayos Heroísmo Civil y Cabildos Coloniales que, lamentablemente, son inhallables. El primero de ellos deviene de una conferencia desarrollada por el profe- sor Guillot con motivo de los 100 años de la Declaración de la Independencia en el Colegio Mariano Moreno de la Capital Federal. Tratábase de aquel heroísmo de los hombres del Con- greso en Tucumán en declarar la Independencia en los aciagos momentos de la Revolución. El segundo es un trabajo sobre la historia de los Cabildos, su funcionamiento y su importancia. Combinando la actividad docente, la política, el periodismo y la literatura editó los siguientes libros: Historias sin importan- cia (Cuentos -1920 -1921 Segundo Premio en el Concurso Lite- rario Municipal de Buenos Aires en 1923) – El alma en el pozo (Cuentos 1925, Primer premio del certamen indicado) – La aventura del Hombre y otras piezas irrepresentables (Teatro – 1936) – El Vado (Cuentos – sin hallar y agotado) – Terror. Cuentos Rojos y Negros (1936) – Paralelo 55 – Dietario de un confinado —14— Palabras previas
  • 15. (1936) – Hacia una política demográfica – Préstamos de nupcialidad e indemnizaciones familiares – Proyecto de Ley, Bs. As. 1939 (su estudio y fundamento). No cabe duda que la investigación sobre la vida de Víctor Juan Guillot permite inferir su pasión por la política. Le con- sagra sus mejores esfuerzos, iniciativas y convicciones. Y por la política, que transita en la Década Infame, también muere por mano propia. El suicidio del Diputado Guillot se enmarca en el escándalo por la venta de tierras de El Palomar en 1938. Otro escándalo dentro de la larga lista que recorre el período indicado. Resumidamente se puede indicar que el Estado ar- gentino pagó un sobreprecio en el valor de las mismas. Al principio, la culpabilidad recayó en la aceptación del precio inverosímil por parte de la Comisión de Presupuesto de la Cá- mara de Diputados que Guillot presidía. Al momento de re- alizarse la denuncia, en mayo de 1940, el Congreso organiza una Comisión Investigadora con senadores nacionales y a cuya frente designan al representante del socialismo, Alfredo Palacios. Con el avance de la investigación del Senado y al sur- gir supuestas responsabilidades de señores diputados, tam- bién se organiza otra Comisión investigadora en la Cámara de Diputados. Entre tantas culpabilidades consideradas, final- mente, a Guillot se lo acusa de haber recibido Títulos Públicos –emitidos para la compra de los terrenos- por un valor de 15.000 pesos a medias con el diputado radical Guillermo Ber- totto. En las investigaciones se comprueba que Guillot fue quien presentó a Bertotto al gerente del Banco Español del Río de la Plata, el señor Eduardo Grané. Se trató de una venta de Títulos que poseía Bertotto por el valor indicado y que al otro día de la entrevista, intermediada por Guillot, realizó perso- —15— Martín Ortelli-Omar Lagraña
  • 16. nalmente –ya sin la presencia de Guillot- con el gerente del banco y en la que interviene el comisionista oficial de Bolsa, Manuel Fernández Rivas. Entre las tantas ventas “irregulares” de los Títulos Públicos figuran las hechas por una mujer cuyo nombre verídico nunca se pudo comprobar: Ana Gómez. In- vestigaciones posteriores a la muerte de Guillot, por parte de algunos historiadores, establecieron una línea amorosa entre el suicida y la misteriosa mujer. En otras investigaciones surge que Guillot tenía una relación extramatrimonial con la hija de un exdiputado que en su momento había “refugiado” a Gui- llot cuando sufrió persecuciones políticas relacionadas con el golpe de 1930. Cruzando diversas fuentes se podría afirmar que, suponiendo la relación sentimental y descubierto el af- faire, tal situación tuvo muchísimo peso en la decisión final de Guillot. Cuando se analiza el Gran Cuadro del escándalo del Palomar, la incidencia de Guillot en el mismo es insignificante o menor en comparación con otros actores involucrados que percibieron grandes sumas de dinero. Y máxime que poste- riormente los acusados en su mayoría no sufrieron cárcel al- guna y, finalmente, fueron exonerados por el gobierno de Perón. Indudablemente que el escarnio público a través de la prensa, la desazón –en definitiva- de haber co- metido un error insalva- ble: “Guillot estaba muy nervioso y, por lo que dijo, yo saqué en conclusión que nunca había intervenido en un asunto sucio, que ésta era la primera vez y por eso se había pisado,...” dirá años más tarde Vicente Solano Lima, quien inte- gró la Comisión Investi- gadora de Diputados. Esto y la presión interna (Guillot sufría de insom- nio) hicieron lo necesario para que deviniera la —16— Palabras previas
  • 17. decisión final en aquella mañana del 23 de agosto de 1940. No se trata de sal- var ningún acto deshonroso –si no corresponde- en el accionar de Víctor Juan Guillot, pero es menester contex- tualizar el llamado “Escándalo de El Palomar”. El histo- riador Félix Luna escribe 3 libros bien d o c u m e n t a d o s sobre la época que vive políticamente Víctor Juan Guillot: Yrigoyen, Alvear y Ortiz. Reportaje a la Ar- gentina opulenta. Por cierto, muchísimos investigadores más han centrado su interés en el período desde, incluso, ideolo- gías análogas. Todos coinciden en el espectro de corrupción institucional que inicia el golpe militar de 1930. Además co- rresponde, a una buena investigación, leer detenidamente los informes de las dos comisiones investigadoras del Congreso que están versionadas en los Diarios de Sesiones de ambos cuerpos legislativos. Tomemos una sola cuestión –para no abrumar al lector- referida a la compra del terreno. Nadie, pero absolutamente nadie, de todos los entrevistados por las Comisiones de investigación supo o pudo explicar porque en el Presupuesto del año referido apareció un “misterioso” papel sugiriendo la compra en el paquete presupuestario. Nin- gún ministro, ningún funcionario, ni siquiera algún integrante de la Comisión de Presupuesto o, al menos, algún legislador supieron aclarar la subrepticia aparición de aquella esquela que fue la semilla de todo lo sucedido después. Una lectura entre líneas permite ver claramente aspectos de venganza o ajustes de cuentas en los entramados políticos: antipersonalis- —17— Martín Ortelli-Omar Lagraña
  • 18. tas, socialistas y conservadores contra los yrigoyenistas (Gui- llot era un conspicuo partidario de Yrigoyen); también se puede “apreciar” el vedetismo de ciertos políticos en sus for- mas, maneras y discurso. Todas las palmas se las lleva Alfredo Palacios. Todo el ambiente político está enrarecido desde el golpe de 1930 y hay corrupción como moneda corriente, pero este escándalo es la oportunidad para corregir –definitiva- mente- los males de nuestro país. La magnitud del evento co- rruptor es de tal alcance que arrastra al propio presidente Ortiz a presentar su renuncia el 22 de agosto de 1940. En sus palabras del sacrificio por hacer hay un “yo acuso”, hay tea- tralidad. Hay actores en una gran obra de teatro que respon- den la misiva presidencial en el Congreso en tono rogativo para que no renuncie. Y en tono enjundioso, salvo un solo le- gislador, rechazan la renuncia. Cae el telón y en esa pieza tea- tral irrepresentable un actor menor, un hombre cumplirá su acto final. Al otro día en calle Cangallo 2630 de la ciudad de Buenos Aires a las 10 de la mañana pondrá fin a su largo in- somnio. Guillot y su final se asemejan al El grito de Edward Munch: un alarido único en busca de paz y redención entre tanta perversión. Antes de pegarse un tiro en el corazón deja señales de nece- sitar comprensión y perdón. “Dios reciba mi alma; misericor- dia”, dejará escrito en una vieja Biblia. Y en las cartas dirigidas a su familia les asegura que “pueden vivir con la frente en alto, jamás toque un solo peso”. Aquel disparo no sólo acabó la vida de Guillot, probablemente también con su legado variado du- rante largos años. Este libro El libro Terror. Cuentos rojos y negros es el último de cuentos editado por Guillot bajo el auspicio de la Colección Claridad en 1936. En los 12 cuentos que contiene se puede comprobar a un autor maduro que mantiene cualidades que le son pro- pias y que ya fueran exhibidas en sus anteriores producciones: la originalidad, lo compacto –no olvidemos su estirpe de pe- —18— Palabras previas
  • 19. riodista- y el clímax logrado en cada relato. El autor frecuenta el terror, nos imbuye en el misterio, nos describe las aristas costumbristas de nuestra antropología nacional, nos lleva –en viaje cómodo- hacia los escenarios rurales (donde su Concor- dia cobra presencia de segura remembranza como ocurre en “Escalera real”, o en los deseos del moribundo de volver al campo de su juventud en “El llamado” antes de partir). Ade- más las imágenes logradas en su fina escritura también tienen el sabor de lo policial y de todo lo que rodea al género, como es el caso del presidio pérfido de Ushuaia que supo conocer en 1934 en carácter de visitante en su período de confinado político (1934). La variedad temática, sin embargo, no deja lugar a dudas sobre la pluma de Guillot. La presentación di- recta de la situación, la escasa pero precisa descripción del pai- saje y una estructura narrativa atenida a un “momento” de la vida como un todo. Guillot, en su prosa, transita con éxito desde lo fantástico hasta lo irónico –sin nunca abandonar el tinte misterioso- mediante narraciones ágiles con esa plástica literaria que baña de sobriedad. Tampoco le resulta inasible a su prosa lo policial –en este aspecto Román Setton, un estu- dioso del género, coloca a Guillot entre los precursores y es- pecialistas en la tarea apropiada de un autor del género en la Argentina- como podrá apreciarse en este libro. Víctor Juan Guillot, salvo pocas excepciones, ubica sus relatos en una re- alidad nativa con escenarios argentinos. Ahonda en la íntima relación que existe entre el alma de la naturaleza y la de los personajes a través de encuentros de ambas en ciertos pasajes. De los 12 cuentos del presente volumen, 7 fueron publicados en la Revista Multicolor de los Sábados, suplemento del Diario Crítica de Natalio Botana, entre septiembre de 1933 y abril de 1934. El Crítica -diario sensacionalista- rompió los moldes del periodismo argentino de la época (apareció en 1913) que du- rante aquel momento estaba comandado por La Nación, La Razón y La Prensa. De hecho el concepto de estos diarios – para los suplementos- era que "el hombre puede leer los do- mingos..." y por ello sacaban los suplementos ese día de la semana. Botana, hombre de extrema inteligencia, vastos cono- cimientos literarios y astucia, contraataca ese concepto y el su- plemento sale los sábados... Pero, además, esta Revista fue —19— Martín Ortelli-Omar Lagraña
  • 20. dirigida por Jorge Luis Borges y Ulyses Petit de Murat durante el período que salió: 12 de agosto de 1933 hasta el 6 de octubre de 1934 con 61 ediciones. Los directores se encargaban de la selección literaria, traducciones de autores extranjeros y de pu- blicar determinados ensayos. El ya citado Román Setton y María de los Ángeles Mascioto (en Cultura impresa y ficción en la Revista Multicolor de los Sábados) sostienen que Guillot ante- cede a Borges en determinadas estructuras del policial (que también roza el fantástico) que para la década del 30, en el caso argentino, el género, aún estaba diseminado y forjando su identidad propia. Citamos un solo ejemplo: “El detective mag- nífico" (20/10/1933) de Guillot, según Mascioto, podría ser un claro antecedente de Seis problemas para Isidro Parodi de Borges - Casares (1942). No nos corresponde un análisis a fondo de cada cuento. Esta introducción trata, simplemente, de contextualizar al autor con la elaboración del libro Terror. Cuentos Rojos y Negros. Gui- llot estuvo confinado junto a sus compañeros radicales en Us- huaia y otros lugares desde fines de diciembre de 1933 hasta junio de 1934. Envía sus cuentos a la Revista Multicolor de los Sábados a partir de septiembre de 1933. En diciembre de ese año comienza su Odisea de 170 días de confinado político. Esta experiencia generó su libro Paralelo 55. Dietario de un con- finado que da por finalizado el día 19 de junio de 1934. Se ex- plica, indudablemente, que por su confinamiento a partir de diciembre de 1933 y hasta su liberación solo enviara dos de sus siete cuentos a la Revista indicada. Asumimos un riesgo de interpretación o de vínculo con dos cuentos su experiencia de confinamiento: Artículo 52 y Un ban- dido. Guillot –luego de una larga meditación según su libro Paralelo 55- visitó la cárcel de Ushuaia. Entrevistó y habló con varios penados. Entre algunos con dos muy famosos en la his- toria del crimen argentino: el Petiso Orejudo y Mateo Banks (chacarero de Azul que asesinó a 8 personas). En el primer cuento es sugerente que el perverso guardián Listoich –que debe ser ejecutado por el vacilante penado N° 288- se parece bastante al malvado Teniente Adolfo Cernadas, jefe del presi- dio descripto en el libro Paralelo 55. Leemos en el segundo —20— Palabras previas
  • 21. cuento referido: “El odio es la única fortuna que capitaliza un pe- nado”. O “El presidio es un infierno, lo conozco bien. Pero el re- cuerdo es peor que el presidio hasta para un bandido como yo”. Al igual que en otros cuentos, Guillot nos deja ver en sus perso- najes humanidad y vivacidad más allá de lo que nos genera el misterio o el terror tan propios de nuestra cotidianeidad. Por último queremos agradecer a dos grandísimos escritores coterráneos: Juan Meneguín y Fernando Belottini. El primero nos abrió la clave literaria sobre la importancia de Guillot en la literatura nacional y nos presentó a Fernando, quien nos brindó todo el material disponible del distinguido concor- diense y nos apoyó infinitamente en nuestras actividades. También es nuestro deseo que las letras de Víctor Juan Guillot sean las que hospeden nuestros sentimientos en comunión con los lectores. Martín Nicolás Ortelli Omar Lagraña Mayo del 2018, Concordia —21— Martín Ortelli-Omar Lagraña
  • 22.
  • 23. TERROR A l caer la tarde, Corrales se dirigió al galpón de las he- rramientas, donde estaba el catre del viejo Cetrini. La verdad, solo como había quedado en la chacra y con el trabajo en el tractor, no se acordó ni una vez del enfermo durante las largas horas que corren desde el mediodía hasta la oración. El día fue pesado y caluroso y el crepúsculo avan- zaba cargado de nubarrones tormentosos. Hacia Colonia América, por el lado de la Pampa, asomaba la luna, hinchada y roja como un globo atado por invisible amarra a la línea del horizonte. Más arriba, un dilatado celaje sombrío parecía ace- charla. Todo hacía presumir la proximidad de un chubasco, pero Corrales tenía sus dudas; habían pasado semanas sin que una sola gota de agua cayese sobre la tierra sedienta. Los mai- zales empobrecidos amarilleaban bajo la solana y por las tar- des el viento arremolinaba altas polvaredas en los rastrojos, revistiendo hombres y vegetales de esa fina pátina terrosa que deposita la sequía sobre las campañas aridecidas. En un rincón ya oscuro y zumbante de mosquitos, Cetrini yacía asoporado por la fiebre. Ni se incorporó cuando sintió acercarse a Corrales, limitándose a contemplarlo con esas mi- radas frías y ausentes que asoman a los ojos de los enfermos. Tal vez no se había dado cuenta del abandono en que lo deja- ron durante la tarde; entre las ropas desordenadas de la cama, su cuerpo enflaquecido exhalaba ese vaho acre y repelente del sudor febril enfriado sobre las carnes. —¿Se le ofrece algo? —preguntó Corrales sin mayor cordia- lidad. Jamás tuvo simpatía por el viejo peón y ahora sentía contra él una especie de sordo rencor por la ocurrencia de venir a enfermar cuando se encontraba solo en las casas, lejos de todo recurso y abrumado de trabajo. —23—
  • 24. El otro movió negativamente la cabeza, siempre con los ojos fijos en algo, que debía otear muy adentro de sí mismo, en sus recuerdos acaso, más allá del fulgor vítreo de aquellas pupilas inexpresivas e indiferentes a todo lo que lo rodeaba. — El hombre se va nomás" —pensó Corrales; y se le ocurrió por un instante que convendría atar el sulky y allegarse hasta San Justo para que en la estancia le diesen algún remedio; pu- diera ser también que alguien se ofreciera a acompañarlo, si había que velar al enfermo. Pero la yegua estaba suelta y era un trabajo agarrarla a esa hora. A lo mejor, el otro no estaba tan grave como parecía. De todos modos, tomó la resolución de llevarlo al pueblo al día siguiente; en San Justo no le nega- rían el Ford para aquel apuro y en compañía de Venancio, el —24— Víctor Juan Guillot
  • 25. "chauffeur" de la estancia, conducirían el enfermo hasta Ville- gas, entregándolo en el hospital. Había oscurecido rápidamente. De un manotazo, Corrales se aplastó un mosquito en el cogote. Hervían en aquel rincón ca- liginoso, llenando el ambiente, pesado y húmedo, con el rumor de sus agudos zumbidos. Por suerte —pensó—, el viejo ni había de sentirlos. Encendió una lamparita de querosene, cuya luz amarillenta proyectó un círculo de claridad alrededor del camastro, ilu- minando el gran armario adosado al tabique lateral, y algo más lejos, hacia el centro de la pieza, un banco de carpintero sobre el cual quedaran olvidados una lata vacía de nafta y al- gunos zapallos de la huerta. Como el enfermo hizo un movimiento, Corrales interrogó: —¿Le molesta la luz? No debía molestarlo, porque no respondió. Ahora se había estirado en posición supina, la cara vuelta hacia arriba y los ojos fijos en el techo. Lentamente, levantó primero una mano sarmentosa y descarnada, después otra, cruzándolas por fin sobre el huesudo tórax. Por escrúpulo de conciencia, Corrales bajó la mecha de la lámpara y disminuyó la luz. Después miró el jarro de lata co- locado también sobre el cajón que servía de velador a la cabe- cera de la cama. Casi no contenía agua; lo tomó, salió al patio y acercándose al molino bombeó hasta hacer rebosar la vasija de abundante líquido fresco. Era ya de noche y el cielo descendía negro y opaco como em- papado en tinta. A la distancia ladraban perros. Salvo el ma- cilento resplandor que salía del galpón, ni un lampo clareaba aquellas sombras profundas, que parecían asentarse pesada- mente sobre la tierra. Entró otra vez Corrales, dejó el agua y salió luego, atrave- sando el patio en dirección a la cocina. Dos o tres perros se le acercaron, olisqueándole las manos como si esperasen algo. De un revés en el hocico alejó a uno y los otros no esperaron su vez. —25— Terror
  • 26. Ya en la cocina, avivó el rescoldo, echó algunos trozos de leña y calentó un guiso de fideos, sobra de la comida de las doce. Después comió con desgano, despaciosamente, sentado en un banco al lado del fogón. Fuera, más allá de la puerta, apenas distinguía —sombras escorzadas y movibles en la oscuridad —a los canes reunidos en un grupo expectante. Dominado por confuso malhumor, se puso de pie, descolgó de un gancho al- gunos trozos de carne oreada y los arrojó al montón. Ense- guida abandonó la cocina, caminando cansadamente hacia las habitaciones principales, que cerraban el patio con su masa opaca, bajo las ramas casi horizontales de los paraísos. Con un fósforo en una mano y protegiéndolo con la otra con- tra una posible ráfaga, franqueó los escalones de acceso al co- rredor, cruzó por este y penetró en el dormitorio, encendiendo la lamparita de la mesa de noche. Cerradas las ventanas para que no entrase polvo, el aire clau- surado era también cálido y bochornoso. Sin abrirlas, domi- nado por inexplicable atonía, Corrales, despojándose de la ropa, se tiró sobre la cama, revuelta aún como la dejó al levan- tarse en la mañana. Encendió un cigarrillo, apagó la luz y quedó fumando silenciosamente en la oscuridad. * * * Hacía una semana que la mujer y los dos chicos de Corrales tomaron el tren para Buenos Aires, reclamados por la familia de ella, a la cual alarmaron las noticias de la epidemia que aso- laba el campo. Corrales quedó solo con los dos peones; pero aquel día, por ser domingo, uno de ellos había salido tem- prano para el pueblo y no estaría de retorno hasta la mañana del lunes. Claro que si hubiera sospechado la gravedad del viejo, no lo dejaba marchar; mas cuando advirtió el verdadero estado del enfermo, el otro ya debía estar en Villegas. Tendido en la cama, fumaba calladamente, mirando cómo el puntito rojo del cigarro reflejábase en el espejo del lavatorio arrimado a la pared frontera. No quería confesarse el extraño desasosiego que lo intran- quilizaba; el caso era, sin embargo, que nunca había sentido —26— Víctor Juan Guillot
  • 27. aquella aguda sensación de temor que lo asaltó en las primeras sombras de la noche. ¿Nervios? Ganas tuvo de reírse a pesar de su absurda congoja. ¡Un chacarero nervioso!, era cosa de largar la carcajada. Aun cuando — reflexionaba — él, Corrales, tenía tanto de agricultor como pudo considerarse periodista, maestro de escuela o vendedor de automóviles en sus años de andanzas por la campaña de Buenos Aires y la Pampa. Seis meses atrás, aprovechando el ofrecimiento de un amigo que lo encontró sin ocupación ni medios de procurársela, se vino hasta General Villegas, instalándose en las ciento cincuenta hectáreas que el amigo había comprado cerca de la estación Laureles, sobre la línea del ferrocarril de trocha angosta. Lo decidió, más que otra cosa, la vista del lindo pabellón de ma- dera que servía de habitación al mayordomo cuando la chacra formaba parte de la estancia lindera. En la casa sobraban co- modidades para una familia y eso no era despreciable para un hombre que no sabe ya dónde acomodar la suya. Y allí estaba, luchando con la sequía y enterándose todos los días por los diarios de la baja del maíz. —Había corrido mucho —meditaba ahora Corrales, un poco apiadado de aquel pobre cuerpo suyo, traqueteado por tantos caminos, empujado siempre de pueblo en pueblo por el in- quieto afán que lo inducía a descuidar el trabajo que tenía entre manos ante la fantástica posibilidad de encontrar en otra parte alguna cosa mejor. Ni siquiera el casamiento consiguió fijar su irresistible propensión andariega; cuando la mujer tuvo el segundo hijo en la Maternidad del Rivadavia, en Bue- nos Aires, Corrales hacía de juez de paz en un distrito lejano del territorio de Santa Cruz, gracias a la protección de un an- tiguo condiscípulo aventajado en la vida por eventual favor de la política. ¡Había corrido mundo, él! "Y lo que te rondaré, morena" — pensó, no sin un dejo de íntima tristeza al recuerdo de la mujer y los chicos, fatalmente ligados a las consecuencias de los al- tibajos de su voluntad fatigada y versátil. Dejó caer el pucho ya apagado y trató de dormirse. Pero no podía conciliar el sueño, obsedido ahora por la inquietante aprensión de silenciosas presencias en la casa solitaria y som- —27— Terror
  • 28. bría. Andaban muchos "lingheras" por los campos y no era ex- traño hecho el salteamiento de alguna vivienda aislada, por dos o tres de aquellos individuos que se acercaban a pedir hos- pedaje con cara fosca y marcándoseles el bulto del grueso re- vólver bajo las ropas. Ahora recordaba que el wínchester había quedado fuera, contra un pilar de la galería, y tentado estuvo de levantarse a buscarlo. ¿Para qué? En caso que descargara la tormenta lo haría. Casi seguro, por lo demás, que la tor- menta, como tantas veces, derivaría por el cielo hacía la Pata- gonia, dejando burlada la ardiente ansiedad de la tierra. Sobresaltado, Corrales se incorporó de pronto. Patente, había oído el apagado ruido de pisadas por el corredor. Escuchó un instante y dejó caer de nuevo la cabeza sobre la almohada. Se habría adormecido y desconoció el rumor de hojas secas que el viento arrastraba quedamente. Eso debía ser, aun cuando era raro, porque no había escuchado el más leve soplo de brisa en los árboles. Al contrario, cualquiera diría que la vida estaba paralizada bajo la muda opacidad de la noche sofocante. Se revolvió en la cama, buscando un poco de frescura para sus miembros en el cambio de posición. Desde la distancia, como si atravesaran penosamente el mutismo enigmático de los campos entenebrecidos, llegaron hasta él prolongados gritos humanos. ¿Gritos a esas horas? Alguna tropa de vacunos arreada en busca de mejores pastos. Con la sequía, era ince- sante el traslado de hacienda hacia el sur; para gloria de ca- ranchos y chimangos, los caminos quedaban bordeados de reses muertas y terneros entecos que no podían seguir la mar- cha de la tropa. Con todo, aquellos clamores nocturnos lo dejaron pensativo. Allá en los Mojones, por el Montiel entrerriano, donde se había criado, la gente del campo creía supersticiosamente que ciertas noches, las almas de los hombres muertos violenta- mente, dan en vagar, quejándose, a través de las tinieblas so- litarias ¿Las ánimas? Tuvo un acceso de rabia. ¿Ahora iba a tener miedo de las ánimas? Las cosas que se le ocurren a un hombre cuando no logra pescar el sueño. Por asociación inexplicable, su pensamiento volvió al viejo Cetrini. ¿Y si se muriera esa noche? No sería la primera vez —28— Víctor Juan Guillot
  • 29. que él se viera enfrentado con la muerte; pero le infundía cierto vago pavor la idea de que un cristiano se estuviera mu- riendo ahí cerca, en la obscuridad, entre todas aquellas cosas que integraban la vulgaridad cotidiana de la existencia. ¡Es tremendo eso de morir! ¡Pensar que todo seguirá viviendo mientras uno se acaba para siempre en la eternidad del tiempo!... Dio otra vuelta en la cama y continuó arrastrado por el galope vertiginoso de sus reflexiones. Para siempre, no. El alma es inmortal — se afirmó, movilizando remotos y casi ol- vidados residuos de fe religiosa —. El alma de los muertos se aleja silenciosamente de los sitios donde el cuerpo ha vivido, para emprender el vuelo hacia otra parte... Un pensamiento le hizo correr algo frío por la espalda. Así que si el viejo Cetrini se hubiese muerto, su alma en ese instante quizá... Seca la boca, Corrales extendió el brazo para tomar el bote- llón de agua colocado sobre la mesa; pero contuvo de golpe el ademán, inmovilizado por un repentino alerta de sus nervios, tensos hasta el dolor. Ahora sí, claros y precisos, avanzaban pasos cautelosos hacia la puerta del cuarto. No lo engañaba el crujido familiar de las maderas del piso, cediendo bajo la pre- sión de un cuerpo que se desplazaba con sigilo. Latiéndole tu- multuosamente el corazón, alzó la cabeza y escuchó, clavados los ojos en el vano negro de la puerta abierta. ¿Se acercaba al- guien realmente? Crujieron otra vez las tablas, igual que si pies ligeros se deslizaran por ellas suavemente. Hubo un largo silencio colmado de misteriosas sugestiones. En el cajón de la mesita, el reloj de bolsillo hacía resonar fragorosamente el ritmo acelerado de su marcha. Corrales tuvo la impresión es- pantable de que alguien — ¿o algo, Señor? —lo acechaba tor- vamente emboscado en la sombra. Con un esfuerzo desesperado, en un movimiento que duró siglos, buscó a tien- tas la caja de fósforos y raspó uno para ver. Nada. Decidióse a bajar de la cama y se adelantó hasta la puerta, alumbrando el pasillo hasta el comedor. — Natural- mente, no podía estar nadie — pensó, un poco más seguro de sí mismo; todo había sido alucinación de sus sentidos dese- quilibrados por el insomnio. Con todo, lo impresionaba la ca- llada soledad que transfigura durante la noche el decorado —29— Terror
  • 30. familiar de las cosas que encuadran los actos del diario vivir. Como la llama le quemaba los dedos, dejó caer el cabo de la cerilla y encendió apresuradamente otra. —Era vergonzoso —se confesó mentalmente—, pero tenía miedo. Un miedo inexplicable y angustioso que se le aden- traba hasta el último repliegue de la conciencia como una to- rrencial y silenciosa fluencia de sombras en la noche solitaria. Volvió a la cama y prendió nuevamente la lámpara; trataría de leer algo para entretener la rebelde vigilia hasta tomar de sorpresa el sueño. Pero el querosene habíase agotado en el de- pósito y la llama brilló solo un instante, consumiéndose des- pués de hacer danzar en la habitación sus fantásticos pantallazos. Corrales quedó postrado, tirantes los nervios en la carne agitada por sutil rehílo, y cerrados rabiosamente los párpados como un niño amedrentado. Alguna vez amanece- ría. Debió de dormir durante algún tiempo, porque recobró de súbito la conciencia de sí mismo al trágico llamado de lasti- mero plañir. Parecía resonar al lado mismo de la ventana, del lado exterior. Aullaban los perros en el patio. Primero uno, después todos a coro, lanzaban el trágico ululato de los canes empavorecidos. Hay hombres de temple capaces de resistir la sugestión enig- mática que emana de lo ignorado en las tinieblas; son muy pocos, sin embargo, los que pueden escuchar serenamente el desgarrador lamento de un perro llorando en la obscuridad. Corrales se incorporó ansioso, sintiendo en las manos temblo- rosas el sudor frío del terror. ¿Por qué aullarían así los perros? Si hubiera entrado gente extraña, atropellarían furiosos, en vez de quejarse como lo hacían. Sin convicción y casi sin aliento, se estiró hasta la ventana, gritando algo a través de la rendija; — "¡Tigre! ¡Guardacasa! ¡Callarse, perros del diablo!" Había intentado articular con energía, pero las palabras le salieron lánguidas y apagadas de la boca. Sintió que se le es- capaba el control de sus acciones, e hizo un supremo esfuerzo para dominarse. Callados por un instante, los animales reanu- daron su lúgubre apelación. —30— Víctor Juan Guillot
  • 31. Recuerdos confusos de esas historias terroríficas que los hombres arrastran consigo desde la infancia, adormecidas en los ángulos penumbrosos de la memoria, acudieron a la me- moria de Corrales. Siempre había oído afirmar que los perros aúllan cuando ven algo que no distinguen los sentidos huma- nos. Es sabido que a la percepción de los irracionales no esca- pan las criaturas invisibles del más allá. Los perros ven a la muerte. ¿La muerte? Otra vez recordó al viejo Cetrini, aban- donado en su camastro del galpón. ¿Sería verdad, entonces, que la muerte viene por los agonizantes? En el corredor, tan cerca que el animal debía estar pegado contra la pared, ascendió de nuevo, sostenido y dramático, el aullido de un can aterrorizado. Evidentemente, los perros re- trocedían hacia la casa, buscando amparo contra algo. Le es- tremeció el pensar lo que podía ser ese algo. Con las dos manos, Corrales se apretó la cabeza; aquello era absurdo, lo- camente absurdo. Cuando muchacho le habían enseñado un procedimiento para hacer callar a los perros que lloran. A tientas, buscó sus alpargatas bajo la cama y las cruzó en el piso; era un conjuro infalible, según decían. Lo sería, porque instantáneamente se estranguló el horrendo singulto en la garganta de los animales. Enmudecieron de golpe, como si una poderosa mano invisible les hubiera ce- rrado rudamente las fauces. Estremecido, Corrales sentía ahora gravitar sobre su persona, como un negro compás im- ponderable, la pausa enorme abierta en las tinieblas. Aquel si- lencio era más pavoroso, más henchido de siniestras reticencias que el trágico concierto anterior. Desesperada- mente, anheló escuchar una voz, una sola palabra humana y amiga en aquel aislamiento que lo acosaba como una torva persecución. Una contraventana se golpeó bruscamente en alguna parte y el estrépito hizo saltar a Corrales sobre la cama. Debía ser en el cuarto de huéspedes; sin duda quedó abierta por la tarde y ahora la sacudía el primer empujón de la tempestad que ya desencadenaba sus elementos. Porque esta vez la tormenta es- —31— Terror
  • 32. taba encima. Con el estampido de un trueno cercano, rachas precursoras azotaron los árboles y aletearon como aves salva- jes contra la casa. Menos mal. De nuevo torearon los perros furiosamente en el patio y otra vez el rabioso latido se transformó en el largo ulular de un pavor irracional. Corrales oíales quejarse, tan inmediatos como si estuvieran a su lado. Adivinábalos temblando, erizado el pelo y llameantes de terror los ojos, estrecharse contra la pared como hurtándose a la proximidad de una espantable vi- sión. Entre uno y otro aullido, gemían bajito, de igual modo que si los acosara la hipnótica sugestión de alguna presencia demoníaca. Una imprevista cesura cortó de un tajo el plañidero gemir. Manos ignoradas, manos torpes y tenaces, movían queda- mente el picaporte de la puerta. Alguien pretendía entrar. Corrales no resistió más. Arrebatando los fósforos, se tiró de la cama, lanzándose fuera de la habitación. ¡Cualquier cosa era preferible a aquella espantosa espera de lo desconocido rondando en las sombras como una diabólica amenaza del misterio! Cruzó a oscuras el pasillo y su mano tocó la cerra- dura. ¡Decir que del otro lado "aquello" aguardaba emboscado en la noche! Frenético, encendió un fósforo. Rodó el trueno largamente por los cielos alucinados y los perros respondieron lanzando al aire su enloquecedora modulación. Abrió la puerta. Su mano crispada descorrió el cerrojo y tiró la hoja hacia el interior. Una racha huracanada le apagó la soflama del fósforo y pareció precipitar hacia dentro las masas tene- brosas acumuladas bajo el firmamento. Penosamente, Corrales dio un paso y se atrevió a mirar. Nada. ¿Era posible? Nada. Inútilmente sus miradas ansiosas trataron de perforar la es- pesa densidad de las tinieblas nocturnas. Callaron una vez más los perros, y Corrales sintiólos frotarse temblorosos contra sus piernas. No se veía nada. Estaba parado sobre el mismo umbral de la puerta, sujetando la hoja abierta con la mano. Nada; y, sin embargo... Se le heló la sangre en las arterias. Casi junto a su cabeza, ro- zándola con su hálito gélido, alguien suspiró largamente. Más —32— Víctor Juan Guillot
  • 33. que una respiración era el estertoroso jadeo de una laringe por donde se evade el último soplo de una existencia. Aullaron aterrados los perros y Corrales lanzó un clamor desesperado. Al lado, contra el mismo parante de la puerta, una figura altí- sima y envuelta en blancas telas, se doblaba, caía, ¡abatiéndose como tocada por el dedo invisible de la muerte! * * * Al día siguiente, cuando el peón regresó de Villegas, encon- tróse con un cuadro que lo hizo escapar medio enloquecido hacia San Justo. En el corredor, tendido junto a la puerta, es- taba el cadáver semidesnudo del viejo Cetrini, muerto hacía muchas horas tal vez. Dentro, rodeado de los perros, revolcá- base Corrales, hablando a gritos en el delirio de una fiebre bru- tal. —33— Terror
  • 34.
  • 35. CAZANDO NUTRIAS H abían salido temprano de las casas. Desde Corrien- tes soplaba el viento norte, cargado de ese polvillo rojizo que levanta en sus tierras ferruginosas para repartirlo en forma de oftalmías entre los habitantes de la cam- paña. Es el tiempo en que la gente de por allá saca las; antipa- rras que guarda desde el verano anterior, para protegerse los ojos ensangrentados por la conjuntivitis. Pesaba el bochorno bajo el cielo plomizo y cercano, a través del cual tamizábase la enceguecedora resolana de noviembre. Dilatábase el campo en amarillentos espartillares, quemados por la abrasadora seca que aridecía la tierra hasta los más lejanos confines. El aire mismo parecía sediento en aquel ambiente de horno. A la dis- tancia, acogidos al amparo precario de raleadas isletas de monte, algunos vacunos inmóviles, tendido el flaco cuello, pa- recían aguardar la llegada de la muerte. Los hombres dejaron atrás el gran plato arcilloso de un lagu- nón desecado, y avanzaron a paso lerdo, abrumados por la doble fatiga de la calígine y los bártulos cargados a cuestas. Eran dos; sucios y haraposos, enflaquecidas las caras bajo las barbas atrasadas, terrosos desde las greñudas cabezas hasta los pies calzados de reatadas alpargatas. Eran dos; alto, des- carnado, vejancón, el uno. No debía tener más de veinte años el muchachón que lo seguía, doblado el lomo bajo el peso de una gran bolsa abultada de heterogéneas cosas. Hicieron un alto para darse un resuello. Respiró profunda- mente el viejo y levantó la cabeza, escrutando largamente el campo, primero, y el cielo, después. — Tiempo de langosta — murmuró con desgano. —35—
  • 36. — A lo mejor, comienza de nuevo a pasar la voladora — res- pondió el otro. Callaron. El más joven echó al hombro el lío que porteaba y el viejo empuñó la vieja escopeta que dejara caer entre los re- secos pastos. — ¿Vamo? — invitó. — Vamo — aceptó el otro. Y reanudaron la marcha. — Las nutrias deben estar retozando en l'agüita — recordó el más joven. — Y los carpinchos — corroboró el viejo. El monte tornábase más espeso y el gramillar verdeaba ahora a la umbría del ramaje. Acercábanse al río y en la atmósfera flotaba la frescura del agua evaporada. Ante sus ojos, grupos de árboles lozanos y exuberantes anunciaban la inmediación del cauce. Reanimados, los dos hombres exigieron más al tra- sijado organismo y se pusieron sobre la barranca del Moco- retá. Allá abajo relucía el agua fresca y sombría, deslizándose lentamente entre los chañares y ceibales de la costa, poblada de obscuros helechos. La transición entre la atmósfera cal- deada del campo abierto y el aire frío del río encajonado fue tan brusca que uno de ellos tiritó como si tuviera fiebre. — Linda la fresca — habló el muchachón, al tiempo que ba- jaba con precaución el declive barrancoso. — No metas bulla, que s'espantan los bichitos — rezongó malhumorado el viejo, poniendo también con cuidado los pies en las toscas, que afloraban en la tierra como trozos fósiles de la estructura interna del planeta. Así llegaron hasta el ribazo, limpio, que descendía suave- mente en playa, para prolongarse en el agua fina y azulada hasta la cercana costa opuesta. Sentáronse en el punto en que la barranca doblábase en ángulo sobre la línea de la playa. El viejo sacó del pecho un pedazo de diario para tacos, y extrajo de los bolsillos un tarro colorado de pólvora y un mugriento pañuelo lleno de perdigones. Víctor Juan Guillot —36—
  • 37. Entretanto, el otro cavaba rápidamente una hornalla en tierra y amontonaba charamusca para el fuego. Prendió un fósforo y a poco la ondulante llama subía; de la pequeña pira, casi in- visible en la diáfana claridad del aire que lo rodeaba. Después deshizo el lío, sacó la pava, clareó un tanto el agua de la resaca que la cubría y la hundió en ella, levantándola rebosante y mo- jada para colocarla enseguida sobre el fuego. — Mientra, l´agua se va calentando — explicó quedamente. El compañero asintió con un movimiento de cabeza. En ese momento, sentado en tierra, medía un cuñete de pólvora para volcarlo cuidadosamente en el cañón de la escopeta que sos- tenía entre las piernas. Los dos obraban con calma, haciendo cada uno lo suyo, con- forme a costumbres de trabajo en común convertidas ya en in- mutables prácticas. Cargada el arma, preguntó al otro: — ¿Vos manejaj el garrote? — Como quieras — aceptó el muchachón. — Es mejor — afirmó el primero, quien hablaba como jefe — . Yo soy más seguro pa meniar chumbo. Quedaron un rato en silencio. Chasqueaban, ardiendo, las ramas medio verdes; largos rizos de humo dispersábanse en el espacio. — Sí hoy agarramo diej, hacemo tre dosena de nutria — habló, por fin, el joven. Al otro le brillaron los ojos de codicia. — Pagan bien este año la nutria. El viejo movió la cabeza descontento: — ¡Hum! ... Pagar bien, pagan bien en Güeno Saire; pero don Batista... Y se interrumpió, ceñudo. Lo imitó el otro, agregando después: — Agarrau el gringo. Cazando nutrias —37—
  • 38. Su compañero hizo un cansado gesto de indiferencia o resignación. — Así hacen plata lo jombre... Al cabo de una pausa, obedeciendo a quién sabe qué asocia- ciones mentales, o para desechar pensamientos desagradables, se volvió, interrogante, al compañero: — ¿Traiste la carne pal churrasco? — La saqué del atado — respondió el muchacho. Otra vez volvieron a su mutismo. Sentados, agachadas las cabezas sobre las rodillas, miraban, pensativos, el agua. En los árboles de enfrente se alzó agudamente el reclamo de un pá- jaro: "¡Huan chivirr! ..." "¡Huan chivirr! ..." El agua corría callada y tranquila. Cerca de la costa, al pie de los macizos de ceibo, arremansábase, casi negra y metálica, hasta quién sabe qué frías profundidades. Moscas de agua y libélulas, jugueteaban en los claros soleados, deslizándose ve- lozmente al hilo de la superficie y dejando tras de sí una leví- sima estela. A medio río, sonoro como un enorme taponazo, estalló un zambullón. — Boga — comentó el de la escopeta. — Si pescamoj una' l'asamo con papel di astrasa — comentó su compañero con glotona expresión. Callaron nuevamente. Pasó un rato. Al fin, el más viejo explayó el tema de las meditaciones que lo traían preocupado: — ¿Noj habrán campiau de l'estancia? Loj otro día m'encon- tré el mayordomo y mi amenazó con meterme plomo cuando viniéramoj a nutriar p'uaquí. . . El muchachón se encogió de hombros: — El santafecino ese trai siempre mucha prosa — replicó — . Habría que verlo en una di a pie pa saber... — No; como hombre e jombre — corrígió el viejo. Víctor Juan Guillot —38—
  • 39. — Todo somo jombre — rezongó el muchachón —. Y yo digo que si uno quiera ganarse la vida casando bicho en l'agua nu hay derecho e pribirle... El río es de todos. — Pero el campo es de l'estancia — observó el viejo —. Y si vienen. — Y si vienen — balaqueó el mocetón — tengo esto y éste. — Con una mano desenvainó el cuchillo, golpeando con la otra las cachas del gran revólver que le abultaba en la cintura. — Sería cosa fea pa nojotro — reflexionó el viejo. Inquietos, escucharon un instante. Otra vez chilló el pájaro en los árboles de la costa frontera. Por encima de sus cabezas sopló el aliento cálido del viento norte que arreaba sus ráfagas desde Corrientes. Al cabo se resolvieron. A una seña del viejo pusiéronse de pie. Con la escopeta el uno, empuñando un grueso palo el otro, orillaron cautelosamente unos ochenta o cien metros. Allí, un meandro del río curvaba la costa en una especie de abra bordeada de árboles cuyas torcidas ramas empapábanse en la corriente. Arrastráronse hasta una tosca, hundida en el agua como un gran diente roquizo, y espiaron. Primero una, después otra afloraron dos cabezas bigotudas a pocos pasos. Los ojos de los animales relucían, desconfiados entre la rojiza pelambre. — Apróntate — cuchicheó el de la escopeta. Las nutrias nadaron silenciosamente hacia la orilla. Simultá- neamente sonaron el disparo de la escopeta y el garrotazo. Cuando se aquietó el agua, dos cuerpos aparecieron flotando; a su alrededor, largos hilos rojos se desleían en el agua. El más joven tiró las alpargatas, arremangó las bombachas y se metió a la corriente que le llegaba hasta las corvas. Salió en- seguida con las dos presas. — Vamoj a desollarla mientra se le pasa el susto a laj otra — dispuso el viejo. Sin pronunciar palabra, el otro sentóse en el suelo y procedió Cazando nutrias —39—
  • 40. a la operación. De un tajo abrió un gran ojal en la parte trasera de la nutria debajo de la cola. Después tiró de los bordes de la abertura hacía atrás, ayudándose tan pronto con el cabo del cuchillo como de la hoja, hasta dar vuelta la piel como un guante, sobre el cuerpo sanguinolento del animal. Por fin, de un solo tirón, arrancó la piel de la cabeza y la arrojó al suelo como una bolsa húmeda y manchada de rojo. Después repitió el procedimiento con el segundo roedor. Entretanto, echado de boca sobre la tosca, el viejo observaba el río. — Arrimate — susurró. Reptando cuidadosamente, en la diestra el garrote, el com- pañero se colocó para operar. De nuevo, sobre la napa elástica y movible asomaban algu- nas cabezas grises que dejaban blanquear los colmillos bajo los hirsutos mostachos. Repitióse el ataque; pero en esta ocasión sólo quedó un cuerpo flotando agitadamente entre las revueltas aguas. — L'erraste el palo — gruñó el viejo. Callado, el muchacho se metió al agua y sacó el animal to- davía caliente y chorreando de la cabeza a la cola. De nuevo empuñó el cuchillo y recomenzó el desuello. Al cabo de tres horas había once pieles secándose a la som- bra. Los dos hombres esperaron largamente sin que una sola cabeza de roedor rompiese la superficie de la corriente. — Tan asustadas — comenzó el mozo — -. Ya no salen más. — Iremoj a la otr'oya — propuso el viejo —. Pero más tarde. Ahora pítamo, tomamo mate y churrasquiamo, ¿te parece? — Bueno — aceptó el compañero, poniéndose de píe —. ¿Y esto? — Lo dejamo que se oree. Y terminó de cargar su arma, atacando concienzudamente la carga con la baqueta. Víctor Juan Guillot —40—
  • 41. Después, uno y otro liaron cigarros negros y empezaron a echar humo con fruición. Estaban satisfechos. La mañana había sido buena y todavía les restaba la otra guarida de nu- trias para la tarde. El muchachón miró a la barranca. — Hast'aura — comentó jocosamente — no si hace presente el santafecino ese. . . — Más vale... — empezó el viejo, y la palabra se le cortó de pronto, en la ansiosa expectación de la escucha. — Me pareció oír... — reanudó pensativo. — Anímale que bajarán a l'agua — explicó el otro. — Tal vej, pero. . . No pudo seguir. Al filo de la barranca, recortándose nítidos contra el cielo triste y grisáceo, surgieron tres hombres. — ¡Perra! ... — rezongó, rabioso, el viejo —. El santafecino Llaga, Lima y Galarza. — No aflojés, Crisanto — alcanzó a bisbisear el moceton —. ¡Tamíén somo jombre, qué caray! Sin hablar, los otros se les vinieron encima, saltando por la barranca. Delante de todos, revólver en mano, el mayordomo de la estancia Mariano Loza, un hombrón alto, fornido y con una cara resuelta como el diablo. Los otros dos le seguían, también rascándose la cintura. Debían haber desmontado a la distancia para asegurar la sor- presa. Vociferando, el santafecino se encaró con el viejo: — No te he dicho, ¡hijo de tal!, que no quiero que vengás a nutriar al río. ¡A balazos te voy a sacar de aquí! Humilde, removiendo la tierra con la punta de la sucia al- pargata, el viejo intentó una disculpa: — Yo no hago daño a naides, don. Lo bichoj esto no son de l’estancia... Cazando nutrias —41—
  • 42. — Y a lo jombre no se loj insulta, ¡qué porra! — intervino, re- zumando soberbia, el mocetón. Como picado por una víbora, el otro se volvió, bramando: — A vos, por cogotudo, no te va a quedar cuero pa darle lugar a los lonjazos. Y cambiando el revólver a la izquierda, empuñó la ancha guacha de domar y avanzó sobre el muchachón, alzando el brazo. No pudo dar ni dos pasos. Tirando desde abajo, casi sin mover la mano, el otro le hizo fuego dos veces seguidas. El hombre cayó, escupiendo una amenaza; en el suelo tuvo coraje para incorporarse y disparar a su vez. Al mismo tiempo tiró también el viejo con la escopeta y descargaron sus armas los dos acompañantes del recién llegado. Resonaron las detona- ciones en la costa, dilatándose en el espacio cargado de elec- tricidad. Malherido y tirando el revólver ya inservible, el mocetón atropelló cuchillo en mano. Pisó sobre las pieles mo- jadas y resbaló; en tierra, uno de los otros lo remató. La escena había sido casi instantánea. De los recién llegados quedaban en pie el llamado Lima y Galarza. Este último, su- jetándose la cadera izquierda, de donde le brotaba la sangre a chorros, acribillado hasta el vientre por la descarga de muni- ción patera. En la orilla, con los pies dentro del agua, agoni- zaba el viejo con tres balazos en el cuerpo. A su lado, humeaba todavía el cigarro, cerca de la mano agitada por el temblor de la muerte. Lima se agachó sobre el mayordomo y levantóse enseguida, pálido como un difunto. Volvióse entonces a su compañero, que se iba desplomando lentamente. — Ta muerto. . . ¿Y voj, hermano? — Jo... robau pa toda la siega. Pero esos pagaron la nutriada con el cuero... Se desmayó. El otro lo miró un segundo y después agarró a trepar la barranca en busca de socorro. Quedaron los cuatro cuerpos tendidos sobre el ribazo. Al cabo de un rato, cantó un Víctor Juan Guillot —42—
  • 43. pájaro en la orilla opuesta. Silenciosamente, primero una, des- pués otra, asomaron algunas cabezas bigotudas a flor de agua. Los ojos curiosos les brillaban entre la pelambre. El río corría calladamente bajo el firmamento opaco y gris. Cazando nutrias —43—
  • 44.
  • 45. EL LLAMADO U na ancha faja de luz atravesaba oblicuamente la sala, desde la alta ventana hasta el piso, sobre cuyos lim- pios mosaicos dispersábase la claridad intrusa con la insolencia de un conquistador. El tiempo debía ser radioso allá fuera, como lo es siempre en esos finales de invierno, que sue- len lograr tibios y dorados anticipos de primavera. Adiviná- base del lado exterior de los vidrios el latido vital de una vibrante atmósfera, océano de aire que bañaría las cosas en las honduras de sus soleados abismos transparentes. Marchando suavemente, con ese andar que parece un desli- zamiento, la Hermana de Caridad acercóse a una de las dos camas que agotaban la capacidad de la pieza. Al pasar, arrojó una rápida ojeada al gráfico sujeto a los pies del lecho, en los barrotes de hierro del respaldar; con mano ligera aliñó ense- guida el desordenado embozo de la sábana, escuchó un ins- tante la respiración corta y acelerada del enfermo y se alejó de nuevo a paso cauto, empleando esa diestra dulzura de movi- mientos que parece privativa de las enfermeras. Lombardi la siguió con la mirada mortecina e indiferente de los hospitali- zados, en cuyas pupilas parece arremansarse la melancolía te- diosa de las interminables horas de vigilia solitaria. Había cerrado los ojos cuando se aproximó la hermana, para sustraerse a las convencionales palabras de aliento que su pie- dad ya rutinaria vertía indistintamente sobre los convalecien- tes y los moribundos. Lo irritaban los consuelos, después de dos meses largos de cama que habían disipado en su espíritu hasta la más ligera esperanza de curación. Durante aquel tiempo, había visto sucederse cuatro personas en el lecho co- locado paralelamente al suyo, contra la pared frontera; y solo una de ellas pudo despedirse de él, dado de alta por fin, mar- —45—
  • 46. chándose a convalecer en su casa, lejos del ambiente tétrico del hospital. A los otros los habían sacado de noche, mientras él dormía; y no ignoraba Lombardi la significación lúgubre de esas cautelosas traslacio- nes nocturnas. Ahora, la cama contigua estaba libre otra vez. — No duraría mucho tiempo así — pensó, sin- tiendo un sutil estremeci- miento de terror ante la idea de que antes de que otro viniera, la suya, qui- zás, habría quedado tam- bién vacante. Su mirada, pesada y lenta, se paseó ahora por las paredes desoladora- mente blancas y el piso oliente a líquidos desinfec- tantes; a esos mismos olo- res de formol y éter que saturaban también el aire, mezclados siempre con las emanaciones de carne macerada y dolorida que flotan en el interior de todos los hospitales. Después miró la cascada luminosa que descendía rectamente, como la dia- gonal de un rectángulo, pasando sobre su cabeza a modo de un leve puente derrumbado en uno de sus extremos. — Lindo día — se dijo mentalmente —. Lindo día, al cabo de tantas semanas en que la gris claridad de las jornadas lluviosas filtraba su tristeza desde el arbolado patío exterior, o se arras- traba por los fríos pasillos del edificio. Cansadamente, hizo un cálculo. — El había entrado... justo, hacía sesenta y ocho días, al prin- Víctor Juan Guillot —46—
  • 47. cipiar el invierno. La primavera debía estar cercana, entonces. Allá en el fondo de su cerebro repitió lentamente la palabra, silabeándola con pausa, sorprendido por la extraña profundi- dad que se le revelara en su sentido: "prima-ve-ra”... Curioso, lo que le pasaba. Nunca ese vocablo le había dicho nada; y ahora hablaba a su imaginación, con poderosa fuerza evocativa, de vida potente, natural, coloreada y fresca. Le pa- reció sentir alrededor un ascenso tumultuoso de savias que se precipitaran en un mundo de formas plásticas y sonoras, oreado por largas ráfagas impregnadas de tónicos sabores sa- linos. Deseó oiría de nuevo y la murmuró quedamente, en voz tan baja, que pasó como un suspiro por los labios pálidos y rese- cos: primavera..., primavera... Bien abiertos los ojos hundidos en la profundidad de las cuencas de un rostro demacrado por la consunción, Lombardí contemplaba el tablón luminoso; y por él, su imaginación eva- díase de la sala, escapaba del hospital, ardiente como un potro fugitivo, galopando por los anchos espacios que el sol doraba, muy lejos de aquella casa sombría, muy lejos de la ciudad vi- brante de ansiedades y dolores, por los campos dilatados en donde había corrido su infancia y madurado su mocedad. Se sofocaba. Abrió la boca en una profunda inspiración que fatigó hasta el dolor sus averiados pulmones. ¡Quién pudiera volver a respirar aquel aire rico y oloroso como un vino, car- gado de silvestres saturaciones, que a estas horas asentaríanse blandamente sobre los temblorosos linares y los interminables maizales de Santa Fe! Nervioso, cambió de posición; sentíase tan ligero como si los enflaquecidos miembros, inflados de éter imponderable, lo elevaran insensiblemente en el espacio. Como una obsesión, insistía el recuerdo de la tierra nativa. Por allá, los rastrojos estarían transformándose en praderas cubiertas de finos pastos color verde claro, por donde canta- rían las perdices coloradas bajo el solazo de mediodía. Aun- que, recordando bien, no era el tiempo. No, no era el tiempo todavía. El llamado —47—
  • 48. Él, Lombardi, tenía que saberlo bien, porque vivió en el campo hasta que fuera mozo. Pero el recuerdo de las cosas y de los hechos desvanecíasele en la debilitada memoria, como imágenes huidizas, de sustancia inconsistente y contornos im- precisos. Fragmentariamente, a modo de aisladas viñetas de un trunco pasado, acudían ciertos recuerdos. Reconocíase en aquel recio mocetón que marchaba detrás del arado, alentando con enér- gicas voces, dilatadas sonoramente en el espacio, a la pareja de grandes caballos que cabeceaban lanzando nubes de humo blanquecino por los abiertos ollares. El rocío escarchado entre las hierbas crujía bajo sus pasos y en la tierra, ablandada por lloviznas recientes, hundíase sin esfuerzo la reja reluciente y filosa, abriendo ancho surco que dejaba escapar el hálito cálido y acre de sus entrañas. Las aves revoloteaban en bandada al- rededor de su cabeza, abatiéndose con avidez sobre las amel- gas de tierra negra y sustanciosa, para levantarse luego, chillando en la disputa de los insectos recogidos entre los te- rrones. A la distancia, en las casas, alguien hacía señas con los bra- zos. Advertíase el llamado saliendo de su boca, pero el grito llegaba mucho más tarde, como un trozo de sonido flotante en el aire que se asentara por fin, fatigado, a sus mismos pies. El aire matinal, todavía frío, le friccionaba el rostro con la as- pereza de un puñado de mostaza... * * * Incorporóse trabajosamente en la cama, reclinando la descar- nada espalda contra las almohadas. Lo asaltaba una desespe- rada y orgánica urgencia de sentir otra vez contra la cara la ruda comezón del viento mañanero que hace retozar alegre- mente sus ráfagas sobre los campos. Llevóse una mano hasta el rostro y palpó la pálida piel bajo la sombra sucia de las bar- bas aborrascadas. ¡Oh! ¡Si pudiera sentir una vez más, sólo una vez más, la fresca caricia del viento libre sobre su mísera carne enferma! — ¿Y por qué no, después de todo? — arguyó en su interior una reanimada esperanza. También podría curarse, como tan- Víctor Juan Guillot —48—
  • 49. tos, y volver entre su gente, perdida ya de vista en sus andan- zas, para trabajar de nuevo como antes, bajo el sol y en pleno contacto con la naturaleza. Porque, eso sí — prometíase en fe- bril soliloquio —, si escapaba de esa, despediríase para siem- pre de Buenos Aires. Realmente, asombrábale ahora la fascinación que lo atrajo irresistiblemente hasta la gran ciudad. Le parecían tan pobres, tan despreciables, aquellas aspiracio- nes que lo fueron alejando de lo suyo, de la tierra campesina, para incorporarlo a la falange desesperada de los que se de- baten en el ambiente inhóspito de la urbe populosa y egoísta. La verdad, él había soñado con muchas cosas y acariciado múltiples ilusiones. ¿Para qué? La claridad disminuía insensiblemente y leve penumbra iba atenuando la agresividad de aquella blancura aséptica que lo rodeaba. Afuera, el sol aún estaría alto y la tarde iría cobrando esa serenidad que anuncia la silenciosa aproximación del cre- púsculo. A lo sumo, debajo de los árboles, la sombra haríase más fresca y en las ramas empezaría a bullir la impaciencia de los pájaros que se aprestan para la velada nocturna. Siempre le habían gustado los árboles — pensaba ahora Lombardi. No era un hombre culto pero sentía hondamente la sugestión del paisaje arbolado, cuya serena belleza esparcía en su sensibilidad como una callada fluencia de sutiles emo- ciones. Cuando muchacho, placíale tenderse bajo la umbría del ramaje frondoso, fijos los ojos en la clara bóveda del fir- mamento, escuchando esos rumores misteriosos con que la vida se manifiesta en el cuerpo armonioso del árbol. Al fondo de la chacra paterna, en los linderos del cuadro de pastoreo, había una isleta compacta de talas y chañares. En el centro, como un jefe entre sus tropas, erguía un Jacarandá fo- ráneo su arrogante silueta cuajada de corolas azules. Era un refugio escondido y sombrío, sobre cuyo suelo herboso el sol, filtrado por el follaje, estampaba innumerables arabescos de luz. De vez en cuando, como leves burbujas de bruma, la som- bra fugitiva de un pájaro proyectábase desde la altura. A lo lejos, bordeando el alambrado, una fila de álamos piramidales empinaba sus temblorosas agujas. El llamado —49—
  • 50. Tumbado en los pastos, masticando un jugoso cogollo, él de- jaba correr las horas, soñando en cosas extravagantes, lán- guido el cuerpo y adormecidos los sentidos bajo la caricia tibia y fragante de la atmósfera. Arriba, los árboles crujían suave- mente o dejaban resbalar entre sus hojas un lento susurro con- fidencial. Las junturas de las grandes ramas chasqueaban como las maderas de un barco filando sobre las aguas. Era un ruidito seco y corto como un lenguaje monosilábico: ¡chqt!, ¡chqt! Habla de hombre, cortada y perentoria. La réplica del follaje descendía como un sedoso deslizamiento del aire a tra- vés de finas láminas y vibrantes pecíolos: ¡flsss!, ¡flsss! ... A veces, alargábase en una suspirada emisión, recatada e insi- nuante, como un llamado de mujer: ¡flflzzzz!, ¡flflzzzz! Seguramente, allá fuera, en los árboles del patio, también dia- logaban quedamente los gruesos tallos y las vibrátiles ramas hojosas. Los unos, revestidos de rugosas cortezas, articularían su varonil ¡chqt!, ¡chqt! ... Las otras modulaban la indecisa res- puesta en el tímido cuchicheo de su aérea fronda: ¡flsss!, ¡flsss! Interrumpió de golpe sus imaginerías. Decididamente, debía haberle subido la fiebre. Sentía pesar sobre él un ambiente ca- liginoso y ardiente. Al mismo tiempo experimentaba la sen- sación de que la enflaquecida piel que le cubría los huesos, estaba hinchada y densa como una edematía. En la sala iba anocheciendo gradualmente: ya la franja de claridad era sólo un resplandor dorado que se dispersaba desde los vidrios. Dejóse caer sobre la cama, ansioso de una frescura que le ne- gaban también las ropas calientes y húmedas por los trasudo- res de la fiebre. Entretanto — pensó otra vez — el aire tibio correría por sobre los campos enverdecidos y la tierra vestiría su fertilidad en las mil formas vegetales de la vida. Correría el agua clara y elás- tica por los arroyos lejanos, el sol poniente prendería rojizas luces en los flancos de los cerros y la caída de la tarde iría em- bozando en silenciosa sombra las copas solemnes de la arbo- leda. Urgente y desesperado, retornó de nuevo el anhelo. ¡Ver una vez más, oler una vez más, hundirse una vez más en aquella Víctor Juan Guillot —50—
  • 51. naturaleza silvestre de sus días infantiles! Era seguro que se moría; pero no quería morirse sin sentir otra vez, la última, sus manos y su cara, todo el cuerpo desnudo, frotados por la fronda suave y fresca de un ramaje; sin llenarse los pulmones con las profundas respiraciones del monte virgen, sin sentir en la cabeza la húmeda unción del relente nocturno sobre las tierras labradas. ¡Si pudiera verse libre de aquel eterno y re- pugnante olor a formol y éter que se le adhería a las paredes internas de la boca y las narices, saturando su carne con pre- gustos de muerte!... * * * Nuevamente apareció la hermana y se acercó en silencio a la cama. Algo raro debió advertir en el enfermo, porque volvió a salir con prisa, no tardando en regresar acompañada del in- terno de guardia. Hundido en ese sopor siniestro que el cre- púsculo deja caer sobre los moribundos, atisbándolos como a cosa desconocida y extraña, Lombardi los escuchó cambiar al- gunas palabras en voz baja. Ante las instancias de la hermana, el practicante se encogió de hombros, retirándose enseguida a grandes pasos, con la expresión de quien deja tras de sí una solución definitiva. ¿Entraba la bruma vespertina por la ventana o era que la ti- niebla de la muerte empezaba a condensarse frente a sus ojos? No lo sabía Lombardi; ni le interesaba. ¿Se moría? Bueno. Allá en lo profundo de su conciencia insinuábase la vaga noción de que alguien íbase extinguiendo. De todos modos, la cosa era igual. Todo el resto de su vitalidad exhausta parecía concentrarse, como la energía de una mano desesperada en el objeto que empuña, en el anhelado pensamiento: ver un árbol..., un árbol. A su lado, la monja pasaba las cuentas del rosario, mientras su boca repetía las palabras rituales de la plegaria. Era una mujer vieja y pálida que había rezado junto a la cama de in- numerables agonizantes. Con los ojos bien abiertos, Lombardi miraba delante de sí; su vista se extendía más allá de la hermana, franqueaba los El llamado —51—
  • 52. muros de la habitación, abarcando dilatados espacios por donde corrían espumosos regatos entre frondosas masas ve- getales calentadas por la dorada claridad solar. — Un árbol. . . Un árbol. . . La hermana notó el movimiento de los labios y los humede- ció con un trozo de algodón empapado en agua. Los labios se- guían murmurando algo inaudible. Ella creyó necesaria una palabra de consuelo. Tenía experiencia de esas cosas y no creía llegado el momento supremo todavía: —Valor, hijito; ¿necesita algo? El hombre dejó caer los párpados en leve signo afirmativo. — ¿Necesita algo? Y encorvándose sobre la cama, la monja pegó su oído a la boca del enfermo; la gran cruz de cobre del rosario reposó por un instante sobre el pecho de Lombardi. Hizo este un esfuerzo y musitó, en una espiración apenas perceptible: — Un árbol. . ., un árbol. . . La hermana se incorporó, perpleja. El delirio de la fiebre, sin duda. Con todo, era raro. Y lo miró otra vez, lleno de piedad su arrugado rostro de vir- gen envejecida. En los ojos del enfermo había tal expresión de trágica ansiedad que la conmovió hasta lo más íntimo. Entretanto los labios se movían siempre. Ella leía claramente las palabras en la boca descolorida. Después de todo —-se dijo —, aquello sería un alivio para el infeliz. En el patio había tan- tas plantas... Arrastrando con presteza las anchas faldas, salió de la sala. Había oscurecido completamente. Al pasar, hizo girar el inte- rruptor de la luz. Lombardi cerró los ojos, herido por la cruda claridad que se les volcó encima bruscamente. Reclinada la cabeza en la almo- hada, acentuaba sus aristas la lúgubre flacura del rostro y el cuello. Sus labios continuaban moviéndose tenuamente. Adi- Víctor Juan Guillot —52—
  • 53. vinábase que el último anhelo iba escapando por ellos con la vida. Una fragante frescura vegetal invadió súbitamente la sala, difundiéndose en imponderables ondas que cubrieron y des- plazaron las químicas emanaciones de farmacopea. Llevando en los brazos una mata entera, avanzó la hermana desde la puerta, aproximándose al lecho con gozosa diligencia. Las raí- ces de la planta estaban todavía cargadas de húmeda tierra y las verdes hojas agrupábanse densamente en los tallos coro- nados de aromadas inflorecencias. A su paso, la pieza llená- base de silvestres olores, como si alguien hubiera abierto una gran ventana al viento errante de la floresta. — Tome, hijito. Con maternal ternura, como quien deja un niño pequeño en la cuna, la hermana depositó el arbusto al costado del en- fermo, sobre el descarnado brazo extendido a lo largo del cuerpo. Lombardi abrió los ojos. Las frondosas ramas bañá- banle la macilenta cara con sus jugosas lozanías de planta. As- piró largamente, como si sorbiera toda la naturaleza. Resbaló El llamado —53—
  • 54. una mano, torpe ya, por sobre las hojas, a manera de una an- siosa caricia de bienvenida. Bien sabía él que habría de curar y volver a los campos... A dormitar dulcemente bajo los árbo- les... La reja del arado abría la tierra tierna que ofrecía sus en- trañas a la fecunda luz solar... Allá abajo, alguien lanzaba un llamado que flotaba en el espacio como un trozo invisible de sonido. Una ráfaga fresca soplaba desde el monte inmediato... De rodillas al lado de la cama, la hermana pasaba las cuentas del rosario. Víctor Juan Guillot —54—
  • 55. EL VADO H undió el acelerador a fondo y el coche “coleó” sobre el camino lodoso, resbalando hasta el zanjón que lo bordeaba, convertido ya en torrente. Escapó apenas a la volcadura gracias a una desesperada maniobra del vo- lante. El hombre se llenó la boca de maldiciones. Había per- dido la cadena de una rueda trasera, y la cubierta, lustrada por el desgaste, patinaba entre las huellas pantanosas. Para mejor, el agua se venía otra vez; casi lo cegó la lumbrarada con que una descarga eléctrica incendió fugazmente la negrura del cielo que aplastaba sobre la tierra la pesadumbre de sus nu- barrones. Al estampido siguió el tronar del aguacero que se precipitó desde el oeste, haciendo resonar sus goterones como el millón de patas de una tropa disparada bajo el látigo del temporal. Y hasta Maquínchao faltaban cuarenta kilómetros de mal ca- mino, siempre que fuese franqueable el vado del arroyo. En la balsa, claro, no había que pensar. El hombre apretó los dientes con rabia; sus ojos avizoraban con cuidado el camino mal alumbrado por los faros. De vez en cuando limpiaba con la mano el parabrisas, azotado por el chaparrón que desleía en agua limosa el barro adherido por las salpicaduras. Conocía bastante la ruta; pero no hay baquía que valga cuando ha llovido seis horas seguidas sobre un ca- mino en el Río Negro y si se viaja en la noche entenebrecida por la tormenta. El auto no daría ahora más de doce por hora y adelantaba pesadamente, haciendo estallar los aguazales for- mados en la huella y levantando pelotones de lodo pegajoso a cada vuelta de las ruedas. Sobre la capota chasqueaba el agua, derribada desde arriba como un torrente flotante. En- traba también por las mal ajustadas cortinas y ya había for- —55—
  • 56. mado charco entre las palancas. Chapaleaban las botas en cada movimiento de los pies. ¡Cuarenta kilómetros! Y había que llegar. Apretó más la man- díbula. Como para estimular su energía, echó por sobre el hombro una mirada dentro del coche. ¡Con tal de que con los truenos no se le asustara el chiquilín! Allí estaba, sobre el asiento trasero, como un bulto arropado en la obscuridad. Es- cuchó, inclinando hacia atrás la cabeza. Corta y sibilante, le llegaba la respiración a través de una garganta casi estrangu- lada por las membranas de la difteria. ¡La difteria! Asentó con furia toda la suela sobre el acelerador y el auto atropello, dando resbalones en las tinieblas que azotaba el aguacero em- pujado desde las mesetas de Pilcaniyen. * * * Desde la oración, Linares y la mujer estuvieron al lado de la cama del chico. Tenía fiebre alta y se quejaba de la garganta. Al principio, creyeron en una angina gripal y le aplicaron tó- picos calientes, haciéndole tragar un trocito de aspirina di- suelta en agua, para combatir la temperatura. No comió ninguno de los dos, sobrecogidos por un presentimiento de lo Víctor Juan Guillot —56—
  • 57. que no querían confesarse. Al cabo de unas horas, el chico pa- reció aliviado y se durmió, tranquilo, al parecer. Linares dis- púsose a acostarse. Había sido día de arada y estaba reventado. Para un chacarero nuevo, algunas horas sobre el tractor, tirando del arado por un campo plagado de raigones, resultan una jornada dura. Parecíale no tener hueso en su sitio ni músculo sin largos dolores. Se tiraría en la pieza vecina sobre un catre de tijera. Si pasaba algo, que lo despertaran. —Pero no pasaría nada —tranquilizó a la mujer— Seguro que el chico amanecería bien. En adelante habría que cuidarlo un poco de las humedades que traían las lluvias de enero. Dio unas vueltas y terminó por tumbarse, cayendo ins- tantáneamente en un sueño de plomo. Dos horas después se despertó, sacudido por los ti roñes de la mujer. Tardó en volver a la vigilia. Estaba soñando que ju- gaba a las escondidas en la isla del Tigre, donde se había criado. Lo buscaban. — ¡Linares! . . . ¡Linares! . . . Que lo buscasen. El siempre supo esconderse bien. — ¡Linares! ... El nene se muere. . . — ¿Qué? — Incorporóse de un brinco, todavía nublada la conciencia por la modorra y medio encandilado con el res- plandor de la lámpara. Sollozó la mujer, desencajada ya de espanto: —El nene... Es difteria... Se ahoga. . . Tenía ella ya veintiséis años, pero parecía una jovencita. Bajo los cabellos revueltos y húmedos, por la cara de rasgos pueri- les todavía, le bajaban silenciosas lágrimas, corriéndole en las mejillas hasta entrarle por la boca. Daba una impresión de so- ledad y desamparo que afligía. Rudamente vuelto a la realidad y sin decir una palabra, co- rrió Linares hasta el dormitorio: — ¡Si el chico se llegaba a morir!. . . . Desde un principio lo había hostigado la obsesión de la difteria. Allí estaba, dema- El vado —57—
  • 58. crada la fina carita por dos hondas ojeras azulencas, en cuyo fondo brillaban los ojos febriles. Por los labios entreabiertos brotaba el balido de una laringe que obstruían siniestras ve- getaciones. — ¡La gran. . .! Claro que era difteria. El chico volvió hacia el padre sus miradas suplicantes. —Papito. . . Duele mucho... — gangueaba la vocecita, ati- plada todavía más por el mimo. Intentó calmarlo. —No es nada, mi hijito. . ., no es nada. Todo va a pasar ense- guida con un remedio que le va a dar su papito. También a él temblábale la voz, en la contención penosa del llanto. Frágil, blanco, dispersa la rizosa crencha rubia sobre la frente sudorienta, el chico gimió lastimero: —Papito. . ., duele. . . — Y se llevó las manos a la garganta, obscureciéndosele los labios con el azul fúnebre de la cianosis. El grito de la mujer provocó la irritación de Linares: —Ahora sólo falta que te desmayes vos, Isabel. Dale un cuarto de aspirina y yo voy a sacar el auto. Me lo llevo hasta Maquinchao. La mujer lo miró, atemorizada por la salida. —De noche y con este tiempo — objetó sin convicción. Linares se encogió de hombros: —No iban a estar esperando allí hasta que el chico se. . . No se atrevió a seguir ante la mirada desesperada de la mujer. Intentó tranquilizarla. Conocía bien el camino; y un poco de agua y barro no lo iba a detener. A través de los res- quicios de la puerta entró, como respuesta, la luz de los refu- cilos. La arboleda que rodeaba la casa gimió bajo el rudo empellón del viento huracanado. —Arrópalo bien; ya vuelvo. Y salió, con la linterna eléctrica en la mano, iluminando el sendero enladrillado que cruzaba hasta el galpón habilitado como garage. Víctor Juan Guillot —58—
  • 59. Entretanto, renegaba interiormente contra la idea que tuvo de venirse al Territorio con la mujer y el chiquilín. A estas horas estaría tranquilo en Buenos Aires. Pero él siempre fue así, alocado y caprichudo. Se le ocurrió hacerse rico con la fru- ticultura y allí estaba hacía seis meses, en la soledad del de- sierto, con un tren cada tres días a la estación más cercana; una simple parada sin vecindario ni recurso alguno. Con todo, no le disgustaba la cosa; e Isabel se adaptaba, la pobre, a aquella vida. Empezaban a tener esperanzas de que el sacrificio no fuese estéril. Y ahora venía el chico- a enfermarse. Y de qué, Señor. . . Largó una patada a un perro, al que le dio por torear, y sacó el coche después de colocar las cortinas. Mientras forcejeaba, ajustando cadenas en las ruedas traseras, se le apareció silen- ciosamente la mujer, sobresaltándole con la imprevista inter- pelación: —Voy con vos. . . —No. Era bueno de sentimientos, pero de mal carácter. Las contra- riedades lo exasperaban, volviéndole brutal. —Que te acompañe, entonces, el peón, por si ocurre algo en el camino. Puede encajarse el coche. —Lo sé sacar; voy solo. No insistió la mujer; lo conocía. El se daba cuenta de que era injusto, pero en alguien tenía que desahogar su rabia. —Cuando yo arrime a la galería salí vos con el chico. Ella asintió en silencio y volvió a la casa. Linares volcó una lata de nafta en el tanque, se ubicó en el asiento e hizo funcionar el motor. Después miró el cielo; estaba encapotado, pero no tro- naba y casi ni llovía. —El camino debe estar tremendo —pensó—. Pero no ca- yendo más agua, el vado no se presentaría tan bravo. Sabía que la balsa no andaba, rota la maroma desde la última tor- menta. Acercó el coche y la mujer salió corriendo con el pequeño El vado —59—
  • 60. cuerpo envuelto en mantas. Lo depositó amorosamente en el interior, como a una cosita frágil que pudiera quebrarse. —Pobrecito mi hijito — y la ahogó un sollozo. Con un gesto de fastidio, Linares disimuló su lástima. Exten- dió una mano y le hizo un leve cariño en el cabello. —No llores, pavota... De aquí unos días lo traigo bien. En el pueblo hay suero; con un par de inyecciones queda fuera de peligro. Arrancó el coche. Ella volvió a la galería, alumbrando con la linterna. Lo vio tragado por la obscuridad, dispersos sobre la arboleda los reflejos de los faros. Después oyó el rumor de la tranquera que se abría y cerraba. —Mi hijito. . . Se quedó sola con su' congoja y su miedo. * * * Con tiempo bueno, poníase en el vado en dos horas. Ahora hacía tres que avanzaba penosamente y no podía calcular cuánto faltaba todavía. A la luz de los relámpagos trataba de orientarse, pero sólo entreveía la masa lóbrega del monte, ra- leado a veces, y el interminable jarillar. Tal vez le quedaran veinte kilómetros aún; por lo menos quince; a esa marcha no podía esperarse más. Con las manos bien afirmadas en la di- rección, no quitaba ojo de la tierra que los faros iban descu- briendo delante del "capot". A través de la cortina de agua, luminosa como raudal de cristales, precedíalo una movible zona de claridad sobre la tierra encharcada. De vez en cuando, alguna lechuza aleteaba contra los faroles para perderse en se- guida en las sombras. Hasta una liebre despavorida quedó fu- gazmente aprisionada en la ancha franja de luz, que la recortó en claridad como una proyección cinematográfica. Habíase apaciguado la ventolera; pero el aguacero proseguía cayendo, espeso e infatigable. Dijérase que había llovido eternamente y que seguiría lloviendo por siempre jamás. Desde la agreste so- ledad circundante llegaban hasta Linares esos solemnes ru- mores que ascienden de la tierra desplomada bajo el manto de agua del diluvio. No era cobarde ni supersticioso, mas llevaba Víctor Juan Guillot —60—
  • 61. un poco encogido el corazón. Además, a sus espaldas, el chico iba muñéndosele, tal vez. Tronó sordamente en la lejanía y alumbró el campo la luz di- fusa de los relámpagos disueltos en el cielo. La masa tenebrosa de las arboledas, fantásticamente encorvadas, se aclaró un poco, permitiéndole fijar aproximada mente la posición. Menos de seis kilómetros; aproximábase al trecho peor: un pe- dazo arcilloso que se convertía en pantano con unas cuantas gotas. ¡Cómo estaría con aquella lluvia! En fin, lo que Dios qui- siera. Sorprendióse a sí mismo con la piadosa invocación. ¡Bah!, por si acaso. . . Chapotearon ruidosamente las ruedas, advirtiendo que en- traban en la embalsada. El camino resolvíase en bañado que lo cubría a todo lo ancho. Frenó un instante para recapacitar; la parte más sólida corría por el lado izquierdo. Había que ace- lerar orillando, aunque corriera el riesgo de volcar en el zan- jón. ¿Y si se quedaba? Aceleró, levantando olas de agua sucia que le azotaban los faros y el parabrisas. El coche adelantó al- gunos metros y se inclinó peligrosamente; alerta, Linares rec- tificó de un golpe de volante y agarró más al medio, confiando en la ligereza del vehículo. Pero no pasó. Bramó el motor y las llantas patinaron en el ba- rrizal del fondo, desparramando agua por todos lados. El coche forcejeó, tropezó un poco y se quedó parado, mientras del radiador ascendía una nubecita de vapor blanquecino. En el mismo momento sintió lloriquear, espantada, a la criatura. —Papito. . ., tengo miedo — Y se le hundió la voz en un ron- quido trágico. Era para volverse loco. Lo primero, calmar al chico. Volvióse hacía dentro, palmeándole con cariño: —Calladito, nene, calladito. Aquí está papá; no tenga miedo. Y la mano se suavizaba en ternezas sobre la cabecita. Bajó al agua, bien envuelto en el capote impermeable. El di- luvio le repitió su canción sobre el sombrero gacho y hundié- ronsele los pies hasta más arriba de los tobillos en la tierra viscosa y absorbente. Por suerte, el agua no había llegado al motor. El vado —61—
  • 62. Empujó. En su vida puso tan desesperado aliento en un es- fuerzo. Chorreó el sudor caliente por su cara mojada y los músculos de los brazos y de la espalda se le hincharon en la tensión frenética. Abiertas las piernas, trataba de hacer pie en la superficie blanduzca que se lo tragaba. Desencajáronse las ruedas como arrancadas de un alvéolo. Empujó de nuevo y el coche avanzó, más liviano ahora. Redobló el esfuerzo y lo di- rigió per la orilla, penando como un forzado bajo la ducha del aguacero que le colaba chorros por el cuello, haciéndoselos co- rrer sobre la piel, bajo las empapadas ropas. Ahora, sí. Instalóse otra vez en el asiento, mojado y transido de atroz fatiga. Descansó un instante; detrás, el chico plañía, bajito y lamentable. ¿Cuánto tiempo llevaba de viaje? Ni ganas tuvo de mirar el reloj. De todos modos, con saber la hora no ganaba nada. Puso en marcha el coche otra vez; la tierra le pareció más firme y aceleró» Un rato más y estaría en el vado» La noche se encapotaba alrededor del rastro de luz trazado por los fanales. Era como si la negrura se hubiese convertido en masa sólida y pesada en torno del vehículo en marcha. Pensó en Isabel, allá sola con su zozobra. ¿Lo supondría lle- gado ya? El recuerdo del vado lo agitó con una ráfaga de in- quietud. Sacudióse el pensamiento como si fuera un moscardón. La pendiente en descenso le advirtió la proximidad del río. Corría este entre barrancos, hondo y obscuro. Por un instante lo iluminó la loca esperanza de que la balsa hubiera sido re- compuesta. Aproximó despacio el coche, sorteando los acci- dentes del terreno, alterado también por el correr del agua llovida. Proyectó las luces sobre el río, tajando con sus dos cu- chillas luminosas la compacta obscuridad que lo envolvía. Ni sombra de la balsa. El río bajaba ancho y denso, unido como una placa de metal fundido. En otras regiones, las riadas bajan correntosas y sonoras, precipitándose como un tropel por el cauca desbordado sobre ambas márgenes. Allí descendía como una ola de fluido asfalto, lenta y silenciosa. Pero es me- nester haber intentado un cruce para conocer el potente em- puje de aquella masa de agua que avanza con espantable calma, sin ruidos, como una lúgubre reptación de bestia pér- Víctor Juan Guillot —62—
  • 63. fida y sombría. Herida al sesgo por la claridad de los faros, se hinchaba la superficie movible y metálica. La tormenta había respirado en una pausa y se arrojaba otra vez sobre la tierra, descargándose en profundos truenos que repercutían roncamente por las lejanías. Los relámpagos ilu- minaron la ribera opuesta, donde las isletas de monte se aga- zapaban en los terrenos adyacentes ya inundados. Arreció el agua. —Buen momento para intentar la pasada —pensó Linares— . ¿Y si esperase el día? Miró dentro del coche y lo sobrecogió el apagado rumor de un sopor estertoroso. Seguro que se es- taba muriendo. . . Sintió frío en los huesos. Echó pie a tierra, indiferente al agua y al barro y ya febril por la mojadura. Gritó e hizo disparos de revólver, mirando an- siosamente al otro lado. La espera fue angustiosa, pero vana. Ni una luz ni señal de vida. Atropellada. Observó otra vez el río, que se arrastraba, negro y torvo como un enemigo traidor. Por un momento se distrajo contemplando el efecto raro del aguacero que punteaba sus flechas líquidas en las zonas acla- radas por los faros. El vado —63—