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AUGUST DERLETH-ITHAQUA
Y
OTROS RELATOS
FANTÁSTICOS
ITHAQUA
FUÉ un filósofo chino el que dijo hace muchos años que la verdad, por obvia y simple que sea, resulta
siempre increíble debido a que la vida social del hombre se ha convertido en algo tan complejo que la verdad
se torna cada vez más difícil de comprender. Ningún otro comentario puede ser más justo que éste con
relación a Ithaqua, el Dios de las Nieves.
En la primavera de 1933 aparecieron en la prensa algunos párrafos algo oscuros con referencia a las extrañas
creencias de ciertas tribus indias, a la aparente incompetencia del soldado James French de la Real Policía
Montada del Noroeste, la desaparición de un tal Henry Lucas, y, finalmente, a la desaparición del soldado
French. También hubo cierto revuelo con respecto a una declaración publicada por John Dalhousie, Jefe
Provisional de la Real Policía Montada, en su cuartel temporario de Cold Harbor (Manitoba), con fecha 11 de
mayo, y referente a ciertas críticas públicas contra el soldado French y contra el manejo del caso Lucas.
Finalmente se corrió cierta historia increíble acerca de un extraño dios del gran silencio blanco, la vasta
región donde la nieve cubre la tierra durante largos meses del año.
Todos estos fenómenos, aparentemente inconexos entre sí y a los cuales se refirió la prensa con gran
desprecio, estaban íntimamente vinculados. El hecho de que existen cosas que debieran seguir ignoradas,
cosas realmente horribles y prohibidas para la humanidad, el soldado French lo descubrió, y, después de él, lo
descubrió John Dalhousie, quien el 11 de mayo publicó la siguiente declaración:
Muy en contra de mi voluntad escribo en respuesta a las injustas críticas dirigidas contra mí con motivo de la
investigación del caso Lucas. La prensa me molesta debido a que este caso continúa sin resolver y, con
injustificada aspereza, se insinúa que Henry Lucas no pudo haber salido de su casa y desaparecido, a pesar de
las pruebas indiscutibles que prueban que tal fue lo que ocurrió.
Los hechos, para aquellos que leen esta declaración sin conocimientos previos de la desaparición y la
investigación subsiguiente llevada a cabo por el soldado James French, son éstos: La noche del 21 de febrero
próximo pasado, durante una ligera tormenta de nieve, Henry Lucas salió de su cabaña, ubicada en las afueras
de la aldea de Cold Harbor, y no volvió a ser visto nuevamente. Un vecino vio a Lucas dirigirse hacia el
antiguo camino de Olassie que pasa cerca de la cabaña del desaparecido, pero en seguida le perdió de vista.
Esta fue la última vez que se vio a Lucas con vida. Dos días más temprano, un cuñado suyo llamado Randy
Margate, comunicó la desaparición de su pariente, y el soldado French fue enviado de inmediato para
investigar el asunto.
El informe de French llegó a mi oficina dos semanas más tarde. Permítaseme afirmar que, a pesar de creer el
público lo contrario, el misterio de Lucas fue resuelto.
Pero su solución resultó tan fantástica, increíble y espantosa, que este departamento consideró prudente no
comunicarla al público. Hemos mantenido esa decisión hasta el día de hoy, y ahora se hace aparente que, por
extraña que sea, debemos publicarla a fin de contrarrestar las acerbas críticas que se han dirigido contra esta
repartición.
A continuación doy el último informe del soldado James French:
Cold Harbor, 3 de Marzo de 1933.
Señor: Casi me falta valor para comunicarle esto, pues debo escribir algo contra lo que mi carácter se rebela,
algo que mi inteligencia me dice que es imposible. ¡Y sin embargo es la verdad! Sí, todo es como se nos dijo:
Lucas salió de su casa y desapareció; mas no soñamos siquiera la razón de que saliera, ni tampoco
sospechamos que algo acechaba en el bosque, esperándolo...
Llegué aquí el 25 de febrero y me dirigí de inmediato a la cabaña de Lucas, donde conversé con Margate.
Este, empero, no podía decirme nada, ya que llegó desde la aldea vecina, comprobó la desaparición de su
cuñado, y dio parte a nosotros. Poco después de conversar conmigo, se fue a su casa, situada en Navissa
Camp. Me encaminé entonces a casa del vecino que viera por última vez al desaparecido. El hombre parecía
muy poco dispuesto a hablar, y tuve dificultad en entenderle debido a que, aparentemente, es medio indio y
descendiente de las antiguas tribus que aún abundan por estos contornos. Me mostró el sitio donde viera a
Lucas por última vez, e indicó que las huellas del hombre se detenían repentinamente. Me dijo esto con cierta
excitación, y señalando hacia la selva, por sobre un claro, declaró con tono incierto que seguramente la nieve
había cubierto ya el resto de las huellas. Pero el lugar parecía estar expuesto al viento, y no quedaba allí
mucha nieve. Realmente, en algunos sitios todavía eran visibles las huellas de Lucas, y más allá del lugar de
donde al parecer desapareció, no encontré ninguna de las suyas, aunque había huellas de Margate y de uno o
dos más.
A la vista de los descubrimientos siguientes, este hecho resulta muy significativo. Por cierto que Lucas no
caminó más allá de ese sitio, y es bien seguro que no regresó a su cabaña. Desapareció del lugar tan
completamente como si nunca hubiera existido.
Traté entonces, como he seguido haciéndolo, de explicarme cómo pudo Lucas haber desaparecido sin dejar
rastros; pero no existe más que una explicación, la que en seguida detallaré, por increíble que parezca. Pero
antes de hacerlo, debo presentar algunas pruebas que me parecen importantes.
Recordará usted que dos veces durante el transcurso del año pasado el padre Brisbois, el sacerdote viajero,
comunicó la desaparición de niños indios de Cold Harbor. En cada uno de los casos se nos informó que los
niños habían reaparecido antes de que comenzáramos la investigación. Apenas había estado allí un día cuando
me enteré de que los niños no reaparecieron nunca, que, además, hubo muchas desapariciones en Cold
Harbor, respecto a las cuales nunca se nos comunicó nada, y que, aparentemente, la desaparición de Lucas era
una de tantas. No obstante, éste último parece haber sido el primer blanco a quien ocurre tal cosa.
Hice varios descubrimientos muy singulares que no me produjeron una impresión muy favorable, y de
inmediato comprendí que el caso era muy extraño. Detallo a continuación mis descubrimientos en orden de
importancia:
1) Lucas no era hombre que resultara simpático a nadie. Repetidas veces engañó a los indios y, estando ebrio,
trató una vez de inmiscuirse en un asunto religioso. Considero esto como un motivo.
2) La población (india en su casi totalidad) se niega a dar informes de ninguna clase. Algunos se muestran
temerosos, otros hoscos, y algunos desafiantes y hasta me hacen advertencias veladas. Un médico brujo,
cuando fue interrogado, contestó: “Mire usted, hay cosas que no conviene conocer. Una de ellas es Ithaqua, a
quien ningún hombre puede mirar sin adorar. El solo verlo significa la muerte, como la helada en lo profundo
de la noche.” No pude obtener ninguna aclaración de estas palabras. No obstante, han tomado una gran
significación, como lo comprobará usted.
3) Existe aquí una religión muy antigua y extraña. Respecto a esto último doy detalles a continuación.
Frecuentes insinuaciones de la relación entre las grandes hogueras vistas en la selva limitada por el viejo
sendero de Olassie, súbitos temporales de nieve, y las desapariciones, me pusieron al fin sobre la pista de la
religión de estos indios. Creí al principio que las referencias veladas de los nativos con respecto a la selva y a
la nieve no eran más que expresiones del temor a los elementos que es tan común entre la gente que vive en
regiones desoladas. Aparentemente cometí un error en mis apreciaciones, pues el segundo día después de mi
llegada, el padre Brisbois se presentó en Cold Harbor y me vio durante uno de sus servicios religiosos. De
inmediato envió a uno de sus sacristanes para comunicarme que deseaba conversar conmigo. Una vez
terminada la misma, fui a verle.
Él suponía que estaba yo ocupado en investigar las desapariciones que nos comunicara, y expresó sorpresa
cuando supo que los padres de los niños afirmaban haberlos encontrado.
—Entonces sospecharon de mis intenciones —explicó— y evitaron la investigación. Pero, claro está, usted ya
sabe que los niños no han sido encontrados, ¿verdad?
Dije que ya lo sabía, y le rogué me contara lo que supiera respecto a las misteriosas desapariciones. Su actitud
me sorprendió.
—No puedo decirle nada porque no me creería usted —respondió—. Pero dígame, ¿ha estado usted en la
selva? ¿Por el viejo camino de Olassie? —Ante mi negativa, continuó—: Entonces vaya usted a la selva y vea
si puede hallar los altares. Cuando los encuentre, vuelva y dígame lo que opina de ellos. Yo permaneceré en
Cold Harbor por dos o tres días.
Eso fue todo lo que quiso decirme. Comprendí entonces que había algo raro en la selva, y aunque caía ya la
tarde, emprendí la marcha por el viejo camino de Olassie y entré a los bosques, aunque no sin calcular
cuidadosamente las horas de luz que me quedaban. Me adentré cada vez más en esa tierra virgen, y finalmente
llegué a un sendero que se veía en la nieve. Al notar que se habían hecho esfuerzos para disimularlo,
comprendí que estaba sobre la pista de algo interesante.
Lo seguí y no tuve dificultad en encontrar los altares a que se refiriera el padre Brisbois. Eran unos extraños
círculos de piedra, alrededor de los cuales la nieve parecía muy pisoteada. Esa fue mi primera impresión; pero
cuando me acerqué a esos círculos, vi que la nieve era como vidrio, suave, pero no resbaladiza, y no parecía
estar pisoteada solamente por pies humanos. Dentro de los círculos, la nieve era tan suave como plumones.
Estos círculos son bastante grandes, casi de veinte metros de diámetro, y lo forman unas piedras raras que
parecen congeladas, o alguna roca vidriosa que no recuerdo haber visto nunca. Cuando extendí la mano para
tocar una de ellas, sentí un sacudón como si hubiera recibido una descarga eléctrica; agregue usted a esto el
hecho de que la piedra es antiquísima e increíblemente fría, y ya podrá usted imaginarse la extrañeza con la
que observé ese extraño lugar de adoración.
Había tres círculos, no muy lejos uno de otro. Habiéndolos examinado desde el exterior, entré en el primero
de ellos y encontré, como ya he indicado antes, que la nieve era extraordinariamente suave. Aquí y allá se
veían huellas. Creo que las miré con poco interés durante un momento antes de darme cuenta de su
significación. Entonces me dejé caer de rodillas y las examiné cuidadosamente.
La prueba que tenía ante mis ojos era bien clara. Las huellas pertenecían a un hombre calzado con zapatos, un
hombre blanco, por cierto, pues los indios de los alrededores no usan zapatos, y las huellas eran las mismas
que dejara Henry Lucas en el claro de donde desapareciera. Al ver esto, consideré que debía trabajar
basándome en la hipótesis de que las huellas pertenecían a Lucas.
Pero lo más extraordinario respecto a ellas es que demostraban que el hombre que las hizo no entró
caminando al círculo, ni salió tampoco andando. El sitio de entrada —o, mejor dicho, el comienzo de la línea
de huellas— no estaba muy lejos de donde me hallaba yo; allí vi señales de que le habían arrojado o dejado
caer dentro del círculo.
El hombre se había levantado y comenzado a caminar alrededor hacia la única entrada del extraño altar; pero
allí vacilaban sus huellas y se volvían de nuevo hacia adentro. Caminó cada vez más rápido, comenzó luego a
correr, y, bruscamente, sus huellas se detenían por completo, interrumpidas en el medio de la circunferencia
de piedras. No era posible un error al respecto, pues, mientras las primeras huellas estaban ligeramente
cubiertas por la nieve, la caída de la nieve cesó aparentemente en el mismo momento en que se detenían las
huellas.
Mientras examinaba todo esto, tuve la molesta sensación de que me vigilaban. Escudriñé la selva con
disimulo, pero nada se presentó a mi vista. Empero, la sensación de ser observado persistía, y una creciente
inquietud se apoderó de mí; de manera que sentí la proximidad de un peligro dentro de ese extraño y
silencioso círculo de piedras, perdido en lo más profundo de los silenciosos bosques. A poco salí del altar y
me dirigí hacia la selva con cierta aprensión.
Entonces me encontré con los restos de grandes hogueras, y recordé las veladas insinuaciones de algunos de
los nativos de Cold Harbor. El hecho de que las huellas de Lucas estuvieran dentro del círculo, vinculaba los
fuegos a su desaparición, y, como ya he indicado, estaba cayendo nieve en el momento en que Lucas se
hallaba dentro del altar de piedras. Recordé también que de vez en cuando se hicieron algunos comentarios
respecto a grandes hogueras que solían verse en los bosques cercanos al camino de Olassie, cuando ese
camino estaba en uso hace algunos años. Examiné las cenizas; aunque, debido a la proximidad de la noche, no
pude hacerlo con gran minuciosidad. Aparentemente habían quedado sólo agujas de pino.
Entonces vi que no sólo se me echaba encima la oscuridad, sino que también el cielo se mostraba nublado y
que los copos de nieve comenzaban a caer por entre las ramas de los árboles. Allí tenía ante mi vista otra
prueba: un súbito temporal de nieve. Pues unos minutos antes el cielo no mostraba nube alguna. Uno por uno,
todos esos detalles extraños estaban tomando forma tangible ante mis ojos.
Durante todo este tiempo me seguía dominando la impresión de que alguien observaba todos mis
movimientos; de manera que obré en forma de poder sorprender a cualquiera que estuviese oculto en el
bosque. Las hogueras se hallaban detrás de los altares, y al volverme hice frente a los círculos de piedra. Ya,
como he dicho, estaba oscureciendo y caía nieve, pero vi algo. Fue algo así como una nube de nieve que
pendiera por sobre los altares, como una enorme masa informe de nieve apretada; no un montón de copos,
aunque los copos la rodeaban. Y no tenía color blanco, sino más bien un matiz azul verdoso que lentamente se
iba tornando purpúreo. Deseo señalar que a la sazón no estaba enterado yo de nada extraño, y sabía
perfectamente bien que a veces los cambios de luces del crepúsculo suelen afectar la visión.
Mas, al adelantarme y pasar frente a los altares, me volví, viendo entonces que la mitad superior de ese
extraño ser se movía independientemente de la inferior. Mientras permanecía mirándolo comenzó a
desvanecerse, tal como si se disolviera en la nieve que caía, hasta que finalmente desapareció por completo.
Entonces me asusté, temiendo que esa cosa extraña me rodeara mezclada con la nieve que caía por todos
lados. Por primera vez en mi vida sentí temor de los bosques, de la noche y de la nieve silenciosa. Me volví
para echar a correr, pero no antes de ver algo que me heló la sangre en las venas. Donde estuviera un
momento antes la imagen de nieve, se veían ahora un par de ojos verdes y relucientes que pendían como
estrellas por sobre los altares circulares.
No me avergüenza confesar que corrí como si me persiguiera una manada de lobos hambrientos. Todavía doy
gracias a Dios por haber guiado mi loca carrera hacia la relativa seguridad del camino de Olassie, donde
todavía brillaba un poco de luz y donde la primera vez me detuve. Me volví para mirar hacia los bosques; mas
no se veía otra cosa que la nieve que caía profusamente.
Todavía me dominaba el miedo, y casi imaginé oír un susurro entre los copos de nieve; un murmullo infernal
que me ordenaba regresar a los altares. Tan insinuante y claro era, que por un momento estuve a punto de
volverme y lanzarme hacia la oscuridad del bosque. Luego me sobrepuse y corrí por el camino en dirección a
Cold Harbor.
Me encaminé directamente a la casa del doctor Telfer, donde se alojaba el padre Brisbois. El sacerdote se
alarmó al ver mi rostro demudado por el terror, y el doctor Telfer quiso darme un sedativo, el que rechacé.
Les conté de inmediato lo que acababa de ver. Por la expresión de su rostro me figuré que mi relato no era
novedad inesperadada para el cura; pero el doctor aseguró que era yo la víctima de una ilusión óptica muy
común por estas latitudes cuando llega el crepúsculo. Pero el padre Brisbois no se mostró de acuerdo con él.
A decir verdad, el sacerdote insinuó que había yo penetrado un velo que está siempre presente aunque rara
vez es visto, y que lo que yo viera no era una ilusión, sino una prueba tangible de un horroroso mundo del
más allá, que por suerte no conocen la mayoría de los seres humanos.
Me preguntó si había notado que los indios eran de un linaje muy antiguo, probablemente de origen asiático.
Admití haberlo notado. Entonces observó algo respecto a la adoración de dioses que eran antiguos antes de
que el hombre apareciera sobre la faz de la tierra.
Le pregunté qué quería decir con dioses antiguos.
Sus palabras fueron las siguientes:
—Se trata de conocimientos profundos que nos han llegado procedentes de seres muy alejados de la
humanidad. Existe, por ejemplo, la horrorosa y sugestiva narración acerca de Hastur el Inmencionable, y de
sus horrendos descendientes.
Protesté que basaba sus afirmaciones solamente en las leyendas.
—Sí —replicó—; pero no olvide usted que no existen leyendas que no estén firmemente arraigadas a algo
real, aunque ese algo existiera en un pasado tan remoto que está fuera del alcance de la memoria del hombre.
El maligno Hastur, quien llamó en su ayuda a los espíritus elementales y los subyugó a su voluntad, esas
fuerzas elementales todavía son adoradas en los sitios más remotos de este mundo. El Caminante del Viento, e
Ithaqua, el dios del gran silencio blanco, el único dios del cual no se ven señales en los totems. Al fin y al
cabo, ¿no tenemos, acaso, nosotros nuestra leyenda bíblica sobre la lucha entre las fuerzas elementales de
Bien y del Mal, personificadas por nuestra deidad y las huestes de Satán en la era anterior al amanecer de
nuestra tierra?
Quise protestar, quise decir con gran vehemencia que lo que afirmaba era imposible; mas no pude hacerlo. El
recuerdo de lo que viera pendiente sobre el círculo de piedras, en lo más profundo de la selva, me impidió
hablar. Esto y el hecho de que un viejo indio mencionó en mi presencia el mismo nombre que acababa de
pronunciar el sacerdote: Ithaqua.
Viendo el curso que tomaba la conversación, pregunté:
—¿Quiere usted decir que los indios de los alrededores adoran a esa cosa que llaman Ithaqua, y ofrecen sus
niños como sacrificio humano? Entonces, ¿cómo explicar la desaparición de Lucas? ¿Y quién o qué es
realmente Ithaqua?
—Quiero decir exactamente eso, sí. Es la única teoría que pueda explicar la pérdida de los niños. En cuanto a
Lucas, le diré que era muy poco popular; siempre estafaba a los indios, y una vez tuvo un entredicho con ellos
al borde de la selva; eso ocurrió pocos días antes de su desaparición. Con respecto a Ithaqua y a su
identidad..., no estoy en condiciones de contestar. Existe la creencia que sólo sus creyentes pueden mirarle; el
hacerlo sin adorarlo significa la muerte. ¿Qué es lo que vio usted sobre los altares? ¿Ithaqua? ¿Es él el espíritu
del agua o del viento, o es realmente un dios de este gran silencio blanco, el ser de nieve, una manifestación
del cual usted vio?
—Pero, ¡cielos, sacrificios humanos! —exclamé yo, y luego agregué—: Dígame, ¿no se ha vuelto a encontrar
a ninguno de esos niños?
—Yo sepulté a tres de ellos —replicó el cura pensativamente—. Fueron encontrados en la nieve a poca
distancia de aquí..., metidos dentro de hermosas mortajas de nieve, tan suaves como plumones, y sus cuerpos
estaban más fríos que el hielo, aunque dos de ellos vivían todavía cuando se les encontró, y murieron poco
tiempo después.
No supe qué decir. Si se me hubiera comunicado todo esto antes de ir a la selva, me hubiera burlado
abiertamente, como lo presintiera el Padre Brisbois. Pero yo vi algo en la selva y no era nada humano; nada
que se pareciera remotamente a los seres humanos.
—Comprenda usted; no digo que vi lo que el Padre Brisbois describiera como el “dios del gran silencio
blanco”, lo que los indios llaman Ithaqua, pero sí vi algo.
En ese momento se presentó alguien en la casa con el asombroso anuncio de que se acababa de hallar el
cuerpo de Lucas, y a pedir que el médico lo examinara. Nosotros tres salimos tras el indio que nos llevó este
mensaje, y fuimos a un sitio no muy alejado de la factoría, donde una gran multitud de nativos rodeaba lo que
al principio pareció ser una enorme y reluciente bola de nieve.
Mas no era una bola de nieve.
Era el cuerpo de Henry Lucas, tan frío como las piedras que tocara yo en el altar; y el cuerpo estaba envuelto
en una capa de nieve tejida. Escribo tejida, porque estaba tejida. Era como un hermoso tul casi impalpable, de
un blanco brillante, con matices apenas visibles de verde y azul, y cuando arrancamos la cubierta de nieve del
cuerpo, sentimos la impresión de estar destrozando una tela endurecida y quebradiza.
Recién cuando terminamos de arrancar la envoltura, descubrimos que Henry Lucas no estaba muerto. El
doctor Telfer apenas pudo dar crédito a sus sentidos, aunque ya había visto dos casos similares al que se
presentaba ahora. El cuerpo estaba tan frío, que a duras penas pudimos tocarlo; sin embargo, el corazón
seguía latiendo imperceptiblemente; y una vez en la casa de Telfer, ya el cuerpo rodeado de temperatura
normal, el corazón latió con más firmeza.
—Parece imposible —manifestó el médico—; pero así es. Sin embargo, está moribundo.
—Espero que recobre el conocimiento —dijo el cura.
Pero el doctor sacudió la cabeza.
—Imposible.
Y entonces Lucas comenzó a hablar en el delirio. Primero emergió de sus labios un sonido monótono e
incomprensible. Luego comenzaron a salir palabras lentas, separadas entre sí, y finalmente frases enteras.
Tanto el cura como yo las anotamos, y más tarde hicimos una comparación de nuestras notas. Esta es una
muestra de lo que dijo Lucas:
—¡Oh, suave y hermosa nieve!.. .Ithaqua, toma mi cuerpo, que el dios de la nieve me lleve, que el gran dios
del silencio blanco me lleve al pie de aquél más grande... Hastur, Hastur, adoramus te, adoramus te... ¡Cuán
suave la nieve, cuán lentos los vientos, cuán dulce el aroma de los capullos de algarrobo del sur! ¡Oh, Ithaqua,
adelante hacia Hastur...
Hubo mucho más por el estilo, y en su mayoría sin sentido alguno. Tal vez sea importante indicar el hecho de
que Lucas no conocía el latín. Casi no me atrevo a comentar sobre la extraña coincidencia de que mencionara
a Hastur, tan poco después de que el Padre Brisbois nombrase a ese antiguo ser.
Del resto del delirio de Lucas logramos entresacar la historia de su desaparición. Aparentemente se sintió
atraído hacia el exterior de su cabaña por una música extraterrena, combinada con un murmullo que parecía
proceder de muy cerca de su vivienda. Abrió la puerta y miró al exterior, y, al no ver nada, salió a la nieve.
Me aventuro a conjeturar que estaba hipnotizado, aunque me parece poco probable. Fue arrebatado por “algo
que venía de lo alto”, diciendo que era un viento con “nieve en él”. Esto fue lo que lo llevó, y no supo más
nada hasta que se encontró dentro del círculo de piedras en medio de la selva. Entonces notó enormes
hogueras que ardían por allí cerca, y vio a los indios ante los altares, muchos de ellos yaciendo boca abajo
sobre la nieve, adorando a su dios. Y encima de él vio lo que describe como “una nube de humo verde y
púrpura von ojos” (¿es posible que fuera la misma cosa que vi yo sobre los altares?)... Y mientras observaba,
esa cosa comenzó a moverse y descender. De nuevo oyó música, y entonces comenzó a sentir el frío. Corrió
hacia la entrada, que se hallaba abierta, mas no pudo trasponerla. Era como si una mano invisible le
contuviera desde el exterior. Entonces se asustó y corrió locamente dando continuas vueltas, y finalmente
cruzó el círculo, siendo elevado de la tierra. Era como si se hallara dentro de una nube de nieve blanda y
susurrante. Oyó nuevamente la música, y después, a lo lejos, un ulular que pareció destrozarle los tímpanos.
Entonces perdió el conocimiento.
Después de esto su relato no es nada claro. Comprendimos algo así como si lo hubieran llevado a un sitio
lejano; ya sea a un abismo insondable o muy por encima de la tierra. Por algunas de las frases que pronunció,
podríamos sospechar que estuvo en otro planeta, si no fuera esto absolutamente imposible. Mencionó a Hastur
casi incesantemente, y de tanto en tanto dijo algo respecto a otros dioses llamados Cthulhu, Yog—Sothoth,
Lloigor y otros, y murmuró frases inconexas acerca de la tierra maldita de los Tcho—Tcho. Habló también
como si todo eso fuera un castigo por alguna falta en que incurrió. Sus palabras inquietaron mucho al padre
Brisbois, y varias veces noté que el buen sacerdote oraba por lo bajo.
Falleció unas tres horas después de que lo encontraran, sin recobrar por completo el sentido; aunque el doctor
afirmó que su estado era normal, excepto el frío persistente que emanaba de su cuerpo y por el hecho de que
parecía no percatarse de nuestra presencia ni de lo que le rodeaba.
Aparte de comunicar a usted todos estos datos, vacilo en ofrecer solución alguna. Al fin y al cabo estas cosas
hablan más claramente que las palabras. Ya que no hay medios para identificar a ninguno de los indios
presentes en esas infernales ceremonias religiosas del bosque, no se puede efectuar ningún arresto. Pero que
algo fatal ocurrió a Lucas dentro de esos círculos de piedra —probablemente como resultado de su riña con
los indios—, es indiscutible. Cómo lo llevaron allí, y cómo fue transportado al sitio donde finalmente se halló
su cuerpo, sólo es explicable si aceptamos su terrible relato.
Sugiero que, en vista de las circunstancias, deberíamos destruir esos altares y emitir órdenes severas a los
indios de Cold Harbor y de toda la región. He averiguado que se puede obtener dinamita en la aldea, y tengo
la intención de ir al bosque y hacer volar esos malditos altares tan pronto como reciba su autorización para
hacerlo.
Más tarde. — Acabo de enterarme de que un gran número de indios se dirige hacia los bosques.
Aparentemente se está por realizar otra reunión para adorar a ese extraño dios en los altares, y, a pesar de la
extraña sensación de que soy vigilado —como desde lo alto—, mi deber está bien claro. Los seguiré tan
pronto como haya despachado este informe.
* * *
Este es el texto completo del último informe que recibí del soldado French. Llegó a mi oficina el 5 de marzo,
y ese mismo día le telegrafié instrucciones para que llevara a cabo su plan de dinamitar los altares, y para que
también arrestara a cualquiera de los nativos que fuese miembro del grupo que se reunía en los bosques para
adorar a ese extraño dios.
Después de esto tuve que salir del cuartel por un tiempo considerable, y cuando regresé encontré la carta del
doctor Telfer en la que me informaba que el soldado French desapareció antes de recibir mi telegrama. Más
tarde supe que su desaparición ocurrió la noche en que me envió su informe; esa noche en que los indios se
reunieron en los altares cercanos al camino de Olassie.
De inmediato mandé al soldado Robert Considine a Cold Harbor, y le seguí dentro de las veinticuatro horas.
Mi primera intención era llevar a cabo yo mismo las instrucciones que telegrafiara a French, y me adentré en
los bosques y dinamité los altares. Luego me ocupé de buscar rastros de French, mas no había absolutamente
nada que encontrar. Desapareció tan completamente como si la tierra se lo hubiera tragado.
Mas no se lo había tragado la tierra. La noche del 7 de mayo, durante una violenta tempestad, se halló el
cadáver del soldado French. Se encontraba sobre un montón de nieve, no muy lejos de la casa del doctor
Telfer. Su aspecto indicaba que se le había arrojado desde una gran altura, y el cuerpo estaba envuelto en
innumerables capas de nieve quebradiza, como un tul tejido.
“Muerto por el intenso frío”. ¡Qué irónicas y huecas, son estas palabras! ¡Cuán poco explican de la terrible
maldad que acecha tras el velo! Sé lo que el soldado French temía, lo que sospechaba con fundadas razones.
Pues toda esa noche y la siguiente vi, desde mi ventana, en casa del doctor Telfer, una enorme e informe masa
de nieve que se elevaba hacia lo alto, una masa tremenda y sensitiva rematada por dos inescrutables y fríos
ojos verdes.
Ya se corren rumores de que los indios se preparan para otra reunión en el sitio que ocuparan los malditos
altares. Eso no debe ocurrir, y si persisten en su empeño, es preciso que se les aleje a la fuerza de la aldea y se
les distribuya por todas las provincias, muy alejados entre sí. En estos momentos me dispongo a salir para
desbaratar sus infernales planes.
* * *
Pero como es ya del dominio público, John Dalhousie no llevó a cabo su plan. Esa noche desaparició, para ser
hallado tres noches más tarde, tal como fueron encontrados antes el soldado French y Henry Lucas, envuelto
en varias capas de hermosa nieve, parecida a una gasa tejida, reluciente a la luz de la luna. También a él le
sorprendió la muerte como a los otros que sufrieran la venganza de Ithaqua, el ser de nieve, el dios del vasto
silencio blanco.
El departamento de policía diseminó a los indios por todas las provincias, y se prohibió terminantemente a
todo el mundo que entrara en la selva vecina al viejo camino de Olassie. Pero en alguna parte, durante la
noche silenciosa, tal vez se vuelvan a reunir murmurando y echados boca abajo sobre la nieve, y ofreciendo
sus niños y sus enemigos como sacrificios al dios elemental que adoran, gritándole como lo hizo Lucas:
“Ithaqua, toma mi cuerpo... Ithaqua...”
EL PACIFIC 421
—SÓLO para mayor seguridad, le aconsejaría que no se pase mucho tiempo sobre la colina que está en el
extremo más lejano de su propiedad —expresó el agente, con una sonrisa algo tímida.
Colley tomó las llaves y las guardó en el bolsillo.
—¡Qué extraño que diga usted eso! ¿Por qué no?
—Entre ocho y diez de la noche especialmente –agregó el agente.
—¡Oh, vamos!... ¿por qué no?
—Eso es lo único que me han dicho. Me figuro que habrá algo extraño por allí. le convendría acostumbrarse
primero al lugar.
Albert Colley tenía precisamente esa intención. No había comprado una casa situada en el campo, a poca
distancia de la estación del Ferrocarril Pacífico, sin la determinación de acostumbrarse a ella antes de invitar a
su padrastro a que le visitara... si es que podía cobrar suficiente valor como para aguantar al viejo pillastre
durante una semana o más. Si no fuera por el dinero del viejo... bien, si no fuese por eso y por el hecho de que
Albert Colley era su único heredero legal, ya se hubiera librado del anciano mucho tiempo antes. Aun como
estaban las cosas, Philander Colley era una molestia que se hacía sentir hasta en lo más recóndito del alma de
Albert.
Claro está que el comentario del agente fué un error. Pocas personas están capacitadas para juzgar la forma en
que un hombre obrará, especialmente si se le conoce por tan poco tiempo como el agente había conocido a su
cliente. Colley era un individuo mucho más listo de lo que el agente supuso, y de inmediato comprendió que
había algo extraño en el extremo más lejano de la propiedad que acababa de adquirir: un terreno de unos
cuarenta acres, con la casa edificada entre un grupo de árboles que se elevaban al costado del camino real, y el
terreno incluía entre sus límites una porción de la línea del Pacífico, que cruzaba el extremo más lejano, por
sobre una pequeña hondonada. Desde su casa, la propiedad se extendía por un jardín, cruzando luego un
denso bosque y un espacio abierto, más allá del cual había una pequeña elevación del terreno, llamado
cortésmente “la colina”, y allende el cual corrían las vías del ferrocarril y estaba la terminación de la recién
adquirida propiedad, al pie de una cuesta más empinada y en su mayor parte boscosa.
Colley no perdió tiempo en salir de exploración esa primera noche, esperando casi que algún fiero habitante
del bosque se le echara encima, aunque sin temer tal contingencia. Llegó hasta el punto donde el ferrocarril
cruzaba el puentecillo erigido sobre la hondonada, y luego se volvió para observar las vías hacia un lado y
otro. El ferrocarril daba una curva, cruzaba el puentecillo y el límite de su terreno, desapareciendo por una
curva más amplia que doblaba hacia el oeste. Permaneció en el puentecillo durante un rato, fumando un
cigarro. Luego consultó su reloj. Eran casi las nueve de la noche. Bien, estaba en la mitad del tiempo fijado
por el agente, pensó.
Abandonó el puentecillo y encaminaba ya sus pasos hacia la casa cuando oyó el silbato y el rugir de una
locomotora que se acercaba. Se volvió al llegar al límite del bosque y miró. Sí, allí venía un tren
brillantemente iluminado; de manera que permaneció allí para observar a la locomotora que arrastraba ocho
coches de pasajeros —el Pacific 421—, por sobre el puentecillo en camino hacia la costa occidental. Como
casi todos los hombres, siempre sintió cierta atracción por los trenes; le gustaba verlos, viajar en ellos, y oírlos
pasar. Observó a éste hasta perderlo de vista y luego se volvió para continuar camino.
Mas en ese preciso instante llegó a sus oídos un estrépito espantoso: rechinar de acero contra acero, de
maderas que se rompen, un silbar de vapor que escapa, el rugir de las llamas, y los horribles alaridos de seres
humanos agonizantes. Por un momento le paralizó la sorpresa; luego comprendió que el tren debía haber
salido de los rieles o chocado contra algún otro que corría en dirección contraria, y, sin detenerse a pensar que
debía telefonear pidiendo ayuda, corrió por los rieles a todo lo que daban sus piernas en dirección a la curva.
Fué una gran cosa que no pidiera ayuda primeramente.
¡No había nada en absoluto en las vías más allá de la curva!
Por un momento creyó Colley que podría hallar al tren un poco más lejos; mas eso era imposible, pues las
vías se extendían hacia una red más grande de ferrocarriles, y no había nada en absoluto sobre ellas. El tren de
las nueve acababa de pasar, y él... bien, él había sufrido alguna especie de alucinación auditiva. Pero aun
estaba un poco aturdido; para ser una alucinación, le pareció demasiado convincente. Durante todo el camino
de regreso a la casa estuvo muy pensativo.
Esa noche no se pudo quitar el recuerdo de la cabeza.
Por la mañana habría olvidado todo a no ser porque miró el semanario de la aldea donde se hallaba la estación
y vio por casualidad el horario de ferrocarriles. Los trenes que partían para el oeste por la línea del Pacífico
estaban anunciados a las 6,07 y a las 11,23. Sus números también eran diferentes; no había ningún Pacific 421
entre ellos.
Colley era un individuo muy listo. No estuvo ocupado en negocios dudosos durante varios años sin adquirir
cierta astucia respecto a las cosas que parecen insignificantes. No tardó mucho en figurarse que había algo
muy raro en todo el asunto. Leyó el horario de trenes por segunda vez, y luego cruzó el jardín y el bosque en
dirección a las vías.
A la luz del sol, su aspecto resultaba muy extraño, por decir lo menos. Estaban herrumbradas y daban señales
de la deterioración producida por el desuso. Toda clase de hierbas y flores silvestres crecían entre los
durmientes, y los matorrales invadían el terraplén. Los durmientes y el puentecillo estaban en buenas
condiciones, pero se notaba de inmediato que esa línea no estaba en uso. Cruzó el puente y caminó una milla
hasta llegar a las dobles vías que sin duda alguna eran la línea principal. Luego regresó por las vías viejas
hasta llegar de nuevo a la línea principal por el otro lado de la curva. El ramal que cruzaba su propiedad no
tenía más de cinco millas de largo en toda su extensión.
Había pasado ya el mediodía cuando volvió a la casa. Se preparó un almuerzo liviano y se dispuso a pensar
sobre el caso.
¡Muy extraño! Recordó la advertencia del agente. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo, pero algo más
comenzó a manifestarse en su astuta mente.
Era la tarde del sábado; de otro modo hubiera ido a la aldea para visitar al agente. Lo que podía y debía hacer
era regresar a las vías esa noche y vigilar el paso del Pacific 421.
Esa noche cruzó el bosque y se encaminó a las vías. Le embargaba cierta inquietud y el deseo de regresar a la
casa y olvidar todo el asunto, pero se dominó. Se instaló al pie de un viejo algodonero y encendió un cigarro,
cuyo aroma se mezcló con la fragancia dulce del follaje.
Al acercarse las nueve, comenzó a impacíentarse. Consultó varias veces su reloj, pero el tiempo pasaba con
desesperante lentitud. El tren estaba atrasado, sin duda.
Las nueve y cuarto, las nueve y treinta, las nueve y cuarenta y cinco... y al fin las diez. No pasó el tren.
Colley estaba más intrigado que nunca, y esa noche regresó a su casa decidido a repetir su experimento el día
siguiente.
Mas el domingo por la noche no vio más de lo que viera la noche anterior. Ninguna locomotora se presentó en
las vías ni dio vuelta a la curva... No vio nada en absoluto. Colley estaba intrigado y también un poco molesto.
El lunes fue a la aldea y visitó al agente.
—Dígame —preguntó con afabilidad—, ¿ya no sale de aquí el antiguo Pacific 421?
El agente lo miró extrañado.
—Desde el accidente no —repuso—. Creo que ya ni el número se usa más. A ver... el accidente ocurrió hace
unos siete años, cuando ese ramal que cruza su tierra era todavía parte de la línea principal.
—¡Ah! ¿Entonces ya no está en uso?
—No, hace años que no se usa para nada esas vías... desde el accidente —el agente tosió—. No ha visto usted
nada, ¿verdad?
Fué en este punto que Colley cometió su fatal error. Era demasiado listo para su propio bien. Debido a que sus
ideas se adelantaban en mucho a las del otro, replicó gravemente:
—No. ¿Por qué?
El agente dejó escapar un suspiro de alivio.
—Bien, algunas personas afirman haber visto allí a un fantasma —dijo riendo—. ¡Un tren fantasma, si es que
puede usted creerlo!
—¡Qué interesante! —comentó Colley secamente, sintiendo que un estremecimiento le recorría el cuerpo.
—El accidente ocurrió un viernes por la noche, y es ese día cuando se ve la aparición. Y el asunto parece
tener sus limitaciones; yo no lo he visto nunca, ni tampoco muchas otras personas. Es verdad que estuve allí
con alguien que afirmó verlo; pero nunca había oído mencionar un fantasma, ya sea de hombre o de tren, que
pudiera ser visto y oído por una persona, y no por otra que estuviera a su lado, ¿qué me dice?
—Así debe ser —admitió Colley gravemente.
—Bien, eso es todo. Temí que también usted hubiera visto algo. Estaba un poquito nervioso por eso.
—Supongo que eso es lo que me quiso decir...
—Sí. Quizá no debí haberlo mencionado.
—No tiene ninguna importancia — repuso Colley, sonriendo bienhumorado.
En realidad no prestaba mucha atención a las palabras del agente, pues estaba absorto en sus pensamientos, y
éstos hubieran sido de considerable interés para su padrastro, pues a él se referían exclusivamente. Philander
Colley era enfermo del corazón, y se le ocurrió a Albert Colley que, con una cuidadosa preparación y la súbita
aparición del tren fantasma frente al anciano, su corazón podría fallarle, dejando así a Albert poseedor de los
bienes terrenales de su padrastro.
Por consiguiente, envió de inmediato un telegrama a su padrastro, anunciando que ya estaba instalado y le
invitaba a pasar unos días en su nueva casa.
El anciano se trasladó allí sin demora.
Si Albert Colley tenía su lado malo, el viejo era bastante pendenciero como para poner en vereda a su hijastro
en cualquier momento y en cualquier sitio. Tratábase de un viejo pillastre capaz de discutir por cualquier cosa
y casi sin provocación. ¡No es extraño, pues, que Colley quisiera librarse de él!
Colley no perdió tiempo en preparar la escena. Dijo al anciano que tenía costumbre de caminar todas las
noches hasta el límite de su propiedad, y que le agradaría que su padrastro lo acompañara.
Quejándose amargamente, el anciano le hizo compañía.
Al irse acercando a los rieles —era un miércoles por la noche y nada ocurriría—, Colley tosió y dijo que ese
ramal abandonado tenía la reputación de estar encantado.
—¿Encantado? —repitió el viejo, lanzando una risa sarcástica—. ¿Hay algún fantasma?
—Sí, un tren que se destrozó aquí hace unos siete años. El Pacific 421.
—Pamplinas —replicó Phiiander.
—Hay gente que asegura haberlo visto.
—Están locos o borrachos. Ya deberías saber tú lo que uno ve cuando está bebido, Albert. Recuerdo aquella
vez que veías cocodrilos en tu dormitorio.
—Sin embargo —replicó Albert haciendo un esfuerzo por no perder la paciencia—, no se deben echar en saco
roto esas historias. Al fin y al cabo ocurren cosas que la ciencia no ha podido nunca explicar
satisfactoriamente.
—¡Cosas! ¿Qué cosas? Ilusiones ópticas, alucinaciones y otras por el estilo. No, muchacho, nunca fuiste muy
inteligente en la escuela, pero no creí que llegarías hasta el punto de creer en fantasmas. ¡Y qué fantasmas! —
se volvió a su hijastro con expresión airada—. ¿Lo has visto tú?
—No —repuso Albert.
—¿Y entonces? —gruñó el viejo.
Eso terminó la conversación de esa noche respecto al tren fantasma. Albert se sintió decepcionado, aunque no
mucho; al fin y al cabo debía obrar con cautela y cimentar bien las bases para la aparición del viernes por la
noche. Lo que no pudo lograr el miércoles, podría tal vez conseguirlo el día siguiente. Y el viernes... ¡Ah,
pero faltaban todavía dos días para el viernes!
Así fue que el jueves por la noche se encaminaron de nuevo hasta las vías. El viejo subió al puente, y allí
permaneció, hablando de los otros puentes de Wiscosin, desde los que acostumbrara a pescar en su niñez...,
largo tiempo antes de casarse con la madre de Albert. Este encontró bastante dificultoso llevar el tema al
asunto del tren fantasma, y apenas lo mencionó cuando el viejo le interrumpió con su acostumbrada rudeza.
—Todavía insistes con eso del tren fantasma, ¿eh?
—El caso es que parece haber dudas respecto a la historia.
—¡Me figuro que debe haberla! —refunfuñó Philander—. No puedo comprender cómo un joven sano y
robusto piensa en esas supersticiones y temores femeninos.
—No recuerdo haber expresado temores de ninguna clase —replicó Albert friamente.
—No, pero pareces tenerlos.
—No me asustan las cosas que no veo —dijo Albert.
—Oh, mucha gente tiene miedo de la oscuridad, —El viejo se asomó al puente para mirar hacia la oscuridad
de la hondonada.—Dime, ¿hay rocas o arena allí abajo?
—Rocas. La arena fue arrastrada por las lluvias.
—Parece que crecieran algunos árboles allí abajo.
—Unos pocos arbustos.
¡Pobre Albert! Perdió diez minutos preciosos hablando de rocas, árboles, hondonadas, ángulos, grados y
erosión producida por los vientos, y casi no tenía ya voluntad de tocar nuevamente el tema. Pero hizo un
esfuerzo y formuló una pregunta:
—Dime, Philander, ¿qué harías tú si vieras ese tren acercarse a nosotros?
—¿El tren fantasma?
—Sí, ése que menciona la gente.
—Pues cerraría los ojos hasta que pasara —replicó de inmediato el viejo.
—Entonces tendrías temor —le acosó Albert.
—¡Si es que hubiera tal cosa, puedes estar bien seguro que lo tendría!
Por fin veía una buena señal, pensó Albert marchando lentamente a la vera de su padrastro. Bien, la noche
siguiente vería lo que pasaba, y si por cualquier inconveniente fracasaban sus planes, volvería a ponerlos en
práctica el viernes siguiente. ¡Paciencia, Albert!, se dijo.
Todo ese día se afanó por ser amable con el viejo, y se mostró dispuesto a perdonar sus refunfuños e
irritabilidad, cosa que sorprendió a Philander, dado que Albert nunca se había portado así con él. Si el viejo
no hubiese sido tan egoísta, le habría llamado mucho la atención ese cambio en su hijastro; pero opinó que tal
vez Albert necesitaba dinero y estaba a punto de hacerle un pedido, y durante varias horas se solazó pensando
diferentes maneras de darle el esquinazo.
Las horas de ese viernes pasaron con lentitud desesperante; mas Albert sabía ser paciente. Al fin y al cabo, el
dinero de Philander se acercaba a sus manos cada vez más.
Alrededor de mediodía el viejo comenzó a recordar historias de fantasmas que oyera en su juventud, y se
tomó muy parlanchín. Albert consideró esto como una señal de... bien, no del cielo precisamente, pues con
seguridad que los ángeles no le ayudarían en sus propósitos. De todos modos era una buena señal de que todo
iba a ocurrir de acuerdo con los deseos de Albert.
De modo que esa noche dió a Philander uno de sus mejores cigarros, se lo encendió, y ambos partieron hacia
los rieles del ferrocarril. Por unos momentos temió que el viejo no quisiera acompañarle; mas no había nada
que pudiera detenerle. A decir verdad, se había aficionado mucho al paseito después de la cena, y se mostró
bien dispuesto a efectuarlo.
—Esta es la noche en que se dice que aparece el tren fantasma —anunció Albert cautelosamente.
—El viernes, ¿eh?
—Sí, fue un viernes cuando ocurrió el accidente.
—Es raro lo metódicos que pueden ser los fantasmas y otros fenómenos sobrenaturales, ¿eh?
Albert admitió que así era; y luego, con gran sutileza y de acuerdo con sus proyectos, negó la posibilidad del
tren fantasma. No le convendría mostrarse demasiado crédulo, cuando el viejo sabía muy bien que no lo era.
Tenía la esperanza de que se quedaran en el límite del bosque, de manera que Philander pudiera ver lo mejor
posible al espectro; pero el anciano insistió en caminar un poco más. Es más, subió sobre el terraplén, marchó
a lo largo de los rieles y hasta cruzó el puente. Esto no estaba de acuerdo con los planes de Albert mas tuvo
que ceder. Siguió a su padrastro por el puente, observando que ya se acercaban las nueve de la noche.
En el momento mismo de pensar tal cosa llegó a sus oídos la pitada del tren, y casi inmediatamente oyó el
estruendo de las ruedas sobre las vías. Frente a ellos vió la luz de la locomotora que tomaba la curva y se
lanzaba sobre ellos; era el tren fantasma que avanzaba con la velocidad de la luz, según parecía, con una
especie de violencia infernal completamente de acuerdo con el horrible final a que estaba destinado.
Aun en el súbito paroxismo de terror que le embargó, Albert no se olvidó de que debía obrar como si nada
ocurriera; es decir: fingir que no veía nada en absoluto. Todo lo que hizo fue salir de entre los rieles y
apartarse hacia un costado. Luego se volvió para mirar a su padrastro. Lo que vio le llenó de desesperación.
El viejo se hallaba en pie en medio de las vías, encendiendo de nuevo su cigarro. Ni un solo cabello se le
movía, y sus ojos no estaban cerrados. Empero, parecía estar mirando directamente al tren que se acercaba.
Albert recordó entonces, con gran desilusión, lo que le dijera el agente respecto a que muchas personas no
podían ver el tren.
Mas si Philander Colley no podía ver el tren fantasma, al parecer no estaba inmune, pues en el momento en
que la locomotora entró en contacto con su cuerpo, Philander fue lanzado por el aíre con violencia
extraordinaria, yendo a parar dentro de la hondonada, mientras que el tren seguía su marcha, desapareciendo
en la curva, y terminando su avance en un horrible estrépito que pareció hacer temblar la tierra.
Albert permaneció estupefacto durante unos minutos. Luego corrió cuesta abajo en dirección al sitio donde
yacía su padrastro.
Philander Colley estaba muerto. Presentaba infinidad de fracturas y magullones, ¡tal como si le hubiera
atropellado una locomotora! Fuera como fuese, los propósitos de Albert se habían cumplido. Emprendió
rápida carrera hacia su auto a fin de ir a la aldea y pedir ayuda.
Por desgracia para Albert Colley, los aldeanos estaban completamente desprovistos de imaginación. ¡Un tren
fantasma! ¡Bah! Ya estaban enterados de que Albert Colley y su padrastro no se llevaban bien. Además,
Albert era el único heredero del viejo. Las autoridades consideraron el caso como algo sencillo. Si existía un
tren fantasma, ¿por qué no lo mencionó Colley antes? El agente declaró que no lo había hecho. Estaba bien
claro que Albert golpeó al anciano y lo arrojó luego desde el puentecillo. Con loable celeridad, Albert Colley
fue arrestado, enjuiciado y ejecutado.
BALU
UNA semana después de la muerte de su padre, Walter fue a vivir con su tía Thea. Era huérfano, pero se
sentía igual que siempre. Naturalmente, le echaba de menos, pero no lo había perdido todo.
Todavía le quedaba Balú, aunque a su tía y a su primo Harold (que tenía once años, uno más que él) no les
gustaba nada aquel gato negro con los ojos verdes. Sabía, con el instinto peculiar de los niños, que procurarían
forzarle a echar de la casa a Balú.
Valientemente se hizo dueño del cuarto que 1e habían asignado e hizo una plaza para Balú, a pesar de la
insistencia de su tía en que «el gato» estaría mejor en la bodega, donde había ratones.
—Este es un gato especial —le dijo—. Este es Balú. Papá me lo trajo de Egipto. Balú es como una persona,
pero es muy viejo. Tiene más años que yo; más años que esta casa. Papá dijo que Balú tiene más años que
América.
La tía Thea mostró su desprecio, pero no dijo nada.
Unos días después llegaron sus maletas, una llena de ropa y otra de libros y recuerdos de la vida con su padre
—su madre había muerto hacía muchos años. Era rubio y fuerte, en contraste con su primo Harold, que era
muy delgado, y de carácter independiente, porque había vivido casi solo muchos años en la casa de su padre
cuando éste estaba fuera en sus viajes de exploración.
—Espero que te guste vivir aquí, Walter —dijo su tía cuando bajó la primera noche para cenar—. Vamos a
ayudarte a olvidar la pérdida de tu padre.
—Gracias, tía —dijo gravemente. Pero no se dejó engañar. Harold no le quería. Ignoraba cuánto pagaban a su
tía por cuidarle, pero,sabía que era una suma muy elevada. Además, Harold no le quería, y sabía también que
encontraría dificultades con Balú. Pero intentaba sobrevivir.
Sólo llevaba allí dos días cuando Harold empezó a atormentarle por «aquel gato». Lo que le molestaba más de
Harold era su aire superior, como si el año que le llevaba le diera poderes sobre él.
—Mi madre dice que no hay nada de especial en tu gato —dijo una vez.
—Pues sí, es especial —contestó Walter.
—No lo creo.
—Mi padre le encontró en Egipto. Se lo dio una sacerdotisa. Una sacerdotisa de Thoth. Balú es una persona
especial.
—Un gato no es una persona.
Balú, extendido sobre el escritorio, no dio importancia a la conversación. Parecía una gran almohada negra al
reflejarse en el espejo. Sus orejas eran como bolsas negras, muy estiradas. Sus patillas, largas y hermosas. Sus
ojos, verdes como jade. Estaba sentado, mirando friamente hacia el infinito, más allá de las paredes de la
habitación.
—Además —continuó Harold con desprecio—, mi madre dice que tío William era raro.
—¡No es verdad!
—¡Sí, es verdad!
—Mi padre fue un gran explorador. ¿Qué hacía tu padre?
Harold no pudo contestar. Había perdido esa batalla.
Balú se levantó y se estiró con gracia delicada. Bajó y se acercó a Walter restregándose contra él. Estaba claro
que Walter le agradaba. Anduvo con cuidado y desprecio alrededor de Harold.
—No le gustas a Balú.
—Es un sentimiento mutuo.
El segundo ataque de Harold llegó al cabo de unas semanas. Empezó a decir que los criados tenían miedo a
Balú. No habla más que dos, que eran negros. Era verdad que los negros tenían miedo a Balú; siempre pasaba
así. Walter se acordó de un negro viejo que había trabajado para su padre. Odiaba al gato y lo esquivaba. Las
mujeres eran peores. Les había oído decir:
—¡Ese gato es un brujo! Balú tiene el espíritu malo. Espero que se muera. Es viejo, tan viejo como el mundo.
—Melissa y Lou tienen miedo de Balú —dijo Harold.
—Los negros siempre tienen miedo de Balú –contestó Walter con desprecio—. ¿Sabes por qué?
—No, dime.
—Porque comprenden a Balú. Papá me dijo que los negros sienten cosas que nosotros no sentimos. Saben que
Balú es viejo y especial.
—¡Qué tonterías!
—No son tonterías.
—¡Eres un mentiroso!
Walter se enfadó. —¡No miento nunca, no tengo por qué. Balú es...
—Balú es un gato negro y muy feo —interrumpió Harold—. Lo deberíamos matar.
—¡No digas esas cosas! ¡Fuera, fuera! —Walter levantó los puños.
Balú les interrumpió con un extraño sonido de cólera. Su rabo erizado estaba lleno de amenazas.
—Si me araña, le daré una patada.
—Balú no araña.
—¿Qué hdce, salvo estar sentado?
—Balú caza ratones.
—Pues siempre le das comida cuando estamos en la mesa —dijo Harold en tono de acusación.
—Creo que esa comida que le doy ya está muy bien pagada.
—Bueno, pero si el gato no se marcha vamos a perder a Melíssa y Lou, y mi madre se enfadará muchísimo.
—Balú va donde yo voy —contestó Walter con firmeza—. Y yo me quedo donde Balú esté.
Balú ronroneó contento, pero no levantó la cabeza.
* * *
La tía Thea se dio cuenta de la animosidad que existía entre los dos muchachos. Lo sentía, pero no hizo nada
para evitarlo. Esperaba que pasara con el tiempo. Pero era una mujer simple y se inclinaba siempre por Harold
sin darse cuenta. Hablaba con indiferencia de William Bayle. Decía que sus viajes no valían la pena, que
había sido un hombre muy raro y que no se había preocupado de su hijo.
Todo fue difícil para Walter. Echó de menos a su padre. Se dio cuenta de que ya no tenía su protección, y de
que así no podría ser independiente. Deseaba que su padre viviera todavía y que todo volviera a estar como
antes.
Un día encontró a Harold maltratando a Balú. Balú estaba en un rincón y Harold estaba echando libros sobre
él, sus libros. Se lanzó sobre Harold, le golpeó y Harold cayó sobre la cama.
—¡Te matará si vuelves a molestarle!
Harold se levantó. —No le hice daño —dijo tercamente.
Walter se acercó a Balú y le acarició, hablándole con dulzura.
—¡Vete de mi cuarto!
—Esta es nuestra casa, no tuya —dijo Harold, desafiante.
Walter se volvió. —¡Vete!
Harold se aproximó a la puerta y desapareció.
Walter miró al gato. —¿Te hizo daño, Balú?
Balú parecía entenderle. Le tocó, pero no sentía dolor alguno. Walter empezó a recoger los libros.
—Le mataré —murmuró.
Después de aquel día no dejaba a Balú solo; el gato le seguía a todas partes, aunque las negras tenían mucho
miedo de él. Tía Thea se enfadaba. Pero se acordaba del dinero e intentaba aprovecharse de la situación.
Harold siguió molestando a Walter. Cuando jugaban al tenis procuraba, por lo menos una vez, tirar la pelota a
Balú. Walter sabía que lo hacía expresamente, pero no podía probar nada; no podía más que dejar el juego y
volver a la casa furioso, por no tener justificación para pegarle.
Cuando jugaban en la casa, Harold aprovechaba cualquier oportunidad para pisar el rabo del gato. Pero Balú
no se quejaba nunca, se limitaba a lamerse la parte pisada. Cuando Walter gritaba, su tía defendía a Harold:
—Fue un accidente —decía una y otra vez.
Pero Walter sabía bien que no era por accidente. Después, Walter le ignoraba y su primo acudía a su
habitación para hablarle siempre de Balú.
—Melissa tiene tanto miedo del gato, que hoy ha roto una docena de huevos.
—Ese gato lleva aquí casi tres meses y aún no ha cazado un solo ratón...
—El gato ha arañado nuestros muebles...
—Mi madre dice que tu padre no estaba en sus cabales...
Pero al fin recurrió a métodos más directos. Una tarde, creyendo que Walter estaba en el dentista, entró en su
cuarto con un arma ingeniosa: un tenedor atado a un palo. Cerró con cuidado puertas y ventanas, y empezó la
caza del gato.
Le había hecho dos heridas cuando Walter llegó.
Walter se lanzó sobre él, pero Harold mismo se hizo varios arañazos y heridas con su propia arma. Siguiendo
su carácter vengativo, le dijo a su madre que había sido el gato el que se lo había hecho. Tía Thea insistió con
Walter en que debían deshacerse de Balú. Walter se mantuvo firme, pero no denunció a su primo.
Durante la noche, Batá le despertó.
—¿Qué tienes, Balú?
El gato maulló con un tono insistente. Con una pata tiró de la sábana y parecía que quería decir: Ven y verás.
Saltó de la cama y quedó en el suelo esperando que Walter le siguiera. Walter encendió la luz y vio al gato
saltar sobre la librería. En el segundo estante había un libro grande que Balú empujó con la pata hasta que
cayó al suelo. Era uno sobre Egipto, en el que su padre había escrito unas notas, «EL Libro de los Muertos».
Miró a Balú, que claramente esperaba algo. Pasó de una página a otra mientras Balú le observaba fijamente.
De repente, puso una pata sobre una de las páginas. Sus ojos verdes se dilataron como dos mares, en los que
se movía una procesión extraña de egipcios antiguos, sacerdotes de Bast, animales con alas, gatos, hombres.
Hombres y gatos del pasado. La imagen cesó.
Walter se inclinó para leer la escritura de su padre. Lo leyó con cuidado, intentando comprenderlo. Decía algo
de transformar una persona en otra. Todos los detalles estaban allí.
Balú le miró intensamente.
Walter colocó el libro en el estante, se acostó y soñó. Soñó con el tiempo y el espacio, con pirámides,
hombres antiguos, con cosas que no comprendía, cosas perdidas en el tiempo.
Tres días más tarde invitó a Harold a jugar en su cuarto.
—¿A qué vamos a jugar?
—A un juego nuevo, juego de transformación.
—No he jugado a eso.
—Claro que no.
Harold entró en el cuarto y observó los cambios que Walter había hecho.
—Lo has cambiado todo.
—Sí. Tenía que hacerlo.
—¿Por qué has dibujado estos círculos?
—Son parte del juego.
—Mi madre se enfadará.
—Quédate aquí, Harold, dentro de este circulo, y Balú tiene que sentarse en el otro. Así.
—¿Sabe el gato jugar a esto?
—Sí sabe. Balú es muy listo, Harold. Es más listo que tú o yo, más listo que nadie.
—¡Cállate y vamos a jugar!
—Bueno. Yo tengo que ponerme de rodillas delante de ti y decir unas palabras. Entonces algo sucederá.
—¡Qué tontería!
—¡No, es verdad! ¡Por favor, Harold, te lo pido! Quédate ahí.
—Como quieras.
Walter confiaba en haber comprendido lo que había escrito su padre.
Balú estaba sentado en uno de los círculos pintados con tiza, y Harold en el otro. Harold miró con curiosidad
los signos y jeroglíficos que Walter había copiado del libro.
—¿Qué significan estas cosas?
—Es parte del juego.
—Pero, ¿qué son?
—No lo sé. De verdad, Harold. Es parte del juego, que debe jugarse así.
—La semana que viene cumpliré doce años. Ya soy demasiado mayor para estos juegos de niños.
—¡Cállate y escucha!
Leyó las palabras. Las entonó.
Nada sucedió de momento; pero, de pronto, el gato saltó en el aire, con el pelo erizado. Empezó a escupir y
arañar al aire. La lengua le salía de la boca y empezó a emitir sonidos mitad de animal, mitad humanos. Pero
ninguna palabra pudo oírse.
Walter, asustado, miró a Harold.
No sabía exactamente cómo, pero Harold había cambiado. Había en sus ojos una nueva luz. Parecían los ojos
de Balú. Harold se puso de rodillas, luego se extendió en el suelo y lamió las manos de Walter.
Había pasado mucho tiempo. Tía Thea quería saber lo que estaba ocurriendo en el cuarto de Walter. Desde el
piso bajo preguntó qué hacían. Walter contestó indeciso.
—Estamos aquí, tía Thea.
—¿En dónde?
—En mi habitación.
—¿Está Harold contigo?
—Sí, tía.
—¿Qué está haciendo?
Walter tragó saliva y dijo que Harold estaba leyendo. No podía decirle que Harold se encontraba en aquellos
momentos en el cuarto ropero cazando ratones. Walter deseó con todos sus fuerzas que las características de
su encarnación anterior desaparecerían pronto. En caso contrario, tía Thea le haría preguntas que no podría
contestar. Sin embargo, sintió que podría contar con Balú.
* * *
En la siguiente carta que tía Thea escribió al albacea de la fortuna de Willian Bayle no pudo resistir el deseo
de decirle algo sobre el cambio.
«Le agradará mucho saber que los chicos ya se entienden bien. Es una cosa marevillosa ver tal
transformación. Admito que anteriormente Harold no era muy simpático con Walter, pero ahora le muestra
todo su cariño, y Walter ha adoptado la costumbre rara de llamar a su primo Balú (el nombre de su gato, que
mató un día al encontrarle en un estado incurable de locura). Otra cosa rara: las criadas negras, que
anteriormente adoraban a Harold, ahora parecen temerle como a la rabia. Pero supongo que son de esperar
estas extrañas reacciones de la gente inculta...»
LA CAPA ESCOCESA
MORDECAI Pierson, individuo mezquino y avaricioso, frisaba ya en los cincuenta años, poseía una pequeña
casa de préstamos en Piccadilly, y era justamente eso lo único que tenía en común con su anciano tío. Éste,
llamado Thaddeus Pierson, era un hombre generoso y bueno, a quien dominaba la inofensiva pasión de
coleccionar toda clase de objetos raros. Poseedor de una fortuna respetable, podía darse el gusto de satisfacer
su capacidad para hacer el bien y su deseo de aumentar su colección.
Mordecai creyó siempre que los varios artículos que había en su tienda eran de mayor valor intrínseco que los
objetos raros de su tío. Al fin y al cabo, pensándolo con calma, una silla usada para asesinar a alguien no era
más que una silla, y seguramente tendría menos valor que una silla nueva. ¿Y quién hubiera querido un
cuchillo herrumbrado que aun presentaba manchas de sangre? Y, ya que estamos en el asunto, ¿de qué sirve
un antiguo libro sobre brujería?
Empero, Mordecai, que era demasiado tacaño para comprarse una, envidiaba a su tío Thaddeus la posesión de
la capa escocesa. Aparte del dinero del viejo, era eso lo único que le envidiaba. Mordecai sabía muy bien que
heredaría la mayor parte de la fortuna cuando su tío falleciera; pero, por lo que solia decir Thaddeus, existía
una duda bien definida con respecto a la capa escocesa. Pues, a decir verdad, no pertenecía al viejo en el
sentido de que formara parte de su guardarropa, sino que era parte integrante de su colección, y, al principio,
el anciano se mostró muy misterioso con respecto a ella. En parte, debido a la reticencia del tío, Mordecai
sintió acrecentarse su deseo de poseer la capa, pues era una prenda magnífica, de color negro profundo,
forrada con una especie de satén gris y provista de cuerdas de seda roja trenzada, que servían para asegurarla
al cuello. Se notaba que estaba confeccionada a mano y hecha de medida.
Mordecai iba todos los domingos a visitar a su tío. No le interesaba ir a ninguna otra parte, ya que, de hacerlo
así, hubiera tenido que gastar un poco más, y su tío le invitaba siempre a quedarse a cenar con él. Proyectando
con cuidado sus visitas, Mordecai se ahorraba así el costo de la comida. El procedimiento era tan regular, que
ya contaba siempre con ese ahorro semanal, y llevaba una nota de él en sus libros.
Las visitas de Mordecai, por más que parezca extraño, brindaban al viejo Thaddeus un gran placer, pues el
sobrino fingía siempre gran interés en la colección de su tío, interés que nacía de su curiosidad respecto a la
capa escocesa. Recordaba siempre la primera noche que se la mostró, llevándole muy orgulloso al vasto salón,
vecino a su dormitorio, donde guardaba la colección.
—Muchacho, esta noche tengo que mostrarte el tesoro más grande que ha entrado nunca en mi pobre casa –
había dicho el anciano.
Conociendo la afición del viejo por lo macabro, Mordecai esperaba ver por lo menos el esqueleto de un
asesino ejecutado, o algo por el estilo. Su primera reacción al ver la capa fue de sorpresa, siendo ésta
reemplazada de inmediato por una envidia y un deseo irresistible de poseerla. Y sintió también algo de
inquietud, pues mientras observaba los pesados pliegues de la prenda, tuvo la impresión de que la capa se
movía por impulso propio, como si estuviera dotada de vida. ¡Ah, qué elegante estaría con ella colgada de los
hombros!
Esa idea le persiguió constantemente, y predominó en su cerebro cada vez que visitaba a su tío. Cuando
pensaba en Thaddeus, instintivamente pensaba en la capa escocesa; nunca le ocurrió lo mismo con la extraña
colección de objetos raros que tenía el anciano; pero la capa era en verdad una obra maestra del arte sartorial
y, tal como lo expresara Thaddeus en más de una ocasión, daba vida a su colección.
Aprovechando la manía del viejo, Mordecai fue averiguando poco a poco algunos detalles de la historia de la
prenda, lo cual sirvió para acrecentar su apetito de saber más.
La capa fue en otro tiempo propiedad de un asesino. La confeccionó especialmente un anciano extranjero que
tenía su negocio en los Muelles, y, según dijo Thaddeus enigmáticamente, puso en su tejido “algo más que
género”.
Mordecai se mostró muy excitado al oír esas palabras, y exclamó:
—¿Qué quieres decir, tío Thaddeus? ¡Más que género! ¡Qué idea extraordinaria!; ¿qué más?
Mas el anciano sacudió la cabeza.
—Hay cosas que conviene no saber. Eres un hombre débil, Mordecai; eres débil de carne y de espíritu. A
decir verdad..., debería destruirla, pero también me muestro yo débil en eso.
—¡Destruirla! —exclamó el sobrino, casi angustiado ante la idea—. ¿Destruir esa prenda tan magnífica?
¡Debes estar loco, tío!
—No, no, muy lejos de ello. Créeme que es algo maligno.
—¡Oh, vamos, vamos, el oporto no puede haberte emborrachado!
El viejo no hizo más que sonreír en forma enigmática. En esa ocasión estuvo Mordecai a punto de saber lo
que despertaba su curiosidad.
En otra oportunidad casi llegó a enterarse; pero no interpretó debidamente lo que le dijo el anciano. Thaddeus
se sentía algo nostálgico esa noche, y él mismo trajo a colación el tema de la capa.
—Me parece que algunos de esos extranjeros tienen dotes sobrehumanas —manifestó—. Toma por ejemplo a
ese hombre que tejió la capa escocesa usada por ese bruto de Woldner... Ya sabes que fue él quien me vendió
1a prenda —prosiguió, como si ya hubiera dicho esto antes a su sobrino—, y me dijo muchas cosas extrañas
respecto a ella. Afirmó que había tejido en su género parte del alma de Woldner, y que la prenda tenía vida
propia. No debe ser usada, pero una vez puesta, su dueño está obligado a una vida de crímenes, y ya la capa
no le deja escapar más.
Mordecai cometió el error de interrumpirle en ese punto, expresando sus dudas. El viejo se recobró en
seguida, hizo una broma para dejar de lado lo que relatara y se lanzó a una explicación sobre un cuchillo
enjoyado que acababa de comprar y que pertenecía a un príncipe egipcio. Por más esfuerzos que hizo,
Mordecai no pudo sacar una palabra más a su tío en esa oportunidad. El viejo llegó hasta el punto de no
querer mostrarle más la capa; pero, finalmente, se rindió a sus ruegos, y le condujo al salón donde tenía su
colección.
Allí estaba la capa, Como siempre, casi viva ante sus ojos. Mordecai la acarició como se podría acariciar a un
gato. Resultaba extraño, pero el forro de satén parecía casi responder y tornarse cálido al tacto.
Esa noche, cuando salió de casa de su tío, ya sabía el nombre del fabricante de la prenda, y no perdió tiempo
en buscar datos sobre Woldner. Pero el caso de este último era muy ordinario: una serie de asesinatos
desprovistos de importancia, entre los que se contaban el de un policía, un viejo pordiosero, una mujer, un
niño..., en fin, algo repugnante, y todos ellos cometidos, aparentemente, por el simple placer de matar. Mas
había una nota curiosa en la historia: la capa fue confeccionada para Woldner como una “ofrenda de paz” de
un antiguo enemigo, pues aquél fue en otro tiempo un respetable oficial al servicio de Su Majestad, destacado
en Delhi, donde ofendió moralmente a nno de los súbditos hindúes, quien, al ir a Londres poco después del
retiro de Woldner, se presentó a su ex enemigo y le regaló la capa escocesa que tejiera especialmente para él.
Se indicaba el caso debido a que el criminal (Woldner) fue identificado por la prenda y así aprehendido.
Las noticias que leyó Mordecai eran algo confusas, y sin duda alguna habían pasado por la censura policial
antes de ser publicadas; pero todas ellas concordaban en que Woldner rechazó la responsabilidad de los
crímenes, afirmando que le habían obligado a cometerlos, pero sin poder nombrar la fuente de tal presión.
Esto no le salvó; las pruebas estaban bien claras, y pagó sus culpas en el cadalso. La prensa publicó su
honrosa hoja de servicios en la India.
Mordecai dijo todo esto a su tío en su próxima visita, y el anciano se mostró muy turbado. Thaddeus miró a su
sobrino en forma extraña y le preguntó si no se le había ocurrido que la capa escocesa, en lugar de ser una
ofrenda de paz, fue algo muy diferente.
—...algo maligno y proyectado por ese hermano del hombre que Woldner hizo fusilar.
—¡Ah!; ¿conque de eso se trataba? Ya me llamó la atención ese antiguo enemigo que mencionaron los
diarios. ¿Y por qué hizo fusilar a ese hermano el tal Woldner?
—En cumplimiento de su deber —replicó el anciano.
—Era el mismo hombre que tejió la capa, ¿eh?
—Es claro. ¿Quién otro podría ser?
—Y parece que desde allí en adelante se hicieron grandes amigos —musitó Mordecai —. ¿No estaba el hindú
entre los deudos?
—Creo que sí.
Siguieron hablando, pero el anciano no quiso discutir más nada sobre el asunto.
Fue ésta la última vez qne Mordecai pudo averiguar algo de su tío, pues en su siguiente visita, que sería 1a
última, llegó a la casa en el momento mismo en que el anciano caía en cama, víctima de los años y de un
corazón muy débil. Mordecai telefoneó de inmediato a un médico; pero se notaba desde entonces que el
anciano no duraría mucho más. Yacía en el lecho con los ojos cerrados y respirando con gran dificultad, como
si se estuviese ahogando. Mientras estaba en pie a su lado, Mordecai sintió que su avaricia natural afloraba a
la superficie, e instantáneamente pensó: “¡Sí me llevo esa capa escocesa ahora, el médico creerá que vine con
ella, y nadie se enterará de que la llevé yo!”.
Y, tan rápido como se le ocurrió la idea, Mordecai se introdujo en el cuarto de la colección —ni siquiera se
molestó en encender la luz—, tomó la capa y regresó al cuarto de su tío.
Pero ahora estaban abiertos los ojos del anciano, y al ver a Mordecai con la capa en las manos los abrió aun
más y murmuró trabajosamente:
—Mordecai..., vuélvela a su sitio. Destrúyela, ¡Por amor de Dios, no te la pongas! Te lo ruego...; si una sola
vez... te la pones..., no podrás escapar a sus poderes psíquicos... Mordecai, créeme; lo sé; me la dieron... a
condición de que la destruyera antes de morir. Tiene una maldición... Mordecai...; ¡está... está viva!
Mas ese esfuerzo final resultó demasiado para su viejo corazón, y el anciano cayó en un letargo del que no
despertó más.
Ese domingo por la noche, Mordecai salió de casa de su tío con la capa escocesa pendiente de sus hombros.
¡Y qué bien se sentía con ella! ¡Qué sensación de majestuosidad! De haberlo visto alguien descendiendo los
escalones de entrada, hubiera mirado con asombro su rostro resplandeciente de satisfacción; pues Mordecai
estaba en el séptimo cielo por haber tenido éxito en su robo..., aunque no se paró siquiera a pensar que se
había apoderado de la prenda contrariando los deseos de su anciano tío.
A la mañana siguiente, Mordecai recibió un visitante: un anciano pequeñito y de piel muy morena, que se
identificó inmediatamente como el fabricante de la capa escocesa y pidió cortésmente a Mordecai que le
entregara la prenda.
—Lo siento mucho, pero mi tío me la regaló —repuso Mordecai con gran frialdad.
El viejo demostró su incredulidad.
—¿Tendría usted inconveniente en ir a visitarme esta noche, señor Pierson? Tal vez podamos llegar a un
acuerdo con respecto a la capa. Podría confeccionarle otra.
Pierson estuvo a punto de despedir al hombrecillo de su casa; pero la prudencia se sobrepuso a su deseo, y
respondió amablemente que no tenía inconveniente en ir a verle. Ya en el umbral, el visitante se volvió y dijo
que le agradecería que no usara la capa.
—Haré lo que me plazca —replicó Mordecai de mal talante.
Pero esa noche fue efectivamente al barrio de los muelles, donde el hindú tenía su negocio. Contrariando los
deseos del hombrecillo, se puso la capa antes de salir. De no haber viajado en taxi, y a bastante velocidad por
añadidura, no habría llegado nunca a destino, pues al ver a un agente de policía en la calle le dominó una furia
extraordinaria, que no le abandonó hasta haber perdido de vista al representante de la ley.
Su visita, por desgracia para él, no tuvo buen fin, A pesar de los ruegos del hindú para que le permitiera
confeccionar otra capa especialmente para él, Mordecai se obstinó en negarse terminantemente. Quería esa
capa o ninguna.
El hindú le imploró; podía hacer un duplicado exacto, a excepción de un detalle.
—¡Ah! —exclamó Mordecai, aprovechando la coyuntura—. Entonces no sería la misma.
—No, señor.
—¿En qué se diferenciaría?
—Su capa, señor, sería enteramente de género.
—¿Y ésta no lo es?
El hindú sacudió la cabeza, y sus ojos se clavaron casi con insolencia en los de su interlocutor.
—No, gracias — dijo Mordecai, y giró sobre sus talones.
—Señor, debe usted entregarme esa capa antes de que haga más daño. Y le aseguro que a ella no le gustan los
arrepentimientos o las debilidades.
—¡Buenas noches!
Mordecai salió del negocio con la capa casi acariciando su cuerpo, haciéndole sentirse casi veinte años más
joven, y exaltando la nueva personalidad que se formaba en él sin que lo notara. A sus espaldas, en el salón
del negocio, el hindú se aprontaba para seguirlo y recobrar la capa, la que pensaba destruir, según informó a
su actual poseedor.
Mordecai emprendió la marcha por la calle de los muelles. No le agradaba el vecindario, y tenía la intención
de tomar el subterráneo para regresar a su casa; pero se hallaba a bastante distancia de la estación, y no había
ningún taxi a la vista, de modo que se vió obligado a caminar.
¡Qué feliz se sintió al marchar con la capa sobre los hombros! Le parecía ser un rey, y lamentó que hubiera
tan poca gente para admirar su aspecto majestuoso. Su mente y su corazón rebosaban de júbilo al reflexionar
que ahora tenía la capa escocesa para sí, y que nadie se la quitaría. ¡Y qué suerte para él que conociera ese
breve momento de felicidad, pues de pronto, algo espantoso e increíble le ocurrió!
Vio a un policía.
El representante de la ley se hallaba solo, en pie a la entrada de un callejón, tratando de leer a la luz de un
farol algo que había escrito en su libro de notas.
Mordecai se detuvo súbitamente. En su interior se despertó una rabia incontrolable contra el agente, una furia
loca que le hizo temblar y sacudirse, y sobre su espalda sintió que la capa escocesa parecía acurrucarse, como
si estuviera por saltar. Se adelantó un paso, luego otro... y entonces no pudo contenerse más. Se lanzó contra
el inocente policía, le tomó por la garganta y apretó con todas las fuerzas de un animal enloquecido.
Cuando se incorporó, el agente estaba muerto.
Mordecai retrocedió un paso, respirando agitado. Miró a su alrededor. Nadie le había visto. Instantáneamente
se perdió entre la niebla, sintiéndose extraordinariamente satisfecho. Corrió unos metros; pero después le
pareció impropio hacerlo y comenzó a caminar con pasos mesurados.
Apenas se alejó unos cincuenta metros cuando comprendió plenamente lo que acababa de hacer. ¡En nombre
de Dios!, pensó, ¡debe haber sido un sueño! Pero ya se oían gritos a sus espaldas, y comprendió que era
realidad. ¿Qué le había pasado? ¿Qué maldad se apoderó de él?
En ese preciso instante vio que marchaba frente a él un viejo mendigo.
Una vez más se detuvo, una vez más sintió que se despertaba en su interior una furia bestial, y notó que la
capa se cerraba sobre él como protegiéndole y empujándole hacia adelante. Pero, al mismo tiempo, algo hizo
eco en su memoria. Creyó recordar un proyecto homicida de venganza hindú, de horribles crímenes y
retribución, y oyó las últimas palabras de su tío: “¡Mordecai... está viva!”
¡Woldner!... El hombre mató primero a un policía, después a un viejo mendigo, luego... ¡no, no, Dios mío!
¡La capa... era la capa! Lanzando un grito terrible, Mordecai se echó hacia atrás, alejándose del pordiosero,
hacia cuyo cuello avanzaban ya sus manos, y, casi sin aliento, acercó los dedos hacia el broche que sujetaba la
prenda a su cuello.
Pero algo llegó allí antes que él. Era la cuerda trenzada, y, súbitamente, en el momento mismo en que trataba
de librarse de la capa infernal que fuera tan acariciadora poco tiempo atrás, la prenda pareció elevarse por su
cuerpo, envolviéndóle, y el nudo en su cuello se apretaba cada vez más; la capa siguió ascendiendo, hasta
ahogar por completo sus gritos de terror.
En pocos segundos, la avaricia de Mordecai recibió su recompensa. En el momento en que se acercaba
corriendo el hindú que confeccionara la prenda, Mordecai cayó pesadamente al suelo y rodó hasta el cordón
de la acera, y la capa escocesa se abrió, arreglando sus pliegues a su alrededor, extendiéndose sobre su
postrado cuerpo como si fuera algo dotado de vida, como alguna bestia de presa que esperara tranquilamente
a su próxima víctima.
CARROUSEL
EN las afueras del pueblo se hallaba el abandonado parque de diversiones rodeado por una alta cerca de
madera, y en uno de sus rincones, a la sombra de un nogal, estaba el tiovivo, Se le veía exactamente igual a
aquella noche fatal en que ese pobre hombre solitario, exasperado hasta el extremo por la gente que le odiaba
sin otro motivo que el de ser un negro inofensivo, dió rienda suelta a su pasión contenida por tanto tiempo y
mató al dueño del parque de diversiones, le hizo pedazos antes de que la turba enloquecida le cayera encima y
lo linchara. Los acreedores cerraron el negocio con la esperanza de venderlo, y erigieron después una alta
cerca a su alrededor. Durante un tiempo fué ese terreno una especie de país encantado para los niños del
pueblo; pero al fin lo olvidaron, y ahora era el dominio exclusivo de Marcia Benjin.
Pasaba ella gran parte del día en los terrenos del parque y jugaba en el tiovivo. No era sin motivos que
trasponía la abertura hecha por los niños en la cerca; necesitaba huir de su madrastra cuando su padre se iba a
su trabajo, pues en esos momentos la segunda esposa del señor Benjin no ocultaba el odio que sentía por la
hija de la primera mujer de su marido.
La niña tenía cinco años y se sentía muy solitaria. Debido al odio malicioso de su madrastra, la soledad se
acentuaba aun más. Dentro de un año tendría edad suficiente para asistir a la escuela; pero también podría
entonces escapar de su madrastra, y la señora Benjin no estaba segura de que lo deseaba.
La señora Benjin, una mujer morena, de labios finos y ojos castaños, sentía celos de su hijastra, a quien
consideraba como un símbolo de la primera esposa de John Benjin. La odiaba con pasión ardiente, y sin
embargo se enfurecía cuando la niña escapaba a los terrenos del parque.
Por desgracia para la niña, no siempre notaba el paso de las horas; de manera que de tanto en tanto llegaba
tarde a la mesa. Esto servia para acrecentar 1a ira de su madrastra; aunque la señora Benjin veía en este
detalle un medio posible de dominar por completo a Marcia.
—No quiero hablar a Marcia respecto a sus costumbres, John —dijo en cierta oportunidad a su esposo—. Ya
sabes que no me gusta. Al fin y al cabo es hija tuya, y no quisiera interponerme entre ustedes dos, pero creo
que se le debería enseñar a que viniera a casa a su hora debida.
—Claro que sí —admitió John Benjin de buen talante. Era un hombre corpulento y de anchos hombros, muy
tranquilo y por completo ignorante de que su esposa tuviera nada fuera de lo común—. Hablaré con ella.
Marcia entró en la casa, besó a su padre, sonrió gravemente a su madrastra y tomó asiento.
—Siento haber llegado tarde —manifestó.
—No deberias hacerlo —dijo Benjin suavemente—. Ya es bastante trabajo mantener la comida caliente hasta
que llego yo a casa, y resulta el doble si hay que seguir teniéndola cerca del fuego. Tu madre trabaja
duramente todo el día y es lógico que quiera retirar la mesa a tiempo.
—Es que no me di cuenta —repuso Marcía.
—Oh, por mí no tiene importancia —intervino la señora Benjin, adoptando una actitud sufrida.
—No lo noté, de veras —prosiguió Marcia muy seria—. Estábamos jugando, y antes de darme cuenta oí las
campanadas de las seis.
—¿Con quién estabas jugando? —preguntó John Benjin en tono casual, seguro de que ya había cumplido con
su deber.
—Con el hombre negro —respondió Marcia ingenuamente.
Benjin siguió comiendo tranquilamente; pero la señora Benjin aguzó el oído.
—¿Con quién? —preguntó, sin poder ocultar algo de excitación.
De pronto se notó cierta tensión inexplicable en la mesa. En los ojos de Marcia se reflejó una expresión
obstinada. Benjin levantó la vista intrigado. Su esposa repitió la pregunta.
—Contesta a tu madre, Marcia.
—Ya lo dije.
—Dilo de nuevo.
—No —respondió la niña en un susurro.
—Claro que tal vez no quiera confiar en mí —dijo la señora Benjin, mostrándose afligida, mientras hacía
girar su anillo de bodas nerviosamente en su dedo.
—Contesta a tu madre, Marcia —ordenó Benjin con tono áspero—. ¿Con quien estabas jugando?
—Con el hombre negro.
—Pero no hay ningún negro en el pueblo —manifestó la señora—. No hay ninguno desde..., bueno, desde
hace mucho, cuando tú eras una niñita muy pequeña.
—Cuando mamá todavía estaba aquí.
—Sí, querida.
Esperaron a que Marcia dijera algo más; pero la niña guardó silencio. Después que la acostaron, la señora
Benjin expresó cierta inquietud, aunque no así su esposo; ya para entonces creía haberlo aclarado todo. Era
perfectamente natural que los niños imaginaran tener compañeros de juegos; él mismo lo había hecho en su
infancia. Esto ocurría con mayor frecuencia entre los niños solitarios, y no se podía negar que los otros
pequeños del vecindario estaban en la escuela o eran demasiado chicos como para ser compañeros adecuados
para Marcia.
—¡Sí, pero un negro! —exclamó la señora, fingiendo gran alarma.
—Sí, admito que la coincidencia es extraña.
—Ya hace tres años — comentó ella.
Recordaba muy bien la terrible tragedia, pues fue en el Parque de diversiones donde vió por primera vez a
John Benjin y decidió casarse con él si es que lograba separarlo de su esposa. Algo le separó de su esposa,
pero ella no tuvo nada que ver con ello; la muerte de la señora Benjin ocurrió poco después de un año más
tarde, y un año después se casó ella con John.
Pensó en lo que dijera Marcia, y vió en ello algo que podría utilizar para separar a la hija del padre, y una vez
que pudiera atraer a Marcia hacia sí, podría moldearla a su gusto. No sabía exactamente lo que deseaba hacer
con la niña; pero en lo más íntimo de su corazón quería que Marcía no estuviera en la casa, a fin de verse libre
de esa idea de que la vigilaban constantemente desde el más allá. Sí, eso era; le parecía que la primera esposa
de John Benjin la miraba por los ojos de su hija.
Dos días después Marcia volvió a retrasarse.
—Si esto no se arregla —dijo Benjin, a su manera tranquila de siempre, aunque con gran determinación—, no
se te permitirá ir más al tiovivo, Marcia.
Marcia demostró asustarse ante la amenaza.
—¡Oh, no, por favor! —exclamó.
—Debes aprender a llegar a casa a tu hora. De todos modos, no creo que te convenga estar allí sola todo el
tiempo. Esas máquinas son muy viejas y en cualquier momento pueden venirse abajo. Corres el peligro de
hacerte daño.
—Pero es que no estoy... —comenzó la niña, interrumpiéndose de pronto para mirar a su madrastra.
—¿Qué, querida? —preguntó la señora, inclinándose hacia ella con fingida expresión bondadosa.
—Nada.
—¡Marcia! —exclamó el padre.
—Nada, mamá —dijo Marcía.
Enfurecía a la señora Benjin el hecho de que la niña vacilara en llamarle “mamá”. Así fue desde el principio,
y los esfuerzos del padre para que la niña obedeciera en este respecto, hacían resaltar aun más el detalle.
—Quisiera que confiase en mí —dijo, mordiéndose los labios con fuerza a fin de hacer saltar las lágrimas de
sus ojos.
—Vamos, vamos, Nell, dominate –exclamó él, tomándola del brazo, mientras miraba a Marcia con enfado.
Una vez más se sintió la tensión en la mesa. Lo que más molestaba a la señora Benjin era la convicción de que
la niña la comprendía perfectamente. Marcia no podía decir nada a su padre, pues le resultaba imposible
expresar con palabras sus sentimientos; pero de alguna manera extraña sabía todo. Era motivo de ira para la
señora Benjin el hecho de que esa niña de cinco años de edad viera tan fácilmente lo que resultaba un misterio
para Benjin. Tal vez Marcia había ya adivinado que las esperanzas de su madrastra se avivaron al mencionar
Benjin el peligro de que cayeran algunas de las máquinas del parque de diversiones.
—Vamos a ver —manifestó Benjin, volviéndose hacia su hija—, di lo que ibas a decir; tenemos que
demostrar a tu nueva mamá que confiamos en ella, ¿no te parece?
—Sí —repuso la niña de mala gana.
—Bueno, ¿a ver?
No obtuvo respuesta.
—Vamos, Marcia, por favor. Finge que estás jugando con nosotros... conmigo, entonces.
La niña sacudió la cabeza.
—Otra vez el negro, ¿verdad? —dijo la señora Benjin, sin poder contenerse.
Marcia la miró sin decir palabra.
Ya irritado, Benjin exclamó:
—¡Responde a tu madre de inmediato, o atente a las consecuencias!
—Sí —replicó Marcia en voz baja.
—¿Ves?, ¡ya lo sabía! —exclamó la señora en tono triunfal—. Quisiera saber, John, si será la imaginación o
sencillamente una mentira.
—Yo no digo mentiras —dijo Marcía en tono airado.
Estaba ofendida.
—No, querida..., no es que quieras decir mentiras, pero tal vez no lo puedes evitar.
La niña la miró fijamente; sus pensamientos estaban ocultos tras la inexpresividad de sus ojos, y este muro
que se oponía a su curiosidad despertaba la ira de la señora Benjin.
Después de este incidente, Marcia se mantuvo cada vez más alejada de la casa. Tal vez presintiera la crueldad
de su madrastra, tal vez la casa en que vivió su madre estaba demasiado oscurecida con el odio de esta otra
mujer; desde el alba hasta la puesta del sol buscó refugio en el parque de diversiones, y habría regresado allí
por la noche si se lo hubieran permitido. Al ver esto, la señora Benjin buscó la forma de fastidiar a la niña lo
más posible. Hubo momentos en que la mujer no pudo ocultar su exasperación, y el resultado final fue que el
padre prohibió a Marcia que fuera de nuevo a los terrenos del parque.
Marcia desobedeció y se escapó de la casa.
El resultado fué el que deseaba la señora Benjin.
Esa noche no quiso mirar al rostro de su marido durante la cena, a la cual la niña había llegado antes que él
por primera vez. Benjin notó que algo pasaba, y finalmente hizo una pregunta. La esposa sacudió la cabeza.
Él adivinó que se trataba de Marcia y envió a la niña a su cuarto.
—Oh, no quiero decirlo —dijo ella, afligida—, pero Marcia se escapó y pasó todo día en el parque.
—Entonces tendré que castigarla —declaró Benjin.
El castigo no evitó que la niña se escapara de nuevo.
—Es humillante —afirmó la señora en la segunda ocasión—. Quiero decir que me duele ver que ella no me
quiere y se arriesga a ser castigada por ti con tal de no estar conmigo. Siempre vuelve a ese negro con quien
se imagina que juega.
—¿Todavía sigue hablando de eso?
—Sí.
Él sacudió la cabeza.
—Debe aprender a no desobedecerte, Nell. No podemos seguir así. Tendrás que dominarla.
—Pero no puedo..., no puedo —replicó ella, aunque en su interior se despertó una gran alegría; había
esperado pacientemente este resultado—. ¿Cómo podría castigarla?
—Me parece que tendrás que hacerlo, así aprenderá a respetarte.
Ella representó su papel a la perfección; de modo que el pobre e iluso John Benjin, que amaba sinceramente a
su hija, sintió más pena por su esposa que por Marcia al pensar que la niña debía ser castigada. Era hombre
severo, pero no malo sino simple, y no comprendía las complejidades del cerebro humano, y se hubiera
horrorizado si hubiese visto las que había en el de su segunda esposa.
La señora Benjin esperó la oportunidad propicia.
Después que Marcia se creyó segura, engañada por el falso comportamiento de su madrastra, ésta le preguntó
respecto al negro.
—¿Todavía juega contigo?
Marcia asintió.
—Me dijo que no me afligiera más, que él me cuidaría. Y que también cuidaría a papá.
—¿Ah, sí, eh? — exclamó la mujer con gran frialdad—. ¿No se te ha dicho que no debes decir mentiras,
querida?
La azotó hasta que no pudo levantar ya el látigo, y cuando regresó a su casa, Benjin halló a su esposa bañada
en lágrimas, las que contrastaban con la callada indignación que se veía en el rostro pálido de su hija. Así
engañado, Benjin se mostró muy comprensivo con su esposa; no podía comprender lo que pasaba a su hija.
Una vez que Marcia se acostó, su padre fue a su cuarto y se sentó en la cama para conversar con ella. Hizo un
gran esfuerzo para comprenderla, y una vez que hubo aliviado lo suficiente la desconfianza de la niña, ésta se
echó en sus brazos y rompió a llorar. Se sentía muy sola. Su madrastra la odiaba; ¿cómo no lo comprendía él?
Ella era como el negro, que también se sentía solitario. Toda su vida vivió solo.
Benjin la sacudió.
—¡Marcia! ¿De qué hablas?
La niña trató de explicar, tartamudeó al ver la mirada de su padre y guardó silencio. Él hizo otro esfuerzo por
no perder la paciencia.
—¿Es muy grande ese hombre negro? —preguntó.
—Sí, muy grande, más que tú, papá. Y es muy fuerte. Hace dar vuelta al tiovivo para que yo me divierta.
Todos los días doy una vuelta.
—¿Es bueno?
—Siempre se alegra de verme. Está allí todo el día, esperándome cerca del tiovivo. Es el hombre más bueno
que he conocido, excepto tú, papá. Y dice que va a cuidarnos a nosotros dos.
—¿Como tu ángel guardián?
—Sí, sólo que es negro, y me figuro que mi ángel guardián es blanco.
La conversación no resultó muy satisfactoria. Benjin se quedó muy intrigado, y temió que la soledad de su
hija hubiera afectado sus facultades mentales.
Una vez que logró comenzar en forma tan auspiciosa, la señora Benjin apenas se pudo contener hasta que se
le ofreciera una segunda oportunidad de castigar a Marcia. Pero, la primera azotaina sirvió para descubrir la
violencia de su odio a los ojos de la niña, y Marcia se cuidó mucho. Regresaba a su casa siempre a tiempo, y
así fueron pasando los días sin que desobedeciera abiertamente; de modo que la señora Benjin no encontraba
pretexto para descargar su antipatía. Al fin, un día en que su marido tendría que trabajar unas horas extras,
tomó el asunto en sus manos y prohibió perentoriamente a la niña que volviera a los terrenos del parque.
Marcia huyó, como ya se lo imaginara la señora Benjin.
Esperó muy satisfecha a que terminara el día.
A las seis y cuarto, Marcia cruzó la calle y entró a la casa, tarareando una cancioncilla. Se detuvo al ver a su
madrastra que la esperaba con expresión de ira triunfal.
—Me has desobedecido — dijo la mujer.
—¿Qué va a hacerme?
—Te castigaré. Tu padre me dijo que debía hacerlo.
—No, por favor.
—¿Por favor qué?
—Por favor, mamá, no me castigue usted.
—Sí, debo hacerlo por tu propio bien.
La mujer no pudo menos que darse el gusto de prolongar la tortura de la niña. Dio vuelta a la mesa con pasos
lentos, mostrando gradulamente el látigo que había tenido oculto a la espalda. La niña la miraba con expresión
de terror.
Con un alarido de temor, Marcia giré sobre sus talones y huyó hacia el parque de diversiones.
Pero la señora Benjin no pensaba dejar escapar su presa tan fácilmente. Cruzó la calle y entró al parque de
diversiones por el agujero de la cerca, recordando mlentras tanto que las maquinarias podrían caer sobre la
niña...
Vio a Marcia sentada sobre uno de los viejos caballitos del carrousel; pero la niña no parecía ya asustada, y la
miraba con tanta calma que la señora Benjin se asombró.
Al acercarse al tiovivo oyó la voz de su hijastra.
—¡No me toque! El señor negro no la dejará. El señor negro me está cuidando.
Lenta y casi imperceptiblemente, el carrousel comenzó a moverse.
La señora Benjin, viendo solamente que la niña parecía escapar del castigo, dió un salto hacia adelante. Al
mismo tiempo, Marcia se deslizó sobre el lomo del caballito de madera, cruzó el tiovivo y se dejó caer al otro
lado.
Al subir la señora Benjin sobre el carrousel, algo se apoderó de ella.
Se oyó un horrible alarido, y luego una sucesión de sonidos terribles, que fueron aumentando en intensidad
con el rechinar del tiovivo, que giraba cada vez más velozmente. Desde el carrousel volaban trozos de carne y
ropas chorreando sangre.
Marcia observó todo con gran interés y satisfacción.
Cuando el tiovivo se detuvo al fin, marchó ella hacia el agujero de la cerca. De su madrastra no quedó nada,
excepto algunos trozos sanguinolentos diseminados por doquier. Uno de ellos se hallaba en el camino que
debía seguir Marcía, hacia la salida. Saltó sobre él con una expresión casi salvaje.
Era la mano izquierda de la señora Benjin, y en uno sus dedos estaba todavía el anillo de bodas.
EL TELESCOPIO DE McELWIN
ALDRIC McElwin decidió desde muy joven seguir la senda de Thurston, Houdini y otros, y se dedicó a la
prestidigitación y magia. Trabajó en los teatros de variedades con éxito moderado.
Era un individuo de baja estatura, regordete, de cabellos rojos y facciones algo descentradas. A pesar de ser
impaciente y poco diplomático, logró ganarse la vida sin mayores dificultades.
Hasta que encontró el telescopio.
Un día, hallándose en Chicago, pasó frente a una tienda de antigüedades y entró. Le llamó la atención un
telescopio y lo compró. El instrumento seguramente fué dejado allí como garantía de un préstamo.
Pero tenía algo importante entre manos, y no tardó mucho en descubrirlo. El telescopio tenía una
particularidad extraordinaria; en su interior debía haber algún cristal mágico que permitía a su poseedor ver el
pasado o el futuro. Descubrió esto por el sencillo procedimiento de mirar a un edificio construido en esa parte
de la ciudad donde un siglo antes se elevara el Fuerte Dearbon, y allí vio, en vez del edificio que se divisaba a
simple vista, una banda de indios que asaltaban el fuerte. Experimentó todas las emociones del que ve un
fenómeno no explicado por las leyes científicas; pero era demasiado práctico para no ver que el telescopio
tenía para él un gran valor comercial.
¡Al diablo con sus triquiñuelas del teatro! Ahora tenía algo más grande a su disposición. De inmediato
dispuso de gran parte de sus ahorros y se instaló como adivino. Por mucho tiempo había envidiado a los
palmistas, astrólogos y otros por el estilo su habilidad para separar a los tontos de su dinero. Con un
telescopio como el suyo podría hacer un negocio espléndido.
Su primera víctima fue el policía de servicio en la cuadra.
Lo enfocó con el instrumento y vió que le darían un ascenso y un aumento de sueldo dentro del término de un
mes, por una acción heróica. Comunicó la novedad al policía sin cobrarle nada, y dos semanas más tarde
Ryan fue ascendido por haber capturado a un ladrón que quiso dispararle un tiro.
—No fue gran cosa —manifestó Ryan, al relatar más tarde el incidente a McElwin—. ¡Pero lo que me extraña
es el hecho de que lo supiera usted por adelantado!
La historia corrió de boca en boca. El agradecido Ryan se ocupó de ello, tal como lo imaginara McElwin, y en
pocos días comenzó a tener una clientela numerosa.
Fue entonces cuando nuestro héroe descubrió que su telescopio tenía una idiosincrasia muy molesta: no
funcionaba siempre; es decir, no funcionaba con todos. De manera que se vio obligado a apelar a toda clase de
tretas para satisfacer a sus clientes. No podía entenderlo. Es más, el cristal no revelaba todo; es decir, le era
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Derleth August - Ithaqua.DOC

  • 1. AUGUST DERLETH-ITHAQUA Y OTROS RELATOS FANTÁSTICOS ITHAQUA FUÉ un filósofo chino el que dijo hace muchos años que la verdad, por obvia y simple que sea, resulta siempre increíble debido a que la vida social del hombre se ha convertido en algo tan complejo que la verdad se torna cada vez más difícil de comprender. Ningún otro comentario puede ser más justo que éste con relación a Ithaqua, el Dios de las Nieves. En la primavera de 1933 aparecieron en la prensa algunos párrafos algo oscuros con referencia a las extrañas creencias de ciertas tribus indias, a la aparente incompetencia del soldado James French de la Real Policía Montada del Noroeste, la desaparición de un tal Henry Lucas, y, finalmente, a la desaparición del soldado French. También hubo cierto revuelo con respecto a una declaración publicada por John Dalhousie, Jefe Provisional de la Real Policía Montada, en su cuartel temporario de Cold Harbor (Manitoba), con fecha 11 de mayo, y referente a ciertas críticas públicas contra el soldado French y contra el manejo del caso Lucas. Finalmente se corrió cierta historia increíble acerca de un extraño dios del gran silencio blanco, la vasta región donde la nieve cubre la tierra durante largos meses del año. Todos estos fenómenos, aparentemente inconexos entre sí y a los cuales se refirió la prensa con gran desprecio, estaban íntimamente vinculados. El hecho de que existen cosas que debieran seguir ignoradas, cosas realmente horribles y prohibidas para la humanidad, el soldado French lo descubrió, y, después de él, lo descubrió John Dalhousie, quien el 11 de mayo publicó la siguiente declaración: Muy en contra de mi voluntad escribo en respuesta a las injustas críticas dirigidas contra mí con motivo de la investigación del caso Lucas. La prensa me molesta debido a que este caso continúa sin resolver y, con injustificada aspereza, se insinúa que Henry Lucas no pudo haber salido de su casa y desaparecido, a pesar de las pruebas indiscutibles que prueban que tal fue lo que ocurrió. Los hechos, para aquellos que leen esta declaración sin conocimientos previos de la desaparición y la investigación subsiguiente llevada a cabo por el soldado James French, son éstos: La noche del 21 de febrero próximo pasado, durante una ligera tormenta de nieve, Henry Lucas salió de su cabaña, ubicada en las afueras de la aldea de Cold Harbor, y no volvió a ser visto nuevamente. Un vecino vio a Lucas dirigirse hacia el antiguo camino de Olassie que pasa cerca de la cabaña del desaparecido, pero en seguida le perdió de vista. Esta fue la última vez que se vio a Lucas con vida. Dos días más temprano, un cuñado suyo llamado Randy Margate, comunicó la desaparición de su pariente, y el soldado French fue enviado de inmediato para investigar el asunto. El informe de French llegó a mi oficina dos semanas más tarde. Permítaseme afirmar que, a pesar de creer el público lo contrario, el misterio de Lucas fue resuelto. Pero su solución resultó tan fantástica, increíble y espantosa, que este departamento consideró prudente no comunicarla al público. Hemos mantenido esa decisión hasta el día de hoy, y ahora se hace aparente que, por extraña que sea, debemos publicarla a fin de contrarrestar las acerbas críticas que se han dirigido contra esta repartición. A continuación doy el último informe del soldado James French: Cold Harbor, 3 de Marzo de 1933.
  • 2. Señor: Casi me falta valor para comunicarle esto, pues debo escribir algo contra lo que mi carácter se rebela, algo que mi inteligencia me dice que es imposible. ¡Y sin embargo es la verdad! Sí, todo es como se nos dijo: Lucas salió de su casa y desapareció; mas no soñamos siquiera la razón de que saliera, ni tampoco sospechamos que algo acechaba en el bosque, esperándolo... Llegué aquí el 25 de febrero y me dirigí de inmediato a la cabaña de Lucas, donde conversé con Margate. Este, empero, no podía decirme nada, ya que llegó desde la aldea vecina, comprobó la desaparición de su cuñado, y dio parte a nosotros. Poco después de conversar conmigo, se fue a su casa, situada en Navissa Camp. Me encaminé entonces a casa del vecino que viera por última vez al desaparecido. El hombre parecía muy poco dispuesto a hablar, y tuve dificultad en entenderle debido a que, aparentemente, es medio indio y descendiente de las antiguas tribus que aún abundan por estos contornos. Me mostró el sitio donde viera a Lucas por última vez, e indicó que las huellas del hombre se detenían repentinamente. Me dijo esto con cierta excitación, y señalando hacia la selva, por sobre un claro, declaró con tono incierto que seguramente la nieve había cubierto ya el resto de las huellas. Pero el lugar parecía estar expuesto al viento, y no quedaba allí mucha nieve. Realmente, en algunos sitios todavía eran visibles las huellas de Lucas, y más allá del lugar de donde al parecer desapareció, no encontré ninguna de las suyas, aunque había huellas de Margate y de uno o dos más. A la vista de los descubrimientos siguientes, este hecho resulta muy significativo. Por cierto que Lucas no caminó más allá de ese sitio, y es bien seguro que no regresó a su cabaña. Desapareció del lugar tan completamente como si nunca hubiera existido. Traté entonces, como he seguido haciéndolo, de explicarme cómo pudo Lucas haber desaparecido sin dejar rastros; pero no existe más que una explicación, la que en seguida detallaré, por increíble que parezca. Pero antes de hacerlo, debo presentar algunas pruebas que me parecen importantes. Recordará usted que dos veces durante el transcurso del año pasado el padre Brisbois, el sacerdote viajero, comunicó la desaparición de niños indios de Cold Harbor. En cada uno de los casos se nos informó que los niños habían reaparecido antes de que comenzáramos la investigación. Apenas había estado allí un día cuando me enteré de que los niños no reaparecieron nunca, que, además, hubo muchas desapariciones en Cold Harbor, respecto a las cuales nunca se nos comunicó nada, y que, aparentemente, la desaparición de Lucas era una de tantas. No obstante, éste último parece haber sido el primer blanco a quien ocurre tal cosa. Hice varios descubrimientos muy singulares que no me produjeron una impresión muy favorable, y de inmediato comprendí que el caso era muy extraño. Detallo a continuación mis descubrimientos en orden de importancia: 1) Lucas no era hombre que resultara simpático a nadie. Repetidas veces engañó a los indios y, estando ebrio, trató una vez de inmiscuirse en un asunto religioso. Considero esto como un motivo. 2) La población (india en su casi totalidad) se niega a dar informes de ninguna clase. Algunos se muestran temerosos, otros hoscos, y algunos desafiantes y hasta me hacen advertencias veladas. Un médico brujo, cuando fue interrogado, contestó: “Mire usted, hay cosas que no conviene conocer. Una de ellas es Ithaqua, a quien ningún hombre puede mirar sin adorar. El solo verlo significa la muerte, como la helada en lo profundo de la noche.” No pude obtener ninguna aclaración de estas palabras. No obstante, han tomado una gran significación, como lo comprobará usted. 3) Existe aquí una religión muy antigua y extraña. Respecto a esto último doy detalles a continuación. Frecuentes insinuaciones de la relación entre las grandes hogueras vistas en la selva limitada por el viejo sendero de Olassie, súbitos temporales de nieve, y las desapariciones, me pusieron al fin sobre la pista de la religión de estos indios. Creí al principio que las referencias veladas de los nativos con respecto a la selva y a la nieve no eran más que expresiones del temor a los elementos que es tan común entre la gente que vive en regiones desoladas. Aparentemente cometí un error en mis apreciaciones, pues el segundo día después de mi llegada, el padre Brisbois se presentó en Cold Harbor y me vio durante uno de sus servicios religiosos. De
  • 3. inmediato envió a uno de sus sacristanes para comunicarme que deseaba conversar conmigo. Una vez terminada la misma, fui a verle. Él suponía que estaba yo ocupado en investigar las desapariciones que nos comunicara, y expresó sorpresa cuando supo que los padres de los niños afirmaban haberlos encontrado. —Entonces sospecharon de mis intenciones —explicó— y evitaron la investigación. Pero, claro está, usted ya sabe que los niños no han sido encontrados, ¿verdad? Dije que ya lo sabía, y le rogué me contara lo que supiera respecto a las misteriosas desapariciones. Su actitud me sorprendió. —No puedo decirle nada porque no me creería usted —respondió—. Pero dígame, ¿ha estado usted en la selva? ¿Por el viejo camino de Olassie? —Ante mi negativa, continuó—: Entonces vaya usted a la selva y vea si puede hallar los altares. Cuando los encuentre, vuelva y dígame lo que opina de ellos. Yo permaneceré en Cold Harbor por dos o tres días. Eso fue todo lo que quiso decirme. Comprendí entonces que había algo raro en la selva, y aunque caía ya la tarde, emprendí la marcha por el viejo camino de Olassie y entré a los bosques, aunque no sin calcular cuidadosamente las horas de luz que me quedaban. Me adentré cada vez más en esa tierra virgen, y finalmente llegué a un sendero que se veía en la nieve. Al notar que se habían hecho esfuerzos para disimularlo, comprendí que estaba sobre la pista de algo interesante. Lo seguí y no tuve dificultad en encontrar los altares a que se refiriera el padre Brisbois. Eran unos extraños círculos de piedra, alrededor de los cuales la nieve parecía muy pisoteada. Esa fue mi primera impresión; pero cuando me acerqué a esos círculos, vi que la nieve era como vidrio, suave, pero no resbaladiza, y no parecía estar pisoteada solamente por pies humanos. Dentro de los círculos, la nieve era tan suave como plumones. Estos círculos son bastante grandes, casi de veinte metros de diámetro, y lo forman unas piedras raras que parecen congeladas, o alguna roca vidriosa que no recuerdo haber visto nunca. Cuando extendí la mano para tocar una de ellas, sentí un sacudón como si hubiera recibido una descarga eléctrica; agregue usted a esto el hecho de que la piedra es antiquísima e increíblemente fría, y ya podrá usted imaginarse la extrañeza con la que observé ese extraño lugar de adoración. Había tres círculos, no muy lejos uno de otro. Habiéndolos examinado desde el exterior, entré en el primero de ellos y encontré, como ya he indicado antes, que la nieve era extraordinariamente suave. Aquí y allá se veían huellas. Creo que las miré con poco interés durante un momento antes de darme cuenta de su significación. Entonces me dejé caer de rodillas y las examiné cuidadosamente. La prueba que tenía ante mis ojos era bien clara. Las huellas pertenecían a un hombre calzado con zapatos, un hombre blanco, por cierto, pues los indios de los alrededores no usan zapatos, y las huellas eran las mismas que dejara Henry Lucas en el claro de donde desapareciera. Al ver esto, consideré que debía trabajar basándome en la hipótesis de que las huellas pertenecían a Lucas. Pero lo más extraordinario respecto a ellas es que demostraban que el hombre que las hizo no entró caminando al círculo, ni salió tampoco andando. El sitio de entrada —o, mejor dicho, el comienzo de la línea de huellas— no estaba muy lejos de donde me hallaba yo; allí vi señales de que le habían arrojado o dejado caer dentro del círculo. El hombre se había levantado y comenzado a caminar alrededor hacia la única entrada del extraño altar; pero allí vacilaban sus huellas y se volvían de nuevo hacia adentro. Caminó cada vez más rápido, comenzó luego a correr, y, bruscamente, sus huellas se detenían por completo, interrumpidas en el medio de la circunferencia de piedras. No era posible un error al respecto, pues, mientras las primeras huellas estaban ligeramente cubiertas por la nieve, la caída de la nieve cesó aparentemente en el mismo momento en que se detenían las huellas.
  • 4. Mientras examinaba todo esto, tuve la molesta sensación de que me vigilaban. Escudriñé la selva con disimulo, pero nada se presentó a mi vista. Empero, la sensación de ser observado persistía, y una creciente inquietud se apoderó de mí; de manera que sentí la proximidad de un peligro dentro de ese extraño y silencioso círculo de piedras, perdido en lo más profundo de los silenciosos bosques. A poco salí del altar y me dirigí hacia la selva con cierta aprensión. Entonces me encontré con los restos de grandes hogueras, y recordé las veladas insinuaciones de algunos de los nativos de Cold Harbor. El hecho de que las huellas de Lucas estuvieran dentro del círculo, vinculaba los fuegos a su desaparición, y, como ya he indicado, estaba cayendo nieve en el momento en que Lucas se hallaba dentro del altar de piedras. Recordé también que de vez en cuando se hicieron algunos comentarios respecto a grandes hogueras que solían verse en los bosques cercanos al camino de Olassie, cuando ese camino estaba en uso hace algunos años. Examiné las cenizas; aunque, debido a la proximidad de la noche, no pude hacerlo con gran minuciosidad. Aparentemente habían quedado sólo agujas de pino. Entonces vi que no sólo se me echaba encima la oscuridad, sino que también el cielo se mostraba nublado y que los copos de nieve comenzaban a caer por entre las ramas de los árboles. Allí tenía ante mi vista otra prueba: un súbito temporal de nieve. Pues unos minutos antes el cielo no mostraba nube alguna. Uno por uno, todos esos detalles extraños estaban tomando forma tangible ante mis ojos. Durante todo este tiempo me seguía dominando la impresión de que alguien observaba todos mis movimientos; de manera que obré en forma de poder sorprender a cualquiera que estuviese oculto en el bosque. Las hogueras se hallaban detrás de los altares, y al volverme hice frente a los círculos de piedra. Ya, como he dicho, estaba oscureciendo y caía nieve, pero vi algo. Fue algo así como una nube de nieve que pendiera por sobre los altares, como una enorme masa informe de nieve apretada; no un montón de copos, aunque los copos la rodeaban. Y no tenía color blanco, sino más bien un matiz azul verdoso que lentamente se iba tornando purpúreo. Deseo señalar que a la sazón no estaba enterado yo de nada extraño, y sabía perfectamente bien que a veces los cambios de luces del crepúsculo suelen afectar la visión. Mas, al adelantarme y pasar frente a los altares, me volví, viendo entonces que la mitad superior de ese extraño ser se movía independientemente de la inferior. Mientras permanecía mirándolo comenzó a desvanecerse, tal como si se disolviera en la nieve que caía, hasta que finalmente desapareció por completo. Entonces me asusté, temiendo que esa cosa extraña me rodeara mezclada con la nieve que caía por todos lados. Por primera vez en mi vida sentí temor de los bosques, de la noche y de la nieve silenciosa. Me volví para echar a correr, pero no antes de ver algo que me heló la sangre en las venas. Donde estuviera un momento antes la imagen de nieve, se veían ahora un par de ojos verdes y relucientes que pendían como estrellas por sobre los altares circulares. No me avergüenza confesar que corrí como si me persiguiera una manada de lobos hambrientos. Todavía doy gracias a Dios por haber guiado mi loca carrera hacia la relativa seguridad del camino de Olassie, donde todavía brillaba un poco de luz y donde la primera vez me detuve. Me volví para mirar hacia los bosques; mas no se veía otra cosa que la nieve que caía profusamente. Todavía me dominaba el miedo, y casi imaginé oír un susurro entre los copos de nieve; un murmullo infernal que me ordenaba regresar a los altares. Tan insinuante y claro era, que por un momento estuve a punto de volverme y lanzarme hacia la oscuridad del bosque. Luego me sobrepuse y corrí por el camino en dirección a Cold Harbor. Me encaminé directamente a la casa del doctor Telfer, donde se alojaba el padre Brisbois. El sacerdote se alarmó al ver mi rostro demudado por el terror, y el doctor Telfer quiso darme un sedativo, el que rechacé. Les conté de inmediato lo que acababa de ver. Por la expresión de su rostro me figuré que mi relato no era novedad inesperadada para el cura; pero el doctor aseguró que era yo la víctima de una ilusión óptica muy común por estas latitudes cuando llega el crepúsculo. Pero el padre Brisbois no se mostró de acuerdo con él. A decir verdad, el sacerdote insinuó que había yo penetrado un velo que está siempre presente aunque rara vez es visto, y que lo que yo viera no era una ilusión, sino una prueba tangible de un horroroso mundo del más allá, que por suerte no conocen la mayoría de los seres humanos.
  • 5. Me preguntó si había notado que los indios eran de un linaje muy antiguo, probablemente de origen asiático. Admití haberlo notado. Entonces observó algo respecto a la adoración de dioses que eran antiguos antes de que el hombre apareciera sobre la faz de la tierra. Le pregunté qué quería decir con dioses antiguos. Sus palabras fueron las siguientes: —Se trata de conocimientos profundos que nos han llegado procedentes de seres muy alejados de la humanidad. Existe, por ejemplo, la horrorosa y sugestiva narración acerca de Hastur el Inmencionable, y de sus horrendos descendientes. Protesté que basaba sus afirmaciones solamente en las leyendas. —Sí —replicó—; pero no olvide usted que no existen leyendas que no estén firmemente arraigadas a algo real, aunque ese algo existiera en un pasado tan remoto que está fuera del alcance de la memoria del hombre. El maligno Hastur, quien llamó en su ayuda a los espíritus elementales y los subyugó a su voluntad, esas fuerzas elementales todavía son adoradas en los sitios más remotos de este mundo. El Caminante del Viento, e Ithaqua, el dios del gran silencio blanco, el único dios del cual no se ven señales en los totems. Al fin y al cabo, ¿no tenemos, acaso, nosotros nuestra leyenda bíblica sobre la lucha entre las fuerzas elementales de Bien y del Mal, personificadas por nuestra deidad y las huestes de Satán en la era anterior al amanecer de nuestra tierra? Quise protestar, quise decir con gran vehemencia que lo que afirmaba era imposible; mas no pude hacerlo. El recuerdo de lo que viera pendiente sobre el círculo de piedras, en lo más profundo de la selva, me impidió hablar. Esto y el hecho de que un viejo indio mencionó en mi presencia el mismo nombre que acababa de pronunciar el sacerdote: Ithaqua. Viendo el curso que tomaba la conversación, pregunté: —¿Quiere usted decir que los indios de los alrededores adoran a esa cosa que llaman Ithaqua, y ofrecen sus niños como sacrificio humano? Entonces, ¿cómo explicar la desaparición de Lucas? ¿Y quién o qué es realmente Ithaqua? —Quiero decir exactamente eso, sí. Es la única teoría que pueda explicar la pérdida de los niños. En cuanto a Lucas, le diré que era muy poco popular; siempre estafaba a los indios, y una vez tuvo un entredicho con ellos al borde de la selva; eso ocurrió pocos días antes de su desaparición. Con respecto a Ithaqua y a su identidad..., no estoy en condiciones de contestar. Existe la creencia que sólo sus creyentes pueden mirarle; el hacerlo sin adorarlo significa la muerte. ¿Qué es lo que vio usted sobre los altares? ¿Ithaqua? ¿Es él el espíritu del agua o del viento, o es realmente un dios de este gran silencio blanco, el ser de nieve, una manifestación del cual usted vio? —Pero, ¡cielos, sacrificios humanos! —exclamé yo, y luego agregué—: Dígame, ¿no se ha vuelto a encontrar a ninguno de esos niños? —Yo sepulté a tres de ellos —replicó el cura pensativamente—. Fueron encontrados en la nieve a poca distancia de aquí..., metidos dentro de hermosas mortajas de nieve, tan suaves como plumones, y sus cuerpos estaban más fríos que el hielo, aunque dos de ellos vivían todavía cuando se les encontró, y murieron poco tiempo después. No supe qué decir. Si se me hubiera comunicado todo esto antes de ir a la selva, me hubiera burlado abiertamente, como lo presintiera el Padre Brisbois. Pero yo vi algo en la selva y no era nada humano; nada que se pareciera remotamente a los seres humanos.
  • 6. —Comprenda usted; no digo que vi lo que el Padre Brisbois describiera como el “dios del gran silencio blanco”, lo que los indios llaman Ithaqua, pero sí vi algo. En ese momento se presentó alguien en la casa con el asombroso anuncio de que se acababa de hallar el cuerpo de Lucas, y a pedir que el médico lo examinara. Nosotros tres salimos tras el indio que nos llevó este mensaje, y fuimos a un sitio no muy alejado de la factoría, donde una gran multitud de nativos rodeaba lo que al principio pareció ser una enorme y reluciente bola de nieve. Mas no era una bola de nieve. Era el cuerpo de Henry Lucas, tan frío como las piedras que tocara yo en el altar; y el cuerpo estaba envuelto en una capa de nieve tejida. Escribo tejida, porque estaba tejida. Era como un hermoso tul casi impalpable, de un blanco brillante, con matices apenas visibles de verde y azul, y cuando arrancamos la cubierta de nieve del cuerpo, sentimos la impresión de estar destrozando una tela endurecida y quebradiza. Recién cuando terminamos de arrancar la envoltura, descubrimos que Henry Lucas no estaba muerto. El doctor Telfer apenas pudo dar crédito a sus sentidos, aunque ya había visto dos casos similares al que se presentaba ahora. El cuerpo estaba tan frío, que a duras penas pudimos tocarlo; sin embargo, el corazón seguía latiendo imperceptiblemente; y una vez en la casa de Telfer, ya el cuerpo rodeado de temperatura normal, el corazón latió con más firmeza. —Parece imposible —manifestó el médico—; pero así es. Sin embargo, está moribundo. —Espero que recobre el conocimiento —dijo el cura. Pero el doctor sacudió la cabeza. —Imposible. Y entonces Lucas comenzó a hablar en el delirio. Primero emergió de sus labios un sonido monótono e incomprensible. Luego comenzaron a salir palabras lentas, separadas entre sí, y finalmente frases enteras. Tanto el cura como yo las anotamos, y más tarde hicimos una comparación de nuestras notas. Esta es una muestra de lo que dijo Lucas: —¡Oh, suave y hermosa nieve!.. .Ithaqua, toma mi cuerpo, que el dios de la nieve me lleve, que el gran dios del silencio blanco me lleve al pie de aquél más grande... Hastur, Hastur, adoramus te, adoramus te... ¡Cuán suave la nieve, cuán lentos los vientos, cuán dulce el aroma de los capullos de algarrobo del sur! ¡Oh, Ithaqua, adelante hacia Hastur... Hubo mucho más por el estilo, y en su mayoría sin sentido alguno. Tal vez sea importante indicar el hecho de que Lucas no conocía el latín. Casi no me atrevo a comentar sobre la extraña coincidencia de que mencionara a Hastur, tan poco después de que el Padre Brisbois nombrase a ese antiguo ser. Del resto del delirio de Lucas logramos entresacar la historia de su desaparición. Aparentemente se sintió atraído hacia el exterior de su cabaña por una música extraterrena, combinada con un murmullo que parecía proceder de muy cerca de su vivienda. Abrió la puerta y miró al exterior, y, al no ver nada, salió a la nieve. Me aventuro a conjeturar que estaba hipnotizado, aunque me parece poco probable. Fue arrebatado por “algo que venía de lo alto”, diciendo que era un viento con “nieve en él”. Esto fue lo que lo llevó, y no supo más nada hasta que se encontró dentro del círculo de piedras en medio de la selva. Entonces notó enormes hogueras que ardían por allí cerca, y vio a los indios ante los altares, muchos de ellos yaciendo boca abajo sobre la nieve, adorando a su dios. Y encima de él vio lo que describe como “una nube de humo verde y púrpura von ojos” (¿es posible que fuera la misma cosa que vi yo sobre los altares?)... Y mientras observaba, esa cosa comenzó a moverse y descender. De nuevo oyó música, y entonces comenzó a sentir el frío. Corrió hacia la entrada, que se hallaba abierta, mas no pudo trasponerla. Era como si una mano invisible le contuviera desde el exterior. Entonces se asustó y corrió locamente dando continuas vueltas, y finalmente cruzó el círculo, siendo elevado de la tierra. Era como si se hallara dentro de una nube de nieve blanda y
  • 7. susurrante. Oyó nuevamente la música, y después, a lo lejos, un ulular que pareció destrozarle los tímpanos. Entonces perdió el conocimiento. Después de esto su relato no es nada claro. Comprendimos algo así como si lo hubieran llevado a un sitio lejano; ya sea a un abismo insondable o muy por encima de la tierra. Por algunas de las frases que pronunció, podríamos sospechar que estuvo en otro planeta, si no fuera esto absolutamente imposible. Mencionó a Hastur casi incesantemente, y de tanto en tanto dijo algo respecto a otros dioses llamados Cthulhu, Yog—Sothoth, Lloigor y otros, y murmuró frases inconexas acerca de la tierra maldita de los Tcho—Tcho. Habló también como si todo eso fuera un castigo por alguna falta en que incurrió. Sus palabras inquietaron mucho al padre Brisbois, y varias veces noté que el buen sacerdote oraba por lo bajo. Falleció unas tres horas después de que lo encontraran, sin recobrar por completo el sentido; aunque el doctor afirmó que su estado era normal, excepto el frío persistente que emanaba de su cuerpo y por el hecho de que parecía no percatarse de nuestra presencia ni de lo que le rodeaba. Aparte de comunicar a usted todos estos datos, vacilo en ofrecer solución alguna. Al fin y al cabo estas cosas hablan más claramente que las palabras. Ya que no hay medios para identificar a ninguno de los indios presentes en esas infernales ceremonias religiosas del bosque, no se puede efectuar ningún arresto. Pero que algo fatal ocurrió a Lucas dentro de esos círculos de piedra —probablemente como resultado de su riña con los indios—, es indiscutible. Cómo lo llevaron allí, y cómo fue transportado al sitio donde finalmente se halló su cuerpo, sólo es explicable si aceptamos su terrible relato. Sugiero que, en vista de las circunstancias, deberíamos destruir esos altares y emitir órdenes severas a los indios de Cold Harbor y de toda la región. He averiguado que se puede obtener dinamita en la aldea, y tengo la intención de ir al bosque y hacer volar esos malditos altares tan pronto como reciba su autorización para hacerlo. Más tarde. — Acabo de enterarme de que un gran número de indios se dirige hacia los bosques. Aparentemente se está por realizar otra reunión para adorar a ese extraño dios en los altares, y, a pesar de la extraña sensación de que soy vigilado —como desde lo alto—, mi deber está bien claro. Los seguiré tan pronto como haya despachado este informe. * * * Este es el texto completo del último informe que recibí del soldado French. Llegó a mi oficina el 5 de marzo, y ese mismo día le telegrafié instrucciones para que llevara a cabo su plan de dinamitar los altares, y para que también arrestara a cualquiera de los nativos que fuese miembro del grupo que se reunía en los bosques para adorar a ese extraño dios. Después de esto tuve que salir del cuartel por un tiempo considerable, y cuando regresé encontré la carta del doctor Telfer en la que me informaba que el soldado French desapareció antes de recibir mi telegrama. Más tarde supe que su desaparición ocurrió la noche en que me envió su informe; esa noche en que los indios se reunieron en los altares cercanos al camino de Olassie. De inmediato mandé al soldado Robert Considine a Cold Harbor, y le seguí dentro de las veinticuatro horas. Mi primera intención era llevar a cabo yo mismo las instrucciones que telegrafiara a French, y me adentré en los bosques y dinamité los altares. Luego me ocupé de buscar rastros de French, mas no había absolutamente nada que encontrar. Desapareció tan completamente como si la tierra se lo hubiera tragado. Mas no se lo había tragado la tierra. La noche del 7 de mayo, durante una violenta tempestad, se halló el cadáver del soldado French. Se encontraba sobre un montón de nieve, no muy lejos de la casa del doctor Telfer. Su aspecto indicaba que se le había arrojado desde una gran altura, y el cuerpo estaba envuelto en innumerables capas de nieve quebradiza, como un tul tejido. “Muerto por el intenso frío”. ¡Qué irónicas y huecas, son estas palabras! ¡Cuán poco explican de la terrible maldad que acecha tras el velo! Sé lo que el soldado French temía, lo que sospechaba con fundadas razones.
  • 8. Pues toda esa noche y la siguiente vi, desde mi ventana, en casa del doctor Telfer, una enorme e informe masa de nieve que se elevaba hacia lo alto, una masa tremenda y sensitiva rematada por dos inescrutables y fríos ojos verdes. Ya se corren rumores de que los indios se preparan para otra reunión en el sitio que ocuparan los malditos altares. Eso no debe ocurrir, y si persisten en su empeño, es preciso que se les aleje a la fuerza de la aldea y se les distribuya por todas las provincias, muy alejados entre sí. En estos momentos me dispongo a salir para desbaratar sus infernales planes. * * * Pero como es ya del dominio público, John Dalhousie no llevó a cabo su plan. Esa noche desaparició, para ser hallado tres noches más tarde, tal como fueron encontrados antes el soldado French y Henry Lucas, envuelto en varias capas de hermosa nieve, parecida a una gasa tejida, reluciente a la luz de la luna. También a él le sorprendió la muerte como a los otros que sufrieran la venganza de Ithaqua, el ser de nieve, el dios del vasto silencio blanco. El departamento de policía diseminó a los indios por todas las provincias, y se prohibió terminantemente a todo el mundo que entrara en la selva vecina al viejo camino de Olassie. Pero en alguna parte, durante la noche silenciosa, tal vez se vuelvan a reunir murmurando y echados boca abajo sobre la nieve, y ofreciendo sus niños y sus enemigos como sacrificios al dios elemental que adoran, gritándole como lo hizo Lucas: “Ithaqua, toma mi cuerpo... Ithaqua...” EL PACIFIC 421 —SÓLO para mayor seguridad, le aconsejaría que no se pase mucho tiempo sobre la colina que está en el extremo más lejano de su propiedad —expresó el agente, con una sonrisa algo tímida. Colley tomó las llaves y las guardó en el bolsillo. —¡Qué extraño que diga usted eso! ¿Por qué no? —Entre ocho y diez de la noche especialmente –agregó el agente. —¡Oh, vamos!... ¿por qué no? —Eso es lo único que me han dicho. Me figuro que habrá algo extraño por allí. le convendría acostumbrarse primero al lugar. Albert Colley tenía precisamente esa intención. No había comprado una casa situada en el campo, a poca distancia de la estación del Ferrocarril Pacífico, sin la determinación de acostumbrarse a ella antes de invitar a su padrastro a que le visitara... si es que podía cobrar suficiente valor como para aguantar al viejo pillastre durante una semana o más. Si no fuera por el dinero del viejo... bien, si no fuese por eso y por el hecho de que Albert Colley era su único heredero legal, ya se hubiera librado del anciano mucho tiempo antes. Aun como estaban las cosas, Philander Colley era una molestia que se hacía sentir hasta en lo más recóndito del alma de Albert. Claro está que el comentario del agente fué un error. Pocas personas están capacitadas para juzgar la forma en que un hombre obrará, especialmente si se le conoce por tan poco tiempo como el agente había conocido a su cliente. Colley era un individuo mucho más listo de lo que el agente supuso, y de inmediato comprendió que había algo extraño en el extremo más lejano de la propiedad que acababa de adquirir: un terreno de unos cuarenta acres, con la casa edificada entre un grupo de árboles que se elevaban al costado del camino real, y el terreno incluía entre sus límites una porción de la línea del Pacífico, que cruzaba el extremo más lejano, por sobre una pequeña hondonada. Desde su casa, la propiedad se extendía por un jardín, cruzando luego un denso bosque y un espacio abierto, más allá del cual había una pequeña elevación del terreno, llamado
  • 9. cortésmente “la colina”, y allende el cual corrían las vías del ferrocarril y estaba la terminación de la recién adquirida propiedad, al pie de una cuesta más empinada y en su mayor parte boscosa. Colley no perdió tiempo en salir de exploración esa primera noche, esperando casi que algún fiero habitante del bosque se le echara encima, aunque sin temer tal contingencia. Llegó hasta el punto donde el ferrocarril cruzaba el puentecillo erigido sobre la hondonada, y luego se volvió para observar las vías hacia un lado y otro. El ferrocarril daba una curva, cruzaba el puentecillo y el límite de su terreno, desapareciendo por una curva más amplia que doblaba hacia el oeste. Permaneció en el puentecillo durante un rato, fumando un cigarro. Luego consultó su reloj. Eran casi las nueve de la noche. Bien, estaba en la mitad del tiempo fijado por el agente, pensó. Abandonó el puentecillo y encaminaba ya sus pasos hacia la casa cuando oyó el silbato y el rugir de una locomotora que se acercaba. Se volvió al llegar al límite del bosque y miró. Sí, allí venía un tren brillantemente iluminado; de manera que permaneció allí para observar a la locomotora que arrastraba ocho coches de pasajeros —el Pacific 421—, por sobre el puentecillo en camino hacia la costa occidental. Como casi todos los hombres, siempre sintió cierta atracción por los trenes; le gustaba verlos, viajar en ellos, y oírlos pasar. Observó a éste hasta perderlo de vista y luego se volvió para continuar camino. Mas en ese preciso instante llegó a sus oídos un estrépito espantoso: rechinar de acero contra acero, de maderas que se rompen, un silbar de vapor que escapa, el rugir de las llamas, y los horribles alaridos de seres humanos agonizantes. Por un momento le paralizó la sorpresa; luego comprendió que el tren debía haber salido de los rieles o chocado contra algún otro que corría en dirección contraria, y, sin detenerse a pensar que debía telefonear pidiendo ayuda, corrió por los rieles a todo lo que daban sus piernas en dirección a la curva. Fué una gran cosa que no pidiera ayuda primeramente. ¡No había nada en absoluto en las vías más allá de la curva! Por un momento creyó Colley que podría hallar al tren un poco más lejos; mas eso era imposible, pues las vías se extendían hacia una red más grande de ferrocarriles, y no había nada en absoluto sobre ellas. El tren de las nueve acababa de pasar, y él... bien, él había sufrido alguna especie de alucinación auditiva. Pero aun estaba un poco aturdido; para ser una alucinación, le pareció demasiado convincente. Durante todo el camino de regreso a la casa estuvo muy pensativo. Esa noche no se pudo quitar el recuerdo de la cabeza. Por la mañana habría olvidado todo a no ser porque miró el semanario de la aldea donde se hallaba la estación y vio por casualidad el horario de ferrocarriles. Los trenes que partían para el oeste por la línea del Pacífico estaban anunciados a las 6,07 y a las 11,23. Sus números también eran diferentes; no había ningún Pacific 421 entre ellos. Colley era un individuo muy listo. No estuvo ocupado en negocios dudosos durante varios años sin adquirir cierta astucia respecto a las cosas que parecen insignificantes. No tardó mucho en figurarse que había algo muy raro en todo el asunto. Leyó el horario de trenes por segunda vez, y luego cruzó el jardín y el bosque en dirección a las vías. A la luz del sol, su aspecto resultaba muy extraño, por decir lo menos. Estaban herrumbradas y daban señales de la deterioración producida por el desuso. Toda clase de hierbas y flores silvestres crecían entre los durmientes, y los matorrales invadían el terraplén. Los durmientes y el puentecillo estaban en buenas condiciones, pero se notaba de inmediato que esa línea no estaba en uso. Cruzó el puente y caminó una milla hasta llegar a las dobles vías que sin duda alguna eran la línea principal. Luego regresó por las vías viejas hasta llegar de nuevo a la línea principal por el otro lado de la curva. El ramal que cruzaba su propiedad no tenía más de cinco millas de largo en toda su extensión. Había pasado ya el mediodía cuando volvió a la casa. Se preparó un almuerzo liviano y se dispuso a pensar sobre el caso.
  • 10. ¡Muy extraño! Recordó la advertencia del agente. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo, pero algo más comenzó a manifestarse en su astuta mente. Era la tarde del sábado; de otro modo hubiera ido a la aldea para visitar al agente. Lo que podía y debía hacer era regresar a las vías esa noche y vigilar el paso del Pacific 421. Esa noche cruzó el bosque y se encaminó a las vías. Le embargaba cierta inquietud y el deseo de regresar a la casa y olvidar todo el asunto, pero se dominó. Se instaló al pie de un viejo algodonero y encendió un cigarro, cuyo aroma se mezcló con la fragancia dulce del follaje. Al acercarse las nueve, comenzó a impacíentarse. Consultó varias veces su reloj, pero el tiempo pasaba con desesperante lentitud. El tren estaba atrasado, sin duda. Las nueve y cuarto, las nueve y treinta, las nueve y cuarenta y cinco... y al fin las diez. No pasó el tren. Colley estaba más intrigado que nunca, y esa noche regresó a su casa decidido a repetir su experimento el día siguiente. Mas el domingo por la noche no vio más de lo que viera la noche anterior. Ninguna locomotora se presentó en las vías ni dio vuelta a la curva... No vio nada en absoluto. Colley estaba intrigado y también un poco molesto. El lunes fue a la aldea y visitó al agente. —Dígame —preguntó con afabilidad—, ¿ya no sale de aquí el antiguo Pacific 421? El agente lo miró extrañado. —Desde el accidente no —repuso—. Creo que ya ni el número se usa más. A ver... el accidente ocurrió hace unos siete años, cuando ese ramal que cruza su tierra era todavía parte de la línea principal. —¡Ah! ¿Entonces ya no está en uso? —No, hace años que no se usa para nada esas vías... desde el accidente —el agente tosió—. No ha visto usted nada, ¿verdad? Fué en este punto que Colley cometió su fatal error. Era demasiado listo para su propio bien. Debido a que sus ideas se adelantaban en mucho a las del otro, replicó gravemente: —No. ¿Por qué? El agente dejó escapar un suspiro de alivio. —Bien, algunas personas afirman haber visto allí a un fantasma —dijo riendo—. ¡Un tren fantasma, si es que puede usted creerlo! —¡Qué interesante! —comentó Colley secamente, sintiendo que un estremecimiento le recorría el cuerpo. —El accidente ocurrió un viernes por la noche, y es ese día cuando se ve la aparición. Y el asunto parece tener sus limitaciones; yo no lo he visto nunca, ni tampoco muchas otras personas. Es verdad que estuve allí con alguien que afirmó verlo; pero nunca había oído mencionar un fantasma, ya sea de hombre o de tren, que pudiera ser visto y oído por una persona, y no por otra que estuviera a su lado, ¿qué me dice? —Así debe ser —admitió Colley gravemente. —Bien, eso es todo. Temí que también usted hubiera visto algo. Estaba un poquito nervioso por eso.
  • 11. —Supongo que eso es lo que me quiso decir... —Sí. Quizá no debí haberlo mencionado. —No tiene ninguna importancia — repuso Colley, sonriendo bienhumorado. En realidad no prestaba mucha atención a las palabras del agente, pues estaba absorto en sus pensamientos, y éstos hubieran sido de considerable interés para su padrastro, pues a él se referían exclusivamente. Philander Colley era enfermo del corazón, y se le ocurrió a Albert Colley que, con una cuidadosa preparación y la súbita aparición del tren fantasma frente al anciano, su corazón podría fallarle, dejando así a Albert poseedor de los bienes terrenales de su padrastro. Por consiguiente, envió de inmediato un telegrama a su padrastro, anunciando que ya estaba instalado y le invitaba a pasar unos días en su nueva casa. El anciano se trasladó allí sin demora. Si Albert Colley tenía su lado malo, el viejo era bastante pendenciero como para poner en vereda a su hijastro en cualquier momento y en cualquier sitio. Tratábase de un viejo pillastre capaz de discutir por cualquier cosa y casi sin provocación. ¡No es extraño, pues, que Colley quisiera librarse de él! Colley no perdió tiempo en preparar la escena. Dijo al anciano que tenía costumbre de caminar todas las noches hasta el límite de su propiedad, y que le agradaría que su padrastro lo acompañara. Quejándose amargamente, el anciano le hizo compañía. Al irse acercando a los rieles —era un miércoles por la noche y nada ocurriría—, Colley tosió y dijo que ese ramal abandonado tenía la reputación de estar encantado. —¿Encantado? —repitió el viejo, lanzando una risa sarcástica—. ¿Hay algún fantasma? —Sí, un tren que se destrozó aquí hace unos siete años. El Pacific 421. —Pamplinas —replicó Phiiander. —Hay gente que asegura haberlo visto. —Están locos o borrachos. Ya deberías saber tú lo que uno ve cuando está bebido, Albert. Recuerdo aquella vez que veías cocodrilos en tu dormitorio. —Sin embargo —replicó Albert haciendo un esfuerzo por no perder la paciencia—, no se deben echar en saco roto esas historias. Al fin y al cabo ocurren cosas que la ciencia no ha podido nunca explicar satisfactoriamente. —¡Cosas! ¿Qué cosas? Ilusiones ópticas, alucinaciones y otras por el estilo. No, muchacho, nunca fuiste muy inteligente en la escuela, pero no creí que llegarías hasta el punto de creer en fantasmas. ¡Y qué fantasmas! — se volvió a su hijastro con expresión airada—. ¿Lo has visto tú? —No —repuso Albert. —¿Y entonces? —gruñó el viejo. Eso terminó la conversación de esa noche respecto al tren fantasma. Albert se sintió decepcionado, aunque no mucho; al fin y al cabo debía obrar con cautela y cimentar bien las bases para la aparición del viernes por la
  • 12. noche. Lo que no pudo lograr el miércoles, podría tal vez conseguirlo el día siguiente. Y el viernes... ¡Ah, pero faltaban todavía dos días para el viernes! Así fue que el jueves por la noche se encaminaron de nuevo hasta las vías. El viejo subió al puente, y allí permaneció, hablando de los otros puentes de Wiscosin, desde los que acostumbrara a pescar en su niñez..., largo tiempo antes de casarse con la madre de Albert. Este encontró bastante dificultoso llevar el tema al asunto del tren fantasma, y apenas lo mencionó cuando el viejo le interrumpió con su acostumbrada rudeza. —Todavía insistes con eso del tren fantasma, ¿eh? —El caso es que parece haber dudas respecto a la historia. —¡Me figuro que debe haberla! —refunfuñó Philander—. No puedo comprender cómo un joven sano y robusto piensa en esas supersticiones y temores femeninos. —No recuerdo haber expresado temores de ninguna clase —replicó Albert friamente. —No, pero pareces tenerlos. —No me asustan las cosas que no veo —dijo Albert. —Oh, mucha gente tiene miedo de la oscuridad, —El viejo se asomó al puente para mirar hacia la oscuridad de la hondonada.—Dime, ¿hay rocas o arena allí abajo? —Rocas. La arena fue arrastrada por las lluvias. —Parece que crecieran algunos árboles allí abajo. —Unos pocos arbustos. ¡Pobre Albert! Perdió diez minutos preciosos hablando de rocas, árboles, hondonadas, ángulos, grados y erosión producida por los vientos, y casi no tenía ya voluntad de tocar nuevamente el tema. Pero hizo un esfuerzo y formuló una pregunta: —Dime, Philander, ¿qué harías tú si vieras ese tren acercarse a nosotros? —¿El tren fantasma? —Sí, ése que menciona la gente. —Pues cerraría los ojos hasta que pasara —replicó de inmediato el viejo. —Entonces tendrías temor —le acosó Albert. —¡Si es que hubiera tal cosa, puedes estar bien seguro que lo tendría! Por fin veía una buena señal, pensó Albert marchando lentamente a la vera de su padrastro. Bien, la noche siguiente vería lo que pasaba, y si por cualquier inconveniente fracasaban sus planes, volvería a ponerlos en práctica el viernes siguiente. ¡Paciencia, Albert!, se dijo. Todo ese día se afanó por ser amable con el viejo, y se mostró dispuesto a perdonar sus refunfuños e irritabilidad, cosa que sorprendió a Philander, dado que Albert nunca se había portado así con él. Si el viejo no hubiese sido tan egoísta, le habría llamado mucho la atención ese cambio en su hijastro; pero opinó que tal vez Albert necesitaba dinero y estaba a punto de hacerle un pedido, y durante varias horas se solazó pensando diferentes maneras de darle el esquinazo.
  • 13. Las horas de ese viernes pasaron con lentitud desesperante; mas Albert sabía ser paciente. Al fin y al cabo, el dinero de Philander se acercaba a sus manos cada vez más. Alrededor de mediodía el viejo comenzó a recordar historias de fantasmas que oyera en su juventud, y se tomó muy parlanchín. Albert consideró esto como una señal de... bien, no del cielo precisamente, pues con seguridad que los ángeles no le ayudarían en sus propósitos. De todos modos era una buena señal de que todo iba a ocurrir de acuerdo con los deseos de Albert. De modo que esa noche dió a Philander uno de sus mejores cigarros, se lo encendió, y ambos partieron hacia los rieles del ferrocarril. Por unos momentos temió que el viejo no quisiera acompañarle; mas no había nada que pudiera detenerle. A decir verdad, se había aficionado mucho al paseito después de la cena, y se mostró bien dispuesto a efectuarlo. —Esta es la noche en que se dice que aparece el tren fantasma —anunció Albert cautelosamente. —El viernes, ¿eh? —Sí, fue un viernes cuando ocurrió el accidente. —Es raro lo metódicos que pueden ser los fantasmas y otros fenómenos sobrenaturales, ¿eh? Albert admitió que así era; y luego, con gran sutileza y de acuerdo con sus proyectos, negó la posibilidad del tren fantasma. No le convendría mostrarse demasiado crédulo, cuando el viejo sabía muy bien que no lo era. Tenía la esperanza de que se quedaran en el límite del bosque, de manera que Philander pudiera ver lo mejor posible al espectro; pero el anciano insistió en caminar un poco más. Es más, subió sobre el terraplén, marchó a lo largo de los rieles y hasta cruzó el puente. Esto no estaba de acuerdo con los planes de Albert mas tuvo que ceder. Siguió a su padrastro por el puente, observando que ya se acercaban las nueve de la noche. En el momento mismo de pensar tal cosa llegó a sus oídos la pitada del tren, y casi inmediatamente oyó el estruendo de las ruedas sobre las vías. Frente a ellos vió la luz de la locomotora que tomaba la curva y se lanzaba sobre ellos; era el tren fantasma que avanzaba con la velocidad de la luz, según parecía, con una especie de violencia infernal completamente de acuerdo con el horrible final a que estaba destinado. Aun en el súbito paroxismo de terror que le embargó, Albert no se olvidó de que debía obrar como si nada ocurriera; es decir: fingir que no veía nada en absoluto. Todo lo que hizo fue salir de entre los rieles y apartarse hacia un costado. Luego se volvió para mirar a su padrastro. Lo que vio le llenó de desesperación. El viejo se hallaba en pie en medio de las vías, encendiendo de nuevo su cigarro. Ni un solo cabello se le movía, y sus ojos no estaban cerrados. Empero, parecía estar mirando directamente al tren que se acercaba. Albert recordó entonces, con gran desilusión, lo que le dijera el agente respecto a que muchas personas no podían ver el tren. Mas si Philander Colley no podía ver el tren fantasma, al parecer no estaba inmune, pues en el momento en que la locomotora entró en contacto con su cuerpo, Philander fue lanzado por el aíre con violencia extraordinaria, yendo a parar dentro de la hondonada, mientras que el tren seguía su marcha, desapareciendo en la curva, y terminando su avance en un horrible estrépito que pareció hacer temblar la tierra. Albert permaneció estupefacto durante unos minutos. Luego corrió cuesta abajo en dirección al sitio donde yacía su padrastro. Philander Colley estaba muerto. Presentaba infinidad de fracturas y magullones, ¡tal como si le hubiera atropellado una locomotora! Fuera como fuese, los propósitos de Albert se habían cumplido. Emprendió rápida carrera hacia su auto a fin de ir a la aldea y pedir ayuda.
  • 14. Por desgracia para Albert Colley, los aldeanos estaban completamente desprovistos de imaginación. ¡Un tren fantasma! ¡Bah! Ya estaban enterados de que Albert Colley y su padrastro no se llevaban bien. Además, Albert era el único heredero del viejo. Las autoridades consideraron el caso como algo sencillo. Si existía un tren fantasma, ¿por qué no lo mencionó Colley antes? El agente declaró que no lo había hecho. Estaba bien claro que Albert golpeó al anciano y lo arrojó luego desde el puentecillo. Con loable celeridad, Albert Colley fue arrestado, enjuiciado y ejecutado. BALU UNA semana después de la muerte de su padre, Walter fue a vivir con su tía Thea. Era huérfano, pero se sentía igual que siempre. Naturalmente, le echaba de menos, pero no lo había perdido todo. Todavía le quedaba Balú, aunque a su tía y a su primo Harold (que tenía once años, uno más que él) no les gustaba nada aquel gato negro con los ojos verdes. Sabía, con el instinto peculiar de los niños, que procurarían forzarle a echar de la casa a Balú. Valientemente se hizo dueño del cuarto que 1e habían asignado e hizo una plaza para Balú, a pesar de la insistencia de su tía en que «el gato» estaría mejor en la bodega, donde había ratones. —Este es un gato especial —le dijo—. Este es Balú. Papá me lo trajo de Egipto. Balú es como una persona, pero es muy viejo. Tiene más años que yo; más años que esta casa. Papá dijo que Balú tiene más años que América. La tía Thea mostró su desprecio, pero no dijo nada. Unos días después llegaron sus maletas, una llena de ropa y otra de libros y recuerdos de la vida con su padre —su madre había muerto hacía muchos años. Era rubio y fuerte, en contraste con su primo Harold, que era muy delgado, y de carácter independiente, porque había vivido casi solo muchos años en la casa de su padre cuando éste estaba fuera en sus viajes de exploración. —Espero que te guste vivir aquí, Walter —dijo su tía cuando bajó la primera noche para cenar—. Vamos a ayudarte a olvidar la pérdida de tu padre. —Gracias, tía —dijo gravemente. Pero no se dejó engañar. Harold no le quería. Ignoraba cuánto pagaban a su tía por cuidarle, pero,sabía que era una suma muy elevada. Además, Harold no le quería, y sabía también que encontraría dificultades con Balú. Pero intentaba sobrevivir. Sólo llevaba allí dos días cuando Harold empezó a atormentarle por «aquel gato». Lo que le molestaba más de Harold era su aire superior, como si el año que le llevaba le diera poderes sobre él. —Mi madre dice que no hay nada de especial en tu gato —dijo una vez. —Pues sí, es especial —contestó Walter. —No lo creo. —Mi padre le encontró en Egipto. Se lo dio una sacerdotisa. Una sacerdotisa de Thoth. Balú es una persona especial. —Un gato no es una persona. Balú, extendido sobre el escritorio, no dio importancia a la conversación. Parecía una gran almohada negra al reflejarse en el espejo. Sus orejas eran como bolsas negras, muy estiradas. Sus patillas, largas y hermosas. Sus ojos, verdes como jade. Estaba sentado, mirando friamente hacia el infinito, más allá de las paredes de la habitación.
  • 15. —Además —continuó Harold con desprecio—, mi madre dice que tío William era raro. —¡No es verdad! —¡Sí, es verdad! —Mi padre fue un gran explorador. ¿Qué hacía tu padre? Harold no pudo contestar. Había perdido esa batalla. Balú se levantó y se estiró con gracia delicada. Bajó y se acercó a Walter restregándose contra él. Estaba claro que Walter le agradaba. Anduvo con cuidado y desprecio alrededor de Harold. —No le gustas a Balú. —Es un sentimiento mutuo. El segundo ataque de Harold llegó al cabo de unas semanas. Empezó a decir que los criados tenían miedo a Balú. No habla más que dos, que eran negros. Era verdad que los negros tenían miedo a Balú; siempre pasaba así. Walter se acordó de un negro viejo que había trabajado para su padre. Odiaba al gato y lo esquivaba. Las mujeres eran peores. Les había oído decir: —¡Ese gato es un brujo! Balú tiene el espíritu malo. Espero que se muera. Es viejo, tan viejo como el mundo. —Melissa y Lou tienen miedo de Balú —dijo Harold. —Los negros siempre tienen miedo de Balú –contestó Walter con desprecio—. ¿Sabes por qué? —No, dime. —Porque comprenden a Balú. Papá me dijo que los negros sienten cosas que nosotros no sentimos. Saben que Balú es viejo y especial. —¡Qué tonterías! —No son tonterías. —¡Eres un mentiroso! Walter se enfadó. —¡No miento nunca, no tengo por qué. Balú es... —Balú es un gato negro y muy feo —interrumpió Harold—. Lo deberíamos matar. —¡No digas esas cosas! ¡Fuera, fuera! —Walter levantó los puños. Balú les interrumpió con un extraño sonido de cólera. Su rabo erizado estaba lleno de amenazas. —Si me araña, le daré una patada. —Balú no araña. —¿Qué hdce, salvo estar sentado? —Balú caza ratones. —Pues siempre le das comida cuando estamos en la mesa —dijo Harold en tono de acusación.
  • 16. —Creo que esa comida que le doy ya está muy bien pagada. —Bueno, pero si el gato no se marcha vamos a perder a Melíssa y Lou, y mi madre se enfadará muchísimo. —Balú va donde yo voy —contestó Walter con firmeza—. Y yo me quedo donde Balú esté. Balú ronroneó contento, pero no levantó la cabeza. * * * La tía Thea se dio cuenta de la animosidad que existía entre los dos muchachos. Lo sentía, pero no hizo nada para evitarlo. Esperaba que pasara con el tiempo. Pero era una mujer simple y se inclinaba siempre por Harold sin darse cuenta. Hablaba con indiferencia de William Bayle. Decía que sus viajes no valían la pena, que había sido un hombre muy raro y que no se había preocupado de su hijo. Todo fue difícil para Walter. Echó de menos a su padre. Se dio cuenta de que ya no tenía su protección, y de que así no podría ser independiente. Deseaba que su padre viviera todavía y que todo volviera a estar como antes. Un día encontró a Harold maltratando a Balú. Balú estaba en un rincón y Harold estaba echando libros sobre él, sus libros. Se lanzó sobre Harold, le golpeó y Harold cayó sobre la cama. —¡Te matará si vuelves a molestarle! Harold se levantó. —No le hice daño —dijo tercamente. Walter se acercó a Balú y le acarició, hablándole con dulzura. —¡Vete de mi cuarto! —Esta es nuestra casa, no tuya —dijo Harold, desafiante. Walter se volvió. —¡Vete! Harold se aproximó a la puerta y desapareció. Walter miró al gato. —¿Te hizo daño, Balú? Balú parecía entenderle. Le tocó, pero no sentía dolor alguno. Walter empezó a recoger los libros. —Le mataré —murmuró. Después de aquel día no dejaba a Balú solo; el gato le seguía a todas partes, aunque las negras tenían mucho miedo de él. Tía Thea se enfadaba. Pero se acordaba del dinero e intentaba aprovecharse de la situación. Harold siguió molestando a Walter. Cuando jugaban al tenis procuraba, por lo menos una vez, tirar la pelota a Balú. Walter sabía que lo hacía expresamente, pero no podía probar nada; no podía más que dejar el juego y volver a la casa furioso, por no tener justificación para pegarle. Cuando jugaban en la casa, Harold aprovechaba cualquier oportunidad para pisar el rabo del gato. Pero Balú no se quejaba nunca, se limitaba a lamerse la parte pisada. Cuando Walter gritaba, su tía defendía a Harold: —Fue un accidente —decía una y otra vez.
  • 17. Pero Walter sabía bien que no era por accidente. Después, Walter le ignoraba y su primo acudía a su habitación para hablarle siempre de Balú. —Melissa tiene tanto miedo del gato, que hoy ha roto una docena de huevos. —Ese gato lleva aquí casi tres meses y aún no ha cazado un solo ratón... —El gato ha arañado nuestros muebles... —Mi madre dice que tu padre no estaba en sus cabales... Pero al fin recurrió a métodos más directos. Una tarde, creyendo que Walter estaba en el dentista, entró en su cuarto con un arma ingeniosa: un tenedor atado a un palo. Cerró con cuidado puertas y ventanas, y empezó la caza del gato. Le había hecho dos heridas cuando Walter llegó. Walter se lanzó sobre él, pero Harold mismo se hizo varios arañazos y heridas con su propia arma. Siguiendo su carácter vengativo, le dijo a su madre que había sido el gato el que se lo había hecho. Tía Thea insistió con Walter en que debían deshacerse de Balú. Walter se mantuvo firme, pero no denunció a su primo. Durante la noche, Batá le despertó. —¿Qué tienes, Balú? El gato maulló con un tono insistente. Con una pata tiró de la sábana y parecía que quería decir: Ven y verás. Saltó de la cama y quedó en el suelo esperando que Walter le siguiera. Walter encendió la luz y vio al gato saltar sobre la librería. En el segundo estante había un libro grande que Balú empujó con la pata hasta que cayó al suelo. Era uno sobre Egipto, en el que su padre había escrito unas notas, «EL Libro de los Muertos». Miró a Balú, que claramente esperaba algo. Pasó de una página a otra mientras Balú le observaba fijamente. De repente, puso una pata sobre una de las páginas. Sus ojos verdes se dilataron como dos mares, en los que se movía una procesión extraña de egipcios antiguos, sacerdotes de Bast, animales con alas, gatos, hombres. Hombres y gatos del pasado. La imagen cesó. Walter se inclinó para leer la escritura de su padre. Lo leyó con cuidado, intentando comprenderlo. Decía algo de transformar una persona en otra. Todos los detalles estaban allí. Balú le miró intensamente. Walter colocó el libro en el estante, se acostó y soñó. Soñó con el tiempo y el espacio, con pirámides, hombres antiguos, con cosas que no comprendía, cosas perdidas en el tiempo. Tres días más tarde invitó a Harold a jugar en su cuarto. —¿A qué vamos a jugar? —A un juego nuevo, juego de transformación. —No he jugado a eso. —Claro que no. Harold entró en el cuarto y observó los cambios que Walter había hecho. —Lo has cambiado todo.
  • 18. —Sí. Tenía que hacerlo. —¿Por qué has dibujado estos círculos? —Son parte del juego. —Mi madre se enfadará. —Quédate aquí, Harold, dentro de este circulo, y Balú tiene que sentarse en el otro. Así. —¿Sabe el gato jugar a esto? —Sí sabe. Balú es muy listo, Harold. Es más listo que tú o yo, más listo que nadie. —¡Cállate y vamos a jugar! —Bueno. Yo tengo que ponerme de rodillas delante de ti y decir unas palabras. Entonces algo sucederá. —¡Qué tontería! —¡No, es verdad! ¡Por favor, Harold, te lo pido! Quédate ahí. —Como quieras. Walter confiaba en haber comprendido lo que había escrito su padre. Balú estaba sentado en uno de los círculos pintados con tiza, y Harold en el otro. Harold miró con curiosidad los signos y jeroglíficos que Walter había copiado del libro. —¿Qué significan estas cosas? —Es parte del juego. —Pero, ¿qué son? —No lo sé. De verdad, Harold. Es parte del juego, que debe jugarse así. —La semana que viene cumpliré doce años. Ya soy demasiado mayor para estos juegos de niños. —¡Cállate y escucha! Leyó las palabras. Las entonó. Nada sucedió de momento; pero, de pronto, el gato saltó en el aire, con el pelo erizado. Empezó a escupir y arañar al aire. La lengua le salía de la boca y empezó a emitir sonidos mitad de animal, mitad humanos. Pero ninguna palabra pudo oírse. Walter, asustado, miró a Harold. No sabía exactamente cómo, pero Harold había cambiado. Había en sus ojos una nueva luz. Parecían los ojos de Balú. Harold se puso de rodillas, luego se extendió en el suelo y lamió las manos de Walter. Había pasado mucho tiempo. Tía Thea quería saber lo que estaba ocurriendo en el cuarto de Walter. Desde el piso bajo preguntó qué hacían. Walter contestó indeciso.
  • 19. —Estamos aquí, tía Thea. —¿En dónde? —En mi habitación. —¿Está Harold contigo? —Sí, tía. —¿Qué está haciendo? Walter tragó saliva y dijo que Harold estaba leyendo. No podía decirle que Harold se encontraba en aquellos momentos en el cuarto ropero cazando ratones. Walter deseó con todos sus fuerzas que las características de su encarnación anterior desaparecerían pronto. En caso contrario, tía Thea le haría preguntas que no podría contestar. Sin embargo, sintió que podría contar con Balú. * * * En la siguiente carta que tía Thea escribió al albacea de la fortuna de Willian Bayle no pudo resistir el deseo de decirle algo sobre el cambio. «Le agradará mucho saber que los chicos ya se entienden bien. Es una cosa marevillosa ver tal transformación. Admito que anteriormente Harold no era muy simpático con Walter, pero ahora le muestra todo su cariño, y Walter ha adoptado la costumbre rara de llamar a su primo Balú (el nombre de su gato, que mató un día al encontrarle en un estado incurable de locura). Otra cosa rara: las criadas negras, que anteriormente adoraban a Harold, ahora parecen temerle como a la rabia. Pero supongo que son de esperar estas extrañas reacciones de la gente inculta...» LA CAPA ESCOCESA MORDECAI Pierson, individuo mezquino y avaricioso, frisaba ya en los cincuenta años, poseía una pequeña casa de préstamos en Piccadilly, y era justamente eso lo único que tenía en común con su anciano tío. Éste, llamado Thaddeus Pierson, era un hombre generoso y bueno, a quien dominaba la inofensiva pasión de coleccionar toda clase de objetos raros. Poseedor de una fortuna respetable, podía darse el gusto de satisfacer su capacidad para hacer el bien y su deseo de aumentar su colección. Mordecai creyó siempre que los varios artículos que había en su tienda eran de mayor valor intrínseco que los objetos raros de su tío. Al fin y al cabo, pensándolo con calma, una silla usada para asesinar a alguien no era más que una silla, y seguramente tendría menos valor que una silla nueva. ¿Y quién hubiera querido un cuchillo herrumbrado que aun presentaba manchas de sangre? Y, ya que estamos en el asunto, ¿de qué sirve un antiguo libro sobre brujería? Empero, Mordecai, que era demasiado tacaño para comprarse una, envidiaba a su tío Thaddeus la posesión de la capa escocesa. Aparte del dinero del viejo, era eso lo único que le envidiaba. Mordecai sabía muy bien que heredaría la mayor parte de la fortuna cuando su tío falleciera; pero, por lo que solia decir Thaddeus, existía una duda bien definida con respecto a la capa escocesa. Pues, a decir verdad, no pertenecía al viejo en el sentido de que formara parte de su guardarropa, sino que era parte integrante de su colección, y, al principio, el anciano se mostró muy misterioso con respecto a ella. En parte, debido a la reticencia del tío, Mordecai sintió acrecentarse su deseo de poseer la capa, pues era una prenda magnífica, de color negro profundo, forrada con una especie de satén gris y provista de cuerdas de seda roja trenzada, que servían para asegurarla al cuello. Se notaba que estaba confeccionada a mano y hecha de medida. Mordecai iba todos los domingos a visitar a su tío. No le interesaba ir a ninguna otra parte, ya que, de hacerlo así, hubiera tenido que gastar un poco más, y su tío le invitaba siempre a quedarse a cenar con él. Proyectando
  • 20. con cuidado sus visitas, Mordecai se ahorraba así el costo de la comida. El procedimiento era tan regular, que ya contaba siempre con ese ahorro semanal, y llevaba una nota de él en sus libros. Las visitas de Mordecai, por más que parezca extraño, brindaban al viejo Thaddeus un gran placer, pues el sobrino fingía siempre gran interés en la colección de su tío, interés que nacía de su curiosidad respecto a la capa escocesa. Recordaba siempre la primera noche que se la mostró, llevándole muy orgulloso al vasto salón, vecino a su dormitorio, donde guardaba la colección. —Muchacho, esta noche tengo que mostrarte el tesoro más grande que ha entrado nunca en mi pobre casa – había dicho el anciano. Conociendo la afición del viejo por lo macabro, Mordecai esperaba ver por lo menos el esqueleto de un asesino ejecutado, o algo por el estilo. Su primera reacción al ver la capa fue de sorpresa, siendo ésta reemplazada de inmediato por una envidia y un deseo irresistible de poseerla. Y sintió también algo de inquietud, pues mientras observaba los pesados pliegues de la prenda, tuvo la impresión de que la capa se movía por impulso propio, como si estuviera dotada de vida. ¡Ah, qué elegante estaría con ella colgada de los hombros! Esa idea le persiguió constantemente, y predominó en su cerebro cada vez que visitaba a su tío. Cuando pensaba en Thaddeus, instintivamente pensaba en la capa escocesa; nunca le ocurrió lo mismo con la extraña colección de objetos raros que tenía el anciano; pero la capa era en verdad una obra maestra del arte sartorial y, tal como lo expresara Thaddeus en más de una ocasión, daba vida a su colección. Aprovechando la manía del viejo, Mordecai fue averiguando poco a poco algunos detalles de la historia de la prenda, lo cual sirvió para acrecentar su apetito de saber más. La capa fue en otro tiempo propiedad de un asesino. La confeccionó especialmente un anciano extranjero que tenía su negocio en los Muelles, y, según dijo Thaddeus enigmáticamente, puso en su tejido “algo más que género”. Mordecai se mostró muy excitado al oír esas palabras, y exclamó: —¿Qué quieres decir, tío Thaddeus? ¡Más que género! ¡Qué idea extraordinaria!; ¿qué más? Mas el anciano sacudió la cabeza. —Hay cosas que conviene no saber. Eres un hombre débil, Mordecai; eres débil de carne y de espíritu. A decir verdad..., debería destruirla, pero también me muestro yo débil en eso. —¡Destruirla! —exclamó el sobrino, casi angustiado ante la idea—. ¿Destruir esa prenda tan magnífica? ¡Debes estar loco, tío! —No, no, muy lejos de ello. Créeme que es algo maligno. —¡Oh, vamos, vamos, el oporto no puede haberte emborrachado! El viejo no hizo más que sonreír en forma enigmática. En esa ocasión estuvo Mordecai a punto de saber lo que despertaba su curiosidad. En otra oportunidad casi llegó a enterarse; pero no interpretó debidamente lo que le dijo el anciano. Thaddeus se sentía algo nostálgico esa noche, y él mismo trajo a colación el tema de la capa. —Me parece que algunos de esos extranjeros tienen dotes sobrehumanas —manifestó—. Toma por ejemplo a ese hombre que tejió la capa escocesa usada por ese bruto de Woldner... Ya sabes que fue él quien me vendió 1a prenda —prosiguió, como si ya hubiera dicho esto antes a su sobrino—, y me dijo muchas cosas extrañas respecto a ella. Afirmó que había tejido en su género parte del alma de Woldner, y que la prenda tenía vida
  • 21. propia. No debe ser usada, pero una vez puesta, su dueño está obligado a una vida de crímenes, y ya la capa no le deja escapar más. Mordecai cometió el error de interrumpirle en ese punto, expresando sus dudas. El viejo se recobró en seguida, hizo una broma para dejar de lado lo que relatara y se lanzó a una explicación sobre un cuchillo enjoyado que acababa de comprar y que pertenecía a un príncipe egipcio. Por más esfuerzos que hizo, Mordecai no pudo sacar una palabra más a su tío en esa oportunidad. El viejo llegó hasta el punto de no querer mostrarle más la capa; pero, finalmente, se rindió a sus ruegos, y le condujo al salón donde tenía su colección. Allí estaba la capa, Como siempre, casi viva ante sus ojos. Mordecai la acarició como se podría acariciar a un gato. Resultaba extraño, pero el forro de satén parecía casi responder y tornarse cálido al tacto. Esa noche, cuando salió de casa de su tío, ya sabía el nombre del fabricante de la prenda, y no perdió tiempo en buscar datos sobre Woldner. Pero el caso de este último era muy ordinario: una serie de asesinatos desprovistos de importancia, entre los que se contaban el de un policía, un viejo pordiosero, una mujer, un niño..., en fin, algo repugnante, y todos ellos cometidos, aparentemente, por el simple placer de matar. Mas había una nota curiosa en la historia: la capa fue confeccionada para Woldner como una “ofrenda de paz” de un antiguo enemigo, pues aquél fue en otro tiempo un respetable oficial al servicio de Su Majestad, destacado en Delhi, donde ofendió moralmente a nno de los súbditos hindúes, quien, al ir a Londres poco después del retiro de Woldner, se presentó a su ex enemigo y le regaló la capa escocesa que tejiera especialmente para él. Se indicaba el caso debido a que el criminal (Woldner) fue identificado por la prenda y así aprehendido. Las noticias que leyó Mordecai eran algo confusas, y sin duda alguna habían pasado por la censura policial antes de ser publicadas; pero todas ellas concordaban en que Woldner rechazó la responsabilidad de los crímenes, afirmando que le habían obligado a cometerlos, pero sin poder nombrar la fuente de tal presión. Esto no le salvó; las pruebas estaban bien claras, y pagó sus culpas en el cadalso. La prensa publicó su honrosa hoja de servicios en la India. Mordecai dijo todo esto a su tío en su próxima visita, y el anciano se mostró muy turbado. Thaddeus miró a su sobrino en forma extraña y le preguntó si no se le había ocurrido que la capa escocesa, en lugar de ser una ofrenda de paz, fue algo muy diferente. —...algo maligno y proyectado por ese hermano del hombre que Woldner hizo fusilar. —¡Ah!; ¿conque de eso se trataba? Ya me llamó la atención ese antiguo enemigo que mencionaron los diarios. ¿Y por qué hizo fusilar a ese hermano el tal Woldner? —En cumplimiento de su deber —replicó el anciano. —Era el mismo hombre que tejió la capa, ¿eh? —Es claro. ¿Quién otro podría ser? —Y parece que desde allí en adelante se hicieron grandes amigos —musitó Mordecai —. ¿No estaba el hindú entre los deudos? —Creo que sí. Siguieron hablando, pero el anciano no quiso discutir más nada sobre el asunto. Fue ésta la última vez qne Mordecai pudo averiguar algo de su tío, pues en su siguiente visita, que sería 1a última, llegó a la casa en el momento mismo en que el anciano caía en cama, víctima de los años y de un corazón muy débil. Mordecai telefoneó de inmediato a un médico; pero se notaba desde entonces que el anciano no duraría mucho más. Yacía en el lecho con los ojos cerrados y respirando con gran dificultad, como si se estuviese ahogando. Mientras estaba en pie a su lado, Mordecai sintió que su avaricia natural afloraba a
  • 22. la superficie, e instantáneamente pensó: “¡Sí me llevo esa capa escocesa ahora, el médico creerá que vine con ella, y nadie se enterará de que la llevé yo!”. Y, tan rápido como se le ocurrió la idea, Mordecai se introdujo en el cuarto de la colección —ni siquiera se molestó en encender la luz—, tomó la capa y regresó al cuarto de su tío. Pero ahora estaban abiertos los ojos del anciano, y al ver a Mordecai con la capa en las manos los abrió aun más y murmuró trabajosamente: —Mordecai..., vuélvela a su sitio. Destrúyela, ¡Por amor de Dios, no te la pongas! Te lo ruego...; si una sola vez... te la pones..., no podrás escapar a sus poderes psíquicos... Mordecai, créeme; lo sé; me la dieron... a condición de que la destruyera antes de morir. Tiene una maldición... Mordecai...; ¡está... está viva! Mas ese esfuerzo final resultó demasiado para su viejo corazón, y el anciano cayó en un letargo del que no despertó más. Ese domingo por la noche, Mordecai salió de casa de su tío con la capa escocesa pendiente de sus hombros. ¡Y qué bien se sentía con ella! ¡Qué sensación de majestuosidad! De haberlo visto alguien descendiendo los escalones de entrada, hubiera mirado con asombro su rostro resplandeciente de satisfacción; pues Mordecai estaba en el séptimo cielo por haber tenido éxito en su robo..., aunque no se paró siquiera a pensar que se había apoderado de la prenda contrariando los deseos de su anciano tío. A la mañana siguiente, Mordecai recibió un visitante: un anciano pequeñito y de piel muy morena, que se identificó inmediatamente como el fabricante de la capa escocesa y pidió cortésmente a Mordecai que le entregara la prenda. —Lo siento mucho, pero mi tío me la regaló —repuso Mordecai con gran frialdad. El viejo demostró su incredulidad. —¿Tendría usted inconveniente en ir a visitarme esta noche, señor Pierson? Tal vez podamos llegar a un acuerdo con respecto a la capa. Podría confeccionarle otra. Pierson estuvo a punto de despedir al hombrecillo de su casa; pero la prudencia se sobrepuso a su deseo, y respondió amablemente que no tenía inconveniente en ir a verle. Ya en el umbral, el visitante se volvió y dijo que le agradecería que no usara la capa. —Haré lo que me plazca —replicó Mordecai de mal talante. Pero esa noche fue efectivamente al barrio de los muelles, donde el hindú tenía su negocio. Contrariando los deseos del hombrecillo, se puso la capa antes de salir. De no haber viajado en taxi, y a bastante velocidad por añadidura, no habría llegado nunca a destino, pues al ver a un agente de policía en la calle le dominó una furia extraordinaria, que no le abandonó hasta haber perdido de vista al representante de la ley. Su visita, por desgracia para él, no tuvo buen fin, A pesar de los ruegos del hindú para que le permitiera confeccionar otra capa especialmente para él, Mordecai se obstinó en negarse terminantemente. Quería esa capa o ninguna. El hindú le imploró; podía hacer un duplicado exacto, a excepción de un detalle. —¡Ah! —exclamó Mordecai, aprovechando la coyuntura—. Entonces no sería la misma. —No, señor. —¿En qué se diferenciaría?
  • 23. —Su capa, señor, sería enteramente de género. —¿Y ésta no lo es? El hindú sacudió la cabeza, y sus ojos se clavaron casi con insolencia en los de su interlocutor. —No, gracias — dijo Mordecai, y giró sobre sus talones. —Señor, debe usted entregarme esa capa antes de que haga más daño. Y le aseguro que a ella no le gustan los arrepentimientos o las debilidades. —¡Buenas noches! Mordecai salió del negocio con la capa casi acariciando su cuerpo, haciéndole sentirse casi veinte años más joven, y exaltando la nueva personalidad que se formaba en él sin que lo notara. A sus espaldas, en el salón del negocio, el hindú se aprontaba para seguirlo y recobrar la capa, la que pensaba destruir, según informó a su actual poseedor. Mordecai emprendió la marcha por la calle de los muelles. No le agradaba el vecindario, y tenía la intención de tomar el subterráneo para regresar a su casa; pero se hallaba a bastante distancia de la estación, y no había ningún taxi a la vista, de modo que se vió obligado a caminar. ¡Qué feliz se sintió al marchar con la capa sobre los hombros! Le parecía ser un rey, y lamentó que hubiera tan poca gente para admirar su aspecto majestuoso. Su mente y su corazón rebosaban de júbilo al reflexionar que ahora tenía la capa escocesa para sí, y que nadie se la quitaría. ¡Y qué suerte para él que conociera ese breve momento de felicidad, pues de pronto, algo espantoso e increíble le ocurrió! Vio a un policía. El representante de la ley se hallaba solo, en pie a la entrada de un callejón, tratando de leer a la luz de un farol algo que había escrito en su libro de notas. Mordecai se detuvo súbitamente. En su interior se despertó una rabia incontrolable contra el agente, una furia loca que le hizo temblar y sacudirse, y sobre su espalda sintió que la capa escocesa parecía acurrucarse, como si estuviera por saltar. Se adelantó un paso, luego otro... y entonces no pudo contenerse más. Se lanzó contra el inocente policía, le tomó por la garganta y apretó con todas las fuerzas de un animal enloquecido. Cuando se incorporó, el agente estaba muerto. Mordecai retrocedió un paso, respirando agitado. Miró a su alrededor. Nadie le había visto. Instantáneamente se perdió entre la niebla, sintiéndose extraordinariamente satisfecho. Corrió unos metros; pero después le pareció impropio hacerlo y comenzó a caminar con pasos mesurados. Apenas se alejó unos cincuenta metros cuando comprendió plenamente lo que acababa de hacer. ¡En nombre de Dios!, pensó, ¡debe haber sido un sueño! Pero ya se oían gritos a sus espaldas, y comprendió que era realidad. ¿Qué le había pasado? ¿Qué maldad se apoderó de él? En ese preciso instante vio que marchaba frente a él un viejo mendigo. Una vez más se detuvo, una vez más sintió que se despertaba en su interior una furia bestial, y notó que la capa se cerraba sobre él como protegiéndole y empujándole hacia adelante. Pero, al mismo tiempo, algo hizo eco en su memoria. Creyó recordar un proyecto homicida de venganza hindú, de horribles crímenes y retribución, y oyó las últimas palabras de su tío: “¡Mordecai... está viva!” ¡Woldner!... El hombre mató primero a un policía, después a un viejo mendigo, luego... ¡no, no, Dios mío! ¡La capa... era la capa! Lanzando un grito terrible, Mordecai se echó hacia atrás, alejándose del pordiosero,
  • 24. hacia cuyo cuello avanzaban ya sus manos, y, casi sin aliento, acercó los dedos hacia el broche que sujetaba la prenda a su cuello. Pero algo llegó allí antes que él. Era la cuerda trenzada, y, súbitamente, en el momento mismo en que trataba de librarse de la capa infernal que fuera tan acariciadora poco tiempo atrás, la prenda pareció elevarse por su cuerpo, envolviéndóle, y el nudo en su cuello se apretaba cada vez más; la capa siguió ascendiendo, hasta ahogar por completo sus gritos de terror. En pocos segundos, la avaricia de Mordecai recibió su recompensa. En el momento en que se acercaba corriendo el hindú que confeccionara la prenda, Mordecai cayó pesadamente al suelo y rodó hasta el cordón de la acera, y la capa escocesa se abrió, arreglando sus pliegues a su alrededor, extendiéndose sobre su postrado cuerpo como si fuera algo dotado de vida, como alguna bestia de presa que esperara tranquilamente a su próxima víctima. CARROUSEL EN las afueras del pueblo se hallaba el abandonado parque de diversiones rodeado por una alta cerca de madera, y en uno de sus rincones, a la sombra de un nogal, estaba el tiovivo, Se le veía exactamente igual a aquella noche fatal en que ese pobre hombre solitario, exasperado hasta el extremo por la gente que le odiaba sin otro motivo que el de ser un negro inofensivo, dió rienda suelta a su pasión contenida por tanto tiempo y mató al dueño del parque de diversiones, le hizo pedazos antes de que la turba enloquecida le cayera encima y lo linchara. Los acreedores cerraron el negocio con la esperanza de venderlo, y erigieron después una alta cerca a su alrededor. Durante un tiempo fué ese terreno una especie de país encantado para los niños del pueblo; pero al fin lo olvidaron, y ahora era el dominio exclusivo de Marcia Benjin. Pasaba ella gran parte del día en los terrenos del parque y jugaba en el tiovivo. No era sin motivos que trasponía la abertura hecha por los niños en la cerca; necesitaba huir de su madrastra cuando su padre se iba a su trabajo, pues en esos momentos la segunda esposa del señor Benjin no ocultaba el odio que sentía por la hija de la primera mujer de su marido. La niña tenía cinco años y se sentía muy solitaria. Debido al odio malicioso de su madrastra, la soledad se acentuaba aun más. Dentro de un año tendría edad suficiente para asistir a la escuela; pero también podría entonces escapar de su madrastra, y la señora Benjin no estaba segura de que lo deseaba. La señora Benjin, una mujer morena, de labios finos y ojos castaños, sentía celos de su hijastra, a quien consideraba como un símbolo de la primera esposa de John Benjin. La odiaba con pasión ardiente, y sin embargo se enfurecía cuando la niña escapaba a los terrenos del parque. Por desgracia para la niña, no siempre notaba el paso de las horas; de manera que de tanto en tanto llegaba tarde a la mesa. Esto servia para acrecentar 1a ira de su madrastra; aunque la señora Benjin veía en este detalle un medio posible de dominar por completo a Marcia. —No quiero hablar a Marcia respecto a sus costumbres, John —dijo en cierta oportunidad a su esposo—. Ya sabes que no me gusta. Al fin y al cabo es hija tuya, y no quisiera interponerme entre ustedes dos, pero creo que se le debería enseñar a que viniera a casa a su hora debida. —Claro que sí —admitió John Benjin de buen talante. Era un hombre corpulento y de anchos hombros, muy tranquilo y por completo ignorante de que su esposa tuviera nada fuera de lo común—. Hablaré con ella. Marcia entró en la casa, besó a su padre, sonrió gravemente a su madrastra y tomó asiento. —Siento haber llegado tarde —manifestó. —No deberias hacerlo —dijo Benjin suavemente—. Ya es bastante trabajo mantener la comida caliente hasta que llego yo a casa, y resulta el doble si hay que seguir teniéndola cerca del fuego. Tu madre trabaja duramente todo el día y es lógico que quiera retirar la mesa a tiempo.
  • 25. —Es que no me di cuenta —repuso Marcía. —Oh, por mí no tiene importancia —intervino la señora Benjin, adoptando una actitud sufrida. —No lo noté, de veras —prosiguió Marcia muy seria—. Estábamos jugando, y antes de darme cuenta oí las campanadas de las seis. —¿Con quién estabas jugando? —preguntó John Benjin en tono casual, seguro de que ya había cumplido con su deber. —Con el hombre negro —respondió Marcia ingenuamente. Benjin siguió comiendo tranquilamente; pero la señora Benjin aguzó el oído. —¿Con quién? —preguntó, sin poder ocultar algo de excitación. De pronto se notó cierta tensión inexplicable en la mesa. En los ojos de Marcia se reflejó una expresión obstinada. Benjin levantó la vista intrigado. Su esposa repitió la pregunta. —Contesta a tu madre, Marcia. —Ya lo dije. —Dilo de nuevo. —No —respondió la niña en un susurro. —Claro que tal vez no quiera confiar en mí —dijo la señora Benjin, mostrándose afligida, mientras hacía girar su anillo de bodas nerviosamente en su dedo. —Contesta a tu madre, Marcia —ordenó Benjin con tono áspero—. ¿Con quien estabas jugando? —Con el hombre negro. —Pero no hay ningún negro en el pueblo —manifestó la señora—. No hay ninguno desde..., bueno, desde hace mucho, cuando tú eras una niñita muy pequeña. —Cuando mamá todavía estaba aquí. —Sí, querida. Esperaron a que Marcia dijera algo más; pero la niña guardó silencio. Después que la acostaron, la señora Benjin expresó cierta inquietud, aunque no así su esposo; ya para entonces creía haberlo aclarado todo. Era perfectamente natural que los niños imaginaran tener compañeros de juegos; él mismo lo había hecho en su infancia. Esto ocurría con mayor frecuencia entre los niños solitarios, y no se podía negar que los otros pequeños del vecindario estaban en la escuela o eran demasiado chicos como para ser compañeros adecuados para Marcia. —¡Sí, pero un negro! —exclamó la señora, fingiendo gran alarma. —Sí, admito que la coincidencia es extraña. —Ya hace tres años — comentó ella.
  • 26. Recordaba muy bien la terrible tragedia, pues fue en el Parque de diversiones donde vió por primera vez a John Benjin y decidió casarse con él si es que lograba separarlo de su esposa. Algo le separó de su esposa, pero ella no tuvo nada que ver con ello; la muerte de la señora Benjin ocurrió poco después de un año más tarde, y un año después se casó ella con John. Pensó en lo que dijera Marcia, y vió en ello algo que podría utilizar para separar a la hija del padre, y una vez que pudiera atraer a Marcia hacia sí, podría moldearla a su gusto. No sabía exactamente lo que deseaba hacer con la niña; pero en lo más íntimo de su corazón quería que Marcía no estuviera en la casa, a fin de verse libre de esa idea de que la vigilaban constantemente desde el más allá. Sí, eso era; le parecía que la primera esposa de John Benjin la miraba por los ojos de su hija. Dos días después Marcia volvió a retrasarse. —Si esto no se arregla —dijo Benjin, a su manera tranquila de siempre, aunque con gran determinación—, no se te permitirá ir más al tiovivo, Marcia. Marcia demostró asustarse ante la amenaza. —¡Oh, no, por favor! —exclamó. —Debes aprender a llegar a casa a tu hora. De todos modos, no creo que te convenga estar allí sola todo el tiempo. Esas máquinas son muy viejas y en cualquier momento pueden venirse abajo. Corres el peligro de hacerte daño. —Pero es que no estoy... —comenzó la niña, interrumpiéndose de pronto para mirar a su madrastra. —¿Qué, querida? —preguntó la señora, inclinándose hacia ella con fingida expresión bondadosa. —Nada. —¡Marcia! —exclamó el padre. —Nada, mamá —dijo Marcía. Enfurecía a la señora Benjin el hecho de que la niña vacilara en llamarle “mamá”. Así fue desde el principio, y los esfuerzos del padre para que la niña obedeciera en este respecto, hacían resaltar aun más el detalle. —Quisiera que confiase en mí —dijo, mordiéndose los labios con fuerza a fin de hacer saltar las lágrimas de sus ojos. —Vamos, vamos, Nell, dominate –exclamó él, tomándola del brazo, mientras miraba a Marcia con enfado. Una vez más se sintió la tensión en la mesa. Lo que más molestaba a la señora Benjin era la convicción de que la niña la comprendía perfectamente. Marcia no podía decir nada a su padre, pues le resultaba imposible expresar con palabras sus sentimientos; pero de alguna manera extraña sabía todo. Era motivo de ira para la señora Benjin el hecho de que esa niña de cinco años de edad viera tan fácilmente lo que resultaba un misterio para Benjin. Tal vez Marcia había ya adivinado que las esperanzas de su madrastra se avivaron al mencionar Benjin el peligro de que cayeran algunas de las máquinas del parque de diversiones. —Vamos a ver —manifestó Benjin, volviéndose hacia su hija—, di lo que ibas a decir; tenemos que demostrar a tu nueva mamá que confiamos en ella, ¿no te parece? —Sí —repuso la niña de mala gana. —Bueno, ¿a ver?
  • 27. No obtuvo respuesta. —Vamos, Marcia, por favor. Finge que estás jugando con nosotros... conmigo, entonces. La niña sacudió la cabeza. —Otra vez el negro, ¿verdad? —dijo la señora Benjin, sin poder contenerse. Marcia la miró sin decir palabra. Ya irritado, Benjin exclamó: —¡Responde a tu madre de inmediato, o atente a las consecuencias! —Sí —replicó Marcia en voz baja. —¿Ves?, ¡ya lo sabía! —exclamó la señora en tono triunfal—. Quisiera saber, John, si será la imaginación o sencillamente una mentira. —Yo no digo mentiras —dijo Marcía en tono airado. Estaba ofendida. —No, querida..., no es que quieras decir mentiras, pero tal vez no lo puedes evitar. La niña la miró fijamente; sus pensamientos estaban ocultos tras la inexpresividad de sus ojos, y este muro que se oponía a su curiosidad despertaba la ira de la señora Benjin. Después de este incidente, Marcia se mantuvo cada vez más alejada de la casa. Tal vez presintiera la crueldad de su madrastra, tal vez la casa en que vivió su madre estaba demasiado oscurecida con el odio de esta otra mujer; desde el alba hasta la puesta del sol buscó refugio en el parque de diversiones, y habría regresado allí por la noche si se lo hubieran permitido. Al ver esto, la señora Benjin buscó la forma de fastidiar a la niña lo más posible. Hubo momentos en que la mujer no pudo ocultar su exasperación, y el resultado final fue que el padre prohibió a Marcia que fuera de nuevo a los terrenos del parque. Marcia desobedeció y se escapó de la casa. El resultado fué el que deseaba la señora Benjin. Esa noche no quiso mirar al rostro de su marido durante la cena, a la cual la niña había llegado antes que él por primera vez. Benjin notó que algo pasaba, y finalmente hizo una pregunta. La esposa sacudió la cabeza. Él adivinó que se trataba de Marcia y envió a la niña a su cuarto. —Oh, no quiero decirlo —dijo ella, afligida—, pero Marcia se escapó y pasó todo día en el parque. —Entonces tendré que castigarla —declaró Benjin. El castigo no evitó que la niña se escapara de nuevo. —Es humillante —afirmó la señora en la segunda ocasión—. Quiero decir que me duele ver que ella no me quiere y se arriesga a ser castigada por ti con tal de no estar conmigo. Siempre vuelve a ese negro con quien se imagina que juega. —¿Todavía sigue hablando de eso? —Sí.
  • 28. Él sacudió la cabeza. —Debe aprender a no desobedecerte, Nell. No podemos seguir así. Tendrás que dominarla. —Pero no puedo..., no puedo —replicó ella, aunque en su interior se despertó una gran alegría; había esperado pacientemente este resultado—. ¿Cómo podría castigarla? —Me parece que tendrás que hacerlo, así aprenderá a respetarte. Ella representó su papel a la perfección; de modo que el pobre e iluso John Benjin, que amaba sinceramente a su hija, sintió más pena por su esposa que por Marcia al pensar que la niña debía ser castigada. Era hombre severo, pero no malo sino simple, y no comprendía las complejidades del cerebro humano, y se hubiera horrorizado si hubiese visto las que había en el de su segunda esposa. La señora Benjin esperó la oportunidad propicia. Después que Marcia se creyó segura, engañada por el falso comportamiento de su madrastra, ésta le preguntó respecto al negro. —¿Todavía juega contigo? Marcia asintió. —Me dijo que no me afligiera más, que él me cuidaría. Y que también cuidaría a papá. —¿Ah, sí, eh? — exclamó la mujer con gran frialdad—. ¿No se te ha dicho que no debes decir mentiras, querida? La azotó hasta que no pudo levantar ya el látigo, y cuando regresó a su casa, Benjin halló a su esposa bañada en lágrimas, las que contrastaban con la callada indignación que se veía en el rostro pálido de su hija. Así engañado, Benjin se mostró muy comprensivo con su esposa; no podía comprender lo que pasaba a su hija. Una vez que Marcia se acostó, su padre fue a su cuarto y se sentó en la cama para conversar con ella. Hizo un gran esfuerzo para comprenderla, y una vez que hubo aliviado lo suficiente la desconfianza de la niña, ésta se echó en sus brazos y rompió a llorar. Se sentía muy sola. Su madrastra la odiaba; ¿cómo no lo comprendía él? Ella era como el negro, que también se sentía solitario. Toda su vida vivió solo. Benjin la sacudió. —¡Marcia! ¿De qué hablas? La niña trató de explicar, tartamudeó al ver la mirada de su padre y guardó silencio. Él hizo otro esfuerzo por no perder la paciencia. —¿Es muy grande ese hombre negro? —preguntó. —Sí, muy grande, más que tú, papá. Y es muy fuerte. Hace dar vuelta al tiovivo para que yo me divierta. Todos los días doy una vuelta. —¿Es bueno? —Siempre se alegra de verme. Está allí todo el día, esperándome cerca del tiovivo. Es el hombre más bueno que he conocido, excepto tú, papá. Y dice que va a cuidarnos a nosotros dos. —¿Como tu ángel guardián?
  • 29. —Sí, sólo que es negro, y me figuro que mi ángel guardián es blanco. La conversación no resultó muy satisfactoria. Benjin se quedó muy intrigado, y temió que la soledad de su hija hubiera afectado sus facultades mentales. Una vez que logró comenzar en forma tan auspiciosa, la señora Benjin apenas se pudo contener hasta que se le ofreciera una segunda oportunidad de castigar a Marcia. Pero, la primera azotaina sirvió para descubrir la violencia de su odio a los ojos de la niña, y Marcia se cuidó mucho. Regresaba a su casa siempre a tiempo, y así fueron pasando los días sin que desobedeciera abiertamente; de modo que la señora Benjin no encontraba pretexto para descargar su antipatía. Al fin, un día en que su marido tendría que trabajar unas horas extras, tomó el asunto en sus manos y prohibió perentoriamente a la niña que volviera a los terrenos del parque. Marcia huyó, como ya se lo imaginara la señora Benjin. Esperó muy satisfecha a que terminara el día. A las seis y cuarto, Marcia cruzó la calle y entró a la casa, tarareando una cancioncilla. Se detuvo al ver a su madrastra que la esperaba con expresión de ira triunfal. —Me has desobedecido — dijo la mujer. —¿Qué va a hacerme? —Te castigaré. Tu padre me dijo que debía hacerlo. —No, por favor. —¿Por favor qué? —Por favor, mamá, no me castigue usted. —Sí, debo hacerlo por tu propio bien. La mujer no pudo menos que darse el gusto de prolongar la tortura de la niña. Dio vuelta a la mesa con pasos lentos, mostrando gradulamente el látigo que había tenido oculto a la espalda. La niña la miraba con expresión de terror. Con un alarido de temor, Marcia giré sobre sus talones y huyó hacia el parque de diversiones. Pero la señora Benjin no pensaba dejar escapar su presa tan fácilmente. Cruzó la calle y entró al parque de diversiones por el agujero de la cerca, recordando mlentras tanto que las maquinarias podrían caer sobre la niña... Vio a Marcia sentada sobre uno de los viejos caballitos del carrousel; pero la niña no parecía ya asustada, y la miraba con tanta calma que la señora Benjin se asombró. Al acercarse al tiovivo oyó la voz de su hijastra. —¡No me toque! El señor negro no la dejará. El señor negro me está cuidando. Lenta y casi imperceptiblemente, el carrousel comenzó a moverse. La señora Benjin, viendo solamente que la niña parecía escapar del castigo, dió un salto hacia adelante. Al mismo tiempo, Marcia se deslizó sobre el lomo del caballito de madera, cruzó el tiovivo y se dejó caer al otro lado.
  • 30. Al subir la señora Benjin sobre el carrousel, algo se apoderó de ella. Se oyó un horrible alarido, y luego una sucesión de sonidos terribles, que fueron aumentando en intensidad con el rechinar del tiovivo, que giraba cada vez más velozmente. Desde el carrousel volaban trozos de carne y ropas chorreando sangre. Marcia observó todo con gran interés y satisfacción. Cuando el tiovivo se detuvo al fin, marchó ella hacia el agujero de la cerca. De su madrastra no quedó nada, excepto algunos trozos sanguinolentos diseminados por doquier. Uno de ellos se hallaba en el camino que debía seguir Marcía, hacia la salida. Saltó sobre él con una expresión casi salvaje. Era la mano izquierda de la señora Benjin, y en uno sus dedos estaba todavía el anillo de bodas. EL TELESCOPIO DE McELWIN ALDRIC McElwin decidió desde muy joven seguir la senda de Thurston, Houdini y otros, y se dedicó a la prestidigitación y magia. Trabajó en los teatros de variedades con éxito moderado. Era un individuo de baja estatura, regordete, de cabellos rojos y facciones algo descentradas. A pesar de ser impaciente y poco diplomático, logró ganarse la vida sin mayores dificultades. Hasta que encontró el telescopio. Un día, hallándose en Chicago, pasó frente a una tienda de antigüedades y entró. Le llamó la atención un telescopio y lo compró. El instrumento seguramente fué dejado allí como garantía de un préstamo. Pero tenía algo importante entre manos, y no tardó mucho en descubrirlo. El telescopio tenía una particularidad extraordinaria; en su interior debía haber algún cristal mágico que permitía a su poseedor ver el pasado o el futuro. Descubrió esto por el sencillo procedimiento de mirar a un edificio construido en esa parte de la ciudad donde un siglo antes se elevara el Fuerte Dearbon, y allí vio, en vez del edificio que se divisaba a simple vista, una banda de indios que asaltaban el fuerte. Experimentó todas las emociones del que ve un fenómeno no explicado por las leyes científicas; pero era demasiado práctico para no ver que el telescopio tenía para él un gran valor comercial. ¡Al diablo con sus triquiñuelas del teatro! Ahora tenía algo más grande a su disposición. De inmediato dispuso de gran parte de sus ahorros y se instaló como adivino. Por mucho tiempo había envidiado a los palmistas, astrólogos y otros por el estilo su habilidad para separar a los tontos de su dinero. Con un telescopio como el suyo podría hacer un negocio espléndido. Su primera víctima fue el policía de servicio en la cuadra. Lo enfocó con el instrumento y vió que le darían un ascenso y un aumento de sueldo dentro del término de un mes, por una acción heróica. Comunicó la novedad al policía sin cobrarle nada, y dos semanas más tarde Ryan fue ascendido por haber capturado a un ladrón que quiso dispararle un tiro. —No fue gran cosa —manifestó Ryan, al relatar más tarde el incidente a McElwin—. ¡Pero lo que me extraña es el hecho de que lo supiera usted por adelantado! La historia corrió de boca en boca. El agradecido Ryan se ocupó de ello, tal como lo imaginara McElwin, y en pocos días comenzó a tener una clientela numerosa. Fue entonces cuando nuestro héroe descubrió que su telescopio tenía una idiosincrasia muy molesta: no funcionaba siempre; es decir, no funcionaba con todos. De manera que se vio obligado a apelar a toda clase de tretas para satisfacer a sus clientes. No podía entenderlo. Es más, el cristal no revelaba todo; es decir, le era