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66 | La heteronomía del ‘yo’.
José González Fuxà
La heteronomía del ‘yo’
Por: José González Fuxà
Abstract:
El presente texto trata de plantear una duda razonable referente al planteamiento kantiano del
ser humano como ser autolegislado en virtud de la autonomía de la razón y, en definitiva,
plantear la sospecha de que el ‘yo’ pueda ser el fruto de una presión entre la animalidad propia
de un ser viviente, y la dimensión normativa externa de la sociedad en la que cada individuo se
desarrolla. Para ello, se seguirán los textos de Sigmund Freud El malestar en la cultura y El yo
y el ello, textos en los que, mediante un proceder psicoanalítico, trata de justificarse la identidad
según las tensiones desarrolladas por unas entidades psíquicas, el ‘yo’, el ‘super-yo’ y el ‘ello’.
Palabras clave: psicoanálisis, cultura, super-yo, ello, identidad, autonomía de la razón,
yo, Sigmund Freud.
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0. Introducción:
En la tradición filosófica siempre ha existido la tendencia a concebir el ‘yo’ como fuente
principal de conocimiento, de moralidad, de juicio estético, sin embargo, nuestra
contemporaneidad muestra cada vez con más vehemencia que hay una parte severamente
importante de la identidad del individuo que se encuentra forjada sobre una realidad que escapa
al ámbito estricto de nuestra conciencia. Esta consideración de una parte oculta generadora de
identidad es uno de los grandes problemas filosóficos planteados en el siglo XX. Típicamente,
es posible sostener que la fenomenología supone el final de la era cartesiana en lo relativo al
conocimiento del ‘yo’, y por ende, en lo relativo a la construcción de un sistema filosófico cuyo
pilar es la conciencia. Este punto de inflexión que rompe con la potencia fenomenológica se
considera en este artículo presente en el trabajo cuya autoría pertenece al médico y pensador
austríaco Sigmund Freud.
Para introducir mi reflexión acerca de lo que he titulado como <<La heteronomía del ‘yo’>>,
parto de la concepción kantiana en lo referente a la legislación de la razón práctica, en el
concebir una facultad, una disposición humana cuyo modo conductual emana y se rige en ella
misma. El núcleo conceptual que quiero tomar de esa razón kantiana es precisamente la idea de
la razón como sistema, como aquella disposición cuya función principal es determinar la ley
moral que regirá la conducta. Se toma esta concepción dado que de ella se desprende la
necesidad de que la razón sólo puede estar gobernada por ella misma, en consecuencia, que la
razón, la conciencia, se conoce a sí misma con la suficiente potencia que se gobierna autónoma
y absolutamente.
Es aquí donde la aportación de S. Freud parece más interesante, puesto que es manifiestamente
evidente que hay algo en la concepción kantiana de la ética que contradice lo que
empíricamente es tan claro, a saber, las personas actúan según normas conductuales distintas
según el marco cultural en el que se mueven. No se propone en este punto la discusión acerca de
si es este marco cultural el que hace que esa norma cambie, sino que lo que se quiere resaltar
con esta observación es la imposibilidad de una máxima universal como la kantiana, y mucho
menos que ésta sea autolegislada y, en suma, que la autonomía moral no es un término absoluto
sino que es relativo, como mínimo, a la dimensión más empírica de cada vida humana.
El objetivo que me propongo reseguir a tenor de esta reflexión es observar, a partir de los textos
de S. Freud ‘El malestar en la cultura’ y ‘El yo y el ello’ principalmente, que no existe (como
mínimo en el mundo que irrumpe en el siglo XX hasta nuestros días) una noción de norma
conductual universal, desnuda de todo aquello que no sea relativo al hombre mismo. La
inexistencia de esta ley viene propiciada por un juego de presiones, por una tensión entre dos
68 | La heteronomía del ‘yo’.
José González Fuxà
dimensiones de la vida humana, a saber, aquello referente al deseo, cuya mayor característica es
la irrupción, y la influencia de la cultura, de las instituciones y de la vida en sociedad.
Estas dos dimensiones de la humanidad tienen dos características centrales y muy interesantes
de desdeñar para entender el escenario ético y político en general, a saber, la cuestión de hasta
qué punto no es la cultura, y por ende, el poder que a esta se le confiere, una parte inherente en
la existencia humana; por otra parte, cuán importante es para la definición de la identidad del
‘yo’, y por tanto, para la capacidad de construir una moralidad, el juego de las pasiones y la
irrupción de los deseos en lo referente a la toma de decisiones que éstos inspiran.
Sin más dilación, procedo a mostrar el análisis que la corriente psicoanalítica hace en lo relativo
a la formación del ‘yo’ como el producto de las presiones y disputas entre dos poderes que
operan sobre lo mismo en ámbitos distintos.
I. Felicidad como satisfacción: El inicio del conflicto:
Contra esas concepciones de la felicidad como un estado durable en el tiempo, es decir, como
una condición que denota cierta estabilidad en lo referente a la realización de la vida, S. Freud
sostiene que la existencia humana es esencialmente una pelea constante contra el sufrimiento.
Esta idea de felicidad no es un nuevo modo de teorización en absoluto, sin embargo, parecer ser
una concepción más fiel a lo empírico de la vida cotidiana.
La caracterización de la felicidad en la concepción freudiana que se desprende de ‘El malestar
en la cultura’ sentencia de este modo:
“[…] ¿qué fines y propósitos de vida expresan los hombres en su propia conducta; qué esperan
de la vida, qué pretenden alcanzar en ella? Es difícil equivocar la respuesta: aspiran a la
felicidad, quieren llegar a ser felices, no quieren dejar de serlo. Esta aspiración tiene dos fases:
[…] por un lado, evitar el dolor y el displacer; por el otro, experimentar intensas sensaciones
placenteras. En sentido estricto, el término “felicidad” sólo se aplica al segundo fin.” (Freud,
2004: 20)
En esta referencia queda manifiestamente clara la asociación de felicidad con satisfacción. Para
el autor, el término ‘felicidad’ en rigor es sólo aplicable a la búsqueda del placer, es decir, a la
pretensión de sofocar una necesidad fruto de un deseo por hacer, tener, o ser algo. En el fondo,
‘felicidad’ es sólo aplicable al momento en el que se alimenta nuestro narcisismo, en el que
satisfacemos nuestros placeres. Esta dimensión que S. Freud describe con dicha definición deja
a la felicidad relegada a la respuesta de un instinto, dejando de lado la posibilidad de una
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felicidad racional, no en el sentido de no haber reflexionado el medio para conseguir el fin, sino
en el sentido en que la motivación de esa deliberación es primordialmente impulsiva.
Aunque no es del todo nueva esta consideración que aquí hace S. Freud, sí tiene una variación
importante sobre lo que respecta a la noción clásica de la felicidad, a saber, si bien es cierto que
Aristóteles1
también de algún modo plantea en la ‘Ética a Nicómaco’ que el actuar siempre
viene motivado por la aparición de un fin (que como tal deseamos), y que el placer, o mejor
dicho, la satisfacción del placer es un camino hacia la felicidad. Si bien esta concepción parece
semejante a lo dicho por S. Freud, tiene una salvedad iluminadora que sirve para clarificar lo
que el filósofo austríaco sostiene, esto es, que en esta concepción clásica de la felicidad la
conducta que nos lleva a actuar de un modo u otro puede reeducarse con el fin de sentir placer
por aquello que es bueno por sí mismo y no porque sea meramente placiente. S. Freud no
contempla esta posibilidad en su definición de la felicidad, pues lo que quiere remarcar es que la
felicidad es propia y llanamente cada momento de satisfacción, sin recurrir al modo como se
llega a dicha satisfacción, sino sólo en el placer que genera. No se plantea la felicidad como un
camino a recorrer, cuyo fin es placentero en sí mismo, sino que el placer se iguala a la felicidad
en el sentido más mundano y más próximo a la dimensión corporal del hombre.
Sobre este concepto de felicidad, S. Freud describe que la esencia de la vida del hombre es
(como se decía al inicio) un continuo pelear con el sufrimiento, que puede materializarse de tres
modos, a saber:
“El sufrimiento nos amenaza por tres lados: desde el propio cuerpo que, condenado a la
decadencia y a la aniquilación, ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que
representan el dolor y la angustia; del mundo exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con
fuerzas destructoras omnipotentes e implacables; por fin, de las relaciones con otros seres
humanos.” (Freud, 2004: 21)
Se sigue de este planteamiento que la vida del hombre es una mediación continua con el
conflicto, pero no como un conflicto ajeno a la propia naturaleza de la especie en cuanto tal,
sino que el conflicto forma parte esencial del mismo concepto ontológico que la naturaleza
humana, a saber, es en la misma estructura del ser del hombre que se desenvuelve el conflicto, y
sucede como resultado a las presiones que el deseo supone sobre la convivencia y la
satisfacción. Para apoyar esta tesis, se expone lo dicho en ‘El yo y el ello’:
1
Tomo a Aristóteles como referencia clásica para la discusión sobre el motivo del ser humano para actuar. Cabe
recordar que no sólo la ética aristotélica sigue este principio, sino que otros autores considerados clásicos suscriben
esta misma visión de que la actuación es motivada por la aparición de un deseo, tales como los estoicos, la ética de
Hume, e incluso en la ética kantiana se hace referencia a las inclinaciones como cierto tipo de deseos que nos instan a
actuar de un modo u otro.
70 | La heteronomía del ‘yo’.
José González Fuxà
“[…] suponemos en todo individuo una organización coherente de sus procesos psíquicos, a la
que consideramos su yo. Este yo integra la conciencia, la cual domina el acceso a la motilidad,
esto es, la descarga de las excitaciones en el mundo exterior, siendo aquella la instancia psíquica
que fiscaliza todos sus procesos parciales, y, aun adormecida durante la noche, ejerce a través de
toda ella la censura onírica.” (Freud, 2012b: 14)
En esta cita se hace manifiesto el parecer de S. Freud acerca de que la satisfacción de las
excitaciones (es decir, de los deseos) versa sobre el mundo exterior, ya que es allí donde se
encuentran los objetos sobre los que se descargará la energía de la libido, pero más aun, también
en esta cita se hace claro que existe una instancia psíquica sobre la que el ‘yo’ es censada en
relación a sus excitaciones, esto implica que la satisfacción de estos impulsos es de forma
intrínseca regida por la censura, por ende, por el sufrimiento.
Ante esta problemática, S. Freud describe que el hombre tiende a rebajar sus pretensiones de
felicidad, es decir, el conflicto entre la satisfacción y el sufrimiento obliga al individuo a
gestionar sus pulsiones de manera que le sea posible encontrar un balance más o menos
satisfactorio entre éstas y el mundo:
“No nos extrañe, pues, que bajo la presión de tales posibilidades de sufrimiento, el hombre suela
rebajar sus pretensiones de felicidad (como, por otra parte, también el principio de placer se
transforma, por influencia del mundo exterior, en el más modesto principio de realidad); no nos
asombre que el ser humano ya se estime feliz por el mero hecho de haber escapado a la
desgracia, de haberse sobrevivido al sufrimiento;[…].” (Freud, 2004: 21)
La rebaja en dicha pretensión es un punto capital donde la crítica a la cultura del autor vira hacia
el conflicto entre poderes, poniendo este principio de juego económico entre el principio del
placer, cuya fuente principal reside en el interior del individuo, enterrado en su más profunda
inconsciencia y fuera de su absoluto control; y el principio de realidad, que exige la gestión de
los impulsos en referencia a unos marcos culturales y a unas prácticas sociales establecidas.
Puede concluirse que la idea de felicidad queda resemantizada en una noción de huida del
sufrimiento, a lo sumo, de satisfacción esporádica de un impulso desiderativo que surge de una
parte de la psíque oculta debajo de la propia identidad del individuo. Por tanto, a partir del
conflicto sobre la felicidad se propone la necesidad de un nuevo estamento psíquico que
presiona al ‘yo’ contra el mundo exterior, lo que provoca la represión de las pulsiones y, en
consecuencia, la identificación del ‘yo’ con un producto de una lucha.
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II. El ‘yo’ como producto del ‘Ello’
El concepto de felicidad prepara pues el escenario donde se van a disponer las cartas de S. Freud
para justificar esa lucha. De esta guerra, en este apartado va a mostrarse el frente interior, a
saber, como el ‘yo’ emerge de una dimensión psíquica que opera continuamente en segundo
plano y de forma inconsciente, esto es, del ‘Ello’.
El ‘Ello’ es caracterizado en el texto ‘El yo y el ello’ de la siguiente manera:
“[…]Me refiero a G.Groddeck, el cual afirma siempre que aquello que llamamos nuestro yo se
conduce en la vida pasivamente y que, en vez de vivir, somos “vividos” por poderes ignotos e
invencibles. Todos hemos experimentado alguna vez esta sensación […]Por mi parte, propongo
tenerla en cuenta, dando el nombre de yo al ente que emana del sistema P., y es primero
preconsciente, y el de ello, según hace Groddeck, a lo psíquico restante -inconsciente-, en lo que
dicho yo se continúa.” (Freud, 2012b: 22)
Freud parte de la sensación de alteridad que uno siente en algunas situaciones, es decir, la
sensación de descontrol sobre la vida, la conducta, el deseo. Lo que el médico austríaco está
proponiendo es un nombre, el de ‘Ello’, para referir a una dimensión con efectos en la vida
práctica que no es observable, para indicar, en cierto modo, un fenómeno invisible del que sólo
tenemos constancia por su efecto. A una instancia invisible porque es esta cualidad del ‘Ello’ la
que permite decir que el ‘yo’ emana de él, pues con base en la clarísima experiencia de que el
‘yo’ está influenciado en su manera de ser y de actuar por unos impulsos que él no ordena, es
necesario que haya una dimensión dentro de la conciencia de la que empíricamente no se es
consciente y, a pesar de ello, opera. No es tanto que se demuestre su existencia física como que
se hace necesaria como fuente de estos impulsos.
Más adelante en su reflexión, S. Freud desarrolla esta creación del ‘yo’ a partir de la existencia
del ‘Ello’ como una parte del mismo modificada por la influencia del mundo exterior, es decir,
la recepción de las evidencias del mundo en el ‘Ello’ fuerza la síntesis de la conciencia, en ese
concepto de la economía entre el principio del placer y el de realidad. En una previa
formulación de la cuestión S. Freud escribe:
“[…]Un individuo es ahora, para nosotros, un ello psíquico desconocido e inconsciente, en cuya
superficie aparece el yo […]. El yo no vuelve por completo al ello, sino que se limita a ocupar
una parte de su superficie […]. Pero también lo reprimido confluye con el ello hasta el punto de
no constituir sino una parte de él. En cambio, se halla separada del yo por las resistencias de la
represión, y sólo comunica con él a través del ello.” (Freud, 2012b: 22)
Implica esta reflexión acerca de la naturaleza del ‘yo’ como producción del ‘Ello’ que este
primero sólo puede salir a la superficie fruto de un forcejeo, a saber, de la economía entre el
72 | La heteronomía del ‘yo’.
José González Fuxà
placer y la realidad a la que se ve sujeto por el ‘Ello’ al gestionar sus pulsiones, por lo que esta
dimensión de lo consciente que es llamada ‘yo’ resulta de la concesión o la no concesión de la
gama de posibilidades de satisfacción de estos instintos, y por ende, de la sublimación o la
represión de los mismos. Nuevamente se hace evidente que la noción de felicidad que se ha
planteado como el desencadenante de la lucha entre el ‘Ello’ y la cultura toma su más pleno
sentido, pues es en la felicidad entendida como satisfacción y en la no felicidad como represión
donde se sostiene que el ‘yo’ del individuo emerge y se instituye como sujeto consciente.
Las materializaciones del sufrimiento son otra parte primordial de la constitución del ‘yo’, pues
de la represión de las pulsiones, o mejor dicho, de la no adecuación de éstas a los cánones
culturales o a otras censuras (exteriores interiorizadas) se genera el sentimiento de culpabilidad:
“[…] conocemos dos orígenes del sentimiento de culpabilidad: uno es el miedo a la autoridad; el
segundo, más reciente, es el temor al super-yo. […] Originalmente, la renuncia instintual es una
consecuencia del temor a la autoridad exterior; se renuncia a satisfacciones para no perder el
amor de ésta.” (Freud, 2004: 71)
El sentimiento de culpabilidad aparece fruto de la desobediencia a la autoridad exterior, por lo
que si se obedece, es decir, se renuncia a la pulsión que promueve a la desobediencia, la
culpabilidad no aparece. Más complicado es cuando esta autoridad es interior, es decir, se
traslada a una instancia psíquica dentro del propio individuo, ejerciendo presión sobre el ‘yo’
del mismo modo que lo hace el ‘Ello’, esto es, el llamado ‘super-yo’.
III. El ‘yo’ como producto del ‘Super-yo’
Aprovechando la última cita de la sección anterior, se parte en esta consideración del ‘yo’ como
producto del ‘super-yo’ de la toma de éste como censor interno, a saber:
“[…] el segundo, más reciente, es el temor al super-yo. […] El segundo impulsa, además, al
castigo, dado que no es posible ocultar ante el super-yo la persistencia de los deseos prohibidos.
[…] no sucede lo mismo con el miedo al super-yo. Aquí no basta la renuncia a la satisfacción de
los instintos, pues el deseo correspondiente persiste y no puede ser ocultado ante el super-yo.”
(Freud, 2004: 71 – 72)
El ‘super-yo’ es, por tanto, un censor inmisericorde y omnisciente, y esto es resultado de la
misma formación de esta instancia psíquica, pues el ‘super-yo’ es la asimilación del complejo
de Edipo por el individuo, esto es, es el resultado del asesinato ritual del padre por la coalición
de hermanos.
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La constitución del ‘super-yo’ es esencialmente conflictiva, pues es una renuncia forzada a la
satisfacción del niño de sus impulsos, una renuncia causada por una autoridad externa, el padre:
“[…] Bajo el imperio de la necesidad, el niño se vio obligado a renunciar también a esta agresión
vengativa, sustrayéndose a una situación económicamente tan difícil, mediante el recurso que le
ofrecen mecanismos conocidos: incorpora, identificándose con ella, a esta autoridad inaccesible,
que entonces se convierte en super-yo y se apodera de toda la agresividad que el niño
gustosamente habría desplegado contra aquélla. El yo del niño debe acomodarse al triste papel de
la autoridad así degradada: del padre.” (Freud, 2004: 74)
La naturaleza del ‘super-yo’ es entonces una asimilación implícita del carácter del padre, luego,
la censura interior que el individuo es capaz de ejercer sobre su conciencia en las etapas de
maduración de la conciencia moral no es más que el producto de una imitación, de una mímesis
que ha surgido de la tradición cultural y de la práctica educativa en tal periodo. El ‘super-yo’
además es la representación propia que cada uno se hace de la entidad que, previo a su
desarrollo moral, controlaba su conducta mediante la imposición.
La imposición de normas de conducta es, sin duda, lo que hace a S. Freud pensar que en las
tiernas etapas de la infancia, aparece un momento de frustración suprema que produce la
asimilación de esta imagen del padre, una asimilación forzada por la imposibilidad de llevar a
cabo la perpetración de la pulsión aparecida en el niño. La sensación de extrema crueldad que
este ‘super-yo’ ejerce sobre el individuo es el producto de la imagen inconsciente del padre
dentro de su centro pulsional, es decir, nada puede escapar de la mirada del ‘super-yo’ porque
vive en el ‘Ello’ casi como una entidad ajena al individuo, pero que evidentemente observa
desde su posición privilegiada el paso del deseo del centro pulsional a la consciencia.
Este carácter ajeno del ‘super-yo’ provoca casi una sensación de diálogo entre el ‘yo’ y éste. Lo
que al ‘yo’ le llega desde el ‘Ello’ como pulsión, éste no puede hacer más que mostrárselo a su
censor, de igual modo que el padre entendía los motivos de su conducta antes de su propia
autonomía. Este proceso de muestra de la pulsión que aparece en la vida consciente es casi una
demanda de permiso al ‘super-yo’ para actuar en consecuencia, con la salvedad de que es el
mismo deseo, ajeno a la voluntad del ‘yo’ en su aparición, el que provocará el sadismo del
‘super-yo’. Esto es el proceso de formación de la consciencia moral, es el modo como la lista de
conductas aceptadas en el marco cultural filtran las motivaciones y los deseos del ‘yo’ para
censurar o aprobar su perpetración. También es el modo como aparece el sentimiento de culpa,
pues del mismo modo que el padre pretendía inculcar el juicio negativo acerca de determinadas
conductas, el ‘super-yo’ por una cierta mímesis pretende ejercer la misma presión sobre el
deseo, sin tener en cuenta la extrañeza que para el ‘yo’ este deseo supone en su aparecer.
74 | La heteronomía del ‘yo’.
José González Fuxà
Para mostrar qué supone en la lectura de S. Freud el ‘super-yo’ para la aparición de la
consciencia, se expone esta referencia de ‘El malestar en la cultura’:
“[…] El super-yo es una instancia psíquica inferida por nosotros; la conciencia es una de las
funciones que le atribuimos, junto a otras; está destinada a vigilar los actos y las intenciones del
yo, juzgándolos y ejerciendo una actividad censoria. El sentimiento de culpabilidad equivale,
pues, al rigor de la conciencia; es la percepción que tiene el yo de esta vigilancia que se le
impone, es su apreciación de las tensiones entre sus propias tendencias y las exigencias del
super-yo;[…].” (Freud, 2004: 81)
La aparición de la consciencia es, por tanto, el conflicto entre la pretensión de felicidad y la
censura del ‘super-yo’ que es en esencia la asimilación de la censura externa en una instancia
psíquica interior.
IV. El ‘yo’ entre la pulsión y la cultura
La culminación de esta idea de ‘yo’ que se desprende de la lectura de ‘El malestar en la cultura’
supone el efecto de una presión entre el marco cultural y la tensión de las pulsiones, esto es, el
conflicto que exige la economía entre el principio del placer y el principio de realidad, lo
primero promovido por el centro pulsional denominado como ‘Ello’, lo segundo la censura
impuesta por la asimilación del ‘super-yo’.
En dicho texto S. Freud escribe que esta lucha entre lo exterior y lo propio es en el fondo la
oposición que supone la cultura y la felicidad:
“[…] corresponde por completo al propósito de destacar el sentimiento de culpabilidad como
problema más importante de la evolución cultural, señalando que el precio pagado por el
progreso de la cultura reside en la pérdida de la felicidad por aumento del sentimiento de
culpabilidad. […] el sentimiento de culpabilidad se expresa por una necesidad inconsciente de
castigo.” (Freud, 2004: 79)
Para S. Freud es evidente que la vida en la cultura es esencialmente una renuncia, consiste en la
interiorización del sentimiento de culpabilidad promovido por la necesidad de la convivencia.
La convivencia se torna una necesidad para el ser humano porque posibilita un mejor acceso a la
satisfacción de las pulsiones, o por lo menos, facilita un medio más cómodo para tal labor, sin
embargo, tiene también la contrapartida de establecer castigos basados en la asimilación del
remordimiento. Para esto S. Freud hace uso de un argumento que asemeja el origen de la cultura
con el origen de la religión, a saber, estableciendo en el seno de su credo este sentimiento bajo
el nombre de “pecado”:
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“[…] Las religiones, por lo menos, jamás han dejado de reconocer la importancia del sentimiento
de culpabilidad para la cultura, denominándolo “pecado” y pretendiendo librar de él a la
humanidad […] me basé precisamente en la forma en que el cristianismo obtiene esta redención
–por la muerte sacrificial de un individuo, que asume así la culpa común a todos- para deducir de
ella la ocasión en la cual esta protoculpa original puede haber sido adquirida por vez primera,
ocasión que habría sido también el origen de la cultura.” (Freud, 2004: 80)
Es, tal como muestra el autor con esta analogía, en el origen mismo de la cultura donde aparece
la frustración por la felicidad, donde se reprime por primera vez la pulsión. Como el cristiano
sigue los mandatos en nombre de aquél que asumió su culpa junto a la de todos, y obra toda su
vida para ganarse esa redención, en la cultura actuamos en función de la culpabilidad que nos
generaría obrar de cualquier otro modo, la génesis de la cultura es en el fondo el viraje del valor
contingente de las actuaciones de los sujetos hacia el valor necesario de cumplir con la censura
sin responder a la volición.
La cultura, sin embargo, se enfrenta a un problema al querer contener esas pulsiones, a saber:
“[…] al impedir la satisfacción erótica se desencadenaría cierta agresividad contra la persona que
impide esa satisfacción, y esta agresividad tendría que ser, a su vez, contenida. […]Estoy tentado
de aprovechar inmediatamente esta concepción más estrecha, aplicándola al proceso de la
represión.” (Freud, 2004: 84)
La represión toma en la cultura la forma más perfecta de dominar la conducta del individuo
desde dentro mismo del individuo, porque acaba configurando la batería de normas que el
imaginario colectivo quiere trasladar a cada particular, para evitar que el hombre termine
viviendo en un estado de naturaleza hobbesiano, en el que el instinto más animal (la
conservación y la satisfacción erótica) dominarían las relaciones intersubjetivas.
Es interesante ver cómo el ‘yo’ está sujeto a la pulsión erótica2
y cómo la cultura (el ‘super-yo’
en definitiva) fuerza a éste a conducir sus pulsiones por caminos distintos según el marco donde
se mueva, dando lugar a la construcción de una conciencia moral. Asimismo, el movimiento
pulsional se enfrenta en el origen de la cultura y da el fruto de una comunidad vinculada
libidinalmente:
“[…] el proceso cultural es aquella modificación del proceso vital que surge bajo la influencia de
una tarea planteada por el Eros y urgida por Ananké, por la necesidad exterior real; tarea que
consiste en la unificación de individuos aislados para formar una comunidad libidinalmente
vinculada. […] el proceso cultural de la especie humana es una abstracción de orden superior al
de la evolución del individuo […].” (Freud, 2004: 85)
2
No sólo es erótica la pulsión que para S. Freud rige sobre los deseos del ‘yo’, también existe una pulsión de muerte
que haría tender a éste a la destrucción y a la autodestrucción, a ésta la llamará Thánatos.
76 | La heteronomía del ‘yo’.
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La vinculación libidinal que sufre la comunidad con base en este modo común de construir el
imaginario colectivo, en lo que a la moralidad se refiere, es la mejor forma de cohesión social
posible ya que la autoridad, al surgir inconscientemente del interior de uno mismo, no se
cuestiona su legitimidad sino que se da por sentada y fundamentada en el conjunto de normas
propio.
Así S. Freud concluye que lo que sucede en la humanidad antes de la entrada de la cultura es
perfectamente extrapolable a la institución de la última, puesto que supone los mismos procesos
de censura y represión que uno tenía en el seno de su familia, pero en un ámbito discursivo
superior que podría llamarse masa social.
“[…] El super-yo de una época cultural determinada tiene un origen análogo al del super-yo
individual, pues se funda en la impresión que han dejado los grandes personajes conductores, los
hombres de abrumadora fuerza espiritual o aquellos en los que alguna de las aspiraciones
humanas básicas llegó a expresarse con máxima energía y pureza […].” (Freud, 2004: 87)
El ‘super-yo’ cultural emerge de la extrapolación de lo que ocurre en la familia, en el estado
pre-cultura al estado proto-cultura, trasladando por tanto el sadismo de dicha instancia psíquica
a la censura externa, este es el proceso por el que se formaría el contenido teórico de la moral y
luego de la ética, como mínimo en algunas de sus materializaciones.
V. Conclusión: El ‘yo’ entre dos poderes.
Volviendo en las conclusiones a lo que en la primera sección se quiso presentar como hipótesis,
a partir de esta lectura de S. Freud puede deducirse una duda razonable acerca de la idea de una
conciencia moral surgida de la propia autonomía de la razón y, por ende, de la propia autonomía
del ‘yo’.
El ‘yo’ es un producto contingente de procesos pasionales y presiones culturales: lo primero, el
poder de las pulsiones que rige nuestras motivaciones para realizar una acción; lo segundo, el
reparo que esta acción pueda suponer para el individuo en el momento de perpetrarla. De las
investigaciones de S. Freud puede afirmarse que se sigue que uno de estos poderes es inmutable,
esto es, que siempre se presenta igual ante el individuo, sin embargo, el otro es absolutamente
contingente.
El movimiento pulsional del ‘Ello’ es un fenómeno inequívocamente natural, por lo que rige de
forma automática y continuada el momento de la aparición del deseo. Este centro de pulsiones
es una característica definitoria de la identidad del ‘yo’, puesto que responde a un carácter
común en la especie. Define el ‘yo’ en tanto que es la condición de posibilidad de su existencia,
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por lo que su relación es absolutamente necesaria. Además define la parte animal del hombre, la
parte irreflexiva que busca la conservación y la satisfacción, en definitiva, la consecución de un
cierto bienestar o felicidad.
El segundo poder es el ejercido por el mundo exterior, el ejercicio por el ‘super-yo’, aquella
instancia psíquica que constituye el aparato censor de las pulsiones del ‘Ello’ para con la
conducta del individuo, y que se extrapola al imaginario colectivo de una sociedad. Sin
embargo, así como el ‘Ello’ parece tener carácter inmutable y natural, el ‘super-yo‘ cultural es
absolutamente contingente y relativo al momento histórico en que se está generando. La prueba
de dicha sentencia versa en la observación empírica de la apertura histórica de algunas
sociedades y la hermeticidad de otras.
En nuestro tiempo, podemos dar ejemplos de colectivos, de sociedades, de países cuyo
imaginario colectivo dista tanto de unos a otros que si sólo de eso dependiera nuestra
determinación, tal vez deberíamos sostener que somos de especies distintas. Esta diferencia tan
absoluta reside precisamente en la conducta, reside en la asimilación de un código moral
traducido en un ‘super-yo’ de sadismo variable. Si se traduce el ejercicio intelectual hecho en
esta lectura a los datos empíricos que el mundo ofrece, sólo se puede sostener como algo
general o universal la existencia del aparato pulsional, pues los códigos conductuales de una
sociedad liberal distarán mucho de una comunista, así como distará el modo de actuar de un
colectivo religioso a otro, o incluso en referencia a uno laico.
Para terminar con esta reflexión acerca de estos dos poderes que subyugan al ‘yo’, parece
interesante remitir a un texto también de S. Freud titulado ‘El porvenir de una ilusión’, dónde se
esboza una idea cuya verosimilitud es, como mínimo, digna de ser apuntada:
“Esta situación no constituye3
, en efecto, nada nuevo. Tiene un precedente infantil, y no es, en
realidad, más que la continuación del mismo. De niños, todos hemos pasado por un período de
indefensión con respecto a nuestros padres –a nuestro padre, sobre todo-, que nos inspiraba un
profundo temor, aunque al mismo tiempo estábamos seguros de su protección contra los peligros
que por entonces conocíamos. […] Obrando de un modo análogo, el hombre no transforma
sencillamente las fuerzas de la Naturaleza en seres humanos, a los que puede tratar de igual a
igual […], sino que las reviste de un carácter paternal y las convierte en dioses […].” (Freud,
2012a: 26 - 27)
Lo que S. Freud muy acertadamente plantea a tenor de este fragmento es que el origen de la
civilización, de la cultura, es a su misma vez el origen de la religión, por una necesidad de
3
La situación a la que se refiere en este fragmento es al estado de naturaleza en el que todos los hombres nos
encontramos antes de la vida en la civilización, donde impera ese derecho de todos por perpetrar nuestros deseos e
intereses.
78 | La heteronomía del ‘yo’.
José González Fuxà
sofocar el miedo a la naturaleza que supone esa indefensión primordial del hombre. La labor de
la religión es, entonces, la extrapolación del proceso de formación del ‘super-yo’ en el individuo
particular, es decir, la materialización de la necesidad de protección frente al mundo en un Dios
(o unos dioses) inscritos en una estructura de protección paternal, lo que supone el padre para el
individuo lo supone Dios para la sociedad.
En definitiva, la economía libidinal que supone para S. Freud la mediación entre el principio del
placer y el de realidad hace derivar un ‘yo’ construido de forma contingente, contradiciendo la
postulación de toda capacidad del mismo de autolegislarse, pues el ‘yo’ es simplemente un
esclavo que trata de sobrevivir entre lo que desea y lo que se le impone, lo pasional y lo cultural,
en definitiva, entre el poder natural del deseo y el poder histórico de la política y las religiones.
R e v i s t a d e f i l o s o f í a A d d e n d u m | 79
Vol. I / nº 5 / 2016 / 66 - 79
Bibliografía
Freud, S. (2004). El malestar en la cultura. Madrid: Alianza Editorial.
Freud, S. (2012a). El porvenir de una ilusión. Madrid: Taurus.
Freud, S. (2012b). El yo y el ello y otros ensayos de metapsicología. Madrid: Alianza Editorial

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El 'yo' entre dos poderes

  • 1. 66 | La heteronomía del ‘yo’. José González Fuxà La heteronomía del ‘yo’ Por: José González Fuxà Abstract: El presente texto trata de plantear una duda razonable referente al planteamiento kantiano del ser humano como ser autolegislado en virtud de la autonomía de la razón y, en definitiva, plantear la sospecha de que el ‘yo’ pueda ser el fruto de una presión entre la animalidad propia de un ser viviente, y la dimensión normativa externa de la sociedad en la que cada individuo se desarrolla. Para ello, se seguirán los textos de Sigmund Freud El malestar en la cultura y El yo y el ello, textos en los que, mediante un proceder psicoanalítico, trata de justificarse la identidad según las tensiones desarrolladas por unas entidades psíquicas, el ‘yo’, el ‘super-yo’ y el ‘ello’. Palabras clave: psicoanálisis, cultura, super-yo, ello, identidad, autonomía de la razón, yo, Sigmund Freud.
  • 2. R e v i s t a d e f i l o s o f í a A d d e n d u m | 67 Vol. I / nº 5 / 2016 / 66 - 79 0. Introducción: En la tradición filosófica siempre ha existido la tendencia a concebir el ‘yo’ como fuente principal de conocimiento, de moralidad, de juicio estético, sin embargo, nuestra contemporaneidad muestra cada vez con más vehemencia que hay una parte severamente importante de la identidad del individuo que se encuentra forjada sobre una realidad que escapa al ámbito estricto de nuestra conciencia. Esta consideración de una parte oculta generadora de identidad es uno de los grandes problemas filosóficos planteados en el siglo XX. Típicamente, es posible sostener que la fenomenología supone el final de la era cartesiana en lo relativo al conocimiento del ‘yo’, y por ende, en lo relativo a la construcción de un sistema filosófico cuyo pilar es la conciencia. Este punto de inflexión que rompe con la potencia fenomenológica se considera en este artículo presente en el trabajo cuya autoría pertenece al médico y pensador austríaco Sigmund Freud. Para introducir mi reflexión acerca de lo que he titulado como <<La heteronomía del ‘yo’>>, parto de la concepción kantiana en lo referente a la legislación de la razón práctica, en el concebir una facultad, una disposición humana cuyo modo conductual emana y se rige en ella misma. El núcleo conceptual que quiero tomar de esa razón kantiana es precisamente la idea de la razón como sistema, como aquella disposición cuya función principal es determinar la ley moral que regirá la conducta. Se toma esta concepción dado que de ella se desprende la necesidad de que la razón sólo puede estar gobernada por ella misma, en consecuencia, que la razón, la conciencia, se conoce a sí misma con la suficiente potencia que se gobierna autónoma y absolutamente. Es aquí donde la aportación de S. Freud parece más interesante, puesto que es manifiestamente evidente que hay algo en la concepción kantiana de la ética que contradice lo que empíricamente es tan claro, a saber, las personas actúan según normas conductuales distintas según el marco cultural en el que se mueven. No se propone en este punto la discusión acerca de si es este marco cultural el que hace que esa norma cambie, sino que lo que se quiere resaltar con esta observación es la imposibilidad de una máxima universal como la kantiana, y mucho menos que ésta sea autolegislada y, en suma, que la autonomía moral no es un término absoluto sino que es relativo, como mínimo, a la dimensión más empírica de cada vida humana. El objetivo que me propongo reseguir a tenor de esta reflexión es observar, a partir de los textos de S. Freud ‘El malestar en la cultura’ y ‘El yo y el ello’ principalmente, que no existe (como mínimo en el mundo que irrumpe en el siglo XX hasta nuestros días) una noción de norma conductual universal, desnuda de todo aquello que no sea relativo al hombre mismo. La inexistencia de esta ley viene propiciada por un juego de presiones, por una tensión entre dos
  • 3. 68 | La heteronomía del ‘yo’. José González Fuxà dimensiones de la vida humana, a saber, aquello referente al deseo, cuya mayor característica es la irrupción, y la influencia de la cultura, de las instituciones y de la vida en sociedad. Estas dos dimensiones de la humanidad tienen dos características centrales y muy interesantes de desdeñar para entender el escenario ético y político en general, a saber, la cuestión de hasta qué punto no es la cultura, y por ende, el poder que a esta se le confiere, una parte inherente en la existencia humana; por otra parte, cuán importante es para la definición de la identidad del ‘yo’, y por tanto, para la capacidad de construir una moralidad, el juego de las pasiones y la irrupción de los deseos en lo referente a la toma de decisiones que éstos inspiran. Sin más dilación, procedo a mostrar el análisis que la corriente psicoanalítica hace en lo relativo a la formación del ‘yo’ como el producto de las presiones y disputas entre dos poderes que operan sobre lo mismo en ámbitos distintos. I. Felicidad como satisfacción: El inicio del conflicto: Contra esas concepciones de la felicidad como un estado durable en el tiempo, es decir, como una condición que denota cierta estabilidad en lo referente a la realización de la vida, S. Freud sostiene que la existencia humana es esencialmente una pelea constante contra el sufrimiento. Esta idea de felicidad no es un nuevo modo de teorización en absoluto, sin embargo, parecer ser una concepción más fiel a lo empírico de la vida cotidiana. La caracterización de la felicidad en la concepción freudiana que se desprende de ‘El malestar en la cultura’ sentencia de este modo: “[…] ¿qué fines y propósitos de vida expresan los hombres en su propia conducta; qué esperan de la vida, qué pretenden alcanzar en ella? Es difícil equivocar la respuesta: aspiran a la felicidad, quieren llegar a ser felices, no quieren dejar de serlo. Esta aspiración tiene dos fases: […] por un lado, evitar el dolor y el displacer; por el otro, experimentar intensas sensaciones placenteras. En sentido estricto, el término “felicidad” sólo se aplica al segundo fin.” (Freud, 2004: 20) En esta referencia queda manifiestamente clara la asociación de felicidad con satisfacción. Para el autor, el término ‘felicidad’ en rigor es sólo aplicable a la búsqueda del placer, es decir, a la pretensión de sofocar una necesidad fruto de un deseo por hacer, tener, o ser algo. En el fondo, ‘felicidad’ es sólo aplicable al momento en el que se alimenta nuestro narcisismo, en el que satisfacemos nuestros placeres. Esta dimensión que S. Freud describe con dicha definición deja a la felicidad relegada a la respuesta de un instinto, dejando de lado la posibilidad de una
  • 4. R e v i s t a d e f i l o s o f í a A d d e n d u m | 69 Vol. I / nº 5 / 2016 / 66 - 79 felicidad racional, no en el sentido de no haber reflexionado el medio para conseguir el fin, sino en el sentido en que la motivación de esa deliberación es primordialmente impulsiva. Aunque no es del todo nueva esta consideración que aquí hace S. Freud, sí tiene una variación importante sobre lo que respecta a la noción clásica de la felicidad, a saber, si bien es cierto que Aristóteles1 también de algún modo plantea en la ‘Ética a Nicómaco’ que el actuar siempre viene motivado por la aparición de un fin (que como tal deseamos), y que el placer, o mejor dicho, la satisfacción del placer es un camino hacia la felicidad. Si bien esta concepción parece semejante a lo dicho por S. Freud, tiene una salvedad iluminadora que sirve para clarificar lo que el filósofo austríaco sostiene, esto es, que en esta concepción clásica de la felicidad la conducta que nos lleva a actuar de un modo u otro puede reeducarse con el fin de sentir placer por aquello que es bueno por sí mismo y no porque sea meramente placiente. S. Freud no contempla esta posibilidad en su definición de la felicidad, pues lo que quiere remarcar es que la felicidad es propia y llanamente cada momento de satisfacción, sin recurrir al modo como se llega a dicha satisfacción, sino sólo en el placer que genera. No se plantea la felicidad como un camino a recorrer, cuyo fin es placentero en sí mismo, sino que el placer se iguala a la felicidad en el sentido más mundano y más próximo a la dimensión corporal del hombre. Sobre este concepto de felicidad, S. Freud describe que la esencia de la vida del hombre es (como se decía al inicio) un continuo pelear con el sufrimiento, que puede materializarse de tres modos, a saber: “El sufrimiento nos amenaza por tres lados: desde el propio cuerpo que, condenado a la decadencia y a la aniquilación, ni siquiera puede prescindir de los signos de alarma que representan el dolor y la angustia; del mundo exterior, capaz de encarnizarse en nosotros con fuerzas destructoras omnipotentes e implacables; por fin, de las relaciones con otros seres humanos.” (Freud, 2004: 21) Se sigue de este planteamiento que la vida del hombre es una mediación continua con el conflicto, pero no como un conflicto ajeno a la propia naturaleza de la especie en cuanto tal, sino que el conflicto forma parte esencial del mismo concepto ontológico que la naturaleza humana, a saber, es en la misma estructura del ser del hombre que se desenvuelve el conflicto, y sucede como resultado a las presiones que el deseo supone sobre la convivencia y la satisfacción. Para apoyar esta tesis, se expone lo dicho en ‘El yo y el ello’: 1 Tomo a Aristóteles como referencia clásica para la discusión sobre el motivo del ser humano para actuar. Cabe recordar que no sólo la ética aristotélica sigue este principio, sino que otros autores considerados clásicos suscriben esta misma visión de que la actuación es motivada por la aparición de un deseo, tales como los estoicos, la ética de Hume, e incluso en la ética kantiana se hace referencia a las inclinaciones como cierto tipo de deseos que nos instan a actuar de un modo u otro.
  • 5. 70 | La heteronomía del ‘yo’. José González Fuxà “[…] suponemos en todo individuo una organización coherente de sus procesos psíquicos, a la que consideramos su yo. Este yo integra la conciencia, la cual domina el acceso a la motilidad, esto es, la descarga de las excitaciones en el mundo exterior, siendo aquella la instancia psíquica que fiscaliza todos sus procesos parciales, y, aun adormecida durante la noche, ejerce a través de toda ella la censura onírica.” (Freud, 2012b: 14) En esta cita se hace manifiesto el parecer de S. Freud acerca de que la satisfacción de las excitaciones (es decir, de los deseos) versa sobre el mundo exterior, ya que es allí donde se encuentran los objetos sobre los que se descargará la energía de la libido, pero más aun, también en esta cita se hace claro que existe una instancia psíquica sobre la que el ‘yo’ es censada en relación a sus excitaciones, esto implica que la satisfacción de estos impulsos es de forma intrínseca regida por la censura, por ende, por el sufrimiento. Ante esta problemática, S. Freud describe que el hombre tiende a rebajar sus pretensiones de felicidad, es decir, el conflicto entre la satisfacción y el sufrimiento obliga al individuo a gestionar sus pulsiones de manera que le sea posible encontrar un balance más o menos satisfactorio entre éstas y el mundo: “No nos extrañe, pues, que bajo la presión de tales posibilidades de sufrimiento, el hombre suela rebajar sus pretensiones de felicidad (como, por otra parte, también el principio de placer se transforma, por influencia del mundo exterior, en el más modesto principio de realidad); no nos asombre que el ser humano ya se estime feliz por el mero hecho de haber escapado a la desgracia, de haberse sobrevivido al sufrimiento;[…].” (Freud, 2004: 21) La rebaja en dicha pretensión es un punto capital donde la crítica a la cultura del autor vira hacia el conflicto entre poderes, poniendo este principio de juego económico entre el principio del placer, cuya fuente principal reside en el interior del individuo, enterrado en su más profunda inconsciencia y fuera de su absoluto control; y el principio de realidad, que exige la gestión de los impulsos en referencia a unos marcos culturales y a unas prácticas sociales establecidas. Puede concluirse que la idea de felicidad queda resemantizada en una noción de huida del sufrimiento, a lo sumo, de satisfacción esporádica de un impulso desiderativo que surge de una parte de la psíque oculta debajo de la propia identidad del individuo. Por tanto, a partir del conflicto sobre la felicidad se propone la necesidad de un nuevo estamento psíquico que presiona al ‘yo’ contra el mundo exterior, lo que provoca la represión de las pulsiones y, en consecuencia, la identificación del ‘yo’ con un producto de una lucha.
  • 6. R e v i s t a d e f i l o s o f í a A d d e n d u m | 71 Vol. I / nº 5 / 2016 / 66 - 79 II. El ‘yo’ como producto del ‘Ello’ El concepto de felicidad prepara pues el escenario donde se van a disponer las cartas de S. Freud para justificar esa lucha. De esta guerra, en este apartado va a mostrarse el frente interior, a saber, como el ‘yo’ emerge de una dimensión psíquica que opera continuamente en segundo plano y de forma inconsciente, esto es, del ‘Ello’. El ‘Ello’ es caracterizado en el texto ‘El yo y el ello’ de la siguiente manera: “[…]Me refiero a G.Groddeck, el cual afirma siempre que aquello que llamamos nuestro yo se conduce en la vida pasivamente y que, en vez de vivir, somos “vividos” por poderes ignotos e invencibles. Todos hemos experimentado alguna vez esta sensación […]Por mi parte, propongo tenerla en cuenta, dando el nombre de yo al ente que emana del sistema P., y es primero preconsciente, y el de ello, según hace Groddeck, a lo psíquico restante -inconsciente-, en lo que dicho yo se continúa.” (Freud, 2012b: 22) Freud parte de la sensación de alteridad que uno siente en algunas situaciones, es decir, la sensación de descontrol sobre la vida, la conducta, el deseo. Lo que el médico austríaco está proponiendo es un nombre, el de ‘Ello’, para referir a una dimensión con efectos en la vida práctica que no es observable, para indicar, en cierto modo, un fenómeno invisible del que sólo tenemos constancia por su efecto. A una instancia invisible porque es esta cualidad del ‘Ello’ la que permite decir que el ‘yo’ emana de él, pues con base en la clarísima experiencia de que el ‘yo’ está influenciado en su manera de ser y de actuar por unos impulsos que él no ordena, es necesario que haya una dimensión dentro de la conciencia de la que empíricamente no se es consciente y, a pesar de ello, opera. No es tanto que se demuestre su existencia física como que se hace necesaria como fuente de estos impulsos. Más adelante en su reflexión, S. Freud desarrolla esta creación del ‘yo’ a partir de la existencia del ‘Ello’ como una parte del mismo modificada por la influencia del mundo exterior, es decir, la recepción de las evidencias del mundo en el ‘Ello’ fuerza la síntesis de la conciencia, en ese concepto de la economía entre el principio del placer y el de realidad. En una previa formulación de la cuestión S. Freud escribe: “[…]Un individuo es ahora, para nosotros, un ello psíquico desconocido e inconsciente, en cuya superficie aparece el yo […]. El yo no vuelve por completo al ello, sino que se limita a ocupar una parte de su superficie […]. Pero también lo reprimido confluye con el ello hasta el punto de no constituir sino una parte de él. En cambio, se halla separada del yo por las resistencias de la represión, y sólo comunica con él a través del ello.” (Freud, 2012b: 22) Implica esta reflexión acerca de la naturaleza del ‘yo’ como producción del ‘Ello’ que este primero sólo puede salir a la superficie fruto de un forcejeo, a saber, de la economía entre el
  • 7. 72 | La heteronomía del ‘yo’. José González Fuxà placer y la realidad a la que se ve sujeto por el ‘Ello’ al gestionar sus pulsiones, por lo que esta dimensión de lo consciente que es llamada ‘yo’ resulta de la concesión o la no concesión de la gama de posibilidades de satisfacción de estos instintos, y por ende, de la sublimación o la represión de los mismos. Nuevamente se hace evidente que la noción de felicidad que se ha planteado como el desencadenante de la lucha entre el ‘Ello’ y la cultura toma su más pleno sentido, pues es en la felicidad entendida como satisfacción y en la no felicidad como represión donde se sostiene que el ‘yo’ del individuo emerge y se instituye como sujeto consciente. Las materializaciones del sufrimiento son otra parte primordial de la constitución del ‘yo’, pues de la represión de las pulsiones, o mejor dicho, de la no adecuación de éstas a los cánones culturales o a otras censuras (exteriores interiorizadas) se genera el sentimiento de culpabilidad: “[…] conocemos dos orígenes del sentimiento de culpabilidad: uno es el miedo a la autoridad; el segundo, más reciente, es el temor al super-yo. […] Originalmente, la renuncia instintual es una consecuencia del temor a la autoridad exterior; se renuncia a satisfacciones para no perder el amor de ésta.” (Freud, 2004: 71) El sentimiento de culpabilidad aparece fruto de la desobediencia a la autoridad exterior, por lo que si se obedece, es decir, se renuncia a la pulsión que promueve a la desobediencia, la culpabilidad no aparece. Más complicado es cuando esta autoridad es interior, es decir, se traslada a una instancia psíquica dentro del propio individuo, ejerciendo presión sobre el ‘yo’ del mismo modo que lo hace el ‘Ello’, esto es, el llamado ‘super-yo’. III. El ‘yo’ como producto del ‘Super-yo’ Aprovechando la última cita de la sección anterior, se parte en esta consideración del ‘yo’ como producto del ‘super-yo’ de la toma de éste como censor interno, a saber: “[…] el segundo, más reciente, es el temor al super-yo. […] El segundo impulsa, además, al castigo, dado que no es posible ocultar ante el super-yo la persistencia de los deseos prohibidos. […] no sucede lo mismo con el miedo al super-yo. Aquí no basta la renuncia a la satisfacción de los instintos, pues el deseo correspondiente persiste y no puede ser ocultado ante el super-yo.” (Freud, 2004: 71 – 72) El ‘super-yo’ es, por tanto, un censor inmisericorde y omnisciente, y esto es resultado de la misma formación de esta instancia psíquica, pues el ‘super-yo’ es la asimilación del complejo de Edipo por el individuo, esto es, es el resultado del asesinato ritual del padre por la coalición de hermanos.
  • 8. R e v i s t a d e f i l o s o f í a A d d e n d u m | 73 Vol. I / nº 5 / 2016 / 66 - 79 La constitución del ‘super-yo’ es esencialmente conflictiva, pues es una renuncia forzada a la satisfacción del niño de sus impulsos, una renuncia causada por una autoridad externa, el padre: “[…] Bajo el imperio de la necesidad, el niño se vio obligado a renunciar también a esta agresión vengativa, sustrayéndose a una situación económicamente tan difícil, mediante el recurso que le ofrecen mecanismos conocidos: incorpora, identificándose con ella, a esta autoridad inaccesible, que entonces se convierte en super-yo y se apodera de toda la agresividad que el niño gustosamente habría desplegado contra aquélla. El yo del niño debe acomodarse al triste papel de la autoridad así degradada: del padre.” (Freud, 2004: 74) La naturaleza del ‘super-yo’ es entonces una asimilación implícita del carácter del padre, luego, la censura interior que el individuo es capaz de ejercer sobre su conciencia en las etapas de maduración de la conciencia moral no es más que el producto de una imitación, de una mímesis que ha surgido de la tradición cultural y de la práctica educativa en tal periodo. El ‘super-yo’ además es la representación propia que cada uno se hace de la entidad que, previo a su desarrollo moral, controlaba su conducta mediante la imposición. La imposición de normas de conducta es, sin duda, lo que hace a S. Freud pensar que en las tiernas etapas de la infancia, aparece un momento de frustración suprema que produce la asimilación de esta imagen del padre, una asimilación forzada por la imposibilidad de llevar a cabo la perpetración de la pulsión aparecida en el niño. La sensación de extrema crueldad que este ‘super-yo’ ejerce sobre el individuo es el producto de la imagen inconsciente del padre dentro de su centro pulsional, es decir, nada puede escapar de la mirada del ‘super-yo’ porque vive en el ‘Ello’ casi como una entidad ajena al individuo, pero que evidentemente observa desde su posición privilegiada el paso del deseo del centro pulsional a la consciencia. Este carácter ajeno del ‘super-yo’ provoca casi una sensación de diálogo entre el ‘yo’ y éste. Lo que al ‘yo’ le llega desde el ‘Ello’ como pulsión, éste no puede hacer más que mostrárselo a su censor, de igual modo que el padre entendía los motivos de su conducta antes de su propia autonomía. Este proceso de muestra de la pulsión que aparece en la vida consciente es casi una demanda de permiso al ‘super-yo’ para actuar en consecuencia, con la salvedad de que es el mismo deseo, ajeno a la voluntad del ‘yo’ en su aparición, el que provocará el sadismo del ‘super-yo’. Esto es el proceso de formación de la consciencia moral, es el modo como la lista de conductas aceptadas en el marco cultural filtran las motivaciones y los deseos del ‘yo’ para censurar o aprobar su perpetración. También es el modo como aparece el sentimiento de culpa, pues del mismo modo que el padre pretendía inculcar el juicio negativo acerca de determinadas conductas, el ‘super-yo’ por una cierta mímesis pretende ejercer la misma presión sobre el deseo, sin tener en cuenta la extrañeza que para el ‘yo’ este deseo supone en su aparecer.
  • 9. 74 | La heteronomía del ‘yo’. José González Fuxà Para mostrar qué supone en la lectura de S. Freud el ‘super-yo’ para la aparición de la consciencia, se expone esta referencia de ‘El malestar en la cultura’: “[…] El super-yo es una instancia psíquica inferida por nosotros; la conciencia es una de las funciones que le atribuimos, junto a otras; está destinada a vigilar los actos y las intenciones del yo, juzgándolos y ejerciendo una actividad censoria. El sentimiento de culpabilidad equivale, pues, al rigor de la conciencia; es la percepción que tiene el yo de esta vigilancia que se le impone, es su apreciación de las tensiones entre sus propias tendencias y las exigencias del super-yo;[…].” (Freud, 2004: 81) La aparición de la consciencia es, por tanto, el conflicto entre la pretensión de felicidad y la censura del ‘super-yo’ que es en esencia la asimilación de la censura externa en una instancia psíquica interior. IV. El ‘yo’ entre la pulsión y la cultura La culminación de esta idea de ‘yo’ que se desprende de la lectura de ‘El malestar en la cultura’ supone el efecto de una presión entre el marco cultural y la tensión de las pulsiones, esto es, el conflicto que exige la economía entre el principio del placer y el principio de realidad, lo primero promovido por el centro pulsional denominado como ‘Ello’, lo segundo la censura impuesta por la asimilación del ‘super-yo’. En dicho texto S. Freud escribe que esta lucha entre lo exterior y lo propio es en el fondo la oposición que supone la cultura y la felicidad: “[…] corresponde por completo al propósito de destacar el sentimiento de culpabilidad como problema más importante de la evolución cultural, señalando que el precio pagado por el progreso de la cultura reside en la pérdida de la felicidad por aumento del sentimiento de culpabilidad. […] el sentimiento de culpabilidad se expresa por una necesidad inconsciente de castigo.” (Freud, 2004: 79) Para S. Freud es evidente que la vida en la cultura es esencialmente una renuncia, consiste en la interiorización del sentimiento de culpabilidad promovido por la necesidad de la convivencia. La convivencia se torna una necesidad para el ser humano porque posibilita un mejor acceso a la satisfacción de las pulsiones, o por lo menos, facilita un medio más cómodo para tal labor, sin embargo, tiene también la contrapartida de establecer castigos basados en la asimilación del remordimiento. Para esto S. Freud hace uso de un argumento que asemeja el origen de la cultura con el origen de la religión, a saber, estableciendo en el seno de su credo este sentimiento bajo el nombre de “pecado”:
  • 10. R e v i s t a d e f i l o s o f í a A d d e n d u m | 75 Vol. I / nº 5 / 2016 / 66 - 79 “[…] Las religiones, por lo menos, jamás han dejado de reconocer la importancia del sentimiento de culpabilidad para la cultura, denominándolo “pecado” y pretendiendo librar de él a la humanidad […] me basé precisamente en la forma en que el cristianismo obtiene esta redención –por la muerte sacrificial de un individuo, que asume así la culpa común a todos- para deducir de ella la ocasión en la cual esta protoculpa original puede haber sido adquirida por vez primera, ocasión que habría sido también el origen de la cultura.” (Freud, 2004: 80) Es, tal como muestra el autor con esta analogía, en el origen mismo de la cultura donde aparece la frustración por la felicidad, donde se reprime por primera vez la pulsión. Como el cristiano sigue los mandatos en nombre de aquél que asumió su culpa junto a la de todos, y obra toda su vida para ganarse esa redención, en la cultura actuamos en función de la culpabilidad que nos generaría obrar de cualquier otro modo, la génesis de la cultura es en el fondo el viraje del valor contingente de las actuaciones de los sujetos hacia el valor necesario de cumplir con la censura sin responder a la volición. La cultura, sin embargo, se enfrenta a un problema al querer contener esas pulsiones, a saber: “[…] al impedir la satisfacción erótica se desencadenaría cierta agresividad contra la persona que impide esa satisfacción, y esta agresividad tendría que ser, a su vez, contenida. […]Estoy tentado de aprovechar inmediatamente esta concepción más estrecha, aplicándola al proceso de la represión.” (Freud, 2004: 84) La represión toma en la cultura la forma más perfecta de dominar la conducta del individuo desde dentro mismo del individuo, porque acaba configurando la batería de normas que el imaginario colectivo quiere trasladar a cada particular, para evitar que el hombre termine viviendo en un estado de naturaleza hobbesiano, en el que el instinto más animal (la conservación y la satisfacción erótica) dominarían las relaciones intersubjetivas. Es interesante ver cómo el ‘yo’ está sujeto a la pulsión erótica2 y cómo la cultura (el ‘super-yo’ en definitiva) fuerza a éste a conducir sus pulsiones por caminos distintos según el marco donde se mueva, dando lugar a la construcción de una conciencia moral. Asimismo, el movimiento pulsional se enfrenta en el origen de la cultura y da el fruto de una comunidad vinculada libidinalmente: “[…] el proceso cultural es aquella modificación del proceso vital que surge bajo la influencia de una tarea planteada por el Eros y urgida por Ananké, por la necesidad exterior real; tarea que consiste en la unificación de individuos aislados para formar una comunidad libidinalmente vinculada. […] el proceso cultural de la especie humana es una abstracción de orden superior al de la evolución del individuo […].” (Freud, 2004: 85) 2 No sólo es erótica la pulsión que para S. Freud rige sobre los deseos del ‘yo’, también existe una pulsión de muerte que haría tender a éste a la destrucción y a la autodestrucción, a ésta la llamará Thánatos.
  • 11. 76 | La heteronomía del ‘yo’. José González Fuxà La vinculación libidinal que sufre la comunidad con base en este modo común de construir el imaginario colectivo, en lo que a la moralidad se refiere, es la mejor forma de cohesión social posible ya que la autoridad, al surgir inconscientemente del interior de uno mismo, no se cuestiona su legitimidad sino que se da por sentada y fundamentada en el conjunto de normas propio. Así S. Freud concluye que lo que sucede en la humanidad antes de la entrada de la cultura es perfectamente extrapolable a la institución de la última, puesto que supone los mismos procesos de censura y represión que uno tenía en el seno de su familia, pero en un ámbito discursivo superior que podría llamarse masa social. “[…] El super-yo de una época cultural determinada tiene un origen análogo al del super-yo individual, pues se funda en la impresión que han dejado los grandes personajes conductores, los hombres de abrumadora fuerza espiritual o aquellos en los que alguna de las aspiraciones humanas básicas llegó a expresarse con máxima energía y pureza […].” (Freud, 2004: 87) El ‘super-yo’ cultural emerge de la extrapolación de lo que ocurre en la familia, en el estado pre-cultura al estado proto-cultura, trasladando por tanto el sadismo de dicha instancia psíquica a la censura externa, este es el proceso por el que se formaría el contenido teórico de la moral y luego de la ética, como mínimo en algunas de sus materializaciones. V. Conclusión: El ‘yo’ entre dos poderes. Volviendo en las conclusiones a lo que en la primera sección se quiso presentar como hipótesis, a partir de esta lectura de S. Freud puede deducirse una duda razonable acerca de la idea de una conciencia moral surgida de la propia autonomía de la razón y, por ende, de la propia autonomía del ‘yo’. El ‘yo’ es un producto contingente de procesos pasionales y presiones culturales: lo primero, el poder de las pulsiones que rige nuestras motivaciones para realizar una acción; lo segundo, el reparo que esta acción pueda suponer para el individuo en el momento de perpetrarla. De las investigaciones de S. Freud puede afirmarse que se sigue que uno de estos poderes es inmutable, esto es, que siempre se presenta igual ante el individuo, sin embargo, el otro es absolutamente contingente. El movimiento pulsional del ‘Ello’ es un fenómeno inequívocamente natural, por lo que rige de forma automática y continuada el momento de la aparición del deseo. Este centro de pulsiones es una característica definitoria de la identidad del ‘yo’, puesto que responde a un carácter común en la especie. Define el ‘yo’ en tanto que es la condición de posibilidad de su existencia,
  • 12. R e v i s t a d e f i l o s o f í a A d d e n d u m | 77 Vol. I / nº 5 / 2016 / 66 - 79 por lo que su relación es absolutamente necesaria. Además define la parte animal del hombre, la parte irreflexiva que busca la conservación y la satisfacción, en definitiva, la consecución de un cierto bienestar o felicidad. El segundo poder es el ejercido por el mundo exterior, el ejercicio por el ‘super-yo’, aquella instancia psíquica que constituye el aparato censor de las pulsiones del ‘Ello’ para con la conducta del individuo, y que se extrapola al imaginario colectivo de una sociedad. Sin embargo, así como el ‘Ello’ parece tener carácter inmutable y natural, el ‘super-yo‘ cultural es absolutamente contingente y relativo al momento histórico en que se está generando. La prueba de dicha sentencia versa en la observación empírica de la apertura histórica de algunas sociedades y la hermeticidad de otras. En nuestro tiempo, podemos dar ejemplos de colectivos, de sociedades, de países cuyo imaginario colectivo dista tanto de unos a otros que si sólo de eso dependiera nuestra determinación, tal vez deberíamos sostener que somos de especies distintas. Esta diferencia tan absoluta reside precisamente en la conducta, reside en la asimilación de un código moral traducido en un ‘super-yo’ de sadismo variable. Si se traduce el ejercicio intelectual hecho en esta lectura a los datos empíricos que el mundo ofrece, sólo se puede sostener como algo general o universal la existencia del aparato pulsional, pues los códigos conductuales de una sociedad liberal distarán mucho de una comunista, así como distará el modo de actuar de un colectivo religioso a otro, o incluso en referencia a uno laico. Para terminar con esta reflexión acerca de estos dos poderes que subyugan al ‘yo’, parece interesante remitir a un texto también de S. Freud titulado ‘El porvenir de una ilusión’, dónde se esboza una idea cuya verosimilitud es, como mínimo, digna de ser apuntada: “Esta situación no constituye3 , en efecto, nada nuevo. Tiene un precedente infantil, y no es, en realidad, más que la continuación del mismo. De niños, todos hemos pasado por un período de indefensión con respecto a nuestros padres –a nuestro padre, sobre todo-, que nos inspiraba un profundo temor, aunque al mismo tiempo estábamos seguros de su protección contra los peligros que por entonces conocíamos. […] Obrando de un modo análogo, el hombre no transforma sencillamente las fuerzas de la Naturaleza en seres humanos, a los que puede tratar de igual a igual […], sino que las reviste de un carácter paternal y las convierte en dioses […].” (Freud, 2012a: 26 - 27) Lo que S. Freud muy acertadamente plantea a tenor de este fragmento es que el origen de la civilización, de la cultura, es a su misma vez el origen de la religión, por una necesidad de 3 La situación a la que se refiere en este fragmento es al estado de naturaleza en el que todos los hombres nos encontramos antes de la vida en la civilización, donde impera ese derecho de todos por perpetrar nuestros deseos e intereses.
  • 13. 78 | La heteronomía del ‘yo’. José González Fuxà sofocar el miedo a la naturaleza que supone esa indefensión primordial del hombre. La labor de la religión es, entonces, la extrapolación del proceso de formación del ‘super-yo’ en el individuo particular, es decir, la materialización de la necesidad de protección frente al mundo en un Dios (o unos dioses) inscritos en una estructura de protección paternal, lo que supone el padre para el individuo lo supone Dios para la sociedad. En definitiva, la economía libidinal que supone para S. Freud la mediación entre el principio del placer y el de realidad hace derivar un ‘yo’ construido de forma contingente, contradiciendo la postulación de toda capacidad del mismo de autolegislarse, pues el ‘yo’ es simplemente un esclavo que trata de sobrevivir entre lo que desea y lo que se le impone, lo pasional y lo cultural, en definitiva, entre el poder natural del deseo y el poder histórico de la política y las religiones.
  • 14. R e v i s t a d e f i l o s o f í a A d d e n d u m | 79 Vol. I / nº 5 / 2016 / 66 - 79 Bibliografía Freud, S. (2004). El malestar en la cultura. Madrid: Alianza Editorial. Freud, S. (2012a). El porvenir de una ilusión. Madrid: Taurus. Freud, S. (2012b). El yo y el ello y otros ensayos de metapsicología. Madrid: Alianza Editorial