Creo que he encontrado la respuesta. Descifrando el enigma de los semidioses (con el famoso Gilgamesh entre ellos), concluyo en este libro, mi obra cumbre, que en una antigua tumba se enterraron evidencias físicas irrefutables de la presencia alienígena en el pasado de la Tierra.
Se trata de un relato que tiene inmensas implicaciones para nuestros orígenes genéticos, una clave para desvelar los secretos de la salud, la longevidad, la vida y la muerte; es un misterio cuya resolución llevará al lector a una aventura única y finalmente revelará lo que se retuvo de Adán en el Jardín del Edén.
Zecharia Sitchin
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Y sucedió que
cuando los hombres comenzaron a multiplicarse sobre la haz de la
Tierra
y les nacieron hijas,
vieron los hijos de Dios que las hijas de los hombres
eran hermosas, y tomaron por esposas
a las que preferían de entre todas ellas.
En la Tierra había gigantes
en aquellos días, y también después,
cuando los hijos de Dios
se unían a las hijas de los hombres
y ellas les daban hijos:
éstos fueron los Hombres Poderosos de la antigüedad,
Hombres de Renombre.
El lector, si está familiarizado con la versión de la Biblia del rey
Jacobo, reconocerá estos versos como el preámbulo, en el capítulo 6
del Génesis, de la historia del Diluvio, la Gran Inundación en la que
Noé, acurrucado en un arca, se salvó para repoblar posteriormente la
Tierra.
El lector, si está familiarizado con mis escritos, reconocerá tam-
bién estos versículos como el motivo por el cual, hace muchas déca-
das, un niño se sintió impulsado a preguntarle a su profesor por qué se
hablaba de «gigantes» en estos versículos, cuando la palabra del texto
· 7
3. original hebreo era Nefilim, que procede del verbo hebreo Nafol, que
significa caer, ser bajado, venir abajo, y en modo alguno «gigantes».
Aquel niño era yo. En lugar de ser felicitado por mi perspicacia
lingüística, me llevé una dura reprimenda. «¡Sitchin, siéntate! –me
espetó con un silbido lleno de cólera contenida– ¡No cuestiones la
Biblia!» Me sentí profundamente herido aquel día, pues yo no estaba
cuestionando la Biblia; al contrario, estaba apuntando a la necesidad
de comprenderla bien. Y eso fue lo que cambió la dirección de mi
vida, para llevarme a buscar a los Nefilim. ¿Quiénes fueron los Nefi-
lim, y quiénes fueron sus «Poderosos» descendientes?
La búsqueda de respuestas comenzó con cuestiones lingüísticas.
El texto hebreo no dice que los «hombres» comenzaron a multipli-
carse, sino Ha’Adam, «El Adán», un término genérico de la especie
humana. No habla de los hijos de «Dios», sino que utiliza el término
Bnei Ha-Elohim, «los hijos (en plural) de los Elohim», un término
plural que se ha traducido como «dioses», pero que literalmente sig-
nifica «los Elevados». Las «Hijas de El Adán» no eran «hermosas»,
sino Tovoth, buenas, compatibles… E, inevitablemente, nos encon-
tramos así pues enfrentándonos al problema de los orígenes. ¿Cómo
dio en aparecer la humanidad en este planeta, y de quién es el código
genético que portamos en nuestras células?
En sólo tres versículos y unas cuantas palabras (cuarenta y nueve
palabras en el original hebreo del Génesis), la Biblia nos habla de la
creación del Cielo y la Tierra, y luego hace una crónica de los tiempos
prehistóricos de la primitiva humanidad, y de una serie de asombro-
sos acontecimientos, entre los cuales destacan una inundación global,
la presencia en la Tierra de los dioses y de sus hijos, el cruce entre dos
especies y una descendencia de semidioses…
Y así, comenzando con una sola palabra (Nefilim), relaté la his-
toria de los anunnaki, «Aquellos que del Cielo a la Tierra llegaron»,
viajeros espaciales y colonos interplanetarios, que llegaron a la Tie-
rra desde su aquejado planeta en busca de oro, y que terminaron
dando forma a El Adán a su propia imagen. Y con ello los devolví
a la vida, reconociéndolos individualmente, desentrañando sus en-
revesadas relaciones, describiendo sus trabajos, sus amores, sus am-
biciones y sus guerras, e identificando a sus mestizos descendientes:
los «semidioses».
Alguna vez me han preguntado adónde me habrían llevado mis
intereses si aquel profesor me hubiera felicitado en lugar de repren-
8 ·
4. derme. Pero lo cierto es que yo me he hecho a mí mismo una pre-
gunta diferente: ¿qué pasaría si, de hecho, «hubiera habido gigantes
en la Tierra en aquellos días y también después»? Las implicaciones
culturales, científicas y religiosas serían sobrecogedoras, y llevarían a
otras dos ineludibles preguntas: ¿por qué los que compilaron la Biblia
hebrea, que está dedicada completamente al monoteísmo, incluyeron
esos versículos bomba en la crónica prehistórica, y cuáles fueron sus
fuentes?
Yo creo que he encontrado la respuesta. Descifrando el enigma
de los semidioses (con el famoso Gilgamesh entre ellos), concluyo en
este libro, mi obra cumbre, que en una antigua tumba se enterraron
evidencias físicas irrefutables de la presencia alienígena en el pasado
de la Tierra. Se trata de un relato que tiene inmensas implicaciones
para nuestros orígenes genéticos, una clave para desvelar los secretos
de la salud, la longevidad, la vida y la muerte; es un misterio cuya re-
solución llevará al lector a una aventura única y finalmente revelará
lo que se retuvo de Adán en el Jardín del Edén.
Zecharia Sitchin
· 9
5. /$ %š648('$ '(
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En la primavera del 334 a. C., Alejandro de Macedonia y su ejército
cruzaron el Helesponto, un estrecho brazo de mar que separa a Eu-
ropa de Asia (llamado actualmente estrecho de Dardanelos), y lan-
zaron así la primera invasión armada europea sobre Asia. Sus fuerzas
militares, una tropa de élite de unos 15.000 soldados de infantería y
caballería, representaban la alianza que los estados griegos habían
formado en respuesta a las repetidas invasiones de Grecia por parte
de los persas: primero, en el 490 a. C. (cuando se rechazó la invasión
en Maratón), y luego, en el 480-479 a. C., cuando los persas humilla-
ron a los griegos con la ocupación y el saqueo de Atenas.
Los dos bandos habían estado combatiendo desde entonces en
Asia Menor, donde proliferaban las colonias griegas (de las cuales
Troya es la más conocida en los relatos), y se habían enfrentado tam-
bién en las lucrativas vías marítimas del Mediterráneo oriental. En
tanto que los persas estaban organizados en un poderoso imperio,
gobernado por una sucesión de «reyes de reyes», los griegos estaban
fragmentados en pequeñas ciudades-estado que no hacían otra cosa
que pelearse entre sí; la devastación y la humillación provocadas por
las invasiones persas, junto con los constantes enfrentamientos por
tierra y por mar, llevaron finalmente a la formación de una liga bajo el
liderazgo de Macedonia, confiándosele a Alejandro la tarea de dirigir
el contraataque.
Alejandro optó por cruzar de Europa a Asia por el Helesponto
(A en el mapa, fig. 1), el mismo estrecho que habían cruzado los persas
en sus invasiones hacia Occidente. En el pasado, el estrecho estaba
· 11
6. dominado desde la parte asiática por la ciudad fortificada de Troya,
el epicentro de la famosa Guerra de Troya, que se había desarrollado
allí, según la Iliada de Homero, muchos siglos atrás. Portando consi-
go una copia del relato épico que le había dado su tutor, Aristóteles,
Alejandro se detuvo en las ruinas de Troya para ofrecer sacrificios a
la diosa Atenea y rendir homenaje ante la tumba de Aquiles (cuyo
coraje y heroísmo admiraba Alejandro).
El multitudinario ejército cruzo el estrecho sin contratiempos. Los
persas, en lugar de rechazar a los invasores en las playas, considera-
ron la posibilidad de aniquilar a las fuerzas griegas atrayéndolas con
un señuelo tierra adentro. El ejército persa, liderado por uno de sus
mejores generales, esperaba a Alejandro y a su ejército en las orillas
de un río, formando una línea de batalla un poco más hacia el interior;
pero, aunque los persas aventajaban a los griegos tanto en posiciones
como en número de efectivos, los griegos se abrieron paso entre ellos.
Replegándose, los persas reunieron otro ejército e, incluso, planearon
una contrainvasión de Grecia; pero, mientras tanto, su retirada permi-
tió a los griegos avanzar sin obstáculos por Asia Menor, hasta llegar a
lo que actualmente es la frontera entre Turquía y Siria (B en el mapa).
GRECIA MAR NEGRO MAR
CAS
PIO
Hattusa
A Monte Ararat
Asia Menor PAÍS DE HATTI (hititas)
Montes Tauro Nínive
Troya B Jarán
CHIPRE
Karkemish (ASIRIA)
E
Río
M
Kadesh
es
Mo
NO
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Agadé Susa
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D Jericó Babilonia
Jerusalén Nippur ELAM
Mar Muerto SUMER
Giza Heliópolis Erek
Menfis Ur
SINAÍ Eridú
El Fayum
GOL SICO
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Dendera
EG
Tebas
Karnak
Edfú
Syene (Asuán)
Figura 1. Mapa (el mundo de Alejandro)
12 ·
7. En el otoño del 333 a. C., el mismísimo Shah-in-Shah («Rey de Re-
yes») de los persas, Darío III, encabezó la carga de caballería contra
las tropas de vanguardia de Alejandro; la batalla, conocida como la
Batalla de Issos (muy representada por los artistas griegos, fig. 2), ter-
minó con la captura de la tienda real de Darío, si bien éste consiguió
escapar. El rey persa, batido pero no derrotado, se retiró a Babilonia
(C en el mapa), el cuartel general occidental de un imperio que se ex-
tendía desde Asia Menor (que era lo que Alejandro había invadido)
hasta la India.
Incomprensiblemente, Alejandro renunció a la oportunidad de
aplastar al enemigo persa de una vez y para siempre. En vez de perse-
guir a los restos del ejército persa y a su humillado rey, dejó que Da-
río se retirara hacia el este, hasta Babilonia, y permitió que el imperio
continuara la guerra. Renunciando a la oportunidad de una victoria
decisiva, Alejandro se dirigió entonces hacia el sur… La derrota de los
persas en venganza por sus anteriores ataques a Grecia, razón por la
cual se había hecho la alianza de los estados griegos bajo el mando
de Alejandro, se aplazó para más tarde. Era Egipto, y no Persia, como
descubrieron sorprendidos los generales griegos, el verdadero destino
de Alejandro.
Lo que tenía Alejandro en la cabeza, como se revelaría posterior-
mente, era su propio destino, y no el de Grecia, pues fue a Egipto de-
bido a los persistentes rumores difundidos en la corte de Macedonia
de que su verdadero padre no era el rey Filipo, sino un misterioso per
Figura 2. Alejandro en combate con Darío
· 13
8. sonaje egipcio. Según se cuenta en diversos relatos, un faraón egipcio,
al que los griegos llamaban Nectanebo, había visitado en cierta ocasión
la corte del rey Filipo. Dicen que era un mago consumado, un adivino,
y que había seducido en secreto a la reina Olimpia, la esposa de Filipo;
de modo que, aunque se dio por supuesto que Alejandro era hijo del
rey Filipo, el verdadero padre de aquél había sido un visitante egipcio.
Aquellos persistentes rumores, que enturbiaron las relaciones en-
tre el rey Filipo y la reina, ganaron credibilidad cuando Filipo acusó
públicamente a Olimpia de adulterio (algunos dicen que para des-
pejar el camino en su pretensión de tomar como esposa a la joven
hija de un noble macedonio), una decisión que arrojó dudas sobre la
posición de Alejandro como príncipe heredero. Fue quizás entonces,
pero ciertamente no después de que la nueva esposa del rey le diera
un hijo, cuando la historia dio otro giro: el misterioso visitante que,
supuestamente, había engendrado a Alejandro no era sólo un egip-
cio, era un dios disfrazado, el dios egipcio Amón (traducido también
como Ammón, Amún o Amén). Según esta versión, Alejandro era
algo más que un príncipe real (el hijo de la reina), era un semidiós.
El problema de la sucesión real en Macedonia quedó resuelto cuan-
do el rey Filipo fue asesinado, mientras celebraba el nacimiento de su
nuevo hijo, y Alejandro se convirtió en rey de Macedonia con veinte
años de edad. Pero el problema de su verdadero parentesco siguió ocu-
pando la mente de Alejandro pues, de ser cierto lo que se decía, aquello
le daría el derecho a algo más importante que la sucesión al trono real;
¡le daba derecho a heredar la inmortalidad de los dioses!
Con su ascenso al trono de Macedonia, Alejandro sustituyó a Fi-
lipo como comandante de la alianza de los estados griegos en su pro-
yecto de invasión de Asia. Pero, antes de embarcarse en la marcha
hacia Asia, Alejandro se dirigió a Delfos, un lejano emplazamiento
sagrado del sur de Grecia. Era allí donde se encontraba el oráculo
más famoso de la antigua Grecia, al cual iban reyes y héroes a consul-
tar lo relativo a su futuro. Allí, en el templo del dios Apolo, una legen-
daria sacerdotisa, la sibila, entraría en trance y, hablando en nombre
del dios, respondería a las preguntas del visitante.
¿Era él un semidiós, obtendría la inmortalidad? Alejandro quería
saberlo. La respuesta de la sibila fue, como siempre, lacónica; un acer-
tijo sujeto a interpretaciones. Lo que quedó claro, no obstante, fue la
indicación de que Alejandro encontraría la respuesta en Egipto, en el
oráculo más famoso de aquel país: en el oasis de Siwa (D en el mapa).
14 ·
9. ***
La sugerencia no era tan extraña como podría parecer. Ambos orácu-
los estaban vinculados tanto por la leyenda como por la historia. Se
decía que el emplazamiento del oráculo de Delfos (nombre que sig-
nifica «matriz» en griego) lo había establecido Zeus, el jefe del pan-
teón griego, por ser éste el lugar en el que se habían encontrado dos
aves que el dios había enviado desde los dos extremos de la Tierra.
Declarando que aquel lugar era un «ombligo de la Tierra», Zeus situó
allí una piedra con forma oval denominada ónfalo, que significa «om-
bligo» en griego. Era una Piedra Susurrante, a través de la cual se co-
municaban los dioses; y, según antiguas tradiciones, era el objeto más
sagrado del templo de Apolo, y la sibila de Delfos se sentaba sobre él
cuando pronunciaba sus respuestas oraculares. (El ónfalo original fue
reemplazado en tiempos de los romanos por una réplica, [fig. 3a], que
aún puede verse en Delfos.)
El emplazamiento del oráculo de Siwa, un oasis del desierto occi-
dental de Egipto, a casi quinientos kilómetros al oeste del delta del
Nilo, se eligió mediante el mismo procedimiento que el de Delfos;
aunque, en este caso, con dos aves de color negro (que se creía que
habían sido sacerdotisas del dios Amón disfrazadas). El templo prin-
cipal estaba consagrado al dios egipcio Amón, a quien los griegos
consideraban el «Zeus» egipcio. También había aquí una Piedra Susu-
rrante, un ónfalo egipcio (fig. 3b); y se tenía por un lugar sagrado en la
a b
Figura 3a. Ónfalo de Delfos 3b. Ónfalo egipcio
· 15
10. mitología y en la historia griegas porque el dios Dioniso, habiéndose
perdido en cierta ocasión en este desierto, se salvó milagrosamente
al encontrar el oasis. Dioniso era hermanastro de Apolo, y solía sus-
tituir a éste en Delfos cuando Apolo se ausentaba. Por otra parte (y,
especialmente, desde el punto de vista de Alejandro), Dioniso había
alcanzado el estatus de dios siendo en realidad un semidiós, hijo de
Zeus y de una princesa llamada Selene, a la que éste había seducido
disfrazado de hombre. Era, así pues, un caso similar, aunque anterior,
al de Alejandro; el de un dios que, disfrazado de humano, había en-
gendrado a un hijo en una dama humana de linaje real; y si Dioniso
se había podido deificar y había podido convertirse en uno de los
Inmortales, ¿por qué no Alejandro?
Se sabía que entre los que anteriormente habían acudido a Siwa
buscando un oráculo estaban dos famosos generales, Cimón de Ate-
nas y Lisandro de Esparta; pero aún más significativo para Alejan-
dro era el semidiós Perseo, otro hijo ilegítimo de Zeus, que había
conseguido matar a la monstruosa Medusa antes de que ésta lo con-
virtiera en piedra. También se decía que el legendario héroe Hér-
cules, famoso por el reto de los Doce Trabajos, había consultado el
oráculo de Siwa; aunque ya no debería de sorprendernos, Hércules
también era un semidiós, hijo de Zeus, que había seducido a la sabia
y hermosa Alcmena tomando el aspecto de su marido, el rey de la
isla. Los precedentes encajaban claramente con la propia búsqueda
de Alejandro.
Y así fue como, en vez de perseguir al rey persa y a su desorga-
nizado ejército, Alejandro se encaminó hacia el sur. Dejando atrás
algunas tropas para controlar el territorio conquistado, marchó a lo
largo de las regiones costeras del Mediterráneo; salvo en el caso de la
fortaleza fenicia de Tiro, cuya marina había participado en la guerra
como aliada de Persia, el avance de los griegos no encontró resisten-
cia: casi todos dieron la bienvenida a Alejandro como libertador del
detestable dominio persa.
En Egipto, la guarnición persa se rindió sin ofrecer combate, y los
mismos egipcios recibieron a Alejandro como a algo más que un li-
bertador. En Menfis, la capital, los sacerdotes egipcios estaban dis-
puestos a aceptar el rumoreado parentesco divino de Alejandro con
el egipcio dios Amón, y le sugirieron que fuera a Tebas (actualmente,
Karnak y Luxor), en el Alto Egipto, emplazamiento del inmenso tem-
plo de Amón, para rendir homenaje al dios allí y para ser coronado
16 ·
11. a b
Figura 4a. Moneda
de Alejandro 4b. Dios egipcio Amón
faraón. Pero Alejandro insistió en cumplir con las indicaciones del
oráculo de Delfos, y se embarcó en la peligrosa expedición de tres
semanas de viaje por el desierto hasta el oasis de Siwa: Alejandro
necesitaba escuchar el veredicto sobre su inmortalidad.
Lo que pudo suceder en Siwa durante aquella sesión oracular, es-
trictamente privada, nadie lo sabe en realidad. Una de las versiones
dice que, cuando terminó, Alejandro les dijo a sus compañeros que
«había recibido la respuesta que su corazón deseaba», y que «ha-
bía aprendido cosas secretas que no habría podido conocer de otro
modo». En otra versión se dice que, aunque no se confirmó la in-
mortalidad física, sí que quedó establecido su parentesco divino, lo
cual llevaría a Alejandro a pagar a sus tropas a partir de entonces
con monedas de plata en cuyo cuño aparecía su efigie con cuernos
(fig. 4a), a semejanza del dios Amón, al que se representaba también
con cuernos (fig. 4b). Una tercera versión, que justificaría lo que Ale-
jandro haría posteriormente, dice que se le dieron instrucciones para
que buscara una montaña con pasadizos subterráneos en la península
del Sinaí, que allí tendría encuentros angélicos, y que luego fuera a
Babilonia, al templo del dios babilónico Marduk.
Esta última instrucción debía de proceder de una de las «cosas se-
cretas» que Alejandro había aprendido en Siwa: que Amón era un epí-
teto que significaba «el Invisible», que se le había aplicado en Egipto al
dios Ra desde alrededor del 2160 a. C., cuando abandonó Egipto para
establecer sus dominios sobre toda la Tierra; su nombre egipcio com-
pleto era Ra-Amón o Amón-Ra, «el Invisible Ra». En libros anteriores
· 17
12. he demostrado que «Ra-Amón» estableció su nuevo cuartel general en
Babilonia, Mesopotamia, donde era conocido como Marduk, hijo de
un dios más antiguo al que los egipcios llamaban Ptah y los mesopotá-
micos Enki. El secreto que presumiblemente se le reveló a Alejandro
fue que su verdadero padre, el Invisible (Amón) en Egipto, era el dios
Marduk en Babilonia; pues, pocas semanas después de descubrir todo
esto, Alejandro partió hacia la distante Babilonia.
A comienzos del verano del 331 a. C., Alejandro volvió a congre-
gar su gran ejército y marchó hacia el río Éufrates, en cuyas orillas,
algo más al sur, se encontraba Babilonia. Los persas, liderados aún
por Darío, congregaron también una gran fuerza de caballería y ca-
rros de guerra, y se dispusieron a esperar a Alejandro, suponiendo
que tomaría la tradicional ruta hacia el sur a lo largo del río Éufrates.
Pero, con una gran maniobra táctica, Alejandro viró bruscamente
hacia el este, hacia el río Tigris, rebasando los flancos de los persas y
entrando en Mesopotamia por lo que históricamente había sido Asi-
ria. Al enterarse de la estrategia de Alejandro, Darío envió rápida-
mente sus tropas hacia el noreste. Los dos ejércitos se encontraron en
la región oriental del río Tigris, en un lugar llamado Gaugamela (E en
el mapa), cerca de las ruinas de la otrora capital asiria, Nínive (ahora
en la parte kurda del norte de Iraq).
Figura 5. Puerta de Ishtar en Babilonia
18 ·
13. Tras una nueva victoria, Alejandro volvió a cruzar el río Tigris y,
sin necesidad ya de cruzar el ancho río Éufrates, enfiló la amplia lla-
nura que le llevaría hasta Babilonia. Rechazando una tercera oferta
de paz de Darío, Alejandro llegó a la famosa ciudad en el otoño del
331 a. C. y entró por su maravillosa Puerta de Ishtar (esta puerta, fig. 5,
reconstruida tras una excavación, se exhibe ahora en el Museo del
Oriente Próximo de la Antigüedad de Berlín).
Los nobles y los sacerdotes babilonios le dieron la bienvenida a
Alejandro, encantados de liberarse del yugo de los persas, que habían
profanado y demolido el gran templo de Marduk. El templo era un
gran zigurat (pirámide escalonada), que se encontraba en el centro
del recinto sagrado de Babilonia y que se elevaba en siete precisos
niveles definidos astronómicamente (hay una reconstrucción en la
fig. 6). Prudentemente, Alejandro había hecho saber de antemano que
pretendía presentar sus respetos al dios nacional de Babilonia, Mar-
duk, y que su intención era reconstruir su profanado templo. La tradi-
ción quería que los nuevos reyes de Babilonia fueran legitimados con
la bendición de la deidad, para lo cual el dios debía tomarles de sus
manos extendidas. Pero Alejandro no pudo realizar este ritual, pues
se encontró al dios muerto en un ataúd de oro, su cuerpo inmerso en
aceites especiales con el fin de preservarlo.
Figura 6. El zigurat de Babilonia
· 19
14. Aunque es muy posible que Alejandro supiera ya que Marduk ha-
bía muerto, el mero hecho de ver al dios le impactó profundamente:
allí yacía el cadáver no de un mortal, y no sólo de su supuesto padre,
sino el cadáver de un dios, de uno de los venerados «Inmortales».
Así pues, ¿qué posibilidades tendría él, Alejandro, un semidiós en el
mejor de los casos, de poder evitar la muerte? Pero, como si estuviera
decidido a desafiar toda probabilidad, Alejandro enroló a miles de
obreros para reconstruir el Esagil, gastándose sus escasos recursos en
la empresa; y cuando partió para continuar sus conquistas, dejó bien
sentada su decisión de que fuera Babilonia la capital de su nuevo
imperio.
En el 323 a. C., Alejandro, para entonces señor del Imperio persa
desde Egipto hasta la India, regresó a Babilonia; pero los sacerdotes
de augurios babilonios le advirtieron que no volviera a entrar en la
ciudad, puesto que moriría si lo hacía. No obstante, los malos augu-
rios, que habían tenido lugar poco después de la primera estancia de
Alejandro en Babilonia, persistieron, a pesar de que Alejandro apla-
zara su entrada en la ciudad hasta el momento oportuno. No tardó
en caer enfermo, presa de una elevada fiebre. Pidió a sus oficiales
que vigilaran en su nombre dentro del Esagil; pero, en la mañana de
lo que ahora dataríamos como el 10 de junio del 323 a. C., Alejandro
murió y alcanzó la inmortalidad, aunque no físicamente, sino en el
recuerdo de la historia.
***
El relato del nacimiento, la vida y la muerte de Alejandro el Gran-
de ha sido objeto de libros, estudios, películas, cursos universitarios y
demás durante generaciones. Los expertos modernos no dudan de la
existencia de Alejandro el Grande, y han escrito innumerables libros
y artículos acerca de él y de su época, estableciendo todos los deta-
lles de su vida. Saben que el gran filósofo griego Aristóteles fue el
maestro y mentor de Alejandro, han determinado la ruta que siguió
Alejandro en sus conquistas, han analizado la estrategia de cada una
de sus batallas y han registrado los nombres de todos sus generales.
Pero resulta sorprendente que todos esos respetados eruditos hayan
consagrado su vida a todo esto sin avergonzarse por no haber repa-
rado en algo esencial; pues, aunque describen todos y cada uno de
los aspectos y giros de la corte macedónica y sus intrigas, se toman a
20 ·
15. risa el detalle que lo propició todo: ¡el de la creencia en esa corte, por
parte del mismo Alejandro y por parte de los eruditos griegos, de que
un dios podía engendrar un hijo en una mujer mortal!
Pero el desdén que estos expertos muestran ante los «mitos» está
aún más difundido en el tema del arte griego. Se han escrito miles de
volúmenes, que hacen combarse las estanterías de bibliotecas privadas
y públicas, en los que se trata de cada minucia del «arte griego» en sus
distintos estilos, trasfondos culturales y orígenes geográficos; en los mu-
seos, se han llenado galerías y más galerías con esculturas de mármol,
con bronces, con jarrones pintados y demás objetos. ¿Y qué es lo que
se representa en todos ellos? Invariablemente, dioses antropomórficos,
heroicos semidioses y episodios de los llamados relatos míticos (como
esta representación del dios Apolo dando la bienvenida a su padre, el
dios Zeus, acompañado por otros dioses y diosas, fig. 7).
Por motivos que desafían toda comprensión, en los círculos de los
expertos es una norma clasificar los registros de las civilizaciones de
la antigüedad así: si el relato o el texto antiguo trata de reyes, se cata-
loga dentro de los anales reales. Si trata de personalidades heroicas,
se califica como de epopeya. Pero si el tema es el de los dioses, se
clasifica como mito; pues, ¿quién en su sano juicio científico podría
creer, como creían los griegos (o los egipcios, o los babilonios), que
los dioses fueron seres reales, omnipotentes, que surcaban los cielos,
entablaban batallas, planeaban traiciones y tribulaciones para los hé-
roes, e incluso engendraban a aquellos héroes, manteniendo relacio-
nes sexuales con hembras humanas?
Figura 7. Dioses griegos: Apolo y Zeus
· 21
16. Figura 8. Zeus y su rayo
a b
Figura 9a. Teshub 9b. Viracocha, Puerta del Sol
22 ·
17. Así pues, resulta irónico que la saga de Alejandro el Grande sea
tratada como un hecho histórico, en tanto que su nacimiento, sus visi-
tas oraculares, sus itinerarios y su fin en Babilonia no habrían podido
tener lugar sin incluir en la historia a dioses «míticos» como Amón,
Ra, Apolo, Zeus y Marduk, o a semidioses tales como Dioniso, Per-
seo, Hércules y, posiblemente, el mismísimo Alejandro.
Sabemos que las tradiciones de los pueblos de la antigüedad están
llenas de relatos (y representaciones) de dioses que, aunque tenían el
mismo aspecto que nosotros, eran diferentes e, incluso, aparentemen-
te inmortales. Los relatos eran básicamente los mismos en todo el
planeta y, si bien los seres reverenciados llevaban nombres diferentes
en las distintas tierras, sus nombres en cada una de esas lenguas te-
nían en gran medida el mismo significado: un epíteto que destacaba
un aspecto particular de la deidad a la que se aplicaba ese nombre.
Así, los dioses romanos Júpiter y Neptuno, eran los dioses griegos
Zeus y Poseidón. Indra, el gran dios hindú de las tormentas, alcanzó
la supremacía derrotando a sus rivales divinos con rayos explosivos,
al igual que había hecho Zeus (fig. 8); y su nombre, desglosado en
sílabas como In-da-ra, se encontró en las listas de los dioses de los
hititas, en Asia Menor; era otro nombre de la deidad principal de los
hititas, Teshub, el dios de los truenos y los rayos (fig. 9a), Adad («el
Atronador») para asirios y babilonios, Hadad para los cananeos, e in-
cluso en América, donde, bajo el nombre de Viracocha, era el dios
j
Figura 10. Discos alados
· 23
18. que se representó en la «Puerta del sol» de Tiahuanacu, en Bolivia
(fig. 9b). Y esta lista podríamos prolongarla aún más. ¿Cómo puede
ser esto? ¿Por qué?
En su avance a través de Asia Menor, los griegos pasaron ante
imponentes monumentos hititas; en el norte de Mesopotamia, se en-
contraron con las ruinas de las grandes ciudades asirias; desoladas,
pero aún no enterradas por las arenas del tiempo. En todas partes,
no sólo los nombres de las deidades, sino también la iconografía y los
símbolos, eran los mismos… dominados por el signo del Disco Alado
(fig. 10), que se encontraron en Egipto y por todas partes, incluso en
los monumentos de los reyes persas, como símbolo supremo. ¿Qué
representaba, qué significaba todo esto?
Poco después de la muerte de Alejandro, las tierras conquistadas
quedaron divididas entre dos de sus generales, pues sus herederos
legítimos, su hijo de cuatro años y su custodio, el hermano de Ale-
jandro, fueron asesinados. Ptolomeo y sus sucesores se asentaron en
Egipto y se apoderaron de los dominios africanos; Seleuco y sus su-
cesores tomaron como base Siria y gobernaron en Anatolia, Meso-
potamia y las distantes tierras asiáticas. Y ambos se embarcaron en
un esfuerzo por descubrir la verdadera historia de los dioses y de las
tierras que estaban ahora bajo su control. Los ptolomeos, que funda-
ron también la famosa Biblioteca de Alejandría, eligieron a un sacer-
dote egipcio, conocido como Manetón, para que trascribiera al griego
la prehistoria divina y la historia dinástica de Egipto. Los seléucidas,
por su parte, retuvieron a un sacerdote babilonio que hablaba griego,
conocido como Beroso, para que compilara para ellos la historia y la
prehistoria de la humanidad y de sus dioses según los conocimientos
mesopotámicos. En ambos casos, los motivos iban más allá de la mera
curiosidad; como demostrarían los acontecimientos posteriores, los
nuevos soberanos buscaban ser aceptados por sus pueblos sugiriendo
que sus respectivos reinados eran una continuación legítima de las
realezas dinásticas que se remontaban hasta los tiempos de los dioses.
Lo que sabemos por los escritos de estos dos sabios nos lleva hasta
tiempos prehistóricos, y hasta los acontecimientos que se relatan en
los intrigantes versículos del Génesis 6; nos lleva más allá del proble-
ma de si los «mitos» podrían ser de algún modo verídicos, una memo-
ria colectiva de acontecimientos del pasado, y nos catapulta hasta el
descubrimiento de que se trata de versiones de registros auténticos,
algunos de los cuales pretenden ser de los Días Anteriores al Diluvio.
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19. BABILONIA Y MARDUK
Denominada Bab-Ili («Pórtico de los dioses») en acadio (de donde viene
Babel, en la Biblia), fue la capital que dio nombre a un reino situado a
orillas del río Éufrates, al norte de Sumer y Acad. Hasta que las excava-
ciones arqueológicas iniciadas antes de la Primera Guerra Mundial no
sacaron a la luz su ubicación y su alcance imperial, su existencia sólo
era conocida por la Biblia; primero, por el relato bíblico de la Torre de
Babel y, después, por los registros de acontecimientos históricos de los
libros de los Reyes y de los Profetas.
El esplendor y la historia de Babilonia estuvieron estrechamente
vinculados con la suerte y las ambiciones del dios Marduk, cuyo prin-
cipal templo, un zigurat llamado el E-sag-il («Templo Cuya Cabeza es
Elevada»), se levantaba dentro de un recinto sagrado, donde vivía una
plétora de sacerdotes organizados de forma jerárquica, desde encar-
gados de la limpieza y carniceros hasta sanadores y administradores,
escribas, astrónomos y astrólogos. Mar.duk («Hijo del Lugar Puro») era
el primogénito del dios sumerio Ea/Enki, cuyos dominios estaban en
África (donde, según he sugerido, eran adorados bajo los nombres de Ra
y Ptah, respectivamente). Pero Marduk pretendía alcanzar la suprema-
cía global, estableciendo su propio «Ombligo de la Tierra» en la misma
Mesopotamia, esfuerzo que daría lugar al incidente frustrado de la To-
rre de Babel. Finalmente, conseguiría sus propósitos con posterioridad
al 2000 a. C., cuando un resplandeciente Marduk (véase la ilustración)
invitó a todos los demás líderes de los dioses a vivir en Babilonia como
subordinados suyos.
Babilonia alcanzó el estatus imperial con la dinastía que iniciara el
rey Hammurabi, en torno al 1800 a. C. El descifre de los textos cuneifor-
mes, de los que se han encontrado tablillas por todo el Oriente Próximo
de la antigüedad, permitió obtener datos históricos acerca de sus con-
quistas, que tenían motivos religiosos, y de su rivalidad con Asiria. Tras
un declive que se prolongó durante alrededor de cinco siglos, emergió
de nuevo un Imperio neobabilónico, que persistió hasta el siglo VI a. C.
Entre sus conquistas habría que incluir varios ataques a Jerusalén y la
destrucción de su templo en el 587 a. C. a manos del rey Nabucodono-
sor II, detalle que vendría a corroborar plenamente los relatos bíblicos.
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20. La ciudad de Babilonia, como capital imperial, centro religioso y
símbolo de su reino, llegó a su fin en el 539 a. C., cuando fue conquis-
tada por el rey persa aqueménida Ciro. Aunque Ciro fue respetuoso
con Marduk, su sucesor, Jerjes, destruyó el famoso templo-zigurat en
el 482 a. C., que, para entonces, no era más que la tumba glorificada
del cadáver de Marduk. Fueron esas ruinas del templo-zigurat las que
Alejandro intentó reconstruir.
Marduk resplandeciente
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