CULTURA NAZCA, presentación en aula para compartir
Texto de Selectividad Agustín
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TEXTO DE SELECTIVIDAD DE AGUSTÍN DE HIPONA
SAN AGUSTÍN LA CIUDAD DE DIOS. Edición, estudio preliminar, selección de textos,
notas y síntesis de Salvador Antuñano Alea. 2ª Edición, Tecnos, Madrid, 2010.
LIBRO XI
CAP. 26 IMAGEN DE LA SOBERANA TRINIDAD, QUE EN CIERTO MODO SE ENCUENTRA
AÚN EN LA NATURALEZA DEL HOMBRE TODAVÍA NO FELIZ1
También nosotros reconocemos una imagen de Dios en nosotros. No es igual, más aún, muy
distante; tampoco es co-eterna y, en resumen, no de la misma sustancia Dios. A pesar de todo,
es tan alta, que nada hay más cercano por naturaleza entre las cosas creadas por Dios; imagen
de Dios, esto es, de aquella suprema Trinidad, pero que debe ser aún perfeccionada por la
reforma para acercársele en lo posible por la semejanza. Porque en realidad existimos, y
conocemos que existimos, y amamos el ser así y conocerlo. En estas tres cosas no nos perturba
ninguna falsedad disfrazada de verdad.
Cierto que no percibimos con ningún sentido del cuerpo estas cosas como las que están fuera:
los colores con la vista, los sonidos con el oído, los olores con el olfato, los sabores con el gusto,
las cosas duras y blandas con el tacto. De estas cosas sensibles tenemos también imágenes
muy semejantes a ellas, aunque no corpóreas, considerándolas con el pensamiento,
reteniéndolas en la memoria y siendo excitados por su medio a la apetencia de las mismas; pero
sin la engañosa imaginación de representaciones imaginarias, estamos completamente ciertos
de que existimos, de que conocemos nuestra existencia y la amamos.
Y en estas verdades no hay temor alguno a los argumentos de los académicos, que preguntan
¿Y si te engañas? Si me engaño existo; pues quien no existe no puede tampoco engañarse; y
por esto, si me engaño existo. Entonces, puesto que si me engaño, existo, ¿cómo me puedo
engañar sobre la existencia, siendo tan cierto que existo si me engaño? Por consiguiente, como
sería yo quien se engañase, aunque se engañase, sin duda en el conocer que me conozco, no
me engañaré. Pues conozco que existo, conozco también esto mismo, que me conozco. Y al
amar estas dos cosas, añado a las cosas que conozco como tercer elemento, el mismo amor
que no es de menor importancia.
Pues no me engaño de que me amo, ya que no me engaño en las cosas que amo; aunque ellas
fueran falsas, sería verdad que amo las cosas falsas. ¿Por qué iba a ser justamente reprendido e
impedido de amar las cosas falsas, si fuera falso que las amaba? Ahora bien, siendo ellas
verdaderas y ciertas, ¿quién puede dudar de que el amor de las mismas, al ser amado, es
verdadero y cierto? Tan verdad es que no hay nadie que no quiera existir, como no existe nadie
que no quiera ser feliz. ¿Y cómo puede querer ser feliz si no fuera nada?
CAP 27. ESENCIA, CIENCIA Y AMOR DE UNA Y OTRA2
1. Tan agradable es por inclinación natural la existencia, que sólo por esto ni aún los
desgraciados quieren morir, y aun viéndose miserables, no anhelan desaparecer del mundo, sino
1 Al comentar la huella de Dios presente en el hombre –existencia, conocimiento, amor-, San Agustín abre la
reflexión a una Metafísica real, a una Epistemología cierta y a una Antropología de raíz personalista. En el capítulo
presente, de forma especial, el “Si fallor sum” de Agustín –que ya expresara en su diálogo Contra Académicos y que
parece preludiar, desde muy otros fundamentos el cogito cartesiano– es una refutación en toda regla del
Escepticismo.
2 La propia vida –esencia/existencia-, el conocimiento y autoconciencia –ciencia- y la libertad como tendencia al bien
–amor- son los rasgos que muestran nuestra realidad distinta de otros seres y nuestra semejanza con Dios. Por
analogía, San Agustín aplica también los conceptos de esencia, ciencia y amor a los animales y las plantas.
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que desaparezca su miseria3. Supongamos que aquellos que se tienen a sí mismos por los más
miserables, lo son claramente y son juzgados también como miserables, no sólo por los sabios,
que los tienen por necios, sino también por los que se juzgan a sí mismos felices, quienes los
tienen por pobres e indigentes; pues bien, si a éstos se les ofrece la inmortalidad, en que viviera
también la misma miseria, proponiéndoles o permanecer siempre en ella, o dejar de vivir,
saltarían ciertamente de gozo y preferirían vivir siempre así a dejar definitivamente la existencia.
Testimonio de esto es su sentimiento bien conocido.
¿Por qué temen morir y prefieren vivir en ese infortunio antes que terminarlo con la muerte, sino
porque tan claro aparece que la naturaleza rehúye la no existencia? Por eso, cuando saben que
están próximos a la muerte, ansían como un gran beneficio que se les conceda la gracia de
prolongar un poco más esa miseria y se les retrase la muerte. Bien claramente, pues, dan a
indicar con qué gratitud aceptarían incluso esa inmortalidad en que no tuviera fin su indigencia.
¿Pues qué? Todos los animales aun los irracionales, que no tienen facultad de pensar, desde los
monstruosos dragones hasta los diminutos gusanillos, ¿no manifiestan que quieren vivir y por
esto huyen de la muerte con todos los esfuerzos que pueden? ¿Y qué decir también de los
árboles y de los arbustos? No teniendo sentido para evitar con movimientos exteriores su ruina,
¿no vemos cómo para lanzar al aire los extremos de sus renuevos, hunden profundamente sus
raíces en la tierra para extraer el alimento y conservar así en cierto modo su existencia?
Finalmente, los mismos cuerpos que no sólo carecen de sentido, sino hasta de toda vida vegetal,
se lanzan a la altura o descienden al profundo o se quedan como en medio, para conservar su
existencia en el modo que pueden según su naturaleza.
2. Ahora bien, cuánto se ama el conocer y cómo le repugna a la naturaleza el ser engañada,
puede colegirse que cualquiera prefiere estar sufriendo con la mente sana a estar alegre en la
locura. Esta fuerte y admirable tendencia no se encuentra fuera del hombre, en ningún animal,
aunque algunos de ellos tengan un sentido de la vista más agudo que nosotros para contemplar
esta luz; pero no pueden llegar a aquella luz incorpórea, que esclarece en cierto modo nuestra
mente para poder juzgar rectamente de todo esto. No obstante, aunque no tengan una ciencia
propiamente, tienen los sentidos de los irracionales cierta semejanza de ciencia.
Las demás cosas corporales se han llamado sensibles, no precisamente porque sienten, sino
porque son sentidas. Así, en los arbustos existe algo semejante a los sentidos en cuanto se
alimentan y se producen. Sin embargo, éstos y otros seres corporales tienen sus causas latentes
en la naturaleza. En cuanto a sus formas, con las que por su estructura contribuyen al
embellecimiento de este mundo, las presentan a nuestros sentidos para ser percibidas, de suerte
que parece como si quisieran hacerse conocer para compensar el conocimiento que ellos no
tienen.
Nosotros llegamos a conocer esto por el sentido del cuerpo, pero no podemos juzgar de ello con
este sentido. Tenemos otro sentido del hombre interior mucho más excelente que ése, por el que
percibimos lo justo y lo injusto: lo justo, por su hermosura inteligible; lo injusto por la privación de
esa hermosura. Para poner en práctica este sentido, no presta ayuda alguna ni la agudeza de la
pupila, ni los orificios de las orejas, ni las fosas nasales, ni la bóveda del paladar, ni tacto alguno
corpóreo. En este sentido, estoy cierto de que existo y de que conozco, y en ese sentido amo
esto, y estoy cierto de que lo amo.
3Esta distinción es clave para entender la posición de San Agustín y de la tradición cristiana frente al suicidio y a la
eutanasia.