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“Evaluación democrática, autoevaluación y coevaluación”
Luis Ibáñez Luque
“Así como es imposible pensar la educación en forma
neutra, es igualmente imposible pensar en una evaluación
neutral de ella” (Freire, 1997c, 45)
Probablemente si no se cambia la forma de evaluar, no se cuestiona la forma en que se lleva a
cabo la evaluación, si no se camina hacia modelos más democráticos, colaborativos y autónomos de
evaluación... cualquier propuesta de cambio resultará muy difícil, o incluso imposible. Junto con la
autonomía del alumnado, probablemente la evaluación sea el eje central de la actividad educativa en
esta propuesta de aula. Cada momento, cada idea o actividad del aula es evaluada constantemente,
entendiendo así la evaluación como mejora, la evaluación como requisito indispensable para
conocernos y conocer las distintas situaciones del aula. Además, continuamente se establecen,
cuestionan y flexibilizan todo tipo de compromisos respecto a la evaluación, a partir de los
contratos de aprendizaje comentados anteriormente.
Neus Sanmartí (2007, p. 19) lo resume magníficamente bien en la frase “dime cómo evalúas y
te diré qué y cómo enseñas”. La evaluación condiciona todo el proceso de enseñanza-aprendizaje,
y es parte central de dicho proceso, ya que es imposible aprender sin evaluar. Una persona que
aprende, es una persona que valora, critica, opina, razona, fundamenta, decide, enjuicia,
argumenta... y distingue entre lo que tiene valor y lo que carece de él. Es imposible conocer de
manera profunda cómo aprende el alumnado, si no consideramos y tratamos con igual grado de
importancia la evaluación respecto al resto de elementos del currículum. A partir de esa forma de
aprender del alumnado, la evaluación puede condicionar (y de hecho, condiciona) la manera en que
el profesor o profesora enseña, la selección de contenidos, el clima de relaciones sociales en el aula
y los ambientes de aprendizaje escolar (Pérez Gómez, 2008, p. 94; Santos Guerra, 2000, p. 1;
Álvarez Méndez, 2008, p. 229; Sanmartí, 2007, p. 9).
Si defendemos la necesidad de trabajar por la democratización de las relaciones del aula, por la
justicia y la transformación social, negociando contenidos, fomentando la autonomía del
alumnado... la evaluación no puede ser dirigida exclusivamente por el profesorado, ya que entonces
el alumnado tiene todo el derecho del mundo a sentirse engañado, manipulado, o a considerar que
no se ha tenido suficientemente en cuenta su voz. No se puede tener una actitud democrática en
todo el proceso educativo salvo en la evaluación o en la calificación del alumnado. Precisamente
una de las mayores resistencias iniciales del alumnado a la hora de participar en esta nueva
1
metodología de aula, procede de su incredulidad respecto a la evaluación. En el fondo es como si
pensaran: “sí, todo muy democrático, pero luego la nota la pondrás tú”. Cuando se comprueba que
podemos ser justos, valorar el trabajo de forma conjunta, y establecer calificaciones con un altísimo
grado de consenso entre todos y todas (ya se trate de buenas notas, o suspenso), esas barreras
mentales suelen desaparecer, pero es difícil, sobre todo cuando al llegar a Secundaria, una gran
parte de este alumnado lleva muchos años de escolarización con “otras formas” de evaluación.
¿Cómo suele ser la evaluación? ¿cómo suele darse en nuestro sistema educativo, en nuestra
realidad escolar? A pesar de que desde la LOGSE (MEC, 1990) nuestra normativa pretende que la
evaluación sirva para reflexionar sobre la mejora, para evaluar tanto la enseñanza como el
aprendizaje, tanto al profesorado como al alumnado y al propio sistema educativo en conjunto,
suele suceder que la evaluación se centra en el alumnado, con lo que el resto de los agentes pasan
inadvertidos. Es una evaluación que sirve para medir y clasificar. En vez de reflexionar sobre a
quién ayuda o perjudica dicha evaluación, a qué valores sirve, evaluando para comprender, para ser
críticos, para la liberación y no la domesticación (Santos Guerra, 2003; Freire, 1997b, p. 111),
sucede la mayoría de las veces que “con la pretensión de que la evaluación ha de ser justa, se
homogeneiza la duración, el modo de hacerla y los criterios de exigencia. Nada más injusto”
(Santos Guerra, 2002, p. 78).
Algunos problemas comunes en el modo habitual en que se enfoca la evaluación son (Blanco,
1996, en Gómez-Pardo, 2003, p. 36):
• “Sólo se evalúan contenidos conceptuales. [...]
• Se utiliza como instrumento fundamental el examen.
• La evaluación se hace en función de los resultados. No se tiene en cuenta el proceso
seguido, el ritmo de aprendizaje, los esfuerzos... [...]
• La recuperación es la repetición del examen inicial.
• La evaluación se reduce a una calificación numérica.
• La evaluación suele ser normativa. Se realiza en función de datos estadísticos medios, sin
tener en cuenta la situación educativa individual del alumnado.
• La evaluación concluye el proceso […]
• No se practica la autoevaluación”
Tras la llegada de las competencias básicas, y con el objetivo de de que todo el sistema
educativo tienda a la consecución (comprobable, medible, demostrable y cuantificable) de dichas
2
competencias, surgen muchas más dudas, interrogantes y contradicciones, además de las que ya
teníamos, que no eran pocas (Álvarez Méndez, 2008, pp. 215-216). La normativa propone que todas
las competencias sean trabajadas de manera conjunta en todas las asignaturas, y de manera
transversal a los objetivos y contenidos en cada una de éstas. Además, se supone que al ser
“capacidades puestas en práctica”, las competencias básicas solo pueden ser evaluadas en un
contexto real, o lo más parecido posible a la realidad, principalmente a partir de utilizar distintas
herramientas de evaluación. Sin embargo, cuando se dice que las pruebas PISA (OCDE, 2003), o
las pruebas generales de diagnóstico “miden competencias”, se está incurriendo en una grave
contradicción: ¿es entonces posible únicamente con una prueba escrita determinar el grado de
competencia de nuestros estudiantes? Si se ciñen a dos o tres áreas del currículum (matemáticas,
lengua, conocimiento del medio o ciencias naturales), ¿no se está lanzando el mensaje consciente o
inconsciente de que hay asignaturas con un carácter más “competencial” que otras? ¿donde quedan
las aportaciones de áreas como la música, la tecnología, o las ciencias sociales, a las competencias
básicas? ¿puede una única técnica de evaluación informar suficientemente sobre lo “competente”
que resulta nuestro alumnado?
Más allá de contradicciones, precisamente la propuesta de evaluación y calificación que aquí se
presenta tiene como objetivo que tanto el alumnado como el profesor accedan a diversos tipos de
información, por distintos medios, acerca de cómo se está llevando a cabo el proceso de enseñanza-
aprendizaje, pudiendo así reencauzar o revocar las decisiones tomadas en cualquier momento, a
propuesta de cualquiera de las personas del aula. Además, cuando se utilizan trabajos o técnicas
creativas, auditivas, a veces prácticas, otras teóricas, orales, escritas, debates... es fácil tener
elementos de juicio suficientes para una valoración adecuada de ese proceso de enseñanza y
aprendizaje.
Una de las primeras propuestas de esta investigación-acción, el punto de partida para el
cambio, es precisamente la búsqueda de alternativas al examen tradicional. Los exámenes, en
numerosas ocasiones, pervierten toda la actuación educativa, ya que se premia al alumnado que
aprueba el examen, no a quienes aprenden. De este modo, el alumnado va desarrollando toda una
serie de estrategias expresamente destinadas para aprobar exámenes, olvidando los contenidos
después de la última lección, y desarrollando un aprendizaje paralelo en la calle, en la vida (este sí,
realmente relevante) (Santa Ana, 1980, p. 55; Tonucci, 2004, p. 38).
Los exámenes y sus calificaciones fueron introducidos en las universidades europeas desde
finales del siglo XVIII. No tienen, por tanto, nada de eterno ni necesario, sino que solo es una forma
histórica más. Los factores principales que intervinieron en su generalización fueron el alto número
de alumnos, junto a la idea de que es posible asignar un valor numérico exacto al pensamiento
3
humano (Viñao, 1997, pp. 17-18). Afortunadamente, este tipo de perspectiva psicométrica se
encuentra totalmente superada hoy en día, ya que “según algunas investigaciones [...] para que
haya cierto rigor en la corrección de exámenes de ciencias hacen falta más de diez correctores. Y
más de cien para los de letras” (Santos Guerra, 2001, p. 24). Ya Holt, a finales de la década de los
sesenta, nos advertía: “olvidémosnos de todas esas tonterías de grados, exámenes y calificaciones.
No sabemos, ni sabremos nunca, cómo medir el grado de conocimientos o de comprensión de otra
persona. [...] La gente sólo recuerda lo que les parece interesante y útil, lo que les ayuda a
encontrarle un sentido al mundo, a disfrutar de él o a soportarlo” (Holt, 1987, p. 37).
Sin embargo, aunque desde el punto de vista de la investigación, la teoría pedagogía e incluso
la normativa, esta perspectiva carezca de validez, una buena parte del profesorado sigue pensando
que es la única forma de “controlar” lo que el alumnado sabe es haciendo exámenes. Los exámenes
orales y escritos son una de las más importantes situaciones generadoras de miedo para el
alumnado, pero lo peor es que hay una parte del profesorado que cree que ese miedo mejora el
rendimiento. Suele suceder, entonces, que se confunden los medios con los fines, al confundir la
evaluación (y la necesidad de saber cómo se está llevando a cabo el proceso de enseñanza y
aprendizaje) con el control. Así es como, además, los exámenes cumplen con la función de
reproducción de desigualdades inherente al sistema educativo, seleccionando solo a “los mejores”
(quienes mejor hacen exámenes, no quienes más saben), personas que el sistema considera
“válidas” para una sociedad como la nuestra, basada en gran medida en la ambición y el miedo
(Martínez Rodríguez, 2005, pp. 46-47; Álvarez Méndez, 2008, p. 225; Santa Ana, 1980, p. 31).
En el caso de mi aula, fue precisamente la necesidad de buscar alternativas al examen escrito
como única herramienta de evaluación lo que motivó el cambio metodológico. Mi estilo docente se
centraba en la necesidad de “motivar” al alumnado hacia el aprendizaje, buscando actividades
“supuestamente atractivas”, propuestas activas muchas veces, otras veces teóricas, utilizando
instrumentos musicales, cantando, haciendo audiciones, reduciendo la teoría y facilitando todo tipo
de resúmenes, esquemas, apuntes, gráficos, explicaciones... además de tener un número de
suspensos muy similar al del resto de asignaturas en ese IES (en torno al 50 %), en el mejor de los
casos, incluso en el alumnado con calificaciones de “notable” o “sobresaliente”, a las dos semanas
no recordaban nada o casi nada de los contenidos que se habían impartido. Era la prueba tangible de
que el alumnado dedicaba una gran cantidad de tiempo y trabajo en aprobar exámenes, más que en
aprender, y que se estaba produciendo un aprendizaje acrítico y memorístico (Neill, 1974, p. 65;
Ross, 1999, p. 28).
Theodor W. Adorno, en los años cincuenta del siglo XX, ya nos advertía de que el propio
concepto de examen está en contra de toda reflexión que debe complementar a la ciencia (Adorno,
4
1998, pp. 44-45; en Ibáñez Luque, 2003c, s.p.). Aunque se irán desglosando en este apartado
algunas posibles alternativas al examen, cabe advertir en primer lugar que necesitamos que la
evaluación realmente sirva para formarnos e informarnos, cambiando la costumbre del examen por
una auténtica “cultura de la evaluación”, centrándonos entonces en las ideas, los modelos y los
patrones de aprendizaje, no tanto en la memorización, por lo que (en contra de lo que suele hacerse
en los exámenes escritos u orales) debe haber un acceso libre a la información en cualquier
diagnóstico de los aprendizajes (Pérez Gómez, 2008, p. 95; Álvarez Méndez, 2008, p. 230).
Ligado a la inutilidad formativa e incluso evaluadora (en sentido estricto, salvo si entendemos
evaluación como “control”) de los exámenes, están los procedimientos de calificación que
habitualmente se utilizan. Si aceptamos que no hay una forma única ni cuantificable de medir el
pensamiento humano, o el grado de aprendizaje en torno a cualquier temática, entonces debemos
asumir que la calificación es una limitación burocrática del saber, que es mucho más extenso. Los
datos numéricos, por sí solos, no aportan ningún tipo de información, a no ser que su significado
sea compartido por todas las personas. De nuevo, aparece como requisito previo la dialogicidad y la
búsqueda de consensos (Álvarez Méndez, 2000a, p. 3; Sanmartí, 2007, p. 37).
Habitualmente sucede que es a partir de las calificaciones como la escuela suele reproducir las
desigualdades sociales, ya que se suele culpar al alumnado por sus malas calificaciones, no
cuestionando otras cosas que pueden estar influyendo o determinando la situación: el entorno social
o familiar, el ambiente del aula o del centro, el estilo docente del profesorado... (Sanmartí, 2007, pp.
92-93). Es muy alarmante comprobar, además, cómo en muchas ocasiones las calificaciones van
haciendo cumplir las profecías deterministas del contexto social o cultural del alumnado: “a los
pobres les hacéis repetir el curso. A la pequeña burguesía le repetís las clases (repasos, clases
especiales y particulares). Para la clase alta no hay problema, todo es repetición. Para Pierino (el
hijo del médico), aquello que le enseñáis lo ha oído en casa” (Barbiana, 1997, en Sanmartí, 2007,
p. 92).
Lejos de querer alcanzar cualquier tipo de objetividad, se propone aquí que la evaluación tienda
a la justicia y la ecuanimidad, de acuerdo con los procesos y actividades desarrolladas en el aula. Es
muy interesante, en este sentido, que el profesorado, junto al alumnado, busque la manera de
traducir la información sobre las actividades realizadas en una nota, una calificación, y recoger con
ella todos los matices del aprendizaje desarrollado en un determinado período de tiempo. El sistema
de valoración y calificación solamente podrá sernos útil si aporta información sobre el progreso del
alumnado, tanto a éste como al profesorado (Álvarez Méndez, 2008, pp. 222-232; Martínez
Rodríguez, 2008, p. 113).
En el caso de esta propuesta de aula, la evaluación se produce a cada instante, en cada decisión
5
que se toma, cada actividad que se realiza o se expone al resto de la clase... y todo ello desemboca
en una decisión (también consensuada) al final del trimestre sobre la calificación que nos parece
más “justa” para cada alumno y alumna. Esta decisión individual se toma en presencia de todo el
grupo-clase, que ha presenciado las actividades realizadas por todos los compañeros y compañeras,
a partir del compromiso o “contrato de aprendizaje” inicial adquirido, y contando con la voz de
cada persona, incluyendo también la del profesor.
Para comprobar o autoevaluar nuestra forma de evaluar (valga la expresión), debemos
reflexionar, en principio, sobre algunos de estos aspectos (Martínez Bonafé, 2000, pp. 9-14):
• ¿A qué nos referimos cuando decimos que estamos evaluando?
• ¿Se hace crítica por parte de los alumnos y alumnas? ¿cómo responde el profesorado a estas
críticas? ¿qué ocurre cuando el alumnado critica a un profesor o una clase en una sesión e
evaluación?
• ¿Son compartidos y conocidos los criterios de evaluación?
• Pensar en el tiempo que nos llevan los exámenes, que causan un gran estrés al alumnado
(también, a veces, al profesorado) y es en realidad solo una estrategia de control.
• ¿Qué se premia más en el aula?
• ¿Qué se suele criticar de los alumnos y alumnas?
• ¿Se considera más importante la obediencia o la toma de conciencia?
A partir del análisis de nuestra forma de evaluar, podemos plantearnos que todo es evaluable,
que todas las personas y todas las actuaciones deben ser evaluadas, podremos poner el foco en
múltiples aspectos: la interpretación del alumnado sobre lo que se le exige, el grado de comprensión
lingüística y semántica de la información, la organización del trabajo, los procedimientos a emplear,
el desarrollo del proceso, o el resultado final (Martínez Rodríguez, 2004, p. 61).
Desde la perspectiva de la pedagogía crítica, además, sería deseable que, más allá de
concepciones técnicas, instrumentalizadas o interesadas de la evaluación, caminásemos hacia un
tipo de evaluación crítica/reflexiva, que nos permita conocer la realidad de nuestro proceso de
enseñanza y aprendizaje, para así poder superarlo y transformarlo. Las diferencias de esta manera
de entender la evaluación, con respecto a concepciones más de tipo “tradicional” o de naturaleza
técnica, podemos resumirlo en el siguiente cuadro, de elaboración propia, a partir de las
aportaciones de Santos Guerra (2000, pp. 3-10):
6
EVALUACIÓN TÉCNICA EVALUACIÓN CRÍTICA/REFLEXIVA
Origen:
La sociedad necesita indicadores
cuantificables y simples, liberándose así de
las preguntas profundas sobre la educación.
Su origen está en la propia naturaleza de la
escuela, ya que la evaluación debe ser
educativa en sí misma.
Funciones:
• Control.
• Selección.
• Comprobación: saber si se han
conseguido los objetivos propuestos.
• Clasificación: permitiendo clasificar a los
estudiantes.
• Acreditación académica y social.
• Jerarquización: quien evalúa, impone sus
criterios.
• Diagnóstico: conocer las ideas de los
alumnos y alumnas, los errores, las
dificultades, los logros…
• Diálogo.
• Comprensión.
• Retroalimentación.
• Aprendizaje.
Consecuencias:
• Individualismo.
• Competitividad.
• Cuantificación.
• Simplificación.
• Inmediatez.
• Carácter no democrático.
• Autocrítica: reflexión, análisis holístico,
comprensión…
• Debate.
• Incertidumbre.
• Flexibilidad.
• Colegialidad.
Si desde una perspectiva crítica entendemos que la educación nunca es neutral, parece
coherente considerar que la evaluación tampoco lo es, sino que se puede orientar o no a la
participación (Martínez Rodríguez, 2004, p. 47). En esta misma línea, Álvarez Méndez (2000a, pp.
4-11; 2000b, pp. 4-9) propone “problematizar” los contenidos, el programa, la metodología, la
evaluación... no dando nada por concluido. Será de este modo como mejor podemos despertar en el
alumnado el sentido de responsabilidad, rechazando la alienación del pensamiento. La auténtica
responsabilidad surge cuando hay posibilidad de elegir, de participar en la toma de decisiones
respecto al propio aprendizaje, y también en la evaluación. Será así como, además, se desarrollará la
capacidad de decisión del alumnado, de forma colaborativa.
Destaca también este autor (Álvarez Méndez, op. cit.) que, procediendo de este modo, no
sabremos con total seguridad los objetivos a los que llegaremos, ni los aprendizajes que se
producirán, quedando un interesante margen de incertidumbre para atender a los intereses del
alumnado, a esa necesaria apertura y democratización del currículum que comentaremos respecto al
trabajo por proyectos. El aula, así, se concibe como un “banco de pruebas”, donde se analizan los
procesos de enseñanza y aprendizaje, se disfruta con el aprendizaje (por el simple hecho de
aprender, desde la motivación intrínseca, de la propia actividad en sí), se actúa de un modo
7
autónomo y libre. Aunque no se renuncia a la reflexión teórica, se considera que la clase es un lugar
para aprender, no solo para transmitir información, donde es muy importante conocer a quienes
aprenden de manera conjunta (incluyendo aquí tanto a alumnado como a profesorado), buscando el
entendimiento y la comprensión, el placer de buscar la verdad.
A partir de esta manera de concebir el aprendizaje y la actividad del aula será como se pueda
realizar una auténtica evaluación continua, cada vez que se produzca un aprendizaje, o mientras se
produce. Se promueven así críticas constructivas, con una manera ética y personalizada de evaluar,
basada no en pretensiones de objetividad, sino sobre la base de la intersubjetividad. Es muy
importante, sobre todo, que el alumnado sea consciente del momento y el estado en que se
encuentra respecto a su propio aprendizaje y respecto a los compromisos y normas consensuadas,
tratando de aceptar los errores con la intención de superarlos (no porque conlleven una
penalización). El último (y tal vez más importante) consejo que da Álvarez Méndez (op. cit.) es que
el profesorado procure no caer en los estereotipos de la educación ni la evaluación que se nos dio.
En resumen, de manera implícita a esta forma de evaluar está el concepto de evaluación
formativa, un concepto que todo el gremio docente escucha a menudo, y no sabemos si se ha
llevado demasiado a la práctica... Se considera, desde esta perspectiva, que “el error [tanto del
alumnado como del profesorado, se podría añadir] es el punto de partida para aprender” (Sanmartí,
2007, p. 45). Solo es posible aprender valorando lo que hacemos bien y siendo conscientes de todo
aquéllo que es mejorable. Así, el aprendizaje solo se produce si es a través de una auténtica
evaluación continua y formativa, ya que es justamente eso lo que solemos hacer en la vida
cotidiana: aprendemos de nuestros errores, evaluamos y valoramos situaciones... A lo largo del
curso académico, además, el profesorado tiene muchísimas oportunidades para averiguar y evaluar
cómo aprenden los estudiantes, e introducir cambios que contribuyan a la mejora de la enseñanza y
el aprendizaje, juzgando el modo en que se desarrolla el currículo, mejorando tanto la práctica
como la teoría que la sustenta. Es un tipo de evaluación que reorienta y potencia el proceso de
enseñanza-aprendizaje, y que nunca debe ser utilizada para jerarquizar, etiquetar, segregar o limitar
(Álvarez Méndez, 2008, pp. 223-224; Sanmartí, 2007, p. 18; García Gómez, 2004, p. 7).
Si nos preguntamos, constantemente, porqué hacemos algo, buscando objetivos compartidos, y
promoviendo un proceso de comunicación que facilite que los estudiantes se apropien del
conocimiento que proporciona la evaluación, promoveremos que se desarrolle una auténtica
autonomía e iniciativa personal. El alumnado, del mismo modo que se debe sentir protagonista de
toda la actividad educativa del aula, debe ser parte activa y protagonista de su proceso de
evaluación. La evaluación debe estar al servicio de quien aprende, y, al hacerlo, estará
simultáneamente al servicio de quien enseña (Sanmartí, pp. 2007, pp. 56-58; Ureña et al., 2007, p.
8
2; Álvarez Méndez, 2008, p. 206).
Entre otras cosas, este tipo de evaluación formativa pretende (Martín Horcajo et al., 2007, pp.
4-10):
1. Formar parte del proceso de enseñanza y aprendizaje, más que ser su punto y final.
2. Ser un proceso negociado.
3. Motivar al alumnado sin la amenaza de las notas.
4. Hacer del aprendizaje un placer y no un castigo.
5. Evaluar el proceso en toda su complejidad.
6. Ser coherente con la práctica docente, de manera que la evaluación tenga sentido, produzca
aprendizajes significativos y sea útil para algo.
7. Crear situaciones de “generosidad”, dejándonos dar, de nuestro alumnado.
Entre las alternativas y procedimientos de evaluación formativa que vienen mostrando su
éxito, podemos encontrar la evaluación entre pares, la autoevaluación, la autocalificación, la
calificación dialogada, la autoevaluación compartida, coevaluación, heteroevaluación y evaluación
compartida... Aunque pueda parecer simplista, y existan diferentes matices en cada uno de estos
procedimientos, en general consisten en establecer unos criterios de evaluación claros, sencillos,
compartidos y consensuados con el alumnado, negociando cómo se ha de producir el proceso de
evaluación, generando discusiones y debates en la clase, teniendo en cuenta la perspectiva del
alumnado... Es, en definitiva, un tipo de evaluación que consiste en un diálogo constante entre
profesorado y alumnado, evaluando al servicio de quien aprende, pasando del examen (estático,
individual y mudo) a la dinámica de la participación, la construcción, el diálogo, el intercambio de
información relevante, en favor de la construcción del aprendizaje y la superación de las
dificultades y los errores (Ureña et al., pp. 8-11; Sanmartí, 2007, p. 104; Valcárcel, 2003, p. 60 en
Álvarez Méndez, 2008, pp. 221-223).
El reto didáctico que plantea este tipo de evaluación consiste en que el alumnado sea capaz de
construir sus propios criterios de evaluación, de manera que éstos no sean impuestos por el
profesorado, pero se promueva el proceso de autoconstrucción. Para ello, es importante plantearse
cómo organizar y gestionar el aula, mediante propuestas metodológicas y actividades (como las que
aquí se proponen) que permitan ayudar a la autorregulación, desde la autonomía y la participación.
A su vez, es importante que se desarrollen habilidades cognitivo-lingüísticas, ya que si el alumnado
no sabe expresar sus ideas de forma que otras personas las entiendan, es imposible que se puedan
evaluar (Sanmartí, 2007, pp. 60-61).
9
Desde esta propuesta metodológica, en el camino de la democratización de nuestro sistema
educativo y la consecución de las grandes finalidades de la pedagogía crítica, se posibilita que en el
aula todas las personas evalúen y regulen, tanto el profesorado como el alumnado, desde el diálogo
sobre el error, expresando las ideas y discutiéndolas sin temor, poniéndolas a prueba, identificando
posibles incoherencias, o buscando otras formas de actuar. Así, el alumnado actuará muchas veces
como docente, y el profesor o profesora aprenderá de su alumnado. Esta autorregulación podrá ser
promovida, entonces, por un alumno o alumna (de manera individual), por el profesorado, o por los
compañeros y compañeras del grupo-clase, que podrán detectar, valorar, sugerir... (Sanmartí, 2007,
pp. 17-48).
Bajo el principio de negociación que subyace a todas estas ideas sobre la evaluación (Martínez
Rodríguez, 2005, p. 112), se pueden proponer procedimientos concretos e autoevaluación y
coevaluación del alumnado, junto a su profesor. De entrada, la atuoevaluación y la coevaluación no
son considerados una concesión que hace el profesorado, sino más bien un derecho del alumnado
que trae consigo una gran cantidad de connotaciones éticas. Se considera aquí que una de las peores
cosas que suelen ocurrir en las escuelas es que no se fomente la autoevaluación del alumnado,
quitando toda posibilidad a éste de evaluar su propio trabajo. En cambio, se debe permitir que sea el
alumnado quien corrija y evalúe sus propios trabajos, dando la oportunidad de descubrir los propios
errores y redirigir su aprendizaje, pero ocurre muchas veces que es el profesorado quien hace esta
función, con lo que el alumnado pasa a depender rápidamente del “experto”. La evaluación es un
derecho, porque es la única manera que tenemos de tomar conciencia de nuestro proceso personal o
colectivo, y es la única forma de aportar una valoración individual o colectiva, mediante preguntas
implícitas o explícitas que se pueden ir planteando a lo largo de todo el proceso educativo: desde su
propio diseño, la manera en que se desarrolla, o evaluando los resultados (Álvarez Méndez, 2000b,
p. 9; Holt, 1987, pp. 36-63; MCEP de Canarias, 2009).
Tomando como referente la autonomía del alumnado, el comentario del docente debe dar paso
de forma paulatina a la autoevaluación del propio alumnado, de esta forma ligada a la
responsabilidad y autorregulación de su aprendizaje. Para ello, es imprescindible que el alumnado
comparta los objetivos de aprendizaje, las estrategias de pensamiento y de acción aplicables a las
tareas, y los criterios de evaluación (Pérez Gómez, 2008, p. 94; Sanmartí, 2007, p. 17). De nuevo, el
diálogo, la democratización de los procesos y la búsqueda de consensos aparecen ante nosotros
como las “claves del éxito” en cualquier tipo de actuación educativa, y en este caso, respecto a la
evaluación.
Cabe advertir, no obstante, que el diálogo, la coevaluación y la autoevaluación conllevan
ciertas dificultades, derivadas habitualmente de los distintos roles del profesorado y del alumnado.
10
Por un lado, la coevaluación y la autoevaluación resulta difícil para una persona adulta (tanto más si
es docente), porque tenemos una gran tendencia a comunicarnos como conocedores expertos, más
que a conectar con las necesidades de quienes aprenden. Por su parte, el alumnado también viene
(máxime al tratarse de Secundaria) con una determinada idea sobre lo que es la evaluación, que en
la mayoría de ocasiones consiste en “aprender para el examen”, buscar la manera de aprobar “a toda
costa”, desarrollar estrategias para aprobar (no para aprender), y a que el profesor o profesora tenga
la última palabra (si no la única) en la evaluación. Con esta forma de evaluar, además, el sistema de
calificación es mucho más complejo (por ser dialogado), y se incrementa el trabajo del alumnado, al
ir ligado a la asunción de responsabilidades (Sanmartí, 2007, pp. 74-75; Ureña et al., 2007, pp. 9-
12).
La investigación demuestra, sin embargo, que aunque es difícil, cuando se consiguen establecer
procedimientos de coevaluación y autoevaluación en el aula, los resultados son mucho mejores
(Sanmartí, 2007, p. 75). Por ejemplo, se pueden analizar las ventajas percibidas por el alumnado y
el profesorado universitario participante en una experiencia de investigación-acción (Ureña et al.,
2007, pp. 9-12). En esta investigación, tanto alumnado como profesorado universitario percibían
que con la autoevaluación y la coevaluación:
– Hay una mayor continuidad entre el trabajo desarrollado y la evaluación.
– El alumnado construye su propio aprendizaje, desarrollándose así aprendizajes más
significativos.
– Se fortalece el trabajo en equipo y la participación del alumnado.
– Se valora positivamente no hacer exámenes.
– En cada momento se conocen los errores y se reorienta el trabajo para corregirlos.
– Hay un mayor intercambio de opiniones e informaciones, y una mayor comunicación.
– Hay una mayor transparencia en el proceso, que permite consensuar decisiones.
– Se trabaja más, pero con un sentido más eficaz y más justo.
– Se consigue una mayor motivación, implicación y rendimiento... sin necesidad de
memorizar.
– Permite romper con la monotonía y la rutina, en un ambiente distendido.
– El alumnado es consciente del compromiso adquirido, haciéndose más responsables de su
propio aprendizaje.
– Se desarrolla la capacidad de reflexión sobre cuestiones éticas y políticas.
11
Para terminar este apartado, cabe señalar respecto a las técnicas e instrumentos de evaluación
que, cuantos más instrumentos se utilicen y cuantas más personas consensúen el juicio que se emita
(triangulación) tanto más “justa” resultará la evaluación (Sanmartí, 2007, p. 104). Esto es
exactamente lo que se intenta con esta propuesta para el aula: hay una serie de normas, objetivos y
posibles actividades que son acordadas a principios de curso, y revisadas al principio de cada
trimestre. Sobre esa base, cada alumno y alumna adquiere un compromiso de realización de
actividades (individuales y/o en grupo) en un proceso público. Cada vez que alguien expone un
trabajo, o hace una actividad (a veces teórica, otras veces práctica, de audición, interpretación,
debate, comentario...) delante de sus compañeros y compañeras, todo el mundo opina y evalúa el
contenido, la manera en que se ha expuesto, el grado de comprensión de los contenidos, las posibles
mejoras que se pueden realizar... y al final de cada trimestre se hace una sesión de evaluación
tomando como referencia los criterios consensuados, el compromiso adquirido, el grado de
consecución (o superación, a veces) de ese compromiso, la opinión de cada alumno y alumna, la
opinión del grupo-clase, y la opinión del profesor. A partir de todo eso, se establece una calificación
individual, y se plantean mejoras para el siguiente trimestre. Aunque pueda parecer un proceso largo
y farragoso, e incluso a priori se puedan plantear dudas sobre los posibles conflictos o desacuerdos
que se puedan generar, lo cierto es que, una vez establecidos estos procedimientos, el grado de
coincidencia y consenso es muy alto, en muchas ocasiones unánime.
Del mismo modo que existen numerosas actividades posibles y formas de aprender, debe haber
múltiples formas de evaluar. Puesto que hay muchas formas de conocer nuestro mundo (y son pocos
los alumnos y alumnas que encajan dentro de un mismo molde), ni la enseñanza, ni la evaluación se
deben centrar en los contenidos de un libro de texto, ni deben presentarse de un modo cerrado, sino
que deben buscarse estrategias basadas en la investigación en el aula, partiendo de lo cotidiano, de
contextos muy concretos, democratizándolos a través de la investigación-acción. Se deben, por
tanto, diversificar los instrumentos de evaluación, de manera que sean múltiples y variados,
promoviendo especialmente la autonomía del alumnado (Sanmartí, 2007, pp. 18-30; Álvarez
Méndez, 2000a; Martínez Bonafé, 2000; Janesick, 2008, p. 328).
Por otra parte, como indica Sanmartí (2007, p. 24), no es posible que nadie se quede sin
aprender nada, como también es imposible que alguien aprenda todo. Lo más importante, entonces,
será la observación, análisis y reflexión compartida sobre las producciones del alumnado: “El
alumno aprende más de lo que el profesor enseña. [...] Observar (y calificar) sólo lo que el alumno
hace es reducir a lo más superficial su capacidad de aprender, y por tanto, su competencia
cognitiva. [...] Lo importante será la observación, el análisis y la valoración de las producciones
de los alumnos” (Álvarez Méndez, 2008, 220).
12
Para una evaluación formativa y democrática, centrada en la coevaluación y la autoevaluación,
(como la que aquí se propone), no es necesario cambiar el instrumento en sí, sino principalmente la
manera de utilizarlo, empleando diversas fuentes contrastadas y confrontadas con las ideas de los
demás compañeros y compañeras, mediante la observación en clase, las tareas concretas, la
resolución de problemas, la participación en debates o explicaciones, conversaciones, carpetas de
aprendizaje... y sobre todo, a partir de las actividades realizadas por el alumnado, preferiblemente
de manera autónoma: ensayos, trabajos y proyectos, observación, portafolio, entrevistas,
exposiciones orales, cuadernos de campo, seminarios de debate y reflexión... (Pérez Gómez, 2008,
p. 94).
Este tipo de instrumentos coinciden con lo que Janesick (2008, pp. 328-330) llama “técnicas
de evaluación auténtica basadas en la pedagogía crítica”, que a su vez guardan una gran relación
con la propuesta desarrollada en el aula:
• Evaluaciones profesorado-alumnado.
• Evaluaciones de sus compañeros y compañeras.
• Representaciones, danza, teatro, poesía, fotografía y todas las formas de expresión
artística narrativa.
• Vídeos, CD's y otros medios de comunicación electrónica.
• Escribir una autobiografía.
• Diseñar una página web.
• Construir tu propio mobiliario (en el caso de música, construir instrumentos musicales).
• Entrevistar al conserje de la escuela (o a cualquier persona relacionada con la música, en
este caso).
• Hacer proyectos de tradición oral.
• Leer el proyecto y hacer historia.
• Diarios.
• Carpetas que muestran lo que el alumno o alumna va realizando.
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Evaluación democrática, autoevaluación y coevaluación

  • 1. “Evaluación democrática, autoevaluación y coevaluación” Luis Ibáñez Luque “Así como es imposible pensar la educación en forma neutra, es igualmente imposible pensar en una evaluación neutral de ella” (Freire, 1997c, 45) Probablemente si no se cambia la forma de evaluar, no se cuestiona la forma en que se lleva a cabo la evaluación, si no se camina hacia modelos más democráticos, colaborativos y autónomos de evaluación... cualquier propuesta de cambio resultará muy difícil, o incluso imposible. Junto con la autonomía del alumnado, probablemente la evaluación sea el eje central de la actividad educativa en esta propuesta de aula. Cada momento, cada idea o actividad del aula es evaluada constantemente, entendiendo así la evaluación como mejora, la evaluación como requisito indispensable para conocernos y conocer las distintas situaciones del aula. Además, continuamente se establecen, cuestionan y flexibilizan todo tipo de compromisos respecto a la evaluación, a partir de los contratos de aprendizaje comentados anteriormente. Neus Sanmartí (2007, p. 19) lo resume magníficamente bien en la frase “dime cómo evalúas y te diré qué y cómo enseñas”. La evaluación condiciona todo el proceso de enseñanza-aprendizaje, y es parte central de dicho proceso, ya que es imposible aprender sin evaluar. Una persona que aprende, es una persona que valora, critica, opina, razona, fundamenta, decide, enjuicia, argumenta... y distingue entre lo que tiene valor y lo que carece de él. Es imposible conocer de manera profunda cómo aprende el alumnado, si no consideramos y tratamos con igual grado de importancia la evaluación respecto al resto de elementos del currículum. A partir de esa forma de aprender del alumnado, la evaluación puede condicionar (y de hecho, condiciona) la manera en que el profesor o profesora enseña, la selección de contenidos, el clima de relaciones sociales en el aula y los ambientes de aprendizaje escolar (Pérez Gómez, 2008, p. 94; Santos Guerra, 2000, p. 1; Álvarez Méndez, 2008, p. 229; Sanmartí, 2007, p. 9). Si defendemos la necesidad de trabajar por la democratización de las relaciones del aula, por la justicia y la transformación social, negociando contenidos, fomentando la autonomía del alumnado... la evaluación no puede ser dirigida exclusivamente por el profesorado, ya que entonces el alumnado tiene todo el derecho del mundo a sentirse engañado, manipulado, o a considerar que no se ha tenido suficientemente en cuenta su voz. No se puede tener una actitud democrática en todo el proceso educativo salvo en la evaluación o en la calificación del alumnado. Precisamente una de las mayores resistencias iniciales del alumnado a la hora de participar en esta nueva 1
  • 2. metodología de aula, procede de su incredulidad respecto a la evaluación. En el fondo es como si pensaran: “sí, todo muy democrático, pero luego la nota la pondrás tú”. Cuando se comprueba que podemos ser justos, valorar el trabajo de forma conjunta, y establecer calificaciones con un altísimo grado de consenso entre todos y todas (ya se trate de buenas notas, o suspenso), esas barreras mentales suelen desaparecer, pero es difícil, sobre todo cuando al llegar a Secundaria, una gran parte de este alumnado lleva muchos años de escolarización con “otras formas” de evaluación. ¿Cómo suele ser la evaluación? ¿cómo suele darse en nuestro sistema educativo, en nuestra realidad escolar? A pesar de que desde la LOGSE (MEC, 1990) nuestra normativa pretende que la evaluación sirva para reflexionar sobre la mejora, para evaluar tanto la enseñanza como el aprendizaje, tanto al profesorado como al alumnado y al propio sistema educativo en conjunto, suele suceder que la evaluación se centra en el alumnado, con lo que el resto de los agentes pasan inadvertidos. Es una evaluación que sirve para medir y clasificar. En vez de reflexionar sobre a quién ayuda o perjudica dicha evaluación, a qué valores sirve, evaluando para comprender, para ser críticos, para la liberación y no la domesticación (Santos Guerra, 2003; Freire, 1997b, p. 111), sucede la mayoría de las veces que “con la pretensión de que la evaluación ha de ser justa, se homogeneiza la duración, el modo de hacerla y los criterios de exigencia. Nada más injusto” (Santos Guerra, 2002, p. 78). Algunos problemas comunes en el modo habitual en que se enfoca la evaluación son (Blanco, 1996, en Gómez-Pardo, 2003, p. 36): • “Sólo se evalúan contenidos conceptuales. [...] • Se utiliza como instrumento fundamental el examen. • La evaluación se hace en función de los resultados. No se tiene en cuenta el proceso seguido, el ritmo de aprendizaje, los esfuerzos... [...] • La recuperación es la repetición del examen inicial. • La evaluación se reduce a una calificación numérica. • La evaluación suele ser normativa. Se realiza en función de datos estadísticos medios, sin tener en cuenta la situación educativa individual del alumnado. • La evaluación concluye el proceso […] • No se practica la autoevaluación” Tras la llegada de las competencias básicas, y con el objetivo de de que todo el sistema educativo tienda a la consecución (comprobable, medible, demostrable y cuantificable) de dichas 2
  • 3. competencias, surgen muchas más dudas, interrogantes y contradicciones, además de las que ya teníamos, que no eran pocas (Álvarez Méndez, 2008, pp. 215-216). La normativa propone que todas las competencias sean trabajadas de manera conjunta en todas las asignaturas, y de manera transversal a los objetivos y contenidos en cada una de éstas. Además, se supone que al ser “capacidades puestas en práctica”, las competencias básicas solo pueden ser evaluadas en un contexto real, o lo más parecido posible a la realidad, principalmente a partir de utilizar distintas herramientas de evaluación. Sin embargo, cuando se dice que las pruebas PISA (OCDE, 2003), o las pruebas generales de diagnóstico “miden competencias”, se está incurriendo en una grave contradicción: ¿es entonces posible únicamente con una prueba escrita determinar el grado de competencia de nuestros estudiantes? Si se ciñen a dos o tres áreas del currículum (matemáticas, lengua, conocimiento del medio o ciencias naturales), ¿no se está lanzando el mensaje consciente o inconsciente de que hay asignaturas con un carácter más “competencial” que otras? ¿donde quedan las aportaciones de áreas como la música, la tecnología, o las ciencias sociales, a las competencias básicas? ¿puede una única técnica de evaluación informar suficientemente sobre lo “competente” que resulta nuestro alumnado? Más allá de contradicciones, precisamente la propuesta de evaluación y calificación que aquí se presenta tiene como objetivo que tanto el alumnado como el profesor accedan a diversos tipos de información, por distintos medios, acerca de cómo se está llevando a cabo el proceso de enseñanza- aprendizaje, pudiendo así reencauzar o revocar las decisiones tomadas en cualquier momento, a propuesta de cualquiera de las personas del aula. Además, cuando se utilizan trabajos o técnicas creativas, auditivas, a veces prácticas, otras teóricas, orales, escritas, debates... es fácil tener elementos de juicio suficientes para una valoración adecuada de ese proceso de enseñanza y aprendizaje. Una de las primeras propuestas de esta investigación-acción, el punto de partida para el cambio, es precisamente la búsqueda de alternativas al examen tradicional. Los exámenes, en numerosas ocasiones, pervierten toda la actuación educativa, ya que se premia al alumnado que aprueba el examen, no a quienes aprenden. De este modo, el alumnado va desarrollando toda una serie de estrategias expresamente destinadas para aprobar exámenes, olvidando los contenidos después de la última lección, y desarrollando un aprendizaje paralelo en la calle, en la vida (este sí, realmente relevante) (Santa Ana, 1980, p. 55; Tonucci, 2004, p. 38). Los exámenes y sus calificaciones fueron introducidos en las universidades europeas desde finales del siglo XVIII. No tienen, por tanto, nada de eterno ni necesario, sino que solo es una forma histórica más. Los factores principales que intervinieron en su generalización fueron el alto número de alumnos, junto a la idea de que es posible asignar un valor numérico exacto al pensamiento 3
  • 4. humano (Viñao, 1997, pp. 17-18). Afortunadamente, este tipo de perspectiva psicométrica se encuentra totalmente superada hoy en día, ya que “según algunas investigaciones [...] para que haya cierto rigor en la corrección de exámenes de ciencias hacen falta más de diez correctores. Y más de cien para los de letras” (Santos Guerra, 2001, p. 24). Ya Holt, a finales de la década de los sesenta, nos advertía: “olvidémosnos de todas esas tonterías de grados, exámenes y calificaciones. No sabemos, ni sabremos nunca, cómo medir el grado de conocimientos o de comprensión de otra persona. [...] La gente sólo recuerda lo que les parece interesante y útil, lo que les ayuda a encontrarle un sentido al mundo, a disfrutar de él o a soportarlo” (Holt, 1987, p. 37). Sin embargo, aunque desde el punto de vista de la investigación, la teoría pedagogía e incluso la normativa, esta perspectiva carezca de validez, una buena parte del profesorado sigue pensando que es la única forma de “controlar” lo que el alumnado sabe es haciendo exámenes. Los exámenes orales y escritos son una de las más importantes situaciones generadoras de miedo para el alumnado, pero lo peor es que hay una parte del profesorado que cree que ese miedo mejora el rendimiento. Suele suceder, entonces, que se confunden los medios con los fines, al confundir la evaluación (y la necesidad de saber cómo se está llevando a cabo el proceso de enseñanza y aprendizaje) con el control. Así es como, además, los exámenes cumplen con la función de reproducción de desigualdades inherente al sistema educativo, seleccionando solo a “los mejores” (quienes mejor hacen exámenes, no quienes más saben), personas que el sistema considera “válidas” para una sociedad como la nuestra, basada en gran medida en la ambición y el miedo (Martínez Rodríguez, 2005, pp. 46-47; Álvarez Méndez, 2008, p. 225; Santa Ana, 1980, p. 31). En el caso de mi aula, fue precisamente la necesidad de buscar alternativas al examen escrito como única herramienta de evaluación lo que motivó el cambio metodológico. Mi estilo docente se centraba en la necesidad de “motivar” al alumnado hacia el aprendizaje, buscando actividades “supuestamente atractivas”, propuestas activas muchas veces, otras veces teóricas, utilizando instrumentos musicales, cantando, haciendo audiciones, reduciendo la teoría y facilitando todo tipo de resúmenes, esquemas, apuntes, gráficos, explicaciones... además de tener un número de suspensos muy similar al del resto de asignaturas en ese IES (en torno al 50 %), en el mejor de los casos, incluso en el alumnado con calificaciones de “notable” o “sobresaliente”, a las dos semanas no recordaban nada o casi nada de los contenidos que se habían impartido. Era la prueba tangible de que el alumnado dedicaba una gran cantidad de tiempo y trabajo en aprobar exámenes, más que en aprender, y que se estaba produciendo un aprendizaje acrítico y memorístico (Neill, 1974, p. 65; Ross, 1999, p. 28). Theodor W. Adorno, en los años cincuenta del siglo XX, ya nos advertía de que el propio concepto de examen está en contra de toda reflexión que debe complementar a la ciencia (Adorno, 4
  • 5. 1998, pp. 44-45; en Ibáñez Luque, 2003c, s.p.). Aunque se irán desglosando en este apartado algunas posibles alternativas al examen, cabe advertir en primer lugar que necesitamos que la evaluación realmente sirva para formarnos e informarnos, cambiando la costumbre del examen por una auténtica “cultura de la evaluación”, centrándonos entonces en las ideas, los modelos y los patrones de aprendizaje, no tanto en la memorización, por lo que (en contra de lo que suele hacerse en los exámenes escritos u orales) debe haber un acceso libre a la información en cualquier diagnóstico de los aprendizajes (Pérez Gómez, 2008, p. 95; Álvarez Méndez, 2008, p. 230). Ligado a la inutilidad formativa e incluso evaluadora (en sentido estricto, salvo si entendemos evaluación como “control”) de los exámenes, están los procedimientos de calificación que habitualmente se utilizan. Si aceptamos que no hay una forma única ni cuantificable de medir el pensamiento humano, o el grado de aprendizaje en torno a cualquier temática, entonces debemos asumir que la calificación es una limitación burocrática del saber, que es mucho más extenso. Los datos numéricos, por sí solos, no aportan ningún tipo de información, a no ser que su significado sea compartido por todas las personas. De nuevo, aparece como requisito previo la dialogicidad y la búsqueda de consensos (Álvarez Méndez, 2000a, p. 3; Sanmartí, 2007, p. 37). Habitualmente sucede que es a partir de las calificaciones como la escuela suele reproducir las desigualdades sociales, ya que se suele culpar al alumnado por sus malas calificaciones, no cuestionando otras cosas que pueden estar influyendo o determinando la situación: el entorno social o familiar, el ambiente del aula o del centro, el estilo docente del profesorado... (Sanmartí, 2007, pp. 92-93). Es muy alarmante comprobar, además, cómo en muchas ocasiones las calificaciones van haciendo cumplir las profecías deterministas del contexto social o cultural del alumnado: “a los pobres les hacéis repetir el curso. A la pequeña burguesía le repetís las clases (repasos, clases especiales y particulares). Para la clase alta no hay problema, todo es repetición. Para Pierino (el hijo del médico), aquello que le enseñáis lo ha oído en casa” (Barbiana, 1997, en Sanmartí, 2007, p. 92). Lejos de querer alcanzar cualquier tipo de objetividad, se propone aquí que la evaluación tienda a la justicia y la ecuanimidad, de acuerdo con los procesos y actividades desarrolladas en el aula. Es muy interesante, en este sentido, que el profesorado, junto al alumnado, busque la manera de traducir la información sobre las actividades realizadas en una nota, una calificación, y recoger con ella todos los matices del aprendizaje desarrollado en un determinado período de tiempo. El sistema de valoración y calificación solamente podrá sernos útil si aporta información sobre el progreso del alumnado, tanto a éste como al profesorado (Álvarez Méndez, 2008, pp. 222-232; Martínez Rodríguez, 2008, p. 113). En el caso de esta propuesta de aula, la evaluación se produce a cada instante, en cada decisión 5
  • 6. que se toma, cada actividad que se realiza o se expone al resto de la clase... y todo ello desemboca en una decisión (también consensuada) al final del trimestre sobre la calificación que nos parece más “justa” para cada alumno y alumna. Esta decisión individual se toma en presencia de todo el grupo-clase, que ha presenciado las actividades realizadas por todos los compañeros y compañeras, a partir del compromiso o “contrato de aprendizaje” inicial adquirido, y contando con la voz de cada persona, incluyendo también la del profesor. Para comprobar o autoevaluar nuestra forma de evaluar (valga la expresión), debemos reflexionar, en principio, sobre algunos de estos aspectos (Martínez Bonafé, 2000, pp. 9-14): • ¿A qué nos referimos cuando decimos que estamos evaluando? • ¿Se hace crítica por parte de los alumnos y alumnas? ¿cómo responde el profesorado a estas críticas? ¿qué ocurre cuando el alumnado critica a un profesor o una clase en una sesión e evaluación? • ¿Son compartidos y conocidos los criterios de evaluación? • Pensar en el tiempo que nos llevan los exámenes, que causan un gran estrés al alumnado (también, a veces, al profesorado) y es en realidad solo una estrategia de control. • ¿Qué se premia más en el aula? • ¿Qué se suele criticar de los alumnos y alumnas? • ¿Se considera más importante la obediencia o la toma de conciencia? A partir del análisis de nuestra forma de evaluar, podemos plantearnos que todo es evaluable, que todas las personas y todas las actuaciones deben ser evaluadas, podremos poner el foco en múltiples aspectos: la interpretación del alumnado sobre lo que se le exige, el grado de comprensión lingüística y semántica de la información, la organización del trabajo, los procedimientos a emplear, el desarrollo del proceso, o el resultado final (Martínez Rodríguez, 2004, p. 61). Desde la perspectiva de la pedagogía crítica, además, sería deseable que, más allá de concepciones técnicas, instrumentalizadas o interesadas de la evaluación, caminásemos hacia un tipo de evaluación crítica/reflexiva, que nos permita conocer la realidad de nuestro proceso de enseñanza y aprendizaje, para así poder superarlo y transformarlo. Las diferencias de esta manera de entender la evaluación, con respecto a concepciones más de tipo “tradicional” o de naturaleza técnica, podemos resumirlo en el siguiente cuadro, de elaboración propia, a partir de las aportaciones de Santos Guerra (2000, pp. 3-10): 6
  • 7. EVALUACIÓN TÉCNICA EVALUACIÓN CRÍTICA/REFLEXIVA Origen: La sociedad necesita indicadores cuantificables y simples, liberándose así de las preguntas profundas sobre la educación. Su origen está en la propia naturaleza de la escuela, ya que la evaluación debe ser educativa en sí misma. Funciones: • Control. • Selección. • Comprobación: saber si se han conseguido los objetivos propuestos. • Clasificación: permitiendo clasificar a los estudiantes. • Acreditación académica y social. • Jerarquización: quien evalúa, impone sus criterios. • Diagnóstico: conocer las ideas de los alumnos y alumnas, los errores, las dificultades, los logros… • Diálogo. • Comprensión. • Retroalimentación. • Aprendizaje. Consecuencias: • Individualismo. • Competitividad. • Cuantificación. • Simplificación. • Inmediatez. • Carácter no democrático. • Autocrítica: reflexión, análisis holístico, comprensión… • Debate. • Incertidumbre. • Flexibilidad. • Colegialidad. Si desde una perspectiva crítica entendemos que la educación nunca es neutral, parece coherente considerar que la evaluación tampoco lo es, sino que se puede orientar o no a la participación (Martínez Rodríguez, 2004, p. 47). En esta misma línea, Álvarez Méndez (2000a, pp. 4-11; 2000b, pp. 4-9) propone “problematizar” los contenidos, el programa, la metodología, la evaluación... no dando nada por concluido. Será de este modo como mejor podemos despertar en el alumnado el sentido de responsabilidad, rechazando la alienación del pensamiento. La auténtica responsabilidad surge cuando hay posibilidad de elegir, de participar en la toma de decisiones respecto al propio aprendizaje, y también en la evaluación. Será así como, además, se desarrollará la capacidad de decisión del alumnado, de forma colaborativa. Destaca también este autor (Álvarez Méndez, op. cit.) que, procediendo de este modo, no sabremos con total seguridad los objetivos a los que llegaremos, ni los aprendizajes que se producirán, quedando un interesante margen de incertidumbre para atender a los intereses del alumnado, a esa necesaria apertura y democratización del currículum que comentaremos respecto al trabajo por proyectos. El aula, así, se concibe como un “banco de pruebas”, donde se analizan los procesos de enseñanza y aprendizaje, se disfruta con el aprendizaje (por el simple hecho de aprender, desde la motivación intrínseca, de la propia actividad en sí), se actúa de un modo 7
  • 8. autónomo y libre. Aunque no se renuncia a la reflexión teórica, se considera que la clase es un lugar para aprender, no solo para transmitir información, donde es muy importante conocer a quienes aprenden de manera conjunta (incluyendo aquí tanto a alumnado como a profesorado), buscando el entendimiento y la comprensión, el placer de buscar la verdad. A partir de esta manera de concebir el aprendizaje y la actividad del aula será como se pueda realizar una auténtica evaluación continua, cada vez que se produzca un aprendizaje, o mientras se produce. Se promueven así críticas constructivas, con una manera ética y personalizada de evaluar, basada no en pretensiones de objetividad, sino sobre la base de la intersubjetividad. Es muy importante, sobre todo, que el alumnado sea consciente del momento y el estado en que se encuentra respecto a su propio aprendizaje y respecto a los compromisos y normas consensuadas, tratando de aceptar los errores con la intención de superarlos (no porque conlleven una penalización). El último (y tal vez más importante) consejo que da Álvarez Méndez (op. cit.) es que el profesorado procure no caer en los estereotipos de la educación ni la evaluación que se nos dio. En resumen, de manera implícita a esta forma de evaluar está el concepto de evaluación formativa, un concepto que todo el gremio docente escucha a menudo, y no sabemos si se ha llevado demasiado a la práctica... Se considera, desde esta perspectiva, que “el error [tanto del alumnado como del profesorado, se podría añadir] es el punto de partida para aprender” (Sanmartí, 2007, p. 45). Solo es posible aprender valorando lo que hacemos bien y siendo conscientes de todo aquéllo que es mejorable. Así, el aprendizaje solo se produce si es a través de una auténtica evaluación continua y formativa, ya que es justamente eso lo que solemos hacer en la vida cotidiana: aprendemos de nuestros errores, evaluamos y valoramos situaciones... A lo largo del curso académico, además, el profesorado tiene muchísimas oportunidades para averiguar y evaluar cómo aprenden los estudiantes, e introducir cambios que contribuyan a la mejora de la enseñanza y el aprendizaje, juzgando el modo en que se desarrolla el currículo, mejorando tanto la práctica como la teoría que la sustenta. Es un tipo de evaluación que reorienta y potencia el proceso de enseñanza-aprendizaje, y que nunca debe ser utilizada para jerarquizar, etiquetar, segregar o limitar (Álvarez Méndez, 2008, pp. 223-224; Sanmartí, 2007, p. 18; García Gómez, 2004, p. 7). Si nos preguntamos, constantemente, porqué hacemos algo, buscando objetivos compartidos, y promoviendo un proceso de comunicación que facilite que los estudiantes se apropien del conocimiento que proporciona la evaluación, promoveremos que se desarrolle una auténtica autonomía e iniciativa personal. El alumnado, del mismo modo que se debe sentir protagonista de toda la actividad educativa del aula, debe ser parte activa y protagonista de su proceso de evaluación. La evaluación debe estar al servicio de quien aprende, y, al hacerlo, estará simultáneamente al servicio de quien enseña (Sanmartí, pp. 2007, pp. 56-58; Ureña et al., 2007, p. 8
  • 9. 2; Álvarez Méndez, 2008, p. 206). Entre otras cosas, este tipo de evaluación formativa pretende (Martín Horcajo et al., 2007, pp. 4-10): 1. Formar parte del proceso de enseñanza y aprendizaje, más que ser su punto y final. 2. Ser un proceso negociado. 3. Motivar al alumnado sin la amenaza de las notas. 4. Hacer del aprendizaje un placer y no un castigo. 5. Evaluar el proceso en toda su complejidad. 6. Ser coherente con la práctica docente, de manera que la evaluación tenga sentido, produzca aprendizajes significativos y sea útil para algo. 7. Crear situaciones de “generosidad”, dejándonos dar, de nuestro alumnado. Entre las alternativas y procedimientos de evaluación formativa que vienen mostrando su éxito, podemos encontrar la evaluación entre pares, la autoevaluación, la autocalificación, la calificación dialogada, la autoevaluación compartida, coevaluación, heteroevaluación y evaluación compartida... Aunque pueda parecer simplista, y existan diferentes matices en cada uno de estos procedimientos, en general consisten en establecer unos criterios de evaluación claros, sencillos, compartidos y consensuados con el alumnado, negociando cómo se ha de producir el proceso de evaluación, generando discusiones y debates en la clase, teniendo en cuenta la perspectiva del alumnado... Es, en definitiva, un tipo de evaluación que consiste en un diálogo constante entre profesorado y alumnado, evaluando al servicio de quien aprende, pasando del examen (estático, individual y mudo) a la dinámica de la participación, la construcción, el diálogo, el intercambio de información relevante, en favor de la construcción del aprendizaje y la superación de las dificultades y los errores (Ureña et al., pp. 8-11; Sanmartí, 2007, p. 104; Valcárcel, 2003, p. 60 en Álvarez Méndez, 2008, pp. 221-223). El reto didáctico que plantea este tipo de evaluación consiste en que el alumnado sea capaz de construir sus propios criterios de evaluación, de manera que éstos no sean impuestos por el profesorado, pero se promueva el proceso de autoconstrucción. Para ello, es importante plantearse cómo organizar y gestionar el aula, mediante propuestas metodológicas y actividades (como las que aquí se proponen) que permitan ayudar a la autorregulación, desde la autonomía y la participación. A su vez, es importante que se desarrollen habilidades cognitivo-lingüísticas, ya que si el alumnado no sabe expresar sus ideas de forma que otras personas las entiendan, es imposible que se puedan evaluar (Sanmartí, 2007, pp. 60-61). 9
  • 10. Desde esta propuesta metodológica, en el camino de la democratización de nuestro sistema educativo y la consecución de las grandes finalidades de la pedagogía crítica, se posibilita que en el aula todas las personas evalúen y regulen, tanto el profesorado como el alumnado, desde el diálogo sobre el error, expresando las ideas y discutiéndolas sin temor, poniéndolas a prueba, identificando posibles incoherencias, o buscando otras formas de actuar. Así, el alumnado actuará muchas veces como docente, y el profesor o profesora aprenderá de su alumnado. Esta autorregulación podrá ser promovida, entonces, por un alumno o alumna (de manera individual), por el profesorado, o por los compañeros y compañeras del grupo-clase, que podrán detectar, valorar, sugerir... (Sanmartí, 2007, pp. 17-48). Bajo el principio de negociación que subyace a todas estas ideas sobre la evaluación (Martínez Rodríguez, 2005, p. 112), se pueden proponer procedimientos concretos e autoevaluación y coevaluación del alumnado, junto a su profesor. De entrada, la atuoevaluación y la coevaluación no son considerados una concesión que hace el profesorado, sino más bien un derecho del alumnado que trae consigo una gran cantidad de connotaciones éticas. Se considera aquí que una de las peores cosas que suelen ocurrir en las escuelas es que no se fomente la autoevaluación del alumnado, quitando toda posibilidad a éste de evaluar su propio trabajo. En cambio, se debe permitir que sea el alumnado quien corrija y evalúe sus propios trabajos, dando la oportunidad de descubrir los propios errores y redirigir su aprendizaje, pero ocurre muchas veces que es el profesorado quien hace esta función, con lo que el alumnado pasa a depender rápidamente del “experto”. La evaluación es un derecho, porque es la única manera que tenemos de tomar conciencia de nuestro proceso personal o colectivo, y es la única forma de aportar una valoración individual o colectiva, mediante preguntas implícitas o explícitas que se pueden ir planteando a lo largo de todo el proceso educativo: desde su propio diseño, la manera en que se desarrolla, o evaluando los resultados (Álvarez Méndez, 2000b, p. 9; Holt, 1987, pp. 36-63; MCEP de Canarias, 2009). Tomando como referente la autonomía del alumnado, el comentario del docente debe dar paso de forma paulatina a la autoevaluación del propio alumnado, de esta forma ligada a la responsabilidad y autorregulación de su aprendizaje. Para ello, es imprescindible que el alumnado comparta los objetivos de aprendizaje, las estrategias de pensamiento y de acción aplicables a las tareas, y los criterios de evaluación (Pérez Gómez, 2008, p. 94; Sanmartí, 2007, p. 17). De nuevo, el diálogo, la democratización de los procesos y la búsqueda de consensos aparecen ante nosotros como las “claves del éxito” en cualquier tipo de actuación educativa, y en este caso, respecto a la evaluación. Cabe advertir, no obstante, que el diálogo, la coevaluación y la autoevaluación conllevan ciertas dificultades, derivadas habitualmente de los distintos roles del profesorado y del alumnado. 10
  • 11. Por un lado, la coevaluación y la autoevaluación resulta difícil para una persona adulta (tanto más si es docente), porque tenemos una gran tendencia a comunicarnos como conocedores expertos, más que a conectar con las necesidades de quienes aprenden. Por su parte, el alumnado también viene (máxime al tratarse de Secundaria) con una determinada idea sobre lo que es la evaluación, que en la mayoría de ocasiones consiste en “aprender para el examen”, buscar la manera de aprobar “a toda costa”, desarrollar estrategias para aprobar (no para aprender), y a que el profesor o profesora tenga la última palabra (si no la única) en la evaluación. Con esta forma de evaluar, además, el sistema de calificación es mucho más complejo (por ser dialogado), y se incrementa el trabajo del alumnado, al ir ligado a la asunción de responsabilidades (Sanmartí, 2007, pp. 74-75; Ureña et al., 2007, pp. 9- 12). La investigación demuestra, sin embargo, que aunque es difícil, cuando se consiguen establecer procedimientos de coevaluación y autoevaluación en el aula, los resultados son mucho mejores (Sanmartí, 2007, p. 75). Por ejemplo, se pueden analizar las ventajas percibidas por el alumnado y el profesorado universitario participante en una experiencia de investigación-acción (Ureña et al., 2007, pp. 9-12). En esta investigación, tanto alumnado como profesorado universitario percibían que con la autoevaluación y la coevaluación: – Hay una mayor continuidad entre el trabajo desarrollado y la evaluación. – El alumnado construye su propio aprendizaje, desarrollándose así aprendizajes más significativos. – Se fortalece el trabajo en equipo y la participación del alumnado. – Se valora positivamente no hacer exámenes. – En cada momento se conocen los errores y se reorienta el trabajo para corregirlos. – Hay un mayor intercambio de opiniones e informaciones, y una mayor comunicación. – Hay una mayor transparencia en el proceso, que permite consensuar decisiones. – Se trabaja más, pero con un sentido más eficaz y más justo. – Se consigue una mayor motivación, implicación y rendimiento... sin necesidad de memorizar. – Permite romper con la monotonía y la rutina, en un ambiente distendido. – El alumnado es consciente del compromiso adquirido, haciéndose más responsables de su propio aprendizaje. – Se desarrolla la capacidad de reflexión sobre cuestiones éticas y políticas. 11
  • 12. Para terminar este apartado, cabe señalar respecto a las técnicas e instrumentos de evaluación que, cuantos más instrumentos se utilicen y cuantas más personas consensúen el juicio que se emita (triangulación) tanto más “justa” resultará la evaluación (Sanmartí, 2007, p. 104). Esto es exactamente lo que se intenta con esta propuesta para el aula: hay una serie de normas, objetivos y posibles actividades que son acordadas a principios de curso, y revisadas al principio de cada trimestre. Sobre esa base, cada alumno y alumna adquiere un compromiso de realización de actividades (individuales y/o en grupo) en un proceso público. Cada vez que alguien expone un trabajo, o hace una actividad (a veces teórica, otras veces práctica, de audición, interpretación, debate, comentario...) delante de sus compañeros y compañeras, todo el mundo opina y evalúa el contenido, la manera en que se ha expuesto, el grado de comprensión de los contenidos, las posibles mejoras que se pueden realizar... y al final de cada trimestre se hace una sesión de evaluación tomando como referencia los criterios consensuados, el compromiso adquirido, el grado de consecución (o superación, a veces) de ese compromiso, la opinión de cada alumno y alumna, la opinión del grupo-clase, y la opinión del profesor. A partir de todo eso, se establece una calificación individual, y se plantean mejoras para el siguiente trimestre. Aunque pueda parecer un proceso largo y farragoso, e incluso a priori se puedan plantear dudas sobre los posibles conflictos o desacuerdos que se puedan generar, lo cierto es que, una vez establecidos estos procedimientos, el grado de coincidencia y consenso es muy alto, en muchas ocasiones unánime. Del mismo modo que existen numerosas actividades posibles y formas de aprender, debe haber múltiples formas de evaluar. Puesto que hay muchas formas de conocer nuestro mundo (y son pocos los alumnos y alumnas que encajan dentro de un mismo molde), ni la enseñanza, ni la evaluación se deben centrar en los contenidos de un libro de texto, ni deben presentarse de un modo cerrado, sino que deben buscarse estrategias basadas en la investigación en el aula, partiendo de lo cotidiano, de contextos muy concretos, democratizándolos a través de la investigación-acción. Se deben, por tanto, diversificar los instrumentos de evaluación, de manera que sean múltiples y variados, promoviendo especialmente la autonomía del alumnado (Sanmartí, 2007, pp. 18-30; Álvarez Méndez, 2000a; Martínez Bonafé, 2000; Janesick, 2008, p. 328). Por otra parte, como indica Sanmartí (2007, p. 24), no es posible que nadie se quede sin aprender nada, como también es imposible que alguien aprenda todo. Lo más importante, entonces, será la observación, análisis y reflexión compartida sobre las producciones del alumnado: “El alumno aprende más de lo que el profesor enseña. [...] Observar (y calificar) sólo lo que el alumno hace es reducir a lo más superficial su capacidad de aprender, y por tanto, su competencia cognitiva. [...] Lo importante será la observación, el análisis y la valoración de las producciones de los alumnos” (Álvarez Méndez, 2008, 220). 12
  • 13. Para una evaluación formativa y democrática, centrada en la coevaluación y la autoevaluación, (como la que aquí se propone), no es necesario cambiar el instrumento en sí, sino principalmente la manera de utilizarlo, empleando diversas fuentes contrastadas y confrontadas con las ideas de los demás compañeros y compañeras, mediante la observación en clase, las tareas concretas, la resolución de problemas, la participación en debates o explicaciones, conversaciones, carpetas de aprendizaje... y sobre todo, a partir de las actividades realizadas por el alumnado, preferiblemente de manera autónoma: ensayos, trabajos y proyectos, observación, portafolio, entrevistas, exposiciones orales, cuadernos de campo, seminarios de debate y reflexión... (Pérez Gómez, 2008, p. 94). Este tipo de instrumentos coinciden con lo que Janesick (2008, pp. 328-330) llama “técnicas de evaluación auténtica basadas en la pedagogía crítica”, que a su vez guardan una gran relación con la propuesta desarrollada en el aula: • Evaluaciones profesorado-alumnado. • Evaluaciones de sus compañeros y compañeras. • Representaciones, danza, teatro, poesía, fotografía y todas las formas de expresión artística narrativa. • Vídeos, CD's y otros medios de comunicación electrónica. • Escribir una autobiografía. • Diseñar una página web. • Construir tu propio mobiliario (en el caso de música, construir instrumentos musicales). • Entrevistar al conserje de la escuela (o a cualquier persona relacionada con la música, en este caso). • Hacer proyectos de tradición oral. • Leer el proyecto y hacer historia. • Diarios. • Carpetas que muestran lo que el alumno o alumna va realizando. 13