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El “todo vale” de la atención a la diversidad,
por Luis Ibáñez Luque
“Permitís que se eduque tan deficientemente a los niños y
que sus costumbres se corrompan desde pequeños, pero después
los condenáis, al llegar a hombres, por faltas que en su niñez ya
eran previsibles. ¿Qué otra cosa es esto más que hacerles
ladrones y condenarlos después? [texto de 1516]” (Moro,
1994,18)
En relación con los principios de democracia y justicia social, se hace indispensable analizar
cómo se atiende a la diversidad. Desde la perspectiva de que todas las personas somos diferentes, y
de que la homogeneidad es cada vez menor en nuestra escuela, igual que en nuestra sociedad (una
homogeneidad que, por cierto, nunca existió), cualquier propuesta de aula que pretenda
desarrollarse dentro del marco ideológico y el posicionamiento de la pedagogía crítica, debe
inevitablemente contemplar cómo se atienden los distintos intereses, los distintos niveles
académicos, capacidades, estratos sociales y culturas de procedencia. Como indica Pulido (1997),
tenemos la obligación ética de aclarar nuestro concepto de diversidad, ya que sucede a menudo que
el etnocentrismo se nos va de las manos y deja de ser una serie de creencias para convertirse en un
programa de acciones discriminatorias.
Como punto de partida, es necesario reflexionar sobre cómo se entiende la atención a la
diversidad desde la legislación educativa. La atención a la diversidad, tal como contempla la
actual Ley Orgánica de Educación (MEC, 2006), es el “principio fundamental que debe regir toda
la enseñanza básica. […], permitiendo a los centros la adopción de las medidas organizativas y
curriculares que resulten más adecuadas […], abarca a todas las etapas educativas y a todos los
alumnos. Es decir, se trata de contemplar la diversidad de las alumnas y alumnos como principio y
no como una medida que corresponde a las necesidades de unos pocos” (Preámbulo). Entre los
principios y fines (artículo 1) se incluyen, entre muchos otros, la equidad, la igualdad de
oportunidades, la inclusión educativa, la no discriminación y la compensación de desigualdades.
Las medidas que se proponen para la Educación Secundaria Obligatoria son: agrupamientos
flexibles, desdoblamientos de grupos, materias optativas, programas de refuerzo y programas de
tratamiento personalizado. Habrá para ello autonomía pedagógica en los centros, y el objetivo es
conseguir los objetivos de la etapa por parte de todo su alumnado, eliminando cualquier tipo de
discriminación (Artículo 22).
Por otra parte, como principio pedagógico, se proponen “métodos que tengan en cuenta los
diferentes ritmos de aprendizaje de los alumnos, favorezcan la capacidad de aprender por sí
mismos y promuevan el trabajo en equipo” (Artículo 26), tendiendo al “máximo desarrollo posible
de sus capacidades personales y, en todo caso, los objetivos establecidos con carácter general para
todo el alumnado” (Artículo 71). Se tomarán medidas desde el mismo momento en que aparezcan
las dificultades, y las pautas generales de actuación, además de las medidas concretas, aparecerán
en el Proyecto Educativo de Centro (Artículo 121).
Uno de los documentos que aclara de forma más nítida la filosofía subyacente a las propuestas
y medidas de atención a la diversidad es el Proyecto LEA, de la Junta de Andalucía (CE/JA, 2006),
que fue el documento predecesor, supuestamente sometido a debate, para la Ley de educación de
Andalucía (LEA). Algunas de sus aportaciones más interesantes las podemos resumir así (op. cit.,
pp. 20-66):
1. Se concibe el fracaso escolar como una de las causas principales de exclusión económica y
social.
2. Se debe intensificar culturalmente y atender pedagógicamente a individuos o grupos con
dificultades, retraso o fracaso escolar.
3. Hay que evitar todo tipo de discriminaciones y clasificaciones por niveles, salvo en
momentos puntuales, ya que los agrupamientos homogéneos son una estrategia con efectos
negativos constatables.
4. Los déficits deben recuperarse principalmente fuera del tiempo escolar, en horario de tarde y
con carácter voluntario.
5. Una herramienta clave es la apertura al entorno, la participación de la comunidad y las
familias en la vida del centro y en las estrategias concretas para el éxito académico y escolar.
La Ley de Educación de Andalucía (2007b), desarrollada a partir de este último documento, y
dentro del marco legislativo de la Ley Orgánica estatal, se expresa prácticamente en los mismos
términos, incluyendo algunos matices como la necesidad de formación permanente del profesorado
para atender a la diversidad (artículos 19 y 115), e incluyendo entre los principios que orientan el
currículo “una organización flexible, variada e individualizada de la ordenación de los contenidos
y de su enseñanza” (artículo 37). Respecto a la Ley Orgánica, la ley andaluza es más concreta al
hablar de estrategias y medidas concretas de apoyo y refuerzo (artículo 48), y de medidas para la
atención a la diversidad en Educación Secundaria Obligatoria. Se proponen las siguientes:
• Organización de grupos y materias de manera flexible.
• Agrupamientos flexibles.
• Adaptaciones curriculares.
• Integración de materias en ámbitos, en 1º y 2º de ESO.
• Diversificaciones del currículo, en 3º y 4º de ESO.
Además de lo referente a la atención a la diversidad, es importante también analizar, para
hablar de inclusión, la normativa de interculturalidad. La Orden de 15 de enero de 2007 (CE/JA,
2007a), sobre atención al alumnado inmigrante y profesorado de atención lingüística (ATAL), habla
de que todos los centros docentes que escolaricen alumnado inmigrante (sea en el número que sea)
tienen que desarrollar medidas y actuaciones que favorezcan su acceso, permanencia y promoción,
incluyendo para ello tres tipos de actuaciones: las dirigidas a la acogida del alumnado inmigrante,
medidas para el aprendizaje del español, y para el mantenimiento de la cultura de origen del
alumnado. Estas actuaciones deben ser desarrolladas por el conjunto del profesorado de un centro, y
cada departamento debe reflejarlas en su programación, con una propuesta de adaptaciones
curriculares, en caso de ser necesario (artículo 2).
El plan de acogida tendrá como objetivos facilitar la escolarización, participación e integración
del alumnado inmigrante, favorecer la convivencia, potenciar la colaboración de sus familias y las
relaciones del centro con otras instituciones: autoridades municipales, servicios sociales, servicios
de salud... (artículo 3).
Para conseguir la segunda finalidad que propone esta norma (la atención lingüística), aunque se
dice que todo el profesorado colaborará, queda asignada a cargo del profesorado de Aulas
Temporales de Atención Lingüística (ATAL). Con el nombre de “aulas temporales”, y con el hecho
de que la atención recaiga en un determinado profesorado especializado, ya se está mostrando una
determinada toma de postura en la norma.
Y en tercer lugar, el mantenimiento de la cultura de origen del alumnado inmigrante incluye no
perder la riqueza que supone la presencia de muchas culturas, difundir información de todas y cada
una de las culturas, fomentar la participación de las familias, potenciar actitudes de solidaridad y
favorecer el sentido de pertenencia a la comunidad educativa (artículo 13).
La última norma existente en la comunidad autónoma andaluza respecto a atención a la
diversidad es la Orden de 25 de Julio (CE/JA, 2008), donde se dice claramente que cualquier
medida curricular u organizativa debe “contemplar la inclusión escolar y social, y no podrán, en
ningún caso, suponer una discriminación que impida al alumnado alcanzar los objetivos de la
educación básica y la titulación correspondiente” (artículo 2).
La atención a la diversidad, según contempla esta última orden, debe realizarse principalmente
mediante apoyos dentro del grupo, y si en algún caso tiene que ser en otro espacio o tiempo
diferente, se hará de forma que no suponga discriminación o exclusión alguna (artículo 4). Entre las
medidas concretas que se proponen, se incluyen de nuevo los agrupamientos flexibles, los
desdoblamientos de grupos... y se añaden el apoyo en grupos ordinarios, mediante un segundo
profesor o profesora dentro del aula, y el modelo flexible de horario lectivo semanal (artículo 6).
Respecto a las adaptaciones curriculares y los apoyos, se dice que den ser preferentemente dentro
del grupo de clase, y “en ningún caso, las adaptaciones curriculares grupales podrán suponer
agrupamientos discrimintarios para el alumnado” (artículo 13).
Tras este rápido análisis legislativo, resulta muy sencillo posicionarse en favor de los grandes
objetivos de la ley: inclusión, no segregación, garantizar la igualdad de oportunidades, éxito
académico, conseguir la titulación, incluir a las familias y la comunidad, incluir las distintas
culturas de procedencia... Pero no es tan sencillo aclararse respecto a cómo conseguir esos
objetivos, cómo debe ser de hecho la atención a la diversidad en el aula, en un centro educativo
concreto. Parece que diera iguales resultados hacer agrupamientos flexibles que incluir el apoyo
dentro del aula, adaptaciones curriculares o flexibilización de horarios, diversificación curricular o
inclusión de las familias, atender todo el profesorado por igual el conocimiento de la lengua
española o principalmente el profesorado de ATAL... Sabemos, desde la práctica y la realidad, que
esos agrupamientos flexibles “de carácter temporal” se terminan convirtiendo en permanentes, que
la atención lingüística es competencia sola y exclusiva del profesorado de ATAL (en la mayoría de
los centros), que las adaptaciones curriculares están a la orden del día (llegando incluso a existir
“adaptaciones curriculares de centro”), que las familias están relegadas a un segundo plano en la
toma de decisiones y la participación en la vida del centro, y que la atención a la cultura de
procedencia del alumnado no suele ir más allá de actividades puntuales y de carácter “folklórico”.
Entonces, ¿realmente “da igual”? ¿realmente “todo vale”?.
Tradicionalmente, la escuela ha tenido y tiene una marcada tendencia homogeneizadora,
tendiendo a atender principalmente a un tipo de individuo: varón, blanco, sano, normal, católico,
payo, autóctono, culto, rico, castellanohablante... bajo el supuesto de que existe una cultura (la
buena) frente a la cual las demás no son más que aproximaciones insuficientes o desviaciones. En
este sentido, la escuela es un instrumento especialmente bueno para obtener un grado de
homogeneidad apto para la sociedad. Será el sistema educativo, entonces, el primer encargado de
imponer la legitimidad de una determinada cultura, restando importancia a otras alternativas o
minorías. Se trata de una función homogeneizadora al servicio del estado, que no pertenece
únicamente al pasado. El mercado actual, en este sentido, ejerce una violencia invisible. La
diversidad es enemiga de la rentabilidad, y la uniformidad manda (Giroux, 1984, p. 15; Santos
Guerra, 2002, p. 77; Fernández Enguita, 2001, p. 51; Fernández Enguita, 1997, p. 61; Serrano,
1997, pp. 52-54; Galeano, 2009, p. 325).
Desde hace muchos años, además, la homogeneidad no está avalada, no hay literatura científica
ni investigación educativa que la sostenga. Existen en la escuela, igual que en la sociedad, toda una
serie de desigualdades de partida, distintas expectativas de niños pobres y ricos, que si no tenemos
en cuenta generarán por sí solas un aumento de las desigualdades en la escuela. Sin tener en cuenta
el contexto y tratando por igual lo desigual, produciremos aún más discriminación, al quedar
obviadas las diferencias culturales, históricas y lingüísticas de las personas y comunidades que no
pertenecen a los sectores dominantes de occidente. De este modo, la homogeneización suele traer
de forma inevitable el etiquetado y la segregación (Aubert et al., 2004, p. 33; Aróstegui, 2000, p. 8;
Elboj et al., 2002, 50; Santos Guerra, 2002, p. 78; Illich, 1985; Gimeno, 2004, p. 80).
La escuela tradicional se encargó de consagrar la mentira del “nivel”, de que personas de la
misma edad tendrán necesariamente que tener habilidades y antecedentes similares, y que esas
habilidades se pueden medir de acuerdo con un determinado “nivel”. Se considera, bajo esta
perspectiva, que si la educación “bancaria”, centrada en el orden y el “depósito de conocimientos”
funciona en los barrios residenciales, con la clase media burguesa, ¿por qué no va a funcionar en los
barrios pobres? En base a este principio, las evaluaciones académicas o psicológicas legitiman todo
tipo de segregaciones en función de la diferencia y la clase social. Es un sistema clasificatorio en el
que probablemente no hubieran encajado muchos de los grandes genios de la historia, que llegaron
a la fama buscando el camino por sí solos, y no cumpliendo en su momento con “el nivel exigido”
(Ross, 1999, p. 21; Holt, 1987; Martínez Rodríguez, 1998, p. 59; Santa Ana, 1980, p. 23).
La reforma del sistema educativo realizada en 1970 entendía la igualdad como
homogeneización. Y la LOGSE, en el año 1990, dio la vuelta a la situación, cambiando el objetivo
de igualdad por el de diversidad, enfatizándola y no garantizando, por ello, la igualdad de
oportunidades (Elboj et al., 2002, p. 51). En los años 80 y 90 del pasado siglo, los discursos
pedagógicos y normativos de adaptación a la diversidad (y no transformación del contexto),
sirvieron para legitimar los tres pasos del camino a la exclusión (Puigvert y Flecha, 2004, p. 16):
1. Agrupación por ritmos de aprendizaje dentro del aula.
2. Separación del alumnado diferente en otras aulas.
3. Separación de niños y niñas diferentes, trasladándolos a otros espacios u otros centros.
Para la atención a la diversidad, existen siempre dos posibilidades, partiendo de la base de que,
en la escuela actual (rica, diversa, multicultural) resulta casi imposible que un único profesor o
profesora pueda atender suficientemente bien a todo el alumnado. La primera posibilidad es “que
los saquen del aula”: que se lleven a quienes son “diferentes” en nivel, en grado de conocimiento de
la asignatura, de la lengua española, por discapacidad... y cuando estén “normalizados”, regresen.
Esta postura es claramente segregadora, y suele suceder que ese alumnado “nunca vuelve” ni
alcanza el nivel de sus compañeros y compañeras. La segunda opción es transformadora: “que
vengan a ayudarme” al aula. Se ha demostrado a nivel mundial que la primera opción incrementa el
fracaso escolar, los problemas de convivencia, la exclusión social y la delincuencia. La segunda
favorece superar todos esos problemas, y está basada en teorías y prácticas actuales (Puigvert y
Flecha, 2004, p. 30).
Son miles las experiencias prácticas y la bibliografía que nos habla de que los planes especiales
y las clases separadas son una forma más de discriminación; de que los agrupamientos flexibles
generan más violencia, más estigmatización del fracaso escolar (además de que las familias no están
de acuerdo con este tipo de agrupamientos); de que las adaptaciones y la diversificación del
currículum sirven solamente para mantener la jerarquía en el aula (Aubert et al., 2004, p. 59; Illich,
1985; Martínez Rodríguez, 2005; 78). En definitiva, de que “cuando agrupamos al alumnado por
niveles o ritmos, la brecha entre los grupos más rápidos y más lentos se agranda año tras año; lo
mismo que se agranda la brecha entre el alumnado de la cultura dominante y el alumnado de
culturas minoritarias” (Aretxaga y Landaluce, 2005, p. 211).
Tendemos a pensar que nuestra cultura es “la buena” y la de los demás es problemática
(Zeichner, 2010, p. 102). Por tanto, “quienes, debido a su posición, pertenecen a la cultura
seleccionada será quienes tengan éxito y el resto será excluido” (Aubert et al., 2004, p. 37). En la
escuela se desarrollan habitualmente toda una serie de prácticas que no se basan en absoluto en
investigaciones científicas, sino en la tradición, la superstición, la intuición... un currículum
excluyente y distorsionado, etnocentrista, discriminatorio, centrado en el déficit, con pedagogías
bienintencionadas que en la práctica cumplen la profecía de la “juventud descarriada”. Se nos
pretende convencer de ideas segregadoras sin mencionarnos ni una sola experiencia donde sus
propuestas hayan dado buenos resultados, sino solo refiriéndose a teorías que no tienen validez ni
teórica, ni práctica. Además, desde la pura experiencia práctica, los docentes solemos remitirnos a
nuestra propia experiencia escolar, cuando en realidad no servimos en absoluto como modelo, ya
que tuvimos una buena experiencia en la escuela, y procedemos de una cultura, en la amplia
mayoría de los casos, con pretensiones universalistas. Por eso, el punto de partida debe ser la
reflexión sobre los actos inocentes e inconscientes que se realizan día a día en el aula, en los centros
educativos, en los barrios, en la manera de relacionarnos, en la forma de desarrollar el currículum...
(Leistyna, 2008, pp. 148-168; Gil, 1997, pp. 71-73; Fernández Enguita, 1997b, p. 119; Puigvert y
Flecha, 2004).
Hay una falsa creencia, muy extendida entre el profesorado y amplios sectores de la sociedad,
según la cual se considera que atender a cuestiones de justicia social o atención a la diversidad en la
escuela conlleva irremediablemente una bajada de los niveles académicos. De acuerdo con esta
superstición, se ha documentado, por ejemplo, en el contexto estadounidense, la desproporcionada
asignación de niños de color a clases de educación especial, la atención que reciben por parte de
profesorado peor formado, o la obligación de que las escuelas digan, de entre estos niños y niñas,
quiénes son dignos de reclutamiento militar (Zeichner, 2010). La relación íntima existente entre las
medidas educativas para la atención a la diversidad y la lucha por la justicia social queda
evidenciada en este tipo de prácticas. Tal vez algunas personas consideren que este contexto está
muy alejado de la realidad europea o española, pero la ambigüedad de nuestra normativa permite
que se puedan producir situaciones similares, o al menos, no favorece evitarlas.
Sucede a menudo, además, que los niños y niñas excluidos socialmente por discapacidad,
abandono o pobreza son menos escuchados en las tomas de decisiones de la escuela. Es de este
modo como el sistema ejerce un tipo de violencia sistémica, invisible, que a partir del trato
aparentemente igual para todo el alumnado posibilita que unos sean los privilegiados y otros los
subordinados. Habitualmente, las relaciones del alumnado dentro del aula y en los espacios
informales, como el patio de recreo, reflejan las prácticas e ideas subyacentes de la sociedad
exclusora en que se encuentran (Martínez Rodríguez, 2005, p. 94; Ross, 1999, p. 279; Wasson-
Ellam, 1999, pp. 145-146).
Excede las intenciones de este curso analizar exhaustivamente todas y cada una de las prácticas
excluyentes de la escuela en España, o en el contexto andaluz. En este apartado se pretende
exclusivamente reflexionar sobre una normativa, y una serie de situaciones habituales en la escuela,
para después construir un enfoque de aula apoyado en los principios del aprendizaje dialógico, que
comentaremos a continuación. Las formas y maneras en que nuestro sistema educativo favorece la
segregación son múltiples y variadas. Por ejemplo, mediante las optativas que se “ofertan” y “eligen
libremente” por parte del alumnado, “aconsejados” por el profesorado, que terminan concretándose,
por ejemplo, en “refuerzo de lengua y matemáticas” para los que fracasan (casualmente,
inmigrantes, sectores desfavorecidos, niños y niñas etiquetados como “problemáticos”), y francés
para los del éxito académico. O en el caso de la religión: religión católica para la clase social media
autóctona, y religión musulmana o alternativa a la religión para el resto (inmigrantes,
principalmente). O, como último ejemplo, la manera en que se están implantando los programas de
bilingüismo, clasificando al alumnado en “bueno” y “malo”, y dando al primero la posibilidad de
que acceda a la educación bilingüe. Es decir, siendo claros: los pobres, los excluidos, los fracasados,
no tienen derecho a la educación bilingüe (Leistyna, 2008, p. 162). Si combinamos todas o algunas
de esas variables (normativa ambigua, optatividad, religión y bilingüismo), la exclusión queda
garantizada y, lo que es peor, legitimada.
Como dice Eduardo Galeano (2009, p. 57), “la expulsión de los niños pobres por el sistema
educativo se conoce bajo el nombre de deserción escolar”. Tradicionalmente, se ha considerado
que el fracaso escolar era el indicio más claro de deficiencia mental. Pero cabe preguntarse ¿quién
fracasa? ¿fracasa el alumnado, o fracasa la escuela? En algunos países se habla ya más de “escuelas
fracasadas” que de fracaso escolar. Lo que parece claro es que el fracaso escolar equivale a
marginación y exclusión social, imposibilitando el acceso a determinados puestos de trabajo, y a
una vida feliz y plena, que garantice el acceso de cada persona al futuro que desee, con completa
libertad. El fracaso escolar es algo principalmente relacionado con las condiciones materiales,
sociales e ideológicas en que se produce (McLaren, 2009, en Martineau, 1999; Santa Ana, 1980, p.
84; Aubert et al., 2004, p. 51; Bartolomé, 2008, p. 360).
Según datos aparecidos en el periódico El País, de 21 de septiembre de 2010 (Rincón, 2010),
en España el 31,9 % de los jóvenes han dejado los estudios sin completar la segunda etapa de la
ESO, frente al 14,9 % de la media europea. A nadie parece impresionar, en nuestra sociedad, que al
alumnado no le guste ir a la escuela y esté deseando que lleguen las vacaciones, pero es que la
escuela fracasa incluso en su función de transmitir conocimientos, al centrarse la mayoría de las
veces en conocimientos inútiles, irrelevantes y desconectados de la realidad del alumnado...
(Tonucci, 2004, p. 101; Feito, 1997, pp. 128-131).
Desde el punto de vista personal, cada alumno y alumna que es abandonado por la escuela
queda impregnado de ese fatalismo y determinismo que a menudo denuncia Paulo Freire: “se
persuaden muy pronto de que las cosas son así, y si no encuentran a nadie que los desengañe,
como no pueden vivir sin pasión, desarrollan, a falta de algo mejor, la pasión del fracaso” (Pennac,
2008, 53). Estas personas quedan absolutamente convencidas de que se les han dado todo tipo de
oportunidades, y han sido ellos o ellas quienes han fracasado (Spring, 2004, p. 17). Sus expectativas
de futuro quedan deterioradas, cuando no anuladas, y tal vez también etiquetadas como “fracaso
social”.
Por todo lo anterior, una de las peores cosas que podemos hacer desde la escuela, desde las
aulas de cualquier nivel, etapa o enseñanza (aunque especialmente si se trata de enseñanza
obligatoria) es el etiquetaje. Con el proceso que comenté más arriba, según el cual el alumnado de
clase baja, desfavorecido, inmigrante, o diferente, se le da lo mismo que al resto de sus compañeros
y compañeras, en una escuela homogénea que no respeta las diferencias... del mismo modo que
cuando (en pos de una supuesta “atención a la diversidad”) se le aleja del grupo-clase, dándole un
tratamiento diferente... conseguimos “cerrar el círculo” de la exclusión. La profecía se cumple por sí
sola: alumnado y sectores de la población que “nunca llegarán a nada”, efectivamente, no llegan a
nada (Goffman, 1980 en Aubert et al., 2004, p. 65).
Es en la escuela donde, en primer lugar, las personas aprenden a pensar en sí mimas como
“personas estúpidas” o “personas inteligentes”. Cuando un profesor o una profesora distingue entre
alumnado “brillante” y alumnado “trabajador”, inconscientemente está favoreciendo a las
posiciones sociales más altas (Bourdieu y Passeron, 1967, en Gil, p. 74; Spring, 2004, p. 16). Todas
las personas aprendemos cosas distintas a un ritmo diferente, pero especialmente “a los niños que
no asimilan la información ni desarrollan habilidades al mismo tiempo que sus compañeros se les
apoda “de desarrollo retrasado”. [...] Todos los niños son diferentes y especiales, pero el proceso
de etiquetaje añade un estigma a esa realidad” (Ross, 1999, p. 25). Frente a esta situación, la
mayor parte de las veces la persona se rebela contra el sistema social y académico que le colocó la
etiqueta, precisamente identificándose con la misma (Gil, 1997, p. 73).
Si aceptamos, como dice la normativa, que la finalidad de la educación es enseñar a todos (y no
solo determinar quiénes son los mejores), necesitamos eliminar de nuestros discursos y nuestras
prácticas cualquier tipo de etiquetaje, no agobiando nunca al alumnado con la crítica despiadada, el
regaño o el ridículo, desde baremos que solamente atienden (muchas veces, de manera inconsciente
e incluso bienintencionada) a los intereses de los adultos clasificadores (Santa Ana, 1980, pp. 16-30;
Lleras et al., 2001, p. 6).
En esos grupos homogéneos tradicionales donde se (des)atiende la diversidad del alumnado, al
igual que en los agrupamientos flexibles por nivel, donde se ha clasificado y etiquetado previamente
al alumnado, suele desarrollarse, lo que algunos llaman “currículum de la felicidad” (Aubert et al.,
2004; Puigvert y Flecha, 2004; Feito, 1997; Martín, 2008). Según Aubert et al. (op. cit.), este tipo
de currículum, que se lleva a cabo sobre todo en centros pertenecientes a barrios pobres, no prioriza
la competitividad o el esfuerzo (como ocurre en los centros con mayoría de clase media
acomodada), sino que se vende el discurso de la “sociabilidad” y la “felicidad”. Se les prepara para
ser excluidos y ser felices con poco, sin provocar conflictos. Es el discurso de la falsa
comprensividad, que se suele aplicar especialmente a la clase trabajadora. Para este sector de la
población se ofrece el discurso de que “lo importante no es el nivel”, sino que “lo importante es
que sean felices”. Hay que tener cuidado, en este sentido, según advierte Martín (op. cit.), con
seguir lo que él llama “la estirpe de Dewey”, en el sentido de enfatizar “lo práctico” de tal manera
que se deje de ofrecer un cierto tipo de conocimiento teórico a las clases trabajadoras, por ser
vetado y considerado previamente “inútil” para ellas.
Los grupos tradicionalmente más favorecidos presionan constantemente a la escuela para
aumentar los contenidos, incluir varios idiomas, informática, mejorar en PISA, ser más
competitivos, emprendedores... (Huguet, ,2006, p. 175), mientras que al alumnado más
desfavorecido se le bajan las expectativas bajo el generoso propósito de “que sean felices” (Feito,
op. cit.).
Es, cuando menos, curioso, comprobar cómo muchas veces este tipo de discurso procede de un
sector de la población (el profesorado) que ha tenido un acceso pleno al mundo académico y
universitario, además de coincidir con esa supuesta “cultura mayoritaria” a la que se dirige la
escuela. Numerosos autores (Aubert et al., op. cit.; Puigvert y Flecha, op. cit.) se han hecho eco de
esa hipocresía, ese doble discurso que propone un tipo de educación para los hijos e hijas de los
demás mientras que a los nuestros (los del profesorado) le damos todo “el nivel”, el refuerzo, los
apoyos, las famosas “clases particulares”, la consulta de psicología y orientación, la seguridad, las
altas expectativas... ¿no tenemos acaso el deber ético de hacerlo con todos los hijos e hijas con que
trabajamos y compartimos cada día el espacio del aula? A modo de ejemplo para la reflexión,
quisiera incluir una cita de García Fernández (2007, p. 5) que nos cuenta, dentro de una experiencia
de investigación-acción, cómo “en alguna ocasión se observó a algún alumno/a extranjero/a
excluido de las actividades comunes por desconocer el castellano, dedicado a tareas
descontextualizadas y de escaso valor formativo, como dibujar, colorear una ficha, etc., sin más
finalidad que mantenerle ocupado”.
Otra de las respuestas habituales a la diversidad, en el otro extremo de la homogeneidad, es
resultado de lo que podríamos llamar una “visión folklórica de la diversidad”, centrada en el culto
a la diversidad, en el relativismo moral y cultural, en la presencia testimonial, descontextualizada y
caricaturesca de distintas culturas, por ejemplo a través de actuaciones contratadas para “semanas
culturales”, o en el caso del aula de música, canciones infantiles supuestamente de diferentes
culturas, aunque de muy dudosa autenticidad... (Jordán, 2005, pp. 2-3; Aretxaga y Landaluce, 2005,
p. 218). Este tipo de visión puede producir el mismo efecto nefasto que la pretendida homogeneidad
en los agrupamientos, ya que se presenta una visión muy sesgada de las distintas culturas, que
queda en un plano muy superficial, además de no contar con la voz de las personas que tenemos
delante cada día, sus conocimientos, sus experiencias, sus respectivas familias...
Sintetizando las ideas anteriores, podemos incluirlas, de acuerdo con Aubert et al. (2004, p. 75)
en alguno de los tres paradigmas existentes en cuanto a interculturalidad:
a) Etnocentrismo, o racismo moderno.
Es la visión que comentábamos al principio de este apartado, típica de la modernidad
y la escuela tradicional, que considera que hay una cultura “buena” y toda una serie
de culturas “inferiores” que hay que asimilar e integrar en la mayoritaria. Bajo el
paraguas de una supuesta igualdad, proporcionando a todas las personas las mismas
posibilidades, se legitiman las diferencias.
b) Relativismo, o racismo postmoderno.
Surge a partir de la LOGSE, en 1990, impregnada del pensamiento de la
postmodernidad. Cada cultura es diferente, todas son igual de válidas, y por tanto hay
que atender cada una por separado, procurando conocerlas todas por igual, sin
enfatizar unas más que otras. Puesto que es imposible (sobre todo en contextos muy
multiculturales) que el profesorado conozca con cierta profundidad más de 30 países
y culturas de origen, las medidas educativas acaban degenerando en posturas
“folklóricas” o caricaturescas. Además, si hay que atender a cada una, y no hay un
marco moral o ético de referencia, se terminan segregando grupos, alejándolos de
toda posible igualdad, mediante optatividades, refuerzos, programas específicos,
adaptaciones curriculares o diversificaciones. Al enfatizar la diferencia, se olvida la
igualdad de oportunidades.
c) Igualdad de diferencias, paradigma dialógico.
La igualdad de diferencias es uno de los principios del aprendizaje dialógico, que se
comentará en el siguiente apartado. Supone la superación de las dos posturas
anteriores, contemplando el derecho a la diferencia, desde la igualdad de
oportunidades.
El aprendizaje dialógico intenta dar respuesta, por igual, a la atención a la diversidad, la
participación, la democracia, la justicia social, la negociación... desde la perspectiva de la pedagogía
crítica. Antes de entrar en su análisis exhaustivo, podemos reflexionar sobre algunos de los criterios
para una escuela de éxito y multicultural (Bartolomé, 2008; Ross, 1999; Parrilla, 2008; Grande,
2008; Tonucci, 2004; Holt, 1987):
• Lo afectivo es un requisito previo para el desarrollo de lo cognitivo, por lo que debemos
mantener un terreno afectuoso y justo para el alumnado que no ha sido bien tratado
históricamente, manteniendo relaciones de confianza, horizontales y claras: “Les digo a los
chicos y chicas lo que pienso, sin rodeos, y les digo también lo que espero que hagan en
clase, y no les oculto nada” (Bartolomé, 2008, p. 378).
• Construir una comunidad acogedora, participativa y de apoyo de unos a otros, donde la
diversidad pueda ser valorada como enriquecedora y positiva.
• Rechazar que el alumnado sea visto desde la perspectiva de sus carencias.
• Rechazar la supremacía blanca, europea y burguesa.
• Asumir posturas antihegemónicas, capaces de crear un terreno de juego más igualitario para
todos los alumnos y alumnas.
• Defender una atención adecuada a la diversidad y la interculturalidad, sobre todo por
necesitarlo la cultura mayoritaria (no tanto por los negros, sino por los blancos).
• Las propias comunidades interculturales deben ser capaces de definir o redefinir su propia
identidad moderna, actual.
• Ver a través de los ojos del alumnado, valorando la diversidad intrínseca de cada niño y niña
como garantía de todas las diversidades.
En este sentido, una de las primeras funciones del profesorado que habría que superar sería la
mera transmisión de conocimientos, el cumplimiento de la normativa o el trabajo académico,
concibiéndose a sí mismo, más bien, como “negociadores culturales”, y defensores de sus alumnos
y alumnas: “Cuando los profesores y profesoras asumen el papel de negociadores culturales de sus
alumnos y alumnas, éste es el primer paso hacia la creación de un espacio de diálogo crítico”
(Bartolomé, 2008, p. 377). El profesorado debe intentar que sus estudiantes comprendan la cultura
educativa y tengan éxito en este contexto. Una de las mejores cosas que podemos hacer en este
sentido es “desmitificar el mismo concepto de Universidad” (Bartolomé, 2008, p. 379),
mostrándoles que perfectamente pueden acceder al nivel de estudios que se propongan. Por su parte,
el alumnado mismo debe trabajar activamente en la transformación de la cultura educativa, siendo
capaz de moverse en ella. Será de este modo como le estaremos proporcionando herramientas
críticas para su propia transformación.
Cualquier tipo de propuesta metodológica u organizativa para la atención a la diversidad debe
tomar como marco de referencia la igualdad de oportunidades y la lucha por la justicia social.
Villegas y Lucas (2002, en Zeichner y Flessner, 2010, pp. 59-60), proponen algunos elementos que
debe tener en cuenta el profesorado que luche por la justicia social:
– Ser conscientes de las circunstancias sociales de su alumnado, el contexto del centro, el
barrio, la localidad, el país, las culturas de origen... y las múltiples formas de percibir la
realidad según el orden social.
– Tener una idea positiva del alumnado de orígenes diversos, considerando la diversidad como
riqueza, más que como un problema a superar.
– Ser responsables y capaces de propiciar un cambio educativo para ser receptivos a todo el
alumnado.
– Comprender cómo construyen los conocimientos los alumnos y alumnas, para estimularles.
– Conocer la vida de su alumnado, incluidos los conocimientos de sus comunidades.
– Utilizar los conocimientos sobre la vida del alumnado para diseñar una instrucción sobre lo
que ya saben y trascender posteriormente el ámbito familiar.
Huguet (2006, p. 172), por su parte, considera imprescindibles ciertas capacidades del
profesorado, como la adaptación, la flexibilidad, negociación, localizar y analizar problemas, ayuda,
respeto, confianza, iniciativa, asesoramiento, o la capacidad para colaborar en la construcción de
una cultura de centro.
Desde el ámbito específico del aula de música, por ejemplo, no cabe la posibilidad de actuar
respecto a los agrupamientos o la organización de centro, al escapar a las funciones de un profesor
de música en su aula, como es el caso. Sin embargo, se procurarán desarrollar al máximo las
actitudes y formas de actuar expuestas. Más allá del discurso de la homogeneidad o la adaptación,
se necesitan propuestas de aula válidas para todos y todas, con la suficiente flexibilidad como para
que la misma propuesta académica puedas servir a todo el alumnado, desde un concepto amplio de
cultura (o, más concretamente, en este caso, de música), desde un marco de relaciones acogedor,
promoviendo la cooperación entre el alumnado, construyendo desde sus intereses y los
conocimientos de sus familias y sus comunidades... todo ello se reflejará en una manera
determinada de concebir el currículum y la pedagogía musical.

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  • 1. El “todo vale” de la atención a la diversidad, por Luis Ibáñez Luque “Permitís que se eduque tan deficientemente a los niños y que sus costumbres se corrompan desde pequeños, pero después los condenáis, al llegar a hombres, por faltas que en su niñez ya eran previsibles. ¿Qué otra cosa es esto más que hacerles ladrones y condenarlos después? [texto de 1516]” (Moro, 1994,18) En relación con los principios de democracia y justicia social, se hace indispensable analizar cómo se atiende a la diversidad. Desde la perspectiva de que todas las personas somos diferentes, y de que la homogeneidad es cada vez menor en nuestra escuela, igual que en nuestra sociedad (una homogeneidad que, por cierto, nunca existió), cualquier propuesta de aula que pretenda desarrollarse dentro del marco ideológico y el posicionamiento de la pedagogía crítica, debe inevitablemente contemplar cómo se atienden los distintos intereses, los distintos niveles académicos, capacidades, estratos sociales y culturas de procedencia. Como indica Pulido (1997), tenemos la obligación ética de aclarar nuestro concepto de diversidad, ya que sucede a menudo que el etnocentrismo se nos va de las manos y deja de ser una serie de creencias para convertirse en un programa de acciones discriminatorias. Como punto de partida, es necesario reflexionar sobre cómo se entiende la atención a la diversidad desde la legislación educativa. La atención a la diversidad, tal como contempla la actual Ley Orgánica de Educación (MEC, 2006), es el “principio fundamental que debe regir toda la enseñanza básica. […], permitiendo a los centros la adopción de las medidas organizativas y curriculares que resulten más adecuadas […], abarca a todas las etapas educativas y a todos los alumnos. Es decir, se trata de contemplar la diversidad de las alumnas y alumnos como principio y no como una medida que corresponde a las necesidades de unos pocos” (Preámbulo). Entre los principios y fines (artículo 1) se incluyen, entre muchos otros, la equidad, la igualdad de oportunidades, la inclusión educativa, la no discriminación y la compensación de desigualdades. Las medidas que se proponen para la Educación Secundaria Obligatoria son: agrupamientos flexibles, desdoblamientos de grupos, materias optativas, programas de refuerzo y programas de tratamiento personalizado. Habrá para ello autonomía pedagógica en los centros, y el objetivo es conseguir los objetivos de la etapa por parte de todo su alumnado, eliminando cualquier tipo de discriminación (Artículo 22). Por otra parte, como principio pedagógico, se proponen “métodos que tengan en cuenta los diferentes ritmos de aprendizaje de los alumnos, favorezcan la capacidad de aprender por sí mismos y promuevan el trabajo en equipo” (Artículo 26), tendiendo al “máximo desarrollo posible
  • 2. de sus capacidades personales y, en todo caso, los objetivos establecidos con carácter general para todo el alumnado” (Artículo 71). Se tomarán medidas desde el mismo momento en que aparezcan las dificultades, y las pautas generales de actuación, además de las medidas concretas, aparecerán en el Proyecto Educativo de Centro (Artículo 121). Uno de los documentos que aclara de forma más nítida la filosofía subyacente a las propuestas y medidas de atención a la diversidad es el Proyecto LEA, de la Junta de Andalucía (CE/JA, 2006), que fue el documento predecesor, supuestamente sometido a debate, para la Ley de educación de Andalucía (LEA). Algunas de sus aportaciones más interesantes las podemos resumir así (op. cit., pp. 20-66): 1. Se concibe el fracaso escolar como una de las causas principales de exclusión económica y social. 2. Se debe intensificar culturalmente y atender pedagógicamente a individuos o grupos con dificultades, retraso o fracaso escolar. 3. Hay que evitar todo tipo de discriminaciones y clasificaciones por niveles, salvo en momentos puntuales, ya que los agrupamientos homogéneos son una estrategia con efectos negativos constatables. 4. Los déficits deben recuperarse principalmente fuera del tiempo escolar, en horario de tarde y con carácter voluntario. 5. Una herramienta clave es la apertura al entorno, la participación de la comunidad y las familias en la vida del centro y en las estrategias concretas para el éxito académico y escolar. La Ley de Educación de Andalucía (2007b), desarrollada a partir de este último documento, y dentro del marco legislativo de la Ley Orgánica estatal, se expresa prácticamente en los mismos términos, incluyendo algunos matices como la necesidad de formación permanente del profesorado para atender a la diversidad (artículos 19 y 115), e incluyendo entre los principios que orientan el currículo “una organización flexible, variada e individualizada de la ordenación de los contenidos y de su enseñanza” (artículo 37). Respecto a la Ley Orgánica, la ley andaluza es más concreta al hablar de estrategias y medidas concretas de apoyo y refuerzo (artículo 48), y de medidas para la atención a la diversidad en Educación Secundaria Obligatoria. Se proponen las siguientes: • Organización de grupos y materias de manera flexible. • Agrupamientos flexibles. • Adaptaciones curriculares. • Integración de materias en ámbitos, en 1º y 2º de ESO.
  • 3. • Diversificaciones del currículo, en 3º y 4º de ESO. Además de lo referente a la atención a la diversidad, es importante también analizar, para hablar de inclusión, la normativa de interculturalidad. La Orden de 15 de enero de 2007 (CE/JA, 2007a), sobre atención al alumnado inmigrante y profesorado de atención lingüística (ATAL), habla de que todos los centros docentes que escolaricen alumnado inmigrante (sea en el número que sea) tienen que desarrollar medidas y actuaciones que favorezcan su acceso, permanencia y promoción, incluyendo para ello tres tipos de actuaciones: las dirigidas a la acogida del alumnado inmigrante, medidas para el aprendizaje del español, y para el mantenimiento de la cultura de origen del alumnado. Estas actuaciones deben ser desarrolladas por el conjunto del profesorado de un centro, y cada departamento debe reflejarlas en su programación, con una propuesta de adaptaciones curriculares, en caso de ser necesario (artículo 2). El plan de acogida tendrá como objetivos facilitar la escolarización, participación e integración del alumnado inmigrante, favorecer la convivencia, potenciar la colaboración de sus familias y las relaciones del centro con otras instituciones: autoridades municipales, servicios sociales, servicios de salud... (artículo 3). Para conseguir la segunda finalidad que propone esta norma (la atención lingüística), aunque se dice que todo el profesorado colaborará, queda asignada a cargo del profesorado de Aulas Temporales de Atención Lingüística (ATAL). Con el nombre de “aulas temporales”, y con el hecho de que la atención recaiga en un determinado profesorado especializado, ya se está mostrando una determinada toma de postura en la norma. Y en tercer lugar, el mantenimiento de la cultura de origen del alumnado inmigrante incluye no perder la riqueza que supone la presencia de muchas culturas, difundir información de todas y cada una de las culturas, fomentar la participación de las familias, potenciar actitudes de solidaridad y favorecer el sentido de pertenencia a la comunidad educativa (artículo 13). La última norma existente en la comunidad autónoma andaluza respecto a atención a la diversidad es la Orden de 25 de Julio (CE/JA, 2008), donde se dice claramente que cualquier medida curricular u organizativa debe “contemplar la inclusión escolar y social, y no podrán, en ningún caso, suponer una discriminación que impida al alumnado alcanzar los objetivos de la educación básica y la titulación correspondiente” (artículo 2). La atención a la diversidad, según contempla esta última orden, debe realizarse principalmente mediante apoyos dentro del grupo, y si en algún caso tiene que ser en otro espacio o tiempo diferente, se hará de forma que no suponga discriminación o exclusión alguna (artículo 4). Entre las medidas concretas que se proponen, se incluyen de nuevo los agrupamientos flexibles, los desdoblamientos de grupos... y se añaden el apoyo en grupos ordinarios, mediante un segundo profesor o profesora dentro del aula, y el modelo flexible de horario lectivo semanal (artículo 6).
  • 4. Respecto a las adaptaciones curriculares y los apoyos, se dice que den ser preferentemente dentro del grupo de clase, y “en ningún caso, las adaptaciones curriculares grupales podrán suponer agrupamientos discrimintarios para el alumnado” (artículo 13). Tras este rápido análisis legislativo, resulta muy sencillo posicionarse en favor de los grandes objetivos de la ley: inclusión, no segregación, garantizar la igualdad de oportunidades, éxito académico, conseguir la titulación, incluir a las familias y la comunidad, incluir las distintas culturas de procedencia... Pero no es tan sencillo aclararse respecto a cómo conseguir esos objetivos, cómo debe ser de hecho la atención a la diversidad en el aula, en un centro educativo concreto. Parece que diera iguales resultados hacer agrupamientos flexibles que incluir el apoyo dentro del aula, adaptaciones curriculares o flexibilización de horarios, diversificación curricular o inclusión de las familias, atender todo el profesorado por igual el conocimiento de la lengua española o principalmente el profesorado de ATAL... Sabemos, desde la práctica y la realidad, que esos agrupamientos flexibles “de carácter temporal” se terminan convirtiendo en permanentes, que la atención lingüística es competencia sola y exclusiva del profesorado de ATAL (en la mayoría de los centros), que las adaptaciones curriculares están a la orden del día (llegando incluso a existir “adaptaciones curriculares de centro”), que las familias están relegadas a un segundo plano en la toma de decisiones y la participación en la vida del centro, y que la atención a la cultura de procedencia del alumnado no suele ir más allá de actividades puntuales y de carácter “folklórico”. Entonces, ¿realmente “da igual”? ¿realmente “todo vale”?. Tradicionalmente, la escuela ha tenido y tiene una marcada tendencia homogeneizadora, tendiendo a atender principalmente a un tipo de individuo: varón, blanco, sano, normal, católico, payo, autóctono, culto, rico, castellanohablante... bajo el supuesto de que existe una cultura (la buena) frente a la cual las demás no son más que aproximaciones insuficientes o desviaciones. En este sentido, la escuela es un instrumento especialmente bueno para obtener un grado de homogeneidad apto para la sociedad. Será el sistema educativo, entonces, el primer encargado de imponer la legitimidad de una determinada cultura, restando importancia a otras alternativas o minorías. Se trata de una función homogeneizadora al servicio del estado, que no pertenece únicamente al pasado. El mercado actual, en este sentido, ejerce una violencia invisible. La diversidad es enemiga de la rentabilidad, y la uniformidad manda (Giroux, 1984, p. 15; Santos Guerra, 2002, p. 77; Fernández Enguita, 2001, p. 51; Fernández Enguita, 1997, p. 61; Serrano, 1997, pp. 52-54; Galeano, 2009, p. 325). Desde hace muchos años, además, la homogeneidad no está avalada, no hay literatura científica ni investigación educativa que la sostenga. Existen en la escuela, igual que en la sociedad, toda una serie de desigualdades de partida, distintas expectativas de niños pobres y ricos, que si no tenemos en cuenta generarán por sí solas un aumento de las desigualdades en la escuela. Sin tener en cuenta
  • 5. el contexto y tratando por igual lo desigual, produciremos aún más discriminación, al quedar obviadas las diferencias culturales, históricas y lingüísticas de las personas y comunidades que no pertenecen a los sectores dominantes de occidente. De este modo, la homogeneización suele traer de forma inevitable el etiquetado y la segregación (Aubert et al., 2004, p. 33; Aróstegui, 2000, p. 8; Elboj et al., 2002, 50; Santos Guerra, 2002, p. 78; Illich, 1985; Gimeno, 2004, p. 80). La escuela tradicional se encargó de consagrar la mentira del “nivel”, de que personas de la misma edad tendrán necesariamente que tener habilidades y antecedentes similares, y que esas habilidades se pueden medir de acuerdo con un determinado “nivel”. Se considera, bajo esta perspectiva, que si la educación “bancaria”, centrada en el orden y el “depósito de conocimientos” funciona en los barrios residenciales, con la clase media burguesa, ¿por qué no va a funcionar en los barrios pobres? En base a este principio, las evaluaciones académicas o psicológicas legitiman todo tipo de segregaciones en función de la diferencia y la clase social. Es un sistema clasificatorio en el que probablemente no hubieran encajado muchos de los grandes genios de la historia, que llegaron a la fama buscando el camino por sí solos, y no cumpliendo en su momento con “el nivel exigido” (Ross, 1999, p. 21; Holt, 1987; Martínez Rodríguez, 1998, p. 59; Santa Ana, 1980, p. 23). La reforma del sistema educativo realizada en 1970 entendía la igualdad como homogeneización. Y la LOGSE, en el año 1990, dio la vuelta a la situación, cambiando el objetivo de igualdad por el de diversidad, enfatizándola y no garantizando, por ello, la igualdad de oportunidades (Elboj et al., 2002, p. 51). En los años 80 y 90 del pasado siglo, los discursos pedagógicos y normativos de adaptación a la diversidad (y no transformación del contexto), sirvieron para legitimar los tres pasos del camino a la exclusión (Puigvert y Flecha, 2004, p. 16): 1. Agrupación por ritmos de aprendizaje dentro del aula. 2. Separación del alumnado diferente en otras aulas. 3. Separación de niños y niñas diferentes, trasladándolos a otros espacios u otros centros. Para la atención a la diversidad, existen siempre dos posibilidades, partiendo de la base de que, en la escuela actual (rica, diversa, multicultural) resulta casi imposible que un único profesor o profesora pueda atender suficientemente bien a todo el alumnado. La primera posibilidad es “que los saquen del aula”: que se lleven a quienes son “diferentes” en nivel, en grado de conocimiento de la asignatura, de la lengua española, por discapacidad... y cuando estén “normalizados”, regresen. Esta postura es claramente segregadora, y suele suceder que ese alumnado “nunca vuelve” ni alcanza el nivel de sus compañeros y compañeras. La segunda opción es transformadora: “que vengan a ayudarme” al aula. Se ha demostrado a nivel mundial que la primera opción incrementa el fracaso escolar, los problemas de convivencia, la exclusión social y la delincuencia. La segunda
  • 6. favorece superar todos esos problemas, y está basada en teorías y prácticas actuales (Puigvert y Flecha, 2004, p. 30). Son miles las experiencias prácticas y la bibliografía que nos habla de que los planes especiales y las clases separadas son una forma más de discriminación; de que los agrupamientos flexibles generan más violencia, más estigmatización del fracaso escolar (además de que las familias no están de acuerdo con este tipo de agrupamientos); de que las adaptaciones y la diversificación del currículum sirven solamente para mantener la jerarquía en el aula (Aubert et al., 2004, p. 59; Illich, 1985; Martínez Rodríguez, 2005; 78). En definitiva, de que “cuando agrupamos al alumnado por niveles o ritmos, la brecha entre los grupos más rápidos y más lentos se agranda año tras año; lo mismo que se agranda la brecha entre el alumnado de la cultura dominante y el alumnado de culturas minoritarias” (Aretxaga y Landaluce, 2005, p. 211). Tendemos a pensar que nuestra cultura es “la buena” y la de los demás es problemática (Zeichner, 2010, p. 102). Por tanto, “quienes, debido a su posición, pertenecen a la cultura seleccionada será quienes tengan éxito y el resto será excluido” (Aubert et al., 2004, p. 37). En la escuela se desarrollan habitualmente toda una serie de prácticas que no se basan en absoluto en investigaciones científicas, sino en la tradición, la superstición, la intuición... un currículum excluyente y distorsionado, etnocentrista, discriminatorio, centrado en el déficit, con pedagogías bienintencionadas que en la práctica cumplen la profecía de la “juventud descarriada”. Se nos pretende convencer de ideas segregadoras sin mencionarnos ni una sola experiencia donde sus propuestas hayan dado buenos resultados, sino solo refiriéndose a teorías que no tienen validez ni teórica, ni práctica. Además, desde la pura experiencia práctica, los docentes solemos remitirnos a nuestra propia experiencia escolar, cuando en realidad no servimos en absoluto como modelo, ya que tuvimos una buena experiencia en la escuela, y procedemos de una cultura, en la amplia mayoría de los casos, con pretensiones universalistas. Por eso, el punto de partida debe ser la reflexión sobre los actos inocentes e inconscientes que se realizan día a día en el aula, en los centros educativos, en los barrios, en la manera de relacionarnos, en la forma de desarrollar el currículum... (Leistyna, 2008, pp. 148-168; Gil, 1997, pp. 71-73; Fernández Enguita, 1997b, p. 119; Puigvert y Flecha, 2004). Hay una falsa creencia, muy extendida entre el profesorado y amplios sectores de la sociedad, según la cual se considera que atender a cuestiones de justicia social o atención a la diversidad en la escuela conlleva irremediablemente una bajada de los niveles académicos. De acuerdo con esta superstición, se ha documentado, por ejemplo, en el contexto estadounidense, la desproporcionada asignación de niños de color a clases de educación especial, la atención que reciben por parte de profesorado peor formado, o la obligación de que las escuelas digan, de entre estos niños y niñas, quiénes son dignos de reclutamiento militar (Zeichner, 2010). La relación íntima existente entre las
  • 7. medidas educativas para la atención a la diversidad y la lucha por la justicia social queda evidenciada en este tipo de prácticas. Tal vez algunas personas consideren que este contexto está muy alejado de la realidad europea o española, pero la ambigüedad de nuestra normativa permite que se puedan producir situaciones similares, o al menos, no favorece evitarlas. Sucede a menudo, además, que los niños y niñas excluidos socialmente por discapacidad, abandono o pobreza son menos escuchados en las tomas de decisiones de la escuela. Es de este modo como el sistema ejerce un tipo de violencia sistémica, invisible, que a partir del trato aparentemente igual para todo el alumnado posibilita que unos sean los privilegiados y otros los subordinados. Habitualmente, las relaciones del alumnado dentro del aula y en los espacios informales, como el patio de recreo, reflejan las prácticas e ideas subyacentes de la sociedad exclusora en que se encuentran (Martínez Rodríguez, 2005, p. 94; Ross, 1999, p. 279; Wasson- Ellam, 1999, pp. 145-146). Excede las intenciones de este curso analizar exhaustivamente todas y cada una de las prácticas excluyentes de la escuela en España, o en el contexto andaluz. En este apartado se pretende exclusivamente reflexionar sobre una normativa, y una serie de situaciones habituales en la escuela, para después construir un enfoque de aula apoyado en los principios del aprendizaje dialógico, que comentaremos a continuación. Las formas y maneras en que nuestro sistema educativo favorece la segregación son múltiples y variadas. Por ejemplo, mediante las optativas que se “ofertan” y “eligen libremente” por parte del alumnado, “aconsejados” por el profesorado, que terminan concretándose, por ejemplo, en “refuerzo de lengua y matemáticas” para los que fracasan (casualmente, inmigrantes, sectores desfavorecidos, niños y niñas etiquetados como “problemáticos”), y francés para los del éxito académico. O en el caso de la religión: religión católica para la clase social media autóctona, y religión musulmana o alternativa a la religión para el resto (inmigrantes, principalmente). O, como último ejemplo, la manera en que se están implantando los programas de bilingüismo, clasificando al alumnado en “bueno” y “malo”, y dando al primero la posibilidad de que acceda a la educación bilingüe. Es decir, siendo claros: los pobres, los excluidos, los fracasados, no tienen derecho a la educación bilingüe (Leistyna, 2008, p. 162). Si combinamos todas o algunas de esas variables (normativa ambigua, optatividad, religión y bilingüismo), la exclusión queda garantizada y, lo que es peor, legitimada. Como dice Eduardo Galeano (2009, p. 57), “la expulsión de los niños pobres por el sistema educativo se conoce bajo el nombre de deserción escolar”. Tradicionalmente, se ha considerado que el fracaso escolar era el indicio más claro de deficiencia mental. Pero cabe preguntarse ¿quién fracasa? ¿fracasa el alumnado, o fracasa la escuela? En algunos países se habla ya más de “escuelas fracasadas” que de fracaso escolar. Lo que parece claro es que el fracaso escolar equivale a marginación y exclusión social, imposibilitando el acceso a determinados puestos de trabajo, y a
  • 8. una vida feliz y plena, que garantice el acceso de cada persona al futuro que desee, con completa libertad. El fracaso escolar es algo principalmente relacionado con las condiciones materiales, sociales e ideológicas en que se produce (McLaren, 2009, en Martineau, 1999; Santa Ana, 1980, p. 84; Aubert et al., 2004, p. 51; Bartolomé, 2008, p. 360). Según datos aparecidos en el periódico El País, de 21 de septiembre de 2010 (Rincón, 2010), en España el 31,9 % de los jóvenes han dejado los estudios sin completar la segunda etapa de la ESO, frente al 14,9 % de la media europea. A nadie parece impresionar, en nuestra sociedad, que al alumnado no le guste ir a la escuela y esté deseando que lleguen las vacaciones, pero es que la escuela fracasa incluso en su función de transmitir conocimientos, al centrarse la mayoría de las veces en conocimientos inútiles, irrelevantes y desconectados de la realidad del alumnado... (Tonucci, 2004, p. 101; Feito, 1997, pp. 128-131). Desde el punto de vista personal, cada alumno y alumna que es abandonado por la escuela queda impregnado de ese fatalismo y determinismo que a menudo denuncia Paulo Freire: “se persuaden muy pronto de que las cosas son así, y si no encuentran a nadie que los desengañe, como no pueden vivir sin pasión, desarrollan, a falta de algo mejor, la pasión del fracaso” (Pennac, 2008, 53). Estas personas quedan absolutamente convencidas de que se les han dado todo tipo de oportunidades, y han sido ellos o ellas quienes han fracasado (Spring, 2004, p. 17). Sus expectativas de futuro quedan deterioradas, cuando no anuladas, y tal vez también etiquetadas como “fracaso social”. Por todo lo anterior, una de las peores cosas que podemos hacer desde la escuela, desde las aulas de cualquier nivel, etapa o enseñanza (aunque especialmente si se trata de enseñanza obligatoria) es el etiquetaje. Con el proceso que comenté más arriba, según el cual el alumnado de clase baja, desfavorecido, inmigrante, o diferente, se le da lo mismo que al resto de sus compañeros y compañeras, en una escuela homogénea que no respeta las diferencias... del mismo modo que cuando (en pos de una supuesta “atención a la diversidad”) se le aleja del grupo-clase, dándole un tratamiento diferente... conseguimos “cerrar el círculo” de la exclusión. La profecía se cumple por sí sola: alumnado y sectores de la población que “nunca llegarán a nada”, efectivamente, no llegan a nada (Goffman, 1980 en Aubert et al., 2004, p. 65). Es en la escuela donde, en primer lugar, las personas aprenden a pensar en sí mimas como “personas estúpidas” o “personas inteligentes”. Cuando un profesor o una profesora distingue entre alumnado “brillante” y alumnado “trabajador”, inconscientemente está favoreciendo a las posiciones sociales más altas (Bourdieu y Passeron, 1967, en Gil, p. 74; Spring, 2004, p. 16). Todas las personas aprendemos cosas distintas a un ritmo diferente, pero especialmente “a los niños que no asimilan la información ni desarrollan habilidades al mismo tiempo que sus compañeros se les apoda “de desarrollo retrasado”. [...] Todos los niños son diferentes y especiales, pero el proceso
  • 9. de etiquetaje añade un estigma a esa realidad” (Ross, 1999, p. 25). Frente a esta situación, la mayor parte de las veces la persona se rebela contra el sistema social y académico que le colocó la etiqueta, precisamente identificándose con la misma (Gil, 1997, p. 73). Si aceptamos, como dice la normativa, que la finalidad de la educación es enseñar a todos (y no solo determinar quiénes son los mejores), necesitamos eliminar de nuestros discursos y nuestras prácticas cualquier tipo de etiquetaje, no agobiando nunca al alumnado con la crítica despiadada, el regaño o el ridículo, desde baremos que solamente atienden (muchas veces, de manera inconsciente e incluso bienintencionada) a los intereses de los adultos clasificadores (Santa Ana, 1980, pp. 16-30; Lleras et al., 2001, p. 6). En esos grupos homogéneos tradicionales donde se (des)atiende la diversidad del alumnado, al igual que en los agrupamientos flexibles por nivel, donde se ha clasificado y etiquetado previamente al alumnado, suele desarrollarse, lo que algunos llaman “currículum de la felicidad” (Aubert et al., 2004; Puigvert y Flecha, 2004; Feito, 1997; Martín, 2008). Según Aubert et al. (op. cit.), este tipo de currículum, que se lleva a cabo sobre todo en centros pertenecientes a barrios pobres, no prioriza la competitividad o el esfuerzo (como ocurre en los centros con mayoría de clase media acomodada), sino que se vende el discurso de la “sociabilidad” y la “felicidad”. Se les prepara para ser excluidos y ser felices con poco, sin provocar conflictos. Es el discurso de la falsa comprensividad, que se suele aplicar especialmente a la clase trabajadora. Para este sector de la población se ofrece el discurso de que “lo importante no es el nivel”, sino que “lo importante es que sean felices”. Hay que tener cuidado, en este sentido, según advierte Martín (op. cit.), con seguir lo que él llama “la estirpe de Dewey”, en el sentido de enfatizar “lo práctico” de tal manera que se deje de ofrecer un cierto tipo de conocimiento teórico a las clases trabajadoras, por ser vetado y considerado previamente “inútil” para ellas. Los grupos tradicionalmente más favorecidos presionan constantemente a la escuela para aumentar los contenidos, incluir varios idiomas, informática, mejorar en PISA, ser más competitivos, emprendedores... (Huguet, ,2006, p. 175), mientras que al alumnado más desfavorecido se le bajan las expectativas bajo el generoso propósito de “que sean felices” (Feito, op. cit.). Es, cuando menos, curioso, comprobar cómo muchas veces este tipo de discurso procede de un sector de la población (el profesorado) que ha tenido un acceso pleno al mundo académico y universitario, además de coincidir con esa supuesta “cultura mayoritaria” a la que se dirige la escuela. Numerosos autores (Aubert et al., op. cit.; Puigvert y Flecha, op. cit.) se han hecho eco de esa hipocresía, ese doble discurso que propone un tipo de educación para los hijos e hijas de los demás mientras que a los nuestros (los del profesorado) le damos todo “el nivel”, el refuerzo, los apoyos, las famosas “clases particulares”, la consulta de psicología y orientación, la seguridad, las
  • 10. altas expectativas... ¿no tenemos acaso el deber ético de hacerlo con todos los hijos e hijas con que trabajamos y compartimos cada día el espacio del aula? A modo de ejemplo para la reflexión, quisiera incluir una cita de García Fernández (2007, p. 5) que nos cuenta, dentro de una experiencia de investigación-acción, cómo “en alguna ocasión se observó a algún alumno/a extranjero/a excluido de las actividades comunes por desconocer el castellano, dedicado a tareas descontextualizadas y de escaso valor formativo, como dibujar, colorear una ficha, etc., sin más finalidad que mantenerle ocupado”. Otra de las respuestas habituales a la diversidad, en el otro extremo de la homogeneidad, es resultado de lo que podríamos llamar una “visión folklórica de la diversidad”, centrada en el culto a la diversidad, en el relativismo moral y cultural, en la presencia testimonial, descontextualizada y caricaturesca de distintas culturas, por ejemplo a través de actuaciones contratadas para “semanas culturales”, o en el caso del aula de música, canciones infantiles supuestamente de diferentes culturas, aunque de muy dudosa autenticidad... (Jordán, 2005, pp. 2-3; Aretxaga y Landaluce, 2005, p. 218). Este tipo de visión puede producir el mismo efecto nefasto que la pretendida homogeneidad en los agrupamientos, ya que se presenta una visión muy sesgada de las distintas culturas, que queda en un plano muy superficial, además de no contar con la voz de las personas que tenemos delante cada día, sus conocimientos, sus experiencias, sus respectivas familias... Sintetizando las ideas anteriores, podemos incluirlas, de acuerdo con Aubert et al. (2004, p. 75) en alguno de los tres paradigmas existentes en cuanto a interculturalidad: a) Etnocentrismo, o racismo moderno. Es la visión que comentábamos al principio de este apartado, típica de la modernidad y la escuela tradicional, que considera que hay una cultura “buena” y toda una serie de culturas “inferiores” que hay que asimilar e integrar en la mayoritaria. Bajo el paraguas de una supuesta igualdad, proporcionando a todas las personas las mismas posibilidades, se legitiman las diferencias. b) Relativismo, o racismo postmoderno. Surge a partir de la LOGSE, en 1990, impregnada del pensamiento de la postmodernidad. Cada cultura es diferente, todas son igual de válidas, y por tanto hay que atender cada una por separado, procurando conocerlas todas por igual, sin enfatizar unas más que otras. Puesto que es imposible (sobre todo en contextos muy multiculturales) que el profesorado conozca con cierta profundidad más de 30 países y culturas de origen, las medidas educativas acaban degenerando en posturas “folklóricas” o caricaturescas. Además, si hay que atender a cada una, y no hay un
  • 11. marco moral o ético de referencia, se terminan segregando grupos, alejándolos de toda posible igualdad, mediante optatividades, refuerzos, programas específicos, adaptaciones curriculares o diversificaciones. Al enfatizar la diferencia, se olvida la igualdad de oportunidades. c) Igualdad de diferencias, paradigma dialógico. La igualdad de diferencias es uno de los principios del aprendizaje dialógico, que se comentará en el siguiente apartado. Supone la superación de las dos posturas anteriores, contemplando el derecho a la diferencia, desde la igualdad de oportunidades. El aprendizaje dialógico intenta dar respuesta, por igual, a la atención a la diversidad, la participación, la democracia, la justicia social, la negociación... desde la perspectiva de la pedagogía crítica. Antes de entrar en su análisis exhaustivo, podemos reflexionar sobre algunos de los criterios para una escuela de éxito y multicultural (Bartolomé, 2008; Ross, 1999; Parrilla, 2008; Grande, 2008; Tonucci, 2004; Holt, 1987): • Lo afectivo es un requisito previo para el desarrollo de lo cognitivo, por lo que debemos mantener un terreno afectuoso y justo para el alumnado que no ha sido bien tratado históricamente, manteniendo relaciones de confianza, horizontales y claras: “Les digo a los chicos y chicas lo que pienso, sin rodeos, y les digo también lo que espero que hagan en clase, y no les oculto nada” (Bartolomé, 2008, p. 378). • Construir una comunidad acogedora, participativa y de apoyo de unos a otros, donde la diversidad pueda ser valorada como enriquecedora y positiva. • Rechazar que el alumnado sea visto desde la perspectiva de sus carencias. • Rechazar la supremacía blanca, europea y burguesa. • Asumir posturas antihegemónicas, capaces de crear un terreno de juego más igualitario para todos los alumnos y alumnas. • Defender una atención adecuada a la diversidad y la interculturalidad, sobre todo por necesitarlo la cultura mayoritaria (no tanto por los negros, sino por los blancos). • Las propias comunidades interculturales deben ser capaces de definir o redefinir su propia identidad moderna, actual. • Ver a través de los ojos del alumnado, valorando la diversidad intrínseca de cada niño y niña como garantía de todas las diversidades.
  • 12. En este sentido, una de las primeras funciones del profesorado que habría que superar sería la mera transmisión de conocimientos, el cumplimiento de la normativa o el trabajo académico, concibiéndose a sí mismo, más bien, como “negociadores culturales”, y defensores de sus alumnos y alumnas: “Cuando los profesores y profesoras asumen el papel de negociadores culturales de sus alumnos y alumnas, éste es el primer paso hacia la creación de un espacio de diálogo crítico” (Bartolomé, 2008, p. 377). El profesorado debe intentar que sus estudiantes comprendan la cultura educativa y tengan éxito en este contexto. Una de las mejores cosas que podemos hacer en este sentido es “desmitificar el mismo concepto de Universidad” (Bartolomé, 2008, p. 379), mostrándoles que perfectamente pueden acceder al nivel de estudios que se propongan. Por su parte, el alumnado mismo debe trabajar activamente en la transformación de la cultura educativa, siendo capaz de moverse en ella. Será de este modo como le estaremos proporcionando herramientas críticas para su propia transformación. Cualquier tipo de propuesta metodológica u organizativa para la atención a la diversidad debe tomar como marco de referencia la igualdad de oportunidades y la lucha por la justicia social. Villegas y Lucas (2002, en Zeichner y Flessner, 2010, pp. 59-60), proponen algunos elementos que debe tener en cuenta el profesorado que luche por la justicia social: – Ser conscientes de las circunstancias sociales de su alumnado, el contexto del centro, el barrio, la localidad, el país, las culturas de origen... y las múltiples formas de percibir la realidad según el orden social. – Tener una idea positiva del alumnado de orígenes diversos, considerando la diversidad como riqueza, más que como un problema a superar. – Ser responsables y capaces de propiciar un cambio educativo para ser receptivos a todo el alumnado. – Comprender cómo construyen los conocimientos los alumnos y alumnas, para estimularles. – Conocer la vida de su alumnado, incluidos los conocimientos de sus comunidades. – Utilizar los conocimientos sobre la vida del alumnado para diseñar una instrucción sobre lo que ya saben y trascender posteriormente el ámbito familiar. Huguet (2006, p. 172), por su parte, considera imprescindibles ciertas capacidades del profesorado, como la adaptación, la flexibilidad, negociación, localizar y analizar problemas, ayuda, respeto, confianza, iniciativa, asesoramiento, o la capacidad para colaborar en la construcción de una cultura de centro. Desde el ámbito específico del aula de música, por ejemplo, no cabe la posibilidad de actuar respecto a los agrupamientos o la organización de centro, al escapar a las funciones de un profesor
  • 13. de música en su aula, como es el caso. Sin embargo, se procurarán desarrollar al máximo las actitudes y formas de actuar expuestas. Más allá del discurso de la homogeneidad o la adaptación, se necesitan propuestas de aula válidas para todos y todas, con la suficiente flexibilidad como para que la misma propuesta académica puedas servir a todo el alumnado, desde un concepto amplio de cultura (o, más concretamente, en este caso, de música), desde un marco de relaciones acogedor, promoviendo la cooperación entre el alumnado, construyendo desde sus intereses y los conocimientos de sus familias y sus comunidades... todo ello se reflejará en una manera determinada de concebir el currículum y la pedagogía musical.