El artículo analiza la teosofía en torno al mito del ángel caído. Se analizan los estudios de iluministas suecos, ingleses y franceses de los siglos XVIII y XIX.
José Manuel Losada: El mito del ángel caído. Teosofía
1. EL MITO DEL ÁNGEL CAÍDO:
SU TEOSOFÍA EN LAS LITERATURAS SUECA, INGLESA Y FRANCESA
José Manuel Losada Goya
Universidad Complutense (Madrid)
jlosada@ucm.es
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http://josemanuellosada.es
El ángel caído tiene una base escriturística tanto en el antiguo como en el nuevo
Testamento. A estos textos se suman los escritos apócrifos y deuterocanónicos. Por otro
lado, la estructura del ángel caído es simple pues la forman sólo dos temas, el
angelismo y la caída. A lo largo de la historia de la literatura europea los escritores se
han servido de los textos y los temas adaptándolos a sus diversas concepciones del
universo. En un momento dado ha surgido una constante arquetípica emblemática del
ángel caído, una forma con vida propia, ya completamente desgajada de sus orígenes
históricos, religiosos y legendarios. Se trata de una figura con capacidad de
desarrollarse de modo independiente respondiendo por sí misma a las preguntas que le
dirigen los escritores. El ángel caído adquiere entonces el carácter de mito literario.
Desde el siglo XVIII y de modo especial a lo largo de la primera mitad del siglo
XIX, el ángel caído adquiere esa forma propia capacitada para expresar las aporías y
cuestiones más vitales de la época romántica: el origen del universo, el desarrollo de la
especie humana, la trascendencia. Con mayor fuerza que en ningún otro momento de la
historia de occidente, el paraíso terrestre y la caída centran la atención de la reflexión
romántica (Péguy, 1960: 1518; cit. por Couffignal, 1980: 125). El trastocamiento de los
temas primigenios es evidente: el angelismo cesa de representar exclusivamente al
ángel y la caída tiende a reflejar las depresiones que conocen los grupos sociales y los
individuos. En la época romántica, las promesas de progreso abundan, son numerosos
los pensadores y políticos que propagan ideologías liberalizadoras de la humanidad
angustiada: la obsesión por el mito de Prometeo es una buena muestra de esta situación.
Junto a la caída y la expiación, un nuevo tema aparece indisolublemente unido: la
rehabilitación. No extraña por lo tanto que el anuncio del progreso humano,
especialmente de las clases deprimidas, encuentre un eco fiel en las promesas del
progreso angelical: la rehabilitación del hombre caído reclama la redención del ángel
caído. Los poetas, impregnados de las ideas de progreso material y espiritual, no dudan
en recurrir a la poesía y al teatro como medium por excelencia para expresar de modo
metafórico su conciencia social.
Pero estos desarrollos ya no operan de acuerdo con la tradición que les había
dado vida: la caída y la redención del ángel se distancian de su base escriturística y
metafísica. Entran en juego entonces todas las fuerzas en lid: la ortodoxia católica, la
teología protestante y anglicana, los movimientos teosóficos y humanitarios de buena
parte de Europa. Las páginas que siguen abordan todos estos principios filosófico-
teológicos y las reflexiones de los principales autores en torno al mito del ángel caído
en la época romántica. Cada apartado principal (naturaleza, caída y redención)
comienza con los postulados de la ortodoxia original; de este modo es posible
comprender mejor el talante y la deriva de la reflexión romántica.
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Naturaleza de los ángeles
La existencia de los ángeles y su creación por Dios han sido definidas por la
Iglesia católica como dogma de fe en el IV Concilio Lateranense (1215) y en el
Concilio Vaticano Primero (1870). Si bien la razón humana puede demostrar que su
existencia no es en modo alguno absurda, la conciencia que de ellos tenemos deriva del
ámbito de lo misterioso: es decir, el hombre no habría podido descubrir o deducir su
existencia sin la ayuda de la revelación divina. Estos seres celestiales aparecen en el
Antiguo Testamento como enviados, mensajeros, espíritus, miembros de la familia de
Dios y de los ejércitos celestes. Forman la corte de Dios y son enviados por Él a los
hombres para colaborar en la historia de la salvación. Los ángeles son inmateriales, esto
es, aun cuando puedan aparecer en formas corporales, son por esencia espíritus puros e
inmortales, con forma subsistente; están dotados de gran inteligencia: ven con toda su
esencia (Ezek 1: 6 y Rev 4: 6-8) y poseen una poderosa voluntad superior a la de
cualquier otra creatura visible. Aun con todo, no conviene exagerar sus cualidades: su
presencia no se extiende a más de un solo lugar, su inteligencia no conoce los
pensamientos ajenos y su voluntad no puede actuar más allá de lo que Dios permite. No
todos son iguales, sino que constituyen una jerarquía con distintos rangos. El Antiguo
Testamento habla de Querubines (Gen 3:24 y Ezek 10:3) y Serafines (Is, 6:2); mientras
que el Nuevo Testamento habla de Tronos, Señoríos, Principados, Poderes y Virtudes
(Rom 8:38; Col 16 y Eph 21:3). La Iglesia católica sostiene que los ángeles han sido
elevados al orden sobrenatural, es decir, que han sido introducidos en el ámbito interno
de la vida divina personal. Creados de la nada y dotados de buena voluntad, participan
en la vida trinitaria adhiriéndose a Dios con puro amor hasta el punto de contemplar su
semblante divino (Is 6:2; Dan 7:10 y Mt 18:10). En lo que respecta a su influencia en la
historia de la salvación, los ángeles colaboran con Dios Padre en la construcción de su
Reino como instrumentos ejecutores de la voluntad redentora de Dios Hijo. Por fin, a
pesar de ciertas semejanzas entre los ángeles cristianos y otros seres espirituales (tanto
de la mitología extrabíblica antigua como de la moderna), es preciso reincidir en el
origen de los ángeles cristianos: son criaturas, en ningún modo iguales a Dios, lo cual
descarta la posibilidad de conciliación con buen número de mitologías. Es cierto no
obstante que en ocasiones la Sagrada Escritura utiliza un lenguaje mitológico al hablar
de los ángeles, pero lo hace exclusivamente para expresar su superioridad con respecto
a los hombres (Schmaus, 1959, vol. 2, § 118-122: 241-266, St. Augustine, The Civitate
Dei, XII, IX, 1945, I: 352, St. Thomas Aquinas, Summa Theologiae, I, q. L-LXII,
Denzinger, § 428 y 1783, Clarkson, 1973: nº 303, 335 y 356 y Catechism, 1994: nº 328-
336).
Esta ortodoxia católica, mantenida desde los primeros tiempos de la Iglesia, ha
encontrado la oposición de diversas doctrinas más o menos heterodoxas. Lutero negaba
la elevación de los ángeles al orden sobrenatural así como su visión intuitiva de la
esencia divina. Miguel de Bay refutaba más pormenorizadamente la doctrina católica en
sus Propositiones 1, 3 y 4. En ellas mantenía que toda acción de una criatura es por sí
pecaminosa si no viene ayudada por la gracia de Dios. Estas proposiciones fueron
condenadas por Pío V (bula Ex Omnibus Afflictionibus, 1567), Gregorio XIII (bula
Provisionis Nostrae, 1579) y Urbano VIII (bula In Eminenti Ecclesiae Militantis, 1641;
vid. Parente, 1949, vol. 4: 50, Denzinger, § 1001 y Clarkson, 1973: nº 608-620).
Emanuel Swedenborg (1688-1772), no condenado por la Iglesia católica puesto
que nunca perteneció a ella, fue aún mucho más allá en estas doctrinas protestantes. El
teósofo sueco aseguraba haber asistido a una visión en la que los ángeles conversaban
sobre la providencia divina. Fue entonces cuando le fue dado conocer la esencia de las
criaturas espirituales. En su libro principal al respecto, Arcana Caelestia, sostiene sus
principales teorías sobre estas criaturas: carecen de existencia propia pues sólo existen
en el Ser de la divinidad (1983-, § 1735, vol. 2: 266), desconocen por completo el
tiempo (§ 1274, vol. 2: 66) y no cometen actos meritorios: en efecto, aun cuando su
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inteligencia y sabiduría sean supremas, su santidad sólo se debe a su ignorancia (§
1557, vol. 2: 182). Como más adelante se verá, estas premisas explican ampliamente
diversas concepciones románticas sobre la caída del ángel.
Tanto la doctrina anglicana como las doctrinas heterodoxas francesas merecen
especial atención debido al cúmulo de obras de ficción que el romanticismo inglés y
francés han proporcionado en torno al mito del ángel caído. El anglicanismo siempre ha
aceptado la existencia de los ángeles. Numerosos escritos del primer cuarto del siglo
XIX abordan la naturaleza y misión de los ángeles: en líneas generales sostienen los
mismos principios que los de la Iglesia católica. Aun con todo es preciso poner de
manifiesto el rechazo latente hacia el Magisterio y la Tradición. Este desdén es patente
en algunos escritos, auténticos libelos que atacan el culto y veneración que los católicos
rinden a la Virgen, los santos y los ángeles. Tal es el caso de Vance, y otro tanto cabe
decir de Spencer quien afirma tajantemente que los ángeles “are not to be regarded as
objects of worship”, pues el culto sólo se debe a Dios (1823: 23). Dicha repulsa se debe
a la distancia que la doctrina anglicana observa respecto a la historia conciliar o a la
patrística como fuentes de interpretación. El exégeta, sostienen los pastores anglicanos,
no cuenta sino con la biblia; es lo que afirma Spencer en los prolegómenos de su escrito
sobre los ángeles: “It be admitted as a rule of discussion, that scripture is always to be
interpreted by scripture” (1823: 19). Si acaso se recurre a una autoridad anglicana en la
materia (Patrick, Whitby, Doddridge o Hooker por ejemplo), ésta sólo es propuesta
como mero argumento ilustrativo.
Por su parte, la heterodoxia francesa del siglo XIX se mueve a menudo entre dos
aguas: intentando combinar la tradición cristiana con las nuevas doctrinas sociales,
admite por lo general la existencia de los ángeles, pero disiente respecto a su naturaleza
y significado en la historia de la humanidad. Este punto de partida adquiere graves e
interesantes formulaciones en lo que respecta a la caída y la redención del ángel caído.
Redención del ángel caído
Entre los miríficos atributos con que Dios quiso revestir a los ángeles se
encuentra la libertad. Gracias a ella el ángel puede escoger entre el bien o el mal.
Dotados de libertad, los ángeles pueden orientar su voluntad hacia el bien absoluto para
el que han sido creados (la gloria de Dios y la asistencia de los hombres) o hacia bienes
relativos (la gloria propia). Por otro lado, la voluntad obra ilustrada por la inteligencia.
La inteligencia hace comprender que el amor sólo es verdadero en la libertad y que sólo
en la libertad se acerca a la fuente de la Verdad.
Es difícil comprender cómo un hombre, dotado de inteligencia y voluntad,
pueda preferir su propia gloria a la gloria infinita de su creador; más difícil aún es
comprender cómo un ángel, dotado de tan excelsa inteligencia y voluntad, pueda hacer
otro tanto. Sin embargo la Biblia así lo dice. Una vez más, estamos ante el misterio de
iniquidad. Así pues un querubín se rebeló y arrastró consigo a muchos otros. A ellos se
les denomina demonios para mejor distinguirlos de los ángeles que tomaron el partido
de Dios. Tras la sedición, los demonios fueron arrojados al abismo y confinados en las
oscuras mazmorras de la tierra donde sufren por siempre el castigo de su orgullo
(Catechism, 1972, I, 1: 28). En este punto, la Iglesia no hace sino explicar por extenso
lo que ya aparece en diversos lugares de la Biblia y más concretamente en dos pasajes
del Nuevo Testamento. En un pasaje se lee: “God […] dit not spare the angels when
they sinned, but cast them into hell [Greek Tartarus] and committed them to pits of
nether gloom to be kept until the judgement” (2 Pet 2:4). Otro pasaje dice así: “The
angels that did not keep their own position but left their proper dwelling have been kept
by him [God] in eternal chains in the nether gloom until the judgement of the great day”
(Jude, 6). Dada la trascendencia de estas palabras para el mito del ángel caído, compete
profundizar en su significado.
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Afirma la Biblia que los demonios continúan obstinados en su rebelión o
malicia: “The uproar of thy adversaries which goes up continually” (Ps 74:23); esto
significa que el clamor de los enemigos de Dios no tendrá término. Esta afirmación se
basa en cuatro pilares fundamentales: los textos citados de la Sagrada Escritura (2 Pet
2:4 y Jude, 6), los escritos de algunos Santos Padres (St. John Damascene, De Fide
Orthodoxa, 2:4 y St. Augustine, De Civitate Dei, 11:13, 1945, vol. I: 324), los
documentos dogmáticos de la Iglesia (Lateran Council IV, chap. 1; see also Denzinger,
§ 429 and Catechism, 1994: nº 393) y los argumentos de razón correspondientes a la
naturaleza angélica. Éstos últimos merecen una explicación pormenorizada.
Contrariamente a lo que ocurre en los hombres, el intelecto de los ángeles
percibe los objetos universales en toda su profundidad y a ellos se aferra de modo
inamovible. Esto se puede colegir del carácter de su intelecto. Éste no es discursivo
como el de los seres humanos, sino que conoce por intuición y de modo inmutable la
verdad; por ello con libre albedrío se adhiere inamoviblemente al objeto que su
voluntad elige, tanto bueno como malo. Esta adhesión inamovible es consecuencia
tanto de su voluntad como de su naturaleza. Por su propia voluntad el ángel permanece
inamoviblemente en el objeto elegido y por su propia naturaleza permanece
inamoviblemente en aquello a lo que se adhiere su voluntad. Dicho de otro modo,
ningún ángel se puede retractar después de haber escogido algo, independientemente
del carácter positivo o negativo de su elección.
El objeto elegido por la voluntad del ángel caído es el mal, el desorden en la
creación: su gloria por encima de la divina. La consecuencia es evidente: el diablo
conoce la bondad de Dios y su propia bondad, pero prefiere ésta última a la divina: ésa
es su desviación y, consiguientemente, su maldad. Además, la caída supone un
entenebrecimiento del intelecto del diablo debido a la obstinación de su voluntad. Su
intelecto queda enturbiado no en el orden natural sino sobrenatural: la pérdida de la
gracia divina supone un oscurecimiento de su conocimiento especulativo y una
desaparición de su conocimiento sobrenatural efectivo (Dionysius the Pseudo-
Areopagite, De Divinis Nominibus, IV; St. Augustine, The Civitate Dei, 11:9-11, 1945,
I: 319-323; St. Thomas Aquinas, De Malo, XVI, 5; De Veritate, XXIV, 10; Summa
Theologiae, I, LXIV, 1-3; I and LIX, 1; Parente, 1949, vol. 4: 55-56). Así pues el
diablo, una vez que ha escogido odiar a Dios, ya es incapaz de amar. Dicha incapacidad
no tiene fin, lo cual aumenta su pena y angustia.
Según la doctrina católica, el lugar de castigo de los ángeles caídos es doble: en
primer lugar, el infierno debido a su pecado, y en segundo lugar la “darksome
atmosphere” desde la cual tientan a los hombres. Pero esta atmósfera de tinieblas no
supone en modo alguno disminución de su castigo ya que sus habitantes saben dónde
irán a parar al final de los tiempos: el infierno (St. Thomas Aquinas, Summa
Theologiae, LXIV, 4: 173-175).
Este infierno tiene un significado múltiple en la Sagrada Escritura, pero siempre
designa “those secret abodes in which are detained the souls that have not obtained the
happiness of heaven”. No se trata aquí del infierno pasajero (fuego del purgatorio) ni de
la morada de las almas justas (esperanza de la redención operada por Cristo). Se trata
del infierno donde moran los ángeles caídos y los hombres muertos en pecado mortal:
“that most loathsome and dark prison in which the souls of the damned are tormented
with the unclean spirits in eternal and inextinguishable fire” (Catechism, 1972, I, V:
63).
Cómo sea el infierno, nadie lo sabe a ciencia cierta. La Iglesia católica toma
como punto de partida las palabras de Jesucristo: “Depart from me, you cursed, into
eternal fire prepared for the devil and his angels” (Mt 25:41; vid. also Mk 9:48, Lk
16:23 and Rev 20:10). Según este pasaje del Nuevo Testamento, el infierno es “the
heaviest punishment with which the wicked shall be visited, their eternal banishment
from the sight of God, unrelieved by one consolatory hope of ever recovering so great a
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good” (Catechism, 1972: I, VII: 85-86). En tal estado, los ángeles caídos padecen una
tristeza inconmensurable: “Miserrimi effecti sunt”, dice San Agustín (De Correptione
et Gratia, 10, 27). No se trata, evidentemente, de una tristeza humana propia a ningún
apetito sensitivo. La pesadumbre de los ángeles caídos procede de la resistencia de su
voluntad tanto a lo que es como a lo que no es: todo lo que ven les hace sufrir: la
salvación de otras almas, la permanencia de su propio castigo, su imposibilidad de
felicidad por siempre… (St. Thomas Aquinas, Summa Theologiae, LXIV, 3-3: 171-175;
Parente, 1949, vol. 4: 55-56).
Los diferentes libros apócrifos del Antiguo Testamento también tratan del
destino de los ángeles caídos. Así, en el Testament of the Twelve Patriarchs, Levi
describe tres “cielos” que ha visto en un sueño: el Ángel del Señor le condujo a la
montaña de Aspis in Abelmuel y allí le mostró los “cielos” que Dios tenía preparados
para los obradores de iniquidad. Uno de ellos, el segundo, “hath fire, snow and ice,
prepared by the Lord’s appointment against the day of God’s rightful judgment. In it
are the spirits of vengeance for the punishing of the wicked”. Más importante es aún el
tercero pues se refiere directamente a los ángeles infieles: “In the third are the powers
of hosts ordained against the day of judgement, to take vengeance upon the spirits of
error and Belial” (1706: sin paginación).
No tardaron en surgir herejías dentro de la Iglesia católica sobre el resultado de
la caída. En concreto, Orígenes mantenía que las almas enfriadas que se habían
encarnado en los cuerpos de los hombres acabarían ascendiendo a su incorporeidad
primigenia. En otro lugar Orígenes sostiene que es necesaria una segunda pasión de
Cristo para obtener la redención de los ángeles caídos. San Agustín, asombrado de que
tan buen conocedor de la Sagrada Escritura sostuviera tal herejía, se opuso de manera
contundente a estos escritos de Orígenes recordando que el mundo es esencialmente
bueno (Gen 1:31.; De Civitate Dei, 11:23, 1945, I: 331). Posteriormente, esta doctrina
origenista fue objeto de condena por el Endemusa Synod (canon 7 y 9; Denzinger, §
209 y 211). En el fondo de esta doctrina subyace un error de orden teológico y otro de
orden metafísico. En el orden teológico, Orígenes no comprende el misterio del pecado,
causa de todo mal. Orígenes declara que los males terrenos proceden del mundo mismo,
concebido como prisión de cuantos se habían enfriado en el amor de Dios. En el orden
metafísico, según Orígenes la materia es esencialmente mala. Partiendo de este
principio, Orígenes no puede concebir que la materia perdure por siempre: según él es
preciso que llegue a desaparecer. De lo contrario, el principio malo que se esconde en
ella perduraría durante toda la eternidad, lo cual repugna a la omnipotencia divina. Así
se comprende que Orígenes intente evitar toda manifestación de la victoria de la
materia: tarde o temprano, todas las criaturas espirituales dejarán de estar sometidas a
ella y a su imperio. En última instancia, el imperio de la materia se manifiesta de modo
especial en el sufrimiento del infierno y el alejamiento de las moradas celestiales. De
ahí que para Orígenes el castigo de los demonios y de los hombres impíos sea temporal,
es decir, dure solamente hasta la reintegración final. Dichas ideas están presentes tanto
en la doctrina protestante como en el humanitarismo francés del siglo XIX.
La doctrina del teósofo Swedenborg sobre los ángeles no aborda directamente
los aspectos relativos a los novísimos. Consecuentemente con su interpretación del
mundo angélico, estas criaturas espirituales no siguen diferente suerte de los hombres:
la teoría de las correspondencias apunta a una interdependencia total entre ángeles y
hombres. Esta relación es tan íntima que la razón de ser de los ángeles reside en la
existencia humana: para Swedenborg todo hombre al morir se convierte en un ángel
cuyo destino depende de la bondad o maldad de sus acciones terrestres. A ello se ha de
añadir la extrapolación de los pasajes bíblicos según los cuales sólo Dios es bueno:
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consiguientemente, ángeles y hombres son criaturas esencialmente malas cuya bondad
es sólo apariencia. En última instancia, cabe decir que el destino eterno de las criaturas
espirituales no es punto crucial del sistema swedenborgiano, ampliamente dominado
por su teocentrismo.
La reflexión teológica anglicana de comienzos del siglo XIX tampoco presta
sobrada atención al destino de los ángeles. Tras relativizar la importancia del asunto,
Spencer hace un rápido repaso de su naturaleza y, seguidamente, remite a los célebres
pasajes bíblicos donde se hace mención explícita de la situación de los ángeles rebeldes
(2 Pet 2:4 y Jude, 6; 1823: 9 et sq.). Algo semejante hace otro escritor anónimo
cuarenta y cinco años más tarde: al comenzar un ensayo sobre la existencia de los
ángeles, recurre y desarrolla idénticos pasajes (“Angels and Men”, 1867 [?]: 3-5).
La profunda huella de la Ilustración francesa y los diferentes movimientos
románticos de las primeras décadas del siglo XIX explican la inusitada atención que los
diversos sistemas teosóficos y humanitarios franceses prestan al estado de Satanás tras
la caída y su hipotética redención. Estos sistemas están a menudo apoyados en doctrinas
que discurren por diversas vertientes en el mensaje de la regeneración: bíblicas,
históricas, filosóficas, teosóficas, etc. En suma, múltiples sistemas doctrinarios abordan
la redención del ángel y del mundo: el neocatolicismo pujante (Ballanche y
Lamennais), las utopías cientifistas (Saint-Simon y Auguste Comte), el humanitarismo
(Pierre Leroux, Fourier, Fabre d’Olivet, Edgar Quinet y Michelet entre otros). En
general, estos movimientos objetaban que la bondad de Dios, siendo infinita, podía
hacer que el ángel caído volviera a su estado primigenio mediante el arrepentimiento.
Ciertamente la bondad de Dios es infinita (mayor que la maldad del demonio), pero no
contradictoria: respeta la naturaleza y la libertad de las criaturas. Los ángeles caídos se
ven así condenados a una desesperanza eterna en un infierno eterno. Este último punto
es especialmente importante en la reflexión de numerosos escritores, místicos,
doctrinarios y visionarios románticos franceses.
El tema de la redención del ángel caído está íntimamente relacionado con el
problema social de la época. Una nueva concepción de Dios y del hombre parecen
imponer no sólo el cuestionamiento del sistema penal y la tortura judicial, sino también
de la cadena perpetua y las penas eternas. El ambiente espiritualista de los primeras
décadas del siglo XIX, y más aún en la Restauración, no excluía la tradición católica al
respecto; pero tampoco la consideraba como punto de referencia principal: el dogma
católico era a menudo considerado como una opinión más entre tantas otras. Este
sincretismo favorece la adopción de doctrinas católicas dentro del nuevo
humanitarismo. Se comprende así que temas como la caída y la redención se mezclen
con otros relativos a los sufrimientos del hombre sobre la tierra. También en esta época
se colocan los pilares teosóficos conducentes a la desaparición del Mal y la redención
de Satanás: es un intento de asentar nuevos pilares del orden social. Así, el ideal del
sistema penitenciario ya no es la reclusión de los criminales, sino más bien su
rehabilitación (Bénichou, 1977: 428).
Uno de los grandes representantes de la reflexión teosófica francesa en la época
romántica es Antoine Fabre d’Olivet (1767-1825). En sus Vers dorés de Pythagore
expliqués (1813), su deísmo filosófico se conjuga perfectamente con su sincretismo
teosófico. Del primero toma conciencia de la limitada relación entre las criaturas y la
divinidad; del segundo adopta el espíritu de tolerancia propio de los filósofos del siglo
XVIII. Si aquél le mueve a venerar a los dioses, éste le lleva a rebelarse contra todo tipo
de barreras dogmáticas. De ahí que alabe a los filósofos pitagóricos cuyos dogmas
cosmopolitas no condenaban a nadie a la pena eterna (1813: 292; Cellier, 1953: 187).
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Lo que subyace en el fondo de este rechazo es el intento por explicar el origen del mal:
frente a la teología católica (que sostiene que el mal es la ausencia de bien) y la
heterodoxia cristiana (que va del maniqueísmo a la predestinación absoluta), la
tradición teosófica proporciona una curiosa teoría basada en la libertad y la
transmigración de las almas. Este último principio explicaría las sucesivas
reencarnaciones de las criaturas según el carácter positivo o negativo de sus actos. Los
sufrimientos son concebidos como expiación de las faltas cometidas: mediante ellos las
almas pueden conseguir la fase unitiva con la divinidad. Esta idea, precedentemente
sostenida por Jacob Boehme, carece de coherencia pues tampoco así queda explicado el
origen del mal. Fabre d’Olivet se percató de ello y prometió proceder más tarde a su
explicación (1813: 384); sin embargo, nunca pondría por obra dicha promesa. Conviene
reconocer no obstante que la reflexión de Fabre d’Olivet puede ayudar a comprender
provisionalmente el estado del ángel caído: su condenación pasajera conlleva unas
penas que le capacitan a desprenderse de sus malas acciones en espera de poder aspirar
en un tiempo futuro a la metempsicosis liberadora. Ejemplos no faltan en la ficción
romántica (por ejemplo Eloïm en Les Visions de Lamartine).
Diez años después de la publicación de los Vers dorés de Pythagore expliqués,
Fabre d’Olivet traducía al francés y comentaba el Caín de Byron. Según Fabre d’Olivet,
la caída de Adán fue un triunfo del espíritu volitivo simbolizado por la Serpiente -
Satanás: la falta que produjo introdujo al hombre en el Tiempo. Ahora bien, este tiempo
no sólo no es castigo, sino el mejor medio para obtener la redención: es un remedio
(1923: 191; Bénichou, 1977: 429). Ciertamente estas ideas no son exclusivas de Fabre
d’Olivet: se encontraban precedentemente en Saint-Martin, Martinez de Pasquali,
Boehme y Swedenborg. Incluso en éstos últimos adquirían su sentido pleno: Fabre
d’Olivet se preocupaba más de la felicidad terrestre que del deseo de reintegración. Sin
embargo sus lecturas aportan una luz especial debido a la influencia que el teósofo tuvo
en el pensamiento francés del siglo XIX: Ballanche, Leroux y Hugo figuran entre sus
principales discípulos.
La corriente neocatólica romántica francesa sostenía la oposición entre fe y
razón. La Iglesia católica, por su parte, nunca ha visto una oposición entre la vía del
conocimiento racional y los postulados de la fe religiosa: puesto que Dios es la Verdad,
nada de lo creado susceptible de ser comprendido por la razón queda fuera de la fe.
Pierre-Simon Ballanche (1776-1847) consideraba sin embargo que los nuevos
tiempos habían aportado una serie de conocimientos irreconciliables con la Escritura: el
teósofo sostenía que la teología católica debía ser sometida a una revisión para
adecuarse a los nuevos conocimientos operados por la ciencia. Es lo que desarrolla
ampliamente en sus libros Palingénésie sociale y Orphée a los que denomina “epopeya
cíclica”1 (1830, III: 18). En este ensayo sobre la reformulación del universo, Ballanche
se extiende en la necesidad de encontrar una vía para que el mal desaparezca por
siempre; algo que según él no aparecía en la Escritura. Este intento es una de las
principales aspiraciones románticas, siempre en busca de un progreso que suprima la
condena eterna.
Es cierto que Ballanche centra su reflexión en el hombre, pero no lo es menos
que sus ideas pueden aplicarse sin escrúpulos al ángel puesto que lo que le importa es la
perfección última del universo: buena prueba de ello es que los poetas que se adhirieron
a su doctrina la aplicaron sin reparos a la redención del ángel caído: tal es el caso de
Lamartine y Hugo.
Ballanche admite como irrefutables varios postulados: la bondad primigenia de
todas las cosas, la caída de seres espirituales, el castigo subsiguiente y la ley del
progreso universal. Todas estas premisas se conjugan entre sí. Por ejemplo, tanto el
castigo como las penas que lleva aparejadas requieren un límite: según él, no existe
condena inapelable puesto que la pena perpetua contradice la ley del progreso.
Adversario obstinado de los castigos definitivos, Ballanche cree que la redención es
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posible, incluso para los seres más corrompidos: “No existe ninguna barrera
infranqueable; la doctrina vasta y consoladora de las pruebas establece grados
progresivos, nunca clases inmóviles”2 (1830, IV, VI: 337). Todo se reduce a superar las
diferentes pruebas porque en definitiva esta vida no es más que una prueba. Pero una
prueba especial cuyo resultado siempre es positivo: al final todas las criaturas acabarán
mereciendo la gloria del epoptismo verdadero (313). De aquí se deduce que la muerte
no es sino un paso más en la evolución universal y particular. Saliendo de esta vida, las
criaturas no entran en su estado definitivo sino que continúan encaminándose hacia él.
El único estado definitivo es el regreso a la perfección que Dios les infundió al crearlas
(1830: III, II: 119).
El predestinacionismo positivo de esta reflexión es evidente: en función de la
omnipotencia divina, el hombre no puede detener el movimiento general hacia el
progreso del universo; incluso los malvados no pueden sino retrasar su ascensión
(Roos, 1958: 82). Ballanche es consciente de que existen espíritus malos (“substancias
intelectuales” o “refractarias”). Sin embargo dichos seres malvados también acabarán
siendo buenos por su libre arbitrio puesto que la bondad fue infundida en ellos al
principio de los tiempos (lo contrario, afirma Ballanche, sería aceptar las tesis
maniqueas). Es interesante resaltar la importancia concedida a la libertad: por la
libertad, los seres refractarios se alejan y se acercan continuamente a Dios; al final, por
la libertad también, todos se acogerán al orden universal y se encaminarán hacia el bien
y la belleza (1830, III, II: 186-187). El hecho de que la harmonía definitiva sea un
resultado de la libertad encontró en Hugo un gran partidario: en La Fin de Satan el
Ángel Libertad obtiene el perdón de Satanás que vuelve a convertirse en Ángel de Luz.
De modo paralelo, en “Les Degrés de l’échelle”, el ángel aspira a elevarse
progresivamente dentro de la corriente ascendente universal (1902: 51).
Hugues-Félicité-Robert de Lamennais (1782-1854) sentía una especial
veneración por la religión: sólo ella es capaz de asegurar la unión del hombre con Dios.
En su esfuerzo por conservar una religión desgajada de la Iglesia católica, Lamennais se
encuentra con el humanitarismo laico. La doctrina de este humanitarismo es la
combinación de la religión con la vida de la humanidad. Ahora bien, discurrir por la
senda del humanitarismo laico significaba toparse tarde o temprano con las doctrinas de
la izquierda laicista francesa: prueba de ello es que en 1828 hablaba del despotismo del
sistema democrático instaurado por la Revolución (1926: 35-39). A pesar de sus
reticencias hacia esta tendencia, Lamennais acabaría aceptando algunos de sus
principios por cuanto consideraba que la religión había de adaptarse a los tiempos
modernos: había de ser progresista y esencial. Progresista pues había de asimilar el
progreso anunciado por la Ilustración y la Revolución francesa; esencial pues había de
recuperar su pureza primigenia evitando toda división interna (1841: 8; citado por
Bénichou, 1977: 160-1).
Paralelamente a estos principios se encuentra su abandono de la metafísica pura
y su exaltación de un principio religioso de regeneración colectiva. No puede extrañar
que la consecuencia sea el rechazo de algunas doctrinas cristianas esenciales. Así, para
afirmar la doctrina del progreso continuo, niega el dogma de la caída y la redención.
Esto supone una transformación capital en la redacción de sus escritos. En su Essai
d’un système de philosophie catholique (1830-1) hablaba de caída de los ángeles en
estos términos: “pueden violar las leyes generales de los seres inteligentes y las leyes
particulares constitutivas de su naturaleza. En una palabra, pueden escoger entre el bien
y el mal (…); hay en ellos algo que (…) les incita a descender o disminuir en ellos la
libertad y el amor”3 (1954: 175). Diez años más tarde, en su Esquisse d’une philosophie
(1840-6), el giro es patente: la caída ha sido substituida por una especie de
modificación. En este punto se alía al progreso anteriormente enunciado cuando dice
que el pretendido dogma de la caída “reposa sobre la hipótesis de un estado primitivo
de perfección imposible y claramente opuesto a la primera ley del universo, la de
9. 9
progresión4 (1840, II: 10-11 y 58; citado por Bénichou, 1977: 162). De tal forma, el
pecado es observado bajo una óptica diferente a la ortodoxia cristiana: es el resultado
de la realización imperfecta de las ideas perfectas que existían en Dios. En la reflexión
de Lamennais el pecado ya no puede ser considerado como una caída sino como un
cumplimiento del destino, “una necesidad metafísica, la inevitable finitud del ser
creado”5 (ibid.). Así concebido, para Lamennais el pecado no es intrínsecamente malo:
es una necesidad y un progreso. Una necesidad pues mediante el pecado la criatura
alcanza su plena realización, y un progreso pues despoja al pecador de la inocencia
primera y le revela su libertad. En última instancia, el pecado llega a ser elevado a la
categoría de “bien inmenso”6 que contiene en sí el conocimiento y la libertad (1840, II:
65-69; citado por Bénichou, 1977: 163).
Otro gran punto emparenta a Lamennais con las doctrinas de Ballanche y Hugo
(éste último fue durante bastantes años discípulo predilecto de Lamennais). De manera
coherente con las doctrinas humanitaristas, ninguno acepta la condenación eterna. En
este aspecto Lamennais es aún más contundente que Ballanche: puesto que ha
desaparecido el mal que había en el pecado, la expiación que éste conllevaba debe
desaparecer también. Expiar significa pagar un mal con dolor; pero si este mal no existe
y el dolor no es aceptado como un bien, también ha de desaparecer el dogma de la
expiación: en el caso contrario, infiere Lamennais en sus Discussions critiques de 1841,
Dios sería cruel y por lo tanto no sería Dios. De otro modo, dice Lamennais, sólo cabría
pensar en una fuerza antagónica que se le opone desde la eternidad, en cuyo caso Dios
no sería omnipotente y por tanto no sería Dios. En una carta de Mgr
Bruté al Papa, el
prelado describe su conversación con Lamennais: “En lo referente al infierno, no me
dejó continuar. «No creo en la eternidad de las penas. No es un asunto que incumba a la
fe. (…) La opinión de la eternidad de las penas conduce necesariamente al dualismo»”7
(Dudon, 1911: 364). Algo semejante sostiene Lamennais en la introducción a su
traducción de La Divina comedia de Dante. Si el sufrimiento fuera eterno, dice
Lamennais, sólo caben dos posibilidades. La primera sería que también fuera eterna la
supuesta deficiencia que lo ha provocado, lo cual es inaceptable pues Lamennais
excluye el maniqueísmo y todos los sistemas dualistas. La segunda sería que el
sufrimiento proviniera directamente de la voluntad divina, algo igualmente inaceptable
dada su monstruosidad (1855: L’Enfer, VII: LXVIII). Lamennais concluye por
exclusión que las penas eternas son una invención de las “religiones sacerdotales”, las
cuales pervierten la razón humana y la llenan de terrores quiméricos: la amenaza de los
suplicios atroces del infierno, dice Lamennais, no es sino una mera estratagema para
gobernar a los hombres mediante el arma del miedo (LXIX). Estas palabras encuentran
un fiel eco en la última gran ideología francesa romántica en relación con los temas de
la caída y la redención: el movimiento humanitario.
Ampliamente desarrollado por figuras de la talla de Quinet y Michelet, el
movimiento humanitario surge entre las publicaciones periódicas de tendencia
republicana. Opuesto a la teoría del arte por el arte, su objetivo principal es la
substitución del ministerio sacerdotal de los eclesiásticos por el cívico de los escritores:
erigidos en los nuevos sacerdotes de la sociedad, éstos deben dirigir a la humanidad por
los caminos de la libertad. Estos autores románticos están auténticamente
comprometidos en la trama social de sus iguales. Entre los autores que abordan el mito
del ángel caído es preciso hablar de Ganneau, Caillaux y Alphonse-Louis Constant.
Ganneau (también Gannau o Gannot según las grafías), es más conocido en la
leyenda romántica bajo su seudónimo Mapah, utilizado para mejor mostrar el carácter
bisexual de su sacerdocio y su Dios. Su principal discípulo fue L.-Ch. Caillaux. Este
“profeta” (así lo denominaría el revolucionario Sobrier en 1848) identifica a la Virgen
María con la Libertad: ambas son la “Gran Madre, la Gran Paria, la Eva genesíaca”8
que libera al Pueblo (Bénichou, 1977: 429-432). Una vez más salta a la vista la íntima
relación existente entre el mesianismo de esta “Santa Virgen Libertad”9, considerada
10. 10
como santa madre del género humano, y el agente femenino, el Ángel Libertad, que
obtiene la redención del diablo en La Fin de Satan de Hugo. Ello responde al esquema
humanitario que tiende a sustituir el dogma cristiano en el que el Mesías llega a través
de otra mujer virgen. En Arche de la Nouvelle-Alliance, Ganneau abunda en lo que él
denomina la “anticaída”: dejando a un lado la doctrina de la redención universal, este
profeta romántico considera la caída como algo esencialmente positivo e indispensable.
Para Ganneau, la caída exige el levantamiento futuro, la reconstitución de todos los
seres, algo que podrá mostrar de modo evidente la grandeza y la majestad divinas (vid.
Bénichou, 1977: 433). De tal manera, dice en Déisme, sólo así el infierno será vencido,
y entonces desaparecerán también los infiernos terrestres: la prisión y el cadalso (1864:
28; Bénichou, 1977: 434)10.
Alphonse-Louis Constant (seudónimo Éliphas Lévi, 1810-1875), representa un
hito importante del iluminismo del siglo XIX. Este sacerdote herético procede a una
interpretación revolucionaria de la teología evangélica. Para ello propone una
remodelación de la doctrina católica. Constant procuró alcanzar una simbiosis de la
ortodoxia católica con las nuevas doctrinas: es algo que muestra el subtítulo de su Livre
des larmes: “Ensayo de conciliación entre la Iglesia católica y la filosofía moderna”. En
La Bible de la Liberté (1840), apuesta claramente por una interpretación
antropocéntrica de los misterios divinos. En Doctrines religieuses et sociales (1841),
desarrolla esta visión humanitarista que proclama la remisión de toda culpa, incluida la
del ángel caído: “Absuelvo el ángel rebelde para justificar la libertad”11 (1841: 16-7;
citado por Bénichou, 1977: 436-9). El recurso a la libertad nos vuelve a poner en la
línea del romanticismo más puro: exaltada como valor absoluto, queda antepuesta a la
verdad y, por ello mismo, presupone una dislocación que arrastra graves consecuencias
teológicas, las mismas que este iluminado desarrolla en libros posteriores: Les Trois
Harmonies, chansons et poésies o Le Livre des larmes ou le Christ consolateur (ambos
de 1845) que encontrarán un eco fiel en L’Émancipation de la Femme ou le Testament
de la Paria (1846, libro póstumo atribuido ora a Constant, ora a Flora Tristan). Aquí se
dan cita todas las doctrinas románticas según las cuales la redención de Lucifer es obra
de la mujer. Algo semejante ocurre en La Dernière Incarnation, légendes évangéliques
du dix-neuvième siècle (1846), donde la intervención de la Virgen María obtiene de
Jesús el perdón del ángel caído. Constant hace del réprobo, del eterno adversario, un
héroe del progreso conseguido mediante la libertad y la obediencia: “Ya no te llamarás
Satanás, te llamarás de nuevo con el nombre glorioso de Lucifer”12 (1846: 109; citado
por Bénichou, 1977: 439). Es llamativo el parecido de estas palabras con las que Dios
pronuncia en La Fin de Satan de Hugo: “Satanás ha muerto; ¡renace, oh, Lucifer
celestial!”13 (1950: 940). Dicho paralelismo invita a prestar atención a algunos
comentarios de algunos poetas franceses en torno a la redención del ángel caído.
En la parte dedicada a la caída del ángel, hemos tenido ocasión de ver cómo
Lamartine explicaba el entusiasmo con el que los románticos franceses acogieron las
producciones inglesas. En sus propias creaciones, los franceses añadían la compasión
hacia el ángel maldito que se arrepiente. En sus producciones suelen añadir atributos de
la especie humana (la conciencia culpable) a otros exclusivos del diablo (perversidad y
orgullo irreconciliables). En esta conjunción de elementos, se separan de la
representación tradicional del dogma al mismo tiempo que obtienen una imagen
atractiva del seductor (Hugo, ed. de Albouy, 1967: 950 y Bénichou, 1973: 374). Esta
estrategia se desarrolla diversamente en los sucesivos intentos de salvación del ángel
caído.
Arriba ha quedado constancia del desenlace desastroso de Éloa (1823). Sin
embargo Vigny había plasmado por escrito sus deseos de redimir tanto a su heroína
como a Satanás. Así, entre los bocetos inéditos de su poema aparecen tres fragmentos
(dos en poesía y uno en verso) con una conclusión redentora de Satanás: al final el
11. 11
diablo desechaba el odio y atraía el perdón de Dios. Es más, Ratisbonne, en su edición
del Journal del poeta (1867), no dudaba en titular uno de estos fragmentos “Satanás
salvado” (1967: 253). Evidentemente, los versos centrados en la redención del ángel
caído habrían de ir al final de su obra; pero en el poema, tal y como lo conocemos,
dichos versos no aparecen: el ángel femenino Éloa sucumbe al encanto de Satanás y
éste permanece en el infierno. Vigny adopta por lo tanto la solución ortodoxa y desecha
la heterodoxa.
El motivo último de esta decisión parece haber sido su temor por acarrearse
problemas con la jerarquía eclesiástica. Es lo que se deduce de una carta escrita a Émile
Deschamps el 7 de septiembre de 1823 en la que manifiesta su decisión final de no
redimir a Satanás. Al referirse a los versos finales que nunca llegó a publicar, Vigny
dice que le “hacen temer la excomunión inmediata”. Enfrentado ante la alternativa de
publicarlos o cambiarlos, decide por fin modificarlos “para salvar[se] él mismo” (1967:
950)14. El sentido irónico de estas palabras es patente; pero el hecho de que el autor no
publicara una versión extremadamente heterodoxa coincide con el pensamiento general
de los círculos poéticos franceses del momento. En efecto, la redención del ángel caído
en la literatura francesa habría de esperar al desarrollo pleno de las teorías
humanitarias.
En 1840 Alexandre Soumet (1788-1845) publicaba La Divine Épopée donde
obtenía al final la redención del ángel caído. En el prefacio muestra la novedad de su
obra con respecto a la de autores ingleses y alemanes: “Milton había hecho de su
Satanás un faccioso gigantesco armado contra la monarquía del Cielo. El alma
soñadora de Klopstock había llorado con San Juan y María al pie de la Cruz; en la hora
suprema, había llevado al planeta Adamida cara al sol para que no viera morir al
Salvador de los hombres. ¡Yo he osado sondear tinieblas aún más profundas!”15 (1840:
XVI). En efecto, el ángel Idaméel, que había sometido a su poder al mismo Lucifer,
alcanza el amor de Cristo gracias a las lágrimas y oraciones de Sémida.
En sus desarrollos del mito, Lamartine recurre a la doctrina del progreso tal y
como había sido expuesta por Ballanche. En el plan de la segunda visión de La Chute
d’un ange había prometido explicar su concepción del deísmo racional (Bibliothèque
Nationale de France, Lam. 22, f. 12 vº; 1954: 40). En el Fragment du Livre Primitif, el
poeta declara categóricamente el progreso incesante: la religión debe adaptarse a los
nuevos tiempos. Este postulado implica que no hay lugar para la condena eterna ya que
todos los seres se encaminan hacia la perfección. En el caso de los ángeles caídos, la
redención se opera mediente sucesivas reencarnaciones purificadoras (1936: 82-3). Esta
declaración de Lamartine procede de una inspiración que el poeta tuvo el 10 de octubre
de 1821 en Nápoles; algo que supondría la formación de una filosofía particular y el
distanciamiento de la ortodoxia católica (George, 1940: 14-5). En un texto del Cours
Familier de Littérature describe la visión que entonces tuvo de las criaturas
espirituales: “La jerarquía de esas almas atravesando primero regiones tenebrosas,
después días a medias, después ámbitos llenos de esplendor, después deslumbramientos
de las verdades; esos soles del espíritu, esas almas subiendo y bajando escalones tras
escalones sin base y sin fin, sometidas con éxito o con fracaso a millares de pruebas
morales en peregrinaciones seculares y transformaciones incontables de
existencias…”16 (cit. por George, 1940: 12). Salta a la vista que las metamorfosis de las
almas invisibles (de los ángeles buenos y malos), son según Lamartine semejantes a las
descritas por Swedenborg. Por otro lado, aun cuando haya caídas y retrocesos, el
resultado final es siempre positivo: todo responde a la ley universal del movimiento
ascendente basado en el progreso.
Junto con los demás visionarios citados se encuentra Víctor Hugo. Formado en
las doctrinas de Ballanche y Lamennais, conocedor de la reflexión de Lamartine y los
postulados del humanitarismo social, el poeta expone en numerosas ocasiones su idea
sobre la necesidad de ofrecer una solución al problema social y religioso. Para él ambos
12. 12
están íntimamente imbricados hasta el punto de concebir que los sufrimientos humanos
sobre la tierra son equiparables a los sufrimientos del más allá. Una sesión de
espiritismo, en la que Hugo participó el 19 de septiembre de 1854, confirmó todas estas
intuiciones. En el informe de dicha sesión quedó constancia de esta visión: “El ser que
se llama la Sombra del Sepulcro me ha dicho que acabe mi obra comenzada; el ser que
se llama la Idea ha dicho más aún pues me ha «ordenado» escribir versos que reclamen
la piedad por los seres cautivos y castigados que componen lo que los no videntes
consideran que es naturaleza muerta” (1967: 1685)17. El resultado de esta visión fue la
composición de “La Bouche d’Ombre” de Les Contemplations donde el ángel caído es
redimido. Otro tanto cabe decir de La Fin de Satan, gran poema épico de idéntica
solución final que comenzó ese mismo año 1854 (el libro sería publicado a título
póstumo en 1886). Así pues, la idea de redención de Satanás data de dicho año, como
prueba un manuscrito del autor en el que da por concluida “La Bouche d’Ombre”: “He
acabado este poema de la fatalidad universal y de la esperanza universal el viernes 13
de octubre de 1854” (1867: 1865)18.
En las líneas que preceden queda manifiesta la imbricación de los aspectos
sociales y religiosos. Es lo que se desprende igualmente de Les Misérables. El prefacio
ayuda de modo especial a comprender el sentido pleno de esta novela. En el prefacio
Hugo indica el objetivo de la misma: “Mientras exista, confirmada por las leyes y
costumbres, una condena social que cree de modo artificial infiernos en plena
civilización (…), libros como éste quizá no sean inútiles”19. De ese modo, el origen de
“La Bouche d’ombre” y de Les Misérables coinciden pues religión y sociedad se
solapan íntimamente: la religión advierte al autor de los males que aquejan a la
sociedad. Pero la religión no sólo le muestra estas deficiencias sino que además le
conmina a extirparlas mediante la elevación progresiva de la sociedad: es misión del
poeta conseguir la conversión de dos mundos que hasta el romanticismo parecían estar
desconectados. El mundo trascendente proporciona las claves para mejorar el mundo
material.
La conmiseración sincera de Hugo es una preocupación social que procura
suprimir o aliviar cualquier tipo de sufrimiento (Berret, 1927: 378). Es lo que hace, por
ejemplo, en Les Malheureux: mientras Adán llora la muerte de Abel, Eva hace otro
tanto por el destino de Caín. Así pues en la soteriología hugoliana hay cabida para la
salvación universal, incluso la de las criaturas más pervertidas (vid. “L’Ange” en Dieu).
Esto no supone que Hugo aspire a suprimir toda condena: si así fuera, la bruja
Guanhumara de Les Burgraves no habría acabado pereciendo. Su crimen no reside en
haber cometido el mal, sino en no arrepentirse de sus crímenes. Su persistencia en el
mal la hace irreconciliable porque impide el regreso a la harmonía del universo. Muy
otro es el caso de los seres que se arrepienten. Si bien éstos habrán de conocer los
sufrimientos, al final serán recuperados. De ahí que se haya dicho que Víctor Hugo no
excluye el castigo en sí, sino el castigo gratuito (Detalle, 1976: 359).
Sólo bajo esta óptica es posible explicar La Fin de Satan. Aquí la hija de
Satanás, Lilith-Isis, desaparece sin dejar rastro. No ocurre lo mismo con Lucifer. En un
primer momento se convirtió en Satanás y quedó, como Prometeo, encadenado. Pero
este ángel que sufre representa a la humanidad y expresa en cierto sentido los dolores
que la aquejan. En este sentido, el ángel caído es un fiel reflejo de la situación que
padece la sociedad humana. Mediante este pretexto poético, los sufrimientos físicos y
morales del ángel caído simbolizan los sufrimientos de los hombres. El ángel
condenado clamando al cielo es el hombre sufriente que dirige su mirada a lo alto y
manifiesta sus ansias de mejora y progreso. Por su lado, el poeta contempla estos
dolores. Mediador y sacerdote de los tiempos modernos, suplica el perdón y auxilio
divinos para los hombres. La respuesta no se hace esperar: Dios los concederá si cada
hombre promete cambiar su corazón, es decir, si la humanidad decide cambiar sus leyes
y costumbres. Aquí es donde entra en juego la gran invención poética de la redención
13. 13
del ángel caído. Fiel réplica de la humanidad esclavizada, él mismo promete cambiar su
corazón. El papel desempeñado por la libertad es evidente: Dios no quiere forzar a los
hombres a que hagan el bien; quiere que sean ellos quienes lo decidan voluntariamente.
En efecto, el arrepentimiento sincero y libre es indispensable para la nueva civilización.
Sin la libertad, la sociedad de la que habla Hugo en el prólogo de Les Misérables
continuaría aherrojada al igual que Satanás quien la simboliza. Frente al Mal y la
Fatalidad que alteran la creación oponiéndose al Bien del Creador, Hugo necesita la
Libertad, fuerza exterior que orienta la creación hacia el progreso. Sólo así consigue
deshacer el antagonismo de fuerzas que mantenía el universo en estado de degradación
continua.
Ahora bien, esta solución heterodoxa necesita una formulación poética: nada
más inverosímil que Satanás arrepintiéndose de manera espontánea o Dios concediendo
un perdón no solicitado. Para ello Hugo utiliza la personificación de la noción de
libertad, algo que supone la mitificación del símbolo (Detalle, 1976: 360). La
vivificación del “Ángel Libertad” tal y como aparece en La Fin de Satan es el último
paso, sin duda el más arriesgado, para dar una cohesión al mito (Roos, 1958: 65-68).
Sólo así se comprende la redención propugnada por Hugo. Así se explica el abrazo que
Jesucristo da a Satanás en La Fin de Satan y la transfiguración de éste último. Dicha
metamorfosis del ángel caído simboliza, en frase de Berret, la transfiguración de todos
los criminales por el perdón; algo que también aparece al final de la epopeya de Jean
Valjean. De este modo los “infiernos” del prefacio de Les Misérables cambian y
adquieren una formulación positiva en Les Contemplations: “Los infiernos se
convierten en edenes”. Semejante transformación se opera a nivel cósmico cuando Dios
haga entrar, “entre los universos arcángeles, al universo paria”. Será el instante
supremo en el que desaparecerá la condenación eterna de Satanás: Dios, al verlo
revestido de gloria celeste, quedará deslumbrado de alegría hasta el punto de no poder
“distinguir a Belial de Jesús”20 (“Bouche d’ombre”, 1967: 820-2). Así queda expresada
la gran originalidad de Ballanche y Hugo: en su intento por conciliar el principio de la
libertad humana con el de la omnipotencia divina (Roos, 1958: 83). El optimismo
global de esta ideología es patente pues se resume en la reintegración de todos los seres
en la verdad infinita de Dios.
A pesar de su heterodoxia, no es superfluo señalar que la concepción de Víctor
Hugo es la más cercana a la soteriología católica. En ésta Dios Padre interviene a través
de Dios Hijo: un Hombre (Jesucristo) redime el mal de otro hombre (Adán) y así a la
humanidad entera. En Hugo la salvación también se da entre iguales: un ángel redime a
otro ángel. Aun con todo, la intervención divina es indirecta: ni Dios Padre ni Dios Hijo
actúan; si acaso se puede decir que quien interviene es Dios Espíritu Santo: esta
redención del espíritu impuro es llevada a cabo por otro espíritu puro que es el ángel.
Conclusión
En las páginas que preceden se han abordado los principales elementos que
entran en los desarrollos románticos del ángel caído: su naturaleza, la rebelión y su
redención. Frente a la doctrina ortodoxa, el sueco Swedenborg parece ser el autor que
desarrolla de modo más extenso la naturaleza de los ángeles según la teología
protestante. La rebelión adquiere especial énfasis en las obras y reflexiones del mundo
anglicano. La redención, en fin, parece centrar la atención de los románticos franceses.
Todos estos puntos son indispensables para comprender de modo global la literatura
romántica europea en torno al ángel caído.
Es patente que estas reflexiones contienen errores de tipo teológico, metafísico,
antropológico y moral. Desde el punto de vista teológico, yerran por cuanto contradicen
la Escritura (tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento) y desestiman la esencia
divina (misericordia y justicia). Desde el punto de vista metafísico, no aciertan a
conciliar los atributos angélicos (conocimiento intuitivo y voluntad inamovible). Desde
14. 14
el punto de vista antropológico, basan su reflexión en principios discutibles
(transmigración de las almas). Finalmente, desde el punto de vista moral, confunden la
entidad de los males (el mal físico y el mal moral). Éste último aspecto es de especial
relevancia pues supone una idea errónea: que el sufrimiento es un mal absoluto (en
realidad es un mal relativo pues el único mal absoluto es el pecado). Por otro lado, ha
de tenerse en cuenta que, negada o minimizada la caída, la redención sería inútil.
Algunos de los autores arriba señalados llegaron a afirmarlo, otros se limitaron a
insinuarlo, los más, en fin, se contentaron con disminuir su trascendencia o reducir su
alcance a una mera manifestación externa de la bondad divina.
El movimiento romántico, en su reflexión en torno al ángel caído, permanece
ajeno a la doctrina católica y, impulsado por los principios de progreso y libertad, no
repara en medios para evitar todo tipo de males. En última instancia, no deja de ser
apasionante ver cómo la literatura siempre respeta su principio según el cual aborda el
mundo en todas sus virtualidades: sin paradojas y contradicciones de la imaginación no
habría literatura.
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1 “épopée cyclique”.
2 “Nulle barrière n’est insurmontable; la doctrine vaste et consolante des épreuves établit des
grades progressifs, et non des classes immobiles”.
3 “peuvent violer les lois générales des êtres intelligents, et les lois particulières constitutives de
leur nature. Ils peuvent en un mot choisir entre le bien et le mal, comme la foi nous l’apprend; ce qui
montre, sous un nouveau rapport, qu’il y a en eux quelque chose qui, appartenant au monde inférieur, les
sollicite, d’une manière quelconque, à descendre ou à diminuer en eux la vérité et l’amour, état
d’abaissement et de désordre que, dans son langage profond, la religion appelle mort spirituelle”.
4 “repose sur l’hypothèse d’un état primitif de perfection impossible en soi, et manifestement
opposé à la première loi de l’univers, la loi de progression”.
18. 18
5 “une nécessité métaphysique, l’inévitable finitude de l’être créé”.
6 “ce progrès, lequel impliquait, avec la connaissance et la liberté, le pouvoir de violer les lois de
l’ordre, loin d’être un mal, était au contraire un bien, et un immense bien”.
7 “Pour l’enfer, il m’arrêta. «Je ne crois pas à l’éternité des peines. Cela n’est point de la foi.
(…) L’opinion de l’éternité des peines conduit nécessairement au dualisme”.
8 “la Grande-Mère, la Grande Paria, l’Ève génésiaque”.
9 “Sainte Vierge Liberté”.
10 “L’Enfer sera vaincu, le bagne et l’échafaud seront détrônés, le sang, la sueur et les larmes
expliqués”.
11 “J’absous l’ange rebelle pour justifier la liberté”.
12 “Tu ne t’appelleras plus Satan, tu reprendras le nom glorieux de Lucifer”.
13 “Satan est mort; renais, ô Lucifer celeste!”.
14 “Je viens de faire des vers damnés, et je vous écris sur leur poitrine, je voudrais qu’on ne fît
pas un autre pape, tant ils me font craindre l’excommunication par la suite. Vous devinez que c’est de
Satan dont il s’agit, il est presque achevé. Je vais noircir un peu la fin pour me sauver”.
15 “Milton avait fait de son Satan un factieux gigantesque armé contre la monarchie du Ciel.
L’âme rêveuse de Klopstock avait pleuré avec Saint-Jean et Marie au pied de la Croix; elle avait conduit,
à l’heure suprême, la planète Adamida devant le soleil, pour qu’il ne vît pas mourir le Sauveur des
hommes. J’ai osé sonder de plus profondes ténèbres!”.
16 “La hiérarchie de ces âmes traversant des régions ténébreuses d’abord, puis les demi-jours,
puis les splendeurs, puis les éblouissements des vérités, ces soleils de l’esprit, ces âmes montant et
descendant d’échelons en échelons sans base et sans fin, subissant avec mérite ou avec déchéance des
milliers d’épreuves morales dans des pérégrinations de siècles et dans des transformations d’existences
sans nombre…”.
17 “L’être qui se nomme l’Ombre du Sépulcre m’a dit de finir mon œuvre commencée; l’être qui
se nomme l’Idée a été plus loin encore et m’a «ordonné» de faire des vers appelant la pitié sur les êtres
captifs et punis qui composent ce qui semble aux non-voyants la nature morte”.
18 “J’ai fini ce poëme de la fatalité universelle et de l’espérance universelle le vendredi 13
octobre. 1854”.
19 “Tant qu’il existera, par le fait des lois et des mœurs, une damnation sociale créant
artificiellement, en pleine civilisation, des enfers […], des livres de la nature de celui-ci pourront ne pas
être inutiles”.
20 “Les enfers se refont édens”; “parmi les univers archanges, / L’univers paria”;
“Ne pourra distinguer […] Bélial de Jésus”.