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LOS GOZOS Y LAS SOMBRAS, DE TORRENTE BALLESTER:
UNA INTERPRETACIÓN MÍTICO-ESCATOLÓGICA
En colaboración con Esther Navío Castellano.
La Tabla Redonda (Vigo). Anuario de Estudios Torrentinos.
Visiones y revisiones de “Los gozos y las sombras”, 11 (2013), p. 51-68
1. Mito, cosmogonía y escatología: algunas precisiones
Brevemente, ateniéndonos al propósito que nos ocupa y sin abordar aquí el matizado debate
teórico exigido por este concepto, diremos que el mito es, ante todo, un relato orientado a interpretar
una sucesión de acontecimientos –inicialmente de carácter extraordinario y trascendental– y dotarla
de sentido mediante el establecimiento de una serie causas y efectos. Así considerado, todo mito
comparte el propósito de explicación del mundo con la ciencia empírica, si bien difiere en los
procedimientos y en la naturaleza de las causas y efectos1 aducidos. Cuando el mito explica el origen
o el recomienzo –la causa primera–, expone una cosmogonía; cuando aborda el final –el efecto
último–, expone una escatología. Cosmogonía y escatología pueden ser individuales o colectivas:
pueden explicar el origen o el final de un individuo, de una sociedad humana o del universo. Aunque
en realidad todo mito reenvía a un único interés de cada persona, el de comprenderse a sí mismo y la
posición que ocupa en el mundo.
La cultura griega ha transmitido a la europea la preocupación por entender el acontecimiento
en el tiempo; lo hace desde una perspectiva antropocéntrica. La cultura judeocristiana considera este
proceso desde una perspectiva teocéntrica. Sin entrar ahora en los pormenores de esta diferencia,
conviene subrayar que ambas buscan una interpretación de los acontecimientos y su sentido.
Esta tarea va acompañada de una particular concepción del tiempo. La cultura griega lo
concibe como un proceso cíclico. Ejemplos no faltan en Heráclito, Empédocles, Hesíodo, Platón,
Aristóteles… Roma tiene al respecto propuestas vacilantes: las Metamorfosis de Ovidio no propugnan
ningún retorno similar a la égloga IV de Virgilio. En este punto la cultura griega coincide con las
culturas orientales: los antiguos sistemas cosmogónicos y escatológicos de Egipto, Babilonia o la India
hablan de un tiempo reversible. Muy distinto es el caso de la cultura judeocristiana, que estipula un
tiempo sucesivo adecuado a un proyecto divino de creación, maduración y establecimiento del reino
de Dios.
Tras estas mínimas acotaciones, abordamos a continuación la concepción del mito en Torrente
Ballester y la importancia que le concede en su obra.
2. Concepción y presencia del mito en Torrente Ballester
Torrente Ballester compone algunas de sus obras en clave escatológica. La saga / fuga de J.B.
(1972) es un caso paradigmático a este respecto. En los idus de marzo tiene lugar la tercera invasión
de Castroforte por los villasantinos. Cuando todo parece perdido, al amanecer del último día, José
Bastida corre con Julia hacia las afueras del lugar: aún tienen tiempo de saltar la grieta que
1 Una de las reflexiones que más ocupan a Carlos Deza, protagonista de Los gozos y las sombras, es
precisamente el establecimiento de una cadena de causas y efectos que expliquen su presencia en
Pueblanueva: la oscilación entre una explicación empírica y material (mera casualidad) y una
sobrenatural (el Destino, la Providencia) refleja su vacilante posición respecto a Dios.
2
progresivamente separa el pueblo del resto del mundo. Ellos se quedan abajo, en Galicia, mientras
Castroforte asciende al cielo; ellos se salvan del cataclismo mientras el pueblo queda a la espera de
una nueva conjunción astral que lo devuelva a la tierra. El fenómeno se reproduce eternamente. La
leyenda mítica de este pueblo gallego se inserta claramente en una escatología cíclica, a la manera del
imaginario griego y de las civilizaciones primitivas.
Por el contrario, consideramos que Los gozos y las sombras sigue el modelo diametralmente
opuesto, es decir, el de la escatología lineal. Más en concreto, esta obra se apropiaría la escatología
cristiana en la medida en que da cumplimiento mítico a la esperanza de la redención. Sostener tal
interpretación exige estar en condiciones de demostrar la existencia del mito en la novela.
A juzgar por las declaraciones del autor, el propósito no parece evidente. Torrente Ballester
afirma en el prólogo de su Don Juan (1963) que esta novela “nació de un empacho de realismo” (1972a,
9). Se refiere a los cinco años que dedicó “a escribir una novela realista de mil trescientas páginas”,
Los gozos y las sombras. Afirmaciones en esta línea invitarían a desechar cualquier pretendido atisbo de
leyenda mítica, maravillosa o fantástica en la trilogía comenzada en 1957 y concluida en 1962. Sin
embargo, el mismo autor deshace el malentendido en el prólogo a su Teatro. Reivindicando la
constante del mito en su obra, el autor invita a leer esta trilogía bajo una clave menos sujeta a su
referencialidad histórico-social:
Este tema del mito reaparece, amén de en El golpe de Estado de Guadalupe Limón, en Don Juan, en La saga
/ fuga de J.B. […], y, ¿quién podía esperarlo?, en Los gozos y las sombras, puesto que El señor llega comienza
precisamente con una descripción del proceso mitificador que transforma la personalidad de Carlos
Deza. Si los críticos habituales hubieran siquiera sospechado que El señor llega (Maranatá, o Maran atá)
fue el saludo de los primeros cristianos, que expresaban así su esperanza en la inminente llegada de
Cristo, la Parusía, se habrían dado cuenta de que los procedimientos y los materiales de esta novela
realista distan mucho del galdosianismo que se le suele atribuir. Pero cada cual juzga desde sus propias
limitaciones, y así va el cotarro (Torrente 1982: 24-25).
En el mismo texto, Torrente define el mito como “proyección social de una figura humana
entendida como lo que los demás creen de ella y reducida a caracteres fijos, a perfiles inamovibles, a
palabras invariables y repetidas (generalmente adjetivos)” (Torrente 1982: 23). La relación entre esta
proyección y su objeto puede dar lugar a “una oposición, una contradicción, entre el hombre y su
mito, en cualquier caso, una doble serie paralela de semejanzas y diferencias, de modo que entre
ambas se establezca o pueda establecerse, una relación dramática” (Torrente 1982: 24). Este contraste
aparece, por ejemplo, en El retorno de Ulises (el hombre viejo y cansado no se corresponde con el héroe
de Troya que todos aguardan), y también en Los gozos y las sombras, donde los círculos de expectación
y esperanza que los habitantes de Pueblanueva entretejen en torno a la llegada de Carlos Deza se
estrellan contra la figura concreta del joven médico. De este modo, la atención al aspecto factual y
sensible de la realidad reenvía a su dimensión imaginaria y mítica, y viceversa2. La realidad para este
autor acoge lo materialmente sensible e incorpora todo aquello que afecta a la conciencia del hombre.
La fantasía y el mito no son elementos ajenos a la realidad referencial, sino que forman parte
indisoluble de la misma y la iluminan. Veamos cómo se articula este aspecto en Los gozos y las sombras
y, más concretamente, en relación a la escatología cristiana en la que un tiempo lineal concluye, tras
el sacrificio y la redención, en un establecimiento del reino de Dios, si bien de alcance limitado.
2 Sobre el concepto de realidad dual de Torrente Ballester y su relación con el tratamiento mítico en
tres obras del autor, puede verse el artículo de José Manuel Losada: “Torrente Ballester y el mito
literario: realidad dual y proceso de mitificación”, presentado en Münster en el Congreso
Internacional El realismo de Torrente Ballester: poder, religión y mito en octubre de 2011.
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3. Escatología cristiana y redención en Los gozos y las sombras
Hemos recogido ya las palabras de Torrente Ballester en las que relaciona explícitamente su
trilogía con el saludo de los primeros cristianos. Así, además del conflicto entre Mariana Sarmiento y
Cayetano Salgado, de la lucha por los medios de producción, y de las tribulaciones amorosas y morales
de los vecinos de Pueblanueva, Los gozos y las sombras se articula en torno a un eje mítico: la posibilidad
de salvación eterna para la comunidad.
Una ligera modificación del título da cabida a esta interpretación trascendente: El Señor llega.
El “señor” del título original, Carlos Deza, se construye textualmente como personaje a la sombra
del “Señor”, de Cristo, de modo que ambas figuras quedan íntimamente vinculadas. Autorizar esta
relación exige retornar a las fuentes escritas de las que procede esta expresión.
El apóstol de las gentes concluye así su primera epístola a los fieles de Corinto: “El saludo va
de mi mano, Pablo. El que no quiera al Señor, ¡sea anatema! «Maran atha». ¡Que la gracia del Señor
Jesús sea con vosotros! Os amo a todos en Cristo Jesús” (16: 21-24).
La exclamación entrecomillada es una transliteración en griego del arameo, la lengua hablada
por Jesucristo. La utilización simple y llana de la proposición es signo de que ya había adquirido
suficiente circulación en el lenguaje litúrgico de los creyentes como para no requerir traducción.
Manifestaba la esperanza en la parusía –παρουσία, “presencia”, en griego– y significaba: “el Señor
viene”, como expresión de la esperanza de la Segunda Venida de Cristo3. Respondía a los diversos
anuncios que Cristo había hecho de su regreso glorioso: “Porque el Hijo del hombre ha de venir en
la gloria de su Padre” (Mateo, 16:27), “…en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre”
(Mateo, 24:44), “Lo mismo sucederá el Día en que el Hijo del hombre se manifieste” (Lucas, 17:30).
Dos fueron las interpretaciones de estos anuncios mesiánicos: que Jesús se refería a los días
próximos, es decir, que la generación que lo vio morir vería su regreso, y que Jesús hablaba del final
de los tiempos. Ya indicara el sentido de su venida inmediata, ya indicara el Juicio Final, para nuestro
propósito importa que el apóstol de los gentiles recurría a la expresión proverbial Maran atha con
objeto de dar ánimo y esperanza a la comunidad de los creyentes: sus esfuerzos por vivir la fe no eran
vanos y serían recompensados cuando el Hijo del hombre regresara a consumar totalmente su obra
redentora. El santo y seña de los cristianos tenía un marcado valor escatológico. Esto se pone de
relieve en el epílogo del Apocalipsis: “Dice el que da testimonio de todo esto: «Sí, vengo pronto».
¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús! Que la gracia del Señor Jesús sea con todos. ¡Amén!” (22:20-21). La
respuesta de Cristo es una consolación para los que sufren las persecuciones: su parusía enlaza el final
de los tiempos y la instauración de un mundo nuevo.
Ciertamente El señor llega no equivale a El Señor viene. En ambos casos sin embargo el verbo
evoca el regreso al lugar donde se encuentra quien habla. Desde las primeras páginas, el anónimo
tresillista que inicia la crónica de Pueblanueva del Conde deja constancia de la asociación de ambas
nociones entre sus conciudadanos. Entre las razones que explican esta relación, el cronista menciona
la labor de fray Eugenio:
3 En español “parusía” designa estrictamente al advenimiento de Cristo al final de los tiempos. Es
equivalente a la Δεύτερα Παρουσία, la Segunda Presencia o Venida, que en griego alude al Juicio Final,
mientras que la primera (Πρώτη Παρουσία) corresponde a su encarnación entre los hombres. La
parusía, en relación al Juicio Final, aparece en diversos pasajes del Nuevo Testamento: “La noche
está avanzada. El día se avecina” (Romanos, 13:12), “El Señor está cerca” (Filipenses, 4:5), “Tened
también vosotros paciencia; fortaleced vuestros corazones porque la Venida del Señor está cerca”
(Santiago, 5:8), “El fin de todas las cosas está cercano” (I Pedro, 4:7) y “Sí, vengo pronto” (Apocalipsis,
22:20). La Didaché o Enseñanza de los apóstoles, el texto más antiguo de la comunidad cristiana (segunda
mitad del siglo I), contiene también las palabras Maran atha (cap. 10:6).
4
Se empezó a decir que Carlos llegaría para Navidades. El padre Eugenio, así como un mes antes,
comenzó las profecías desde el púlpito, y aunque no se nombró a Carlos para nada, todo el mundo lo
entendió desde el principio […]. Por último, el domingo cuarto, el fraile repitió muchas veces que “el
Señor está cerca de todos los que le invocan, de todos los que le invocan de verdad”4, y explicó también
que en otros tiempos los cristianos saludaban, diciendo: “El señor viene, el Señor llega”, y que para los
cristianos el Señor estaba siempre llegando de verdad, y que ahora iba a llegar a Pueblanueva y, con Él,
su reino y su justicia (1971, 13-14).
El título del primer volumen de la trilogía torrentina, así como su argumento y significado,
guarda una relación íntima con esta expresión cristiana. En coherencia con el pleno desarrollo de este
eje mítico, la trilogía ajusta su arco temporal al calendario cristiano: se abre con el nacimiento de
Cristo, con su encarnación entre los hombres, y se clausura en La Pascua triste tras el Domingo de
Resurrección de un año y medio más tarde. El final de la trilogía coincide con el sacrificio redentor
de un inocente que carga con la culpa de la comunidad –aunque, como intentaremos mostrar, la carga
del sacrificio y la salvación pasa de Carlos Deza a Clara Aldán, y su poder no puede abarcar al conjunto
de la comunidad, sino que se ciñe a la pareja–.
El anuncio del “reino de justicia y libertad” del padre Eugenio en relación a la llegada de Carlos
Deza excita la ira de Cayetano Salgado, cacique y dueño de los destinos de Pueblanueva del Conde:
“Cayetano tuvo que tomar cartas en el asunto. Dijo en el Casino que el padre Eugenio estaba loco, y que si seguía por
aquel camino, hablaría a las autoridades” (1971, 14-15). De modo espontáneo, los habitantes de
Pueblanueva se convencen de que la salvación vendrá de fuera: la traerá consigo un personaje que no
esté subyugado por el dictador. “¡No sabe cómo se le esperaba! Desde que se dijo que volvía, no
hemos hecho más que hablar de usted, algo así como si fuese un redentor” (1971, 126), dice don
Baldomero a Carlos; “Por razones distintas, que no hubiera podido imaginar, todos me esperaban.
[…] ¿es esto mi destino? Y si lo es, ¿por qué lo he ignorado, por qué he preparado mi vida para un
destino distinto?” (1971, 147), exclama el mismo Deza, como un Cristo perplejo, pero dispuesto a
asumir el cáliz que se le tiende.
La relación entre Carlos y Cayetano es de confrontación, no por la animosidad de Carlos hacia
Cayetano, ni por los designios de doña Mariana, sino por la incompatible naturaleza de ambos: uno
es la palabra; otro, la acción; uno, la mansedumbre; otro, la agresión. Cayetano mismo enuncia esta
oposición entre palabra y acción en la última página del primer volumen (1971, 451). Encontramos
así una nueva conexión entre Carlos y Jesús, que es presentado en el Evangelio como la palabra, el
logos (Juan, 1:1).
Marcada ya desde el comienzo, la rivalidad entre Carlos y Cayetano emerge gradualmente ante
las diversas provocaciones del cacique, tanto en el casino como en la visita final en el torreón de
Carlos. Según nuestra interpretación, estos desafíos –y el sueño con las asechanzas del diablo (1971,
303-305)– tienen su parangón en la serie de tentaciones que Satanás lanza a Jesús en el desierto (Mateo,
4:1-11, Marcos, 1:12-13, Lucas, 4:1-13). Todos los intentos son en vano; también los de Cayetano se
saldan con el fracaso. Por ejemplo, en la primera parte, Carlos conjura el enfrentamiento físico
aparentemente inevitable recurriendo al “meigallo científico” del psicoanálisis (1971, 13) e insinuando
que Cayetano tiene complejo de Edipo (1971, 201).
4 Este pasaje entrecomillado corresponde a las lecturas del cuarto domingo de Adviento (Salmos,
145:18). El narrador recoge también pasajes del primero y del segundo domingo, realzando así el
paralelismo entre Carlos y Cristo: “Y entonces verán al Hijo del Hombre venir en una nube con gran poder y
majestad” (Lucas, 21:27-28), “Excita, Señor, nuestros corazones, a preparar el camino de tu Unigénito” (Colecta
del segundo domingo de Adviento).
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Joven, nacido en el pueblo pero tempranamente emigrado, Carlos regresa, como Jesús a Judea,
libre de toda traba que le impida enfrentarse al cacique. Sucesivas batallas corroboran sus victorias:
defiende la dignidad de los hombres, simbolizados en Paquito el Relojero (1971, 334), y de las mujeres,
representadas en Rosario la Galana, último capricho de Cayetano (1971, 345).
Cayetano funciona como el gran opositor a la obra “redentora” de Carlos. Don Baldomero no
duda en definirlo con acentos graves tras santiguarse: “Dios me perdone, es el Anticristo” (1971,
173)5. La referencia clave vuelve a ser el Nuevo Testamento: “Muchos seductores han salido al
mundo, que no confiesan que Jesucristo ha venido en carne. Ese es el Seductor y el Anticristo” (II
Juan, 7). En aquilatada simetría, Carlos es el reverso de Cayetano y viceversa.
Ahora bien, a nuestro juicio, la principal tentación a la que debe hacer frente Carlos no es la
de resistir las provocaciones de Cayetano6, sino la de su inacción. El paralelismo entre Cristo y Carlos
no puede ser total: cualquier remitificación supone un distanciamiento. Carlos prefiere recluirse en el
logos en vez de encarnarse y habitar entre los hombres. Lo reconoce ante Cayetano: “Lo que me pasa
es que el diablo me tiene cogido, ¿comprendes? No me deja hacer nada más que pensar…” (1972 b,
449). Y en términos parecidos se expresa ante el padre Eugenio:
Claro está que tampoco creo en el diablo, y, sin embargo, tengo también la sensación de que se me ha
metido en el alma. […] Es un demonio apacible, […]. El demonio que me va bien: tranquilo, analítico
y nada apresurado. En el infierno deben saber lo que conviene a cada cual (1971, 428).
La venida de Cristo y la disposición de la comunidad a reconocerla son el asunto central de la
trilogía. Se refleja en la figura de Carlos Deza, pero aparece también tratado en otras dos líneas
argumentales que corren paralelas a la trama principal y están asociadas al monasterio: la edición a
cargo de fray Ossorio de las cartas del fundador, y las pinturas de fray Eugenio para la restauración
del ideal románico en la iglesia de Santa María de la Plata. Sin la correlación entre El señor llega y “El
Señor llega”, estos desarrollos parecerían fuera de lugar y, sin embargo, remiten al mismo punto
crucial: cómo el verbo puede encarnarse y habitar entre los hombres. Ambas subtramas –la frustrada
edición de las cartas del padre Hugo; el fracaso de fray Eugenio en la pintura de un Cristo que muestre
el Misterio– convergen en el cierre de la trilogía: en la recíproca redención de Clara y Carlos merced
al sacrificio de la primera y en la condena definitiva de Pueblanueva. Pero veamos cómo se trenzan
estas líneas.
El padre Hugo, refundador del monasterio, deja una edificante correspondencia epistolar, en
cuya edición trabaja denodadamente fray Ossorio, su destinatario. Así se lo cuenta a Carlos Deza:
Cada día descubría un nuevo sentido, un nuevo matiz de doctrina, una nueva palabra cargada de vida y
de verdad. Habíamos convenido ya el título del libro: El Señor llega, porque la Parusía del Señor para
cada hombre, en cada instante, y para la Iglesia en todo momento, la actividad divina en el interior de
los espíritus, desde su presencia, y a través de los Sacramentos y de la oración, era el punto de partida
de aquella doctrina (1971, 241).
La expresión de marras brilla aquí con luz propia. En este caso el “Señor” aparece con la
mayúscula que afianza el nexo neotestamentario. La mención explícita de la “Parusía” es harto
5 No es el único personaje que establece esta asociación. Doña Lucía opone a Cayetano y Carlos en
sus ensoñaciones nocturnas como Tentador y Ángel, respectivamente (1971, 134, 203). En el primer
volumen, Clara dice a Carlos que es él quien había evitado su huida “con el diablo”, enseguida
identificado con Cayetano (1971, 270) y, en el tercero, saluda al cacique de manera inequívoca cuando
la visita en la tienda: “¡Satanás en persona!” (1972c, 230).
6 En coherencia con esta distribución Cristo-Anticristo, es Cayetano quien se siente provocado por
la mera presencia de Carlos, como este señala (1972c, 454).
6
elocuente, máxime si constatamos que fray Ossorio ofrece la traducción del término cuando mienta
la “presencia” mística de Cristo. Un seglar del convento donde fray Ossorio se entrega al estudio
compara al padre Hugo con san Francisco y san Ignacio por dar “a la palabra de Dios el tono
apetecido, necesitado por su tiempo”: “Es como si, cada siglo, tuviera que sernos explicada de nuevo
con palabras que van más allá de nuestra inteligencia, […]. Aquí, en estas cartas, se encierra ese modo
de entender la vida religiosa que el mundo actual requiere para ser sacudido y llevado otra vez a la
Iglesia” (1971, 241). Sin embargo, fray Fulgencio, el prior del monasterio de Pueblanueva, ordena el
regreso de fray Ossorio y confisca las cartas, frustrando así la difusión del legado del padre Hugo. No
todos quieren oír esa palabra viva, como cuenta fray Ossorio a Carlos:
Cada domingo, el prior nos habla. Sus pláticas siguen paso a paso las cartas del padre Hugo, pero dicen
todo lo contrario. […] Parece como si la palabra de Cristo fuese solo un código inflexible. […] El prior
no alcanzaría a entender que para usted, también el Señor ha llegado, y que hay que ayudarle a usted a
conocerlo (1971, 245).
El secuestro de las cartas y el intento de borrar la memoria del padre Hugo por parte del prior
van de la mano de su promoción de un arte sacro adulterado que no se orienta a la vivificación de la
fe, sino a la manutención del monasterio. En vez de a la “perfección de un tipo –figuras de Jesús y
de la Virgen, ángeles y símbolos” (1971, 232), ejercitada bajo la influencia del padre Hugo, fray
Eugenio se entrega a la pintura de vírgenes “con caras bobaliconas, de angelitos cursis, de santos
almibarados y ridículos” (1971, 244). Designio que nada tiene que ver con el influjo del padre Hugo,
según fray Eugenio señala:
La mano que pintaba era la mía; la inspiración, del padre Hugo. Decía, por ejemplo, que, para pintar a
Cristo, necesitábamos una nueva intuición de Cristo que solo podía obtenerse de la experiencia religiosa,
de modo que me hablaba de Cristo, pretendía llenarme de Él y luego me decía: “A ver si consigue usted
pintar eso que acabo de describirle”. Yo lo intentaba. “No es eso, no lo es todavía”. Y seguía hablando
de Cristo. Murió hablando de Cristo, pero sin haber logrado que sus intuiciones fuesen mías para
siempre (1971, 232).
Fray Ossorio con la exégesis y fray Eugenio con sus pinceles, los dos quieren contribuir a la
reforma emprendida por el padre Hugo e insuflar nueva vida a la palabra de Cristo. Sin embargo,
encuentran un escollo insalvable en quien justamente debería asistirlos: el prior del monasterio. El
resultado no puede ser más desolador: el padre Ossorio no puede recordar la doctrina del padre Hugo
y apenas entiende el Evangelio; fray Eugenio se entrega cínicamente a su oficio7.
La segunda Nochebuena de Carlos en Pueblanueva coincide con la inauguración de las pinturas
del ábside de fray Eugenio. La asociación entre la obra del padre Eugenio y la parusía de Cristo es
bien explícita, como dice Carlos a fray Eugenio:
La [voluntad] de usted sería que yo me quedase para ver, día a día, cómo iba surgiendo en ese ábside la
Faz de Cristo: y la mía sería quedarme y ver cómo la Faz de Cristo aparecía en la pared de la iglesia y
quizá en la de mi alma. Porque, ¿quién le dice a usted que su pintura y su fe no harían el milagro de
convertirme? Sería un delicioso y ejemplar episodio romántico (1972b, 363).
El tono burlón de Carlos queda enseguida desmentido. El diálogo sigue por unos derroteros
aparentemente frívolos: Carlos quiere averiguar por fin si fray Eugenio es o no padre de Germaine,
pero se ve obligado a disculparse por su indiscreción: “repentinamente, sintió como si hubiese tocado
7 “Fray Eugenio daba los últimos toques a un san Antonio de Padua muy bonito. Los daba con rabia
y burla; toques de carmín, perfiles de sonrisa, reflejos nacarados de azucena, rosados de inocente
carne” (1971, 422).
7
un cuerpo sin piel, un cuerpo llagado, y sintió un escalofrío” (1972b, 364). Ante el sufrimiento del
padre Eugenio, Carlos entra en contacto con el de Cristo.
Más tarde, fray Eugenio discute detalladamente con Carlos el propósito de su pintura: “lo que
yo pretendo al restituir la iglesia a su forma primitiva, al repetir los símbolos pictóricos, es situar al
pueblo, de pronto y sin trámites, ante el misterio” (1972b, 458). En la tercera parte, fray Eugenio
desarrolla las dificultades de su intento, que remiten al punto central de la fe cristiana: la concreción
de la forma divina en materia humana:
Voy a pintarles el Cristo que les vengo predicando inútilmente hace años. Voy a meterles su Figura por
los ojos8, ya que no logré meterla en sus corazones […].
El Señor es Justicia y Amor; es Belleza y Razón; es Fuerza y Mansedumbre. ¿Cómo expresar
todo eso con unos ojos, unos labios, unos cabellos y una frente? El Señor es, sobre todo, misterio.
Solo entrando en el Misterio puede uno acercarse un poco a la Realidad del Señor. Pero el misterio
es impenetrable (1972c, 29-30).
La naturaleza misma del proyecto parece condenarlo al fracaso. El veredicto de Carlos es
sucinto: “No se trata de acertar o no. Ha hecho usted una pintura impresionante, la pintura de un Ser
que es justo y misericordioso; pero parece haber olvidado la misericordia” (1972c, 117). Sin embargo,
si hay que decidir en función de la reacción de los habitantes de Pueblanueva, el fracaso del padre
Eugenio no es tal. Como anticipa Carlos, no pueden soportar la confrontación propuesta por la
pintura: “El misterio los desasosiega, y ellos buscan reposo, tranquilidad”9 (1972b, 457). El único
“Cristo que ellos toleran es el que parece aprobarles con su sonrisa de azúcar, o, al menos, hacer la
vista gorda: un falso Jesucristo” (1972b, 460). “Se está con Cristo o contra él”, había dicho el padre
Ossorio (1971, 246). La reacción de Pueblanueva es unánime: “¡Ese no es Jesucristo, es el demonio!”
(1972c, 142); “Doña Angustias hizo aspavientos y se confesó aterrorizada de aquel Cristo, que no le
parecía sino el mismo Satanás en persona” (1972c, 158-159). La incomodidad ante el misterio alcanza
también al prior –“Quite al menos el drama de la cara de Cristo”, llega a pedirle al padre Eugenio
(1972c, 48)–. Y, por supuesto, al párroco don Julián: “Yo necesito […] un Cristo que dé ganas de
rezar, no de escapar. […] habrá que retocarle la cara, quitarle los Evangelios y poner en su lugar la
bola del mundo” (1972c, 155). Acaso el único habitante de Pueblanueva para el que las pinturas del
padre Eugenio significan algo es don Baldomero, el farmacéutico borrachín e infiel. Desde luego, es
el único que mira al Cristo con los ojos que el padre Eugenio quiere10, y el único que se siente acusado
por la pintura. Si las primeras Navidades de Deza, coincidentes con su llegada, se viven en
Pueblanueva con cierta esperanza de redención, las segundas transcurren entre claros signos de
derrota. Los habitantes de Pueblanueva están demasiado ocupados con la llegada de Germaine –
8 Es inevitable relacionar este pasaje con las reflexiones de Flannery O’Connor sobre sus métodos
para dirigirse a un público que mayoritariamente no compartía sus convicciones: “[…] hay que mostrar
la propia visión a fuerza de choque: a los duros de oído se les grita, a quienes están casi ciegos se les dibujan figuras
grandes y llamativas” (O’Connor 2007: 47).
9 Encontramos de nuevo una extraordinaria afinidad entre estas reflexiones y las de Flannery
O’Connor: “La tarea de la literatura es encarnar el misterio en las maneras, y el misterio resulta
enormemente embarazoso para la mentalidad contemporánea” (2007: 133).
10 “Le ruego que no lo juzgue estéticamente. Una vez más le digo que esa pintura quiere ser la oración
de todos, la revelación a todos de algo que Cristo es” (1972c, 145), le pide el fraile a don Baldomero.
“¡No podemos plantarnos ante una imagen de Cristo y decir que es bonita o fea! El problema es de
si eso puede ser Cristo o de si es todo lo contrario. Porque yo tengo mis dudas”, espeta
posteriormente don Baldomero a Juan Aldán (1972c, 276-277).
8
cumbre de la vulgaridad y del interés mundano–, con el anuncio de Cayetano de que no habría
despidos11, y con el rechazo de las pinturas del padre Eugenio, cuya inauguración en Nochebuena
puede verse como una alusión a la Segunda Venida. El pánico de don Baldomero ante la
contemplación del Cristo apuntaría en esa dirección, igual que las respuestas de Carlos al farmacéutico
cuando lo comparte con él: “Representa, como usted sabe, al Juez Eterno […]. Yo sé de alguien que
se alegraría si le escuchase. Alguien que tiene sus dudas acerca de la eficacia de ese Cristo” (1972c,
146-148). Solo don Baldomero acepta el desafío de la imagen y la inscripción que lo acompaña:
Es un Cristo implacable. Nadie podrá mirarlo en paz. ¡Y luego, esas palabras escritas…! ¡Esas terribles
palabras a las que el prior estará quitando importancia! […] Yo soy la Luz, la Verdad y la Vida. Quien me
sigue, no caminará en tinieblas, sino que tendrá Luz de Vida […]. Pero ¿quién podrá seguirle? Esa es la cuestión,
y ni el padre prior ni nadie es capaz de resolverla. […] Todos andamos en tinieblas sin querer
reconocerlo. […] Pero, de pronto, a un joío fraile se le ocurre pintar ese Cristo que le sigue a uno como
la mirada, que le acusa, y ¿quién va a atreverse a ser hipócrita delante de Sus Ojos? Ni esperanza, ni
engaño, sino la verdad. Y no hay derecho (1972c, 148).
La mirada de Cristo desasosiega a don Baldomero hasta tal punto, que se pregunta si no es una
representación de Satán (1972c, 340). No obstante, es el único habitante de Pueblanueva que acepta
su envite:
Se acomodó en el último banco, cerró los ojos y esperó. Hasta que un resplandor súbito se los hizo
abrir. Miró al fondo, buscó los ojos implacables del Cristo y en su lugar halló una mancha morada,
enorme. De pronto, no lo entendió.
“¡Claro! Pero, ¡si hoy es domingo de Pasión…!”
Se le metió de repente una imagen en el cerebro, que le hizo estremecerse: vio las cortinas ardiendo,
grandes llamas que ascendían y lamían las paredes, llamas que despedían una oscura, espesa humareda.
[…] Y del centro de aquella nube salían ruidos como carcajadas estridentes, carcajadas feroces y
sobrehumanas […].
Había caído la argamasa de las paredes, y en el lugar del Cristo había un hueco inmenso, insondable,
[…]. Don Baldomero se sintió atraído por aquel abismo: su mente se atrevió a asomarse al agujero. Vio
entonces algo como un trono gigantesco levantado sobre los restos humeantes de un Caos (1972c, 340).
Don Baldomero recibe la visión como una orden de su difunta esposa e incendia las pinturas
de fray Eugenio (1972c, 361, 367-370). Sin solución posible, Pueblanueva queda de espaldas al
misterio, no por la acción de don Baldomero, sino por la indiferencia de sus habitantes. No en vano,
el farmacéutico intenta advertir al párroco don Julián y a la comunidad; les invita a volverse al Señor
con unos versículos anafóricos intercalados en las Lamentaciones en la liturgia de Semana Santa:
“Ierusalem, Ierusalem, convertere ad Dominum, Deum tuum!” (1972c, 360). Don Julián le contesta: “Déjese
de citas. Lo que hace falta es acción. Ya lo dice Gil-Robles” (1972c, 360). Esta recomendación, junto
con el sopor con el que el cura y las parroquianas llevan la oración12, termina de decidir a don
11 “Lo repitieron en la lonja del pescado, en las tiendas de ultramarinos, en la barraca donde un
alcoyano vendía turrón y mazapanes. «No habrá despido», «No habrá despido», se dijo en todas las
casas de Pueblanueva; aquella mañana, «No habrá despido» fue el saludo de Pascua, como si se dijeran
unos a otros: «El Cristo va a nacer»” (1972c, 128-129). Esta sustitución de expectativas prefigura la
derrota definitiva de Carlos Deza y la renuncia a cualquier atisbo de salvación colectiva.
12 “Don Julián salió de la sacristía, atravesó el presbiterio, hizo una genuflexión y subió al púlpito.
«Misterios gozosos…». Arrastraba la voz cansada. Dos docenas de beatas le respondían con un
murmullo casi imperceptible. […] Don Julián terminaba las letanías. Las beatas bisbiseaban las
9
Baldomero a quemar las pinturas. Cuando se propaga la noticia, el boticario tiene claro el sentido del
incendio: “Don Baldomero, con el abrigo por encima de la camiseta, acompañaba al cura y repetía
que aquello era un castigo de Dios” (1972c, 373). La “sonrisa triunfal” de don Julián deja también
claro quién gana y quién pierde con el incendio de las pinturas (1972c, 374).
Conviene ahora retomar la inscripción del Cristo pintado por fray Eugenio, que tanto
impresiona a don Baldomero: “«Yo soy la Luz, la Verdad y la Vida. Quien me sigue, no caminará en
tinieblas, sino que tendrá Luz de Vida»”. Esta misma cita es recordada por fray Ossorio, cuando
confiesa a Carlos que, tras el secuestro del legado del padre Hugo, ha dejado de entender el Evangelio
(1971, 237, 246). En ese momento, regala a Carlos una lámpara de arcilla con esa misma inscripción
en griego (“Phos zoe”), puesto que ya apenas significa nada para él (“la rosa de un recuerdo para un
enamorado que ha dejado de amar” (1971, 247); si acaso, una ausencia, un mensaje sin resonancia. Si
hay una palabra perdida en la trilogía, es la del padre Hugo, cuyo propósito es precisamente devolver
la verdad del misterio a la vida concreta de los hombres13. En este contexto, resulta significativo el
intento de fray Eugenio por recordar una de las ideas claves de la doctrina de su mentor:
– El padre Hugo se refería a la salvación del hombre por la mujer, y viceversa. Su modo de entender el
amor y el matrimonio era sencillo y profundo, pero no puedo recordarlo, no puedo reconstruir ni una
sola de sus ideas. Solo recuerdo eso, vagamente: la salvación mutua, recíproca; una relación entre el
hombre y la mujer, hecha del mismo amor con que Dios ama a los hombres, o algo así –se interrumpió,
como buscando en los recuerdos–; una participación, más bien, en ese amor…; pero, así dicho, solo es
una generalidad tópica. Había algo más (1971, 432).
La fragmentariedad del recuerdo puede despistar sobre su sentido e importancia en la trilogía,
pero esta salvación mutua es la única presente en la obra y se cumple con la salida de Clara y Carlos
de Pueblanueva, tras el sacrificio de la joven. No nos parece casual que la cita inscrita en la lámpara
de arcilla de fray Ossorio y en las pinturas de fray Eugenio, auténtica síntesis del sentido de la venida
de Cristo al mundo, se encuentre en el episodio de la mujer pecadora (Jn 8: 2). Clara Aldán, terreno
de la batalla final entre Carlos y Cayetano, es quien sufre –en cuerpo y alma– las consecuencias del
choque de la violencia de Cayetano y de la abulia de Carlos. A lo largo de la novela, Clara Aldán queda
asociada a María Magdalena por su (injustificada) mala reputación y por las reflexiones de Carlos
Deza sobre la posibilidad de que el destino lo haya llevado a Pueblanueva para salvarla14. Sin embargo,
en el desenlace de la novela, la brutal agresión de Cayetano a Clara se presenta como verdadero
sacrificio del inocente que carga con la culpa y la vileza de la comunidad, y como oportunidad para
el perdón, según se refleja en la carta que Carlos redacta en nombre de Clara para Cayetano:
Supongo que también a él… –sonrió– le gustará saber que está perdonado. Y hasta es posible que si en
el daño que te hizo se resumen todos sus daños, el perdón que le das valga por los demás perdones –
movió los brazos; la luz le daba de lleno, y Clara vio en sus ojos por primera vez un resplandor de
alegría– (1972c, 455).
respuestas” (1972c, 360). La antítesis entre los Misterios gozosos del rosario (Anunciación, Visitación,
Nacimiento y Presentación) y el hastío con que la comunidad reza recuerdan el oxímoron del prior
pidiendo a fray Eugenio que le quitase el drama a Cristo. Pueblanueva insiste en vivir ajena a la
encarnación y el sacrificio de Cristo.
13 Como señala fray Eugenio: “El padre Fulgencio es un moralista, […]. El padre Hugo era un hombre
religioso. Veía a Cristo en las criaturas, sus manos tocaban el misterio, sus palabras lo mostraban.
Pero no intentaba penetrarlo, ni reducirlo a términos racionales” (1972c, 115).
14 A este respecto, cabe citar la conversación que Deza mantiene con doña Mariana sobre su papel en
la redención de Rosario o Clara y el peso de Dios o el Destino en la tarea (1971, 386-387).
10
La violación de Clara Aldán adquiere, por tanto, notas crísticas y redentoras15 y precipita el
tantas veces postergado enfrentamiento físico entre Cayetano y Carlos Deza. Solo la sangre y la
humillación de Clara sacuden a Carlos de su parálisis vital. En este sentido, Clara redime a Carlos
porque gracias a ella logra conjurar el demonio de la inacción y encarnarse16. El calendario también
remite a esta idea de salvación: la agresión de Cayetano tiene lugar el Sábado de Gloria, y Carlos y
Clara abandonan Pueblanueva “la primera o quizá la segunda” semana después de la Pascua (1972c,
459). Tras estos sucesos, la derrota y la condena de Pueblanueva son totales17:
Con la iglesia quemada, con el doctor Deza en paradero ignoto, con el padre Quiroga sepultado en el
monasterio, de donde no ha vuelto a salir, don Julián se presentó un día en casa de doña Angustias a
cantar la palinodia […]. Y así continuamos en paz, gracias a Dios y a Cayetano Salgado. Fuera de
Pueblanueva la cosa está que arde. […] También anda triste Cayetano. ¿Por qué? Tiene lo que apeteció
durante toda su vida y nadie se lo disputa. […] ¿Habrá libertad mayor? El que no esté contento, que se
vaya. Pero Pueblanueva del Conde es un paraíso, si se compara con lo de antes. Y lo será para siempre
(1972c, 462-464).
Un paraíso que solo ofrece una paz de cementerio o de galeón naufragado, y del que un
hombre y una mujer, Carlos y Clara, son expulsados, no con vergüenza, como Adán y Eva, sino con
el reconocimiento de la mutua salvación.
Obras citadas
Biblia de Jerusalén (1976). Bilbao: Desclée de Brouwer.
O’Connor, Flannery (2007): Misterio y maneras. Prosa ocasional, escogida y editada por Sally y Robert Fitzgerald.
Guadalupe Arbona, ed. Esther Navío, trad. Madrid: Ediciones Encuentro.
Kazantzakis, Nikos (1988): La última tentación. Roberto Bixio, trad. Madrid: Debate.
Torrente Ballester, Gonzalo (1972a): Don Juan. Barcelona: Destino, “Destinolibro”.
– (1971): Los gozos y las sombras. 1. El señor llega. Madrid: Alianza, “El libro de bolsillo”.
– (1972b): Los gozos y las sombras. 2. Donde da la vuelta el aire. Madrid: Alianza, “El libro de bolsillo”.
– (1972c): Los gozos y las sombras. 3. La Pascua triste. Madrid: Alianza, “El libro de bolsillo”.
15 Esta idea de la salvación mutua de María Magdalena y Jesús aparece en La última tentación, de Nikos
Kazantzakis: “Si fuese un verdadero hombre, eso es lo que debería hacer para salvarla […]. El camino
de la salvación consistía en que la arrancara de ese lecho, en que partiera con ella e instalara un taller
en una aldea alejada, en que vivieran como marido y mujer, en que tuvieran hijos, sufrieran, fueran
felices, como seres humanos. Ese era el único camino de salvación para la mujer, y el camino en el
cual él se podía salvar con ella. ¡El único camino!”, reflexiona Jesús (1988, 104). Este aspecto, entre
otros, se abre sin duda a un estudio comparado entre ambos autores.
16 En los diálogos entre Carlos y Clara pueden encontrarse indicios de esta futura salvación: “Nadie
es feliz, y nosotros no lo seremos nunca, ni juntos ni separados. […] Pero ya que hay que sufrir, mejor
es sufrir con alguien y consolarse en compañía. Tampoco se puede ser bueno a solas”, le dice Clara a
Carlos (1972b, 454-455). “Hay mujeres cuyo amor hace libre. Tú eres seguramente una de ellas”, dice
Carlos a Clara (1972b, 467). Tras el asalto de Cayetano, Carlos le pide a Clara que se case con él, pero
ella se siente despojada de su cuerpo; Carlos dice: “Si no soy capaz de remediarte, no merezco que
los hombres honrados me miren a la cara” (1972c, 431).
17 Hay anticipaciones de la condena final de la comunidad, como muestra la afirmación, en fraterna
borrachera, de Carlos a don Baldomero: “Todos estamos ya condenados. Pueblanueva es el infierno
y no podemos salir de él. ¿No me ve a mí?” (1972b, 487). La salida de Carlos y Clara de Pueblanueva,
con el farmacéutico como único cómplice y testigo, confirma la salvación de la pareja.
11
– (1982): Teatro. Barcelona: Destino.

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"Los gozos y las sombras" de Torrente Ballester: una interpretación mítico-escatológica

  • 1. 1 LOS GOZOS Y LAS SOMBRAS, DE TORRENTE BALLESTER: UNA INTERPRETACIÓN MÍTICO-ESCATOLÓGICA En colaboración con Esther Navío Castellano. La Tabla Redonda (Vigo). Anuario de Estudios Torrentinos. Visiones y revisiones de “Los gozos y las sombras”, 11 (2013), p. 51-68 1. Mito, cosmogonía y escatología: algunas precisiones Brevemente, ateniéndonos al propósito que nos ocupa y sin abordar aquí el matizado debate teórico exigido por este concepto, diremos que el mito es, ante todo, un relato orientado a interpretar una sucesión de acontecimientos –inicialmente de carácter extraordinario y trascendental– y dotarla de sentido mediante el establecimiento de una serie causas y efectos. Así considerado, todo mito comparte el propósito de explicación del mundo con la ciencia empírica, si bien difiere en los procedimientos y en la naturaleza de las causas y efectos1 aducidos. Cuando el mito explica el origen o el recomienzo –la causa primera–, expone una cosmogonía; cuando aborda el final –el efecto último–, expone una escatología. Cosmogonía y escatología pueden ser individuales o colectivas: pueden explicar el origen o el final de un individuo, de una sociedad humana o del universo. Aunque en realidad todo mito reenvía a un único interés de cada persona, el de comprenderse a sí mismo y la posición que ocupa en el mundo. La cultura griega ha transmitido a la europea la preocupación por entender el acontecimiento en el tiempo; lo hace desde una perspectiva antropocéntrica. La cultura judeocristiana considera este proceso desde una perspectiva teocéntrica. Sin entrar ahora en los pormenores de esta diferencia, conviene subrayar que ambas buscan una interpretación de los acontecimientos y su sentido. Esta tarea va acompañada de una particular concepción del tiempo. La cultura griega lo concibe como un proceso cíclico. Ejemplos no faltan en Heráclito, Empédocles, Hesíodo, Platón, Aristóteles… Roma tiene al respecto propuestas vacilantes: las Metamorfosis de Ovidio no propugnan ningún retorno similar a la égloga IV de Virgilio. En este punto la cultura griega coincide con las culturas orientales: los antiguos sistemas cosmogónicos y escatológicos de Egipto, Babilonia o la India hablan de un tiempo reversible. Muy distinto es el caso de la cultura judeocristiana, que estipula un tiempo sucesivo adecuado a un proyecto divino de creación, maduración y establecimiento del reino de Dios. Tras estas mínimas acotaciones, abordamos a continuación la concepción del mito en Torrente Ballester y la importancia que le concede en su obra. 2. Concepción y presencia del mito en Torrente Ballester Torrente Ballester compone algunas de sus obras en clave escatológica. La saga / fuga de J.B. (1972) es un caso paradigmático a este respecto. En los idus de marzo tiene lugar la tercera invasión de Castroforte por los villasantinos. Cuando todo parece perdido, al amanecer del último día, José Bastida corre con Julia hacia las afueras del lugar: aún tienen tiempo de saltar la grieta que 1 Una de las reflexiones que más ocupan a Carlos Deza, protagonista de Los gozos y las sombras, es precisamente el establecimiento de una cadena de causas y efectos que expliquen su presencia en Pueblanueva: la oscilación entre una explicación empírica y material (mera casualidad) y una sobrenatural (el Destino, la Providencia) refleja su vacilante posición respecto a Dios.
  • 2. 2 progresivamente separa el pueblo del resto del mundo. Ellos se quedan abajo, en Galicia, mientras Castroforte asciende al cielo; ellos se salvan del cataclismo mientras el pueblo queda a la espera de una nueva conjunción astral que lo devuelva a la tierra. El fenómeno se reproduce eternamente. La leyenda mítica de este pueblo gallego se inserta claramente en una escatología cíclica, a la manera del imaginario griego y de las civilizaciones primitivas. Por el contrario, consideramos que Los gozos y las sombras sigue el modelo diametralmente opuesto, es decir, el de la escatología lineal. Más en concreto, esta obra se apropiaría la escatología cristiana en la medida en que da cumplimiento mítico a la esperanza de la redención. Sostener tal interpretación exige estar en condiciones de demostrar la existencia del mito en la novela. A juzgar por las declaraciones del autor, el propósito no parece evidente. Torrente Ballester afirma en el prólogo de su Don Juan (1963) que esta novela “nació de un empacho de realismo” (1972a, 9). Se refiere a los cinco años que dedicó “a escribir una novela realista de mil trescientas páginas”, Los gozos y las sombras. Afirmaciones en esta línea invitarían a desechar cualquier pretendido atisbo de leyenda mítica, maravillosa o fantástica en la trilogía comenzada en 1957 y concluida en 1962. Sin embargo, el mismo autor deshace el malentendido en el prólogo a su Teatro. Reivindicando la constante del mito en su obra, el autor invita a leer esta trilogía bajo una clave menos sujeta a su referencialidad histórico-social: Este tema del mito reaparece, amén de en El golpe de Estado de Guadalupe Limón, en Don Juan, en La saga / fuga de J.B. […], y, ¿quién podía esperarlo?, en Los gozos y las sombras, puesto que El señor llega comienza precisamente con una descripción del proceso mitificador que transforma la personalidad de Carlos Deza. Si los críticos habituales hubieran siquiera sospechado que El señor llega (Maranatá, o Maran atá) fue el saludo de los primeros cristianos, que expresaban así su esperanza en la inminente llegada de Cristo, la Parusía, se habrían dado cuenta de que los procedimientos y los materiales de esta novela realista distan mucho del galdosianismo que se le suele atribuir. Pero cada cual juzga desde sus propias limitaciones, y así va el cotarro (Torrente 1982: 24-25). En el mismo texto, Torrente define el mito como “proyección social de una figura humana entendida como lo que los demás creen de ella y reducida a caracteres fijos, a perfiles inamovibles, a palabras invariables y repetidas (generalmente adjetivos)” (Torrente 1982: 23). La relación entre esta proyección y su objeto puede dar lugar a “una oposición, una contradicción, entre el hombre y su mito, en cualquier caso, una doble serie paralela de semejanzas y diferencias, de modo que entre ambas se establezca o pueda establecerse, una relación dramática” (Torrente 1982: 24). Este contraste aparece, por ejemplo, en El retorno de Ulises (el hombre viejo y cansado no se corresponde con el héroe de Troya que todos aguardan), y también en Los gozos y las sombras, donde los círculos de expectación y esperanza que los habitantes de Pueblanueva entretejen en torno a la llegada de Carlos Deza se estrellan contra la figura concreta del joven médico. De este modo, la atención al aspecto factual y sensible de la realidad reenvía a su dimensión imaginaria y mítica, y viceversa2. La realidad para este autor acoge lo materialmente sensible e incorpora todo aquello que afecta a la conciencia del hombre. La fantasía y el mito no son elementos ajenos a la realidad referencial, sino que forman parte indisoluble de la misma y la iluminan. Veamos cómo se articula este aspecto en Los gozos y las sombras y, más concretamente, en relación a la escatología cristiana en la que un tiempo lineal concluye, tras el sacrificio y la redención, en un establecimiento del reino de Dios, si bien de alcance limitado. 2 Sobre el concepto de realidad dual de Torrente Ballester y su relación con el tratamiento mítico en tres obras del autor, puede verse el artículo de José Manuel Losada: “Torrente Ballester y el mito literario: realidad dual y proceso de mitificación”, presentado en Münster en el Congreso Internacional El realismo de Torrente Ballester: poder, religión y mito en octubre de 2011.
  • 3. 3 3. Escatología cristiana y redención en Los gozos y las sombras Hemos recogido ya las palabras de Torrente Ballester en las que relaciona explícitamente su trilogía con el saludo de los primeros cristianos. Así, además del conflicto entre Mariana Sarmiento y Cayetano Salgado, de la lucha por los medios de producción, y de las tribulaciones amorosas y morales de los vecinos de Pueblanueva, Los gozos y las sombras se articula en torno a un eje mítico: la posibilidad de salvación eterna para la comunidad. Una ligera modificación del título da cabida a esta interpretación trascendente: El Señor llega. El “señor” del título original, Carlos Deza, se construye textualmente como personaje a la sombra del “Señor”, de Cristo, de modo que ambas figuras quedan íntimamente vinculadas. Autorizar esta relación exige retornar a las fuentes escritas de las que procede esta expresión. El apóstol de las gentes concluye así su primera epístola a los fieles de Corinto: “El saludo va de mi mano, Pablo. El que no quiera al Señor, ¡sea anatema! «Maran atha». ¡Que la gracia del Señor Jesús sea con vosotros! Os amo a todos en Cristo Jesús” (16: 21-24). La exclamación entrecomillada es una transliteración en griego del arameo, la lengua hablada por Jesucristo. La utilización simple y llana de la proposición es signo de que ya había adquirido suficiente circulación en el lenguaje litúrgico de los creyentes como para no requerir traducción. Manifestaba la esperanza en la parusía –παρουσία, “presencia”, en griego– y significaba: “el Señor viene”, como expresión de la esperanza de la Segunda Venida de Cristo3. Respondía a los diversos anuncios que Cristo había hecho de su regreso glorioso: “Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre” (Mateo, 16:27), “…en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre” (Mateo, 24:44), “Lo mismo sucederá el Día en que el Hijo del hombre se manifieste” (Lucas, 17:30). Dos fueron las interpretaciones de estos anuncios mesiánicos: que Jesús se refería a los días próximos, es decir, que la generación que lo vio morir vería su regreso, y que Jesús hablaba del final de los tiempos. Ya indicara el sentido de su venida inmediata, ya indicara el Juicio Final, para nuestro propósito importa que el apóstol de los gentiles recurría a la expresión proverbial Maran atha con objeto de dar ánimo y esperanza a la comunidad de los creyentes: sus esfuerzos por vivir la fe no eran vanos y serían recompensados cuando el Hijo del hombre regresara a consumar totalmente su obra redentora. El santo y seña de los cristianos tenía un marcado valor escatológico. Esto se pone de relieve en el epílogo del Apocalipsis: “Dice el que da testimonio de todo esto: «Sí, vengo pronto». ¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús! Que la gracia del Señor Jesús sea con todos. ¡Amén!” (22:20-21). La respuesta de Cristo es una consolación para los que sufren las persecuciones: su parusía enlaza el final de los tiempos y la instauración de un mundo nuevo. Ciertamente El señor llega no equivale a El Señor viene. En ambos casos sin embargo el verbo evoca el regreso al lugar donde se encuentra quien habla. Desde las primeras páginas, el anónimo tresillista que inicia la crónica de Pueblanueva del Conde deja constancia de la asociación de ambas nociones entre sus conciudadanos. Entre las razones que explican esta relación, el cronista menciona la labor de fray Eugenio: 3 En español “parusía” designa estrictamente al advenimiento de Cristo al final de los tiempos. Es equivalente a la Δεύτερα Παρουσία, la Segunda Presencia o Venida, que en griego alude al Juicio Final, mientras que la primera (Πρώτη Παρουσία) corresponde a su encarnación entre los hombres. La parusía, en relación al Juicio Final, aparece en diversos pasajes del Nuevo Testamento: “La noche está avanzada. El día se avecina” (Romanos, 13:12), “El Señor está cerca” (Filipenses, 4:5), “Tened también vosotros paciencia; fortaleced vuestros corazones porque la Venida del Señor está cerca” (Santiago, 5:8), “El fin de todas las cosas está cercano” (I Pedro, 4:7) y “Sí, vengo pronto” (Apocalipsis, 22:20). La Didaché o Enseñanza de los apóstoles, el texto más antiguo de la comunidad cristiana (segunda mitad del siglo I), contiene también las palabras Maran atha (cap. 10:6).
  • 4. 4 Se empezó a decir que Carlos llegaría para Navidades. El padre Eugenio, así como un mes antes, comenzó las profecías desde el púlpito, y aunque no se nombró a Carlos para nada, todo el mundo lo entendió desde el principio […]. Por último, el domingo cuarto, el fraile repitió muchas veces que “el Señor está cerca de todos los que le invocan, de todos los que le invocan de verdad”4, y explicó también que en otros tiempos los cristianos saludaban, diciendo: “El señor viene, el Señor llega”, y que para los cristianos el Señor estaba siempre llegando de verdad, y que ahora iba a llegar a Pueblanueva y, con Él, su reino y su justicia (1971, 13-14). El título del primer volumen de la trilogía torrentina, así como su argumento y significado, guarda una relación íntima con esta expresión cristiana. En coherencia con el pleno desarrollo de este eje mítico, la trilogía ajusta su arco temporal al calendario cristiano: se abre con el nacimiento de Cristo, con su encarnación entre los hombres, y se clausura en La Pascua triste tras el Domingo de Resurrección de un año y medio más tarde. El final de la trilogía coincide con el sacrificio redentor de un inocente que carga con la culpa de la comunidad –aunque, como intentaremos mostrar, la carga del sacrificio y la salvación pasa de Carlos Deza a Clara Aldán, y su poder no puede abarcar al conjunto de la comunidad, sino que se ciñe a la pareja–. El anuncio del “reino de justicia y libertad” del padre Eugenio en relación a la llegada de Carlos Deza excita la ira de Cayetano Salgado, cacique y dueño de los destinos de Pueblanueva del Conde: “Cayetano tuvo que tomar cartas en el asunto. Dijo en el Casino que el padre Eugenio estaba loco, y que si seguía por aquel camino, hablaría a las autoridades” (1971, 14-15). De modo espontáneo, los habitantes de Pueblanueva se convencen de que la salvación vendrá de fuera: la traerá consigo un personaje que no esté subyugado por el dictador. “¡No sabe cómo se le esperaba! Desde que se dijo que volvía, no hemos hecho más que hablar de usted, algo así como si fuese un redentor” (1971, 126), dice don Baldomero a Carlos; “Por razones distintas, que no hubiera podido imaginar, todos me esperaban. […] ¿es esto mi destino? Y si lo es, ¿por qué lo he ignorado, por qué he preparado mi vida para un destino distinto?” (1971, 147), exclama el mismo Deza, como un Cristo perplejo, pero dispuesto a asumir el cáliz que se le tiende. La relación entre Carlos y Cayetano es de confrontación, no por la animosidad de Carlos hacia Cayetano, ni por los designios de doña Mariana, sino por la incompatible naturaleza de ambos: uno es la palabra; otro, la acción; uno, la mansedumbre; otro, la agresión. Cayetano mismo enuncia esta oposición entre palabra y acción en la última página del primer volumen (1971, 451). Encontramos así una nueva conexión entre Carlos y Jesús, que es presentado en el Evangelio como la palabra, el logos (Juan, 1:1). Marcada ya desde el comienzo, la rivalidad entre Carlos y Cayetano emerge gradualmente ante las diversas provocaciones del cacique, tanto en el casino como en la visita final en el torreón de Carlos. Según nuestra interpretación, estos desafíos –y el sueño con las asechanzas del diablo (1971, 303-305)– tienen su parangón en la serie de tentaciones que Satanás lanza a Jesús en el desierto (Mateo, 4:1-11, Marcos, 1:12-13, Lucas, 4:1-13). Todos los intentos son en vano; también los de Cayetano se saldan con el fracaso. Por ejemplo, en la primera parte, Carlos conjura el enfrentamiento físico aparentemente inevitable recurriendo al “meigallo científico” del psicoanálisis (1971, 13) e insinuando que Cayetano tiene complejo de Edipo (1971, 201). 4 Este pasaje entrecomillado corresponde a las lecturas del cuarto domingo de Adviento (Salmos, 145:18). El narrador recoge también pasajes del primero y del segundo domingo, realzando así el paralelismo entre Carlos y Cristo: “Y entonces verán al Hijo del Hombre venir en una nube con gran poder y majestad” (Lucas, 21:27-28), “Excita, Señor, nuestros corazones, a preparar el camino de tu Unigénito” (Colecta del segundo domingo de Adviento).
  • 5. 5 Joven, nacido en el pueblo pero tempranamente emigrado, Carlos regresa, como Jesús a Judea, libre de toda traba que le impida enfrentarse al cacique. Sucesivas batallas corroboran sus victorias: defiende la dignidad de los hombres, simbolizados en Paquito el Relojero (1971, 334), y de las mujeres, representadas en Rosario la Galana, último capricho de Cayetano (1971, 345). Cayetano funciona como el gran opositor a la obra “redentora” de Carlos. Don Baldomero no duda en definirlo con acentos graves tras santiguarse: “Dios me perdone, es el Anticristo” (1971, 173)5. La referencia clave vuelve a ser el Nuevo Testamento: “Muchos seductores han salido al mundo, que no confiesan que Jesucristo ha venido en carne. Ese es el Seductor y el Anticristo” (II Juan, 7). En aquilatada simetría, Carlos es el reverso de Cayetano y viceversa. Ahora bien, a nuestro juicio, la principal tentación a la que debe hacer frente Carlos no es la de resistir las provocaciones de Cayetano6, sino la de su inacción. El paralelismo entre Cristo y Carlos no puede ser total: cualquier remitificación supone un distanciamiento. Carlos prefiere recluirse en el logos en vez de encarnarse y habitar entre los hombres. Lo reconoce ante Cayetano: “Lo que me pasa es que el diablo me tiene cogido, ¿comprendes? No me deja hacer nada más que pensar…” (1972 b, 449). Y en términos parecidos se expresa ante el padre Eugenio: Claro está que tampoco creo en el diablo, y, sin embargo, tengo también la sensación de que se me ha metido en el alma. […] Es un demonio apacible, […]. El demonio que me va bien: tranquilo, analítico y nada apresurado. En el infierno deben saber lo que conviene a cada cual (1971, 428). La venida de Cristo y la disposición de la comunidad a reconocerla son el asunto central de la trilogía. Se refleja en la figura de Carlos Deza, pero aparece también tratado en otras dos líneas argumentales que corren paralelas a la trama principal y están asociadas al monasterio: la edición a cargo de fray Ossorio de las cartas del fundador, y las pinturas de fray Eugenio para la restauración del ideal románico en la iglesia de Santa María de la Plata. Sin la correlación entre El señor llega y “El Señor llega”, estos desarrollos parecerían fuera de lugar y, sin embargo, remiten al mismo punto crucial: cómo el verbo puede encarnarse y habitar entre los hombres. Ambas subtramas –la frustrada edición de las cartas del padre Hugo; el fracaso de fray Eugenio en la pintura de un Cristo que muestre el Misterio– convergen en el cierre de la trilogía: en la recíproca redención de Clara y Carlos merced al sacrificio de la primera y en la condena definitiva de Pueblanueva. Pero veamos cómo se trenzan estas líneas. El padre Hugo, refundador del monasterio, deja una edificante correspondencia epistolar, en cuya edición trabaja denodadamente fray Ossorio, su destinatario. Así se lo cuenta a Carlos Deza: Cada día descubría un nuevo sentido, un nuevo matiz de doctrina, una nueva palabra cargada de vida y de verdad. Habíamos convenido ya el título del libro: El Señor llega, porque la Parusía del Señor para cada hombre, en cada instante, y para la Iglesia en todo momento, la actividad divina en el interior de los espíritus, desde su presencia, y a través de los Sacramentos y de la oración, era el punto de partida de aquella doctrina (1971, 241). La expresión de marras brilla aquí con luz propia. En este caso el “Señor” aparece con la mayúscula que afianza el nexo neotestamentario. La mención explícita de la “Parusía” es harto 5 No es el único personaje que establece esta asociación. Doña Lucía opone a Cayetano y Carlos en sus ensoñaciones nocturnas como Tentador y Ángel, respectivamente (1971, 134, 203). En el primer volumen, Clara dice a Carlos que es él quien había evitado su huida “con el diablo”, enseguida identificado con Cayetano (1971, 270) y, en el tercero, saluda al cacique de manera inequívoca cuando la visita en la tienda: “¡Satanás en persona!” (1972c, 230). 6 En coherencia con esta distribución Cristo-Anticristo, es Cayetano quien se siente provocado por la mera presencia de Carlos, como este señala (1972c, 454).
  • 6. 6 elocuente, máxime si constatamos que fray Ossorio ofrece la traducción del término cuando mienta la “presencia” mística de Cristo. Un seglar del convento donde fray Ossorio se entrega al estudio compara al padre Hugo con san Francisco y san Ignacio por dar “a la palabra de Dios el tono apetecido, necesitado por su tiempo”: “Es como si, cada siglo, tuviera que sernos explicada de nuevo con palabras que van más allá de nuestra inteligencia, […]. Aquí, en estas cartas, se encierra ese modo de entender la vida religiosa que el mundo actual requiere para ser sacudido y llevado otra vez a la Iglesia” (1971, 241). Sin embargo, fray Fulgencio, el prior del monasterio de Pueblanueva, ordena el regreso de fray Ossorio y confisca las cartas, frustrando así la difusión del legado del padre Hugo. No todos quieren oír esa palabra viva, como cuenta fray Ossorio a Carlos: Cada domingo, el prior nos habla. Sus pláticas siguen paso a paso las cartas del padre Hugo, pero dicen todo lo contrario. […] Parece como si la palabra de Cristo fuese solo un código inflexible. […] El prior no alcanzaría a entender que para usted, también el Señor ha llegado, y que hay que ayudarle a usted a conocerlo (1971, 245). El secuestro de las cartas y el intento de borrar la memoria del padre Hugo por parte del prior van de la mano de su promoción de un arte sacro adulterado que no se orienta a la vivificación de la fe, sino a la manutención del monasterio. En vez de a la “perfección de un tipo –figuras de Jesús y de la Virgen, ángeles y símbolos” (1971, 232), ejercitada bajo la influencia del padre Hugo, fray Eugenio se entrega a la pintura de vírgenes “con caras bobaliconas, de angelitos cursis, de santos almibarados y ridículos” (1971, 244). Designio que nada tiene que ver con el influjo del padre Hugo, según fray Eugenio señala: La mano que pintaba era la mía; la inspiración, del padre Hugo. Decía, por ejemplo, que, para pintar a Cristo, necesitábamos una nueva intuición de Cristo que solo podía obtenerse de la experiencia religiosa, de modo que me hablaba de Cristo, pretendía llenarme de Él y luego me decía: “A ver si consigue usted pintar eso que acabo de describirle”. Yo lo intentaba. “No es eso, no lo es todavía”. Y seguía hablando de Cristo. Murió hablando de Cristo, pero sin haber logrado que sus intuiciones fuesen mías para siempre (1971, 232). Fray Ossorio con la exégesis y fray Eugenio con sus pinceles, los dos quieren contribuir a la reforma emprendida por el padre Hugo e insuflar nueva vida a la palabra de Cristo. Sin embargo, encuentran un escollo insalvable en quien justamente debería asistirlos: el prior del monasterio. El resultado no puede ser más desolador: el padre Ossorio no puede recordar la doctrina del padre Hugo y apenas entiende el Evangelio; fray Eugenio se entrega cínicamente a su oficio7. La segunda Nochebuena de Carlos en Pueblanueva coincide con la inauguración de las pinturas del ábside de fray Eugenio. La asociación entre la obra del padre Eugenio y la parusía de Cristo es bien explícita, como dice Carlos a fray Eugenio: La [voluntad] de usted sería que yo me quedase para ver, día a día, cómo iba surgiendo en ese ábside la Faz de Cristo: y la mía sería quedarme y ver cómo la Faz de Cristo aparecía en la pared de la iglesia y quizá en la de mi alma. Porque, ¿quién le dice a usted que su pintura y su fe no harían el milagro de convertirme? Sería un delicioso y ejemplar episodio romántico (1972b, 363). El tono burlón de Carlos queda enseguida desmentido. El diálogo sigue por unos derroteros aparentemente frívolos: Carlos quiere averiguar por fin si fray Eugenio es o no padre de Germaine, pero se ve obligado a disculparse por su indiscreción: “repentinamente, sintió como si hubiese tocado 7 “Fray Eugenio daba los últimos toques a un san Antonio de Padua muy bonito. Los daba con rabia y burla; toques de carmín, perfiles de sonrisa, reflejos nacarados de azucena, rosados de inocente carne” (1971, 422).
  • 7. 7 un cuerpo sin piel, un cuerpo llagado, y sintió un escalofrío” (1972b, 364). Ante el sufrimiento del padre Eugenio, Carlos entra en contacto con el de Cristo. Más tarde, fray Eugenio discute detalladamente con Carlos el propósito de su pintura: “lo que yo pretendo al restituir la iglesia a su forma primitiva, al repetir los símbolos pictóricos, es situar al pueblo, de pronto y sin trámites, ante el misterio” (1972b, 458). En la tercera parte, fray Eugenio desarrolla las dificultades de su intento, que remiten al punto central de la fe cristiana: la concreción de la forma divina en materia humana: Voy a pintarles el Cristo que les vengo predicando inútilmente hace años. Voy a meterles su Figura por los ojos8, ya que no logré meterla en sus corazones […]. El Señor es Justicia y Amor; es Belleza y Razón; es Fuerza y Mansedumbre. ¿Cómo expresar todo eso con unos ojos, unos labios, unos cabellos y una frente? El Señor es, sobre todo, misterio. Solo entrando en el Misterio puede uno acercarse un poco a la Realidad del Señor. Pero el misterio es impenetrable (1972c, 29-30). La naturaleza misma del proyecto parece condenarlo al fracaso. El veredicto de Carlos es sucinto: “No se trata de acertar o no. Ha hecho usted una pintura impresionante, la pintura de un Ser que es justo y misericordioso; pero parece haber olvidado la misericordia” (1972c, 117). Sin embargo, si hay que decidir en función de la reacción de los habitantes de Pueblanueva, el fracaso del padre Eugenio no es tal. Como anticipa Carlos, no pueden soportar la confrontación propuesta por la pintura: “El misterio los desasosiega, y ellos buscan reposo, tranquilidad”9 (1972b, 457). El único “Cristo que ellos toleran es el que parece aprobarles con su sonrisa de azúcar, o, al menos, hacer la vista gorda: un falso Jesucristo” (1972b, 460). “Se está con Cristo o contra él”, había dicho el padre Ossorio (1971, 246). La reacción de Pueblanueva es unánime: “¡Ese no es Jesucristo, es el demonio!” (1972c, 142); “Doña Angustias hizo aspavientos y se confesó aterrorizada de aquel Cristo, que no le parecía sino el mismo Satanás en persona” (1972c, 158-159). La incomodidad ante el misterio alcanza también al prior –“Quite al menos el drama de la cara de Cristo”, llega a pedirle al padre Eugenio (1972c, 48)–. Y, por supuesto, al párroco don Julián: “Yo necesito […] un Cristo que dé ganas de rezar, no de escapar. […] habrá que retocarle la cara, quitarle los Evangelios y poner en su lugar la bola del mundo” (1972c, 155). Acaso el único habitante de Pueblanueva para el que las pinturas del padre Eugenio significan algo es don Baldomero, el farmacéutico borrachín e infiel. Desde luego, es el único que mira al Cristo con los ojos que el padre Eugenio quiere10, y el único que se siente acusado por la pintura. Si las primeras Navidades de Deza, coincidentes con su llegada, se viven en Pueblanueva con cierta esperanza de redención, las segundas transcurren entre claros signos de derrota. Los habitantes de Pueblanueva están demasiado ocupados con la llegada de Germaine – 8 Es inevitable relacionar este pasaje con las reflexiones de Flannery O’Connor sobre sus métodos para dirigirse a un público que mayoritariamente no compartía sus convicciones: “[…] hay que mostrar la propia visión a fuerza de choque: a los duros de oído se les grita, a quienes están casi ciegos se les dibujan figuras grandes y llamativas” (O’Connor 2007: 47). 9 Encontramos de nuevo una extraordinaria afinidad entre estas reflexiones y las de Flannery O’Connor: “La tarea de la literatura es encarnar el misterio en las maneras, y el misterio resulta enormemente embarazoso para la mentalidad contemporánea” (2007: 133). 10 “Le ruego que no lo juzgue estéticamente. Una vez más le digo que esa pintura quiere ser la oración de todos, la revelación a todos de algo que Cristo es” (1972c, 145), le pide el fraile a don Baldomero. “¡No podemos plantarnos ante una imagen de Cristo y decir que es bonita o fea! El problema es de si eso puede ser Cristo o de si es todo lo contrario. Porque yo tengo mis dudas”, espeta posteriormente don Baldomero a Juan Aldán (1972c, 276-277).
  • 8. 8 cumbre de la vulgaridad y del interés mundano–, con el anuncio de Cayetano de que no habría despidos11, y con el rechazo de las pinturas del padre Eugenio, cuya inauguración en Nochebuena puede verse como una alusión a la Segunda Venida. El pánico de don Baldomero ante la contemplación del Cristo apuntaría en esa dirección, igual que las respuestas de Carlos al farmacéutico cuando lo comparte con él: “Representa, como usted sabe, al Juez Eterno […]. Yo sé de alguien que se alegraría si le escuchase. Alguien que tiene sus dudas acerca de la eficacia de ese Cristo” (1972c, 146-148). Solo don Baldomero acepta el desafío de la imagen y la inscripción que lo acompaña: Es un Cristo implacable. Nadie podrá mirarlo en paz. ¡Y luego, esas palabras escritas…! ¡Esas terribles palabras a las que el prior estará quitando importancia! […] Yo soy la Luz, la Verdad y la Vida. Quien me sigue, no caminará en tinieblas, sino que tendrá Luz de Vida […]. Pero ¿quién podrá seguirle? Esa es la cuestión, y ni el padre prior ni nadie es capaz de resolverla. […] Todos andamos en tinieblas sin querer reconocerlo. […] Pero, de pronto, a un joío fraile se le ocurre pintar ese Cristo que le sigue a uno como la mirada, que le acusa, y ¿quién va a atreverse a ser hipócrita delante de Sus Ojos? Ni esperanza, ni engaño, sino la verdad. Y no hay derecho (1972c, 148). La mirada de Cristo desasosiega a don Baldomero hasta tal punto, que se pregunta si no es una representación de Satán (1972c, 340). No obstante, es el único habitante de Pueblanueva que acepta su envite: Se acomodó en el último banco, cerró los ojos y esperó. Hasta que un resplandor súbito se los hizo abrir. Miró al fondo, buscó los ojos implacables del Cristo y en su lugar halló una mancha morada, enorme. De pronto, no lo entendió. “¡Claro! Pero, ¡si hoy es domingo de Pasión…!” Se le metió de repente una imagen en el cerebro, que le hizo estremecerse: vio las cortinas ardiendo, grandes llamas que ascendían y lamían las paredes, llamas que despedían una oscura, espesa humareda. […] Y del centro de aquella nube salían ruidos como carcajadas estridentes, carcajadas feroces y sobrehumanas […]. Había caído la argamasa de las paredes, y en el lugar del Cristo había un hueco inmenso, insondable, […]. Don Baldomero se sintió atraído por aquel abismo: su mente se atrevió a asomarse al agujero. Vio entonces algo como un trono gigantesco levantado sobre los restos humeantes de un Caos (1972c, 340). Don Baldomero recibe la visión como una orden de su difunta esposa e incendia las pinturas de fray Eugenio (1972c, 361, 367-370). Sin solución posible, Pueblanueva queda de espaldas al misterio, no por la acción de don Baldomero, sino por la indiferencia de sus habitantes. No en vano, el farmacéutico intenta advertir al párroco don Julián y a la comunidad; les invita a volverse al Señor con unos versículos anafóricos intercalados en las Lamentaciones en la liturgia de Semana Santa: “Ierusalem, Ierusalem, convertere ad Dominum, Deum tuum!” (1972c, 360). Don Julián le contesta: “Déjese de citas. Lo que hace falta es acción. Ya lo dice Gil-Robles” (1972c, 360). Esta recomendación, junto con el sopor con el que el cura y las parroquianas llevan la oración12, termina de decidir a don 11 “Lo repitieron en la lonja del pescado, en las tiendas de ultramarinos, en la barraca donde un alcoyano vendía turrón y mazapanes. «No habrá despido», «No habrá despido», se dijo en todas las casas de Pueblanueva; aquella mañana, «No habrá despido» fue el saludo de Pascua, como si se dijeran unos a otros: «El Cristo va a nacer»” (1972c, 128-129). Esta sustitución de expectativas prefigura la derrota definitiva de Carlos Deza y la renuncia a cualquier atisbo de salvación colectiva. 12 “Don Julián salió de la sacristía, atravesó el presbiterio, hizo una genuflexión y subió al púlpito. «Misterios gozosos…». Arrastraba la voz cansada. Dos docenas de beatas le respondían con un murmullo casi imperceptible. […] Don Julián terminaba las letanías. Las beatas bisbiseaban las
  • 9. 9 Baldomero a quemar las pinturas. Cuando se propaga la noticia, el boticario tiene claro el sentido del incendio: “Don Baldomero, con el abrigo por encima de la camiseta, acompañaba al cura y repetía que aquello era un castigo de Dios” (1972c, 373). La “sonrisa triunfal” de don Julián deja también claro quién gana y quién pierde con el incendio de las pinturas (1972c, 374). Conviene ahora retomar la inscripción del Cristo pintado por fray Eugenio, que tanto impresiona a don Baldomero: “«Yo soy la Luz, la Verdad y la Vida. Quien me sigue, no caminará en tinieblas, sino que tendrá Luz de Vida»”. Esta misma cita es recordada por fray Ossorio, cuando confiesa a Carlos que, tras el secuestro del legado del padre Hugo, ha dejado de entender el Evangelio (1971, 237, 246). En ese momento, regala a Carlos una lámpara de arcilla con esa misma inscripción en griego (“Phos zoe”), puesto que ya apenas significa nada para él (“la rosa de un recuerdo para un enamorado que ha dejado de amar” (1971, 247); si acaso, una ausencia, un mensaje sin resonancia. Si hay una palabra perdida en la trilogía, es la del padre Hugo, cuyo propósito es precisamente devolver la verdad del misterio a la vida concreta de los hombres13. En este contexto, resulta significativo el intento de fray Eugenio por recordar una de las ideas claves de la doctrina de su mentor: – El padre Hugo se refería a la salvación del hombre por la mujer, y viceversa. Su modo de entender el amor y el matrimonio era sencillo y profundo, pero no puedo recordarlo, no puedo reconstruir ni una sola de sus ideas. Solo recuerdo eso, vagamente: la salvación mutua, recíproca; una relación entre el hombre y la mujer, hecha del mismo amor con que Dios ama a los hombres, o algo así –se interrumpió, como buscando en los recuerdos–; una participación, más bien, en ese amor…; pero, así dicho, solo es una generalidad tópica. Había algo más (1971, 432). La fragmentariedad del recuerdo puede despistar sobre su sentido e importancia en la trilogía, pero esta salvación mutua es la única presente en la obra y se cumple con la salida de Clara y Carlos de Pueblanueva, tras el sacrificio de la joven. No nos parece casual que la cita inscrita en la lámpara de arcilla de fray Ossorio y en las pinturas de fray Eugenio, auténtica síntesis del sentido de la venida de Cristo al mundo, se encuentre en el episodio de la mujer pecadora (Jn 8: 2). Clara Aldán, terreno de la batalla final entre Carlos y Cayetano, es quien sufre –en cuerpo y alma– las consecuencias del choque de la violencia de Cayetano y de la abulia de Carlos. A lo largo de la novela, Clara Aldán queda asociada a María Magdalena por su (injustificada) mala reputación y por las reflexiones de Carlos Deza sobre la posibilidad de que el destino lo haya llevado a Pueblanueva para salvarla14. Sin embargo, en el desenlace de la novela, la brutal agresión de Cayetano a Clara se presenta como verdadero sacrificio del inocente que carga con la culpa y la vileza de la comunidad, y como oportunidad para el perdón, según se refleja en la carta que Carlos redacta en nombre de Clara para Cayetano: Supongo que también a él… –sonrió– le gustará saber que está perdonado. Y hasta es posible que si en el daño que te hizo se resumen todos sus daños, el perdón que le das valga por los demás perdones – movió los brazos; la luz le daba de lleno, y Clara vio en sus ojos por primera vez un resplandor de alegría– (1972c, 455). respuestas” (1972c, 360). La antítesis entre los Misterios gozosos del rosario (Anunciación, Visitación, Nacimiento y Presentación) y el hastío con que la comunidad reza recuerdan el oxímoron del prior pidiendo a fray Eugenio que le quitase el drama a Cristo. Pueblanueva insiste en vivir ajena a la encarnación y el sacrificio de Cristo. 13 Como señala fray Eugenio: “El padre Fulgencio es un moralista, […]. El padre Hugo era un hombre religioso. Veía a Cristo en las criaturas, sus manos tocaban el misterio, sus palabras lo mostraban. Pero no intentaba penetrarlo, ni reducirlo a términos racionales” (1972c, 115). 14 A este respecto, cabe citar la conversación que Deza mantiene con doña Mariana sobre su papel en la redención de Rosario o Clara y el peso de Dios o el Destino en la tarea (1971, 386-387).
  • 10. 10 La violación de Clara Aldán adquiere, por tanto, notas crísticas y redentoras15 y precipita el tantas veces postergado enfrentamiento físico entre Cayetano y Carlos Deza. Solo la sangre y la humillación de Clara sacuden a Carlos de su parálisis vital. En este sentido, Clara redime a Carlos porque gracias a ella logra conjurar el demonio de la inacción y encarnarse16. El calendario también remite a esta idea de salvación: la agresión de Cayetano tiene lugar el Sábado de Gloria, y Carlos y Clara abandonan Pueblanueva “la primera o quizá la segunda” semana después de la Pascua (1972c, 459). Tras estos sucesos, la derrota y la condena de Pueblanueva son totales17: Con la iglesia quemada, con el doctor Deza en paradero ignoto, con el padre Quiroga sepultado en el monasterio, de donde no ha vuelto a salir, don Julián se presentó un día en casa de doña Angustias a cantar la palinodia […]. Y así continuamos en paz, gracias a Dios y a Cayetano Salgado. Fuera de Pueblanueva la cosa está que arde. […] También anda triste Cayetano. ¿Por qué? Tiene lo que apeteció durante toda su vida y nadie se lo disputa. […] ¿Habrá libertad mayor? El que no esté contento, que se vaya. Pero Pueblanueva del Conde es un paraíso, si se compara con lo de antes. Y lo será para siempre (1972c, 462-464). Un paraíso que solo ofrece una paz de cementerio o de galeón naufragado, y del que un hombre y una mujer, Carlos y Clara, son expulsados, no con vergüenza, como Adán y Eva, sino con el reconocimiento de la mutua salvación. Obras citadas Biblia de Jerusalén (1976). Bilbao: Desclée de Brouwer. O’Connor, Flannery (2007): Misterio y maneras. Prosa ocasional, escogida y editada por Sally y Robert Fitzgerald. Guadalupe Arbona, ed. Esther Navío, trad. Madrid: Ediciones Encuentro. Kazantzakis, Nikos (1988): La última tentación. Roberto Bixio, trad. Madrid: Debate. Torrente Ballester, Gonzalo (1972a): Don Juan. Barcelona: Destino, “Destinolibro”. – (1971): Los gozos y las sombras. 1. El señor llega. Madrid: Alianza, “El libro de bolsillo”. – (1972b): Los gozos y las sombras. 2. Donde da la vuelta el aire. Madrid: Alianza, “El libro de bolsillo”. – (1972c): Los gozos y las sombras. 3. La Pascua triste. Madrid: Alianza, “El libro de bolsillo”. 15 Esta idea de la salvación mutua de María Magdalena y Jesús aparece en La última tentación, de Nikos Kazantzakis: “Si fuese un verdadero hombre, eso es lo que debería hacer para salvarla […]. El camino de la salvación consistía en que la arrancara de ese lecho, en que partiera con ella e instalara un taller en una aldea alejada, en que vivieran como marido y mujer, en que tuvieran hijos, sufrieran, fueran felices, como seres humanos. Ese era el único camino de salvación para la mujer, y el camino en el cual él se podía salvar con ella. ¡El único camino!”, reflexiona Jesús (1988, 104). Este aspecto, entre otros, se abre sin duda a un estudio comparado entre ambos autores. 16 En los diálogos entre Carlos y Clara pueden encontrarse indicios de esta futura salvación: “Nadie es feliz, y nosotros no lo seremos nunca, ni juntos ni separados. […] Pero ya que hay que sufrir, mejor es sufrir con alguien y consolarse en compañía. Tampoco se puede ser bueno a solas”, le dice Clara a Carlos (1972b, 454-455). “Hay mujeres cuyo amor hace libre. Tú eres seguramente una de ellas”, dice Carlos a Clara (1972b, 467). Tras el asalto de Cayetano, Carlos le pide a Clara que se case con él, pero ella se siente despojada de su cuerpo; Carlos dice: “Si no soy capaz de remediarte, no merezco que los hombres honrados me miren a la cara” (1972c, 431). 17 Hay anticipaciones de la condena final de la comunidad, como muestra la afirmación, en fraterna borrachera, de Carlos a don Baldomero: “Todos estamos ya condenados. Pueblanueva es el infierno y no podemos salir de él. ¿No me ve a mí?” (1972b, 487). La salida de Carlos y Clara de Pueblanueva, con el farmacéutico como único cómplice y testigo, confirma la salvación de la pareja.
  • 11. 11 – (1982): Teatro. Barcelona: Destino.