Este documento presenta la editorial de la revista Lexikalia número 3. En la editorial, el comité editorial da la bienvenida a los lectores y los invita a recorrer las páginas de la revista para sumergirse en las historias y textos sobre la ciudad presentados. Se destaca que la ciudad está representada tanto en las calles como en la literatura y que la revista busca reunir diferentes miradas sobre la ciudad a través de los escritos incluidos.
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REVISTA LEXIKALIA
ISSN: 2346-3481
Número 3
Marzo-2015
Publicación de la Escuela de Estudios Literarios
Facultad de Humanidades
Universidad del Valle
Cali, Colombia
Rector de la Universidad del Valle
Iván Enrique Ramos Calderón
Decana de la Facultad de Humanidades
Gladys Stella López Jiménez
Director de la Escuela de Estudios Literarios
Óscar Wilson Osorio Correa
DIRECTOR
Jeison Steven Rivera Isaza
COMITÉ EDITORIAL
Giovanny Bedoya Ágredo
María del Mar Burgos Echeverry
Vania Lorena Lasso Cruz
Jorge Harbey Medina Cortez
Juan Sebastian Mina Quiñónez
Diego Alejandro Rincón Garcés
Daniel Ríos Rengifo
Gabriel Rodríguez Bolaños
DIAGRAMACIÓN
Jeison Steven Rivera Isaza
ILUSTRADORES COLABORADORES
Ana María Jiménez Ríos
Portada/Contraportada
Do_ipanema@hotmail.com
Daniel Botero Arango
danielo8526@hotmail.com
Ludy Nayeth Echeverry Sánchez
nayeth-sanchez92@hotmail.com
Juan Carlos García
juanchip1@hotmail.com
Carlos Augusto Castillo Lara
zarathustra103@hotmail.com
Lyz Erika Torres Ramos
lyztor19@gmail.com
Daniel Antonio Sierra Orrego
daso_7251@hotmail.com.com
Gabriel Rodríguez Bolaños
luisgabrielr7@gmail.com
Michael Esquivel Bulla
mikepagan88@hotmail.com
Pilar Rodríguez
pili@xipmultimedia.com
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CONTENIDO
FICCIÓN
Ciudad perdida
Jenny Valencia Alzate
AC-DC
Saúl Antonio Munévar
Las ciudades y el viento
Gabriel Rodríguez
Carlos Astier
Didier Castro
Náufrago de ciudad
Anuar Bolañoz
Basura
Vanessa Moreno Restrepo
Una estación
Jeison Steven Rivera Isaza
POESÍA
Ciudad verano
Fernanda Benavidez
Los caminantes
Errante
Jeison Andrés Arango Velasco
ARTÍCULO DE OPINIÓN
El truco de la camisa
Jorge Harbey Medina
ENSAYO
Suicidio, cópulas e insultos
Guissepe Ramírez
La cuadra del medio
Luisa Fernández
ESCRITORA INVITADA
Las murallas
Carolina Sanín
Dos ruedas para leer la ciudad
Ronald Gallego
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Editorial
Caminantes de la ciudad, observadores, huellas de tinta que van
dibujando una mirada. Cada texto en esta revista de estudiantes nos
traerá un recorrido sobre las calles y sobre la idea de calle, entre los
edificios y entre las ideas de edificios, narraciones de luz incandes-
cente y natural. ¿Se hacen a la idea? Eso de escribir con asfalto puede
parecer absolutamente irreal pero resulta reconfortante y cercano a
la mayoría de nosotros, a los que hacen vueltas en los bancos y a los
que sencillamente pasan de largo buscándose.
Quizás por eso hicimos la invitación, el esfuerzo para reunir las
historias del ruido en el centro, la indiferencia del conductor en el
semáforo, el movimiento constante de los barrios populares, los se-
máforos palpitando a media noche, los colores de la prisa a todas las
horas del día; quisimos traerlas porque nuestra mirada de la ciudad
está incompleta, vacía, necesita alimentarse de otros trazos y com-
partir esos trazos que otros no ven para resignificar la ciudad.
La ciudad está en la calle, pero cuando se recorre y se identifica,
también está en la literatura; se encuentran los callejones y la gente,
la velocidad de la vida, la respiración por todas partes. Se pescan las
historias que duermen bajo las piedras y se empieza a entender un
poco de todo.
Quizás por eso queremos invitarlos a caminar un rato. A ponerse
algo de ropa cómoda, llenar una botella plástica con agua y recorrer
al ritmo que puedan mantener, todas las páginas de la revista, hasta
llegar al final y luego extender el recorrido saliendo a la calle a crear
tu propia ciudad, esa que quieres dibujar para compartir también. Los
invitamos a sudar y disfrutar un rato con los textos presentes en este
número.
Bienvenidos
Comité editorial Lexikalia
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LAS MURALLAS
(Notas para una literatura de la ciudad)
*Nació en 1973 en Bogotá. Ha publicado las novelas Todo en otra parte (SeixBarral, 2005) y Los niños (Laguna, 2014),
el ensayo biográfico Alfonso X, el Rey Sabio (Panamericana, 2009), los libros de cuentos Ponqué (Norma, 2010) y Yosoyu
(2013) y el libro para niños Dalia (Norma, 2010). Escribe una columna mensual en la revista Arcadia. Es Ph.D. en Literatura
Hispánica de la Universidad de Yale y es profesora de la Universidad de Los Andes. Vive en Bogotá.
n una charla pública reciente, se me preguntó si
escribo sobre la ciudad. La pregunta me recordó mis años
de estudiante de Literatura en Bogotá, una época en la que
se hablaba, sin asomo de cansancio, sobre “literatura urba-
na” y “escribir la ciudad”. Solo que no se hablaba de ello,
realmente. Los enunciados se repetían como ganas y como
lemas. Se decía “la ciudad y la literatura”, y el enunciante
remitía a una lista de nombres y de obras, que remitía a su
vez a una consigna, que a su vez reiteraba una moda, que
nadie sabía, creo, cómo seguir. Había que escribir de Bogo-
tá o, como se decía entonces abusando del acusativo, “escri-
bir a Bogotá”. Los jóvenes escritores bogotanos debíamos
pensar, como habitantes y autores de una ciudad americana,
en la colonia. En concreto, debíamos tratar de ser parte de
la tradición de El carnero —como si evitarlo fuera posi-
ble—. Víctimas de una ciudad huidiza debido a una des-
trucción reciente y aplazada, debíamos procurar mantener,
como referente de nuestra experiencia y nuestra reflexión,
el Bogotazo —como si perderlo fuera posible—. Aparte de
E
Por: Carolina Sanín*
ESCRITORA INVITADA
Ilustrado por: Carlos Augusto Castillo Lara
9. 9
eso, lo que los aspirantes a escritores teníamos que hacer
era caminar por el centro para ver qué entendíamos, qué se
veía. O para encontrar qué desconocíamos ¿Pero qué era
lo que se veía y qué podía sernos ajeno en la ciudad que
construíamos? ¿Quién iba a señalarnos dónde buscar? ¿Ha-
bía un guía? ¿Cómo convertirse en urraca para entresacar el
brillante de la basura? Entender algo sobre la ciudad era tan
ilusorio como saber de dónde venía la articulación entre el
deseo por ella y el deber hacia ella, que reconocíamos —o
no— en nosotros.
Esa letanía y esa moda y esa constricción y esa confu-
sión de la “literatura urbana” produjeron, en mi generación,
cierto corpus que mezclaba la sordidez y la detección frus-
trada —léase: malogradas novelas policiacas—. En eso fue
a parar la misión urbanita, que no era otra cosa que tardía
pretensión modernista. Nos pusimos a pensar en la historia
de la ciudad, en los papeles interpretados, en los recovecos
del sexo y la resistencia de los fantasmas. Creíamos que
para escribir de la ciudad había que escribir de lo siniestro.
Nadie, sin embargo, en una ciudad de pobres, supo ni quiso
escribir sobre la patencia del horror: sobre la pobreza. Los
estudiantes de Literatura y Arte —los aspirantes, los lecto-
res, los autodesignados para la articulación, los viajeros—
no teníamos cómo conocer la pobreza. Hablo de la pobreza
sin más, clara, afilada y severa; no de la “diversidad”, no
de lo llamado “popular”, no del trasiego de la calle, ni de la
desdicha, ni de los acentos desarmados, ni de los sucesos y
sus ruinas, sino de la falta, el hueco, las doce del día y las
doce de la noche en la polvareda, el no haber hecho nada y
no tener nada que hacer más tarde.
(Desde luego, no sé de lo que hablo. Sé lo que digo,
pero no sé de qué estoy hablando. Hablo de un lugar inar-
ticulable para quien está dentro e impenetrable para quien
está afuera. Soy pobre porque no puedo conocer la pobreza.
Porque no tengo acceso a la pobreza, estoy incomunicada.
Y la pobreza de nadie es mía).
Creímos que escribir la ciudad era investigar sobre en-
cuentros y pasajes —el centro, el café, el parque y el bur-
del—, pero no nos acordamos de que la ciudad estaba en la
periferia, en los segmentos sin calles, en la casa sin esperan-
za de huéspedes, en la casa cuyas paredes se juntan.
Optamos por no pensar en la ciudad porque optamos por
no pensar en el ser pobre; porque eso, en realidad, no cabía
en el título o el lema “Literatura y ciudad”. (Es un misterio
que la pobreza, que no contiene nada, no quepa en ningún
lado).
10. 10
*
Ala pregunta de si escribía de la ciudad, en aquella charla
pública, podría haber respondido que cuanto escribo —las
distinciones que propongo, las indiferencias que me dela-
tan— pertenece a la ciudad y en ella queda, no solo porque
nunca he vivido en el campo, sino porque no imagino el
campo. Voy al campo con frecuencia y allá me siento mejor
y más atenta que en la ciudad, pero no imagino la naturale-
za; es decir que la naturaleza no me señala otra naturaleza.
Los campos (el desierto, el mar, el bosque, la selva, la mon-
taña, el río) son definitivos: si un paisaje alude a un más allá
para él mismo, ese más allá no es otra cosa que él mismo, el
espacio en el que él vuelve a presentarse sin representarse
y sin acontecer. Si imagino la naturaleza, así dicha simple-
mente, imagino un jardín, que es ella misma, solo que total
y arriba —el jardín del Edén, si acaso, si se quiere, el mun-
do como fue creado—.
En la naturaleza miro sin que la mirada persiga la crítica
o la interpretación. La mirada, fuera de la ciudad, corre tras
la vista para serle fiel. No asume el paisaje, sino que se vier-
te en él, buscando integrarse a su realidad viva.
En el campo no he escrito nunca, más que unos poemas,
hace veinte años, que se referían a mudarse de casa en la
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11. 11
ciudad. No escribo sobre el campo y tampoco sé si me sería posi-
ble hacerlo, pues me temo que solo escribo escenarios. Imaginar
un drama y en la misma pieza imaginar la naturaleza me parece
imposible. Decir “un paisaje dramático” es decir una mentira, o
sea, es decir algo sin saber qué se dice. En la percepción del pai-
saje no hay un ejercicio de figuración. Para escribir de la ciudad
o en la ciudad, quizás haya que ser consciente de que se escribe
en la tradición dramática.
En el campo siembro árboles, juzgo lo que ha hecho la sequía
(la acequia está seca o la acequia corre), contemplo la división
entre lo determinado y lo indeterminado según los cambios de la
luz que trae el correr de la tarde, camino, espero que los pájaros
me sorprendan. No hay nada que imagine, salvo que los árboles
crecerán y aumentará la sombra.
Hay recorridos a través de la ciudad que quedan en mi mente
convertidos en recorridos de los pensamientos. En esa medida,
la ciudad es imaginaria y es utópica en lo que escribo. El desaso-
siego, los trayectos, la variedad de los vehículos, la pertinacia
de la desigualdad, la desconocida pobreza sin enigma y rotun-
damente misteriosa: todo eso necesariamente establece rutas en
mi quehacer, que se convierten en estructuras literarias a las que
recurro una y otra vez.
*
En la ciudad hay caminos y habitaciones. La ciudad es igual
a la suma de sus caminos y sus habitaciones. Eso es lo que hay,
nada más. Lo otro es lo que no hay: lo que queda en la pobreza y
en la muerte. La ciudad es un lugar donde apartarse de la una y
la otra, donde olvidarlas y encontrar maneras de durar, o sea, de
tener y de hacer. La información y las obras (lo que se obtiene y
lo que se hace) son habitaciones y caminos para la ciudad.
Las habitaciones pueden estar en casas (que son, curiosa-
mente, las que pinta un niño cuando le piden que pinte una casa
y pinta, casi indefectiblemente, una casa rural) o en torres (que
son las que describe un adulto cuando escribe de edificios, y son,
casi indefectiblemente, torres inmemoriales: la torre de Babel).
*
Los hombres tenían una sola lengua y encontraron una vega
y se dispusieron a cocer ladrillos.
Y dijeron: “Vamos, edifiquémonos una ciudad y una torre,
cuya cúspide llegue al cielo; y hagámonos un nombre, por
si fuésemos esparcidos sobre la faz de toda la tierra.” Y
descendió Jehová para ver la ciudad y la torre que edifica-
ban los hijos de los hombres. Y dijo Jehová: “He aquí que
el pueblo es uno, y todos éstos tienen un lenguaje: y han
comenzado a obrar, y nada les retraerá ahora de lo que han
pensado hacer. Ahora pues, descendamos, y confundamos
12. 12
allí sus lenguas, para que ninguno entienda el habla de su
compañero”.
La pretensión de la torre de Babel —de la ciudad— es la
permanencia. La ciudad se concibe como escenario y eviden-
cia de la unidad, del concierto. Dios no permite la construc-
ción de la ciudad: si los hombres la construyeran, entonces no
se arredrarían en sus cometidos. Si los hombres construyeran,
con su concordia, la ciudad concordante, y lograran pervivir
haciéndose un nombre, quién sabe qué harían. ¿Qué harían?
Harían “lo que han pensado hacer” (o “planeado”, en otras tra-
ducciones): lo que tienen solo en el pensamiento, lo que es al
mismo tiempo innombrable y factible: convertir la palabra en
acto; hacer, con la ciudad, como Dios con el Jardín.
Me pregunto por qué Dios desciende a confundir las len-
guas. ¿Baja Dios a la tierra a hablar en lenguas diversas que
él mismo inventa?, ¿baja a enseñarlas? ¿O acaso el solo des-
censo de Dios provoca la división entre los hombres, los hace
conscientes de su diferencia —así como su acercarse a él en el
Paraíso hizo a Adán consciente de su cuerpo o su vergüenza—
y les muestra que su proyecto político, su intento de unidad,
es vano? En el relato bíblico, Dios desciende dos veces: des-
ciende a mirar y, habiendo mirado, se dispone repetidamente a
descender. Es algo que no entiendo.
¿En la construcción de las ciudades, después de Babel, no
hemos hablado los constructores la misma lengua? ¿Las ciuda-
des que conocemos han sido construidas por nuestro descon-
cierto —de ver bajar a Dios, de no entendernos al verlo— en la
desesperanzada obstinación de Babel?
*
Los caminos dentro de la ciudad son posibles por la muralla
que circunda la ciudad, que es el primero de ellos, o el último.
El héroe babilónico Gilgamesh viaja en busca de la inmor-
talidad, que le es elusiva a manos del cansancio y luego le es
arrebatada por una serpiente. Tras lamentarse de no haber obte-
nido lo que buscaba, recorre un trecho y llega, todavía mortal,
a su ciudad de Uruk.
Cuando llegaron a Uruk-la-cercada,
Gilgamesh dijo a Urshanabi, el batelero:
—Súbete y paséate por la muralla de Uruk.
Inspecciona sus fundamentos, observa su fábrica de ladri-
llos.
¿No son de ladrillo cocido los ladrillos de su estructura?
¿No colocaron sus fundamentos los Siete Sabios?
Un shar mide la ciudad, un shar sus huertos, un shar el tem-
plo de Ishtar.
¡En total tres shar abarca Uruk!
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El rey Gilgamesh ha construido las murallas de Uruk. En
lugar de haber obtenido la inmortalidad, se encuentra de re-
greso en la ciudad. En el lugar de la muerte está la contempla-
ción de la ciudad por quien la construyó, es decir, por quien la
cercó. El final del viaje en pos de la inmortalidad huidiza es el
hallazgo de la inmortalidad posible, o de la consciencia de la
muerte, cifrada en la obra concluida que refleja a su hacedor y
se resume en unas dimensiones contables y en la constatación
de la contención.
*
¿Cuál es la muralla de Bogotá? Mientras que la ciudad está
construida por todos juntos en la desorientación y la disgre-
gación, quizás la muralla de la ciudad sea una construcción
de cada uno. La muralla, el borde del escenario que permite
imaginar qué hay fuera del escenario, es obra del individuo
separado. El límite de la ciudad —su definición— es lo ima-
ginario en la ciudad; depende de la capacidad de cada autor y
es la condición para proteger y trascender la vida y el lugar. La
muralla es el último camino.
*
En el siglo VIII (siguió haciéndolo en los siglos posteriores,
en las Mil y una noches), el califa Harún al-Rashid se paseaba
disfrazado por las calles de la ciudad de Bagdad para oír histo-
rias y para oír lo que se decía de él. Se convertía en otro, en un
forastero o en uno de sus gobernados, para saber cómo era su
gobierno. Harún gobernaba y se gobernaba. Se presentaba en
la calle, haciéndose el ausente, convertido en el súbdito y el po-
bre, para saber cómo estaba haciendo que los demás vivieran y
cómo estaba viviendo él. Al hacerlo, jugaba al muerto, moría.
La astucia del Emir de los Creyentes me hace sospechar que
la condición de vivir en una ciudad —con la ilusión implícita
de conocer la ciudad, de dominarla—guarda la promesa de que
oirás hablar de ti. Al cabo de los recorridos, al cabo de los años,
de las vueltas y de los conocidos, llegará el momento en que
uno oirá lo que puede decirse de uno y sabrá quién ha sido,
quién fue. Se trata del deseo de fama y de revelación, para cuyo
cumplimiento es necesario acceder a verse como otro, para lo
cual es necesario empobrecerse.
El suceso maravilloso de oír hablar de sí como ausente equi-
vale a la constatación de Gilgamesh: el rey se da cuenta de que
es mortal, porque a su lado se habla como se habla del muerto,
delante del muerto, en su funeral. El rey se da cuenta de que
es un muerto y no está muerto, pues oye a los vivos. La ciudad
cumple su promesa de inmortalidad, de enseñar la mortalidad.
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*
El otro domingo me fue permitido asomarme a la experiencia
de oír hablar de mí como si no estuviera presente. Estaba en una
feria de librerías, en Bogotá, en un parque donde habían dispues-
to unas casetas en forma de carpas árabes, que representaban li-
brerías que los demás días están dispersas por la ciudad. Pegadas
unas a otras, las carpas formaban una muralla. El lugar semejaba
una ciudadela de libros. Yo estaba firmando copias de los míos,
agachada sobre una mesa en una de las carpas, cuando entraron
dos muchachas. Pasaron la mirada por encima de mi cuerpo sin
verme, leyeron mi nombre en los libros, y una le dijo a la otra:
“Carolina Sanín. No he tomado clase con ella. Parece que es tre-
menda. Súper cruel. Que hace desmayar a los estudiantes y todo.
Me da demasiado miedo”. A mí me dio quizás también un poco
de miedo que hubiera llegado ese momento en el que, mientras
firmaba mi nombre, oiría pronunciar mi nombre, como un fan-
tasma. Dije que yo era yo y que no hacía que mis estudiantes
se desmayaran. La muchacha, visiblemente, no me creyó. A la
salida me dijo, de prisa, como para salir del trance y todavía sin
mirarme: “Ahora me da más miedo”. En esa especie de simula-
ción de mi propia muerte, además de mí y de la espantada, había
otros como muertos, los desmayados aludidos, que quedaron en
mi imaginación, en la ciudad de mi imaginación, y me aterré.
*
Bogotá es una ciudad rígidamente estratificada, atravesada de
murallas sociales. Quienes tenemos la fortuna y la limitación de
haber estudiado en la universidad, en ciertas universidades, y de
haber nacido en ciertos sectores, tenemos la sensación de que
nos conocemos entre todos. Pasan los años y, en lugar de cono-
cer a más personas, nos damos cuenta de que ya las conocíamos.
Los nuevos son conocidos de conocidos, y ya en el pasado ha-
bíamos tenido noticia de ellos. La vida social y el ejercicio de la
memoria social son en Bogotá una sola cosa, y supongo que así
sucede en muchas ciudades latinoamericanas o en muchas de las
ciudades particularmente desiguales de otras partes del mundo.
Esa circunstancia provoca claustrofobia, atrofia la imagina-
ción y descorazona. Uno ha llegado a creer que antes, en otra
época de su vida, era otro, pero a cada paso cae en la cuenta de
que siempre ha sido el mismo hilo en el mismo tejido. Es como
vivir en sueños: nadie sueña con desconocidos. Sueño con al-
guien y me doy cuenta de que ese con quien sueño es a la vez mi
madre, una antigua compañera del colegio y una versión de mí.
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En la pobre Bogotá, algunos vivimos como dormidos, en una
casa que se cree grande pero cuyas paredes se juntan, como las
paredes de la casa inhóspita de la pobreza.
*
El miércoles pasado quise mostrarle mi ciudad a un amigo
extranjero. Paseamos por el centro, por las carreras Séptima y
Octava, por la Jiménez, por el pasaje Hernández. Todo me pare-
cía deslucido: los interiores de los cafés, los clubes de ajedrez,
los edificios. Mostraban paredes severas, sin adorno, despintadas.
Luego el deslucimiento me pareció profundamente amoroso, ho-
nesto. Cada construcción, cada muro, parecía querer decir que era
lo que parecía ser. Pensé que Bogotá, la adusta, tiene la estética
del confesionario. ¿Qué desconocimiento, qué inconsciencia es-
tamos llamados tan perentoriamente a confesar? Junto al muro
despintado, sin cuadros, junto a la muralla que sigue y se repite,
frente a la pobreza, confesaríamos que no conocemos la pobreza.
A la confesión seguiría la conversión (¿o es en el orden inverso?):
volverse un pobre.
También me pregunté, sin embargo, si lo que veía en la estética
del centro de Bogotá no sería avaricia en lugar de austeridad.
*
La ciudad de donde yo quisiera ser, por donde me gustaría an-
dar, tiene un río. La ciudad de donde soy, donde escribo y vivo,
tiene un río, el Bogotá, que es una cloaca envenenada con los
líquidos de los productos químicos de las curtiembres, que en él
se vierten. Decimos curar las pieles muertas. Hay vacas doloridas
y desolladas, que curadas son carteras azules, verdes, amarillas
y rosadas, y un río quieto y tornasolado —azul, verde, amarillo
y rosado—, un arcoíris inmundo que es nuestra muralla. En la
ciudad de mi imaginación están las vacas vivas, y la muralla son
ellas mismas.
*
Sobre la ciudad revuela el Ángel del Merecimiento. La ciudad
pretende ser la corte del Juicio Final y nos embauca haciéndo-
nos confiar en la realidad de la justicia. Al interpretar papeles en
el escenario urbano nos acostumbramos a creer que pagamos y
recibimos pagos. En realidad el Ángel del Merecimiento es un
engañador, un ángel caído. Ni debemos ni se nos debe nada. En
el campo, en la naturaleza, lo sé: todo el dolor y el placer están en
mí, y lo que me aguarda, lo que está para mí por una ley ajena al
mérito, es el silencio.
17. 17
Ilustrado por: Michael Esquivel Bulla
LAS CIUDADES
Y
EL VIENTO
“El infierno de los vivos no es algo que será;
hay uno, es aquel que existe ya aquí, el infier-
no que habitamos todos los días, que forma-
mos estando juntos.”
Ítalo Calvino
Por: Gabriel Rodríguez Bolaños
Estudiante Lic. en Literatura Universidad del valle
FICCIÓN
l viajero, al llegar a Sultana, encuentra una ciudad de paraderos como plazas,
donde los habitantes intercambian mercancía bajo sus techos y el tiempo se detiene
y las filas no existen pues las personas se diluyen, como una sustancia isomorfa, en
la espera continua de un bus que nunca llega. En Sultana nada es particularmente
bello o feo. El viajero reconocerá, de manera inmediata, pero sin sorpresa ni asom-
bro, el plagio burdo de las maravillas del mundo. La calle principal de esta ciudad,
sin embargo, página calcada que el viajero cree conocer, es diferente: contiene
teatros de variedades en cada esquina y las funciones de malabaristas y bailarines,
de mendigos y lisiados, en una carpa de sol interminable, la convierten en el circo
más grande jamás visto.
E
18. 18
Los habitantes de Sultana ignoran el bullicio y el colorido de la ciudad. Están
sordos y ciegos y sólo el viento, en agosto, estimula sus sentidos con el baile de
cometas que zumban y danzan en las tardes sin nubes. Las bicicletas nunca fueron
juguetes en Sultana: hacen parte de un ritual intrépido y temerario que personajes
de piel curtida y rucia practican dos veces al día, con propósitos esotéricos y oscu-
ros, para alimentar a deidades del azar, la fortuna y la ventisca. Los abrazos, en esta
ciudad, son siempre de bienvenida. No hay despedidas en Sultana y las abuelas se
persignan al ver llegar a sus nietos los domingos y los estrechan fuertemente con la
sorpresa vivaz de quien recibe del cielo, como una estrella fugaz o una grata noti-
cia, las cometas heridas por el viento.
Cada tanto, el viajero se encuentra con un muerto. Los parques oscurecen y las
puertas se cierran. El circo se detiene y el viento calla. La marea ciclista baja y
las cometas, como buitres de colores, dibujan círculos nítidos sobre el firmamento
azul, en una danza infantil con las nubes. Un viento fresco del Pacífico, poco a
poco, sopla un lamento y limpia las calles, conmueve a las aves y mece los árboles
entonando una canción de cuna que anuncia el fin de la jornada. Las abuelas de
Sultana, mientras los semáforos están en rojo, se abrazan a sí mismas con fuerza,
temerosas de perder en el silencio, el calor de futuras bienvenidas.
19. 19
l recorrido es idéntico. El último diseño aplicado a la ciudad hizo de la avenida
una lombriz curvilínea que se retuerce sin moverse. En este sistema de transporte de
Gusanos Azules, cada bus es un vagón que me acoge en su aire frío, zumbido auto-
mático y paradas programadas. Nadie podría saltar al vacío a destiempo. Lo vivo es la
carne que transportan: nosotros. Personas que entiendo como ejemplares de algo que
no evoluciona. Muy poco nos diferenciamos de las máquinas en que habitamos. Sin
que nos percatemos, los aparatos nos manejan con hilos invisibles.
E
Ilustrado por: Lyz Erika Torres
Por: Anuar Boláñoz
FICCIÓN
Náufrago de ciudad
4
20. 20
Cerca, un grupo de muchachos habla un dialecto veloz y efímero
que me salpica de ignorancia. Tienen el mismo sonsonete gangoso
de la música que escuchan. Una jovencita hermosa, escuálida, con-
centrada en imitar al vampiro de moda que vio en una película, se
esfuerza por parecer gaseosa desde su fisonomía compacta. Bajo sus
ropas palpita una hembra biche de piel magullada por la nocturna.
Imagino un par de manos recorriendo su cuerpo húmedo y rosado,
rígido sobre una cama mientras sus ojos vidriosos miran las lám-
paras del techo en busca de una puerta hacia otra vida. La caricia
anhelada, la real, la profunda, aún no llega. Yo tampoco tendría nada
que ofrecerle, aunque quisiera.
En un espacio reducido se condensa la historia de los humanos.
Si se pudiera visionar todos los sucesos ocurridos a lo largo del
tiempo, en simultáneo, el impacto del horror nos dejaría ciegos. Un
hombre corpulento degolló a su mujer en este mismo vagón hace un
par de días. Razones de la pasión, dijeron. Un joven le pidió a otro
que lo acompañara a beber para sacudirse una tristeza; la señora del
pelo desordenado preguntó en voz alta si esta ruta la dejaba en el
Hospital Psiquiátrico; un niño miró el funcionamiento de las puertas
automáticas ya sin asombro; varios rostros con aire extranjero se
esforzaban en reconocer los sitios por donde avanzábamos. Enton-
ces entendí la permanencia de lo pasajero en el poder brutal de los
recuerdos.
Las cuatro y quince de la tarde. Cae una llovizna blanda con
parsimonia. Sólo se ve un sarpullido de agua en el parabrisas. Otra
certeza acaba de morir en mi cabeza. El amor tampoco es un dueto
afinado. Sigo igual, intocado por sucesos de la vida en que los pro-
tagonistas son otros. Mi rostro debe lucir como un intaglio de tonos
pardos.
Sé que una mujer me espera al final de la ruta en la Librería Ol-
vido.
21. 21
stoy en un cuarto que se encoge, un cuarto minimalista
de superficies lisas y esquinas redondeadas, un cuarto sin afi-
ches de salsa arrebatada o rock setentero. Estoy sobre una pared
embaldosada de sobres blancos y dos palabras amarillas: ‘‘Para
Antonio’’. Tengo estanterías reventadas por el cine de horror,
fotografías envanecidas de personas que no conozco. Hay celdas
vacías para cuentos tan exactos de Poe o Lovecraft y borradores
de Vargas Llosa o Cortázar. Hay cajas con devedés triturados
por el peor cine contemporáneo de vampiros y asesinos en serie.
Sólo un casete sobrevive, de cinta ancha, gruesa y virgen. Has-
ta ayer, había una ventana aquí o allí o allá; ahora las paredes
golpean fuerte sin dejar moretones. Siento un dolor, en alguna
parte, por donde sea que camino.
— ¿Aló?
— Aló, por favor me pasa a Antonio —habla una mujer.
— Él está muerto —asiento mi puño con fuerza.
Espero a Patricia. Tengo que contarle que anoche la sombra
de un ladrón con pelo largo y gafas de marco negro entró a mi
cuarto como un lobo y tomó mis zapatos italianos y mi cinturón
de cuero; ahora camino descalzo con los pantalones a dos ma-
nos. Patricia, si supieras de aquella vez que te esperé mientras
contemplaba la estatua de mi apellido y recorrí todos los parques
y plazas del centro buscando una que se pareciera a mí, pero
todas eran imprecisas, sin contenido, sin forma; todas simbo-
lizaban la libertad y se veían tan solas, con tanto espacio a su
AC-DC
“(…) había un solo túnel,
oscuro y solitario: el mío”
Ernesto Sábato
E
Por: Saúl Antonio Munévar
FICCIÓN
Ilustrado por: Carlos Augusto Castillo Lara
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alrededor, rodeadas de ellas mismas, con tanta soledad para ser
libres. Espero a Patricia. Confluencia de vacíos.
Me insistieron que no me fuera, pero esa es mi única verdad:
irme; persisto en mi convicción del acto de abandono. Pude
ocultarme detrás de los lomos por un tiempo y cuando ya no
pude más pasé a esconderme detrás del lomo de Patricia; aho-
ra estoy sobre el respaldo de una silla donde la espero. Estoy
al dorso de los treinta. Me recuesto sobre mi espinazo. Siento
escozor, pero mi mano no alcanza. No quiero terminar en un
asilo con la próstata en la garganta y tener que pujar para que
me salgan las palabras. Los muertos nunca envejecen, lo dicen
los espejos.
Espero a Patricia. Camino por las calles libres que no alcan-
zan para todos. Camino bajo los árboles de mango que no dan la
misma sombra. Pasa un bus con nombre de túnel. Me encuentro
con alguien más joven que yo; sin miedo me saluda y me aprieta
la mano.
— Quiubo vé, qué has hecho.
— Esperando a Patricia —le respondo.
La ciudad tiene las dimensiones de mi cuarto. Nada es raro.
El hombre me mira sin vergüenza, con libertad, con juventud.
No sé qué decirle. Adopto esa forma dura de los poetas del par-
que y sigo caminando. Las esquinas tienen esa forma curva que
me gusta, donde no se adivina el cambio de dirección, si ya estás
en una calle o en otra, donde no se referencia un comienzo y un
fin. El joven tampoco dice nada. Tiene esa expresión de quien ha
pasado en silencio desde el 77, de quien ya ha dicho todo y solo
atina a esconder su silencio tras el lomo de sus gruesos lentes, su
larga cabellera y su rictus de oreja a oreja. La caminata se alarga
hasta la noche. La estrella de la loma titila; mi acompañante la
observa con nostalgia. La luz sigue viajando. Mi amigo (si lo
es) se despide. Apenas caigo en cuenta: no me fijé en su sombra.
Le hago otro nudo a la cinta negra que amarra mis pantalones.
Todavía camino solo.
Me marcho con mis malas letras. Dejo el árbol que nació
antes que yo. Dejo mis hijos de papel recortados con navaja.
Dejo mis malos amigos con sus buenos recuerdos. Les dejo mi
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risa con la que me burlé de ustedes y de todos sus sueños. Los
dejo con su dinero y con su monotonía que nunca terminará de
rodar. ¿Cuánto hay que pagar para tocar las puertas del cielo?
El ruido de un teléfono me despierta. Debo continuar la vi-
gilia. Debo esperar a Patricia. La sombra del ladrón regresó, me
dejó aquí sus gafas de marco negro y su cabello; a cambio se
cargó mis libros de arquitectura, mis planos, mis reglas y mis
cartas sin remisión. Ojalá llegue Ella. Aquí las cosas parecen
mejorar: las seis paredes de mi cuarto no duelen ni aprisionan
tanto. De vez en cuando se abre una ventanita donde pasan som-
bras. Hace poco frío y la luz está por todas partes. A veces me
visita un enorme caracol africano, pero la verdad no es lo que
me asusta, lo que me preocupa son los días sin que Ella venga.
Aún no me acostumbro a las sopas rancias que sirven aquí y que
parecen preparadas con cuero italiano. La ventanita se abre y
todo se llena de oscuridad. Un par de ojos me observan y lloran
lágrimas negras como si el río Cali se le desbordara por dentro.
De inmediato reconozco que no es Patricia.
— Antonio, regresá, por favor —dice una voz de megáfono.
— ¿Antonio? ¿Antonio? — pregunto, como si lo único que que-
dara de mí fuera pueblo. Me levanto, me lanzo contra ese rostro
de Virgen de la Merced y grito: ‘‘¡Que me llamo Andrés! ¡An-
drés!’’.
La ventanita me devuelve de un golpe, se revienta la cinta de
mi cintura y abajo los pantalones.
La vida pasa deprisa en las ventanas, tan deprisa que nadie
o nada se detiene a esperarte. Pasan rápido tres cruces, pasa
un crucificado al viento, pasa un valle, pasa un río mitológico,
pasa Patricia. Nadie recuerda el verdadero sabor de los man-
gos, ni la feria del árbol centenario; el cine y la memoria vienen
con fecha de caducidad. La única ventana que se detiene a verte
quieto es la realidad de los espejos. Y yo me largo como el Café
de Los Turcos.
— ¿Lo vas a hacer entonces? —pregunta Patricia y yo sonrío—.
Es casi un kilómetro de sombras antes que entren los vehículos
—yo vuelvo a sonreír.
El silencio de Patricia todavía me acompaña. Ojalá recuerde
mi risa. Oscurece y me enfrento a una boca de cuatro carriles.
Adentro encuentro la luz.
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bren la puerta. Alguien mata a alguien. Alguien da un paso sobre
el cadáver. Alguien pone el revólver sobre la mesita del teléfono que está
entre la puerta y la ventana. Alguien coge el teléfono y hace una llamada.
Alguien contesta y dice: “¿Aló?”, y alguien responde: “Listo, llévense-
lo, está en la puerta... yo me voy”. Pero antes de irse, alguien prende un
puro, se agacha un poco y le pide a la niña que lo mira con ojos de vena-
do desde que llegó que se monte en su espalda.
Alguien entra a la casa, recoge el cuerpo y lo echa al camión de la
basura; se devuelve y la registra: olor a puro y ni una mancha de sangre,
entonces hace una seña a los de la basura para que se vayan. Luego, coge
la ropa de la niña y cada una de las fotos que hay en la casa y lo hecha
todo -incluido él- en un Pontiac GTO 1965.
“¡Mierda! ¡El revólver!”. Max va a un teléfono público y llama a Lucho:
–Oiga, ¿usted cogió el revólver? –¿Cuál revólver? –¡Pues mi revólver!
Lo dejé sobre la mesa del teléfono... –No, no lo vi...
Max le dice a la niña con ojos de venado que se calme. Con un giro
brusco cambia el sentido de su Chevy 1954 y desesperadamente conduce
de regreso. Entra por la ventana de una habitación que queda en la parte
trasera de la casa y va a la sala: no hay revólver. Lucho dispara, Max
muere: dos balas le han atravesado la sien.
La niña escucha los tiros, baja del carro y sale corriendo, pero no sabe
a dónde ir. Lucho la ve: la mata... la mata y se mata. La diferencia de
tiempo existente entre la caída de los dos cuerpos al piso es, si acaso, de
dos segundos.
Los vecinos lo han visto todo, pero callan.
Recogen los cuerpos del padre y los dos herma-
nos y los echan a un bote de basura para que, al
día siguiente, el camión de la basura se los lleve
y los triture, como a tantos otros.
BASURA
Por: Vanessa Moreno Restrepo
Estudiante de Lic. en Literatura Universidad del Valle
A
FICCIÓN
Ilustrado por: Gabriel Rodríguez
27. 27
CARLOS ASTIER
Por: Didier Castro
Estudiante de Lic. en Literatura Universidad del Valle
arece que lloverá pero en esta ciudad las nubes grises no son
siempre promesa de lluvia. Kevin está en la esquina fumando. Nos sa-
ludamos chocando las manos. Pregunta sobre lo que haré en la noche.
Sabe que me veré con Natalia. Le digo que nada, normal, iré al bar.
Me cuenta que ha perdido su empleo. Con lo que ahorró se comprará
una motocicleta. Lo felicito por eso. Hablamos de modelos de moto-
cicletas antes de despedirnos. Al otro lado de la acera hay una mesa
en la que juegan dominó algunos viejos. Cruzo por su lado, escucho
la música venir de adentro mezclada con el rumor de las fichas sobre
la mesa.
Me encuentro a Sánchez cerca del bar. Me saluda dándome un apre-
tón de manos. Me invita a la reunión de su congregación. Le digo que
iré, pero luego porque tengo una cita. Le hablo de lo que haré esta
noche. Él me dice que me cuide, que Dios tiene un propósito para mí.
La avenida es estrecha: las motocicletas y los autos transitan cerca de
nosotros. Niños ensayan pasos de reggaetón a la entrada de una de las
casas. Los observo mientras Sánchez habla, con un tono muy serio,
sobre la mejor vida que Dios tiene para mí, y para todos.
Le digo que entiendo, que a la próxima voy. La congregación queda
a cinco cuadras de donde vivo. Sánchez asiste hace cerca de cuatro
años. Recibió siete disparos en una “vuelta” que salió mal, eso lo cam-
bió. Era un tipo malo, eso cuentan, yo no lo conocía entonces. Vine a
vivir a este barrio hace un año y medio, a casa de mis primos. Ellos
me presentaron en sociedad en medio de una rumba a la que fue mu-
cha gente, allí conocí a Natalia y allí fue que escuché sobre Sánchez y
un grupo llamado “Los fulanos”. Hablaban de que todos habían sido
asesinados menos Sánchez, pero ellos no le decían Sánchez, sino “Pi-
quiña”.
P
I
FICCIÓN
Ilustrado por: Ana María Jiménez Ríos
28. 28
Durante aquella fiesta de presentación mis primos dijeron que Na-
talia era una niña sana. Los comentarios tenían un halo de advertencia.
Me desentendí de aquello, continúe coqueteando con ella durante días
y meses hasta que se decidió a salir conmigo. La fiesta fue también el
lugar dónde conocí a Kevin, fumamos marihuana durante la fiesta. Él
hablaba de su horrendo empleo como ayudante de construcción. Era
delgado. Me preguntaba en qué tanto podría ayudar un flacuchento
como ese en un empleo que consistía en levantar bultos de cemento
y palear cantidades inconmensurables de arena. Pero Kevin decía que
probablemente a fin de año dejaría de ser ayudante, se convertiría en
obrero oficial, por lo que asumí que era bueno. Había dos personas
con nosotros allí que no volví a ver hasta que aparecieron en un pas-
quín amarillista bajo el titular “DEL FONDO DE LA BOTELLA AL
FONDO DEL ABISMO”. Al parecer bajaban ebrios del kilómetro 18,
cogieron mal una curva y volaron al abismo en un Chevrolet Spark.
Recuerdo que Sánchez estuvo en el velorio repartiendo folletos bí-
blicos, diciéndoles a todos que “la paga del pecado es muerte”. Todos
escuchan a Sánchez por respeto a su pasado, no por lo que es ahora.
Eso me recuerda a Silvio, mi padre.
Llego al bar y pido una cerveza. Un aroma similar a la que despren-
de la ropa recién planchada viene del asfalto. En la entrada, con la
cerveza en la mano, veo un par de jóvenes cruzar en bicicleta y gritar
“Chamo”, alguien se asoma desde una ventana del segundo piso en la
casa de enfrente. Pienso en Natalia, en lo que hablamos por facebook,
en lo que hemos planeado, en lo que hacemos cuando estamos juntos.
Ella no es la santa que todos creen. Veo que ella asoma en la esquina,
sonrío. Le doy un beso mientras la tomo de la cintura. Le pregunto si
está preparada. Me dice que sí. Me dirijo a dos casas del bar, toco a
la puerta, un tipo abre, me saluda y me pasa las llaves de un auto. Me
indica que está a la vuelta. Le digo a Natalia que nos vamos, le brillan
los ojos.
De la iglesia evangélica salen canciones que hablan de la grandeza de
Dios, cruzamos frente a ella. Silvio, mi padre, su “Club de los caba-
lleros de la Media Noche” y las historias sobre él vienen a mi mente.
Cuánto tiempo desperdiciado en uno y otro camino.
II
Las calles están atestadas de gente. Fulanito Uno dice que hará lo
que quiera. Se lo dice a Fulanito Dos, quien está montado en su Ya-
maha rx 115. Fulanito Uno también monta una motocicleta similar,
pero es de color rojo mientras que la de Fulanito Dos es azul. Fulanito
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Dos gira su rostro y guiña su ojo izquierdo a los otros Fulanitos, del
Tres al Ocho, respectivamente. Ellos también montan motocicletas,
pero de distinto cilindraje, marca y modelo. El ruido de los motores es
violento cuando se acercan al semáforo, el de la octava con veintiuno.
Allí, mientras la luz está en rojo, desenfundan sus armas. Sólo Fulani-
to Cuatro tiene un arma que no es hechiza. Amenazan a la gente de los
autos mientras cruzan. Exigen que les entreguen sus pertenencias “si
no quieren morir con un pepazo en la frente”, así lo dicen. La gente
asustada accede. Cuando cambia el semáforo aceleran mientras el sol
resplandece en los cristales de los edificios, las casas y en los para-
brisas de los autos que se han quedado detenidos, temblando, como
llenos de miedo.
Natalia suspira, pregunta a Carlos si de verdad cree que todo será
fácil. Él suspira y dice que lo único que sabe es que no es la primera
vez. Todo está arreglado. Se estacionan en una esquina, cerca de una
discoteca, todo está muy oscuro adentro. “¿Es aquí?”, pregunta ella.
Él asiente con la cabeza. Se ve nervioso, ella se ajusta el cinturón de
seguridad. Él la observa y sonríe. Tranquila, le dice, pero no usa la
palabra “tranquila” sino la expresión “nada de nervios, mami”. Natalia
dice que es la primera vez, es justo que tenga nervios. Carlos piensa
que ha sido ella quien ha insistido en venir, así que debería dejar de
quejarse tanto. Hace un calor infernal. Los vidrios del auto se empa-
ñan. Ella le pide que baje la ventanilla pero él se niega. Intenta en-
cender el aire acondicionado pero este no funciona. Maldice. Ella se
cruza de brazos, le dice que no es justo que la traiga a una cosa de estas
en un auto que no tiene aire acondicionado. Él le dice que ya verá.
Pero ella está segura no de ver nada más que su cabello llenándose de
friz en el espejo retrovisor.
30. 30
Suenan tres disparos. Carlos desciende del vehículo, desenfunda un
arma. Dispara a dos hombres que salen apresurados, llevan armas en
sus manos. Los dos hombres caen al suelo. Carlos recoge las armas.
Natalia enciende el auto mientras Carlos entra a la discoteca, la que
vigilaban momentos antes. Parejas salen despavoridas. Carlos vuelve
corriendo con un maletín entre sus manos. Le dice a Natalia que listo;
ella arranca el motor. Carlos se mete en los asientos de atrás, se recues-
ta. Enseguida van a un motel a unas calles de allí. Como es costum-
bre, piden que les cubran el vehículo y entran a la habitación 203 que
habían reservado. Natalia lleva un vestido blanco muy corto. Carlos
se ha cambiado en el auto la camisa, lleva una negra con la cara de
Lavoe estampada en color blanco. Hacen el amor y Natalia, quien está
llena de adrenalina, acelera su marcha sobre Carlos como si escapara
de una persecución; como si girara por las calles húmedas y llenas de
vagabundos del centro, buscando un lugar donde esconderse; vienen
tras ella, la alcanzan, gira; golpea puertas y salta bolardos. Ella escapa
hasta hallarse refugiada en la mirada de Carlos, observa su cuerpo
desnudo en el espejo del techo. Carlos le dice que así es la vida, así es
la calle. “Así es el amor”, dice ella sonriendo.
“Sánchez me ha dicho que vaya a su iglesia”, dice Carlos mientras
busca la espalda de Natalia para acariciarla. Ella pregunta que a qué
viene ese comentario. Él dice que está aburrido de la vida que lleva.
No quiere morir como los que murieron hoy, “como un perro”, dice.
Ella dice que no se preocupe, que él es el mejor. Ella lo sabe. “Has-
ta el mejor muere”, dice Carlos. “Sánchez no murió”, dice Natalia.
“Tal vez…” comienza a decir Carlos pero Natalia lo calla dándole un
beso. Vuelven hacer el amor. Él se siente extraño mientras está con
ella, como perdido y seguro al mismo tiempo. Piensa en que habrá
retaliación, que ha sido una jugada tramposa. Quiere salir de esas ca-
lles. Natalia grita de placer. Él la observa, imagina una vida juntos en
algún edificio del norte, de esos que están construyendo nuevos. Hay
escuelas cerca para que los niños estudien, parques y todas esas cosas
que no han tenido nunca. Se pregunta si Natalia también pensará en
aquello. Reflexiona en eso de “coronar” la primera vuelta, y que fue lo
que escuchó de Sánchez. “Él lo hizo pero la cagó por ponerse a exhibir
todo ese dinero, lo cogieron de quieto un día –así lo escuchó relatar-
vos sos fulanito, vos fuiste, Piquiña, instantes después el réquiem de
disparos”. No cometería ese error, piensa. Se levanta y muerde el pe-
zón derecho de Natalia. Ella lo agarra de sus cabellos.
Natalia entra al baño, hace una llamada desde su celular. Habla muy
bajo.
Carlos ve el amanecer, ha terminado el servicio de ocho horas por
las que pagaron. Natalia sale del baño, lo observa hablando con el re-
31. 31
cepcionista a través del teléfono sobre que tomarán un taxi. Dice que
han bebido mucho y no puede manejar hasta casa. Minutos después
bajan, entregan la llave. Carlos dice que luego vendrá por el vehículo
y que pagará una propina por el parqueadero. Mientras van en el taxi él
observa las calles; ve a los hombres despedirse de sus mujeres con un
beso; ve a los niños camino a la escuela; ve trabajadores; ve sonrisas.
Su corazón se hincha, suspira. Natalia le pregunta que cuándo será
el próximo. El conductor del taxi piensa que hablan de sexo. Carlos
responde que no lo sabe. El taxista hace un gesto estúpido. La deja dos
cuadras cerca de su casa, le pide que se lleve el maletín. La despide
con un beso en el que introduce su lengua en la boca de ella, ambas
lenguas juegan.
En la entrada de la casa de sus primos, luego de bajarse del taxi,
Carlos recibe dos disparos por la espalda.
III
“Loco”, el primo de Carlos, dispara al aire cada vez que el predicador
usa la palabra “muerte” durante el velorio. El predicador habló mucho
de Jonás, decía: “Recuerden esto: No pequen; pero si lo hacen, preo-
cúpense de arrepentirse tal como lo hizo Jonás”. Decía que la ciudad
está atrapada en la oscuridad por no seguir la voluntad de Dios. Tam-
bién habló de Pablo, de cuando no era llamado Pablo sino Saulo. Del
perdón de Dios y de que todo será destruido. Nadie le prestó atención.
La mirada de los asistentes era una mezcla de odio y llanto. En el noti-
ciero de las siete mencionaron sobre el tiroteo en la discoteca la noche
anterior, pero no mencionaron nada sobre la muerte de Carlos; decían
que la delincuencia subía, los ciudadanos no podían evitar sentir mie-
do de las calles.
El féretro fue acompañado por una caravana de motocicletas y autos.
Se tomaron las calles, robaron a los transeúntes que se cruzaban en su
camino. La policía no pudo hacer nada ante la violencia aumentada
por el dolor. Sánchez iba al frente en una motocicleta de cilindraje
pequeño, se sintió como en los viejos tiempos. Uno de nosotros, se la-
mentaba, uno más. Kevin discute algo con Natalia; antes de despedirse
la amenaza, ella llora. El cielo es azul y el sol brilla. Los edificios
se llenan de personas curiosas en las ventanas ante el bullicio de la
caravana fúnebre que pasa. Una pareja en una esquina señala el carro
fúnebre y leen el nombre estampado en la cinta púrpura en voz alta
como tratando de identificar el nombre de algún conocido. El día es
hermoso.
32. 32
ERRANTE
POESÍA
Por: Jeison Andrés Arango Velasco
Estudiante Lic. en Literatura Universidad del Valle
Ilustrado por: Ludy Nayeth Echeverry Sánchez
32
En un andar de cenizas
Los pies descalzos se hacen arena,
Mientras los pliegues de cada labio roto
Son plumas de un pájaro que olvidó cantar.
Perdido y anónimo,
El cielo límpido lo observa avanzar,
por entre las venas de una calle incierta
tejida con voces que parecieran no existir;
empujado hacia la esperanza
dibujada en una línea,
dondequiera que su frente esté.
Destinado a ser pregunta
Y ser respuesta de sí mismo,
El errante, vaga por las pupilas
De los suyos y de aquellos
a quienes no pertenece.
33. 33
os cosas me apasionan: una mujer de cuyo nombre no quiero acordarme y la lite-
ratura. De la primera aprendí que las calles de la ciudad pueden ser un patio de recreo
o los laberintos de una casita del terror. De la segunda aprendí que un texto nace de
una casa del terror, de un laberinto, de una mujer sin nombre o de la ciudad. A esta
última quiero referirme.
Al cuerpo gris de esta mujer odiosa prefiero tocarlo con los pies. El tiempo, el
miedo y el cansancio no me dejan hacer grandes recorridos, pero expurgo el afán de
la caricia con una caminata corta y, quizá, innecesaria. Desciendo del bus azul en el
paradero de la Clínica Valle del Lili. Son las ocho de la mañana. Camino con mesura
hasta la primera esquina porque el pensamiento me pesa, y la tranquilidad me lo per-
mite. Pienso, por ejemplo, en lo difícil que resulta atravesarse la avenida (o autopista,
es que ya no se sabe) evitando ese carnaval de ruedas. Ser estudiante y vivir al otro
lado debe desarrollar una capacidad preternatural para calcular el tiempo, porque el
simple cálculo del urbanita no basta para ser puntual. Ah, pero el tiempo, ese mons-
truo de las ciudades se puede dominar con la voluntad y un despertador. Porque ese
ya no es como el otro tiempo que nació con la primera explosión del universo, y que
según el pasajero del asiento para discapacitados no puede ser el origen del hombre,
pues porque no se puede, porque nadie ha visto un big bang haciendo gente… Y sigo
pensando.
Pienso, por ejemplo, que las semejanzas entre Dios y el hombre son indiscutibles,
si hasta se podría decir que son la misma cosa; pero no entremos en herejías. El hom-
bre vive sin saber nada de su futuro, porque nunca lo ha vivido y es incapaz de saber
cuál es la decisión correcta. En el caso de Dios, hizo el mundo por primera vez y luego
tuvo que destruirlo porque no conocía el futuro y era incapaz de saber a qué atenerse.
Sin embargo, hay que reconocer que cuenta con la ventaja de los diluvios y las lluvias
de fuego para acabar con todo y empezar de nuevo; dichosa su vida caminando en
nuestras calles. Nosotros vamos paso tras paso propensos al desastre (rumbo a la ala-
banza de otros dioses), y la opción de revertir los hechos no es una facultad de nuestra
EL TRUCO DE LA CAMISA
SOBRE LA VIDA DEL URBANITA
D
Por: Jorge Cortez
Estudiante Lic. en Literatura Universidad del Valle
ARTÍCULO DE OPINIÓN
Ilustrado por: Daniel Antonio Sierra
35. 35
especie. Caminamos en cuadros, trazamos rectas, pero las posibilidades no son menos
infinitas que las del círculo.
Ser un urbanita es vivir alterado, perseguido por el tiempo y el azar; aunque no se
pueden descartar las estrategias de defensa, los trucos para apaciguar el espíritu. Yo,
por ejemplo, voy pensando y tranquilo, con mi camiseta vieja de mangas recortadas,
ufano de mi mala cara y con un vaivén de sospechoso; como un monstruo que se pasea
por alguna calle de cualquier ciudad.
Pero no puede ser cualquier calle de alguna ciudad, pues esta mujer tiene sus órga-
nos y su espíritu; es más que hierro y ladrillo, y puede ser una cárcel o un parque de
diversiones. No es lo mismo Londres que Nueva York, ni Barranquilla que Neiva. Ni
tampoco todas las calles de Londres son la misma recta de concreto. Aquí en Cali, por
ejemplo, hay una calle que se llama La Calle del Muerto y hay otra que está llena de
locales abiertos hasta las ocho de la noche; le dicen “La cuarta” y yo la uso para llegar
a la avenida y subirme al bus.
Las calles de mi barrio no son las dos calles largas que me separan de la entrada
posterior de la universidad. Las primeras son estrechas, en su mayoría, solitarias du-
rante el tiroteo y llenas para la función del muerto nunca visto jamás, sí señora este
está de espaldas y la bala en el pecho y el que disparó se fue por el cañón del revólver
como el genio aladín alabao el aire lo ha llevao. Mi papel, aunque no participe, es el
del genio (y les juro que no participo, porque en mi barrio también soy un fantasma).
Lo adopto como el papel de una obra teatral y lo visto para salir al teatro de la vida;
basta con cambiarme la camisa, paso de la manga larga a la manga corta, y en eso
radica toda la esencia de mi monstruosidad de camaleón.
El camaleón, como usted sabe, es un ser capaz de mudar la pinta; pero la pinta
muda sin que lo sepa el animal. Se posa en la rama y automáticamente se activa su
sistema de defensa. Se mueve despacio, con ese vaivén de sospechoso pretendiendo
pasar desapercibido sin saberlo. Su evolución se asemeja al del habitante de la ciudad.
Y ante la afirmación del biólogo que le dice que cambió de color, pondría la misma
cara de sorpresa (y de susto) que pondría usted ante el juicio del sociólogo; porque
fácilmente nos hacemos, nos deshacemos y rehacemos en cada calle como el cama-
león en cada ramita: inocentes y pintorescos. Pero mi monstruosidad es más grande
porque soy consciente de ella, y también más pequeña porque soy incapaz de atrapar
una mosca.
Cada transeúnte de esas calles largas que rodean la clínica y la fábrica de Coca-cola
se sienten como moscas cuando me ven pasar. Soy como un sapo regordete, a pesar
de mi cuerpo escuálido, que porta un grillete en el borde del lóbulo (aunque el sapo
no tiene orejas, y lo que llevo es una expansión de cuatro milímetros).Pero así es la
vida en las ciudades. Todo lo suyo es materia de hipérbole, todo lo nuestro es digno de
una representación teatral, todo lo que somos es como la niebla: inasible, abundante,
lleno de capas. Usted puede ser más que eso, pero sólo entre los suyos. Cuando cruce
el umbral se le verá arrastrarse como una gelatina.
36. 36
Salgo a caminar
Lo que pueda ver en las calles
Ya lo he visto en otras ciudades,
Pero esta ciudad dibujada y pequeña
Lo contiene todo a su manera.
Avanzo lento, pasa el tiempo
Sus formas son imaginadas raíces de paisajes
Empedrados de ruido
Carnavales, vientos y música.
¿Falta algo? Perderse en los relatos, en los gestos, los olores
Los lugares, las costumbres, el azar.
Desde que vivo en la ciudad, esta me hiere
Aquí soy una extraña, una extranjera constante
Camino para dibujar una piel de asfalto a la que le faltan los colores,
Las luciérnagas, las luces discontinuas, las mariposas tornasoles.
Admiro lo que desconozco
Me interesan ciertas calles y a ciertas horas
No conozco demasiado pero deseo perderme
Ciudad verano
Ciudad desierto
Apresuradamente desapareces entre mis dedos
Entre mis lápices.
Me resulta lastimoso sentirme así
Mis manos no dejan huella,
Perdieron el verde, el milagro de las farolas
Las efímeras magdalenas.
Pero aun así no ceso de caminar con los ojos maravillados
Soy un habitante de la indefinible ciudad.
CIUDAD VERANO
Por: Fernanda Benavidez
Estudiante Lic. en Literatura Universidad del Valle
POESÍA
36
Ilustrado por: Carlos Augusto Castillo Lara
37. 37
DOS RUEDAS PARA
LEER LA CIUDAD
Por: Ronald García
Estudiante Lic. en Literatura Universidad del Valle
ENSAYO
“El milagro del ciclismo devuelve a la ciudad su carácter
de tierra de aventura o, al menos, de travesía”.
Marc Augé
al vez el hecho de andar en bicicleta sea uno de los actos más preci-
sos para descubrir la ciudad. Para hablar de la bicicleta, como señala Marc
Augé, no se puede dejar de acudir a la experiencia personal. En este punto,
puedo decir que la experiencia de conocer la ciudad en la que vivo se dio, en
gran parte, desde que aprendí a rodar una bici a los doce años. ¡Qué edad!,
pensará el lector. Sólo recuerdo que los niños salían a la calle en sus bicis,
y yo, aun teniendo una que jamás usé (debido a que mis padres no tenían
tiempo para enseñarme a pedalear) me dije un día: tengo que aprender a
subirme a una bicicleta y rodarla.
Evidentemente, así lo hice. Fui donde Jaimito y le dije que me prestara su
bicicleta, pues era pequeña y el riesgo de caerme era poco. Comencé a im-
pulsarme en ella con los pies y a dejarme ir, lo recuerdo muy bien. Cuando
perdía el equilibrio, bajaba mis pies y listo. En un sólo día tuve dominada
la técnica. Arreglé mi bicicleta oxidada por la lluvia y el sol, y desde ese
entonces, las fronteras de la cuadra en la que vivía desaparecieron. Ahora
conocía todas las calles del barrio y sus aledaños. Me cruzaba sin permiso
de mis padres la calle setenta y pedaleaba por las cuadras que no había co-
nocido en diez años de vivir en el mismo lugar.
La ciudad, como señala Manuel Delgado, “es un gran asentamiento de
construcciones estables” (Delgado, 1999: 11). Pero esa estabilidad es ma-
leable (o al menos eso parece). Yo, por esas épocas, no tenía idea de lo que
eran avenidas, calles, carreras, trasversales, etc, sólo me importaba recorrer-
las. A medida que me desplazaba sentía que las barreras de algo se rompían.
T
Ilustrado por: Juan Carlos García
38. 38
El primer pedaleo constituye la adquisición de una nueva autonomía, es
la escapada, la libertad palpable, el movimiento en la punta de los dedos
del pie, cuando la máquina responde al deseo del cuerpo e incluso casi se le
adelanta. En unos pocos segundos el horizonte limitado se libera, el paisaje
se mueve. Estoy en otra parte, soy otro y sin embargo soy más yo mismo
que nunca; soy ese nuevo yo que descubro (Augé, 2009:39).
Y así era, ya que la bici me dotaba de una capacidad que nunca había
experimentado. Me montaba en el “velocípedo” y entraba en ese modelo
arterial que los ingenieros urbanos denominan “fluctuación”. Movilizarse
por las calles es eso, entrar en un sistema que dota de dinamismo a lo que
antes parecía inamovible: la ciudad.
Pienso en la fuerte relación que tengo con mis primeras experiencias
en bicicleta. Para muchos, la bici hace parte de su infancia y de su ado-
lescencia, para otros, es su deporte o su profesión. Pero creo que así como
esas experiencias pretéritas o profesionales son importantes desde distintas
perspectivas para quienes las ejecutan, convertirlas en un objeto de lectura
para observar el proceso por el cuál conocemos la ciudad, la interpreta-
mos y cuestionamos, es algo que puede arrojar una luz sobre los problemas
que encontramos a diario al salir de nuestros hogares, inevitablemente, para
cumplir nuestras responsabilidades y quehaceres.
Llevo tres años siendo un ciclista urbano. Me incorporo a las calles, todos
los días, para ir a trabajar y a estudiar. La vida cotidiana en la bici adquiere
otras perspectivas. Reconozco los problemas de tránsito de mi ciudad –aun-
que en realidad no los sufro como los conductores de otros vehículos–, en
la cual ni siquiera hay ciclo-rutas decentes, pues, mientras vas por alguna de
ellas, llegas a un punto en el que, como si fueran un portal a otra dimensión,
desaparecen sin más. Y todo esto no es simplemente un reproche de alguien
que vive la ciudad en bici, es una mirada que nos sirve para interpretar la
ciudad.
Desde el punto de vista antropológico, la ciudad es un texto que puede
ser leído, y de distintas maneras. Pero no es así al observar la ciudad me-
cánicamente (en el doble sentido de la palabra), en el afán que todos los
conductores de automóviles o motocicletas mantienen por llegar a sus des-
tinos. No, la ciudad no se disfruta de esa manera, y tampoco se puede leer.
¿Qué posibilidad tiene de leer la ciudad una persona que todos los días sale
en su auto con diez minutos de retraso para el trabajo? Las vías principales
producen tensión en las personas: el sonido dispar de las bocinas cuando el
semáforo está apenas en amarillo, los insultos, las miradas, la prisa. Y si no
eres de los que se moviliza al ritmo de todos recibes tu grito de “¡tortuga!”.
38
40. 40
Por otra parte, creo que en la bicicleta “la ciudad puede ser vista es-
tructurándose a la manera de un lenguaje” (Delgado, 1999: 189). No sólo
se reconocen las ventajas individuales de salir en ella, las experiencias, la
libertad. Conocer la ciudad en bici es un fenómeno de interpretación social
ante todo. Quienes hemos decidido recurrir a este vehículo (que desde mi
punto de vista no tiene nada de alternativo) para movilizarnos, creemos en
la posibilidad de vivir los espacios urbanos y al mismo tiempo aprovechar-
los sin explotarlos. Sin embargo, detrás de la simple elección de transpor-
tarse en bicicleta, aun se tiene la idea de que éste vehículo sólo lo utiliza la
clase obrera.
Cali es una ciudad con algo más de dos millones de habitantes. En tér-
minos espaciales se puede recorrer en bici, por las vías principales de sur
a norte, entre cuarenta minutos y una hora (dependiendo del ciclista). El
transporte “masivo” de la ciudad, aparte de sus problemas de cobertura,
maneja unos tiempos estimados similares, e incluso en ocasiones demora
mucho más. Y cómo dejar de lado las imágenes indignantes de las personas
apretujadas en horas pico dentro de esos buses, que más parecen latas de
atún Van Camps en su presentación de lomitos en aceite, con la diferencia
que los lomitos son personas sumergidas en litros de fluidos corporales por
un extenuante día de trabajo.
Esta visión no es apocalíptica, es simplemente el resultado de años de
mala gestión en el sistema de transporte público. Así, ¿cómo se pude pensar
que quienes deciden transportarse en bicicleta sólo pertenecen a la clase
obrera? Si nos detenemos en ello, entonces la clase obrera de Cali, además
de reconocer los problemas de transporte, son capaces de comprender que
vivimos en una ciudad tan diminuta (en comparación con las grandes me-
trópolis) que no necesitamos de esas estructuras obsoletas para recorrer la
ciudad. Muy distinto sería en otras ciudades, pero nuestra ciudad ha comen-
zado a generar un cambio.
Antes de observar algunos factores que demuestran dicho cambio, me
interesa mostrar ciertos prejuicios y restricciones sociales que se tienen con
respecto a la bicicleta. Las personas, generalmente, dicen cosas como: “¿no
te estorba mucho la bici?” o “¿no te cansas demasiado andando en bici? Es
decir, les parece más una molestia que limita antes que una posibilidad de
libertad. Yo siempre respondo: “no me toca esperar buses ni apretujarme
con nadie, y tampoco tengo que pensar a qué hora cierran la estación del
bus”. Efectivamente, a las personas les da pereza, o simplemente el hecho
de andar en bici les parece vergonzoso.
Entre todos los escritores que han hablado sobre el velocípedo, quiero
traer el caso de Julio Cortázar, que en sus Historias de Cronopios y de Fa-
mas hace una defensa de ese “ente dócil y de conducta modesta”:
En los bancos y casas de comercio de este mundo a nadie le importa un pito que
41. 41
alguien entre con un repollo bajo el brazo, o con un tucán, o soltando de la boca
como un piolincito las canciones que me enseñó mi madre, o llevando de la mano
un chimpancé con tricota a rayas. Pero apenas una persona entra con una bicicleta
se produce un revuelo excesivo, y el vehículo es expulsado con violencia a la calle
mientras su propietario recibe admoniciones vehementes de los empleados de la
casa. (Cortázar, 2000: 32).
De esta manera, quienes hemos experimentado la misma situación, nos
podemos preguntar en qué radica la prohibición de ingresar una bici a un
establecimiento. Pero, como muchas cosas sin justificación, se puede decir
que esa vergüenza que produce la bicicleta tiene su razón en la creencia
general de que es un estorbo y no es eficiente.
Ahora bien, volviendo a los hechos de nuestra ciudad, un paulatino cam-
bio de perspectiva al respecto se ha manifestado en los últimos años. Las
asociaciones de ciclistas urbanos (sin olvidar algunos actos desafortunados
producidos en una manifestación en el bulevar del río) han contribuido a
la difusión de la bicicleta como medio de transporte urbano, exigiendo la
ampliación de las ciclo-rutas y promoviendo ciclo-paseos culturales, donde
convergen la música, la poesía y el arte, como también las relaciones so-
ciales y familiares. A esto se suma la elección de los estudiantes que todos
los días nos desplazamos en nuestras bicis como una forma de elegir de qué
manera vivir nuestra ciudad.
Dicho todo lo anterior, no cabe duda de mi oposición ante el innecesario
y obsoleto sistema de transporte de Cali –opinión que muchos tienen pero
que aun así se ven “obligados” a ignorar–. Nos encontramos en una ciudad
totalmente apta para ser recorrida en bicicleta, no obstante, cada día que
pasa es más fácil comprar automóviles y motos, con el pretexto del pro-
greso social por los bienes adquiridos. A pesar de todo, nadie advierte que
la ciudad no funciona, pues el ideal de movilidad hace rato dejó de existir.
La ciudad se atiborra de máquinas, cápsulas herméticas tan íntimas que se
encargan de ocultar los problemas urbanos. Y en medio de todo esto, los
lectores anónimos de la ciudad, montados en sus velocípedos, viven una
ciudad que cada vez les pertenece menos.
BIBLIOGRAFÍA
Cortázar, Julio. (2000) Historias de Cronopios y de Famas. Argentina: Alfaguara.
Delgado, Manuel.(1999). El animal público. Barcelona: Anagrama
Augé, Marc. (2009).Elogio de la bicicleta. Barcelona: Gedisa.
43. 43
CIUDAD PERDIDA
Por: Jenny Valencia Alzate
Estudiante Lic. en Literatura Universidad del Valle
•Cuento ganador Concurso Internacional Bonaventuriano de Cuento y Poesía en el año 2012.
lgunos somos nostalgias caminantes. Signos paridos en
otro espacio y otro tiempo del mundo. Me he deslizado por el
orbe obedeciendo a los movimientos secretos de los dioses que
no juegan a los dados, y he presentido entre pasos que soy el
triste personaje de un cuento ya leído. Mi destino: el de buscar
sin remedio a un hombre del que estoy lejos de saber si existe.
Creo haberlo conocido el día del décimo Petronio. Digo ha-
berlo conocido porque el distinguirlo venía desde antes, porque
esa tarde, al mirarlo, lo supe un caminante de estas calles dónde
ya nadie caminaba.
Como si fuera ayer, me acuerdo de su pelo en ese día, de
la fila afuera de la plaza, de la gente en los carros con el gesto
Marcel Marsof tipo impresionante al descubrirnos todavía con
ganas de bailar; al caer la noche el baile nos llamaría desde el
fondo del asfalto; la calle del pecado nos encerraría entre sus
esquinas para celebrar la conversión de las razas en la raza de
los hijos de Changó y nos devolvería nuevos; Lazaros trasno-
chados que sentíamos el llamado del viche como la voz de
Jesús. Aún me acuerdo de la brisa entre mis suelas al pronun-
ciar su nombre, del grito selvático de las marimbas, de nuestro
silencio al escucharlas sin presentir que la gota de sudor en
mi espalda y luego en su rodilla, sería nuestro único contacto
mientras su cuerpo y el mío se vieran otra vez favorecidos por
el artífice de los encuentros.
Vea, no hay nada tan real como los sueños. Claro, hablo
es de los otros, de los sueños clarividentes. ¡Míreme bien que
después dice que invento!: en sueños se me ha avisado hasta
de mi travesía por el infierno, igualito que Dante. En uno nos
encontramos y me dijo: “Resiste” “Esto hace parte de atravesar
A
FICCIÓN
Ilustrado por: Carlos Augusto Castillo Lara
44. 44
el infierno”, y se fue. Ese mismo día del décimo Petronio, me miró como en
el sueño, y me repitió las palabras de su yo onírico, pero sin pronunciarlas,
¿me entiende? Desde entonces resisto y, con el corazón retorcido como en la
acidez una herida, he llegado hasta el último círculo de esta ciudad ardiente.
Me guío por las callejuelas infestadas de grafitis, por esas caras debajo de los
puentes con un grito que nace desde ese antes tan buscado. Y no le voy a men-
tir, a veces siento miedo por la vista de los carros que son perros y el cimbrar
silencioso de los edificios que se quieren comer el cielo, pero aquí estoy, me
atravieso este infierno por encontrarlo, y aquí estoy.
Entonces al buscar a Cali nos buscamos nosotros. Desenterramos de en-
tre los muertos el aliento de otra ciudad habitante en el recuerdo de quienes
leímos a Caicedo. La buscamos y nos buscamos por entre las discotecas;
intentamos resucitarla entre esta otra Cali de hierro, MIO, lluvia y reguetón.
Por eso caminamos tanto; rondamos el Río y besamos los andenes de San An-
tonio y del Parque Versalles, nos sospechamos desde la puerta de Las Fuentes,
45. 45
husmeamos las siluetas entre las que asoman en las esquinas o
descienden de los taxis. Así vamos por esta metrópoli llena de
tetas y carros, por estos sonidos sordos de una música sin voz,
entre estos habitantes fugaces vomitados cada cuatro esquinas
desde el vientre de acordeón de un gusano azul; esta metrópoli
en la que ya no se mira para arriba porque la inmensidad la pin-
taron en vallas, esta sucursal de cielo siliconado con cámaras
bronceadoras que reemplazan las caricias picantes del sol que
dejó de mirar cada vez menos para estas ruinas de otra Cali
ardiente.
A veces, al voltear la esquina, se me viene la sensación de
una presencia reciente, entonces lo sé: es él; estará a tres cua-
dras creyendo que camina hacia mí, yo a tres cuadras de él,
creyendo que camino hacia a él. Sin embargo, nunca es un en-
cuentro con la ciudad y con nosotros, sino la repetición de un
camino recorrido; mis suelas en cada esquina son solo mis hue-
llas sobre las suyas. ¡Que no me desvíe la mirada que después
dice que invento! Todas estas cosas que hacemos sin ponernos
de acuerdo, las sé porque cuando uno ama le sospecha la pre-
sencia al otro, le huele el alma a kilómetros de distancia, ve la
artesanía de sus pasos con los ojos cerrados.
Pero uno a veces se cansa de caminar por este infierno con
la cabeza en la mano, cargando el fantasma de una urbe, ras-
treando la silueta de un hombre que de nunca encontrarlo ya se
hace irreal. Por eso una tarde me fui para el Río, me bañé en sus
aguas diáfanas, bajé hasta la ciudad, me compré unos zapatos
nuevos y juré que jamás volvería a preguntarle a los andenes
por alguien que no existe. Luego me subí al MIO, a ser traga-
da y vomitada en una y otra estación. Me senté en una de sus
sillas y miré hacia fuera, hacia esa ciudad que sepultaba la otra
que yo quería. Y ahí, al otro lado del vidrio, divisé, me acuerdo
como si fuera ayer, sus tenis, sus ojos, su pelo; “¡espejismos!”
pensé, y me volteé a escuchar la tenue vocecita que salía de un
I-pod, a encasillar en una canción toda esa melancolía. Pero al
otro día, cuando el sol se acordó y nos miró de soslayo, escu-
ché el eco de una marimba que retumbaba allá, en la calle del
pecado. El corazón me gritó, se retorció lento y agónico como
en la acidez una herida y me entraron ganas, para qué le mien-
to, de salir a buscar.
46. 46
LA CUADRA DEL MEDIO
ARTÍCULO DE OPINIÓN
o soy de la “cuadra del medio” en el barrio Los Chí-
paros de Puerto Asís, el pueblo donde nací y pasé mi in-
fancia. Llegamos allí cuando yo tenía 5 o 6 años, tras la
separación de mis padres. Por este motivo dejamos de
vivir en el Centro y pasamos a ocupar una de las casas en
la naciente urbanización; ésta fue construida a través de
un programa del Inurbe1
donde la Calle 11 encuentra su
final, de allí hacia el occidente siguen potreros que son
las lindes del barrio de 3 cuadras.
Al igual que nosotros, todos los habitantes del barrio
estrenaron casa (con servicio de energía, recolección de
basuras y aljibe), luego el parque infantil y la cancha de-
portiva. El parque quedó en nuestra cuadra, una casa más
allá de la nuestra. Éste se convirtió en el lugar de encuen-
tro por excelencia para todos los niños del vecindario,
siendo privilegiados nosotros, los de la calle del medio.
Éramos muchos niños, de diferentes edades, parecía que
había al menos uno por cada casa. Mi hermano menor y
yo pasábamos todas las tardes posibles jugando con los
vecinos a lo largo de la calle y él, aún más temerario, se
perdía de vez en cuando entre el espesor del monte que
nos rodeaba y horas más tarde aparecía con matas, palos
o bonitas flores que encontraba en su recorrido y, a costa
de verlo sucio, enlodado o maloliente, mi mamá le reci-
bía con gratitud y amor todos los obsequios de su mano.
1Inurbe (Instituto Nacional de Vivienda de Interés Social y Reforma Urbana) es un Instituto –actualmente en liquidación- creado en los años 90
para el otorgamiento y administración de los recursos nacionales del Subsidio Nacional de Vivienda.
Por: Luisa Fernanda Revelo Escobar
Estudiante de Lic. en Lenguas extrangeras Universidad del Valle
Y
Ilustrado por: Daniel Botero
47. 47
Recuerdo la época en que se decidió pavimentar las
calles del barrio; por supuesto todos los vecinos aporta-
ron para su ejecución en el pedazo que les correspondía
desde el andén de su casa hasta la mitad de la calle y así
poco a poco se fue llenando la vía de concreto. Luego, las
condiciones de juego cambiaron: caerse dolía más, res-
pirar era más fácil mientras corría porque ya no se levan-
taba tanto polvo, pero ahora el calor era intenso y agota-
dor; el sol se reflejaba en el pavimento blanco y hasta las
casas se inundaban del bochorno que un techo sin cielo
raso no menguaba.
Con el cambio de superficie vino también el cambio
de algunos elementos de juego: cuando todos nos fami-
liarizamos con los patines y logramos obtenerlos tras mu-
cho pedírselo a nuestros padres, la calle se convirtió en
nuestra pista de patinaje, inclusive, nos uníamos con los
de las otras dos cuadras para formar una bandada de pati-
nadores y realizar las respectivas competencias. Una vez,
nos reunimos en mi cuadra todos los niños del barrio que
teníamos patines y un vecino, con edad “suficiente” para
manejar, tomó la moto de su casa y dirigió, lo que era
nuestra idea más ambiciosa y entretenida: hacer una fila
de patinadores, agarrados unos de otros, que fuera arras-
trada por la moto, la cual poco a poco iría aumentando su
velocidad y los valientes participantes tendrían el com-
promiso de sostenerse lo más fuerte que pudieran para
no dañar el majestuoso gusano que formábamos. Así fue,
48. 48
alrededor de 20 niños nos pegamos a la cola, el primero
se agarró de la parrilla de la moto y Diego, el conductor,
empezó a manejar lentamente. Fue muy divertido. Como
se había acordado, más tarde la velocidad se aumentó y
las manos en la cintura del otro se empezaron a aflojar,
resistimos, resistimos, hasta que la segunda persona de
la fila se soltó y todos fuimos cayendo como fichas de
dominó. Los suertudos como yo caímos encima de al-
guien más y los desafortunados como el que me recibió
sufrieron dolorosas consecuencias, desde raspones hasta
lesiones de ligamentos. Desde ese día en adelante, los
patines dejaron de ser la fiebre del barrio y en las calles
no se volvió a ver a más de tres niños juntos patinando.
La calle de mi cuadra era, en realidad, grande, lo sufi-
cientemente extensa para albergar todos nuestros juegos
de infancia: la lleva, congelado, yermis, carreras, escon-
dite, ponchado, el corazón de la piña, etc. Teníamos la
fortuna de vivir en un lugar alejado del centro, así que no
sufríamos por el tránsito de vehículos o el paso constante
de extraños por nuestras calles. Las puertas permanecían
abiertas y mi casa era tal vez una de las más frecuentadas,
ya que mi mamá era de aquella lógica maternal en la que
prefieren que todos vengan a su casa a que usted perma-
nezca en la de otros. De todas formas, nos debieron haber
educado muy bien, porque las entradas de las casas eran
límites sumamente respetados y, en general, solo tocába-
mos las puertas cuando nos asomábamos a preguntar si
Keirys y Miguel, Vanessa, Jhon, Diana, Cristian o Iván,
podían salir a jugar, eso era, salir a la calle de la cuadra,
al espacio confortable, el que nos pertenecía a todos.
49. 49
UNA ESTACIÓN
FICCIÓN
“(...) aparecían -hacia ambos costados y en pers-
pectivas que nadie podía abarcar con la mirada has-
ta su fin- repletas las aceras de una muchedumbre
que avanzaba a pasos minúsculos y cuyo canto era
más uniforme que el de una sola voz humana.”
Franz Kafka (El desaparecido)
ntes de entrar localicé el punto idóneo de acceso.
Sin embargo, al cruzar a través del tumulto de personas
rocé el brazo de una señora, se turbó y le pedí disculpas
rápidamente. También sorteé a dos señores que conver-
saban ante el lector de tarjetas. No quería incomodar así
que evadí como pude los obstáculos: decenas de perso-
nas que esperan converger en ese punto de fuga que es la
puerta de ingreso.
El recorrido desde mi casa hasta la estación Norte lo
realizaba llevado por una inercia soporífera. Espabilaba
cuando estaba de pie entre el anciano, una señora, la jo-
ven con un niño de la mano y un adolescente. Sentíamos
gran respeto por ese trozo de suelo que nos correspondía
a cada uno. En rededor de cada persona, como si estuvié-
ramos en la Matrix y el Sr. Smith hiciera de las suyas, se
multiplicaban y ocupaban cada pasillo que comunica los
distintos sectores de la Estación. Miré mi reloj y luego
hacia mi derecha, que era de donde venía el transporte:
nada. Un murmullo se acrecentaba. Un estrujón, no supe
en qué punto del lugar, generó una ondulación en forma
vertical, imperceptible a la vista, pero con la fuerza su-
A
Por: Jeison Steven Rivera Isaza
Estudiante Lic. en Literatura Universidad del Valle
Para Axul
Ilustrado por: Carlos Augusto Lara Castillo
50. 50
ficiente para sacudirnos como bambús embestidos por un vien-
to imprevisto, haciéndonos inclinar y volver a nuestra posición
inicial en un parpadeo. Estos súbitos remesones lograban que el
espacio entre las personas se redujera, como si algo eliminara el
aire, ya poco, que circulaba entre los cuerpos. Alguien gritó. Nos
alteramos; el bamboleo provenía del sector oeste. Una mujer de-
cía que la habían agredido; el tipo lo negó; ella insistió y la mul-
titud en esa ocasión, salomónica, lo instó a cambiar de sitio. Las
idas y venidas continuaban con distintos epicentros, pero todas
las ondas confluían en la línea amarilla que establecía la frontera
entre el lugar de espera y las vías.
Intentábamos no hacer movimientos bruscos, de todas formas
no podíamos hacerlo con soltura; incluso temíamos introducir
la mano en el bolsillo, en el maletín o girarnos para ver porque
aunque fuera algo tan nimio podía ocasionar una fluctuación que
derivaría en una sacudida aún mayor. No obstante, debíamos mo-
vernos, ya fuera para rascarnos, secarnos el sudor o acomodarnos
mejor y en mi caso, observar, hasta donde me alcanzará la vista,
qué sucedía.
Los altavoces trasmitían mensajes que nadie comprendía: “Por
favor, conserve la calma, mientras su transporte llega a su lugar
de abordaje”, “No obstaculice el paso a los demás”, “No estruje
a nadie”, “Por favor aborde su ruta con calma y en orden”. La
voz femenina era delicada pero enfatizaba la palabra calma. La
instrucción que más se repetía era: “En cinco minutos los or-
ganizadores estarán a su disposición para que tenga un ingreso
seguro, fluido y organizado al vehículo”. Al terminar el mensaje
nos mirábamos interrogándonos; luego volvíamos a recluirnos
en nuestra reciente, inmóvil y constituida comunidad, compuesta
por las personas aledañas al sitio que ocupábamos, formado por
veinte centímetros de suelo; los mismos que nos correspondían
de aire. Entendíamos como algo normal este hacinamiento: está-
bamos habituados; pero ese día las cosas irían un paso más allá.
Para ese momento, las luces eléctricas daban paso a la luz
natural que entraba por los ventanales e iluminaba todo el lugar.
Los rostros empezaban a verse con nitidez. Un jolgorio repentino
nos animó por un tiempo. Reíamos a carcajadas, provocando es-
tertores entre la multitud. Un sujeto que estaba a mi lado me pidió
que dejara de reír, pues cada vez que lo hacía, se veía interpelado
a moverse y ya con la estrechez era más que suficiente como para
que tuviera que soportar que lo estrujara. Casi rozándole el lóbulo
de la oreja le contesté que no era mi intención, pero que la cerca-
nía ya de por sí hacía imposible no moverle. De pronto, el señor
que estaba a dos cuerpos de mí colapsó y enfurecido empezó a
gritar que no aguantaba más estar así. Agitaba sus manos deses-
perado, luego dio puntapiés. Mi vecino, un hombre entrado en
50
51. 51
los treinta, al ver que este sujeto estaba hiriendo a varias
personas, optó por endosarle un puñetazo, tuvo que darle
otro y el hombre cayó. Le hicimos sitio entre las piernas.
Al rato despertó, se incorporó más calmado. La quie-
tud duró poco porque a unas diez cabezas de mi puesto
una algarabía llamó nuestra atención. No sabíamos a qué
se debía, pero empujaban, empujaban con fuerza y em-
pezamos a movernos a estrecharnos más y más con los
que estaban en el sector contrario. Fue inevitable lo que
sucedió. Caímos. Nos convertimos en una ola. Al otro
lado de la Estación esta llegó con tal contundencia que
derribó a docenas de personas; una segunda onda, aque-
llos que no se sabe por qué no habían sido abatidos por
la primera, se dirigió hacia los que habían quedado, uno
sobre otro, en el suelo, sin poder ponerse en pie. Caye-
ron y se mezclaron, enredados unos con otros, sin poder
liberarse, como si fueran alambre de púa. Los que tenían
contacto directo con el suelo, gritaban; los que estaban
sobre ellos, intentaron pararse y, algunos del siguiente
nivel, lograron erguirse sobre las espaldas de aquellos y
buscaban en vano un pedazo de suelo firme. Una mujer
se sentó a hombros de un señor alto y gritó que por favor
retrocedieran, debían hacerlo pues había personas caídas.
La masa aterida, petrificada por la imposibilidad de mo-
vilizarse con libertad, consiguió una marcha armonizada
abriendo un espacio para que los desventurados reesta-
blecieran su posición.
52. 52
Una corta distancia entre los cuerpos se formó debido a
que en una parte de la Estación decidieron subir a los te-
chos; la liberación fue refrescante; solo duró un momento,
pues, inmediatamente la masa se ajustó y devoró el poco
espacio liberado. Me trepé a una marquesina con la ayuda
de dos vecinos: oteé hacia cada lado y solo vi un campo
que se extendía como si fuera un río de cabelleras con algu-
no que otro brillante reflejo. Me bajé y les comuniqué que
no había forma de moverse; solo restaba esperar.
El sol estaba por terminar su recorrido y empezaba a
descender detrás de las montañas. La inmovilidad era abso-
luta. La rigidez de los cuerpos era tal que si alguien hubiera
decidido caminar usando los hombros como suelo firme, lo
hubiera podido hacer y recorrer toda la estación y ver que
cada sitio estaba ocupado: los baños, oficinas administrati-
vas, pasillos y todo lugar donde cupiera una persona. Los
rostros sudaban, hedían a una espera que no parecía tener
posibilidad de terminar.
Algunas personas empezaron a dormirse o desmayar-
se; nunca pude comprobarlo. Agotadas y abrumadas por
el calor se dejaban llevar a otro territorio, a ese oasis que
es nuestra mente. Otros colapsaban de la peor forma. Una
señora empezó a gritar, a llorar mientras decía que no so-
portaba más ese aprisionamiento y pedía que la sacaran de
allí; poco se podía hacer. El enquistamiento de cada uno de
nosotros en el cuerpo de enseguida era tan férreo que ni un
gancho-grúa, que hace parte de ese juego macabro de sa-
car peluches que se hallan subsumidos entre sí, nos hubiera
podido rescatar.
Las horas pasaban y nada parecía indicar que la espera
fuera a terminar. Estábamos exhaustos. No había fuerzas ni
para sublevaciones, ni aspavientos, ni improperios; la gente
estaba fatigada de estar de pie, adoquinada al resto. Llegó
la noche. Unas horas antes, y con el propósito de que no
entrara más gente, los trabajadores de la Estación cerraron
las puertas. Nos habían dejado empaquetados, concreta-
mente al vacío. Ese acto, hecho con sana intención, en gran
medida fue lo que garantizó que quedáramos encerrados.
Las puertas se bloquearon con la gente que estaba cerca de
ellas. Sus cuerpos hicieron de tranca y ni desde afuera era
posible abrir. Así que ahí estábamos, aglutinados, atrinche-
rados entre cientos de cuerpos, esperando y rogando que
el tiempo dejara de dilatarse y por fin se detuviera en su
imperiosa lucha por aniquilarnos.
53. 53
Empezaba a amanecer y la calma, producto tal vez del
grado de agotamiento que sufríamos, parecía que termi-
naría en cualquier instante. A esas alturas millares de per-
sonas habíamos alcanzado una respiración sincronizada.
Como si fuéramos un gran pulmón inspirábamos, eleván-
donos unos a otros; luego espirábamos y nos desinfla-
mabos reduciéndonos en un ciclo repetitivo que parecía
infinito. Otra vez la luz del sol entró por los ventanales
e intersticios de la estructura. Los rostros demacrados y
enjutos tenían la expresión de estar adaptados a un am-
biente pero también de estar hastiados.
Aprisionado, no dejaba de girar mi cabeza los 180
grados permitidos por la evolución para cerciorarme de
cómo estaba todo a mí alrededor; cuando lo vi. Fue un
pestañeo: un grupo de personas desparecían como cuan-
do la arena se desliza por un agujero antes inexistente. Lo
impresionado que quedé no me permitió ver el motivo de
tal hundimiento. Alce la vista: un hombre, un tanto ma-
yor que yo, al menos por su aspecto, los tumbaba y junto
a él otros tipos hacían lo mismo. El hombre los animaba,
cual entrenador de rugby, a golpear y estrujar a quien se
le interpusiera; que para nuestro infortunio y, con total
seguridad para su goce, éramos cientos. No importaba si
eran ancianos, mujeres o niños. Con los cuerpos derriba-
dos iban formando un gran tapete. Los alaridos eran des-
garradores y ellos seguían avanzando, abatiendo a quien
estuviera en frente. Eran como una apisonadora. En al-
gún momento los siguientes en ser aplanados optaron por
tirarse al suelo. Esto funcionó en un principio, pero al
cabo de un rato, los energúmenos empezaron a saltar y
con tal ensañamiento que los llantos de dolor eran in-
soportables. Se acercaban a nuestra zona; desesperados
optamos por tomar la iniciativa y no esperar a ser piso-
teados por esa turba frenética. La solución la planeamos
entre un grupo de personas; debo decir que fui yo quien
propuso la idea y fui yo quien la ejecutó. Acabé con el
líder. Los pormenores no es necesario contarlos; es sufi-
ciente con decir que usé la fuerza y no podía ser de otra
forma. Una vez recuperada la tranquilidad, el encierro, la
expectación y postración continuaron. El sol entraba otra
vez oblicuo y empezaba a esconderse detrás de las casas
que rodeaban la Estación.
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54. 54
LOS CAMINANTES
Hoy mi pueblo salió en las noticias
Hoy se desmoronó la política y olas de polvo se asentaron
sobre el silencio
Hoy brotó del centro de una mujer la Vida y un hombre
se cubrió con Ella los ojos
Hoy ese hombre adivinó el final de todos los caminos.
Hoy mi pueblo salió en las noticias
Y está cansado de caminar,
Yo lo he visto caer
Sucumbir ante la desnudez de la muerte.
Hoy un niño se volvió estrella
y una niña fue entonada entre cantos ancestrales.
Hoy mi pueblo salió en las noticias
Tenía los senderos tatuados en los pies,
El hambre oculta entre mantos de fatalidad,
La historia del universo sobre la piel,
Y, en los ojos, el peso de la indiferencia de otras miradas.
Hoy mi pueblo salió en las noticias
Y Nosotros, Ellos… ¡Todos!
Fuimos conscientes de que el silencio
Financia todo acto de violencia:
Los yertos ojos de una mujer, buscando el cielo,
Un hombre vestido con lo que queda de sus sueños,
¡Todos ahogados en un país de venas vacías!
Por: Jeison Andrés Arango Velasco
Estudiante Lic. en Literatura Universidad del Valle
POESÍA
Ilustrado por: Carlos Augusto Castillo Lara
55. 55
Hoy mi pueblo continúa,
A pesar de su andar cansado y quedo,
Su procesión hacia la paz
mientras, agotado, caigo rodeado de la bandera
nacional:
Amarillo y Azul en los cielos,
Rojo y más rojo, en este suelo enfermo.
-¿De dónde voy?
¿Adónde vengo?
Hoy, junto a todos mis muertos,
Seré los pasos que dejará atrás mi pueblo.
Hoy, junto a todos los caminantes,
Confío en nuestro deseo de convertir
cada acción en la extensión del pensamiento
y éste en el reflejo de la Nación que,
paso a paso,
construiremos.
56. 56
SUICIDIO,
CÓPULAS
E INSULTOS
ARTÍCULO DE OPINIÓN
Por: Giussepe Ramírez
Estudiante de Lic. en Economía Universidad del Valle
l norte limita con el montallantas, al sur
con la tienda, al oeste con el restaurante y al
este con el expendio de drogas. Ésos son los
confines de mi pequeña calle, por donde rugen
todo tipo de carros y motos que empolvan y
trastornan el sueño. Hace doce años la conoz-
co y he usado cada uno de los servicios de sus
fronteras. En ella vi un asesinato, mi primera
relación sexual en vivo y un suicidio. Tuve de
vecinos a dos criaturas insoportables, ahora
tengo a un perro y me siento menos turbado.
La cópula no la vi en la calle, sino desde
ella. Al oeste, en el restaurante, que en aquel
entonces era asadero de pollos. Mirábamos
con mis amigos al menos tres veces a la sema-
na, entre las 11:00 PM y las 11:30 PM, por una
pequeña abertura que quedaba entre la pared
y la cortina de acero que bajaban después de
cerrar, cómo el tipo venezolano, que ponía los
pollos a dar vueltas sobre las brasas ardiendo,
tumbaba sobre alguna de las mesas donde la
gente comía, a la morena escuálida que los
servía. Un día dejamos de ver a la morena,
después al veneco, luego a los pollos dando
vueltas. Se nos esfumaron los shows de sexo
en vivo.
56
A
Ilustración por: Ludy Nayeth Echeverry Sánchez
57. 57
Bueno, lo del suicidio es mentira, nunca vi
el suicidio ni al suicida suicidado. Dicen que
se degolló en la caseta del vigilante, después
de una buena parranda con licor de mala cali-
dad. No vi el degüello y tampoco lo vi muerto,
pero vivo sí lo vi, lo escuché y lo padecí, en
estado de excitación, con machete en mano y
el pecho al aire, una madrugada tocando en mi
ventana; gritando que iban a quemarlo a él y a
su negocio, por unos seres que nadie más veía,
sólo él. Era y es fácil de quemar porque es una
zorra con paredes y techo, material inflamable
y hierba rodeándolo. Su negocio fue el monta-
llantas, su apodo Candamo, su nombre Rami-
ro, su muerte el alcohol y una cuchilla.
El asesinato también tuvo olor a caucho y
vulcanizada. El carro de la víctima había teni-
do un pinchazo y decidió detenerse en frente
de mi casa para repararla. Al escuchar el pri-
mer disparo me levanté a ver por la ventana. El
hombre había bajado del auto dejando esposa
e hijo adentro, se acuclilló a revisar la llanta y
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PUM PUM PUM PUM PUM, sonaron los dis-
paros. Mientras el hombre caía, el asesino se
subía a una moto en movimiento. Cinco deto-
naciones y un trabajo bien hecho. Ese muerto
sí lo fui a ver, todos los impactos en la cabeza,
estaba irreconocible. Y la sangre importunaba
en la calle. Hasta mi casa llegaron a pedir agua
para limpiarla. Y allí sigue, diez años después
con muerto y suicida encima. Alguna otra tra-
gedia se estará fraguando en los recovecos del
destino para ponerle fin al negocito ahora sí.
Una de las criaturas tenía cinco años, y al
verme salir al antejardín me susurraba, para
evitar el escarmiento de sus padres: “Negro
hijueputa, cochino”. Negro obvio, hijueputa
no sé, mi madre ya no está en edad de ejercer,
y cochino sólo los domingos. Su hermanito,
que no superaba el año de edad, lloraba todas
las madrugas entre las 2:30 y las 3:00, pertur-
bándome el sueño a mí y a sus papás a quienes
corresponde un karma por la reproducción.
Se largaron después de dos años, y ahora está
Emilio, un rottweiler adorable que se deja aca-
riciar y me recibe chocolates. Y aunque las
palabras de un infante no deberían afectarme,
prefiero los aullidos de mi nuevo vecino cuan-
do pasa la ambulancia y sus ladridos cuando
llega el amo.
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