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UNA ESPIRITUALIDAD DEL AMOR:
San Francisco de Sales
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Eugenio Alburquerque Frutos
UNA ESPIRITUALIDAD DEL AMOR:
San Francisco de Sales
EDITORIAL CCS
4
Segunda edición: octubre 2013.
Página web de EDITORIAL CCS: www.editorialccs.com
© 2007 Eugenio Alburquerque Frutos
© 2007 EDITORIAL CCS, Alcalá, 166 / 28028 MADRID
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta
obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por
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Diagramación editorial: Juan Manuel Redondo
ISBN (pdf): 978-84-9842-856-8
Fotocomposición: M&A, Becerril de la Sierra (Madrid)
5
A Pilar Prieto,
que me animó a iniciar la experiencia espiritual del itinerario salesiano;
a todas las Hijas de María Auxiliadora y a todos los hermanos salesianos con quienes
he compartido a lo largo de estos años en los lugares salesianos la reflexión y la
oración en torno a san Francisco de Sales,
«el hombre que mejor copió al Hijo de Dios»;
a las hermanas del Primer y Segundo Monasterio de la Visitación de Madrid,
que me han acompañado en la preparación de este trabajo.
6
SIGLAS
AAS Acta Apostolicae Sedis.
CL Christifideles laici. Exhortación apostólica de Juan Pablo II.
DC Deus caritas est. Encíclica de Benedicto XVI.
Dz Enchiridion Symbolorum definitionum et declarationum de rebus fidei et
morum (Denzinger-Schönmetzer).
GD Gaudete in Domino. Exhortación apostólica de Pablo VI (1975).
IVD Introducción a la vida devota (San Francisco de Sales).
LG Lumen Gentium. Constitución dogmática del Concilio Vaticano II (1964).
MC Marialis Cultus. Exhortación apostólica de Pablo VI (1974).
MI Meditaciones sobre la Iglesia (San Francisco de Sales).
NMI Novo millenio ineunte. Exhortación apostólica de Juan Pablo II.
OEA Oeuvres de saint François de Sales (Edición Annecy).
SC Sanctitas clarior. Exhortación apostólica de Pablo VI (1969).
STh Summa Theológica (Santo Tomás de Aquino).
TAD Tratado del amor de Dios (San Francisco de Sales)
UR Unitatis redintegratio. Decreto del Concilio Vaticano II (1964).
7
SUMARIO
Presentación
I. La llamada a la santidad
II. Humanismo salesiano
III. Todo por amor
IV. El beneplácito divino
V. Caridad pastoral
VI. Amor a la Iglesia
VII. El camino para el amor
VIII. La flor de la caridad
IX. La ascesis salesiana
X. La más amante y la más amada de las criaturas
Anexo: San Francisco de Sales visto por santa Juana Francisca de Chantal
Bibliografía
8
Presentación
Se suele entender la espiritualidad como la vida según el espíritu. De manera que la
espiritualidad cristiana se refiere a la forma de vida guiada por el Espíritu de Cristo.
Es, realmente, en su sentido más hondo y estricto, presencia, camino1, y más aún,
dominio del Espíritu2, que conduce a vivir el evangelio del amor, el seguimiento de
Jesús, el compromiso por el Reino. La espiritualidad cristiana se entiende, pues, como
la presencia real, consciente y reflejamente asumida, del Espíritu de Cristo en la vida
de las personas, de las comunidades y de las instituciones que quieren ser cristianas.
Se trata de una forma y un estilo de vida inspirados y guiados por Dios, arraigados y
motivados en Jesús. Se refiere, por tanto, a la vida más personal e íntima que se
desarrolla interiormente en los creyentes a través de la relación que Dios, por su
Espíritu, suscita y establece en nosotros.
Necesariamente la espiritualidad cristiana está informada e inspirada por la fe
cristiana. Pero en modo alguno puede hablarse de una única espiritualidad cristiana.
Hay una raíz común y unos elementos identificadores, pero las expresiones concretas
pueden ser muchas. K. Rahner explicaba que es distinta según la edad y el sexo, los
pueblos y los ambientes culturales, las profesiones y las clases sociales; y que lo es
también para el clero, las órdenes religiosas y los seglares3. Ellacuría ha hablado de
un «pluralismo de espiritualidades», porque no existe una sola forma histórica de
expresar toda la riqueza de la vida de Dios en Cristo y porque, además, la misma
espiritualidad cristiana necesita acomodarse a los profundos cambios de la historia4.
De hecho, en la vida cristiana han florecido un amplio y rico conjunto de
espiritualidades: agustiniana, benedictina, dominicana, franciscana, ignaciana,
carmelitana, salesiana, etc.
Entre las grandes corrientes de la espiritualidad cristiana ocupa un lugar muy
importante la que arranca de san Francisco de Sales. Su misma personalidad es tan
destacada, su mensaje tan rico y fecundo, que constituye por sí solo una escuela de
espiritualidad. De ella, ciertamente, él es el principio y la fuerza de expansión5.
Clemente VIII, ante los eminentísimos cardenales de la curia romana, tras el examen
que personalmente preside para conferirle el episcopado, desciende de su trono, le
abraza, se arrodilla ante él y pronuncia estas memorables palabras: «En verdad que
ninguno de los que hasta ahora hemos examinado lo ha hecho de forma tan
satisfactoria. Bebe del agua de tu cisterna y de los raudales de tu pozo. Derrámense
hacia fuera tus fuentes y corran por las plazas las aguas de tu río».
Muchos son los que han bebido y siguen bebiendo de esta fuente y de estas aguas.
9
Muchas y muchos son sus filoteas y sus teótimos. Especialmente en sus dos grandes
obras, Introducción a la vida devota y Tratado del amor de Dios, marca un programa de
perfección y de santidad, de seguimiento de Jesús, para cuantos desean emprender un
camino espiritual, señalando además las altas cumbres a las que puede llegar la vida
cristiana en cualquiera de sus estados. Realmente este caudaloso río se ha derramado
por las calles y las plazas. Es el río de la espiritualidad salesiana.
La espiritualidad salesiana es para todos. Es legado y herencia para toda la
Iglesia. Se puede aplicar en todos los estados y en las distintas situaciones de la vida,
porque junto a la densidad teológica, está adornada de una gran sencillez y claridad,
de un sentido muy humano y muy realista, de equilibrio y armonía; porque es una
espiritualidad gozosa y alegre. Pero la espiritualidad salesiana es, especialmente,
patrimonio fecundo de la gran Familia Salesiana que desde la Visitación (1610) hasta
las Salesianas Misioneras de María Inmaculada (1981), pasando por los Misioneros,
Oblatas y Oblatos de San Francisco de Sales o Salesianos de Don Bosco e Hijas de
María Auxiliadora, encuentra en el pozo del Santo Obispo de Ginebra, su fuente.
Según los estudiosos, la espiritualidad de san Francisco de Sales está influida por
las escuelas más florecientes de su tiempo: la Compañía de Jesús, a la que siempre fue
tan adicto, la escuela italiana (Scupoli, Cayetano, san Carlos Borromeo, san Felipe
Neri), la escuela española (fray Luis de Granada, Juan de Ávila, santa Teresa), la
escuela francesa (Bérulle, san Vicente de Paúl). Se podría decir que logra sintetizar y
armonizar la flor y nata de las corrientes espirituales que le habían precedido6. Pero
su aportación a la espiritualidad cristiana no queda reducida simplemente a este
admirable trabajo de síntesis. Es una espiritualidad renovadora y original.
La finalidad precisa de este libro es presentar los aspectos más relevantes de esta
espiritualidad, que a tantos cristianos ha guiado a la perfección. Cuando Pío IX lo
declara doctor de la Iglesia (1877), lo alaba y enaltece especialmente como doctor del
amor divino. Realmente, el amor de Dios está en el centro de la espiritualidad
salesiana. Francisco de Sales no sólo centra su enseñanza en el amor de Dios,
comprende al hombre mismo como una respuesta viva a su amor. En este sentido
quiero presentar la espiritualidad de san Francisco de Sales como «una espiritualidad
del amor», explicando desde aquí su vida y su doctrina. Amados por Dios, somos
llamados al amor, y viviendo en el amor de Dios podemos emprender el camino de la
santidad. Porque desde el amor llegaremos a vivir «como agrada al Señor», a cumplir
su voluntad y su beneplácito.
Esta espiritualidad del amor, en el Obispo de Ginebra alcanza su expresión más
genuina en la caridad pastoral, que a él mismo le conduce a un celo ardiente por la
salvación de las almas. Quien ama a Dios, busca la gloria de Dios; ama al prójimo y
lo hace por amor a Dios y con el amor de Dios. Pero para llegar a vivir el verdadero
amor divino, el camino no es otro que la oración, el «trato de amistad» con quien
sabemos que nos ama. Rezar es amar y dejarse amar. Y como el amor de Dios se
10
manifiesta en el amor al prójimo, cuando se ama como Él ama, el amor se expresa en
amabilidad, dulzura, mansedumbre. Es la flor de la caridad. La misma ascesis, tan
necesaria en la vida espiritual, tiene que ser vivida salesianamente impregnada de
amor, desde el interior, buscando siempre la conversión del corazón. Y todo este
itinerario espiritual en el pensamiento y en la espiritualidad salesiana aparece teñido
por un humanismo que es consustancial al Doctor del Amor y que impregna toda su
vida y sus escritos.
Este es, pues, amable lector, el planteamiento y estos son los grandes temas del
libro que tienes entre manos. Una convicción me ha guiado a lo largo de todo mi
trabajo: si es imposible comprender el evangelio sin ver la maravillosa historia del
amor de Dios, encarnado en Cristo Jesús, así también resulta muy difícil comprender y
entrar en la espiritualidad que brota de san Francisco de Sales si no es desde la
contemplación de este amor divino. Para Francisco de Sales, todo es amor y todo debe
hacerse por amor. Al comenzar a desarrollar la historia y las maravillas del amor
divino en su Tratado del Amor de Dios, comienza con una oración dedicada a la
Santísima Madre de Dios, «Reina del amor soberano, la más amable, la más amante y
la más amada de todas las criaturas», y la termina con estas palabras: «Con el rostro
a vuestros pies, que a mi Salvador llevaron, yo ofrezco, dedico y consagro esta pequeña
obra del amor a la inmensa grandeza de vuestro amor, y os lo pido fervorosamente…
estimulad mi alma y las almas de cuantos lean sus páginas con todo vuestro poder
para que se inflamen en el Espíritu Santo, a fin de que inmolemos en holocausto
nuestros afectos a la Bondad divina, y vivamos, muramos y resucitemos eternamente
entre las llamas de aquel fuego celestial que Nuestro Señor Jesucristo deseó
vehementemente encender en los corazones». Este es también mi más ardiente deseo:
que el amor de Dios nos conduzca a su amor a cuantos nos acercamos a contemplar la
espiritualidad del amor que gozosamente vivió y difundió Francisco de Sales.
EUGENIO ALBURQUERQUE FRUTOS
11
I. LA LLAMADA A LA SANTIDAD
En los tiempos de san Francisco de Sales, más que de santidad, perfección,
espiritualidad, se hablaba de devoción. Por devoción se entendía la vida cristiana vivida
en serio, de manera coherente y comprometida. Como explican sus estudiosos, en san
Francisco de Sales, los términos santidad, perfección cristiana, perfección de la caridad,
devoción son sinónimos1. Es también lo que se desprende del texto de la exhortación
apostólica de Juan Pablo II sobre los fieles laicos, al hablar de la espiritualidad laical.
Efectivamente, Francisco de Sales no suele utilizar la palabra espiritualidad; y, aunque
habla de perfección y de santidad, utiliza más frecuente y comúnmente el término
devoción para designar precisamente la perfección de la caridad. En este sentido,
podemos hablar del mensaje salesiano de santidad.
Teniendo esto en cuenta, se puede afirmar que una de las aportaciones más
importantes de san Francisco de Sales a la espiritualidad cristiana radica en la promoción
de la santidad para todos los cristianos. Juan Pablo II termina su reflexión sobre la
vocación laical, en la exhortación postsinodal Christifideles laici, con estas palabras:
«Podemos concluir releyendo una hermosa página de san Francisco de Sales, que tanto
ha promovido la espiritualidad de los laicos. Hablando de la devoción, es decir, de la
perfección cristiana o “vida según el Espíritu”, presenta de manera simple y espléndida la
vocación de todos los cristianos a la santidad y, al mismo tiempo, el modo específico con
que cada cristiano la realiza: En la creación, Dios mandó a las plantas producir sus
frutos, cada una según su especie. El mismo mandamiento dirige a los cristianos, que
son plantas vivas de su Iglesia, para que produzcan frutos de devoción, cada uno según
su estado y condición. La devoción debe ser practicada en modo diverso por el
hidalgo, por el artesano, por el sirviente, por el príncipe, por la viuda, por la mujer
soltera y por la casada. Pero esto no basta; es necesario además conciliar la práctica
de la devoción con las fuerzas, con las obligaciones y deberes de cada persona… Es un
error —mejor dicho, una herejía—pretender excluir el ejercicio de la devoción del
ambiente militar, del taller de los artesanos, de la corte de los príncipes, de los
hogares de los casados… En cualquier lugar que nos encontremos podemos y debemos
aspirar a la vida perfecta» (CL 56).
Con estas palabras, y de modo admirable, recoge Juan Pablo II el pensamiento de
Francisco de Sales: en todos los estados y en cualquier lugar y situación en que nos
encontremos, estamos llamados a la santidad. La santidad no es patrimonio de algunos
privilegiados; es don y tarea para todos. Este es el mensaje del Obispo de Ginebra.
12
Un mensaje sorprendente
Este mensaje de santidad para todos, sorprendió muy fuertemente a sus
contemporáneos. Quizá, porque, como advierte en las primeras páginas de la
Introducción a la vida devota, «el mundo difama cuanto puede la devoción, pintando a
las personas devotas con un talante sombrío, triste y melancólico, proclamando que
engendra caracteres malhumorados e insoportables»2; o, quizá, porque en los tiempos de
san Francisco de Sales se pensaba que la santidad estaba reservada a muy poca gente,
que era cosa de frailes y monjas, de beatas, de quienes se retiraban y alejaban de este
mundo. Él mismo observa que casi todos los autores que trataban sobre la espiritualidad
cristiana, dirigían la llamada a la perfección «a los que viven alejados de este mundo o,
por lo menos, han trazado caminos que empujan a un absoluto retiro»3
.
Es posible que hoy nos suceda algo semejante. Como en los tiempos de Francisco
de Sales, la palabra santidad no suscita grandes adhesiones y entusiasmos. Como sucede
con otras muchas expresiones de la espiritualidad cristiana, ha sido postergada y
raramente se habla de la santidad. Cuando se hace, se identifica, quizá, con un
espiritualismo abstracto y desencarnado, con una mentalidad anticuada y alejada de los
valores actuales, con un ascetismo desfasado; y lo que es más grave, culturalmente se ha
bloqueado su verdadero significado. Para muchos, es algo del pasado; no es para la gente
del siglo XXI. Incluso, quienes la estiman quedan perplejos y asustados, porque aun
considerando la santidad como un ideal admirable, lo juzgan demasiado elevado y
costoso, al que resulta imposible llegar a los hombres y mujeres corrientes.
Contra esta opinión generalizada se alza el Obispo de Ginebra y quiere mostrar a
todos que se puede vivir en el mundo, en medio de las preocupaciones, de los avatares y
quehaceres de la vida y ser santo. A cuantos no se les ocurre ni siquiera pensar en ello, a
quienes no se atreven a iniciar el camino, a cuantos pretextan dificultades y obstáculos les
dice: «Yo quiero mostrar a los tales que, así como la madreperla se conserva en medio
del mar sin dejar la entrada a una sola gota de agua salobre, y lo mismo que en las islas
Celedonias existen fuentes de agua potable entre las ondas marinas, y al modo que las
salamandras revolotean entre llamas sin chamuscarse sus alas, un alma vigorosa y
constante puede vivir en el mundo sin contaminarse de mundanales humores; puede dar
con manantiales dulcísimos de piedad entre las amargas olas del siglo; puede volar entre
las llamas de los bajos apetitos sin que el fuego terrenal toque sus alas de puros deseos de
devoción»4. No es preciso, pues, alejarse. No hace falta ni huir del mundo, ni abandonar
las preocupaciones y trabajos de la vida. En todas partes se puede cumplir la voluntad de
Dios; en todas las situaciones se puede vivir la perfección de la caridad; en todos los
estados se puede caminar hacia la santidad.
Este sorprendente mensaje lo transmite san Francisco de Sales, principalmente en su
más famoso libro: Introducción a la vida devota. Alcanzó esta publicación un éxito tan
extraordinario, que fue traducida a todas las lenguas de Europa, incluso al vascuence y,
13
en diez años, aparecieron en francés más de cuarenta ediciones5
. Ni siquiera las obras de
santa Teresa habían tenido una difusión tan vasta y tan rápida.
El impacto fue muy grande debido al mensaje que transmitía. Para muchos, era
como si, de repente, la religión se hubiera liberado de duras cadenas. A través de su
lectura llegaron muchos a comprender el sentido de la vida espiritual y a sentir el deseo
de llegar a Dios y emprender el camino de la perfección. Si la Imitación de Cristo había
abierto el camino a los espirituales y a los que se retiraban del mundo, la Introducción a
la vida devota, por el contrario, lo abre a cuantos viven en el siglo en medio de las
preocupaciones del mundo. Porque, por encima de los muchos ejercicios y medios que
los autores proponían para llegar a la perfección, Francisco de Sales se concentra en lo
esencial. Y lo esencial para el cristiano en medio de sus trabajos, de sus relaciones y de
sus deberes, es el amor de Dios: «La devoción viva y verdadera presupone el amor de
Dios; mejor dicho, no es otra cosa que el verdadero amor de Dios»6. Esta declaración
capital esclarece el sentido de la espiritualidad salesiana y determina el verdadero carácter
de la santidad que promueve el Doctor del Amor, como tendremos ocasión de ver con
mayor detenimiento.
San Francisco de Sales propone, pues, una santidad intramundana, que no considera
ya la fuga del mundo como un ideal necesario para poder alcanzarla; hace sencillamente
de cualquier condición humana honesta un camino de perfección. En este sentido, han
dicho algunos que el Obispo de Ginebra hizo pasar la devoción de los claustros al
mundo7. Esta fue, sin duda, su gran pretensión: hacer accesible la perfección cristiana a
todos los que viven en el mundo.
La Introducción a la vida devota representa la cristalización del mensaje salesiano
de la santidad laical, la santidad en el mundo, la santidad para todos. Ciertamente, este
mensaje es una constante en la vida y en la obra del Obispo de Ginebra. Lo transmite
vivamente en miles de cartas, en sus sermones, en la dirección espiritual. Posee el arte y
la gracia de insinuarlo y alentarlo en tantos corazones como el anhelo más generoso que
se puede tener; y anima a nutrirlo y acrecentarlo día a día. Él, «evangelio viviente»,
como lo definió magníficamente Vicente de Paúl, es capaz de llevar el evangelio al
pueblo; y el evangelio suscita un movimiento espiritual hacia la perfección. Quienes le
escuchaban, percibían la novedad sorprendente de su mensaje, pero sentían al mismo
tiempo que lo que el Santo Obispo predicaba y decía no era otra cosa que el mismo
evangelio: «decía cosas muy nuevas, que antes no se habían oído decir a nadie, ni se
habían leído —declaró en el proceso seguido en París con motivo de la causa de
beatificación y canonización el académico Vaugelas, entonces asiduo oyente del Santo—,
pero que eran ideas muy sensatas, nada extravagantes ni rebuscadas, sino que llegaban al
alma y a la inteligencia y no solamente a la imaginación del auditorio». De manera llana y
sencilla, Francisco de Sales enseñó, y su mensaje sigue vivo y actual en la Iglesia, que
«dondequiera que nos encontremos, podemos y debemos aspirar a la vida perfecta»8.
14
Santidad para todos
La convicción profundamente arraigada en san Francisco de Sales es muy clara. Cree y
piensa que, puesto que hemos sido creados a imagen de Dios, el santo por antonomasia,
todos los creyentes somos convocados a la santidad. Llegar a imprimir en nuestro propio
ser, el ser de Dios; hacer crecer y desarrollar en nosotros esta imagen y semejanza divina
en que hemos sido constituidos, es el reto radical y la empresa más apasionante que un
hombre o una mujer pueden emprender. Todos, sin excepción, estamos llamados a la
santidad: el príncipe, el noble, el hidalgo, el artesano, el sirviente, la viuda, la soltera, la
casada… Y todos podemos emprender el camino. La ruta no es ciertamente la misma
para todos, pero todos estamos invitados a ponernos en marcha.
Esta convicción tiene en el Obispo de Ginebra un fundamento muy firme: este es el
designio y la voluntad de Dios; Él quiere nuestra santidad. Quiere que los creyentes
hagamos de nuestra vida un camino de santificación, porque Él nos ha elegido, antes de
la creación del mundo «para ser santos e inmaculados en el amor» (Ef 1,4). Las palabras
de Jesús: «Sed perfectos como vuestro Padre del cielo es perfecto» (Mt 5,48), siguen
siendo una llamada exigente que dirige hoy a todos los seguidores. Son muchos los textos
del Nuevo Testamento que avalan y fundamentan esta llamada: «Santificados en Cristo
Jesús, llamados a ser santos» (1 Cor 1,2); «Conforme a la santidad del que os llamó, sed
también vosotros santos en todo vuestro proceder» (1 Pe 1,16); «Perfeccionemos
nuestra santificación con el temor de Dios» (2 Cor 7,1); «Que se fortalezcan vuestros
corazones irreprensibles en santidad delante de Dios» (1 Tes 3,13).
Cristo es el fundamento de toda santidad. En su nombre somos seguidores e
imitadores suyos. Él llama a todos a seguir su camino de santidad; a ser santos, como
también Él lo es. La santidad es, pues, tarea y quehacer importante: «Así como habéis
empleado los miembros de vuestro cuerpo en servir a la impureza y a la injusticia, para
cometer la iniquidad, así ahora los empleéis en la justicia para santificaros» (Rm 19,22).
La vida del cristiano tiene que ser una ofrenda viva, santa, agradable a Dios. Es
responsable y está obligado a buscar la santidad y a emprender el camino. Porque ésta es
la voluntad de Dios. Según el Obispo de Ginebra, la santificación constituye un deber
primordial para los cristianos, porque en realidad consiste en vivir de manera coherente la
vida cristiana.
Pero, además de este enraizamiento bíblico que expresa el plan de Dios, para san
Francisco de Sales, hay otra razón muy firme para emprender el camino de la perfección.
La santidad no se realiza simplemente por la fuerza de la voluntad humana; no puede
conseguirse con sólo poner los medios humanos adecuados. Aun siendo necesarios, tales
medios no bastan. La santidad no es resultado del esfuerzo humano; proviene de Dios, es
don de Dios. En el camino de la santidad, el papel principal corresponde a Dios mismo.
Es Dios quien irrumpe en la historia y en la vida humana y nos arrastra y conduce hacia
su propia vida, la vida divina. Para entrar por el camino de la perfección es necesario que
15
la gracia del amor de Dios toque el corazón humano, y que él quiera amar. Porque Dios
confiere a todos su gracia, la santidad es posible a todos. Con Teresa de Ávila, creía que
el primer paso del «camino de perfección» lo da Dios, y que lo nuestro es acoger a Aquel
que viene de parte del Padre. Viene para hablarnos, porque es su palabra; y viene para
conducirnos a Él.
En este sentido se expresa en una carta que escribe, desde Annecy, a Juana
Francisca de Chantal: «No cesaré nunca de rogar a Dios que quiera perfeccionar en vos
su santa obra, es decir, el buen deseo y el propósito de llegar a la perfección de la vida
cristiana; deseo que debéis guardar y alimentar con ternura en vuestro corazón, como un
don del Espíritu Santo y una chispa de su fuego divino»9. Con claridad y sencillez,
presenta el deseo y camino de perfección como don del Espíritu, que debemos acoger,
guardar y alimentar. Como explica en la misma carta, el deseo de perfección es como un
árbol, plantado por el Señor en el alma; y a él hemos de pedirle que nos ayude a producir
frutos maduros y que «una vez producidos, Dios mismo los guarde del viento para que
no caigan por tierra y se los coman las alimañas». Es la recomendación que una y otra
vez dirige a quienes, a través de una dirección espiritual constante y paciente, encamina
desde el deseo de la santidad a su realización. Su método preferido es mantener siempre
muy viva la confianza en la ayuda divina. Confianza y abandono representan
verdaderamente la culminación del edificio salesiano. Son los ejes de toda la vida
espiritual.
De una manera muy hermosa explica en el Tratado del amor de Dios tanto la
necesidad de la gracia para emprender el camino de la santidad, como la importancia de
la respuesta humana. Según san Francisco de Sales, «si aprovechásemos las inspiraciones
celestiales en toda la plenitud de su eficacia, pronto haríamos progresos admirables de
santidad». Es decir, la santidad del hombre depende de Dios, pero es necesaria también
la cooperación de nuestra libertad; y esto implica una gran fidelidad en el esfuerzo de
nuestra correspondencia a la gracia. Es necesario, pues, escuchar y atender a la iniciativa
divina, porque «por abundante que sea la fuente, sus aguas no entrarán en un jardín a
pleno chorro, sino conforme a la capacidad del acueducto». Es decir, que «aunque el
Espíritu Santo, como fuente de agua viva, se acerque a todas y a cada una de las partes
de nuestro corazón para inundarlo de gracia, como ello debe realizarse previo el
consentimiento libre de nuestra voluntad, no la derramará sino a medida de su
beneplácito y de nuestra propia disposición y cooperación»10. Si san Pablo exhorta a «no
recibir en vano la gracia de Dios» (2 Cor 6,1), el Obispo de Ginebra anima a acoger las
inspiraciones divinas y a corresponder a ellas debidamente convencido de que en ello está
en juego nuestro progreso en la santidad.
Actualidad del mensaje salesiano
16
Quizá conviene subrayar de manera especial la actualidad de este mensaje salesiano de
santidad para todos. Hemos aludido ya a la propuesta de santidad laical que hace Juan
Pablo II en la exhortación postsinodal sobre los fieles laicos. Subraya especialmente el
Papa que la dignidad de los fieles laicos reside especialmente en la vocación a la santidad
y que ésta puede considerarse una de las más importantes aportaciones del Vaticano II:
«La dignidad de los fieles laicos se nos revela en plenitud cuando consideramos es
primera y fundamental vocación, que el Padre dirige a todos ellos en Jesucristo por
medio del Espíritu: la vocación a la santidad, o sea a la perfección de la caridad… El
Concilio Vaticano II ha pronunciado palabras altamente luminosas sobre la vocación
universal a la santidad. Se puede decir que precisamente esta llamada ha sido la consigna
fundamental confiada a todos los hijos e hijas de la Iglesia por un concilio convocado
para la renovación evangélica de la vida cristiana» (CL 16).
Efectivamente, ha sido el Concilio Vaticano II quien ha transmitido este mensaje,
especialmente en el capítulo 5 de la Constitución Lumen Gentium, dedicado a explicar la
«universal vocación a la santidad en la Iglesia». El Concilio explica que la Iglesia es
«indefectiblemente santa», porque tiene su origen en Dios que es santo, porque Cristo la
amó como a su esposa y se entregó a Sí mismo por ella para santificarla; por eso, en la
Iglesia todos están llamados a la santidad. Casi con las mismas palabras de Francisco de
Sales, repite el Vaticano II: «Todos los fieles de cualquier estado y condición están
llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (LG 40); y
también: «Todos los fieles están invitados y deben tender a la santidad y a la perfección
en el propio estado» (LG 42). La raíz de esta vocación es el bautismo. Revestidos de
Jesucristo y habitados por su Espíritu, el compromiso del cristiano está en «manifestar la
santidad de su ser en la santidad de todo su obrar» (LG 16). Con justicia, Pablo VI lo
llama precursor del Concilio Vaticano II, y deseando impulsar en la Iglesia los frutos del
Concilio, declara: «Ninguno mejor que Francisco de Sales, entre los recientes doctores de
la Iglesia, ha sabido, con la profunda intuición de su sagacidad, prevenir las
deliberaciones del Concilio»11.
Realmente, hoy, especialmente después del Vaticano II, el mensaje salesiano de la
santidad para todos, constituye el auténtico pensamiento eclesial. La importancia de este
mensaje de la vocación de todos los bautizados a la santidad, la expresó Pablo VI con
estas palabras: «Es el elemento más característico del entero magisterio conciliar y, por
decirlo así, su fin último» (SC). Y Juan Pablo II dijo a toda la Iglesia: «Es el momento de
proponer de nuevo a todos con convicción este alto grado de la vida cristiana ordinaria»
(NMI 31). En esta perspectiva, la vida y la enseñanza del Obispo de Ginebra nos
estimula a recuperar la actualidad y el atractivo del mismo término y a considerar
lealmente la santidad como «deber esencial» (Juan Pablo II) de nuestra vida cristiana.
Contra la tendencia al conformismo, la rutina o la mediocridad, es necesario insistir
en la prioridad de esta meta. Quizá hoy más que nunca es urgente que los cristianos
acojamos el mensaje salesiano como llamada eclesial y compartamos la común vocación
a la santidad. La santidad es el presupuesto fundamental y la condición insustituible para
17
que la Iglesia pueda realizar su misión de salvación. Y se trata, ciertamente, de vocación
común, sin que existan diferencias entre los distintos miembros de la Iglesia.
Acoger esta llamada significa sencillamente ser capaces de otorgar en nuestra vida el
primado a Dios, acoger su amor y vivir en el amor. Y quizá, incluso más importante que
el concepto abstracto de santidad, tendríamos que llegar a recuperar el testimonio vivo de
la santidad de Francisco de Sales: él no sólo propone la santidad para todos; de manera
sencilla y gozosa, la vive, la irradia y ofrece un modelo asequible a todos.
Santidad en lo cotidiano
La santidad para todos es santidad de la vida cotidiana. Si Teresa de Jesús encuentra a
Dios entre los pucheros, para Francisco de Sales la perfección cristiana no es ajena ni a
los cuarteles, ni a los comercios, ni a los talleres, ni a los hogares familiares, ni a los
salones de los príncipes. Por eso, a nadie debe apartar de sus tareas de cada día, de su
profesión, de su trabajo, relaciones y compromisos; al contrario, estimula a realizarlos
con mayor competencia y perfección.
Es lo que de manera firme propone también el Vaticano II: «A los laicos
corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los
asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y
cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo y en las condiciones ordinarias de la
vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados
por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico,
contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento» (LG
31). De manera sintética, dice Juan Pablo II: «La vocación de los fieles laicos a la
santidad implica que la vida según el Espíritu se exprese particularmente en su inserción
en las realidades temporales y en su participación en las actividades terrenas» (CL 17).
Es decir, Dios llama a la santidad en las condiciones ordinarias de la vida; y realizamos
todos el camino de la perfección gestionando los propios asuntos temporales y
ordenándolos a Dios. Se trata, en definitiva, de ordenar la propia vida según Dios, de
acuerdo con su divina voluntad. Y es en la vida de cada día donde Dios manifiesta su
voluntad y su amor. Ella es el ámbito privilegiado para encontrarle. Los hombres estamos
siempre tentados de buscarle en otra parte, en otra época, en una condición de vida
diferente a la propia; pero es en la vida real y concreta donde él se nos manifiesta.
No se trata, pues, de buscar y escoger medios extraordinarios. Basta amar a Dios
cada día, en la sencillez y rutina del quehacer diario y de cumplir su voluntad. Como dice
muy bien A. Ravier: «Para Francisco, la vida mística es la vida, la vida cuotidiana, la
vida con sus acontecimientos previsibles e imprevisibles, sus sufrimientos y sus alegrías,
sus amistades y sus separaciones, sus preocupaciones y sus consuelos, la vida natural,
pero penetrada y empapada toda ella, por y en la voluntad de Dios»12. Francisco de
18
Sales no niega el valor y la posibilidad del éxtasis místico; habla abundantemente de él en
el Tratado del amor de Dios y, según algunos, lo hace desde la propia experiencia
personal13. Pero, sin embargo, para él, la piedra de toque de la verdadera vida cristiana
es el «éxtasis de la vida y de la acción»; es decir, la vida cristiana ordinaria, vivida por
cada uno según la propia condición, pero enraizada y sostenida en el amor de Cristo.
De manera muy concreta enseña el Obispo de Ginebra que la voluntad de Dios se
expresa, en los mandamientos, en los deberes del propio estado, en los acontecimientos
que nos ocurren y entretejen nuestra jornada14. La enseñanza salesiana es también aquí
muy cristalina: en el camino de perfección hay que comenzar por cumplir lo que Dios
manda a todos los cristianos: «La devoción no es otra cosa que una inclinación general y
una disposición del espíritu a hacer lo que es agradable a Dios… Antes que nada, es
necesario observar los mandamientos generales de la ley de Dios y de la Iglesia, que
obligan a todo fiel cristiano; sin ello no puede haber ninguna devoción»15. En este
sentido, en la Introducción a la vida devota, cuando Francisco de Sales comienza a
explicar el itinerario de la devoción, subraya la necesidad de comenzar por la purificación
del alma, que implica tanto la purificación del pecado mortal como del afecto al pecado.
Sólo después es posible referirse al ejercicio de las virtudes.
Pero, además de los mandamientos generales, hay que cumplir los deberes que
nuestra vocación y estado nos impone, porque también ellos son expresión de la voluntad
divina. Así, como explica de manera sencilla en sus cartas, el obispo tiene que visitar a
sus ovejas, la persona casada tiene que cumplir sus deberes matrimoniales para con su
cónyuge y ocuparse del cuidado de los hijos, y el artesano tiene que realizar su trabajo
honestamente.
Es importante ser fieles en la rutina de cada día. A la señora Brûlart, esposa del
presidente del Parlamento de Borgoña, que se entretenía frecuentemente en
conversaciones espirituales con las carmelitas de Dijon y que después experimentaba
cierto fastidio al tener que enfrentarse con la monotonía de la vida cotidiana, escribía:
«Ved, hija mía, que los que comen miel frecuentemente, encuentran más agrias las cosas
agrias y más amargas las amargas y sólo quieren comida refinada. Vuestra alma, dedicada
con frecuencia a ejercicios espirituales que son dulces y agradables al espíritu, al volver a
los quehaceres corporales, exteriores y materiales, los encuentra molestos y
desagradables y, por ello, se impacienta fácilmente»16. No se trata de apartaser de los
ejercicios espirituales, sino de subrayar la fidelidad a la vida real, al trabajo y
preocupaciones de cada día, puesto que es ahí donde encontramos la voluntad de Dios.
Es en la vida ordinaria donde Dios nos espera y donde se manifiesta la propia
densidad espiritual. En el camino espiritual es necesario, ante todo, enfrentarse con la
vida; no huir de las dificultades que conlleva, de las responsabilidades personales y
sociales, de la monotonía y de la aridez. En la fidelidad y en la constancia se fragua el
verdadero amor. Cada día es necesario confirmar la voluntad de servir a Dios
enteramente, sin reservas, según su designio, sometiéndonos a su voluntad no sólo en las
19
cosas extraordinarias, sino también en las más ordinarias, incluso en los pequeños
disgustos cotidianos: «Se engañan muchas personas, porque sólo se preparan para las
grandes adversidades y se quedan sin armas, sin fuerzas y sin la menor resistencia ante
las pequeñas; cuando sería preferible estar menos preparado para las grandes, que suelen
llegarnos muy de tarde en tarde, y estarlo más para las pequeñas, que se nos presentan
diariamente en cualquier momento»17. Por eso invita tantas veces a la práctica de las
«pequeñas virtudes», que conducen a un estilo de vida de honestidad, serenidad y
profunda alegría, como invita también a las acciones sencillas de visitar a los enfermos,
servir a los pobres, consolar a los afligidos y otras semejantes. El autor de la
Introducción a la vida devota quiere persuadirnos de tomar en serio en la vida espiritual,
«las pequeñas injurias e incomodidades», «las pérdidas diarias de poca importancia»,
«las pequeñas ocasiones», «los leves detalles de caridad ordinarios», «los pequeños
dolores y sufrimientos», porque «como dichas circunstancias se presentan a cada
momento, he ahí un interesante medio para acumular riquezas espirituales»18. El más
pequeño de estos aspectos y detalles adquiere un valor extraordinario si se vive con
amor. Todo depende de la intención que ponemos en nuestras acciones: no somos más
perfectos ni más agradables a Dios por las muchas penitencias y ejercicios espirituales,
sino por la pureza del amor con el que los hacemos.
Quizá por su amor a lo sencillo, a la honradez y fidelidad cotidiana, el Obispo de
Ginebra supo admirar como nadie la santidad de las modestas aldeanas, de los pastores
de las montañas cubiertas de nieve y de hielo con los que comparte su choza, su pan y su
queso, de las viudas pobres y de los campesinos. Veía sus vidas fértiles y fecundas como
los valles hondos, mientras las de tantos encumbrados en el mundo y en la Iglesia,
¡estaban completamente heladas!
Esta escuela de santidad de la vida cotidiana está sustentada en una firme base de
realismo, mesura, equilibrio y sentido práctico; es una santidad humanista, en el sentido
en que veremos en el capítulo siguiente, y está toda ella impregnada de optimismo y de
alegría… Francisco de Sales cree en el hombre, en su maravilloso entramado de
naturaleza y gracia, en la posibilidad de superación de los propios defectos, en la virtudes
humanas. Por una instintiva tendencia al equilibrio y por un profundo conocimiento del
corazón humano, se acerca al hombre con comprensión y ternura, no pide grandes
esfuerzos ascéticos, es indulgente con la debilidad, anima siempre positivamente en el
camino de la perfección: «Nuestras imperfecciones nos van a acompañar hasta la tumba.
No podemos dejar de tocar el suelo; no debemos ni estar tirados por los suelos, ni soñar
con volar»19. También en este aspecto la propuesta salesiana resulta original. No sólo se
trata de adaptar la ascética tradicional a las condiciones de vida de los laicos, sino
también, como veremos, de una concepción de la ascesis más interior que exterior, en la
línea de Ignacio de Loyola, fray Luis de Granada o Lorenzo Scupoli.
20
En el centro, el amor
La santidad es accesible a todos, porque, como hemos dicho más arriba, no es otra cosa
que el amor de Dios. El amor es el secreto de la santidad salesiana. Para san Francisco
de Sales, la santidad brota del amor de Dios y se manifiesta en el amor. Se trata de
acoger el amor con que Él nos ama, de vivir en el amor del Padre, como vivió Cristo:
«Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó»
(Ef 5,1-2). De forma insistente repite que es la caridad y sólo ella, la que nos pone en el
camino de la perfección. Para emprenderlo, hay que creer, ante todo, en el Amor; en el
amor de Dios hacia nosotros y en el amor nuestro para con Dios: «Mi queridísima hija,
¡cuánto piensa el Señor en vos y con cuánto amor os mira! Sí, mi queridísima hija, Él
piensa en vos y no sólo en vos, sino incluso hasta en el último cabello de vuestra
cabeza… No debéis de tener ninguna sombra de duda de que Dios os mira con amor,
pues Él mira con amor a los más horribles pecadores del mundo, al menor deseo que
muestren de convertirse»20.
Realmente en el centro de la espiritualidad salesiana está el amor; y el amor es lo
decisivo en la santidad. Por eso, a lo que se debe tender en la vida espiritual es «a vivir
para la gloria del amor divino»; y existe verdadero progreso espiritual cuando se progresa
en el amor. Arraiga y vertebra así su doctrina espiritual, el santo Obispo de Ginebra en la
más pura tradición cristiana, muy bien recogida anteriormente por san Agustín al explicar:
«La caridad incipiente es una santidad incipiente; la caridad adelantada, una santidad
adelantada; una grande caridad es una grande santidad, y una caridad perfecta es una
perfecta santidad»21.
Ante todo, el amor divino nace de Dios; es generado por Él. Dios es amor, por amor
nos llama a la existencia y nos da a su propio Hijo como redentor. A cambio de este
amor, Él desea que le amemos y nos mueve a amarlo, respetando siempre nuestra
libertad. Cuando el alma se decide a amar y ama al Señor con todo su ser, el amor realiza
la unión del alma con Dios. Esta unión la incita a conformarse plenamente con Él, a unir
su voluntad de amante a la del Amado. Y la unión lleva al éxtasis; pero al éxtasis
verdadero en el Señor, no a extravagancias o imaginaciones vanas: «La verdadera
santidad está en el amor de Dios y no en futilidades de la imaginación, como raptos y
arrebatos, que alimentan el amor propio y alejan de la obediencia y de la humildad.
Fingirse extasiados es un engaño. Ejercitémonos en la verdadera dulzura y sumisión, en
la renuncia propia, en la docilidad de corazón, en el amor a lo que nos humilla, en la
condescendencia hacia los demás: ese es el éxtasis verdadero y más amable de los siervos
de Dios»22.
Si el amor de Dios llena la existencia, necesariamente ha de manifestarse en el amor
al prójimo, porque «si alguno dice que ama a Dios y no ama a su hermano, es un
mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien
no ve» (1 Jn 4,20). Siguiendo a Jesús, Francisco de Sales entiende muy bien la lógica
21
evangélica y propone el amor al prójimo como ley suprema de la vida y de la perfección
cristiana. En la enseñanza del Obispo de Ginebra aparece de manera diáfana que la
caridad no es simplemente el amor humano; es caridad sobrenatural en su principio y en
su objeto. Procede del amor mismo de Dios; y lleva a ver y a amar verdaderamente a
Dios en el hombre. Es decir, para el Doctor del Amor, la caridad es un amor sobrenatural
por el cual amamos al prójimo en Dios y por Dios: «Me parece, decía, que no amo más
que a Dios, y a todas las almas por Dios, y que todo lo que no sea Dios o por Dios, no es
nada para mí… ¡Oh! ¿Cuándo llegará el día en que estemos todos empapados en dulzura
y suavidad hacia el prójimo? ¿Cuándo veremos las almas de nuestros prójimos en el
sagrado pecho de nuestro Salvador? El que le mira fuera de ahí, corre el riesgo de no
amarle ni pura, ni constante, ni igualmente. Pero ahí, ¿quién no le amará? ¿Quién no le
tolerará? ¿Quién nos sufrirá sus imperfecciones?»23.
La prueba de que amamos al prójimo es la misma que expresa que amamos a Dios.
Es decir, conocemos que amamos a Dios y al prójimo en si estamos bien unidos al uno y
al otro, porque el amor tiende a la unión; y la unión consiste sencillamente en la sumisión
de nuestra voluntad a la de Dios y a la del prójimo por amor de Dios: «Mostraremos al
prójimo nuestro amor procurándole el mayor bien para su alma y para su cuerpo, orando
por él y sirviéndole de corazón en todas las ocasiones. El amor que se reduce a bellas
palabras no es aquel con el que Jesucristo nos amó. Él no se redujo a decirnos que nos
amaba, fue mucho más adelante, haciendo cuanto ya sabemos que hizo para probarnos
su amor»24.
Pero no sólo el amor divino llega a nutrir y alimentar el amor al prójimo, el amor de
Dios riega y vivifica también todas las virtudes. Para san Francisco de Sales, todas las
acciones virtuosas proceden del amor y pertenecen al amor: «Las acciones virtuosas de
los hijos de Dios pertenecen todas a la sagrada dilección; unas, porque ella misma, con su
propia naturaleza, las produce; otras, porque las santifica con su vital presencia; las
restantes, por la autoridad y el mandato que tiene sobre las demás virtudes, de las cuales
las hace nacer»25. Por eso, en definitiva, es el amor el que confiere a todos nuestros
actos su verdadero valor y densidad.
La alegría, camino de santidad
Pablo VI, en la exhortación apostólica sobre la alegría cristiana26, dice que la fuente de la
alegría no ha cesado de manar en la Iglesia, y, especialmente, en el corazón de los santos.
Él mismo se hace eco de esta experiencia espiritual «que ilustra, según los carismas
peculiares y las vocaciones diversas, el misterio de la alegría cristiana» (GD 33),
evocando, entre otras, las figuras de san Bernardo, santo Domingo, santa Teresa, san
Francisco de Sales y san Juan Bosco.
22
Ciertamente, uno de los aspectos que llama la atención en la santidad de Francisco
de Sales es su actitud de sencillez y de alegría, que hace, quizá, parecer fácil y natural lo
que en realidad es arduo y sobrenatural. Toda su vida rebosa gozo y alegría; esa alegría
que, según Pablo VI, es «participación espiritual en el gozo insondable, humano y divino
a la vez, que se encuentra en el corazón de Cristo glorificado». Según el testimonio de
Michel Favre, su secretario y confidente, «era de un natural jovial y afable, enemigo de
la tristeza y melancolía, mantenía sin embargo una actitud humildemente grave y
majestuosa, el rostro dulce y sereno, acompañado de una compostura modesta… Nunca
se le veía triste ni ceñudo, sino que recibía a todos con un rostro igual y contento»27.
La alegría era para él como el palpitar del corazón, como el aire para respirar. En él,
la alegría significa muchas cosas: es el gozo de vivir manifestado en lo cotidiano; es la
aceptación de los acontecimientos como camino concreto de la voluntad de Dios; es la
confianza en lo positivo de las personas; es el sentido profundo del bien y la convicción
de que siempre es más fuerte que el mal; es la acogida ponderada de los valores de los
tiempos nuevos. Pero, en su enseñanza, la verdadera y más profunda alegría para el
corazón humano radica, sobre todo, en llegar a «contemplar el rostro de Dios tan
deseable, mejor dicho, lo único deseable para las almas». Por eso, «nuestros corazones
sienten una sed que no puede ser apagada por los deleites de la vida mortal, de los cuales
los más apetecidos, si son moderados, no satisfacen, y si son excesivos, aturden»28.
Sintiendo vivamente el deseo de Dios, no puede menos de exclamar: «¡Qué alegría
sentiremos en el cielo, Teótimo, cuando veamos al Amado de nuestros corazones como
un mar infinito cuyas aguas se componen de perfección y bondad!». Del mismo modo
que los ciervos, largo tiempo acosados y perseguidos cuando llegan sedientos a la clara
corriente de un manantial, experimentan el frescor de las aguas, así también «nuestros
corazones, llegados a la fuente viva de la divinidad después de tantos suspiros y afanes
adquirirán mediante la complacencia todas las perfecciones de su Amado y probarán
goce pleno con el placer de su vista saturándose de venturas inmortales»29.
La alegría constituye una de las claves de su orientación a la santidad. Como escribe
en la Introducción a la vida devota, la tristeza «alborota el alma, pónela en inquietud,
causa temores extraños, quita el gusto de la oración, adormece y oprime el cerebro; priva
el alma de consejo, de resolución, de juicio y de ánimo y abate las fuerzas; es, en fin,
como un áspero invierno, que priva a la tierra de toda su hermosura y entorpece todos
los animales; quita la suavidad del alma, y la hace casi imposibilitada e incapaz en todas
sus facultades»30. Por eso, no sólo es necesario evitarla y rechazarla; hay que estar
siempre alegres: «Despertad frecuentemente en vos el espíritu de alegría y suavidad, y
estad segura de que ese es el verdadero espíritu de devoción»31. Si san Francisco de Asís
santificó la naturaleza y la pobreza, Francisco de Sales santifica el trabajo, el deber
cumplido y la alegría.
Quizá hoy estamos más capacitados que los hombres y mujeres del siglo XVII para
ver en la alegría un signo de la vida cristiana. Ciertamente, no nos referimos a la «alegría
23
del mundo». Nuestra sociedad confunde fácilmente la alegría con otras cosas. La alegría
cristiana se sitúa más allá de los éxitos, de que las cosas nos vayan y nos salgan bien;
más allá del ruido, la algarabía, el frenesí; más allá de las cosas, de los consumos y
pasatiempos; más allá de nuestra sensibilidad y afectividad. Es alegría pascual. Procede
no de nuestros triunfos, sino del triunfo del Resucitado, que, entregado por nosotros, nos
da vida en abundancia y nos muestra el camino de la verdad y de la felicidad. El quicio
de la alegría cristiana radica precisamente en que la alegría de Cristo está en nosotros:
«Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea colmado» (Jn
15,11).
La profunda alegría de Jesús procede del amor inefable con que se sabe amado por
su Padre. Es una presencia que nunca le abandona. Correspondiendo a este amor,
también Jesús tiene para con el Padre un amor sin medida: «Yo amo al Padre y procedo
conforme al mandato del Padre» (Jn 14,31). De este amor procede su obediencia filial,
su disponibilidad que llega a la donación de su vida, su confianza radical. Y de aquí brota
esa profunda alegría de Jesús, porque ha cumplido la misión confiada por el Padre, ha
sido fiel, ha glorificado al Padre. En realidad, esta es también para el Obispo de Ginebra
la raíz y la fuente de la verdadera alegría. ¡Cómo no vivir con alegría si tenemos la
certeza de que Dios nos ama y su gracia hace posible que respondamos a su amor!
Somos obra de Dios, de un Dios que, sin cesar, quiere comunicarnos su amor: «Vivid
alegre, querida hija; Dios os ama y os dará la gracia de que le améis; es la suprema dicha
del alma en esta vida y en la eterna»32. No hay dicha más grande que la de sentir en la
propia vida la gracia y el amor de Dios. «Dios es el Dios de la alegría»33.
No quiere decir esto que se tenga que prescindir de las alegrías humanas. En la
exhortación sobre la alegría, Pablo VI afirma que la alegría cristiana supone al hombre
capaz de alegrías naturales: «Haría falta también un paciente esfuerzo de educación para
aprender, o aprender de nuevo a gustar sencillamente las muchísimas alegría humanas
que el Creador pone ya en nuestro camino: alegría jubilosa de la existencia y de la
vida…, alegría y satisfacción del deber cumplido, alegría transparente de la pureza, del
servicio, de la participación, alegría exultante del sacrificio. El cristiano podrá purificarlas,
completarlas, sublimarlas; no puede desdeñarlas». En estas afirmaciones aparece nítida la
personalidad humanamente madura de Francisco de Sales, capaz de transmitir siempre la
alegría de vivir, de servir, de hacer el bien. En su rostro sereno, confiado, gozoso, aun en
medio de los problemas y dificultades, expresaba la alegría honda de quien vive en Dios.
Realmente, la alegría cristiana está enraizada en la vida cotidiana; pero es una alegría
centrada en Jesús. De Él procede, Él la acompaña y con Él se comparte. Se vive, de
manera serena y sencilla, en el seguimiento: en la acogida de la llamada y de la gracia, en
la adhesión total, en la convivencia con Él y con los hermanos, en el cumplimiento de la
misión confiada, en el reconocimiento de la primacía de Dios y del Reino. Tiene que ver
necesariamente con las exigencias y renuncias que implica el seguimiento; especialmente
tiene que ver con la cruz de Cristo. La alegría del Reino no puede brotar más que de la
24
celebración conjunta de la muerte y resurrección del Señor. Es la paradoja de la
condición cristiana: no desaparecen las pruebas y los sufrimientos, pero desde la
salvación de Cristo, adquieren un nuevo sentido. Por eso, la alegría cristiana «es una
alegría concedida a lo largo de un camino escarpado, que requiere una confianza total en
el Padre y en el Hijo, y dar una preferencia a las cosas del Reino» (GD 26).
25
II. HUMANISMO SALESIANO
En sus orígenes, el término humanismo designa el movimiento y las corrientes filosóficas
y literarias que asumen como fin, la persona humana, la defensa de su dignidad,
desarrollo y realización, la vindicación de los ideales y valores humanos. Históricamente
tiene su referencia básica en el Renacimiento. Este humanismo renacentista se desarrolla
en Europa especialmente desde la segunda mitad del siglo XIV hasta finales del XVI. Es un
período de grandes cambios ideológicos, políticos, espirituales, en el que los
acontecimientos se suceden vertiginosamente. La cultura renacentista, con sus luces y
sus sombras, señala una línea de pensamiento, en la que confluyen dos fuentes
principales: el mundo clásico greco-latino y la visión judeo-cristiana del hombre y del
mundo. Esta confluencia no siempre ha sido pacífica y armoniosa, generando frecuentes
conflictos. Así, en nombre de lo humano, se llega con frecuencia al rechazo de lo divino,
a la afirmación exasperada de la autonomía de lo temporal, a una reacción contra el
misticismo medieval, a una vuelta al paganismo.
San Francisco de Sales representa precisamente el logro de la integración armoniosa
de esta doble dimensión: humana y divina; integración entre naturaleza y gracia, razón y
fe, tierra y cielo, hombre y Dios. A lo largo de toda su vida, de su obra y misión, se
aprecia el esfuerzo por unir ambos términos. Realmente Francisco de Sales informa su
vida del más auténtico humanismo cristiano y muestra en sus escritos la verdad del
hombre, creado por amor y destinado a amar. Como ha escrito Jean Calvet, Francisco de
Sales «reconcilia el Renacimiento y el espíritu cristiano, penetrando el Renacimiento del
espíritu cristiano», y «acerca la vida a la religión insertando la religión en la vida
cotidiana»1
.
Un verdadero humanista
Francisco de Sales es un hombre del Renacimiento. Nacido y educado en esta época,
desde sus primeros años de estudio se impregna de la cultura humanista. Pudo gozar de
una educación óptima, determinada desde los primeros momentos de su vida por la
personalidad de sus padres, que influyen tan positivamente en la formación del carácter y
en la madurez religiosa. Pero su relación más estrecha y real con el humanismo comienza
en la formación escolar. Durante dos años frecuenta la escuela en la cercana población de
La Roche aprendiendo los rudimentos de la gramática. Después, en Annecy, importantes
maestros del colegio fundado por Eustaquio Chappuis lo introducen en la cultura clásica
26
durante tres años. Al terminar estos estudios sabía ya todo cuanto en Saboya se le podía
enseñar2.
Los años de la infancia dejan en Francisco un impronta indeleble, suscitando
también los primeros gérmenes de una vocación que Morand Wirth, cotejándola con la
de Felipe Neri, llama «educativa y pastoral»3. Pero su formación intelectual no había
hecho más que comenzar. Según los deseos de su padre, seguirá los estudios en París,
capital del saber en aquel tiempo, en el colegio Clermont de los jesuitas. Son cuatro años
de estudios de humanidades, a los que siguen dos de retórica y tres de filosofía, a la par
que frecuenta la Academia de las Artes de la nobleza para aprender los ejercicios de
equitación, esgrima, danza, urbanidad y maneras cortesanas, y se dedica con gran interés
a la teología. Al cabo de estos diez años, Francisco se convierte en un verdadero
humanista. Está impregnado del espíritu de la nueva cultura y del espíritu de Clermont,
donde eximios profesores jesuitas se esforzaban por «cristianizar el humanismo del
Renacimiento» (Lajeunie). Conoce el latín, el griego, se ha entregado con denuedo al
estudio del francés, consciente de la importancia decisiva de la «lengua vulgar» para el
apostolado; se ha acercado incluso al hebreo para poder acceder mejor a los textos
bíblicos. Aprende el respeto y aprecio por el lenguaje, el cuidado por la corrección, el
sentido de la belleza de las palabras, aspectos que van a estar muy presentes en todas sus
obras. Ha leído a los grandes autores clásicos, a los padres de la Iglesia, a los grandes
teólogos.
Pero le faltaban todavía los años de estudio de Derecho en Padua, donde van a
madurar sus grandes opciones vitales, a la par que se consolida su gran formación
intelectual bajo el signo del humanismo. Padua y París fijan y apuntalan en el joven
saboyano una formación jurídica, teológica y humanista muy esmerada, sólida y robusta,
que todavía hoy puede apreciarse en sus grandes obras. Unánimemente son reconocidas
como obras clásicas tanto por la perfección literaria, por la calidad y prestancia de su
estilo, como por la riqueza de sus contenidos.
El humanismo era, ciertamente, la corriente universal de moda. De ella nacía una
nueva concepción del mundo y del hombre que, desde el principio, genera serios
problemas a la visión religiosa. No se trata simplemente de una nueva concepción moral,
sino de un ideal de vida muy alejado del ideal prevalente en la cultura medieval. Pero el
humanismo, en cuanto corriente cultural, no tiene un significado unitario; se despliega,
más bien, en múltiples y muy diferentes corrientes. Según Bremond, en el tiempo de san
Francisco de Sales, se pueden distinguir las siguientes: el humanismo naturalista, el
humanismo cristiano y el humanismo devoto4.
Llama Bremond naturalista, al inspirado en la humanismo antiguo; los autores
clásicos inspiran no sólo el estilo literario, sino también los contenidos paganos de la
cultura. Este tipo de humanismo rompe con el modelo de pensamiento escolástico y
medieval y con su visión teocéntrica del mundo; es esencialmente un esfuerzo por
glorificar la naturaleza humana. Frente al teocentrismo escolástico y medieval, proclama
27
un fuerte antropocentrismo, literariamente muy enraizado en las fuentes clásicas
grecolatinas. En cambio, llama humanismo cristiano al desarrollado en los círculos
cristianos y espirituales que acogen los valores positivos del pensamiento y del estilo
humanista, alejándose también del mundo medieval, pero buscando al mismo tiempo la
fidelidad al mensaje cristiano. No siempre se logró el equilibrio. Y precisamente, del
reconocimiento de los peligros que el humanismo acarreaba para la vida cristiana, surge
el movimiento que Bremond denomina humanismo devoto: «El humanismo devoto
aplica lo mejor de la tradición del Renacimiento tanto a la santificación personal de
quienes lo profesan, como en la dirección espiritual de los fieles. Es, al mismo tiempo,
humanismo y devoción… En esta unión, la devoción alcanza una capital importancia:
guía al humanismo y se sirve de él para sus propios fines»5. Si se entiende por
humanismo la consideración y encumbramiento del hombre como la perfección del
universo, y si se concibe la devoción como la búsqueda de la perfección cristiana a través
del amor de Dios, el humanismo devoto expresa, ciertamente, la tendencia a vivir la
caridad perfecta, guiando a los creyentes hasta el umbral del misticismo.
En esta corriente humanista sitúa el historiador francés a hombres de reconocida
valía como Luis Richeome, Juan Pedro Camus, Luis Chardon, Pedro de Bérulle y,
especialmente, a Francisco de Sales, en quien el historiador francés ve «la encarnación
más perfecta del humanismo devoto», asegurando que la doctrina contenida en sus obras
constituye uno de los factores más activos de la civilización moderna. Realmente, el
Obispo de Ginebra acoge el humanismo pagano, pero vaciándolo de su esencia pagana e
integrándolo en su rica visión teológica. No lo acoge, sino en la medida en que concuerda
con el evangelio. Su humanismo es crítico y ecléctico en extremo; un auténtico
humanismo cristiano, que le pone de rodillas ante Dios, «relega a Júpiter y a sus dioses al
Olimpo, y lleva en sí mismo el espíritu del gran siglo XVII»6.
El humanismo devoto de Francisco de Sales supone, en efecto, una visión y
perspectiva cristiana del más auténtico humanismo. Se sitúa claramente de parte de la
naturaleza humana, testimonia una incuestionable confianza en la bondad intrínseca de la
persona. Mantiene con claridad la concepción cristiana del hombre, pecador y redimido.
Pero, más que en el pecado original, que ha viciado a la naturaleza humana, se centra en
la redención, que la ha elevado y salvado. Es, pues, la exaltación de las maravillas de la
gracia y también de la naturaleza que es la criatura humana. Aun cuando el pecado
original ha dejado en la parte inferior del alma algunas tendencias a la rebelión, la persona
humana ha conservado felizmente «la santa inclinación a amar a Dios sobre todas las
cosas». El humanismo constituye para san Francisco de Sales una manera de ser y estar
en el mundo con los propios semejantes y con Dios. Y este peculiar modo de ser y de
estar tiñe todo lo que es y todo lo que escribe. Toda su vida está marcada por este
humanismo que integra a todo sujeto humano y que lo insiere en el misterio de la
salvación.
Pero, quizá, al referirnos al humanismo del Obispo de Ginebra es importante resaltar
28
especialmente que en él, no es simplemente una teoría o una doctrina; es, sobre todo,
realidad vivida. Como condensa Bremond: «En él, doctrina y persona son un todo, una
misma cosa»7.
Perfección del universo
En el centro de la comprensión del humanismo de Francisco de Sales está la convicción
expresada con mucha precisión en su Tratado del amor de Dios: «El hombre es la
perfección del universo; el espíritu, la perfección del hombre; el amor, la perfección del
espíritu y la caridad, la perfección del amor; por eso, el amor de Dios es el fin, la
perfección y la excelencia del universo»8
. Después de esta afirmación tan solemne, en la
que el Doctor del Amor, desde la contemplación de la perfección del universo, llega de
manera lógica a la proclamación del amor de Dios, no es extraño que algunos teólogos
vean en el Tratado del amor de Dios la carta magna del humanismo cristiano9.
Según Francisco de Sales, la perfección y la dignidad del ser humano arrancan de su
creación por Dios. El hombre es la «obra» definitiva y perfecta salida de las manos de
Dios creador. Apropiándose de la afirmación del salmista, proclama con entusiasmo: «lo
hiciste poco inferior a los ángeles; lo coronaste de gloria y majestad». La concepción
cristiana del hombre lo sitúa entre la inmanencia y la transcendencia, divinizando lo
humano y humanizando el mismo rostro de Dios; es, como escribió Zubiri, «una manera
finita de ser Dios». Para el Obispo de Ginebra, constituye sencillamente la perfección del
universo porque Dios lo creó a su imagen: «Hemos sido creados a imagen y semejanza
de Dios. ¿Qué quiere decir esto, sino que existe en nosotros estrechísima conveniencia
con su Divina Majestad?»10. Ser imagen de Dios implica una referencia esencial y
permanente del hombre a Dios; por su misma naturaleza está orientado hacia Dios y sólo
puede ser verdadero hombre en unión con Dios.
Este es el punto de partida para comprender la grandeza del hombre11. No es grande
el hombre por los éxitos que logra, por las metas que consigue, por las empresas que
desarrolla. El humanismo es, con frecuencia, un espejismo de la imagen deformada del
hombre que se creyó suficiente y grande. La grandeza del hombre no hay que buscarla ni
en sí mismo —como individuo— ni en la suma de los hombres grandes de la historia,
sino en el creador común de todos ellos, en Dios. Si la grandeza y dignidad del hombre
dependiera de sus éxitos, un ignorante sería despreciable y los hombres que vivieron hace
miles de años, que apenas se distinguían de los animales, no tendrían la misma dignidad
que el hombre de nuestra era. La grandeza y dignidad del hombre no es histórica, sino
esencial y constitutiva; es grande, porque su origen lo hizo grande: ha sido creado a
semejanza de Dios, es decir, Dios ha hecho al hombre como él es: amor. Esta es la clave
del humanismo salesiano y, en realidad, del humanismo cristiano. El hombre es un ser
creado a imagen y semejanza de Dios, un ser proyectado por Dios, creado por amor y
29
para amar, un ser con semilla divina, capaz de conocer y amar a Dios, llamado a ser cada
vez más semejante a Dios, manifestación de su gloria.
Pero si la raíz está en la creación a imagen y semejanza de Dios, la perfección del
hombre se manifiesta plenamente en su destino. Es un destino divino. Creados por amor,
estamos destinados a vivir en el Amor, a unirnos a Dios, a verle cara a cara y a
contemplar su divina esencia, su bondad, su belleza: «Nuestro corazón se abismará de
amor y de admiración contemplando la bondad y la hermosura del amor que el Padre y
el Hijo se profesan eternamente»12. Creado a imagen y semejanza de Dios, el hombre
detenta la más alta dignidad en la tierra. La razón estriba en la creación divina y, al
mismo tiempo, en su vocación y destino a la unión con Dios. Según Francisco de Sales,
desde su nacimiento el hombre es llamado al diálogo amoroso con Dios. El Padre llama
y, por Cristo, atrae a los hombres hacia sí; por Cristo llegamos al conocimiento con el
Padre, a la unión amorosa; por Él alcanzamos la filiación divina.
Creados por amor, hemos sido creados hijos: «Mirad qué amor nos ha tenido el
Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3,1). Somos hijos e hijas de
Dios, capaces de Dios, partícipes de su vida divina. Existe también en el Obispo de
Ginebra una antropología de destino divino. Si san Agustín confesaba: «Nos hiciste,
Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descanse en ti», san Francisco
de Sales no duda en aseverar: «La misma Divinidad se unirá a nuestro entendimiento,
haciéndose de tal manera presente en él, que la misma presencia hará las veces de
representación y de especie. ¡Oh Dios mío, qué suavidad para el entendimiento humano
estar para siempre unido a su objeto soberano, recibiendo no ya su representación, sino
su presencia; no alguna imagen o especie, sino la propia esencia de su divina verdad y
majestad»13.
Realmente, la grandeza del hombre es muy superior a lo que él mismo sospecha. Es
una grandeza que nadie puede arrebatarle, sencillamente porque Dios le ha hecho centro
del universo, le ha colmado de perfecciones, le ha dado su gracia y su gloria: «Te ha
dado entendimiento, para que le conozcas; la memoria, para que te acuerdes de Él; la
voluntad, para que le ames; la imaginación, para que te representes sus beneficios; los
ojos, para que veas las maravillas de sus manos; la lengua, para que le alabes; y así
sucesivamente las demás facultades»14. Con santo Tomás enseña Francisco de Sales que
reducir la perfección de las criaturas, sería reducir la del Creador.
¿Por qué ha querido Dios crear al hombre con tan alta perfección? ¿Por qué lo ha
hecho semejante a Él? ¿Por qué lo ha destinado a participar de su naturaleza divina?
Dios ha tenido un proyecto inaudito: ha querido hacer participar a la naturaleza humana
en su propia divinidad: «Considerando que de todas formas de comunicación no existiría
ninguna tan excelente como la de unirse a alguna naturaleza creada, de tal suerte que la
criatura fuese como injerta e incorporada a la divinidad, formando con ella una sola
persona, su infinita bondad… resolvió y determinó proceder de tal manera»15. Dios se
une a la naturaleza humana en el misterio de la encarnación. Con san Buenaventura,
30
Francisco de Sales piensa que, aunque el género humano no hubiera roto con Dios por el
pecado, Cristo se hubiera encarnado a fin de que los hombres participaran por Él, con Él
y en Él, de la vida divina.
Confianza en el hombre
El reconocimiento de la dignidad y perfección del hombre lleva al Obispo de Ginebra a la
confianza en el ser humano, a la convicción de que hay en el hombre «más cosas dignas
de admiración que de desprecio» (A. Camus), a esa visión optimista de la vida y del
mundo, que está en la entraña de su espiritualidad y que se expresa en un conjunto de
virtudes humanas, signo de una gran madurez y de una profunda vida espiritual.
El humanismo de Francisco de Sales queda muy distante de las corrientes
existencialistas, nihilistas, fragmentarias, que ven al hombre como una nulidad existencial,
un ser condenado al fracaso, a la soledad y a la muerte. Y dista mucho también de la
opinión de tantos pensadores cristianos que simplemente destacan la infelicidad de la
condición humana, el rechazo al mundo, el desprecio a la corporalidad, a la sexualidad;
que enseñan que somos esencialmente desvalidos, que es muy poco lo que podemos, que
nacemos para morir y aquí gemimos, lloramos e imploramos, que la libertad está herida,
que somos esencialmente precariedad e impotencia.
Su visión humanista del hombre se manifiesta de forma muy concreta en la
valoración positiva del cuerpo. En contra de la opinión de tantos tratadistas de ascética y
espiritualidad que veían en el cuerpo un enemigo del hombre, Francisco de Sales realiza
también en este punto una cristianización del Renacimiento, que, alejándose de la Edad
Media, había desarrollado una cultura del cuerpo y de la sensualidad en el arte y en la
literatura16. Como buen humanista, contempla la belleza y el valor de toda la naturaleza
humana y logra ofrecer la síntesis cristiana: «Nuestros cuerpos son necesarios para las
buenas obras, forman parte de nuestra persona y participarán de nuestra felicidad
eterna». Ha de ser, por tanto, objeto de estima y de respeto y, consecuentemente, «el
cristiano debe amar su cuerpo como imagen viviente del Salvador, encarnado, como
salido del mismo tronco que el suyo y, por consiguiente, unido a Él con lazos de
parentesco y consanguinidad»17.
Aún hoy, el humanismo salesiano supone una llamada a desbloquear, desintoxicar,
desprogramar muchas de estas ideas sobre el desprecio del cuerpo, el rechazo del
mundo, la miseria del hombre; una llamada a invertir este cuadro, a sustituirlo por una
visión positiva, rica, atrayente, optimista: nacemos para ser felices, ayudando a los otros
a serlo. Lealmente hemos de reconocer, como observa Kesselmeier, que muchas veces
fuimos educados, moldeados, programados negativamente, y que así, negativamente,
moldeamos, educamos e influimos. Con frecuencia crecemos en la mentalidad de un
mundo dominado por el miedo, la angustia, las amenazas, la depresión, las dudas, la
31
soledad, la inseguridad, la agresividad, la insatisfacción, la crisis generalizada, los
prejuicios, los condicionamientos. Todo este contexto negativo acaba convirtiéndonos en
personas infelices, frustradas, acomplejadas, desamparadas, con presiones, tensiones y
miedos que atropellan nuestra vida, truncan nuestros caminos y esperanzas, bloquean la
criatura divina que hay en nosotros18.
Todas estas convicciones falsas deterioran y desfiguran la verdadera imagen del ser
humano y le apartan incluso del amor de Dios. Por eso, siguiendo a Francisco de Sales,
hemos de ser capaces de alejar de nuestra vida y de nuestro entorno estas visiones
pesimistas. Es necesario confiar y creer en el hombre, en todo lo positivo que Dios ha
puesto en nuestro ser. Si hay algo grandioso en la visión cristiana del ser humano es el
concepto de dignidad de persona, un ser con la vocación sublime de vivir en comunión
con Dios, llamado por lo tanto, a la felicidad plena. No sólo después de la muerte; ya
ahora, en nuestro viaje por el tiempo somos invitados a participar de la infinita felicidad
de Dios.
En espíritu de libertad
El camino de la felicidad lo realiza el ser humano en espíritu de libertad: «El Espíritu
Santo, como fuente de agua viva, llega por todas partes a nuestro corazón para derramar
en él su gracia; mas, no queriendo entrar en nosotros, sino por el libre consentimiento de
nuestra voluntad, no lo comunica más que en la medida en que sea libremente
aceptada»19.
La libertad es la clave de verdadera grandeza humana; constituye el contenido de la
dignidad de la persona. Por ella, el ser humano se hace y construye; por ella, llega a ser
hombre. En la libertad reside el valor del individuo, tal como él mismo lo experimenta
subjetivamente. Aunque sea un bien recibido, manifiesta la autonomía moral del hombre,
le constituye como un ser que se gobierna a sí mismo y ejerce su responsabilidad ante
Dios, ante los otros y ante la propia conciencia. Como Francisco de Sales explicaba en
uno de sus sermones, la libertad es la pieza más rica del hombre, el don más precioso
que poseemos, la vida del corazón humano, aquello a lo que más nos cuesta renunciar.
Por eso, combatir por la libertad, le parece una causa noble y valiosa, como escribe a
Juana Francisca de Chantal: «Pienso que, si me entendéis bien, veréis que combato por
una buena causa cuando defiendo la santa y amable libertad de espíritu, que, como
sabéis, aprecio singularmente, siempre que sea verdadera y alejada de la disolución y el
libertinaje, que no es más que una máscara de la libertad»20. Este gran aprecio del
Obispo de Ginebra por la libertad nos lo transmite el testimonio sencillo y espontáneo de
su amigo mons. Camus: «Con frecuencia me ha dicho que los que quieren forzar las
voluntades humanas ejercen una tiranía extremadamente odiosa a Dios y detestable a los
hombres»21.
32
Dios mismo se detiene en el umbral de la libertad interior de la persona y respeta su
inviolabilidad. Ni siquiera la gracia fuerza el libre arbitrio: «La gracia actúa tan
suavemente y se adueña tan delicadamente de nuestros corazones, que ninguna lesión
causa a la libertad de nuestra voluntad; mueve con energía y finura los resortes del
espíritu, y nuestro libre albedrío no sufre violencia alguna; tiene fuerzas no para oprimir,
sino para aliviar el corazón; usa de santa violencia no para violentar, sino para seducir
nuestra libertad»22.
Francisco de Sales quiere hombres y mujeres libres, no esclavos, al servicio de Dios.
Quiere hijos e hijas que acojan libremente su amor y libremente respondan a él. Creados
a imagen y semejanza suya, quiere Dios que «como en Él, todo sea ordenado en el alma
por el amor y para el amor»23. Por eso, su exhortación a «hacerlo todo por amor y nada
por la fuerza» vuelve una y otra vez a sus labios y a su pluma. Las palabras que escribe
a la madre Chantal expresan muy bien su pensamiento: «Hay que hacer todo por amor y
nada por la fuerza: hay que amar más la obediencia que temer la desobediencia. Os dejo
el espíritu de libertad, no el que excluye la obediencia, porque es la libertad de la carne;
sino el que excluye la coacción y el escrúpulo o apresuramiento»24. Y es que, como
asegura haberle oído decir muchas veces el obispo de Belley: «En la galera del amor
divino, no hay forzados ni esclavos; todos los remos son voluntarios»25.
Esto lo explica el mismo Obispo de Ginebra en el Tratado del amor de Dios: «El
amor divino gobierna con dulzura incomparable; pues el amor no necesita de forzados ni
de esclavos y reduce todas las cosas a su dominio con violencia tan deliciosa que, no
habiendo nada tan fuerte como él, nada existe tan amable como esta dulce violencia»26.
Y más adelante, explicando cómo Dios va acrecentando, dulcemente y poco a poco, la
gracia de su inspiración en los corazones atrayéndolos suavemente, Francisco exclama:
«Que nadie piense que me atraerás como se lleva a un esclavo, a la fuerza, o como a un
coche inanimado; no, tú me atraes al olor de tus perfumes (Cant 1,4), y si yo te voy
siguiendo, no es porque me arrastres, sino porque me atraes suavemente; tus alicientes
son poderosos, no violentos, pues su fuerza se cifra en la dulzura»27. En el despliegue y
ordenamiento del amor, entra siempre en juego la libertad: «Hay que hacer que en todo
reine la santa libertad y franqueza, y que no tengamos ninguna otra ley ni coacción que la
del amor»28. Sin la libertad, perderíamos nuestra capacidad de amar.
En la carta escrita a la madre Chantal, a la que nos hemos referido más arriba, sigue
explicando Francisco de Sales cómo ser cada vez más libres: el camino de la libertad es el
del seguimiento de Cristo. Nadie en el mundo ha sido más libre que él: fue libre respecto
al dinero, al poder, a las tradiciones, a las normas; libre incluso hasta dar su vida. Como
en Jesús, la libertad llega a la plenitud cuando llegamos a hacer en nuestra vida «lo que
agrada al Padre» (Jn 8,29). De manera que, el ejercicio de la libertad nos lleva al
seguimiento de Jesús, a buscar la voluntad de Dios y cumplirla. Para todo hombre,
también para el creyente, la propia realización humana es siempre quehacer de libertad,
33
porque hemos de ejercer la libertad especialmente con nosotros mismos, en lo más
profundo de nuestro ser. Hemos sido puestos por Dios en el mundo para llegar a ser lo
que somos, imagen y semejanza divina. Esta es la tarea abierta a la libertad: llegar a ser lo
que somos, realizar en nuestra existencia la llamada de nuestra esencia. Esta es la
antropología de fondo que sustenta el humanismo salesiano.
Vivir según la razón
En esta tarea de realización y construcción del propio ser a imagen de Dios, la libertad
humana ha de ser iluminada y guiada por la razón. El ser humano es un ser razonable;
«no somos hombres sino por la razón». La razón distingue al ser humano de los otros
seres vivientes, en particular de los animales. Tiene prácticamente las mismas
necesidades fundamentales (comer, beber, reproducirse); tiene, también como ellos,
instintos. Pero mientras los animales se dejan conducir por ellos, el hombre se conduce
por la razón. El hombre puede controlar, dirigir, orientar sus instintos, emociones,
pasiones, porque es capaz de pensar y de elegir29. Y, ciertamente, para llegar a ser lo que
está llamado a ser ha de lograr orientarlos y dominarlos: «Hay personas naturalmente
ligeras; otras ásperas; otras, que difícilmente aceptan el parecer de los demás; unas son
inclinadas a la cólera; otras a la indignación; cuáles, al amor; en suma, que es difícil
encontrar quien no experimente en sí algún género de imperfección. Ahora bien, aunque
estas imperfecciones sean propias y connaturales a cada uno, si mediante un cuidado y
afecto contrario se las puede corregir y moderar, y hasta purificarse y librarse de ellas,
dígote Filotea, que es necesario hacerlo. Se ha encontrado la manera de endulzar los
almendros amargos haciéndoles una incisión al pie del tronco para que salga la savia.
¿Por qué no podremos nosotros hacer salir de nuestros corazones las malas inclinaciones
para mejorarlas?»30.
Pero, a pesar de que somos hombres debido a la razón, con todo, dice el Obispo de
Ginebra: «Es muy raro encontrar hombres verdaderamente razonables, pues muy
frecuentemente el amor propio priva de la razón, llevando insensiblemente a mil suertes
de pequeñas pero perniciosas injusticias e iniquidades, que, como las raposillas del
Cantar de los Cantares (2,15), destruyen las viñas; pues, por lo mismo que son
pequeñas, no se les echa cuenta, y por lo mismo que son muchas, lo destruyen todo»31.
Se trata, pues, de llegar, desde la razón al dominio del corazón, del interior, de los
instintos, tendencias e inclinaciones; se trata de llegar al dominio de sí mismo, proceso
lento y paciente: «El mejor bien, Filotea, que puede desear el hombre es poseer su alma;
a medida que la paciencia sea más perfecta, poseeremos nuestras almas de manera más
perfecta»32. Vivir según la razón supone una gran fuerza interior, un verdadero dominio
de sí mismo.
34
El dominio de sí mismo implica aceptación, tener convicciones sólidas y equilibrio de
la propia personalidad. Francisco de Sales quiere que, especialmente las personas
dirigidas, sean personas convencidas. Quiere que el cristiano tenga convicciones firmes
para no dejarse llevar a la deriva y ser zarandeado por cualquier viento de doctrina. Y
para ser persona de convicciones hace falta: estudio, oración y práctica, de manera que el
conocimiento no sea sólo intelectual, sino experimental y vital. Vivir según la razón es
saber lo que se hace, por qué se hace y hacia dónde se va. Si no somos capaces de entrar
en nosotros mismos, percibir el propio ser interior, y dar razón de lo que creemos y
vivimos, nos arriesgamos a vivir en inquietud y agitación, sin armonía, paz y equilibrio.
En los escritos salesianos hay continuas referencias al equilibrio; representa
cabalmente una expresión y un resultado de vivir según la razón. Francisco de Sales
desea equilibrio entre corazón y razón, entre fe e inteligencia, equilibrio en las relaciones,
en la vida moral y espiritual, en la ascesis. En la obra de san Francisco de Sales
encontramos toda una pedagogía del dominio y de la realización. Comienza en la
paciencia y va de la mano de la humildad y de la dulzura.
La humildad salesiana supone también equilibrio y equidistancia entre la vanagloria y
la vana humildad. El Obispo de Ginebra considera incluso todas las demás virtudes
situadas entre estos dos extremos, es decir, la perfección del amor de Dios y la humildad:
«La humildad y la caridad son las dos cuerdas clave, las otras van unidas a ellas y es
necesario que se apoyen en esas dos: una es la más grave y la otra la más aguda. La
conservación de un edificio depende enteramente de los cimientos y del tejado. Si
nuestro corazón está ejercitado en la humildad y la caridad, las otras virtudes vendrán a
él sin dificultad»33.
Para Francisco de Sales, la humildad es la actitud más apropiada a nuestra condición
humana de criaturas. Implica el reconocimiento auténtico de los propios dones, talentos y
valores, tanto de los recibidos como de los adquiridos por el esfuerzo. La humildad los
acepta sin pretender apropiárselos, los agradece al Señor y los hace fructificar. Sitúa,
pues, al hombre en su puesto, frente a sí mismo, frente a los demás hombres y ante
Dios. Nos permite situarnos con infinito respeto ante el mundo, recibir sus dones y
aprender sus lecciones. La humildad es la capacidad de reconocer el lugar que me
corresponde en el universo. Es la virtud que da acceso a la acogida del otro, al
reconocimiento de la igualdad de todos, a la solidaridad humana, a la experiencia del
perdón y de la gratitud. La humildad nos recuerda siempre la necesidad de acoger a los
demás con bondad. Y es que, si conozco mis limitaciones, puedo aceptar y perdonar las
suyas: «La humildad hace que no nos turbemos por nuestras imperfecciones, recordando
las de los demás; pues, ¿por qué íbamos a ser nosotros más perfectos que los otros? Y
hace también que no nos turbemos por las imperfecciones de los demás al acordarnos de
las nuestras; pues, ¿por qué nos va a parecer raro que los demás tengan imperfecciones,
teniendo nosotros tantas»34.
Va unida a la dulzura y mansedumbre: «La humildad nos hace perfectos respecto a
35
Dios y la dulzura respecto al prójimo»35
. Realmente, para el Obispo de Ginebra, como
veremos con mayor detención más adelante, todas las relaciones entre los seres
humanos, deben estar suavizadas por la dulzura. Es el testimonio espléndido de su vida,
y es también ésta una de sus recomendaciones más frecuentes: «No perdáis ninguna
ocasión, por pequeña que sea, de practicar la dulzura de corazón para con todos»36.
Quizá la dulzura y la humildad logran que la razón no sea nunca engañosa. Según el
testimonio del obispo de Belley, Francisco de Sales solía decir que la razón no es
engañosa, pero el razonamiento sí. La razón no engaña, porque cuando engaña ya no es
razón, pues nada hay más irracional que el engaño. Pero, sin embargo, muchos se
engañan a sí mismos y engañan con ellos a otros, por su razonamiento37. Por eso la gran
importancia que dispensaba el Obispo de Ginebra al discernimiento del bien. Humildad,
mansedumbre y dulzura hacen posible defender la dignidad de la razón, la verdad del ser
humano y el discernimiento del bien.
Optimismo salesiano
Finalmente conviene destacar que la comprensión de la perfección del ser humano, la
confianza radical en él, la dignidad de la razón, el valor de la libertad, conducen el
humanismo salesiano a una visión optimista de la realidad, de la vida, de los hombres. Es
éste uno de los rasgos peculiares y distintivos de la visión humanista salesiana, hasta tal
punto que para algunos el optimismo es precisamente la actitud que caracteriza el espíritu
salesiano. Ciertamente, el humanismo salesiano es radicalmente optimista: cree en el
hombre concreto, en la posibilidad de superación de sus propios defectos, en las virtudes
humanas. No puede ser de otra manera si realmente se considera el hombre como la
perfección del universo, si se contemplan su dignidad, belleza y armonía.
Francisco de Sales comprende con indulgencia, paciencia y ternura la debilidad
humana: «Es necesario tener paciencia y, poco a poco, enmendar y cortar nuestras malas
costumbres, domeñar nuestras aversiones y pasar por alto nuestras inclinaciones y
humores, según las circunstancias porque, en definitiva, esta vida es una lucha»38. No
pide grandes esfuerzos ascéticos de mortificación y ayuno: «Los ayunos largos e
inmoderados me desagradan mucho… Los ciervos corren poco en dos ocasiones: cuando
están demasiado gruesos y cuando están demasiado flacos. Vivimos muy expuestos a las
tentaciones cuando nuestro cuerpo está demasiado alimentado y cuando está desnutrido;
lo uno lo torna insolente en su vigor, y lo otro le desalienta en su debilidad. La falta de
moderación en ayunos, disciplinas, cilicios y asperezas hace inútiles para el servicio de la
caridad los mejores años de muchos, como sucedió a san Bernardo, que se arrepintió de
haber empleado demasiada austeridad»39.
Anima siempre, como se puede ver en las recomendaciones de sus cartas, en el
36
camino de la perfección: «Mirad hacia delante sin fijaros en los peligros que veis lejos,
según me escribís. Os parecen ejércitos, y no son más que sauces cortados y, mientras
los miráis, podrías dar un mal paso. Hagamos un firme y general propósito de querer
servir a Dios con todo nuestro corazón y nuestras vidas y luego no nos preocupemos por
el mañana. Pensemos sólo en hacer el bien hoy; y cuando llegue el día de mañana,
también se llamará hoy y podremos pensar en él. Para esto es también necesario tener
una gran confianza en la Providencia y en el tiempo»40. Hay que superar la inquietud y
el desasosiego, confiando en la bondad de Dios: «Queridísima hija, fijad arriba vuestras
miradas, con una total confianza en la bondad de Dios, sin examinar tanto los progresos
de vuestra alma, sin querer ser tan perfecta»41.
Mirar el mundo, la realidad, la historia humana con un sano optimismo es el primer
reto abierto a las comunidades cristianas si realmente queremos ser portadores de
esperanza. Como en Francisco de Sales, no se trata de ignorar o negar lo que en la
realidad hay de negativo y de pecado; se trata de ser capaces de ver también en ella todo
lo positivo que encierra, todas las posibilidades de futuro que ofrece.
Pero quizá, lo verdaderamente importante es comprender que, como en el Obispo
de Ginebra, este optimismo está inspirado y arraigado en la fe. Francisco de Sales es
optimista porque es un hombre de fe; porque cree en un Dios Padre que ha creado un
mundo fundamentalmente bueno, y porque cree también con pasión que la historia
humana es una historia de salvación y redención. De su fe viva en el amor con que Dios
ha amado y ama a los hombres, un amor siempre dispuesto a amar, perdonar y
rehabilitar, surge espontáneamente el optimismo salesiano; y este sano optimismo lo
mantiene en paz imperturbable en medio de la ingente actividad apostólica. Para desterrar
la tentación del pesimismo que, con tanta frecuencia golpea las puertas de la Iglesia, es
necesario ser capaces de detectar y reconocer los signos de vida presentes en nuestra
sociedad y, sobre todo, reconocer la fuente de la vida inagotable, la fuerza del Amor.
Junto al optimismo late siempre el sentido de la alegría, las continuas llamadas a huir
de la inquietud y de la tristeza. Francisco de Sales sabía muy bien que un corazón alegre,
un espíritu alegre es un don valioso para quienes lo viven y para quienes los rodean;
estaba convencido de que a quien sirve al Señor con alegría, nada puede perturbarlo y
nada puede destruir su paz interior.
La fuente que mana y corre
Para concluir este capítulo, me parece que se puede decir que todos estos aspectos que
hemos presentado, señalan el sentido y los rasgos característicos del humanismo
salesiano. Francisco de Sales es un santo profundamente humano, atento siempre a la
persona, sensible ante la debilidad, dispuesto siempre a comprender y a animar; y en sus
obras logra una inteligente integración de la fe y de la corriente humanista tan viva en su
37
tiempo.
Pero, sin duda, es necesario subrayar, una vez más, la fuente de donde brota y
fluye: en la raíz está su concepción cristiana de la persona creada a imagen y semejanza
de Dios y el dinamismo del Amor de Dios. Uno de sus grandes estudiosos lo expresa de
esta manera: «La originalidad de este Doctor es haber visto el dinamismo de esta subida
en el amor y de haber pensado todo y escrito todo con esta visión de que el amor, y sólo
el amor, explica el origen, la existencia de la subida del mundo hacia su gloria. La línea de
fuerza para esta subida está en el deseo infinito de Verdad, de Belleza y de Bien, que
aparece con toda su fuerza cuando el hombre logra llegar a la plena reflexión… Esto lleva
a la conclusión de que es posible un humanismo puro, pero que siempre se queda
imperfecto… y que finalmente, el puro humanismo encuentra su perfección, por medio
de la gracia, sólo en un superhumanismo. Y esto distingue a Francisco de Sales, en el
siglo XVII, del humanismo cristiano de tendencia naturalista… del misticismo abstracto
con tendencia quietista, del jansenismo con tendencia pesimista, situándolo en el corazón
mismo del humanismo devoto, siempre que se entienda bien esta denominación, bastante
ambigua»42.
Francisco de Sales cree apasionadamente en la bondad de Dios. Después de la
tentación de desesperanza que le atormentó en París, su alma se fortifica cada vez más
en la convicción de que Dios es bueno. Sabe que este Dios, que podría ser inaccesible,
es, sin embargo, Amor; que Él desea comunicar el amor y que lo comunica gratuitamente
al hombre. Su amor es universal, pero llega a cada uno de los seres humanos. Dios no es
sólo Dios de todos, sino Dios de cada uno. El corazón de Dios abunda tanto en amor,
que a todos llega; todos pueden poseerlo, sin que lo posea menos cada uno de los
hombres, porque su bondad infinita no puede ser agotada: «El sol no ilumina menos a
una rosa con mil millones de flores más que a ella sola, y Dios esparce su amor sobre un
alma tanto si ama con ella a infinidad de otras almas cuanto si ama a ella sola, pues la
fuerza de su amor no disminuye por muchos rayos que esparza, antes permanece
siempre llena de su inmensidad»43.
Por eso existe entre Dios y el hombre una íntima «conveniencia»; y, por eso, late en
el corazón humano la «santa inclinación» a amar a Dios. Dios y el hombre se encuentran
cara a cara, o mejor, según la imagen salesiana, «corazón a corazón». El amor de Dios
ensancha el corazón del hombre y lo conduce, por el camino del amor, a alcanzar su
verdadera dignidad, perfección y grandeza.
38
III. TODO POR AMOR
«Todo en la Iglesia es amor; todo vive en el amor, para el amor y del amor», declara san
Francisco de Sales en el prólogo de su obra cumbre, el Tratado del amor de Dios.
Dejando a un lado el pudor y los escrúpulos de Orígenes acerca de la palabra amor, por
juzgarla «más propia para significar pasión carnal que afecto espiritual»1, el Obispo de
Ginebra no duda en ponerla en el título de su obra, reconociendo que el nombre de amor
más excelente «se da a la caridad, como al principal y más alto de los amores», porque,
como diría fray Luis de León, «ninguna cosa es más propia a Dios que el amor».
Según el Doctor del Amor, Dios quiere todo ordenado al amor; del amor depende el
progreso espiritual y a «vivir para la gloria del amor divino» hemos de tender, sobre todo,
en la vida espiritual. Con este fin preciso escribe su tratado: para «representar sencilla y
escuetamente, sin artificios ni aderezos, la historia del nacimiento, el progreso, la
decadencia, las operaciones, las propiedades, las ventajas y las excelencias del amor
divino»2. A través de bellas y tiernas imágenes y comparaciones, tomadas muchas veces
de la Sagrada Escritura (la madre que amamanta a su bebé, los enamorados, la esposa y
el esposo) y, especialmente, de ese bellísimo cántico al amor humano que es el libro del
Cantar de los Cantares, cuya explicación y comentarios él había seguido con gran interés
en los años de estudio en París y nunca había olvidado, ofrece la inigualable historia del
amor de Dios, transmitiendo en sus páginas su propia experiencia, su propia vida
espiritual. Su finalidad no es otra que «ayudar al alma ya devota al progreso de su
intento».
Pero no sólo a través de esta magna obra, también por medio de todos sus escritos y
recomendaciones y, especialmente, a través del testimonio de su vida, Francisco de Sales
nos indica el camino del amor como camino de la existencia cristiana. Benedicto XVI, en
su primera encíclica, enseña que las palabras de la primera carta de san Juan: «Dios es
amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16),
expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios
y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino, y ofrecen además «una
formulación sintética de la existencia cristiana: Nosotros hemos conocido el amor que
Dios nos tiene y hemos creído en él» (DC 1). Arraigada muy dentro del corazón de
Francisco de Sales está la firme convicción de que todas nuestras dificultades y
problemas tienen una única solución: enseñar a los hombres a amar a Dios con todo el
corazón y al prójimo como a sí mismo. Conocemos ya su lema y máxima preferida:
«Hay que hacerlo todo por amor y nada por la fuerza».
39
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  • 1.
  • 2. UNA ESPIRITUALIDAD DEL AMOR: San Francisco de Sales 2
  • 3. Colección DON BOSCO Últimos títulos publicados: 10. Memorias del Oratorio de san Francisco de Sales. SAN JUAN BOSCO. 11. Don Bosco: profundamente hombre, profundamente santo. PEDRO BROCARDO. 12. Los sueños de Don Bosco. SAN JUAN BOSCO. 13. Historia de san Juan Bosco, contada a los muchachos. BASILIO BUSTILLO. 14. Don Bosco y la música. MARIO RIGOLDI. 15. Con Don Bosco de la mano. RAFAEL ALFARO. 16. Don Bosco y el teatro. MARCO BONGIOANNI. 17. Yo, Juan Bosco, otra vez con la mochila al hombro. F. RODRÍGUEZ DE CORO. 18. Aproximación a Don Bosco. FAUSTO JIMÉNEZ. 19. Don Bosco y la vida espiritual. FRANCIS DESRAMAUT. 20. Juan Bosco, con la fuerza de un equipo. FRANCISCO RODRÍGUEZ DE CORO. 21. Don Bosco, historia de un cura. TERESIO BOSCO. 22. Prevenir, no reprimir. PIETRO BRAIDO. 23. El amor supera al reglamento. SAN JUAN BOSCO. 24. Palabras clave de espiritualidad salesiana. MIGUEL ARAGÓN. 25. Claves para una espiritualidad juvenil. JOSÉ MIGUEL NÚÑEZ. 26. Os presento a Don Bosco. NATALE CERRATO. 27. La alegría de la educación. XAVIER THEVENOT. 28. Una espiritualidad del amor: san Francisco de Sales. EUGENIO ALBURQUERQUE. 29. Caminar tras las huellas de Don Bosco. FRANCESCO MOTTO. 30. Don Bosco encuentra a los jóvenes. CLAUDIO RUSSO. 31. Dirección y amistad espiritual. EUGENIO ALBURQUERQUE. 32. Don Bosco: la otra cara. FAUSTO JIMÉNEZ. 33. 365 florecillas de Don Bosco. MICHELE MOLINERIS. 34. Volver a Don Bosco, volver a los jóvenes. EUGENIO ALBURQUERQUE. 35. Don Bosco: el hombre que amaba y era amado. FAUSTO JIMÉNEZ. 36. Perfil sacerdotal de Don Bosco. FERNANDO PERAZA. 37. Constructivismo y Sistema Preventivo. JORGE ÁLVAREZ MEDRANO. 38. Educar con el corazón de Don Bosco. MARIO L. PERESSON TONELLI. 39. Conversaciones sobre Don Bosco. TERESIO BOSCO. 40. Acompañamiento y paternidad espiritual en san Juan Bosco. FERNANDO PERAZA. 41. 100 palabras al oído. JOSÉ MIGUEL NÚÑEZ. 42. Memorias del Oratorio adaptadas. SAN JUAN BOSCO. 43. Don Bosco y sus amistades espirituales. EUGENIO ALBURQUERQUE. 44. Don Bosco, maestro de vida espiritual. ALDO GIRAUDO. 45. Don Bosco y su obra. CARDENAL SPÍNOLA . 46. La santidad para todos. EUGENIO ALBURQUERQUE. 47. Apuntes para una «Historia Espiritual» del sacerdote Gio’ Bosco. GIUSEPPE BUCCELLATO. 48. El Sistema Preventivo de Don Bosco hoy. CARLO NANNI. 49. Psicología de Don Bosco. GIACOMO DACQUINO. 3
  • 4. Eugenio Alburquerque Frutos UNA ESPIRITUALIDAD DEL AMOR: San Francisco de Sales EDITORIAL CCS 4
  • 5. Segunda edición: octubre 2013. Página web de EDITORIAL CCS: www.editorialccs.com © 2007 Eugenio Alburquerque Frutos © 2007 EDITORIAL CCS, Alcalá, 166 / 28028 MADRID Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Diagramación editorial: Juan Manuel Redondo ISBN (pdf): 978-84-9842-856-8 Fotocomposición: M&A, Becerril de la Sierra (Madrid) 5
  • 6. A Pilar Prieto, que me animó a iniciar la experiencia espiritual del itinerario salesiano; a todas las Hijas de María Auxiliadora y a todos los hermanos salesianos con quienes he compartido a lo largo de estos años en los lugares salesianos la reflexión y la oración en torno a san Francisco de Sales, «el hombre que mejor copió al Hijo de Dios»; a las hermanas del Primer y Segundo Monasterio de la Visitación de Madrid, que me han acompañado en la preparación de este trabajo. 6
  • 7. SIGLAS AAS Acta Apostolicae Sedis. CL Christifideles laici. Exhortación apostólica de Juan Pablo II. DC Deus caritas est. Encíclica de Benedicto XVI. Dz Enchiridion Symbolorum definitionum et declarationum de rebus fidei et morum (Denzinger-Schönmetzer). GD Gaudete in Domino. Exhortación apostólica de Pablo VI (1975). IVD Introducción a la vida devota (San Francisco de Sales). LG Lumen Gentium. Constitución dogmática del Concilio Vaticano II (1964). MC Marialis Cultus. Exhortación apostólica de Pablo VI (1974). MI Meditaciones sobre la Iglesia (San Francisco de Sales). NMI Novo millenio ineunte. Exhortación apostólica de Juan Pablo II. OEA Oeuvres de saint François de Sales (Edición Annecy). SC Sanctitas clarior. Exhortación apostólica de Pablo VI (1969). STh Summa Theológica (Santo Tomás de Aquino). TAD Tratado del amor de Dios (San Francisco de Sales) UR Unitatis redintegratio. Decreto del Concilio Vaticano II (1964). 7
  • 8. SUMARIO Presentación I. La llamada a la santidad II. Humanismo salesiano III. Todo por amor IV. El beneplácito divino V. Caridad pastoral VI. Amor a la Iglesia VII. El camino para el amor VIII. La flor de la caridad IX. La ascesis salesiana X. La más amante y la más amada de las criaturas Anexo: San Francisco de Sales visto por santa Juana Francisca de Chantal Bibliografía 8
  • 9. Presentación Se suele entender la espiritualidad como la vida según el espíritu. De manera que la espiritualidad cristiana se refiere a la forma de vida guiada por el Espíritu de Cristo. Es, realmente, en su sentido más hondo y estricto, presencia, camino1, y más aún, dominio del Espíritu2, que conduce a vivir el evangelio del amor, el seguimiento de Jesús, el compromiso por el Reino. La espiritualidad cristiana se entiende, pues, como la presencia real, consciente y reflejamente asumida, del Espíritu de Cristo en la vida de las personas, de las comunidades y de las instituciones que quieren ser cristianas. Se trata de una forma y un estilo de vida inspirados y guiados por Dios, arraigados y motivados en Jesús. Se refiere, por tanto, a la vida más personal e íntima que se desarrolla interiormente en los creyentes a través de la relación que Dios, por su Espíritu, suscita y establece en nosotros. Necesariamente la espiritualidad cristiana está informada e inspirada por la fe cristiana. Pero en modo alguno puede hablarse de una única espiritualidad cristiana. Hay una raíz común y unos elementos identificadores, pero las expresiones concretas pueden ser muchas. K. Rahner explicaba que es distinta según la edad y el sexo, los pueblos y los ambientes culturales, las profesiones y las clases sociales; y que lo es también para el clero, las órdenes religiosas y los seglares3. Ellacuría ha hablado de un «pluralismo de espiritualidades», porque no existe una sola forma histórica de expresar toda la riqueza de la vida de Dios en Cristo y porque, además, la misma espiritualidad cristiana necesita acomodarse a los profundos cambios de la historia4. De hecho, en la vida cristiana han florecido un amplio y rico conjunto de espiritualidades: agustiniana, benedictina, dominicana, franciscana, ignaciana, carmelitana, salesiana, etc. Entre las grandes corrientes de la espiritualidad cristiana ocupa un lugar muy importante la que arranca de san Francisco de Sales. Su misma personalidad es tan destacada, su mensaje tan rico y fecundo, que constituye por sí solo una escuela de espiritualidad. De ella, ciertamente, él es el principio y la fuerza de expansión5. Clemente VIII, ante los eminentísimos cardenales de la curia romana, tras el examen que personalmente preside para conferirle el episcopado, desciende de su trono, le abraza, se arrodilla ante él y pronuncia estas memorables palabras: «En verdad que ninguno de los que hasta ahora hemos examinado lo ha hecho de forma tan satisfactoria. Bebe del agua de tu cisterna y de los raudales de tu pozo. Derrámense hacia fuera tus fuentes y corran por las plazas las aguas de tu río». Muchos son los que han bebido y siguen bebiendo de esta fuente y de estas aguas. 9
  • 10. Muchas y muchos son sus filoteas y sus teótimos. Especialmente en sus dos grandes obras, Introducción a la vida devota y Tratado del amor de Dios, marca un programa de perfección y de santidad, de seguimiento de Jesús, para cuantos desean emprender un camino espiritual, señalando además las altas cumbres a las que puede llegar la vida cristiana en cualquiera de sus estados. Realmente este caudaloso río se ha derramado por las calles y las plazas. Es el río de la espiritualidad salesiana. La espiritualidad salesiana es para todos. Es legado y herencia para toda la Iglesia. Se puede aplicar en todos los estados y en las distintas situaciones de la vida, porque junto a la densidad teológica, está adornada de una gran sencillez y claridad, de un sentido muy humano y muy realista, de equilibrio y armonía; porque es una espiritualidad gozosa y alegre. Pero la espiritualidad salesiana es, especialmente, patrimonio fecundo de la gran Familia Salesiana que desde la Visitación (1610) hasta las Salesianas Misioneras de María Inmaculada (1981), pasando por los Misioneros, Oblatas y Oblatos de San Francisco de Sales o Salesianos de Don Bosco e Hijas de María Auxiliadora, encuentra en el pozo del Santo Obispo de Ginebra, su fuente. Según los estudiosos, la espiritualidad de san Francisco de Sales está influida por las escuelas más florecientes de su tiempo: la Compañía de Jesús, a la que siempre fue tan adicto, la escuela italiana (Scupoli, Cayetano, san Carlos Borromeo, san Felipe Neri), la escuela española (fray Luis de Granada, Juan de Ávila, santa Teresa), la escuela francesa (Bérulle, san Vicente de Paúl). Se podría decir que logra sintetizar y armonizar la flor y nata de las corrientes espirituales que le habían precedido6. Pero su aportación a la espiritualidad cristiana no queda reducida simplemente a este admirable trabajo de síntesis. Es una espiritualidad renovadora y original. La finalidad precisa de este libro es presentar los aspectos más relevantes de esta espiritualidad, que a tantos cristianos ha guiado a la perfección. Cuando Pío IX lo declara doctor de la Iglesia (1877), lo alaba y enaltece especialmente como doctor del amor divino. Realmente, el amor de Dios está en el centro de la espiritualidad salesiana. Francisco de Sales no sólo centra su enseñanza en el amor de Dios, comprende al hombre mismo como una respuesta viva a su amor. En este sentido quiero presentar la espiritualidad de san Francisco de Sales como «una espiritualidad del amor», explicando desde aquí su vida y su doctrina. Amados por Dios, somos llamados al amor, y viviendo en el amor de Dios podemos emprender el camino de la santidad. Porque desde el amor llegaremos a vivir «como agrada al Señor», a cumplir su voluntad y su beneplácito. Esta espiritualidad del amor, en el Obispo de Ginebra alcanza su expresión más genuina en la caridad pastoral, que a él mismo le conduce a un celo ardiente por la salvación de las almas. Quien ama a Dios, busca la gloria de Dios; ama al prójimo y lo hace por amor a Dios y con el amor de Dios. Pero para llegar a vivir el verdadero amor divino, el camino no es otro que la oración, el «trato de amistad» con quien sabemos que nos ama. Rezar es amar y dejarse amar. Y como el amor de Dios se 10
  • 11. manifiesta en el amor al prójimo, cuando se ama como Él ama, el amor se expresa en amabilidad, dulzura, mansedumbre. Es la flor de la caridad. La misma ascesis, tan necesaria en la vida espiritual, tiene que ser vivida salesianamente impregnada de amor, desde el interior, buscando siempre la conversión del corazón. Y todo este itinerario espiritual en el pensamiento y en la espiritualidad salesiana aparece teñido por un humanismo que es consustancial al Doctor del Amor y que impregna toda su vida y sus escritos. Este es, pues, amable lector, el planteamiento y estos son los grandes temas del libro que tienes entre manos. Una convicción me ha guiado a lo largo de todo mi trabajo: si es imposible comprender el evangelio sin ver la maravillosa historia del amor de Dios, encarnado en Cristo Jesús, así también resulta muy difícil comprender y entrar en la espiritualidad que brota de san Francisco de Sales si no es desde la contemplación de este amor divino. Para Francisco de Sales, todo es amor y todo debe hacerse por amor. Al comenzar a desarrollar la historia y las maravillas del amor divino en su Tratado del Amor de Dios, comienza con una oración dedicada a la Santísima Madre de Dios, «Reina del amor soberano, la más amable, la más amante y la más amada de todas las criaturas», y la termina con estas palabras: «Con el rostro a vuestros pies, que a mi Salvador llevaron, yo ofrezco, dedico y consagro esta pequeña obra del amor a la inmensa grandeza de vuestro amor, y os lo pido fervorosamente… estimulad mi alma y las almas de cuantos lean sus páginas con todo vuestro poder para que se inflamen en el Espíritu Santo, a fin de que inmolemos en holocausto nuestros afectos a la Bondad divina, y vivamos, muramos y resucitemos eternamente entre las llamas de aquel fuego celestial que Nuestro Señor Jesucristo deseó vehementemente encender en los corazones». Este es también mi más ardiente deseo: que el amor de Dios nos conduzca a su amor a cuantos nos acercamos a contemplar la espiritualidad del amor que gozosamente vivió y difundió Francisco de Sales. EUGENIO ALBURQUERQUE FRUTOS 11
  • 12. I. LA LLAMADA A LA SANTIDAD En los tiempos de san Francisco de Sales, más que de santidad, perfección, espiritualidad, se hablaba de devoción. Por devoción se entendía la vida cristiana vivida en serio, de manera coherente y comprometida. Como explican sus estudiosos, en san Francisco de Sales, los términos santidad, perfección cristiana, perfección de la caridad, devoción son sinónimos1. Es también lo que se desprende del texto de la exhortación apostólica de Juan Pablo II sobre los fieles laicos, al hablar de la espiritualidad laical. Efectivamente, Francisco de Sales no suele utilizar la palabra espiritualidad; y, aunque habla de perfección y de santidad, utiliza más frecuente y comúnmente el término devoción para designar precisamente la perfección de la caridad. En este sentido, podemos hablar del mensaje salesiano de santidad. Teniendo esto en cuenta, se puede afirmar que una de las aportaciones más importantes de san Francisco de Sales a la espiritualidad cristiana radica en la promoción de la santidad para todos los cristianos. Juan Pablo II termina su reflexión sobre la vocación laical, en la exhortación postsinodal Christifideles laici, con estas palabras: «Podemos concluir releyendo una hermosa página de san Francisco de Sales, que tanto ha promovido la espiritualidad de los laicos. Hablando de la devoción, es decir, de la perfección cristiana o “vida según el Espíritu”, presenta de manera simple y espléndida la vocación de todos los cristianos a la santidad y, al mismo tiempo, el modo específico con que cada cristiano la realiza: En la creación, Dios mandó a las plantas producir sus frutos, cada una según su especie. El mismo mandamiento dirige a los cristianos, que son plantas vivas de su Iglesia, para que produzcan frutos de devoción, cada uno según su estado y condición. La devoción debe ser practicada en modo diverso por el hidalgo, por el artesano, por el sirviente, por el príncipe, por la viuda, por la mujer soltera y por la casada. Pero esto no basta; es necesario además conciliar la práctica de la devoción con las fuerzas, con las obligaciones y deberes de cada persona… Es un error —mejor dicho, una herejía—pretender excluir el ejercicio de la devoción del ambiente militar, del taller de los artesanos, de la corte de los príncipes, de los hogares de los casados… En cualquier lugar que nos encontremos podemos y debemos aspirar a la vida perfecta» (CL 56). Con estas palabras, y de modo admirable, recoge Juan Pablo II el pensamiento de Francisco de Sales: en todos los estados y en cualquier lugar y situación en que nos encontremos, estamos llamados a la santidad. La santidad no es patrimonio de algunos privilegiados; es don y tarea para todos. Este es el mensaje del Obispo de Ginebra. 12
  • 13. Un mensaje sorprendente Este mensaje de santidad para todos, sorprendió muy fuertemente a sus contemporáneos. Quizá, porque, como advierte en las primeras páginas de la Introducción a la vida devota, «el mundo difama cuanto puede la devoción, pintando a las personas devotas con un talante sombrío, triste y melancólico, proclamando que engendra caracteres malhumorados e insoportables»2; o, quizá, porque en los tiempos de san Francisco de Sales se pensaba que la santidad estaba reservada a muy poca gente, que era cosa de frailes y monjas, de beatas, de quienes se retiraban y alejaban de este mundo. Él mismo observa que casi todos los autores que trataban sobre la espiritualidad cristiana, dirigían la llamada a la perfección «a los que viven alejados de este mundo o, por lo menos, han trazado caminos que empujan a un absoluto retiro»3 . Es posible que hoy nos suceda algo semejante. Como en los tiempos de Francisco de Sales, la palabra santidad no suscita grandes adhesiones y entusiasmos. Como sucede con otras muchas expresiones de la espiritualidad cristiana, ha sido postergada y raramente se habla de la santidad. Cuando se hace, se identifica, quizá, con un espiritualismo abstracto y desencarnado, con una mentalidad anticuada y alejada de los valores actuales, con un ascetismo desfasado; y lo que es más grave, culturalmente se ha bloqueado su verdadero significado. Para muchos, es algo del pasado; no es para la gente del siglo XXI. Incluso, quienes la estiman quedan perplejos y asustados, porque aun considerando la santidad como un ideal admirable, lo juzgan demasiado elevado y costoso, al que resulta imposible llegar a los hombres y mujeres corrientes. Contra esta opinión generalizada se alza el Obispo de Ginebra y quiere mostrar a todos que se puede vivir en el mundo, en medio de las preocupaciones, de los avatares y quehaceres de la vida y ser santo. A cuantos no se les ocurre ni siquiera pensar en ello, a quienes no se atreven a iniciar el camino, a cuantos pretextan dificultades y obstáculos les dice: «Yo quiero mostrar a los tales que, así como la madreperla se conserva en medio del mar sin dejar la entrada a una sola gota de agua salobre, y lo mismo que en las islas Celedonias existen fuentes de agua potable entre las ondas marinas, y al modo que las salamandras revolotean entre llamas sin chamuscarse sus alas, un alma vigorosa y constante puede vivir en el mundo sin contaminarse de mundanales humores; puede dar con manantiales dulcísimos de piedad entre las amargas olas del siglo; puede volar entre las llamas de los bajos apetitos sin que el fuego terrenal toque sus alas de puros deseos de devoción»4. No es preciso, pues, alejarse. No hace falta ni huir del mundo, ni abandonar las preocupaciones y trabajos de la vida. En todas partes se puede cumplir la voluntad de Dios; en todas las situaciones se puede vivir la perfección de la caridad; en todos los estados se puede caminar hacia la santidad. Este sorprendente mensaje lo transmite san Francisco de Sales, principalmente en su más famoso libro: Introducción a la vida devota. Alcanzó esta publicación un éxito tan extraordinario, que fue traducida a todas las lenguas de Europa, incluso al vascuence y, 13
  • 14. en diez años, aparecieron en francés más de cuarenta ediciones5 . Ni siquiera las obras de santa Teresa habían tenido una difusión tan vasta y tan rápida. El impacto fue muy grande debido al mensaje que transmitía. Para muchos, era como si, de repente, la religión se hubiera liberado de duras cadenas. A través de su lectura llegaron muchos a comprender el sentido de la vida espiritual y a sentir el deseo de llegar a Dios y emprender el camino de la perfección. Si la Imitación de Cristo había abierto el camino a los espirituales y a los que se retiraban del mundo, la Introducción a la vida devota, por el contrario, lo abre a cuantos viven en el siglo en medio de las preocupaciones del mundo. Porque, por encima de los muchos ejercicios y medios que los autores proponían para llegar a la perfección, Francisco de Sales se concentra en lo esencial. Y lo esencial para el cristiano en medio de sus trabajos, de sus relaciones y de sus deberes, es el amor de Dios: «La devoción viva y verdadera presupone el amor de Dios; mejor dicho, no es otra cosa que el verdadero amor de Dios»6. Esta declaración capital esclarece el sentido de la espiritualidad salesiana y determina el verdadero carácter de la santidad que promueve el Doctor del Amor, como tendremos ocasión de ver con mayor detenimiento. San Francisco de Sales propone, pues, una santidad intramundana, que no considera ya la fuga del mundo como un ideal necesario para poder alcanzarla; hace sencillamente de cualquier condición humana honesta un camino de perfección. En este sentido, han dicho algunos que el Obispo de Ginebra hizo pasar la devoción de los claustros al mundo7. Esta fue, sin duda, su gran pretensión: hacer accesible la perfección cristiana a todos los que viven en el mundo. La Introducción a la vida devota representa la cristalización del mensaje salesiano de la santidad laical, la santidad en el mundo, la santidad para todos. Ciertamente, este mensaje es una constante en la vida y en la obra del Obispo de Ginebra. Lo transmite vivamente en miles de cartas, en sus sermones, en la dirección espiritual. Posee el arte y la gracia de insinuarlo y alentarlo en tantos corazones como el anhelo más generoso que se puede tener; y anima a nutrirlo y acrecentarlo día a día. Él, «evangelio viviente», como lo definió magníficamente Vicente de Paúl, es capaz de llevar el evangelio al pueblo; y el evangelio suscita un movimiento espiritual hacia la perfección. Quienes le escuchaban, percibían la novedad sorprendente de su mensaje, pero sentían al mismo tiempo que lo que el Santo Obispo predicaba y decía no era otra cosa que el mismo evangelio: «decía cosas muy nuevas, que antes no se habían oído decir a nadie, ni se habían leído —declaró en el proceso seguido en París con motivo de la causa de beatificación y canonización el académico Vaugelas, entonces asiduo oyente del Santo—, pero que eran ideas muy sensatas, nada extravagantes ni rebuscadas, sino que llegaban al alma y a la inteligencia y no solamente a la imaginación del auditorio». De manera llana y sencilla, Francisco de Sales enseñó, y su mensaje sigue vivo y actual en la Iglesia, que «dondequiera que nos encontremos, podemos y debemos aspirar a la vida perfecta»8. 14
  • 15. Santidad para todos La convicción profundamente arraigada en san Francisco de Sales es muy clara. Cree y piensa que, puesto que hemos sido creados a imagen de Dios, el santo por antonomasia, todos los creyentes somos convocados a la santidad. Llegar a imprimir en nuestro propio ser, el ser de Dios; hacer crecer y desarrollar en nosotros esta imagen y semejanza divina en que hemos sido constituidos, es el reto radical y la empresa más apasionante que un hombre o una mujer pueden emprender. Todos, sin excepción, estamos llamados a la santidad: el príncipe, el noble, el hidalgo, el artesano, el sirviente, la viuda, la soltera, la casada… Y todos podemos emprender el camino. La ruta no es ciertamente la misma para todos, pero todos estamos invitados a ponernos en marcha. Esta convicción tiene en el Obispo de Ginebra un fundamento muy firme: este es el designio y la voluntad de Dios; Él quiere nuestra santidad. Quiere que los creyentes hagamos de nuestra vida un camino de santificación, porque Él nos ha elegido, antes de la creación del mundo «para ser santos e inmaculados en el amor» (Ef 1,4). Las palabras de Jesús: «Sed perfectos como vuestro Padre del cielo es perfecto» (Mt 5,48), siguen siendo una llamada exigente que dirige hoy a todos los seguidores. Son muchos los textos del Nuevo Testamento que avalan y fundamentan esta llamada: «Santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos» (1 Cor 1,2); «Conforme a la santidad del que os llamó, sed también vosotros santos en todo vuestro proceder» (1 Pe 1,16); «Perfeccionemos nuestra santificación con el temor de Dios» (2 Cor 7,1); «Que se fortalezcan vuestros corazones irreprensibles en santidad delante de Dios» (1 Tes 3,13). Cristo es el fundamento de toda santidad. En su nombre somos seguidores e imitadores suyos. Él llama a todos a seguir su camino de santidad; a ser santos, como también Él lo es. La santidad es, pues, tarea y quehacer importante: «Así como habéis empleado los miembros de vuestro cuerpo en servir a la impureza y a la injusticia, para cometer la iniquidad, así ahora los empleéis en la justicia para santificaros» (Rm 19,22). La vida del cristiano tiene que ser una ofrenda viva, santa, agradable a Dios. Es responsable y está obligado a buscar la santidad y a emprender el camino. Porque ésta es la voluntad de Dios. Según el Obispo de Ginebra, la santificación constituye un deber primordial para los cristianos, porque en realidad consiste en vivir de manera coherente la vida cristiana. Pero, además de este enraizamiento bíblico que expresa el plan de Dios, para san Francisco de Sales, hay otra razón muy firme para emprender el camino de la perfección. La santidad no se realiza simplemente por la fuerza de la voluntad humana; no puede conseguirse con sólo poner los medios humanos adecuados. Aun siendo necesarios, tales medios no bastan. La santidad no es resultado del esfuerzo humano; proviene de Dios, es don de Dios. En el camino de la santidad, el papel principal corresponde a Dios mismo. Es Dios quien irrumpe en la historia y en la vida humana y nos arrastra y conduce hacia su propia vida, la vida divina. Para entrar por el camino de la perfección es necesario que 15
  • 16. la gracia del amor de Dios toque el corazón humano, y que él quiera amar. Porque Dios confiere a todos su gracia, la santidad es posible a todos. Con Teresa de Ávila, creía que el primer paso del «camino de perfección» lo da Dios, y que lo nuestro es acoger a Aquel que viene de parte del Padre. Viene para hablarnos, porque es su palabra; y viene para conducirnos a Él. En este sentido se expresa en una carta que escribe, desde Annecy, a Juana Francisca de Chantal: «No cesaré nunca de rogar a Dios que quiera perfeccionar en vos su santa obra, es decir, el buen deseo y el propósito de llegar a la perfección de la vida cristiana; deseo que debéis guardar y alimentar con ternura en vuestro corazón, como un don del Espíritu Santo y una chispa de su fuego divino»9. Con claridad y sencillez, presenta el deseo y camino de perfección como don del Espíritu, que debemos acoger, guardar y alimentar. Como explica en la misma carta, el deseo de perfección es como un árbol, plantado por el Señor en el alma; y a él hemos de pedirle que nos ayude a producir frutos maduros y que «una vez producidos, Dios mismo los guarde del viento para que no caigan por tierra y se los coman las alimañas». Es la recomendación que una y otra vez dirige a quienes, a través de una dirección espiritual constante y paciente, encamina desde el deseo de la santidad a su realización. Su método preferido es mantener siempre muy viva la confianza en la ayuda divina. Confianza y abandono representan verdaderamente la culminación del edificio salesiano. Son los ejes de toda la vida espiritual. De una manera muy hermosa explica en el Tratado del amor de Dios tanto la necesidad de la gracia para emprender el camino de la santidad, como la importancia de la respuesta humana. Según san Francisco de Sales, «si aprovechásemos las inspiraciones celestiales en toda la plenitud de su eficacia, pronto haríamos progresos admirables de santidad». Es decir, la santidad del hombre depende de Dios, pero es necesaria también la cooperación de nuestra libertad; y esto implica una gran fidelidad en el esfuerzo de nuestra correspondencia a la gracia. Es necesario, pues, escuchar y atender a la iniciativa divina, porque «por abundante que sea la fuente, sus aguas no entrarán en un jardín a pleno chorro, sino conforme a la capacidad del acueducto». Es decir, que «aunque el Espíritu Santo, como fuente de agua viva, se acerque a todas y a cada una de las partes de nuestro corazón para inundarlo de gracia, como ello debe realizarse previo el consentimiento libre de nuestra voluntad, no la derramará sino a medida de su beneplácito y de nuestra propia disposición y cooperación»10. Si san Pablo exhorta a «no recibir en vano la gracia de Dios» (2 Cor 6,1), el Obispo de Ginebra anima a acoger las inspiraciones divinas y a corresponder a ellas debidamente convencido de que en ello está en juego nuestro progreso en la santidad. Actualidad del mensaje salesiano 16
  • 17. Quizá conviene subrayar de manera especial la actualidad de este mensaje salesiano de santidad para todos. Hemos aludido ya a la propuesta de santidad laical que hace Juan Pablo II en la exhortación postsinodal sobre los fieles laicos. Subraya especialmente el Papa que la dignidad de los fieles laicos reside especialmente en la vocación a la santidad y que ésta puede considerarse una de las más importantes aportaciones del Vaticano II: «La dignidad de los fieles laicos se nos revela en plenitud cuando consideramos es primera y fundamental vocación, que el Padre dirige a todos ellos en Jesucristo por medio del Espíritu: la vocación a la santidad, o sea a la perfección de la caridad… El Concilio Vaticano II ha pronunciado palabras altamente luminosas sobre la vocación universal a la santidad. Se puede decir que precisamente esta llamada ha sido la consigna fundamental confiada a todos los hijos e hijas de la Iglesia por un concilio convocado para la renovación evangélica de la vida cristiana» (CL 16). Efectivamente, ha sido el Concilio Vaticano II quien ha transmitido este mensaje, especialmente en el capítulo 5 de la Constitución Lumen Gentium, dedicado a explicar la «universal vocación a la santidad en la Iglesia». El Concilio explica que la Iglesia es «indefectiblemente santa», porque tiene su origen en Dios que es santo, porque Cristo la amó como a su esposa y se entregó a Sí mismo por ella para santificarla; por eso, en la Iglesia todos están llamados a la santidad. Casi con las mismas palabras de Francisco de Sales, repite el Vaticano II: «Todos los fieles de cualquier estado y condición están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad» (LG 40); y también: «Todos los fieles están invitados y deben tender a la santidad y a la perfección en el propio estado» (LG 42). La raíz de esta vocación es el bautismo. Revestidos de Jesucristo y habitados por su Espíritu, el compromiso del cristiano está en «manifestar la santidad de su ser en la santidad de todo su obrar» (LG 16). Con justicia, Pablo VI lo llama precursor del Concilio Vaticano II, y deseando impulsar en la Iglesia los frutos del Concilio, declara: «Ninguno mejor que Francisco de Sales, entre los recientes doctores de la Iglesia, ha sabido, con la profunda intuición de su sagacidad, prevenir las deliberaciones del Concilio»11. Realmente, hoy, especialmente después del Vaticano II, el mensaje salesiano de la santidad para todos, constituye el auténtico pensamiento eclesial. La importancia de este mensaje de la vocación de todos los bautizados a la santidad, la expresó Pablo VI con estas palabras: «Es el elemento más característico del entero magisterio conciliar y, por decirlo así, su fin último» (SC). Y Juan Pablo II dijo a toda la Iglesia: «Es el momento de proponer de nuevo a todos con convicción este alto grado de la vida cristiana ordinaria» (NMI 31). En esta perspectiva, la vida y la enseñanza del Obispo de Ginebra nos estimula a recuperar la actualidad y el atractivo del mismo término y a considerar lealmente la santidad como «deber esencial» (Juan Pablo II) de nuestra vida cristiana. Contra la tendencia al conformismo, la rutina o la mediocridad, es necesario insistir en la prioridad de esta meta. Quizá hoy más que nunca es urgente que los cristianos acojamos el mensaje salesiano como llamada eclesial y compartamos la común vocación a la santidad. La santidad es el presupuesto fundamental y la condición insustituible para 17
  • 18. que la Iglesia pueda realizar su misión de salvación. Y se trata, ciertamente, de vocación común, sin que existan diferencias entre los distintos miembros de la Iglesia. Acoger esta llamada significa sencillamente ser capaces de otorgar en nuestra vida el primado a Dios, acoger su amor y vivir en el amor. Y quizá, incluso más importante que el concepto abstracto de santidad, tendríamos que llegar a recuperar el testimonio vivo de la santidad de Francisco de Sales: él no sólo propone la santidad para todos; de manera sencilla y gozosa, la vive, la irradia y ofrece un modelo asequible a todos. Santidad en lo cotidiano La santidad para todos es santidad de la vida cotidiana. Si Teresa de Jesús encuentra a Dios entre los pucheros, para Francisco de Sales la perfección cristiana no es ajena ni a los cuarteles, ni a los comercios, ni a los talleres, ni a los hogares familiares, ni a los salones de los príncipes. Por eso, a nadie debe apartar de sus tareas de cada día, de su profesión, de su trabajo, relaciones y compromisos; al contrario, estimula a realizarlos con mayor competencia y perfección. Es lo que de manera firme propone también el Vaticano II: «A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento» (LG 31). De manera sintética, dice Juan Pablo II: «La vocación de los fieles laicos a la santidad implica que la vida según el Espíritu se exprese particularmente en su inserción en las realidades temporales y en su participación en las actividades terrenas» (CL 17). Es decir, Dios llama a la santidad en las condiciones ordinarias de la vida; y realizamos todos el camino de la perfección gestionando los propios asuntos temporales y ordenándolos a Dios. Se trata, en definitiva, de ordenar la propia vida según Dios, de acuerdo con su divina voluntad. Y es en la vida de cada día donde Dios manifiesta su voluntad y su amor. Ella es el ámbito privilegiado para encontrarle. Los hombres estamos siempre tentados de buscarle en otra parte, en otra época, en una condición de vida diferente a la propia; pero es en la vida real y concreta donde él se nos manifiesta. No se trata, pues, de buscar y escoger medios extraordinarios. Basta amar a Dios cada día, en la sencillez y rutina del quehacer diario y de cumplir su voluntad. Como dice muy bien A. Ravier: «Para Francisco, la vida mística es la vida, la vida cuotidiana, la vida con sus acontecimientos previsibles e imprevisibles, sus sufrimientos y sus alegrías, sus amistades y sus separaciones, sus preocupaciones y sus consuelos, la vida natural, pero penetrada y empapada toda ella, por y en la voluntad de Dios»12. Francisco de 18
  • 19. Sales no niega el valor y la posibilidad del éxtasis místico; habla abundantemente de él en el Tratado del amor de Dios y, según algunos, lo hace desde la propia experiencia personal13. Pero, sin embargo, para él, la piedra de toque de la verdadera vida cristiana es el «éxtasis de la vida y de la acción»; es decir, la vida cristiana ordinaria, vivida por cada uno según la propia condición, pero enraizada y sostenida en el amor de Cristo. De manera muy concreta enseña el Obispo de Ginebra que la voluntad de Dios se expresa, en los mandamientos, en los deberes del propio estado, en los acontecimientos que nos ocurren y entretejen nuestra jornada14. La enseñanza salesiana es también aquí muy cristalina: en el camino de perfección hay que comenzar por cumplir lo que Dios manda a todos los cristianos: «La devoción no es otra cosa que una inclinación general y una disposición del espíritu a hacer lo que es agradable a Dios… Antes que nada, es necesario observar los mandamientos generales de la ley de Dios y de la Iglesia, que obligan a todo fiel cristiano; sin ello no puede haber ninguna devoción»15. En este sentido, en la Introducción a la vida devota, cuando Francisco de Sales comienza a explicar el itinerario de la devoción, subraya la necesidad de comenzar por la purificación del alma, que implica tanto la purificación del pecado mortal como del afecto al pecado. Sólo después es posible referirse al ejercicio de las virtudes. Pero, además de los mandamientos generales, hay que cumplir los deberes que nuestra vocación y estado nos impone, porque también ellos son expresión de la voluntad divina. Así, como explica de manera sencilla en sus cartas, el obispo tiene que visitar a sus ovejas, la persona casada tiene que cumplir sus deberes matrimoniales para con su cónyuge y ocuparse del cuidado de los hijos, y el artesano tiene que realizar su trabajo honestamente. Es importante ser fieles en la rutina de cada día. A la señora Brûlart, esposa del presidente del Parlamento de Borgoña, que se entretenía frecuentemente en conversaciones espirituales con las carmelitas de Dijon y que después experimentaba cierto fastidio al tener que enfrentarse con la monotonía de la vida cotidiana, escribía: «Ved, hija mía, que los que comen miel frecuentemente, encuentran más agrias las cosas agrias y más amargas las amargas y sólo quieren comida refinada. Vuestra alma, dedicada con frecuencia a ejercicios espirituales que son dulces y agradables al espíritu, al volver a los quehaceres corporales, exteriores y materiales, los encuentra molestos y desagradables y, por ello, se impacienta fácilmente»16. No se trata de apartaser de los ejercicios espirituales, sino de subrayar la fidelidad a la vida real, al trabajo y preocupaciones de cada día, puesto que es ahí donde encontramos la voluntad de Dios. Es en la vida ordinaria donde Dios nos espera y donde se manifiesta la propia densidad espiritual. En el camino espiritual es necesario, ante todo, enfrentarse con la vida; no huir de las dificultades que conlleva, de las responsabilidades personales y sociales, de la monotonía y de la aridez. En la fidelidad y en la constancia se fragua el verdadero amor. Cada día es necesario confirmar la voluntad de servir a Dios enteramente, sin reservas, según su designio, sometiéndonos a su voluntad no sólo en las 19
  • 20. cosas extraordinarias, sino también en las más ordinarias, incluso en los pequeños disgustos cotidianos: «Se engañan muchas personas, porque sólo se preparan para las grandes adversidades y se quedan sin armas, sin fuerzas y sin la menor resistencia ante las pequeñas; cuando sería preferible estar menos preparado para las grandes, que suelen llegarnos muy de tarde en tarde, y estarlo más para las pequeñas, que se nos presentan diariamente en cualquier momento»17. Por eso invita tantas veces a la práctica de las «pequeñas virtudes», que conducen a un estilo de vida de honestidad, serenidad y profunda alegría, como invita también a las acciones sencillas de visitar a los enfermos, servir a los pobres, consolar a los afligidos y otras semejantes. El autor de la Introducción a la vida devota quiere persuadirnos de tomar en serio en la vida espiritual, «las pequeñas injurias e incomodidades», «las pérdidas diarias de poca importancia», «las pequeñas ocasiones», «los leves detalles de caridad ordinarios», «los pequeños dolores y sufrimientos», porque «como dichas circunstancias se presentan a cada momento, he ahí un interesante medio para acumular riquezas espirituales»18. El más pequeño de estos aspectos y detalles adquiere un valor extraordinario si se vive con amor. Todo depende de la intención que ponemos en nuestras acciones: no somos más perfectos ni más agradables a Dios por las muchas penitencias y ejercicios espirituales, sino por la pureza del amor con el que los hacemos. Quizá por su amor a lo sencillo, a la honradez y fidelidad cotidiana, el Obispo de Ginebra supo admirar como nadie la santidad de las modestas aldeanas, de los pastores de las montañas cubiertas de nieve y de hielo con los que comparte su choza, su pan y su queso, de las viudas pobres y de los campesinos. Veía sus vidas fértiles y fecundas como los valles hondos, mientras las de tantos encumbrados en el mundo y en la Iglesia, ¡estaban completamente heladas! Esta escuela de santidad de la vida cotidiana está sustentada en una firme base de realismo, mesura, equilibrio y sentido práctico; es una santidad humanista, en el sentido en que veremos en el capítulo siguiente, y está toda ella impregnada de optimismo y de alegría… Francisco de Sales cree en el hombre, en su maravilloso entramado de naturaleza y gracia, en la posibilidad de superación de los propios defectos, en la virtudes humanas. Por una instintiva tendencia al equilibrio y por un profundo conocimiento del corazón humano, se acerca al hombre con comprensión y ternura, no pide grandes esfuerzos ascéticos, es indulgente con la debilidad, anima siempre positivamente en el camino de la perfección: «Nuestras imperfecciones nos van a acompañar hasta la tumba. No podemos dejar de tocar el suelo; no debemos ni estar tirados por los suelos, ni soñar con volar»19. También en este aspecto la propuesta salesiana resulta original. No sólo se trata de adaptar la ascética tradicional a las condiciones de vida de los laicos, sino también, como veremos, de una concepción de la ascesis más interior que exterior, en la línea de Ignacio de Loyola, fray Luis de Granada o Lorenzo Scupoli. 20
  • 21. En el centro, el amor La santidad es accesible a todos, porque, como hemos dicho más arriba, no es otra cosa que el amor de Dios. El amor es el secreto de la santidad salesiana. Para san Francisco de Sales, la santidad brota del amor de Dios y se manifiesta en el amor. Se trata de acoger el amor con que Él nos ama, de vivir en el amor del Padre, como vivió Cristo: «Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó» (Ef 5,1-2). De forma insistente repite que es la caridad y sólo ella, la que nos pone en el camino de la perfección. Para emprenderlo, hay que creer, ante todo, en el Amor; en el amor de Dios hacia nosotros y en el amor nuestro para con Dios: «Mi queridísima hija, ¡cuánto piensa el Señor en vos y con cuánto amor os mira! Sí, mi queridísima hija, Él piensa en vos y no sólo en vos, sino incluso hasta en el último cabello de vuestra cabeza… No debéis de tener ninguna sombra de duda de que Dios os mira con amor, pues Él mira con amor a los más horribles pecadores del mundo, al menor deseo que muestren de convertirse»20. Realmente en el centro de la espiritualidad salesiana está el amor; y el amor es lo decisivo en la santidad. Por eso, a lo que se debe tender en la vida espiritual es «a vivir para la gloria del amor divino»; y existe verdadero progreso espiritual cuando se progresa en el amor. Arraiga y vertebra así su doctrina espiritual, el santo Obispo de Ginebra en la más pura tradición cristiana, muy bien recogida anteriormente por san Agustín al explicar: «La caridad incipiente es una santidad incipiente; la caridad adelantada, una santidad adelantada; una grande caridad es una grande santidad, y una caridad perfecta es una perfecta santidad»21. Ante todo, el amor divino nace de Dios; es generado por Él. Dios es amor, por amor nos llama a la existencia y nos da a su propio Hijo como redentor. A cambio de este amor, Él desea que le amemos y nos mueve a amarlo, respetando siempre nuestra libertad. Cuando el alma se decide a amar y ama al Señor con todo su ser, el amor realiza la unión del alma con Dios. Esta unión la incita a conformarse plenamente con Él, a unir su voluntad de amante a la del Amado. Y la unión lleva al éxtasis; pero al éxtasis verdadero en el Señor, no a extravagancias o imaginaciones vanas: «La verdadera santidad está en el amor de Dios y no en futilidades de la imaginación, como raptos y arrebatos, que alimentan el amor propio y alejan de la obediencia y de la humildad. Fingirse extasiados es un engaño. Ejercitémonos en la verdadera dulzura y sumisión, en la renuncia propia, en la docilidad de corazón, en el amor a lo que nos humilla, en la condescendencia hacia los demás: ese es el éxtasis verdadero y más amable de los siervos de Dios»22. Si el amor de Dios llena la existencia, necesariamente ha de manifestarse en el amor al prójimo, porque «si alguno dice que ama a Dios y no ama a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve» (1 Jn 4,20). Siguiendo a Jesús, Francisco de Sales entiende muy bien la lógica 21
  • 22. evangélica y propone el amor al prójimo como ley suprema de la vida y de la perfección cristiana. En la enseñanza del Obispo de Ginebra aparece de manera diáfana que la caridad no es simplemente el amor humano; es caridad sobrenatural en su principio y en su objeto. Procede del amor mismo de Dios; y lleva a ver y a amar verdaderamente a Dios en el hombre. Es decir, para el Doctor del Amor, la caridad es un amor sobrenatural por el cual amamos al prójimo en Dios y por Dios: «Me parece, decía, que no amo más que a Dios, y a todas las almas por Dios, y que todo lo que no sea Dios o por Dios, no es nada para mí… ¡Oh! ¿Cuándo llegará el día en que estemos todos empapados en dulzura y suavidad hacia el prójimo? ¿Cuándo veremos las almas de nuestros prójimos en el sagrado pecho de nuestro Salvador? El que le mira fuera de ahí, corre el riesgo de no amarle ni pura, ni constante, ni igualmente. Pero ahí, ¿quién no le amará? ¿Quién no le tolerará? ¿Quién nos sufrirá sus imperfecciones?»23. La prueba de que amamos al prójimo es la misma que expresa que amamos a Dios. Es decir, conocemos que amamos a Dios y al prójimo en si estamos bien unidos al uno y al otro, porque el amor tiende a la unión; y la unión consiste sencillamente en la sumisión de nuestra voluntad a la de Dios y a la del prójimo por amor de Dios: «Mostraremos al prójimo nuestro amor procurándole el mayor bien para su alma y para su cuerpo, orando por él y sirviéndole de corazón en todas las ocasiones. El amor que se reduce a bellas palabras no es aquel con el que Jesucristo nos amó. Él no se redujo a decirnos que nos amaba, fue mucho más adelante, haciendo cuanto ya sabemos que hizo para probarnos su amor»24. Pero no sólo el amor divino llega a nutrir y alimentar el amor al prójimo, el amor de Dios riega y vivifica también todas las virtudes. Para san Francisco de Sales, todas las acciones virtuosas proceden del amor y pertenecen al amor: «Las acciones virtuosas de los hijos de Dios pertenecen todas a la sagrada dilección; unas, porque ella misma, con su propia naturaleza, las produce; otras, porque las santifica con su vital presencia; las restantes, por la autoridad y el mandato que tiene sobre las demás virtudes, de las cuales las hace nacer»25. Por eso, en definitiva, es el amor el que confiere a todos nuestros actos su verdadero valor y densidad. La alegría, camino de santidad Pablo VI, en la exhortación apostólica sobre la alegría cristiana26, dice que la fuente de la alegría no ha cesado de manar en la Iglesia, y, especialmente, en el corazón de los santos. Él mismo se hace eco de esta experiencia espiritual «que ilustra, según los carismas peculiares y las vocaciones diversas, el misterio de la alegría cristiana» (GD 33), evocando, entre otras, las figuras de san Bernardo, santo Domingo, santa Teresa, san Francisco de Sales y san Juan Bosco. 22
  • 23. Ciertamente, uno de los aspectos que llama la atención en la santidad de Francisco de Sales es su actitud de sencillez y de alegría, que hace, quizá, parecer fácil y natural lo que en realidad es arduo y sobrenatural. Toda su vida rebosa gozo y alegría; esa alegría que, según Pablo VI, es «participación espiritual en el gozo insondable, humano y divino a la vez, que se encuentra en el corazón de Cristo glorificado». Según el testimonio de Michel Favre, su secretario y confidente, «era de un natural jovial y afable, enemigo de la tristeza y melancolía, mantenía sin embargo una actitud humildemente grave y majestuosa, el rostro dulce y sereno, acompañado de una compostura modesta… Nunca se le veía triste ni ceñudo, sino que recibía a todos con un rostro igual y contento»27. La alegría era para él como el palpitar del corazón, como el aire para respirar. En él, la alegría significa muchas cosas: es el gozo de vivir manifestado en lo cotidiano; es la aceptación de los acontecimientos como camino concreto de la voluntad de Dios; es la confianza en lo positivo de las personas; es el sentido profundo del bien y la convicción de que siempre es más fuerte que el mal; es la acogida ponderada de los valores de los tiempos nuevos. Pero, en su enseñanza, la verdadera y más profunda alegría para el corazón humano radica, sobre todo, en llegar a «contemplar el rostro de Dios tan deseable, mejor dicho, lo único deseable para las almas». Por eso, «nuestros corazones sienten una sed que no puede ser apagada por los deleites de la vida mortal, de los cuales los más apetecidos, si son moderados, no satisfacen, y si son excesivos, aturden»28. Sintiendo vivamente el deseo de Dios, no puede menos de exclamar: «¡Qué alegría sentiremos en el cielo, Teótimo, cuando veamos al Amado de nuestros corazones como un mar infinito cuyas aguas se componen de perfección y bondad!». Del mismo modo que los ciervos, largo tiempo acosados y perseguidos cuando llegan sedientos a la clara corriente de un manantial, experimentan el frescor de las aguas, así también «nuestros corazones, llegados a la fuente viva de la divinidad después de tantos suspiros y afanes adquirirán mediante la complacencia todas las perfecciones de su Amado y probarán goce pleno con el placer de su vista saturándose de venturas inmortales»29. La alegría constituye una de las claves de su orientación a la santidad. Como escribe en la Introducción a la vida devota, la tristeza «alborota el alma, pónela en inquietud, causa temores extraños, quita el gusto de la oración, adormece y oprime el cerebro; priva el alma de consejo, de resolución, de juicio y de ánimo y abate las fuerzas; es, en fin, como un áspero invierno, que priva a la tierra de toda su hermosura y entorpece todos los animales; quita la suavidad del alma, y la hace casi imposibilitada e incapaz en todas sus facultades»30. Por eso, no sólo es necesario evitarla y rechazarla; hay que estar siempre alegres: «Despertad frecuentemente en vos el espíritu de alegría y suavidad, y estad segura de que ese es el verdadero espíritu de devoción»31. Si san Francisco de Asís santificó la naturaleza y la pobreza, Francisco de Sales santifica el trabajo, el deber cumplido y la alegría. Quizá hoy estamos más capacitados que los hombres y mujeres del siglo XVII para ver en la alegría un signo de la vida cristiana. Ciertamente, no nos referimos a la «alegría 23
  • 24. del mundo». Nuestra sociedad confunde fácilmente la alegría con otras cosas. La alegría cristiana se sitúa más allá de los éxitos, de que las cosas nos vayan y nos salgan bien; más allá del ruido, la algarabía, el frenesí; más allá de las cosas, de los consumos y pasatiempos; más allá de nuestra sensibilidad y afectividad. Es alegría pascual. Procede no de nuestros triunfos, sino del triunfo del Resucitado, que, entregado por nosotros, nos da vida en abundancia y nos muestra el camino de la verdad y de la felicidad. El quicio de la alegría cristiana radica precisamente en que la alegría de Cristo está en nosotros: «Os he dicho esto para que mi gozo esté en vosotros y vuestro gozo sea colmado» (Jn 15,11). La profunda alegría de Jesús procede del amor inefable con que se sabe amado por su Padre. Es una presencia que nunca le abandona. Correspondiendo a este amor, también Jesús tiene para con el Padre un amor sin medida: «Yo amo al Padre y procedo conforme al mandato del Padre» (Jn 14,31). De este amor procede su obediencia filial, su disponibilidad que llega a la donación de su vida, su confianza radical. Y de aquí brota esa profunda alegría de Jesús, porque ha cumplido la misión confiada por el Padre, ha sido fiel, ha glorificado al Padre. En realidad, esta es también para el Obispo de Ginebra la raíz y la fuente de la verdadera alegría. ¡Cómo no vivir con alegría si tenemos la certeza de que Dios nos ama y su gracia hace posible que respondamos a su amor! Somos obra de Dios, de un Dios que, sin cesar, quiere comunicarnos su amor: «Vivid alegre, querida hija; Dios os ama y os dará la gracia de que le améis; es la suprema dicha del alma en esta vida y en la eterna»32. No hay dicha más grande que la de sentir en la propia vida la gracia y el amor de Dios. «Dios es el Dios de la alegría»33. No quiere decir esto que se tenga que prescindir de las alegrías humanas. En la exhortación sobre la alegría, Pablo VI afirma que la alegría cristiana supone al hombre capaz de alegrías naturales: «Haría falta también un paciente esfuerzo de educación para aprender, o aprender de nuevo a gustar sencillamente las muchísimas alegría humanas que el Creador pone ya en nuestro camino: alegría jubilosa de la existencia y de la vida…, alegría y satisfacción del deber cumplido, alegría transparente de la pureza, del servicio, de la participación, alegría exultante del sacrificio. El cristiano podrá purificarlas, completarlas, sublimarlas; no puede desdeñarlas». En estas afirmaciones aparece nítida la personalidad humanamente madura de Francisco de Sales, capaz de transmitir siempre la alegría de vivir, de servir, de hacer el bien. En su rostro sereno, confiado, gozoso, aun en medio de los problemas y dificultades, expresaba la alegría honda de quien vive en Dios. Realmente, la alegría cristiana está enraizada en la vida cotidiana; pero es una alegría centrada en Jesús. De Él procede, Él la acompaña y con Él se comparte. Se vive, de manera serena y sencilla, en el seguimiento: en la acogida de la llamada y de la gracia, en la adhesión total, en la convivencia con Él y con los hermanos, en el cumplimiento de la misión confiada, en el reconocimiento de la primacía de Dios y del Reino. Tiene que ver necesariamente con las exigencias y renuncias que implica el seguimiento; especialmente tiene que ver con la cruz de Cristo. La alegría del Reino no puede brotar más que de la 24
  • 25. celebración conjunta de la muerte y resurrección del Señor. Es la paradoja de la condición cristiana: no desaparecen las pruebas y los sufrimientos, pero desde la salvación de Cristo, adquieren un nuevo sentido. Por eso, la alegría cristiana «es una alegría concedida a lo largo de un camino escarpado, que requiere una confianza total en el Padre y en el Hijo, y dar una preferencia a las cosas del Reino» (GD 26). 25
  • 26. II. HUMANISMO SALESIANO En sus orígenes, el término humanismo designa el movimiento y las corrientes filosóficas y literarias que asumen como fin, la persona humana, la defensa de su dignidad, desarrollo y realización, la vindicación de los ideales y valores humanos. Históricamente tiene su referencia básica en el Renacimiento. Este humanismo renacentista se desarrolla en Europa especialmente desde la segunda mitad del siglo XIV hasta finales del XVI. Es un período de grandes cambios ideológicos, políticos, espirituales, en el que los acontecimientos se suceden vertiginosamente. La cultura renacentista, con sus luces y sus sombras, señala una línea de pensamiento, en la que confluyen dos fuentes principales: el mundo clásico greco-latino y la visión judeo-cristiana del hombre y del mundo. Esta confluencia no siempre ha sido pacífica y armoniosa, generando frecuentes conflictos. Así, en nombre de lo humano, se llega con frecuencia al rechazo de lo divino, a la afirmación exasperada de la autonomía de lo temporal, a una reacción contra el misticismo medieval, a una vuelta al paganismo. San Francisco de Sales representa precisamente el logro de la integración armoniosa de esta doble dimensión: humana y divina; integración entre naturaleza y gracia, razón y fe, tierra y cielo, hombre y Dios. A lo largo de toda su vida, de su obra y misión, se aprecia el esfuerzo por unir ambos términos. Realmente Francisco de Sales informa su vida del más auténtico humanismo cristiano y muestra en sus escritos la verdad del hombre, creado por amor y destinado a amar. Como ha escrito Jean Calvet, Francisco de Sales «reconcilia el Renacimiento y el espíritu cristiano, penetrando el Renacimiento del espíritu cristiano», y «acerca la vida a la religión insertando la religión en la vida cotidiana»1 . Un verdadero humanista Francisco de Sales es un hombre del Renacimiento. Nacido y educado en esta época, desde sus primeros años de estudio se impregna de la cultura humanista. Pudo gozar de una educación óptima, determinada desde los primeros momentos de su vida por la personalidad de sus padres, que influyen tan positivamente en la formación del carácter y en la madurez religiosa. Pero su relación más estrecha y real con el humanismo comienza en la formación escolar. Durante dos años frecuenta la escuela en la cercana población de La Roche aprendiendo los rudimentos de la gramática. Después, en Annecy, importantes maestros del colegio fundado por Eustaquio Chappuis lo introducen en la cultura clásica 26
  • 27. durante tres años. Al terminar estos estudios sabía ya todo cuanto en Saboya se le podía enseñar2. Los años de la infancia dejan en Francisco un impronta indeleble, suscitando también los primeros gérmenes de una vocación que Morand Wirth, cotejándola con la de Felipe Neri, llama «educativa y pastoral»3. Pero su formación intelectual no había hecho más que comenzar. Según los deseos de su padre, seguirá los estudios en París, capital del saber en aquel tiempo, en el colegio Clermont de los jesuitas. Son cuatro años de estudios de humanidades, a los que siguen dos de retórica y tres de filosofía, a la par que frecuenta la Academia de las Artes de la nobleza para aprender los ejercicios de equitación, esgrima, danza, urbanidad y maneras cortesanas, y se dedica con gran interés a la teología. Al cabo de estos diez años, Francisco se convierte en un verdadero humanista. Está impregnado del espíritu de la nueva cultura y del espíritu de Clermont, donde eximios profesores jesuitas se esforzaban por «cristianizar el humanismo del Renacimiento» (Lajeunie). Conoce el latín, el griego, se ha entregado con denuedo al estudio del francés, consciente de la importancia decisiva de la «lengua vulgar» para el apostolado; se ha acercado incluso al hebreo para poder acceder mejor a los textos bíblicos. Aprende el respeto y aprecio por el lenguaje, el cuidado por la corrección, el sentido de la belleza de las palabras, aspectos que van a estar muy presentes en todas sus obras. Ha leído a los grandes autores clásicos, a los padres de la Iglesia, a los grandes teólogos. Pero le faltaban todavía los años de estudio de Derecho en Padua, donde van a madurar sus grandes opciones vitales, a la par que se consolida su gran formación intelectual bajo el signo del humanismo. Padua y París fijan y apuntalan en el joven saboyano una formación jurídica, teológica y humanista muy esmerada, sólida y robusta, que todavía hoy puede apreciarse en sus grandes obras. Unánimemente son reconocidas como obras clásicas tanto por la perfección literaria, por la calidad y prestancia de su estilo, como por la riqueza de sus contenidos. El humanismo era, ciertamente, la corriente universal de moda. De ella nacía una nueva concepción del mundo y del hombre que, desde el principio, genera serios problemas a la visión religiosa. No se trata simplemente de una nueva concepción moral, sino de un ideal de vida muy alejado del ideal prevalente en la cultura medieval. Pero el humanismo, en cuanto corriente cultural, no tiene un significado unitario; se despliega, más bien, en múltiples y muy diferentes corrientes. Según Bremond, en el tiempo de san Francisco de Sales, se pueden distinguir las siguientes: el humanismo naturalista, el humanismo cristiano y el humanismo devoto4. Llama Bremond naturalista, al inspirado en la humanismo antiguo; los autores clásicos inspiran no sólo el estilo literario, sino también los contenidos paganos de la cultura. Este tipo de humanismo rompe con el modelo de pensamiento escolástico y medieval y con su visión teocéntrica del mundo; es esencialmente un esfuerzo por glorificar la naturaleza humana. Frente al teocentrismo escolástico y medieval, proclama 27
  • 28. un fuerte antropocentrismo, literariamente muy enraizado en las fuentes clásicas grecolatinas. En cambio, llama humanismo cristiano al desarrollado en los círculos cristianos y espirituales que acogen los valores positivos del pensamiento y del estilo humanista, alejándose también del mundo medieval, pero buscando al mismo tiempo la fidelidad al mensaje cristiano. No siempre se logró el equilibrio. Y precisamente, del reconocimiento de los peligros que el humanismo acarreaba para la vida cristiana, surge el movimiento que Bremond denomina humanismo devoto: «El humanismo devoto aplica lo mejor de la tradición del Renacimiento tanto a la santificación personal de quienes lo profesan, como en la dirección espiritual de los fieles. Es, al mismo tiempo, humanismo y devoción… En esta unión, la devoción alcanza una capital importancia: guía al humanismo y se sirve de él para sus propios fines»5. Si se entiende por humanismo la consideración y encumbramiento del hombre como la perfección del universo, y si se concibe la devoción como la búsqueda de la perfección cristiana a través del amor de Dios, el humanismo devoto expresa, ciertamente, la tendencia a vivir la caridad perfecta, guiando a los creyentes hasta el umbral del misticismo. En esta corriente humanista sitúa el historiador francés a hombres de reconocida valía como Luis Richeome, Juan Pedro Camus, Luis Chardon, Pedro de Bérulle y, especialmente, a Francisco de Sales, en quien el historiador francés ve «la encarnación más perfecta del humanismo devoto», asegurando que la doctrina contenida en sus obras constituye uno de los factores más activos de la civilización moderna. Realmente, el Obispo de Ginebra acoge el humanismo pagano, pero vaciándolo de su esencia pagana e integrándolo en su rica visión teológica. No lo acoge, sino en la medida en que concuerda con el evangelio. Su humanismo es crítico y ecléctico en extremo; un auténtico humanismo cristiano, que le pone de rodillas ante Dios, «relega a Júpiter y a sus dioses al Olimpo, y lleva en sí mismo el espíritu del gran siglo XVII»6. El humanismo devoto de Francisco de Sales supone, en efecto, una visión y perspectiva cristiana del más auténtico humanismo. Se sitúa claramente de parte de la naturaleza humana, testimonia una incuestionable confianza en la bondad intrínseca de la persona. Mantiene con claridad la concepción cristiana del hombre, pecador y redimido. Pero, más que en el pecado original, que ha viciado a la naturaleza humana, se centra en la redención, que la ha elevado y salvado. Es, pues, la exaltación de las maravillas de la gracia y también de la naturaleza que es la criatura humana. Aun cuando el pecado original ha dejado en la parte inferior del alma algunas tendencias a la rebelión, la persona humana ha conservado felizmente «la santa inclinación a amar a Dios sobre todas las cosas». El humanismo constituye para san Francisco de Sales una manera de ser y estar en el mundo con los propios semejantes y con Dios. Y este peculiar modo de ser y de estar tiñe todo lo que es y todo lo que escribe. Toda su vida está marcada por este humanismo que integra a todo sujeto humano y que lo insiere en el misterio de la salvación. Pero, quizá, al referirnos al humanismo del Obispo de Ginebra es importante resaltar 28
  • 29. especialmente que en él, no es simplemente una teoría o una doctrina; es, sobre todo, realidad vivida. Como condensa Bremond: «En él, doctrina y persona son un todo, una misma cosa»7. Perfección del universo En el centro de la comprensión del humanismo de Francisco de Sales está la convicción expresada con mucha precisión en su Tratado del amor de Dios: «El hombre es la perfección del universo; el espíritu, la perfección del hombre; el amor, la perfección del espíritu y la caridad, la perfección del amor; por eso, el amor de Dios es el fin, la perfección y la excelencia del universo»8 . Después de esta afirmación tan solemne, en la que el Doctor del Amor, desde la contemplación de la perfección del universo, llega de manera lógica a la proclamación del amor de Dios, no es extraño que algunos teólogos vean en el Tratado del amor de Dios la carta magna del humanismo cristiano9. Según Francisco de Sales, la perfección y la dignidad del ser humano arrancan de su creación por Dios. El hombre es la «obra» definitiva y perfecta salida de las manos de Dios creador. Apropiándose de la afirmación del salmista, proclama con entusiasmo: «lo hiciste poco inferior a los ángeles; lo coronaste de gloria y majestad». La concepción cristiana del hombre lo sitúa entre la inmanencia y la transcendencia, divinizando lo humano y humanizando el mismo rostro de Dios; es, como escribió Zubiri, «una manera finita de ser Dios». Para el Obispo de Ginebra, constituye sencillamente la perfección del universo porque Dios lo creó a su imagen: «Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios. ¿Qué quiere decir esto, sino que existe en nosotros estrechísima conveniencia con su Divina Majestad?»10. Ser imagen de Dios implica una referencia esencial y permanente del hombre a Dios; por su misma naturaleza está orientado hacia Dios y sólo puede ser verdadero hombre en unión con Dios. Este es el punto de partida para comprender la grandeza del hombre11. No es grande el hombre por los éxitos que logra, por las metas que consigue, por las empresas que desarrolla. El humanismo es, con frecuencia, un espejismo de la imagen deformada del hombre que se creyó suficiente y grande. La grandeza del hombre no hay que buscarla ni en sí mismo —como individuo— ni en la suma de los hombres grandes de la historia, sino en el creador común de todos ellos, en Dios. Si la grandeza y dignidad del hombre dependiera de sus éxitos, un ignorante sería despreciable y los hombres que vivieron hace miles de años, que apenas se distinguían de los animales, no tendrían la misma dignidad que el hombre de nuestra era. La grandeza y dignidad del hombre no es histórica, sino esencial y constitutiva; es grande, porque su origen lo hizo grande: ha sido creado a semejanza de Dios, es decir, Dios ha hecho al hombre como él es: amor. Esta es la clave del humanismo salesiano y, en realidad, del humanismo cristiano. El hombre es un ser creado a imagen y semejanza de Dios, un ser proyectado por Dios, creado por amor y 29
  • 30. para amar, un ser con semilla divina, capaz de conocer y amar a Dios, llamado a ser cada vez más semejante a Dios, manifestación de su gloria. Pero si la raíz está en la creación a imagen y semejanza de Dios, la perfección del hombre se manifiesta plenamente en su destino. Es un destino divino. Creados por amor, estamos destinados a vivir en el Amor, a unirnos a Dios, a verle cara a cara y a contemplar su divina esencia, su bondad, su belleza: «Nuestro corazón se abismará de amor y de admiración contemplando la bondad y la hermosura del amor que el Padre y el Hijo se profesan eternamente»12. Creado a imagen y semejanza de Dios, el hombre detenta la más alta dignidad en la tierra. La razón estriba en la creación divina y, al mismo tiempo, en su vocación y destino a la unión con Dios. Según Francisco de Sales, desde su nacimiento el hombre es llamado al diálogo amoroso con Dios. El Padre llama y, por Cristo, atrae a los hombres hacia sí; por Cristo llegamos al conocimiento con el Padre, a la unión amorosa; por Él alcanzamos la filiación divina. Creados por amor, hemos sido creados hijos: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos!» (1 Jn 3,1). Somos hijos e hijas de Dios, capaces de Dios, partícipes de su vida divina. Existe también en el Obispo de Ginebra una antropología de destino divino. Si san Agustín confesaba: «Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descanse en ti», san Francisco de Sales no duda en aseverar: «La misma Divinidad se unirá a nuestro entendimiento, haciéndose de tal manera presente en él, que la misma presencia hará las veces de representación y de especie. ¡Oh Dios mío, qué suavidad para el entendimiento humano estar para siempre unido a su objeto soberano, recibiendo no ya su representación, sino su presencia; no alguna imagen o especie, sino la propia esencia de su divina verdad y majestad»13. Realmente, la grandeza del hombre es muy superior a lo que él mismo sospecha. Es una grandeza que nadie puede arrebatarle, sencillamente porque Dios le ha hecho centro del universo, le ha colmado de perfecciones, le ha dado su gracia y su gloria: «Te ha dado entendimiento, para que le conozcas; la memoria, para que te acuerdes de Él; la voluntad, para que le ames; la imaginación, para que te representes sus beneficios; los ojos, para que veas las maravillas de sus manos; la lengua, para que le alabes; y así sucesivamente las demás facultades»14. Con santo Tomás enseña Francisco de Sales que reducir la perfección de las criaturas, sería reducir la del Creador. ¿Por qué ha querido Dios crear al hombre con tan alta perfección? ¿Por qué lo ha hecho semejante a Él? ¿Por qué lo ha destinado a participar de su naturaleza divina? Dios ha tenido un proyecto inaudito: ha querido hacer participar a la naturaleza humana en su propia divinidad: «Considerando que de todas formas de comunicación no existiría ninguna tan excelente como la de unirse a alguna naturaleza creada, de tal suerte que la criatura fuese como injerta e incorporada a la divinidad, formando con ella una sola persona, su infinita bondad… resolvió y determinó proceder de tal manera»15. Dios se une a la naturaleza humana en el misterio de la encarnación. Con san Buenaventura, 30
  • 31. Francisco de Sales piensa que, aunque el género humano no hubiera roto con Dios por el pecado, Cristo se hubiera encarnado a fin de que los hombres participaran por Él, con Él y en Él, de la vida divina. Confianza en el hombre El reconocimiento de la dignidad y perfección del hombre lleva al Obispo de Ginebra a la confianza en el ser humano, a la convicción de que hay en el hombre «más cosas dignas de admiración que de desprecio» (A. Camus), a esa visión optimista de la vida y del mundo, que está en la entraña de su espiritualidad y que se expresa en un conjunto de virtudes humanas, signo de una gran madurez y de una profunda vida espiritual. El humanismo de Francisco de Sales queda muy distante de las corrientes existencialistas, nihilistas, fragmentarias, que ven al hombre como una nulidad existencial, un ser condenado al fracaso, a la soledad y a la muerte. Y dista mucho también de la opinión de tantos pensadores cristianos que simplemente destacan la infelicidad de la condición humana, el rechazo al mundo, el desprecio a la corporalidad, a la sexualidad; que enseñan que somos esencialmente desvalidos, que es muy poco lo que podemos, que nacemos para morir y aquí gemimos, lloramos e imploramos, que la libertad está herida, que somos esencialmente precariedad e impotencia. Su visión humanista del hombre se manifiesta de forma muy concreta en la valoración positiva del cuerpo. En contra de la opinión de tantos tratadistas de ascética y espiritualidad que veían en el cuerpo un enemigo del hombre, Francisco de Sales realiza también en este punto una cristianización del Renacimiento, que, alejándose de la Edad Media, había desarrollado una cultura del cuerpo y de la sensualidad en el arte y en la literatura16. Como buen humanista, contempla la belleza y el valor de toda la naturaleza humana y logra ofrecer la síntesis cristiana: «Nuestros cuerpos son necesarios para las buenas obras, forman parte de nuestra persona y participarán de nuestra felicidad eterna». Ha de ser, por tanto, objeto de estima y de respeto y, consecuentemente, «el cristiano debe amar su cuerpo como imagen viviente del Salvador, encarnado, como salido del mismo tronco que el suyo y, por consiguiente, unido a Él con lazos de parentesco y consanguinidad»17. Aún hoy, el humanismo salesiano supone una llamada a desbloquear, desintoxicar, desprogramar muchas de estas ideas sobre el desprecio del cuerpo, el rechazo del mundo, la miseria del hombre; una llamada a invertir este cuadro, a sustituirlo por una visión positiva, rica, atrayente, optimista: nacemos para ser felices, ayudando a los otros a serlo. Lealmente hemos de reconocer, como observa Kesselmeier, que muchas veces fuimos educados, moldeados, programados negativamente, y que así, negativamente, moldeamos, educamos e influimos. Con frecuencia crecemos en la mentalidad de un mundo dominado por el miedo, la angustia, las amenazas, la depresión, las dudas, la 31
  • 32. soledad, la inseguridad, la agresividad, la insatisfacción, la crisis generalizada, los prejuicios, los condicionamientos. Todo este contexto negativo acaba convirtiéndonos en personas infelices, frustradas, acomplejadas, desamparadas, con presiones, tensiones y miedos que atropellan nuestra vida, truncan nuestros caminos y esperanzas, bloquean la criatura divina que hay en nosotros18. Todas estas convicciones falsas deterioran y desfiguran la verdadera imagen del ser humano y le apartan incluso del amor de Dios. Por eso, siguiendo a Francisco de Sales, hemos de ser capaces de alejar de nuestra vida y de nuestro entorno estas visiones pesimistas. Es necesario confiar y creer en el hombre, en todo lo positivo que Dios ha puesto en nuestro ser. Si hay algo grandioso en la visión cristiana del ser humano es el concepto de dignidad de persona, un ser con la vocación sublime de vivir en comunión con Dios, llamado por lo tanto, a la felicidad plena. No sólo después de la muerte; ya ahora, en nuestro viaje por el tiempo somos invitados a participar de la infinita felicidad de Dios. En espíritu de libertad El camino de la felicidad lo realiza el ser humano en espíritu de libertad: «El Espíritu Santo, como fuente de agua viva, llega por todas partes a nuestro corazón para derramar en él su gracia; mas, no queriendo entrar en nosotros, sino por el libre consentimiento de nuestra voluntad, no lo comunica más que en la medida en que sea libremente aceptada»19. La libertad es la clave de verdadera grandeza humana; constituye el contenido de la dignidad de la persona. Por ella, el ser humano se hace y construye; por ella, llega a ser hombre. En la libertad reside el valor del individuo, tal como él mismo lo experimenta subjetivamente. Aunque sea un bien recibido, manifiesta la autonomía moral del hombre, le constituye como un ser que se gobierna a sí mismo y ejerce su responsabilidad ante Dios, ante los otros y ante la propia conciencia. Como Francisco de Sales explicaba en uno de sus sermones, la libertad es la pieza más rica del hombre, el don más precioso que poseemos, la vida del corazón humano, aquello a lo que más nos cuesta renunciar. Por eso, combatir por la libertad, le parece una causa noble y valiosa, como escribe a Juana Francisca de Chantal: «Pienso que, si me entendéis bien, veréis que combato por una buena causa cuando defiendo la santa y amable libertad de espíritu, que, como sabéis, aprecio singularmente, siempre que sea verdadera y alejada de la disolución y el libertinaje, que no es más que una máscara de la libertad»20. Este gran aprecio del Obispo de Ginebra por la libertad nos lo transmite el testimonio sencillo y espontáneo de su amigo mons. Camus: «Con frecuencia me ha dicho que los que quieren forzar las voluntades humanas ejercen una tiranía extremadamente odiosa a Dios y detestable a los hombres»21. 32
  • 33. Dios mismo se detiene en el umbral de la libertad interior de la persona y respeta su inviolabilidad. Ni siquiera la gracia fuerza el libre arbitrio: «La gracia actúa tan suavemente y se adueña tan delicadamente de nuestros corazones, que ninguna lesión causa a la libertad de nuestra voluntad; mueve con energía y finura los resortes del espíritu, y nuestro libre albedrío no sufre violencia alguna; tiene fuerzas no para oprimir, sino para aliviar el corazón; usa de santa violencia no para violentar, sino para seducir nuestra libertad»22. Francisco de Sales quiere hombres y mujeres libres, no esclavos, al servicio de Dios. Quiere hijos e hijas que acojan libremente su amor y libremente respondan a él. Creados a imagen y semejanza suya, quiere Dios que «como en Él, todo sea ordenado en el alma por el amor y para el amor»23. Por eso, su exhortación a «hacerlo todo por amor y nada por la fuerza» vuelve una y otra vez a sus labios y a su pluma. Las palabras que escribe a la madre Chantal expresan muy bien su pensamiento: «Hay que hacer todo por amor y nada por la fuerza: hay que amar más la obediencia que temer la desobediencia. Os dejo el espíritu de libertad, no el que excluye la obediencia, porque es la libertad de la carne; sino el que excluye la coacción y el escrúpulo o apresuramiento»24. Y es que, como asegura haberle oído decir muchas veces el obispo de Belley: «En la galera del amor divino, no hay forzados ni esclavos; todos los remos son voluntarios»25. Esto lo explica el mismo Obispo de Ginebra en el Tratado del amor de Dios: «El amor divino gobierna con dulzura incomparable; pues el amor no necesita de forzados ni de esclavos y reduce todas las cosas a su dominio con violencia tan deliciosa que, no habiendo nada tan fuerte como él, nada existe tan amable como esta dulce violencia»26. Y más adelante, explicando cómo Dios va acrecentando, dulcemente y poco a poco, la gracia de su inspiración en los corazones atrayéndolos suavemente, Francisco exclama: «Que nadie piense que me atraerás como se lleva a un esclavo, a la fuerza, o como a un coche inanimado; no, tú me atraes al olor de tus perfumes (Cant 1,4), y si yo te voy siguiendo, no es porque me arrastres, sino porque me atraes suavemente; tus alicientes son poderosos, no violentos, pues su fuerza se cifra en la dulzura»27. En el despliegue y ordenamiento del amor, entra siempre en juego la libertad: «Hay que hacer que en todo reine la santa libertad y franqueza, y que no tengamos ninguna otra ley ni coacción que la del amor»28. Sin la libertad, perderíamos nuestra capacidad de amar. En la carta escrita a la madre Chantal, a la que nos hemos referido más arriba, sigue explicando Francisco de Sales cómo ser cada vez más libres: el camino de la libertad es el del seguimiento de Cristo. Nadie en el mundo ha sido más libre que él: fue libre respecto al dinero, al poder, a las tradiciones, a las normas; libre incluso hasta dar su vida. Como en Jesús, la libertad llega a la plenitud cuando llegamos a hacer en nuestra vida «lo que agrada al Padre» (Jn 8,29). De manera que, el ejercicio de la libertad nos lleva al seguimiento de Jesús, a buscar la voluntad de Dios y cumplirla. Para todo hombre, también para el creyente, la propia realización humana es siempre quehacer de libertad, 33
  • 34. porque hemos de ejercer la libertad especialmente con nosotros mismos, en lo más profundo de nuestro ser. Hemos sido puestos por Dios en el mundo para llegar a ser lo que somos, imagen y semejanza divina. Esta es la tarea abierta a la libertad: llegar a ser lo que somos, realizar en nuestra existencia la llamada de nuestra esencia. Esta es la antropología de fondo que sustenta el humanismo salesiano. Vivir según la razón En esta tarea de realización y construcción del propio ser a imagen de Dios, la libertad humana ha de ser iluminada y guiada por la razón. El ser humano es un ser razonable; «no somos hombres sino por la razón». La razón distingue al ser humano de los otros seres vivientes, en particular de los animales. Tiene prácticamente las mismas necesidades fundamentales (comer, beber, reproducirse); tiene, también como ellos, instintos. Pero mientras los animales se dejan conducir por ellos, el hombre se conduce por la razón. El hombre puede controlar, dirigir, orientar sus instintos, emociones, pasiones, porque es capaz de pensar y de elegir29. Y, ciertamente, para llegar a ser lo que está llamado a ser ha de lograr orientarlos y dominarlos: «Hay personas naturalmente ligeras; otras ásperas; otras, que difícilmente aceptan el parecer de los demás; unas son inclinadas a la cólera; otras a la indignación; cuáles, al amor; en suma, que es difícil encontrar quien no experimente en sí algún género de imperfección. Ahora bien, aunque estas imperfecciones sean propias y connaturales a cada uno, si mediante un cuidado y afecto contrario se las puede corregir y moderar, y hasta purificarse y librarse de ellas, dígote Filotea, que es necesario hacerlo. Se ha encontrado la manera de endulzar los almendros amargos haciéndoles una incisión al pie del tronco para que salga la savia. ¿Por qué no podremos nosotros hacer salir de nuestros corazones las malas inclinaciones para mejorarlas?»30. Pero, a pesar de que somos hombres debido a la razón, con todo, dice el Obispo de Ginebra: «Es muy raro encontrar hombres verdaderamente razonables, pues muy frecuentemente el amor propio priva de la razón, llevando insensiblemente a mil suertes de pequeñas pero perniciosas injusticias e iniquidades, que, como las raposillas del Cantar de los Cantares (2,15), destruyen las viñas; pues, por lo mismo que son pequeñas, no se les echa cuenta, y por lo mismo que son muchas, lo destruyen todo»31. Se trata, pues, de llegar, desde la razón al dominio del corazón, del interior, de los instintos, tendencias e inclinaciones; se trata de llegar al dominio de sí mismo, proceso lento y paciente: «El mejor bien, Filotea, que puede desear el hombre es poseer su alma; a medida que la paciencia sea más perfecta, poseeremos nuestras almas de manera más perfecta»32. Vivir según la razón supone una gran fuerza interior, un verdadero dominio de sí mismo. 34
  • 35. El dominio de sí mismo implica aceptación, tener convicciones sólidas y equilibrio de la propia personalidad. Francisco de Sales quiere que, especialmente las personas dirigidas, sean personas convencidas. Quiere que el cristiano tenga convicciones firmes para no dejarse llevar a la deriva y ser zarandeado por cualquier viento de doctrina. Y para ser persona de convicciones hace falta: estudio, oración y práctica, de manera que el conocimiento no sea sólo intelectual, sino experimental y vital. Vivir según la razón es saber lo que se hace, por qué se hace y hacia dónde se va. Si no somos capaces de entrar en nosotros mismos, percibir el propio ser interior, y dar razón de lo que creemos y vivimos, nos arriesgamos a vivir en inquietud y agitación, sin armonía, paz y equilibrio. En los escritos salesianos hay continuas referencias al equilibrio; representa cabalmente una expresión y un resultado de vivir según la razón. Francisco de Sales desea equilibrio entre corazón y razón, entre fe e inteligencia, equilibrio en las relaciones, en la vida moral y espiritual, en la ascesis. En la obra de san Francisco de Sales encontramos toda una pedagogía del dominio y de la realización. Comienza en la paciencia y va de la mano de la humildad y de la dulzura. La humildad salesiana supone también equilibrio y equidistancia entre la vanagloria y la vana humildad. El Obispo de Ginebra considera incluso todas las demás virtudes situadas entre estos dos extremos, es decir, la perfección del amor de Dios y la humildad: «La humildad y la caridad son las dos cuerdas clave, las otras van unidas a ellas y es necesario que se apoyen en esas dos: una es la más grave y la otra la más aguda. La conservación de un edificio depende enteramente de los cimientos y del tejado. Si nuestro corazón está ejercitado en la humildad y la caridad, las otras virtudes vendrán a él sin dificultad»33. Para Francisco de Sales, la humildad es la actitud más apropiada a nuestra condición humana de criaturas. Implica el reconocimiento auténtico de los propios dones, talentos y valores, tanto de los recibidos como de los adquiridos por el esfuerzo. La humildad los acepta sin pretender apropiárselos, los agradece al Señor y los hace fructificar. Sitúa, pues, al hombre en su puesto, frente a sí mismo, frente a los demás hombres y ante Dios. Nos permite situarnos con infinito respeto ante el mundo, recibir sus dones y aprender sus lecciones. La humildad es la capacidad de reconocer el lugar que me corresponde en el universo. Es la virtud que da acceso a la acogida del otro, al reconocimiento de la igualdad de todos, a la solidaridad humana, a la experiencia del perdón y de la gratitud. La humildad nos recuerda siempre la necesidad de acoger a los demás con bondad. Y es que, si conozco mis limitaciones, puedo aceptar y perdonar las suyas: «La humildad hace que no nos turbemos por nuestras imperfecciones, recordando las de los demás; pues, ¿por qué íbamos a ser nosotros más perfectos que los otros? Y hace también que no nos turbemos por las imperfecciones de los demás al acordarnos de las nuestras; pues, ¿por qué nos va a parecer raro que los demás tengan imperfecciones, teniendo nosotros tantas»34. Va unida a la dulzura y mansedumbre: «La humildad nos hace perfectos respecto a 35
  • 36. Dios y la dulzura respecto al prójimo»35 . Realmente, para el Obispo de Ginebra, como veremos con mayor detención más adelante, todas las relaciones entre los seres humanos, deben estar suavizadas por la dulzura. Es el testimonio espléndido de su vida, y es también ésta una de sus recomendaciones más frecuentes: «No perdáis ninguna ocasión, por pequeña que sea, de practicar la dulzura de corazón para con todos»36. Quizá la dulzura y la humildad logran que la razón no sea nunca engañosa. Según el testimonio del obispo de Belley, Francisco de Sales solía decir que la razón no es engañosa, pero el razonamiento sí. La razón no engaña, porque cuando engaña ya no es razón, pues nada hay más irracional que el engaño. Pero, sin embargo, muchos se engañan a sí mismos y engañan con ellos a otros, por su razonamiento37. Por eso la gran importancia que dispensaba el Obispo de Ginebra al discernimiento del bien. Humildad, mansedumbre y dulzura hacen posible defender la dignidad de la razón, la verdad del ser humano y el discernimiento del bien. Optimismo salesiano Finalmente conviene destacar que la comprensión de la perfección del ser humano, la confianza radical en él, la dignidad de la razón, el valor de la libertad, conducen el humanismo salesiano a una visión optimista de la realidad, de la vida, de los hombres. Es éste uno de los rasgos peculiares y distintivos de la visión humanista salesiana, hasta tal punto que para algunos el optimismo es precisamente la actitud que caracteriza el espíritu salesiano. Ciertamente, el humanismo salesiano es radicalmente optimista: cree en el hombre concreto, en la posibilidad de superación de sus propios defectos, en las virtudes humanas. No puede ser de otra manera si realmente se considera el hombre como la perfección del universo, si se contemplan su dignidad, belleza y armonía. Francisco de Sales comprende con indulgencia, paciencia y ternura la debilidad humana: «Es necesario tener paciencia y, poco a poco, enmendar y cortar nuestras malas costumbres, domeñar nuestras aversiones y pasar por alto nuestras inclinaciones y humores, según las circunstancias porque, en definitiva, esta vida es una lucha»38. No pide grandes esfuerzos ascéticos de mortificación y ayuno: «Los ayunos largos e inmoderados me desagradan mucho… Los ciervos corren poco en dos ocasiones: cuando están demasiado gruesos y cuando están demasiado flacos. Vivimos muy expuestos a las tentaciones cuando nuestro cuerpo está demasiado alimentado y cuando está desnutrido; lo uno lo torna insolente en su vigor, y lo otro le desalienta en su debilidad. La falta de moderación en ayunos, disciplinas, cilicios y asperezas hace inútiles para el servicio de la caridad los mejores años de muchos, como sucedió a san Bernardo, que se arrepintió de haber empleado demasiada austeridad»39. Anima siempre, como se puede ver en las recomendaciones de sus cartas, en el 36
  • 37. camino de la perfección: «Mirad hacia delante sin fijaros en los peligros que veis lejos, según me escribís. Os parecen ejércitos, y no son más que sauces cortados y, mientras los miráis, podrías dar un mal paso. Hagamos un firme y general propósito de querer servir a Dios con todo nuestro corazón y nuestras vidas y luego no nos preocupemos por el mañana. Pensemos sólo en hacer el bien hoy; y cuando llegue el día de mañana, también se llamará hoy y podremos pensar en él. Para esto es también necesario tener una gran confianza en la Providencia y en el tiempo»40. Hay que superar la inquietud y el desasosiego, confiando en la bondad de Dios: «Queridísima hija, fijad arriba vuestras miradas, con una total confianza en la bondad de Dios, sin examinar tanto los progresos de vuestra alma, sin querer ser tan perfecta»41. Mirar el mundo, la realidad, la historia humana con un sano optimismo es el primer reto abierto a las comunidades cristianas si realmente queremos ser portadores de esperanza. Como en Francisco de Sales, no se trata de ignorar o negar lo que en la realidad hay de negativo y de pecado; se trata de ser capaces de ver también en ella todo lo positivo que encierra, todas las posibilidades de futuro que ofrece. Pero quizá, lo verdaderamente importante es comprender que, como en el Obispo de Ginebra, este optimismo está inspirado y arraigado en la fe. Francisco de Sales es optimista porque es un hombre de fe; porque cree en un Dios Padre que ha creado un mundo fundamentalmente bueno, y porque cree también con pasión que la historia humana es una historia de salvación y redención. De su fe viva en el amor con que Dios ha amado y ama a los hombres, un amor siempre dispuesto a amar, perdonar y rehabilitar, surge espontáneamente el optimismo salesiano; y este sano optimismo lo mantiene en paz imperturbable en medio de la ingente actividad apostólica. Para desterrar la tentación del pesimismo que, con tanta frecuencia golpea las puertas de la Iglesia, es necesario ser capaces de detectar y reconocer los signos de vida presentes en nuestra sociedad y, sobre todo, reconocer la fuente de la vida inagotable, la fuerza del Amor. Junto al optimismo late siempre el sentido de la alegría, las continuas llamadas a huir de la inquietud y de la tristeza. Francisco de Sales sabía muy bien que un corazón alegre, un espíritu alegre es un don valioso para quienes lo viven y para quienes los rodean; estaba convencido de que a quien sirve al Señor con alegría, nada puede perturbarlo y nada puede destruir su paz interior. La fuente que mana y corre Para concluir este capítulo, me parece que se puede decir que todos estos aspectos que hemos presentado, señalan el sentido y los rasgos característicos del humanismo salesiano. Francisco de Sales es un santo profundamente humano, atento siempre a la persona, sensible ante la debilidad, dispuesto siempre a comprender y a animar; y en sus obras logra una inteligente integración de la fe y de la corriente humanista tan viva en su 37
  • 38. tiempo. Pero, sin duda, es necesario subrayar, una vez más, la fuente de donde brota y fluye: en la raíz está su concepción cristiana de la persona creada a imagen y semejanza de Dios y el dinamismo del Amor de Dios. Uno de sus grandes estudiosos lo expresa de esta manera: «La originalidad de este Doctor es haber visto el dinamismo de esta subida en el amor y de haber pensado todo y escrito todo con esta visión de que el amor, y sólo el amor, explica el origen, la existencia de la subida del mundo hacia su gloria. La línea de fuerza para esta subida está en el deseo infinito de Verdad, de Belleza y de Bien, que aparece con toda su fuerza cuando el hombre logra llegar a la plena reflexión… Esto lleva a la conclusión de que es posible un humanismo puro, pero que siempre se queda imperfecto… y que finalmente, el puro humanismo encuentra su perfección, por medio de la gracia, sólo en un superhumanismo. Y esto distingue a Francisco de Sales, en el siglo XVII, del humanismo cristiano de tendencia naturalista… del misticismo abstracto con tendencia quietista, del jansenismo con tendencia pesimista, situándolo en el corazón mismo del humanismo devoto, siempre que se entienda bien esta denominación, bastante ambigua»42. Francisco de Sales cree apasionadamente en la bondad de Dios. Después de la tentación de desesperanza que le atormentó en París, su alma se fortifica cada vez más en la convicción de que Dios es bueno. Sabe que este Dios, que podría ser inaccesible, es, sin embargo, Amor; que Él desea comunicar el amor y que lo comunica gratuitamente al hombre. Su amor es universal, pero llega a cada uno de los seres humanos. Dios no es sólo Dios de todos, sino Dios de cada uno. El corazón de Dios abunda tanto en amor, que a todos llega; todos pueden poseerlo, sin que lo posea menos cada uno de los hombres, porque su bondad infinita no puede ser agotada: «El sol no ilumina menos a una rosa con mil millones de flores más que a ella sola, y Dios esparce su amor sobre un alma tanto si ama con ella a infinidad de otras almas cuanto si ama a ella sola, pues la fuerza de su amor no disminuye por muchos rayos que esparza, antes permanece siempre llena de su inmensidad»43. Por eso existe entre Dios y el hombre una íntima «conveniencia»; y, por eso, late en el corazón humano la «santa inclinación» a amar a Dios. Dios y el hombre se encuentran cara a cara, o mejor, según la imagen salesiana, «corazón a corazón». El amor de Dios ensancha el corazón del hombre y lo conduce, por el camino del amor, a alcanzar su verdadera dignidad, perfección y grandeza. 38
  • 39. III. TODO POR AMOR «Todo en la Iglesia es amor; todo vive en el amor, para el amor y del amor», declara san Francisco de Sales en el prólogo de su obra cumbre, el Tratado del amor de Dios. Dejando a un lado el pudor y los escrúpulos de Orígenes acerca de la palabra amor, por juzgarla «más propia para significar pasión carnal que afecto espiritual»1, el Obispo de Ginebra no duda en ponerla en el título de su obra, reconociendo que el nombre de amor más excelente «se da a la caridad, como al principal y más alto de los amores», porque, como diría fray Luis de León, «ninguna cosa es más propia a Dios que el amor». Según el Doctor del Amor, Dios quiere todo ordenado al amor; del amor depende el progreso espiritual y a «vivir para la gloria del amor divino» hemos de tender, sobre todo, en la vida espiritual. Con este fin preciso escribe su tratado: para «representar sencilla y escuetamente, sin artificios ni aderezos, la historia del nacimiento, el progreso, la decadencia, las operaciones, las propiedades, las ventajas y las excelencias del amor divino»2. A través de bellas y tiernas imágenes y comparaciones, tomadas muchas veces de la Sagrada Escritura (la madre que amamanta a su bebé, los enamorados, la esposa y el esposo) y, especialmente, de ese bellísimo cántico al amor humano que es el libro del Cantar de los Cantares, cuya explicación y comentarios él había seguido con gran interés en los años de estudio en París y nunca había olvidado, ofrece la inigualable historia del amor de Dios, transmitiendo en sus páginas su propia experiencia, su propia vida espiritual. Su finalidad no es otra que «ayudar al alma ya devota al progreso de su intento». Pero no sólo a través de esta magna obra, también por medio de todos sus escritos y recomendaciones y, especialmente, a través del testimonio de su vida, Francisco de Sales nos indica el camino del amor como camino de la existencia cristiana. Benedicto XVI, en su primera encíclica, enseña que las palabras de la primera carta de san Juan: «Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4,16), expresan con claridad meridiana el corazón de la fe cristiana: la imagen cristiana de Dios y también la consiguiente imagen del hombre y de su camino, y ofrecen además «una formulación sintética de la existencia cristiana: Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en él» (DC 1). Arraigada muy dentro del corazón de Francisco de Sales está la firme convicción de que todas nuestras dificultades y problemas tienen una única solución: enseñar a los hombres a amar a Dios con todo el corazón y al prójimo como a sí mismo. Conocemos ya su lema y máxima preferida: «Hay que hacerlo todo por amor y nada por la fuerza». 39