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CONCEPTO DE LEY DE ORDEN PÚBLICO
Autor: Borda, Guillermo Julio
Publicado en: La Ley, T.58, Pág. 997, 1950
Por Guillermo A. Borda
Profesor titular de Derecho Civil en la Facultad de Derecho de Buenos Aires
SUMARIO: I. El punto de vista clásico.- II. Nuestro concepto.- III. El principio de la auto-
nomía de la voluntad.- IV. El error de derecho.- V. Extraterritorialidad de la ley.- VI. La irre-
troactividad de la ley.
I. – EL PUNTO DE VISTA CLASICO
1.- La dificultad de definir y precisar el concepto de orden público, ha “desesperado” a los
juristas que se han ocupado del tema, según lo dice, con verdad, O. de Roa.
Las definiciones que se han intentado hasta el presente, adolecen de una vaguedad desconcer-
tante. Buen ejemplo de ello, es la de Baudry Lacantinere, que puede considerarse, quizá la
mejor expresión del punto de vista clásico en esta materia. Según este autor, orden público es
el conjunto de ideas sociales, políticas, morales, económicas, religiosas a veces, a cuya ob-
servancia cree una sociedad ligada su existencia. Es claro que con este concepto, poco hemos
adelantado, porque la dificultad queda trasladada a la definición. Cabe preguntarse entonces:
¿Cuáles son las leyes sociales, políticas, morales, etc. de cuya observancia depende la exis-
tencia de una sociedad? Porque de lo que se trata, es de definir el límite que separa las leyes
de orden público de las que no tienen ese carácter.
Por su parte, Calandrelli define el orden público como la normal armonía determinada en la
comunidad de vida individual y social por las instituciones que salvaguardan la soberanía y la
conservación del Estado limitando su poder, y delimitan el ejercicio de la actividad humana.
¿Puede imaginarse una mayor vaguedad?
En todos estos esfuerzos fallidos, se advierte sin embargo, un concepto común; leyes de or-
den público serían aquellas en que están interesadas, de una manera muy inmediata y directa,
la paz y seguridad sociales, las buenas costumbres, un sentido primario de la justicia y la mo-
ral; en otras palabras, las leyes fundamentales y básicas que forman el núcleo sobre el cual
está estructurada la organización social.
A primera vista, esta idea se presenta clara. Pero cuando se ahonda su análisis y sobre todo,
cuando se quiere hacer aplicación práctica del sistema, empiezan las dudas y las divergen-
cias. Puesto que toda ley interesa de manera más o menos inmediata al orden jurídico impe-
rante, ¿en qué punto puede decirse que afecta al orden público? ¿Cuál es el criterio que per-
mite distinguir ese reducido grupo de leyes básicas con respecto a las restantes?
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Preguntas son estas que no han recibido hasta el presente, una respuesta satisfactoria. Con
razón ha podido decir Bibiloni que “los jurisconsultos más famosos no saben que es esto de
orden público”; Surville, que “nada es más molesto que definir el orden público”; y Aubry y
Rau, que es imposible definir y precisar en abstracto la distinción entre leyes de orden públi-
co y las que no lo son. Martínez Paz constata en todos los esfuerzos por definirlo “una anar-
quía, una contradicción, cuando no un vacío en sus conclusiones”. Pero es Japiot quien ha
dicho las palabras definitivas: “El orden público debe, es preciso admitirlo, parte de su majes-
tad, al misterio que lo rodea; prácticamente, su superioridad se ha manifestado sobre todo,
por el hecho de que ha quedado siempre por encima de los esfuerzos intentados por los juris-
tas para definirlo”.
2.- Ya en el siglo pasado Vareilles Sommieres había levantado su vigorosa palabra para im-
pugnar el concepto de leyes de orden público corriente en la doctrina de aquella época y aún
en la actual. Sostiene que es absurdo establecer una distinción entre leyes de orden público y
leyes que no tienen ese carácter. En realidad todas las leyes interesan al orden público; y de-
safía a sus adversarios a encontrar una sola ley que no lo afecte o interese. Inclusive las su-
pletorias tienen ese carácter, porque son leyes que satisfacen intereses generales, que son
provechosas a todos los asociados sin excepción, que procuran el bien común, el orden públi-
co. Evitan a las partes el esfuerzo de meditar todos los detalles; disipan dudas, facilitan la
acción del tribunal; son por consiguiente, leyes de orden público o de interés general.
La crítica de Vareilles Sommieres es aguda y certera; pero evidentemente se excede en sus
conclusiones, al sostener que también las leyes supletorias son de orden público. Si bien es
indiscutible que las leyes supletorias se dictan también teniendo en mira una conveniencia
general, esta conveniencia reside más que todo, en el orden que resulta de la vigencia de una
reglamentación y no es la reglamentación o disposición en sí; de tal modo que las partes
pueden sustituir esa norma por otra cualquiera.
En la ley de orden público, en cambio, lo que interesa a la sociedad de manera inmediata, es
la norma concreta, vale decir, la forma en que se resuelve un problema o situación jurídica.
No interesa la solución por ser simplemente una solución, sino por la manera o forma en que
se resuelve.
De ahí que sea lícito establecer una distinción entre ambas categorías de leyes. Al sostener
Vareilles Sommieres que todas las leyes son de orden público porque responden todas a una
conveniencia de orden general, parece plantear una cuestión terminológica más bien que una
de fondo.
II. – NUESTRO CONCEPTO
3.- No obstante las dificultades anotadas en el apartado anterior y la perplejidad de los trata-
distas que se han ocupado de la cuestión, creemos que no es tan difícil desentrañar el recto
sentido de la noción de orden público, siempre que centremos nuestra atención en ella y sólo
en ella, dejando para después de haber precisado el concepto, las posibles aplicaciones de la
idea. Porque lo que ha perturbado el criterio de los juristas ha sido que al definir el orden
público, se tenía en vista las aplicaciones que al principio querían dársele. De tal modo, se
acomodaba la definición a las consecuencias que pretendían extraerse, sin limitarse a la con-
sideración del concepto en sí.
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4.- Un paso importante en el esclarecimiento de esta cuestión ha sido dado por el profesor
Araux Castex, quien llamó la atención sobre un hecho que hasta ese momento había pasado
desapercibido: las leyes de orden público, lejos de ser un núcleo reducido, poco numeroso,
dentro del cuerpo legal, son por el contrario la regla, siendo la excepción las que no tienen
ese carácter.
La observación es importante, porque destruye el concepto clásico para el cual las leyes de
orden público no eran sino un pequeño núcleo, algo así como el corazón del organismo so-
cial. Es claro que en el derecho contemporáneo, cuya tendencia hacia la socialización es uni-
versal, esta circunstancia se percibe con mucho mayor evidencia que en el derecho indivi-
dualista, sobre el que trabajaron la mayor parte de los tratadistas clásicos. Pero la comproba-
ción de Araux Castex es valedera para cualquier legislación, inclusive una individualista,
como es, por ejemplo, el código de Vélez.
Sostiene Arauz Castex que el planteo clásico según el cual la noción de orden público sería
necesario para justificar la prevalencia de la ley sobre los principios de la autonomía de la
voluntad, irretroactividad y extraterritorialidad de la ley, es inútil y falso. Para lograr igual
resultado, basta afirmar el vigor imperativo de la ley, que es de su naturaleza y no necesita
por tanto, ser justificado, pero que se detiene ante el campo de las garantías constitucionales,
ensanchado por el legislador en homenaje a la voluntad individual o a la comunidad interna-
cional. El planteo de la cuestión resultaría así, precisamente inverso al tradicional.
Diferimos de este punto de vista, en cuanto explica la detención de la ley imperativa ante el
principio de la irretroactividad de la ley por razón de afectar garantías constitucionales.
Cuando la Constitución protege un derecho, lo hace con carácter permanente, en tal forma
que la ley será inválida, no porque pretenda tener efectos retroactivos, sino porque pretende
lesionar un derecho constitucionalmente protegido, sea que disponga para el pasado o para el
futuro –salvo, claro está, el caso de las leyes penales-. Esta es la gran objeción a que se presta
la jurisprudencia de la Suprema Corte, según la cual son inconstitucionales las leyes retroac-
tivas que afecten derechos patrimoniales; porque si afectan realmente a esos derechos, tanto
serán nulas si disponen para el pasado, como si lo hacen sólo para el futuro. Tampoco nos
parece satisfactoria la explicación de que el legislador limita la aplicación de la ley imperati-
va o de orden público en homenaje a la comunidad internacional, porque ello deja intacto el
problema práctico de cuándo corresponde y cuándo no, la aplicación de la ley extranjera.
Pero hay algo muy importante en la tesis de Arauz Castex, que conviene retener: las leyes de
orden público se identifican con las imperativas.
5.- Si tratamos de desentrañar el concepto de orden público sin mirar a las aplicaciones que
ha pretendido dársele, sometiéndolo a una vana tortura, la tarea no será insuperable. Y el re-
sultado es fecundo en consecuencias prácticas.
Las mismas palabras nos están dando la solución: una cuestión es de orden público, cuando
responde a un interés general, colectivo, por oposición a las cuestiones de orden privado, en
las cuales sólo juega un interés particular. Por eso las leyes de orden público son irrenuncia-
bles, imperativas; por el contrario, las de orden privado son renunciables, permisivas, confie-
ren a los interesados la posibilidad de apartarse de sus disposiciones y sustituirlas por otras.
De donde surge que toda la ley imperativa es de orden público: porque cada vez que el legis-
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lador impone una norma con carácter obligatoria y le veda a los interesados apartarse de sus
normas, es porque considera que
hay un interés social comprometido en su cumplimiento; en otras palabras, porque se trata de
una ley de orden público.
En conclusión: leyes imperativas y leyes de orden público, son conceptos sinónimos.
Se objetará tal vez, que aún admitiendo como acertado este criterio, no se eliminan con él
todas las dificultades, porque las leyes no siempre resuelven expresamente el problema de si
sus disposiciones son imperativas o simplemente supletorias. Es exacto; pero también ex
exacto que los casos de verdadera duda son bien contados: muy rara vez la ley deja de ofrecer
elementos sólidos para pronunciarse en un sentido o en otro. Y esto no es sino un aspecto –y
de los más simples- de la tarea de la interpretación de la ley, tarea facilitada en nuestro caso,
por la existencia de conceptos bien claros entre los cuales es necesario optar.
En la hipótesis de que la norma no contenga términos explícitos que permitan resolver el
problema, deberá considerarse si ha sido dictada en atención a intereses de orden social, co-
lectivos; o si ha pretendido tan sólo reglar relaciones particulares, que muy bien podrían tener
una solución distinta, sin que por ello se afectase intereses colectivos. En el primer caso, la
ley será imperativa; en el segundo, supletoria.
6,. Examinaremos ahora el problema en relación a las cuatro aplicaciones clásicas que la ley
de orden público tiene tradicionalmente: en lo referente al principio de la autonomía de la
voluntad, al error de derecho, a la aplicación de la ley extranjera y a la retroactividad de la
ley. Ello nos permitirá comprobar en qué casos la noción de orden público es fecunda en con-
secuencias jurídicas y en qué casos es inaplicable y debe desterrarse de la ciencia jurídica.
III. - EL PRINCIPIO DE LA AUTONOMIA DE LA VOLUNTAD
7.- El punto de vista sostenido en el apartado anterior, es indiscutible, por lo menos en nues-
tro derecho positivo, en lo que se refiere a la vinculación entre el orden público y el principio
de la autonomía de la voluntad.
El art. 21 del cód. civil, dice: “las convenciones particulares no pueden dejar sin efecto las
leyes en cuya observancia estén interesados el orden público y las buenas costumbres”.
Lo que a contrario sensu significa que pueden dejar sin efecto las leyes en cuya observancia
no estén interesados el orden público y las buenas costumbres.
Para el código, pues, existen dos tipos o categorías de leyes en lo que atañe a este punto:
Las que pueden ser dejadas sin efecto por las partes –que son las llamadas supletorias, inter-
pretativas o permisivas- y las que no pueden ser dejadas sin efecto por las partes, que el códi-
go llama de orden público y que son precisamente las imperativas, puesto que lo que caracte-
riza y configura a éstas es la circunstancia de que las partes no pueden dejarlas sin efecto. No
hay en nuestro código, entre leyes supletorias y de orden público, una categoría intermedia. Y
es lógico que así sea, porque según ya dijimos, si el legislador imponme una norma legal y no
permite a las partes apartarse de ella, es porque considera que hay una razón de orden público
comprometida en su cumplimiento.
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IV.- EL ERROR DE DERECHO
8.- Ya con anterioridad, me he ocupado extensamente del problema del error, en mi libro
“Error de hecho y de derecho”. En esta obra he sostenido y creo haberlo demostrado, que el
error, sea de hecho, sea de derecho, en ningún caso puede dar lugar a la anulación de un acto
jurídico y desde luego, jamás un acto jurídico ha sido anulado por error.
Esta tesis, que en lo referente al error de hecho exige desenvolvimiento y prueba (para lo cual
me remito a mi citado libro) se presenta, en cambio, evidente en materia de error de derecho.
Es indudable que la seguridad social y el orden jurídico están interesados en que las leyes no
puedan ser burladas so pretexto de ignorancia o error de derecho: de lo contrario, sería poco
menos que imposible aplicar una ley, sobre todo cuando resulta inconveniente a los intereses
de una de las partes en una relación de derecho. Es por ello que el derecho clásico se ha ne-
gado a admitir que tal error puede dar lugar a la anulación de los actos.
Es el principio sancionado por el art. 923, que dice así: “La ignorancia de las leyes, o el error
de derecho en ningún caso impedirá los efectos legales de los actos lícitos, ni excusará la
responsabilidad por los actos ilícitos”.
9.- Empero la doctrina moderna se ha levantado contra esta norma, aduciendo que el princi-
pio de que las leyes se reputan conocidas, es una vana quimera; es falso que el derecho sea
conocido por todos; la verdad es que se puede ignorar tanto el derecho como los hechos. Y si
se admite que el error sea una causal de los actos jurídicos, ¿qué importa que sea de hecho o
de derecho?.
He sostenido ya, que el error de hecho en ningún caso puede dar lugar a la anulación de un
acto. Pero prescindiendo de esta circunstancia y reduciendo nuestro estudio a la considera-
ción del error de derecho, es evidente que el punto de partida de la doctrina moderna en este
problema, es radicalmente falso. Se afirma que el principio de que las leyes se reputan cono-
cidas en falso. Sin duda, lo es; pero es que ello no tiene consecuencia alguna en esta cuestión.
Porque la obligatoriedad de las leyes no deriva de su conocimiento por quien está sujeto a
ella; deriva simplemente de que el Estado por medio de sus órganos competentes, considera
que tal regla es necesaria o conveniente para la sociedad. La sujeción del ciudadano a la ley,
no proviene de la circunstancia de que sea conocida, sino de su obligatoriedad. Se objetará tal
vez, que no se puede cumplir una ley que no se conoce; pero ello no demuestra sino que hay
un interés estadual y uno privado, en que las leyes sean conocidas; y tanto el Estado como los
particulares deben poner su empeño para lograrlo. Y por lo pronto, bien contraproducente
sería excusar el cumplimiento de las leyes que se ignoran, pues nadie pondría entonces em-
peño en aprenderlas.
10.- Tanto peso tienen estos argumentos, que no han podido dejar de ser reconocidos por
quienes sostienen al error de derecho como causal de nulidad; y creen superar las dificultades
sosteniendo que no podría invocarse el error de derecho cuando se tratare de leyes de orden
público.
Cabe aquí formularse la pregunta de siempre: ¿Cuáles son las tan mentadas leyes de orden
público que, en este caso, impedirían invocar el error de derecho? Por lo pronto, es indudable
que todas las leyes imperativas impedirían invocar ese error, puesto que toda ordenación le-
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gal exige, para su normal desenvolvimiento, que las normas jurídicas impuestas por el Estado
con carácter obligatorio, se apliquen en todos los casos para los cuales han sido dictadas, sin
que sea posible eludir su cumplimiento invocando ignorancia o error. Por esta misma razón,
ni siquiera podría invocarse el error de derecho con referencia a una ley simplemente supleto-
ria o interpretativa.- En efecto, la misma ley brinda a las partes la oportunidad de apartarse,
de común acuerdo, de aquel tipo de disposiciones o normas. Pero una vez finiquitado el con-
venio sin que las partes se hayan apartado de ellas, éstas son tan obligatorias para las partes
como cualquier ley imperativa, en tanto no las dejen sin efecto de común acuerdo. Y como
también las leyes supletorias obedecen a una razón de interés general, de bien colectivo, se-
gún lo demostrara Vareilles Sommieres, en su obra ya citada, admitir el error de derecho en
caso de leyes supletorias, significaría también agraviar el orden público que se pretendía ilu-
samente dejar a salvo. Todo ello, sin contar que, como acertadamente lo dice Store, ello sig-
nificaría fomentar la ignorancia y privar al conocimiento y a la sagacidad de sus justos frutos:
porque si una parte pudiera reclamar la nulidad de un contrato alegando que no conocía las
leyes que lo gobiernan, sería más útil y seguro ser ignorante que sabio.
Lo cual está demostrando la imposibilidad de que las leyes de orden público jueguen el rol de
que se les pretende asignar en esta materia.
11.- Lo que ocurre es que todo este problema ha sido erróneamente encarado. Lo que ha con-
tribuido a oscurecerlo y ha movido a juristas y legisladores a admitir teóricamente el error de
derecho, es que muchas veces la falta de un elemento sustancial del acto jurídico -casi siem-
pre la falta de causa- coincide con un error de derecho. Un examen superficial del caso, hace
radicar en éste la nulidad, pero si se estudia la cuestión con mayor detenimiento, se advierte
que el error de derecho es indiferente y que la obligación es nula por falta de uno de sus ele-
mentos esenciales.
Esta correlación entre el error, principalmente el de derecho y la falta de causa –o falsa causa,
que es lo mismo- ha sido puesta de manifiesto en Francia por Celice, en un importante libro
titulado “El error de los contratos”, y más recientemente por Ionasco.
El Estudio de la jurisprudencia francesa es por demás ilustrativa a este respecto. Para no ex-
tenderme demasiado sobre este punto, citaré sólo los fallos más importantes. Para que el
error pueda dar lugar a la anulación, debe ser la causa única y determinante de la obligación;
no puede hablarse de error esencial sino cuando ha sido la causa sustancial y determinante
del compromiso; o cuando reposa sobre una causa evidentemente falsa; si en el estado actual
de la legislación se puede sostener que el error de derecho vicia una donación, es únicamente
a condición de que se haya probado que aquel error ha sido la sola causa, la causa verdade-
ramente determinante de la obligación.
Es justamente esta la teoría de Domat, que en su tratado sobre las leyes civiles, decía: “Si la
ignorancia o error de derecho es tal que sea la única causa de la convención, en la que se
obligue a una cosa que no se deba y que no ha tenido otra causa para fundar la obligación, su
causa, siendo falsa, será nula”.
Lo que no se ha advertido con claridad, es que en tales casos el error de derecho no juega rol
alguno en la anulación. Un viejo autor francés, hoy casi olvidado, pero que ha servido de
fuente al art. 923 de nuestro código, ha planteado la cuestión en sus justos términos: “El error
de derecho no puede ser invocado sino en el caso de que tenga por resultado excluir uno de
los elementos necesarios del acto jurídico atacado por error”. El que alega un error de dere-
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cho no dice: “Yo reconozco que en derecho riguroso estoy obligado, pero solicito ser desli-
gado de una obligación que no he suscrito sino por error de derecho”. No, su lenguaje es otro:
él debe decir: “El contrato en virtud del cual yo parezco ligado, no tiene más que una apa-
riencia de validez, porque como consecuencia de un error de derecho, que ofrezco probar,
carece de una de las condiciones indispensables para su existencia legal”.
He aquí un ejemplo. Soy deudor de una persona que acaba de fallecer. Por error de derecho,
creo que uno de sus familiares es heredero del causante, y fundado en esa creencia errónea, le
suscribo un pagaré por esa suma. Naturalmente, esa obligación es nula. Lo mismo ocurre con
el ejemplo de error de derecho que da Bibiloni en la nota al art. 243, segunda redacción, de
una partición que se ataca de nulidad porque no es heredera una de las partes que la firmó y
la otra parte, por un error legal, le creyó tal. Una observación superficial podría hacer radicar
la nulidad en el error de derecho. Pero evidentemente no es así. El error de derecho no ha
sido sino la causa, la falsa causa, de la obligación. Pero el motivo por el cual la obligación se
anula, es la falta de causa. Y la prueba de ello es que tales contratos u obligaciones, son tan
nulos en el derecho francés o alemán, que admiten el error de derecho, como en el nuestro,
que no lo admite.
V.- EXTRATERRITORIALIDAD DE LA LEY.
12.- Otra aplicación que según la doctrina imperante, tiene la ley de orden público, es la de
impedir la aplicación de la ley extranjera a pesar de que ello correspondiere según las nor-
mas que rigen los efectos de las leyes con relación al territorio.
Se sostiene, en efecto, que cuando la aplicación de la ley extranjera viola el orden público del
país en cual se juzga el caso, debe aplicarse la ley nacional.
Así enunciado el principio, parece natural e indiscutible. Pero nuevamente se presenta la gran
cuestión: ¿Cuáles son las leyes de orden público?
Se me permitirá que insista, porque el hecho tiene gran importancia, en la impotencia y des-
aliento de los autores que se han ocupado del punto, particularmente ahora con los interna-
cionalistas.
Dice Fedozzi: “La noción de orden público es inaprensible”. Healy: “Se puede decir sin exa-
geración que hay tantas opiniones como autores han tratado el tema”. Pillet y Niboyet: “La
noción de orden público pasa por ser una de las más oscuras del derecho internacional priva-
do….. El acuerdo unánime sobre el principio de orden público cesa desde se trata de precisar-
lo”. Arminjón: “Todavía hoy la solución de la cuestión de saber si tal disposición legal es de
orden público o no, depende casi exclusivamente de la opinión o de la ocurrencia de cada
cual”. Solodovnikoff: “La doctrina se ha confesado impotente de dar una explicación de la
noción de orden público”. Bartin: “El orden público es un enigma”.
No satisfechos de tal caos, los internacionalistas nos hablan de un orden público internacional
paralelo al orden público nacional. Cuando no afirman que el orden público comprende todo
el derecho internacional privado, que es su fundamento mismo, que domina toda aquella ra-
ma del derecho.
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Y como si todo esto fuera poco, un tribunal francés ha dicho, muy convencido de su pruden-
cia: “El orden público que debe tener en cuenta un tribunal no es solamente el orden público
actual, sino también el del porvenir”.
13.- Como es natural, una noción confusa, incoherente, sobre la cual cada autor tiene su pro-
pio y diferente concepto, no puede tener ni ha tenido rol práctico alguno en lo referente a la
aplicación de la ley extranjera. Invocando el orden público, algunos autores y tribunales re-
chazan la aplicación de una ley extranjera que otros autores y tribunales aceptan, invocando
también el orden público.
No es extraño, por consiguiente, que algunos juristas y particularmente la escuela italiana, se
hayan esforzado en enumerar las leyes contenidas dentro del concepto de orden público, con
el propósito de terminar con la incertidumbre y tener una base precisa y concreta para aplicar
o rechazar la ley extranjera. Es claro que tampoco ha podido llegarse a un acuerdo sobre esta
base, porque como dice muy bien Alglave, antes de discriminar las múltiples y variadas leyes
que responden a un determinado concepto, es preciso conocer su fórmula, definirlo, tener una
verdadera razón para determinarse.
L´Institut de Droit Internacional, luego de haber fracasado en su tentativa de precisar la no-
ción de orden publico, aprobó en 1910 la siguiente recomendación: “El Instituto expresa el
voto de que, para evitar la incertidumbre a que conduce la arbitrariedad judicial y comprome-
te por ello mismo el interés de los particulares, cada legislación determine con toda la preci-
sión posible, aquellas de sus disposiciones que no serán jamás descartadas por una ley extran-
jera, aún cuando ésta pareciera competente para reglar la relación de derecho de que se trata”.
14.- Muchos años antes y poniendo de manifiesto un criterio práctico y una sensatez ausentes
en tantos tratadistas modernos, nuestro Vélez se abstuvo cuidadosamente de hablar en el art.
14 del cód. civil de leyes de orden público, y siguiendo a Freitas (“Esboc,o” art. 5º), hizo una
enumeración de los casos en que la ley extranjera no es aplicable. Dice así:
Art. 14: Las leyes extranjeras no serán aplicables: “1º Cuando su aplicación se oponga al de-
recho público, o criminal de la República, o a la religión del Estado, a la tolerancia de cultos
o a la moral y buenas costumbres;
“2º Cuando su aplicación fuere incompatible con el espíritu de la legislación de este código.
“3º Cuando fuere de mero privilegio.
“4º Cuando las leyes de este código, en colisión con las extranjeras, fuesen más favorables a
la validez de los actos”.
Es lástima que, seguramente sin apercibirse de ello, Freitas y Vélez cedieran algo al prejui-
cio del orden público, al hablar en el inc. 2º del “espíritu de la legislación de este código”,
idea bien vaga, por cierto, que podía haber sido suprimida sin que la enumeración del artículo
se resintiese en lo más mínimo en su elasticidad y amplitud. Hasta el mismo ejemplo que trae
la nota, en la que habla de la institución de la muerte civil, muestra la inutilidad del inciso.
Tal institución no podría ser aplicada nunca por nuestros jueces, porque es contraria a nuestro
derecho público y a la moral y a las buenas costumbres, y además porque el propio código
establece que las incapacidades de derecho sin simplemente territoriales (art. 9º y 949).
15.- El sistema de nuestro código ha funcionado hasta el prese4nte sin el menor inconvenien-
te, lo que significa por lo menos, que la idea de orden público es absolutamente innecesaria
para saber cuándo corresponde y cuándo no, la aplicación de las leyes extranjeras.
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Y todavía, la enumeración del código podría simplificarse. Todos los casos previstos en el
art. 14, pueden reducirse a los siguientes: No corresponde la aplicación de la ley extranjera;
1º, cuando fuera contraria al derecho público de nuestro país; 2º, cuando fuere contraria a la
moral y a las buenas costumbres; 3º, cuando las leyes de este código,
en colisión con las extranjeras, fueron más favorables a la validez de los actos.
Esta enumeración de leyes que impedirían la aplicación de las extranjeras, deja sin embargo
mucho que desear, sobre todo en este momento de la evolución de las ideas jurídicas, en que
no sólo está en discusión el contenido del derecho público y el privado. Sino la existencia
misma de esa división. Decir que la aplicación de las leyes extranjeras se detiene ante las
leyes nacionales de derecho público, significa dejar intactas las dificultades.
Sostenemos que el único criterio preciso y verdadero para resolver estas dificultades, es refe-
rir la inaplicabilidad de la ley extranjera a la violación de un precepto constitucional o a la
moral y a las buenas costumbres. Hemos hecho un minucioso estudio en todos los casos ju-
risprudenciales de nuestro país en los que se ha considerado que la aplicación de la ley ex-
tranjera vulneraba el orden público nacional; en todos ellos, sin excepción alguna, estaba
implicado un precepto de orden constitucional o el principio de la moral y las buenas cos-
tumbres. Y es lógico que así sea, porque si lo que se desea salvaguardar con la noción de or-
den público es el conjunto de principios o leyes de orden social, político, moral, económico,
religioso, a cuya observancia cree una sociedad ligada su existencia, todo ello es precisamen-
te lo que está resguardado por la Constitución de un país.- En este cuerpo legal tiene su am-
paro todo aquello que una sociedad considera fundamental a su existencia como tal. No es
concebible, por consiguiente, que haya un verdadero interés de orden público, que no tenga
su fundamento y protección en la Carta Magna, que es el vértice de la pirámide jurídica de
que nos habla Kelsen.
Si llevamos más adelante nuestro análisis, será inevitable refundir el principio de la moral y
las buenas costumbres en el régimen constitucional. Es evidente que la aplicación de una ley
contraria a la moral y a las buenas costumbres, haría resentir los fundamentos mismos del
orden constitucional del país. Aquel principio se halla implícito en todo el sistema de la
Constitución, y particularmente en las normas que tienen un contenido ético, comenzando por
el propio Preámbulo; inclusive ha sido sancionado expresamente al disponer el art. 37, inciso
I-5, que “el cuidado de la salud física y moral de los individuos debe ser una preocupación
primordial y constante de la sociedad” (Véase también los arts. 30, 37, inc. III-7, 68, inc. 16).
Por consiguiente, las razones por las cuales el juez debe abstenerse de aplicar una ley extran-
jera se reducen a dos: que sea contraria a la constitución nacional o que la ley nacional sea
más favorable a la validez de los actos. Pero es bien evidente que esta última causal nada
tiene que ver con la idea clásica del orden público. Es una simple norma que integra el sis-
tema del derecho internacional privado de nuestro código. De acuerdo con él la aplicación de
la ley extranjera debe ser hecha por los jueces siempre que se llenen ciertas condiciones. Así,
p. ej., si se trata de una ley referente a capacidad de hecho, es necesario: 1º, que sea la ley del
domicilio; 2º, que la ley nacional no sea más favorable a la validez del acto; 3º, que sea pedi-
da y probada por la parte (me aparto, porque no hace a nuestro tema, de la discusión doctrina-
ria acerca de este requisito).
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Llenadas estas condiciones, la ley extranjera debe aplicarse. Y es tan obligatoria como la ley
nacional, puesto que si esta ordena que una relación de derecho esta regida por una determi-
nada ley, esta viene a formar parte del derecho nacional, es decir, lo integra. Y puesto que las
leyes que rigen esta materia son imperativas, son también de orden público. Si nuestra ley
ordena que en tal caso se debe aplicar tal norma extranjera, es sin duda porque considera que
hay un interés público, colectivo general, en otras palabras, una razón de orden público com-
prometida en la aplicación de esa ley. De no ser así, de no mediar una muy poderosa razón de
ese orden, no dispondría la aplicación de la ley extranjera –lo que siempre importa una ano-
malía- sino la de la ley nacional. Las leyes que imponen la aplicación de la ley extranjera son,
de orden público.
No obstante esta circunstancia, no deben ser aplicadas por los jueces cundo se oponen a un
precepto constitucional, por la misma razón que en tal caso no son aplicables tampoco las
leyes nacionales aunque sean imperativas o de orden público. En otras palabras, la inaplicabi-
lidad de la ley extranjera obedece a idénticas razones que la inaplicabilidad de la ley nacio-
nal: la violación de un precepto constitucional.
De esta manera el planteo de la cuestión se transforma radicalmente. Hasta hoy se ha pensado
que la inaplicabilidad de la ley extranjera obedecía a razones derivadas de su carácter de tal:
parecía así indispensable apelar a una noción de orden público nacional que por más vaga,
confusa y caótica que fuese, aún así llenaba la necesidad de explicar por qué en ciertos casos
la ley extranjera no podía ser aplicada.
Con las ideas que aquí quedan expresadas todo ese inmenso y más que secular esfuerzo resul-
ta inútil, porque responde a una idea falsa. Es precisamente por ser falsa que han sido estéri-
les los esfuerzos de tantos juristas, que finalmente han debido de reconocer su impotencia
para definir el orden público. Es que la noción de orden público no puede desempeñar la fun-
ción jurídica que se pretendía. Ni hace falta alguna cuando se apercibe que la inaplicabilidad
de la ley extranjera resulta de las mismas razones y en los mismos casos en que es inaplicable
la ley nacional. Una vez planteada la cuestión en estos términos, todo el problema adquiere
una total simplicidad y lógica y se concluye con la oscuridad a que estaban resignados los
autores que se han ocupado del tema.
VI. – LA IRRETROACTIVIDAD DE LA LEY
En los números anteriores hemos comprobado que o bien la ley de orden público se identifica
con la imperativa y en tal caso el concepto es fecundo en consecuencias, como ocurre con
relación al principio de la autonomía de la voluntad; o bien esa identificación es imposible, y
entonces la noción de orden público no tiene contenido, es inútil y debe desecharse totalmen-
te, como ocurre con relación al error de derecho y a la aplicación de la ley extranjera.
Pero quizá donde más interesante y grávidas de consecuencias prácticas resulten nuestras
conclusiones es con referencia al problema de la retroactividad de la ley.. Pero ello nos obliga
a hacer un replanteo total de este problema, lo que excedería visiblemente el marco de este
artículo y será la materia de nuestro próximo libro. “Retroactividad e irretroactividad de la
ley”.

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Ley de orden público y su concepto según Borda

  • 1. 1 CONCEPTO DE LEY DE ORDEN PÚBLICO Autor: Borda, Guillermo Julio Publicado en: La Ley, T.58, Pág. 997, 1950 Por Guillermo A. Borda Profesor titular de Derecho Civil en la Facultad de Derecho de Buenos Aires SUMARIO: I. El punto de vista clásico.- II. Nuestro concepto.- III. El principio de la auto- nomía de la voluntad.- IV. El error de derecho.- V. Extraterritorialidad de la ley.- VI. La irre- troactividad de la ley. I. – EL PUNTO DE VISTA CLASICO 1.- La dificultad de definir y precisar el concepto de orden público, ha “desesperado” a los juristas que se han ocupado del tema, según lo dice, con verdad, O. de Roa. Las definiciones que se han intentado hasta el presente, adolecen de una vaguedad desconcer- tante. Buen ejemplo de ello, es la de Baudry Lacantinere, que puede considerarse, quizá la mejor expresión del punto de vista clásico en esta materia. Según este autor, orden público es el conjunto de ideas sociales, políticas, morales, económicas, religiosas a veces, a cuya ob- servancia cree una sociedad ligada su existencia. Es claro que con este concepto, poco hemos adelantado, porque la dificultad queda trasladada a la definición. Cabe preguntarse entonces: ¿Cuáles son las leyes sociales, políticas, morales, etc. de cuya observancia depende la exis- tencia de una sociedad? Porque de lo que se trata, es de definir el límite que separa las leyes de orden público de las que no tienen ese carácter. Por su parte, Calandrelli define el orden público como la normal armonía determinada en la comunidad de vida individual y social por las instituciones que salvaguardan la soberanía y la conservación del Estado limitando su poder, y delimitan el ejercicio de la actividad humana. ¿Puede imaginarse una mayor vaguedad? En todos estos esfuerzos fallidos, se advierte sin embargo, un concepto común; leyes de or- den público serían aquellas en que están interesadas, de una manera muy inmediata y directa, la paz y seguridad sociales, las buenas costumbres, un sentido primario de la justicia y la mo- ral; en otras palabras, las leyes fundamentales y básicas que forman el núcleo sobre el cual está estructurada la organización social. A primera vista, esta idea se presenta clara. Pero cuando se ahonda su análisis y sobre todo, cuando se quiere hacer aplicación práctica del sistema, empiezan las dudas y las divergen- cias. Puesto que toda ley interesa de manera más o menos inmediata al orden jurídico impe- rante, ¿en qué punto puede decirse que afecta al orden público? ¿Cuál es el criterio que per- mite distinguir ese reducido grupo de leyes básicas con respecto a las restantes?
  • 2. 2 Preguntas son estas que no han recibido hasta el presente, una respuesta satisfactoria. Con razón ha podido decir Bibiloni que “los jurisconsultos más famosos no saben que es esto de orden público”; Surville, que “nada es más molesto que definir el orden público”; y Aubry y Rau, que es imposible definir y precisar en abstracto la distinción entre leyes de orden públi- co y las que no lo son. Martínez Paz constata en todos los esfuerzos por definirlo “una anar- quía, una contradicción, cuando no un vacío en sus conclusiones”. Pero es Japiot quien ha dicho las palabras definitivas: “El orden público debe, es preciso admitirlo, parte de su majes- tad, al misterio que lo rodea; prácticamente, su superioridad se ha manifestado sobre todo, por el hecho de que ha quedado siempre por encima de los esfuerzos intentados por los juris- tas para definirlo”. 2.- Ya en el siglo pasado Vareilles Sommieres había levantado su vigorosa palabra para im- pugnar el concepto de leyes de orden público corriente en la doctrina de aquella época y aún en la actual. Sostiene que es absurdo establecer una distinción entre leyes de orden público y leyes que no tienen ese carácter. En realidad todas las leyes interesan al orden público; y de- safía a sus adversarios a encontrar una sola ley que no lo afecte o interese. Inclusive las su- pletorias tienen ese carácter, porque son leyes que satisfacen intereses generales, que son provechosas a todos los asociados sin excepción, que procuran el bien común, el orden públi- co. Evitan a las partes el esfuerzo de meditar todos los detalles; disipan dudas, facilitan la acción del tribunal; son por consiguiente, leyes de orden público o de interés general. La crítica de Vareilles Sommieres es aguda y certera; pero evidentemente se excede en sus conclusiones, al sostener que también las leyes supletorias son de orden público. Si bien es indiscutible que las leyes supletorias se dictan también teniendo en mira una conveniencia general, esta conveniencia reside más que todo, en el orden que resulta de la vigencia de una reglamentación y no es la reglamentación o disposición en sí; de tal modo que las partes pueden sustituir esa norma por otra cualquiera. En la ley de orden público, en cambio, lo que interesa a la sociedad de manera inmediata, es la norma concreta, vale decir, la forma en que se resuelve un problema o situación jurídica. No interesa la solución por ser simplemente una solución, sino por la manera o forma en que se resuelve. De ahí que sea lícito establecer una distinción entre ambas categorías de leyes. Al sostener Vareilles Sommieres que todas las leyes son de orden público porque responden todas a una conveniencia de orden general, parece plantear una cuestión terminológica más bien que una de fondo. II. – NUESTRO CONCEPTO 3.- No obstante las dificultades anotadas en el apartado anterior y la perplejidad de los trata- distas que se han ocupado de la cuestión, creemos que no es tan difícil desentrañar el recto sentido de la noción de orden público, siempre que centremos nuestra atención en ella y sólo en ella, dejando para después de haber precisado el concepto, las posibles aplicaciones de la idea. Porque lo que ha perturbado el criterio de los juristas ha sido que al definir el orden público, se tenía en vista las aplicaciones que al principio querían dársele. De tal modo, se acomodaba la definición a las consecuencias que pretendían extraerse, sin limitarse a la con- sideración del concepto en sí.
  • 3. 3 4.- Un paso importante en el esclarecimiento de esta cuestión ha sido dado por el profesor Araux Castex, quien llamó la atención sobre un hecho que hasta ese momento había pasado desapercibido: las leyes de orden público, lejos de ser un núcleo reducido, poco numeroso, dentro del cuerpo legal, son por el contrario la regla, siendo la excepción las que no tienen ese carácter. La observación es importante, porque destruye el concepto clásico para el cual las leyes de orden público no eran sino un pequeño núcleo, algo así como el corazón del organismo so- cial. Es claro que en el derecho contemporáneo, cuya tendencia hacia la socialización es uni- versal, esta circunstancia se percibe con mucho mayor evidencia que en el derecho indivi- dualista, sobre el que trabajaron la mayor parte de los tratadistas clásicos. Pero la comproba- ción de Araux Castex es valedera para cualquier legislación, inclusive una individualista, como es, por ejemplo, el código de Vélez. Sostiene Arauz Castex que el planteo clásico según el cual la noción de orden público sería necesario para justificar la prevalencia de la ley sobre los principios de la autonomía de la voluntad, irretroactividad y extraterritorialidad de la ley, es inútil y falso. Para lograr igual resultado, basta afirmar el vigor imperativo de la ley, que es de su naturaleza y no necesita por tanto, ser justificado, pero que se detiene ante el campo de las garantías constitucionales, ensanchado por el legislador en homenaje a la voluntad individual o a la comunidad interna- cional. El planteo de la cuestión resultaría así, precisamente inverso al tradicional. Diferimos de este punto de vista, en cuanto explica la detención de la ley imperativa ante el principio de la irretroactividad de la ley por razón de afectar garantías constitucionales. Cuando la Constitución protege un derecho, lo hace con carácter permanente, en tal forma que la ley será inválida, no porque pretenda tener efectos retroactivos, sino porque pretende lesionar un derecho constitucionalmente protegido, sea que disponga para el pasado o para el futuro –salvo, claro está, el caso de las leyes penales-. Esta es la gran objeción a que se presta la jurisprudencia de la Suprema Corte, según la cual son inconstitucionales las leyes retroac- tivas que afecten derechos patrimoniales; porque si afectan realmente a esos derechos, tanto serán nulas si disponen para el pasado, como si lo hacen sólo para el futuro. Tampoco nos parece satisfactoria la explicación de que el legislador limita la aplicación de la ley imperati- va o de orden público en homenaje a la comunidad internacional, porque ello deja intacto el problema práctico de cuándo corresponde y cuándo no, la aplicación de la ley extranjera. Pero hay algo muy importante en la tesis de Arauz Castex, que conviene retener: las leyes de orden público se identifican con las imperativas. 5.- Si tratamos de desentrañar el concepto de orden público sin mirar a las aplicaciones que ha pretendido dársele, sometiéndolo a una vana tortura, la tarea no será insuperable. Y el re- sultado es fecundo en consecuencias prácticas. Las mismas palabras nos están dando la solución: una cuestión es de orden público, cuando responde a un interés general, colectivo, por oposición a las cuestiones de orden privado, en las cuales sólo juega un interés particular. Por eso las leyes de orden público son irrenuncia- bles, imperativas; por el contrario, las de orden privado son renunciables, permisivas, confie- ren a los interesados la posibilidad de apartarse de sus disposiciones y sustituirlas por otras. De donde surge que toda la ley imperativa es de orden público: porque cada vez que el legis-
  • 4. 4 lador impone una norma con carácter obligatoria y le veda a los interesados apartarse de sus normas, es porque considera que hay un interés social comprometido en su cumplimiento; en otras palabras, porque se trata de una ley de orden público. En conclusión: leyes imperativas y leyes de orden público, son conceptos sinónimos. Se objetará tal vez, que aún admitiendo como acertado este criterio, no se eliminan con él todas las dificultades, porque las leyes no siempre resuelven expresamente el problema de si sus disposiciones son imperativas o simplemente supletorias. Es exacto; pero también ex exacto que los casos de verdadera duda son bien contados: muy rara vez la ley deja de ofrecer elementos sólidos para pronunciarse en un sentido o en otro. Y esto no es sino un aspecto –y de los más simples- de la tarea de la interpretación de la ley, tarea facilitada en nuestro caso, por la existencia de conceptos bien claros entre los cuales es necesario optar. En la hipótesis de que la norma no contenga términos explícitos que permitan resolver el problema, deberá considerarse si ha sido dictada en atención a intereses de orden social, co- lectivos; o si ha pretendido tan sólo reglar relaciones particulares, que muy bien podrían tener una solución distinta, sin que por ello se afectase intereses colectivos. En el primer caso, la ley será imperativa; en el segundo, supletoria. 6,. Examinaremos ahora el problema en relación a las cuatro aplicaciones clásicas que la ley de orden público tiene tradicionalmente: en lo referente al principio de la autonomía de la voluntad, al error de derecho, a la aplicación de la ley extranjera y a la retroactividad de la ley. Ello nos permitirá comprobar en qué casos la noción de orden público es fecunda en con- secuencias jurídicas y en qué casos es inaplicable y debe desterrarse de la ciencia jurídica. III. - EL PRINCIPIO DE LA AUTONOMIA DE LA VOLUNTAD 7.- El punto de vista sostenido en el apartado anterior, es indiscutible, por lo menos en nues- tro derecho positivo, en lo que se refiere a la vinculación entre el orden público y el principio de la autonomía de la voluntad. El art. 21 del cód. civil, dice: “las convenciones particulares no pueden dejar sin efecto las leyes en cuya observancia estén interesados el orden público y las buenas costumbres”. Lo que a contrario sensu significa que pueden dejar sin efecto las leyes en cuya observancia no estén interesados el orden público y las buenas costumbres. Para el código, pues, existen dos tipos o categorías de leyes en lo que atañe a este punto: Las que pueden ser dejadas sin efecto por las partes –que son las llamadas supletorias, inter- pretativas o permisivas- y las que no pueden ser dejadas sin efecto por las partes, que el códi- go llama de orden público y que son precisamente las imperativas, puesto que lo que caracte- riza y configura a éstas es la circunstancia de que las partes no pueden dejarlas sin efecto. No hay en nuestro código, entre leyes supletorias y de orden público, una categoría intermedia. Y es lógico que así sea, porque según ya dijimos, si el legislador imponme una norma legal y no permite a las partes apartarse de ella, es porque considera que hay una razón de orden público comprometida en su cumplimiento.
  • 5. 5 IV.- EL ERROR DE DERECHO 8.- Ya con anterioridad, me he ocupado extensamente del problema del error, en mi libro “Error de hecho y de derecho”. En esta obra he sostenido y creo haberlo demostrado, que el error, sea de hecho, sea de derecho, en ningún caso puede dar lugar a la anulación de un acto jurídico y desde luego, jamás un acto jurídico ha sido anulado por error. Esta tesis, que en lo referente al error de hecho exige desenvolvimiento y prueba (para lo cual me remito a mi citado libro) se presenta, en cambio, evidente en materia de error de derecho. Es indudable que la seguridad social y el orden jurídico están interesados en que las leyes no puedan ser burladas so pretexto de ignorancia o error de derecho: de lo contrario, sería poco menos que imposible aplicar una ley, sobre todo cuando resulta inconveniente a los intereses de una de las partes en una relación de derecho. Es por ello que el derecho clásico se ha ne- gado a admitir que tal error puede dar lugar a la anulación de los actos. Es el principio sancionado por el art. 923, que dice así: “La ignorancia de las leyes, o el error de derecho en ningún caso impedirá los efectos legales de los actos lícitos, ni excusará la responsabilidad por los actos ilícitos”. 9.- Empero la doctrina moderna se ha levantado contra esta norma, aduciendo que el princi- pio de que las leyes se reputan conocidas, es una vana quimera; es falso que el derecho sea conocido por todos; la verdad es que se puede ignorar tanto el derecho como los hechos. Y si se admite que el error sea una causal de los actos jurídicos, ¿qué importa que sea de hecho o de derecho?. He sostenido ya, que el error de hecho en ningún caso puede dar lugar a la anulación de un acto. Pero prescindiendo de esta circunstancia y reduciendo nuestro estudio a la considera- ción del error de derecho, es evidente que el punto de partida de la doctrina moderna en este problema, es radicalmente falso. Se afirma que el principio de que las leyes se reputan cono- cidas en falso. Sin duda, lo es; pero es que ello no tiene consecuencia alguna en esta cuestión. Porque la obligatoriedad de las leyes no deriva de su conocimiento por quien está sujeto a ella; deriva simplemente de que el Estado por medio de sus órganos competentes, considera que tal regla es necesaria o conveniente para la sociedad. La sujeción del ciudadano a la ley, no proviene de la circunstancia de que sea conocida, sino de su obligatoriedad. Se objetará tal vez, que no se puede cumplir una ley que no se conoce; pero ello no demuestra sino que hay un interés estadual y uno privado, en que las leyes sean conocidas; y tanto el Estado como los particulares deben poner su empeño para lograrlo. Y por lo pronto, bien contraproducente sería excusar el cumplimiento de las leyes que se ignoran, pues nadie pondría entonces em- peño en aprenderlas. 10.- Tanto peso tienen estos argumentos, que no han podido dejar de ser reconocidos por quienes sostienen al error de derecho como causal de nulidad; y creen superar las dificultades sosteniendo que no podría invocarse el error de derecho cuando se tratare de leyes de orden público. Cabe aquí formularse la pregunta de siempre: ¿Cuáles son las tan mentadas leyes de orden público que, en este caso, impedirían invocar el error de derecho? Por lo pronto, es indudable que todas las leyes imperativas impedirían invocar ese error, puesto que toda ordenación le-
  • 6. 6 gal exige, para su normal desenvolvimiento, que las normas jurídicas impuestas por el Estado con carácter obligatorio, se apliquen en todos los casos para los cuales han sido dictadas, sin que sea posible eludir su cumplimiento invocando ignorancia o error. Por esta misma razón, ni siquiera podría invocarse el error de derecho con referencia a una ley simplemente supleto- ria o interpretativa.- En efecto, la misma ley brinda a las partes la oportunidad de apartarse, de común acuerdo, de aquel tipo de disposiciones o normas. Pero una vez finiquitado el con- venio sin que las partes se hayan apartado de ellas, éstas son tan obligatorias para las partes como cualquier ley imperativa, en tanto no las dejen sin efecto de común acuerdo. Y como también las leyes supletorias obedecen a una razón de interés general, de bien colectivo, se- gún lo demostrara Vareilles Sommieres, en su obra ya citada, admitir el error de derecho en caso de leyes supletorias, significaría también agraviar el orden público que se pretendía ilu- samente dejar a salvo. Todo ello, sin contar que, como acertadamente lo dice Store, ello sig- nificaría fomentar la ignorancia y privar al conocimiento y a la sagacidad de sus justos frutos: porque si una parte pudiera reclamar la nulidad de un contrato alegando que no conocía las leyes que lo gobiernan, sería más útil y seguro ser ignorante que sabio. Lo cual está demostrando la imposibilidad de que las leyes de orden público jueguen el rol de que se les pretende asignar en esta materia. 11.- Lo que ocurre es que todo este problema ha sido erróneamente encarado. Lo que ha con- tribuido a oscurecerlo y ha movido a juristas y legisladores a admitir teóricamente el error de derecho, es que muchas veces la falta de un elemento sustancial del acto jurídico -casi siem- pre la falta de causa- coincide con un error de derecho. Un examen superficial del caso, hace radicar en éste la nulidad, pero si se estudia la cuestión con mayor detenimiento, se advierte que el error de derecho es indiferente y que la obligación es nula por falta de uno de sus ele- mentos esenciales. Esta correlación entre el error, principalmente el de derecho y la falta de causa –o falsa causa, que es lo mismo- ha sido puesta de manifiesto en Francia por Celice, en un importante libro titulado “El error de los contratos”, y más recientemente por Ionasco. El Estudio de la jurisprudencia francesa es por demás ilustrativa a este respecto. Para no ex- tenderme demasiado sobre este punto, citaré sólo los fallos más importantes. Para que el error pueda dar lugar a la anulación, debe ser la causa única y determinante de la obligación; no puede hablarse de error esencial sino cuando ha sido la causa sustancial y determinante del compromiso; o cuando reposa sobre una causa evidentemente falsa; si en el estado actual de la legislación se puede sostener que el error de derecho vicia una donación, es únicamente a condición de que se haya probado que aquel error ha sido la sola causa, la causa verdade- ramente determinante de la obligación. Es justamente esta la teoría de Domat, que en su tratado sobre las leyes civiles, decía: “Si la ignorancia o error de derecho es tal que sea la única causa de la convención, en la que se obligue a una cosa que no se deba y que no ha tenido otra causa para fundar la obligación, su causa, siendo falsa, será nula”. Lo que no se ha advertido con claridad, es que en tales casos el error de derecho no juega rol alguno en la anulación. Un viejo autor francés, hoy casi olvidado, pero que ha servido de fuente al art. 923 de nuestro código, ha planteado la cuestión en sus justos términos: “El error de derecho no puede ser invocado sino en el caso de que tenga por resultado excluir uno de los elementos necesarios del acto jurídico atacado por error”. El que alega un error de dere-
  • 7. 7 cho no dice: “Yo reconozco que en derecho riguroso estoy obligado, pero solicito ser desli- gado de una obligación que no he suscrito sino por error de derecho”. No, su lenguaje es otro: él debe decir: “El contrato en virtud del cual yo parezco ligado, no tiene más que una apa- riencia de validez, porque como consecuencia de un error de derecho, que ofrezco probar, carece de una de las condiciones indispensables para su existencia legal”. He aquí un ejemplo. Soy deudor de una persona que acaba de fallecer. Por error de derecho, creo que uno de sus familiares es heredero del causante, y fundado en esa creencia errónea, le suscribo un pagaré por esa suma. Naturalmente, esa obligación es nula. Lo mismo ocurre con el ejemplo de error de derecho que da Bibiloni en la nota al art. 243, segunda redacción, de una partición que se ataca de nulidad porque no es heredera una de las partes que la firmó y la otra parte, por un error legal, le creyó tal. Una observación superficial podría hacer radicar la nulidad en el error de derecho. Pero evidentemente no es así. El error de derecho no ha sido sino la causa, la falsa causa, de la obligación. Pero el motivo por el cual la obligación se anula, es la falta de causa. Y la prueba de ello es que tales contratos u obligaciones, son tan nulos en el derecho francés o alemán, que admiten el error de derecho, como en el nuestro, que no lo admite. V.- EXTRATERRITORIALIDAD DE LA LEY. 12.- Otra aplicación que según la doctrina imperante, tiene la ley de orden público, es la de impedir la aplicación de la ley extranjera a pesar de que ello correspondiere según las nor- mas que rigen los efectos de las leyes con relación al territorio. Se sostiene, en efecto, que cuando la aplicación de la ley extranjera viola el orden público del país en cual se juzga el caso, debe aplicarse la ley nacional. Así enunciado el principio, parece natural e indiscutible. Pero nuevamente se presenta la gran cuestión: ¿Cuáles son las leyes de orden público? Se me permitirá que insista, porque el hecho tiene gran importancia, en la impotencia y des- aliento de los autores que se han ocupado del punto, particularmente ahora con los interna- cionalistas. Dice Fedozzi: “La noción de orden público es inaprensible”. Healy: “Se puede decir sin exa- geración que hay tantas opiniones como autores han tratado el tema”. Pillet y Niboyet: “La noción de orden público pasa por ser una de las más oscuras del derecho internacional priva- do….. El acuerdo unánime sobre el principio de orden público cesa desde se trata de precisar- lo”. Arminjón: “Todavía hoy la solución de la cuestión de saber si tal disposición legal es de orden público o no, depende casi exclusivamente de la opinión o de la ocurrencia de cada cual”. Solodovnikoff: “La doctrina se ha confesado impotente de dar una explicación de la noción de orden público”. Bartin: “El orden público es un enigma”. No satisfechos de tal caos, los internacionalistas nos hablan de un orden público internacional paralelo al orden público nacional. Cuando no afirman que el orden público comprende todo el derecho internacional privado, que es su fundamento mismo, que domina toda aquella ra- ma del derecho.
  • 8. 8 Y como si todo esto fuera poco, un tribunal francés ha dicho, muy convencido de su pruden- cia: “El orden público que debe tener en cuenta un tribunal no es solamente el orden público actual, sino también el del porvenir”. 13.- Como es natural, una noción confusa, incoherente, sobre la cual cada autor tiene su pro- pio y diferente concepto, no puede tener ni ha tenido rol práctico alguno en lo referente a la aplicación de la ley extranjera. Invocando el orden público, algunos autores y tribunales re- chazan la aplicación de una ley extranjera que otros autores y tribunales aceptan, invocando también el orden público. No es extraño, por consiguiente, que algunos juristas y particularmente la escuela italiana, se hayan esforzado en enumerar las leyes contenidas dentro del concepto de orden público, con el propósito de terminar con la incertidumbre y tener una base precisa y concreta para aplicar o rechazar la ley extranjera. Es claro que tampoco ha podido llegarse a un acuerdo sobre esta base, porque como dice muy bien Alglave, antes de discriminar las múltiples y variadas leyes que responden a un determinado concepto, es preciso conocer su fórmula, definirlo, tener una verdadera razón para determinarse. L´Institut de Droit Internacional, luego de haber fracasado en su tentativa de precisar la no- ción de orden publico, aprobó en 1910 la siguiente recomendación: “El Instituto expresa el voto de que, para evitar la incertidumbre a que conduce la arbitrariedad judicial y comprome- te por ello mismo el interés de los particulares, cada legislación determine con toda la preci- sión posible, aquellas de sus disposiciones que no serán jamás descartadas por una ley extran- jera, aún cuando ésta pareciera competente para reglar la relación de derecho de que se trata”. 14.- Muchos años antes y poniendo de manifiesto un criterio práctico y una sensatez ausentes en tantos tratadistas modernos, nuestro Vélez se abstuvo cuidadosamente de hablar en el art. 14 del cód. civil de leyes de orden público, y siguiendo a Freitas (“Esboc,o” art. 5º), hizo una enumeración de los casos en que la ley extranjera no es aplicable. Dice así: Art. 14: Las leyes extranjeras no serán aplicables: “1º Cuando su aplicación se oponga al de- recho público, o criminal de la República, o a la religión del Estado, a la tolerancia de cultos o a la moral y buenas costumbres; “2º Cuando su aplicación fuere incompatible con el espíritu de la legislación de este código. “3º Cuando fuere de mero privilegio. “4º Cuando las leyes de este código, en colisión con las extranjeras, fuesen más favorables a la validez de los actos”. Es lástima que, seguramente sin apercibirse de ello, Freitas y Vélez cedieran algo al prejui- cio del orden público, al hablar en el inc. 2º del “espíritu de la legislación de este código”, idea bien vaga, por cierto, que podía haber sido suprimida sin que la enumeración del artículo se resintiese en lo más mínimo en su elasticidad y amplitud. Hasta el mismo ejemplo que trae la nota, en la que habla de la institución de la muerte civil, muestra la inutilidad del inciso. Tal institución no podría ser aplicada nunca por nuestros jueces, porque es contraria a nuestro derecho público y a la moral y a las buenas costumbres, y además porque el propio código establece que las incapacidades de derecho sin simplemente territoriales (art. 9º y 949). 15.- El sistema de nuestro código ha funcionado hasta el prese4nte sin el menor inconvenien- te, lo que significa por lo menos, que la idea de orden público es absolutamente innecesaria para saber cuándo corresponde y cuándo no, la aplicación de las leyes extranjeras.
  • 9. 9 Y todavía, la enumeración del código podría simplificarse. Todos los casos previstos en el art. 14, pueden reducirse a los siguientes: No corresponde la aplicación de la ley extranjera; 1º, cuando fuera contraria al derecho público de nuestro país; 2º, cuando fuere contraria a la moral y a las buenas costumbres; 3º, cuando las leyes de este código, en colisión con las extranjeras, fueron más favorables a la validez de los actos. Esta enumeración de leyes que impedirían la aplicación de las extranjeras, deja sin embargo mucho que desear, sobre todo en este momento de la evolución de las ideas jurídicas, en que no sólo está en discusión el contenido del derecho público y el privado. Sino la existencia misma de esa división. Decir que la aplicación de las leyes extranjeras se detiene ante las leyes nacionales de derecho público, significa dejar intactas las dificultades. Sostenemos que el único criterio preciso y verdadero para resolver estas dificultades, es refe- rir la inaplicabilidad de la ley extranjera a la violación de un precepto constitucional o a la moral y a las buenas costumbres. Hemos hecho un minucioso estudio en todos los casos ju- risprudenciales de nuestro país en los que se ha considerado que la aplicación de la ley ex- tranjera vulneraba el orden público nacional; en todos ellos, sin excepción alguna, estaba implicado un precepto de orden constitucional o el principio de la moral y las buenas cos- tumbres. Y es lógico que así sea, porque si lo que se desea salvaguardar con la noción de or- den público es el conjunto de principios o leyes de orden social, político, moral, económico, religioso, a cuya observancia cree una sociedad ligada su existencia, todo ello es precisamen- te lo que está resguardado por la Constitución de un país.- En este cuerpo legal tiene su am- paro todo aquello que una sociedad considera fundamental a su existencia como tal. No es concebible, por consiguiente, que haya un verdadero interés de orden público, que no tenga su fundamento y protección en la Carta Magna, que es el vértice de la pirámide jurídica de que nos habla Kelsen. Si llevamos más adelante nuestro análisis, será inevitable refundir el principio de la moral y las buenas costumbres en el régimen constitucional. Es evidente que la aplicación de una ley contraria a la moral y a las buenas costumbres, haría resentir los fundamentos mismos del orden constitucional del país. Aquel principio se halla implícito en todo el sistema de la Constitución, y particularmente en las normas que tienen un contenido ético, comenzando por el propio Preámbulo; inclusive ha sido sancionado expresamente al disponer el art. 37, inciso I-5, que “el cuidado de la salud física y moral de los individuos debe ser una preocupación primordial y constante de la sociedad” (Véase también los arts. 30, 37, inc. III-7, 68, inc. 16). Por consiguiente, las razones por las cuales el juez debe abstenerse de aplicar una ley extran- jera se reducen a dos: que sea contraria a la constitución nacional o que la ley nacional sea más favorable a la validez de los actos. Pero es bien evidente que esta última causal nada tiene que ver con la idea clásica del orden público. Es una simple norma que integra el sis- tema del derecho internacional privado de nuestro código. De acuerdo con él la aplicación de la ley extranjera debe ser hecha por los jueces siempre que se llenen ciertas condiciones. Así, p. ej., si se trata de una ley referente a capacidad de hecho, es necesario: 1º, que sea la ley del domicilio; 2º, que la ley nacional no sea más favorable a la validez del acto; 3º, que sea pedi- da y probada por la parte (me aparto, porque no hace a nuestro tema, de la discusión doctrina- ria acerca de este requisito).
  • 10. 10 Llenadas estas condiciones, la ley extranjera debe aplicarse. Y es tan obligatoria como la ley nacional, puesto que si esta ordena que una relación de derecho esta regida por una determi- nada ley, esta viene a formar parte del derecho nacional, es decir, lo integra. Y puesto que las leyes que rigen esta materia son imperativas, son también de orden público. Si nuestra ley ordena que en tal caso se debe aplicar tal norma extranjera, es sin duda porque considera que hay un interés público, colectivo general, en otras palabras, una razón de orden público com- prometida en la aplicación de esa ley. De no ser así, de no mediar una muy poderosa razón de ese orden, no dispondría la aplicación de la ley extranjera –lo que siempre importa una ano- malía- sino la de la ley nacional. Las leyes que imponen la aplicación de la ley extranjera son, de orden público. No obstante esta circunstancia, no deben ser aplicadas por los jueces cundo se oponen a un precepto constitucional, por la misma razón que en tal caso no son aplicables tampoco las leyes nacionales aunque sean imperativas o de orden público. En otras palabras, la inaplicabi- lidad de la ley extranjera obedece a idénticas razones que la inaplicabilidad de la ley nacio- nal: la violación de un precepto constitucional. De esta manera el planteo de la cuestión se transforma radicalmente. Hasta hoy se ha pensado que la inaplicabilidad de la ley extranjera obedecía a razones derivadas de su carácter de tal: parecía así indispensable apelar a una noción de orden público nacional que por más vaga, confusa y caótica que fuese, aún así llenaba la necesidad de explicar por qué en ciertos casos la ley extranjera no podía ser aplicada. Con las ideas que aquí quedan expresadas todo ese inmenso y más que secular esfuerzo resul- ta inútil, porque responde a una idea falsa. Es precisamente por ser falsa que han sido estéri- les los esfuerzos de tantos juristas, que finalmente han debido de reconocer su impotencia para definir el orden público. Es que la noción de orden público no puede desempeñar la fun- ción jurídica que se pretendía. Ni hace falta alguna cuando se apercibe que la inaplicabilidad de la ley extranjera resulta de las mismas razones y en los mismos casos en que es inaplicable la ley nacional. Una vez planteada la cuestión en estos términos, todo el problema adquiere una total simplicidad y lógica y se concluye con la oscuridad a que estaban resignados los autores que se han ocupado del tema. VI. – LA IRRETROACTIVIDAD DE LA LEY En los números anteriores hemos comprobado que o bien la ley de orden público se identifica con la imperativa y en tal caso el concepto es fecundo en consecuencias, como ocurre con relación al principio de la autonomía de la voluntad; o bien esa identificación es imposible, y entonces la noción de orden público no tiene contenido, es inútil y debe desecharse totalmen- te, como ocurre con relación al error de derecho y a la aplicación de la ley extranjera. Pero quizá donde más interesante y grávidas de consecuencias prácticas resulten nuestras conclusiones es con referencia al problema de la retroactividad de la ley.. Pero ello nos obliga a hacer un replanteo total de este problema, lo que excedería visiblemente el marco de este artículo y será la materia de nuestro próximo libro. “Retroactividad e irretroactividad de la ley”.