“El mito del ángel caído y su tipología”, Reescrituras de los mitos en la literatura, Juan Herrero Cecilia y Montserrat Morales Peco (coords.), Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2008, pp. 253-271. ISBN: 987-84-8427-613-5.
LABERINTOS DE DISCIPLINAS DEL PENTATLÓN OLÍMPICO MODERNO. Por JAVIER SOLIS NO...
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1. 1
EL MITO DEL ÁNGEL CAÍDO Y SU TIPOLOGÍA
Reescrituras de los mitos en la literatura.
Juan Herrero Cecilia & Montserrat Morales Peco (coords.),
Cuenca: Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2008, p. 253-271.
ISBN: 987-84-8427-613-5.
De modo general y escueto la tematología de la caída moral puede resumirse en tres grandes
apartados: las causas, el acto y las consecuencias. En la tradición judeocristiana (escritura canónica y
deuterocanónica, reflexión filosófica y teológica), la tipología de esta caída es múltiple en sus
manifestaciones; Jesucristo y san Pablo las enumeran repetidas veces1. Mediante un procedimiento
de condensación, todas ellas pueden reducirse a una simple tríada etiológica que Juan resume como
sigue: “…todo lo que hay en el mundo –la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos
y la jactancia de las riquezas– no viene del Padre, sino del mundo” (Iª, II, 16). Con excepción del mal
mismo, no existe mayor aglutinación de los pecados en su origen y en su efecto: la sensualidad, la
vanidad, el orgullo2. Puesto que Lucifer se ha alejado del Padre, ha debido de hacerlo movido por
una de estas razones; filósofos y teólogos de la antigüedad han discutido ampliamente al respecto.
En su tratamiento literario de la comisión pecaminosa, el imaginario occidental desarrolla
considerablemente esta tipología (con especial hincapié en lo relativo a la lubricidad), pero advierte la
imposibilidad de establecer un paralelismo perfecto entre las “tentaciones” del ángel y las del hombre.
De modo diverso a los humanos, por su carácter exclusivamente espiritual los ángeles son, en sentido
literal, criaturas del instante inmediato: desconocen el lento y limitado raciocinio humano así como
las atracciones impuestas por la dependencia material; en ellos el motivo de un acto se funde
temporalmente con el acto mismo, de ahí que la mentada división etiológica sea en su caso ilusoria,
justificación suficiente para un estudio simultáneo de las causas de la caída y la caída en sí.
Las consecuencias de la caída angélica se reducen también a tres: el descenso en o hacia un
lugar, el descenso durante un tiempo y el castigo. Se echa de ver que las dos primeras son la
conversión imaginaria de la última: el accidente que afecta al ángel debido a su caída, la pérdida de la
gracia; después de su caída, el ángel presenta una dimensión moral antes desconocida: la culpa. Las
dimensiones espaciotemporal y moral conllevan importantes tratamientos literarios: sin pretensiones
de exhaustividad, podría decirse que las primeras implican las imágenes metonímicas (el infierno es
el lugar del ángel caído) y las segundas las imágenes metafóricas (el ángel caído es la representación
del mal). En este gran apartado será preciso no olvidar la diferencia cuantitativa entre ángeles y
humanos, tanto en la dimensión espacial como en la temporal: el hombre cae unos metros, el ángel
cae unos “mundos”; el hombre cae durante unos años, el ángel eternamente.
1
Mateo, XV, 19: “Porque del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones, robos, falsos
testimonios, injurias” (vid. también Marco, VII, 21). Romanos I, 29-31: “llenos de toda injusticia, perversidad, codicia, maldad,
henchidos de envidia, de homicidio, de contienda, de engaño, de malignidad, chismosos, detractores, enemigos de Dios,
ultrajadores, altaneros, fanfarrones, ingeniosos para el mal, rebeldes a sus padres, insensatos, desleales, desamorados,
despiadados”; vid. también Romanos XIII, 13, I Corintios V, 10-11 y VI, 9-10, II Corintios XII, 20, Gálatas V, 19-21, Efesios IV, 31
y V, 3-5, Colosenses III, 5-8, I Timoteo I, 9-10 y VI, 4, II Timoteo III, 2-5 y Tito III, 3.
2
Hay coincidencia generalizada en interpretar los ojos como las apariencias y la jactancia como la autosuficiencia
terrenal. La avaricia muestra su vertiente más viciada y “espiritual” en la envidia.
2. 2
Singularmente interesante es otro desarrollo que muchos escritores retoman de la tradición,
sobre todo de la apócrifa: la modificación cualitativa de los diversos accidentes que afectan al ángel
caído. Debido a una razón ínsita en el imaginario humano, las coordenadas espaciotemporales y la
dimensión moral de la caída pueden ser invertidas: la conversión del ángel caído en ángel redimido
interrumpe súbitamente su descenso e impulsa su ascensión por los espacios siderales. Las
implicaciones de los tratamientos literarios saltan a la vista; la cesación de la caída eterna debido al
perdón de la culpa eterna entronca directamente, por su carácter antitético, con una nueva dimensión:
el mito.
El ángel caído en la Biblia
A continuación expondré someramente los textos bíblicos fundacionales del ángel caído. El
versículo 4 del capítulo XIV de Isaías describe, a modo de oráculo y en parábola satírica, el
derrocamiento de un tirano, quizá Nabucodonosor, rey de Babilonia, quizá Senaquerib, rey de Asiria:
“¡Cómo ha acabado el tirano, / cómo ha cesado su arrogancia!” Más adelante, varios versículos
precisan, en boca de los reyes de las naciones, esta caída:
¡Cómo has caído de los cielos,
Lucero, hijo de la Aurora!
¡Has sido abatido a tierra,
dominador de naciones!
[…]
¡Ya!: al seol has sido precipitado,
a lo más hondo del pozo
(12-15).
Lucero matutino e hijo de la Aurora significan figuras divinas. Los Padres de la Iglesia han
interpretado esta descripción como la caída del príncipe de los demonios. No faltan quienes ven en
la elegía de Ezequiel sobre el rey de Tiro otra descripción de la caída del ángel:
Eras el sello de una obra maestra,
lleno de sabiduría,
acabado en belleza.
[…]
Querubín protector de alas desplegadas te había hecho yo.
[…]
Fuiste perfecto en tu conducta desde el día de la creación,
hasta el día en que se halló en ti iniquidad.
Por la amplitud de tu comercio
se ha llenado tu interior de violencia, y has pecado.
Y yo te he degradado del monte de Dios,
y te he eliminado, querubín protector
(XXVIII, 12-19).
Ya al final de la revelación canónica, un nuevo texto describe otra caída:
Y se entabló un gran combate en el cielo: Miguel y sus ángeles lucharon contra el dragón. También
lucharon el dragón y sus ángeles, pero no prevalecieron, ni hubo ya para ellos un lugar en el cielo. Fue
arrojado aquel dragón, la serpiente antigua, llamado Diablo y Satanás, que seduce a todo el universo.
Fue arrojado a la tierra y sus ángeles fueron arrojados con él (Apocalipsis, XII, 7-9).
Según la tradición judía (Daniel, X, 12-21; XII, 1), Miguel es el paladín de Dios; el dragón es
Satanás (como confirma el capítulo XX, 2 del mismo Apocalipsis).
Otro texto de especial trascendencia para nuestro análisis:
3. 3
Cuando los hombres comenzaron a multiplicarse sobre la faz de la tierra y les nacieron hijas, los hijos
de Dios vieron que las hijas de los hombres eran hermosas, y tomaron por mujeres a las que más les
gustaban de entre todas ellas. Entonces dijo e l Señor:
– No permanecerá siempre mi espíritu sobre el hombre, porque no es más que un ser mortal: sus días
serán ciento veinte años.
En aquellos días –y también después– había gigantes sobre la tierra, cuando los hijos de Dios se unieron
a las hijas de los hombres y ellas les dieron hijos; estos fueron los héroes famosos de antaño (Génesis, VI,
1-4).
¿Quiénes son estos “hijos de Dios”? Por lo general esta denominación se refiere al pueblo de
Israel3. Sin embargo, el libro de Job ofrece una lectura dispar: “El día en que los hijos de Dios venían
a presentarse ante Yahveh, vino también entre ellos Satán. Yahveh dijo a Satán: «¿De dónde vienes?».
Satán respondió a Yahveh: «De recorrer la tierra y pasearme por ella»”4. Como un monarca, Dios
concede audiencia en días señalados; los ángeles de su corte se presentan ante Él para dar cuenta de
su actividad o recibir sus órdenes. Cabría entonces la posibilidad de interpretar que los “hijos de
Dios” del versículo del Génesis no fueran los hombres del pueblo de Israel, sino los ángeles, en cuyo
caso estaríamos hablando de un pecado especialmente grave, de una degradación cósmica. Esta
lectura vendría además avalada por los Setenta (s. II-III a.C.), algunos de cuyos códices traducen la
expresión del Génesis por los “ángeles de Dios”.
Es la postura adoptada por un texto apócrifo (I, Enoch VI, 1-8 y VII, 1) que indica de modo
expreso que estos “hijos de Dios” son “ángeles” que cometieron un pecado de lujuria con mujeres:
“En aquellos días, después de que los hijos de los hombres se multiplicaron, ocurrió que les nacieron
hijas elegantes y hermosas; y cuando los ángeles, los hijos del cielo, las contemplaron, se enamoraron
de ellas” (The Apocryphal Old Testament, 1984: 188-199). Las copias más antiguas de este libro remontan
hasta la 2ª mitad del siglo II a.C.; el original, hoy perdido, podría ser datado del siglo III a.C. Otros
dos capítulos (XII, 3-6 y XIX, 1-2) precisan más esta caída moral y sus consecuencias.
Este primer libro de Enoch fue célebre entre los Padres (Tertuliano, De cultu fœminarum, I, III
in PL 1: 1307-1308), incluso citado por el autor de la epístola canónica de Judas (14-15) dedicada a los
falsos doctores. El apóstol previene contra sus perversidades y anuncia un final semejante al de los
ángeles impuros:
Quiero recordaros, aunque ya sepáis todo esto de una vez por todas, que el Señor –después de haber
salvado al pueblo de la tierra de Egipto– hizo perecer a continuación a los que no creyeron; y que a los
ángeles que no guardaron su dignidad, sino que abandonaron su propia morada, los tiene guardados en
tinieblas con cadenas eternas para el juicio del gran día; también Sodoma y Gomorra y las ciudades
vecinas, que como ellos se entregaron a la fornicación y siguieron un uso antinatural de la carne, están
puestas para escarmiento, sufriendo el castigo de un fuego eterno (5-7).
Con posterioridad a Judas, tres textos apócrifos describen la promiscuidad entre ángeles y
hombres. El Apocalipsis sirio de Baruch (c. 100 d.C.) dice que tuvieron relación sexual con mujeres (LVI,
3
Éxodo IV, 22: “Así dice Yahveh: Israel es mi hijo”; Deuteronomio XIV, 1: “Hijos sois de Yahveh vuestro Dios”; II Samuel
VII, 14: “Yo seré para él padre y él será para mí hijo”; Salmos LXXXII, 6: “¡Vosotros dioses sois, todos vosotros, hijos del
Altísimo!”; Sabiduría XVIII, 13: “… acabaron por confesar […] que aquel pueblo era hijo de Dios”; Jeremías III, 19: “Yo había
dicho: “Sí, te tendré como a un hijo”; Oseas XI, 1: “Cuando Israel era niño, yo le amé, y de Egipto llamé a mi hijo”.
4
I, 2; vid. también Job II, 1: “El día en que los hijos de Dios venían a presentarse ante Yahveh, vino también entre ellos
Satán” y Job XXXVIII, 6-7: “¿quién asentó su piedra angular, entre el clamor a coro de las estrellas del alba y las aclamaciones
de todos los hijos de Dios?” Idéntica interpretación en Salmos XXIX, 1; en Salmos LXXXIX, 7 los ángeles son llamados “hijos
de los dioses”.
4. 4
10-16; The Apocryphal Old Testament, 1984: 876). El Testamento de Rubén (V, 6-7) y el Testamento de Neftalí
(III, 5; ¿ambos s. II d.C.?) abundan en este vicio; el primero lo refiere a los ángeles y las mujeres, el
segundo a los ángeles y los varones (ibid., 1984: 519-520 y 569 respectivamente).
Así pues, los textos relativos a la caída metafórica de los seres celestiales pueden ser agrupados
como sigue. Por un lado, cinco canónicos, tres de los cuales (Isaías XIV, 4 con 12-15; Ezequiel XXVIII,
12-19 y Apocalipsis XII, 7-9) relatan la rebelión angélica, mientras otros dos (Génesis, VI, 1-4 y Judas, 5-
7), combinados con cuatro apócrifos (I, Enoch, VI, 1-8, VII, 1, XII, 3-6 y XIX, 1-2, Baruch sirio, LVI, 10-
16, Rubén, V, 6-7 y Neftalí, III, 5), proporcionan piezas justificantes o posiblemente evocadoras de una
caída lasciva entre ángeles y mujeres.
Filosofía y teología antiguas y medievales
Al margen de los textos relativos a la unión carnal entre ángeles y mujeres, la Escritura se
caracteriza por una parquedad absoluta en lo tocante a las causas de la caída angélica; si acaso se limita
a afirmarla categóricamente (“Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo”, Lucas X, 18) o a
suponerla (“Dios aun en los ángeles halla tacha”, Job IV, 18), pero nunca expone directamente su
etiología. Esta ausencia de todo relato sobre las causas conducentes al pecado satánico primordial ha
guiado la hermenéutica cristiana a una explicación basada en adaptaciones alegóricas de
acontecimientos históricos o analogías de otros pecados narrados en la Escritura.
Dado que, en principio, podemos considerar al ángel como un ser espiritual (veremos que no
siempre ha habido unanimidad al respecto), el análisis deberá abordar las posibles causas en orden
descendente: desde las más propiamente suyas –o exclusivamente espirituales– hasta las más ajenas a
su naturaleza –o materiales–, sin prejuicio de reservar a estas últimas, debido a su inmensa repercusión
literaria, la mayor parte del estudio.
Si bien en los tres primeros siglos fue común la sentencia de que el primer pecado de los
ángeles había sido o la envidia o la incontinencia, no faltaron quienes entonces indicaron la soberbia
como la causa de la caída de los ángeles prevaricadores; poco a poco esta idea prevaleció hasta llegar
a imponerse por completo. En la reflexión oriental apoyaron esta hipótesis Orígenes, Juan
Crisóstomo, Teófilo de Antioquía, etc.; en la occidental, Agustín de Hipona, Gregorio Magno, Hilario
de Poitiers, etc. El más acérrimo defensor de la caída orgullosa de Satanás fue Tomás de Aquino en
su Summa Theologiae. Según el angélico doctor, los ángeles podían pecar por cuanto sus dones no los
poseían por condición natural sino como un don de la gracia divina. Su posibilidad de pecar no
procedía, como en el hombre, de la ignorancia o el error, sino que radicaba en su inteligencia lúcida
y libre, capaz de escoger algo bueno en sí mismo pero en desacuerdo con la medida o la ley: “De este
modo es como pecaron los ángeles, inclinándose por su libre albedrío al propio bien, sin
subordinación a la regla de la voluntad divina” (I, LXIII, 1; 1950: 551); su pecado no fue de lujuria ni
de avaricia. Santo Tomás concluye categóricamente: “Solo la soberbia y la envidia son los pecados
puramente espirituales que pueden competir a los demonios, y esto con tal de que la envidia no se
considere como pasión, sino como un acto de la voluntad que se resiste al bien ajeno” (ibid., 2; 555).
Ambos pecados, soberbia y envidia, perseguían una intención precisa: la de asemejarse a Dios “por
fuero de justicia”, como si la semejanza fuese debida a su esfuerzo y no al poder divino:
Otra cosa es si alguno apeteciese ser semejante a Dios en lo que no es apto para semejarse a Él, como,
por ejemplo, el que apeteciese crear el cielo y la tierra, cosa que solo pertenece a Dios, pues en este
apetito hay pecado, y de esta manera es como el diablo apeteció ser como Dios (ibid., 3; 557).
Tras la soberbia (y, por resistencia al bien ajeno, la envidia), la lujuria. Pero este vicio requiere
algún tipo de objetivación sensual: no es posible un pecado de impureza exclusivamente espiritual;
5. 5
incluso un pensamiento libidinoso sería inviable si al menos no contase con una imagen originada
por un objeto material susceptible de posterior representación mental. En los primeros siglos, la
mayoría de los escritores eclesiásticos sostenía la tesis de la materialidad de los ángeles. La distinción
entre Dios infinito y los ángeles finitos debía de estar, suponían estos pensadores, en la limitación
material de las criaturas angélicas, sustancias concretas que, por lo demás, debían de distinguirse entre
sí al menos numérica e individualmente, lo que sería imposible sin composición de género y
diferencia, esto es, de materia y forma. Añadían a estas razones la capacidad angélica de hacer y
padecer (¿no leían en Tobías VI, 8 que el corazón y el hígado del pez recogido por Rafael en el Tigris,
quemados ante un hombre o una mujer atormentados por un espíritu maligno, lo ahuyentaba para
siempre?); y semejante conclusión deducían de la existencia del fuego infernal que aflige a los
demonios (vid. Tomás de Aquino, 1950: 62-63).
Estos argumentos de orden filosófico y teológico procedían de la reflexión sobre su fuente
casi exclusiva: la Escritura, donde las apariciones en forma corporal de los ángeles eran frecuentes.
Del texto sagrado entresacaban otros argumentos; así, aplicado al maná del desierto, leían que “el
hombre comió pan de ángeles” (Salmos LVII, 25), de donde inferían que a un alimento corpóreo debía
corresponder necesariamente una criatura angélica corpórea. Otro salmo rezaba: “Haces espíritus a
tus ángeles y a tus nuncios fuego abrasador” (CIII, 4), de donde colegían, por paralelismo en el
segundo miembro de la frase, la naturaleza ígnea de los mensajeros angélicos. Pablo había mandado
que en el templo las mujeres velasen sus cabezas “por respeto a los ángeles” (I Corintios XI, 10), como
si asistir a las ceremonias con el pelo descubierto constituyese una tentación a seres excelsos pero no
por ello menos inmunes a la belleza corporal5.
Además quedaba el recurso al argumento escriturístico del Génesis. En una época en la que el
corpus canónico no estaba completamente fijado, a este relato se añadían el de Judas y otros de origen
apócrifo (Enoch, Baruch, Rubén y Neftalí): todos afirmaban o permitían especular sobre la unión de
ángeles del cielo y mujeres de la tierra. Este real o hipotético ayuntamiento angélico-humano tuvo un
eco sin precedentes: se convirtió en uno de los lugares habituales de la reflexión filosófica y teológica
en tiempos del imperio romano y la Edad Media, en un referente continuo del iluminismo moderno
y en un pretexto de una amplia producción épicolírica del romanticismo. De ahí la necesidad de
abordar a continuación, a pesar de su aridez, las diversas interpretaciones que encontró desde la
antigüedad cristiana.
Son muy numerosos los escritores que se adhieren a la hipótesis de la unión carnal entre ángeles
y mujeres. Entre los primeros testimonios conservados de la teología de Oriente, Justino Mártir (+ c.
163-167) sostiene que Dios encomendó a los ángeles el cuidado de la humanidad y del mundo; sin
embargo, algunos de ellos “transgredieron el orden establecido, tuvieron comercio carnal con mujeres
y les dieron hijos, que son llamados demonios” (Apologia secunda, 5 in PG 6: 451). Con variantes, esta
es la línea de pensamiento que siguen bastantes teólogos de la época. Así, Atenágoras (+ c. 177) parte
del encargo divino recibido por los ángeles, pero sostiene que su príncipe pecó por negligencia, en
tanto que muchos otros “cayeron por el deseo de las vírgenes”, de quienes nacieron los gigantes
(Legatio, 24 in PG 6: 947). San Ireneo (+ c. 203), al admitir que “los hombres se habían mezclado con
los ángeles transgresores” (Contra hæreses, IV, XXV, 4 in PG 7: 1093), también se adhiere al pensamiento
de Justino, si bien en otro lugar indica que “el diablo […] pecó por envidia al hombre” (ibid., V, XXIV,
4 in PG 7bis: 1188). A la lubricidad angélica apunta Clemente de Alejandría (c. 215) cuando afirma
5
Vid. también I Corintios XV, 40, donde el apóstol dice que “hay cuerpos celestes y cuerpos terrestres, y uno es el
resplandor de los cuerpos celestes y otro el de los terrestres”, dando así pie a una interpretación corpórea de los ángeles (vid.
Tomás de Aquino, 1950: 61-62).
6. 6
que “unos ángeles abandonaron la hermosura de Dios por la hermosura que languidece y cayeron a
la tierra” (Pædagogus III, II in PG 8: 575); en otro lugar es aún más explícito pues afirma que “algunos
ángeles incontinentes, vencidos por su deseo, cayeron del cielo” (Strotatum, III, VII in PG 8: 1162), es
más: ya en la tierra, “entregados a sus deseos, enseñaron los secretos a las mujeres” (ibid., V, I in PG
9: 23). Esta combinación de deseo libidinoso y desvelamiento misterioso es habitual entre los
comentadores de los primeros siglos. Sexto Julio Africano (+ d. 240) reitera que “los ángeles del cielo
se mezclaron con las hijas de los hombres […], que de ellos concibieron a los gigantes y a las que
entregaron el conocimiento de las cosas sublimes y los meteoros” (Chronographiæ, II in PG 10: 65).
De que esta corriente sigue viva a lo largo de la Edad Media queda constancia en el II concilio
de Nicea (año 787), una de cuyas cuestiones versa sobre la licitud del culto a las imágenes, incluidas
las de los ángeles. En respuesta a los gentiles, que recriminan a los cristianos por pintar a los ángeles,
la Iglesia católica y apostólica reconoce que son inteligibles, pero no del todo incorpóreos e invisibles,
como vosotros los paganos confesáis. […] A decir verdad, solamente la Divinidad es incorpórea e
incircunscrita. Por consiguiente, las criaturas inteligibles no son del todo incorpóreas e invisibles como
la Divinidad; por lo cual están en un lugar y son limitadas. Por lo demás, si en algún lugar se encuentra
afirmado que los ángeles, o los demonios, o las almas son incorpóreos, entiéndase que se les llama así
porque no están compuestos de los cuatro elementos materiales, no siendo sus cuerpos crasos y
semejantes a estos que nos rodean. Aunque, a decir verdad, son incorpóreos si se comparan con
nosotros; pero […] no son del todo incorpóreos como la naturaleza divina…6.
Junto a estos padres y teólogos reconocidos se encuentran, por supuesto, los gnósticos.
Heracleón, nos cuenta Orígenes, proclama que “algunos ángeles vinieron a las hijas de los hombres”
(In evangelium Joannis, XIII, 59 in PG 14: 515); los apócrifos clementinos de origen siríaco aseguran que
“de la unión adulterina entre demonios y mujeres nacieron hombres bastardos, mucho más grandes
que los hombres, que más tarde fueron denominados gigantes” (Clementis de prædicationibus Petri, VIII,
XIV-XV in PG 2: 234-235), y semejante postura abrazan el astrólogo gnóstico Bar Daisam o
Bardesanes de Edesa (+ 222) y Zósimo de Panópolis. A partir del siglo IV, el recurso a la lujuria para
explicar el pecado angélico pierde fuerza en la reflexión de Oriente.
Aunque tarda en florecer, la reflexión sobre este tipo de pecado se prolonga considerablemente
en Occidente. Minucio Félix (c. 180-192) se alinea con el apócrifo de Enoch y, aunque en ningún
momento declara de modo taxativo que los ángeles pecaran por lujuria, sostiene, de acuerdo también
con Platón, que su sustancia está a medio camino entre la nuestra y la inmortal, “entre el cuerpo y el
espíritu”, de modo que también sienten la inclinación al amor y el ardor del deseo (Octavius, XXVI in
PL 3: 522-523). Es palmaria la afirmación de Tertuliano (+ c. 220-45), quien con ánimo de reprender
el desempeño de la astrología, toma pie precisamente del episodio del Génesis y asegura que “aquellos
mismos ángeles que fueron desertores de Dios y amadores de las mujeres también fueron los
desveladores de las indiscreciones astrales, artes precisamente por eso condenadas por Dios” (De
idololatria, IX in PL 1: 671). En otro lugar se extiende sobre los peligros de la astrología, fuente de
vanidad femenina por cuanto ayuda a encontrar las virtudes secretas de las piedras y los metales; con
este motivo menta a “los ángeles que se precipitaron desde el cielo hasta las hijas de los hombres […]
y mostraron en un tiempo tan ignorante las materias bien ocultas y muchas artes no bien reveladas
[…], dispensando así a las mujeres un instrumento de gloria mujeril” (De cultu fœminarum, I, II in PL 1:
1305-1306). San Cipriano (+ 258) retoma por un lado la hipótesis de Ireneo mientras por otro
comulga con el apócrifo de Enoch: “al contemplar al hombre hecho a imagen de Dios”, el primer
6
“Definitio de sacris imaginibus”, vid. Denzinger-Schönmetzer, 600; 1965: 200. Cit. en Tomás de Aquino, 1950: 610,
apéndice I.
7. 7
ángel “se precipitó por envidia” (De zelo et livore, IV in PL 4: 640-641), pero los demás por la lujuria:
“precipitados debido al contagio terreno, abandonaron su vigor celeste y con sus artes descubrieron
a las mujeres sus secretos” (De habitu virginum, XIV in PL 4: 453-454); designa así la alquimia y el
maquillaje. Lactancio (+ 330-340) presenta a dos ángeles, uno primigenio, que fue fiel, y otro
posterior, que “se infectó, como si fuera un veneno, […] de su antecesor […], y al que los griegos,
por hacerse malo, de bueno que era, denominan diablo” (De origine erroris, IX in PL 6: 294-295); más
tarde, “con objeto de que el diablo no corrompiera o destruyera a los hombres, Dios envió a otros
ángeles para que tutelasen y cuidasen del género humano. […] Pero mientras habitaban con los
hombres, el impostor de la tierra, según su costumbre y poco a poco, los atrajo insidiosamente a los
vicios hasta que los corrompió mediante el trato carnal con las mujeres” (De origine erroris, XV in PL 6:
330). San Ambrosio (+ 397) identifica la soberbia y la envidia como primer y segundo pecados
diabólicos respectivamente, pero al alabar al rey David, tan virtuoso que solo cayó en la
intemperancia, admite que en ella se parece a los ángeles (De Noe et arca, IV in PL 14: 365-366). En
fin, otros escritores latinos comulgan con esta hipótesis: Macrobio (o el autor de De singularitate
clericorum (+ c. 363-375), el poeta galorromano Cipriano (+ c. 400), que explica el diluvio como un
castigo contra los gigantes, nacidos del pecado carnal de los ángeles, Conmodiano (¿s. V?) y Sulpicio
Severo (+ c. 420).
Los primeros testimonios contra la hipótesis de la unión entre ángeles y mujeres no aparecen
entre los orientales hasta muy avanzado el siglo III. Orígenes (+ 254), rechaza el libro de Enoch (De
principiis, I, 5, 25 in MG 11, 163). Gregorio Nacianceno (+ c. 370), niega la mayor, pues no pueden
tener trato carnal quienes son exclusivamente espíritus, como los ángeles, que “ni se casan, ni sufren
los dolores de la preocupación o la enfermedad” (Carmina moralia, II, 1 in PG 37: 524-525). Gregorio
Niseno (+ 394), a partir de la premisa de Gregorio de Nacianzo, deduce que “entre los ángeles no
puede haber ningún tipo de procreación” (De hominis opificio, XVII in PG 44: 190): pretende así refutar
la posibilidad de descendencia gigantesca aludida en el Génesis. Juan Crisóstomo (+ 407) dedica un
amplio comentario “contra quienes decían que los ángeles se mezclaron con las hijas de los hombres”.
Se adentra en la disquisición sobre quiénes sean los “hijos de Dios” citados en la Escritura; para él,
en modo alguno el libro se refiere a los ángeles: a diferencia del ángel (indistintamente llamado
espíritu, ministro, etc.), solo el hombre es denominado “hijo de Dios”; “Que me muestren, desafía,
en qué lugar de la Escritura los ángeles son llamados hijos de Dios”7. Para el Crisóstomo, con la
expresión de Génesis VI el hagiógrafo designa a los hijos de Set y de su hijo Enós, para diferenciarlos
de “los hijos de los hombres”, surgidos “de Caín y de quienes de él nacieron, todos ellos engendrados
antes de Set” (in Genesin XXII, 3 in PG 53: 188-189). La causa de la caída de los espíritus angélicos
habría que buscarla, por consiguiente, en la envidia del hombre, tal y como sugiere el libro de la
Sabiduría (“por envidia del diablo entró la muerte en el mundo”, 2, 24), y no en los apetitos carnales,
puesto que “una naturaleza incorpórea no puede tener ninguna concupiscencia”; es por lo tanto una
“gran demencia […] decir que los ángeles apartados tuvieron trato carnal con las mujeres” (ibid., 2 in
PG 53: 187-188). Cirilo de Alejandría (+ 444) se coaliga con el Crisóstomo: a diferencia de la impía
estirpe de Caín, la de Set y Enós daba pruebas de justicia y bondad; como estos no se mezclasen con
aquellos y se conservasen puros, en tiempos de Noé fueron denominados “hijos de Dios”; de ahí que
con verdad pueda decirse que “los hijos de Dios, esto es, los descendientes de Enós, viendo que las
hijas de los hombres eran hermosas, tomaron para sí por mujeres a las que eligieron” (Adversus libros
7
“Ostendant ubi angeli filii Dei appellati sint?” En este punto se equivoca: además de los Setenta, única traducción que
él tenía bajo sus ojos, el libro de Job (I, 6; vid. nt. 4 precedente) también llama a los ángeles “hijos de Dios” (vid. nt. in PG
53: 187 y Shadduck, 1990: 417; ambos mentan al comentarista Bernard de Montfaucon, que recusó la afirmación categórica
de Juan Crisóstomo).
8. 8
athei Juliani, IX in PG 76: 955). En la misma línea se mantienen Teodoreto (+ 458), Basilio de Seleucia
(+ 458-460), Procopio de Gaza (+ c. 538), Focio (+ 897-898), Jorge Cendrero (s. XI), Zonaras (+ d.
1118), Miguel el Sirio (+ 1199), etc.
También hay que esperar al siglo III para encontrar las primeras refutaciones entre los
occidentales. San Hilario de Poitiers (+ 367), sin entrar en distingos, solventa con un comentario
despectivo la discusión sobre los ángeles y las mujeres: lo que no se encuentra en la Escritura canónica
no merece ser discutido (Tractatus super psalmos, CXXXII, 6 in PL 9: 748-749). San Jerónimo (+ 419-
420), basado en la existencia de una doble versión del pasaje del Génesis, rechaza el libro de Enoch
(Libr. hebraic. quæst. in Gen., VI, 2 in PL 23: 947-949). San Agustín (+ 430), que en el libro III de La
ciudad de Dios se interna en las calamidades de Roma antes de la venida de Cristo, se pregunta “si pudo
Venus con Anquises parir a Eneas, o Marte de la unión con la hija de Numitor engendrar a Rómulo”;
compara dicha hipótesis con esta otra más familiar: “si los ángeles prevaricadores se juntaron con las
hijas de los hombres, de donde nacieron unos gigantes” (De civitate Dei, III, V in PL 41: 81-82). El
obispo de Hipona dilata su respuesta hasta bien avanzada su obra, concretamente hasta el capítulo
XXIII del libro XV, donde aborda el principio de las dos ciudades de la tierra y la reformula como
sigue: “Si es creíble que los ángeles, siendo de sustancia espiritual, se enamoraran de la hermosura de
las mujeres, se casaran con ellas y de ellas nacieran los gigantes”. Su respuesta contrasta con la
indecisión del libro III. Afirma ahora Agustín ser increíble que “los ángeles pudieran caer en alguna
torpeza en aquel tiempo” (es decir, después de la antigua caída de Lucifer), lo cual no invalida la
presencia de los gigantes, cuya existencia el mismo Génesis confirma, de igual modo que en aquellos
mismos años había aparecido una mujer romana extremadamente grande. Si la Escritura les llama
hijos de Dios o ángeles de Dios, dice el exégeta, es “con nombre de naturaleza, no de gracia”, para
significar que si antes “llegaron a ser ángeles de Dios e hijos de Dios”, después declinaron “a las cosas
bajas de la tierra”; además, la apelación de los Septuaginta no aparece en todos los libros (en algunos
solo se les denomina “hijos de Dios”, no “ángeles de Dios”), sin olvidar que el sentido de las palabras
es múltiple, como muestra el salmo LXXXI cuando a los hombres llama “dioses”. Se trata, por tanto,
de “fábulas de las escrituras que llaman apócrifas” que mezclan verdad con mentira y carecen de
“autoridad canónica”. Para acabar, un comentario sobre la fuente. Si es innegable que Enoch
escribiera cosas inspiradas, también lo es que sus escritos están fuera del canon, y los prudentes
consideran que no deben tenerse por suyas muchas cosas que bajo su nombre se publican, como esta
de las fábulas de los gigantes; en definitiva, estos padres de los gigantes son “los hijos de Dios, que
según la carne descendieron de Set, declinaron y dejando la justicia se pasaron a la congregación de
la sociedad terrena de los hombres” (De civitate Dei, XV, XXIII in PL 41: 469-471; sobre la autoridad
de Enoch vid. también XVIII, XXXVIII in PL 41: 598). Así pensaron Casiano (+ 435-450), san Beda (+
735), Alcuino (+ 804), Pedro Comestor (+ 1179), etc.
En el siglo XII apenas se elevan voces en el seno de la Iglesia a favor de la interpretación
angélica de los “hijos de Dios” mentados en Génesis: se da por universalmente aceptada la lectura
según la cual estos son los descendientes de Set y las “hijas de los hombres” las descendientes de la
estirpe de Caín. Aun en caso de aceptar esta hermenéutica no habría que descartar una contaminación
del texto bíblico con una narración mitológica o con una leyenda popular, sin las cuales sería
inexplicable la presencia de los gigantes; piénsese en los titanes, nacidos de la unión entre seres divinos
y mortales. El recurso a estos seres se desprende del capítulo en su conjunto, que no es sino una
exposición de las razones que incitaron la cólera de Dios: “Viendo Yahveh que la maldad del hombre
cundía en la tierra, […] se indignó en su corazón” (VI, 5-6); esta raza de superhombres comete
maldades también superiores a las admisibles, infracción decisiva para que Dios se arrepienta de haber
creado al hombre y decida borrarlo de la faz de la tierra mediante el diluvio: a grandes males, grandes
9. 9
remedios. La lectura inversa también puede ser esclarecedora: puesto que en la tradición multisecular
(se diría el hagiógrafo) hay constancia de una hecatombe cósmica, por ejemplo, un diluvio, también
ha debido de haber una razón extraordinaria, por ejemplo, unos seres descomunales que la
provocaran, seres que solo podrían proceder de un origen extraordinario, no exclusivamente terreno,
como por ejemplo de la unión de ángeles y mujeres…
En el siglo XIII la doctrina sobre los ángeles ya está considerablemente avanzada; en 1215 el
IV concilio Lateranense, a partir de argumentos escriturísticos, patrísticos y racionales, emana un
credo, contra cátaros y albigenses, que se limita a definir la creación de los ángeles buenos por Dios
y la caída de los diablos por su libre albedrío (Denzinger-Schönmetzer, 800; 1965: 259). En este
mismo siglo la reflexión de Tomás de Aquino (+ 1274) aparece como la más decisiva para la
cristalización definitiva de la doctrina angélica según la Iglesia católica. La cuestión LI de la Suma
teológica (“De los ángeles con relación a los cuerpos”) aborda la hipótesis de la materialidad de los
ángeles, que recusa de diversas maneras: “los ángeles no tienen cuerpo unido naturalmente a ellos”,
no asumen cuerpos excepto por representación (por virtud divina pueden adoptar cuerpos sensibles
que representen sus “propiedades inteligibles”) ni “ejercen acciones vitales en los cuerpos que
asumen” (a. 1-3; 1950: 121-137). En este último punto, artículo 3 de la citada quæstio, entra de lleno
en nuestra materia cuando acomete la generación humana: “Engendrar a un hombre es acto vital.
Pero esto es cosa que compete a los ángeles en los cuerpos que toman, y así se dice en el Génesis:
Después que los hijos de Dios se unieron a las hijas de los hombres y estas tuvieron hijos, estos son los poderosos de la
antigüedad, varones de la fama. Luego los ángeles ejercen acciones vitales en los cuerpos que asumen”
(ibid., 133). La táctica escolástica no puede llamar a engaño: el teólogo afirma la hipótesis para después
negarla. En su refutación, Tomás de Aquino retoma y confirma el capítulo XXIII de La ciudad de Dios
arriba comentado, donde el obispo de Hipona concluía que los “hijos de Dios” eran los “hijos de
Set” y las “hijas de los hombres” las “nacidas de la estirpe de Caín”. No excluye Aquino la posibilidad
de que “alguna vez nazcan hombres del comercio con los demonios”, pero advierte que en tal caso
“no son engendrados de un principio vital segregado por el demonio o por el cuerpo que lleva unido,
sino tomado con este objeto de algún hombre, como sucedería, por ejemplo, si el demonio se hace
súcubo con respecto a un hombre y después íncubo con una mujer; […] y en este caso el hijo que
nace no es hijo del demonio, sino del hombre que suministró el principio de la generación” (ad sextum;
ibid., 137). La explicación del teólogo puede sorprender por el recurso exclusivo al principio vital de
la generación; debe entenderse como complemento a toda su especulación previa, escriturística y
metafísica, sobre la naturaleza incorpórea de los ángeles (cuestión L: “de la sustancia de los ángeles
en sí misma”): aquí solamente pretende invalidar la conjetura de una generación angélica (y, por ende,
la interpretación apócrifa del Génesis), reservando para más adelante (cuestión LXIII: “de la maldad de
los ángeles en cuanto a la culpa”) el carácter espiritual, no carnal, del pecado de los ángeles.
Teosofía y literatura modernas
Los teósofos e iluminados de los siglos XVI-XVIII se caracterizan por su independencia del
pensamiento tradicional. Swedenborg (1688-1772) interpreta el texto del Génesis como una indigna
mezcla de asuntos sagrados y deseos malvados; Martinès de Pasqually (1710-1774), como un deseo
del ángel rebelde y sus secuaces por independizarse del creador; Louis-Claude de Saint-Martin (1743-
1803) detecta en el “deseo orgulloso” la fascinación del mundo de las apariencias (1799-1800)8.
8
Sin ánimo de repetirme y fatigar al lector, me permito enviarle a mi trabajo sobre estos autores (vid. bibliografía, 2004);
otro tanto vale para las obras de Moore, Vigny y Lamartine abajo traídas a colación.
10. 10
El caudal de aportaciones antiguas y medievales, añadido a la meditación teosófica moderna,
irrigó copiosamente la producción literaria posterior, máxime cuando en su Paradise Lost Milton
(1608-1674) se había explayado sobre la caída que él atribuía a la soberbia:
He trusted to have equalled the Most High,
If he opposed; and with ambitious aim
Against the Throne and Monarchy of God
Raised impious War in Heav’n and battle proud
With vain attempt. Him the Almighty Power
Hurled headlong flaming from th’ ethereal Sky…
(I: 40-45; 1998: 122).
Ayudado por tal patronazgo, el orgullo satánico adquiere relieve a lo largo de la literatura
prerromántica –sobre todo gracias al Der Mesias de Klopstock (1724-1803)– y romántica. La Mort
d’Azaël de Dugat (1799), representa el deseo de perpetuar, en el alma del hombre, la rivalidad antigua.
El diablo en ningún momento reconoce su inferioridad, antes bien se planta ante Dios y le muestra
cómo la obediencia humana puede obtener dos resultados contrapuestos: la esclavitud cuando se
dirige a Dios, la libertad cuando se dirige a él:
Infidèle dès son origine, le premier ouvrage de tes mains secoua bientôt le joug onéreux que lui imposa
ton orgueil. Tu exigeas de lui une obéissance servile, et moi seul ai dirigé le premier acte de sa volonté;
Adam prévariqua du moment qu’à ma voix il fut libre (1799: 9-10; cit. Milner, 1960, I: 232).
Aun cuando el Don Juan de Byron (1819-24) no guarde relación directa con nuestro mito, no
faltan alusiones a la caída angélica, debida en este caso a un exceso de orgullo. La ironía que irriga
todo el poema nada conserva del dramatismo de Dugat, pero contiene pensamientos muy
aprovechables, como los que dan comienzo al canto IV:
NOTHING so difficult as a beginning
In poesy, unless perhaps the end;
For oftentimes when Pegasus seems winning
The race, he sprains a wing, and down we tend,
Like Lucifer when hurl’d from heaven for sinning;
Our sin the same, and hard as his to mend,
Being pride, which leads the mind to soar too far,
Till our own weakness shows us what we are
(1970: 699).
La antítesis puede impactar: el descenso de ángeles y hombres es directamente proporcional a
la capacidad de ascensión: cuanto más se elevan en la confianza de su fortaleza, mayor es su caída;
como si con ello sugiriera el poeta que la caída del diablo fue extraordinariamente estrepitosa debido
a su exaltado orgullo.
La soberbia también puede ser considerada desde el punto de vista de la vanidad: en su
inclinación natural por el bien, la criatura se siente atraída por la razón de bondad relativa que en sí
se encierra, pero yerra al profesarle un amor absoluto, como en La Nouvelle Messiade de Alletz:
Ange tombé, Satan, tu te perdis le jour
Que ta vertu devint l’objet de ton amour,
Et que, fleuve orgueilleux enflé par un orage,
Tu cessas de couler vers la mer sans rivage!
Tu voulus t’adorer, mais tu sens aujourd’hui
Qu’il n’était rien en toi d’adorable que lui
(1830: 199).
11. 11
El paraíso perdido de Milton presentaba la envidia entre las razones fundamentales de la caída.
En una breve conversación con Adán y Eva, el arcángel Rafael había explicado someramente cómo
los ángeles del cielo no disponían de más seguridad que la de ser obedientes: otros hubo que cayeron
por su desobediencia y fueron precipitados al infierno. Este relato despierta la curiosidad del primer
hombre, que pide al espíritu divino “la relación entera” de tal caída; en su recuerdo, Rafael aborda de
modo pormenorizado la rivalidad entablada entre Cristo y Satanás (“With envy against the Son of
God, that day / Honoured by his great Father, and proclaimed / Messiah King anointed, could not
bear / Through pride that sight, and thought himself impaired” (V: 662-665; 1998: 236). El texto
aducía la envidia del rebelde, pero la engarzaba con la soberbia: envidioso de Cristo, el diablo no pudo
soportar la humillación de ser tenido en menos que un hombre. Algo muy parecido refiere Bahlsiboull
en las Aventures de Simoustapha; en este cuento de Cazotte (t. II de Continuation des Mille et une nuits, 1788-
89), el genio, cuyo nombre es un remedo de Belzebú, recuerda su rechazo a adorar a Mahoma:
Tranquilles et souverains dans nos demeures inaccessibles, on voulut nous forcer de fléchir le genou
devant Mahomet: ce novateur hardi, que nous avons vu ramper et régner tout à tour, sembloit prédestiné
au sceptre du monde; mais en devenant ses disciples nous perdions notre empire; cet affront nous parut
insupportable, et notre soumission une lâcheté. Nous cessâmes de regarder comme un être bienfaisant
celui qui nous dégradoit par une loi injuste (1788, II: 105; cit. Milner, 1960, I: 146).
Según la demonología musulmana, Eblis se había enorgullecido tras su victoria sobre los Divos
y las Peris; con el objeto de rebajar sus humos de grandeza, Dios le conminó a adorar a Adán, pero
el demonio desobedeció y fue castigado. El paralelismo Cristo-Mahoma, el conocimiento que Cazotte
tenía de Milton y la leyenda judía que serviría de base a la tradición coránica y al texto de Milton,
permiten establecer una comparación entre ambos textos. En su comentario al escritor iluminista,
Milner llama la atención sobre la “envidia hacia el hombre” que caracteriza a los habitantes del mundo
infernal (1960, I: 146). Ambos textos resaltan sobre todo la soberbia de Satanás y Bahlsiboull, su
incapacidad de aceptar el encumbramiento divino de una criatura por encima de ellos hasta el punto
de exigir su acatamiento. De este modo se repite la reflexión antigua; si bien algunos teólogos (Ireneo,
Basilio, Gregorio Niseno, Cipriano, Lactancio) apuntaban a la envidia entre los motivos de la caída
angelical, poco a poco fue ganando cuerpo la idea de que, si hubo envidia, fue como consecuencia de
la soberbia.
Pero, al igual que ocurría en la reflexión teológica antigua y medieval, el lugar preponderante
lo ocupa la lujuria. The Loves of the Angels (1822) de Thomas Moore (1779-1852) dedica un papel
privilegiado a la versión sensual del mito. Cada uno de los amores entre un ángel y una mujer viene
resumido en un relato. El primer ángel quedó prendado de Lea al verla en el baño, amor desgraciado
a pesar de ser correspondido: el suyo era carnal, el de ella espiritual. Un día él le reveló la palabra
mágica que abría las puertas del cielo; fue para su mal: ella la pronunció y de inmediato subió al paraíso
mientras él quedó para siempre relegado a la tierra. El segundo ángel, Rubí, se enamoró de Liris, que
le rogó presentarse ante ella en toda su gloria; la transfiguración fue funesta para la joven, que se echó
en sus brazos y quedó de súbito reducida a cenizas no sin antes dejarle un beso que aún lleva marcado
en su cara. Zaraph, el tercer ángel, sintió pasión por Nama, hasta el punto de confundir amor, música
y devoción; su pecado les condenó a vivir eternamente entre las cosas perecederas. En previsión de
posibles críticas a su osadía teológica, Moore se adelantó a advertir en el prefacio de la primera edición
que el tema de su poesía “no [era] escriturístico” (in Shadduck, 1990: 345), sino que provenía de una
traducción errónea de los Setenta (los “Ángeles de Dios” en lugar de los “Hijos”), de las “ficciones
rapsódicas” del primer libro de Enoch (cuya cita servía de epígrafe al poema) y la fantasiosa
imaginación de escritores “medio-paganos” (Clemente de Alejandría, Tertuliano, Lactancio; in
Shadduck, 1990: 344 y 417). Estas prevenciones no le pusieron sin embargo a resguardo de las críticas
12. 12
del vicario Spencer, que lo vituperó como ejemplo de “irreligión e irreverencia” (1823: 6) y recurrió
al apócrifo en cuestión para denigrar sus “monstruosas y absurdas fábulas”.
El conocimiento que los escritores franceses tenían de la lengua y literatura alemanas en los
primeros años del siglo XIX era relativo; no ocurría lo mismo con las inglesas, aun a pesar del desdén
generalizado que el público insular mostraba entonces por la literatura francesa. A este respecto,
resulta esclarecedor el comentario de Lamartine sobre el impacto que en él y en Vigny produjo The
Loves of the Angels (1856-69, XVI: 250). En efecto, el primer autor francés que triunfó en su tratamiento
del mito fue Alfred de Vigny (1797-1863). De acuerdo con los modelos ingleses, en su largo poema
Éloa (1823), el adversario de Dios se presenta como el rebelde. Éloa, “la hermana de los ángeles”,
había nacido de una lágrima derramada por Cristo en el llanto por su amigo Lázaro. Origen un tanto
preciosista, sin duda, pero avalado por el mismo Lamartine (1856-69, 16: 251). De hecho, el
romanticismo abunda en semejantes mixturas poético-religiosas: Une Larme du diable, de Gautier
(1839), y La Fille du diable, de Béranger (1841-43) exploran la virtud redentora de las lágrimas. La
auténtica osadía del poema de Vigny está en otro lugar: en la compasión que el ángel femenino nacido
de Dios siente por el seductor satánico. Apiadada por el eterno condenado, esta “ángela” desea
aliviarlo sin condiciones. Ésa es precisamente su caída: amar tanto al diablo hasta darle su mano para
mitigar sus penas. Descenso romántico y sensual: el pudor, “primer paso del mal”, arrastra a Éloa en
su camino hacia el diablo (v. 527-528). El “ángel tenebroso” (v. 348) ha recurrido a sus más ingeniosas
estratagemas (el relato de su espera amorosa, el elogio del atractivo femenino, el sollozo del ser
abandonado) hasta lograr que la arisca “virgen celeste” (v. 350) confíe en él, se acerque y le ame (599-
602). A partir de entonces todo discurre en una atmósfera sensual: “Su hermoso seno […] se eleva y
por primera vez suspira” (v. 603-604). Amor sensual y espiritual aparecen en adelante unidos: “¿Y
cómo es que me amáis, si no amáis a Dios?” (v. 626). El “ángel tenebroso” aduce sus razones: se
queja de su “amor del pecado”, de su necedad, de aquellos momentos felices y melancólicos. El
sufrimiento, que transfigura el rostro del “exiliado”, advierte a Éloa del peligro que corre junto a aquel
réprobo; la ángela se dispone a huir, pero su reacción rearma al “seductor” que le declara cómo en
ella se encuentra toda su esperanza: “Tú eres el único Dios que puede salvar a un ángel” (v. 736).
Estas palabras deciden el descenso final. Un himno de gloria a Cristo, víctima inmolada por la
salvación ajena, es suficiente revulsivo para la decisión final. El despeñamiento del ángel es fulgurante:
Des Anges au Chaos allaient puiser des mondes.
Passant avec terreur dans ses plaines profondes,
Tandis qu’ils remplissaient les messages de Dieu,
Ils ont tous vu tomber un nuage de feu.
Des plaintes de douleur, des réponses cruelles,
Se mêlaient dans la flamme au battement des ailes
(763-768).
Los diez últimos versos resumen el diálogo de Éloa desesperada con quien había tomado por
un ángel réprobo pero amante y que ahora se revela como Satanás.
En la anterior lección citada del Cours familier de littérature, Lamartine afirmaba que el mismo
año de la aparición de Éloa, 1823, él “soñaba con un gran poema, esbozado más tarde, La caída de un
ángel, que debería formar un episodio de una obra en veinticuatro cantos”. En diciembre de dicho
año asegura haber concluido el plan definitivo de su vasto poema titulado Les Visions. Inspirándose
en Byron y Moore, pretende desarrollar la caída de otro ángel, Éloïm (grafía definitiva tras rechazar
la de Éloa), que se enamora de la mortal Adha (grafía que sucede a Eva y Adda). En su Avertissement
a Le Dernier chant de Childe Harold, así como en su carta de febrero de 1823 a Virieu, Lamartine había
expuesto el objetivo de Les Visions: obtener una alianza entre el hombre y la divinidad. Su poema
deberá dar razón de las necesidades del momento, es decir, sin ser exclusivamente épico, lírico o
13. 13
didáctico, habrá de reunir los tres géneros a un tiempo (1936: 11-65). La finalidad didáctica, unida a
la influencia del iluminismo y el martinismo, explica el alejamiento de los modelos: Lamartine
propone una solución airosa a la caída del ángel (Grillet, 1938: 26 y Cellier, 1971: 174-178). La empresa
sin embargo nunca llegó a puerto: el poeta solo plasmó algunos fragmentos de varias visiones y la
octava casi completa. Tras el éxito de Jocelyn (1835), Lamartine volvía a dedicarse al mito y tres años
más tarde publicaba el extenso drama poético anunciado: La Chute d’un ange (1838). Apoyado en
métodos descriptivos y procedimientos gnoseológicos propios del teósofo Ballanche, el poeta evoca
el mundo antediluviano. Para salvar a la joven Daïdha de las manos de unos gigantes, el ángel Cédar
obtiene de Dios el favor de la encarnación. La metamorfosis presupone una caída por cuanto el ángel
pierde atributos angélicos y debe alejarse por siempre de las moradas celestiales. Las críticas que
provocó esta obra incitaron al autor a exponer una serie de reflexiones en su Avertissement des nouvelles
éditions. Convencido de que muchos lectores no habían comprendido el significado de su obra, declaró
abiertamente el tema de su composición: “es el alma humana, la metempsicosis del espíritu”. Estas
palabras ponen de manifiesto que el recurso al ángel caído en la época romántica es un pretexto
literario para reflejar un estado de la humanidad. Lamartine reincide en este punto al hablar de su
héroe caído, “espíritu celeste encarnado por culpa suya en medio de una sociedad brutal y pervertida
donde la idea de Dios se había eclipsado”. Independientemente del desarrollo de esta “epopeya
metafísica”, Lamartine se sirve de los sufrimientos del ángel caído para describir el ateísmo de su
civilización (1847, V: 10-11).
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