SlideShare una empresa de Scribd logo
1 de 159
Descargar para leer sin conexión
JOSÉ ANTONIO GALINDO RODRIGO, OAR
AMAR A DIOS
CON SAN AGUSTÍN
EDICIONES RIALP, S. A.
MADRID
2
© 2015 by JOSÉ ANTONIO GALINDO RODRIGO, OAR
© 2015 by EDICIONES RIALP, S. A.
Alcalá 290 - 28027 Madrid
(www.rialp.com)
Realización ePub: produccioneditorial.com
ISBN: 978-84-321-4503-2
No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la
transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por
registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a
CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o
escanear algún fragmento de esta obra.
3
Excepto algunas pequeñas variantes, en la traducción de los textos de san Agustín se ha utilizado la versión de
Obras Completas de San Agustín de la BAC.
4
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CRÉDITOS
DEDICATORIA
ABREVIATURAS
INTRODUCCIÓN:LA TEOLOGÍA ESPIRITUAL DE SAN AGUSTÍN
1.PRIMER GRADO DE ASCESIS: LA LUCHA CONTRA EL MAL
El pecado contra la creación de Dios
Qué es el mal moral o pecado
Malas consecuencias del pecado
El pecado no es un medio válido para alcanzar la felicidad
La lucha contra el pecado
Formas y duración de esta lucha
La falsa paz
La ayuda del Espíritu Santo
Resultado de esta lucha en el tiempo y en la eternidad
2. SEGUNDO GRADO DE ASCESIS: DESDE LA DISPERSIÓN Y DIVISIÓN DEL
CORAZÓN A LA INTERIORIDAD Y UNIFICACIÓN INTERIOR
La dispersión
La división del propio ser
El peligro de la tibieza en la vida cristiana
La llamada de Dios
La interioridad
La sinceridad
El desorden y el orden en el amor
3. TERCER GRADO DE ASCESIS: LA VIRTUD DE LA HUMILDAD
El trabajo ascético con nosotros mismos
En qué consiste la virtud de la humildad
La maldad de la soberbia
5
La bondad de la humildad
La humildad de Cristo en su encarnación
La humildad de Cristo en su vida mortal
Aplicación de la virtud de la humildad a la vida cristiana
4. CUARTO GRADO DE ASCESIS: INTENCIONES Y MOTIVACIONES EN LA
VIDA CRISTIANA
Ascesis corporal y ascesis espiritual-personal
Las intenciones y las motivaciones
Las diferentes calidades de las intenciones y motivaciones
Derivaciones y consecuencias
Dios nos pide sobre todo el corazón
5. LA GRACIA DE DIOS: I. GRACIA ACTUAL
El Dios de la gracia como luz para la inteligencia humana
La fe como luz y confianza debidas a Cristo
El Dios de la gracia como bien para el ser humano
La vuelta a la casa del Padre con la ayuda de la gracia
La verdadera libertad, un precioso regalo de la gracia de Dios
La auténtica finalidad de la libertad es hacer libremente el bien
6. LA GRACIA DE DIOS: II. GRACIA INCREADA O ESTADO DE GRACIA
El Dios de la gracia diviniza al ser humano
Divinización del hombre y humanización de Dios
El Dios de la gracia, presente personalmente en el justo
Relaciones personales de las divinas personas y el ser humano en gracia
7. LA ORACIÓN
Lo que es la oración
Cristo presente en la oración
Necesidad de la oración
Las condiciones de la oración bien hecha
El modo de hacer la oración
Lo que hemos de pedir en la oración
Las formas de la oración
Acción de gracias
Oración de alabanza
Oración de júbilo
Otra forma de oración: la meditación
La contemplación
8. EL AMOR CRISTIANO. I: CARIDAD TEOLOGAL O PARA CON DIOS
Lo que es el amor
6
Importancia del amor cristiano o caridad
El amor a Dios
Del temor al amor
Amor desinteresado al bien, a Dios
El amor a Dios y a las criaturas
Por qué hemos de amar a Dios
Amar a Dios con san Agustín
9. EL AMOR CRISTIANO. II: CARIDAD FRATERNA O PARA CON EL PRÓJIMO
Las pautas del amor al prójimo
El máximo exponente del amor
Unión entre el amor a Dios y el amor al prójimo
El amor fraterno, camino para llegar al amor de Dios
El amor a los enemigos
El cristianismo no es un masoquismo. El verdadero amor a los enemigos
Solidaridad con el necesitado
La convivencia humana y cristiana
La vida religiosa en comunidad
10. LA UNIÓN CON DIOS
El largo proceso hasta la unión con Dios. Primer paso: descubrir la desemejanza con
Dios
Las bases para llegar a la unión con Dios
La purificación y ordenación del amor
San Agustín, un enamorado de Dios. La unión con Dios
La unión con Dios y la vida de gracia
Otra descripción de la unión con Dios en el amor
11. LOS TÍTULOS SALVÍFICOS DE CRISTO: MEDIADOR, REDENTOR,
MAESTRO, CAMINO Y MÉDICO
Cristo, Mediador
Cómo es Cristo Mediador
Cristo, Redentor
Victoria de Cristo sobre el diablo y contra todos los pecados de la humanidad
Cristo, Maestro interior
Cristo, Maestro universal de toda la humanidad
Cristo, Camino
Cristo, Médico espiritual
12. SEGUIMIENTO E IMITACIÓN DE CRISTO
Imitación de Cristo en la virtud de la humildad
El seguimiento de Cristo en la Pasión
La imitación de Cristo en la lucha contra los vicios y pecados
7
Cómo ha de ser el seguimiento e imitación de Cristo por medio de la caridad
Las virtudes naturales
13. EL CRISTO TOTAL. LA IGLESIA
Qué es y cuáles son las características del Cristo total
Las condiciones para ser miembros del Cristo total y participar en la vida del Espíritu
Santo
Consecuencias de la realidad del Cristo total
El Cristo total hace oración a Dios durante todos los tiempos
El Cristo total está ya en la gloria
Identificación de Cristo con los miembros de su Cuerpo
Oración de la Iglesia por sí misma
14. LA EUCARISTÍA
La presencia real de Cristo en la eucaristía
La eucaristía como sacrificio
La eucaristía, alimento del cristiano que peregrina hacia la patria, hacia Dios
Íntima unión entre Cristo eucaristía y Cristo místico que es la Iglesia
La eucaristía, suma y culminación de la vida y valores cristianos
Actitudes en la recepción del Sacramento
En la eucaristía se manifiestan el poder y el amor divinos en toda su grandeza
La inconmensurable hermosura espiritual de Cristo
15. LA SANTA VIRGEN MARÍA, MADRE DE CRISTO, MADRE DE LA IGLESIA
Y MODELO DE SANTIDAD
Al lado de Cristo, nuestro único Redentor, está su Madre, la Virgen María
La elección de María como Madre del Salvador
Hasta dónde llega la santidad de María
La virginidad de María
Maternidad divina
María y la Iglesia
La santidad de María en relación con su maternidad divina
María fue Madre de Cristo al aceptar la voluntad de Dios. Los fieles, imitando a
María, también pueden ser madres espirituales de Cristo
María, en todo su ser, es una obra admirable en grado sumo de la gracia de Dios
16. LOS PEREGRINOS HACIA LA PATRIA: LA VIDA ETERNA
El amor a las criaturas y el amor al Creador
Qué es el cielo. Por el deseo podemos anticipar nuestra estancia en el cielo
La esperanza de la vida eterna, componente de la vida cristiana
Las contrariedades de la vida
La virtud de la esperanza
La seguridad de la esperanza cristiana
8
Actitud ante la muerte
Cómo será la felicidad en la vida eterna
En qué consistirá la vida eterna
Esperanza de la vida eterna y compromiso cristiano
9
ABREVIATURAS
Conf. Confessiones (Confesiones)
C. ep. pelag. Contra duas epistulas pelagionorum (Réplica a las dos cartas de los pelagianos)
C. Faustum Contra Faustum manichaeum (Réplica a Fausto, el maniqueo)
C. Iul. o.
imp.
Contra Iulianum opus imperfectum (Réplica a Juliano, obra inacabada)
C. Max. Contra Maximinum arianum (Réplica a Maximino, arriano)
C. ser. ar. Contra sermonem arianorum (Réplica al sermón de los arrianos)
De an. orig. De anima et eius origine (Naturaleza y origen del alma)
De bono
con.
De bono coniugali (La bondad del matrimonio)
De b. vid. De bono viduitatis (La bondad de la viudez)
De civ. Dei De civitate Dei (La ciudad de Dios)
De cor. et
gr.
De correptione et gratia (La corrección y la gracia)
De d. anim. De duabus animabus contra manichaeos (Las dos almas, contra los maniqueos)
De div.
quaest.
De diversis quaestionibus 83 (Ochenta y tres cuestiones diversas)
De doc.
christ.
De doctrina christiana (La doctrina cristiana)
De g. ad lit. De genesi ad litteram (Comentario literal al Génesis)
10
De gr. Chr. De gratia Christi (La gracia de Cristo)
De g. c.
man.
De genesi contra manichaeos (Comentario al Génesis en réplica a los maniqueos)
De gr. et lib.
arb.
De gratia et libero arbitrio (La gracia y el libre albedrío)
De g. Pel. De gestis Pelagii (Las actas del proceso a Pelagio)
De lib. arb. De libero arbitrio (El libre albedrío)
De mor.
eccl. cat.
De moribus ecclesiae catholicae et de moribus manichaeoron (Las costumbres de la Iglesia
católica y las de los maniqueos)
De nat. et
gr.
De natura et gratia (La naturaleza y la gracia)
De op. mon. De opere monachorom (El trabajo de los monjes)
De ord. De ordine (El orden)
De pec. mer. De peccatorum meritis et remissione (Los méritos y el perdón de los pecados)
De quant.
an.
De quantitate animae (La dimensión del alma)
De quaest.
Simpl.
De diversis questionibus ad Simplicianum (Cuestiones diversas a Simpliciano)
De s. virg. De sancta virginitate (La santa virginidad)
De s. Dom. De sermone Domini in monte (El sermón de la montaña)
De sp. et lit. De spiritu et littera (El espíritu y la letra)
De Trin. De Trinitate (La Trinidad)
De ut. cred. De utilitate credendi (La utilidad de creer)
De ut. ieiun. De utilitate ieiunii (La utilidad del ayuno)
De v. rel. De vera religione (La verdadera religión)
Enchir. Enchiridion sive de fide, spe et caritate (Manual de la fe, la esperanza y la caridad)
En. in ps. Enarrationes in psalmos (Comentarios espirituales a los salmos)
11
Ep. Epistula (Carta)
In Io. ep. Epistulam ad parthos Iohannis tractatus (Tratado sobre la primera Carta de san Juan)
In Io. ev. In Iohannis evangelium tractatus (Tratados sobre el Evangelio de san Juan)
Reg. Regula ad servos Dei (Regla a los siervos de Dios)
S. Sermo (Sermón)
Ss. Sermones (Sermones)
Sol. Soliloquia (Soliloquios)
* Las abreviaturas listadas son de las obras de san Agustín citadas en este libro
Nota bene. Todas las citas de los textos agustinianos de este libro han sido debidamente verificadas con la ayuda
del agustinólogo José Anoz Gutiérrez, oar.
12
INTRODUCCIÓN: LA TEOLOGÍA ESPIRITUAL DE SAN
AGUSTÍN
I
Se ha dicho con razón que san Agustín es un autor de todos los tiempos, pero a mí me
parece que es sobre todo para nuestros tiempos. En efecto, los férreos sistemas de
exponer y probar propios de la Escolástica y aun de la Neoescolástica han desaparecido.
Desde el existencialismo, el acercamiento de los intelectuales a la realidad misma del ser
humano ha sido mayor que nunca, hasta que ha aparecido esa especie de estertor agónico
filosófico llamado neopositivismo, que es un sistema de pensar amputado en sí mismo.
San Agustín, con su modo de pensar situado en la realidad existencial del ser humano,
comprometido con la vida y los problemas más hondos de la humanidad, se nos muestra
especialmente atractivo para el hombre de hoy. Al Obispo de Hipona, no solo le encanta
analizar las cuestiones que más implican e interesan al ser humano, sino es que, además,
lo hace de la manera más directa, sin ningún sistema básico o auxiliar previos. Por eso,
su lenguaje es lo menos técnico posible y lo más directo posible respecto de la realidad
misma. Lo que a él le importa es la verdad, sobre todo acerca de los temas que afectan y
no pueden menos de afectar de la manera más profunda a la humanidad de todos los
tiempos, esto es, el tema de Dios y el tema del hombre. Y es por todo eso que san
Agustín, ha sido denominado por Harnack como «el primer hombre moderno».
Pero, curiosamente, este pensador y escritor tan mínimamente técnico desde el punto
de visto filosófico y aun teológico, utiliza, en alguna medida, una cierta técnica
relacionada con la retórica, pues no en vano él era un retórico. Sirviéndose de la misma y
gracias sobre todo a su inventiva inagotable, revela y magnifica la importancia de las
realidades de la vida cristiana, con tales giros y contrastes de palabras e ideas, que nos
ayudan a descubrir la inigualable belleza del cristianismo, que está siempre unida a su
esplendorosa verdad. Y esto, lejos de hacer sus escritos más difíciles, los hace más
luminosos y, por consiguiente, más captables en su verdad para el lector. Lo cual es así
por la conexión misteriosa existente entre la verdad y la belleza, por un lado, y la que se
da también entre todas las dimensiones interiores del ser humano, por otro. Añadido y
unido a esto, se ha de observar que en las obras de san Agustín, además de filosofía y
teología, suele haber también plasmada una intensa poesía espiritual, que recoge mejor
que nada su rica personalidad al servicio de la admirable hondura y la sublime elevación
del cristianismo. Por eso dice F. Van Der Meer que, «san Agustín, sin haber escrito un
13
solo verso, es el más grande poeta de la Antigüedad cristiana».
San Agustín es el Padre de la Iglesia más influyente, desde los tiempos en que se
escribió su obra hasta hoy. En ocasiones, se han organizado debates en derredor de su
figura, puesto que, a lo largo de los tiempos, muchos herejes lo quisieron tener de su
parte, apoyándose en sus obras más polémicas, las dedicadas a rebatir los errores de su
tiempo. Quizá por eso, muy probablemente, lo mejor de san Agustín sean sus obras no
tan polémicas, las plenamente expositivas del pensamiento cristiano. En todo caso,
conviene recordar que san Agustín, por ser obispo y porque vivió alrededor del siglo V,
no escribe con orden académico, lo cual, siendo autor de una inmensa obra, hace
notablemente dificultoso el encontrar y organizar sus textos. Pero, a pesar de todo, es el
autor más citado por el Concilio Vaticano II y por el Catecismo de la Iglesia Católica.
Eso es algo definitivo respecto de su valía y de su actualidad.
II
Este libro está escrito para todos los cristianos —religiosos, laicos, sacerdotes— que
tengan un mínimo de interés por las cosas de Dios y un mínimo de formación religiosa.
Y es un libro de espiritualidad. No es de filosofía ni de teología dogmática, sino de
teología espiritual. Es precisamente en nuestros tiempos cuando, después de haber citado
a san Agustín hasta la saciedad como filósofo y, sobre todo, como teólogo dogmático, se
le está citando cada vez más como un admirable exponente de la espiritualidad cristiana.
Ya santa Teresa obtuvo, según dice ella misma, grandes bienes con la lectura de las
Confesiones; pero esto, obviamente, no fue por la filosofía y teología que en esta obra
agustiniana se contienen, sino por sus grandes valores espirituales; por la acertada y
profunda descripción de las rutas que conducen a Dios, contenidas en esta obra. Y quizá
al lector esto no le sorprenda demasiado, pero pienso que sí se podrá sorprender si le
digo que en cierta medida se podría decir lo mismo del tratado De Trinitate y De civitate
Dei, pues en estas obras también hay espiritualidad. Pero mucho más se debe decir, en
este sentido, de los Comentarios al Evangelio y a la Primera Carta de san Juan, de las
Enarraciones a los salmos y de sus Sermones, además de algunas de sus cartas, entre
otras, 109, 118, 130, 210, y 211. De esas obras, sobre todo, pero también de otras muchas,
como puede ver el lector en la larga lista de las abreviaturas de sus libros citados, se han
obtenido los numerosos textos (más de quinientos) en que se basa este libro.
Lo que destaca en la espiritualidad de san Agustín es la centralidad cristiana de sus
temas: la caridad en sus dos dimensiones como inseparables (hacia Dios y hacia el
prójimo), lo cual justifica el título de nuestro libro, la oración y la gracia. Pero,
¡atención!, todo ello sobre la base de la humildad y desde una actitud en la vida marcada
por la interioridad. Por eso, san Agustín es un autor de teología espiritual, que es válido
para todos los tiempos. También para el nuestro, pero, hablando con sinceridad, por
amor a la verdad, sus escritos contienen serias advertencias a la mentalidad de los
cristianos de hoy. En efecto, me atrevo a llamar la atención diciendo que en la pastoral y
en la espiritualidad de nuestro tiempo se le presta mucha atención a la caridad, y
también, bastante, a la oración; pero no se le da a la humildad la importancia básica para
14
la vida cristiana que san Agustín le otorga con abundantes y sólidos apoyos bíblicos.
Esta virtud es en gran medida ignorada por la mentalidad de los cristianos de nuestro
tiempo; tanto por parte de los agentes de pastoral, como por los propiamente dedicados a
la espiritualidad. Veamos, por ejemplo, lo que dice Agustín, después de haber
contemplado con admiración las grandes construcciones arquitectónicas romanas de
Cartago, de Roma y de otros sitios: «La humildad es el único cimiento con suficiente
profundidad como para sostener el alto edificio de la caridad» (S. 69, 4). ¿De qué nos
sirve intentar tantas y tantas veces elevar dentro de nosotros el más alto edificio de la
vida cristiana, que es la caridad, si nos olvidamos de su único cimiento válido y
consistente que es la humildad? No puedo menos de recordar que esta insistencia de san
Agustín en la humildad coincide con numerosas advertencias del papa Francisco a los
fieles en general y, sobre todo, a los eclesiásticos.
Otra advertencia: Para el Doctor de la gracia, es esta del todo necesaria para iniciar,
proseguir y acabar todas y cada una de nuestras acciones buenas por pequeñas que sean.
Pero, ¿se recuerda a los fieles con la debida pertinencia y frecuencia esta verdad
fundamental de la vida cristiana? Pienso que no. Pienso que, aunque la doctrina católica
(de los concilios, doctrina pontificia y de la teología) es irreprochable, como no puede
ser de otra manera, sin embargo, en la pastoral y en la espiritualidad de nuestro tiempo,
me atrevo a afirmar que se da un cierto pelagianismo práctico, porque no se menciona la
gracia cuando se la debería mencionar. No se la niega, ¡faltaría más!, pero se la nombra
muy pocas veces, y se proponen los sistemas, medios y modos adecuados para vivir la
vida cristiana sin contar, sino solo de un modo eventual, con la gracia. Se propone y
explica la vivencia y práctica de la vida cristiana como si dependiesen solamente del ser
humano. San Agustín opina frontalmente lo contrario: «Luego, sea poco, sea mucho, no
se puede hacer sin Aquel sin el cual no se puede hacer nada» (In Io. ev. 81, 3). Y añade el
Doctor de la gracia: «Si no me mantengo en Él (en Dios), tampoco podré mantenerme en
mí» (Conf. 7, 11, 17).
Otra enmienda que en la vida y doctrina de san Agustín se contrapone a la mentalidad
y a la manera de vivir la propia humanidad por parte de los hombres de hoy es un valor
muy propio de san Agustín, esto es, la interioridad. Los cristianos de nuestro mundo, de
nuestro tiempo, en general, también conocen y viven poco la interioridad. Porque el
hombre posmoderno está volcado más que nunca hacia todo lo exterior, en múltiples
formas y en todas las vertientes de su vida, cualquiera que sea. El hombre actual, incluso
el cristiano, es, en notable medida, un ignorante de sí mismo. Ojalá que todos los
hombres y mujeres de nuestro tiempo pudieran leer, sobre todo los cristianos, con
atención y provecho este precioso texto y otros muchos del teólogo, poeta y psicólogo
que es san Agustín: «Volved al corazón. ¿Qué es eso de ir lejos de vosotros y
desaparecer de vuestra vista? ¿Qué es eso de ir por caminos de soledad y vida errante y
vagabunda? Volved. ¿Adónde? Al Señor, dices. Es pronto todavía. Vuelve primero a tu
corazón: como en un destierro andas errante fuera de ti. ¿Te ignoras a ti mismo y vas en
busca de quien te creó? Vuelve, vuelve al corazón» (In Io. ev. 18, 10).
Para terminar, no puedo menos de mencionar el contraste tan fuerte que se observa
15
entre san Agustín y los cristianos de nuestro tiempo respecto a la escatología.
Tenemos, por ejemplo, estos dos breves textos, en los que con su acostumbrada forma
poética nos dice san Agustín: «Usamos de este mundo como si no usáramos, para llegar
a quien hizo el mundo y permanecer en Él gozando de su eternidad» (S. 157, 5). Porque lo
razonable es, «poner en la tierra lo terreno y arriba el corazón» (In Io. ev. 18, 6).
El Concilio Vaticano II nos dice: «Los cristianos, en su peregrinación hacia la ciudad
celeste, deben buscar y gustar las cosas de arriba (cf. Col 3, 1-2); esto no disminuye, sino
que más bien aumenta la importancia de su tarea de trabajar juntamente con todos los
hombres en la edificación de un mundo más humano» (Gaudium et spes 57).
Hasta se podría admitir que el Obispo de Hipona valora demasiado poco los bienes de
este mundo y su edificación cristiana, como nos recomendó el Vaticano II, y se vuelca
con todo su corazón en el amor y espera de los bienes eternos más allá de esta vida. Pero
quizá, nosotros, volcándonos en sentido contrario, nos olvidamos de la otra vida y nos
centramos casi únicamente en esta con el motivo o la excusa de seguir la mencionada
doctrina del concilio, cayendo en una posición opuesta a la de esos textos de san
Agustín, pero mucho menos evangélico-cristiana que la suya, por ser debida, al menos
en parte, a nuestro apego exagerado y desordenado a los bienes de este mundo[1].
Querido lector, espero que sientas curiosidad, mejor, un fuerte y sano deseo de leer lo
que a lo largo de varias páginas dice san Agustín sobre la vida eterna, en las que
equilibra en parte lo dicho en esos breves textos. Te aseguro que son páginas preciosas;
es el tema más hermoso del libro. Pero, más o menos, del mismo nivel son todos los
otros temas, transidos y apoyados por textos del más grande de los Padres de la Iglesia,
de quien dice Benedicto XVI en su Carta Apostólica Porta fidei: «Sus numerosos
escritos, en los que explica la importancia de creer y la verdad de la fe, permanecen aún
hoy como un patrimonio de riqueza sin igual, consintiendo todavía a tantas personas que
buscan a Dios encontrar el sendero justo para acceder a la “puerta de la fe”» (nº 7).
Permítame el lector aplicar también esta calificación del Papa emérito a los escritos
espirituales del mismo san Agustín.
[1] Sobre este tema cf. José Antonio Galindo Rodrigo, La secularización y la escatología, en Vida Nueva, 2014,
nº 2. 888, 23-30.
16
1.
PRIMER GRADO DE ASCESIS: LA LUCHA CONTRA
EL MAL
El pecado contra la creación de Dios
Dios, que nos ha creado, ha querido que le tengamos a Él como fin. No ha querido que
sea nuestro fin cualquier otra cosa por valiosa que sea; sino que nada menos que Él
mismo ha querido ser el fin hacia el cual tienda todo nuestro ser. Esto es debido a que
Dios nos ha creado a nosotros que somos seres finitos, para Él que es un ser infinito. Lo
cual lleva consigo que no estamos en este mundo para gozar de los bienes de este
mundo, aunque tampoco para meramente sufrir. De una y otra cosa tendremos, sin duda,
experiencia, pero la verdad es que hemos venido a esta vida mortal para hacer libremente
el bien[1], parecernos así a Dios, que es el sumo bien, compendio de todos los bienes en
sumo grado[2], y merecer estar algún día con Él para poseerle eternamente en la vida
bienaventurada. De esa manera se cumplirá el designio o plan de Dios respecto de
nosotros, esto es, tenerle a Él como fin[3].
Como consecuencia de todo lo anterior, el ser humano no podrá alcanzar la felicidad
plena si no es con la posesión de Dios. Hasta que a Él no le poseamos no seremos
plenamente felices. Todo este se condensa en la célebre sentencia de san Agustín: «Nos
hiciste, Señor, para ti, e inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en ti»[4].
El plan de Dios es que las cosas de este mundo, que, en un grado u otro son todas
buenas, sirvieran al ser humano como de recuerdo de su poder, bondad y belleza, todo
ello en un grado infinito. Asimismo, Dios quería también que nos sirviéramos de las
criaturas para satisfacer nuestras necesidades.
Pero el ser humano, en vez de darle gracias a Dios por esta predilección que ha tenido
para con él, cometió y sigue cometiendo la locura y la ingratitud de dejar al Creador, a
quien le debe todo y que contiene todos los más grandes y duraderos bienes, y de
entregar su corazón a los pequeños y pasajeros bienes que tienen las criaturas, a las que
además no les debe nada o muy poco en comparación de lo que le debe a Dios. Esta
locura, esta ingratitud, esta maldad es el pecado.
Qué es el mal moral o pecado
17
1. ¿Qué es el mal moral? Últimamente hay entre los autores cierta resistencia a definir
el mal moral. La definición clásica de san Agustín (factum vel dictum vel concupitum
aliquid contra aeternam legem: «Todo dicho, hecho o deseo contra la ley eterna»[5])
parece que, aun siendo verdadera y precisa, no es ya punto de partida de las
explicaciones de lo que es el mal moral o pecado para los creyentes. Pienso que otra
definición agustiniana, con menos apariencia jurídica y menos fondo naturalista, más
personalista y radical en cuanto que nos descubre la entraña vital del mal moral, podría
ser más aceptable teniendo en cuenta las orientaciones de la ética y de la moral actuales.
El mal moral o pecado se podría definir, según eso, como aversio a Deo et conversio ad
creaturas («Apartarse —con la voluntad— de Dios y convertirse —entregarse— a las
criaturas»[6]).
Dentro de nuestra tradición religiosa, y la mentalidad sociocultural en gran parte
derivada de ella, me parece que es una definición del mal moral bastante acertada, válida
incluso para nuestro tiempo. Cuando Pablo dice que la avaricia es una idolatría (cf. Col
3, 5; Ef 5, 5) me parece que nos está indicando lo que en un sentido radical es ese pecado
y cualquier otro pecado: una orientación, una opción y un amor desproporcionados y
desordenados hacia los bienes creados, que entran en conflicto con lo que a Dios se
debe, e implican una conversión hacia las criaturas con desprecio del Creador. Esto en el
fondo es sustituir a Dios, a quien únicamente hemos de adorar, por la adoración de los
bienes creados[7]; eso nos hace ver que estaría dentro de la noción del mal, también
agustiniana, como privación de un bien debido[8], puesto que los humanos hemos de
adorar al Creador y no a las criaturas. Seguramente que en el hecho pecaminoso se da
con más fuerza la conversio a las criaturas que la aversio respecto de Dios; aquella se da
explícitamente y esta solo implícitamente. Salvo muy raras ocasiones, esto es uno de los
atenuantes del mal cometido por el ser humano.
El pecado, por consiguiente, supone introducir el desorden en la creación que Dios nos
regaló. Poner arriba en nuestro corazón las criaturas, que deben estar abajo, esto es, a
nuestros pies, para que nos sirvamos de ellas conforme al orden establecido por el
Creador; y, al contrario, poner abajo, lejos del corazón, a Dios, que debe estar en lo más
alto de nuestro aprecio y amor[9]. Este es el tremendo desorden, disparate y desbarajuste
que contiene el pecado.
Malas consecuencias del pecado
Todos los pecados le disgustan a Dios, no solo porque van en contra de su santidad,
sino también porque causan perjuicio al ser humano. Dios nos quiere tanto que le
disgusta que nos hagamos daño. Y el pecado siempre nos hace daño. Más o menos, de
una manera u otra, el pecado siempre es nocivo para cualquiera que lo comete[10]. El
pecado aleja a la persona de Dios y de todo bien[11]. Y, por todo eso, Dios nos ha
prohibido ciertas acciones y actitudes, porque son nocivas para nosotros.
El pecado deteriora, estropea, descompone nuestro ser haciéndolo débil para resistir al
mal, y lo priva de las fuerzas interiores que necesita para hacer el bien[12]. Los vicios
18
hacen al pecador un esclavo. Por eso dice el Hiponense: «Un hombre bueno, incluso
cuando es esclavo, es libre. Un hombre malo, incluso aunque sea rey, es esclavo; no de
los hombres, sino, lo que es peor, de tantos dueños cuantos vicios tiene»[13]. El vicio lo
lleva a una determinada manera de conducta en contra de lo que más le conviene.
Cuando el pecado llega a ser vicio, este se apodera de la voluntad de la persona de tal
modo que no hace lo que él quiere, sino lo que le manda e impone su vicio. Aunque
presuma de ser un hombre libre, por más que viva en democracia y diga que en su vida
hace lo que le da la gana, es en realidad un pobre y miserable esclavo de su vicio.
El pecador no vive en paz consigo mismo[14]. Nunca faltará en su interior el
desasosiego, cierta amargura, cierta intranquilidad de ánimo, así como una división en su
corazón, a causa de haberse apartado de Dios, que es la perfecta unidad[15]. Estas
personas, que quizá se crean grandes y que aparentan serlo, por dentro son unos pobres
hombres; el pecado los empequeñece bajo la perspectiva moral y psicológica; lejos de la
auténtica realización de su persona, por dentro son como un compendio y suma de la
infelicidad[16].
Muchos más males nos trae el pecado. Para ver que esto es así no hace falta sino
asomarnos a lo que ocurre en todo el mundo, y veremos la enorme cantidad de males y
sufrimientos que vienen a los humanos a causa de los pecados de otros seres humanos:
«Y de este desacierto del libre albedrío, se originó una serie de desventuras que, desde
un principio viciado, como corrompido de raíz, el género humano arrastraría a todos en
concatenación de miserias hasta el abismo de la muerte segunda»[17], esto es, la
condenación eterna.
En efecto: El pecado mortal enemista a la persona con Dios[18], y si no se arrepiente
puede acabar alejada de Él para siempre, en espantosa soledad y en el más absoluto
desamor, deseando con todo su ser y durante toda la eternidad al mismo Dios del que se
sentirá rechazado a causa de su maldad. Es lo que llamamos el infierno[19]. Todo ello
nos lleva a la conclusión de que el pecado es el mayor mal del ser humano porque le
priva, entre otros, del mayor bien que es Dios[20]. Pero, además, al ser humano le va
mal lejos de Dios[21], como se puede comprobar constantemente a nivel individual y
social.
El pecado no es un medio válido para alcanzar la felicidad
Lo extraño, lo absurdo es que todos los pecados cometidos por los humanos se
cometen con el fin de alcanzar la felicidad. Y hay que reconocer que incurrir en un
pecado, satisfacer una pasión, provoca un cierto placer; pero es un placer pasajero y,
sobre todo, que deja un cierto poso de amargura, de tristeza en el corazón al ir «en busca
de semillas de dolores a cual más estériles»[22]. El ser humano jamás alcanzará por ese
camino la felicidad, que es algo más consistente y que tiene más contenido que un mero
placer.
La felicidad, escribe san Agustín es «tener todo lo que se desea y no desear nada
malo»[23]. Aunque tengamos todo lo que deseamos si esto es algo malo, no seremos
felices. Y esta afirmación está muy clara, porque, como ya hemos dicho antes, Dios nos
19
ha creado para Él. Por consiguiente, si entregamos nuestro corazón a algo malo,
contrario, por tanto, a Dios, no nos dará la felicidad por mucho que lo hayamos deseado
e intentado, por mucho que satisfaga nuestras pasiones. La felicidad plena solo la puede
dar Dios[24], que es el sumo bien[25].
Lo peor que se puede señalar sobre esta pretendida felicidad es que no puede ser
duradera: no hay verdadera felicidad si no es para siempre, dice san Agustín[26]. Ningún
placer por grande que sea nos puede hacer felices sabiendo —como sabemos— que se va
a acabar. La muerte termina con todo. La muerte, esa terrible realidad, que la sociedad
actual intenta convertir en un tema tabú, del que nunca se debería hablar, está ahí, nos
guste o no[27]. Esta vida es una carrera hacia la muerte, que puede ser más o menos
temprana, o que ha de pasar antes por la penosa vejez. Los años cumplidos no son una
suma sino una resta; no se añaden a los anteriores, sino que, desaparecidos, nos van
restando de lo que nos queda antes de llegar al final[28].
La lucha contra el pecado
Por tanto, este mal tan grande que es el pecado hay que combatirlo con todas nuestras
fuerzas. Para ser buen cristiano, se necesita una lucha fuerte y continua contra el pecado;
y esta es una lucha dura, a veces, muy dura. Pero no es una lucha contra otros, y tampoco
es una mera lucha contra el diablo, sino más bien contra nosotros mismos, contra el mal
que hay en nosotros mismos[29]. Porque la tragedia del hombre es la de una continua
guerra en su corazón, «de sí mismo contra sí mismo»[30]; de las tendencias malas que
hay en nosotros contra las buenas.
Formas y duración de esta lucha
«Ahora que la carne codicia contra el espíritu y el espíritu contra la carne[31], lucha
en nosotros la muerte, y no hacemos lo que queremos. ¿Por qué? Porque nosotros
quisiéramos que no hubiera en absoluto apetencias desordenadas, y no podemos lograrlo.
Queramos o no, las tenemos; nos provocan blanda y amorosamente, nos halagan, nos
aguijonean, nos malean, se rebelan. Se las reprime, mas sin extinguirlas. ¿Hasta cuándo
durará esta codicia de la carne contra el espíritu y del espíritu contra la carne?»[32].
Mientras vivimos, así tiene que ser. ¿Qué queréis?, ¿que no haya ni sombra de malas
tendencias en vosotros? Pero esto no se puede conseguir. Continuad, pues, la guerra y
esperad el triunfo: «Es el de ahora tiempo de luchar»[33].
Como se ve en estos textos tan significativos, son diversas las pasiones o malas
inclinaciones que nos tientan. Hay algunas pasiones que nos provocan blanda y
amorosamente, como la pereza, que nos inclina siempre a querer dejar para después lo
que tenemos obligación de hacer ahora, y la sensualidad, que nos apega excesivamente a
todo lo que nos agrada, como la comida, la bebida y el plácido descanso, y que nos
pueden llevar a apartarnos del amor que le debemos a Dios, a nosotros y al prójimo;
otras nos halagan, como la vanidad, que busca el aplauso de los demás; o nos
aguijonean, como la lujuria, que solicita nuestra colaboración para conseguir el placer
20
sexual; otras, contienen una cierta rebeldía, como la soberbia, el orgullo, que hace de
cada uno de nosotros un ídolo al que todo el mundo tiene que adorar, o la ira que a nadie
deja en paz en nuestro entorno familiar o social.
También hay un tipo de maldad muy especial, que consiste en la tendencia que
tenemos a acomodar nuestra manera de pensar a nuestra conducta, acallando la voz de la
conciencia para evitar así sus acusaciones. Es hoy en día muy frecuente en temas como
el de los negocios sucios a causa de la codicia, el aborto o la violación del pacto
conyugal, etc. En todos estos casos puede suceder que cuando no se vive como se piensa
se acaba pensando según se vive. Poco a poco, la persona, que antes estaba convencida
de que alguna de esas conductas era mala, va acomodando su manera de pensar a su
manera de actuar; a fuerza de practicar el mal, se llega a ver lo que es pecaminoso,
primero como no tan malo, después como no malo, hasta llegar a verlo incluso como
bueno. Las protestas de la conciencia, que siguen resonando en el fondo del alma, se las
procura acallar con diversas excusas: todo el mundo lo hace, no es para tanto, la Iglesia
está anticuada y muy atrasada, etc. Esto es muy peligroso, porque entonces no hay
ninguna o poca oposición dentro del sujeto frente al mal o un determinado mal. Debido a
ello se cometen los pecados en una serie frecuente y continua, que solo Dios sabe hasta
dónde puede llegar.
Ninguna de estas pasiones se puede dominar sin controlar los sentidos y la
imaginación, que son como puertas a través de las cuales entran los estímulos que
excitan las malas inclinaciones. Ese control es un trabajo ascético del todo necesario, sin
el cual todos los otros medios empleados en la lucha contra el mal resultan inútiles e
ineficaces.
Respecto de la duración de esta lucha, el Doctor de la gracia no puede ser más claro:
mientras dura esta vida terrena ha de durar la lucha contra el mal[34].
La falsa paz
Cada ser humano es un mundo distinto, y, mientras hay algunos metidos en esa lucha
hasta el cuello, quizá alguno piense que no hay ninguna guerra dentro de sí. Pero si en
nosotros nada hay que resista a los malos deseos, si no hay guerra en el ser humano,
puede ser debido a que se ha pactado una paz vergonzosa con las malas inclinaciones.
Entonces hay paz en el ser humano, pero es una paz falsa. Hay paz porque se cede a todo
o casi todo lo que piden las malas tendencias, porque se ha producido una entrega con
armas y bagajes al enemigo[35]. Pero «mejor es la guerra, nos advierte san Agustín, con
la esperanza de la vida eterna, que el cautiverio sin libertad. (…). Mas, aunque —o que
Dios no permita— no esperáramos tan gran bien, deberíamos siempre preferir el
combate, aunque sea duro, a ceder al dominio de los vicios sin resistencia»[36].
La ayuda del Espíritu Santo
Lo primero que se ha de advertir es que la misericordia de Dios no consistirá en que
no tengamos tentaciones, sino en que, porque Él es fiel, no permitirá que seamos
21
tentados por encima de nuestras fuerzas (1 Cor 10, 13)[37]. Pero ante la dureza y
persistencia con que a veces se vive esta lucha interior puede producirse la tentación del
desaliento. San Agustín nos dice que no estamos solos en esa lucha, pues tenemos una
gran ayuda: «Es el Espíritu de Dios quien pelea en ti contra ti, contra lo que hay en ti
contrario a ti. Porque tú no quisiste sostenerte firme junto al Señor, y caíste y te
rompiste; te rompiste como vaso cuando desde la mano se nos cae al suelo. Y como estás
hecho pedazos, tú mismo eres contrario a ti mismo; estás enfrentado contigo mismo. No
haya en ti nada contrario a ti, y te mantendrás entero. (...). Fue tu Redentor el que te dio
el Espíritu con que has de mortificar los siniestros de la carne. (…). No son hijos de Dios
si no son conducidos por el Espíritu de Dios. Pero si son conducidos por el Espíritu de
Dios, luchan, porque tienen en Él un refuerzo soberano. Dios, en efecto, no está de mirón
cuando luchamos»[38].
Resultado de esta lucha en el tiempo y en la eternidad
En esta vida hemos de tratar de conseguir la mayor santidad posible, que nunca será
perfecta, con nuestro esfuerzo y con la gracia de Dios: «Aquí (en este mundo) la justicia
consiste en que Dios mande al hombre obediente; el alma, al cuerpo, y la razón, a los
vicios, aunque se rebelen, o venciéndolos o resistiéndolos; y la justicia también consiste
en que se pida a Dios la gracia del mérito, el perdón de los pecados y se le den gracias
por los bienes recibidos»[39].
Para al final se vislumbra, a la luz de la fe, la paz plena y perfecta: «Cuando hayamos
ya andado el camino y arribado a la patria misma, ¿qué cosa podrá haber más alegre para
nosotros y qué cosa podrá haber más feliz? No habrá paz ni tranquilidad mayores; no
experimentará jamás ya el hombre rebeldía alguna»[40].
Concluyamos diciendo que la lucha contra el mal que hay en nosotros es el primer
grado de ascesis; es decir, el primer medio o instrumento que se ha de poner en práctica
para ser buenos cristianos. Es duro, trabajoso y poco atractivo, pero es del todo
necesario. Es el primer peldaño de la escalera con la que se asciende hasta la santidad.
[1] Cf. De gr. et lib. arb. 1, 1-2, 4; De lib. arb. 2, 1-8.
[2] Cf. Conf. 1, 3, 3-4; 12, 16, 23; De nat. boni 1; 12-13.
[3] Cf. De civ. Dei 22, 30, 1; En. in ps. 85, 24.
[4] Conf. 1, 1, 1.
[5] C. Faustum 22, 27.
22
[6] Cf. De lib. arb. 2, 19, 53; De div. q. ad Simp. 1, 2, 18.
[7] Se cite o no a san Agustín, esta visión sigue estando de actualidad, por ejemplo, cf. D. LAFRANCONI,
«Pecado», en F. COMPAGNONI, G. PIANA, S. PRIVITERA, M. VIDAL (Dirs.), Nuevo Diccionario de Teología Moral,
Madrid 1992, 1353-1361.
[8] Cf. Conf. 3, 7, 12; En. in ps. 11, 13.
[9] Cf. De lib. arb. 2, 19, 53; De div. quaest. 30.
[10] Cf. De civ. Dei 14, 13, 1.
[11] Cf. Conf. 13, 8, 9.
[12] Cf. De civ. Dei 14, 15, 2.
[13] Id. 4, 3.
[14] Cf. Conf. 1, 12, 19.
[15] Id. 2, 1, 1.
[16] Id. 2, 2, 2-4; 11, 29, 39.
[17] De civ. Dei 14, 13, 1.
[18] Cf. Ss. 47, 7; 71, 19.
[19] Cf. S. 29 A, 3.
[20] Cf. De div. quaet. Simpl. 1, 2, 18; S. 293, 7.
[21] Cf. Conf. 13, 8, 9.
[22] Id. 2, 2, 2.
[23] De Trin. 13, 5, 8.
[24] Cf. De civ. Dei 4, 25; 9, 17.
[25] Cf. De mor. eccl. cat. 1, 8, 13.
[26] Cf. De Trin. 13, 8, 11; 20, 25.
[27] Cf. S. 97, 2.
[28] Cf. De civ. Dei 13, 10.
[29] En. in ps. 143, 5.
[30] Conf. 8, 11, 27.
[31] La carne y el espíritu, según la terminología paulina, significan las tendencias malas y las buenas,
respectivamente. Unas y otras pueden ser espirituales y corporales.
[32] S. 128, 11.
[33] Id.
[34] Cf. S. 128, 11.
[35] Cf. S. 30, 4.
[36] De civ. Dei 21, 15.
[37] Cf. S. 46, 12.
[38] S. 128, 9.
[39] De civ. Dei 19, 27.
[40] In Io. ev. 34, 10.
23
2.
SEGUNDO GRADO DE ASCESIS: DESDE LA
DISPERSIÓN Y DIVISIÓN DEL CORAZÓN A LA
INTERIORIDAD Y UNIFICACIÓN INTERIOR
La dispersión
Las malas consecuencias que acarrea el pecado no acaban en lo que hemos dicho
antes. Es útil que consideremos algunas otras, como la dispersión del alma y la división
del corazón, que san Agustín juzga como muy negativas. La persona que no ama a Dios
ni a los hermanos, suele ser también una persona volcada totalmente hacia las cosas y
acontecimientos exteriores. Ni quiere ni apenas puede entrar dentro de sí mismo para
reflexionar sobre la orientación moral y religiosa de su vida. No quiere, porque le da
miedo, encontrarse consigo mismo y ver cómo tiene su casa interior, toda desmoronada,
sin orden ni concierto, esclavo su corazón de los vicios y sin los valores morales que dan
sentido a la existencia y realizan a la persona. Casi no puede volverse sobre sí mismo
porque, absorbido por las cosas materiales, externas a él, ha perdido casi la capacidad de
hacerlo porque nunca lo ha hecho, porque sus facultades están oxidadas, inhábiles, por
falta de ejercicio en este campo de la vida interior.
Hay tantos grados de dispersión o disipación como grados en el alejamiento de Dios.
El más extremo y grave es el que describe san Agustín refiriéndose a la situación que él
mismo padeció antes de su conversión: (...) «me agitaba, y derramaba, y esparcía, y
hervía con mis fornicaciones, y Tú callabas, oh tardo gozo mío»[1]. Y en otro pasaje
dice: «De esa manera llega el hombre a verse disipado en los asuntos y negocios
temporales; sus pensamientos, que son las entrañas íntimas del alma, se ven
despedazados por tumultuosos y tensos conflictos de encontrados afectos, y toda su vida
interior convertida en un espantoso desorden y destrucción»[2]. La causa de todo esto
viene de los afectos desordenados; se debe a que el corazón está apegado demasiado a
las cosas materiales y temporales. Ya que estas cosas mundanas tan ambicionadas,
resultan ser una sombra fugitiva, una vanidad, un mundo que fluye con la arrebatadora
corriente del tiempo, y engañan al ser humano, cautivándole con sus miserias y sus
falaces deleites, porque ni satisfacen ni permanecen, sino que atormentan; el mismo
amor con que se las ha amado se convierte en suplicio para el amante[3].
24
Hay otro grado de dispersión no tan grave; es el que padece la mayor parte de los seres
humanos, aunque no sean malos; incluso los santos padecen este grado de dispersión en
ocasiones, aunque ellos procuran centrarse en Dios todo lo más que se puede en esta vida
mortal. En efecto, «la existencia cotidiana se ve aturdida por todos lados con el ruido de
muchas cosas. Cosas, de ordinario, insignificantes y despreciables, con las que es tentada
todos los días nuestra curiosidad y en las que caemos de continuo»[4]. «Por los sentidos,
se filtra la variedad multiforme de las hermosuras corporales y con un tumulto de afectos
efímeros arrancan a la persona humana de la unidad de Dios. Con un tumulto de afectos
efímeros: de aquí se origina una abundancia trabajosa y, por así decirlo, una copiosa
penuria, ya que son muchas las cosas que atraen nuestra atención, pero que nos
empobrecen en los valores morales; y esto sucede mientras la persona corre en pos de
esto y de lo otro y de lo de más allá, y todo se le escurre de las manos»[5].
La dispersión incapacita o hace difícil al ser humano la consideración y valoración de
las cosas espirituales, de las cosas de Dios. Debilita o anula la percepción de los grandes
valores de la vida; disminuye la sensibilidad para advertir la gravedad del pecado como
ofensa a Dios, así como para valorar la grandeza y belleza de la vida de gracia en
amistad con Él. En las personas corrientemente religiosas y aun piadosas, la dispersión,
que no será tan grave, impide o dificulta el crecimiento de la vida cristiana, que se debe
obtener por los medios que se utilizan en el trabajo de alcanzar ese crecimiento, tales
como la eucaristía, la oración, la meditación, la lectura espiritual y recepción de los otros
sacramentos, etc. En los consagrados a Dios, además de estas malas consecuencias, la
dispersión suele provocar un defecto muy pernicioso y bastante frecuente, esto es, el
activismo, que consiste en desarrollar una gran actividad, en hacer muchas cosas,
mayormente buenas, pero no por Dios, lo cual provoca la sequedad del alma y el
empobrecimiento paulatino de la vida cristiana y religiosa.
La división del propio ser
Otra perspectiva, causa y a la vez compañera de la dispersión, es la división del propio
ser. Esta división proviene de los múltiples y encontrados afectos desordenados que
padece el pecador por sus graves pecados, y aun la persona que no es mala, pero que está
muy lejos de una auténtica vida cristiana. Por eso escribe san Agustín, refiriéndose a sí
mismo: «Que Tú, Señor, me seas dulce, dulzura sin engaño, dichosa y eterna dulzura, y
me recojas de la dispersión en que anduve dividido en fragmentos cuando, alejado de ti,
uno, me desvanecí en el mundo de la multiplicidad»[6]. Esto es debido a que los afectos
tiran de la persona en diferentes direcciones, que son las distintas tendencias o apetitos
que la dominan. Esto hace que esté fragmentada por dentro, que no goce de armonía y
tranquilidad en su interior; su corazón dividido sufre una penosa situación que, además,
supone un alejamiento o desemejanza con Dios, que tiene y es la perfecta armonía, el
orden mismo y la consumada unidad[7].
El peligro de la tibieza en la vida cristiana
25
Es necesaria la lucha contra esta dispersión del alma y división del corazón, que tanto
daño nos hace, que son efecto del pecado y caldo de cultivo del pecado. Pero hay otro
enemigo de la vida cristiana, que pasa más desapercibido, y es la tibieza o, lo que es
peor, el abandono progresivo de la vida cristiana en algunos casos o de la vida espiritual
en otros. San Agustín nos alerta contra este insidioso enemigo de nosotros mismos:
«Avanzad, hermanos míos; examinaos continuamente sin engañaros, sin adularos ni
pasaros la mano. Nadie hay contigo en tu interior ante el que te avergüences o te jactes.
Allí hay alguien, pero a ese le agrada la humildad; sea Él quien te ponga a prueba. Pero
hazlo también tú mismo. Que te desagrade siempre lo que eres si quieres llegar a lo que
aún no eres, pues donde encontraste agrado, allí te detuviste. Cuando digas: “es
suficiente”, entonces pereciste. Añade siempre algo, camina continuamente, avanza sin
parar; no te detengas en el camino, no retrocedas, no te desvíes. En resumen: quien no
avanza, está detenido; quien vuelve al lugar de donde había partido, retrocede»[8].
La llamada de Dios
Desde la situación de pecado, de dispersión del alma y de división del propio ser, de la
informidad de la tibieza, Dios te llama a la conversión, a la interioridad, al encuentro
contigo mismo, a la unificación de tu ser, de tu persona, a un mayor fervor en tu vida
cristiana. Es un segundo grado de ascesis en continuidad con el anterior.
La llamada consiste en una invitación de Dios al ser humano para la realización de la
santidad en su propio ser; santidad que es la conformidad con la imagen divina que Dios
nos imprimió en nuestro interior al crearnos. No es el hombre quien se llama a sí mismo,
por más que sienta dentro de sí un deseo de volver a Dios; no es suficiente cualquier
estímulo exterior: unas palabras, un libro, un acontecimiento; aunque a veces todo esto
juegue un papel muy importante, y sea, a su vez, gracia divina. Es Dios quien llama con
una voz que ilumina, mueve y atrae[9]. Esta voz ha sonado constantemente en el corazón
del ser humano durante la dispersión y división del corazón, pero no ha podido ser
escuchada, porque el oído íntimo del alma no estaba en condiciones de escucharla[10]. Y
es que esa voz de Dios no puede captarse cuando se escucha el estruendo de las cosas
proveniente del exterior. Por eso, es preciso crear dentro de nosotros una zona de
silencio controlando los sentidos y la imaginación.
La interioridad
«Tú eres, Señor, tú que estás presente en nosotros, y nos has creado, tú eres el que
llamas»[11]. Pero «el ruido de las imágenes corporales aturdía con frecuencia los oídos
de mi corazón, que procuraba yo aplicar, oh dulce verdad, a tu interior melodía,
deseando oír tu voz y estar en ti (...); pero, no podía, porque las voces de mi error me
arrebataban hacia fuera y con el peso de mi soberbia caía de nuevo en el abismo»[12].
Nuestras malas tendencias o nuestros errores nos arrebatan hacia fuera de nosotros
mismos y, con el peso de nuestros afectos desordenados, caemos de nuevo en la
dispersión del alma y en la división del corazón.
26
Pero una y otra vez oímos la voz de Dios que nos llama: «Volved al corazón. ¿Qué es
eso de ir lejos de vosotros y desaparecer de vuestra vista? ¿Qué es eso de ir por caminos
de soledad y vida errante y vagabunda? Volved. ¿Adónde? Al Señor, dices. Es pronto
todavía. Vuelve primero a tu corazón: como en un destierro andas errante fuera de ti. ¿Te
ignoras a ti mismo y vas en busca de quien te creó? Vuelve, vuelve al corazón»[13].
Seguramente que nos habrá sorprendido en esta llamada de Dios que el itinerario hacia
Él tenga antes que pasar por el corazón. Este aparente rodeo es una característica de la
espiritualidad de san Agustín: hay que buscar y encontrarse con Dios dentro del hombre
interior. Son tres los pasos fundamentales que hay que dar para llegar hasta Dios: 1º)
superar la dispersión padecida a causa de las cosas exteriores y mudables; 2º) por la vía
de la interioridad encontrarse consigo mismo; 3º) desde la interioridad a la trascendencia,
al Dios inmutable: «No quieras, pues, derramarte fuera, entra dentro de ti, porque en el
interior del hombre habita la verdad; y si hallares que tu naturaleza es mudable, sube con
el pensamiento más allá de ti mismo, hasta el Dios inmutable»[14].
Examinemos con más detenimiento el camino de la interioridad partiendo del hecho
de que el corazón humano ama continuamente unas cosas y otras, como abeja de flor en
flor, tratando de encontrar la dulzura, la felicidad de la vida, que, en definitiva, nada ni
nadie puede darle sino Dios. Para ser de veras feliz hay que encontrar a Dios. Pero, ¿cuál
es el camino correcto que nos ha de llevar hasta Él?
Si se reflexiona un poco, enseguida se advierte que las cosas exteriores, aunque
muchas de ellas sean bellas, son deleznables; al ser materiales, su semejanza con Dios,
que es espíritu puro, es muy reducida, y la presencia de Dios en ellas, aunque es
innegable, no será tan intensa como la que se da en otros seres superiores, por ejemplo,
en el alma humana, que sí es espiritual. Aunque las cosas que componen la creación sean
reflejo de las perfecciones de Dios y sirven, según san Agustín[15], para llegar Él, no
son sin embargo el mejor camino, según afirma el mismo san Agustín[16]. El salto
directo hasta Dios es entonces demasiado alto, por eso enseña que, dejando de lado las
cosas exteriores y materiales, hay que entrar primero en el interior de uno mismo, desde
el cual, como si fuera una escalera, se puede más fácilmente subir hasta el Señor. El
encuentro consigo mismo facilita el encuentro con Dios. Nuestra alma, creada a imagen
y semejanza de Dios, posee un parecido mucho mayor con Él que el que tienen las cosas
materiales, por hermosas y buenas que sean. La presencia de Dios en nosotros es mucho
más intensa, aunque a la vez esté velada y escondida a los ojos orgullosos y frívolos.
Pero, por eso, hay que apercibirse de esa presencia, hay que saber encontrarla y no hacer
de nosotros el final del recorrido. Muchos, como algunos pensadores y filósofos, se
quedaron ahí, no pasaron de su interior y no encontraron a Dios, quizá porque ni siquiera
lo buscaban, deseosos como estaban de su propia gloria y no de la del Señor. Por tanto,
para llegar a Dios has de ir también más allá de ti mismo. Se ha de intentar, con la mente
impulsada por el deseo de Dios, pasar sobre uno mismo. ¿Hacia dónde? ¿Hacia arriba,
hacia abajo? ¿Hacia dónde? La respuesta nos la da san Agustín: «Tú, Señor, estás dentro
de mí, más interior que lo más íntimo de mí mismo, y más elevado que lo más alto de mí
mismo»[17].
27
La sinceridad
No hay que apresurarse demasiado, y antes de pasar adelante y hacia arriba, hacia la
unión con Dios, hay que detenerse para ver antes si en el alma, si en el corazón, están las
cosas como deben estar, porque, de lo contrario, habrá grandes dificultades para
encontrarnos con Él. Y esto lo hemos de hacer con toda sinceridad. No con el fin
masoquista de fustigarse inútil y cruelmente, sino con el afán de sanear las más
profundas disposiciones y deseos para encontrarse con Dios dentro del propio ser. No es
bueno el masoquismo, pero tampoco lo es engañarse a sí mismo no reconociendo los
propios fallos y defectos. A Dios nada se le puede ocultar. Pero nada hemos de temer de
Él si acudimos a Él con humildad y confianza:
«Si tratamos de cambiar nuestro corazón hagámoslo delante de Él. (...) Escondes tu
corazón a los hombres; escóndeselo a Dios, si puedes. ¿Cómo se lo esconderás a Aquel
de quien dijo el salmista: ¿Adónde iré lejos de tu espíritu y adónde huiré de tu rostro?
(Sal 139 [138], 7). Buscaba a donde huir para evadirse del juicio de Dios y no lo
encontraba. ¿Dónde no está Dios? Si subo al cielo, allí está; si desciendo al infierno,
está presente (Sal 139 [138], 8). ¿Adónde has de ir, adónde huirás si intentas escapar de
Él? ¿Quieres oír un consejo? Si quieres huir de Él vete a Él. Vete hacia Él confesando,
no ocultándote de Él. No puedes ocultarte, pero sí confesar. Dile: Tú eres mi refugio (Sal
32 [31], 7); así fortalecerá en ti el amor, que es lo único que conduce a la vida»[18].
El reconocimiento, pues, de los propios pecados, grandes o pequeños, es el primer
paso que se ha de dar para que la persona sea saneada de ellos y se disponga a la unión
con Dios. Como nos enseña el Evangelio, «Cristo está dispuesto a perdonar, pero a
quienes reconocen sus pecados, no a los que se defienden y se excusan a sí mismos y se
jactan de su virtud y se creen algo, siendo nada. Y el que anda en su amor y en su
misericordia, libre ya de aquellos pecados graves y mortales, como crímenes, hurtos,
adulterios, fornicaciones, robos, odios y venganzas graves, no por eso deja de reconocer
con sinceridad los pecados pequeños, como son los de la lengua, las impaciencias, los
enfados, las envidias o la falta de moderación en cosas lícitas, ya que muchos pecados
pequeños, cuando se descuidan, matan»[19].
El desorden y el orden en el amor
Los afectos desordenados, que son la causa de muchos pecados graves y leves, y que
tiran de nuestro corazón en distintas direcciones, hacen que en él no haya armonía,
unidad y paz. Tu corazón estará ordenado y pacificado si todos sus afectos están
unificados alrededor de un centro de amor que debe ser Dios. Dice san Agustín: «Menos
te ama, Señor, aquel que ama muchas cosas y no las ama por ti»[20].
No es, pues, malo que se amen muchas cosas con tal de que se amen por Dios. A las
personas (también a las cosas), hay que amarlas como un regalo de Dios. Se las ama por
Dios queriendo para ellas lo que la voluntad divina quiere, deseando para ellas el mayor
bien que se les puede desear: el bien sumo que es Dios. No precisamente los bienes de
este mundo, sino Dios.
28
Una situación muy mala es el de la persona que tiene grandes afectos desordenados
que luchan entre sí para ocupar el centro de su corazón; en esta persona no puede haber
unidad sino desgarro y división en su interior. Uno de ellos es el del libertino del sexo,
que se entrega a los placeres carnales en cualquier ocasión que se le presenta. Este vive
vacío porque en esa conducta no hay ni puede haber amor, y el ser humano sin amor vive
vacío por dentro. Otro caso es el del que tiene un gran afecto desordenado a su propia
imagen social, a su fama; a este tal le será muy difícil el amor a Dios. Otro caso,
frecuente por desgracia, es el del casado que ¿quiere? a su cónyuge y más aún a sus
hijos, pero tiene amores con otra persona. Desde el punto de vista psicológico,
posiblemente sea este el caso que más hondamente puede lacerar al alma y corazón
humanos.
Pero, cristianamente hablando, ¿no será peor que todos esos casos el de aquel que
tiene el corazón, lleno de egoísmo, conquistado y ocupado por el afán de las riquezas?
¿Y no será el más malo de todos el corazón en el que anida el rencor, el odio, la fría
decisión de hacer daño, quién sabe si de matar?
Por amar exageradamente los bienes temporales vienen los grandes traumas cuando
esos bienes nos son arrebatados. Cuando aquellas cosas, en que se había puesto un afecto
tan grande y desproporcionado para su escaso valor desaparecen, vienen las crisis
personales, las decepciones llenas de amargura.
Todas estas cosas que hemos mencionado, unas más, otras menos, dificultan el
encuentro con Dios en el interior del ser humano. Se necesita un gran trabajo ascético,
esto es, decir que no a muchas cosas apetecibles, para que no se amen más de lo que se
merecen, para que no se ame más lo que debe ser amado menos, para que no se amen
más que a Dios. Se necesita, pues, un gran esfuerzo ascético, de purificación de todos los
amores, para que no se desordenen, y así se puedan centrar en Dios directa o
indirectamente amando por Dios todo lo que se ama. Porque «estamos invitados a no
amar lo que no puede amarse sin malas consecuencias ni turbación. Así lograremos un
maravilloso dominio sobre las cosas. Así ya no seremos unos posesos de las cosas, sino
poseedores de ellas. Mi yugo, dice el Señor, es suave (Mt 11, 30). Quien se somete a Él,
tiene sumisas todas las cosas»[21].
Es el señorío que ejercen los santos sobre los bienes de este mundo, incluso sobre los
acontecimientos, buenos o malos: todo lo tienen bajo sus pies, nada les subyuga, lo
dominan todo, si bien ellos se someten gustosamente al señorío de Dios.
Si se está liberado de todas esas esclavitudes, entonces el corazón habrá alcanzado un
cierto grado de unificación. Si se aman las cosas según la voluntad de Dios, que se
refleja en el valor que a cada una de ellas les ha dado y, sobre todo, en sus
mandamientos, entonces, no solo agrada a Dios, sino que, además, la vida interior estará
unificada, centrada en Él. En cuyo caso, la unificación de la interioridad sintonizará
fácilmente con Dios, que es la perfectísima unidad[22]. En una sublime oración san
Agustín suplica a Dios: «Porque Tú eres el único, el sumo y verdadero bien. Que no me
aparte más de ti hasta que, recogiéndome, cuanto soy, de esta dispersión y deformidad,
me conformes y me confirmes eternamente, ¡oh Dios mío, misericordia mía!»[23].
29
Esa unificación del interior es un camino regio, volvemos a insistir, el que mejor
conduce a la unión con el Creador. Aunque quizá pueda parecer extraño, para llegar a la
unión con Dios el camino más recto es el que hace el rodeo de pasar de la manera debida
por el interior de uno mismo. Allí, más interior que lo más íntimo del ser humano, está el
Señor. Pero, para descubrirlo y encontrarse con Él, es necesario tener dominadas las
pasiones, purificar el corazón de los amores desordenados y centrar todo el amor en Él.
La lucha para cambiar la dispersión del alma por la actitud de la interioridad, la tibieza
por el fervor, y la división del corazón por su unificación, es el segundo grado de
ascesis, el cual es necesario para vencer el mal, para adelantar en la vida cristiana, en la
vida espiritual hacia la unión con Dios, hacia la santidad.
[1] Conf. 2, 2, 2.
[2] Id. 11, 29, 39.
[3] Cf. De v. rel. 20, 40.
[4] Conf. 10, 35, 57.
[5] De v. rel. 21, 41.
[6] Conf. 2, 1, 1.
[7] Cf. De v. rel. 55, 113.
[8] S. 169, 18.
[9] Cf. Conf. 12, 11, 11-13.
[10] Id. 4, 15, 27.
[11] Id. 9, 8, 18.
[12] Id. 4, 15, 27.
[13] In Io. ev. 18, 10.
[14] De v. rel. 39, 72.
[15] «Dije entonces a todas las cosas que están fuera de las puertas (los sentidos) de mi carne: ¡Decidme algo de
mi Dios, ya que vosotras no lo sois; decidme algo de Él! Y exclamaron todas con grande voz: ¡Él nos ha hecho!
Mi pregunta era mi mirada, y su respuesta, su belleza» (Conf. 10, 6, 9).
[16] Cf. De v. rel. 39, 72.
[17] Conf. 3, 6, 11.
[18] In Io. ep. 6, 3.
[19] Cf. In Io. ev. 12, 14.
[20] Conf. 10, 29, 40.
[21] De v. rel. 35, 65.
[22] Cf. De v. rel. 55, 113.
[23] Conf. 12, 16, 23.
30
3.
TERCER GRADO DE ASCESIS: LA VIRTUD DE LA
HUMILDAD
El trabajo ascético con nosotros mismos
La ascesis que hasta este momento hemos puesto en práctica ha intentado despegar el
corazón, el alma, de los afectos desordenados a las cosas, para llegar al recogimiento
interior, al encuentro consigo mismo y a la unificación del corazón, preparando ya el
encuentro con Dios. Nuestra tarea consiste ahora en un trabajo ascético más delicado y
más difícil todavía: el de superar la egolatría, la adoración de nosotros mismos, y
despegarnos del afecto desordenado a nuestro propio yo para centrarlo únicamente en
Dios, mediante la humildad, en primer lugar, y, en segundo y definitivo lugar, mediante
la elevación de las intenciones de nuestras acciones en nuestra vida diaria.
En qué consiste la virtud de la humildad
El Hijo de Dios hecho hombre y nacido en un pesebre, dentro de una familia pobre,
que trabajó con sus manos, que llevó siempre una vida sencilla, que lavó los pies a sus
discípulos en la noche de su despedida, y que murió desnudo en una cruz, nos enseñó de
esa manera tan intensa una virtud desconocida hasta entonces por la humanidad, que no
se encuentra en ningún libro de los paganos; es la virtud de la humildad[1]. El mismo
Cristo nos mandó practicar esta virtud diciendo: Aprended de mí que soy manso y
humilde de corazón (Mt 11, 29).
No es, pues, extraño que san Agustín dé tanta importancia a la virtud de la humildad.
Y, sin embargo, esta virtud no está de actualidad en la pastoral actual. Rara vez se
predica de la misma y en muy raras ocasiones se escribe sobre la humildad en los libros
actuales de espiritualidad. Al contrario, san Agustín, con fortísimos apoyos bíblicos y
teológicos, dice que esta virtud es algo fundamental en la vida cristiana. En efecto, dice
que «si la humildad no precede, acompaña y sigue todas nuestras buenas acciones,
poniéndola delante para que la miremos, y junto a nosotros para que nos unamos a ella, y
sobre nosotros para que nos sirva de freno, todo queda arruinado por obra de la
soberbia»[2]. ¿Qué es la humildad? Por lo menos es muy fácil saber quién no es
humilde: el que se cree más que los demás, el que se alaba a sí mismo, el que piensa ser
31
y quiere ser el primero en todo, sobresaliendo por encima de los demás. Entonces,
¿tenemos que creer de nosotros que somos muy malos cuando no lo somos tanto?;
¿tenemos que tener mala opinión de nosotros y despreciarnos? No. No se te manda que
seas menos de lo que eres, sino piensa de ti la verdad, lo que efectivamente eres; ni más
ni menos[3]. En consecuencia, dice san Agustín que «la humildad responde de la verdad,
y la verdad, de la humildad»[4]. Y, pasados unos siglos, nos dirá santa Teresa algo muy
parecido, esto es, que la «humildad consiste en andar en verdad»[5].
Dentro de la auténtica noción de la virtud cristiana de la humildad cabe perfectamente
la autoestima, que tanto pondera la psicología actual como valiosa y necesaria para
alcanzar el equilibrio y la madurez personales. Saber que eres persona te debe producir
una gran autoestima, puesto que debido a ello eres imagen y semejanza de Dios
Trinidad. La humildad solo está en contra de cualquier mentira sobre nosotros mismos.
La humildad, insisto, no se opone a la autoestima que te debes a ti mismo como a
imagen y semejanza de Dios que eres por ser persona, sino a la mentira que te lleva a
pensar y actuar como si el ser persona y demás cualidades no lo hubieras recibido todo
de Dios[6]. Eso es la soberbia. Todo lo que tenemos, originariamente, lo hemos recibido
de Dios. Lo mismo que el riachuelo en el que no fluiría su agua corriente si no la
recibiera de su fuente, así nosotros hemos de ser conscientes de que nuestro ser ni
siquiera existiría si no lo hubiéramos recibido de Dios.
Tampoco se opone la humildad al reconocimiento de los avances, realizaciones y
superaciones en la virtud o cualquier otra cosa valiosa que hayas conseguido con tu
esfuerzo y utilizando las facultades y cualidades que se contienen en tu naturaleza
humana. Sí se opone a la humildad la afirmación de ti mismo como la causa única o
principal de todo ello, y, sobre todo, las victorias sobre el mal y la consecución de las
virtudes con que obtenemos la salvación[7]. Eso, como dice el Doctor de la gracia, no
solo no sería humildad sino pura herejía pelagiana. Hemos de tener muy claro que todas
esas cosas buenas nos vienen, originaria y principalmente, de Dios.
La humildad también se opone al no reconocimiento de tus defectos, errores y
pecados. Eso de negarlos en tu fuero interno o en tu relación con los demás no es
humildad sino soberbia, vanidad, amor propio. La autoestima ha de tener un fundamento
verdadero y duradero, se debe apoyar en la verdad. Una autoestima constructiva y
realizadora de la persona reconoce las propias faltas y defectos como primer paso
necesario para corregirlos y fundamentar una auténtica y sólida autoestima, desde la
convicción que el cristiano debe tener de que sus fallos o sus aspectos negativos morales
solo se corrigen con la ayuda de la gracia de Dios, lo mismo que, según hemos dicho, la
adquisición de las virtudes, la perfección y la salvación[8].
Pero, aun reconociendo todo esto, nuestra autoestima ha de ser grande, muy grande, ya
que somos personas que, además de poseer todas las cualidades naturales regaladas por
Dios, poseemos también los dones sobrenaturales adquiridos por Cristo y recibidos por
medio del Espíritu Santo. Y estos dones son una propiedad nuestra tanto más segura
cuanto más confiamos en la fidelidad de Dios, que nunca se desdice de la donación de
los mismos. Más seguros están en sus manos de generoso y fiel dispensador que si lo
32
estuvieran en las mías de interesado poseedor[9]. De donde nace una autoestima de la
mejor calidad. Porque no hay mejor autoestima que la que nace de saberse amados de
Dios.
La maldad de la soberbia
La relación tan estrecha que tiene la humildad con la verdad, que es similar, aunque
contraria, a la que tiene la soberbia con la mentira sobre nosotros mismos, hace que estas
dos actitudes, la humildad y la soberbia, tengan efectos tan contrapuestos: «La humildad
es propia de los que de veras son grandes; la soberbia, en cambio, es la falsa grandeza de
los que en realidad son poca cosa; cuando la soberbia se adueña del alma, levantándola,
la derriba; inflándola, la vacía; y extendiéndola, la disipa y la hace desvanecerse. El
humilde no puede hacer daño a nadie; pero el soberbio no puede menos de estar
causando daño y haciendo sufrir a los demás»[10].
«La soberbia contiene una gran malicia, la primera de todas, el principio, el origen y la
causa de todos los pecados»[11]. Y añade profundamente: «La soberbia arrojó a los
ángeles del cielo e hizo al diablo»[12]. Es decir, que el diablo es un ángel pero con
soberbia; este pecado fue lo que le convirtió de ángel en diablo. De ahí le viene la
envidia a los seres humanos, que si son humildes permanecen junto a Dios y son amigos
de Dios[13]. Lo malo fue que el diablo transmitió la soberbia a los primeros seres
humanos y, después, a todos los hombres malos[14]. Todos los seres son buenos por
creación de Dios, pero a causa de la soberbia se instala el mal en el diablo y en los
hombres, constituyendo en ellos en cierto modo una segunda naturaleza, que ya no es tan
buena, que es amiga de la mentira, que no quiere reconocer lo que de verdad le debe a
Dios[15].
Comentando el texto bíblico, el principio de todo pecado es la soberbia (Eclo 10, 13),
dice san Agustín, la soberbia es la causa de la mala voluntad[16]; «es el manantial de
todas las enfermedades (del alma) porque la soberbia es el manantial de todos los
pecados»[17]; origen del odio y de la resistencia a la verdad[18], madre de todas las
herejías[19] y la primera apostasía[20]: «Cura la soberbia y ya no existirá iniquidad
alguna»[21]. La soberbia es el único pecado que tiene la capacidad perversa de
introducirse en las acciones buenas y privarlas de su rectitud y de su mérito[22]. Es lo
que ocurre cuando hacemos el bien por vanidad, para que nos vean. Por eso es la
enfermedad y muerte del bien[23]; de manera parecida a como un gusano pudre y malea
una manzana, así la vanidad deteriora y hace malas las buenas acciones. Por último y
como resumen, la soberbia es «el gran mal del alma humana»[24].
Dicho lo anterior, es obvio que la soberbia no le gusta nada a Dios, porque siendo Él
la misma verdad no puede menos que detestar la soberbia, que es un amasijo de
mentiras. Por eso, «es el obstáculo principal para la unión con Dios»[25], porque nos
aparta de Él[26]. En efecto, dice la Escritura: Dios resiste a los soberbios (Prov. 3, 34;
Sant. 4, 6; 1 Pe 5, 5). Especialmente es el Espíritu Santo el que, dicho con lenguaje
humano, se siente muy molesto ante los soberbios, y los rechaza[27]; lo cual tiene para
33
ellos unas consecuencias muy negativas, porque el Espíritu Santo es la persona de la
Santísima Trinidad que distribuye a los seres humanos todas las gracias y todos los
dones divinos provenientes de la redención realizada por Cristo[28]. Debido a ello, el
soberbio no recibe las gracias que necesita para ser bueno, y, por consiguiente, cada vez
se aparta más y más de Dios por las tinieblas de la maldad.
La bondad de la humildad
Nos ha dicho antes san Agustín que todos los pecados tienen su base en la soberbia;
pues bien, de manera semejante, pero opuesta, todas nuestras buenas acciones han de ser
precedidas, acompañadas y seguidas por la humildad para que sean auténticas[29]. La
humildad hace que el estado de la vida cristiana considerado por Agustín como inferior
(el matrimonio) sea valorado más que el conceptuado por él como superior (la virginidad
consagrada) si en esta anida la soberbia[30]. «Es mejor, dice en otro lugar, una casada
humilde que una virgen soberbia»[31]. Pero, sobre todo, es importante notar que la
virtud que tiene su apoyo y su cimiento en la humildad es la caridad, que, a su vez, es la
sustancia de la vida cristiana. En efecto, «la morada de la caridad es la humildad»[32], la
que le da cobijo, por lo que cuando falta la humildad la caridad se queda a la intemperie
y expuesta a todos los peligros[33]. Más todavía: la humildad es el único cimiento con
suficiente profundidad como para sostener el alto edificio de la caridad[34]. Debido a
ello, la humildad siempre va en compañía de la caridad, de tal manera que «no puede
faltar la humildad donde arde la caridad»[35]. Y esto lo sabemos por experiencia: el
soberbio está continuamente faltando a la caridad, haciendo sufrir a los demás con
diversas maneras de desprecios, inventándose o aumentado los defectos de los otros y
disimulando y/o justificando los propios, negando las virtudes ajenas e inventándose las
que serían propias. El humilde, sin embargo, aprecia a las personas, tiene en cuenta sus
méritos, no niega sus propios fallos, la da la razón al que la tiene y reconoce sus propios
errores; por eso el humilde, al contrario que el soberbio, siempre está en paz con todo el
mundo[36]. Las tensiones y la falta de paz que hay dentro de los grupos humanos,
comenzando por los matrimonios y las familias, se debe muchas veces a la soberbia o a
alguna derivación suya, como el exagerado amor propio, la vanidad o el orgullo. No hay
cosa que favorezca tanto la paz como la alabanza de los méritos de los otros o el
manifestar que es el otro el que tiene razón, así como el humilde reconocimiento de
nuestros fallos y de nuestros errores. La influencia benéfica de la humildad es muy
grande en todos los grupos humanos[37].
Así como la soberbia nos aleja de Dios, la humildad nos acerca a Él[38]. La
espiritualidad, el camino hacia la santidad, nos es imposible sin esta cercanía de Dios
que nos facilita y proporciona la humildad, debido a que nos abre el corazón para que
pueda entrar el Señor[39]. Por eso, Dios se vuelca hacia el humilde: ofrece su perdón de
una manera especial a quien no confía en sus méritos ni espera de su fortaleza la
salvación, sino que anhela la gracia de Cristo, el Salvador[40], tal y como nos enseñó
con la parábola del publicano en el Evangelio (cf. Lc 18, 10-14). Dicho de otra manera:
Dios aun «siendo tan alto se deja sin embargo alcanzar y tocar por los humildes»[41]. Y
34
así dice Jesús: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido
estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los humildes (Mt 11, 25).
No es ninguna sorpresa que el Espíritu Santo tenga alguna relación especialmente
positiva con la humildad. Desde luego que sí: al Espíritu Santo lo atraemos por la
humildad, así como lo alejamos por la soberbia: «Es como agua que busca un corazón
humilde, cual lugar cóncavo donde detenerse; en cambio, ante la altivez de la soberbia,
como altura de una colina, rechazada, cae en cascada. Por eso se dijo: Dios resiste a los
soberbios y, en cambio, a los humildes les da su gracia (Prov. 3, 34; Sant. 4, 6; 1 Pe 5, 5).
¿Qué significa les da su gracia? Les da el Espíritu Santo. Llena a los humildes, porque
en ellos encuentra capacidad para recibirlo»[42]. El agua, esto es, el Espíritu Santo, se
detiene en la hondonada del valle, en el humilde, y allí produce toda clase de flores y
frutos, esto es, actos buenos y virtudes.
La humildad de Cristo en su encarnación
Hemos visto que la soberbia es muy mala; lo preocupante pero correcto es que
debemos reconocer que la humildad se nos hace muy difícil. Es muy fuerte la tendencia
que tenemos a la soberbia, el orgullo, el amor propio y la vanidad. Pero Jesús, que trajo
la virtud de la humildad a este mundo, nos la enseñó de palabra y de obra. Los ejemplos
de humildad que nos dio el Señor nos dejan anonadados.
Lo primero que hay que considerar es que siendo Dios se hizo hombre: «Él, que era el
excelso, se hizo humilde para que los humildes se hicieran excelsos»[43]. Se debilitó por
nosotros tomando nuestra carne, la carne del género humano, (...) se hizo participante de
nuestra flaqueza (...) el que era igual al Padre, se hizo débil como tú, como yo, con todas
las servidumbres y limitaciones de cualquier ser humano[44]. «Cristo es, por eso mismo,
el autor de la humildad, cortador del tumor de la soberbia, Dios médico, que se hizo
hombre siendo Dios, para que el ser humano se reconociese lo que de verdad es:
hombre»[45]. Nada menos pero nada más. En el fondo, el motivo por el que Cristo se
hizo como uno de nosotros, es para restaurar el orden creado, destruido por los pecados
de los primeros seres humanos, incitados por el diablo desde su soberbia, y de todos sus
descendientes, los cuales todos tienen su raíz en esa misma soberbia. En efecto, todos los
pecados vienen a ser un intento por parte del hombre de ser como un dios (seréis como
dioses, Gn 3, 5), esto es, de vivir emancipado de cualquier poder y orden, como si fuera
totalmente autónomo y autosuficiente, y no tuviera que rendir cuentas a nadie, lo cual
vendría a ser una especie de soberbia ontológica. Pero esta tremenda soberbia es destrui-
da por su antítesis, por su contrario, que es la humildad de Cristo en el misterio de su
encarnación, ya que Él, al revés, siendo Dios se hizo hombre («el inmortal asumió la
mortalidad»[46]), lo cual vendría a ser una humildad ontológica: «Tú siendo hombre,
quisiste hacerte Dios para tu perdición; Él siendo Dios, quiso ser hombre, para salvarte a
ti que habías perecido. Tanto te oprimía la soberbia humana que solo la humildad divina
te podía levantar»[47]. Y tenemos esta misma doctrina expuesta de un modo más
dramático: «Por la soberbia caímos llegando a esta mortalidad que padecemos; y aunque
35
la soberbia nos hirió, la humildad de Cristo nos salvó. Por eso vino humilde Dios, para
curar al ser humano de la inmensa herida de la soberbia. Vino porque el Verbo se hizo
carne y habitó entre nosotros (Jn 1, 14)»[48].
Las consecuencias humillantes de la encarnación para el Hijo de Dios fueron un
motivo de escándalo para los judíos y una locura para los paganos de aquellos tiempos.
A nosotros nos deja asombrados que Dios naciera de una mujer, que tuviera hambre y
sed, que tuviera que comer, que se cansara y necesitara del descanso y del sueño, que Él,
siendo la Palabra, el Verbo eterno, hablara con palabras humanas, que fuera crucificado,
muriera y tuviera que ser sepultado. Tanta humildad, nos llena de admiración y nos deja
atónitos. Pero todo eso tiene un sentido, tiene como finalidad enseñarnos la virtud de la
humildad para que entremos por el camino de la salvación: «La grandeza invisible del
Señor Jesucristo se ha convertido en visible humildad. Su grandeza no tiene fecha
porque Él es eterno, pero su debilidad aceptó tenerla porque quiso como hombre nacer
en la historia que mide los tiempos. Donde hay humildad, allí hay debilidad; pero la
debilidad de Dios es fortaleza para los humildes. Su excelsitud creó el mundo y su
humilde debilidad venció al mundo. (...) Muchos despreciaron la humildad de Cristo,
pero por eso no llegaron hasta su divinidad. Quienes, en cambio, lo adoraron humilde, lo
encontraron excelso»[49] en su infinita y divina grandeza. San Agustín insiste mucho en
esta doctrina debido a que en su tiempo mucha gente culta, si bien llena de soberbia, no
creía en Cristo porque no aceptaba la idea de un Dios que se hace hombre, padece y
muere.
La humildad de Cristo en su vida mortal
Después de que el Hijo de Dios realizó ese grandísimo acto de humildad de hacerse
hombre, siguió también en su vida mortal dándonos ejemplos sublimes de esta virtud,
esto es, de la humildad como actitud moral, derivación y complemento de la ontológica.
San Agustín otorga a la humildad como virtud moral una importancia decisiva y
fundamental para la vida cristiana. Le dedica, además de innumerables pasajes, varios
sermones, algunas cartas y la segunda parte de su obra De sancta virginitate. En esta
obra, en un determinado capítulo, recorre los momentos más nítidos y sobresalientes en
que Jesús se muestra como ejemplo y modelo de esta virtud, y que culminan en el hecho
sorprendente del lavatorio de los pies a los discípulos en su última cena antes de padecer
por nosotros: «¡Cuán prácticamente nos recomendó la humildad!»[50]. El hecho de que
hiciera esto en el último momento de su vida fue «para que retuvieran los apóstoles en la
memoria con el mayor esmero lo que veían ser la última voluntad del Maestro
modelo»[51].
La frase de Jesús en que dice: No he venido a hacer mi voluntad, sino la voluntad del
que me ha enviado (Jn 6, 38), la traduce así san Agustín: «Yo he venido humilde, yo he
venido a enseñar la humildad, y yo soy el maestro de la humildad. El que se llega a mí,
se incorpora a mí; el que se llega a mí, se hace humilde, y el que se adhiere a mí, será
humilde, porque no hace su voluntad sino la de Dios»[52]. Y en otro lugar insiste en lo
36
mismo: «Maestro de humildad es Cristo, que se humilló, haciéndose obediente hasta la
muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 8)»[53].
San Agustín tenía gran admiración por la virginidad consagrada al Señor. Según él,
ese estado, en cuanto tal, era el más perfecto que había en la Iglesia, pero no tiene ningún
inconveniente en decir, según ya anotamos, «que es mejor una casada humilde que una
virgen soberbia»[54]. Y es que le preocupaba el posible orgullo de los consagrados a
Dios suscitado por los muchos dones por ellos poseídos aunque fueran recibidos. Por eso
amonesta a las vírgenes poniendo al descubierto magistralmente las actitudes más sutiles
y recónditas del alma humana respecto de la virtud de la humildad y su vicio contrario
que es la soberbia, ambas en relación con la caridad y, más aún, con Cristo en su
humildad y con el poder de su gracia: «¡Oh vírgenes de Dios!, seguid al Cordero donde
quiera que vaya (cf. Ap 14, 4). Pero antes venid y aprended de Él que es manso y humilde
de corazón (Mt 11, 29). Si amáis, venid humildemente al humilde y no os apartéis de Él,
no sea que os hundáis. (...) Seguid adelante por el camino de la cumbre de vuestro
excelso estado con el pie seguro de la humildad. Él exalta a los que le siguen
humildemente, ya que no se desdeñó bajar hasta los que yacían en el abismo. Confiadle
la guarda de sus dones y guardad para Él vuestra fortaleza. El mal que no cometéis
porque Él os guarda, estimadlo como si os lo hubiera perdonado. Así no juzgaréis que os
ha perdonado poco para amarle poco, ni despreciaréis con ruinosa jactancia a los
publicanos que golpean sus pechos (cf. Lc 18, 9-14). Desconfiad de vuestras probadas
fuerzas para que no os envanezcáis porque habéis podido soportar algo. Y orad por las
que todavía no habéis experimentado, no sea que seáis tentadas por encima de lo que
podéis soportar. Pensad que algunos son ocultamente mejores que vosotras aunque
exteriormente por vuestro estado les seáis superiores. Cuando benignamente creéis en los
bienes de otros que tal vez os son desconocidos, no se amenguan en su comparación los
vuestros manifiestos, sino que se reafirman con el amor. Y las virtudes que todavía os
faltan, tanto más fácilmente os serán otorgadas cuanto con más humildad las hayáis
deseado»[55].
Esta humildad de Cristo como virtud moral, dice san Agustín, es increíble; tan difícil
de creer como los grandes misterios[56]. Y esa humildad tan grande está en proporción
del deseo tan intenso que tenía el Señor de que no fuéramos soberbios, de que
aprendiéramos a ser humildes. La motivación de la humildad como imitación de Cristo
no puede ser más y mejor encarecida que lo que hace san Agustín en este texto: «Aquel a
quien el Padre entregó todas las cosas, y a quien nadie conoce sino el Padre; aquel que es
el único que conoce al Padre junto con quien Él tenga a bien revelárselo (cf. Mt 11, 25-
27), no ha dicho “aprended de mí a construir el mundo y a resucitar a los muertos”, sino
que soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29). ¡Oh salvadora doctrina! ¡Oh Maestro y
Señor de los mortales a quienes la muerte ha sido aplicada y transfundida con el licor del
orgullo! No nos quisiste enseñar sino lo que eras Tú mismo, ni has querido mandarnos
sino lo que antes habías Tú practicado. Te veo, ¡Oh buen Jesús!, con los ojos de la fe que
me has abierto, clamando y diciendo, como en una oración, a todo el género humano:
Venid a mí y aprended de mí (Mt 1, 28-29). ¿Qué?, te suplico, ¡Oh Hijo de Dios!, por
37
quien han sido hechas todas las cosas, e Hijo del hombre, que has sido hecho entre todas
las cosas, ¿qué es lo que vamos a aprender de ti para venir a ti? Que soy manso y
humilde de corazón, dices. ¿A esto se han reducido los tesoros de la sabiduría y de la
ciencia escondidos en Ti? (Col 2, 3). ¿A que vengamos a aprender como una cosa grande
de ti que eres manso y humilde de corazón? ¿Tan excelsa cosa es ser pequeño, que, si Tú
no nos la enseñaras, siendo tan excelso, no sería posible aprenderla? De seguro. No
podrá encontrar de otra suerte su paz el alma sino es reabsorbiendo esa inquieta
hinchazón, por la que se antojaba grande a sí misma mientras para ti estaba todavía
enferma»[57].
Aplicación de la virtud de la humildad a la vida cristiana
Por consiguiente, «Cristo nuestro Señor es puerta baja»[58], y el que en la vida vaya
con la cabeza demasiado alta no podrá entrar por esa puerta de salvación que es
Cristo[59]. Él es también «camino humilde»[60], y el que quiera seguir en la vida
caminos de grandeza, de lucimiento y de sobresalir por encima de todos, no encontrará
ese camino de salvación que es Cristo. Esto nos obliga, pues, a transitar en nuestra vida
por el camino de la humildad porque Cristo fue humilde en sumo grado, siendo así
medicina contra la enfermedad de nuestra soberbia[61].
Si somos pecadores hemos de ser humildes por nuestros pecados, y si somos santos
también debemos ser humildes, porque los santos «cuanto más elevados son, tanto más
se humillan en todas las cosas a fin de encontrar gracia delante de Dios»[62]. «No
confían en sus méritos ni esperan de su fortaleza la salvación, sino que anhelan la gracia
de su Salvador debido a su indigencia»[63]. Porque saben muy bien que todo lo han
recibido de Él; también saben que Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los
humildes (Prov 3, 34; Sant 4, 6; 1 Pe 5, 5). ¿Y qué puede hacer de bueno un ser humano,
por muy santo que sea, si no recibe la gracia de Dios? Nada, absolutamente nada. El
modelo de humildad para los que se creen buenos, sea esto o no verdad, no son los
pecadores que no pueden menos de reconocer su indignidad y su miseria, sino el Rey del
cielo, el Creador de todas las cosas, «el más hermoso entre los hijos de los hombres; el
despreciado por los hijos de los hombres a favor de los hijos de los hombres; aquel que,
siendo dominador de los ángeles inmortales, no se ha desdeñado de venir a servir a los
hombres mortales. No lo hizo a Él humilde la miseria, sino la caridad»[64].
El que aparentemente tiene menos pecados tiene que estar más atento para no caer en
la soberbia. Porque la medida de la humildad le ha sido tasada a cada uno por la medida
de su santidad; cuanto más arriba se está, tanto más peligrosa es la soberbia[65]. Y los
santos, cuanto mayor elevación alcanzan, tanto más se humillan, para, siguiendo la
sentencia de la Escritura (Prov 3, 34; Sant 4, 6; 1 Pe 5, 5) hallar gracia delante de Dios[66],
y alcanzar así la santidad porque «nuestra perfección es la humildad»[67]. En
conclusión: la humildad es una virtud del todo imprescindible para la vida cristiana, esto
es, para evitar los pecados, practicar las virtudes y recibir la gracia de Dios, necesaria
para una y otra cosa, todo lo cual nos conduce a la salvación[68].
38
Si vivimos según la virtud de la humildad, habremos puesto en práctica el tercer grado
de ascesis, que nos permite superar la egolatría, la adoración de nosotros mismos, recibir
la gracia de Dios necesaria para toda virtud, como acabamos de decir, y poder así adorar
y amar a Dios como Él solo se merece y unirnos a Él como paso previo a la salvación
eterna en la otra vida.
[1] Cf. En. in ps. 31, 2, 18.
[2] Ep. 118, 3, 22.
[3] Cf. S. 137, 4.
[4] S. 183, 4.
[5] Moradas VI, 10, 7.
[6] Cf. Conf. 7, 11, 17.
[7] Cf. De sp. et lit. 6, 9.
[8] Cf. En. in ps. 130, 14; De sp. et lit. 16, 28.
[9] Cf. Conf. 1, 20, 31.
[10] S. 353, 1.
[11] S. 340 A, 1.
[12] Id.
[13] Cf. S. 230 A, 1-2.
[14] Id.
[15] Cf. De g. ad lit.11, 13, 17-16, 21.
[16] Cf. De civ. Dei 14, 13, 1.
[17] In Io. ev. 25, 16.
[18] Cf. En. in ps. 35, 10.
[19] Cf. S. 346 B, 3.
[20] Cf. En. in ps. 57, 18.
[21] In Io. ev. 25, 16.
[22] Cf. Ep. 118, 3, 22; Reg. 2; De nat. et gr. 32, 36.
[23] Cf. S. 340 A, 1; In Io. ev. 25, 16.
[24] S. 51, 4.
[25] De Trin. 13, 17, 22.
[26] Cf. Id. 4, 1, 2.
[27] Cf. Ss. 72 A, 2; 270, 6.
[28] Cf. De Trin. 15, 19, 34.
[29] Cf. Ep. 118, 3, 22.
[30] Cf. S. 354, 4.
[31] En. in ps. 75, 16.
[32] De s. virg. 51, 52.
[33] Cf. Id.
[34] Cf. S. 69, 4.
[35] De s. virg. 53, 54.
[36] Cf. S. 353, 1.
39
[37] Cf. En. in ps. 54, 11.
[38] Cf. Ss. 69, 2-3; 70 A, 1-3.
[39] Cf. En. in ps. 38, 18.
[40] Cf. Id. 71, 15.
[41] Id. 74, 2.
[42] S. 270, 6.
[43] In Io. ev. 21, 7; cf. Id. 25, 16.
[44] Cf. En. in ps. 58, 1, 10.
[45] S. 77, 11.
[46] S. 23 A, 3.
[47] S. 188, 3.
[48] En. in ps. 35, 17.
[49] S. 198 B.
[50] De s. virg. 32, 32.
[51] Id.
[52] In Io. ev. 25, 16.
[53] Id. 51, 3; cf. De civ. Dei 14, 13, 1.
[54] En. in ps. 75, 16.
[55] De s. virg. 52, 53.
[56] Cf. S. 341 A, 1.
[57] De s. virg. 35, 35.
[58] In Io. ev. 45, 5.
[59] Id.
[60] S. 142, 2.
[61] Cf. S. 123, 1.
[62] De s. virg. 50, 51.
[63] En. in ps. 71, 15.
[64] Id. 37, 38.
[65] Cf. Id. 50, 51.
[66] Cf. Id.
[67] En. in ps. 130, 14.
[68] Cf. S. 216, 4.
40
4.
CUARTO GRADO DE ASCESIS: INTENCIONES Y
MOTIVACIONES EN LA VIDA CRISTIANA
Orientar y elevar las intenciones y motivaciones de todo lo bueno que hacemos es
imprescindible para avanzar en la vida cristiana, en el cumplimiento de la voluntad de
Dios, en la santidad.
Ascesis corporal y ascesis espiritual-personal
Se puede observar que todos los grados de ascesis que estamos proponiendo tienen
carácter espiritual-personal. La ascesis corporal es secundaria. No es que esta sea mala,
sino que tiene un valor relativo: depende de los tiempos y de las personas. En nuestro
tiempo se hace menos penitencia corporal, por ejemplo, que en el siglo XVI, pero puede
haber ahora personas tan santas como las que hubo en aquel siglo. Y esto nos
sorprenderá menos si tenemos en cuenta que la misma santa Teresa relativiza las
penitencias corporales al someter su práctica a la salud como un bien superior[1]. Es de
notar que san Juan Bautista hizo más penitencia corporal que el Señor, lo cual es sin
duda significativo.
Si san Agustín hubiera hecho tantas penitencias corporales como san Pedro de
Alcántara no hubiera podido escribir tantos libros como escribió para el bien de la
Iglesia, ni tampoco hubiera sido un buen pastor solícito y atento a las necesidades que
como cristianos y seres humanos tenían sus fieles. Y, aunque había sido un gran pecador
y lloró mucho sus pecados, no fue un grandísimo penitente corporalmente hablando, sino
que llevó una vida moderada, aunque dentro de la austeridad y de la parquedad. Tenía
prohibida la murmuración en el refectorio bajo pena de expulsión del mismo con un
escrito que había mandado poner en la pared, pero no tenía prohibida la carne cuando
tenía huéspedes en la mesa, ni tampoco el vino. Ahí está retratada, al menos en parte, la
espiritualidad de san Agustín: la máxima importancia la tiene la caridad para con Dios y
para con el prójimo, así como los medios que hacen posible y nos facilitan esa caridad,
sobre todo la humildad. Todo lo demás es secundario.
Pues bien, entre los medios que ayudan directamente a vivir la caridad están los que
comprenden la ascesis espiritual-personal, según vimos al inicio de este libro. También
41
hemos meditado sobre la lucha contra el mal que hay dentro de nosotros, así como en el
esfuerzo para interiorizar y unificar nuestra vida interior y en la humildad que nos
desprende del idolillo que hacemos de nuestro yo. Ahora, siguiendo esta misma línea,
hemos de conseguir con la gracia divina que las intenciones y motivaciones de nuestra
conducta sean rectas y sobrenaturales, es decir, que todo lo bueno que hacemos lo
hagamos por Dios y para Dios. No solamente, pues, no hemos de adorar el ídolo de
nuestro propio yo, sino que en todo nuestro ser y vida, hemos de adorar y amar a Dios.
Esto supone el olvido completo de nosotros mismos, supone la muerte del egoísmo, que,
junto con la soberbia, es la raíz de todos los vicios, pecados y defectos.
Las intenciones y las motivaciones
Pero, ¿qué es eso de las intenciones y motivaciones? Intención es el fin inmediato de
una acción. Ejemplos: salgo de casa con el fin de pasear, o de ir a visitar a un amigo, o
de ir a la iglesia, o de ir al trabajo. La motivación es algo más hondo: es lo que nos
mueve a obrar con una determinada intención, lo que pretendo conseguir. Ejemplos:
salgo de casa para pasear; esta es mi intención; pero lo que me mueve a pasear y lo que
pretendo conseguir con el paseo puede ser la salud corporal, o el descanso mental, o la
curiosidad, etc.: estas son las motivaciones. Salgo de casa para visitar a un amigo: esta es
la intención; pero lo que me mueve a visitar a un amigo y lo que pretendo conseguir con
esa visita puede ser darle una alegría a ese amigo, o pasar yo un buen rato, u obtener de
él algún favor, etc.: estas son las motivaciones. Salgo de casa para ir a la iglesia: esta es
la intención; pero lo que me mueve a ir a la iglesia y lo que pretendo conseguir con esa
ida a la iglesia puede ser la participación en la eucaristía, o alabar y recordar a Cristo, o
participar en la vida de fe de la Iglesia, o fortalecer mi vida cristiana, o cumplir el
precepto dominical, o seguir mi costumbre de siempre, o que me vean otras personas, o
fingir que soy un buen cristiano, etc.: estas son las motivaciones. Salgo de casa para ir al
trabajo: esta es la intención; pero lo que me mueve a ir al trabajo y lo que pretendo
conseguir con ese trabajo es ganarme el sustento para mí y/o para mi familia, o glorificar
a Dios, o contribuir al desarrollo económico, o hacerme rico acumulando dinero: estas
son las motivaciones.
Las diferentes calidades de las intenciones y motivaciones
Hay intenciones y motivaciones malas, buenas-naturales y buenas-sobrenaturales. La
mala intención o motivación arruina la bondad objetiva de una acción, es decir, si tú
haces una cosa buena pero con mala intención o motivación, entonces, en definitiva,
obras mal; pero la buena intención y motivación que se pueda tener en una acción de por
sí mala, no la hace buena a esta. Todo esto quiere decir que para hacer el bien se necesita
más que para hacer el mal. Y es que hacer el bien es subir, crecer por dentro, mientras
que hacer el mal es ir hacia abajo, disminuir por dentro; ir hacia la nada[2]. Aquello
requiere más y esto requiere menos condiciones.
Espontáneamente los seres humanos hacemos muchas cosas buenas con intenciones y
42
motivaciones en las que nos buscamos a nosotros mismos; es decir, que hacemos el bien
(yendo de más inmoralidad a menos inmoralidad hasta la bondad natural), por vanidad,
para que nos admiren y alaben, por autosatisfacción personal, para que nos quieran, etc.
Otras veces hacemos el bien con intenciones y motivaciones meramente buenas-
naturales, es decir, humanas, tales como ayudar a otras personas, por dar alegría o
remediar la tristeza de otros, para que las cosas vayan bien, para no quedar mal, por el
cumplimiento del deber, por evitar el disgusto de quien nos quiere, por solidaridad, por
filantropía, etc. Pero todo esto último, se puede hacer además por amor a Dios y al
prójimo con todas sus posibles variantes. Entonces se viven las motivaciones buenas-
sobrenaturales apoyadas en la virtud teologal de la fe. San Agustín no hace esas
divisiones tal y como las hemos expuesto, pero veamos cómo en sus escritos está la
sustancia de esta doctrina expuesta de un modo magistral y con sus luminosos y
encendidos acentos que tanto impacto causan en el lector.
Dice el santo: «El motivo por el cual se hace una obra buena, no ha de ser el agradar a
los hombres; porque así también puede fingirse el bien ante ellos, los cuales, por cuanto
no pueden ver el corazón alaban también las acciones falsas. Los que hacen esto, es
decir, los que simulan bondad, son de corazón doble. No tiene, pues, corazón puro, esto
es, sencillo, sino aquel que pasando sobre las alabanzas humanas al vivir bien, busca
solamente agradar a Dios, que es único en penetrar la conciencia. Lo que procede de la
conciencia pura y sencilla es tanto más plausible cuanto el hombre menos apetece las
alabanzas humanas»[3].
Después de decir lo anterior sobre la motivación nos expone ahora su doctrina sobre la
intención pero mezclada, en cuanto al sentido, con lo que también concierne a la
motivación: «La intención recta, que es la luz del alma, consiste en el buen fin con que
se obra: la intención con que se obra es la luz de nuestra alma; porque ella nos revela que
hacemos con buen fin nuestras obras, pues la luz todo lo aclara (Ef 5, 13). (…) Mas si yo
obro con mala intención, la misma luz viene a ser tinieblas. En efecto, se llama luz
porque cada uno sabe con qué espíritu obra, incluso cuando obra con espíritu malo[4];
pero la luz viene a ser tinieblas cuando la intención no es simple ni dirigida a lo
sobrenatural, sino que se inclina a las cosas inferiores y con doblez de corazón produce
como una especie de oscuridad»[5]. Y desarrollando ese mismo pensamiento dice lo
siguiente: «¿Buscas en tu vida alabanzas? Si las de Dios, haces bien; si las tuyas, obras
mal; te detienes a mitad de camino[6]. Pero he aquí que eres amado, eres alabado; no te
congratules cuando eres alabado; gloríate en el Señor cantando: Mi alma se gloría en el
Señor (Sal 34 [33], 3; Lc 1, 47). ¿Predicas un buen sermón y es alabado tu sermón? No lo
sea como tuyo; en ti no está el fin. Si en ti pones el fin, terminaste; pero no terminarás
perfeccionándote, sino consumiéndote. Luego no sea alabado como originado de ti,
como tuyo. (…) Cuando todas tus cosas sean alabadas en Dios, no ha de temerse que
perezca tu alabanza, porque Dios no perece[7]. Luego pasa más allá de las alabanzas
humanas»[8].
El buen cristiano, sobre todo el santo, hace continuamente el bien con intenciones y
motivaciones buenas-sobrenaturales. Es decir, hace el bien por Dios y para Dios: por
43
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín
Amar a Dios con san Agustín

Más contenido relacionado

La actualidad más candente

Proyecto Personal de Vida
Proyecto Personal de VidaProyecto Personal de Vida
Proyecto Personal de Vidalrubiano
 
001b - QUIEN SOMOS, Cuales finalidades tenemos etc
001b - QUIEN SOMOS, Cuales finalidades tenemos etc001b - QUIEN SOMOS, Cuales finalidades tenemos etc
001b - QUIEN SOMOS, Cuales finalidades tenemos etcOrdineGesu
 
05 un dios creador del mundo
05 un dios creador del mundo05 un dios creador del mundo
05 un dios creador del mundoJuan Sánchez
 
Catecismo jóvenes y adultos x
Catecismo jóvenes y adultos xCatecismo jóvenes y adultos x
Catecismo jóvenes y adultos xP Miguel López
 
Tema Capitolo Es
Tema Capitolo EsTema Capitolo Es
Tema Capitolo Esguest355259
 
La Perfecta Devoción a la Santísima Virgen María.
La Perfecta Devoción a la  Santísima Virgen María.La Perfecta Devoción a la  Santísima Virgen María.
La Perfecta Devoción a la Santísima Virgen María.Yurina Pinto
 
FICHA DE TRABAJO
FICHA DE TRABAJOFICHA DE TRABAJO
FICHA DE TRABAJOSonia Tovar
 
Jubileo extraordinario de la misericordia
Jubileo extraordinario de la misericordiaJubileo extraordinario de la misericordia
Jubileo extraordinario de la misericordiaRebeca Reynaud
 
09 creo en el espiritu santo
09 creo en el espiritu santo09 creo en el espiritu santo
09 creo en el espiritu santoJuan Sánchez
 
Enseñanza carisma de sanación
Enseñanza carisma de sanaciónEnseñanza carisma de sanación
Enseñanza carisma de sanaciónJuan Sánchez
 
Jesus de nazareth(4)el sermon de la montaña
Jesus de nazareth(4)el sermon de la montañaJesus de nazareth(4)el sermon de la montaña
Jesus de nazareth(4)el sermon de la montañaSimon Tadeo Echeverri
 
25 la ley y el pecado los mandamientos
25 la ley y el pecado los mandamientos25 la ley y el pecado los mandamientos
25 la ley y el pecado los mandamientosJuan Sánchez
 
06 el hombre y el pecado original
06 el hombre y el pecado original06 el hombre y el pecado original
06 el hombre y el pecado originalJuan Sánchez
 
01 El Compendio del Catecismo en la nueva evangelización
01 El Compendio del Catecismo en la nueva evangelización01 El Compendio del Catecismo en la nueva evangelización
01 El Compendio del Catecismo en la nueva evangelizaciónJuan Sánchez
 
Sínodo De Los Obispos Lineamenta
Sínodo De Los Obispos LineamentaSínodo De Los Obispos Lineamenta
Sínodo De Los Obispos Lineamentahtaeli
 

La actualidad más candente (20)

03010110 credo (1)
03010110 credo (1)03010110 credo (1)
03010110 credo (1)
 
Proyecto Personal de Vida
Proyecto Personal de VidaProyecto Personal de Vida
Proyecto Personal de Vida
 
001b - QUIEN SOMOS, Cuales finalidades tenemos etc
001b - QUIEN SOMOS, Cuales finalidades tenemos etc001b - QUIEN SOMOS, Cuales finalidades tenemos etc
001b - QUIEN SOMOS, Cuales finalidades tenemos etc
 
Catecismo menor. perú
Catecismo menor. perúCatecismo menor. perú
Catecismo menor. perú
 
05 un dios creador del mundo
05 un dios creador del mundo05 un dios creador del mundo
05 un dios creador del mundo
 
Catecismo jóvenes y adultos x
Catecismo jóvenes y adultos xCatecismo jóvenes y adultos x
Catecismo jóvenes y adultos x
 
Tema Capitolo Es
Tema Capitolo EsTema Capitolo Es
Tema Capitolo Es
 
La Perfecta Devoción a la Santísima Virgen María.
La Perfecta Devoción a la  Santísima Virgen María.La Perfecta Devoción a la  Santísima Virgen María.
La Perfecta Devoción a la Santísima Virgen María.
 
FICHA DE TRABAJO
FICHA DE TRABAJOFICHA DE TRABAJO
FICHA DE TRABAJO
 
Jubileo extraordinario de la misericordia
Jubileo extraordinario de la misericordiaJubileo extraordinario de la misericordia
Jubileo extraordinario de la misericordia
 
Vocacion
VocacionVocacion
Vocacion
 
26 el amor a dios
26 el amor a dios26 el amor a dios
26 el amor a dios
 
09 creo en el espiritu santo
09 creo en el espiritu santo09 creo en el espiritu santo
09 creo en el espiritu santo
 
Padre Carlos Rosell - Escatología de la Lumen Gentium
Padre Carlos Rosell - Escatología de la Lumen GentiumPadre Carlos Rosell - Escatología de la Lumen Gentium
Padre Carlos Rosell - Escatología de la Lumen Gentium
 
Enseñanza carisma de sanación
Enseñanza carisma de sanaciónEnseñanza carisma de sanación
Enseñanza carisma de sanación
 
Jesus de nazareth(4)el sermon de la montaña
Jesus de nazareth(4)el sermon de la montañaJesus de nazareth(4)el sermon de la montaña
Jesus de nazareth(4)el sermon de la montaña
 
25 la ley y el pecado los mandamientos
25 la ley y el pecado los mandamientos25 la ley y el pecado los mandamientos
25 la ley y el pecado los mandamientos
 
06 el hombre y el pecado original
06 el hombre y el pecado original06 el hombre y el pecado original
06 el hombre y el pecado original
 
01 El Compendio del Catecismo en la nueva evangelización
01 El Compendio del Catecismo en la nueva evangelización01 El Compendio del Catecismo en la nueva evangelización
01 El Compendio del Catecismo en la nueva evangelización
 
Sínodo De Los Obispos Lineamenta
Sínodo De Los Obispos LineamentaSínodo De Los Obispos Lineamenta
Sínodo De Los Obispos Lineamenta
 

Similar a Amar a Dios con san Agustín

Retiro de noviembre #DesdeCasa (2021)
Retiro de noviembre #DesdeCasa (2021)Retiro de noviembre #DesdeCasa (2021)
Retiro de noviembre #DesdeCasa (2021)Opus Dei
 
PARALELO ESPIRITUALIDAD Y APARECIDA
PARALELO ESPIRITUALIDAD Y APARECIDAPARALELO ESPIRITUALIDAD Y APARECIDA
PARALELO ESPIRITUALIDAD Y APARECIDAFERNANDO OREJUELA
 
Antropologia2 120228132026-phpapp02 (1)
Antropologia2 120228132026-phpapp02 (1)Antropologia2 120228132026-phpapp02 (1)
Antropologia2 120228132026-phpapp02 (1)Antonio Lopez
 
La santa misa: el rito de la celebración eucarística - Juan José Silvestre valor
La santa misa: el rito de la celebración eucarística - Juan José Silvestre valorLa santa misa: el rito de la celebración eucarística - Juan José Silvestre valor
La santa misa: el rito de la celebración eucarística - Juan José Silvestre valorEdwardCrumpp
 
077b - Qué deben hacer los hombres para mejorarle sí mismos
077b - Qué deben hacer los hombres para mejorarle sí mismos077b - Qué deben hacer los hombres para mejorarle sí mismos
077b - Qué deben hacer los hombres para mejorarle sí mismosOrdineGesu
 
Doctrinas de la Iglesia Metodista
Doctrinas de la Iglesia MetodistaDoctrinas de la Iglesia Metodista
Doctrinas de la Iglesia Metodistadaniel alvarez
 
Revista Semana Santa 2016 Cope Granada
Revista Semana Santa 2016 Cope GranadaRevista Semana Santa 2016 Cope Granada
Revista Semana Santa 2016 Cope GranadaCopeGranada
 
PLAN DE ESTUDIO DISCIPULADO. CAP VIII.ppsx
PLAN DE ESTUDIO DISCIPULADO. CAP VIII.ppsxPLAN DE ESTUDIO DISCIPULADO. CAP VIII.ppsx
PLAN DE ESTUDIO DISCIPULADO. CAP VIII.ppsxJacobTalledo
 
Un llamado urgente.Arrepentimiento y conversión
Un llamado urgente.Arrepentimiento y conversiónUn llamado urgente.Arrepentimiento y conversión
Un llamado urgente.Arrepentimiento y conversiónJuan E. Barrera
 
Don de dios y respuesta humana espiritualidad de pastoral de la salud1
Don de dios y respuesta humana espiritualidad de pastoral de la salud1Don de dios y respuesta humana espiritualidad de pastoral de la salud1
Don de dios y respuesta humana espiritualidad de pastoral de la salud1Pastoral Salud
 
Taller de investigacion de religion
Taller de investigacion de religionTaller de investigacion de religion
Taller de investigacion de religionElianaandrea
 
Gaudete exultate cap 1
Gaudete exultate cap 1Gaudete exultate cap 1
Gaudete exultate cap 1Martin M Flynn
 
CATEQUESIS DE CONFIRMACIÓN - EVANGELIZACIÓN PARA TODOS
CATEQUESIS DE CONFIRMACIÓN - EVANGELIZACIÓN PARA TODOSCATEQUESIS DE CONFIRMACIÓN - EVANGELIZACIÓN PARA TODOS
CATEQUESIS DE CONFIRMACIÓN - EVANGELIZACIÓN PARA TODOSWilson Morales
 
Guia fcn° 2, 7° grado (1).docx
Guia  fcn° 2, 7° grado (1).docxGuia  fcn° 2, 7° grado (1).docx
Guia fcn° 2, 7° grado (1).docxAntonio lopez
 

Similar a Amar a Dios con san Agustín (20)

Vida en comunidad dietrich bonhoeffer
Vida en comunidad dietrich bonhoefferVida en comunidad dietrich bonhoeffer
Vida en comunidad dietrich bonhoeffer
 
Retiro de noviembre #DesdeCasa (2021)
Retiro de noviembre #DesdeCasa (2021)Retiro de noviembre #DesdeCasa (2021)
Retiro de noviembre #DesdeCasa (2021)
 
PARALELO ESPIRITUALIDAD Y APARECIDA
PARALELO ESPIRITUALIDAD Y APARECIDAPARALELO ESPIRITUALIDAD Y APARECIDA
PARALELO ESPIRITUALIDAD Y APARECIDA
 
Introd. al curso pmnf
Introd. al curso pmnfIntrod. al curso pmnf
Introd. al curso pmnf
 
Antropologia2 120228132026-phpapp02 (1)
Antropologia2 120228132026-phpapp02 (1)Antropologia2 120228132026-phpapp02 (1)
Antropologia2 120228132026-phpapp02 (1)
 
El camino de mi fe. grupo de reflexión
El camino de mi fe. grupo de reflexiónEl camino de mi fe. grupo de reflexión
El camino de mi fe. grupo de reflexión
 
Celebracion penitenical-cuaresma-2015
Celebracion penitenical-cuaresma-2015Celebracion penitenical-cuaresma-2015
Celebracion penitenical-cuaresma-2015
 
La santa misa: el rito de la celebración eucarística - Juan José Silvestre valor
La santa misa: el rito de la celebración eucarística - Juan José Silvestre valorLa santa misa: el rito de la celebración eucarística - Juan José Silvestre valor
La santa misa: el rito de la celebración eucarística - Juan José Silvestre valor
 
077b - Qué deben hacer los hombres para mejorarle sí mismos
077b - Qué deben hacer los hombres para mejorarle sí mismos077b - Qué deben hacer los hombres para mejorarle sí mismos
077b - Qué deben hacer los hombres para mejorarle sí mismos
 
Documento de Aparecida
Documento de AparecidaDocumento de Aparecida
Documento de Aparecida
 
Doctrinas de la Iglesia Metodista
Doctrinas de la Iglesia MetodistaDoctrinas de la Iglesia Metodista
Doctrinas de la Iglesia Metodista
 
Revista Semana Santa 2016 Cope Granada
Revista Semana Santa 2016 Cope GranadaRevista Semana Santa 2016 Cope Granada
Revista Semana Santa 2016 Cope Granada
 
PLAN DE ESTUDIO DISCIPULADO. CAP VIII.ppsx
PLAN DE ESTUDIO DISCIPULADO. CAP VIII.ppsxPLAN DE ESTUDIO DISCIPULADO. CAP VIII.ppsx
PLAN DE ESTUDIO DISCIPULADO. CAP VIII.ppsx
 
Un llamado urgente.Arrepentimiento y conversión
Un llamado urgente.Arrepentimiento y conversiónUn llamado urgente.Arrepentimiento y conversión
Un llamado urgente.Arrepentimiento y conversión
 
Don de dios y respuesta humana espiritualidad de pastoral de la salud1
Don de dios y respuesta humana espiritualidad de pastoral de la salud1Don de dios y respuesta humana espiritualidad de pastoral de la salud1
Don de dios y respuesta humana espiritualidad de pastoral de la salud1
 
Taller de investigacion de religion
Taller de investigacion de religionTaller de investigacion de religion
Taller de investigacion de religion
 
Vida Razon Fe
Vida Razon FeVida Razon Fe
Vida Razon Fe
 
Gaudete exultate cap 1
Gaudete exultate cap 1Gaudete exultate cap 1
Gaudete exultate cap 1
 
CATEQUESIS DE CONFIRMACIÓN - EVANGELIZACIÓN PARA TODOS
CATEQUESIS DE CONFIRMACIÓN - EVANGELIZACIÓN PARA TODOSCATEQUESIS DE CONFIRMACIÓN - EVANGELIZACIÓN PARA TODOS
CATEQUESIS DE CONFIRMACIÓN - EVANGELIZACIÓN PARA TODOS
 
Guia fcn° 2, 7° grado (1).docx
Guia  fcn° 2, 7° grado (1).docxGuia  fcn° 2, 7° grado (1).docx
Guia fcn° 2, 7° grado (1).docx
 

Más de EdwardCrumpp

La respuesta está en la escrituras - p. Flaviano Amatulli Valente
La respuesta está en la escrituras - p. Flaviano Amatulli ValenteLa respuesta está en la escrituras - p. Flaviano Amatulli Valente
La respuesta está en la escrituras - p. Flaviano Amatulli ValenteEdwardCrumpp
 
La imitación de Cristo - Tomás de Kempis
La imitación de Cristo - Tomás de KempisLa imitación de Cristo - Tomás de Kempis
La imitación de Cristo - Tomás de KempisEdwardCrumpp
 
La doctrina de los testigos de jehová puesta en evidencia
La doctrina de los testigos de jehová puesta en evidencia La doctrina de los testigos de jehová puesta en evidencia
La doctrina de los testigos de jehová puesta en evidencia EdwardCrumpp
 
La cuarta copa - Scott Hahn
La cuarta copa - Scott HahnLa cuarta copa - Scott Hahn
La cuarta copa - Scott HahnEdwardCrumpp
 
La cena del cordero - Scott Hahn
La cena del cordero - Scott HahnLa cena del cordero - Scott Hahn
La cena del cordero - Scott HahnEdwardCrumpp
 
Fundamentos bíblicos del catolicismo tomo II: María, Virgen y madre - Jesús ...
Fundamentos bíblicos del catolicismo tomo II: María, Virgen y madre -  Jesús ...Fundamentos bíblicos del catolicismo tomo II: María, Virgen y madre -  Jesús ...
Fundamentos bíblicos del catolicismo tomo II: María, Virgen y madre - Jesús ...EdwardCrumpp
 
La bioética (25 preguntas) - Eugenio Alburquerque Frutos
La bioética (25 preguntas)  - Eugenio Alburquerque FrutosLa bioética (25 preguntas)  - Eugenio Alburquerque Frutos
La bioética (25 preguntas) - Eugenio Alburquerque FrutosEdwardCrumpp
 
Fundamentos bíblicos del catolicismo tomo I: la iglesia, el culto y los sacra...
Fundamentos bíblicos del catolicismo tomo I: la iglesia, el culto y los sacra...Fundamentos bíblicos del catolicismo tomo I: la iglesia, el culto y los sacra...
Fundamentos bíblicos del catolicismo tomo I: la iglesia, el culto y los sacra...EdwardCrumpp
 
Fui cristiano (pentecostal) por 23 años - Juan Carlos Colon
Fui cristiano (pentecostal) por 23 años -  Juan Carlos ColonFui cristiano (pentecostal) por 23 años -  Juan Carlos Colon
Fui cristiano (pentecostal) por 23 años - Juan Carlos ColonEdwardCrumpp
 
Entre las sectas y el fin del mundo - Luis Santamaria del Río
Entre las sectas y el fin del mundo - Luis Santamaria del RíoEntre las sectas y el fin del mundo - Luis Santamaria del Río
Entre las sectas y el fin del mundo - Luis Santamaria del RíoEdwardCrumpp
 
Encontré a cristo en el Corán - Mario Joseph
Encontré a cristo en el Corán - Mario JosephEncontré a cristo en el Corán - Mario Joseph
Encontré a cristo en el Corán - Mario JosephEdwardCrumpp
 
En dónde dice la biblia que - IVE
En dónde dice la biblia que - IVEEn dónde dice la biblia que - IVE
En dónde dice la biblia que - IVEEdwardCrumpp
 
El teologo responde: volumen 3 - Miguel Angel Fuentes
El teologo responde: volumen 3 - Miguel Angel FuentesEl teologo responde: volumen 3 - Miguel Angel Fuentes
El teologo responde: volumen 3 - Miguel Angel FuentesEdwardCrumpp
 
El teologo responde: volumen 2 - Miguel Angel Fuentes
El teologo responde: volumen 2 - Miguel Angel FuentesEl teologo responde: volumen 2 - Miguel Angel Fuentes
El teologo responde: volumen 2 - Miguel Angel FuentesEdwardCrumpp
 
El teólogo responde: Volumen 1 - Miguel Ángel Fuentes
El teólogo responde: Volumen 1  - Miguel Ángel FuentesEl teólogo responde: Volumen 1  - Miguel Ángel Fuentes
El teólogo responde: Volumen 1 - Miguel Ángel FuentesEdwardCrumpp
 
El regreso a casa El regreso a roma - Scott Hahn
El regreso a casa El regreso a roma - Scott HahnEl regreso a casa El regreso a roma - Scott Hahn
El regreso a casa El regreso a roma - Scott HahnEdwardCrumpp
 
El protestantismo ante la biblia - P. Remigio de Papiol
El protestantismo ante la biblia - P. Remigio de PapiolEl protestantismo ante la biblia - P. Remigio de Papiol
El protestantismo ante la biblia - P. Remigio de PapiolEdwardCrumpp
 
El coraje de ser católico - P. Ángel Peña o.a.r.
El coraje de ser católico - P. Ángel Peña o.a.r.El coraje de ser católico - P. Ángel Peña o.a.r.
El coraje de ser católico - P. Ángel Peña o.a.r.EdwardCrumpp
 
El combate espiritual comentado - Lorenzo Scupoli
El combate espiritual comentado - Lorenzo ScupoliEl combate espiritual comentado - Lorenzo Scupoli
El combate espiritual comentado - Lorenzo ScupoliEdwardCrumpp
 
Catecismo de san Pío X
Catecismo de san Pío XCatecismo de san Pío X
Catecismo de san Pío XEdwardCrumpp
 

Más de EdwardCrumpp (20)

La respuesta está en la escrituras - p. Flaviano Amatulli Valente
La respuesta está en la escrituras - p. Flaviano Amatulli ValenteLa respuesta está en la escrituras - p. Flaviano Amatulli Valente
La respuesta está en la escrituras - p. Flaviano Amatulli Valente
 
La imitación de Cristo - Tomás de Kempis
La imitación de Cristo - Tomás de KempisLa imitación de Cristo - Tomás de Kempis
La imitación de Cristo - Tomás de Kempis
 
La doctrina de los testigos de jehová puesta en evidencia
La doctrina de los testigos de jehová puesta en evidencia La doctrina de los testigos de jehová puesta en evidencia
La doctrina de los testigos de jehová puesta en evidencia
 
La cuarta copa - Scott Hahn
La cuarta copa - Scott HahnLa cuarta copa - Scott Hahn
La cuarta copa - Scott Hahn
 
La cena del cordero - Scott Hahn
La cena del cordero - Scott HahnLa cena del cordero - Scott Hahn
La cena del cordero - Scott Hahn
 
Fundamentos bíblicos del catolicismo tomo II: María, Virgen y madre - Jesús ...
Fundamentos bíblicos del catolicismo tomo II: María, Virgen y madre -  Jesús ...Fundamentos bíblicos del catolicismo tomo II: María, Virgen y madre -  Jesús ...
Fundamentos bíblicos del catolicismo tomo II: María, Virgen y madre - Jesús ...
 
La bioética (25 preguntas) - Eugenio Alburquerque Frutos
La bioética (25 preguntas)  - Eugenio Alburquerque FrutosLa bioética (25 preguntas)  - Eugenio Alburquerque Frutos
La bioética (25 preguntas) - Eugenio Alburquerque Frutos
 
Fundamentos bíblicos del catolicismo tomo I: la iglesia, el culto y los sacra...
Fundamentos bíblicos del catolicismo tomo I: la iglesia, el culto y los sacra...Fundamentos bíblicos del catolicismo tomo I: la iglesia, el culto y los sacra...
Fundamentos bíblicos del catolicismo tomo I: la iglesia, el culto y los sacra...
 
Fui cristiano (pentecostal) por 23 años - Juan Carlos Colon
Fui cristiano (pentecostal) por 23 años -  Juan Carlos ColonFui cristiano (pentecostal) por 23 años -  Juan Carlos Colon
Fui cristiano (pentecostal) por 23 años - Juan Carlos Colon
 
Entre las sectas y el fin del mundo - Luis Santamaria del Río
Entre las sectas y el fin del mundo - Luis Santamaria del RíoEntre las sectas y el fin del mundo - Luis Santamaria del Río
Entre las sectas y el fin del mundo - Luis Santamaria del Río
 
Encontré a cristo en el Corán - Mario Joseph
Encontré a cristo en el Corán - Mario JosephEncontré a cristo en el Corán - Mario Joseph
Encontré a cristo en el Corán - Mario Joseph
 
En dónde dice la biblia que - IVE
En dónde dice la biblia que - IVEEn dónde dice la biblia que - IVE
En dónde dice la biblia que - IVE
 
El teologo responde: volumen 3 - Miguel Angel Fuentes
El teologo responde: volumen 3 - Miguel Angel FuentesEl teologo responde: volumen 3 - Miguel Angel Fuentes
El teologo responde: volumen 3 - Miguel Angel Fuentes
 
El teologo responde: volumen 2 - Miguel Angel Fuentes
El teologo responde: volumen 2 - Miguel Angel FuentesEl teologo responde: volumen 2 - Miguel Angel Fuentes
El teologo responde: volumen 2 - Miguel Angel Fuentes
 
El teólogo responde: Volumen 1 - Miguel Ángel Fuentes
El teólogo responde: Volumen 1  - Miguel Ángel FuentesEl teólogo responde: Volumen 1  - Miguel Ángel Fuentes
El teólogo responde: Volumen 1 - Miguel Ángel Fuentes
 
El regreso a casa El regreso a roma - Scott Hahn
El regreso a casa El regreso a roma - Scott HahnEl regreso a casa El regreso a roma - Scott Hahn
El regreso a casa El regreso a roma - Scott Hahn
 
El protestantismo ante la biblia - P. Remigio de Papiol
El protestantismo ante la biblia - P. Remigio de PapiolEl protestantismo ante la biblia - P. Remigio de Papiol
El protestantismo ante la biblia - P. Remigio de Papiol
 
El coraje de ser católico - P. Ángel Peña o.a.r.
El coraje de ser católico - P. Ángel Peña o.a.r.El coraje de ser católico - P. Ángel Peña o.a.r.
El coraje de ser católico - P. Ángel Peña o.a.r.
 
El combate espiritual comentado - Lorenzo Scupoli
El combate espiritual comentado - Lorenzo ScupoliEl combate espiritual comentado - Lorenzo Scupoli
El combate espiritual comentado - Lorenzo Scupoli
 
Catecismo de san Pío X
Catecismo de san Pío XCatecismo de san Pío X
Catecismo de san Pío X
 

Último

la Eucaristia es una Fiesta-Explicación para niños
la Eucaristia es una Fiesta-Explicación para niñosla Eucaristia es una Fiesta-Explicación para niños
la Eucaristia es una Fiesta-Explicación para niñosGemmaMRabiFrigerio
 
CRECIMIENTO ESPIRITUAL PARA EL CREYENTE 1.pptx
CRECIMIENTO ESPIRITUAL PARA EL CREYENTE 1.pptxCRECIMIENTO ESPIRITUAL PARA EL CREYENTE 1.pptx
CRECIMIENTO ESPIRITUAL PARA EL CREYENTE 1.pptxRicardoMoreno95679
 
LA POBREZA EN EL PERU - FRANCISCO VERDERA V
LA POBREZA EN EL PERU - FRANCISCO VERDERA VLA POBREZA EN EL PERU - FRANCISCO VERDERA V
LA POBREZA EN EL PERU - FRANCISCO VERDERA Vczspz8nwfx
 
EXAMENES PREGUNTAS CORTA...........................S.pdf
EXAMENES PREGUNTAS CORTA...........................S.pdfEXAMENES PREGUNTAS CORTA...........................S.pdf
EXAMENES PREGUNTAS CORTA...........................S.pdfinmalopezgranada
 
Proverbios 8: La sabiduría viva de YHWH.
Proverbios 8: La sabiduría viva de YHWH.Proverbios 8: La sabiduría viva de YHWH.
Proverbios 8: La sabiduría viva de YHWH.yhostend
 
SIMBOLOS DE LA PALABRA DE DIOS BIBLIA. pptx
SIMBOLOS DE LA PALABRA DE DIOS BIBLIA. pptxSIMBOLOS DE LA PALABRA DE DIOS BIBLIA. pptx
SIMBOLOS DE LA PALABRA DE DIOS BIBLIA. pptxDanFlorez2
 
El Modelo del verdadero Compromiso..pptx
El Modelo del verdadero Compromiso..pptxEl Modelo del verdadero Compromiso..pptx
El Modelo del verdadero Compromiso..pptxjenune
 
La esposa del ungido (Ramona Estrada)-1-1(1).pdf
La esposa del ungido (Ramona Estrada)-1-1(1).pdfLa esposa del ungido (Ramona Estrada)-1-1(1).pdf
La esposa del ungido (Ramona Estrada)-1-1(1).pdfRamona Estrada
 
HIMNARIO MAJESTUOSOL desde 1 hasta100.pptx
HIMNARIO MAJESTUOSOL desde 1 hasta100.pptxHIMNARIO MAJESTUOSOL desde 1 hasta100.pptx
HIMNARIO MAJESTUOSOL desde 1 hasta100.pptxDANIEL387046
 

Último (12)

la Eucaristia es una Fiesta-Explicación para niños
la Eucaristia es una Fiesta-Explicación para niñosla Eucaristia es una Fiesta-Explicación para niños
la Eucaristia es una Fiesta-Explicación para niños
 
DIOS PUEDE SANAR TUS HERIDAS OCULTAS.pptx
DIOS PUEDE SANAR TUS HERIDAS OCULTAS.pptxDIOS PUEDE SANAR TUS HERIDAS OCULTAS.pptx
DIOS PUEDE SANAR TUS HERIDAS OCULTAS.pptx
 
CRECIMIENTO ESPIRITUAL PARA EL CREYENTE 1.pptx
CRECIMIENTO ESPIRITUAL PARA EL CREYENTE 1.pptxCRECIMIENTO ESPIRITUAL PARA EL CREYENTE 1.pptx
CRECIMIENTO ESPIRITUAL PARA EL CREYENTE 1.pptx
 
LA POBREZA EN EL PERU - FRANCISCO VERDERA V
LA POBREZA EN EL PERU - FRANCISCO VERDERA VLA POBREZA EN EL PERU - FRANCISCO VERDERA V
LA POBREZA EN EL PERU - FRANCISCO VERDERA V
 
EXAMENES PREGUNTAS CORTA...........................S.pdf
EXAMENES PREGUNTAS CORTA...........................S.pdfEXAMENES PREGUNTAS CORTA...........................S.pdf
EXAMENES PREGUNTAS CORTA...........................S.pdf
 
La oración de santa Luisa de Marillac por el P. Corpus Juan Delgado CM
La oración de santa Luisa de Marillac por el P. Corpus Juan Delgado CMLa oración de santa Luisa de Marillac por el P. Corpus Juan Delgado CM
La oración de santa Luisa de Marillac por el P. Corpus Juan Delgado CM
 
Proverbios 8: La sabiduría viva de YHWH.
Proverbios 8: La sabiduría viva de YHWH.Proverbios 8: La sabiduría viva de YHWH.
Proverbios 8: La sabiduría viva de YHWH.
 
Santa Luisa de Marillac nos muestra: Los escollos a evitar
Santa Luisa de Marillac nos muestra: Los escollos a evitarSanta Luisa de Marillac nos muestra: Los escollos a evitar
Santa Luisa de Marillac nos muestra: Los escollos a evitar
 
SIMBOLOS DE LA PALABRA DE DIOS BIBLIA. pptx
SIMBOLOS DE LA PALABRA DE DIOS BIBLIA. pptxSIMBOLOS DE LA PALABRA DE DIOS BIBLIA. pptx
SIMBOLOS DE LA PALABRA DE DIOS BIBLIA. pptx
 
El Modelo del verdadero Compromiso..pptx
El Modelo del verdadero Compromiso..pptxEl Modelo del verdadero Compromiso..pptx
El Modelo del verdadero Compromiso..pptx
 
La esposa del ungido (Ramona Estrada)-1-1(1).pdf
La esposa del ungido (Ramona Estrada)-1-1(1).pdfLa esposa del ungido (Ramona Estrada)-1-1(1).pdf
La esposa del ungido (Ramona Estrada)-1-1(1).pdf
 
HIMNARIO MAJESTUOSOL desde 1 hasta100.pptx
HIMNARIO MAJESTUOSOL desde 1 hasta100.pptxHIMNARIO MAJESTUOSOL desde 1 hasta100.pptx
HIMNARIO MAJESTUOSOL desde 1 hasta100.pptx
 

Amar a Dios con san Agustín

  • 1.
  • 2. JOSÉ ANTONIO GALINDO RODRIGO, OAR AMAR A DIOS CON SAN AGUSTÍN EDICIONES RIALP, S. A. MADRID 2
  • 3. © 2015 by JOSÉ ANTONIO GALINDO RODRIGO, OAR © 2015 by EDICIONES RIALP, S. A. Alcalá 290 - 28027 Madrid (www.rialp.com) Realización ePub: produccioneditorial.com ISBN: 978-84-321-4503-2 No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del Copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. 3
  • 4. Excepto algunas pequeñas variantes, en la traducción de los textos de san Agustín se ha utilizado la versión de Obras Completas de San Agustín de la BAC. 4
  • 5. ÍNDICE PORTADA PORTADA INTERIOR CRÉDITOS DEDICATORIA ABREVIATURAS INTRODUCCIÓN:LA TEOLOGÍA ESPIRITUAL DE SAN AGUSTÍN 1.PRIMER GRADO DE ASCESIS: LA LUCHA CONTRA EL MAL El pecado contra la creación de Dios Qué es el mal moral o pecado Malas consecuencias del pecado El pecado no es un medio válido para alcanzar la felicidad La lucha contra el pecado Formas y duración de esta lucha La falsa paz La ayuda del Espíritu Santo Resultado de esta lucha en el tiempo y en la eternidad 2. SEGUNDO GRADO DE ASCESIS: DESDE LA DISPERSIÓN Y DIVISIÓN DEL CORAZÓN A LA INTERIORIDAD Y UNIFICACIÓN INTERIOR La dispersión La división del propio ser El peligro de la tibieza en la vida cristiana La llamada de Dios La interioridad La sinceridad El desorden y el orden en el amor 3. TERCER GRADO DE ASCESIS: LA VIRTUD DE LA HUMILDAD El trabajo ascético con nosotros mismos En qué consiste la virtud de la humildad La maldad de la soberbia 5
  • 6. La bondad de la humildad La humildad de Cristo en su encarnación La humildad de Cristo en su vida mortal Aplicación de la virtud de la humildad a la vida cristiana 4. CUARTO GRADO DE ASCESIS: INTENCIONES Y MOTIVACIONES EN LA VIDA CRISTIANA Ascesis corporal y ascesis espiritual-personal Las intenciones y las motivaciones Las diferentes calidades de las intenciones y motivaciones Derivaciones y consecuencias Dios nos pide sobre todo el corazón 5. LA GRACIA DE DIOS: I. GRACIA ACTUAL El Dios de la gracia como luz para la inteligencia humana La fe como luz y confianza debidas a Cristo El Dios de la gracia como bien para el ser humano La vuelta a la casa del Padre con la ayuda de la gracia La verdadera libertad, un precioso regalo de la gracia de Dios La auténtica finalidad de la libertad es hacer libremente el bien 6. LA GRACIA DE DIOS: II. GRACIA INCREADA O ESTADO DE GRACIA El Dios de la gracia diviniza al ser humano Divinización del hombre y humanización de Dios El Dios de la gracia, presente personalmente en el justo Relaciones personales de las divinas personas y el ser humano en gracia 7. LA ORACIÓN Lo que es la oración Cristo presente en la oración Necesidad de la oración Las condiciones de la oración bien hecha El modo de hacer la oración Lo que hemos de pedir en la oración Las formas de la oración Acción de gracias Oración de alabanza Oración de júbilo Otra forma de oración: la meditación La contemplación 8. EL AMOR CRISTIANO. I: CARIDAD TEOLOGAL O PARA CON DIOS Lo que es el amor 6
  • 7. Importancia del amor cristiano o caridad El amor a Dios Del temor al amor Amor desinteresado al bien, a Dios El amor a Dios y a las criaturas Por qué hemos de amar a Dios Amar a Dios con san Agustín 9. EL AMOR CRISTIANO. II: CARIDAD FRATERNA O PARA CON EL PRÓJIMO Las pautas del amor al prójimo El máximo exponente del amor Unión entre el amor a Dios y el amor al prójimo El amor fraterno, camino para llegar al amor de Dios El amor a los enemigos El cristianismo no es un masoquismo. El verdadero amor a los enemigos Solidaridad con el necesitado La convivencia humana y cristiana La vida religiosa en comunidad 10. LA UNIÓN CON DIOS El largo proceso hasta la unión con Dios. Primer paso: descubrir la desemejanza con Dios Las bases para llegar a la unión con Dios La purificación y ordenación del amor San Agustín, un enamorado de Dios. La unión con Dios La unión con Dios y la vida de gracia Otra descripción de la unión con Dios en el amor 11. LOS TÍTULOS SALVÍFICOS DE CRISTO: MEDIADOR, REDENTOR, MAESTRO, CAMINO Y MÉDICO Cristo, Mediador Cómo es Cristo Mediador Cristo, Redentor Victoria de Cristo sobre el diablo y contra todos los pecados de la humanidad Cristo, Maestro interior Cristo, Maestro universal de toda la humanidad Cristo, Camino Cristo, Médico espiritual 12. SEGUIMIENTO E IMITACIÓN DE CRISTO Imitación de Cristo en la virtud de la humildad El seguimiento de Cristo en la Pasión La imitación de Cristo en la lucha contra los vicios y pecados 7
  • 8. Cómo ha de ser el seguimiento e imitación de Cristo por medio de la caridad Las virtudes naturales 13. EL CRISTO TOTAL. LA IGLESIA Qué es y cuáles son las características del Cristo total Las condiciones para ser miembros del Cristo total y participar en la vida del Espíritu Santo Consecuencias de la realidad del Cristo total El Cristo total hace oración a Dios durante todos los tiempos El Cristo total está ya en la gloria Identificación de Cristo con los miembros de su Cuerpo Oración de la Iglesia por sí misma 14. LA EUCARISTÍA La presencia real de Cristo en la eucaristía La eucaristía como sacrificio La eucaristía, alimento del cristiano que peregrina hacia la patria, hacia Dios Íntima unión entre Cristo eucaristía y Cristo místico que es la Iglesia La eucaristía, suma y culminación de la vida y valores cristianos Actitudes en la recepción del Sacramento En la eucaristía se manifiestan el poder y el amor divinos en toda su grandeza La inconmensurable hermosura espiritual de Cristo 15. LA SANTA VIRGEN MARÍA, MADRE DE CRISTO, MADRE DE LA IGLESIA Y MODELO DE SANTIDAD Al lado de Cristo, nuestro único Redentor, está su Madre, la Virgen María La elección de María como Madre del Salvador Hasta dónde llega la santidad de María La virginidad de María Maternidad divina María y la Iglesia La santidad de María en relación con su maternidad divina María fue Madre de Cristo al aceptar la voluntad de Dios. Los fieles, imitando a María, también pueden ser madres espirituales de Cristo María, en todo su ser, es una obra admirable en grado sumo de la gracia de Dios 16. LOS PEREGRINOS HACIA LA PATRIA: LA VIDA ETERNA El amor a las criaturas y el amor al Creador Qué es el cielo. Por el deseo podemos anticipar nuestra estancia en el cielo La esperanza de la vida eterna, componente de la vida cristiana Las contrariedades de la vida La virtud de la esperanza La seguridad de la esperanza cristiana 8
  • 9. Actitud ante la muerte Cómo será la felicidad en la vida eterna En qué consistirá la vida eterna Esperanza de la vida eterna y compromiso cristiano 9
  • 10. ABREVIATURAS Conf. Confessiones (Confesiones) C. ep. pelag. Contra duas epistulas pelagionorum (Réplica a las dos cartas de los pelagianos) C. Faustum Contra Faustum manichaeum (Réplica a Fausto, el maniqueo) C. Iul. o. imp. Contra Iulianum opus imperfectum (Réplica a Juliano, obra inacabada) C. Max. Contra Maximinum arianum (Réplica a Maximino, arriano) C. ser. ar. Contra sermonem arianorum (Réplica al sermón de los arrianos) De an. orig. De anima et eius origine (Naturaleza y origen del alma) De bono con. De bono coniugali (La bondad del matrimonio) De b. vid. De bono viduitatis (La bondad de la viudez) De civ. Dei De civitate Dei (La ciudad de Dios) De cor. et gr. De correptione et gratia (La corrección y la gracia) De d. anim. De duabus animabus contra manichaeos (Las dos almas, contra los maniqueos) De div. quaest. De diversis quaestionibus 83 (Ochenta y tres cuestiones diversas) De doc. christ. De doctrina christiana (La doctrina cristiana) De g. ad lit. De genesi ad litteram (Comentario literal al Génesis) 10
  • 11. De gr. Chr. De gratia Christi (La gracia de Cristo) De g. c. man. De genesi contra manichaeos (Comentario al Génesis en réplica a los maniqueos) De gr. et lib. arb. De gratia et libero arbitrio (La gracia y el libre albedrío) De g. Pel. De gestis Pelagii (Las actas del proceso a Pelagio) De lib. arb. De libero arbitrio (El libre albedrío) De mor. eccl. cat. De moribus ecclesiae catholicae et de moribus manichaeoron (Las costumbres de la Iglesia católica y las de los maniqueos) De nat. et gr. De natura et gratia (La naturaleza y la gracia) De op. mon. De opere monachorom (El trabajo de los monjes) De ord. De ordine (El orden) De pec. mer. De peccatorum meritis et remissione (Los méritos y el perdón de los pecados) De quant. an. De quantitate animae (La dimensión del alma) De quaest. Simpl. De diversis questionibus ad Simplicianum (Cuestiones diversas a Simpliciano) De s. virg. De sancta virginitate (La santa virginidad) De s. Dom. De sermone Domini in monte (El sermón de la montaña) De sp. et lit. De spiritu et littera (El espíritu y la letra) De Trin. De Trinitate (La Trinidad) De ut. cred. De utilitate credendi (La utilidad de creer) De ut. ieiun. De utilitate ieiunii (La utilidad del ayuno) De v. rel. De vera religione (La verdadera religión) Enchir. Enchiridion sive de fide, spe et caritate (Manual de la fe, la esperanza y la caridad) En. in ps. Enarrationes in psalmos (Comentarios espirituales a los salmos) 11
  • 12. Ep. Epistula (Carta) In Io. ep. Epistulam ad parthos Iohannis tractatus (Tratado sobre la primera Carta de san Juan) In Io. ev. In Iohannis evangelium tractatus (Tratados sobre el Evangelio de san Juan) Reg. Regula ad servos Dei (Regla a los siervos de Dios) S. Sermo (Sermón) Ss. Sermones (Sermones) Sol. Soliloquia (Soliloquios) * Las abreviaturas listadas son de las obras de san Agustín citadas en este libro Nota bene. Todas las citas de los textos agustinianos de este libro han sido debidamente verificadas con la ayuda del agustinólogo José Anoz Gutiérrez, oar. 12
  • 13. INTRODUCCIÓN: LA TEOLOGÍA ESPIRITUAL DE SAN AGUSTÍN I Se ha dicho con razón que san Agustín es un autor de todos los tiempos, pero a mí me parece que es sobre todo para nuestros tiempos. En efecto, los férreos sistemas de exponer y probar propios de la Escolástica y aun de la Neoescolástica han desaparecido. Desde el existencialismo, el acercamiento de los intelectuales a la realidad misma del ser humano ha sido mayor que nunca, hasta que ha aparecido esa especie de estertor agónico filosófico llamado neopositivismo, que es un sistema de pensar amputado en sí mismo. San Agustín, con su modo de pensar situado en la realidad existencial del ser humano, comprometido con la vida y los problemas más hondos de la humanidad, se nos muestra especialmente atractivo para el hombre de hoy. Al Obispo de Hipona, no solo le encanta analizar las cuestiones que más implican e interesan al ser humano, sino es que, además, lo hace de la manera más directa, sin ningún sistema básico o auxiliar previos. Por eso, su lenguaje es lo menos técnico posible y lo más directo posible respecto de la realidad misma. Lo que a él le importa es la verdad, sobre todo acerca de los temas que afectan y no pueden menos de afectar de la manera más profunda a la humanidad de todos los tiempos, esto es, el tema de Dios y el tema del hombre. Y es por todo eso que san Agustín, ha sido denominado por Harnack como «el primer hombre moderno». Pero, curiosamente, este pensador y escritor tan mínimamente técnico desde el punto de visto filosófico y aun teológico, utiliza, en alguna medida, una cierta técnica relacionada con la retórica, pues no en vano él era un retórico. Sirviéndose de la misma y gracias sobre todo a su inventiva inagotable, revela y magnifica la importancia de las realidades de la vida cristiana, con tales giros y contrastes de palabras e ideas, que nos ayudan a descubrir la inigualable belleza del cristianismo, que está siempre unida a su esplendorosa verdad. Y esto, lejos de hacer sus escritos más difíciles, los hace más luminosos y, por consiguiente, más captables en su verdad para el lector. Lo cual es así por la conexión misteriosa existente entre la verdad y la belleza, por un lado, y la que se da también entre todas las dimensiones interiores del ser humano, por otro. Añadido y unido a esto, se ha de observar que en las obras de san Agustín, además de filosofía y teología, suele haber también plasmada una intensa poesía espiritual, que recoge mejor que nada su rica personalidad al servicio de la admirable hondura y la sublime elevación del cristianismo. Por eso dice F. Van Der Meer que, «san Agustín, sin haber escrito un 13
  • 14. solo verso, es el más grande poeta de la Antigüedad cristiana». San Agustín es el Padre de la Iglesia más influyente, desde los tiempos en que se escribió su obra hasta hoy. En ocasiones, se han organizado debates en derredor de su figura, puesto que, a lo largo de los tiempos, muchos herejes lo quisieron tener de su parte, apoyándose en sus obras más polémicas, las dedicadas a rebatir los errores de su tiempo. Quizá por eso, muy probablemente, lo mejor de san Agustín sean sus obras no tan polémicas, las plenamente expositivas del pensamiento cristiano. En todo caso, conviene recordar que san Agustín, por ser obispo y porque vivió alrededor del siglo V, no escribe con orden académico, lo cual, siendo autor de una inmensa obra, hace notablemente dificultoso el encontrar y organizar sus textos. Pero, a pesar de todo, es el autor más citado por el Concilio Vaticano II y por el Catecismo de la Iglesia Católica. Eso es algo definitivo respecto de su valía y de su actualidad. II Este libro está escrito para todos los cristianos —religiosos, laicos, sacerdotes— que tengan un mínimo de interés por las cosas de Dios y un mínimo de formación religiosa. Y es un libro de espiritualidad. No es de filosofía ni de teología dogmática, sino de teología espiritual. Es precisamente en nuestros tiempos cuando, después de haber citado a san Agustín hasta la saciedad como filósofo y, sobre todo, como teólogo dogmático, se le está citando cada vez más como un admirable exponente de la espiritualidad cristiana. Ya santa Teresa obtuvo, según dice ella misma, grandes bienes con la lectura de las Confesiones; pero esto, obviamente, no fue por la filosofía y teología que en esta obra agustiniana se contienen, sino por sus grandes valores espirituales; por la acertada y profunda descripción de las rutas que conducen a Dios, contenidas en esta obra. Y quizá al lector esto no le sorprenda demasiado, pero pienso que sí se podrá sorprender si le digo que en cierta medida se podría decir lo mismo del tratado De Trinitate y De civitate Dei, pues en estas obras también hay espiritualidad. Pero mucho más se debe decir, en este sentido, de los Comentarios al Evangelio y a la Primera Carta de san Juan, de las Enarraciones a los salmos y de sus Sermones, además de algunas de sus cartas, entre otras, 109, 118, 130, 210, y 211. De esas obras, sobre todo, pero también de otras muchas, como puede ver el lector en la larga lista de las abreviaturas de sus libros citados, se han obtenido los numerosos textos (más de quinientos) en que se basa este libro. Lo que destaca en la espiritualidad de san Agustín es la centralidad cristiana de sus temas: la caridad en sus dos dimensiones como inseparables (hacia Dios y hacia el prójimo), lo cual justifica el título de nuestro libro, la oración y la gracia. Pero, ¡atención!, todo ello sobre la base de la humildad y desde una actitud en la vida marcada por la interioridad. Por eso, san Agustín es un autor de teología espiritual, que es válido para todos los tiempos. También para el nuestro, pero, hablando con sinceridad, por amor a la verdad, sus escritos contienen serias advertencias a la mentalidad de los cristianos de hoy. En efecto, me atrevo a llamar la atención diciendo que en la pastoral y en la espiritualidad de nuestro tiempo se le presta mucha atención a la caridad, y también, bastante, a la oración; pero no se le da a la humildad la importancia básica para 14
  • 15. la vida cristiana que san Agustín le otorga con abundantes y sólidos apoyos bíblicos. Esta virtud es en gran medida ignorada por la mentalidad de los cristianos de nuestro tiempo; tanto por parte de los agentes de pastoral, como por los propiamente dedicados a la espiritualidad. Veamos, por ejemplo, lo que dice Agustín, después de haber contemplado con admiración las grandes construcciones arquitectónicas romanas de Cartago, de Roma y de otros sitios: «La humildad es el único cimiento con suficiente profundidad como para sostener el alto edificio de la caridad» (S. 69, 4). ¿De qué nos sirve intentar tantas y tantas veces elevar dentro de nosotros el más alto edificio de la vida cristiana, que es la caridad, si nos olvidamos de su único cimiento válido y consistente que es la humildad? No puedo menos de recordar que esta insistencia de san Agustín en la humildad coincide con numerosas advertencias del papa Francisco a los fieles en general y, sobre todo, a los eclesiásticos. Otra advertencia: Para el Doctor de la gracia, es esta del todo necesaria para iniciar, proseguir y acabar todas y cada una de nuestras acciones buenas por pequeñas que sean. Pero, ¿se recuerda a los fieles con la debida pertinencia y frecuencia esta verdad fundamental de la vida cristiana? Pienso que no. Pienso que, aunque la doctrina católica (de los concilios, doctrina pontificia y de la teología) es irreprochable, como no puede ser de otra manera, sin embargo, en la pastoral y en la espiritualidad de nuestro tiempo, me atrevo a afirmar que se da un cierto pelagianismo práctico, porque no se menciona la gracia cuando se la debería mencionar. No se la niega, ¡faltaría más!, pero se la nombra muy pocas veces, y se proponen los sistemas, medios y modos adecuados para vivir la vida cristiana sin contar, sino solo de un modo eventual, con la gracia. Se propone y explica la vivencia y práctica de la vida cristiana como si dependiesen solamente del ser humano. San Agustín opina frontalmente lo contrario: «Luego, sea poco, sea mucho, no se puede hacer sin Aquel sin el cual no se puede hacer nada» (In Io. ev. 81, 3). Y añade el Doctor de la gracia: «Si no me mantengo en Él (en Dios), tampoco podré mantenerme en mí» (Conf. 7, 11, 17). Otra enmienda que en la vida y doctrina de san Agustín se contrapone a la mentalidad y a la manera de vivir la propia humanidad por parte de los hombres de hoy es un valor muy propio de san Agustín, esto es, la interioridad. Los cristianos de nuestro mundo, de nuestro tiempo, en general, también conocen y viven poco la interioridad. Porque el hombre posmoderno está volcado más que nunca hacia todo lo exterior, en múltiples formas y en todas las vertientes de su vida, cualquiera que sea. El hombre actual, incluso el cristiano, es, en notable medida, un ignorante de sí mismo. Ojalá que todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo pudieran leer, sobre todo los cristianos, con atención y provecho este precioso texto y otros muchos del teólogo, poeta y psicólogo que es san Agustín: «Volved al corazón. ¿Qué es eso de ir lejos de vosotros y desaparecer de vuestra vista? ¿Qué es eso de ir por caminos de soledad y vida errante y vagabunda? Volved. ¿Adónde? Al Señor, dices. Es pronto todavía. Vuelve primero a tu corazón: como en un destierro andas errante fuera de ti. ¿Te ignoras a ti mismo y vas en busca de quien te creó? Vuelve, vuelve al corazón» (In Io. ev. 18, 10). Para terminar, no puedo menos de mencionar el contraste tan fuerte que se observa 15
  • 16. entre san Agustín y los cristianos de nuestro tiempo respecto a la escatología. Tenemos, por ejemplo, estos dos breves textos, en los que con su acostumbrada forma poética nos dice san Agustín: «Usamos de este mundo como si no usáramos, para llegar a quien hizo el mundo y permanecer en Él gozando de su eternidad» (S. 157, 5). Porque lo razonable es, «poner en la tierra lo terreno y arriba el corazón» (In Io. ev. 18, 6). El Concilio Vaticano II nos dice: «Los cristianos, en su peregrinación hacia la ciudad celeste, deben buscar y gustar las cosas de arriba (cf. Col 3, 1-2); esto no disminuye, sino que más bien aumenta la importancia de su tarea de trabajar juntamente con todos los hombres en la edificación de un mundo más humano» (Gaudium et spes 57). Hasta se podría admitir que el Obispo de Hipona valora demasiado poco los bienes de este mundo y su edificación cristiana, como nos recomendó el Vaticano II, y se vuelca con todo su corazón en el amor y espera de los bienes eternos más allá de esta vida. Pero quizá, nosotros, volcándonos en sentido contrario, nos olvidamos de la otra vida y nos centramos casi únicamente en esta con el motivo o la excusa de seguir la mencionada doctrina del concilio, cayendo en una posición opuesta a la de esos textos de san Agustín, pero mucho menos evangélico-cristiana que la suya, por ser debida, al menos en parte, a nuestro apego exagerado y desordenado a los bienes de este mundo[1]. Querido lector, espero que sientas curiosidad, mejor, un fuerte y sano deseo de leer lo que a lo largo de varias páginas dice san Agustín sobre la vida eterna, en las que equilibra en parte lo dicho en esos breves textos. Te aseguro que son páginas preciosas; es el tema más hermoso del libro. Pero, más o menos, del mismo nivel son todos los otros temas, transidos y apoyados por textos del más grande de los Padres de la Iglesia, de quien dice Benedicto XVI en su Carta Apostólica Porta fidei: «Sus numerosos escritos, en los que explica la importancia de creer y la verdad de la fe, permanecen aún hoy como un patrimonio de riqueza sin igual, consintiendo todavía a tantas personas que buscan a Dios encontrar el sendero justo para acceder a la “puerta de la fe”» (nº 7). Permítame el lector aplicar también esta calificación del Papa emérito a los escritos espirituales del mismo san Agustín. [1] Sobre este tema cf. José Antonio Galindo Rodrigo, La secularización y la escatología, en Vida Nueva, 2014, nº 2. 888, 23-30. 16
  • 17. 1. PRIMER GRADO DE ASCESIS: LA LUCHA CONTRA EL MAL El pecado contra la creación de Dios Dios, que nos ha creado, ha querido que le tengamos a Él como fin. No ha querido que sea nuestro fin cualquier otra cosa por valiosa que sea; sino que nada menos que Él mismo ha querido ser el fin hacia el cual tienda todo nuestro ser. Esto es debido a que Dios nos ha creado a nosotros que somos seres finitos, para Él que es un ser infinito. Lo cual lleva consigo que no estamos en este mundo para gozar de los bienes de este mundo, aunque tampoco para meramente sufrir. De una y otra cosa tendremos, sin duda, experiencia, pero la verdad es que hemos venido a esta vida mortal para hacer libremente el bien[1], parecernos así a Dios, que es el sumo bien, compendio de todos los bienes en sumo grado[2], y merecer estar algún día con Él para poseerle eternamente en la vida bienaventurada. De esa manera se cumplirá el designio o plan de Dios respecto de nosotros, esto es, tenerle a Él como fin[3]. Como consecuencia de todo lo anterior, el ser humano no podrá alcanzar la felicidad plena si no es con la posesión de Dios. Hasta que a Él no le poseamos no seremos plenamente felices. Todo este se condensa en la célebre sentencia de san Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti, e inquieto estará nuestro corazón hasta que descanse en ti»[4]. El plan de Dios es que las cosas de este mundo, que, en un grado u otro son todas buenas, sirvieran al ser humano como de recuerdo de su poder, bondad y belleza, todo ello en un grado infinito. Asimismo, Dios quería también que nos sirviéramos de las criaturas para satisfacer nuestras necesidades. Pero el ser humano, en vez de darle gracias a Dios por esta predilección que ha tenido para con él, cometió y sigue cometiendo la locura y la ingratitud de dejar al Creador, a quien le debe todo y que contiene todos los más grandes y duraderos bienes, y de entregar su corazón a los pequeños y pasajeros bienes que tienen las criaturas, a las que además no les debe nada o muy poco en comparación de lo que le debe a Dios. Esta locura, esta ingratitud, esta maldad es el pecado. Qué es el mal moral o pecado 17
  • 18. 1. ¿Qué es el mal moral? Últimamente hay entre los autores cierta resistencia a definir el mal moral. La definición clásica de san Agustín (factum vel dictum vel concupitum aliquid contra aeternam legem: «Todo dicho, hecho o deseo contra la ley eterna»[5]) parece que, aun siendo verdadera y precisa, no es ya punto de partida de las explicaciones de lo que es el mal moral o pecado para los creyentes. Pienso que otra definición agustiniana, con menos apariencia jurídica y menos fondo naturalista, más personalista y radical en cuanto que nos descubre la entraña vital del mal moral, podría ser más aceptable teniendo en cuenta las orientaciones de la ética y de la moral actuales. El mal moral o pecado se podría definir, según eso, como aversio a Deo et conversio ad creaturas («Apartarse —con la voluntad— de Dios y convertirse —entregarse— a las criaturas»[6]). Dentro de nuestra tradición religiosa, y la mentalidad sociocultural en gran parte derivada de ella, me parece que es una definición del mal moral bastante acertada, válida incluso para nuestro tiempo. Cuando Pablo dice que la avaricia es una idolatría (cf. Col 3, 5; Ef 5, 5) me parece que nos está indicando lo que en un sentido radical es ese pecado y cualquier otro pecado: una orientación, una opción y un amor desproporcionados y desordenados hacia los bienes creados, que entran en conflicto con lo que a Dios se debe, e implican una conversión hacia las criaturas con desprecio del Creador. Esto en el fondo es sustituir a Dios, a quien únicamente hemos de adorar, por la adoración de los bienes creados[7]; eso nos hace ver que estaría dentro de la noción del mal, también agustiniana, como privación de un bien debido[8], puesto que los humanos hemos de adorar al Creador y no a las criaturas. Seguramente que en el hecho pecaminoso se da con más fuerza la conversio a las criaturas que la aversio respecto de Dios; aquella se da explícitamente y esta solo implícitamente. Salvo muy raras ocasiones, esto es uno de los atenuantes del mal cometido por el ser humano. El pecado, por consiguiente, supone introducir el desorden en la creación que Dios nos regaló. Poner arriba en nuestro corazón las criaturas, que deben estar abajo, esto es, a nuestros pies, para que nos sirvamos de ellas conforme al orden establecido por el Creador; y, al contrario, poner abajo, lejos del corazón, a Dios, que debe estar en lo más alto de nuestro aprecio y amor[9]. Este es el tremendo desorden, disparate y desbarajuste que contiene el pecado. Malas consecuencias del pecado Todos los pecados le disgustan a Dios, no solo porque van en contra de su santidad, sino también porque causan perjuicio al ser humano. Dios nos quiere tanto que le disgusta que nos hagamos daño. Y el pecado siempre nos hace daño. Más o menos, de una manera u otra, el pecado siempre es nocivo para cualquiera que lo comete[10]. El pecado aleja a la persona de Dios y de todo bien[11]. Y, por todo eso, Dios nos ha prohibido ciertas acciones y actitudes, porque son nocivas para nosotros. El pecado deteriora, estropea, descompone nuestro ser haciéndolo débil para resistir al mal, y lo priva de las fuerzas interiores que necesita para hacer el bien[12]. Los vicios 18
  • 19. hacen al pecador un esclavo. Por eso dice el Hiponense: «Un hombre bueno, incluso cuando es esclavo, es libre. Un hombre malo, incluso aunque sea rey, es esclavo; no de los hombres, sino, lo que es peor, de tantos dueños cuantos vicios tiene»[13]. El vicio lo lleva a una determinada manera de conducta en contra de lo que más le conviene. Cuando el pecado llega a ser vicio, este se apodera de la voluntad de la persona de tal modo que no hace lo que él quiere, sino lo que le manda e impone su vicio. Aunque presuma de ser un hombre libre, por más que viva en democracia y diga que en su vida hace lo que le da la gana, es en realidad un pobre y miserable esclavo de su vicio. El pecador no vive en paz consigo mismo[14]. Nunca faltará en su interior el desasosiego, cierta amargura, cierta intranquilidad de ánimo, así como una división en su corazón, a causa de haberse apartado de Dios, que es la perfecta unidad[15]. Estas personas, que quizá se crean grandes y que aparentan serlo, por dentro son unos pobres hombres; el pecado los empequeñece bajo la perspectiva moral y psicológica; lejos de la auténtica realización de su persona, por dentro son como un compendio y suma de la infelicidad[16]. Muchos más males nos trae el pecado. Para ver que esto es así no hace falta sino asomarnos a lo que ocurre en todo el mundo, y veremos la enorme cantidad de males y sufrimientos que vienen a los humanos a causa de los pecados de otros seres humanos: «Y de este desacierto del libre albedrío, se originó una serie de desventuras que, desde un principio viciado, como corrompido de raíz, el género humano arrastraría a todos en concatenación de miserias hasta el abismo de la muerte segunda»[17], esto es, la condenación eterna. En efecto: El pecado mortal enemista a la persona con Dios[18], y si no se arrepiente puede acabar alejada de Él para siempre, en espantosa soledad y en el más absoluto desamor, deseando con todo su ser y durante toda la eternidad al mismo Dios del que se sentirá rechazado a causa de su maldad. Es lo que llamamos el infierno[19]. Todo ello nos lleva a la conclusión de que el pecado es el mayor mal del ser humano porque le priva, entre otros, del mayor bien que es Dios[20]. Pero, además, al ser humano le va mal lejos de Dios[21], como se puede comprobar constantemente a nivel individual y social. El pecado no es un medio válido para alcanzar la felicidad Lo extraño, lo absurdo es que todos los pecados cometidos por los humanos se cometen con el fin de alcanzar la felicidad. Y hay que reconocer que incurrir en un pecado, satisfacer una pasión, provoca un cierto placer; pero es un placer pasajero y, sobre todo, que deja un cierto poso de amargura, de tristeza en el corazón al ir «en busca de semillas de dolores a cual más estériles»[22]. El ser humano jamás alcanzará por ese camino la felicidad, que es algo más consistente y que tiene más contenido que un mero placer. La felicidad, escribe san Agustín es «tener todo lo que se desea y no desear nada malo»[23]. Aunque tengamos todo lo que deseamos si esto es algo malo, no seremos felices. Y esta afirmación está muy clara, porque, como ya hemos dicho antes, Dios nos 19
  • 20. ha creado para Él. Por consiguiente, si entregamos nuestro corazón a algo malo, contrario, por tanto, a Dios, no nos dará la felicidad por mucho que lo hayamos deseado e intentado, por mucho que satisfaga nuestras pasiones. La felicidad plena solo la puede dar Dios[24], que es el sumo bien[25]. Lo peor que se puede señalar sobre esta pretendida felicidad es que no puede ser duradera: no hay verdadera felicidad si no es para siempre, dice san Agustín[26]. Ningún placer por grande que sea nos puede hacer felices sabiendo —como sabemos— que se va a acabar. La muerte termina con todo. La muerte, esa terrible realidad, que la sociedad actual intenta convertir en un tema tabú, del que nunca se debería hablar, está ahí, nos guste o no[27]. Esta vida es una carrera hacia la muerte, que puede ser más o menos temprana, o que ha de pasar antes por la penosa vejez. Los años cumplidos no son una suma sino una resta; no se añaden a los anteriores, sino que, desaparecidos, nos van restando de lo que nos queda antes de llegar al final[28]. La lucha contra el pecado Por tanto, este mal tan grande que es el pecado hay que combatirlo con todas nuestras fuerzas. Para ser buen cristiano, se necesita una lucha fuerte y continua contra el pecado; y esta es una lucha dura, a veces, muy dura. Pero no es una lucha contra otros, y tampoco es una mera lucha contra el diablo, sino más bien contra nosotros mismos, contra el mal que hay en nosotros mismos[29]. Porque la tragedia del hombre es la de una continua guerra en su corazón, «de sí mismo contra sí mismo»[30]; de las tendencias malas que hay en nosotros contra las buenas. Formas y duración de esta lucha «Ahora que la carne codicia contra el espíritu y el espíritu contra la carne[31], lucha en nosotros la muerte, y no hacemos lo que queremos. ¿Por qué? Porque nosotros quisiéramos que no hubiera en absoluto apetencias desordenadas, y no podemos lograrlo. Queramos o no, las tenemos; nos provocan blanda y amorosamente, nos halagan, nos aguijonean, nos malean, se rebelan. Se las reprime, mas sin extinguirlas. ¿Hasta cuándo durará esta codicia de la carne contra el espíritu y del espíritu contra la carne?»[32]. Mientras vivimos, así tiene que ser. ¿Qué queréis?, ¿que no haya ni sombra de malas tendencias en vosotros? Pero esto no se puede conseguir. Continuad, pues, la guerra y esperad el triunfo: «Es el de ahora tiempo de luchar»[33]. Como se ve en estos textos tan significativos, son diversas las pasiones o malas inclinaciones que nos tientan. Hay algunas pasiones que nos provocan blanda y amorosamente, como la pereza, que nos inclina siempre a querer dejar para después lo que tenemos obligación de hacer ahora, y la sensualidad, que nos apega excesivamente a todo lo que nos agrada, como la comida, la bebida y el plácido descanso, y que nos pueden llevar a apartarnos del amor que le debemos a Dios, a nosotros y al prójimo; otras nos halagan, como la vanidad, que busca el aplauso de los demás; o nos aguijonean, como la lujuria, que solicita nuestra colaboración para conseguir el placer 20
  • 21. sexual; otras, contienen una cierta rebeldía, como la soberbia, el orgullo, que hace de cada uno de nosotros un ídolo al que todo el mundo tiene que adorar, o la ira que a nadie deja en paz en nuestro entorno familiar o social. También hay un tipo de maldad muy especial, que consiste en la tendencia que tenemos a acomodar nuestra manera de pensar a nuestra conducta, acallando la voz de la conciencia para evitar así sus acusaciones. Es hoy en día muy frecuente en temas como el de los negocios sucios a causa de la codicia, el aborto o la violación del pacto conyugal, etc. En todos estos casos puede suceder que cuando no se vive como se piensa se acaba pensando según se vive. Poco a poco, la persona, que antes estaba convencida de que alguna de esas conductas era mala, va acomodando su manera de pensar a su manera de actuar; a fuerza de practicar el mal, se llega a ver lo que es pecaminoso, primero como no tan malo, después como no malo, hasta llegar a verlo incluso como bueno. Las protestas de la conciencia, que siguen resonando en el fondo del alma, se las procura acallar con diversas excusas: todo el mundo lo hace, no es para tanto, la Iglesia está anticuada y muy atrasada, etc. Esto es muy peligroso, porque entonces no hay ninguna o poca oposición dentro del sujeto frente al mal o un determinado mal. Debido a ello se cometen los pecados en una serie frecuente y continua, que solo Dios sabe hasta dónde puede llegar. Ninguna de estas pasiones se puede dominar sin controlar los sentidos y la imaginación, que son como puertas a través de las cuales entran los estímulos que excitan las malas inclinaciones. Ese control es un trabajo ascético del todo necesario, sin el cual todos los otros medios empleados en la lucha contra el mal resultan inútiles e ineficaces. Respecto de la duración de esta lucha, el Doctor de la gracia no puede ser más claro: mientras dura esta vida terrena ha de durar la lucha contra el mal[34]. La falsa paz Cada ser humano es un mundo distinto, y, mientras hay algunos metidos en esa lucha hasta el cuello, quizá alguno piense que no hay ninguna guerra dentro de sí. Pero si en nosotros nada hay que resista a los malos deseos, si no hay guerra en el ser humano, puede ser debido a que se ha pactado una paz vergonzosa con las malas inclinaciones. Entonces hay paz en el ser humano, pero es una paz falsa. Hay paz porque se cede a todo o casi todo lo que piden las malas tendencias, porque se ha producido una entrega con armas y bagajes al enemigo[35]. Pero «mejor es la guerra, nos advierte san Agustín, con la esperanza de la vida eterna, que el cautiverio sin libertad. (…). Mas, aunque —o que Dios no permita— no esperáramos tan gran bien, deberíamos siempre preferir el combate, aunque sea duro, a ceder al dominio de los vicios sin resistencia»[36]. La ayuda del Espíritu Santo Lo primero que se ha de advertir es que la misericordia de Dios no consistirá en que no tengamos tentaciones, sino en que, porque Él es fiel, no permitirá que seamos 21
  • 22. tentados por encima de nuestras fuerzas (1 Cor 10, 13)[37]. Pero ante la dureza y persistencia con que a veces se vive esta lucha interior puede producirse la tentación del desaliento. San Agustín nos dice que no estamos solos en esa lucha, pues tenemos una gran ayuda: «Es el Espíritu de Dios quien pelea en ti contra ti, contra lo que hay en ti contrario a ti. Porque tú no quisiste sostenerte firme junto al Señor, y caíste y te rompiste; te rompiste como vaso cuando desde la mano se nos cae al suelo. Y como estás hecho pedazos, tú mismo eres contrario a ti mismo; estás enfrentado contigo mismo. No haya en ti nada contrario a ti, y te mantendrás entero. (...). Fue tu Redentor el que te dio el Espíritu con que has de mortificar los siniestros de la carne. (…). No son hijos de Dios si no son conducidos por el Espíritu de Dios. Pero si son conducidos por el Espíritu de Dios, luchan, porque tienen en Él un refuerzo soberano. Dios, en efecto, no está de mirón cuando luchamos»[38]. Resultado de esta lucha en el tiempo y en la eternidad En esta vida hemos de tratar de conseguir la mayor santidad posible, que nunca será perfecta, con nuestro esfuerzo y con la gracia de Dios: «Aquí (en este mundo) la justicia consiste en que Dios mande al hombre obediente; el alma, al cuerpo, y la razón, a los vicios, aunque se rebelen, o venciéndolos o resistiéndolos; y la justicia también consiste en que se pida a Dios la gracia del mérito, el perdón de los pecados y se le den gracias por los bienes recibidos»[39]. Para al final se vislumbra, a la luz de la fe, la paz plena y perfecta: «Cuando hayamos ya andado el camino y arribado a la patria misma, ¿qué cosa podrá haber más alegre para nosotros y qué cosa podrá haber más feliz? No habrá paz ni tranquilidad mayores; no experimentará jamás ya el hombre rebeldía alguna»[40]. Concluyamos diciendo que la lucha contra el mal que hay en nosotros es el primer grado de ascesis; es decir, el primer medio o instrumento que se ha de poner en práctica para ser buenos cristianos. Es duro, trabajoso y poco atractivo, pero es del todo necesario. Es el primer peldaño de la escalera con la que se asciende hasta la santidad. [1] Cf. De gr. et lib. arb. 1, 1-2, 4; De lib. arb. 2, 1-8. [2] Cf. Conf. 1, 3, 3-4; 12, 16, 23; De nat. boni 1; 12-13. [3] Cf. De civ. Dei 22, 30, 1; En. in ps. 85, 24. [4] Conf. 1, 1, 1. [5] C. Faustum 22, 27. 22
  • 23. [6] Cf. De lib. arb. 2, 19, 53; De div. q. ad Simp. 1, 2, 18. [7] Se cite o no a san Agustín, esta visión sigue estando de actualidad, por ejemplo, cf. D. LAFRANCONI, «Pecado», en F. COMPAGNONI, G. PIANA, S. PRIVITERA, M. VIDAL (Dirs.), Nuevo Diccionario de Teología Moral, Madrid 1992, 1353-1361. [8] Cf. Conf. 3, 7, 12; En. in ps. 11, 13. [9] Cf. De lib. arb. 2, 19, 53; De div. quaest. 30. [10] Cf. De civ. Dei 14, 13, 1. [11] Cf. Conf. 13, 8, 9. [12] Cf. De civ. Dei 14, 15, 2. [13] Id. 4, 3. [14] Cf. Conf. 1, 12, 19. [15] Id. 2, 1, 1. [16] Id. 2, 2, 2-4; 11, 29, 39. [17] De civ. Dei 14, 13, 1. [18] Cf. Ss. 47, 7; 71, 19. [19] Cf. S. 29 A, 3. [20] Cf. De div. quaet. Simpl. 1, 2, 18; S. 293, 7. [21] Cf. Conf. 13, 8, 9. [22] Id. 2, 2, 2. [23] De Trin. 13, 5, 8. [24] Cf. De civ. Dei 4, 25; 9, 17. [25] Cf. De mor. eccl. cat. 1, 8, 13. [26] Cf. De Trin. 13, 8, 11; 20, 25. [27] Cf. S. 97, 2. [28] Cf. De civ. Dei 13, 10. [29] En. in ps. 143, 5. [30] Conf. 8, 11, 27. [31] La carne y el espíritu, según la terminología paulina, significan las tendencias malas y las buenas, respectivamente. Unas y otras pueden ser espirituales y corporales. [32] S. 128, 11. [33] Id. [34] Cf. S. 128, 11. [35] Cf. S. 30, 4. [36] De civ. Dei 21, 15. [37] Cf. S. 46, 12. [38] S. 128, 9. [39] De civ. Dei 19, 27. [40] In Io. ev. 34, 10. 23
  • 24. 2. SEGUNDO GRADO DE ASCESIS: DESDE LA DISPERSIÓN Y DIVISIÓN DEL CORAZÓN A LA INTERIORIDAD Y UNIFICACIÓN INTERIOR La dispersión Las malas consecuencias que acarrea el pecado no acaban en lo que hemos dicho antes. Es útil que consideremos algunas otras, como la dispersión del alma y la división del corazón, que san Agustín juzga como muy negativas. La persona que no ama a Dios ni a los hermanos, suele ser también una persona volcada totalmente hacia las cosas y acontecimientos exteriores. Ni quiere ni apenas puede entrar dentro de sí mismo para reflexionar sobre la orientación moral y religiosa de su vida. No quiere, porque le da miedo, encontrarse consigo mismo y ver cómo tiene su casa interior, toda desmoronada, sin orden ni concierto, esclavo su corazón de los vicios y sin los valores morales que dan sentido a la existencia y realizan a la persona. Casi no puede volverse sobre sí mismo porque, absorbido por las cosas materiales, externas a él, ha perdido casi la capacidad de hacerlo porque nunca lo ha hecho, porque sus facultades están oxidadas, inhábiles, por falta de ejercicio en este campo de la vida interior. Hay tantos grados de dispersión o disipación como grados en el alejamiento de Dios. El más extremo y grave es el que describe san Agustín refiriéndose a la situación que él mismo padeció antes de su conversión: (...) «me agitaba, y derramaba, y esparcía, y hervía con mis fornicaciones, y Tú callabas, oh tardo gozo mío»[1]. Y en otro pasaje dice: «De esa manera llega el hombre a verse disipado en los asuntos y negocios temporales; sus pensamientos, que son las entrañas íntimas del alma, se ven despedazados por tumultuosos y tensos conflictos de encontrados afectos, y toda su vida interior convertida en un espantoso desorden y destrucción»[2]. La causa de todo esto viene de los afectos desordenados; se debe a que el corazón está apegado demasiado a las cosas materiales y temporales. Ya que estas cosas mundanas tan ambicionadas, resultan ser una sombra fugitiva, una vanidad, un mundo que fluye con la arrebatadora corriente del tiempo, y engañan al ser humano, cautivándole con sus miserias y sus falaces deleites, porque ni satisfacen ni permanecen, sino que atormentan; el mismo amor con que se las ha amado se convierte en suplicio para el amante[3]. 24
  • 25. Hay otro grado de dispersión no tan grave; es el que padece la mayor parte de los seres humanos, aunque no sean malos; incluso los santos padecen este grado de dispersión en ocasiones, aunque ellos procuran centrarse en Dios todo lo más que se puede en esta vida mortal. En efecto, «la existencia cotidiana se ve aturdida por todos lados con el ruido de muchas cosas. Cosas, de ordinario, insignificantes y despreciables, con las que es tentada todos los días nuestra curiosidad y en las que caemos de continuo»[4]. «Por los sentidos, se filtra la variedad multiforme de las hermosuras corporales y con un tumulto de afectos efímeros arrancan a la persona humana de la unidad de Dios. Con un tumulto de afectos efímeros: de aquí se origina una abundancia trabajosa y, por así decirlo, una copiosa penuria, ya que son muchas las cosas que atraen nuestra atención, pero que nos empobrecen en los valores morales; y esto sucede mientras la persona corre en pos de esto y de lo otro y de lo de más allá, y todo se le escurre de las manos»[5]. La dispersión incapacita o hace difícil al ser humano la consideración y valoración de las cosas espirituales, de las cosas de Dios. Debilita o anula la percepción de los grandes valores de la vida; disminuye la sensibilidad para advertir la gravedad del pecado como ofensa a Dios, así como para valorar la grandeza y belleza de la vida de gracia en amistad con Él. En las personas corrientemente religiosas y aun piadosas, la dispersión, que no será tan grave, impide o dificulta el crecimiento de la vida cristiana, que se debe obtener por los medios que se utilizan en el trabajo de alcanzar ese crecimiento, tales como la eucaristía, la oración, la meditación, la lectura espiritual y recepción de los otros sacramentos, etc. En los consagrados a Dios, además de estas malas consecuencias, la dispersión suele provocar un defecto muy pernicioso y bastante frecuente, esto es, el activismo, que consiste en desarrollar una gran actividad, en hacer muchas cosas, mayormente buenas, pero no por Dios, lo cual provoca la sequedad del alma y el empobrecimiento paulatino de la vida cristiana y religiosa. La división del propio ser Otra perspectiva, causa y a la vez compañera de la dispersión, es la división del propio ser. Esta división proviene de los múltiples y encontrados afectos desordenados que padece el pecador por sus graves pecados, y aun la persona que no es mala, pero que está muy lejos de una auténtica vida cristiana. Por eso escribe san Agustín, refiriéndose a sí mismo: «Que Tú, Señor, me seas dulce, dulzura sin engaño, dichosa y eterna dulzura, y me recojas de la dispersión en que anduve dividido en fragmentos cuando, alejado de ti, uno, me desvanecí en el mundo de la multiplicidad»[6]. Esto es debido a que los afectos tiran de la persona en diferentes direcciones, que son las distintas tendencias o apetitos que la dominan. Esto hace que esté fragmentada por dentro, que no goce de armonía y tranquilidad en su interior; su corazón dividido sufre una penosa situación que, además, supone un alejamiento o desemejanza con Dios, que tiene y es la perfecta armonía, el orden mismo y la consumada unidad[7]. El peligro de la tibieza en la vida cristiana 25
  • 26. Es necesaria la lucha contra esta dispersión del alma y división del corazón, que tanto daño nos hace, que son efecto del pecado y caldo de cultivo del pecado. Pero hay otro enemigo de la vida cristiana, que pasa más desapercibido, y es la tibieza o, lo que es peor, el abandono progresivo de la vida cristiana en algunos casos o de la vida espiritual en otros. San Agustín nos alerta contra este insidioso enemigo de nosotros mismos: «Avanzad, hermanos míos; examinaos continuamente sin engañaros, sin adularos ni pasaros la mano. Nadie hay contigo en tu interior ante el que te avergüences o te jactes. Allí hay alguien, pero a ese le agrada la humildad; sea Él quien te ponga a prueba. Pero hazlo también tú mismo. Que te desagrade siempre lo que eres si quieres llegar a lo que aún no eres, pues donde encontraste agrado, allí te detuviste. Cuando digas: “es suficiente”, entonces pereciste. Añade siempre algo, camina continuamente, avanza sin parar; no te detengas en el camino, no retrocedas, no te desvíes. En resumen: quien no avanza, está detenido; quien vuelve al lugar de donde había partido, retrocede»[8]. La llamada de Dios Desde la situación de pecado, de dispersión del alma y de división del propio ser, de la informidad de la tibieza, Dios te llama a la conversión, a la interioridad, al encuentro contigo mismo, a la unificación de tu ser, de tu persona, a un mayor fervor en tu vida cristiana. Es un segundo grado de ascesis en continuidad con el anterior. La llamada consiste en una invitación de Dios al ser humano para la realización de la santidad en su propio ser; santidad que es la conformidad con la imagen divina que Dios nos imprimió en nuestro interior al crearnos. No es el hombre quien se llama a sí mismo, por más que sienta dentro de sí un deseo de volver a Dios; no es suficiente cualquier estímulo exterior: unas palabras, un libro, un acontecimiento; aunque a veces todo esto juegue un papel muy importante, y sea, a su vez, gracia divina. Es Dios quien llama con una voz que ilumina, mueve y atrae[9]. Esta voz ha sonado constantemente en el corazón del ser humano durante la dispersión y división del corazón, pero no ha podido ser escuchada, porque el oído íntimo del alma no estaba en condiciones de escucharla[10]. Y es que esa voz de Dios no puede captarse cuando se escucha el estruendo de las cosas proveniente del exterior. Por eso, es preciso crear dentro de nosotros una zona de silencio controlando los sentidos y la imaginación. La interioridad «Tú eres, Señor, tú que estás presente en nosotros, y nos has creado, tú eres el que llamas»[11]. Pero «el ruido de las imágenes corporales aturdía con frecuencia los oídos de mi corazón, que procuraba yo aplicar, oh dulce verdad, a tu interior melodía, deseando oír tu voz y estar en ti (...); pero, no podía, porque las voces de mi error me arrebataban hacia fuera y con el peso de mi soberbia caía de nuevo en el abismo»[12]. Nuestras malas tendencias o nuestros errores nos arrebatan hacia fuera de nosotros mismos y, con el peso de nuestros afectos desordenados, caemos de nuevo en la dispersión del alma y en la división del corazón. 26
  • 27. Pero una y otra vez oímos la voz de Dios que nos llama: «Volved al corazón. ¿Qué es eso de ir lejos de vosotros y desaparecer de vuestra vista? ¿Qué es eso de ir por caminos de soledad y vida errante y vagabunda? Volved. ¿Adónde? Al Señor, dices. Es pronto todavía. Vuelve primero a tu corazón: como en un destierro andas errante fuera de ti. ¿Te ignoras a ti mismo y vas en busca de quien te creó? Vuelve, vuelve al corazón»[13]. Seguramente que nos habrá sorprendido en esta llamada de Dios que el itinerario hacia Él tenga antes que pasar por el corazón. Este aparente rodeo es una característica de la espiritualidad de san Agustín: hay que buscar y encontrarse con Dios dentro del hombre interior. Son tres los pasos fundamentales que hay que dar para llegar hasta Dios: 1º) superar la dispersión padecida a causa de las cosas exteriores y mudables; 2º) por la vía de la interioridad encontrarse consigo mismo; 3º) desde la interioridad a la trascendencia, al Dios inmutable: «No quieras, pues, derramarte fuera, entra dentro de ti, porque en el interior del hombre habita la verdad; y si hallares que tu naturaleza es mudable, sube con el pensamiento más allá de ti mismo, hasta el Dios inmutable»[14]. Examinemos con más detenimiento el camino de la interioridad partiendo del hecho de que el corazón humano ama continuamente unas cosas y otras, como abeja de flor en flor, tratando de encontrar la dulzura, la felicidad de la vida, que, en definitiva, nada ni nadie puede darle sino Dios. Para ser de veras feliz hay que encontrar a Dios. Pero, ¿cuál es el camino correcto que nos ha de llevar hasta Él? Si se reflexiona un poco, enseguida se advierte que las cosas exteriores, aunque muchas de ellas sean bellas, son deleznables; al ser materiales, su semejanza con Dios, que es espíritu puro, es muy reducida, y la presencia de Dios en ellas, aunque es innegable, no será tan intensa como la que se da en otros seres superiores, por ejemplo, en el alma humana, que sí es espiritual. Aunque las cosas que componen la creación sean reflejo de las perfecciones de Dios y sirven, según san Agustín[15], para llegar Él, no son sin embargo el mejor camino, según afirma el mismo san Agustín[16]. El salto directo hasta Dios es entonces demasiado alto, por eso enseña que, dejando de lado las cosas exteriores y materiales, hay que entrar primero en el interior de uno mismo, desde el cual, como si fuera una escalera, se puede más fácilmente subir hasta el Señor. El encuentro consigo mismo facilita el encuentro con Dios. Nuestra alma, creada a imagen y semejanza de Dios, posee un parecido mucho mayor con Él que el que tienen las cosas materiales, por hermosas y buenas que sean. La presencia de Dios en nosotros es mucho más intensa, aunque a la vez esté velada y escondida a los ojos orgullosos y frívolos. Pero, por eso, hay que apercibirse de esa presencia, hay que saber encontrarla y no hacer de nosotros el final del recorrido. Muchos, como algunos pensadores y filósofos, se quedaron ahí, no pasaron de su interior y no encontraron a Dios, quizá porque ni siquiera lo buscaban, deseosos como estaban de su propia gloria y no de la del Señor. Por tanto, para llegar a Dios has de ir también más allá de ti mismo. Se ha de intentar, con la mente impulsada por el deseo de Dios, pasar sobre uno mismo. ¿Hacia dónde? ¿Hacia arriba, hacia abajo? ¿Hacia dónde? La respuesta nos la da san Agustín: «Tú, Señor, estás dentro de mí, más interior que lo más íntimo de mí mismo, y más elevado que lo más alto de mí mismo»[17]. 27
  • 28. La sinceridad No hay que apresurarse demasiado, y antes de pasar adelante y hacia arriba, hacia la unión con Dios, hay que detenerse para ver antes si en el alma, si en el corazón, están las cosas como deben estar, porque, de lo contrario, habrá grandes dificultades para encontrarnos con Él. Y esto lo hemos de hacer con toda sinceridad. No con el fin masoquista de fustigarse inútil y cruelmente, sino con el afán de sanear las más profundas disposiciones y deseos para encontrarse con Dios dentro del propio ser. No es bueno el masoquismo, pero tampoco lo es engañarse a sí mismo no reconociendo los propios fallos y defectos. A Dios nada se le puede ocultar. Pero nada hemos de temer de Él si acudimos a Él con humildad y confianza: «Si tratamos de cambiar nuestro corazón hagámoslo delante de Él. (...) Escondes tu corazón a los hombres; escóndeselo a Dios, si puedes. ¿Cómo se lo esconderás a Aquel de quien dijo el salmista: ¿Adónde iré lejos de tu espíritu y adónde huiré de tu rostro? (Sal 139 [138], 7). Buscaba a donde huir para evadirse del juicio de Dios y no lo encontraba. ¿Dónde no está Dios? Si subo al cielo, allí está; si desciendo al infierno, está presente (Sal 139 [138], 8). ¿Adónde has de ir, adónde huirás si intentas escapar de Él? ¿Quieres oír un consejo? Si quieres huir de Él vete a Él. Vete hacia Él confesando, no ocultándote de Él. No puedes ocultarte, pero sí confesar. Dile: Tú eres mi refugio (Sal 32 [31], 7); así fortalecerá en ti el amor, que es lo único que conduce a la vida»[18]. El reconocimiento, pues, de los propios pecados, grandes o pequeños, es el primer paso que se ha de dar para que la persona sea saneada de ellos y se disponga a la unión con Dios. Como nos enseña el Evangelio, «Cristo está dispuesto a perdonar, pero a quienes reconocen sus pecados, no a los que se defienden y se excusan a sí mismos y se jactan de su virtud y se creen algo, siendo nada. Y el que anda en su amor y en su misericordia, libre ya de aquellos pecados graves y mortales, como crímenes, hurtos, adulterios, fornicaciones, robos, odios y venganzas graves, no por eso deja de reconocer con sinceridad los pecados pequeños, como son los de la lengua, las impaciencias, los enfados, las envidias o la falta de moderación en cosas lícitas, ya que muchos pecados pequeños, cuando se descuidan, matan»[19]. El desorden y el orden en el amor Los afectos desordenados, que son la causa de muchos pecados graves y leves, y que tiran de nuestro corazón en distintas direcciones, hacen que en él no haya armonía, unidad y paz. Tu corazón estará ordenado y pacificado si todos sus afectos están unificados alrededor de un centro de amor que debe ser Dios. Dice san Agustín: «Menos te ama, Señor, aquel que ama muchas cosas y no las ama por ti»[20]. No es, pues, malo que se amen muchas cosas con tal de que se amen por Dios. A las personas (también a las cosas), hay que amarlas como un regalo de Dios. Se las ama por Dios queriendo para ellas lo que la voluntad divina quiere, deseando para ellas el mayor bien que se les puede desear: el bien sumo que es Dios. No precisamente los bienes de este mundo, sino Dios. 28
  • 29. Una situación muy mala es el de la persona que tiene grandes afectos desordenados que luchan entre sí para ocupar el centro de su corazón; en esta persona no puede haber unidad sino desgarro y división en su interior. Uno de ellos es el del libertino del sexo, que se entrega a los placeres carnales en cualquier ocasión que se le presenta. Este vive vacío porque en esa conducta no hay ni puede haber amor, y el ser humano sin amor vive vacío por dentro. Otro caso es el del que tiene un gran afecto desordenado a su propia imagen social, a su fama; a este tal le será muy difícil el amor a Dios. Otro caso, frecuente por desgracia, es el del casado que ¿quiere? a su cónyuge y más aún a sus hijos, pero tiene amores con otra persona. Desde el punto de vista psicológico, posiblemente sea este el caso que más hondamente puede lacerar al alma y corazón humanos. Pero, cristianamente hablando, ¿no será peor que todos esos casos el de aquel que tiene el corazón, lleno de egoísmo, conquistado y ocupado por el afán de las riquezas? ¿Y no será el más malo de todos el corazón en el que anida el rencor, el odio, la fría decisión de hacer daño, quién sabe si de matar? Por amar exageradamente los bienes temporales vienen los grandes traumas cuando esos bienes nos son arrebatados. Cuando aquellas cosas, en que se había puesto un afecto tan grande y desproporcionado para su escaso valor desaparecen, vienen las crisis personales, las decepciones llenas de amargura. Todas estas cosas que hemos mencionado, unas más, otras menos, dificultan el encuentro con Dios en el interior del ser humano. Se necesita un gran trabajo ascético, esto es, decir que no a muchas cosas apetecibles, para que no se amen más de lo que se merecen, para que no se ame más lo que debe ser amado menos, para que no se amen más que a Dios. Se necesita, pues, un gran esfuerzo ascético, de purificación de todos los amores, para que no se desordenen, y así se puedan centrar en Dios directa o indirectamente amando por Dios todo lo que se ama. Porque «estamos invitados a no amar lo que no puede amarse sin malas consecuencias ni turbación. Así lograremos un maravilloso dominio sobre las cosas. Así ya no seremos unos posesos de las cosas, sino poseedores de ellas. Mi yugo, dice el Señor, es suave (Mt 11, 30). Quien se somete a Él, tiene sumisas todas las cosas»[21]. Es el señorío que ejercen los santos sobre los bienes de este mundo, incluso sobre los acontecimientos, buenos o malos: todo lo tienen bajo sus pies, nada les subyuga, lo dominan todo, si bien ellos se someten gustosamente al señorío de Dios. Si se está liberado de todas esas esclavitudes, entonces el corazón habrá alcanzado un cierto grado de unificación. Si se aman las cosas según la voluntad de Dios, que se refleja en el valor que a cada una de ellas les ha dado y, sobre todo, en sus mandamientos, entonces, no solo agrada a Dios, sino que, además, la vida interior estará unificada, centrada en Él. En cuyo caso, la unificación de la interioridad sintonizará fácilmente con Dios, que es la perfectísima unidad[22]. En una sublime oración san Agustín suplica a Dios: «Porque Tú eres el único, el sumo y verdadero bien. Que no me aparte más de ti hasta que, recogiéndome, cuanto soy, de esta dispersión y deformidad, me conformes y me confirmes eternamente, ¡oh Dios mío, misericordia mía!»[23]. 29
  • 30. Esa unificación del interior es un camino regio, volvemos a insistir, el que mejor conduce a la unión con el Creador. Aunque quizá pueda parecer extraño, para llegar a la unión con Dios el camino más recto es el que hace el rodeo de pasar de la manera debida por el interior de uno mismo. Allí, más interior que lo más íntimo del ser humano, está el Señor. Pero, para descubrirlo y encontrarse con Él, es necesario tener dominadas las pasiones, purificar el corazón de los amores desordenados y centrar todo el amor en Él. La lucha para cambiar la dispersión del alma por la actitud de la interioridad, la tibieza por el fervor, y la división del corazón por su unificación, es el segundo grado de ascesis, el cual es necesario para vencer el mal, para adelantar en la vida cristiana, en la vida espiritual hacia la unión con Dios, hacia la santidad. [1] Conf. 2, 2, 2. [2] Id. 11, 29, 39. [3] Cf. De v. rel. 20, 40. [4] Conf. 10, 35, 57. [5] De v. rel. 21, 41. [6] Conf. 2, 1, 1. [7] Cf. De v. rel. 55, 113. [8] S. 169, 18. [9] Cf. Conf. 12, 11, 11-13. [10] Id. 4, 15, 27. [11] Id. 9, 8, 18. [12] Id. 4, 15, 27. [13] In Io. ev. 18, 10. [14] De v. rel. 39, 72. [15] «Dije entonces a todas las cosas que están fuera de las puertas (los sentidos) de mi carne: ¡Decidme algo de mi Dios, ya que vosotras no lo sois; decidme algo de Él! Y exclamaron todas con grande voz: ¡Él nos ha hecho! Mi pregunta era mi mirada, y su respuesta, su belleza» (Conf. 10, 6, 9). [16] Cf. De v. rel. 39, 72. [17] Conf. 3, 6, 11. [18] In Io. ep. 6, 3. [19] Cf. In Io. ev. 12, 14. [20] Conf. 10, 29, 40. [21] De v. rel. 35, 65. [22] Cf. De v. rel. 55, 113. [23] Conf. 12, 16, 23. 30
  • 31. 3. TERCER GRADO DE ASCESIS: LA VIRTUD DE LA HUMILDAD El trabajo ascético con nosotros mismos La ascesis que hasta este momento hemos puesto en práctica ha intentado despegar el corazón, el alma, de los afectos desordenados a las cosas, para llegar al recogimiento interior, al encuentro consigo mismo y a la unificación del corazón, preparando ya el encuentro con Dios. Nuestra tarea consiste ahora en un trabajo ascético más delicado y más difícil todavía: el de superar la egolatría, la adoración de nosotros mismos, y despegarnos del afecto desordenado a nuestro propio yo para centrarlo únicamente en Dios, mediante la humildad, en primer lugar, y, en segundo y definitivo lugar, mediante la elevación de las intenciones de nuestras acciones en nuestra vida diaria. En qué consiste la virtud de la humildad El Hijo de Dios hecho hombre y nacido en un pesebre, dentro de una familia pobre, que trabajó con sus manos, que llevó siempre una vida sencilla, que lavó los pies a sus discípulos en la noche de su despedida, y que murió desnudo en una cruz, nos enseñó de esa manera tan intensa una virtud desconocida hasta entonces por la humanidad, que no se encuentra en ningún libro de los paganos; es la virtud de la humildad[1]. El mismo Cristo nos mandó practicar esta virtud diciendo: Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29). No es, pues, extraño que san Agustín dé tanta importancia a la virtud de la humildad. Y, sin embargo, esta virtud no está de actualidad en la pastoral actual. Rara vez se predica de la misma y en muy raras ocasiones se escribe sobre la humildad en los libros actuales de espiritualidad. Al contrario, san Agustín, con fortísimos apoyos bíblicos y teológicos, dice que esta virtud es algo fundamental en la vida cristiana. En efecto, dice que «si la humildad no precede, acompaña y sigue todas nuestras buenas acciones, poniéndola delante para que la miremos, y junto a nosotros para que nos unamos a ella, y sobre nosotros para que nos sirva de freno, todo queda arruinado por obra de la soberbia»[2]. ¿Qué es la humildad? Por lo menos es muy fácil saber quién no es humilde: el que se cree más que los demás, el que se alaba a sí mismo, el que piensa ser 31
  • 32. y quiere ser el primero en todo, sobresaliendo por encima de los demás. Entonces, ¿tenemos que creer de nosotros que somos muy malos cuando no lo somos tanto?; ¿tenemos que tener mala opinión de nosotros y despreciarnos? No. No se te manda que seas menos de lo que eres, sino piensa de ti la verdad, lo que efectivamente eres; ni más ni menos[3]. En consecuencia, dice san Agustín que «la humildad responde de la verdad, y la verdad, de la humildad»[4]. Y, pasados unos siglos, nos dirá santa Teresa algo muy parecido, esto es, que la «humildad consiste en andar en verdad»[5]. Dentro de la auténtica noción de la virtud cristiana de la humildad cabe perfectamente la autoestima, que tanto pondera la psicología actual como valiosa y necesaria para alcanzar el equilibrio y la madurez personales. Saber que eres persona te debe producir una gran autoestima, puesto que debido a ello eres imagen y semejanza de Dios Trinidad. La humildad solo está en contra de cualquier mentira sobre nosotros mismos. La humildad, insisto, no se opone a la autoestima que te debes a ti mismo como a imagen y semejanza de Dios que eres por ser persona, sino a la mentira que te lleva a pensar y actuar como si el ser persona y demás cualidades no lo hubieras recibido todo de Dios[6]. Eso es la soberbia. Todo lo que tenemos, originariamente, lo hemos recibido de Dios. Lo mismo que el riachuelo en el que no fluiría su agua corriente si no la recibiera de su fuente, así nosotros hemos de ser conscientes de que nuestro ser ni siquiera existiría si no lo hubiéramos recibido de Dios. Tampoco se opone la humildad al reconocimiento de los avances, realizaciones y superaciones en la virtud o cualquier otra cosa valiosa que hayas conseguido con tu esfuerzo y utilizando las facultades y cualidades que se contienen en tu naturaleza humana. Sí se opone a la humildad la afirmación de ti mismo como la causa única o principal de todo ello, y, sobre todo, las victorias sobre el mal y la consecución de las virtudes con que obtenemos la salvación[7]. Eso, como dice el Doctor de la gracia, no solo no sería humildad sino pura herejía pelagiana. Hemos de tener muy claro que todas esas cosas buenas nos vienen, originaria y principalmente, de Dios. La humildad también se opone al no reconocimiento de tus defectos, errores y pecados. Eso de negarlos en tu fuero interno o en tu relación con los demás no es humildad sino soberbia, vanidad, amor propio. La autoestima ha de tener un fundamento verdadero y duradero, se debe apoyar en la verdad. Una autoestima constructiva y realizadora de la persona reconoce las propias faltas y defectos como primer paso necesario para corregirlos y fundamentar una auténtica y sólida autoestima, desde la convicción que el cristiano debe tener de que sus fallos o sus aspectos negativos morales solo se corrigen con la ayuda de la gracia de Dios, lo mismo que, según hemos dicho, la adquisición de las virtudes, la perfección y la salvación[8]. Pero, aun reconociendo todo esto, nuestra autoestima ha de ser grande, muy grande, ya que somos personas que, además de poseer todas las cualidades naturales regaladas por Dios, poseemos también los dones sobrenaturales adquiridos por Cristo y recibidos por medio del Espíritu Santo. Y estos dones son una propiedad nuestra tanto más segura cuanto más confiamos en la fidelidad de Dios, que nunca se desdice de la donación de los mismos. Más seguros están en sus manos de generoso y fiel dispensador que si lo 32
  • 33. estuvieran en las mías de interesado poseedor[9]. De donde nace una autoestima de la mejor calidad. Porque no hay mejor autoestima que la que nace de saberse amados de Dios. La maldad de la soberbia La relación tan estrecha que tiene la humildad con la verdad, que es similar, aunque contraria, a la que tiene la soberbia con la mentira sobre nosotros mismos, hace que estas dos actitudes, la humildad y la soberbia, tengan efectos tan contrapuestos: «La humildad es propia de los que de veras son grandes; la soberbia, en cambio, es la falsa grandeza de los que en realidad son poca cosa; cuando la soberbia se adueña del alma, levantándola, la derriba; inflándola, la vacía; y extendiéndola, la disipa y la hace desvanecerse. El humilde no puede hacer daño a nadie; pero el soberbio no puede menos de estar causando daño y haciendo sufrir a los demás»[10]. «La soberbia contiene una gran malicia, la primera de todas, el principio, el origen y la causa de todos los pecados»[11]. Y añade profundamente: «La soberbia arrojó a los ángeles del cielo e hizo al diablo»[12]. Es decir, que el diablo es un ángel pero con soberbia; este pecado fue lo que le convirtió de ángel en diablo. De ahí le viene la envidia a los seres humanos, que si son humildes permanecen junto a Dios y son amigos de Dios[13]. Lo malo fue que el diablo transmitió la soberbia a los primeros seres humanos y, después, a todos los hombres malos[14]. Todos los seres son buenos por creación de Dios, pero a causa de la soberbia se instala el mal en el diablo y en los hombres, constituyendo en ellos en cierto modo una segunda naturaleza, que ya no es tan buena, que es amiga de la mentira, que no quiere reconocer lo que de verdad le debe a Dios[15]. Comentando el texto bíblico, el principio de todo pecado es la soberbia (Eclo 10, 13), dice san Agustín, la soberbia es la causa de la mala voluntad[16]; «es el manantial de todas las enfermedades (del alma) porque la soberbia es el manantial de todos los pecados»[17]; origen del odio y de la resistencia a la verdad[18], madre de todas las herejías[19] y la primera apostasía[20]: «Cura la soberbia y ya no existirá iniquidad alguna»[21]. La soberbia es el único pecado que tiene la capacidad perversa de introducirse en las acciones buenas y privarlas de su rectitud y de su mérito[22]. Es lo que ocurre cuando hacemos el bien por vanidad, para que nos vean. Por eso es la enfermedad y muerte del bien[23]; de manera parecida a como un gusano pudre y malea una manzana, así la vanidad deteriora y hace malas las buenas acciones. Por último y como resumen, la soberbia es «el gran mal del alma humana»[24]. Dicho lo anterior, es obvio que la soberbia no le gusta nada a Dios, porque siendo Él la misma verdad no puede menos que detestar la soberbia, que es un amasijo de mentiras. Por eso, «es el obstáculo principal para la unión con Dios»[25], porque nos aparta de Él[26]. En efecto, dice la Escritura: Dios resiste a los soberbios (Prov. 3, 34; Sant. 4, 6; 1 Pe 5, 5). Especialmente es el Espíritu Santo el que, dicho con lenguaje humano, se siente muy molesto ante los soberbios, y los rechaza[27]; lo cual tiene para 33
  • 34. ellos unas consecuencias muy negativas, porque el Espíritu Santo es la persona de la Santísima Trinidad que distribuye a los seres humanos todas las gracias y todos los dones divinos provenientes de la redención realizada por Cristo[28]. Debido a ello, el soberbio no recibe las gracias que necesita para ser bueno, y, por consiguiente, cada vez se aparta más y más de Dios por las tinieblas de la maldad. La bondad de la humildad Nos ha dicho antes san Agustín que todos los pecados tienen su base en la soberbia; pues bien, de manera semejante, pero opuesta, todas nuestras buenas acciones han de ser precedidas, acompañadas y seguidas por la humildad para que sean auténticas[29]. La humildad hace que el estado de la vida cristiana considerado por Agustín como inferior (el matrimonio) sea valorado más que el conceptuado por él como superior (la virginidad consagrada) si en esta anida la soberbia[30]. «Es mejor, dice en otro lugar, una casada humilde que una virgen soberbia»[31]. Pero, sobre todo, es importante notar que la virtud que tiene su apoyo y su cimiento en la humildad es la caridad, que, a su vez, es la sustancia de la vida cristiana. En efecto, «la morada de la caridad es la humildad»[32], la que le da cobijo, por lo que cuando falta la humildad la caridad se queda a la intemperie y expuesta a todos los peligros[33]. Más todavía: la humildad es el único cimiento con suficiente profundidad como para sostener el alto edificio de la caridad[34]. Debido a ello, la humildad siempre va en compañía de la caridad, de tal manera que «no puede faltar la humildad donde arde la caridad»[35]. Y esto lo sabemos por experiencia: el soberbio está continuamente faltando a la caridad, haciendo sufrir a los demás con diversas maneras de desprecios, inventándose o aumentado los defectos de los otros y disimulando y/o justificando los propios, negando las virtudes ajenas e inventándose las que serían propias. El humilde, sin embargo, aprecia a las personas, tiene en cuenta sus méritos, no niega sus propios fallos, la da la razón al que la tiene y reconoce sus propios errores; por eso el humilde, al contrario que el soberbio, siempre está en paz con todo el mundo[36]. Las tensiones y la falta de paz que hay dentro de los grupos humanos, comenzando por los matrimonios y las familias, se debe muchas veces a la soberbia o a alguna derivación suya, como el exagerado amor propio, la vanidad o el orgullo. No hay cosa que favorezca tanto la paz como la alabanza de los méritos de los otros o el manifestar que es el otro el que tiene razón, así como el humilde reconocimiento de nuestros fallos y de nuestros errores. La influencia benéfica de la humildad es muy grande en todos los grupos humanos[37]. Así como la soberbia nos aleja de Dios, la humildad nos acerca a Él[38]. La espiritualidad, el camino hacia la santidad, nos es imposible sin esta cercanía de Dios que nos facilita y proporciona la humildad, debido a que nos abre el corazón para que pueda entrar el Señor[39]. Por eso, Dios se vuelca hacia el humilde: ofrece su perdón de una manera especial a quien no confía en sus méritos ni espera de su fortaleza la salvación, sino que anhela la gracia de Cristo, el Salvador[40], tal y como nos enseñó con la parábola del publicano en el Evangelio (cf. Lc 18, 10-14). Dicho de otra manera: Dios aun «siendo tan alto se deja sin embargo alcanzar y tocar por los humildes»[41]. Y 34
  • 35. así dice Jesús: Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos y se las has revelado a los humildes (Mt 11, 25). No es ninguna sorpresa que el Espíritu Santo tenga alguna relación especialmente positiva con la humildad. Desde luego que sí: al Espíritu Santo lo atraemos por la humildad, así como lo alejamos por la soberbia: «Es como agua que busca un corazón humilde, cual lugar cóncavo donde detenerse; en cambio, ante la altivez de la soberbia, como altura de una colina, rechazada, cae en cascada. Por eso se dijo: Dios resiste a los soberbios y, en cambio, a los humildes les da su gracia (Prov. 3, 34; Sant. 4, 6; 1 Pe 5, 5). ¿Qué significa les da su gracia? Les da el Espíritu Santo. Llena a los humildes, porque en ellos encuentra capacidad para recibirlo»[42]. El agua, esto es, el Espíritu Santo, se detiene en la hondonada del valle, en el humilde, y allí produce toda clase de flores y frutos, esto es, actos buenos y virtudes. La humildad de Cristo en su encarnación Hemos visto que la soberbia es muy mala; lo preocupante pero correcto es que debemos reconocer que la humildad se nos hace muy difícil. Es muy fuerte la tendencia que tenemos a la soberbia, el orgullo, el amor propio y la vanidad. Pero Jesús, que trajo la virtud de la humildad a este mundo, nos la enseñó de palabra y de obra. Los ejemplos de humildad que nos dio el Señor nos dejan anonadados. Lo primero que hay que considerar es que siendo Dios se hizo hombre: «Él, que era el excelso, se hizo humilde para que los humildes se hicieran excelsos»[43]. Se debilitó por nosotros tomando nuestra carne, la carne del género humano, (...) se hizo participante de nuestra flaqueza (...) el que era igual al Padre, se hizo débil como tú, como yo, con todas las servidumbres y limitaciones de cualquier ser humano[44]. «Cristo es, por eso mismo, el autor de la humildad, cortador del tumor de la soberbia, Dios médico, que se hizo hombre siendo Dios, para que el ser humano se reconociese lo que de verdad es: hombre»[45]. Nada menos pero nada más. En el fondo, el motivo por el que Cristo se hizo como uno de nosotros, es para restaurar el orden creado, destruido por los pecados de los primeros seres humanos, incitados por el diablo desde su soberbia, y de todos sus descendientes, los cuales todos tienen su raíz en esa misma soberbia. En efecto, todos los pecados vienen a ser un intento por parte del hombre de ser como un dios (seréis como dioses, Gn 3, 5), esto es, de vivir emancipado de cualquier poder y orden, como si fuera totalmente autónomo y autosuficiente, y no tuviera que rendir cuentas a nadie, lo cual vendría a ser una especie de soberbia ontológica. Pero esta tremenda soberbia es destrui- da por su antítesis, por su contrario, que es la humildad de Cristo en el misterio de su encarnación, ya que Él, al revés, siendo Dios se hizo hombre («el inmortal asumió la mortalidad»[46]), lo cual vendría a ser una humildad ontológica: «Tú siendo hombre, quisiste hacerte Dios para tu perdición; Él siendo Dios, quiso ser hombre, para salvarte a ti que habías perecido. Tanto te oprimía la soberbia humana que solo la humildad divina te podía levantar»[47]. Y tenemos esta misma doctrina expuesta de un modo más dramático: «Por la soberbia caímos llegando a esta mortalidad que padecemos; y aunque 35
  • 36. la soberbia nos hirió, la humildad de Cristo nos salvó. Por eso vino humilde Dios, para curar al ser humano de la inmensa herida de la soberbia. Vino porque el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros (Jn 1, 14)»[48]. Las consecuencias humillantes de la encarnación para el Hijo de Dios fueron un motivo de escándalo para los judíos y una locura para los paganos de aquellos tiempos. A nosotros nos deja asombrados que Dios naciera de una mujer, que tuviera hambre y sed, que tuviera que comer, que se cansara y necesitara del descanso y del sueño, que Él, siendo la Palabra, el Verbo eterno, hablara con palabras humanas, que fuera crucificado, muriera y tuviera que ser sepultado. Tanta humildad, nos llena de admiración y nos deja atónitos. Pero todo eso tiene un sentido, tiene como finalidad enseñarnos la virtud de la humildad para que entremos por el camino de la salvación: «La grandeza invisible del Señor Jesucristo se ha convertido en visible humildad. Su grandeza no tiene fecha porque Él es eterno, pero su debilidad aceptó tenerla porque quiso como hombre nacer en la historia que mide los tiempos. Donde hay humildad, allí hay debilidad; pero la debilidad de Dios es fortaleza para los humildes. Su excelsitud creó el mundo y su humilde debilidad venció al mundo. (...) Muchos despreciaron la humildad de Cristo, pero por eso no llegaron hasta su divinidad. Quienes, en cambio, lo adoraron humilde, lo encontraron excelso»[49] en su infinita y divina grandeza. San Agustín insiste mucho en esta doctrina debido a que en su tiempo mucha gente culta, si bien llena de soberbia, no creía en Cristo porque no aceptaba la idea de un Dios que se hace hombre, padece y muere. La humildad de Cristo en su vida mortal Después de que el Hijo de Dios realizó ese grandísimo acto de humildad de hacerse hombre, siguió también en su vida mortal dándonos ejemplos sublimes de esta virtud, esto es, de la humildad como actitud moral, derivación y complemento de la ontológica. San Agustín otorga a la humildad como virtud moral una importancia decisiva y fundamental para la vida cristiana. Le dedica, además de innumerables pasajes, varios sermones, algunas cartas y la segunda parte de su obra De sancta virginitate. En esta obra, en un determinado capítulo, recorre los momentos más nítidos y sobresalientes en que Jesús se muestra como ejemplo y modelo de esta virtud, y que culminan en el hecho sorprendente del lavatorio de los pies a los discípulos en su última cena antes de padecer por nosotros: «¡Cuán prácticamente nos recomendó la humildad!»[50]. El hecho de que hiciera esto en el último momento de su vida fue «para que retuvieran los apóstoles en la memoria con el mayor esmero lo que veían ser la última voluntad del Maestro modelo»[51]. La frase de Jesús en que dice: No he venido a hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado (Jn 6, 38), la traduce así san Agustín: «Yo he venido humilde, yo he venido a enseñar la humildad, y yo soy el maestro de la humildad. El que se llega a mí, se incorpora a mí; el que se llega a mí, se hace humilde, y el que se adhiere a mí, será humilde, porque no hace su voluntad sino la de Dios»[52]. Y en otro lugar insiste en lo 36
  • 37. mismo: «Maestro de humildad es Cristo, que se humilló, haciéndose obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2, 8)»[53]. San Agustín tenía gran admiración por la virginidad consagrada al Señor. Según él, ese estado, en cuanto tal, era el más perfecto que había en la Iglesia, pero no tiene ningún inconveniente en decir, según ya anotamos, «que es mejor una casada humilde que una virgen soberbia»[54]. Y es que le preocupaba el posible orgullo de los consagrados a Dios suscitado por los muchos dones por ellos poseídos aunque fueran recibidos. Por eso amonesta a las vírgenes poniendo al descubierto magistralmente las actitudes más sutiles y recónditas del alma humana respecto de la virtud de la humildad y su vicio contrario que es la soberbia, ambas en relación con la caridad y, más aún, con Cristo en su humildad y con el poder de su gracia: «¡Oh vírgenes de Dios!, seguid al Cordero donde quiera que vaya (cf. Ap 14, 4). Pero antes venid y aprended de Él que es manso y humilde de corazón (Mt 11, 29). Si amáis, venid humildemente al humilde y no os apartéis de Él, no sea que os hundáis. (...) Seguid adelante por el camino de la cumbre de vuestro excelso estado con el pie seguro de la humildad. Él exalta a los que le siguen humildemente, ya que no se desdeñó bajar hasta los que yacían en el abismo. Confiadle la guarda de sus dones y guardad para Él vuestra fortaleza. El mal que no cometéis porque Él os guarda, estimadlo como si os lo hubiera perdonado. Así no juzgaréis que os ha perdonado poco para amarle poco, ni despreciaréis con ruinosa jactancia a los publicanos que golpean sus pechos (cf. Lc 18, 9-14). Desconfiad de vuestras probadas fuerzas para que no os envanezcáis porque habéis podido soportar algo. Y orad por las que todavía no habéis experimentado, no sea que seáis tentadas por encima de lo que podéis soportar. Pensad que algunos son ocultamente mejores que vosotras aunque exteriormente por vuestro estado les seáis superiores. Cuando benignamente creéis en los bienes de otros que tal vez os son desconocidos, no se amenguan en su comparación los vuestros manifiestos, sino que se reafirman con el amor. Y las virtudes que todavía os faltan, tanto más fácilmente os serán otorgadas cuanto con más humildad las hayáis deseado»[55]. Esta humildad de Cristo como virtud moral, dice san Agustín, es increíble; tan difícil de creer como los grandes misterios[56]. Y esa humildad tan grande está en proporción del deseo tan intenso que tenía el Señor de que no fuéramos soberbios, de que aprendiéramos a ser humildes. La motivación de la humildad como imitación de Cristo no puede ser más y mejor encarecida que lo que hace san Agustín en este texto: «Aquel a quien el Padre entregó todas las cosas, y a quien nadie conoce sino el Padre; aquel que es el único que conoce al Padre junto con quien Él tenga a bien revelárselo (cf. Mt 11, 25- 27), no ha dicho “aprended de mí a construir el mundo y a resucitar a los muertos”, sino que soy manso y humilde de corazón (Mt 11, 29). ¡Oh salvadora doctrina! ¡Oh Maestro y Señor de los mortales a quienes la muerte ha sido aplicada y transfundida con el licor del orgullo! No nos quisiste enseñar sino lo que eras Tú mismo, ni has querido mandarnos sino lo que antes habías Tú practicado. Te veo, ¡Oh buen Jesús!, con los ojos de la fe que me has abierto, clamando y diciendo, como en una oración, a todo el género humano: Venid a mí y aprended de mí (Mt 1, 28-29). ¿Qué?, te suplico, ¡Oh Hijo de Dios!, por 37
  • 38. quien han sido hechas todas las cosas, e Hijo del hombre, que has sido hecho entre todas las cosas, ¿qué es lo que vamos a aprender de ti para venir a ti? Que soy manso y humilde de corazón, dices. ¿A esto se han reducido los tesoros de la sabiduría y de la ciencia escondidos en Ti? (Col 2, 3). ¿A que vengamos a aprender como una cosa grande de ti que eres manso y humilde de corazón? ¿Tan excelsa cosa es ser pequeño, que, si Tú no nos la enseñaras, siendo tan excelso, no sería posible aprenderla? De seguro. No podrá encontrar de otra suerte su paz el alma sino es reabsorbiendo esa inquieta hinchazón, por la que se antojaba grande a sí misma mientras para ti estaba todavía enferma»[57]. Aplicación de la virtud de la humildad a la vida cristiana Por consiguiente, «Cristo nuestro Señor es puerta baja»[58], y el que en la vida vaya con la cabeza demasiado alta no podrá entrar por esa puerta de salvación que es Cristo[59]. Él es también «camino humilde»[60], y el que quiera seguir en la vida caminos de grandeza, de lucimiento y de sobresalir por encima de todos, no encontrará ese camino de salvación que es Cristo. Esto nos obliga, pues, a transitar en nuestra vida por el camino de la humildad porque Cristo fue humilde en sumo grado, siendo así medicina contra la enfermedad de nuestra soberbia[61]. Si somos pecadores hemos de ser humildes por nuestros pecados, y si somos santos también debemos ser humildes, porque los santos «cuanto más elevados son, tanto más se humillan en todas las cosas a fin de encontrar gracia delante de Dios»[62]. «No confían en sus méritos ni esperan de su fortaleza la salvación, sino que anhelan la gracia de su Salvador debido a su indigencia»[63]. Porque saben muy bien que todo lo han recibido de Él; también saben que Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes (Prov 3, 34; Sant 4, 6; 1 Pe 5, 5). ¿Y qué puede hacer de bueno un ser humano, por muy santo que sea, si no recibe la gracia de Dios? Nada, absolutamente nada. El modelo de humildad para los que se creen buenos, sea esto o no verdad, no son los pecadores que no pueden menos de reconocer su indignidad y su miseria, sino el Rey del cielo, el Creador de todas las cosas, «el más hermoso entre los hijos de los hombres; el despreciado por los hijos de los hombres a favor de los hijos de los hombres; aquel que, siendo dominador de los ángeles inmortales, no se ha desdeñado de venir a servir a los hombres mortales. No lo hizo a Él humilde la miseria, sino la caridad»[64]. El que aparentemente tiene menos pecados tiene que estar más atento para no caer en la soberbia. Porque la medida de la humildad le ha sido tasada a cada uno por la medida de su santidad; cuanto más arriba se está, tanto más peligrosa es la soberbia[65]. Y los santos, cuanto mayor elevación alcanzan, tanto más se humillan, para, siguiendo la sentencia de la Escritura (Prov 3, 34; Sant 4, 6; 1 Pe 5, 5) hallar gracia delante de Dios[66], y alcanzar así la santidad porque «nuestra perfección es la humildad»[67]. En conclusión: la humildad es una virtud del todo imprescindible para la vida cristiana, esto es, para evitar los pecados, practicar las virtudes y recibir la gracia de Dios, necesaria para una y otra cosa, todo lo cual nos conduce a la salvación[68]. 38
  • 39. Si vivimos según la virtud de la humildad, habremos puesto en práctica el tercer grado de ascesis, que nos permite superar la egolatría, la adoración de nosotros mismos, recibir la gracia de Dios necesaria para toda virtud, como acabamos de decir, y poder así adorar y amar a Dios como Él solo se merece y unirnos a Él como paso previo a la salvación eterna en la otra vida. [1] Cf. En. in ps. 31, 2, 18. [2] Ep. 118, 3, 22. [3] Cf. S. 137, 4. [4] S. 183, 4. [5] Moradas VI, 10, 7. [6] Cf. Conf. 7, 11, 17. [7] Cf. De sp. et lit. 6, 9. [8] Cf. En. in ps. 130, 14; De sp. et lit. 16, 28. [9] Cf. Conf. 1, 20, 31. [10] S. 353, 1. [11] S. 340 A, 1. [12] Id. [13] Cf. S. 230 A, 1-2. [14] Id. [15] Cf. De g. ad lit.11, 13, 17-16, 21. [16] Cf. De civ. Dei 14, 13, 1. [17] In Io. ev. 25, 16. [18] Cf. En. in ps. 35, 10. [19] Cf. S. 346 B, 3. [20] Cf. En. in ps. 57, 18. [21] In Io. ev. 25, 16. [22] Cf. Ep. 118, 3, 22; Reg. 2; De nat. et gr. 32, 36. [23] Cf. S. 340 A, 1; In Io. ev. 25, 16. [24] S. 51, 4. [25] De Trin. 13, 17, 22. [26] Cf. Id. 4, 1, 2. [27] Cf. Ss. 72 A, 2; 270, 6. [28] Cf. De Trin. 15, 19, 34. [29] Cf. Ep. 118, 3, 22. [30] Cf. S. 354, 4. [31] En. in ps. 75, 16. [32] De s. virg. 51, 52. [33] Cf. Id. [34] Cf. S. 69, 4. [35] De s. virg. 53, 54. [36] Cf. S. 353, 1. 39
  • 40. [37] Cf. En. in ps. 54, 11. [38] Cf. Ss. 69, 2-3; 70 A, 1-3. [39] Cf. En. in ps. 38, 18. [40] Cf. Id. 71, 15. [41] Id. 74, 2. [42] S. 270, 6. [43] In Io. ev. 21, 7; cf. Id. 25, 16. [44] Cf. En. in ps. 58, 1, 10. [45] S. 77, 11. [46] S. 23 A, 3. [47] S. 188, 3. [48] En. in ps. 35, 17. [49] S. 198 B. [50] De s. virg. 32, 32. [51] Id. [52] In Io. ev. 25, 16. [53] Id. 51, 3; cf. De civ. Dei 14, 13, 1. [54] En. in ps. 75, 16. [55] De s. virg. 52, 53. [56] Cf. S. 341 A, 1. [57] De s. virg. 35, 35. [58] In Io. ev. 45, 5. [59] Id. [60] S. 142, 2. [61] Cf. S. 123, 1. [62] De s. virg. 50, 51. [63] En. in ps. 71, 15. [64] Id. 37, 38. [65] Cf. Id. 50, 51. [66] Cf. Id. [67] En. in ps. 130, 14. [68] Cf. S. 216, 4. 40
  • 41. 4. CUARTO GRADO DE ASCESIS: INTENCIONES Y MOTIVACIONES EN LA VIDA CRISTIANA Orientar y elevar las intenciones y motivaciones de todo lo bueno que hacemos es imprescindible para avanzar en la vida cristiana, en el cumplimiento de la voluntad de Dios, en la santidad. Ascesis corporal y ascesis espiritual-personal Se puede observar que todos los grados de ascesis que estamos proponiendo tienen carácter espiritual-personal. La ascesis corporal es secundaria. No es que esta sea mala, sino que tiene un valor relativo: depende de los tiempos y de las personas. En nuestro tiempo se hace menos penitencia corporal, por ejemplo, que en el siglo XVI, pero puede haber ahora personas tan santas como las que hubo en aquel siglo. Y esto nos sorprenderá menos si tenemos en cuenta que la misma santa Teresa relativiza las penitencias corporales al someter su práctica a la salud como un bien superior[1]. Es de notar que san Juan Bautista hizo más penitencia corporal que el Señor, lo cual es sin duda significativo. Si san Agustín hubiera hecho tantas penitencias corporales como san Pedro de Alcántara no hubiera podido escribir tantos libros como escribió para el bien de la Iglesia, ni tampoco hubiera sido un buen pastor solícito y atento a las necesidades que como cristianos y seres humanos tenían sus fieles. Y, aunque había sido un gran pecador y lloró mucho sus pecados, no fue un grandísimo penitente corporalmente hablando, sino que llevó una vida moderada, aunque dentro de la austeridad y de la parquedad. Tenía prohibida la murmuración en el refectorio bajo pena de expulsión del mismo con un escrito que había mandado poner en la pared, pero no tenía prohibida la carne cuando tenía huéspedes en la mesa, ni tampoco el vino. Ahí está retratada, al menos en parte, la espiritualidad de san Agustín: la máxima importancia la tiene la caridad para con Dios y para con el prójimo, así como los medios que hacen posible y nos facilitan esa caridad, sobre todo la humildad. Todo lo demás es secundario. Pues bien, entre los medios que ayudan directamente a vivir la caridad están los que comprenden la ascesis espiritual-personal, según vimos al inicio de este libro. También 41
  • 42. hemos meditado sobre la lucha contra el mal que hay dentro de nosotros, así como en el esfuerzo para interiorizar y unificar nuestra vida interior y en la humildad que nos desprende del idolillo que hacemos de nuestro yo. Ahora, siguiendo esta misma línea, hemos de conseguir con la gracia divina que las intenciones y motivaciones de nuestra conducta sean rectas y sobrenaturales, es decir, que todo lo bueno que hacemos lo hagamos por Dios y para Dios. No solamente, pues, no hemos de adorar el ídolo de nuestro propio yo, sino que en todo nuestro ser y vida, hemos de adorar y amar a Dios. Esto supone el olvido completo de nosotros mismos, supone la muerte del egoísmo, que, junto con la soberbia, es la raíz de todos los vicios, pecados y defectos. Las intenciones y las motivaciones Pero, ¿qué es eso de las intenciones y motivaciones? Intención es el fin inmediato de una acción. Ejemplos: salgo de casa con el fin de pasear, o de ir a visitar a un amigo, o de ir a la iglesia, o de ir al trabajo. La motivación es algo más hondo: es lo que nos mueve a obrar con una determinada intención, lo que pretendo conseguir. Ejemplos: salgo de casa para pasear; esta es mi intención; pero lo que me mueve a pasear y lo que pretendo conseguir con el paseo puede ser la salud corporal, o el descanso mental, o la curiosidad, etc.: estas son las motivaciones. Salgo de casa para visitar a un amigo: esta es la intención; pero lo que me mueve a visitar a un amigo y lo que pretendo conseguir con esa visita puede ser darle una alegría a ese amigo, o pasar yo un buen rato, u obtener de él algún favor, etc.: estas son las motivaciones. Salgo de casa para ir a la iglesia: esta es la intención; pero lo que me mueve a ir a la iglesia y lo que pretendo conseguir con esa ida a la iglesia puede ser la participación en la eucaristía, o alabar y recordar a Cristo, o participar en la vida de fe de la Iglesia, o fortalecer mi vida cristiana, o cumplir el precepto dominical, o seguir mi costumbre de siempre, o que me vean otras personas, o fingir que soy un buen cristiano, etc.: estas son las motivaciones. Salgo de casa para ir al trabajo: esta es la intención; pero lo que me mueve a ir al trabajo y lo que pretendo conseguir con ese trabajo es ganarme el sustento para mí y/o para mi familia, o glorificar a Dios, o contribuir al desarrollo económico, o hacerme rico acumulando dinero: estas son las motivaciones. Las diferentes calidades de las intenciones y motivaciones Hay intenciones y motivaciones malas, buenas-naturales y buenas-sobrenaturales. La mala intención o motivación arruina la bondad objetiva de una acción, es decir, si tú haces una cosa buena pero con mala intención o motivación, entonces, en definitiva, obras mal; pero la buena intención y motivación que se pueda tener en una acción de por sí mala, no la hace buena a esta. Todo esto quiere decir que para hacer el bien se necesita más que para hacer el mal. Y es que hacer el bien es subir, crecer por dentro, mientras que hacer el mal es ir hacia abajo, disminuir por dentro; ir hacia la nada[2]. Aquello requiere más y esto requiere menos condiciones. Espontáneamente los seres humanos hacemos muchas cosas buenas con intenciones y 42
  • 43. motivaciones en las que nos buscamos a nosotros mismos; es decir, que hacemos el bien (yendo de más inmoralidad a menos inmoralidad hasta la bondad natural), por vanidad, para que nos admiren y alaben, por autosatisfacción personal, para que nos quieran, etc. Otras veces hacemos el bien con intenciones y motivaciones meramente buenas- naturales, es decir, humanas, tales como ayudar a otras personas, por dar alegría o remediar la tristeza de otros, para que las cosas vayan bien, para no quedar mal, por el cumplimiento del deber, por evitar el disgusto de quien nos quiere, por solidaridad, por filantropía, etc. Pero todo esto último, se puede hacer además por amor a Dios y al prójimo con todas sus posibles variantes. Entonces se viven las motivaciones buenas- sobrenaturales apoyadas en la virtud teologal de la fe. San Agustín no hace esas divisiones tal y como las hemos expuesto, pero veamos cómo en sus escritos está la sustancia de esta doctrina expuesta de un modo magistral y con sus luminosos y encendidos acentos que tanto impacto causan en el lector. Dice el santo: «El motivo por el cual se hace una obra buena, no ha de ser el agradar a los hombres; porque así también puede fingirse el bien ante ellos, los cuales, por cuanto no pueden ver el corazón alaban también las acciones falsas. Los que hacen esto, es decir, los que simulan bondad, son de corazón doble. No tiene, pues, corazón puro, esto es, sencillo, sino aquel que pasando sobre las alabanzas humanas al vivir bien, busca solamente agradar a Dios, que es único en penetrar la conciencia. Lo que procede de la conciencia pura y sencilla es tanto más plausible cuanto el hombre menos apetece las alabanzas humanas»[3]. Después de decir lo anterior sobre la motivación nos expone ahora su doctrina sobre la intención pero mezclada, en cuanto al sentido, con lo que también concierne a la motivación: «La intención recta, que es la luz del alma, consiste en el buen fin con que se obra: la intención con que se obra es la luz de nuestra alma; porque ella nos revela que hacemos con buen fin nuestras obras, pues la luz todo lo aclara (Ef 5, 13). (…) Mas si yo obro con mala intención, la misma luz viene a ser tinieblas. En efecto, se llama luz porque cada uno sabe con qué espíritu obra, incluso cuando obra con espíritu malo[4]; pero la luz viene a ser tinieblas cuando la intención no es simple ni dirigida a lo sobrenatural, sino que se inclina a las cosas inferiores y con doblez de corazón produce como una especie de oscuridad»[5]. Y desarrollando ese mismo pensamiento dice lo siguiente: «¿Buscas en tu vida alabanzas? Si las de Dios, haces bien; si las tuyas, obras mal; te detienes a mitad de camino[6]. Pero he aquí que eres amado, eres alabado; no te congratules cuando eres alabado; gloríate en el Señor cantando: Mi alma se gloría en el Señor (Sal 34 [33], 3; Lc 1, 47). ¿Predicas un buen sermón y es alabado tu sermón? No lo sea como tuyo; en ti no está el fin. Si en ti pones el fin, terminaste; pero no terminarás perfeccionándote, sino consumiéndote. Luego no sea alabado como originado de ti, como tuyo. (…) Cuando todas tus cosas sean alabadas en Dios, no ha de temerse que perezca tu alabanza, porque Dios no perece[7]. Luego pasa más allá de las alabanzas humanas»[8]. El buen cristiano, sobre todo el santo, hace continuamente el bien con intenciones y motivaciones buenas-sobrenaturales. Es decir, hace el bien por Dios y para Dios: por 43