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DON JUAN Y TRASCENDENCIA
Tirso de Molina: del Siglo de Oro al siglo XX. Actas del Coloquio Internacional.
Ignacio Arellano, Blanca Oteiza, Mª Carmen Pinillos & Miguel Zugasti (eds.),
Madrid: Revista Estudios, 1995, p. 181-211.
ISBN: 84-920005-3-8.
L’homme est un animal qui cherche Dieu
(Don Juan, Joseph Delteil).
Introducción
Estudiar el tema de la trascendencia en el mito literario de Don Juan exige, en buena ley,
profundizar simultáneamente en otro tema inseparable: el del amor; e incluso otro tanto cabe decir
del convite: tan íntimamente ligados están dentro de todas y cada una de las auténticas cristalizaciones
de la leyenda. No creemos, sin embargo, que el lector nos eche en cara un acercamiento puramente
puntual en el que nos centremos decididamente en el aspecto específicamente trascendental, esto es,
el que traspasa los límites de la ciencia experimental; y ello, por dos razones: la primera, porque este
procedimiento nos permite indagar con más libertad de movimientos en un asunto tan arduo como
es todo aquello que escapa a nuestros conocimientos empíricos; la segunda, porque, a largo plazo,
tendremos la ocasión de comprobar que todo nos conduce al mismo centro del mito donjuanesco y,
por ende, a su interacción con los demás temas que en él intervienen.
Si, como dicen las Escrituras, a Dios nadie le vio jamás, es lógico que sea este mismo Dios –
otro inesperado interlocutor de Don Juan además del gracioso– quien nos permita dar el primer paso
dentro del terreno apenas hollado de la trascendencia. Junto con él, y por mero proceso antitético,
habría de ser tratado en un estudio ulterior el Diablo; y, consecuentemente a este par de seres, sus
dos respectivos ámbitos –cielo e infierno– junto con los medios de que los personajes disponen para
penetrar en uno o en otro de estos dominios dependiendo de su comportamiento respecto al medium
donjuanesco por antonomasia: el mundo occidental cristiano; lógico sería, pues, cuando el tiempo lo
permita, dar algunas pinceladas en lo que atañe a la Iglesia y dos elementos que de ella se desprenden:
la gracia y los sacramentos.
La trascendencia y el resto de los personajes
Don Juan vive inmerso en un mundo que admite la existencia de lo trascendente y, más
precisamente, de Dios; punto este de partida indispensable para comprender con mayor hondura lo
que supone su actuación. En efecto, todos y cada uno de los personajes –desde los más espiritualistas
hasta los más materialistas– no osan poner en duda un mundo suprasensible. Algo, a nuestro modo
de entender, extremadamente significativo por cuanto pone de realce la relación de Don Juan
respecto al más allá. Todos, decimos, independientemente de su extracción social y del papel que
desempeñen en la trama. Tisbea, en El burlador de Sevilla, suplica al hacedor que las palabras del
náufrago sean del todo sinceras (I, v. 609-636); es más, en caso contrario, no deja de avisar –en curiosa
coincidencia con la prometida de Batricio– al desconocido amante que “hay Dios y que hay muerte”
(a. I, v. 913-914) en la que encontrará el “castigo” (I, v. 959) y la maldición (III, v. 275) que exigirían
una eventual infidelidad. No es otra cosa la que le recuerda Catalinón antes de que el caballero despoje
a Aminta de su honor (III, v. 165-166). Otro tanto hace su mismo padre cuando le recuerda: “Mira
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que, aunque al parecer / Dios te consiente y aguarda, / su castigo no se tarda” (II, v. 393-395); y en
el Don Juan Tenorio de Zorrilla no deja de advertirle: “no te olvides / de que hay un Dios justiciero”
(parte II, a. I, esc. 12, v. 772-773). Caso curioso es el de Byron. El defensor de la libertad griega frente
al imperio otomano nos pinta un Don Juan itinerante, sin destino, aprendiz del mundo al que van
abriéndose progresivamente sus ojos. Tras sus hazañas militares, nos lo encontramos en Moscú,
valido de la reina y con un futuro más que prometedor. No olvida sin embargo su origen y escribe a
España. Cuando su madre lee las nuevas, además de preocuparse por el estado crematístico de Don
Juan, no deja, en su respuesta, de encomendarlo a Dios, al hijo de Dios y a su madre; más aún: le
advierte que se guarde mucho del culto griego, tan sospechoso a los ojos de la católica España (canto
X, estancia XXXII). De igual manera, en El Convidado de piedra de Puskin, tampoco podemos olvidar la
figura de Doña Anna pidiéndole al monje Diego –que no es otro sino Don Juan disfrazado– que la
acompañe en sus oraciones por su difunto esposo, un esposo que el mismísimo “monje” ha matado…
(esc. III, p. 61).
Todos, hasta el rey, están convencidos de que Dios existe, observa cada uno de los pasos que
los hombres dan sobre la tierra. No estaría de menos recordar, no obstante, que su papel se reduce a
constatar su impotencia para ejercer la justicia que la tradición les había confiado al tiempo que deben
reconocer que es el mismo Dios quien retribuye a justos y pecadores: “¡Justo castigo del cielo!”,
exclama el rey tras el relato de Catalinón en El burlador (III, v. 1055). No difiere mucho la reacción del
soberano en Il Convitato di pietra del pseudo-Cicognini: “Don Giovanni è precipitato! Il Cielo, giusto
vendicatore di chi tradisce degl’innocenti, lo ridusse a tal fine. È decreto di Dio: chi mal vive, mal
muore” (a. III, esc. 10, p. 302).
Todos, pues, y sería nefando poner en duda la actitud de los dos ángeles, el bueno y el malo,
del Don Juan de Marana ou la Chute d’un ange de Dumas… Durante años sin cuento el buen ángel
mantiene su pie sobre el pecho del ángel malo de suerte que no le deja libertad alguna para tentar a
los hombres; se cumple así la súplica del conde Don Juan, aquel que diera nombre a los demás
Tenorios, y que, llegado al Cielo, pide a Dios impida que el demonio pueda tentar a sus descendientes:
bien sabe él que uno de ellos, llevado por su misma naturaleza maldita, será quien deshonre la estirpe
de los Tenorios: “Jusqu’à ce que, parmi ces fils d’avance élus, / Il en naisse un, enfin, d’esprits, si
dissolus, / Que, sans être poussé par Satan vers l’abîme, / De son propre penchant il commette un
grand crime” (a. I, esc. I, p. 3). Más tarde, ya reducido al estado de puro y simple vasallo, José, el
hermano bastardo de Don Juan, desesperado, se dirige al sepulcro donde yace su padre y le pide, en
virtud del amor que en vida se tuvieron, estampe su firma sobre el testamento que escribiera todavía
vivo con el objeto de recuperar su estatuto de caballero y sus bienes; prueba eficiente de que también
este personaje conserva una conciencia clara de la existencia de otro mundo. De hecho, la escena es
sobrecogedora: “L’effigie du Comte se soulève lentement sur le tombeau, prend la plume et le
parchemin des mains de Don José, signe, laisse tomber le parchemin, et se recouche sans pousser un
soupir, sans prononcer une parole” (a. III, cuadro V, II, p. 72-73).
Es preciso también constatar la presencia del mismo Dios quien toma forma de personaje
según los casos siendo el más extendido el de la estatua de piedra. Que Don Juan lo admita o no, ése
es un problema que también habremos de tratar, pero de hecho, no podemos pasar por alto la
aparición de un actante trascendente en la casi totalidad de textos. Salidos de España, por ejemplo,
topamos con los convidados italianos. Los escenarios son diversos; por otro lado, hemos perdido la
obra de Giliberto, pero no la del pseudo-Cicognini en la que asistimos a un diálogo que encierra un
aspecto interesante: la música es por primera vez evocada cuando la estatua le pregunta al caballero:
“Voi musica, Don Giovanni?”; premonición de posteriores arias inolvidables (Gluck, Mozart,
Goldoni, Strauss, Stravinski…). Don Juan no parece prestar excesiva atención a esta proposición; no
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parece tener todavía sensibilizado el oído y por lo tanto ha de limitarse a escuchar la canción agorera:
“Giunt’è l’ora fatal, malvagio e rio, / che più nelle lascivie non starai, / e se l’onor altrui tradito avrai
/ il castigo è sicur ora da Dio. / In questo punto ti convien il fio / pagar de’ tuoi misfatti, e tu ben
sai, / ch’è detto vero del Sommo Motore, / che, alla fin, chi mal vive mal si muore” (III, 8, p. 300).
Don Juan y la trascendencia
Ahora bien, los textos nos permiten dilucidar que el mismo protagonista es en este aspecto
bien diferente del resto de los demás personajes. Pocas pruebas tan fidedignas como la ya proverbial
respuesta que el seductor da a Tisbea: “¡Qué largo me lo fiáis!” (I, v. 960) y a su padre Don Diego (II,
v. 400). Dicha frase, nos parece, encierra dos lecturas. La primera y más fácil es la del galán que
pospone para un plazo lejano el resultado de sus fechorías; pero la segunda y principal lectura indica
subrepticiamente que el cautivador no solamente pospone la hora fatal, sino que la pone en duda;
prueba evidente es ese mismo “fiáis”, indudable alusión a una fe meramente humana que en modo
alguno acepta la existencia de una trascendencia más allá de este mundo tangible. En efecto, si su
padre le avisa “que es juez fuerte / Dios en la muerte” (II, v. 398-399), poco inquietan estas palabras
a un Don Juan que prefiere evitar lo que para los demás es una evidencia: “¿En la muerte? / […] /
De aquí allá hay gran jornada” (II, v. 399-401). Reminiscencias evidentes de aquel “¡Qué largo me lo
fiáis!” o de este “De aquí allá hay gran jornada” las encontramos en el Don Juan Tenorio de Zorrilla; se
trata de la escena arriba mencionada en la que Don Diego recordaba a su hijo la justicia de Dios.
Pocas líneas más abajo, cuando el padre constata muy a su pesar lo poco que consiguen sus
amonestaciones, se despide en compañía del que iba a ser su consuegro no sin antes recordar a su
hijo: “Don Juan, en brazos del vicio / desolado te abandono: / me matas… mas te perdono / de
Dios en el santo juicio”; a lo que su hijo responde: “Largo el plazo me ponéis” (I, I, 12, v. 788-792).
Donde quizás se acentúe más tal tipo de respuesta es en el Don Juan de Lenau, quintaesencia del
panteísmo romántico. El padre de ambos ha enviado a Don Diego para que llame al orden a Don
Juan; al final de una conversación en la que nada ha podido conseguir, Don Diego le plantea la
pregunta del plazo que habrá de cumplirse:
Wie wird am Zahlungstag zu Mut dir sein?
Meinst du, man zahlt nach lustigen Gelagen
die Gläser nur, die man dem Wirt zerschlagen,
und die gebrochnen Herzen gehen drein? (p. 5).
¿Cómo te encontrarás el día en que se cumpla el plazo? ¿Acaso crees que tras alegres orgías no se pagan
más que los vidrios rotos y olvidas que también es preciso dar cuentas de los corazones rotos?
A lo cual responde Don Juan con un desapego que no admite réplica:
Die Gläser und die Herzen, alle Zechen
hab’ ich bezahlt, wenn meine Augen brechen;
mein letzter Hauch ist Sühnung und Entgelt,
denn er verweht mich selbst, und mir die Welt.
Vidrios y corazones, todo lo habré soldado cuando se apaguen mis ojos. Mi último aliento será la
expiación y la recompensa, ya que me suprime a mí mismo y a mí mismo me quita el mundo.
Con estas palabras el héroe evoca, según Thomas (1989: 49), uno de los principios de panteístas
antiguos y modernos. En efecto, con su muerte, Don Juan paga su deuda contraída con la humanidad
ya que dejará de tener existencia propia al ser absorbido por el ser divino que lo creó.
Las causas de tal postura son múltiples, evidentemente, según se trate de tal o cual versión
donjuanesca: figura polimórfica por excelencia, Don Juan nunca es el mismo aun cuando siempre
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encontremos en su modo de proceder una serie de características que lo definen como tal. Estas
propiedades, más que en su porte exterior o en su pensamiento, residen especialmente en lo que
algunos críticos han dado en llamar los “invariantes” de Don Juan, tales como su seducción
encarnizada, su desafío a la trascendencia y el convite a cenar con el muerto. Sin detenernos a
considerarlos en este estudio, sí podemos no obstante adentrarnos más aún en sus relaciones con esa
trascendencia que estamos estudiando. El Don Juan atribuido a Tirso de Molina era, como veíamos,
frívolo por naturaleza; apenas conocía la impiedad pues sus aventuras amorosas no le permitían –
español hasta la médula de los huesos– detenerse a considerar fríamente asuntos de este cariz. No
ocurre otro tanto, como sabemos, en posteriores formulaciones del mito; desde que los italianos
tomaron el relevo para posteriormente pasárselo a los dramaturgos franceses, se ha operado un
cambio bastante notable en lo que respecta a las relaciones del joven caballero, retoño de los ilustres
Tenorios, con la divinidad. En la escena italiana abundaban los lazzi y divertimientos; incluso tomaban
un cuerpo en ocasiones excesivamente desmesurado que impedía enfocar con claridad el centro de
la imagen; aun con todo, la etapa italiana ha supuesto un paso de gigante en la modulación del carácter
del joven caballero; rebelde por instinto a la familia, al Estado y a Dios, el Don Juan que nos presenta
el país de la “Signoria” y del “condottiere” se va desgajando progresivamente de toda atadura a la
tradición puramente católica y ortodoxa. El resultado es patente: el seductor, ya representado en
Francia incluso por compañías italianas, adquiere un talante más reflexivo y tajante al respecto: lejos
de escabullirse y confiar en la tardanza de un desenlace que se le antoja incierto, adopta un contorno
netamente definido, el mismo que adaptarán los autores franceses. Así, en L’Atéiste foudroyé ou le Fils
criminel de Dorimon, frente a su padre Dom Alvaros, quien parte desesperado al comprobar el
desgraciado curso que están tomando los acontecimientos, Don Juan no duda en erigirse como único
dueño de sus actos: “Que le destin se bande ou pour, ou contre moy, / Pere, Princes, ny Dieux ne
me feront la loy” (I, 5, v. 291-292). Como ya indicara Gendarme de Bévotte, el espíritu de
independencia y orgullo que aflora en el Don Juan de Villiers, en su pieza que lleva idéntico título
que la precedente, es todavía más acusado que en el personaje de Dorimon; Philipin nos lo describe
en una soberbia pincelada: “Qui se moque de tout, ne craint ny Dieux, ny diables” (II, 4, v. 520). En
esta obra, consiguientemente con el título, la escena del diálogo con Don Alvaros se repite. Frente a
un padre que implora a los dioses para que salven a su hijo del castigo que está a punto de fulminarlo
(I, 4, v. 219-222), el despiadado Don Juan no escatima en sus diatribas libertinas: “Je ne vous connoy
plus, ny ne vous veux connaistre, / Je ne veux plus souffrir de Pere, ny de Maistre; / Et si les Dieux
vouloient m’imposer une Loy, / Je ne voudrois ny Dieux, Pere, Maistre, ny Roy” (I, 5, v. 307-310).
Es más, ante la última súplica de Dom Alvaros –“Justes Dieux, épargez à ce Fils criminel, / À ma
priere ardente, un supplice eternel” (I, 5, v. 337-338), el hijo prorrumpe con una decisión tan altiva
como irrevocable: “Que le sort soit prospere, ou qu’il soit ennuyeux, / Je suis mon Roy, mon Maistre,
et mon sort, et mes Dieux” (I, 5, v. 341-342).
Palabras harto elocuentes que nos permiten contradecir a las de Gendarme de Bévotte cuando
afirmaba: “Il est intéressant de noter le chemin parcouru de Tirso à Molière. Chez l’auteur espagnol,
Don Juan néglige les prescriptions de l’Église, mais il les respecte; chez Dorimon, il croit encore en
Dieu, mais il le brave; chez Molière, il est sceptique” (1988: 129, nt. 1). Es algo evidente en el diálogo
entre la Sombra y el joven caballero; cuando aquella le pregunta por el origen de la creación y concluye
que sus mismas acciones no tienen más apoyo que el del mismo Dios, Don Juan responde: “Que me
viens-tu prosner? Il n’est pas de saison / De me cathechiser, j’aurois peu de raison, / Si je ne
connoissois l’autheur de toutes choses, / Je sçay bien que ces mains sont les premieres causes / Des
ouvrages qu’on voit, qu’on admire icy bas (V, 8, v. 1787-1791). En efecto, una primera lectura parece
apuntar hacia cierta sumisión de Don Juan –“si je ne connoissois l’autheur de toutes choses”; pero
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una revisión más atenta desvela el auténtico pensamiento de un Don Juan materialista: el mismo que
dice que sus mismas manos son causa primera y no segunda de las cosas. Sin embargo Dorimon se
percata de que ha ido demasiado lejos y se las ingenia para deshacer el camino andado. No es otra la
razón del diálogo que sigue. A la pregunta de la Sombra: “Sçais-tu bien qu’à present ce Dieu veut ton
trépas?”, Don Juan se limita a reconocer no sin un punto de rebeldía: “Il m’a donné l’esprit, l’ame, la
connoissance, / La force, la raison, le cœur, l’intelligence, / Et tout cela pour vaincre, et braver les
destins / Et non pour affliger l’ouvrage de ses mains” (V, 8, v. 1793-1796). Curiosamente, no es
nombrado Dios en la pieza de Molière –lo cual no significa que no aparezca la trascendencia–, debido,
sin duda alguna, por exigencias de bienséances y para apoyar más aún el carácter agnóstico de su
personaje. Algo que Mongrédien comentaba diciendo que, del mito de Don Juan, Molière “en fit sans
peine une étude magistrale de caractère, une peinture bien vivante du libertin athée, dressé comme
un défi devant Dieu, type dont la cour offrait alors maints exemples” (in Molière, 1992: 350).
Ahora bien, perderíamos el sentido de la perspectiva si nos limitásemos a considerar única y
exclusivamente el Don Juan del siglo XVII: es preciso avanzar para verlo desenvolverse, especialmente
en plena época romántica y contemporánea, donde su relación con respecto a la divinidad es
diametralmente opuesta. Así, Musset lo imagina en busca de la mujer ideal y, por relación de
concomitancia, soñador de sombras vanas entre las que, al borde de la desesperación, Don Juan busca
a su Dios (II, XLIV, p. 191). Algo semejante ocurre en El Convidado de piedra de Puskin: absorto, Don
Juan contempla a Doña Anna rezar diariamente ante el túmulo de su difunto esposo; cuando, en un
arrebato de amor, se acerca simulando ser un monje al que no está prohibida la entrada en el
camposanto, el diálogo que ambos personajes entablan no deja lugar a dudas: Don Juan confiesa que
cuando ella se inclina para rezar, él cree ver un misterioso ángel que desciende sobre la tumba del
esposo y, aunque incapaz de rezar, queda extasiado por la escena de amor que sus ojos le muestran
(III, p. 61-63). Avanzando más aún en pleno romanticismo, Dumas nos presenta a un Don Juan,
como decíamos arriba, predeterminado a cometer un crimen infausto. De hecho, varios van a ser y
de manera estrepitosa: blasfematorias risas en la estancia contigua a la de su padre moribundo,
asesinato del confesor de su padre el conde, despojo a su hermano Don José del título y los bienes
que este conlleva… Es fácil hacerse a la idea de los pensamientos que se ciernen sobre él cuando ya
todo ha sido consumado: ora inspirados por el ángel bueno, ora suscitados por el ángel malo, vacila
entre el camino a seguir. Las preguntas que él mismo se hace son prueba evidente de que el Don Juan
de Dumas tiene conciencia: ¿arrepentirse?, ¿expiar por la muerte del sacerdote?, ¿obtener el perdón
de su padre que ahora está en el más allá? Pero, se pregunta entre lágrimas con las mismas palabras
que le susurra el ángel bueno antes de partir: “Mais peut-être que Dieu répondra: «C’est trop tard!»”
(I, VII, p. 16-18); momento que el ángel malo aprovecha para proponerle que vaya, como su antecesor
molieresco, a la conquista de nuevos mundos, sin dueño ni rey, en busca de placeres hasta entonces
insospechados (ibid.). Pocos años más tarde, Lenau esboza en su poema “semi-inconcluso” su
opinión sobre Don Juan y su relación con la divinidad. Así, cuando una mañana, en compañía de su
lacayo Marcello, Don Juan atraviesa un bosque a caballo, mezcla con no poca intuición su visión de
la naturaleza con la Venus universal que cantara Lucrecio al principio de su poema sobre la naturaleza
(De Natura Rerum, I, v. 29-41):
Das Herz, in dem die Wesen alle gründen,
der Born, worein sie sterbend alle münden,
der Gott der Zeugung ist’s, der Herr der Welt,
die er, nie satt, in seinen Armen hält (p. 6).
El corazón sobre el que reposan todos los seres, la fuente donde todos desembocan al morir, es el dios
generador, el señor del mundo, el que lo mantiene de manera insaciable entre sus brazos.
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Alejándose de Lenau, Zorrilla puede ponerse en parangón con Dumas. Su Don Juan, a pesar
de tantos avisos celestiales, tarda en admitir la existencia de una trascendencia (de hecho en ambos
casos todo se resolverá en los últimos segundos de que disponían): más incrédulos que el apóstol
Tomás, que vio y creyó, ellos han visto pero se niegan a creer por cuanto supone la conversión. A
este respecto, es muy elocuente el brindis que hacen Don Juan y sus amigos el capitán Centellas y
Avellaneda: mientras el oficial brinda por la memoria del Comendador y para que Dios le dé su gloria,
Don Juan, vuelve a las andadas y expone su radical materialismo:
Mas yo, que no creo que haya
más gloria que esta mortal,
no hago mucho en brindis tal;
mas por complaceros, ¡vaya!
Y brindo a que Dios te dé
la gloria, Comendador
(II, II, 1, v. 3308-3313).
Momento que el Cielo aprovecha para hacer su entrada en escena a través de la estatua del
Comendador; en efecto, al tiempo que sus dos amigos caen fruto de un repentino desvanecimiento,
el espectro se aparece a Don Juan y le habla en estos términos que no dejan lugar a dudas:
Al sacrílego convite
que me has hecho en el panteón,
para alumbrar tu razón,
Dios asistir me permite.
Y heme que vengo en su nombre
a enseñarte la verdad;
y es: que hay una eternidad
tras de la vida del hombre.
[…]
Mas, como esto que a tus ojos
está pasando supones
ser del alma aberraciones
y de la aprensión antojos,
Dios, en su santa clemencia,
te concede todavía,
Don Juan, hasta el nuevo día
para ordenar tu conciencia
(II, II, 2, v. 3432-3451).
Toda la obra de Joseph Delteil puede resumirse en aquellas palabras que poníamos como
epígrafe de estas líneas: “L’homme est un animal qui cherche Dieu”. Para el autor francés, su Don
Juan es ante todo un seductor que ha sufrido hasta lo indecible y que, buscando una razón de ser del
mundo que le rodea, del acto mismo de la seducción, de su virilidad y de la femineidad, acaba por
comprender que solo Dios es la respuesta a todas sus preguntas, el único pontón capaz de ligar entre
sí tantas realidades hasta entonces inconexas. De ahí que exclame: “Ah! si Dieu lui aussi était en chair
et en os!… S’il y avait un pont entre les roses et l’azur!… Entre l’odor di femina et l’odeur de sainteté…
Toute sa vie, Don Juan cherchera passionnément le «pont de Dieu»” (I, p. 31). Este “puente de Dios”
es crucial en la obra de Delteil; hablará de él a propósito de la epopeya española en el Nuevo Mundo,
le servirá como punto de apoyo para esbozar héroes hispánicos como el Cid, Pizarro y Don Quijote;
pero le será útil sobre todo para alcanzar su objetivo y de pronto Don Juan es caballero, conquistador
y místico, características que el autor francés atribuye de modo específico a la mentalidad española.
Dejando ahora a un lado l’esprit chevaleresque y la conquistadorerie, fijémonos en el punto más
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sorprendente: Don Juan no puede ser sino santo… o diablo. Santo porque está siempre “ardiendo”,
principio intrínseco de la Santidad, nos dice Delteil; de ahí su fuego abrasador en busca de Dios:
Le saint est qui dépouille l’éphémère, le fortuit, le temporel, pour saisir à bras-le-corps l’idéal.
Le saint est qui vise Dieu. La devise du saint, la devise de Don Juan est: passionnément. […] Que
l’on ne voie ici nul mélange suspect, nulle simonie! Les attaches de la chair et de la spiritualité sont
délicates et profondes, légitimes et sacrées. Il y a un pont en l’air par où la sensibilité rejoint Dieu: la
Mystique. Le “pont de Dieu”. […] Catholique espagnol, et chrétien plutôt que catholique, car le
catholicisme est au christianisme ce qui le mariage est à l’amour. Foi en l’Amour, foi en la Vierge, foi
en Dieu (fût-ce à l’envers parfois, car il y a foi contre Dieu): voilà la charpente de son être (III, p. 92-
98).
No deja de ser llamativo este Don Juan que vive en continuo balanceo entre la aberración y la
purificación; en ocasiones el contraste es sobrecogedor, como en aquella ocasión en que vinieron a
mezclarse sus fechorías presentes con el recuerdo de su propia violación. Lanzado a la voluptuosa
seducción de viudas, vírgenes, novias y granjeras, este Don Juan se encanalló; cuanto más se hundía,
más se depravaba, hasta cierta ocasión en que cambió de objetivo se vio reflejado en una de sus
víctimas:
Quand il en fut cependant aux gamines, il eut un brusque retour de conscience, une minute d’abyssal
effroi. Il revit en un éclair un groupe de lavandières tripotant un pâle petit garçon sur un lit de
saponaire… Il s’écria: “Mon Dieu, quoi qu’il arrive, je crois en Vous!” Et il palpait avidement son
scapulaire sur sa peau… (IV, p. 134-136).
La fe retorna, su mística añoranza de lo divino, tan defendida por Delteil y que da cuerpo a
toda la obra. Aun con todo, es preciso recordar que el autor ha comprendido bien al mítico personaje
y no desaprovecha cuantas ocasiones se le presentan para exponer sus dudas: “–Le Ciel? railla-t-il.
Bon pour les enfants à la mamelle! Le ciel bleu avec son Dieu à barbe blanche… Dieu?” (V, p. 164).
Poco importa, en su Don Juan, Joseph Delteil prepara minuciosamente el final de la obra; precisamente
por ello consiente en pasar por estos meandros propios de la leyenda donjuanesca.
Novador donde los haya es el Don Juan oder Liebe der Geometrie de Frisch. En pleno siglo XX, en
plena deconstrucción del mito y cuestionamiento de todo tipo de trascendencia, su Don Juan, original
donde los haya, ofrece una versión inesperada. El protagonista, como en tantos otros casos, está
sencillamente cansado; cansado de ser la diana de la justicia humana, la “víctima” de tantas mujeres
que no pueden sino seducirle, el perseguido por la Iglesia española… La vida se le hace insoportable
y tiene entonces una ocurrencia luminosa: ¿y si él mismo se inventara la trascendencia? Con ella, todo
cambiaría, y cual hombre gastado, se retiraría a vivir y morir en paz. No es otra cosa lo que sugiere al
obispo de Córdoba:
Mi propuesta es sencilla y clara: Don Juan Tenorio, enemigo jurado de la Iglesia española […] está
dispuesto, como le digo, a morir este mismo día. Usted, la Iglesia española, me asegura una renta
modesta, sin más, una celda de monje, si es posible no muy pequeña, en un convento… de hombres, si
me permite expresar mi deseo, y que dé sobre los montes de Andalucía. […] A cambio, obispo de
Córdoba, le doy lo que la Iglesia española necesita actualmente con más urgencia: la leyenda del perjuro
sumido en el infierno. […] De otra forma, ¿cuánto tiempo tendré que seguir soportando esta vida?
Seducir a las mujeres, matar a los maridos, reír a carcajada limpia y seguir mi camino… […] La juventud
me toma como modelo; veo acercarse una generación que se lanzará a la nada, como yo, audaz tan solo
porque habrán visto que la justicia no existe. […] No solo estoy cansado de las mujeres […], estoy harto
del sacrilegio. […] ¡Llevo doce años provocando como un niño a ese espacio azul al que llaman Cielo!
[…] Pero incluso mis sacrilegios me han hecho célebre. […] Estoy desesperado. […] Con un solo “sí”
que usted diga, obispo de Córdoba, la leyenda florecerá. Ya tengo contratada a una persona para que
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desempeñe el papel de Comendador. Llegarán las mujeres; en cuanto oigan la voz de ultratumba
comenzarán a chillar, no se preocupe. Y entonces yo daré una carcajada blasfematoria tal que a través
de todos sus huesos les correrá un estremecimiento glacial. Con un petardo que tengo preparado para
el momento propicio, ocultarán sus rostros entre las manos –mire bajo la mesa esa máquina que he
ingeniado: Excelencia, el azufre y el humo llenarán la estancia. Todo en un abrir y cerrar de ojos. […] Y
mientras tanto, salto a la bodega –mire esa trampilla sobre las losetas. […] Ahí tengo preparados un
hábito de sayal y una navaja para afeitarme este célebre bigote y, ni visto ni oído, entre el polvo del
sendero camina un monje… Solo pongo una condición, que el secreto quede entre nosotros dos. […]
Mi bajada a los infiernos será el consuelo de las esposas de los maridos muertos, de la multitud de mis
acreedores; en fin, todos salimos ganando. ¿No es maravilloso? […] Don Juan ha muerto. Dispongo de
paz, me dedico a mi geometría y usted, la Iglesia, ya tiene una prueba insospechada de la justicia celeste,
algo que nunca encontraría en toda España (IV, p. 66-72).
Sencillamente original; pena que incluso el supuesto obispo de Córdoba no fuera sino otro
marido cornudo magníficamente disfrazado… Más insólito aún es lo que propone Montherlant,
dispuesto a deshacer todos los residuos románticos donjuanescos. Como Frisch, en su Don Juan
Montherlant vuelve a las raíces multiseculares y procura, a la manera de Molière, eliminar la
trascendencia. Si este, cansado, concluía diciéndole al piadoso pobre a propósito del luis de oro: “Va,
va, je te le donne pour l’amour de l’humanité” (III, II), el autor de la pieza de 1956 le decía a Linda
que le pedía un broche:
(Lui donnant la broche). Tiens, va, prends-la. Je te la donne pour l’amour de… Non, je ne peux pas dire
“pour l’amour de Dieu”; Dieu, ce n’est pas sérieux. Pour l’amour de qui? Pour l’amour de moi? Bah!
disons “pour l’amour de toi”, et qu’on n’en parle plus (I, II, p. 48).
Nada es más cierto que con Montherlant desaparece, así, desaparece, la trascendencia divina
del mito donjuanesco, al menos por unos años. En verdad es llamativa la fuerza con la que su
protagonista insiste una y otra vez sobra la inexistencia de Dios y cuanto Dios significa: “Dieu! Jadis,
la religion m’indignait. Maintenant, elle n’est plus pour moi que quelque chose de comique” (I, IV, p.
55). La más incisiva de sus diatribas se produce en el duelo con el Comendador, un duelo que Don
Juan perdería –no hay que olvidar que el Don Juan de Montherlant es sexagenario–, pero aun con
todo, su orgullo y su ateísmo son aquí más patentes que nunca:
LE COMMANDEUR, DÉGAINANT
En garde! homme immonde, en garde! Toi, je ne te manquerai pas.
[…]
[Don Juan] dégaine à son tour, mais déjà l’epée du Commandeur, appuyée sur sa
poitrine, le maintient immobile, adossé à un arbre. Don Juan laisse tomber son
épée.
LE COMMANDEUR
Misérable! demande pardon à Dieu pour tes crimes!
DON JUAN
Je ne demanderai pas pardon à un Dieu qui n’existe pas pour des crimes qui
n’existent pas (II, IV, p. 79).
Prosiguen las imprecaciones del Comendador que exige un arrepentimiento, un pesar siquiera,
de cuanto ha hecho; pero es difícil doblegar la voluntad de Don Juan; por ello el Comendador se
apresta a dar el golpe de gracia –cosa que sin embargo no llevará a cabo por no hacerle el favor de
suprimirle de la faz de la tierra, algo que Don Juan anhela con todas las veras de su corazón:
LE COMMANDEUR
Veux-tu être en une seconde dans l’enfer?
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DON JUAN
Je veux être en une seconde dans le néant, et ne me sentir plus. Tuez-moi,
Commandeur, pour l’amour de ce Dieu qui n’existe pas (II, IV, p. 79-82).
“L’homme est un animal qui cherche Dieu”, recordamos con Delteil. En Montherlant, como
estamos viendo, todo cambia, aun cuando las palabras sean prácticamente las mismas; lo que cambia
es el modo de abordarlas. En efecto, en la pieza de este último, los pensadores aseguran discernir
todo el mal del héroe: su insaciable búsqueda de Dios. Así, el primer pensador que afirma: “… il est
en quête de l’absolu, c’est-à-dire de Dieu” (III, II, p. 128). A lo que Alcacer responde dejando las cosas
claras:
Ce qui est, c’est d’abord que Don Juan ne croit pas en Dieu, s’en trouve fort bien, et n’a nulle envie d’y
croire (III, II, p. 132).
Sin embargo, nuestra lectura sería superficial si nos limitásemos a ver en el Don Juan de
Montherlant un ateo sin más; su personaje está lleno de dudas y pensamientos que le apesadumbran:
apenas se comprende a sí mismo, de ahí el que afloren de vez en cuanto contradicciones que no pasan
desapercibidas a su criado; de ahí, por ejemplo, que se atreva a decirle: “Vous ne croyez pas en Dieu,
et vous l’invoquez à chaque instant” (III, VI, p. 163).
El desafío a la trascendencia
En el texto de Delteil teníamos la ocasión de examinar la fe en el amor propia a nuestro
protagonista; y no sin razón, el autor francés precisaba en su exordio: “Foi en l’Amour, foi en la
Vierge, foi en Dieu (fût-ce à l’envers parfois, car il y a foi contre Dieu): voilà la charpente de son être”.
Dentro del desafío de Don Juan a la trascendencia hay un aspecto que ha sido poco tratado: su
provocación durante la seducción. En efecto, no le ha bastado al hijo de los Tenorios ser en extremo
taimado: por su boca muere el pez y comete el mismo error que Macbeth. Cuando con dulces palabras
se aproxima al lecho de Aminta, obnubilado por el placer venidero, parece no percatarse de unas
palabras que pronuncia y le habrán de ser fatales: “Si acaso / la palabra y la fe mía / te faltare, ruego
a Dios / que a traición y alevosía / me dé muerte un hombre… (Aparte) muerto, / que, vivo, ¡Dios
no permita!” (III, v. 276-280). Y Dios, que todo lo oye y todo lo ve, según la doctrina en la que el
mito se desarrolla, no duda en tomarle la atrevida palabra… La mejor prueba de ello la tenemos en
ese instante, sobremanera irreversible, en el que Don Juan ya ha alargado su mano a la estatua del
Comendador. Poco importa el fuego presente con los suplicios que le aguardan y que se verificarán
como se está verificando la “profecía” del protagonista cuando decía a Aminta: “que […] me dé
muerte un hombre… muerto”. Así es, Dios ha tomado al pie de la letra sus palabras y no duda en
recordárselas a través de su emisario, el Comendador Don Gonzalo: “Las maravillas de Dios / son,
Don Juan, investigables, / y así quiere que tus culpas / a manos de un muerto pagues” (III, v. 950-
953).
Dentro de este aspecto del desafío a la trascendencia, se encuentra un caso especialmente
singular: la provocación inconsciente por parte de Don Juan. Más precisamente, se trata del buen
ángel de Don Juan de Marana tomando cuerpo, gracias a la intercesión de la Virgen María, en el despojo
mortal de sor Marthe, hermana del convento del Rosario. Nuevo Cédar a la manera de Lamartine, el
buen ángel se dispone así a padecer cualquier futuro de miserias, como él mismo dice, a fin de salvar
el alma de Don Juan. Ahora bien, la Virgen le advierte que, como le ocurriera a Cédar con Daïdha,
su naturaleza habrá de cambiar al tiempo que olvide todo recuerdo celeste; solo le quedará un arma
para rehabilitar el alma del seductor: “Ayant, pour tout soutient et tout trésor, dans l’âme: /
L’espérance, la foi, la prière et l’amour. [Les ailes de l’Ange tombent toutes seules, et l’Ange redescend
lentement vers la terre]” (II, cuadro III, escena única, p. 52). Las consecuencias son más serias de lo
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que a primera vista parece, pues en adelante Don Juan, que no tarda en quedarse prendado de la
belleza de sor Marthe, en realidad intentará seducir, sin saberlo, a quien fue un ángel celestial… algo
que no tardará en llegar:
DON JUAN: Je vous ai reconnue, moi… À l’instant où je vous vis, je me suis dis: “Celle que je cherche,
la voilà!… la bien-aimée de mon cœur, la voilà… la fiancée de mes rêves, la voilà! c’est elle!” Car vous
avez passé dans mes nuits comme j’ai passé dans les vôtres, et, si j’ai éclairé votre sommeil, vous avez
brûlé le mien.
MARTHE: Eh bien, écoutez, écoutez à votre tour, et que Dieu me pardonne; si je fais mal, je l’ignore…
mais c’est étrange, ce que je vais vous dire. Je ne vous avais jamais rencontré avant aujourd’hui, non,
j’en suis sure; eh bien, cependant je vous ai reconnu; il m’a semblé vous avoir vu déjà dans l’autre monde,
sinon dans celui-ci… Vous avez parlé, le son de votre voix m’a fait tressaillir et m’a inondée d’une
mélodie familière à mon oreille! Vous avez dit votre nom, Don Juan, ce nom… certes, je ne connaissais
aucun homme de ce nom!… eh bien, il m’a semblé que c’était un nom familier à mon cœur, il m’a
semblé que je l’avais prononcé déjà… où, je ne sais… à quelle occasion, je l’ignore… car il y a un voile
entre mon corps et mon âme, car il me semble que j’obéis, en ce moment même, malgré moi, à un
pouvoir surhumain qui me pousse vers vous, qui fait renaître d’anciennes pensées dans mon esprit, qui
arrache du plus profond de mon cœur des paroles qui y dormaient oubliées… Don Juan, j’aime votre
nom! Don Juan, j’aime votre voix!… Don Juan… (Se précipitant le front contre terre). Pardonnez-moi, mon
Dieu! Prenez pitié! ici, dans votre église, dans votre maison sainte, j’allais lui dire: “Don Juan, je vous
aime!” (IV, cuadro VI, II, p. 77).
Como vemos, la profesa también ha quedado prendada de Don Juan, pero no como ella
preveía, lo cual le habría proporcionado la posibilidad de obtener su salvación. En efecto, sor Marthe,
como Ofelia, no ha tardado en perder el juicio, y Don Juan, viéndola reír como una niña, corriendo
y saltando al tiempo que nombra a su amado, la persigue hasta perderla de vista y, vuelto en sí,
recapacita sobre el fatídico carácter de rey Midas que ha ido adquiriendo su vida:
Ô mon Dieu! je suis un être bien fatal aux autres et à moi-même; tout ce que je touche se brise ou se
flétrit; et ceux à qui je n’ôte pas la vie perdent la raison (IV, cuadro VII, III, p. 86).
También hay ultraje a la trascendencia divina en otro acto seductor: el de Don Juan
introduciendo a doce prostitutas, doce –número bíblico y apostólico–, en un monasterio de clausura
disfrazadas de pajes. Cuando ya varias han conseguido, según las consignas de Don Juan, seducir a
los monjes que se disponían a comer, aparece el padre prior en la puerta del refectorio. No es difícil
imaginar su cólera: “Sündenpest, Gestank der Hölle!” (p. 9) y la reacción del inveterado seductor:
“Herr, dein Aufruf wird zu schanden; dein Flagellum nimm zu handen!” (“Señor, tus gritos nada
pueden. Coge tu látigo con la mano!”). La reminiscencia –Flagellum, dice– del látigo de cuerdas que
Cristo hizo para derribar las mesas de los cambistas y echar a los mercaderes del Templo es inmediata:
hasta ahí llega el desafío del seductor que no repara en medios para reírse de la trascendencia y sus
santas leyes.
Sí ha sido muy tratado, en cambio, el tema del arrojo frente a la trascendencia; baste con pasar
revista a los romances de la calavera y el convidado de piedra –oriundos de Lugo, Burgos, León,
Segovia y llegados incluso a Chile en diversas variantes. En El burlador Don Juan comete un acto que
le llevará irremisiblemente al final de sus días terrenos; un acto especialmente ultrajante dentro del
mundo castellano –como bien se deja ver, por ejemplo, en el Cantar de Mío Cid: el hecho de mesar la
barba a un hombre; otro tanto ocurre en los romances arriba mentados, como en los de Burgos y
León (Alvar: 1979, 316-317). Pero este hecho adquiere aquí una gravedad inusitada si tenemos en
cuenta que Don Juan mesa la barba a la estatua de un Comendador por él asesinado al intentar robarle
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su honor familiar: “¿Buen viejo, barbas de piedra?” (III, v. 453), le apostrofa al tiempo que se ríe y le
tira de sus barbas. Nada ocurre… por ahora, pero Dios no olvida, como más abajo tendremos ocasión
de comprobar. Punto importante este: de hecho, no aparece en Il Convitato di pietra, donde Passarino
solamente nos relata que un “barbon mort” invitó a su patrón a cenar (III, 10, p. 302); prueba harto
evidente del carácter español de mesar la barba; máxime si tenemos en cuenta las grandes semejanzas
que esta pieza del pseudo-Cicognini conserva con respecto a la atribuida a Tirso de Molina. De hecho,
cuando Don Juan se entretiene con la estatua de Don Gonzalo, bien deja ver su gallardía: lo primero
que hace es pedirle sus señas de identidad: “Di, ¿qué quieres, / sombra o fantasma o visión?” (III, v.
628-629). Pero en su impertinencia el joven caballero va más allá de lo que en un principio cabría
esperar –de ahí también el incalculable valor de este mito literario– cuando sin amedrentarse lo más
mínimo pide una aclaración: “¿Estás gozando de Dios? / ¿Dite la muerte en pecado? / Habla, que
suspenso estoy” (III, v. 635-637). Palabras, a nuestro modo de ver, sobremanera importantes por
cuanto nos desvelan que en los albores de las primeras cristalizaciones del mito literario, Don Juan
no es todavía un personaje ajeno a la trascendencia: de otra forma, nunca se preocuparía –“suspenso
estoy”, dice– por el estado presente de una persona que conoció y que, bien lo sabe, sigue
“existiendo” de alguna manera en otro mundo…
No cabe duda de que Don Juan, a medida que ha ido avanzando su mito en la literatura, se ha
ido alejando de aquellos ateistas de los escenarios italianos del siglo XVII… hasta ya muy entrado el
siglo XX. En Delteil Don Juan ni siquiera se pregunta por el estado actual de la estatua; simplemente
la invita:
– Tiens! Tiens! Mais voici le Commandeur, ma parole! La belle statue qu’on t’a fait là, Commandeur
d’Ulloa! Dieu me pardonne, tu as l’air guilleret de quelqu’un qui court chez sa belle. Demain soir, j’offre
festin dans mon palais. Il y aura des pucelles, parbleu. Veux-tu venir?
Alors on vit la Statue du Commandeur s’animer vaguement dans l’ombre ambrée, car le crépuscule déjà
brouillait toutes les cartes, et de la tête faire signe:
– Oui! (IV, p. 145-149).
Sí ha habido distanciamiento, de ello no cabe la menor duda, en Le Festin de Pierre de Molière;
mucho se ha escrito a este respecto sobre el ateísmo del protagonista; y sin embargo mucho más se
habló entonces, como lo muestra la supresión de la obra y el lapsus de representación hasta bien
avanzado el siglo XIX. También lo muestra un soneto que extraemos de la revista Le Moliériste; algunos
versos son a este respecto muy reveladores de lo que para los espectadores de entonces significó la
representación del Dom Juan. Después de haber pisoteado, tirado al Sena y denigrado hasta lo
indecible esta pieza que corría de boca en boca propagando el crimen de Molière, el autor del soneto
declara que solo quedará satisfecho cuando vea al mismo autor padecer los sufrimientos del mismo
Prometeo: “Tous ces maux différents ensemble ramassés / Pour son impiété ne seraient pas assez; /
Il faudrait qu’il fût mis entre quatre murailles, / Que ses approbateurs le vissent en ce lieu, / Qu’un
vautour, jour et nuit, déchirât ses entrailles, / Pour montrer aux impies à se moquer de Dieu”
(reproducido en el n de julio de 1885, p. 107; Biblioteca Nacional de París, ms. fondos franceses n
15012, p. 45).
Crimen, impiedad… y sacrilegio; formas todas del desafío a la trascendencia divina, cuyo
parangón lo encontramos en Montherlant; así, cuando, incitado por Alcacer, promete una
peregrinación si conserva la vida:
DON JUAN, JOIGNANT LES MAINS, GRAVEMENT.
Mon Dieu, je fais le vœu d’aller à Santiago si j’ai la vie sauve. Mais je ne fais le
vœu de croire en vous, ça, non. (À Alcacer) Est-ce que cela va ainsi?
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ALCACER
À moitié.
DON JUAN
J’irai à Santiago. Maintenant le vœu en est fait.
ALCACER
Fait avec une réserve sacrilège (III, IV, p. 151).
No obstante, cuando el joven queda a solas, se ve inmerso en un gran pavor, el que surge de
manera inmediata en contacto directo, como ha sido el suyo, con lo sobrenatural. Calor, frío,
estremecimiento ante lo desconocido… y sobre todo un temor del que, no obstante, se rehace en
seguida alegando que no es propio de su condición y menos aún de su renombrado prestigio sevillano
(El burlador de Sevilla, III, v. 662-685). Similares son las reacciones en otras variaciones del tema
donjuanesco en este momento cumbre: “Ma, oh Dio, che stringo un ghiaccio, un freddo marmo?”
(Il Convitato di pietra, III, 8, p. 301).
Otra prueba fehaciente de que el ser supremo no ha perdido palabra de cuantos comentarios
ha hecho el seductor, es que la misma estatua le recuerda precisamente sus desvaríos y aseveraciones
a propósito del tan manido “plazo”: “Adviertan los que de Dios / juzgan los plazos grandes, / que
no hay plazo que no llegue / ni deuda que no se pague (III, v. 928-931); tema que merece nos
detengamos a continuación con mayor detenimiento.
Don Juan, nuevo Jacob
“El hombre que los dioses aman muere joven”, decía Heródoto en sus Historias (vid. el
parlamento de Menandro en Cléobis y Biton) tal y como nos lo recuerda Byron a propósito del
protagonista en compañía de la griega Haydée (IV, XII). En efecto, al igual que Hipólito, Don Juan,
por lo general, se presenta prematuramente ante el juez supremo, pero no de la misma manera. Es
más, el seductor asiste al combate pertrechado como un guerrero que ha de entablar entonces un
combate a vida o muerte; una lucha de la que solo uno de los dos combatientes ha de salir victorioso.
En El burlador, saca fuerzas de flaqueza: las suficientes para desenvainar su daga, pero pronto se cansa
de “tirar golpes al aire” (III, v. 960). “Lasciami, traditore!” (III, 8, p. 301), exclama en Il Convitato di
pietra del pseudo-Cicognini donde el autor indica en una acotación: “Don Giovanni pone mano a uno stile,
e gli tira nel petto” (ibid.). En la pieza de Dorimon apenas tiene tiempo; solo sabemos lo que habría
hecho, según él dijera en otra ocasión, si hubiese de enfrentarse al Dios que quería su muerte:
“…Voila ce qui peut retarder mon trespas. / Ouy, ce fer armeroit ma main contre un Tonnerre, /
Luy montrant son espée. Si le Ciel m’attaquoit, je luy ferois la guerre, / Tout au moins je mourrois dans
cette volonté” (V, 8, v. 1828-1831); palabras que en poco difieren de las que pronuncia el impío
seductor en la pieza de Villiers: “Fassent, fassent les Dieux ce qu’ils ont decreté, / J’oppose à leurs
Decrets un esprit indompté, / Un cœur grand, intrépide, une ame inébranlable” (IV, 8, v. 1335-1337);
curioso contraste con la realidad cuando llegue el momento crucial y lo veamos fulminado, sin apenas
contar con tiempo para defenderse, por un rayo que cae del cielo (V, 7): su muerte ha sido en este
caso lo más discreta que cabía esperar; Musset ahonda en este mismo sentido: “Il meurt silencieux,
tel que Dieu l’a fait naître” (canto II, estrofa XXI, p. 185).
Muy otro es el caso del Don Juan de Lenau: después de vencer en singular duelo a Don Pedro
de Ulloa, hijo del Comendador Don Gonzalo, cuando una sola estocada sería suficiente para dar la
muerte al duelista que reconoce su derrota, el mismo Don Juan pronuncia entonces su propia
sentencia de muerte:
Mein Todfeind ist in meine Faust gegeben;
doch dies auch langweilt, wie das ganze Leben.
(Er wirft den Degen weg; Don Pedro ersticht ihn), (p. 46).
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Mi enemigo mortal está a mi libre disposición. Pero incluso esto me deja indiferente, como
toda la vida en sí misma.
(Tira su espada y Don Pedro le atraviesa).
No, Don Juan no podía, según el pensamiento de Lenau, morir víctima del fuego celeste –
distanciamiento considerable con relación a las características generales del mito– porque él mismo
forma parte de ese dios generador del que procede y al que irá tras su tránsito por esta vida mortal.
Es lo que se deduce de una de sus conversaciones con Marcello en la que le confiesa que le gustaría
morir en un duelo rápido ante un enemigo implacable. Y si el criado le responde que en su estado
melancólico apenas necesita el enemigo puesto que el suicidio todo lo puede arreglar –“si alguien
quiere morir, ¿para qué necesita batirse en duelo?” (p. 38)–, el caballero responde:
Die eigne Hand soll Keinen niederstrechen:
Selbstmord ist ekel wie das Selbstbeflecken.
Nadie debe tenderse a tierra por su propia mano: suicidarse es tan horrible como profanarse a sí mismo.
No conserva el texto dicha frase: el primer editor, Anastasius Grün decidió suprimir este
dístico debido a lo atrevido y singular de la expresión (Thomas, 1989: 54-55). En efecto, a pesar de
los sucesivos intentos que el mismo Lenau llevara a cabo para acabar con sus días, aquí reconoce que
lo más digno y coherente de su héroe es que el golpe mortal le venga de un agente externo porque su
dios todavía existe: “el placer fue mi dios y no pecaré contra él dejando voluntariamente esta tierra”
(p. 39); aun con todo, cabe objetar que, en definitivas cuentas, el héroe de Lenau provoca un suicidio
indirecto ya que en el último momento se deja literalmente atravesar por el enemigo al que ya había
vencido… El tema vuelve con Montherlant, cuando Don Juan, fatigado de una vida de mentiras,
desea quitársela:
DON JUAN
Se tuer, c’est montrer à tous, de manière indiscutable, que l’on ne croit pas en
Dieu.
LE COMMANDEUR
Je ne pensais pas que vous fussiez malheureux à ce point (II, IV, p. 97).
Zorrilla vuelve a viejas variaciones cuando, frente a la estatua de Don Gonzalo, rehúsa creer
que haya un mundo ultrasensible. De hecho, tras prometer que asistirá de buen grado al convite que
se le ha hecho, su actuación es más que elocuente:
Iré, sí;
mas me quiero convencer
de lo vago de tu ser
antes que salgas de aquí.
(Coge una pistola
[…]
(Desaparece la estatua sumiéndose por la pared)
(II, II, 2, v. 3456-3463).
En el siglo XX, como cabía esperar, los parámetros han cambiado considerablemente, de ahí
los nuevos acercamientos –a cada cual más inesperado– de esta lucha llevada a cabo en el punto final
del mito literario. Por comenzar con una producción de principios de este siglo, recordemos una obra
tan desenfada y curiosa como es Man and Superman de Shaw. Don Juan, allá en la vida del más allá,
goza, ¡por fin!, de unos momentos de calma y tranquilidad para charlar pausadamente con la estatua
que tantos quebraderos de cabeza le había dado. Don Juan aprovecha este diálogo para explayarse
sobre algunos puntos que, debido a la rapidez de los acontecimientos, allá en la tierra no había tenido
ocasión de dejar en claro. Así, por ejemplo, le echa en cara a la estatua del Comendador su “poca
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vergüenza de hacer el papel del vengador de la moral ultrajada y de condenar[le] a muerte”. A lo que
la estatua responde buscando una excusa:
ESTATUA
– No podía hacer otra cosa, Juan. Es así como se arreglan esos asuntos en la tierra. Yo nunca he sido
un reformador social y siempre hice lo que era costumbre en los caballeros hacer.
DON JUAN
Esto podrá explicar vuestra acometida de que me hicísteis víctima, pero no la indigna hipocresía de
vuestro ulterior comportamiento como Estatua.
ESTATUA
La culpa de eso lo tiene mi admisión en el cielo (III, p. 140).
Así es, la Estatua no ha hecho sino llevar a cabo el papel que en la tierra se le había
encomendado, con lo cual queda una vez más bien patente que no es sino un emisario de Dios.
Admitida la trascendencia, el combate parece ilusorio, y sin embargo Don Juan persiste –el
mito así lo exige– en sus descaminos; de otro modo, dejaría de ser Don Juan. Lanzando a bocanadas
su fuego rabioso, en la obra de Delteil queda sin embargo petrificado cuando la estatua le apostrofa
y viene al punto crucial:
– As-tu fini, enfant? Sois sage!…
Alors, la sinistre raillerie fit place chez Don Juan à la juste colère, à la hardiesse, à l’humain courage. Il
sentit soudain la majesté de l’heure, et qu’il se trouvait face à face avec l’Adversaire digne de lui. Il
comprit que sur les planches de son âme allait commencer le débat capital, celui qui engage l’éternité.[…]
Don Juan répondit:
– La sagesse? Je l’ai en naissant laissée au fond de ma mère, où elle se trouve fort bien. Je n’ai souci que
d’extrémité.
– Il y en a deux, Don Juan; et contradictoires… La gauche et la droite…
– L’une ou l’autre, mais pas de milieu.
– As-tu choisi?
– J’ai choisi ce que voient mes yeux, ce qu’entendent mes oreilles, ce que toute ma chair appela.
Nos parece estar escuchando al Don Juan de Molière que responde a su criado:
– Je crois que deux et deux sont quatre, Sganarelle, et que quatre et quatre sont huit (III, 1).
Y el diálogo sobre la felicidad continúa:
– Es-tu repu, Don Juan? Satisfait, rassasié, content?
– L’homme jouit à pied. J’ai parcouru le plaisir à cheval. De leur vallée de larmes, j’ai fait une vallée
d’amour. […]
– Content, heureux?
Llamativa aquí la reminiscencia del Cain de Byron quien reitera insaciable la pregunta esencial:
CAIN
And ye?
LUCIFER
Are everlasting.
CAIN
Are ye happy?
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LUCIFER
We are mighty.
CAIN
Are ye happy?
LUCIFER
No: art you? (I, p. 258).
–Qu’importe! […] Ma vie est un bouquet où il ne manque pas une seule fleur!
–Et puis?…
–N’est-ce pas vaincre le temps que de le loger tout entier dans son corps; que de s’en nourrir et fleurir
jusqu’à la dernière goutte? […]
–Que de fois tu t’es mis à l’affût du temps pour lui lancer ce lasso: l’analyse! […]. Tu n’as cueilli, Don
Juan, que la brièveté et la caducité (V, p. 167-174).
No, Don Juan no es tan inepto como para ignorar que se acerca el momento crucial en el que
su adversario no serán mujeres que seducir o caballeros que matar: poco a poco, aquel comedor se
va metamorfoseando en un Tribunal de donde saldrán los dos que allí están; pero con un cambio
sustancial: uno vencedor y otro vencido… Ahora bien, no se reduce el Don Juan de Delteil a una lucha
donde el vencido acaba fulminado sino más bien transformado en su interior. Vencimiento que
supone la victoria de la humildad que el Cielo le exige como castigo; no en vano este capítulo lleva
por título “Vuelta al redil”:
Il sortit de cet étrange Nocturne bouleversé, désorienté. Vision, fantasmagorie? Rêve ou puéril
cauchemar? Il se sentait la proie de quelque phénomène providentiel, d’une dramatique mise en scène
de sa conscience. Il y a une heure où les scrupules et les remords, jusqu’alors refoulés, envahissent de
toutes parts le théâtre sensible de l’âme et y éclatent en apostrophes. Suprême avertissement du ciel, car
s’il y a le Démon de Midi, il y a le Dieu de Midi… (VI, p. 193).
Otro “combate” que no podemos pasar por alto, es el de la Estatua en el Don Juan de
Montherlant. Sin que él lo sepa, no se trata sino de una estratagema de varios títeres; de ahí el que el
héroe lo tome en serio sin por ello dejar de pensar como hasta ahora:
LA STATUE
N’as-tu pas peur de moi? Sache que, si tu me touchais, je t’empoignerais et t’emporterais en enfer.
DON JUAN
Tu me donnes envie de te toucher, pour voir.
LA STATUE
Garde-t’en bien. Ma riposte serait terrible.
DON JUAN
Les hommes, d’aventure, me font peur, mais jamais les spectres. Ni les spectres, ni Satan, ni Dieu. Et
cela me taquine diantrement de te passer mon épée à travers le corps une seconde fois.
Il dégaine. La tête de la statue tombe, et à sa place émerge la tête du carnavalier-chef.
LE CARNAVALIER-CHEF
Non! non! Seigneur, pas cela! C’était une plaisanterie.
DON JUAN
Ah! ah! je savais bien qu’il n’y a pas de spectres. Il n’y a pas de fantastique: c’est la réalité qui est
fantastique (III, VII, p. 170-171).
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Como Jacob, Don Juan ha luchado contra Dios durante toda una noche: en la conclusión le
esperaba el premio o el castigo. Ahora bien, en este caso, a diferencia de lo que ocurre en la justicia
humana, donde todo se resuelve a tenor de los hechos y documentos exteriormente justificables, en
la justicia divina también se tienen en cuenta, y nos atreveríamos a decir que con más detenimiento,
las circunstancias y los pensamientos internos. Dios juzga también y sobre todo de internis, lo cual
reviste en nuestro caso una importancia inconmensurable: Don Juan solo recuperará la paz consigo
mismo, con el mundo y con Dios si reniega de lo que fue para transmutarse versus Deum… Ardua
tarea, la suya.
La difícil conversión de Don Juan
¿Qué tiene, pues, mi Don Juan?
Un secreto con que gana
la prez entre los Don Juanes;
el freno de sus desmanes:
que Doña Inés es cristiana
(Zorrilla, 1993: 239).
Punto especialmente interesante, y por desgracia poco tratado, es el de la conversión del
encarnizado seductor que desafiaba a la trascendencia. Ejemplos no faltan, y sin embargo parece que
se respira entre tantos críticos de literatura un no buscado afán por evitar este tema, movidos sin
duda por el temor –a nuestro entender falto de auténtico fundamento– de que la conversión de Don
Juan supone el desvanecimiento de la leyenda. No es cierto, ni mucho menos, pues nada impide que
Don Juan, en sus luchas jacobinas contra el ángel de Dios o contra Dios mismo, acabe aceptando la
victoria de su adversario: esto sí está sometido a cambios. Cosa muy distinta sería un Don Juan que
apenas tuviera contacto con el sexo femenino, que no desafiara en algún momento a la trascendencia
o donde se suprimiera por completo toda alusión a un convite a cenar…
El caso es que Don Juan se convierte en varias ocasiones. Zamora empezaba con esta variante
del mito literario, Zorrilla la sublimaba, Delteil la engalanaba y tantos otros autores coadyuvaban de
una manera u otra al desarrollo de un Don Juan que, habiendo vivido en un ambiente cristiano,
también acaba siéndolo de cuerpo entero. A este respecto no podemos olvidar esa delicadísima escena
en la quinta de Don Juan donde asistimos al diálogo –por desgracia excesivamente largo como para
transponerlo aquí– entre Don Juan y Doña Inés. Nos limitaremos a dar las claves esenciales. En su
parlamento con el “ángel de amor”, Don Juan se percata de modo inmediato del cambio al que asiste:
todo “respira mejor”: el aura, el agua, la barca, la armonía del viento, el trino del ruiseñor, las perlas
que corren por las mejillas de Doña Inés, el encendido color de su semblante, todo, en definitiva, está
“respirando amor”; y lo más curioso es que sus mismas palabras, hasta ahora tan mentirosas, también
respiran amor; un amor que le hace arrepentirse de sus malhadados rigores, de sus promesas traidoras
y rendirse de hinojos ante la que ya no es mero objeto sino mujer amada. Ante la doble y tan femenina
respuesta de Doña Inés –“Callad, por Dios, ¡oh, Don Juan!” dice en un primer momento porque
presiente el final: “¡Don Juan! ¡Don Juan!, yo lo imploro / de tu hidalga compasión: / o arráncame el
corazón, / o ámame porque te adoro”–, Don Juan reconoce que, en estos pocos instantes, las palabras
de Doña Inés han bastado para transformarle no solo desde un punto de vista amoroso sino cara a
la trascendencia: “alcanzo que puede hacer / hasta que el Edén se me abra”; todo está a punto para
la conversión del pecador: “No es, Doña Inés, Satanás / quien pone este amor en mí; / es Dios, que
quiere por ti / ganarme para Él quizás”: su amor ya no es meramente terrenal ya que a partir de
entonces el joven se siente “capaz aún de la virtud” (vid. I, IV, 3, v. 2170-2279).
17
Ahora bien, no es fácil, para el pecador arrepentido, aceptar todas las humillaciones –de modo
especial las humanas– al comprobar el escaso valor que encierra su arrepentimiento a los ojos de los
hombres. Pensemos, por ejemplo, en Don Juan arrodillado ante el padre de Doña Inés y suplicándole
se la otorgue por mujer, al tiempo que alega, y no es trivial la razón, que de tal manera podrá aplacar
las iras del Cielo; mas no encuentra la respuesta esperada, sino antes bien el rigor de un padre que no
puede olvidar la humillación en que ha dejado a su familia. Todo empeora con la entrada en acción
de Don Luis Mejía, “soltando una carcajada de burla” y tratando al galán, aún de hinojos ante Don
Gonzalo, de vil ladrón que roba y huye. No es muy difícil ponerse en lugar de Don Juan, objeto de
mofa y escarnio ante dos caballeros; precisamente entonces pone por obra uno de sus mayores lances:
¡Basta, pues, de tal suplicio!
Si con hacienda y honor
ni os muestro ni doy valor
a mi franco sacrificio,
y la leal solicitud
con que ofrezco cuanto puedo
tomáis, ¡vive Dios!, por miedo
y os mofáis de mi virtud,
os acepto el que me dais
plazo breve y perentorio
para mostrarme el Tenorio
de cuyo valor dudáis.
[…]
Y venza el infierno, pues.
Ulloa, pues mi alma así
vuelves a hundir en el vicio,
cuando Dios me llame a juicio
tú responderás por mí.
(Le da un pistoletazo)
[…]
(Riñen [Don Juan y Don Luis], y [Don Juan] le da una estocada).
DON LUIS
¡Jesús! (Cae).
DON JUAN
Tarde tu fe ciega
acude al cielo, Mejía,
y no fue por culpa mía.
En ese preciso instante acude la Justicia, no sin poder impedir que Don Juan se escape por el
balcón con la ayuda de Ciutti; y allá sobre el río, al mismo tiempo que llega a nuestras oídos el ruido
de los remos de una barquichuela que parte rauda, oímos las quejas de un caballero que clama su
inocencia:
DON JUAN
Llamé al cielo y no me oyó,
y pues sus puertas me cierra,
de mis pasos en la tierra
responda el cielo, y no yo
(I, IV, 9-10, v. 2550-2623).
En otros lugares hemos dicho que Don Juan tiene mala memoria, pero suceso tan
trascendental no ha podido olvidársele. De hecho, cuando por un azar pasa junto al magnífico
18
cementerio donde se encuentra el panteón de la familia Tenorio, se entretiene con el escultor y por
un acto inconsciente recuerda aquellos hechos. Muchas podrían ser las cosas de las que hablaran; sin
embargo, Don Juan encauza la conversación hacia el fatídico instante en que el escultor, describiendo
los bustos de los personajes allí enterrados –Don Diego, Don Gonzalo, Don Luis y Doña Inés–, le
indica al desconocido pasajero que “solo a [Don Juan] le está prohibida / en [ese] panteón la entrada”;
poco menos hacía falta para que Don Juan le haga recapacitar que nada ni nadie se lo podría impedir;
y ante la pregunta del escultor: “Pero ¿no tiene conciencia / ni alma ese hombre?”, el joven asesino,
sin desvelar su identidad, traza lo que ocurrió aquella fatídica noche en que vio, en tan corto espacio
de tiempo, el amor celeste abrírsele gracias a la piedad de una mujer y cerrársele al punto debido a la
falta de conmiseración de dos hombres que allí yacen:
…Al cielo una vez llamó
con voces de penitencia,
y el cielo en trance tan fuerte
allí mismo le metió,
que a dos inocentes dio
para salvarse la muerte.
[…]
Podéis estar convencido
de que Dios no le ha querido
(II, I, 2, v. 2812-2822).
Ido ya el escultor, permanece Don Juan en el cementerio y, nueva presencia activa de lo
trascendente, comienza una conversación con la Sombra de Doña Inés. Será una vez más esta mujer
quien ofrezca, como sor Marthe en Don Juan de Marana –y tantos otros ejemplos románticos: Cédar
en La Chute d’un ange, Éloa en el poema que lleva su nombre–, parte de sus sufrimientos a fin de
conseguir la salvación del impío seductor. De hecho, Dios ha accedido a las peticiones de la joven,
advirtiéndole, no obstante, que ambos correrán la misma suerte: “con Don Juan te salvarás, / o te
perderás con él” (II, I, 4, v. 3006-3007); todo depende, pues, del comportamiento de Don Juan esa
misma noche: ¿cabe mayor concentración trágica? Quizás sí: la de esa misma noche en su
conversación con la estatua del Comendador y la de espíritus benignos y malignos queriendo llevarse
cada uno por su lado el alma de Don Juan; algo que solo es posible, por otro lado, una vez que este,
debido de nuevo a la intervención de Doña Inés, reconoce que hay trascendencia, hay un Dios, un
juicio y también una eternidad… (II, II, 3, v. 3476-3479). Su dilema es: ¿hay también la posibilidad de
borrar, en tan poco tiempo como el que se le concede, tanto mal como el que ha hecho? Aquí se
centran las últimas escenas de Dumas y Zorrilla. En efecto, si Dios es tan misericordioso como han
querido pintárselo los seres amados, “¿entonces, para que iguale / su penitencia Don Juan / con sus
delitos, ¿qué vale / el plazo ruin que le dan? (II, II, 3, v. 3480-3483). Dicho de otra forma: “… ¡En un
momento / borrar treinta años malditos / de crímenes y de delitos!” (II, III, 2, v. 3704-3706).
Emboscado, embarrancado en este callejón sin salida, Don Juan, que ve cómo su trágico destino se
acerca a pasos acelerados, recuerda una vez más el son dulce de las palabras de Doña Inés: “Piensa
bien, que al lado tuyo / me tendrás…”: en efecto, en el romanticismo, como he creído demostrar en
otras ocasiones, extra muliere, nulla salus. De hecho es su Sombra quien susurra en sus oídos:
…Medita
lo que al buen Comendador
has oído, y ten valor
para acudir a su cita.
Un punto se necesita
para morir con ventura;
19
elígele con cordura
porque mañana, Don Juan,
nuestros cuerpos dormirán
en la misma sepultura
(II, II, 4, v. 3493-3501).
Don Juan obedece, aquí no movido por sus arrestos, sino por el consejo de la mujer que amó,
y acude a la cita prevista: “Heme aquí, pues: Comendador, despierta” (II, III, 1, v. 3643). Ahora bien,
el festín que el Comendador le tiene preparado está compuesto a base de fuego y ceniza, presagio, le
dice, “de la ira omnipotente / do [arderá] eternamente / por [su] desenfreno ciego” (II, III, 2, v. 3681-
3683). Esto, añadido al escaso tiempo de que dispone –según el reloj allí representado no le quedan
sino unos granos para que su vida toque a su término–, y el oficio de difuntos que rezan en el que se
representa su entierro –elemento típico del romanticismo, como deja ver Espronceda en El estudiante
de Salamanca, pero que ya había tratado el mismo Séneca– hace que Don Juan desespere de su
salvación:
¡Injusto Dios! Tu poder
me haces ahora conocer
cuando tiempo no me das
de arrepentirme.
[…]
Tarde la luz de la fe
penetra en mi corazón,
pues crímenes mi razón
a su luz tan solo ve.
Los ve… y con horrible afán,
porque al ver su multitud
ve a Dios en la plenitud
de su ira contra Don Juan.
[…]
No, no hay perdón para mí.
[…]
Dejadme morir en paz
a solas con mi agonía
(II, III, 2, v. 3696-3741).
Momento crítico de desesperanza, óptimo para que el infierno aproveche y se apreste a llevarse
consigo el alma del desesperado seductor: “…Ahora, Don Juan, / pues desperdicias también / el
momento que te dan, / conmigo al infierno ven” (II, III, 2, v. 3754-3757). Mas Don Juan es joven y
ama, de modo que reacciona en un inaudito impulso de humildad y fortaleza en el que interviene,
como era de esperar, la mujer que le ha de salvar:
¡Aparta, piedra fingida!
Suelta, suéltame esa mano,
que aún queda el último grano
en el reló de mi vida.
Suéltala, que si es verdad
que un punto de contrición
da a un alma la salvación
de toda un eternidad,
yo, Santo Dios, creo en Ti;
si es mi maldad inaudita,
tu piedad es infinita…
20
¡Señor, ten piedad de mí!
[…]
(Don Juan se hinca de rodillas, tendiendo al cielo la mano que le deja libre la
estatua. […] Doña Inés toma la mano que Don Juan tiende al cielo).
DOÑA INÉS
…Heme ya aquí,
Don Juan; mi mano asegura
esta mano que a la altura
tendió tu contrito afán,
y Dios perdona a Don Juan
al pie de mi sepultura.
DON JUAN
¡Dios clemente! ¡Doña Inés!
[…]
DOÑA INÉS
Yo mi alma he dado por ti
y Dios te otorga por mí
tu dudosa salvación.
Misterio es que en comprensión
no cabe de criatura,
y solo en vida más pura
los justos comprenderán
que el amor salvó a Don Juan
al pie de la sepultura
(II, III, 3, v. 3758-3795).
La conversión de Don Juan es pues, patente, como también arriba indicábamos en un
momento de la obra maestra de Delteil: “«Mon Dieu, quoi qu’il arrive, je crois en Vous!» Et il palpait
avidement son scapulaire sur sa peau…” (IV, p. 136). Poco a poco hemos ido dando pequeños retazos
del itinerario seguido por el Don Juan de Delteil; se diría incluso que ha sido el mismo Delteil quien
nos ha conducido hasta la ermita en la que, según creía su protagonista, le esperaba su amada. Su
sorpresa fue doble: la ausencia de esta –esa misma mañana acababa de expirar– y el recuerdo de su
juventud. Aquella temporada de sufrimiento y felicidad en que llegó incluso a casarse con una niña
amiga suya y ofrecerse posteriormente a la Virgen María –dándole su anillo de desposado, el mismo
que otra niña confeccionara con una ramita de madreselva, anillo que ahora retoma para reforzar su
voto–, le asalta en un instante como de improvisto y en pocos instantes se produce la auténtica y
definitiva conversión:
De son tête à tête avec la Vierge, il sortit un anneau de chèvrefeuille au doigt, et le cœur affamé de Dieu.
Comme il s’était jeté dans le plaisir il se jeta dans la pénitence, en aigle. Qui n’est pas saint n’est pas
chrétien… “Tu finiras en prison ou au cloître”, lui avait dit un jour le vent. Il vint frapper à la porte de
la Sainte-Confrérie de la Caridad, à Séville.
– Je suis, dit-il, Don Juan de Mañara. Je viens confesser mes péchés, et s’il se peut les expier (VII, p. 232-
234).
Y después de confesar públicamente –pues pública había sido su ofensa– sus pecados; después
también de predicar la vida de felicidad que espera a quienes se arrepienten atisbando, como Moisés,
la tierra prometida sin que les sea permitido penetrar en ella; después, en fin, de reconocer que no ha
hecho sino abusar del tiempo que le había sido dado en prenda, penetra por fin en el convento con
el objeto de consumar su conversión:
21
Alors, couché sur son grabat de mort, Don Juan assista à son propre miracle. Ce pont entre la sensibilité
et Dieu, ce “pont de Dieu” qu’il avait si passionnément cherché sous le soleil, en un clin d’œil lui apparut.
Mourir pour renaître… Or Don Juan s’émerveillait, car à mesure que ses sens physiques ainsi
s’abîmaient…
En efecto, como el rey Rodrigo, que hubo de purgar por donde había pecado con la Cava,
Don Juan va perdiendo progresivamente todos los sentidos: la vista, el oído, el olfato, el gusto y el
tacto…
…il lui naissait de toutes parts des sens plus subtils, plus nombreux, plus, plus efficaces et plus
immaculés, des sens supérieurs, pléniers, absolus. De sorte qu’aveugle, sourd, muet, insensible, il voyait
enfin, il sentait enfin, à la perfection… Alors pour la première fois il ouvrit son esprit au suprême, à
l’éblouissant secret, qui est sans doute la transmutation universelle. Oui, tout est transsubstantiation,
transmutation, transvasement, métamorphoses et mues. […] Cette chair qui avait été la baguette
magique et la pierre d’achoppement de sa vie, il en perçut enfin la transparence, le merveilleux orient; la
symbolique et l’immortalité. Et qu’elle n’était que la substance de l’âme. Le grain de blé de l’âme. […]
S’il est licite aux rationalistes de raisonner Dieu, il doit l’être aux sensibles de le sentir. Ne dit-on pas:
odeur de sainteté? Dieu ne répugne pas à l’Incarnation… Loin de rester dans ses nuages, il s’est fait
Homme. […] Pourquoi anathématiser une Matière que Dieu lui-même a élue? Et la chair n’est-elle pas
une fois pour toutes transfigurée d’avoir été jugée digne de l’Homme-Dieu? (VII, p. 254-258).
Todo, siguiendo el razonamiento de Delteil, para al fin llegar a la santidad que reclamaba su
auténtica conversión; tal y como reza su epitafio:
Ici gisent les os et les cendres
du pire homme qui fut au monde
Don Juan Mañara
Chevalier de l’ordre de Calatrava,
Provincial de la Sainte-Confrérie
de la Cité de Séville,
Frère majeur
de la Sainte Charité.
Grand zélateur
de l’honneur de Dieu,
il est mort
en odeur de sainteté
(VII, p. 264-265).
Bibliografía
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ANÓNIMO, Le Moliériste, juillet 1885.
BYRON, Lord, Don Juan, Paul Lehodey trad., París, A. Degorce-Cadot, [1869].
– The Poetical Works, Edimburgo, Nimmo, Hay & Mitchell, 1885.
– Don Juan, Benjamin Laroche trad., ed. Stéphane Michalon y Julie Pribula, París, Florent Massot, 1994.
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DELTEIL, Joseph, Don Juan, París, Bernard Grasset, 1930.
DORIMON, Le Festin de Pierre ou le Fils criminel, tragi-comédie, Lyon, Antoine Offray, 1659, Le Festin de Pierre avant
Molière. Dorimon, de Villiers, Scénario des Italiens, ed. G. Gendarme de Bévotte, Roger Guichemerre., Société
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22
DUMAS, Alexandre, Don Juan de Marana ou La Chute d’un ange, mystère en cinq actes, en neuf tableaux, représenté à
la Porte-Saint-Martin le 30 avril 1836, [in] Théâtre complet d’Alexandre Dumas, 25 vol., París, Calmann Lévy,
1889, t. V.
FEAL, Carlos, “Dios, el diablo y la mujer en el mito de Don Juan”, La Torre, XXXIV, 134, 1986, p. 81-102.
FRISCH, Max, Don Juan ou l’Amour de la Géométrie, comédie en cinq actes, Henry Bergerot trad., París, Gallimard,
1991 (1969). Titre original: Don Juan oder Liebe der Geometrie, 1953.
LENAU, Nicolaus Niembsch von Strehlenau, Don Juan. Ein dramatisches Gedicht, ed. Walther Thomas, bilingüe,
París, Aubier, 1989 (1931). UCM BF 830 (436) LEN n 7 don = 30 = 40.
LOSADA, José Manuel, “Péché et punition dans L’Abuseur de Séville”, Don Juan. Tirso, Molière, Pouchkine, Lenau.
Analyses et synthèses sur un mythe littéraire, ed. José Manuel Losada y Pierre Brunel, París, Klincksieck, 1993,
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– “La mujer y el ángel caído: soteriología en la época romántica”, Actas del IX Simposio de la Sociedad Española de
Literatura General y Comparada, Túa Blesa et al. ed., Zaragoza, Universidad de Zaragoza, 1994, t. I, p. 235-
244.
– L’Honneur au théâtre. La Conception de l’honneur dans le théâtre espagnol et français du XVIIe
siècle, París, Klincksieck,
1994.
– “Culpabilidad en el mito de Don Juan en la literatura europea”, Mito y personaje. III y IV Jornadas de teatro, ed.
María Luisa Lobato, Aurelia Ruiz Sola, Pedro Ojeda Escudero y José Ignacio Blanco, Burgos,
Ayuntamiento de Burgos, 1995, p. 177-192.
– “Le retour moderniste à l’ordre mythique: Don Juan”, Le Modernisme littéraire comme phénomène international,
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MOLIÈRE, Dom Juan ou le Festin de Pierre, comédie, Molière. Œuvres complètes, Georges Mongrédien éd., t. II, París,
Garnier-Flammarion, 1992 (1965). UCM BF R. 76673.
MONTHERLANT, Henry de, Don Juan, París, Gallimard, 1958.
MUSSET, Alfred de, Namouna. Conte oriental, [in] Premières Poésies. Poésies nouvelles, ed. Patrick Berthier, París,
Gallimard, 1976.
PUSKIN, Alexandre Sergueievitch, Le Convive de Pierre. La Roussalka, ed. Henri Thomas, París, Éditions du
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SHAW, Bernard, Man and Superman, 1901-1903, Hombre y superhombre. Comedia y filosofía en cuatro actos, en prosa,
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TIRSO DE MOLINA, L’Abuseur de Séville et l’Invité de Pierre (Don Juan). El burlador de Sevilla y convidado de piedra,
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VILLIERS, Sieur de, Le Festin de Pierre ou Le Fils Criminel, tragi-comédie, París, Charles de Sercy, 1660, Le Festin de
Pierre avant Molière. Dorimon, de Villiers, Scénario des Italiens, ed. Georges Gendarme de Bévotte, París, 1906,
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  • 1. 1 DON JUAN Y TRASCENDENCIA Tirso de Molina: del Siglo de Oro al siglo XX. Actas del Coloquio Internacional. Ignacio Arellano, Blanca Oteiza, Mª Carmen Pinillos & Miguel Zugasti (eds.), Madrid: Revista Estudios, 1995, p. 181-211. ISBN: 84-920005-3-8. L’homme est un animal qui cherche Dieu (Don Juan, Joseph Delteil). Introducción Estudiar el tema de la trascendencia en el mito literario de Don Juan exige, en buena ley, profundizar simultáneamente en otro tema inseparable: el del amor; e incluso otro tanto cabe decir del convite: tan íntimamente ligados están dentro de todas y cada una de las auténticas cristalizaciones de la leyenda. No creemos, sin embargo, que el lector nos eche en cara un acercamiento puramente puntual en el que nos centremos decididamente en el aspecto específicamente trascendental, esto es, el que traspasa los límites de la ciencia experimental; y ello, por dos razones: la primera, porque este procedimiento nos permite indagar con más libertad de movimientos en un asunto tan arduo como es todo aquello que escapa a nuestros conocimientos empíricos; la segunda, porque, a largo plazo, tendremos la ocasión de comprobar que todo nos conduce al mismo centro del mito donjuanesco y, por ende, a su interacción con los demás temas que en él intervienen. Si, como dicen las Escrituras, a Dios nadie le vio jamás, es lógico que sea este mismo Dios – otro inesperado interlocutor de Don Juan además del gracioso– quien nos permita dar el primer paso dentro del terreno apenas hollado de la trascendencia. Junto con él, y por mero proceso antitético, habría de ser tratado en un estudio ulterior el Diablo; y, consecuentemente a este par de seres, sus dos respectivos ámbitos –cielo e infierno– junto con los medios de que los personajes disponen para penetrar en uno o en otro de estos dominios dependiendo de su comportamiento respecto al medium donjuanesco por antonomasia: el mundo occidental cristiano; lógico sería, pues, cuando el tiempo lo permita, dar algunas pinceladas en lo que atañe a la Iglesia y dos elementos que de ella se desprenden: la gracia y los sacramentos. La trascendencia y el resto de los personajes Don Juan vive inmerso en un mundo que admite la existencia de lo trascendente y, más precisamente, de Dios; punto este de partida indispensable para comprender con mayor hondura lo que supone su actuación. En efecto, todos y cada uno de los personajes –desde los más espiritualistas hasta los más materialistas– no osan poner en duda un mundo suprasensible. Algo, a nuestro modo de entender, extremadamente significativo por cuanto pone de realce la relación de Don Juan respecto al más allá. Todos, decimos, independientemente de su extracción social y del papel que desempeñen en la trama. Tisbea, en El burlador de Sevilla, suplica al hacedor que las palabras del náufrago sean del todo sinceras (I, v. 609-636); es más, en caso contrario, no deja de avisar –en curiosa coincidencia con la prometida de Batricio– al desconocido amante que “hay Dios y que hay muerte” (a. I, v. 913-914) en la que encontrará el “castigo” (I, v. 959) y la maldición (III, v. 275) que exigirían una eventual infidelidad. No es otra cosa la que le recuerda Catalinón antes de que el caballero despoje a Aminta de su honor (III, v. 165-166). Otro tanto hace su mismo padre cuando le recuerda: “Mira
  • 2. 2 que, aunque al parecer / Dios te consiente y aguarda, / su castigo no se tarda” (II, v. 393-395); y en el Don Juan Tenorio de Zorrilla no deja de advertirle: “no te olvides / de que hay un Dios justiciero” (parte II, a. I, esc. 12, v. 772-773). Caso curioso es el de Byron. El defensor de la libertad griega frente al imperio otomano nos pinta un Don Juan itinerante, sin destino, aprendiz del mundo al que van abriéndose progresivamente sus ojos. Tras sus hazañas militares, nos lo encontramos en Moscú, valido de la reina y con un futuro más que prometedor. No olvida sin embargo su origen y escribe a España. Cuando su madre lee las nuevas, además de preocuparse por el estado crematístico de Don Juan, no deja, en su respuesta, de encomendarlo a Dios, al hijo de Dios y a su madre; más aún: le advierte que se guarde mucho del culto griego, tan sospechoso a los ojos de la católica España (canto X, estancia XXXII). De igual manera, en El Convidado de piedra de Puskin, tampoco podemos olvidar la figura de Doña Anna pidiéndole al monje Diego –que no es otro sino Don Juan disfrazado– que la acompañe en sus oraciones por su difunto esposo, un esposo que el mismísimo “monje” ha matado… (esc. III, p. 61). Todos, hasta el rey, están convencidos de que Dios existe, observa cada uno de los pasos que los hombres dan sobre la tierra. No estaría de menos recordar, no obstante, que su papel se reduce a constatar su impotencia para ejercer la justicia que la tradición les había confiado al tiempo que deben reconocer que es el mismo Dios quien retribuye a justos y pecadores: “¡Justo castigo del cielo!”, exclama el rey tras el relato de Catalinón en El burlador (III, v. 1055). No difiere mucho la reacción del soberano en Il Convitato di pietra del pseudo-Cicognini: “Don Giovanni è precipitato! Il Cielo, giusto vendicatore di chi tradisce degl’innocenti, lo ridusse a tal fine. È decreto di Dio: chi mal vive, mal muore” (a. III, esc. 10, p. 302). Todos, pues, y sería nefando poner en duda la actitud de los dos ángeles, el bueno y el malo, del Don Juan de Marana ou la Chute d’un ange de Dumas… Durante años sin cuento el buen ángel mantiene su pie sobre el pecho del ángel malo de suerte que no le deja libertad alguna para tentar a los hombres; se cumple así la súplica del conde Don Juan, aquel que diera nombre a los demás Tenorios, y que, llegado al Cielo, pide a Dios impida que el demonio pueda tentar a sus descendientes: bien sabe él que uno de ellos, llevado por su misma naturaleza maldita, será quien deshonre la estirpe de los Tenorios: “Jusqu’à ce que, parmi ces fils d’avance élus, / Il en naisse un, enfin, d’esprits, si dissolus, / Que, sans être poussé par Satan vers l’abîme, / De son propre penchant il commette un grand crime” (a. I, esc. I, p. 3). Más tarde, ya reducido al estado de puro y simple vasallo, José, el hermano bastardo de Don Juan, desesperado, se dirige al sepulcro donde yace su padre y le pide, en virtud del amor que en vida se tuvieron, estampe su firma sobre el testamento que escribiera todavía vivo con el objeto de recuperar su estatuto de caballero y sus bienes; prueba eficiente de que también este personaje conserva una conciencia clara de la existencia de otro mundo. De hecho, la escena es sobrecogedora: “L’effigie du Comte se soulève lentement sur le tombeau, prend la plume et le parchemin des mains de Don José, signe, laisse tomber le parchemin, et se recouche sans pousser un soupir, sans prononcer une parole” (a. III, cuadro V, II, p. 72-73). Es preciso también constatar la presencia del mismo Dios quien toma forma de personaje según los casos siendo el más extendido el de la estatua de piedra. Que Don Juan lo admita o no, ése es un problema que también habremos de tratar, pero de hecho, no podemos pasar por alto la aparición de un actante trascendente en la casi totalidad de textos. Salidos de España, por ejemplo, topamos con los convidados italianos. Los escenarios son diversos; por otro lado, hemos perdido la obra de Giliberto, pero no la del pseudo-Cicognini en la que asistimos a un diálogo que encierra un aspecto interesante: la música es por primera vez evocada cuando la estatua le pregunta al caballero: “Voi musica, Don Giovanni?”; premonición de posteriores arias inolvidables (Gluck, Mozart, Goldoni, Strauss, Stravinski…). Don Juan no parece prestar excesiva atención a esta proposición; no
  • 3. 3 parece tener todavía sensibilizado el oído y por lo tanto ha de limitarse a escuchar la canción agorera: “Giunt’è l’ora fatal, malvagio e rio, / che più nelle lascivie non starai, / e se l’onor altrui tradito avrai / il castigo è sicur ora da Dio. / In questo punto ti convien il fio / pagar de’ tuoi misfatti, e tu ben sai, / ch’è detto vero del Sommo Motore, / che, alla fin, chi mal vive mal si muore” (III, 8, p. 300). Don Juan y la trascendencia Ahora bien, los textos nos permiten dilucidar que el mismo protagonista es en este aspecto bien diferente del resto de los demás personajes. Pocas pruebas tan fidedignas como la ya proverbial respuesta que el seductor da a Tisbea: “¡Qué largo me lo fiáis!” (I, v. 960) y a su padre Don Diego (II, v. 400). Dicha frase, nos parece, encierra dos lecturas. La primera y más fácil es la del galán que pospone para un plazo lejano el resultado de sus fechorías; pero la segunda y principal lectura indica subrepticiamente que el cautivador no solamente pospone la hora fatal, sino que la pone en duda; prueba evidente es ese mismo “fiáis”, indudable alusión a una fe meramente humana que en modo alguno acepta la existencia de una trascendencia más allá de este mundo tangible. En efecto, si su padre le avisa “que es juez fuerte / Dios en la muerte” (II, v. 398-399), poco inquietan estas palabras a un Don Juan que prefiere evitar lo que para los demás es una evidencia: “¿En la muerte? / […] / De aquí allá hay gran jornada” (II, v. 399-401). Reminiscencias evidentes de aquel “¡Qué largo me lo fiáis!” o de este “De aquí allá hay gran jornada” las encontramos en el Don Juan Tenorio de Zorrilla; se trata de la escena arriba mencionada en la que Don Diego recordaba a su hijo la justicia de Dios. Pocas líneas más abajo, cuando el padre constata muy a su pesar lo poco que consiguen sus amonestaciones, se despide en compañía del que iba a ser su consuegro no sin antes recordar a su hijo: “Don Juan, en brazos del vicio / desolado te abandono: / me matas… mas te perdono / de Dios en el santo juicio”; a lo que su hijo responde: “Largo el plazo me ponéis” (I, I, 12, v. 788-792). Donde quizás se acentúe más tal tipo de respuesta es en el Don Juan de Lenau, quintaesencia del panteísmo romántico. El padre de ambos ha enviado a Don Diego para que llame al orden a Don Juan; al final de una conversación en la que nada ha podido conseguir, Don Diego le plantea la pregunta del plazo que habrá de cumplirse: Wie wird am Zahlungstag zu Mut dir sein? Meinst du, man zahlt nach lustigen Gelagen die Gläser nur, die man dem Wirt zerschlagen, und die gebrochnen Herzen gehen drein? (p. 5). ¿Cómo te encontrarás el día en que se cumpla el plazo? ¿Acaso crees que tras alegres orgías no se pagan más que los vidrios rotos y olvidas que también es preciso dar cuentas de los corazones rotos? A lo cual responde Don Juan con un desapego que no admite réplica: Die Gläser und die Herzen, alle Zechen hab’ ich bezahlt, wenn meine Augen brechen; mein letzter Hauch ist Sühnung und Entgelt, denn er verweht mich selbst, und mir die Welt. Vidrios y corazones, todo lo habré soldado cuando se apaguen mis ojos. Mi último aliento será la expiación y la recompensa, ya que me suprime a mí mismo y a mí mismo me quita el mundo. Con estas palabras el héroe evoca, según Thomas (1989: 49), uno de los principios de panteístas antiguos y modernos. En efecto, con su muerte, Don Juan paga su deuda contraída con la humanidad ya que dejará de tener existencia propia al ser absorbido por el ser divino que lo creó. Las causas de tal postura son múltiples, evidentemente, según se trate de tal o cual versión donjuanesca: figura polimórfica por excelencia, Don Juan nunca es el mismo aun cuando siempre
  • 4. 4 encontremos en su modo de proceder una serie de características que lo definen como tal. Estas propiedades, más que en su porte exterior o en su pensamiento, residen especialmente en lo que algunos críticos han dado en llamar los “invariantes” de Don Juan, tales como su seducción encarnizada, su desafío a la trascendencia y el convite a cenar con el muerto. Sin detenernos a considerarlos en este estudio, sí podemos no obstante adentrarnos más aún en sus relaciones con esa trascendencia que estamos estudiando. El Don Juan atribuido a Tirso de Molina era, como veíamos, frívolo por naturaleza; apenas conocía la impiedad pues sus aventuras amorosas no le permitían – español hasta la médula de los huesos– detenerse a considerar fríamente asuntos de este cariz. No ocurre otro tanto, como sabemos, en posteriores formulaciones del mito; desde que los italianos tomaron el relevo para posteriormente pasárselo a los dramaturgos franceses, se ha operado un cambio bastante notable en lo que respecta a las relaciones del joven caballero, retoño de los ilustres Tenorios, con la divinidad. En la escena italiana abundaban los lazzi y divertimientos; incluso tomaban un cuerpo en ocasiones excesivamente desmesurado que impedía enfocar con claridad el centro de la imagen; aun con todo, la etapa italiana ha supuesto un paso de gigante en la modulación del carácter del joven caballero; rebelde por instinto a la familia, al Estado y a Dios, el Don Juan que nos presenta el país de la “Signoria” y del “condottiere” se va desgajando progresivamente de toda atadura a la tradición puramente católica y ortodoxa. El resultado es patente: el seductor, ya representado en Francia incluso por compañías italianas, adquiere un talante más reflexivo y tajante al respecto: lejos de escabullirse y confiar en la tardanza de un desenlace que se le antoja incierto, adopta un contorno netamente definido, el mismo que adaptarán los autores franceses. Así, en L’Atéiste foudroyé ou le Fils criminel de Dorimon, frente a su padre Dom Alvaros, quien parte desesperado al comprobar el desgraciado curso que están tomando los acontecimientos, Don Juan no duda en erigirse como único dueño de sus actos: “Que le destin se bande ou pour, ou contre moy, / Pere, Princes, ny Dieux ne me feront la loy” (I, 5, v. 291-292). Como ya indicara Gendarme de Bévotte, el espíritu de independencia y orgullo que aflora en el Don Juan de Villiers, en su pieza que lleva idéntico título que la precedente, es todavía más acusado que en el personaje de Dorimon; Philipin nos lo describe en una soberbia pincelada: “Qui se moque de tout, ne craint ny Dieux, ny diables” (II, 4, v. 520). En esta obra, consiguientemente con el título, la escena del diálogo con Don Alvaros se repite. Frente a un padre que implora a los dioses para que salven a su hijo del castigo que está a punto de fulminarlo (I, 4, v. 219-222), el despiadado Don Juan no escatima en sus diatribas libertinas: “Je ne vous connoy plus, ny ne vous veux connaistre, / Je ne veux plus souffrir de Pere, ny de Maistre; / Et si les Dieux vouloient m’imposer une Loy, / Je ne voudrois ny Dieux, Pere, Maistre, ny Roy” (I, 5, v. 307-310). Es más, ante la última súplica de Dom Alvaros –“Justes Dieux, épargez à ce Fils criminel, / À ma priere ardente, un supplice eternel” (I, 5, v. 337-338), el hijo prorrumpe con una decisión tan altiva como irrevocable: “Que le sort soit prospere, ou qu’il soit ennuyeux, / Je suis mon Roy, mon Maistre, et mon sort, et mes Dieux” (I, 5, v. 341-342). Palabras harto elocuentes que nos permiten contradecir a las de Gendarme de Bévotte cuando afirmaba: “Il est intéressant de noter le chemin parcouru de Tirso à Molière. Chez l’auteur espagnol, Don Juan néglige les prescriptions de l’Église, mais il les respecte; chez Dorimon, il croit encore en Dieu, mais il le brave; chez Molière, il est sceptique” (1988: 129, nt. 1). Es algo evidente en el diálogo entre la Sombra y el joven caballero; cuando aquella le pregunta por el origen de la creación y concluye que sus mismas acciones no tienen más apoyo que el del mismo Dios, Don Juan responde: “Que me viens-tu prosner? Il n’est pas de saison / De me cathechiser, j’aurois peu de raison, / Si je ne connoissois l’autheur de toutes choses, / Je sçay bien que ces mains sont les premieres causes / Des ouvrages qu’on voit, qu’on admire icy bas (V, 8, v. 1787-1791). En efecto, una primera lectura parece apuntar hacia cierta sumisión de Don Juan –“si je ne connoissois l’autheur de toutes choses”; pero
  • 5. 5 una revisión más atenta desvela el auténtico pensamiento de un Don Juan materialista: el mismo que dice que sus mismas manos son causa primera y no segunda de las cosas. Sin embargo Dorimon se percata de que ha ido demasiado lejos y se las ingenia para deshacer el camino andado. No es otra la razón del diálogo que sigue. A la pregunta de la Sombra: “Sçais-tu bien qu’à present ce Dieu veut ton trépas?”, Don Juan se limita a reconocer no sin un punto de rebeldía: “Il m’a donné l’esprit, l’ame, la connoissance, / La force, la raison, le cœur, l’intelligence, / Et tout cela pour vaincre, et braver les destins / Et non pour affliger l’ouvrage de ses mains” (V, 8, v. 1793-1796). Curiosamente, no es nombrado Dios en la pieza de Molière –lo cual no significa que no aparezca la trascendencia–, debido, sin duda alguna, por exigencias de bienséances y para apoyar más aún el carácter agnóstico de su personaje. Algo que Mongrédien comentaba diciendo que, del mito de Don Juan, Molière “en fit sans peine une étude magistrale de caractère, une peinture bien vivante du libertin athée, dressé comme un défi devant Dieu, type dont la cour offrait alors maints exemples” (in Molière, 1992: 350). Ahora bien, perderíamos el sentido de la perspectiva si nos limitásemos a considerar única y exclusivamente el Don Juan del siglo XVII: es preciso avanzar para verlo desenvolverse, especialmente en plena época romántica y contemporánea, donde su relación con respecto a la divinidad es diametralmente opuesta. Así, Musset lo imagina en busca de la mujer ideal y, por relación de concomitancia, soñador de sombras vanas entre las que, al borde de la desesperación, Don Juan busca a su Dios (II, XLIV, p. 191). Algo semejante ocurre en El Convidado de piedra de Puskin: absorto, Don Juan contempla a Doña Anna rezar diariamente ante el túmulo de su difunto esposo; cuando, en un arrebato de amor, se acerca simulando ser un monje al que no está prohibida la entrada en el camposanto, el diálogo que ambos personajes entablan no deja lugar a dudas: Don Juan confiesa que cuando ella se inclina para rezar, él cree ver un misterioso ángel que desciende sobre la tumba del esposo y, aunque incapaz de rezar, queda extasiado por la escena de amor que sus ojos le muestran (III, p. 61-63). Avanzando más aún en pleno romanticismo, Dumas nos presenta a un Don Juan, como decíamos arriba, predeterminado a cometer un crimen infausto. De hecho, varios van a ser y de manera estrepitosa: blasfematorias risas en la estancia contigua a la de su padre moribundo, asesinato del confesor de su padre el conde, despojo a su hermano Don José del título y los bienes que este conlleva… Es fácil hacerse a la idea de los pensamientos que se ciernen sobre él cuando ya todo ha sido consumado: ora inspirados por el ángel bueno, ora suscitados por el ángel malo, vacila entre el camino a seguir. Las preguntas que él mismo se hace son prueba evidente de que el Don Juan de Dumas tiene conciencia: ¿arrepentirse?, ¿expiar por la muerte del sacerdote?, ¿obtener el perdón de su padre que ahora está en el más allá? Pero, se pregunta entre lágrimas con las mismas palabras que le susurra el ángel bueno antes de partir: “Mais peut-être que Dieu répondra: «C’est trop tard!»” (I, VII, p. 16-18); momento que el ángel malo aprovecha para proponerle que vaya, como su antecesor molieresco, a la conquista de nuevos mundos, sin dueño ni rey, en busca de placeres hasta entonces insospechados (ibid.). Pocos años más tarde, Lenau esboza en su poema “semi-inconcluso” su opinión sobre Don Juan y su relación con la divinidad. Así, cuando una mañana, en compañía de su lacayo Marcello, Don Juan atraviesa un bosque a caballo, mezcla con no poca intuición su visión de la naturaleza con la Venus universal que cantara Lucrecio al principio de su poema sobre la naturaleza (De Natura Rerum, I, v. 29-41): Das Herz, in dem die Wesen alle gründen, der Born, worein sie sterbend alle münden, der Gott der Zeugung ist’s, der Herr der Welt, die er, nie satt, in seinen Armen hält (p. 6). El corazón sobre el que reposan todos los seres, la fuente donde todos desembocan al morir, es el dios generador, el señor del mundo, el que lo mantiene de manera insaciable entre sus brazos.
  • 6. 6 Alejándose de Lenau, Zorrilla puede ponerse en parangón con Dumas. Su Don Juan, a pesar de tantos avisos celestiales, tarda en admitir la existencia de una trascendencia (de hecho en ambos casos todo se resolverá en los últimos segundos de que disponían): más incrédulos que el apóstol Tomás, que vio y creyó, ellos han visto pero se niegan a creer por cuanto supone la conversión. A este respecto, es muy elocuente el brindis que hacen Don Juan y sus amigos el capitán Centellas y Avellaneda: mientras el oficial brinda por la memoria del Comendador y para que Dios le dé su gloria, Don Juan, vuelve a las andadas y expone su radical materialismo: Mas yo, que no creo que haya más gloria que esta mortal, no hago mucho en brindis tal; mas por complaceros, ¡vaya! Y brindo a que Dios te dé la gloria, Comendador (II, II, 1, v. 3308-3313). Momento que el Cielo aprovecha para hacer su entrada en escena a través de la estatua del Comendador; en efecto, al tiempo que sus dos amigos caen fruto de un repentino desvanecimiento, el espectro se aparece a Don Juan y le habla en estos términos que no dejan lugar a dudas: Al sacrílego convite que me has hecho en el panteón, para alumbrar tu razón, Dios asistir me permite. Y heme que vengo en su nombre a enseñarte la verdad; y es: que hay una eternidad tras de la vida del hombre. […] Mas, como esto que a tus ojos está pasando supones ser del alma aberraciones y de la aprensión antojos, Dios, en su santa clemencia, te concede todavía, Don Juan, hasta el nuevo día para ordenar tu conciencia (II, II, 2, v. 3432-3451). Toda la obra de Joseph Delteil puede resumirse en aquellas palabras que poníamos como epígrafe de estas líneas: “L’homme est un animal qui cherche Dieu”. Para el autor francés, su Don Juan es ante todo un seductor que ha sufrido hasta lo indecible y que, buscando una razón de ser del mundo que le rodea, del acto mismo de la seducción, de su virilidad y de la femineidad, acaba por comprender que solo Dios es la respuesta a todas sus preguntas, el único pontón capaz de ligar entre sí tantas realidades hasta entonces inconexas. De ahí que exclame: “Ah! si Dieu lui aussi était en chair et en os!… S’il y avait un pont entre les roses et l’azur!… Entre l’odor di femina et l’odeur de sainteté… Toute sa vie, Don Juan cherchera passionnément le «pont de Dieu»” (I, p. 31). Este “puente de Dios” es crucial en la obra de Delteil; hablará de él a propósito de la epopeya española en el Nuevo Mundo, le servirá como punto de apoyo para esbozar héroes hispánicos como el Cid, Pizarro y Don Quijote; pero le será útil sobre todo para alcanzar su objetivo y de pronto Don Juan es caballero, conquistador y místico, características que el autor francés atribuye de modo específico a la mentalidad española. Dejando ahora a un lado l’esprit chevaleresque y la conquistadorerie, fijémonos en el punto más
  • 7. 7 sorprendente: Don Juan no puede ser sino santo… o diablo. Santo porque está siempre “ardiendo”, principio intrínseco de la Santidad, nos dice Delteil; de ahí su fuego abrasador en busca de Dios: Le saint est qui dépouille l’éphémère, le fortuit, le temporel, pour saisir à bras-le-corps l’idéal. Le saint est qui vise Dieu. La devise du saint, la devise de Don Juan est: passionnément. […] Que l’on ne voie ici nul mélange suspect, nulle simonie! Les attaches de la chair et de la spiritualité sont délicates et profondes, légitimes et sacrées. Il y a un pont en l’air par où la sensibilité rejoint Dieu: la Mystique. Le “pont de Dieu”. […] Catholique espagnol, et chrétien plutôt que catholique, car le catholicisme est au christianisme ce qui le mariage est à l’amour. Foi en l’Amour, foi en la Vierge, foi en Dieu (fût-ce à l’envers parfois, car il y a foi contre Dieu): voilà la charpente de son être (III, p. 92- 98). No deja de ser llamativo este Don Juan que vive en continuo balanceo entre la aberración y la purificación; en ocasiones el contraste es sobrecogedor, como en aquella ocasión en que vinieron a mezclarse sus fechorías presentes con el recuerdo de su propia violación. Lanzado a la voluptuosa seducción de viudas, vírgenes, novias y granjeras, este Don Juan se encanalló; cuanto más se hundía, más se depravaba, hasta cierta ocasión en que cambió de objetivo se vio reflejado en una de sus víctimas: Quand il en fut cependant aux gamines, il eut un brusque retour de conscience, une minute d’abyssal effroi. Il revit en un éclair un groupe de lavandières tripotant un pâle petit garçon sur un lit de saponaire… Il s’écria: “Mon Dieu, quoi qu’il arrive, je crois en Vous!” Et il palpait avidement son scapulaire sur sa peau… (IV, p. 134-136). La fe retorna, su mística añoranza de lo divino, tan defendida por Delteil y que da cuerpo a toda la obra. Aun con todo, es preciso recordar que el autor ha comprendido bien al mítico personaje y no desaprovecha cuantas ocasiones se le presentan para exponer sus dudas: “–Le Ciel? railla-t-il. Bon pour les enfants à la mamelle! Le ciel bleu avec son Dieu à barbe blanche… Dieu?” (V, p. 164). Poco importa, en su Don Juan, Joseph Delteil prepara minuciosamente el final de la obra; precisamente por ello consiente en pasar por estos meandros propios de la leyenda donjuanesca. Novador donde los haya es el Don Juan oder Liebe der Geometrie de Frisch. En pleno siglo XX, en plena deconstrucción del mito y cuestionamiento de todo tipo de trascendencia, su Don Juan, original donde los haya, ofrece una versión inesperada. El protagonista, como en tantos otros casos, está sencillamente cansado; cansado de ser la diana de la justicia humana, la “víctima” de tantas mujeres que no pueden sino seducirle, el perseguido por la Iglesia española… La vida se le hace insoportable y tiene entonces una ocurrencia luminosa: ¿y si él mismo se inventara la trascendencia? Con ella, todo cambiaría, y cual hombre gastado, se retiraría a vivir y morir en paz. No es otra cosa lo que sugiere al obispo de Córdoba: Mi propuesta es sencilla y clara: Don Juan Tenorio, enemigo jurado de la Iglesia española […] está dispuesto, como le digo, a morir este mismo día. Usted, la Iglesia española, me asegura una renta modesta, sin más, una celda de monje, si es posible no muy pequeña, en un convento… de hombres, si me permite expresar mi deseo, y que dé sobre los montes de Andalucía. […] A cambio, obispo de Córdoba, le doy lo que la Iglesia española necesita actualmente con más urgencia: la leyenda del perjuro sumido en el infierno. […] De otra forma, ¿cuánto tiempo tendré que seguir soportando esta vida? Seducir a las mujeres, matar a los maridos, reír a carcajada limpia y seguir mi camino… […] La juventud me toma como modelo; veo acercarse una generación que se lanzará a la nada, como yo, audaz tan solo porque habrán visto que la justicia no existe. […] No solo estoy cansado de las mujeres […], estoy harto del sacrilegio. […] ¡Llevo doce años provocando como un niño a ese espacio azul al que llaman Cielo! […] Pero incluso mis sacrilegios me han hecho célebre. […] Estoy desesperado. […] Con un solo “sí” que usted diga, obispo de Córdoba, la leyenda florecerá. Ya tengo contratada a una persona para que
  • 8. 8 desempeñe el papel de Comendador. Llegarán las mujeres; en cuanto oigan la voz de ultratumba comenzarán a chillar, no se preocupe. Y entonces yo daré una carcajada blasfematoria tal que a través de todos sus huesos les correrá un estremecimiento glacial. Con un petardo que tengo preparado para el momento propicio, ocultarán sus rostros entre las manos –mire bajo la mesa esa máquina que he ingeniado: Excelencia, el azufre y el humo llenarán la estancia. Todo en un abrir y cerrar de ojos. […] Y mientras tanto, salto a la bodega –mire esa trampilla sobre las losetas. […] Ahí tengo preparados un hábito de sayal y una navaja para afeitarme este célebre bigote y, ni visto ni oído, entre el polvo del sendero camina un monje… Solo pongo una condición, que el secreto quede entre nosotros dos. […] Mi bajada a los infiernos será el consuelo de las esposas de los maridos muertos, de la multitud de mis acreedores; en fin, todos salimos ganando. ¿No es maravilloso? […] Don Juan ha muerto. Dispongo de paz, me dedico a mi geometría y usted, la Iglesia, ya tiene una prueba insospechada de la justicia celeste, algo que nunca encontraría en toda España (IV, p. 66-72). Sencillamente original; pena que incluso el supuesto obispo de Córdoba no fuera sino otro marido cornudo magníficamente disfrazado… Más insólito aún es lo que propone Montherlant, dispuesto a deshacer todos los residuos románticos donjuanescos. Como Frisch, en su Don Juan Montherlant vuelve a las raíces multiseculares y procura, a la manera de Molière, eliminar la trascendencia. Si este, cansado, concluía diciéndole al piadoso pobre a propósito del luis de oro: “Va, va, je te le donne pour l’amour de l’humanité” (III, II), el autor de la pieza de 1956 le decía a Linda que le pedía un broche: (Lui donnant la broche). Tiens, va, prends-la. Je te la donne pour l’amour de… Non, je ne peux pas dire “pour l’amour de Dieu”; Dieu, ce n’est pas sérieux. Pour l’amour de qui? Pour l’amour de moi? Bah! disons “pour l’amour de toi”, et qu’on n’en parle plus (I, II, p. 48). Nada es más cierto que con Montherlant desaparece, así, desaparece, la trascendencia divina del mito donjuanesco, al menos por unos años. En verdad es llamativa la fuerza con la que su protagonista insiste una y otra vez sobra la inexistencia de Dios y cuanto Dios significa: “Dieu! Jadis, la religion m’indignait. Maintenant, elle n’est plus pour moi que quelque chose de comique” (I, IV, p. 55). La más incisiva de sus diatribas se produce en el duelo con el Comendador, un duelo que Don Juan perdería –no hay que olvidar que el Don Juan de Montherlant es sexagenario–, pero aun con todo, su orgullo y su ateísmo son aquí más patentes que nunca: LE COMMANDEUR, DÉGAINANT En garde! homme immonde, en garde! Toi, je ne te manquerai pas. […] [Don Juan] dégaine à son tour, mais déjà l’epée du Commandeur, appuyée sur sa poitrine, le maintient immobile, adossé à un arbre. Don Juan laisse tomber son épée. LE COMMANDEUR Misérable! demande pardon à Dieu pour tes crimes! DON JUAN Je ne demanderai pas pardon à un Dieu qui n’existe pas pour des crimes qui n’existent pas (II, IV, p. 79). Prosiguen las imprecaciones del Comendador que exige un arrepentimiento, un pesar siquiera, de cuanto ha hecho; pero es difícil doblegar la voluntad de Don Juan; por ello el Comendador se apresta a dar el golpe de gracia –cosa que sin embargo no llevará a cabo por no hacerle el favor de suprimirle de la faz de la tierra, algo que Don Juan anhela con todas las veras de su corazón: LE COMMANDEUR Veux-tu être en une seconde dans l’enfer?
  • 9. 9 DON JUAN Je veux être en une seconde dans le néant, et ne me sentir plus. Tuez-moi, Commandeur, pour l’amour de ce Dieu qui n’existe pas (II, IV, p. 79-82). “L’homme est un animal qui cherche Dieu”, recordamos con Delteil. En Montherlant, como estamos viendo, todo cambia, aun cuando las palabras sean prácticamente las mismas; lo que cambia es el modo de abordarlas. En efecto, en la pieza de este último, los pensadores aseguran discernir todo el mal del héroe: su insaciable búsqueda de Dios. Así, el primer pensador que afirma: “… il est en quête de l’absolu, c’est-à-dire de Dieu” (III, II, p. 128). A lo que Alcacer responde dejando las cosas claras: Ce qui est, c’est d’abord que Don Juan ne croit pas en Dieu, s’en trouve fort bien, et n’a nulle envie d’y croire (III, II, p. 132). Sin embargo, nuestra lectura sería superficial si nos limitásemos a ver en el Don Juan de Montherlant un ateo sin más; su personaje está lleno de dudas y pensamientos que le apesadumbran: apenas se comprende a sí mismo, de ahí el que afloren de vez en cuanto contradicciones que no pasan desapercibidas a su criado; de ahí, por ejemplo, que se atreva a decirle: “Vous ne croyez pas en Dieu, et vous l’invoquez à chaque instant” (III, VI, p. 163). El desafío a la trascendencia En el texto de Delteil teníamos la ocasión de examinar la fe en el amor propia a nuestro protagonista; y no sin razón, el autor francés precisaba en su exordio: “Foi en l’Amour, foi en la Vierge, foi en Dieu (fût-ce à l’envers parfois, car il y a foi contre Dieu): voilà la charpente de son être”. Dentro del desafío de Don Juan a la trascendencia hay un aspecto que ha sido poco tratado: su provocación durante la seducción. En efecto, no le ha bastado al hijo de los Tenorios ser en extremo taimado: por su boca muere el pez y comete el mismo error que Macbeth. Cuando con dulces palabras se aproxima al lecho de Aminta, obnubilado por el placer venidero, parece no percatarse de unas palabras que pronuncia y le habrán de ser fatales: “Si acaso / la palabra y la fe mía / te faltare, ruego a Dios / que a traición y alevosía / me dé muerte un hombre… (Aparte) muerto, / que, vivo, ¡Dios no permita!” (III, v. 276-280). Y Dios, que todo lo oye y todo lo ve, según la doctrina en la que el mito se desarrolla, no duda en tomarle la atrevida palabra… La mejor prueba de ello la tenemos en ese instante, sobremanera irreversible, en el que Don Juan ya ha alargado su mano a la estatua del Comendador. Poco importa el fuego presente con los suplicios que le aguardan y que se verificarán como se está verificando la “profecía” del protagonista cuando decía a Aminta: “que […] me dé muerte un hombre… muerto”. Así es, Dios ha tomado al pie de la letra sus palabras y no duda en recordárselas a través de su emisario, el Comendador Don Gonzalo: “Las maravillas de Dios / son, Don Juan, investigables, / y así quiere que tus culpas / a manos de un muerto pagues” (III, v. 950- 953). Dentro de este aspecto del desafío a la trascendencia, se encuentra un caso especialmente singular: la provocación inconsciente por parte de Don Juan. Más precisamente, se trata del buen ángel de Don Juan de Marana tomando cuerpo, gracias a la intercesión de la Virgen María, en el despojo mortal de sor Marthe, hermana del convento del Rosario. Nuevo Cédar a la manera de Lamartine, el buen ángel se dispone así a padecer cualquier futuro de miserias, como él mismo dice, a fin de salvar el alma de Don Juan. Ahora bien, la Virgen le advierte que, como le ocurriera a Cédar con Daïdha, su naturaleza habrá de cambiar al tiempo que olvide todo recuerdo celeste; solo le quedará un arma para rehabilitar el alma del seductor: “Ayant, pour tout soutient et tout trésor, dans l’âme: / L’espérance, la foi, la prière et l’amour. [Les ailes de l’Ange tombent toutes seules, et l’Ange redescend lentement vers la terre]” (II, cuadro III, escena única, p. 52). Las consecuencias son más serias de lo
  • 10. 10 que a primera vista parece, pues en adelante Don Juan, que no tarda en quedarse prendado de la belleza de sor Marthe, en realidad intentará seducir, sin saberlo, a quien fue un ángel celestial… algo que no tardará en llegar: DON JUAN: Je vous ai reconnue, moi… À l’instant où je vous vis, je me suis dis: “Celle que je cherche, la voilà!… la bien-aimée de mon cœur, la voilà… la fiancée de mes rêves, la voilà! c’est elle!” Car vous avez passé dans mes nuits comme j’ai passé dans les vôtres, et, si j’ai éclairé votre sommeil, vous avez brûlé le mien. MARTHE: Eh bien, écoutez, écoutez à votre tour, et que Dieu me pardonne; si je fais mal, je l’ignore… mais c’est étrange, ce que je vais vous dire. Je ne vous avais jamais rencontré avant aujourd’hui, non, j’en suis sure; eh bien, cependant je vous ai reconnu; il m’a semblé vous avoir vu déjà dans l’autre monde, sinon dans celui-ci… Vous avez parlé, le son de votre voix m’a fait tressaillir et m’a inondée d’une mélodie familière à mon oreille! Vous avez dit votre nom, Don Juan, ce nom… certes, je ne connaissais aucun homme de ce nom!… eh bien, il m’a semblé que c’était un nom familier à mon cœur, il m’a semblé que je l’avais prononcé déjà… où, je ne sais… à quelle occasion, je l’ignore… car il y a un voile entre mon corps et mon âme, car il me semble que j’obéis, en ce moment même, malgré moi, à un pouvoir surhumain qui me pousse vers vous, qui fait renaître d’anciennes pensées dans mon esprit, qui arrache du plus profond de mon cœur des paroles qui y dormaient oubliées… Don Juan, j’aime votre nom! Don Juan, j’aime votre voix!… Don Juan… (Se précipitant le front contre terre). Pardonnez-moi, mon Dieu! Prenez pitié! ici, dans votre église, dans votre maison sainte, j’allais lui dire: “Don Juan, je vous aime!” (IV, cuadro VI, II, p. 77). Como vemos, la profesa también ha quedado prendada de Don Juan, pero no como ella preveía, lo cual le habría proporcionado la posibilidad de obtener su salvación. En efecto, sor Marthe, como Ofelia, no ha tardado en perder el juicio, y Don Juan, viéndola reír como una niña, corriendo y saltando al tiempo que nombra a su amado, la persigue hasta perderla de vista y, vuelto en sí, recapacita sobre el fatídico carácter de rey Midas que ha ido adquiriendo su vida: Ô mon Dieu! je suis un être bien fatal aux autres et à moi-même; tout ce que je touche se brise ou se flétrit; et ceux à qui je n’ôte pas la vie perdent la raison (IV, cuadro VII, III, p. 86). También hay ultraje a la trascendencia divina en otro acto seductor: el de Don Juan introduciendo a doce prostitutas, doce –número bíblico y apostólico–, en un monasterio de clausura disfrazadas de pajes. Cuando ya varias han conseguido, según las consignas de Don Juan, seducir a los monjes que se disponían a comer, aparece el padre prior en la puerta del refectorio. No es difícil imaginar su cólera: “Sündenpest, Gestank der Hölle!” (p. 9) y la reacción del inveterado seductor: “Herr, dein Aufruf wird zu schanden; dein Flagellum nimm zu handen!” (“Señor, tus gritos nada pueden. Coge tu látigo con la mano!”). La reminiscencia –Flagellum, dice– del látigo de cuerdas que Cristo hizo para derribar las mesas de los cambistas y echar a los mercaderes del Templo es inmediata: hasta ahí llega el desafío del seductor que no repara en medios para reírse de la trascendencia y sus santas leyes. Sí ha sido muy tratado, en cambio, el tema del arrojo frente a la trascendencia; baste con pasar revista a los romances de la calavera y el convidado de piedra –oriundos de Lugo, Burgos, León, Segovia y llegados incluso a Chile en diversas variantes. En El burlador Don Juan comete un acto que le llevará irremisiblemente al final de sus días terrenos; un acto especialmente ultrajante dentro del mundo castellano –como bien se deja ver, por ejemplo, en el Cantar de Mío Cid: el hecho de mesar la barba a un hombre; otro tanto ocurre en los romances arriba mentados, como en los de Burgos y León (Alvar: 1979, 316-317). Pero este hecho adquiere aquí una gravedad inusitada si tenemos en cuenta que Don Juan mesa la barba a la estatua de un Comendador por él asesinado al intentar robarle
  • 11. 11 su honor familiar: “¿Buen viejo, barbas de piedra?” (III, v. 453), le apostrofa al tiempo que se ríe y le tira de sus barbas. Nada ocurre… por ahora, pero Dios no olvida, como más abajo tendremos ocasión de comprobar. Punto importante este: de hecho, no aparece en Il Convitato di pietra, donde Passarino solamente nos relata que un “barbon mort” invitó a su patrón a cenar (III, 10, p. 302); prueba harto evidente del carácter español de mesar la barba; máxime si tenemos en cuenta las grandes semejanzas que esta pieza del pseudo-Cicognini conserva con respecto a la atribuida a Tirso de Molina. De hecho, cuando Don Juan se entretiene con la estatua de Don Gonzalo, bien deja ver su gallardía: lo primero que hace es pedirle sus señas de identidad: “Di, ¿qué quieres, / sombra o fantasma o visión?” (III, v. 628-629). Pero en su impertinencia el joven caballero va más allá de lo que en un principio cabría esperar –de ahí también el incalculable valor de este mito literario– cuando sin amedrentarse lo más mínimo pide una aclaración: “¿Estás gozando de Dios? / ¿Dite la muerte en pecado? / Habla, que suspenso estoy” (III, v. 635-637). Palabras, a nuestro modo de ver, sobremanera importantes por cuanto nos desvelan que en los albores de las primeras cristalizaciones del mito literario, Don Juan no es todavía un personaje ajeno a la trascendencia: de otra forma, nunca se preocuparía –“suspenso estoy”, dice– por el estado presente de una persona que conoció y que, bien lo sabe, sigue “existiendo” de alguna manera en otro mundo… No cabe duda de que Don Juan, a medida que ha ido avanzando su mito en la literatura, se ha ido alejando de aquellos ateistas de los escenarios italianos del siglo XVII… hasta ya muy entrado el siglo XX. En Delteil Don Juan ni siquiera se pregunta por el estado actual de la estatua; simplemente la invita: – Tiens! Tiens! Mais voici le Commandeur, ma parole! La belle statue qu’on t’a fait là, Commandeur d’Ulloa! Dieu me pardonne, tu as l’air guilleret de quelqu’un qui court chez sa belle. Demain soir, j’offre festin dans mon palais. Il y aura des pucelles, parbleu. Veux-tu venir? Alors on vit la Statue du Commandeur s’animer vaguement dans l’ombre ambrée, car le crépuscule déjà brouillait toutes les cartes, et de la tête faire signe: – Oui! (IV, p. 145-149). Sí ha habido distanciamiento, de ello no cabe la menor duda, en Le Festin de Pierre de Molière; mucho se ha escrito a este respecto sobre el ateísmo del protagonista; y sin embargo mucho más se habló entonces, como lo muestra la supresión de la obra y el lapsus de representación hasta bien avanzado el siglo XIX. También lo muestra un soneto que extraemos de la revista Le Moliériste; algunos versos son a este respecto muy reveladores de lo que para los espectadores de entonces significó la representación del Dom Juan. Después de haber pisoteado, tirado al Sena y denigrado hasta lo indecible esta pieza que corría de boca en boca propagando el crimen de Molière, el autor del soneto declara que solo quedará satisfecho cuando vea al mismo autor padecer los sufrimientos del mismo Prometeo: “Tous ces maux différents ensemble ramassés / Pour son impiété ne seraient pas assez; / Il faudrait qu’il fût mis entre quatre murailles, / Que ses approbateurs le vissent en ce lieu, / Qu’un vautour, jour et nuit, déchirât ses entrailles, / Pour montrer aux impies à se moquer de Dieu” (reproducido en el n de julio de 1885, p. 107; Biblioteca Nacional de París, ms. fondos franceses n 15012, p. 45). Crimen, impiedad… y sacrilegio; formas todas del desafío a la trascendencia divina, cuyo parangón lo encontramos en Montherlant; así, cuando, incitado por Alcacer, promete una peregrinación si conserva la vida: DON JUAN, JOIGNANT LES MAINS, GRAVEMENT. Mon Dieu, je fais le vœu d’aller à Santiago si j’ai la vie sauve. Mais je ne fais le vœu de croire en vous, ça, non. (À Alcacer) Est-ce que cela va ainsi?
  • 12. 12 ALCACER À moitié. DON JUAN J’irai à Santiago. Maintenant le vœu en est fait. ALCACER Fait avec une réserve sacrilège (III, IV, p. 151). No obstante, cuando el joven queda a solas, se ve inmerso en un gran pavor, el que surge de manera inmediata en contacto directo, como ha sido el suyo, con lo sobrenatural. Calor, frío, estremecimiento ante lo desconocido… y sobre todo un temor del que, no obstante, se rehace en seguida alegando que no es propio de su condición y menos aún de su renombrado prestigio sevillano (El burlador de Sevilla, III, v. 662-685). Similares son las reacciones en otras variaciones del tema donjuanesco en este momento cumbre: “Ma, oh Dio, che stringo un ghiaccio, un freddo marmo?” (Il Convitato di pietra, III, 8, p. 301). Otra prueba fehaciente de que el ser supremo no ha perdido palabra de cuantos comentarios ha hecho el seductor, es que la misma estatua le recuerda precisamente sus desvaríos y aseveraciones a propósito del tan manido “plazo”: “Adviertan los que de Dios / juzgan los plazos grandes, / que no hay plazo que no llegue / ni deuda que no se pague (III, v. 928-931); tema que merece nos detengamos a continuación con mayor detenimiento. Don Juan, nuevo Jacob “El hombre que los dioses aman muere joven”, decía Heródoto en sus Historias (vid. el parlamento de Menandro en Cléobis y Biton) tal y como nos lo recuerda Byron a propósito del protagonista en compañía de la griega Haydée (IV, XII). En efecto, al igual que Hipólito, Don Juan, por lo general, se presenta prematuramente ante el juez supremo, pero no de la misma manera. Es más, el seductor asiste al combate pertrechado como un guerrero que ha de entablar entonces un combate a vida o muerte; una lucha de la que solo uno de los dos combatientes ha de salir victorioso. En El burlador, saca fuerzas de flaqueza: las suficientes para desenvainar su daga, pero pronto se cansa de “tirar golpes al aire” (III, v. 960). “Lasciami, traditore!” (III, 8, p. 301), exclama en Il Convitato di pietra del pseudo-Cicognini donde el autor indica en una acotación: “Don Giovanni pone mano a uno stile, e gli tira nel petto” (ibid.). En la pieza de Dorimon apenas tiene tiempo; solo sabemos lo que habría hecho, según él dijera en otra ocasión, si hubiese de enfrentarse al Dios que quería su muerte: “…Voila ce qui peut retarder mon trespas. / Ouy, ce fer armeroit ma main contre un Tonnerre, / Luy montrant son espée. Si le Ciel m’attaquoit, je luy ferois la guerre, / Tout au moins je mourrois dans cette volonté” (V, 8, v. 1828-1831); palabras que en poco difieren de las que pronuncia el impío seductor en la pieza de Villiers: “Fassent, fassent les Dieux ce qu’ils ont decreté, / J’oppose à leurs Decrets un esprit indompté, / Un cœur grand, intrépide, une ame inébranlable” (IV, 8, v. 1335-1337); curioso contraste con la realidad cuando llegue el momento crucial y lo veamos fulminado, sin apenas contar con tiempo para defenderse, por un rayo que cae del cielo (V, 7): su muerte ha sido en este caso lo más discreta que cabía esperar; Musset ahonda en este mismo sentido: “Il meurt silencieux, tel que Dieu l’a fait naître” (canto II, estrofa XXI, p. 185). Muy otro es el caso del Don Juan de Lenau: después de vencer en singular duelo a Don Pedro de Ulloa, hijo del Comendador Don Gonzalo, cuando una sola estocada sería suficiente para dar la muerte al duelista que reconoce su derrota, el mismo Don Juan pronuncia entonces su propia sentencia de muerte: Mein Todfeind ist in meine Faust gegeben; doch dies auch langweilt, wie das ganze Leben. (Er wirft den Degen weg; Don Pedro ersticht ihn), (p. 46).
  • 13. 13 Mi enemigo mortal está a mi libre disposición. Pero incluso esto me deja indiferente, como toda la vida en sí misma. (Tira su espada y Don Pedro le atraviesa). No, Don Juan no podía, según el pensamiento de Lenau, morir víctima del fuego celeste – distanciamiento considerable con relación a las características generales del mito– porque él mismo forma parte de ese dios generador del que procede y al que irá tras su tránsito por esta vida mortal. Es lo que se deduce de una de sus conversaciones con Marcello en la que le confiesa que le gustaría morir en un duelo rápido ante un enemigo implacable. Y si el criado le responde que en su estado melancólico apenas necesita el enemigo puesto que el suicidio todo lo puede arreglar –“si alguien quiere morir, ¿para qué necesita batirse en duelo?” (p. 38)–, el caballero responde: Die eigne Hand soll Keinen niederstrechen: Selbstmord ist ekel wie das Selbstbeflecken. Nadie debe tenderse a tierra por su propia mano: suicidarse es tan horrible como profanarse a sí mismo. No conserva el texto dicha frase: el primer editor, Anastasius Grün decidió suprimir este dístico debido a lo atrevido y singular de la expresión (Thomas, 1989: 54-55). En efecto, a pesar de los sucesivos intentos que el mismo Lenau llevara a cabo para acabar con sus días, aquí reconoce que lo más digno y coherente de su héroe es que el golpe mortal le venga de un agente externo porque su dios todavía existe: “el placer fue mi dios y no pecaré contra él dejando voluntariamente esta tierra” (p. 39); aun con todo, cabe objetar que, en definitivas cuentas, el héroe de Lenau provoca un suicidio indirecto ya que en el último momento se deja literalmente atravesar por el enemigo al que ya había vencido… El tema vuelve con Montherlant, cuando Don Juan, fatigado de una vida de mentiras, desea quitársela: DON JUAN Se tuer, c’est montrer à tous, de manière indiscutable, que l’on ne croit pas en Dieu. LE COMMANDEUR Je ne pensais pas que vous fussiez malheureux à ce point (II, IV, p. 97). Zorrilla vuelve a viejas variaciones cuando, frente a la estatua de Don Gonzalo, rehúsa creer que haya un mundo ultrasensible. De hecho, tras prometer que asistirá de buen grado al convite que se le ha hecho, su actuación es más que elocuente: Iré, sí; mas me quiero convencer de lo vago de tu ser antes que salgas de aquí. (Coge una pistola […] (Desaparece la estatua sumiéndose por la pared) (II, II, 2, v. 3456-3463). En el siglo XX, como cabía esperar, los parámetros han cambiado considerablemente, de ahí los nuevos acercamientos –a cada cual más inesperado– de esta lucha llevada a cabo en el punto final del mito literario. Por comenzar con una producción de principios de este siglo, recordemos una obra tan desenfada y curiosa como es Man and Superman de Shaw. Don Juan, allá en la vida del más allá, goza, ¡por fin!, de unos momentos de calma y tranquilidad para charlar pausadamente con la estatua que tantos quebraderos de cabeza le había dado. Don Juan aprovecha este diálogo para explayarse sobre algunos puntos que, debido a la rapidez de los acontecimientos, allá en la tierra no había tenido ocasión de dejar en claro. Así, por ejemplo, le echa en cara a la estatua del Comendador su “poca
  • 14. 14 vergüenza de hacer el papel del vengador de la moral ultrajada y de condenar[le] a muerte”. A lo que la estatua responde buscando una excusa: ESTATUA – No podía hacer otra cosa, Juan. Es así como se arreglan esos asuntos en la tierra. Yo nunca he sido un reformador social y siempre hice lo que era costumbre en los caballeros hacer. DON JUAN Esto podrá explicar vuestra acometida de que me hicísteis víctima, pero no la indigna hipocresía de vuestro ulterior comportamiento como Estatua. ESTATUA La culpa de eso lo tiene mi admisión en el cielo (III, p. 140). Así es, la Estatua no ha hecho sino llevar a cabo el papel que en la tierra se le había encomendado, con lo cual queda una vez más bien patente que no es sino un emisario de Dios. Admitida la trascendencia, el combate parece ilusorio, y sin embargo Don Juan persiste –el mito así lo exige– en sus descaminos; de otro modo, dejaría de ser Don Juan. Lanzando a bocanadas su fuego rabioso, en la obra de Delteil queda sin embargo petrificado cuando la estatua le apostrofa y viene al punto crucial: – As-tu fini, enfant? Sois sage!… Alors, la sinistre raillerie fit place chez Don Juan à la juste colère, à la hardiesse, à l’humain courage. Il sentit soudain la majesté de l’heure, et qu’il se trouvait face à face avec l’Adversaire digne de lui. Il comprit que sur les planches de son âme allait commencer le débat capital, celui qui engage l’éternité.[…] Don Juan répondit: – La sagesse? Je l’ai en naissant laissée au fond de ma mère, où elle se trouve fort bien. Je n’ai souci que d’extrémité. – Il y en a deux, Don Juan; et contradictoires… La gauche et la droite… – L’une ou l’autre, mais pas de milieu. – As-tu choisi? – J’ai choisi ce que voient mes yeux, ce qu’entendent mes oreilles, ce que toute ma chair appela. Nos parece estar escuchando al Don Juan de Molière que responde a su criado: – Je crois que deux et deux sont quatre, Sganarelle, et que quatre et quatre sont huit (III, 1). Y el diálogo sobre la felicidad continúa: – Es-tu repu, Don Juan? Satisfait, rassasié, content? – L’homme jouit à pied. J’ai parcouru le plaisir à cheval. De leur vallée de larmes, j’ai fait une vallée d’amour. […] – Content, heureux? Llamativa aquí la reminiscencia del Cain de Byron quien reitera insaciable la pregunta esencial: CAIN And ye? LUCIFER Are everlasting. CAIN Are ye happy?
  • 15. 15 LUCIFER We are mighty. CAIN Are ye happy? LUCIFER No: art you? (I, p. 258). –Qu’importe! […] Ma vie est un bouquet où il ne manque pas une seule fleur! –Et puis?… –N’est-ce pas vaincre le temps que de le loger tout entier dans son corps; que de s’en nourrir et fleurir jusqu’à la dernière goutte? […] –Que de fois tu t’es mis à l’affût du temps pour lui lancer ce lasso: l’analyse! […]. Tu n’as cueilli, Don Juan, que la brièveté et la caducité (V, p. 167-174). No, Don Juan no es tan inepto como para ignorar que se acerca el momento crucial en el que su adversario no serán mujeres que seducir o caballeros que matar: poco a poco, aquel comedor se va metamorfoseando en un Tribunal de donde saldrán los dos que allí están; pero con un cambio sustancial: uno vencedor y otro vencido… Ahora bien, no se reduce el Don Juan de Delteil a una lucha donde el vencido acaba fulminado sino más bien transformado en su interior. Vencimiento que supone la victoria de la humildad que el Cielo le exige como castigo; no en vano este capítulo lleva por título “Vuelta al redil”: Il sortit de cet étrange Nocturne bouleversé, désorienté. Vision, fantasmagorie? Rêve ou puéril cauchemar? Il se sentait la proie de quelque phénomène providentiel, d’une dramatique mise en scène de sa conscience. Il y a une heure où les scrupules et les remords, jusqu’alors refoulés, envahissent de toutes parts le théâtre sensible de l’âme et y éclatent en apostrophes. Suprême avertissement du ciel, car s’il y a le Démon de Midi, il y a le Dieu de Midi… (VI, p. 193). Otro “combate” que no podemos pasar por alto, es el de la Estatua en el Don Juan de Montherlant. Sin que él lo sepa, no se trata sino de una estratagema de varios títeres; de ahí el que el héroe lo tome en serio sin por ello dejar de pensar como hasta ahora: LA STATUE N’as-tu pas peur de moi? Sache que, si tu me touchais, je t’empoignerais et t’emporterais en enfer. DON JUAN Tu me donnes envie de te toucher, pour voir. LA STATUE Garde-t’en bien. Ma riposte serait terrible. DON JUAN Les hommes, d’aventure, me font peur, mais jamais les spectres. Ni les spectres, ni Satan, ni Dieu. Et cela me taquine diantrement de te passer mon épée à travers le corps une seconde fois. Il dégaine. La tête de la statue tombe, et à sa place émerge la tête du carnavalier-chef. LE CARNAVALIER-CHEF Non! non! Seigneur, pas cela! C’était une plaisanterie. DON JUAN Ah! ah! je savais bien qu’il n’y a pas de spectres. Il n’y a pas de fantastique: c’est la réalité qui est fantastique (III, VII, p. 170-171).
  • 16. 16 Como Jacob, Don Juan ha luchado contra Dios durante toda una noche: en la conclusión le esperaba el premio o el castigo. Ahora bien, en este caso, a diferencia de lo que ocurre en la justicia humana, donde todo se resuelve a tenor de los hechos y documentos exteriormente justificables, en la justicia divina también se tienen en cuenta, y nos atreveríamos a decir que con más detenimiento, las circunstancias y los pensamientos internos. Dios juzga también y sobre todo de internis, lo cual reviste en nuestro caso una importancia inconmensurable: Don Juan solo recuperará la paz consigo mismo, con el mundo y con Dios si reniega de lo que fue para transmutarse versus Deum… Ardua tarea, la suya. La difícil conversión de Don Juan ¿Qué tiene, pues, mi Don Juan? Un secreto con que gana la prez entre los Don Juanes; el freno de sus desmanes: que Doña Inés es cristiana (Zorrilla, 1993: 239). Punto especialmente interesante, y por desgracia poco tratado, es el de la conversión del encarnizado seductor que desafiaba a la trascendencia. Ejemplos no faltan, y sin embargo parece que se respira entre tantos críticos de literatura un no buscado afán por evitar este tema, movidos sin duda por el temor –a nuestro entender falto de auténtico fundamento– de que la conversión de Don Juan supone el desvanecimiento de la leyenda. No es cierto, ni mucho menos, pues nada impide que Don Juan, en sus luchas jacobinas contra el ángel de Dios o contra Dios mismo, acabe aceptando la victoria de su adversario: esto sí está sometido a cambios. Cosa muy distinta sería un Don Juan que apenas tuviera contacto con el sexo femenino, que no desafiara en algún momento a la trascendencia o donde se suprimiera por completo toda alusión a un convite a cenar… El caso es que Don Juan se convierte en varias ocasiones. Zamora empezaba con esta variante del mito literario, Zorrilla la sublimaba, Delteil la engalanaba y tantos otros autores coadyuvaban de una manera u otra al desarrollo de un Don Juan que, habiendo vivido en un ambiente cristiano, también acaba siéndolo de cuerpo entero. A este respecto no podemos olvidar esa delicadísima escena en la quinta de Don Juan donde asistimos al diálogo –por desgracia excesivamente largo como para transponerlo aquí– entre Don Juan y Doña Inés. Nos limitaremos a dar las claves esenciales. En su parlamento con el “ángel de amor”, Don Juan se percata de modo inmediato del cambio al que asiste: todo “respira mejor”: el aura, el agua, la barca, la armonía del viento, el trino del ruiseñor, las perlas que corren por las mejillas de Doña Inés, el encendido color de su semblante, todo, en definitiva, está “respirando amor”; y lo más curioso es que sus mismas palabras, hasta ahora tan mentirosas, también respiran amor; un amor que le hace arrepentirse de sus malhadados rigores, de sus promesas traidoras y rendirse de hinojos ante la que ya no es mero objeto sino mujer amada. Ante la doble y tan femenina respuesta de Doña Inés –“Callad, por Dios, ¡oh, Don Juan!” dice en un primer momento porque presiente el final: “¡Don Juan! ¡Don Juan!, yo lo imploro / de tu hidalga compasión: / o arráncame el corazón, / o ámame porque te adoro”–, Don Juan reconoce que, en estos pocos instantes, las palabras de Doña Inés han bastado para transformarle no solo desde un punto de vista amoroso sino cara a la trascendencia: “alcanzo que puede hacer / hasta que el Edén se me abra”; todo está a punto para la conversión del pecador: “No es, Doña Inés, Satanás / quien pone este amor en mí; / es Dios, que quiere por ti / ganarme para Él quizás”: su amor ya no es meramente terrenal ya que a partir de entonces el joven se siente “capaz aún de la virtud” (vid. I, IV, 3, v. 2170-2279).
  • 17. 17 Ahora bien, no es fácil, para el pecador arrepentido, aceptar todas las humillaciones –de modo especial las humanas– al comprobar el escaso valor que encierra su arrepentimiento a los ojos de los hombres. Pensemos, por ejemplo, en Don Juan arrodillado ante el padre de Doña Inés y suplicándole se la otorgue por mujer, al tiempo que alega, y no es trivial la razón, que de tal manera podrá aplacar las iras del Cielo; mas no encuentra la respuesta esperada, sino antes bien el rigor de un padre que no puede olvidar la humillación en que ha dejado a su familia. Todo empeora con la entrada en acción de Don Luis Mejía, “soltando una carcajada de burla” y tratando al galán, aún de hinojos ante Don Gonzalo, de vil ladrón que roba y huye. No es muy difícil ponerse en lugar de Don Juan, objeto de mofa y escarnio ante dos caballeros; precisamente entonces pone por obra uno de sus mayores lances: ¡Basta, pues, de tal suplicio! Si con hacienda y honor ni os muestro ni doy valor a mi franco sacrificio, y la leal solicitud con que ofrezco cuanto puedo tomáis, ¡vive Dios!, por miedo y os mofáis de mi virtud, os acepto el que me dais plazo breve y perentorio para mostrarme el Tenorio de cuyo valor dudáis. […] Y venza el infierno, pues. Ulloa, pues mi alma así vuelves a hundir en el vicio, cuando Dios me llame a juicio tú responderás por mí. (Le da un pistoletazo) […] (Riñen [Don Juan y Don Luis], y [Don Juan] le da una estocada). DON LUIS ¡Jesús! (Cae). DON JUAN Tarde tu fe ciega acude al cielo, Mejía, y no fue por culpa mía. En ese preciso instante acude la Justicia, no sin poder impedir que Don Juan se escape por el balcón con la ayuda de Ciutti; y allá sobre el río, al mismo tiempo que llega a nuestras oídos el ruido de los remos de una barquichuela que parte rauda, oímos las quejas de un caballero que clama su inocencia: DON JUAN Llamé al cielo y no me oyó, y pues sus puertas me cierra, de mis pasos en la tierra responda el cielo, y no yo (I, IV, 9-10, v. 2550-2623). En otros lugares hemos dicho que Don Juan tiene mala memoria, pero suceso tan trascendental no ha podido olvidársele. De hecho, cuando por un azar pasa junto al magnífico
  • 18. 18 cementerio donde se encuentra el panteón de la familia Tenorio, se entretiene con el escultor y por un acto inconsciente recuerda aquellos hechos. Muchas podrían ser las cosas de las que hablaran; sin embargo, Don Juan encauza la conversación hacia el fatídico instante en que el escultor, describiendo los bustos de los personajes allí enterrados –Don Diego, Don Gonzalo, Don Luis y Doña Inés–, le indica al desconocido pasajero que “solo a [Don Juan] le está prohibida / en [ese] panteón la entrada”; poco menos hacía falta para que Don Juan le haga recapacitar que nada ni nadie se lo podría impedir; y ante la pregunta del escultor: “Pero ¿no tiene conciencia / ni alma ese hombre?”, el joven asesino, sin desvelar su identidad, traza lo que ocurrió aquella fatídica noche en que vio, en tan corto espacio de tiempo, el amor celeste abrírsele gracias a la piedad de una mujer y cerrársele al punto debido a la falta de conmiseración de dos hombres que allí yacen: …Al cielo una vez llamó con voces de penitencia, y el cielo en trance tan fuerte allí mismo le metió, que a dos inocentes dio para salvarse la muerte. […] Podéis estar convencido de que Dios no le ha querido (II, I, 2, v. 2812-2822). Ido ya el escultor, permanece Don Juan en el cementerio y, nueva presencia activa de lo trascendente, comienza una conversación con la Sombra de Doña Inés. Será una vez más esta mujer quien ofrezca, como sor Marthe en Don Juan de Marana –y tantos otros ejemplos románticos: Cédar en La Chute d’un ange, Éloa en el poema que lleva su nombre–, parte de sus sufrimientos a fin de conseguir la salvación del impío seductor. De hecho, Dios ha accedido a las peticiones de la joven, advirtiéndole, no obstante, que ambos correrán la misma suerte: “con Don Juan te salvarás, / o te perderás con él” (II, I, 4, v. 3006-3007); todo depende, pues, del comportamiento de Don Juan esa misma noche: ¿cabe mayor concentración trágica? Quizás sí: la de esa misma noche en su conversación con la estatua del Comendador y la de espíritus benignos y malignos queriendo llevarse cada uno por su lado el alma de Don Juan; algo que solo es posible, por otro lado, una vez que este, debido de nuevo a la intervención de Doña Inés, reconoce que hay trascendencia, hay un Dios, un juicio y también una eternidad… (II, II, 3, v. 3476-3479). Su dilema es: ¿hay también la posibilidad de borrar, en tan poco tiempo como el que se le concede, tanto mal como el que ha hecho? Aquí se centran las últimas escenas de Dumas y Zorrilla. En efecto, si Dios es tan misericordioso como han querido pintárselo los seres amados, “¿entonces, para que iguale / su penitencia Don Juan / con sus delitos, ¿qué vale / el plazo ruin que le dan? (II, II, 3, v. 3480-3483). Dicho de otra forma: “… ¡En un momento / borrar treinta años malditos / de crímenes y de delitos!” (II, III, 2, v. 3704-3706). Emboscado, embarrancado en este callejón sin salida, Don Juan, que ve cómo su trágico destino se acerca a pasos acelerados, recuerda una vez más el son dulce de las palabras de Doña Inés: “Piensa bien, que al lado tuyo / me tendrás…”: en efecto, en el romanticismo, como he creído demostrar en otras ocasiones, extra muliere, nulla salus. De hecho es su Sombra quien susurra en sus oídos: …Medita lo que al buen Comendador has oído, y ten valor para acudir a su cita. Un punto se necesita para morir con ventura;
  • 19. 19 elígele con cordura porque mañana, Don Juan, nuestros cuerpos dormirán en la misma sepultura (II, II, 4, v. 3493-3501). Don Juan obedece, aquí no movido por sus arrestos, sino por el consejo de la mujer que amó, y acude a la cita prevista: “Heme aquí, pues: Comendador, despierta” (II, III, 1, v. 3643). Ahora bien, el festín que el Comendador le tiene preparado está compuesto a base de fuego y ceniza, presagio, le dice, “de la ira omnipotente / do [arderá] eternamente / por [su] desenfreno ciego” (II, III, 2, v. 3681- 3683). Esto, añadido al escaso tiempo de que dispone –según el reloj allí representado no le quedan sino unos granos para que su vida toque a su término–, y el oficio de difuntos que rezan en el que se representa su entierro –elemento típico del romanticismo, como deja ver Espronceda en El estudiante de Salamanca, pero que ya había tratado el mismo Séneca– hace que Don Juan desespere de su salvación: ¡Injusto Dios! Tu poder me haces ahora conocer cuando tiempo no me das de arrepentirme. […] Tarde la luz de la fe penetra en mi corazón, pues crímenes mi razón a su luz tan solo ve. Los ve… y con horrible afán, porque al ver su multitud ve a Dios en la plenitud de su ira contra Don Juan. […] No, no hay perdón para mí. […] Dejadme morir en paz a solas con mi agonía (II, III, 2, v. 3696-3741). Momento crítico de desesperanza, óptimo para que el infierno aproveche y se apreste a llevarse consigo el alma del desesperado seductor: “…Ahora, Don Juan, / pues desperdicias también / el momento que te dan, / conmigo al infierno ven” (II, III, 2, v. 3754-3757). Mas Don Juan es joven y ama, de modo que reacciona en un inaudito impulso de humildad y fortaleza en el que interviene, como era de esperar, la mujer que le ha de salvar: ¡Aparta, piedra fingida! Suelta, suéltame esa mano, que aún queda el último grano en el reló de mi vida. Suéltala, que si es verdad que un punto de contrición da a un alma la salvación de toda un eternidad, yo, Santo Dios, creo en Ti; si es mi maldad inaudita, tu piedad es infinita…
  • 20. 20 ¡Señor, ten piedad de mí! […] (Don Juan se hinca de rodillas, tendiendo al cielo la mano que le deja libre la estatua. […] Doña Inés toma la mano que Don Juan tiende al cielo). DOÑA INÉS …Heme ya aquí, Don Juan; mi mano asegura esta mano que a la altura tendió tu contrito afán, y Dios perdona a Don Juan al pie de mi sepultura. DON JUAN ¡Dios clemente! ¡Doña Inés! […] DOÑA INÉS Yo mi alma he dado por ti y Dios te otorga por mí tu dudosa salvación. Misterio es que en comprensión no cabe de criatura, y solo en vida más pura los justos comprenderán que el amor salvó a Don Juan al pie de la sepultura (II, III, 3, v. 3758-3795). La conversión de Don Juan es pues, patente, como también arriba indicábamos en un momento de la obra maestra de Delteil: “«Mon Dieu, quoi qu’il arrive, je crois en Vous!» Et il palpait avidement son scapulaire sur sa peau…” (IV, p. 136). Poco a poco hemos ido dando pequeños retazos del itinerario seguido por el Don Juan de Delteil; se diría incluso que ha sido el mismo Delteil quien nos ha conducido hasta la ermita en la que, según creía su protagonista, le esperaba su amada. Su sorpresa fue doble: la ausencia de esta –esa misma mañana acababa de expirar– y el recuerdo de su juventud. Aquella temporada de sufrimiento y felicidad en que llegó incluso a casarse con una niña amiga suya y ofrecerse posteriormente a la Virgen María –dándole su anillo de desposado, el mismo que otra niña confeccionara con una ramita de madreselva, anillo que ahora retoma para reforzar su voto–, le asalta en un instante como de improvisto y en pocos instantes se produce la auténtica y definitiva conversión: De son tête à tête avec la Vierge, il sortit un anneau de chèvrefeuille au doigt, et le cœur affamé de Dieu. Comme il s’était jeté dans le plaisir il se jeta dans la pénitence, en aigle. Qui n’est pas saint n’est pas chrétien… “Tu finiras en prison ou au cloître”, lui avait dit un jour le vent. Il vint frapper à la porte de la Sainte-Confrérie de la Caridad, à Séville. – Je suis, dit-il, Don Juan de Mañara. Je viens confesser mes péchés, et s’il se peut les expier (VII, p. 232- 234). Y después de confesar públicamente –pues pública había sido su ofensa– sus pecados; después también de predicar la vida de felicidad que espera a quienes se arrepienten atisbando, como Moisés, la tierra prometida sin que les sea permitido penetrar en ella; después, en fin, de reconocer que no ha hecho sino abusar del tiempo que le había sido dado en prenda, penetra por fin en el convento con el objeto de consumar su conversión:
  • 21. 21 Alors, couché sur son grabat de mort, Don Juan assista à son propre miracle. Ce pont entre la sensibilité et Dieu, ce “pont de Dieu” qu’il avait si passionnément cherché sous le soleil, en un clin d’œil lui apparut. Mourir pour renaître… Or Don Juan s’émerveillait, car à mesure que ses sens physiques ainsi s’abîmaient… En efecto, como el rey Rodrigo, que hubo de purgar por donde había pecado con la Cava, Don Juan va perdiendo progresivamente todos los sentidos: la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto… …il lui naissait de toutes parts des sens plus subtils, plus nombreux, plus, plus efficaces et plus immaculés, des sens supérieurs, pléniers, absolus. De sorte qu’aveugle, sourd, muet, insensible, il voyait enfin, il sentait enfin, à la perfection… Alors pour la première fois il ouvrit son esprit au suprême, à l’éblouissant secret, qui est sans doute la transmutation universelle. Oui, tout est transsubstantiation, transmutation, transvasement, métamorphoses et mues. […] Cette chair qui avait été la baguette magique et la pierre d’achoppement de sa vie, il en perçut enfin la transparence, le merveilleux orient; la symbolique et l’immortalité. Et qu’elle n’était que la substance de l’âme. Le grain de blé de l’âme. […] S’il est licite aux rationalistes de raisonner Dieu, il doit l’être aux sensibles de le sentir. Ne dit-on pas: odeur de sainteté? Dieu ne répugne pas à l’Incarnation… Loin de rester dans ses nuages, il s’est fait Homme. […] Pourquoi anathématiser une Matière que Dieu lui-même a élue? Et la chair n’est-elle pas une fois pour toutes transfigurée d’avoir été jugée digne de l’Homme-Dieu? (VII, p. 254-258). Todo, siguiendo el razonamiento de Delteil, para al fin llegar a la santidad que reclamaba su auténtica conversión; tal y como reza su epitafio: Ici gisent les os et les cendres du pire homme qui fut au monde Don Juan Mañara Chevalier de l’ordre de Calatrava, Provincial de la Sainte-Confrérie de la Cité de Séville, Frère majeur de la Sainte Charité. Grand zélateur de l’honneur de Dieu, il est mort en odeur de sainteté (VII, p. 264-265). Bibliografía ALVAR, Manuel, Romancero viejo y tradicional, México, Porrúa, 1979. ANÓNIMO, Le Moliériste, juillet 1885. BYRON, Lord, Don Juan, Paul Lehodey trad., París, A. Degorce-Cadot, [1869]. – The Poetical Works, Edimburgo, Nimmo, Hay & Mitchell, 1885. – Don Juan, Benjamin Laroche trad., ed. Stéphane Michalon y Julie Pribula, París, Florent Massot, 1994. CICOGNINI (Pseudo), Il Convitato di pietra, in Giovanni Macchia (1991, vid.), p. 251-303. DELTEIL, Joseph, Don Juan, París, Bernard Grasset, 1930. DORIMON, Le Festin de Pierre ou le Fils criminel, tragi-comédie, Lyon, Antoine Offray, 1659, Le Festin de Pierre avant Molière. Dorimon, de Villiers, Scénario des Italiens, ed. G. Gendarme de Bévotte, Roger Guichemerre., Société des Textes Français Modernes, París, Nizet, 1988.
  • 22. 22 DUMAS, Alexandre, Don Juan de Marana ou La Chute d’un ange, mystère en cinq actes, en neuf tableaux, représenté à la Porte-Saint-Martin le 30 avril 1836, [in] Théâtre complet d’Alexandre Dumas, 25 vol., París, Calmann Lévy, 1889, t. V. FEAL, Carlos, “Dios, el diablo y la mujer en el mito de Don Juan”, La Torre, XXXIV, 134, 1986, p. 81-102. FRISCH, Max, Don Juan ou l’Amour de la Géométrie, comédie en cinq actes, Henry Bergerot trad., París, Gallimard, 1991 (1969). Titre original: Don Juan oder Liebe der Geometrie, 1953. LENAU, Nicolaus Niembsch von Strehlenau, Don Juan. Ein dramatisches Gedicht, ed. Walther Thomas, bilingüe, París, Aubier, 1989 (1931). UCM BF 830 (436) LEN n 7 don = 30 = 40. LOSADA, José Manuel, “Péché et punition dans L’Abuseur de Séville”, Don Juan. Tirso, Molière, Pouchkine, Lenau. Analyses et synthèses sur un mythe littéraire, ed. José Manuel Losada y Pierre Brunel, París, Klincksieck, 1993, p. 7-22. – “La mujer y el ángel caído: soteriología en la época romántica”, Actas del IX Simposio de la Sociedad Española de Literatura General y Comparada, Túa Blesa et al. ed., Zaragoza, Universidad de Zaragoza, 1994, t. I, p. 235- 244. – L’Honneur au théâtre. La Conception de l’honneur dans le théâtre espagnol et français du XVIIe siècle, París, Klincksieck, 1994. – “Culpabilidad en el mito de Don Juan en la literatura europea”, Mito y personaje. III y IV Jornadas de teatro, ed. María Luisa Lobato, Aurelia Ruiz Sola, Pedro Ojeda Escudero y José Ignacio Blanco, Burgos, Ayuntamiento de Burgos, 1995, p. 177-192. – “Le retour moderniste à l’ordre mythique: Don Juan”, Le Modernisme littéraire comme phénomène international, Nueva York / Ámsterdam, Benjamins (en prensa). MOLIÈRE, Dom Juan ou le Festin de Pierre, comédie, Molière. Œuvres complètes, Georges Mongrédien éd., t. II, París, Garnier-Flammarion, 1992 (1965). UCM BF R. 76673. MONTHERLANT, Henry de, Don Juan, París, Gallimard, 1958. MUSSET, Alfred de, Namouna. Conte oriental, [in] Premières Poésies. Poésies nouvelles, ed. Patrick Berthier, París, Gallimard, 1976. PUSKIN, Alexandre Sergueievitch, Le Convive de Pierre. La Roussalka, ed. Henri Thomas, París, Éditions du Seuil, 1947. SHAW, Bernard, Man and Superman, 1901-1903, Hombre y superhombre. Comedia y filosofía en cuatro actos, en prosa, Julio Broutá trad., Madrid, Sociedad de autores españoles, 1915. TIRSO DE MOLINA, L’Abuseur de Séville et l’Invité de Pierre (Don Juan). El burlador de Sevilla y convidado de piedra, ed. Pierre Guénoun, Bernard Sesé bibl. nouvelle, texto bilingüe, París, Aubier-Flammarion, 1991 (1968). – El burlador de Sevilla, ed. Ignacio Arellano, Madrid, Espasa-Calpe, 1989. VILLIERS, Sieur de, Le Festin de Pierre ou Le Fils Criminel, tragi-comédie, París, Charles de Sercy, 1660, Le Festin de Pierre avant Molière. Dorimon, de Villiers, Scénario des Italiens, ed. Georges Gendarme de Bévotte, París, 1906, Roger Guichemerre nlle. éd., Société des Textes Français Modernes, París, Nizet, 1988. ZORRILLA, José, Don Juan Tenorio, edición de Luis Fernández Cifuentes. Estudio preliminar de Ricardo Navas Ruiz, Barcelona, Crítica, 1993.